Mi sufrimiento me dejó triste y abatido.
El estudio académico y la práctica constante y reflexiva de la religión me devolvieron la vida. Todavía mantengo lo que alguna gente consideraría mis extrañas prácticas religiosas. Después de un año de educación secundaria, fui a la Universidad de Toronto y obtuve una doble licenciatura. Me especialicé en religión y zoología. En el cuarto curso, hice la tesis de religión sobre ciertos aspectos de la teoría de la cosmogonía de Isaac Luria, el gran cabalista de Safed que vivió en el siglo XVI. La tesis de zoología consistió en un análisis funcional de la glándula tiroidea del perezoso de tres dedos. Elegí el perezoso porque su comportamiento tranquilo, silencioso e introspectivo me ayudó a aliviar mi ser destrozado.
Hay perezosos de dos dedos y hay perezosos de tres dedos. Esto se determina a partir de las patas delanteras del animal, dado que todos los perezosos tienen tres garras en las patas traseras. Tuve la gran suerte de pasar un verano estudiando el perezoso de tres dedos in situ en las selvas ecuatoriales de Brasil. Es un animal sumamente fascinante. Su única costumbre verdadera es la indolencia. Duerme o descansa un promedio de veinte horas al día. Nuestro equipo comprobó los hábitos de sueño de cinco perezosos de tres dedos salvajes, colocándoles en la cabeza, por la noche cuando ya se habían dormido, unos platos de plástico rojo chillón llenos de agua. Los encontramos en la misma posición a última hora de la mañana siguiente con los platos rebosantes de insectos. Con la puesta del sol, el perezoso se vuelve más activo, aunque hay que entender «activo» en el sentido más relajado de la palabra. Recorre la rama de un árbol en su posición característica de estar al revés a una velocidad de aproximadamente cuatrocientos metros por hora. En el suelo, cuando está motivado, se arrastra hasta el árbol más cercano a unos doscientos cincuenta metros por hora, es decir, cuatrocientas cuarenta veces más despacio que un guepardo motivado. Cuando no está motivado, se desplaza a unos cuatro o cinco metros por hora.
El perezoso de tres dedos no está bien informado sobre el mundo exterior. En una escala del 2 al 10, en la que el 2 representa una torpeza insólita y el 10, una agudeza extremada, Beebe (1926) otorgó un 2 a los sentidos del gusto, el tacto, la vista y el oído de los perezosos. El sentido del olfato se ganó un 3. Si te topas con un perezoso en su hábitat natural, normalmente podrás despertarlo con dos o tres codazos. Luego mirará medio dormido en todas las direcciones menos la tuya. Se desconoce por qué mira a su alrededor ya que el perezoso lo ve todo borroso. En cuanto al sentido del oído, no es que el perezoso sea sordo, sino indiferente ante los sonidos. Beebe descubrió que los disparos de una pistola al lado de un perezoso que duerme o come provocan poca reacción. Y tampoco hay que sobreestimar el sentido ligeramente más agudo del olfato. Según parece, son capaces de oler y evitar las ramas podridas, pero Bullock (1968) comprobó que los perezosos se caen «a menudo» al suelo agarrados a ramas podridas.
Y cómo sobrevive, te preguntarás.
Pues precisamente porque es tan lento. La somnolencia y la pereza lo mantienen alejado del peligro, de la atención de los jaguares, de los ocelotes, de las arpías mayores y de las anacondas. El pelo de los perezosos alberga un alga que pasa de un color marrón durante la estación seca a un color verde durante la lluviosa, de modo que el animal armoniza con el musgo y el follaje que le rodea y parece un nido de hormigas blancas o de ardillas, o sencillamente algo que podría ser parte de un árbol.
El perezoso de tres dedos lleva una vida tranquila y vegetariana en perfecta armonía con su entorno. «Siempre lleva una sonrisa bondadosa en los labios», dijo Tirler (1966). Yo he visto esa sonrisa con mis propios ojos. No soy partidario de proyectar características y emociones humanas en los animales, pero en muchas ocasiones durante mi estancia en Brasil, miré hacia arriba a los perezosos en reposo y me sentí como si estuviera en presencia de unos yoguis colgados cabeza abajo y sumidos en la meditación, o de unos ermitaños abstraídos en sus oraciones, seres sabios cuyas vidas intensas e imaginativas estaban fuera del alcance de mis investigaciones científicas.
