Para todos aquellos que creen en los nuevos comienzos.
– ¡Me niego! -dijo indignada Mariah Ellison. Aquello era intolerable.
– Me temo que no hay otra alternativa -respondió Emily.
Emily vestía un precioso vestido de color verde aguamarina, con amplias mangas a la moda y una falda que llegaba hasta el suelo. El delicado color rubio de sus cabellos la hacía parecer más guapa de lo que era, y haberse casado con un hombre rico le daba ciertos aires de gran dama, por encima de su condición.
– ¡Claro que hay otra alternativa! -contestó en tono brusco su abuela, levantando los ojos y mirándola fijamente desde su sillón de la sala-. ¡Siempre hay otra alternativa. Por el amor de Dios, ¿por qué quieres ir a Francia? ¡Solo faltan ocho días para Navidad!
– En realidad, nueve -la corrigió Emily-. Nos han invitado a pasar las Navidades en el valle del Loira.
– Da lo mismo qué lugar de Francia sea. En cualquier caso no es Inglaterra. Tendremos que cruzar el canal. La travesía será dura y nos pondremos todos enfermos.
– Sé que será pesado para ti -admitió Emily-. Y el viaje en tren desde París podría ser aburrido, y tal vez frío en esta época del año…
– ¿Qué quieres decir con «tal vez»? -replicó su abuela-. No cabe la menor duda de que lo será.
– Entonces quizá sea mejor que no te hayan invitado. -Emily esbozó una leve sonrisa-. Así no tendrás que molestarte en pensar cómo declinar con elegancia la invitación.
La abuela tenía la clara sospecha de que aquello era un sarcasmo de Emily. También fue consciente de algo desagradable y doloroso.
– ¿Debo deducir que me dejarás sola en esta casa durante las Navidades mientras visitas a quien demonios sea en Francia? -Intentó poner voz enfadada para no demostrar que de repente se sentía abandonada.
– Claro que no, abuela -dijo Emily con buen humor-. Sería demasiado deprimente para ti. De todas maneras, no puedes quedarte aquí porque no habrá nadie para cuidarte.
– ¡No seas ridícula! -A su abuela le volvió a salir el genio-. Esta casa está llena de criados.
Las fiestas navideñas de Emily eran una de las raras ocasiones que su abuela esperaba con ilusión, aunque se habría muerto antes que admitirlo. Asistía a ellas como si fuera un deber de obligado cumplimiento, pero luego disfrutaba de cada instante de las mismas.
– ¡Tienes más doncellas que una duquesa! ¡En mi vida había visto tantas chicas blandiendo fregonas y plumeros!
– Algunos criados nos acompañarán y el resto se irá a su casa con sus familias. No puedes quedarte aquí sola en Navidad. Sería horrible. He preparado todo para que vayas con mamá y Joshua.
– No tengo ningunas ganas de instalarme con tu madre y Joshua -dijo su abuela al momento.
Caroline había sido su nuera hasta que la muerte de Edward, hacía unos años, la había dejado viuda, según Mariah Ellison, a «una inoportuna edad». En lugar de retirarse con decencia de la vida social, como la querida reina había hecho y como todo el mundo esperaba de ella, Caroline había vuelto a casarse. Aquello ya era en sí bastante indiscreto, pero por si fuera poco, en lugar de casarse con un viudo de posibles y buena posición, lo cual le habría reportado considerables ventajas y se habría visto con buenos ojos, se había casado con un hombre casi veinte años más joven que ella. Sin embargo, lo peor de eso, si es que podía haber algo peor, es que era un hombre de la farándula, ¡un actor! Un hombre adulto que se disfrazaba y se pavoneaba sobre un escenario, simulando ser otra persona. ¡Y encima era judío! Caroline había perdido el poco juicio que tenía, el pobre Edward regresaría de su tumba si se enterase. Una de las muchas penalidades de su vida era haber vivido demasiado para verlo.
– Ningunas ganas -repitió.
Emily permanecía en silencio en medio del salón, el fuego de la chimenea proyectaba un cálido fulgor en su piel y en los extravagantes rizos de su peinado.
– Lo siento, abuela, pero ya te he dicho que no hay otra alternativa -insistió-. Jack y yo nos vamos mañana y tengo que preparar muchas maletas, pues estaremos fuera al menos tres semanas. Será mejor que te lleves una buena provisión de ropa de abrigo y botas, y puedes coger mi chal negro si quieres.
– ¡Santo cielo! ¿No tienen ni para leña? -explotó con rabia la abuela-. Joshua debería ir pensando en buscar un empleo más respetable… si es que hay algo en la tierra para lo que esté capacitado.
– No tiene nada que ver con el dinero -respondió Emily-. Pasarán las Navidades en una casa que han alquilado para las vacaciones en la costa sur de Kent. En Romney Marsh, para ser exactos. Me atrevo a decir que el viento será fresco, y una suele notar más el frío cuando está lejos de casa.
Su abuela estaba desolada. En realidad estaba tan desolada que tardó unos segundos en encontrar las palabras para expresar su horror.
– Me parece que no te he oído bien -dijo por fin en tono glacial-. Últimamente hablas entre dientes. Tenías una dicción excelente, pero desde que te casaste con Jack Radley vas de mal en peor… en varios aspectos. Me ha parecido entender que tu madre iba a pasar las Navidades en algún cenagal junto al mar. Y como eso es una absoluta tontería, será mejor que me lo repitas, y hables como es debido.
– Han alquilado una casa en Romney Marsh -dijo Emily con deliberada claridad-. Está cerca del mar, y creo que tiene unas vistas estupendas, si no hay niebla, claro.
La abuela buscó algún atisbo de impertinencia en el rostro de Emily, y vio en ella una inocencia tan ingenua que le pareció muy sospechosa.
– Es inaceptable -dijo en un tono que habría helado el agua de un vaso.
Emily la miró un momento, mientras volvía a ordenar sus pensamientos.
– En esta época del año hay demasiado viento para que haya niebla -dijo por fin-. Quizá puedas mirar las olas.
– ¿En un pantano? -preguntó la abuela con sarcasmo.
– La casa está en realidad en Saint Mary in the Marsh -respondió Emily-. Está muy cerca del mar. Será agradable. No tienes por qué salir si hace frío y no te apetece.
– ¡Claro que hará frío! ¡Está al lado del canal de la Mancha y es pleno invierno! Probablemente será mi muerte.
A juzgar por su aspecto, Emily parecía algo incómoda.
– No será tu muerte -dijo en un tono animoso un poco forzado-. Mamá y Joshua te cuidarán muy bien. Incluso podrías conocer gente interesante.
– ¡Pamplinas! -dijo la abuela, furiosa.
Pero la vieja dama no tenía otra alternativa, y al día siguiente estaba sentada con su doncella, Tilly, en el carruaje de Emily. El coche avanzó despacio entre el tráfico de la ciudad y luego aceleró al tomar la carretera del sur del río en dirección hacia Dover, que está a ciento veintiocho kilómetros de Londres.
Por supuesto, Mariah sabía que el viaje sería horroroso. Para poder hacer el trayecto en un día, había salido justo después de desayunar, y seguramente les daría la medianoche antes de que llegaran a ese villorrio dejado de la mano de Dios en el que Caroline había decidido pasar la Navidad. ¡Solo Dios sabía cómo sería aquello! Si estaban atravesando apuros económicos, tal vez no fuera más que una casa de campo sin las comodidades de la civilización y tan pequeña que se vería obligada a pasar todo el tiempo en su compañía. ¡Aquella iba a ser la peor Navidad de su vida!
¡Era increíble la falta de consideración de Emily al irse de viaje a Francia -a Francia nada menos, mira que había sitios para ir y tenía que ser precisamente Francia-, en aquella época del año! Era un ultraje a la lealtad y a los deberes familiares.
El día era gris y desabrido, pero por suerte solo chispeaba de vez en cuando. Hicieron un alto para almorzar y cambiar los caballos, y volvieron a pararse, algo después de las cuatro, para tomar el té. En aquel momento, como es natural, ya estaba oscuro y Mariah no tenía ni la menor idea de dónde se encontraba. Estaba fatigada, sentía calambres en las piernas de estar tanto rato sentada, y los inevitables traqueteos y sacudidas eran un calvario continuo. Y claro, hacía frío, un frío que pelaba.
Volvieron a detenerse otra vez para preguntar el camino cuando las sendas se hicieron más estrechas y con más baches y surcos aún. Cuando por fin llegaron a Saint Mary in the Marsh, Mariah estaba de un humor de perros, se habría podido encender fuego solo con las chispas que echaba. Descendió con la ayuda del cochero al camino de gravilla de lo que era una gran casa. Todas las luces estaban encendidas y una espléndida corona de acebo adornaba la puerta principal.
Enseguida notó el olor a humo y a sal, y un viento cortante y afilado como una bofetada en pleno rostro. Era un viento húmedo que sin duda venía del mar. Caroline no solo había dilapidado su dinero, sino también el último vestigio que le quedaba de sentido común.
La puerta se abrió y Caroline bajó las escaleras sonriente. A sus cincuenta años aún era una mujer de una belleza asombrosa; su cabello caoba oscuro solo estaba salpicado de plata en las sienes, lo que le daba cierta dulzura. Vestía de un rojo intenso y cálido que otorgaba fulgor a su piel.
– Bienvenida a Saint Mary, suegra -dijo en tono cauteloso.
A la vieja dama no se le ocurrió nada a la altura de la situación, ni de sus sentimientos. Estaba cansada, confusa y se sentía profundamente desgraciada al ser relegada a un lugar extraño donde sabía muy bien que no estaba de más.
Hacía varios meses que no veía a su antigua nuera. Nunca habían sido verdaderas amigas, aunque habían vivido bajo el mismo techo más de veinte años. En vida de su hijo se habían declarado una tregua. Después, Caroline se había comportado de un modo vergonzoso y no había admitido consejo alguno. Mariah tuvo que buscarse otro lugar donde vivir porque Caroline y Joshua viajaban mucho, como exigía su ridícula profesión. Nunca se planteó que
Mariah viviera con Charlotte, su nieta mayor. Charlotte había escandalizado a todo el mundo casándose con un policía, un hombre sin clase, ni dinero, cuya ocupación desafiaba toda descripción bien educada. ¡Solo Dios sabía cómo habían logrado sobrevivir!
Así que no le quedó más remedio que irse a vivir con Emily, quien al menos había heredado una considerable fortuna de su primer marido.
– Entre a calentarse. -Caroline le ofreció su brazo. Mariah se apresuró a declinarlo y en lugar de eso se apoyó con dificultad en su bastón-. ¿Quiere una taza de té o de chocolate caliente? -añadió Caroline.
A Mariah le apetecía mucho, y así lo hizo saber mientras entraba en un vestíbulo espacioso y bien iluminado. Quizá los techos eran un poco bajos, pero el suelo era de un excelente parquet. La escalera subía a un descansillo y suponía que a varios dormitorios. Si alimentaban bien el fuego y la cocinera tenía un mínimo de pericia, después de todo, tal vez su estancia resultase soportable.
Un sirviente le entró las maletas y Tilly le siguió. Joshua se acercó, saludó a la suegra de su esposa y le cogió la capa. La acompañaron hasta el salón, donde ardía un fuego en una chimenea lo bastante grande para dar cabida a medio árbol.
– ¿Tal vez le apetezca una copa de jerez después de un viaje tan largo? -ofreció Joshua.
Era un hombre delgado de una estatura un poco por encima de la media, pero con una gracia extraordinaria, y su voz presentaba la belleza y la finura propias de un actor. No era guapo en el sentido tradicional de la palabra -tenía la nariz demasiado prominente y los rasgos demasiado expresivos-, pero poseía una presencia que no se podía pasar por alto. Los prejuicios de Mariah ordenaban que le desagradara; sin embargo, él había sido más perspicaz que Caroline al adivinar lo que le apetecía.
– Gracias -aceptó-. Me encantaría.
Le sirvió una copa llena con el decantador de cristal y se la ofreció. Se sentaron y conversaron sobre la región, sus características y un poco de su historia. Después de media hora Mariah se retiró a sus aposentos, y se sorprendió al constatar que solo eran las diez y cuarto, una hora del todo razonable. Le había parecido que era ya medianoche. Le había dado esa impresión, y le molestaba equivocarse.
A la mañana siguiente Mariah se despertó después de haber dormido toda la noche de un tirón. Por la cantidad de luz que se filtraba a través de las cortinas debía de ser bastante tarde, quizá incluso ya habían desayunado. Al llegar apenas se había molestado en mirar a su alrededor. Ahora descubría una habitación agradable, una pizca anticuada, lo cual en condiciones normales solía ver con buenos ojos. El estilo moderno, que se caracterizaba por limitar la cantidad de muebles, dejar mucho más espacio vacío, desterrando las borlas y los volantes, despojando las paredes y cualquier superficie disponible de esculturas, bordados y fotografías, le parecía demasiado monástico. Daba la impresión de que allí no vivía nadie, o si vivían no tenían una familia ni un pasado que se atrevieran a mostrar.
Pero estaba decidida a que no le gustara nada. La habían manipulado, sacado de lo que ella consideraba su hogar, y la habían despachado a la costa como a una criada que se hubiera quedado encinta y tuvieran que hacerla desaparecer durante un tiempo, hasta que todo estuviera arreglado. Era un modo cruel e irresponsable de tratar a una abuela. Pero en aquellos tiempos modernos había desparecido todo respeto. Las jóvenes ya no tenían ninguna educación.
Mariah se levantó y se vistió con la ayuda de Tilly, luego bajó la escalera, con unas ganas enormes de comer algo.
Le dio mucha rabia descubrir que Caroline y Joshua se habían levantado pronto y se habían ido a pasear hacia la playa. Se vio obligada a desayunar tostadas con mermelada y un huevo algo pasado por agua, sola en el comedor, sentada a un extremo de la mesa de caoba bien encerada, rodeada de catorce sillas vacías. Aunque en la casa hacía un calor agradable, sentía frío, un frío que notaba no tanto en el cuerpo como en el alma. Aquel no era su mundo. No conocía a nadie. Hasta los criados eran unos extraños de los que no sabía nada en absoluto, ni ellos de ella. No tenía nada que hacer y ni nadie con quien hablar.
Cuando hubo acabado, se levantó y se dirigió hacia los altos ventanales. Fuera parecía hacer un frío glacial: el viento desgarraba las nubes en jirones que atravesaban un cielo azul pálido, como si el color hubiera muerto en él. Los árboles estaban desnudos; las mojadas ramas negras temblaban, curvando sus ápices hacia abajo. En el jardín no había nada ni remotamente parecido a una flor. Un viejo remontaba el sendero del otro lado de la verja, con el sombrero calado y los extremos de la bufanda azotándole los hombros y aleteando a su espalda. Ni siquiera volvió la cabeza para mirar hacia ella.
Mariah entró en el salón donde crepitaba un agradable fuego y se sentó a esperar a que Caroline y Joshua volvieran. Iba a aburrirse como una ostra, sin remedio. Era muy triste estar tan sola en su vejez.
¿Habría algún tipo de vida social en aquel lugar dejado de la mano de Dios? Tocó la campana y al poco apareció la doncella, una muchacha de campo, a juzgar por su aspecto.
– ¿Sí, señora Ellison? -dijo expectante.
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Mariah.
– Abigail, señora.
– Quizá puedas decirme, Abigail, ¿qué hace la gente aquí además de ir a la iglesia? Porque supongo que habrá una iglesia…
– Sí, señora. Saint Mary the Virgin.
– ¿Qué más? ¿Hay asociaciones, fiestas? ¿La gente organiza veladas musicales o charlas? ¿Organiza… lo que sea?
La chica parecía aturdida.
– No lo sé, señora. Se lo preguntaré a la cocinera. -Y antes de que Mariah pudiera excusarla, se dio media vuelta y salió huyendo.
– ¡Idiota! -murmuró bajito la vieja dama.
¿Dónde demonios estaba Caroline? ¿Cuánto tiempo iba a pasear con aquel viento huracanado? Estaba enamorada de Joshua y se comportaba como una chiquilla. Era ridículo.
No volvieron hasta al cabo de una hora y media, alegres, despeinados por el viento y cargados de noticias sobre toda clase de eventos que parecían provincianos y terriblemente aburridos. Un anciano caballero daría una conferencia sobre mariposas en la sala parroquial. Una dama soltera pretendía relatar sus viajes por una desconocida región de Escocia, o peor que eso, una región que había sido conocida y olvidada, sin duda por numerosas y buenas razones.
– ¿Alguien juega a cartas? -indagó Mariah-. ¿Que no sea al burro o la mona?
– No tengo ni idea -respondió Caroline acercándose al fuego-. Como yo no juego, no lo he preguntado nunca.
– Se requiere inteligencia y concentración -le dijo en tono cáustico su suegra.
– Y mucho tiempo libre -añadió Caroline-. Y nada mejor en que ocuparlo.
– Siempre es mejor que chismorrear sobre los vecinos -replicó Mariah-. ¡O regodearte de las desgracias ajenas!
Caroline la fulminó con la mirada, y le costó no perder los estribos, esfuerzo que no se le escapó a la vieja dama.
– Comeremos a la una -anunció-. Si le apetece dar un paseo, hace un día ventoso pero muy agradable. Y mañana podría llover.
– Claro que podría llover mañana -dijo Mariah con acritud-. En un clima como este, no es un comentario muy perspicaz. ¡Podría llover cualquier día del año!
Caroline no intentó disimular su irritación ni el esfuerzo que le costaba no replicarle. El hecho de que le costase tanto reportaba a la vieja dama una pequeña y perversa satisfacción. ¡Bien! ¡Al menos su nuera aún guardaba cierta apariencia de sentido del deber! ¡Al fin y al cabo, había sido la esposa de Edward Ellison durante la mayor parte de su vida adulta! ¡Le debía algo a Mariah Ellison!
– Tal vez dé un paseo esta tarde -dijo-. Esa doncella mencionó algo sobre una iglesia, me parece.
– Saint Mary the Virgin -le explicó Caroline-. Sí, es muy bonita. De origen normando. Este suelo es muy blando, así que la torre está apuntalada por unos enormes contrafuertes.
– Estamos en un pantano -dijo Mariah dando un bufido-. Se debe de estar hundiendo todo. ¡Es un milagro que no estemos hundidos hasta las rodillas en el barro, o algo peor!
Y así pasó la mayor parte de los dos interminables días siguientes. Pasear por el jardín era deprimente; casi todo había muerto, los árboles estaban negros sin hojas, y parecían gotear sin cesar. Era demasiado tarde incluso para las últimas rosas, y demasiado pronto para las primeras campanillas de invierno.
No había nada que valiera la pena hacer, nadie con quien hablar o a quien visitar. Y quienes acudían a visitarlos eran insoportablemente aburridos. No tenían nada de que hablar salvo de gente a la que Mariah no conocía; ni ganas. Nunca habían estado en Londres y no sabían nada sobre la moda, la buena sociedad o los acontecimientos importantes que estaban sucediendo en el mundo.
Fue entonces, a media tarde del segundo día, cuando llegó una carta para Joshua. La abrió mientras tomaban el té en el salón. El fuego rugía al subir por la chimenea, la lluvia golpeaba en la ventana en la oscuridad, mientras densas nubes oscurecían la débil luz invernal. En una bandeja de plata había una tetera con té caliente, panecillos tostados con mantequilla fundida dentro, bañados por un sirope dorado. La cocinera había preparado un pastel de Madeira particularmente sabroso y pastas de té acompañadas de mantequilla, mermelada de frambuesas y una crema tan espesa que se podía comer con tenedor.
– Es una carta de tía Bedelia -dijo Joshua mirando a Caroline con el ceño fruncido-. Dice que tía Maude ha regresado sin avisar de Oriente Medio, y esperaba que la invitaran a pasar la Navidad. Pero es imposible porque tienen otro invitado muy importante al que no pueden echar para hacerle sitio a ella.
– ¡Pero es Navidad! -dijo Caroline consternada-. ¿Seguro que no pueden hacerle un hueco? No pueden rechazarla de ese modo. Maude es un miembro de su familia. ¿Tan pequeña es la casa? Tal vez un vecino pueda acogerla, pues solo sería una noche.
El rostro de Joshua se tensó. Parecía preocupado y un poco azorado.
– No, su casa es grande, al menos tiene cinco o seis dormitorios.
– Si tienen tanto espacio, entonces ¿cuál es el problema? -preguntó Caroline con cierto nerviosismo en la voz, como si temiera la respuesta.
Joshua bajó los ojos.
– No lo sé. La llamo tía Bedelia, pero en realidad es la prima de mi madre y no la conozco demasiado, ni a su hermana Agnes. En cuanto a Maude, se fue de Inglaterra cuando yo nací.
– ¿Se fue de Inglaterra? -Caroline estaba asombrada-. ¿Quieres decir para siempre?
– Sí, eso creo.
– ¿Por qué?
Joshua se ruborizó y puso cara de tristeza.
– No lo sé. Nadie quiere hablar de ello.
– Por lo que parece, simplemente no quieren recibirla -dijo Mariah con franqueza-. Como excusa es muy mala. ¿Y qué demonios esperan que hagas tú?
Joshua la miró fijamente y sus ojos la hicieron sentir incómoda, aunque no comprendió muy bien por qué. Tenía unos preciosos ojos de color avellana, y muy sinceros.
– No, suegra -respondió, empleando un título para ella que no tenía ningún derecho a usar-. La envían aquí, a nuestra casa.
– ¡Eso es ridículo! -dijo Mariah más fuerte de lo que pretendía-. ¿Y qué demonios vas a hacer tú?
– Acogerla -respondió-. No será difícil. Tenemos dos dormitorios más.
Caroline dudó solo un instante.
– Claro -consintió sonriente-. Aquí tenemos de todo. No será ningún problema.
¡Mariah no podía creerlo! ¡Iban a acoger a aquella desdichada! Como si ser desterrada igual que un mueble de segunda mano no fuera ya bastante malo, ahora tendría que compartir la poca atención o cortesía que recibía con una pobre desgraciada, cuya familia no podía soportarla. Tendrían que satisfacer sus necesidades y sin duda escuchar las interminables y absurdas historias de vaya usted a saber qué lugar sumido en la ignorancia donde había estado. Todo aquello era realmente demasiado.
– Tengo dolor de cabeza -anunció Mariah y se levantó-. Iré a acostarme un rato a mi habitación.
Caminó de manera precaria hacia la puerta, apoyándose pesada y deliberadamente en el bastón, aunque en realidad no le hacía ninguna falta.
– Buena idea -admitió Caroline de manera algo cortante-. La cena se servirá a las ocho.
Mariah no podía decidir de inmediato si llegaría una hora antes o quince minutos después. Tal vez sería mejor antes. Si llegaba tarde, sin duda serían lo bastante groseros para empezar sin ella, y se perdería la sopa.
Maude Barrington llegó a la mañana siguiente, bajó del carruaje que la había llevado hasta allí y caminó con paso ágil hasta la puerta principal, donde la esperaban Joshua y Caroline. Mariah había preferido observar desde la ventana del salón, donde tenía una excelente vista, para no parecer indiscreta, lo cual habría sido muy vulgar, ni simular estar encantada con su llegada y salir a recibirla con los brazos abiertos, lo cual habría sido muy hipócrita. Estaba furiosa.
Maude era una mujer bastante alta y tenía unos hombros cuadrados muy poco favorecedores. Una curva suave habría sido mejor, más femenina. Sus cabellos parecían no ser de ningún color, pero al menos eran abundantes; en aquel momento asomaban por debajo de un sombrero que podía haber estado de moda en otro tiempo, pero ahora era un auténtico desastre. Vestía un traje de viaje que parecía que había recorrido todo el mundo, sobre todo los lugares cálidos y polvorientos, y no tenía forma ni color perceptibles.
La propia Maude nunca había sido guapa; sus rasgos eran demasiado duros. En concreto no tenía una boca delicada. Era imposible calcular su edad con exactitud; tal vez así por encima tendría entre cincuenta y sesenta años. Su paso era el de una mujer joven, o el de un hombre joven, para ser más exactos. ¡Tenía una piel terrible! O nadie le había dicho que no podía sentarse al sol o lo había ignorado por completo. Estaba decididamente ajada, quemada, con una tez broncínea de lo más desafortunada. ¡Solo Dios sabía dónde habría estado! ¡Parecía una indígena! No le extrañaba que su familia no la quisiera por Navidad. Querrían recibir invitados, y no podían encerrarla bajo llave.