A veces mis carreras me confundían. Algunos de mis compañeros de religión (agnósticos desorientados, incapaces de ver la luz, esclavos de la razón, esa pirita de hierro para los listos) me recordaban al perezoso de tres dedos mientras que éste, un ejemplo tan bello del milagro de la vida, me recordaba a Dios.
Nunca tuve problemas con mis compañeros científicos. Los científicos son gente simpática, atea, trabajadora, amante de la cerveza, que sólo piensa en el sexo, el ajedrez y el béisbol, cuando no está pensando en la ciencia.
Fui muy buen estudiante, modestia aparte. Fui el primero en Saint Michael's College durante cuatro años consecutivos. Obtuve todos los premios posibles del Departamento de Zoología. Y si no obtuve ninguno del Departamento de Religión, es sencillamente porque no existen premios para estudiantes en este departamento (ya se sabe, las recompensas de estudiar religión no están en manos de los mortales). Hubiese recibido la Medalla Académica del Gobernador, el premio más distinguido para los estudiantes de la Universidad de Toronto, que ha caído en manos de no pocos canadienses ilustres, si no fuera por un chico de tez rosácea, devorador de ternera, con el cuello como el tronco de un árbol y un temperamento de una jovialidad insoportable.
Todavía me hiere un poco aquel acto de desprecio. Cuando has sufrido mucho en la vida, cada dolor adicional es tan intolerable como insignificante. Mi vida es como un cuadro memento mori del arte europeo: siempre aparece una calavera sonriente a mi lado para que nunca me olvide de la locura de la ambición humana. Yo me burlo de la calavera. La miro y le digo: «Te has equivocado de hombre. Tú quizás no creas en la vida, pero yo no creo en la muerte. ¡Aire!». La calavera se ríe y se me acerca todavía más, pero tampoco me sorprende. La razón por la que la muerte se aferra tanto a la vida no tiene nada que ver con una necesidad biológica; lo hace por envidia pura. La vida es tan bella que la muerte se ha enamorado de ella, un amor celoso y posesivo que agarra todo cuanto puede. Pero la vida salta por encima de la muerte con facilidad y en el fondo, lo poco que pierde carece de importancia-como el cuerpo, por ejemplo- y la melancolía no es más que la sombra de una nube pasajera. El chico de tez rosácea también obtuvo luz verde del comité de becas de Rhodes. Lo adoro y espero que su temporada en Oxford fuera una experiencia rica. Si Lakshmi, la diosa de la riqueza, me favorece pródigamente un día, Oxford es la quinta en mi lista de ciudades que quisiera visitar antes de fallecer, después de La Meca, Varanasi, Jerusalén y París.
No tengo nada que decir acerca de mi vida laboral, sólo que una corbata no es más que una soga, y por muy invertida que esté, acabará por colgar a un hombre si se descuida.
Me encanta Canadá. Añoro el calor de la India, la comida, las lagartijas en las paredes de las casas, los musicales del celuloide, las vacas deambulando por las calles, los graznidos de los cuervos, incluso las discusiones sobre los partidos de criquet, pero me encanta Canadá. Es un gran país en el que el frío te quita el tino y que está habitado por gente compasiva, inteligente y con peinados horrorosos. De todos modos, ya no me espera nada en Pondicherry.
Richard Parker nunca me ha dejado del todo. Jamás lo he olvidado. ¿Me atrevería a decir que le echo de menos? Pues sí, lo echo de menos. Me sigue apareciendo en sueños. En realidad, casi siempre son pesadillas, pesadillas moteadas de amor. Así es el enigma del corazón humano. Nunca he comprendido cómo pudo abandonarme de aquella forma tan poco ceremoniosa, sin tan siquiera un adiós, sin siquiera mirar atrás ni una sola vez. Es un dolor que me parte el alma como un hacha.