Pero era una monstruosidad que se la impusieran a Joshua y a Caroline, ¡y mucho más a su invitada!
Oyó voces en el zaguán, y luego pasos en la escalera. Sin duda a la hora del almuerzo se encontraría con aquella pobre mujer y tendría que ser educada con ella.
Y eso fue lo que pasó. En aquellas circunstancias era de esperar que la desdichada criatura permaneciera callada y hablara solo cuando la invitaran a hacerlo. Pero sucedió todo lo contrario: se enzarzaba en una conversación tras la menor pregunta, cuando habría bastado una palabra o dos.
– Tengo entendido que acaba de regresar del extranjero -dijo Caroline de manera cortés-. Espero que haya sido una agradable estancia.
Dejó la frase abierta para que Maude pudiera guardar silencio si no quería hablar del tema.
Pero aparentemente sí quería hablar. Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Maude, contagiando de vida a sus ojos, e incluso de pasión.
– ¡Ha sido maravilloso! -dijo con voz vibrante-. El mundo es más terrible y hermoso de lo que podemos imaginar, o creer, incluso después de haber visto grandes extensiones del mismo. Siempre hay nuevas impresiones y nuevos milagros a la vuelta de cualquier esquina.
– ¿Ha estado fuera mucho tiempo? -preguntó Caroline. Parecía haber olvidado lo que Joshua le había dicho. Tal vez no quería que Maude pensara que habían estado hablando de ella.
Maude sonrió mostrando una dentadura excelente, a pesar de que su boca era demasiado grande.
– Cuarenta años -respondió-. Me enamoré.
Era evidente que Caroline no sabía cómo interpretar sus palabras. Las manos de Maude estaban vírgenes de anillos y se había presentado por su nombre de soltera. La única postura decente habría sido evitar el tema, pero ya no era factible. A Mariah no le extrañaba que no hubieran tolerado acogerla en su propia casa. En serio, ¡aquella imposición era demasiado!
Maude miró a Mariah y le fue imposible no percibir la desaprobación escrita en su rostro.
– Me enamoré del desierto -explicó sin alardes-. Y de ciudades como Marrakech. ¿Ha estado alguna vez en una ciudad musulmana de África, señora Ellison?
Mariah estaba escandalizada.
– ¡Claro que no! -le espetó. La pregunta era ridícula. ¿Qué inglesa decente haría tal cosa?
Maude no se detuvo. Se inclinó sobre la mesa, olvidando la sopa.
– Marrakech es una ciudad llana, un oasis que mira hacia las montañas del Atlas, y se extiende desde el minarete de Kutubia hasta la franja de palmeras azules y allende las arenas. Los príncipes almorávides que la fundaron llegaron con sus hordas desde el desierto negro de Senegal y construyeron palacios de una belleza sin rival en esta tierra.
Caroline y Joshua también olvidaron la sopa.
– Hicieron llamar a los mejores maestros del yeso cincelado, del cedro dorado y de los mosaicos de cerámica -prosiguió Maude-. Crearon un jardín tras otro, con patios que llevaban a otros patios y estancias, algunos altos hacia la luz del sol, otros hundidos entre muros sombríos y húmedos. -Sonrió al recordar cierta dicha secreta-. Se puede pasear por la verde penumbra de un jardín de cipreses o respirar la fresca dulzura de un túnel de jazmines, donde la luz es tenue y casi susurra con el rumor del agua y el arrullo de las palomas cuando se acicalan las plumas con el pico. Hay urnas de alabastro, de cristal ricamente decorado, y puertas bermellones pintadas con arabescos de oro.
Se quedó en silencio un instante para recobrar el aliento.
Mariah se sentía excluida de la magia que Maude había visto, y también de la mesa en torno a la que Joshua y Caroline se embebían de sus palabras. Ella tenía la sensación de que sobraba. Y aunque quería rechazar todo aquello por extranjero y completamente vulgar, en su fuero interno estaba fascinada. Pero naturalmente no lo admitiría jamás.
– ¿Y le permitieron ver todas esas cosas? -dijo Caroline con asombro.
– Viví allí una temporada -respondió Maude con los ojos centelleantes al recordarlo-. Fue una época soberbia; cada semana pasaba algo maravilloso o terrible. ¡Nunca me había sentido viva con tanta intensidad! El mundo es tan hermoso a veces que me da la impresión de no poder soportarlo. Una ve cosas de tal belleza que resulta dolorosa. -Sonrió, pero sus ojos estaban anegados en lágrimas-. El crepúsculo en un jardín persa, el fuego del sol muriendo en las montañas púrpura, ambarinas y rosadas; la llamada de los pequeños búhos en el frescor de la noche; el agua que circunda las piedras antiguas, el perfume del jazmín en el claro de luna, rico como la esencia dulce y relumbrante como las estrellas; la luz de la hoguera reflejada en un tambor de cobre.
Apartó la sopa, demasiado embargada por la emoción para comer.
– Podría seguir así indefinidamente. No consigo ni imaginar qué es el aburrimiento. Sin duda ha de ser peor que morir, como alguna terrible enfermedad que te va corroyendo y no te deja ni la alegría, ni el ansia de vida, ni la liberación de la muerte. Aunque el corazón se te encoja porque sabes que no puedes retener esa luz para siempre, es mejor que no haber visto o amado todo eso.
¡Mariah no tenía ni la más remota idea de qué demonios estaba farfullando! Solo una afilada sospecha, como una herida demasiado profunda para notarla al principio, fina como la daga de la envidia, que te traspasa sin que te des cuenta.
¿Qué se podía responder a semejantes cosas? Debía de haber algo que estuviera a la altura, pero ¿qué decir ante tantas emociones desnudas? Era tan indecoroso como desnudarse en público. No era de buen gusto. Eso era lo que pasaba cuando se viajaba a países extranjeros… y no solo extranjeros, sino también paganos. Sería mejor olvidar todo el episodio.
Pero claro, era del todo imposible. La tarde era fría pero muy clara y soleada, aunque el viento era cortante. La única solución era huir.
– Saldré a dar un paseo -anunció Mariah cuando acabó la comida-. Tal vez me haga bien respirar un poco de aire marino.
– ¡Excelente idea! -dijo Maude con entusiasmo-. Es un día perfecto. ¿Le importa si la acompaño?
¿Qué iba a decir? No podía negarse.
– Me temo que no habrá flores de jazmín ni búhos, ni puestas de sol en el desierto -respondió fríamente-. Y me atrevería a decir que lo encontrará frío… y… ordinario.
Una sombra cruzó el rostro de Maude, pero era imposible asegurar si se debió a la idea de la marisma solitaria y el viento marino, o a la negativa implícita en la respuesta de Mariah.
Mariah sintió una punzada de culpa. A la mujer se le había negado el consuelo y el refugio de su propio hogar. Merecía al menos un poco de cortesía.
– Pero por supuesto será bienvenida -añadió a regañadientes. Condenada mujer, que la ponía en la situación de tener que decir eso.
Maude sonrió.
– Gracias.
Salieron juntas, bien abrigadas con capas y chales, y, por supuesto, unas resistentes botas de invierno. Mariah cerró la verja y de inmediato tomó el sendero que llevaba hacia el mar. En verano debía de estar flanqueado de brotes y flores de espino. Ahora estaba desnudo y húmedo. Después de haber vivido todo aquel tiempo en el desierto y en lugares por el estilo, si el viento era lo bastante frío, la humedad bastaría para que Maude desistiera de la idea en media hora como mucho.
Pero Maude era una mujer indecentemente sana y estaba acostumbrada a caminar. Mariah tuvo que hacer acopio de aliento y de todas sus fuerzas para seguirle el paso. Había un kilómetro y medio hasta la costa, y Maude no flaqueó ni una sola vez. Parecía dar por sentado que la vieja dama no tendría dificultad en seguir su ritmo, lo cual era muy irritante y bastante desconsiderado por su parte. Mariah era como mínimo quince años mayor que ella, o más, y, claro, era una dama, no una criatura que iba a pie por el mundo, como si no tuviera carruaje propio.
Era un cielo inmenso y salvaje: un doloroso vacío azul interrumpido solo por unas cuantas nubes, como colas de caballo deshilachadas, al este, en el horizonte, sobre el mar. Las gaviotas, un destello blanco en el sol del invierno, trazaban giros y planeaban en el aire, profiriendo sus agudos gritos como niños bulliciosos. El viento ondulaba la hierba sin flores, y todo olía a sal.
– ¡Esto es maravilloso! -dijo Maude rebosando felicidad-. Nunca había olido nada tan limpio y tan ferozmente vital. Es como si el mundo estuviera colmado de risas. Me alegro tanto de volver a estar en Inglaterra… Había olvidado que el espíritu de la tierra es todavía indómito, a pesar de todo lo que le hemos hecho. ¡Estuve en Snave tan poco tiempo que no tuve oportunidad de salir de casa!
Esta mujer no está en su sano juicio, pensó Mariah con pesar. ¡No le extrañaba que su familia quisiera librarse de ella!
Subieron la colina y el paisaje del canal de la Mancha se abrió ante ellas: la larga franja de arena, el viento y el agua que palidecía hasta resplandecer de blancura con la luz. Las olas rompían en hileras blancas, elevando su rumor y rasgando en la orilla un encaje de espuma, consumiéndose antes de retirarse otra vez a toda prisa. Luego, al cabo de un momento, rugían y volvían a subir unos centímetros, sin cansarse jamás del juego. La superficie fría y azul, sin sombras, se extendía hacia el infinito hasta mezclarse con el cielo. Ambas sabían que Francia estaba a poco más de treinta kilómetros de distancia, pero aquel día el horizonte estaba borroso y difuminado por una bruma que desdibujaba la línea.
Maude se detuvo allí con la cabeza muy alta; el viento le enredaba el cabello que escapaba de las horquillas y a punto estuvo de llevarse también su chal.
– ¿No es sublime? -preguntó-. Hasta este momento había olvidado cuánto me gusta el mar, su inmensidad, su resplandor, sus posibilidades infinitas. Nunca es el mismo que hace un instante.
– A mí siempre me parece el mismo -dijo Mariah en un tono más bien desabrido. ¿Cómo podía alguien estar tan contento sin ningún motivo? ¡Estaba medio loca!-. Frío, húmedo y muy contento de ahogarte si eres lo bastante estúpida para darle la oportunidad -concluyó.
Maude rompió a reír. Se quedó allí de pie en la orilla con los ojos cerrados y la cara hacia arriba, sonriendo, mientras el viento le hinchaba el chal y las faldas.
Mariah dio media vuelta y, pisoteando con fuerza, se sacudió las matas de hierba, o lo que quiera que fuese que se enredaban en sus pies, y tomó el sendero de regreso. ¡Aquella mujer estaba como una cabra! Era insoportable. ¿Cómo podía esperarse que alguien la aguantara?
La cena no transcurrió de mejor manera. Maude les obsequió con relatos de su paseo en barco por el Nilo, de los búfalos bañándose en sus aguas, de los innombrables insectos y ¡de las tumbas de reyes que adoraban animales! Todo eso sería muy moderno, pero absolutamente repugnante. Tanto Caroline como Joshua habían llevado demasiado lejos su sentido de la hospitalidad y fingían estar totalmente absortos, incluso alentaban a su invitada haciéndole preguntas.
Claro que la desdichada siempre estaba dispuesta, y durante toda la cena -el rosbif, el pudin de Yorkshire y las verduras, y luego la Charlotte de manzana y crema- tuvieron que escuchar las descripciones de los jardines en ruinas de Persia.
– Me quedé allí junto a la orilla del arroyo que salpicaba los azulejos de cerámica azules, en su mayoría rotos -dijo Maude, sonriendo pero con los ojos húmedos por el recuerdo-. Estábamos muy arriba y miré a través de los viejos árboles hacia la llana planicie marrón. Cuando vi los caminos que parten al este hacia Samarcanda, al oeste hacia Bagdad, y al sur hacia Ispahán, mi imaginación echó a volar. Los nombres eran ya como un encantamiento. Mientras me envolvía el crepúsculo, los blancos se convertían en oro y en fuego y en la extraña suntuosidad del pórfido… en mi mente oigo aún las campanillas de los camellos y veo sus peculiares andares mientras avanzan en silencio, como sueños que atraviesan la noche inminente, incitando a las aventuras del alma.
– ¿No es difícil a veces? -preguntó Caroline, no como crítica sino tal vez incluso con lástima.
– ¡Oh, sí! A menudo -admitió Maude-. Estás sedienta, te duele todo el cuerpo y estás tan cansada que venderías todo lo que posees por dormir bien una noche. Pero sabes que vale la pena. Siempre vale la pena. El dolor solo dura un momento, la alegría dura siempre.
Y así siguió la historia. De vez en cuando picaba una nuez de macadamia de las que ella había aportado a la mesa para compartir, diciendo que se las había dado su familia, pues sabían que sentía debilidad por ellas.
Solo Joshua aceptó.
– Demasiado indigestas -dijo Mariah, a quien aquella situación cada vez la irritaba más.
– Lo sé -reconoció Maude-. Me atrevería a decir que esta noche lo lamentaré. Pero con un poco de pipermín se aliviará.
– Yo prefiero no cometer la tontería de comerlas -dijo con mucha frialdad Mariah.
– ¿Quiere pipermín? -preguntó Caroline-. Puedo ofrecerle pipermín, si desea.
– Antes prefiero demostrar un poco de autocontrol -respondió Mariah, como si la oferta fuera dirigida a ella.
Maude sonrió.
– Gracias, pero me queda una dosis y estoy segura de que será suficiente. Hay tantas nueces que no puedo resistirme.
Volvió a ofrecer el plato a Joshua, quien tomó dos más y le pidió que continuara con sus relatos de Persia.
Mariah intentó ignorarla.
Parecía como si mañana, tarde y noche estuvieran obligados a hablar o escuchar relatos de un lugar extraño, y fingir que los encontraban interesantes. Había estado en lo cierto en su primera apreciación: aquella sería la peor Navidad de su vida. Nunca perdonaría a Emily por desterrarla a ese lugar. Era monstruoso.
Mariah se despertó a la mañana siguiente cuando oyó a una de las doncellas arañando y golpeando la puerta. ¿Es que la falta de consideración no tenía límites en aquella casa? Se sentó en la cama justo cuando la estúpida muchacha irrumpía en la habitación, blanca como el papel, con la boca abierta y los ojos como dos agujeros en medio de la cara.
– ¡Cálmate, muchacha! -le espetó Mariah-. ¿Qué demonios te ocurre? Ponte derecha y deja de lloriquear. ¡A ver, explícate!
La chica hizo un esfuerzo descomunal, tragó saliva, respiró hondo y habló entre sollozos.
– Por favor, señora, ha pasado algo terrible. La señorita Barrington está tiesa como una muerta en su cama.
– ¡Tonterías! -respondió Mariah-. Estaba perfectamente bien ayer por la noche durante la cena. Lo más seguro es que esté profundamente dormida.
– No, señora, no está dormida. Sé cuando alguien está muerto nada más verlo… y tocarlo. Está muerta, tiesa como la mojama, sí señora.
– ¡No seas impertinente! ¡Ni irrespetuosa! -Mariah bajó de la cama y el aire frío la agredió a través del camisón. Agarró una bata y lanzó una mirada iracunda a la muchacha-. No hables a tus superiores en ese lenguaje tabernario. -Y añadió-: Iré yo misma a despertar a la señorita Barrington. ¿Dónde está Tilly?
– Por favor, señora, Tilly ha pillado un resfriado terrible.
– Entonces déjala en paz. Ve a buscar el té de la señorita Barrington. Y el mío también. Recién hecho, recuerda. No lo quiero recalentado.
– Sí, señora.
La muchacha se alegró de que le dispensaran de la responsabilidad de tener que contárselo al señor y a la señora. No le gustaba la vieja dama, a los demás criados tampoco… ¡miserable vieja! ¡Que se la encontrara y lo contara ella!
Mariah desfiló por el pasillo y llamó con la mano abierta a la puerta de Maude. No hubo respuesta, tal como esperaba. Disfrutaría bastante despertándola de un sueño profundo y calentito, sin más motivo que la histeria de una doncella. ¡Ya veríamos si a Maude le seguían gustando tanto los criados!
Abrió la puerta, entró y volvió a cerrarla tras ella. Si la intrusión iba a provocar una escena desagradable, mejor que tuviera lugar en privado.
La habitación estaba bañada por la luz que entraba por las cortinas corridas.
– ¡Señorita Barrington! -dijo Mariah con voz muy clara.
La figura de la cama no emitió ningún sonido ni hizo movimiento alguno.
– ¡Señorita Barrington! -repitió, esta vez más fuerte y en un tono más perentorio.
Nada. Se acercó a la cama.
Maude estaba tumbada. Tenía los ojos cerrados, el rostro de una palidez extrema, con un tinte azulado, y no parecía moverse en absoluto.
Mariah se asustó un poco. ¡Caray con la mujer! Se acercó algo más y alargó la mano para tocarla, preparada para retroceder enseguida y disculparse si abría los ojos de repente y exigía saber qué demonios creía la señora Ellison que estaba haciendo. Era imperdonable poner a alguien en una situación tan embarazosa. Tanto viaje por lugares paganos le había hecho perder la chaveta, hasta el punto de hacerle olvidar que era una inglesa de buena familia.
La carne que encontraron los dedos de Mariah estaba fría y muy rígida. No cabía ninguna duda de que aquella estúpida doncella estaba en lo cierto.
Maude estaba muerta, y tal vez llevase así la mayor parte de la noche.
La vieja dama retrocedió tambaleándose y se dejó caer con todo su peso en el sillón del dormitorio, descubriendo de repente que le costaba respirar. Aquello era terrible. Era totalmente injusto. Primero Maude llegaba, sin ser invitada, y lo trastocaba todo. Y ahora se había muerto, para empeorar aún más las cosas. ¡Tendrían que guardar luto en Navidad! En lugar de los rojos y los dorados, los villancicos, las celebraciones y la alegría, tendrían que vestir de negro, cubrir los espejos y susurrar por los rincones divididos entre la tristeza y el miedo. Los criados siempre se asustaban cuando había una muerte en la casa. Lo más probable era que la cocinera se despidiera y entonces ¿qué sería de ellos? ¡Tendrían que comer tajadas frías!
Se levantó. No tenía motivos para sentirse triste. Habría sido absurdo. Apenas conocía a Maude Barrington; no le había dado tiempo a conocerla. Y no había nadie por quien sentir lástima. Su propia familia no la quería, ni en Navidad, ¡por Dios bendito! Tal vez se habían cansado de sus interminables historias sobre el bazar de Marrakech, los jardines persas, los barcos surcando el Nilo o las tumbas de los reyes que vivieron y murieron miles de años antes de que se celebrase la primera Navidad en la tierra, y que adoraron a dioses de su propia invención con cabezas de animales.
Pero la familia de Maude no podía ser buena gente, o no la habría rechazado en Navidad. La habría escuchado afectando interés, como habían hecho Caroline y Joshua. Y como había hecho ella misma.
Imaginaba el agua corriendo sobre los azulejos al sol. No sabía a qué olía el jazmín, pero debía de ser maravilloso. Y a juzgar por sus palabras, a Maude le encantaba el campo inglés, incluso en diciembre. Era deprimente que hubiera muerto entre personas que eran auténticos extraños y la habían acogido por caridad porque era Navidad. Los suyos no la amaban ni la querían.
Mariah se quedó parada en medio del dormitorio con sus cretonas de flores, sus pesados muebles y las cenizas muertas en la chimenea, y una odiosa realidad la dejó sin aliento. Ella misma estaba allí por caridad; nadie más la amaba ni la quería. Caroline y Joshua eran buenas personas; por eso la habían admitido, no porque se preocuparan por ella. No la querían; ni siquiera les gustaba. Ella no le gustaba a nadie. Lo sabía con la misma certeza que notaba el frío en su piel y un viento helado que calaba hasta los huesos.
Abrió la puerta. Le temblaban los dedos en el picaporte y tenía un nudo en la garganta. Una vez en el pasillo, caminó con paso inseguro hacia la otra ala de la casa, donde estaba la habitación de Joshua y Caroline. Llamó más fuerte de lo que pretendía, y cuando Caroline le abrió la puerta se encontró con que no le salía la voz.
– Ha venido la doncella y me ha contado que Maude murió durante la noche.
Mariah tragó saliva. ¡Realmente tanta emoción era ridícula! Casi no conocía a la mujer.
– Me temo que es cierto.
Caroline parecía desconsolada, pues la cara de la vieja dama no dejaba lugar a dudas. A su edad había visto bastantes muertos para no equivocarse.
– Será mejor que entre en el vestidor y se siente -dijo Caroline con amabilidad-. Le diré a Abby que le traiga una taza de té. Siento mucho que sea usted quien la haya descubierto.
Tendió el brazo para que su suegra se apoyase mientras atravesaba con dificultad la habitación y entraba en el amplio y cálido vestidor, con sus butacas y armarios, y uno de los vestidos de Caroline ya preparado para ese día.
Mariah estaba enojada consigo misma por estar a punto de llorar. Debía de ser la impresión. Hacerse vieja era de lo más desagradable.
– Gracias -dijo a regañadientes.
Caroline la ayudó a sentarse en una de las butacas y la miró un momento para asegurarse de que no iba a desmayarse. Luego, cuando su suegra le devolvió la mirada, se volvió y salió para ocuparse de los innumerables preparativos que había que poner en marcha.
La vieja dama se quedó allí sentada sin moverse. La doncella le llevó el té, le sirvió una taza y le animó a bebería. Era reconfortante; el calor del té se extendió por su interior, pero no cambió nada. ¿Por qué había muerto Maude? El día anterior gozaba de una salud tan buena que era casi insultante. ¿De qué había muerto? Seguro que de vieja no. Tampoco parecía debilitada ni que le faltaran las fuerzas. Maude era capaz de caminar, y de comer, como un soldado.
Mariah cerró los ojos y volvió a ver a Maude, tumbada inmóvil en la cama. No parecía aterrada ni alterada, ni aparentaba ningún sufrimiento. Pero había una botella vacía en la mesilla de noche. Sin duda, sería el pipermín. La pobre estúpida habría sufrido una indigestión después de engullir todas las nueces, tal como Mariah le había advertido. ¿Por qué había gente tan estúpida, incapaz de controlarse?
Apuró su té y se levantó. La habitación le dio vueltas durante un instante. Respiró hondo varias veces, luego salió del vestidor y volvió por el pasillo hasta el dormitorio de Maude. No había nadie a la vista. Debían de estar todos ocupados, y Caroline estaría esforzándose en tranquilizar al personal. El servicio siempre se comportaba de manera imprevisible cuando alguien moría. Seguro que al menos una doncella se había desmayado y otra había sufrido un ataque de nervios. ¡Como si no hubiera ya mucho que hacer!
Mariah abrió la puerta de la habitación, entró rápidamente y cerró tras ella; luego echó un vistazo. Sí, tenía toda la razón: había una botella vacía en la mesilla de noche. Se acercó y la cogió. En la etiqueta ponía: «Pipermín», pero para estar segura levantó el corcho y la olió. El olor le llenó la nariz: verde y en botella, pipermín.
Maude lo había llevado consigo, y solo le quedaba una dosis. Debía de tomarlo con regularidad. ¡Qué estúpida! Si hubiera comido con sensatez no lo habría necesitado. Era curioso que lo tuvieran en Arabia, Persia o dondequiera que hubiese estado últimamente. Y la etiqueta también estaba en inglés.
Volvió a mirarla. Tenía impreso el nombre y la dirección de un boticario de Rye, que estaba a pocos kilómetros bordeando el cabo de Dungeness.
Pero Maude había dicho que no había salido de Snave, de hecho no había tenido ocasión de salir. Así que alguien se la había dado, con una sola dosis. ¡En teoría era para curar una indigestión de nueces de macadamia! Pero ¿solo una dosis? ¡Qué raro! Sobre todo porque la persona en cuestión no estaba segura de que Maude la necesitaría. Ningún hogar carecería de un producto tan corriente, sobre todo en Navidad, cuando estaba garantizado que la gente cometía excesos. Había algo de lo más extraño.
Volvió a coger la botella y, ocultándola en los pliegues de su falda, regresó a su habitación y la escondió en un cajón con su ropa interior.
Luego, con la ayuda de Tilly -Tilly se había recuperado; su resfriado carecía de importancia en comparación con una muerte-, se vistió con las ropas más oscuras que había llevado consigo -no eran del todo negras, pues un gris era apropiado para una viuda de hacía muchos años, y la luz invernal lo haría pasar por negro-. Bajó la escalera para afrontar el resto del día.
Caroline estaba en el salón delante del fuego. Joshua había salido a buscar al médico del lugar para cumplir con las autoridades competentes.
– ¿Se encuentra bien, suegra? -preguntó Caroline con preocupación-. Ha sido una terrible experiencia para usted.
– ¡Ha sido mucho peor para Maude! -respondió Mariah con agria franqueza.
Tenía la cabeza llena de pensamientos preocupantes, pero no estaba muy segura de cuáles exactamente. No podía compartirlos, sobre todo con Caroline, quien, por lo que ella sabía, nunca había conducido ninguna investigación. Incluso podría querer evitar el escándalo y negarse a planteárselo, ¡y Maude se merecía algo mejor que eso! Tal vez solo recayese en Mariah Ellison, y en nadie más, descubrir la verdad.
Al cabo de unos minutos llegó el médico y lo condujeron a la habitación del piso de arriba.
– Fallo cardíaco -les informó cuando volvió a bajar-. Muy triste. Por lo demás parecía tener una excelente salud.
– ¡Sí! -dijo Mariah enseguida, antes de que nadie pudiera replicar-. Era una viajera que había recorrido todo el mundo, caminaba muchos kilómetros, montaba a caballo e incluso en camello. No nos habló de ninguna dolencia.
– Bueno, a veces llega sin avisar -dijo amablemente el médico.
– ¿Un ataque mortal? -exigió saber la vieja dama-. ¡No parecía haber sufrido ninguna clase de agonía!
– No -reconoció el médico frunciendo ligeramente el ceño-. Creo que lo más probable es que el corazón sencillamente trabajase más despacio y luego se detuviera.
– ¿Qué trabajase más despacio y luego se detuviera? -dijo Mariah con incredulidad.
– ¡Suegra! -le reprochó Caroline.
– Creo que bien ha podido ser una muerte apacible -le dijo el médico a Mariah-. ¿Eso la consuela? ¿La quería mucho?
– ¡Apenas la conocía! -repuso Caroline con acritud.
– ¡Sí! -la contradijo Mariah, con la misma acritud.
– Lo siento mucho -dijo el médico sin dejar de ser amable. Después se volvió hacia Joshua-. Si puedo ayudarle con los arreglos, me complacerá mucho.
– Gracias -aceptó Joshua.
– Tenemos que informar al resto de su familia -dijo Mariah en voz muy alta-. A esa Bedelia no sé qué.
– He estado pensando en cómo podría escribir una carta como esa -reconoció Caroline-, en qué habría que decir para que fuera… «mejor», aunque esa palabra parece absurda. Si simplemente digo que sentimos la inmensa tristeza de informarles, ¿será mejor? -Parecía preocupada, e incluso calificarla de «triste» no habría sido una exageración. La pena de su rostro era sincera.
La mente de Mariah se disparó. ¿Qué se permitía a sí misma pensar? ¿El corazón trabajó más despacio? ¿Nueces que todo el mundo sabe que son indigestas? ¿Una dosis de pipermín? ¿Habían asesinado a Maude? ¡Era ridículo! Eso era lo que pasaba por permitir que una nieta se casase con un policía. La culpa era de Caroline. ¡Si hubiera sido una madre un poco responsable no habría permitido que Charlotte hiciera tal cosa! Thomas Pitt no era un marido adecuado. No tenía nada digno de elogio, salvo quizá el porte.
Pero si alguien como Pitt podía resolver un crimen, sin duda Mariah también podía resolverlo. ¡No iba a ser más listo que ella el hijo de un guardabosques que tenía la mitad de su edad!
Y si Maude Barrington había sido asesinada, entonces Mariah Ellison buscaría al culpable y lo llevaría ante la justicia para que respondiera de sus actos. Maude podía haber sido una mujer absurda, y una completa molestia, pero existía una cosa que era la justicia.
Mariah notó como si la luz y el calor desapareciesen, para dejar lugar a una clase de pesadez que no acertaba a comprender.
– No deberías escribirles -dijo con firmeza a Caroline-. Es algo demasiado horrible y repentino para ponerlo en una carta, cuando parece ser que viven tan cerca. Snake, ¿no? O algo así.
– Snave -le corrigió Caroline-. Sí. Está a cinco o seis kilómetros. En el interior de la marisma. ¿Cree que debería ir yo a contárselo? -Su rostro se tensó-. Sí, claro tiene razón.
– No -se apresuró a decir Mariah-. Estoy de acuerdo en que hay que hacerlo personalmente. Al fin y al cabo, era su hermana, a pesar de como la trataba. Tal vez ahora se sentirán abrumados por la culpa. -Pensó que aquello era muy improbable. Era obvio que no tenían vergüenza-. Pero iré yo. Tú tienes que hacer muchos preparativos para Navidad, y Joshua te echaría de menos. Y además creo que en realidad yo pasé más tiempo con Maude que tú. Podría ser de algún consuelo informarles un poco de sus últimas horas.
Mariah sonó algo sentenciosa y lo sabía. Observó con perspicacia el rostro de Caroline. Sería un desastre si su nuera la acompañaba; de hecho, el viaje sería una pérdida de tiempo. Para tener esperanza de lograr algo se vería obligada a contar a Caroline lo que sospechaba cada vez con más certidumbre cuanto más reflexionaba sobre ello.
Una chispa de esperanza iluminó los ojos de Caroline.
– Pero eso es mucho pedirle, suegra.
Por supuesto Caroline tenía sus dudas. Mariah Ellison nunca se había distinguido por sacrificarse por nadie. No era propio de su carácter. Pero Caroline no la conocía demasiado bien. Durante casi veinte años habían vivido bajo el mismo techo, y durante todo ese tiempo su suegra había vivido una mentira. Había ocultado su desdicha y el odio que sentía por sí misma bajo el manto de la viudez. Pero ¿qué otra cosa habría podido hacer? La vergüenza de su pasado ardía continuamente en su interior como si el dolor físico estuviera aún en carne viva, sangrando, y ella apenas pudiera caminar. Había tenido que mentir, por el bien de su hijo. Y la mentira se había hecho cada vez más grande en su interior, alejándola de todo el mundo.
– No me lo has pedido -dijo con más brusquedad de la que pretendía-. Yo me he ofrecido. Esta solución parece la más sensata.
¿Debía añadir que Caroline y Joshua la habían acogido con amabilidad y que aquella era su pequeña compensación? No. Caroline nunca lo creería. Le habían permitido alojarse allí, pero no era bienvenida; no era tan estúpida como para llegar a imaginar que sí. Caroline sospecharía.
– No tengo nada más que hacer -añadió aportando un poco de realismo-. Me aburro.
Aquello resultaba creíble. Claro que no estaba dispuesta a admitir ante nadie, y menos ante Caroline, que admiraba a Maude Barrington y sentía una rabia inmensa ante la idea de que su familia la hubiera abandonado, y muy posiblemente uno de sus parientes la hubiera asesinado. Mariah esperó la reacción de Caroline. No debía insistir tanto.
– ¿Está segura de que no le importa? -Caroline aún no estaba convencida.
– Muy segura -respondió Mariah-. Aún hace una mañana agradable. Me arreglaré, comeré algo ligero y luego me iré. Es decir, si podéis prestarme el carruaje para que me lleve hasta allí. ¡Dudo que haya otro modo de viajar en este atrasado lugar! -De repente se le ocurrió algo-: Pero tal vez teméis que…
– No -se apresuró a contestar Caroline-. Es muy generoso por su parte, y me parece muy apropiado. Demuestra más preocupación de lo que cualquier carta demostraría, por muy sincera o bien escrita que estuviera. Claro que el cochero la llevará. Como bien ha dicho, el tiempo es aún bastante clemente. Esta tarde sería perfecto. Se lo agradezco.
Mariah sonrió, intentando mostrarse menos triunfante de lo que se sentía en realidad.
– Entonces iré a prepararme -respondió apurando su té y levantándose.
Pretendía quedarse en Snave todo el tiempo que fuera necesario para descubrir la verdad sobre la muerte de Maude y demostrarla. No bastaba con ser la única que lo sabía. Su visita podía prolongarse varios días. Tenía que conseguirlo. No por una cuestión de sentimentalismo, sino por una cuestión de principios; y ella era una mujer a quien aquellas cosas importaban mucho.
El viaje fue accidentado y frío, a pesar de la pequeña manta que le abrigaba de cintura para abajo. Un viento muy frío, que venía del mar, gemía y dispersaba las nubes de vez en cuando. La luz era fría y dura sobre el brezal bajo. Aquella era «la costa de la invasión», la misma en la que Julio César había desembarcado cincuenta y cinco años antes del nacimiento de Cristo. ¡Entonces no existía la Navidad! Él también había sido asesinado, y por su propia gente, a quienes conocía y en quienes confiaba desde hacía años.
Once siglos después, Guillermo I de Inglaterra había desembarcado con sus caballeros y arqueros y matado al rey Harold en Hastings, un poco más allá en aquella costa. De algún modo, Mariah estaba ligeramente satisfecha de que César hubiera llegado hasta allí. Roma era entonces el centro del mundo, e Inglaterra se enorgullecía de formar parte de ese imperio. Sin embargo, la invasión de Guillermo el Conquistador todavía dolía, lo cual era una tontería, ¡porque había sucedido hacía casi mil años! Pero aquella fue la última vez que Inglaterra fue conquistada, y esa idea le molestaba.
La armada del rey Felipe II de España probablemente también habría desembarcado allí, si el viento no la hubiera destruido. Igual que Napoleón Bonaparte. En lugar de eso él prefirió irse a Rusia, lo cual resultó ser una mala idea.
¿No sería aquello también una mala idea, una locura arrogante y estúpida, fruto de una imaginación febril? Pero ¿cómo iba ahora a echarse atrás? ¡Parecería una perfecta idiota! Ya era bastante desagradable caer mal a la gente. Sentir que la despreciaban, o peor aún, que la compadecían, sería insoportable.
Al mirar por la ventana del carruaje mientras el cielo se oscurecía y el sol, que ya se estaba poniendo, se teñía de gris, Mariah no pudo imaginar por qué alguien querría ir hasta allí si podía evitarlo. ¡Salvo Maude, claro! A ella aquellas vastas planicies y los cielos azotados por el viento le parecían hermosos, con sus estandartes de nubes, las hierbas del pantano y el aire que siempre olía a salitre.
¡Quizá no las había visto heladas y duras como una piedra, ni se había encontrado envuelta por un manto de niebla tan espesa que uno no veía ni su propia mano delante de las narices! Aquello era exactamente lo que sería útil entonces, decidió Mariah: un tiempo horrible, para que no pudiera volver a Saint Mary in the Marsh en varios días. Había emprendido una enorme tarea, y cuanto más lo pensaba, más formidable le parecía y más imposible. En cierto sentido, era un consuelo que no pudiera regresar, o lo habría hecho. No tenía ni la menor idea de cómo sería esa gente, y no tenía ni pizca de autoridad con la que respaldar lo que tenía intención de hacer. O al menos intentar. A fin de cuentas, habría sido mejor que Charlotte hubiera estado allí. Se había inmiscuido tan a menudo en los casos policíacos de su marido que sin duda había adquirido un sexto sentido para las pesquisas.
Pero ella no estaba allí, y su abuela tendría que apañárselas sola lo mejor posible, y salir adelante costara lo que costase. Tenía inteligencia y determinación, y con eso bastaría. ¡Ah!, y además el derecho estaba de su parte. Era monstruoso que hubieran asesinado a Maude Barrington, si es que la habían asesinado. Pero fuera cual fuese la verdad, su familia la había desamparado, y en Navidad. Aquello en sí mismo constituía una ofensa imperdonable y, en nombre de Maude, sentía aquel ultraje en lo más profundo.
Recorrió la distancia demasiado deprisa. Estaba solo a unos kilómetros, un viaje de cuarenta minutos al trote ligero, mucho menos de haber sido en línea recta. Cada camino parecía doblarse sobre sí mismo como si bordeara cada campo y cruzara por cada zanja dos veces. El cielo había vuelto a despejarse y la luz larga y baja arrancaba destellos a la temblorosa hierba y proyectaba entramados de sombras a través de los árboles desnudos cuando el carruaje entraba en la pequeña aldea de Snave. En realidad solo había una gran casa señorial. El resto parecían casitas y alquerías. ¿Por qué, en nombre de Dios, desearía alguien vivir allí? No era más que un ensanchamiento de la carretera.
Respiró hondo para calmar sus nervios y esperó con el corazón en un puño mientras el cochero le abría la puerta. Había estado ensayando una docena de veces lo que iba a decir, y ahora que lo necesitaba, se le había ido completamente de la cabeza.
En el camino de entrada, el viento cortaba como un cuchillo y su fuerza le obligaba a balancearse sobre sus pies para mantenerse en pie. Agarró fuerte la capa para evitar que se le volara, y caminó con paso firme hasta la puerta principal, apoyándose pesadamente sobre su bastón. El cochero tocó la campanilla por ella, y se retiró a un lado.
Respondieron casi de inmediato. Alguien debía de haber visto llegar el carruaje. Un mayordomo de aspecto muy ordinario le habló con bastante cortesía.
– Buenas tardes -respondió-. Soy la señora Mariah Ellison. El señor Joshua Fielding, en cuya casa se alojaba la señorita Barrington, es mi yerno. -Más tarde ya explicaría la naturaleza exacta de su parentesco, si era necesario-. Me temo que traigo noticias muy malas para la familia, de esas que solo se pueden dar en persona.
El mayordomo pareció alarmarse.
– ¡Oh, cielos! Pase, por favor, señora Ellison. -Abrió más la puerta para que entrase y se retiró unos pasos.
– Gracias -aceptó-. ¿Puedo pedirle el favor de que le dé cobijo y un refresco a mi cochero también, y tal vez agua para los caballos, y al menos, mientras tanto, un poco de abrigo de este viento tan cortante?
– ¡Claro! ¡Por supuesto! ¿Viene…? -Tragó saliva-. ¿Viene la señorita Barrington con usted?
– ¡No, en realidad no! -respondió siguiéndolo al interior, después de echar una breve mirada hacia atrás para asegurarse de que el cochero la había oído, y rodearía la casa y se presentaría en los establos.
Dentro de la sala no pudo evitar mirar a su alrededor. No era una casa al estilo londinense; sin embargo, estaba bien amueblada y era muy cómoda. El suelo era de roble muy viejo, oscurecido por siglos de uso. Las paredes estaban recubiertas de paneles de madera más clara, y de ellas colgaban muchos cuadros; por suerte no eran los habituales retratos de generaciones de antepasados con semblantes tan agrios como para cortar la leche. Al contrario, eran cuadros esplendorosos de naturalezas muertas con frutas y flores, y una o dos escenas pastoriles con enormes cielos y apacibles vacas. Al menos alguien había tenido muy buen gusto. Y por suerte también hacía un calor muy agradable.
– La familia está reunida, señora -prosiguió el mayordomo en tono grave-. ¿Prefiere tal vez dar la noticia a la señora Harcourt en privado? Ella es la hermana mayor de la señorita Barrington.
– Gracias -aceptó Mariah-. Ella sabrá mejor cómo informar al resto de la familia.
Inclinó la cabeza en señal de aceptación y la condujo hasta una puerta situada en uno de los lados. La acompañó hasta una habitación muy agradable, encendió las luces para ella y atizó el fuego, que estaba a punto de extinguirse. Colocó de manera estratégica un par de trozos de carbón, luego se excusó y se marchó. No le ofreció té. Tal vez estaba demasiado alarmado con la noticia, aunque ignoraba su alcance. A juzgar por su conducta, esperaba una desgracia y no una tragedia, un detalle interesante.
Se acercó al fuego para tratar de entrar en calor. El corazón aún le latía con fuerza y le costaba mantener una respiración regular.
La puerta se abrió y entró una mujer de una gran belleza, que cerró la puerta tras de sí. Tendría unos sesenta años, cabello caoba con matices más dorados que cobrizos, y la tez clara y joven que suele acompañar a ese tipo de cabello. Sus rasgos eran refinados y sus ojos grandes y azules. Tenía una boca perfectamente delineada y se parecía muy poco a Maude. No parecían hermanas. Nadie habría llamado a Maude guapa. Lo que hacía tan atractivo su rostro era la inteligencia, la sensibilidad, la imaginación y un alma desbordante de alegría. No había nada de eso en el rostro de aquella mujer. De hecho parecía temerosa y enfadada. Vestía a la última moda, con un corte impecable y las hombreras y mangas altas de rigor.
– Buenas tardes, señora Ellison -dijo en tono frió y educado-. Soy Bedelía Harcourt. Mi mayordomo me dice que ha venido desde Saint Mary in the Marsh para traernos malas noticias sobre mi hermana. Espero que no la haya… -Vaciló con delicadeza-. Espero que no la haya molestado.
Mariah notó crecer en su interior una especie de ira tan violenta que casi se desmaya. Tenía ganas de dirigir su furia contra aquella mujer, incluso de abofetear su perfecto rostro. Sin embargo, habría sido absurdo y la manera más segura de no averiguar nada. Estaba convencida de que Pitt no habría tenido un comportamiento tan… ¡tan aficionado!
– Lo siento mucho, señora Harcourt. -Hizo un gran esfuerzo por controlarse, el mayor que había ejercido sobre su carácter en toda su vida-. Pero la noticia que debo darle es muy mala. Por eso he venido en persona en lugar de escribirle una carta. -Observó atentamente el rostro de Bedelia para ver si le traicionaba el más mínimo signo de que ya lo sabía, pero no vio nada-. Me temo que la señorita Barrington murió ayer mientras dormía. Lo siento mucho.
Al menos eso era verdad. Se sorprendió de lo mucho que lo sentía.
Bedelia se quedó mirándola fijamente como si sus palabras no tuvieran ningún sentido o ella no pudiera comprenderlo.
– ¿Murió? -repitió llevándose la mano a la boca-. ¿Maude? ¡Pero si nunca dijo que estuviera enferma! ¡Yo lo habría sabido! ¡Oh, es terrible! ¡Muy terrible!
– Lo siento -volvió a decir Mariah-. La doncella llamó a mi puerta. Como yo me alojaba en aquella parte de la casa, fui a verla de inmediato, pero la señorita Barrington debió de fallecer a primeras horas de la noche. Estaba… muy fría. Por supuesto, llamamos al médico.
– ¡Oh, santo cielo! -Bedelía retrocedió y casi se plegó en el sillón que estaba detrás de ella. Se desplomó, pero con una gracia peculiar-. Pobre Maude. Cómo me habría gustado que me contara algo. Era tan… tan reservada… tan valiente.
Mariah recordó la carta de Bedelia a Joshua en la que le decía que no podía alojar a Maude en casa porque tenían un invitado importante, y hubo de hacer grandes esfuerzos por no refrescarle la memoria. Pero aquella reacción la habría convertido en una enemiga y habría resultado imposible averiguar algo. En realidad, la labor de detective requería sacrificios mayores de los que había previsto.
– Siento mucho ser portadora de una noticia tan dolorosa -dijo en lugar de eso-. Me imagino la conmoción que debe de ser para usted. Pasé muy poco tiempo con la señorita Barrington, una persona deliciosa. Y admito que me pareció que gozaba de una salud excelente. Comprendo su conmoción.
Bedelia levantó los ojos y la miró.
– Ella… ella vivió en el extranjero durante algún tiempo, en climas muy severos. Debió de afectarle más de lo que aparentaba. Es posible que más de lo que le parecía a ella.
Mariah se sentó en el otro sillón, enfrente de Bedelia.
– Maude nos habló un poco de Marrakech y creo que de Persia. Y también de Egipto. ¿Estuvo allí mucho tiempo?
– Años -respondió Bedelía poniéndose de pie-. Desde que se fue, poco antes de que yo me casara, y de eso hace cuarenta años, tal vez viviera de un modo mucho más… dañino para su salud de lo que ella creía. Quizá ni ella misma lo supiese.
– Quizá no -convino Mariah. Luego se le ocurrió una idea. Allí sentada cómodamente y sin cuestionar nada era improbable que consiguiera alguna información. Pitt lo habría hecho mejor-. O tal vez fuera muy consciente de que no tenía buena salud, y por eso regresó a Inglaterra, con su familia y con quienes sentía más próximos.
Los magníficos ojos de Bedelía se abrieron como platos y por un momento se volvieron tan duros y fríos como el mar en lo más crudo del invierno.
Mariah le devolvió la mirada sin pestañear.
Bedelia dio un largo suspiro.
– Supongo que tiene usted razón. Eso no se me había pasado por la mente. Al igual que usted, yo creía que Maude gozaba de una excelente salud. Parece que las dos estábamos trágicamente equivocadas.
– ¿No le dijo nada que le hiciera sospechar algo así? -A Mariah le parecía muy descortés insistir en el tema, pero la justicia era antes que las buenas maneras.
Bedelia vaciló unos instantes, como si no pudiera decidirse a responder.
– No se me ocurre nada -dijo al cabo de un momento-. Confieso que estoy absolutamente destrozada. Mi cabeza parece no funcionar bien. Nunca he perdido a nadie tan… tan allegado.
– ¿Sus padres aún viven? -dijo Mariah sorprendida.
– ¡Oh, no! -corrigió enseguida Bedelia-. Me refería a alguien de mi propia generación. ¡Mis padres fueron unas personas excelentes, claro! Pero distantes. Una hermana es… es alguien muy querido para mí. Quizá una solo se da cuenta cuando se ha ido. El vacío que deja es mayor del que podría haber imaginado de antemano.
Está sobreactuando, pensó Mariah. ¡Ni siquiera la acogió en su casa! Por fuera sonrió; fue una sonrisa del todo artificial.
– Es natural que esté usted sufriendo una conmoción -se apiadó-. Cuando alguien de nuestra propia generación se muere nos recuerda que somos mortales; la sombra de la muerte se cruza en nuestro camino. Recuerdo cómo me sentí cuando murió mi marido.
Y era cierto: fue la liberación más maravillosa de su vida, aunque no se lo hubiera contado a nadie, simulara estar desconsolada y llevara luto por él durante el resto de su vida, como la reina.
– ¡Oh, lo siento! -se apresuró a decir Bedelía-. ¡Pobrecita! Y ahora ha venido usted hasta aquí, con este tiempo, para darme la noticia en persona. Y yo estoy aquí sentada sin ofrecerle ni siquiera un té. No sé dónde tengo la cabeza. Yo aún tengo a mi querido Arthur y debo permitir que sea mi consuelo. -Se puso en pie con cierta inestabilidad.
– Gracias, es usted muy amable -aceptó Mariah-. Debo admitir que ha sido un día horrible, y estoy agotada. Me alegro de que tenga a su marido con usted. Sin duda será un gran apoyo. Una puede sentirse tan… sola.
La preocupación ablandó el rostro de Bedelia.
– No puedo ni imaginarlo. Siempre he sido tan afortunada… Esta habitación es un poco fría. ¿Le importaría venir al salón, donde hace más calor? Tomaremos el té juntos y pensaremos en lo que hay que hacer. Claro que si prefiere volver a Saint Mary in the Marsh lo antes posible, lo comprenderemos.
– Gracias -dijo Mariah con voz débil-. Le agradeceré que me permita descansar cuanto necesite, sin ser una molestia para usted. Y tenga la certeza de que el té será muy bien recibido.
Se levantó vacilando lo justo para no caerse, lo cual habría sido ridículo, y lo guardaba como último recurso si fallaba todo lo demás.
Bedelia le mostró el camino por el pasillo hasta el salón, y Mariah la siguió fingiendo estar tan débil como le permitía su dignidad natural. Tenía que aparentar un cansancio creíble.
El salón era espacioso y el calor del generoso fuego las abrazó en cuanto entraron. Había muchos muebles de gustos modernos: aparadores de madera tallada, mullidos sofás y sillones con macasares en todos ellos. También había sillas de respaldo alto junto a las paredes, con cómodos asientos tapizados en piel y patas ligeramente curvas, y varios escabeles ribeteados de borlas. Una alfombra turca de vivos colores estaba gastada y más apagada allí por donde posiblemente habían pasado generaciones de pies. En las paredes había una colección de bordados, cuadros de todo tipo, grandes y pequeños, y varios animales disecados en vitrinas de cristal; incluso una vitrina llena de mariposas tan secas como la seda. Dominaban los colores cálidos, dorados, marrones y ocres rojizos. Caroline lo habría encontrado opresivo. A Mariah le dio rabia encontrarlo muy agradable, e incluso familiar.