Los médicos y las enfermeras del hospital en México fueron increíblemente amables conmigo. Y los pacientes también; fueran víctimas de cáncer o de accidentes de coche, una vez se hubieran enterado de mi historia, venían renqueando o en silla de ruedas hasta mi cama, ellos y sus familias, aunque ninguno de ellos supiera ni una palabra de inglés ni yo de español. Me sonreían, me cogían de la mano, me acariciaban la cabeza, dejando obsequios de ropa y comida encima de la cama. Me indujeron a ataques de risa y de llanto incontrolables.
Conseguí ponerme de pie al cabo de un par de días, incluso di dos o tres pasos a pesar de las náuseas, el mareo y la debilidad general. Los análisis de sangre revelaron que estaba anémico, que tenía el nivel de sodio muy alto y el de potasio muy bajo. Mi cuerpo retenía líquidos y las piernas se me hincharon de forma asombrosa. Parecía como si me hubieran injertado unas patas de elefante. La orina me salía de color amarillo oscuro, casi marrón. Después de más o menos una semana, empecé a caminar con normalidad y podía ponerme zapatos sin acordonar. Las heridas se cerraron, aunque todavía tengo cicatrices en la espalda y en los hombros.
La primera vez que abrí un grifo, el ruido, el derroche y la superabundancia del chorro me impresionó tanto que me fallaron las piernas y me desmayé en los brazos de una enfermera.
Más adelante fui a un restaurante indio en Canadá y comí con los dedos. El camarero me miró con desdén y dijo, «¿Qué? Recién salido del barco, ¿verdad?». Palidecí. Mis dedos, que segundos atrás habían sido papilas gustativas para saborear la comida antes de llevármela a la boca, se volvieron sucios ante su mirada. Se paralizaron como criminales sorprendidos infraganti. No me atreví ni a lamerlos. Los limpié en la servilleta como un transgresor. No tuvo ni idea de cuánto me hirieron sus palabras. Me atravesaron la piel como clavos. Cogí el cuchillo y el tenedor. Apenas sabía usar semejantes instrumentos. Me temblaban las manos. La comida había perdido todo su sabor.
Vive en Scarborough. Es un hombre menudo y delgado; no pasa de un metro sesenta y cinco. Pelo negro, ojos oscuros. Tiene canas alrededor de las sienes. Cuarenta años, máximo. Una tez de un agradable color café. Hace un tiempo benigno de otoño, pero se pone un abrigo con la capucha forrada de piel para ir hasta la cafetería. Rostro expresivo. Habla apresuradamente, las manos inquietas. No pierde el tiempo en temas triviales. Va directamente al grano.
Me pusieron nombre de piscina. Es curioso, teniendo en cuenta que a mis padres no les gustaba el agua. Uno de los primeros contactos de negocios de mi padre fue Francis Adirubasamy. Se convirtió en un buen amigo de la familia. Yo lo llamaba Mamaji, ya que mama significa tío en tamul y ji es un sufijo que se utiliza en la India para transmitir respeto y cariño. De joven, años antes de que yo naciera, Mamaji había sido campeón de natación, el campeón de toda India del Sur. Conservó ese aspecto toda su vida. Una vez, mi hermano Ravi me dijo que cuando nació, Mamaji no quiso dejar de respirar agua y que el médico, para salvarle la vida, tuvo que agarrarlo de los pies y darle vueltas y vueltas encima de la cabeza.
– ¡Funcionó!-dijo Ravi, haciendo girar el brazo por encima de la cabeza como un loco-. Escupió toda el agua que tenía en los pulmones y empezó a respirar, pero toda la carne y la sangre se le subió al torso. Por eso tiene el pecho tan grande y las piernas tan delgadas.
Y me lo creí. (Ravi me tomaba el pelo sin piedad. La primera vez que llamó a Mamaji «el señor Pez» delante de mí le dejé una piel de plátano en la cama.) Incluso a los sesenta y tantos años, cuando ya andaba encorvado y una vida entera de gravedad contra-obstétrica había empezado a empujar sus carnes hacia abajo, Mamaji iba cada mañana a nadar treinta largos en la piscina del Aurobindo Ashram.