Las personas que había allí eran otro cantar. Fue presentada, y Bedelía se vio obligada a explicarles el motivo de su presencia.
– Queridos. -Todos se volvieron hacia ella-.
Esta es la señora Ellison, que ha tenido la amabilidad de venir en persona en lugar de enviarnos un mensaje con la terrible noticia. -Se dirigió a Mariah-. Estoy segura de que preferirá sentarse, tal vez junto al fuego. Permítame presentarle a mi hermana, la señora Agnes Sullivan.
Señaló a una mujer cuyo parecido superficial se explicaba por su parentesco. Parecían de la misma altura, aunque la señora Sullivan no se había levantado como habían hecho los tres hombres. En su juventud su tez tal vez fuera parecida a la de Bedelia, pero ahora la afeaban manchas grises. Tenía unos rasgos cincelados con menos delicadeza y su expresión, aparte de mostrar cierta tristeza, era mucho más amable. Sus ropas, aunque de buen corte, solo conseguían hacerla parecer corriente.
– ¿Cómo está usted, señora Sullivan? -dijo Mariah en tono formal.
– Y su marido, el señor Zachary Sullivan -continuó Bedelia.
Zachary hizo una ligera inclinación de cabeza. Era un hombre esbelto de cabello castaño y sienes plateadas. Tenía un rostro también agradable, pero marcado por cierta sensación de pérdida, como si no hubiera conseguido conquistar algo que le importaba demasiado para olvidarlo.
– Mi nuera, Clara, y mi hijo, Randolph -prosiguió Bedelía señalando con un movimiento de brazo a un joven cuya tez se parecía a la suya, pero sus rasgos no, al ser considerablemente más fuertes y duros. La mujer que estaba junto a él era bastante bella, en cierto sentido: cabello oscuro, ojos negros y cejas demasiado espesas.
Bedelia sonrió, a pesar de la situación.
– Y mi esposo, Arthur -concluyó, volviéndose hacia un hombre notablemente guapo, cuyo cabello oscuro era entonces de color gris herrumbroso. Tenía unos ojos inteligentes y vivos que atraían la atención al instante, y al sonreír mostró unos dientes perfectos.
– Bienvenida a Snave, señora Ellison -dijo de manera cariñosa-. Siento que la traiga hasta aquí una noticia tan triste. ¿Puedo ofrecerle té, o prefiere algo más fuerte, como una copa de jerez? Sé que es pronto, pero el viento es espantoso y debe de estar usted helada, y tal vez también cansada.
– Es usted muy generoso y comprensivo -aceptó Mariah, acercándose al fuego y al asiento que Zachary había dejado libre para ella. Esperaba que si había un culpable de matar a Maude, si es que la había matado alguien, no fuera Arthur Harcourt.
– ¿Qué es lo que tiene que decirnos, señora Ellison? -preguntó Agnes Sullivan con voz temblorosa.
– Me temo que la señora Barrington falleció ayer por la noche mientras dormía -respondió Mariah en tono solemne-. Creo que debió de ser una muerte apacible, y parecía gozar de una salud y un humor excelentes, hasta el último momento. Nunca comentó que se encontrase mal. Lo siento mucho.
Observó durante un instante a cada uno de ellos, intentando juzgar sus reacciones. Aunque no es que estuviera segura de poder distinguir entre la culpabilidad, la conmoción o la pena.
Zachary parecía menos sorprendido que intrigado, como si no hubiera comprendido del todo el significado de sus palabras.
Agnes soltó una exclamación y se tapó volando la boca con la mano para impedirse gritar, en un gesto que recordaba al de Bedelia cinco minutos antes. Se puso pálida como la cera.
– Pobre tía Maude -murmuró Randolph-. Lo siento mucho, mamá -añadió mirando a Bedelia con preocupación.
Clara Harcourt no dijo nada. Como apenas había conocido a Maude, tal vez le pareció más adecuado no hablar.
La tez aceitunada de Arthur Harcourt cambió de color, entre blanco y gris, y sus ojos parecían desenfocados. ¿Qué estaría sintiendo? ¿Era el horror de la culpa ahora que el hecho era real?
– Siento traerles tan malas noticias. -Mariah se sintió obligada a llenar el silencio de los demás que parecía ahogar la habitación. El simple crepitar del fuego parecía una hoja rasgada en el viento.
– Ha… ha sido muy amable por su parte -tartamudeó Agnes-. Qué cosa tan terrible para usted… una invitada en su casa… prácticamente una extraña.
De repente una brillante idea iluminó la mente de
Mariah. Se levantó como un rayo y casi sintió su calor en el rostro.
– ¡Oh, no, en absoluto! -dijo con convicción-. Maude y yo pasamos horas conversando. -Le asombraba su propia audacia-. Me contó muchas cosas sobre… ¡oh, muchas cosas! Sus emociones, sus experiencias, dónde había estado y la gente que había conocido. -Gesticuló con las manos para dar mayor énfasis a sus palabras-. Créanme, hay personas a las que frecuento desde hace años y de las que sé mucho menos. Nunca había trabado amistad con nadie tan rápido y con un afecto tan natural. -Era una mentira monstruosa-. Debo admitir que la confianza que depositó en mí me resultó muy reconfortante, y por eso no podía permitir que nadie más viniera a contárselo -se apresuró a añadir-. Nunca olvidaré a Maude, ni la confianza que tuvo en mí al hablarme de su vida y de su significado.
Sintió una extraordinaria emoción al hacer semejantes declaraciones como si fueran ciertas, como si ella y Maude se hubieran convertido en auténticas amigas.
Con una pizca de sensación de absurdo, pero también de cierta ternura, se percató de que no era del todo falso. Maude le había contado más cosas de su vida en un día que la mayoría de sus conocidos durante años, ¡aunque no le hubiera revelado ningún detalle sobre su maldita familia!
Y a regañadientes, como si estuviera sajando un forúnculo, Mariah tuvo que admitir que había llegado a apreciar a Maude; en cualquier caso más de lo que esperaba, teniendo en cuenta que había sido una imposición en casa de Caroline por Navidad… ¡sin que ni siquiera la hubieran invitado!
Bedelía la miró con incredulidad.
– ¿En serio? ¡Pero si la conoció apenas un día!
– No teníamos otra cosa que hacer más que conversar -explicó con una sonrisa-. Fue fascinante escucharla tanto en la comida como en la cena, pero sobre todo cuando salíamos a pasear las dos solas. Me sentí muy halagada de que me contara tantas cosas. Yo también me sorprendí al hablarle con la misma franqueza, y me pareció muy amable y poco dada a juzgar a las personas. Conocerla fue una… una experiencia maravillosa -se apresuró a añadir.
Mariah dijo aquello solo para asustarlos y hacerles creer que sabía algo sobre el asesino de Maude, si es que la habían asesinado. Aquello era una artimaña que se añadía a su pena. ¡Quería que creyeran que estaba demasiado afligida para volver a recorrer el largo trayecto en carruaje de noche!
También descubrió, para su consternación, que le habría gustado que todo aquello fuera cierto. No había sido ni mucho menos amiga de Maude. Ni ella le había confiado el dolor de su vida; la vergüenza con la que cargaría durante años ¡por no haber tenido el valor de dejar a su marido y huir al extranjero como había hecho su primera esposa! Difícilmente podía calificar de valeroso su delirante y patético intento de asesinar al hijastro de su marido, antes de que pudiera contar a todo el mundo su vergüenza. Había sido grotesco. Aún recordaba con una turbación espantosa el terror absoluto de aquella noche y su gratitud cuando apareció poco después, sin más herida que un chapuzón en las heladas y sucias aguas del Támesis. ¡Habría preferido morir antes que contar a Maude semejante cosa! Ya era bastante horroroso no poder recordar cuánto sabía Caroline sobre aquel episodio.
Pero le reconfortaba pensar que Maude la habría comprendido y compadecido en lugar de despreciarla por cobarde, como se despreciaba ella misma. Nada habría sido más precioso en el mundo que una amiga que la comprendiera. ¡Pero aquello era una idiotez! Maude nunca se habría sometido a semejante trato. ¡Lo más probable es que hubiera conseguido un arma y hubiera disparado al hombre antes de permitirle hacerle eso a ella!
– Entonces llore su muerte con nosotros -dijo Arthur con amabilidad, interrumpiendo la secuencia de sus pensamientos-. Por favor, siéntase bienvenida aquí, y no piense en volver a Saint Mary esta noche. Se hará oscuro muy pronto y debe de estar usted cansada y afligida. Estoy seguro de que podemos proporcionarle todo cuanto necesite, como un camisón y artículos de aseo. Y, por supuesto, tenemos mucho espacio.
– Desde que lord Woollard se fue, la habitación de invitados está disponible -precisó rápidamente Clara.
– ¡Oh, sí!, el invitado que se alojaba en su casa cuando la pobre Maude llegó -observó Mariah-. ¡Son ustedes muy amables! En realidad les estaré muy agradecida. ¿Puedo informar a mi cochero de su generosidad, para que él regrese a Saint Mary? Es posible que el señor y la señora Fielding necesiten el coche mañana. Y claro, si no tienen noticias mías, pueden temer que me haya sucedido algo.
– Claro que sí-dijo Arthur-. ¿Quiere decírselo usted misma, o prefiere que le diga al mayordomo que le informe él?
– Eso sería muy amable por su parte -aceptó-. Y pídale que le hable a la señora Fielding de su amabilidad y que le diga que estoy bien… solo… solo un poco apenada.
– Claro.
La suerte estaba echada. ¿En qué demonios estaba pensando? Tenía retortijones y la boca seca.
Bebió el excelente jerez que le habían ofrecido y se permitió disfrutar durante un momento de su deliciosa calidez. Se había embarcado en una aventura. Debía verlo de ese modo. Aún estaba furiosa por el trato deplorable que habían brindado a Maude, incluyera o no ese trato el asesinato, ¡aunque ella creía que sí! Y estaba cansada y triste, triste de verdad. Maude estaba demasiado llena de vida para morir, demasiado contenta al probar nuevas experiencias para rendirse tan pronto. Y nadie merecía ser rechazado por los suyos, daba igual por qué motivo.
¿Cuál era el motivo? ¿Quién de aquella cómoda habitación, donde rugía el fuego, donde tomaban el té en bandeja de plata sentados en mullidos sofás, no había querido a Maude en aquella casa? ¿Y por qué el resto lo había permitido? ¿Eran todos culpables de algo? ¿Eran tan terribles los secretos que guardaban que estarían dispuestos a matar por ocultarlos? Parecían perfectamente inofensivos, incluso corrientes. ¡Santo cielo, qué perversidad podía ocultarse tras una apariencia amable y buena como un pedazo de pan!
Más tarde, una doncella guió a Mariah hasta el dormitorio que estaba libre. Era un cuarto agradablemente amueblado, con una cama con dosel, pesados cortinajes de brocado granate, otra alfombra turca roja y muchos muebles de roble tallado. Un precioso aguamanil con flores pintadas contenía agua fresca. Había un barreño a juego para lavarse y en el estante, junto a ellos, un montón de toallas para secarse. No había modo de saber si lord Woollard o quien fuera había ocupado recientemente la habitación. Pero aprovecharía la oportunidad para ver cuántas habitaciones de invitados tenían, con el fin de saber si Maude se habría podido alojar en la casa, si su hermana hubiese querido.
Mariah caminó de puntillas por el pasillo, con la sensación de ser una ladrona furtiva, y abrió con cuidado las puertas de las otras dos habitaciones. Ambas eran dormitorios y en aquel momento estaban libres. La falta de espacio había sido una flagrante mentira.
Regresó a su propia habitación con manos algo temblorosas y las rodillas flojas. Se sentó y entonces se le ocurrió otra idea. Abrió el armarito que estaba junto a la cama, donde encontró agua de lavanda, un frasco con un par de dosis de láudano, ¡y una botella llena de pipermín! El tapón estaba fuertemente encajado, pero más revelador que eso era la película de polvo que la recubría. ¡Era evidente que la habían comprado antes de que Maude se fuera de la casa! ¡Aquello daba otro cariz a la única dosis de Maude! ¿Habría contenido alguna otra sustancia, enmascarada por el fuerte sabor de la menta? ¿Y las nueces de macadamia se las dieron para que Maude sintiera la necesidad de bebería?
Mariah cerró la puerta del armario y se dejó caer pesadamente en la cama. Hasta el momento todo había salido a las mil maravillas… ¡quizá demasiado! Pero quedaba mucho por hacer. Debía confirmar que Maude había sido asesinada, y en ese caso por quién, y para ser más precisos de qué manera, ¡y su investigación no estaría completa si no averiguaba el móvil! ¿Cómo podría hacer todo aquello antes de que la enviaran educadamente a su casa? ¡Pitt no tenía que resolver sus casos en cuestión de horas! ¡Trabajaba durante días! ¡A veces semanas! Y tenía autoridad para plantear preguntas y exigir respuestas, aunque no por fuerza verdaderas, claro. ¡Ella tendría que ser mucho más lista que él! Tal vez no fuera tan fácil como había supuesto.
Hasta el momento todo iba bien. Y estaba demasiado furiosa para rendirse.
Sin embargo, más tarde, cuando en circunstancias normales habría estado cambiándose para cenar, le sobrecogió la extrañeza de su entorno y todos los acontecimientos que habían ocurrido en los últimos días. La semana anterior a esa misma hora, Mariah estaba en Londres con Emily y Jack, como de costumbre. Luego había sufrido el trastorno de tener que ir a Saint Mary in the Marsh. Apenas había tenido tiempo para asumir todos aquellos cambios cuando llegó Maude Barrington. Casi se había acostumbrado, y entonces Maude murió, ¡sin la menor advertencia previa!
Mariah era la única que sospechaba que la muerte de Maude podía no ser debida a causas naturales, sino tratarse de un crimen, el más espantoso de todos los crímenes, y ninguna otra persona reclamaría que se hiciera justicia. Y allí estaba ella, sentada sola en una casa llena de extraños, convencida de que al menos uno de ellos era un asesino. Además, no tenía ni ropa interior limpia ni un camisón con el que dormir. Se habían ofrecido a prestarle algo, ¡pero todas las mujeres de la familia eran al menos nueve o diez centímetros más altas que ella y bastantes tallas más delgadas! Debía de haber perdido el juicio. ¡Aunque jamás lo reconocería ante Caroline, ni ante nadie! La tenían atada de pies y manos.
Llamaron a la puerta y le provocaron un sobresalto tan violento que le entró hipo.
– ¡Adelante! -dijo volviendo a hipar.
A juzgar por su vestido negro, su sombrerito de encaje y el manojo de llaves que colgaba de su cintura, era el ama de llaves, una mujer bajita y bastante corpulenta, exactamente de la constitución de Mariah.
– Buenas noches, señora -dijo de modo muy cordial-. Soy la señora Ward, el ama de llaves. Es usted muy amable al venir a traer en persona la triste noticia. Se ha tomado usted muchas molestias.
– La muerte de Maude me ha apenado -confesó Mariah con toda franqueza, aliviada de hablar con un criado y no con un miembro de la familia-. Venir a contárselo en persona me parecía lo menos que podía hacer. Ella murió entre extraños, aunque fueron personas que la quisieron enseguida, y mucho.
La señora Ward se sonrojó como si sintiera tanta emoción que se viera obligada a disimularla.
– Me alegro mucho de que haya actuado de ese modo -dijo con un temblor en la voz y pestañeando rápido.
– Usted la conocía -dedujo Mariah forzándose a esbozar una sonrisa-. También usted debe de haberlo sentido mucho.
– Sí, señora. Empecé a servir aquí cuando aún era una niña. La señorita Maude debía de tener entonces dieciséis años.
– ¿Y la señora Harcourt? -preguntó Mariah con descaro. ¡Debía llevar a cabo su investigación! No podía andarse con sutilezas.
– ¡Oh!, ella tenía dieciocho. Y una belleza como no ha visto en su vida.
Mariah miró el rostro del ama de llaves; no había la menor luz en él. Sin duda respetaba a Bedelia Harcourt, incluso le era fiel, pero no la quería tanto como a Maude. Tenía que recordar aquel detalle. Los criados hablan poco, los buenos rara vez dicen algo, pero lo ven todo.
– ¿Y la señora Sullivan?
– ¡ Ah!, ella tendría entonces solo trece años, no era más que una colegiala desgarbada, manchada de tinta y cargada de libros, pero llena de entusiasmo, la pobre. La gobernanta intentaba que caminara derecha con un diccionario en la cabeza, pero siempre se le caía.
– ¿Un diccionario?
– ¡Bueno, por el peso! La señorita Agnes era excelente en ortografía. Pero de todo eso hace mucho, mucho tiempo. -Volvió a pestañear muy rápido-. Solo venía a decirle, señora, que si hay algo que pueda hacer por usted sería un placer servirla.
Las palabras de la señora Ward parecían sinceras y no fruto de la educación ni de la obediencia a una orden de Bedelia.
– Gracias -respondió Mariah-. Yo… yo me temo que no llevo conmigo ninguno de mis artículos cotidianos.
¿Se atrevería a pedirle una combinación o un camisón?
La señora Ward parecía incómoda.
– No tendrá ninguna dificultad en encontrar los artículos de tocador, señora Ellison. Estaba pensando en… en cosas más personales. Si me permite decirlo, me parece que usted y yo tenemos la misma talla. Si no le ofende, señora, puedo prestarle una o dos de mis… de mis prendas. Eso nos permitirá… ocuparnos de las suyas y devolvérselas.
Tenía las mejillas muy arreboladas, como si temiera haber sido demasiado audaz.
A Mariah le conmovió la gentileza de la mujer. Parecía muy sincera, y tal vez se debiera a que ella había querido a Maude.
– Es usted muy generosa al ofrecérmelo -dijo con cariño-. Le estaría muy agradecida. No tengo nada más que lo puesto. No se me ocurrió cuando salí de casa esta mañana.
La señora Ward se sonrojó aún más, pero esta vez de alivio.
– Entonces me ocuparé de que se las traigan. Gracias, señora.
– Soy yo quien debe darle las gracias -respondió Mariah sorprendida y complacida a la vez de su propia cortesía.
De repente se le ocurrió que, de algún modo, la muerte de Maude le había dado la oportunidad de empezar una nueva vida, aunque solo fuera durante un día o dos. En Snave nadie la conocía. Podía ser como se le antojara. Aquella suerte de libertad casi la aturdía, como si el pasado no existiera. Y volvió a sonreír al ama de llaves.
– Es usted muy amable -añadió.
La señora Ward volvió a sonrojarse, pero esta vez de placer. Se retiró y regresó al cabo de quince minutos con dos vestidos negros, un surtido de ropa interior y un camisón.
Con la ayuda de una de las doncellas asignadas para ayudarla, una muchacha de lo más agradable, Mariah pudo arreglarse para cenar con un vestido de alepín negro muy respetable, de buen corte y recatado, tan propio de una vieja dama como de un ama de llaves. Se puso sus joyas azabaches y sus perlas, con el doble propósito de alegrar un atuendo tan sombrío y mantener un aspecto de luto discreto. Tenía muchas joyas de ese estilo, de la época en que había hecho gala de su viudez. Hay que añadir que eran muy bonitas. Las perlitas irregulares las hacían muy refinadas.
Bajó la escalera y cruzó el vestíbulo hasta el salón. Se oía una animada conversación, por extraño que pareciera, pero no conocía las voces lo bastante para decir a quién pertenecían.
Al abrir la puerta, todos guardaron silencio al instante y se volvieron hacia ella. Los caballeros se pusieron en pie para recibirla. Las mujeres la miraron emitiendo pequeños ruidos educados, al notar que se había cambiado de ropa, pero no hicieron ningún comentario.
Se reanudó la conversación, pero más afectada, con una solemnidad que no había percibido antes de que entrara.
– Espero que esté cómoda, señora Ellison -dijo Bedelia.
– Muy cómoda, gracias -respondió Mariah, sentándose en uno de los mullidos sillones-. Son ustedes muy generosos -añadió volviendo a sonreír.
– Es una suerte que lord Woollard se haya marchado -observó Clara.
Mariah se preguntó si el comentario pretendía convencerla de que solo tenían espacio para un invitado a la vez, y de ahí la necesidad de poner de patitas en la calle a Maude. De ser así, era ridículo. Sabía que quedaban al menos otras dos habitaciones libres. Y la familia es lo primero, sobre todo cuando uno de sus miembros regresa después de una larga ausencia.
– En efecto -dijo como si estuviera de acuerdo-. ¿Es un amigo muy querido? Se entristecería de enterarse de la muerte de Maude.
– Nunca la conoció -se apresuró a decir Bedelía-. No creo necesario ensombrecer sus Navidades contándole una mala noticia que apenas le concierne.
¡Entonces aquel hombre no sentiría ninguna compasión por la afligida familia! ¡Parecía que habían acogido a un mero conocido en vez de a Maude!
– Pensé que quizá fuera un pariente -mumuró Mariah.
Arthur le sonrió.
– En absoluto. Es un asunto de negocios. -Parecía cansado, y se percibía tensión en su voz, una especie de ironía amarga-. En realidad lo han enviado para juzgar si me concedían un título nobiliario o no. Para ver si soy digno.
– ¡Claro que eres digno! -dijo Bedelia en tono brusco-. Es una formalidad. Y me atrevería a decir que le complació dejar la ciudad y visitarnos unos días. Las ciudades son muy… sucias, cuando nieva.
– No está nevando -puntualizó Arthur.
Bedelia no le hizo caso.
– Al menos su visita no se vio enturbiada por la tragedia.
– Ni por ninguna otra cosa -añadió Clara.
– Creo que va a nevar -insinuó Agnes mirando hacia las cortinas de las ventanas-. Ha cambiado el viento y había pesadas nubes antes de la puesta de sol.
Mariah estaba encantada. La nieve significaba que no podría irse al día siguiente, si nevaba lo suficiente.
– ¡Oh, cielos! -exclamó con fingida preocupación-. No me había dado cuenta. Espero que no sea una molestia para ustedes
– Ni la más mínima -la tranquilizó Bedelia-.
Ha dicho que era amiga de Maude, aunque se conocieran desde tan poco tiempo. ¿Cómo no iba a ser bienvenida?
– Claro -estuvo de acuerdo Agnes, haciéndose eco de las palabras de Bedelía-. ¿Ha dicho que Maude habló mucho con usted? Nosotras la veíamos tan poco… Espero que no sea mucha molestia si le pregunto qué le contó de… sus viajes. -Miró enseguida a Bedelia-. Es decir… ¡si le parece bien contárnoslo! No quiero ponerla en un aprieto.
¿Qué demonios se imaginaba Agnes? ¿Orgías alrededor del fuego de campamento?
– Tal vez en otra ocasión -dijo Arthur con voz temblorosa y ronca-. Si se pone a nevar tendrá que quedarse aquí con nosotros mucho tiempo hasta… -No terminó la frase.
– Sí, claro -aprobó Bedelia sin mirarle.
Zachary se disculpó.
– Todos estamos algo alterados -explicó-. Ha sido inesperado. Apenas podemos… creerlo.
– No teníamos ni idea de que estuviera enferma -intervino Randolph por primera vez desde que
Mariah entró en la habitación-. Parecía tan… tan viva… tan indestructible…
– Acababas de conocerla, querido -comentó Bedelia con frialdad.
Mariah se volvió hacia ella con expresión sorprendida.
– Maude se fue antes de que mi hijo naciera -explicó Bedelia como si acabara de plantearse una pregunta indiscreta-. Creo que no entiendes que ella era… era una mujer extraordinaria.
El uso que hizo de la palabra «extraordinaria» revestía múltiples posibilidades, la mayoría de ellas desagradables.
Mariah no respondió. ¡Debía proseguir con sus pesquisas! En la sala reinaba una tensa emoción. Pena, envidia, rabia, y sobre todo miedo. ¿Acaso no olía el escándalo? ¡Santo cielo, no estaba avanzando demasiado! Todavía no tenía pruebas de que Maude hubiera sido asesinada, solo la certeza de su mente suspicaz.
– No -dijo Mariah en voz baja-. Es cierto que no sé hasta qué punto fue una mujer extraordinaria.
Yo hablé con ella y la escuché contar sus recuerdos y sus sentimientos con tal intensidad… Era una mujer muy observadora e inteligente. Pero como bien dice, solo fue un día. No tengo derecho a hablar como si la conociera igual que usted, que se ha criado con ella. -Dejó que la ironía de un lapso de cuarenta años flotara en el aire-. Supongo que cuando vivió en el extranjero le escribía unas cartas maravillosas.
Hubo un incómodo silencio, muy elocuente. Así que Maude no les había escrito en aquel tono lírico y apasionado en el que había hablado en Saint Mary. O si lo había hecho, preferían ignorarlo por alguna misteriosa razón.
Mariah insistió, decidida a obtener alguna información que pudiera ser importante.
– Había viajado como poca gente lo ha hecho, sea hombre o mujer. Una colección de cartas suyas sería muy interesante para todos aquellos que no hemos tenido esa oportunidad, ni su formidable valor. Sería un bonito homenaje, ¿no les parece?
Agnes contuvo la respiración y miró a Bedelia. Parecía incapaz de responder sin su aprobación. ¿Sería una vieja costumbre forjada en su niñez? «Forjada» era la palabra correcta; parecía atenazada por grilletes. Mariah sintió rabia, contra Agnes y contra ella misma. Era una cobardía, y ella conocía muy bien la cobardía, tan bien como conocía su propia cara ante el espejo.
Clara se volvió hacia su marido, y luego hacia su suegra, esperando una respuesta.
Pero fue Arthur quien respondió.
– Sí, lo sería -convino.
– ¡Arthur! -dijo Bedelía en tono brusco-. Estoy segura de que la señora Ellison tiene buenas intenciones, pero no tiene ni idea del alcance ni la naturaleza de los… viajes de Maude, ni de lo inapropiado que sería hacerlos públicos.
– ¿Y tú sí la tienes? -preguntó Arthur enarcando sus negras cejas.
– ¿Cómo? -dijo Bedelia con frialdad.
– ¿Tienes alguna idea de los viajes de Maude? -repitió-. Te pregunté si había escrito y me dijiste que no.
No la acusaba de mentir, pero la inevitable conclusión pesaba en el aire. Bedelía permaneció sentada, pálida y con los labios sellados.
Fue Clara la que rompió el silencio.
– ¿Cree que sería apropiado si invitamos a los Matlock y a los Willowbrooks a cenar con nosotros la víspera de Navidad, suegra? ¿O que vayamos a la misa de gallo a Snargate? ¿Le parece que la gente nos considerará insensibles?
– No creo que podamos -respondió Agnes con tristeza-. Yo también lo esperaba con ilusión, querida.
Agnes miró a Clara, no a Zachary, que estaba a punto de decir algo pero se contuvo.
– La muerte no altera la Navidad -respondió Bedelía después de pensarlo un momento-. De hecho, en Navidad es cuando tiene menos sentido. Es la época en la que celebramos el significado de la eternidad y la misericordia divina. Claro que iremos a la misa de gallo a Snargate, y demostraremos que nos une el valor y la fe, y que somos solidarios como familia. ¿No crees, querido?
Volvió a mirar a Arthur, como si la anterior conversación no hubiera tenido lugar.
– Me parecería muy apropiado -respondió a la sala en general, sin rastro de emoción en su voz.
– ¡Oh, me alegro mucho! -exclamó Agnes con una sonrisa-. Tenemos tantas cosas de las que estar agradecidos que me parece justo.
Mariah encontró extraño aquel comentario. ¿De qué estarían tan agradecidos, justo entonces? ¿Del hecho de que lord Woollard hubiera considerado a Arthur digno de recibir un título nobiliario? ¿Podría eso importar lo más mínimo ante la muerte de una hermana? ¡Claro que podría! Maude llevaba fuera de casa cuarenta años, y se habían hecho a la idea de que su ausencia era permanente. Había elegido volver en un momento muy inoportuno; de otro modo no la habrían despachado a casa de Joshua y Caroline. ¿Existiría algún escándalo familiar del que Maude habría podido hablar y arruinar tan alta ambición?
Cualquier especulación sobre el tema fue interrumpida por el anuncio de la cena.
La comida fue excelente y más opípara que las que Caroline le había ofrecido.
En la mesa, la conversación se centró en los preparativos navideños, y el modo en que podría afectar a estos la muerte de Maude o el tiempo. Evitaron hablar del funeral, y de cuándo o dónde se celebraría, pero el tema estaba suspendido en el aire, como una corriente de aire helado, como si alguien hubiera dejado una puerta abierta.
Mariah dejó de escuchar las palabras y se concentró en la entonación de las voces, la calma o la tensión de las manos, y sobre todo en la expresión de la cara cuando la persona creía que no era observada.
Clara parecía aliviada, como si la angustia hubiera pasado. Tal vez la visita de lord Woollard la había puesto nerviosa o podía tener menos seguridad en sí misma de lo que aparentaba. ¿Tenía poca habilidad para moverse en sociedad o un comportamiento que se consideraba inaceptable? Como su marido era el único heredero, tal vez eso había sido un serio problema. Quizá procedía de un entorno más modesto que el resto de la familia y antes ya había cometido algunos errores, o su madre era una de esas mujeres que albergan una ambición implacable con respecto a sus hijas, y nada le parecía lo bastante bueno.
Zachary no habló mucho, y Mariah lo vio mirar a Bedelia con más frecuencia de lo que era de esperar. Se notaba que sentía una mezcla de admiración e intimidación, ¿por su belleza? Bedelia era más guapa que la pobre Agnes. Bedelia emanaba cierto glamour, un aire de feminidad, misterio, casi de poder, que le confería la confianza en sí misma. Mariah también le prestó atención, a su pesar.
¿Cómo debía de sentirse una siendo bella? No había tantas mujeres así; ella no había tenido esa suerte ni tampoco Agnes, ni Maude. Clara era solo guapa. La belleza deslumbrante y abrumadora es algo muy raro. Ni siquiera Bedelia la poseía.
Mariah había encontrado ese tipo de belleza una o dos veces en su vida, y una belleza como esa no se olvida. La tía abuela de Emily por su primer matrimonio, lady Vespasia Cumming-Gould, la poseía. Incluso a una avanzada edad la conservaba, inconfundible como cuando sabes una canción; basta una nota y el corazón recuerda toda la melodía.
¿Por qué Zachary seguía mirando a Bedelia? ¿Sería por una trivial fascinación masculina por la belleza? ¿O simple cuestión de educación porque estaba viviendo en su casa?
Arthur no la miraba del mismo modo.
Agnes los miraba a ambos, y también parecía darse cuenta. Había cierta tristeza en sus ojos. ¿Sería la conciencia de que no podía competir con Bedelía? Quizá era la sensación de fracaso lo que Mariah detectaba y comprendía. Lo conocía muy bien: un rostro poco agraciado, sin magia en los ojos ni en la voz; y sobre todo la conciencia de no ser amada.
¿Sentía envidia? ¿O incluso odio, tras el paso de los años? ¿Por qué? ¿Simplemente por su belleza? ¿Tanto importaba? Muy pocas mujeres son algo más que agradables en su juventud, pensó Mariah, y tal vez adquieran cierto estilo, incluso cierta chispa al llegar a la madurez. Y Agnes no se había quedado para vestir santos. Pero existía cierta rivalidad entre las hermanas. Era inevitable. ¿Era cuestión de dinero, y ahora también de título nobiliario?
La conversación prosiguió en torno a ella, y se preocuparon por aquellos que durante las fiestas navideñas estarían solos y necesitados, y también por aquellos que tenían mala salud, con el fin de decidir a quién podían o debían hacer un pequeño regalo. ¿Se estropearía el tiempo?
– ¿Suelen quedarse aislados por la nieve? -preguntó Mariah con interés-. Debe de ser una experiencia espantosa.
– En absoluto -la tranquilizó Zachary-. Estaremos muy seguros. Tenemos comida y leña, y no suele durar más que un día o dos. Pero no se preocupe. Si ocurre, suele ser en enero y febrero. Ya conoce el refrán: «Cuando el día se hace más largo, el tiempo va empeorando». -Sonrió, y la seriedad anterior se transformó en una sorprendente calidez.
Mariah le devolvió la sonrisa, disfrutando de una repentina e inexplicable sensación de libertad.
– He descubierto que suele ser cierto -dijo con aprobación-. Y estoy segura de que son ustedes lo bastante prudentes para protegernos ante cualquier posible emergencia. Yo estaba pensando más bien en cosas tales como caer enfermo. Pero me atrevería a decir que es una dificultad para toda la gente que vive en los parajes más agrestes y hermosos.
Ella seguía mostrándose encantadora. Era como tener un juguete nuevo. Se dirigió a Bedelia.
– ¿Sabe, señora Harcourt?, nunca había visto Romney Marsh más que como una costa sin relieve, bastante vulnerable, con un permanente olor a sal, hasta que conocí a la señorita Barrington. Pero en nuestro paseo, ¡pude observar que ella era consciente de muchas más cosas! Me habló de las flores silvestres durante la primavera y de los pájaros. Conocía los nombres de muchos de ellos, ¿sabe?, y sus costumbres. En especial de las aves acuáticas.
Mariah iba inventado, al menos en parte, a medida que hablaba. Era muy emocionante. Los rostros sorprendidos y ansiosos que la rodeaban aumentaban la sensación de aventura. Tomó aliento y prosiguió.
– Nunca antes me había dado cuenta de cómo todo encaja perfectamente en su lugar en el orden de las cosas.
– ¿En serio? -dijo Bedelia con voz inexpresiva-. Es un interés que había desarrollado hacía poco. En realidad, después de irse de Inglaterra. Debió de adquirirlo a través de la lectura. Desde luego nunca los vio al natural.
– ¿No paseaba mucho? -preguntó Mariah con inocencia.
– Solo se quedó aquí unas horas -le informó Bedelia-. No le dio tiempo a salir. Sin duda le habrá contado que llegó sin avisar, y por eso no pudimos albergarla. ¿Cree que le habríamos pedido a Joshua Fielding que le brindara su hospitalidad si hubiéramos podido alojarla nosotros?
¡De modo que estaba en lo cierto! Alguien de aquella casa le había dado a Maude la dosis única de pipermín. Tenía que pensar deprisa. Mejor batirse en retirada que provocar una disputa, aunque tenía muchas palabras en la punta de la lengua. ¿Era preferible pasar por una tonta inofensiva o por una mujer que sabía demasiado y a la que había que vigilar? Tenía que decidirse de inmediato. No podía ser las dos cosas, y el tiempo apremiaba.
Bedelia aguardaba. Todas las miradas estaban puestas en Mariah. Una brillante idea pasó por su mente: podía parecer tonta y extraordinariamente inteligente ¡si fingía ser un poco sorda!
Respiró hondo, por decirlo así, y se disculpó. Luego, justo antes de hacerlo, tuvo otra idea muchísimo más brillante: ¡si pretendía estar sorda más tarde podían negar cualquier prueba que consiguiera!
Mariah se tragó su orgullo, algo que no había hecho nunca, salvo en una innombrable ocasión de su pasado que surgía ante ella como un cadáver que sale a la superficie de un río. Pero si había sobrevivido a aquello, nada de lo que aquella familia hiciese podría mellar su coraza interior.
– Tiene razón -dijo con humildad-. Había olvidado que Maude había estado fuera tanto tiempo. Si antes no había demostrado ningún interés, debió de haberlo adquirido a través de la lectura. Tal vez echase de menos los inmensos cielos, el viento con olor a salitre y el rugido del mar.
Un destello de triunfo cruzó los ojos de Bedelía, un conocimiento de su propio poder. Mariah lo percibió con la misma intensidad de una descarga eléctrica, como la que produce tocar ciertos metales cuando el aire es muy seco. Había leído que los depredadores huelen la sangre de ese modo, y aquello le produjo un escalofrío de miedo y despertó en ella la intensa conciencia de su vulnerabilidad, algo que de repente hacía la vida gratificante y frágil a la vez.
¿Era aquello lo que Agnes había sentido toda su vida o se estaba dejando llevar por su imaginación? ¿Y Maude? ¿También se sentía oprimida? ¿Era aquel el motivo por el que se había ido de Inglaterra, se había alejado de todas las cosas familiares que sin duda amaba y se había ido a todo tipo de países antiguos, bárbaros y espléndidos, donde nadie la conocía ni ella conocía a nadie? ¿Había sido una huida desesperada?
Quizá, bajo la superficie, se escondía mucho más de lo que Mariah había soñado cuando se encontró en la habitación junto al cadáver de Maude aquella mañana.
Bedelia sonreía.
– Es posible -dijo Bedelia en voz alta-. Pero podía haber vivido junto al mar de haberlo querido. La pobre Maude no estaba demasiado capacitada para tomar decisiones, sobre todo las correctas. Es mala suerte.
– Esperábamos salir más, después, cuando ella regresó… -Agnes miró a Bedelia-. Para año nuevo… o… o cuando hubiéramos estado seguros de que… -No concluyó la frase; sabía que de algún modo había metido la pata.
Mariah se quedó mirándola fijamente, instándola a que se explicase.
Bedelia suspiró con impaciencia.
– Agnes, querida, ¡no sabes morderte la lengua! -Se volvió hacia Mariah con cierta exasperación-. Será mejor que sepa la verdad, señora Ellison, o le pareceremos una familia cruel. Y no es así. Maude era nuestra hermana mediana, y siempre fue una rebelde, de las que llaman la atención por ser diferente. A veces ocurre en las familias. Los mayores reciben atención porque son los primeros, los pequeños porque son los bebés, y los medianos se sienten excluidos, y se hacen los interesantes, por usar una expresión corriente.
– Maude no se hacía la interesante -la corrigió
Arthur-. Era una mujer entusiasta. Hiciera lo que hiciese, lo hacía con todo su corazón. No había nada de afectación ni nada artificioso en ella.
Bedelia no apartó la vista de Mariah.
– Mi marido es un hombre de un espíritu extraordinariamente generoso. Su majestad le está ofreciendo un título nobiliario por su trabajo para los menos afortunados. Estoy muy orgullosa de él porque es por la más noble de las causas, nada escabroso como las finanzas o el apoyo político. -Sonrió haciendo gala de paciencia-. Pero a veces su juicio tiene más de bondadoso que de objetivo. En cuanto llegó Maude, quedó claro que había viajado a lugares donde la educación y las costumbres son muy distintas de las nuestras. Me temo que incluso su lenguaje era tal que no habríamos podido imponerlo a nuestros invitados ni su… su pintoresca conducta. Sabíamos que Joshua, como es actor, sería más tolerante con las excentricidades. Claro que no sabíamos que usted también se alojaría con él, y si Maude la ha impresionado o la ha incomodado, entonces somos culpables de ello, y en nombre de todos nosotros, le pido disculpas. Nuestra falta de consideración a este respecto es lo que ha turbado a Agnes.
Agnes sonrió, pero tenía lágrimas en los ojos.
– Ya entiendo.
Mariah intentó imaginarse a Maude como un estorbo intolerable. No conocía a lord Woollard. Tal vez fuera un petulante insoportable. Había personas tan consumidas por su propia debilidad emocional y su virtud imaginaria que podían ofenderse por la menor nimiedad. Y la Maude que ella había conocido podría encontrar cierto placer en minar el absurdo, la fatuidad y, sobre todo, la falsedad. Sería una escena que habría que evitar. Si Arthur Harcourt había hecho tanto por los demás como decía Bedelía, merecía reconocimiento y, lo que era más importante, el poder para hacer más bien que le confería semejante honor.
– Estoy segura de ello -dijo Bedelía con amabilidad.
– Parece ser que todas las familias tienen miembros difíciles -añadió Zachary con pesar.
Mariah tuvo la desagradable sensación de que en su familia ese miembro había sido ella. Aunque Caroline era una seria competidora, ¡después de casarse con un actor mucho más joven que ella! ¡Por no hablar de Charlotte y su policía!
Un poco más tarde, las damas se retiraron al salón, y Mariah averiguó pocas cosas interesantes. Pensó en indagar sobre la salud de la gente, pero no se le ocurría el modo de enfocar el tema sin una catastrófica falta de sutileza. Estaba muy cansada. Había sido uno de los días más largos de su vida, que había empezado con la tragedia y el horror y acabado con el misterio, y la creciente certidumbre que se iba formando en su mente de que alguien en aquella casa había envenenado la medicina de Maude. Aún tenía que determinar cómo lo había hecho y con qué. Y lo más importante, por qué. Maude había sido enviada a casa de Joshua con éxito. Lord Woollard se había alojado allí y ya se había marchado. ¿Cuál era entonces el motivo tan precioso, o tan terrible, por el que valía la pena matar?
Mariah se excusó, volvió a dar las gracias a sus anfitriones por su hospitalidad y subió a su habitación. Rogaba al cielo por que aquella noche nevase, o por cualquier otra cosa que le impidiese marcharse. Quedaba mucho por descubrir. Su investigación estaba resultando más difícil de lo que suponía, y la había metido de pleno, contra su voluntad, en la vida de otras personas. Apreciaba a Maude, no tenía sentido seguir negándolo. Le desagradaba Bedelía y había notado cuan fuerte era su poder. Sentía lástima por Agnes sin saber por qué. Arthur le intrigaba. A pesar de todo lo que se decía de él -su éxito y su bondad con los demás-, sentía una emoción incalificable que la perturbaba. Había algo que no encajaba.
Randolph y Clara aún quedaban demasiado indefinidos, salvo las grandes ambiciones sociales de esta última. ¿Bastaba eso para inspirar un asesinato?
Mientras se ponía el camisón del ama de llaves, todo daba vueltas en su cabeza; tenía la intención de sopesarlo con más cuidado, pero se quedó dormida casi al instante.
A la mañana siguiente, Mariah seguía durmiendo, y cuando la despertó la camarera, a los pies de la cama con la bandeja del té, y le preguntó qué quería para desayunar, se sintió avergonzada.
– ¿Podría traerme dos huevos poco pasados por agua y tostadas?
– Claro que sí, será un placer.
Después de saborearlos, a pesar de las circunstancias y de los pensamientos que ocupaban su mente, se levantó y se aseó. Se puso el otro vestido negro del ama de llaves, con la ayuda de la camarera, y le pareció bastante agradable hablar con ella. Luego bajó.
En el vestíbulo se encontró con Agnes. Por la forma en que iba vestida se disponía a salir.
– Buenos días, señora Ellison -se apresuró a decir-. Espero que haya dormido bien. Deben de ser unos momentos muy penosos para usted. Espero que haya estado cómoda, y no haya pasado frío.
– Nunca me había sentido tan cómoda -respondió Mariah con sinceridad-. Son ustedes muy generosos. Creo que no me he movido en toda la noche. ¿Va usted a salir?
– Sí. Tengo que llevar unos tarros de mermelada y chutney a unos amigos. De los pueblos vecinos,
¿sabe? Me temo que el tiempo no parece muy prometedor.
Mariah tuvo otra iluminación, que le permitiría matar dos pájaros de un tiro. Le resultaría más fácil ganarse a Agnes mientras estaba sola, sin la custodia de Bedelía, y si el tiempo no se ponía de su lado para dejarla bloqueada por la nieve, podía fingir haber cogido un ligero resfriado y evitar de ese modo volver a Saint Mary in the Marsh al día siguiente, o lo que era peor, esa misma tarde.
– ¿Puedo ir con usted? -preguntó con entusiasmo-. Como solo voy a quedarme estos días de Navidad, me gustaría mucho ver un poco los alrededores. Esto es muy distinto a Londres. Mucho más amplio… y limpio. La ciudad siempre parece sucia cuando se pisa la nieve, y todo está manchado por el humo de tantas chimeneas.
– ¡Por supuesto! -dijo Agnes con satisfacción-. Será muy agradable disfrutar de su compañía, pero hará frío. Debe llevar su capa, y le traeré otra manta de viaje.
Mariah se lo agradeció sinceramente, y al cabo de diez minutos estaban sentadas, una al lado de la otra, en la calesa que conducía un joven cochero. Tal como Agnes le había prevenido, hacía un frío horrible. El viento parecía un beso de hielo. Las nubes fluían desde el mar y las hierbas del pantano se curvaban y se ondulaban como acariciadas por una mano invisible.
Aunque la calesa tenía una buena suspensión y el caballo hacía gala de un entusiasmo inexplicable, aquel no fue el más cómodo de los viajes. Dejaron atrás el pueblo de Snargate y se dirigieron a toda velocidad en dirección oeste, y un poco hacia el sur, o al menos eso era lo que suponía Mariah a juzgar por el viento y el olor a mar. Agnes empezó hablándole con mucha cordialidad del pueblo de Snargate y de sus habitantes, y luego le explicó que desde Snargate continuarían hacia Appledore. Más tarde, si tenían tiempo, irían también a la isla de Oxney, que no era una isla sino un simple promontorio en la llana línea de la costa. Solo cuando había inundaciones, el pueblo hacía honor a su nombre.
Mariah pensó que la historia de aquellos viejos pueblos era muy interesante, pero en aquel momento era la de las hermanas Barrington la que exigía toda su atención. Debía reconducir a Agnes hacia ella y no perder un tiempo precioso y escaso.
– Habla de esta tierra con mucho conocimiento de causa. -Empezó por adularla; eso siempre funciona-. ¿Su familia tiene sus raíces aquí? ¿Son ustedes de aquí?
La gente siempre quiere ser de algún lugar. Nadie quiere ser un extraño, como Maude debió de sentirse durante la mayor parte de su vida adulta.
– ¡Oh, sí! -dijo Agnes con cariño-. Mi tatarabuelo heredó la casa y la amplió hace ciento cincuenta años. Es de Bedelía, claro. Por desgracia, no tuvimos ningún hermano. Y luego será de Randolph. Pero habría sido de él de todos modos porque yo no tengo hijos.
Volvió el rostro hacia delante, de manera que Mariah no pudo ver su expresión más que un fugaz instante, y las lágrimas de sus ojos podían deberse al viento del este; hacía mucho frío.
– Es usted afortunada al tener hermanas -le dijo Mariah-. Yo crecí solo entre hermanos, y eran mucho mayores que yo. Demasiado para ser mis amigos -Mariah volvió a mentir.
– Lo siento.
El rostro de Agnes se mantuvo inexpresivo, sin ningún rastro de recuerdos que pudieran provocarle una sonrisa.
– ¿Debe de tener recuerdos de las Navidades y de las tradiciones familiares? -Mariah miró las cestas de tarros, tapados con delicadas telas atadas con cintas-. Las ha preparado muy bien.
Más adulación, aunque esta vez sincera.
– Siempre preparamos -respondió Agnes con voz inexpresiva.
Mariah siguió sondeando y por fin obtuvo una respuesta más concreta. ¡Pero, Dios bendito, menudo trabajo! ¿A Pitt siempre le costaba tanto? Era peor que sacar una muela. Sin embargo, estaba decidida. De ello dependía que se hiciera justicia.
– Imagino que las prepararían juntas cuando eran niñas -comentó sabiendo que era una falta de tacto-. ¿O tal vez tenía usted a alguien que la cortejaba? No se me ocurre nada más romántico.
¿Habría ido demasiado lejos?
– Zachary era quien cortejaba, a Bedelía -respondió Agnes-. Era por esta época y hacía un frío terrible. Recuerdo que aquel año se congelaron varios ríos.
Siguió mirando hacia delante, con expresión ausente, mientras el viento hacía volar mechones de su cabello y azotaba su rostro con ellos.
Por un instante, Mariah perdió el hilo. Zachary era el marido de Agnes. Era evidente que tenía muchas ganas de hacer aquel comentario. Notó el dolor en la voz de Agnes, pero las viejas penas no eran asunto suyo. Sin embargo Maude estaba muerta. No podía percibir el intenso olor a sal en el aire ni ver el vuelo salvaje de las aves marinas que planeaban en el aire y remontaban otra vez hacia las vastas alturas, volando muy lejos de la tierra.
– La señora Harcourt es muy hermosa, incluso ahora. -Probó aquel cuchillo verbal-. Entonces debía de ser una belleza imponente. Tengo una pariente lejana que era así.
– Sí. -Las manos de Agnes se crisparon en las riendas, la piel de sus guantes se tensó-. La mitad de los jóvenes de la región estaban enamorados de ella.
– ¿Y ella eligió al señor Harcourt? -Era una pregunta estúpida, y lo más probable es que no guardara ninguna relación con la muerte de Maude, pero Mariah no tenía nada mejor con que seguir la pista.
– Sí. -Por un momento pareció como si Agnes no fuera a decir nada más. Luego tomó aliento y por fin se decidió a hablar-. Aunque no fue tan sencillo como eso.
– ¿A no? Supongo que rara vez es sencillo -dijo Mariah mostrándose comprensiva-. Y muy rara vez es lo que parece a primera vista. La gente emite juicios precipitados, a veces.
– Son los más fáciles -coincidió Agnes.
Tras una curva cerrada, Mariah vio el pueblo de Snargate delante de ella. Aquello estaba resultando muy difícil. Casi estaban llegando al prado comunal. Más allá veía la taberna, la iglesia con los antiguos tejos y el cementerio, y detrás el porche de entrada cubierto de matas desnudas de madreselva.
Hicieron la primera entrega de especialidades navideñas, y la segunda, y luego se marcharon de Snargate para recorrer la corta distancia que las separaba de Appledore.
– Supongo que siempre se especula cuando se trata de hermanas y una es tan hermosa como Bedelía -comentó Mariah en cuanto volvieron a ponerse en camino, con las mantas bien pegadas a las rodillas.
El cielo se despejó un poco y estandartes azules aparecieron entre las nubes.
Como si deliberadamente quisiera hacerse daño, Agnes le contó la historia.
– Maude no lo sabía en realidad. Esa Navidad ella no estaba. Tía Josephine estaba enferma y sola, y Maude fue a cuidarla. Zachary cortejaba a Bedelía. ¡Estaba tan enamorado de ella…! Iban juntos a todas partes, a bailes, cenas y al teatro en Dover, incluso aunque nevara. En aquel tiempo la reina era joven y feliz, y el príncipe Alberto aún era muy apuesto. Vimos retratos de ellos en los periódicos. Fue antes de la guerra de Crimea. ¿Se acuerda usted?
– Claro que sí.
Había sido una época de pesadilla. Su marido aún estaba vivo, encantador, persuasivo, brutal en privado, le exigía cosas que una mujer decente no habría osado ni imaginar. Aún recordaba el gusto de la lana de la alfombra en su boca y el peso de su cuerpo encima de ella, obligándola a tenderse. En público todo era satisfacción, el glamour de los interminables miriñaques en una figura que su cintura y sus caderas demasiado anchas hacían ahora irreconocible. Pero la vida privada era un infierno en el que no podía pensar sin sentir una vergüenza tal que le provocaba náuseas. ¿Cómo podía ella, sobre todo ella, criticar la cobardía de nadie? Aquello le inspiraba un sentimiento de rabia y de piedad, y una sed de venganza tan fuerte que casi podía notarla en la boca. El viento cortante era casi un consuelo.
Pero Agnes estaba perdida en sus propias pasiones y ni siquiera se daba cuenta de que su compañera estaba con ella mentalmente.
– Entonces llegó Arthur Harcourt -prosiguió-. Creo que fue a principios de marzo, al comienzo de la primavera. Los días se hacían más largos y todo empezaba a florecer. Arthur no solo era guapo, sino encantador, divertido y amable. Nos hacía reír tanto a todos que nos daba vergüenza que nos sorprendieran. Una no disfrutaba de las cosas con tanto desparpajo en aquella época. Se consideraba que no era propio de una dama. A él no le importaba. Y bailaba como un ángel. Todo parecía merecer la pena cuando él estaba con nosotras.
Mariah adivinaba el resto. Bedelia se desenamoró de Zachary y se enamoró de Arthur, que era mejor partido. El pobre Zachary fue rechazado, y se conformó con el premio de consolación, la feúcha y menos brillante Agnes. Y como no tuvo el suficiente valor ni la confianza en sí misma para huir, Agnes aceptó.
Sin pensarlo, Mariah puso una mano sobre la de Agnes, que descansaba en el borde de la manta mientras sujetaba fuerte las riendas. No dijo nada. Fue un entendimiento silencioso, un acto de compasión sin palabras.
Durante un rato viajaron en silencio por los senderos que llevaban a Appledore.
Luego, de repente, Agnes retomó la palabra.
– Entonces pensamos que Bedelia y Arthur se casarían. Parecía inevitable.
– Sí, claro -afirmó Mariah.
– Pero tía Josephine murió, Maude regresó a casa y todo cambió. -explicó Agnes.
– ¿En serio? -Mariah casi se había olvidado de Maude-. ¿Cómo?
– Arthur y Maude… -Agnes se encogió de hombros-. Parecían tan… tan enamorados que era como si Bedelia hubiera dejado de existir. No parecía un flirteo. Al principio Bedelia… no podía creerlo. Maude, de entre todas las mujeres… ¡Dios sabe lo que le contó a él!
– ¿Qué le contó a él? -preguntó Mariah sin poder evitarlo.
– Bueno, ¡debió de contarle algo terrible sobre Bedelia para que la abandonara de aquel modo! Y por supuesto, falso. Los celos son… algo muy feo. Te corroen el corazón, si les dejas.
– ¡Oh, eso es cierto! -asintió Mariah con toda sinceridad-. Pueden ser fruto de un instante de pasión, o un sentimiento que va creciendo poco a poco, pero es igual de funesto. De todos modos, parece ser que Arthur se lo creyó, fuera lo que fuese.
Odiaba tener que decirlo porque era como culpar a Maude y no estaba dispuesta a hacerlo, pero debía conseguir que Agnes siguiera contándole la historia.
– Oh, sí -aprobó Agnes-. Duró tal vez un mes, y luego Arthur recuperó la cordura. Se dio cuenta de que amaba de verdad a Bedelía. Rompió esa estúpida relación con Maude y pidió a Bedelía que se casara con él. Por supuesto, ella le perdonó y aceptó.
– Ya veo. -Aunque no veía nada en absoluto.
Tres hermanas, dos hombres. Alguien tenía que salir perdiendo. Mariah sintió mucho que tuviera que ser Maude. ¿O en realidad todos habían salido perdiendo y nadie consiguió verdaderamente lo que anhelaba?
– ¿Y Maude? -preguntó con suavidad.
– A Maude se le rompió el corazón -respondió Agnes con la voz ronca.
Agnes giró la cara, como si hubiera algo al otro lado de la calesa que requiriera su atención, aunque no había nada más que hierbas, el viento del mar y la marisma que se extendía hasta el horizonte.
– Simplemente escapó. Dios sabe adonde fue, pero al cabo de un mes recibimos una postal desde Granada, en el sur de España: «Me voy a África. Es probable que me quede. Maude».
Y Bedelia había dicho que no había vuelto a escribir nunca. ¿Sería verdad?
– ¿Hasta que regresó hace unos días? -preguntó Mariah en voz alta.
– Exacto.
– ¿Por qué volvió después de todos aquellos años?
Agnes sacudió la cabeza y se frotó los ojos.
– Quizá sabía que se estaba muriendo. Quizá quería que la enterraran aquí. La gente lo hace. Quieren que los entierren en su tierra, es decir, en el lugar donde nacieron.
– ¿Mencionó ella algo de esto?
– Ella dijo algo sobre la muerte. No puedo recordar con exactitud qué. Pero estaba triste, eso era evidente. Yo… Me habría gustado haberla escuchado.
Pero tenía la mente puesta en la visita de lord Woollard, y estábamos todos muy nerviosos porque deseábamos que saliera bien. -Tenía la voz teñida de sentimiento de culpa y el rostro demudado de tristeza-. Arthur merece de verdad el reconocimiento, ¿sabe? Y la cantidad de bien que podría hacer sería enorme.
– ¿Y les preocupaba que el comportamiento de Maude fuera inapropiado?
Agnes miró a Mariah. Luego volvió a apartar la mirada, con una mezcla de impaciencia y vergüenza en el rostro.
– Maude había vivido en lugares extraordinarios durante los últimos cuarenta años, señora Ellison. Lugares donde la gente comía con los dedos, no había agua caliente, donde las mujeres hacen cosas que… preferiría no pensarlo, y muchos menos hablar de ello.
– Creía que en Oriente Medio las mujeres eran mucho más púdicas que aquí en Inglaterra -dijo Mariah pensativa-. Al menos esa era la impresión que me dio Maude. Viven en sus propias dependencias y no hablan con más hombres que los de su familia. Visten siempre con mucho decoro.
Agnes frunció el ceño.
– Pero Maude se fue sin un acompañante, se paseaba por todas partes como… ¡como si fuese un hombre! -exclamó-. ¿Quién sabe qué le pasaría? Su gusto es muy cuestionable. Incluso su virtud, me temo.
– ¿Cómo dice? -exclamó Mariah con enojo e incredulidad, antes de darse cuenta de que había ido demasiado lejos. Debía encontrar una escapatoria cuanto antes-. Lo siento mucho -se disculpó, aunque las palabras se le atragantaban-. Me sentí tan cerca de Maude, porque ella confiaba en mí y yo en ella, que me ofende la idea de que alguien que no la conocía pueda poner en cuestión su virtud. Ya sé que no tengo derecho a enfadarme. Resulta muy poco razonable e incluso una impertinencia por mi parte. Por favor, perdóneme. Maude era su hermana, no la mía, y es su derecho defenderla. No pretendía ser presuntuosa. -Observó el rostro de Agnes con atención, como si estuviera ávida de conseguir su perdón, aunque en realidad estaba ávida por ver cuál era su reacción.
Las manos de Agnes se congelaron en las riendas y fijó la vista hacia delante, aunque en aquel momento estaban muy cerca de Appledore y tendría que frenar el caballo.
– No hay presunción en ello -dijo con la cara arrebolada. Luego volvió a guardar silencio, como si dudara si debía seguir hablando-. Estoy segura de que lo ha dicho de buena fe. Quizá vivimos demasiado en el pasado y tenemos demasiada imaginación.
– ¿Con respecto a Maude? -no tuvo más remedio que preguntar Mariah.
Era muy consciente del dolor de Agnes, y de que ella sabía que siempre sería el premio de consolación. Sentía lástima por Agnes, incluso la comprendía, pero eso no excusaba las mentiras, ni era óbice para reclamar justicia. Al pasar por delante de la iglesia del pueblo vio las coronas festivas colgadas en las puertas y a un grupo de niños que pasaron corriendo y las saludaron. Qué le pasa a la gente para volverse amargada, y por qué no confiaban en los demás y les pedían ayuda, se preguntó Mariah. Todos recorremos el mismo camino, desde la cuna hasta la tumba, se dijo, solo que tropezamos con distintas piedras, y caemos en distintos hoyos o nos ahogamos en diferentes charcos.
Agnes no le había contestado.
– Lo comprendo -dijo Mariah de modo impulsivo-. Ustedes albergaban viejos recuerdos de cuando Maude robó el cariño de Arthur y temían que pudiera decir o hacer algo infame. Tal vez incluso malograra la posibilidad de que Arthur recibiera un título nobiliario. Así que se aseguraron de que no estuviera en casa cuando llegara lord Woollard. Pero ahora que ha muerto se siente culpable y, claro, ya es demasiado tarde para hacer algo al respecto.
Agnes se volvió hacia ella con los ojos muy abiertos y expresión de dolor. No dijo nada, pero el silencio era tan evidente como si lo hubiera reconocido con un torrente de palabras.
Entregaron la mermelada y el chutney en Appledore y se dirigieron a la isla de Oxney. Se había levantado un viento infernal. El horizonte estaba enturbiado por una congregación de nubes y el aire olía a nieve. Quizá, a fin de cuentas, Mariah no tuviera que fingir un resfriado. Aunque no sabía cuánto tendría que nevar para que el viaje de regreso fuera desaconsejable. Saint Mary in the Marsh estaba solo a ocho kilómetros de distancia, no llegaba a una hora de viaje. Bastaría con unos cuantos estornudos y quejarse de dolor de garganta. Apenas había arañado la superficie de lo que tenía que descubrir. Se apelotonaban las emociones, antiguos amores y celos, viejos errores, pero ¿qué los había hecho aflorar entonces? Pitt había dicho que siempre había un motivo por el que la violencia estallaba en un momento concreto, un hecho que desencadenaba el acto definitivo.
¿Por qué había regresado Maude a casa? ¿Por qué no antes, en aquellos cuarenta años de exilio? ¿O el año siguiente? ¿Por qué en Navidad y no en verano, cuando el tiempo era muchísimo más agradable? ¿A qué muerte había estado refiriéndose? Seguramente no sería a la suya.
En el trayecto de regreso a Snave, Mariah decidió hablar solo de los preparativos de Navidad con Agnes. ¿Qué iban a comer? Oca, por supuesto, con muchas verduras a la brasa, hervidas, asadas y con un montón de salsas. Y después habría un pudin de Navidad, colmado de frutos secos y cubierto de mantequilla al coñac, y flambeado en el momento de servirlo. ¡Y que no faltase la crema!
Pero antes tenían que pensar y preparar docenas de cosas: pasteles, tartaletas, pastelillos de frutos secos, dulces, galletas de jengibre y todo tipo de bebidas, alcohólicas y no alcohólicas. Y naturalmente, la decoración: coronas y ramas, guirnaldas, ángeles dorados, lazos de colores, flores de seda con cintas, pinas pintadas de dorado, muñequitas para regalar después a los pobres del pueblo. Se tenían que hacer regalos: bolos pintados como si fueran soldaditos de madera, alfileteros, ornamentos hechos a manos y decorados con encajes y abalorios y galones de colores. Las horas de trabajo eran tantas que apenas se podían contar. Hablaron de ellas y recordaron las Navidades de su niñez, cuando aún no existían las postales de adviento ni los árboles ni esas ideas modernas que tanto contribuían a la felicidad general.
Después del almuerzo, Mariah dio un breve paseo por el jardín entre dos aguaceros. Necesitaba estar un tiempo sola para pensar. La investigación requería orden mental. Debía tener en cuenta y sopesar ciertos hechos.
En el jardín había poco que observar, salvo un cuidado impecable y una gracia y un arte arquitectónico notables. Había cenadores, caminos de gravilla, arriates cuidadosamente desbrozados, árboles perennes limpios de las hojas muertas, una escalera curva que subía hasta una pérgola cubierta de nervaduras de rosales y, por último, un bosque silvestre que dominaba la marisma.
El suelo era muy húmedo bajo los pies y estaba bastante embarrado. Las altas matas mojaban los bajos de su falda, pero era inevitable. En primavera debía de estar radiante de flores: campanillas, prímulas y flores por el estilo, anémonas de los bosques y, cómo no, jacintos, margaritas silvestres, conejeras. Quizá también narcisos con su penetrante aroma dulzón. Mariah vio dos o tres coronas de hojas de dedalera. Le encantaban las elegantes agujas de color púrpura o blanco. Una de ellas parecía un poco estropeada, como si un animal la hubiera mordisqueado. Pero ningún animal se comería una hoja de dedalera: era venenosa. Los animales parecen saberlo. Frena el ritmo cardíaco. Los médicos lo dan a las personas a las que se les acelera el corazón. Digitalis. Se quedó helada. El corazón se aceleraba… se ralentizaba… ¡se detenía!
¿Era esa la respuesta que andaba buscando? Se agachó y volvió a mirar las hojas. No había modo humano de demostrarlo, pero estaba completamente segura de que alguien había cogido dos o tres hojas. Los extremos cortados eran bien visibles.
Se irguió despacio. ¿Cómo podía averiguar quién había sido? Tuvo que ser el día que Maude estuvo allí. ¿Llovió o no llovió? En invierno ese bosque nunca debía de secarse, pero si había helado, el hielo habría evitado que alguien se empapase como ella y se llenara tanto de barro.
El día antes Joshua había recibido la carta de Bedelía. ¡Piensa! Había sido un día ventoso; Mariah recordaba con claridad el aullido del viento en el alero.
Le había irritado de una manera insoportable. Y no había hecho mucho frío. ¿Quién había entrado en la casa con las botas embarradas y un vestido con el bajo empapado? La primera doncella lo sabría, pero ¿cómo iba a hacerle semejante pregunta?
Mariah dio media vuelta, caminó a buen paso hasta la casa y fue a buscar a la señora Ward.
– Lo siento mucho -se deshizo en excusas, sorprendiéndose de que eran ciertas y no las fingía-. Fui a pasear por el jardín y me distraje con su belleza.
– Es precioso, ¿verdad? -coincidió la señora Ward-. Es obra de la señora Harcourt. La señora Sullivan puede pintar un cuadro de una flor que sea bonito y fiel al modelo, pero es la señora Harcourt la que proyecta el jardín.
– ¡Qué don! -dijo Mariah-. Y todo el mundo se beneficia de él. Pero me temo que sin querer he embarrado mis botas y el bajo de su vestido. Ha sido una falta de consideración por mi parte y ahora lo lamento.
– ¡Oh, no se preocupe! ¡Suele pasar! -La señora Ward le restó importancia-. Su vestido ya está limpió y seco, y Nora puede limpiarle este en un abrir y cerrar de ojos.
– Estoy segura de que esto no le pasa a todo el mundo -le dijo Mariah-. No me imagino a la señora Harcourt siendo tan poco elegante o descuidada. ¡Ni debe usted de acordarse de la última vez que lo hizo!
La señora Ward sonrió.
– ¡Claro que me acuerdo! El mismo día que Maude volvió a casa. Fue a buscar unas ramas bonitas para añadir a las flores del recibidor. Las ramas quedan de lo más elegante en un jarrón. Por favor, no le dé más vueltas, señora Ellison.
– ¿De verdad? -A Mariah se le aceleró el corazón. De modo que había sido Bedelía. Pero tenía que estar segura-. Supongo que la señora y el señor Harcourt debían de estar muy nerviosos, esperando a lord Woollard.
– Sí. La señora Harcourt salió a hacer un recado y volvió tan embarrada como usted. La pobre Nora estaba a su lado. Luego, a la señora Sullivan le pasó otro tanto el día después. Al menos eso creo recordar. Iré a buscar a Nora y se la enviaré.
– Muchas gracias. Es usted muy amable.
Mariah se marchó dando vueltas a un montón de ideas en su cabeza. Así que todas salieron. ¿Quién había hervido las hojas? ¿Dónde? ¿Cómo podía descubrirlo? Quizá simplemente las machacaron y las dejaron en infusión, como si se preparasen una taza de té. Podía haber sido cualquiera. Tenía que pensar más, prestar atención. ¡Y ser prudente!
Por la tarde Mariah se ofreció para ayudar a Bedelia en los preparativos de última hora. Por supuesto la cocinera se ocupaba de la comida y de muchas otras tareas que requerían el uso de la cocina. Pero aún quedaba mucho que coser, bolsitas de lavanda que terminar, rosas decorativas que confeccionar y otros motivos ornamentales para el gran árbol de la entrada.
– ¡Habría jurado que había más el año pasado! -exclamó Bedelia mirándolo consternada-. Parece casi desnudo. ¿No cree, señora Ellison?
Mariah miró el inmenso árbol; sus agujas verde oscuro aún estaban frescas y perfumadas de olor a tierra y a abeto. Estaba decorado de manera pródiga con cintas y ornamentos, debajo de él había una bonita montaña de paquetes y otros más pequeños con encajes y flores colgaban de sus ramas. Distaba mucho de parecer desnudo, pero en efecto quedaba algún hueco donde podía colgarse algo más. Era importante que la consideraran necesaria.
– Es maravilloso -respondió con diplomacia-. Pero tiene usted razón. Aún hay uno o dos sitios que se pueden adornar. Estoy segura de que no será difícil encontrar telas para fabricar un par de docenas de adornos. Solo se necesita una pelota de niño, mejor dos de diferentes tamaños, pegamento y papeles de cuantos más colores mejor, abalorios, flores secas, cintas, encaje, lo que sea para hacer bonito. A veces un vestido viejo puede proporcionar telas y retales diversos. Fabricar muñequitas o ángeles no es difícil.
Habría preferido huir, pero todo fuera por la investigación. En su mente empezaban a cristalizar ideas muy definidas, pero ¡necesitaba más tiempo!
Se suponía que la Navidad era una época de perdón, pero lo más seguro es que no hubiera curación sin honor, ni auténtica paz sin que el corazón experimentase un cambio. Y no habría cambio sin verdad.
– No es por falta de telas -le aclaró Bedelía-. Lo que me falta es tiempo, y dudo que las doncellas sepan hacerlo.
– Me encantaría que me permitiera ayudarla, si no le importa -se ofreció Mariah.
Hacía años que no era tan cortés, y a pesar de que tenía ganas de reírse de sí misma, empezaba a disfrutar de serlo. Era como dar un paso fuera de su propia vida, como gozar de una curiosa libertad con respecto a las expectativas de los demás o liberarse de las cadenas de los fracasos pasados.
– Estaría encantada de contribuir en alguna medida a este soberbio árbol -prosiguió con entusiasmo-. Y sería también una suerte de tradición familiar. Los Barrington llevan tantas generaciones en este pueblo que deben de venir decenas de personas a felicitarles y a compartir su hospitalidad.
Eso era seguro. Los comerciantes siempre presentaban sus respetos en esa época del año y compartían pastelillos, fruta confitada y frutos secos, y, cómo no, una taza de ponche.
Bedelia aceptó, y al cabo de media hora estaban sentadas en el salón de costura una frente a otra, desmontando un viejo vestido de noche, quitándole la pedrería, los galones, las tiras de seda fina y terciopelo, y también las cintas y los encajes de dos viejas enaguas que habían encontrado.
– Predomina demasiado el rojo oscuro -criticó Bedelia-. Toda la seda y el terciopelo son del mismo tono.
– Eso es cierto -coincidió Mariah-. Lo que de verdad necesitamos es algo más vivo de otro color. -Miró a Bedelia frunciendo el ceño-. Se me ha ocurrido una idea muy atrevida. Tal vez le parezca ofensiva, pero tengo que preguntárselo. Si le causa pena, me disculpo por adelantado.
– ¡Santo cielo! -Bedelia estaba intrigada-. No soy de las que se espantan con facilidad. ¿Qué idea ha tenido?
– Maude dijo que había viajado a muchos lugares extraños y exóticos.
Un fugaz desagrado cruzó por los ojos de Bedelía, pero lo disimuló.
– ¿Y de qué nos sirve eso?
– Sin duda debía de llevar… ropas extrañas -probó Mariah-. Posiblemente de colores que nosotras no elegiríamos.
Bedelía lo comprendió al instante y su rostro se encendió de satisfacción.
– ¡Ah! ¡Pero claro! ¡Qué lista es usted! Sí, sin duda podríamos cortar algunas de ellas y hacer perfectos ornamentos navideños.
Mariah sintió un escalofrío ante la idea de cortar las ropas de Maude, prendas que había vestido en lugares tan lejanos y que tanto había amado. Debió de ponérselas durante la puesta de sol en algún jardín persa y oler el perfume de extraños árboles y el viento que soplaba del desierto, y levantar la vista hacia estrellas inimaginables. O tal vez serían los pañuelos de seda que se habría comprado en un bullicioso y abarrotado bazar de Marrakech, o de otra ciudad por el estilo. Todos debían ser tratados con ternura, doblados para conservar el olor a especias y a frutas extrañas, a aceites y pieles, y al humo de las hogueras de campamento.
– Es usted muy lista, señora Ellison -decía Bedelía-. La mayoría de sus cosas están aquí y solo tenemos que deshacer las maletas. Y es poco probable que encontremos algo que otra persona se atreva a ponerse. En realidad no me importa regalarlas, incluso a los pobres. Sería…
– Poco respetuoso. -Mariah acabó la frase, lo decía en serio, y al mismo tiempo disfrutó obligando a Bedelia a estar de acuerdo con ella. Se odiaba a sí misma por hacer aquello, pero la verdad requería extraños sacrificios-. De este modo pasarán desapercibidas y contribuirán a la felicidad de los años venideros.
Perdóneme, Maude, pensó para sí. Pero no es fácil llevar a cabo una investigación, y me niego a fracasar. Se puso en pie.
– Supongo que deberíamos empezar. A ver qué encontramos.
Aquello era de mal gusto. Nadie la había invitado a fisgonear entre los efectos personales de Maude, pero sentía curiosidad por si encontraba algo útil. Nadie más, sabiendo que había sido asesinada, dispondría nunca de semejante oportunidad.
Si Bedelía se sentía ofendida, no lo demostró.
En el trastero del piso de arriba, donde se había guardado el equipaje, se dispusieron a abrir los dos baúles que Maude había llevado consigo. Mariah se ocupó del que contenía blusas y faldas corrientes, ropa interior y unas botas cómodas bastante arañadas. Eran de una calidad media de lino y algodón, y otras de lana sin teñir. Se preguntaba en qué lugares maravillosos habría llevado Maude aquellas prendas. ¿Qué había visto, qué emociones de alegría, dolor o soledad había sentido? ¿Había añorado su hogar o en cualquier parte se había sentido como en casa, entre amigos, incluso entre personas que la querían?
Echó un vistazo a Bedelía y estudió su rostro mientras sacaba un trozo de seda a rayas púrpuras, escarlatas, carmesíes y doradas oscuras mezcladas con rosa vivo. Bedelía lanzó una exclamación. Al principio parecía de placer, de la emoción, incluso de una especie de anhelo. Luego su boca se endureció, y había dolor en sus ojos.
– ¡Dios del cielo bendito! -exclamó de pronto-. ¿En qué ocasión pudo haber llevado esto encima, sea lo que sea? -Tiró de la prenda hasta que se desplegó, y vieron que se trataba de una sola pieza con una forma muy clara-. Esperemos que fuera un regalo y no algo que ella se comprara. ¡Ninguna mujer se pondría tal cosa, ni siquiera a los veinte años, y mucho menos a la edad de Maude! ¡Habría parecido como salida de un circo! -Empezó a reírse, pero de repente dejó de hacerlo-. Ha sido buena idea mirar primero nosotras, señora Ellison. Si los criados lo hubieran visto, habríamos sido la comidilla del pueblo.
Mariah notó que se inflamaba de ira, y si se hubiera atrevido, habría salido en defensa de Maude. Pero tenía que pensar en cosas más importantes, y con mucha dificultad reprimió las palabras. Con mucho esfuerzo, fingió que se lo tomaba bien.
– En lugar de eso hablarán de los fantásticos y excepcionales adornos de su árbol -dijo con dulzura-. Y podrá decirles que son un recuerdo de su hermana.
Bedelía se sentó muy rígida, con los ojos fijos y la expresión forzada. Podía haber sido pena, o la complejidad y el dolor de cualquier recuerdo, como la rabia que jamás podría reparar, o arrepentimiento porque era demasiado tarde para el perdón, o incluso deudas jamás saldadas. Mariah solo estaba segura de una cosa: se trataba de una emoción profunda, y no precisamente agradable ni placentera.
Se llevaron las sedas abajo y Bedelia las cortó con unas grandes tijeras de costura. Retales brillantes como los atardeceres del desierto cayeron sobre la mesa y sobre el suelo. Mariah los recogió y empezó a trabajar con el papier-maché y el pegamento para hacer las bolas básicas, antes de cubrirlas con la gasa de vivos colores. Después de eso cosieron pequeñas muñecas que vistieron de oro y bronce y de perlas blancas. Sonrió ante la perspectiva; era divertido crear belleza.
Pero no estaba allí para divertirse. La seda que tenía en las manos había sido una maravillosa túnica de colores estridentes que Maude había llevado por los ardientes senderos de Arabia o de algún lugar parecido.
– Imagino que Maude debió de conocer a personas muy diferentes -dijo con aire pensativo-. A nosotras podrían parecemos extrañas, tal vez amenazadoras. -Dejó que la luz de la lámpara incidiera sobre la seda púrpura y el rojo descarado-. No me imagino llevando estos colores juntos.
– ¡Nadie se atrevería a ponérselos fuera de una feria! -respondió Bedelía-. ¿Ahora comprende por qué no podíamos tenerla aquí mientras estuviera lord Woollard? Tuvimos la cortesía de no escandalizarlo ni molestarlo.
– ¿Es un hombre de poca experiencia? -se interesó Mariah fingiendo tanta inocencia como pudo.
– De un gusto discreto y de excelente familia -dijo Bedelía con frialdad-. Su esposa, a la que conozco, es hermana de una de las damas de honor de su majestad. Una excelente persona.
Tal vez, una semana antes, a Mariah le habría impresionado. Ahora solo podía pensar en el jardín persa de Maude con los pequeños búhos ululando en la oscuridad.
Llamaron a la puerta y entró Agnes. Siguió una breve conversación sobre las fiestas y los juegos que habría que compartir, en especial la gallinita ciega, y por supuesto sobre el refrigerio.
– Tenemos que acordarnos de preparar tartas de limón para la señora Hethersett -le recordó Agnes-. Siempre le gustan tant…
– Tendrá que preparárselas ella misma -respondió Bedelia-. No vendrá.
– ¡Oh, cielos! ¿Vuelve a encontrarse mal? -preguntó Agnes de manera compasiva.
– No vendrá porque no la he invitado -dijo Bedelia de modo lacónico-. Ha dado muestras de una grosería imperdonable.
– ¡Eso fue hace un año! -protestó Agnes.
– Sí, hace un año -admitió Bedelia-. ¿Y eso qué cambia?
Agnes no discutió. Admiró la rápida evolución de los adornos y volvió a la tarea de organizar la elaboración de pasteles y tartas.
– ¡Qué desagradable! -se compadeció Mariah, preguntándose qué demonios habría dicho la señora Hethersett para que Bedelia siguiera guardándole rencor después de un año, y en Navidad precisamente-. Debió de ser muy grosera para molestarla a usted tanto.
Estuvo a punto de añadir que no podía entender por qué la gente era tan grosera, pero aquello era una gran mentira. Entendía a la perfección la grosería, y la practicaba como un arte. Era algo de lo que nunca antes se había sentido avergonzada, pero en ese momento le resultaba bastante desagradable.
– Cree que me olvidaré -respondió Bedelia-. Pero está muy equivocada, como pronto podrá comprobar.
Mariah se enfrascó otra vez en la costura, mezclando los vivos colores ya con menos placer, y preguntándose qué habría hecho Maude a Bedelia para que los viejos recuerdos aún persistieran en su memoria y no pudiera perdonarla. Al fin y al cabo, Arthur se había casado con Bedelia y había sido Maude la que se había ido de casa sola.
¿Por qué había regresado Maude precisamente entonces? ¿Era posible que Mariah estuviera totalmente equivocada? ¿Había permitido que el aburrimiento y la soledad se conjurasen para hacerle imaginar un asesinato cuando en realidad solo se había producido una muerte inesperada, y la pena parecía enfado? Y aquella mujer orgullosa no permitía que otra viera la vergüenza que sentía por haber echado a su propia hermana de casa, por miedo a que su comportamiento fuera socialmente inapropiado. ¿Se arrepentía terriblemente ahora, cuando ya era demasiado tarde? ¿Estaba Mariah imaginando un crimen cuando no era más que una tragedia?
La cena fue otra vez tensa. Como la primera noche, reinaba el trasfondo palpable de emociones a flor de piel que tal vez se da en todas las familias: la conciencia de las debilidades, las indulgencias, las cosas que se habían dicho y que tal vez habría sido mejor olvidar, aunque siempre hay alguien para recordarlas.
Pasaron revista a antiguas Navidades, en particular aquellas en las que Randolph era pequeño, lo cual por fuerza excluía a Clara. Mariah estudió su rostro y vio que por un instante parecía herida, y luego arrogante.
Los demás se divertían. Por una vez, Arthur se sumó a las risas y dio claras muestras de cariño mientras Bedelia contaba la historia de la sorpresa que se llevó Randolph cuando le regalaron una colección de soldados de plomo que eran una réplica perfecta del ejército de Wellington en Waterloo. Según parecía, se negó a sentarse a la mesa, ni siquiera para comerse la oca. Estaba tan ensimismado que no podía dejar sus soldados. Bedelia había insistido, pero Arthur había dicho que era Navidad y que Randolph hiciera lo que le diera la gana.
Mariah se descubrió también sonriendo, hasta que sorprendió un intenso deseo en los ojos de Zachary, su mirada a Bedelia y la mirada de Agnes a Zachary, y recordó que Randolph era el único de aquella mesa capaz de tener un hijo. Tenía cuarenta años. Clara, tenaz y ambiciosa, era mucho más joven. ¿Cuándo tendrían hijos? ¿O sería aquello otra pena en ciernes?
A ella le habría gustado tener más de un hijo, una hija como Charlotte lo habría cambiado todo, o incluso como Emily. Mucho trabajo, mucha frustración y decepciones, pero ¿quién puede medir la felicidad?
Es mejor no pensar más en el pasado, es mejor valorar lo se que tiene, que lamentarse por lo que no se tiene.
Volvió a mirar los rostros de los comensales. ¿Por qué alguien odia tanto a otra persona como para matarla, con todo el riesgo que eso supone? Una persona en su sano juicio no hace eso. Se mata para proteger, para conservar lo que se tiene y se ama: una posición, el poder, el dinero, e incluso para salvarse del escándalo, del dolor de la humillación o de la pérdida, o del terror a la soledad. Mariah podía imaginárselo, pero no tenía ninguna necesidad de hacerlo. Lo había intentado una vez, de un modo ridículo y terrible. Posiblemente su propia incompetencia la salvó del desastre. Quizá todos somos igual de frágiles cuando encontramos la verdadera pasión, el miedo que corroe el alma.
Contempló la luz de la araña de techo reflejada en la platería, en el cristal, en la mantelería blanca, en los lirios del invernadero, en el vino tinto y en los distintos rostros, y se preguntó si en verdad quería saber la respuesta.
Entonces recordó la risa de Maude y el brillo de sus ojos al describir la luz de la luna sobre el desierto. No había modo de huir de la respuesta. Habría sido una cobardía suprema e irreparable.
Al día siguiente la fregona se cortó un dedo con tan mala fortuna que no podía utilizar la mano y la asistenta de cocina estaba sumida en el caos. Agnes había ido a buscar la calesa para entregar regalos a la viuda del párroco en Dymchurch, y ahora tenían que reorganizar todos los planes.
Sin plantearse si estaba capacitada para aquella tarea, Mariah se ofreció a ir en su lugar. El mozo de cuadra podía llevarla, ella llamaría a casa de la señora Dowson y le daría una explicación y los regalos ya envueltos para ella y para una o dos familias más.
Aceptaron su oferta, y a las diez en punto se puso en camino sintiéndose muy satisfecha de sí misma.
Era un día desapacible; nubes de color gris pizarra se congregaban en el horizonte y el viento que soplaba a ráfagas venía del norte con una promesa helada.
Mariah se sentó bien arropada con la manta envuelta alrededor de las rodillas y deseó con todas sus fuerzas que no nevara antes de regresar a Snave, o el resfriado que pretendía fingir se haría realidad. ¡No tenía ningunas ganas de pasar la Navidad en cama con fiebre!
De pronto volvió a asaltarle otra idea, aún más desagradable. ¿Y si descubría a la persona que había cogido las hojas de dedalera y destilado su veneno y podía demostrarlo? ¿Y si la persona se enteraba? Tal vez entonces le afligiera algo más que un simple resfriado. Se preguntó si era doloroso morir de manera que se te ralentizara el corazón hasta pararse por completo. Notó cómo latía en su pecho a causa del miedo.
Si moría, ¿la echaría alguien lo bastante de menos para sentirlo? ¿El mundo le parecería más frío o más gris por que ella no estuviera allí?
Pensó en Maude, sola en una casa de extraños que la habían aceptado por amabilidad, o aún peor, por sentido del deber. ¿O por piedad? Aquello era mucho peor. ¿Se había visto Maude obligada a ser encantadora, ocultando el rechazo que debía de sentir en su interior para ganarse su cariño? ¿Llegó a saber que Mariah la apreciaba… que sentía por ella verdadero afecto?
Bueno, aquello era una mentira. Le ardía la cara debido al viento que cortaba como un cuchillo. Odiaba a Maude, antes incluso de que llegara, porque iba a desplazarla del centro de atención. Solo después de su muerte se dio cuenta de cuánto le gustaba, la admiraba, le parecía emocionante escucharla, liberaba la imaginación y despertaba sueños. Entonces deseó, con un deseo tan fuerte que sentía un dolor físico, haber demostrado a Maude que le gustaba… y mucho.
Se encaminaban hacia el mar y el olor a sal se hacía más intenso. Dymchurch no estaba lejos de Saint Mary in the Marsh. No podía regresar a casa hasta que hubiera resuelto aquello. Sería traicionar no solo a Maude, sino a la amistad. No importaba cuánto durase una amistad, lo importante era lo profunda que fuese.
No prestó atención al vasto cielo hecho jirones por las nubes, como estandartes rasgados de un ejército cuyas lanzas de hielo se avecinaban. Al acercarse al pueblo oyó el rugido de las olas que rompían en la orilla, y la torre de la iglesia pareció erguirse contra la creciente oscuridad que acompañaba a la tormenta.
Se detuvieron en una pequeña casa con un arco cubierto de vid pelada encima de la verja, y el mozo de cuadra anunció que habían llegado. Dijo que él le llevaría los paquetes en cuanto hubiera comprobado que la señora Dowson estaba en casa. Luego llevaría el caballo y la calesa al establo para resguardarlos hasta que la señora Ellison estuviera preparada para marcharse. El muchacho miró el cielo con nerviosismo y luego sonrió, mostrando unos dientes separados.
Mariah le dio las gracias y descendió con su ayuda.
La señora Dowson estaba en casa. Era una mujer delgada con estrechas espaldas y ojos brillantes. Debía de estar más cerca de los ochenta que de los setenta, pero parecía gozar aún de una salud excelente. Tenía las mejillas sonrosadas como si hubiera salido hacía poco, a pesar del tiempo tormentoso.
Mariah se presentó.
– Me llamo Mariah Ellison, señora Dowson. Por favor, discúlpeme por que haya venido sin avisar en nombre de la señora Harcourt, pero me temo que he aceptado su hospitalidad el día después de una tragedia, y toda la familia se esfuerza por reunir valor en una situación tan difícil. Me ofrecí a cumplir este recado en su nombre. Me parece que es lo menos que puedo hacer.
– ¡Oh, cielos, lo siento mucho! Es usted muy amable, señora Ellison. -Miró a Mariah con curiosidad pero sin aprensión-. ¿Puedo ofrecerle un té, tal vez un pastelito de frutos secos o algo así?
La señora Dowson no le preguntó cuál era la tragedia. ¿Se debía ello a su discreción o ya se había enterado de la noticia?
– Gracias -aceptó Mariah, preguntándose si cabría una tercera posibilidad: que simplemente no le importara-. Admito que hace un frío terrible. No conozco bien esta zona. Vivo en Londres y solo estoy de visita, pero encuentro que hay algo muy agradable en el aire del mar, aunque sea tan fuerte.
La señora Dowson sonrió.
– A mí también me gusta -admitió.
La guió hasta un salón pequeño pero muy cómodo. Tenía techos bajos, y los muebles estaban recubiertos de cretona con motivos florales y un fuego ardía en la chimenea. La señora Dowson tocó la campana, y cuando entró la doncella, le pidió té y tartas.
– Bueno, querida -dijo cuando se sentaron-. ¿Qué le pasa ahora a la pobre Agnes? Imagino que se trata de Agnes, ¿verdad?
¡Qué interesante!, pensó Mariah.
– Me temo que se trata de todos. ¿Conocía a la hermana mediana, la señorita Maude Barrington?
El rostro de la señora Dowson se endureció y se le helaron los ojos.
– Sí, pero si ha venido usted a contarme cosas poco halagüeñas, le agradecería que no lo hiciera. Sé que Maude era algo rebelde, y tal vez se entregaba demasiado a las cosas, pero tenía un buen corazón, y todo eso se remonta a un pasado lejano. Opino que uno debe tomarse las victorias con ligereza y las derrotas en silencio y con dignidad, ¿no cree, señora Ellison?
¡Qué curioso! Aquello no era lo que Mariah esperaba. Los ojos de la señora Dowson podían ser brillantes y fríos, pero encendieron una repentina y nueva calidez en la mente de Mariah.
– En efecto -dijo de corazón-. Este es uno de los motivos por los que sentí afecto por Maude en cuanto la conocí. Una de las grandes tristezas de mi vida es haberla conocido tan poco tiempo.
– ¿Perdón? -dijo la señora Dowson en tono brusco, con expresión algo alarmada.
Hacía solo una semana, Mariah habría respondido con condescendencia. En aquel momento lo único que quería era encontrar el modo más amable de contarle la noticia.
– Lo siento mucho. Maude regresó a la casa de su hermana procedente del extranjero, y debido a otros compromisos familiares, tuvo que alojarse en casa de su primo, el señor Joshua Fielding, que también es pariente mío, de ahí mi presencia aquí. Maude murió apaciblemente hace tres días, mientras dormía. -Observó el dolor sin disfraz en el rostro de la vieja dama-. Me sentía tan apenada que decidí dar la noticia a la familia en persona, en lugar de enviarles un mensaje escrito. -Y finalizó-: Y por eso aún me alojo en su casa. Estoy haciendo lo poco que puedo para ayudar.
– ¡Oh, Señor! -dijo la señora Dowson temblando un poco-. Creía que era otro de los resfriados de Agnes, o lo que tenga. ¡Qué estúpida he sido! No se debe dar nada por supuesto. Es una pérdida terrible. -De repente se le llenaron los ojos de lágrimas-. Lo siento mucho -se disculpó.
A Mariah no le pareció absurdo que después de cuarenta años la señora Dowson aún lo sintiera tanto. El tiempo no empaña ciertos recuerdos. Los días brillantes de la juventud, la risa y la amistad permanecen.
Pero por grosero que pudiera parecer, también era una oportunidad que no podía permitirse el lujo de pasar por alto.
– ¿La conocía bien, antes de que partiera para viajar por el extranjero? -le preguntó Mariah.
– ¡Oh, sí! -La señora Dowson sonrió-. Entonces conocía a todas las niñas. En aquella época mi esposo, recién nombrado en su ministerio, era ayudante del párroco. Se lo tomaba todo muy en serio, ¿sabe?, como hacen los hombres entregados a su trabajo. Creo que Maude le superaba un poco. Estaba tan enamorada de Arthur Harcourt… Y, claro, Arthur era el joven más apuesto del pueblo. Poseía una belleza extraordinaria y él lo sabía, ¿cómo iba a ignorarlo? Con solo levantar un dedo, cualquier muchacha del sur de Inglaterra le habría seguido. Incluso yo misma, si hubiera pensado que él iba en serio. Pero yo nunca he sido guapa, y era feliz con Walter. Walter era un hombre sincero, y no pienso lo mismo de Arthur.
– ¿No era sincero? ¿Solo estaba jugando con Maude?
De repente todo el agrado que Mariah sentía por Arthur Harcourt se evaporó como si le hubieran arrancado una máscara sonriente y viera carne corrompida debajo.
– ¡Oh, no! -se apresuró a decir la señora Dowson-. Ahí era donde Walter y yo discrepábamos. Él creía que Arthur amaba a Bedelia. Decía que hacían una pareja perfecta. Mi marido era un idealista. Creía que la belleza es algo interior, no una cuestión de tono de piel o color de cabello, ni de unos milímetros más aquí o allá, y, por supuesto, de seguridad en uno mismo. Eso creía él, ¿sabe? ¡Se imagina cómo habría cambiado el mapa del mundo si la nariz de Cleopatra hubiera sido medio centímetro más larga! Julio César no se habría enamorado de ella, ni Marco Antonio.
Mariah se perdió en un torbellino de ideas.
– Lo siento mucho -volvió a disculparse la señora Dowson-. Walter siempre decía que tengo una mente muy indisciplinada. Yo le decía que no, que simplemente sigo otros patrones mentales. ¡Bedelía Barrington podía hacerle comer de su mano! A él y a la mitad de los hombres del condado. Pobre Zachary, nunca lo superó, lo cual es una vergüenza. Agnes era la mejor. ¡Ojalá hubiera tenido más confianza en sí misma!
Mariah no la interrumpió. Llegó el té, la señora Dowson lo sirvió y le pasó los pastelillos de frutos secos y las tartaletas de confitura.
– Bedelia pensaba que era glamourosa, Agnes sosa y Maude feúcha y excéntrica. Y como estaba tan segura de sí misma, mucha gente opinaba que debía de tener razón.
– Pero no…
– Claro que sí -la contradijo la señora Dowson-. Pero solo porque se lo permitimos. Todos excepto Maude. Sabía que la belleza de Bedelía no tenía verdadero valor. Que carecía de calidez, ¿me explico?
– ¿Pero ella se enamoró de Arthur? ¿Tanto que no pudo soportarlo cuando él recuperó su sano juicio y acabó casándose con Bedelía? -Mariah eligió a propósito sus palabras como una provocación.
– Yo creía que había perdido el juicio de nuevo -le discutió la señora Dowson-. Yo estaba furiosa con Maude porque no luchaba por el hombre que amaba. ¡Imagínese, rendirse y huir de ese modo! Hacia el norte de África, y luego a Egipto y a Persia. Montar a caballo por el desierto y también en camello, por lo que yo sé. Vivir en tiendas y entregar lo que le restaba de su corazón a los persas.
– ¡Maude le escribió! -Mariah estaba atónita y encantada. Maude tenía una amiga allí que la quería a pesar de todos aquellos años, y se había mantenido en contacto con sus raíces.
– Por supuesto -se indignó la señora Dowson-. Nunca me contó por qué se marchó, pero llegué a comprender que era una cuestión de honor, y que nunca debía hablarse de ello. Hizo lo que creía que tenía que hacer. Pero no me parece que dejara de amar a Arthur.
En la mente de Mariah empezaron a formarse nuevas ideas.
– Señora Dowson, ¿sabe por qué Maude regresó a casa precisamente ahora, después de tantos años? -preguntó-. ¿Tenía alguna… preocupación sobre su salud?
– No, que yo sepa. -La señora Dowson frunció el ceño-. Estaba muy asustada, le agobiaba la idea de regresar después de tanto tiempo, pero el caballero que la había cuidado en Persia y que la había amado murió. Eso me contó. Aquello la apenó mucho, y también significaba que no tenía ninguna razón para permanecer allí más tiempo. En realidad, dejó entrever que sin su protección habría sido poco prudente quedarse. No sé cuál era su relación. Nunca se lo pregunté y nunca me lo contó, pero no era una relación formal, en el sentido en que usted y yo emplearíamos la palabra.
– Ya veo. ¿Bedelia lo sabía?
¿Sería aquel el escándalo que tanto temía que llegara a oídos de lord Woollard… y del que Maude tal vez le habló francamente con la intención de molestarla? Después de la frialdad de Bedelia durante todos aquellos años y el hecho de que Arthur se casara con ella, por la razón que fuese, no sería raro que Maude no hubiera podido resistirse a evitar al menos que su hermana se convirtiera en lady Harcourt. Mariah se lo preguntó a la señora Dowson.
– Tal vez estuviera tentada -respondió la señora Dowson-, pero jamás lo habría hecho. Maude nunca le guardó rencor. No puedo decir lo mismo de Bedelia.
– ¿No estaba Bedelia muy enamorada de Arthur, incluso antes de que Maude regresara de cuidar a su tía? -la interrogó Mariah.
– Maude le contó muchas cosas, ¿verdad? -observó la señora Dowson.
Mariah se limitó a sonreír.
– Por mucho que Maude despreciase a Bedelia, jamás habría hecho daño a Arthur -prosiguió la señora Dowson-. Como le he dicho, nunca dejó de amarlo. Y me refiero a esa emoción que consiste en querer lo mejor para el otro, el honor y la felicidad y el viaje espiritual interior; no la avidez de poseerlo a toda costa, la dicha de su compañía y la sensación de que el otro es feliz solo cuando está contigo. Esa es Bedelia, que siempre quiere salirse con la suya. Y a la pobre Agnes le preocupaba ser solo un premio de consolación.
– Entonces ¿por qué Arthur fue tan estúpido? -se sorprendió Mariah-. Se dejó cegar por la mera apariencia física… ¡oh!
Se le ocurrió una respuesta más sencilla y más comprensible. Se percató de que la señora Dowson la miraba fijamente. Notó el calor en sus mejillas como si pudiera leer su mente.
– No lo sé -dijo en voz baja la señora Dowson-, pero creo que Maude sí, y por eso Bedelia se sentía muy feliz por que se quedara en Persia durante el resto de su vida.
La idea se afianzó en la mente de Mariah. Eso explicaba lo que no había podido observar en el carácter y la naturaleza de aquella gente. Al mirar a la señora Dowson tuvo la certidumbre de que habían llegado a la misma conclusión. Le sonrió.
– Es muy triste -dijo con dulzura, consciente de que era un eufemismo absurdo-. Pobre Arthur… -Vaciló-. Y pobre Zachary.
– Y pobre Agnes -añadió la señora Dowson-. Pero sobre todo, me habría gustado que Maude no… hubiera sufrido tanto.
– Pero ella se las arregló lo mejor que pudo -dijo Mariah con intensa emoción, con una convicción absoluta que nacía dentro de ella, borrando todo asomo de duda.
La señora Dowson asintió.
– Maude siempre ha sabido vivir. Al saber que lo peor había llegado, aceptó el dolor como parte de la verdad de las cosas, pero prefirió ver también el lado bueno, y buscar la alegría en la diversidad. No se cerró a la riqueza que confiere la experiencia. Creo que tenía ese don. La echaré mucho de menos.
– Aunque solo la conocí muy poco tiempo, también la echaré de menos -confesó Mariah-, pero estoy profundamente agradecida de haberla conocido. Y… y gratitud es algo que rara vez he sentido en los últimos tiempos. El simple hecho de recuperar ese sentimiento es un…
No sabía cómo concluir la frase. Sorbió por la nariz, controló sus emociones con esfuerzo y se puso en pie.
– Pero me queda algo por hacer. Debo regresar a Snave y ocuparme de ello. Le agradezco mucho su hospitalidad, señora Dowson, e incluso le agradezco más lo que me ha ayudado a comprender. Le deseo felices fiestas, la memoria de todo lo bueno del pasado y la esperanza para el futuro.
La señora Dowson también se levantó.
– ¡Con qué gracia lo ha dicho, señora Ellison! Me esforzaré en recordarlo. ¿Puedo desearle felices fiestas y que tenga un buen viaje, tanto físico como espiritual? Feliz Navidad.
Fuera empezaba a nevar, copos blancos flotaban en el viento. Por el momento solo era un polvillo en el suelo, pero la densa capa de nubes que asomaba por el norte hacía presagiar que caería mucha más. Tanto si quería como si no, Mariah no podría regresar a Saint Mary in the Marsh aquel día. Aquello le favorecía. Lo que le quedaba por cumplir era mejor hacerlo de noche, cuando todos estuvieran reunidos después de cenar. Sería incómodo, muy incómodo. Notó un nudo en el estómago cuando se sentó en la calesa y se envolvió para protegerse de la nieve. El viento cortante la perseguía y el rugido del mar rompiendo contra la costa se debilitaba a medida que avanzaban tierra adentro entre los amplios y llanos campos que empezaban a quedarse blancos.
Tenía miedo. Lo admitió para sus adentros. Tenía miedo de las situaciones violentas e incluso del ataque físico, aunque esperaba que cualquier ataque fuera secreto, velado, como el que había sufrido Maude. Pero sobre todo, y aquello le sorprendió, tenía miedo a no hacerlo bien.
Entonces, al igual que Agnes, consideró que la mayor parte de su vida había sido un fracaso. Había vivido una mentira, siempre simulando ser una mujer muy respetable, incluso de manera agresiva, casada con un hombre que había muerto bastante joven, lo que la había sumido en el luto desde los cuarenta y tantos, y no había podido recuperarse de semejante pérdida.
En realidad su matrimonio había sido desgraciado, y la muerte de él la había liberado, al menos exteriormente. Nunca se había permitido liberar su mente, y peor aún, su corazón. Había mantenido la mentira para salvar su orgullo.
Claro que nadie tenía por qué conocer los detalles, pero podía haber sido sincera consigo misma y eso habría calado lentamente en su carácter, en sus convicciones, y al final en el modo en que los demás la habrían visto y ella habría visto a los demás.
Maude Barrington había sufrido una monstruosa injusticia. La había soportado sin aparente amargura. Si aquella injusticia había arruinado una parte temprana de su vida, quizá cuando se fue al extranjero por primera vez, había sanado su espíritu de la herida y había vivido una vida llena de pasión y aventura. Tal vez nunca se sintiera cómoda, pero ¿de qué valía la comodidad? La amargura, la culpa, el odiarse a uno mismo tampoco eran nada cómodos. Y tal vez no eran tan seguros como en otro tiempo había imaginado. Eran como una enfermedad interna que crece despacio y te va matando poco a poco.
La nieve que caía en abundancia formando una ligera capa en el suelo empezaba a amontonarse en la parte expuesta al viento de los surcos de los campos arados y en los troncos de los árboles. El viento soplaba demasiado fuerte para que la nieve cuajase en las ramas que se agitaban contra el cielo. Los cascos del caballo hacían poco ruido porque el suelo ya estaba cubierto de un manto blanco; solo se oía el hondo gemido del viento y el crujido de las ruedas. Era un mundo duro y hermoso, vigorizante y glacial, y de un lado a otro, el olor dulce y punzante del mar, de una vastedad infinita.
Mariah regresó a Snave antes de estar preparada, pero eso no tenía remedio. Y tal vez nunca tuviera la impresión de estar preparada. Dejó que el mozo de cuadra la ayudara y, para su sorpresa, le dio las gracias por su amabilidad.
Una vez dentro se quitó la capa y el chal, y se sintió muy feliz de encontrase otra vez en un lugar cálido. Tenía las manos entumecidas del frío y le picaba la cara, le lloraban los ojos, pero nunca se había sentido viva con tanta intensidad. Estaba aterrada, y sin embargo en su interior rebosaba de valor, como si Maude le hubiera legado algo de su vitalidad y su gusto por la vida.
Llegaba demasiado tarde para el almuerzo y, en cualquier caso, estaba demasiado nerviosa para comer. La cocinera le había preparado una bandeja con sopa y pan caliente recién hecho, y aquello era todo cuanto necesitaba. Le dio las gracias con sinceridad y con un cumplido, y cuando se lo acabó todo, fue al piso de arriba con la excusa de que deseaba reposar un rato. En realidad quería prepararse para la noche. Iba a ser una de las noches más importantes de su vida, tal vez su única hazaña verdadera. Requeriría toda la sangre fría y la inteligencia que poseía. Ahora no tenía la menor duda sobre cuál era la verdad.
Demostrarla sería otro cantar, pero si no lo intentaba, al precio que fuera, habría desaprovechado la última oportunidad que le ofrecía el destino.
Mariah se puso con mucho cuidado el mejor vestido negro del ama de llaves, y dio las gracias a la doncella. Le pareció apropiado. Sería una mujer distinta de la persona que había sido desde que tenía memoria. Sería valiente, afrontaría la fealdad, la vergüenza y el fracaso, y sería amable con ellos, porque los conocía íntimamente. Ella también había sido una mentirosa, y cualquier desagradable entresijo de la mentira le era familiar. Había sido una cobarde, y el corrosivo manto de la cobardía había cubierto por entero su vida. Había intentado imponer a los demás su propio espíritu mezquino, su convicción de haber fracasado. No había victoria en eso. Se puede pervertir a los demás, mancillarlos, herir lo que de otro modo habría estado sano. Ahora podía tocar todas sus heridas con compasión, pero no la engañarían. Se miró en el espejo. Tenía un aspecto distinto al acostumbrado. No se trataba solo del vestido, que era prestado; hacía tiempo que no tenía aquella cara, aquel color de tez, aquel brillo en los ojos. Y sobre todo el gesto enfurruñado que afeaba su boca parecía haberse borrado y ahora sus labios se curvaban hacia arriba, no hacia abajo.
¡Qué ridículo! Ella nunca había sido guapa, y no iba a serlo entonces. De no ser porque aún conservaba cierta sensatez, habría pensado que se había embebido del espíritu de la Navidad, ¡de ese espíritu que se sirve en botella!
Se alisó la falda por última vez y bajó a reunirse con la familia para cenar. Al día siguiente se marcharía. Sin duda no le quedaría más remedio, ¡aunque la nieve llegara hasta el tejado! Había algo excitante y un poco insensato en aventurarlo todo, en cruzar el Rubicón, si no recordaba mal sus clases de historia. ¡Aquello era la guerra! Le esperaba la victoria o el desastre, porque ahora no podía dejarlo a medias, tenía que acabarlo.
Llegó unos minutos tarde, como era su intención, y anunciaron la cena en cuanto ella se reunió con sus anfitriones. Se dirigieron todos al comedor. Las bayas escarlata entretejidas con las coronas y las guirnaldas a lo largo de la repisa de la chimenea, todas ellas atadas con cintas doradas, le daban un aire más festivo. Aunque las velas escarlata encima de la mesa aún no estaban prendidas, todo parecía tocado por la luz de las arañas.
– Espero que se haya recuperado de su viaje, señora Ellison -se interesó Arthur con amabilidad-. Me temo que el tiempo fue muy desagradable durante su regreso.
– No debí dejarla ir -añadió Bedelia-. No fui consciente de que le llevaría tanto tiempo.
– Todo fue culpa mía -respondió Mariah-. Habría podido regresar antes, y tendría que haberlo hecho, aunque fuera por el mozo de caballerías y el caballo, como mínimo. A decir verdad, el viaje de vuelta fue muy hermoso. Hacía tanto tiempo que no me encontraba bajo una tormenta de nieve que había olvidado qué asombroso es. La sensación de poder y la magnitud de la naturaleza es algo maravilloso.
– Qué punto de vista más reconfortante -dijo Arthur, y de repente los ojos se le llenaron de una tristeza abrumadora-. Me recuerda a Maude.
Se quedó en silencio; no podía continuar.
Aquel era el mejor cumplido que Mariah había recibido en su vida, pero no podía permitirse pararse a disfrutarlo.
Prosiguió con lo que tenía previsto decir, a pesar de sus reacciones. Incluso no prestó ninguna atención al mayordomo ni al criado que servían la sopa.
– Gracias, señor Harcourt. Cuanto más sé de Maude, más aprecio lo que sus palabras significan. Sé que para usted también tienen un profundo significado, y deseo, más de lo que usted pueda creer, estar a la altura.
Bedelía estaba sorprendida, y a continuación su boca esbozó una sonrisa más de desdén que de diversión.
– Todos sentimos mucho la pérdida de Maude, señora Ellison, pero no es necesario que halague a nuestra familia con tanta lisonja.
Dejó implícito el adjetivo «empalagosa», y aunque no lo pronunció, se quedó flotando en el aire.
– ¡Oh, no, no son lisonjas! -dijo Mariah con candidez y con los ojos muy abiertos-. Maude era una persona extraordinaria. La señora Dowson me contó muchas cosas que confirman mi opinión. Me temo que por eso me quedé tanto rato con ella.
Bedelia estaba tensa, como si sus hombros hubieran sido tallados en marfil bajo el vestido de tafetán negro.
– La señora Dowson es una sentimental -respondió con frialdad-. La viuda de un pastor está obligada a ver lo mejor de las personas.
– Tal vez el pastor lo fuera -la corrigió Mariah-. La señora Dowson ciertamente no lo es. Es muy capaz de percibir el orgullo, la avaricia, el egoísmo y otras cosas, como la cobardía en particular. -Sonrió a Agnes-. La aceptación del fracaso porque uno no tiene el valor para enfrentarse a sus temores y paga el precio perdiendo en comodidad a veces es necesaria para el éxito.
Agnes se quedó pálida como la ceniza. Metió la cuchara en el plato de sopa e hizo como si no hubiera oído nada.
Zachary se disponía a decir algo, pero se le atragantó lo que fuera que iba a decir.
Randolph acudió a su rescate.
– Son palabras muy duras, señora Ellison. ¿Cómo iba a estar la señora Dowson en posición de saber algo por el estilo de nadie? Y en cualquier caso, lo que sabe debe de haberlo oído gracias a su posición privilegiada, y claro está, no debería repetirlo.
– Es una conducta muy poco cristiana -añadió Clara.
– A veces es muy difícil saber qué hay que hacer -prosiguió Mariah, agradecida por la extraordinaria facilidad con la que se presentaban las oportunidades que necesitaba-. Pero no debo dar una imagen errónea de la señora Dowson. En realidad no ha dicho nada, salvo elogiar el amor de Maude por la belleza, su risa, y sobre todo su valor por sacar el mayor partido de su vida, incluso después de un sacrificio tan grande, que ofreció en silencio y con la mayor dignidad.
Zachary parecía muy turbado. Arthur palideció y parecía que le costaba respirar. Bedelía estaba tan blanca como Agnes y tenía las manos crispadas en el regazo. Nadie comía.
– No estoy segura de ser consciente de lo que está diciendo, señora Ellison -dijo Bedelía en tono glacial-. Me parece que es usted una mujer solitaria que no tiene nada más que hacer que curiosear en los asuntos de nuestra familia de un modo que excede su deuda imaginaria con Maude, a quien apenas conocía. Se ha dejado usted llevar por una curiosidad malsana. Creo que sería mejor que encontrase el modo de volver a Saint Mary in the Marsh mañana, haga el tiempo que haga. Estoy segura de que será lo mejor para todos.
Randolph se sonrojó como un tomate.
Fue Arthur quien tomó la palabra.
– Bedelía, no es necesario. Le pido disculpas, señora Ellison. No sé qué le contó Maude, pero creo que debe usted de haberla interpretado mal.
– No me contó nada -dijo Mariah mirándole a los ojos-. ¡Nunca le traicionaría de esa manera! ¡Y sin duda a estas alturas ya debe de saber sin ningún género de duda que tampoco traicionaría a Bedelía! No vino a crearles problemas de ningún tipo. El hombre que la amaba y la protegía en Persia murió, y no podía permanecer allí más tiempo. Maude volvió a casa porque quería volver. Quizá incluso llegase a imaginar que, después de tantos años, sería bien recibida. Lo cual, por supuesto, fue un error. Es obvio que no fue bien recibida.
– ¡No tiene usted derecho a decir eso! -le interrumpió Clara-. ¡Ha estado viviendo en el desierto, en tiendas junto a una hoguera, como una… una gitana! ¡Y con un extranjero con quien no estaba casada! ¡No podíamos alojarla en la casa al mismo tiempo que a lord Woollard! No tiene usted ni idea de lo que mi suegro ha dado a la sociedad. Este título nobiliario no solo ha sido una justa recompensa, sino una oportunidad para seguir haciendo el bien. ¡No podíamos arriesgarnos a echarlo todo a perder!
– Comprendo; a su debido tiempo esto la habría convertido en lady Harcourt -añadió Mariah-. Con todo lo que eso significa. Claro que no puede arriesgarse a perder tal prebenda.
– Oh, no… yo… -Clara se sumió en el silencio. Al menos se sintió avergonzada.
– ¡Tonterías! -explotó Bedelia-. Ha excedido usted cualquier límite, señora Ellison. ¡Se está comportando de un modo vergonzoso!
– ¿Vino a casa porque no tenía adonde ir? -preguntó Agnes con el rostro marcado por la pena-. Tendríamos que haberla perdonado, Bedelia. Aquello fue hace mucho tiempo.
– Bedelía no perdona -respondió Mariah a Agnes-. Y no es que Maude hubiera hecho nada que necesitara su perdón. Resulta trágico, pero hay personas que no pueden perdonar un regalo, sobre todo de alguien que es consciente de su vulnerabilidad. A veces es más duro perdonar un regalo que una afrenta, porque contraes una deuda, te parece que pierdes el control y, por tanto, la superioridad.
Reinó un silencio electrizante.
– Quienes no perdonan no pueden creer que los demás sean capaces de perdonar -continuó Mariah-. Así que esperan venganza donde no la hay. Y atacan para defenderse de un golpe que sólo existe en su imaginación culpable.
Arthur se inclinó hacia delante.
– Creo que es mejor que se deje de adivinanzas, señora Ellison. No tengo ni idea de qué está usted diciendo…
– ¡Ni ella tampoco! -comentó Bedelía en tono cortante-. En serio, Arthur, deberías tener más juicio y no alentarla. ¿No has visto que ha estado bebiendo? Hablemos de temas civilizados y no nos rebajemos a los comentarios personales. Es de una gran vulgaridad.
Dijo aquello como para dar por zanjado el asunto.
Arthur contuvo la respiración, pero fue Agnes quien respondió. Miró a Mariah fijamente a los ojos.
– ¿Maude estaba enferma? ¿Sabía que iba a morir y ese fue el motivo de que por fin regresara a casa? ¿Para hacer las paces?
– No -respondió Mariah con autoridad-. Como ya les he dicho, ya nada la retenía en Persia y no estaba segura allí.
– Tenía enemigos, sin duda -observó Bedelía-. Usted no ha comentado que ese hombre estuviera casado con otra, pero, conociendo a Maude, no me cabe ninguna duda.
– ¡Oh, Bedelia, deberías perdonarla! -suplicó Agnes-. ¡Aquello fue hace cuarenta años! Ahora Maude ya no está. ¡Y es Navidad!
– ¡No seas tan débil! -la acusó Bedelia-. El mal no se convierte de repente en bien porque sea Navidad.
Agnes se sonrojó hasta adquirir un tono escarlata.
– Claro que no -coincidió Mariah con vehemencia-. Algunas deudas deben ser perdonadas, pero otras deben pagarse, de un modo u otro.
– Su opinión no me importa, señora Ellison -dijo Bedelia con frialdad.
– No hay motivo para que le importe. -Mariah volvió a estar de acuerdo con ella-. Pero las opiniones de su familia sí le importan. Al final es lo único que tiene. Eso y lo que usted sabe, claro. Tal vez por eso Maude era feliz, en el sentido más profundo de la palabra. Sabía que la amaban, y no le importaba el precio; había hecho lo correcto.
– ¡No tengo ni idea de qué está usted hablando!
– Sí la tiene. Probablemente es usted la única que sabe de qué estoy hablando. -Nada conseguiría detener a Mariah-. Cuando era joven, e incluso más hermosa de lo que es ahora, señora Harcourt… -Echó un vistazo a Zachary y añadió-: Este hombre se enamoró de usted. Y como muchos jóvenes, no se negaron el placer del amor.
Bedelía resoplaba en lugar de respirar, pero la cara avergonzada de Zachary hacía imposible negarlo.
– Pero entonces apareció el señor Harcourt, y era mejor partido, así que fue usted tras él -prosiguió Mariah de modo implacable-. Y lo pescó, o al menos despertó en él la admiración por su belleza y cierto deseo físico. Ustedes tampoco se negaron nada. A fin de cuentas, tenía toda la intención de casarse con él. Y todo habría salido bien si Maude no hubiera regresado a casa, y el señor Harcourt no se hubiera enamorado de ella.
Los ojos de Bedelia se clavaban en ella como puñales.
Mariah hizo caso omiso, pero el corazón casi se le atragantaba. Si se equivocaba, de una manera catastrófica y desquiciada, se quedaría destrozada para siempre. Tenía la boca seca y la voz ronca.
– Usted estaba furiosa con Maude porque ella, entre todas las mujeres de la tierra, le había quitado a su amante, pero lo peor estaba por venir. Usted sabía que estaba esperando un hijo. Del señor Sullivan, claro, pero para el caso, podía haber sido del señor Harcourt. Eso le daba el arma perfecta para recuperarlo todo. Se lo dijo. Como, a pesar de su falta de autocontrol, era un hombre de honor, rompió sus relaciones con Maude, a la que amaba de verdad igual que ella lo amaba a él, y se casó con usted. Pagó un alto precio por ser indulgente consigo mismo. Y también su hermana, que prefirió evitarle a usted el deshonor.
Hubo exclamaciones, tintineo de cubiertos e incluso se rompió el pie de una copa.
– Eso es lo que usted no puede perdonar: haber sido injusta con ella -prosiguió de manera implacable-. Y Maude sacrificó su felicidad por la de usted, y quizá por el honor del señor Harcourt. Aunque creo que en realidad fue por el del señor Sullivan.
Arthur miró a Bedelía con una mirada atónita y terrible en los ojos.
– ¿Randolph no es mi hijo, y tú lo sabes? -preguntó con calma.
– ¿Está… está usted segura? -preguntó Agnes. Luego miró con atención a Bedelía, y no volvió a preguntárselo.
– ¿Qué significa eso de que no puedes perdonar? -preguntó Arthur a Bedelía.
– ¡No tengo ni idea! -respondió Bedelia-. Es una vieja fisgona y entrometida que escucha detrás de las puertas e intercambia medias verdades y chismorreos con otras viejas que deberían ser más juiciosas, y parece ser que escuchó también los delirios románticos de juventud de Maude.
– No era un delirio -dijo Arthur con mucha calma-. Yo amaba a Maude como nunca he amado a nadie en mi vida, antes o después. Pero no me casé con ella porque me dijiste que estabas embarazada de mí. No te culpo por eso… fue culpa mía tanto como tuya. Ni puedo culpar a Zachary. No es peor que yo y, por el amor de Dios, eras tan hermosa… Pero Maude era alegre y buena. Era valiente, cariñosa, sincera, y era generosa con la vida, con su propio espíritu. Su belleza habría durado eternamente y se habría acrecentado con el tiempo en lugar de apagarse. Lo supe entonces y me convencí de que tenía razón cuando ella volvió, aunque hubieran pasado cuarenta años, que fueron toda una vida mientras estuvo fuera, pero se convirtieron en nada cuando regresó.
– ¡Oh, Arthur! -resopló Agnes-. ¡Debe de haber sido terrible para ti!
Zachary la miraba con asombro, como si no la reconociese.
– Encontré el resto del pipermín -dijo Mariah rompiendo el silencio.
– ¿Qué? -Arthur frunció el ceño.
Mariah vaciló un instante. ¿Tenía que contarlo o aquello ya era suficiente? ¿Pero duraría? No tendría otra oportunidad. Se volvió hacia Bedelia y vio la ira en sus ojos.
– Cuando dio las nueces de macadamia a Maude, le dijo que eran muy indigestas para algunos de nosotros y que le quedaba un poco de pipermín, solo el resto de una botella, suficiente para una dosis. Pero en realidad le quedaba mucho. Hay en mi habitación, y también en las demás habitaciones de invitados. Es un bonito gesto de cortesía, sobre todo en las fiestas de Navidad, cuando todos comemos demasiado.
– ¿Qué tiene eso que ver? -exigió saber Clara-. ¿Por qué ha mencionado el pipermín? ¿Está usted loca de remate?
– ¡Ojalá lo estuviera! -respondió Mariah-. Sería una explicación menos horrible que la verdad. Yo no puedo comer nueces de macadamia; me sientan mal.
Zachary la miraba como si no pudiera dar crédito a lo que oía.
Agnes parecía consternada.
– Pero el pipermín favorece la digestión -prosiguió Mariah-. A menos, claro está, que se le añada unas hojas de dedalera. En ese caso resulta mortal. Muchos de los que hemos preparado alguna vez un ramo de flores lo sabemos. Se debe tener cuidado con algunas: la lluvia de oro, el acónito, la belladona y, por supuesto, la digitalis. Las flores son hermosas, pero su jugo destilado puede provocar un fallo cardíaco. En medicina se usa para ralentizar el corazón, pero solo en pequeñas dosis, claro.
– ¡Es perverso hacer semejante insinuación! -Clara estaba horrorizada-. ¿Cómo… cómo se atreve?
Randolph le dio unos cariñosos golpecitos.
– No temas nada, querida. No puede demostrarlo. -Tragó saliva-. ¿O sí?
Mariah le miró y se percató de que era una pregunta.
– No lo sé -respondió-. No pensaba intentarlo, aunque no me costaría demasiado. No creo que eso importe. Lo que importa es conocer la verdad. Te da la libertad de elegir, al distinguir el bien del mal.
Se volvió hacia Arthur y esperó a que dijera algo. Pero él no la miraba; no le quitaba ojo a Bedelia, y en su rostro leía el miedo y el odio que la traicionaba. Dijera lo que dijese, sabía que ella lo había hecho.
Randolph miraba a su madre con una expresión de horror y compasión, y también con una repulsión que no podía disimular. Entonces se volvió rápidamente hacia Zachary, nuevamente avergonzado. Zachary lo miraba maravillado y con una intensidad que se traslucía en los ojos.
Arthur suspiró. Habló a Mariah como si Bedelía hubiera dejado de existir.
– Usted habló de un jardín en Persia que Maude le describió como si le encantara. ¿Tiene usted idea de dónde estaba exactamente?
– No, pero creo que la señora Dowson lo sabe -respondió Mariah-. Maude le escribía con bastante regularidad. Imagino que se alegrará de contárselo.
– Bien. Me gustaría mucho verlo, sabiendo que ella lo amaba tanto. Usted también lo ha descrito de un modo maravilloso, señora Ellison, y por eso siempre le estaré agradecido. Nos ha revelado usted una terrible verdad, pero por muy profunda que sea, es una herida limpia y se curará con el tiempo.
– Tú… tú no puedes irte a Persia ahora, papá… quiero decir… -Randolph tartamudeó y se quedó callado.
Arthur le sonrió con ternura y con mucho cariño.