Intentó enseñar a mis padres a nadar, pero nunca consiguió que se adentraran en el mar más allá de las rodillas haciendo unos movimientos circulares ridículos con los brazos que, cuando intentaban nadar a braza, les hacía parecer como si estuvieran caminando por la selva, abriéndose paso entre los helechos o, cuando lo intentaban a crol, como si estuvieran corriendo cuesta abajo con los brazos girando como aspas de molino para evitar pegarse un porrazo. Ravi mostró la misma falta de entusiasmo.
Así que Mamaji tuvo que esperar a que apareciera yo para dar con un discípulo dispuesto. El día que llegué a la mayoría de edad para nadar que, para el disgusto de mi madre, Mamaji aseguró que era a los siete años, me llevó a la playa, extendió los brazos hacia el mar y dijo:
– Éste es mi regalo para ti.
– Y entonces casi te ahoga-afirmó mi madre.
Le fui fiel a mi gurú acuático. Bajo su vigilancia atenta, me tendía en la arena y batía las piernas y arañaba con las manos, volviendo la cabeza con cada brazada. Debía de parecer un niño en pleno berrinche a cámara lenta. Una vez en el agua, me sujetaba en la superficie mientras yo me esforzaba por nadar. Me resultó mucho más difícil que hacerlo sobre la arena. Pero Mamaji se mostró paciente y me daba ánimos.
Cuando creyó que ya había mejorado lo suficiente, les volvimos la espalda a las risas y a los gritos, a las carreras y al chapoteo, a las olas azules y verdes y a la espuma burbujeante, y nos dirigimos a la rectangularidad apropiada y la formalidad plana (y al precio de la entrada) de la piscina del ashram.
A lo largo de mi infancia íbamos a la piscina cada lunes, miércoles y viernes por la mañana. Se convirtió en un ritual tan regular y preciso como un crol bien ejecutado. Todavía conservo unos recuerdos vividos de aquel anciano digno, de cómo se desnudaba a mi lado, el cuerpo desvelándose con cada prenda delicadamente despojada, de cómo salvaba el decoro en el último instante, volviéndose ligeramente hacia otro lado antes de ponerse aquel magnífico bañador atlético de importación. Se enderezaba y ya estaba listo. Todo aquello tenía una simplicidad épica. Las clases de natación, que luego se convirtieron en práctica de natación, eran extenuantes pero descubrí un profundo placer en hacer las brazadas con una facilidad y rapidez cada vez mayores, una y otra vez, hasta la hipnosis, y comprobar cómo el agua se iba transformando de plomo fundido en luz líquida.
Cada vez que volvía al mar, lo hacía solo, como un placer vedado, hechizado por las olas poderosas que se rompían con tanta fuerza y trataban de sacarme de la humilde marea, lazos suaves que trataban de atrapar su pequeño indio servicial.
Para un cumpleaños de Mamaji, cuando yo debía de tener unos trece años, le regalé dos largos enteros de estilo mariposa creíble. Acabé tan agotado que apenas pude saludarlo.
Aparte de la actividad de nadar, teníamos las charlas. Era la parte que más le gustaba a mi padre. Cuanto más enérgicamente se resistía a nadar, más le atraía. La natación era su tema predilecto para evadirse de sus conversaciones cotidianas en el trabajo sobre cómo llevar un zoológico. Claro que el agua sin hipopótamo era mucho más llevadera que el agua con hipopótamo.
Mamaji estudió en París durante dos años, gracias a la administración colonial. Se lo pasó en grande. Esto ocurrió a principios de los treinta, cuando los franceses estaban tan empeñados en hacer de Pondicherry un territorio galo como los británicos en anglicanizar el resto de la India. No me acuerdo exactamente qué estudió. Algo empresarial, me imagino. Era un gran narrador de cuentos, pero olvídate de la torre Eiffel y del Louvre y de los cafés en los Champs-Elysées; todas sus historias hablaban de piscinas y competiciones de natación. Por ejemplo, de la Piscine Deligny, la piscina más antigua de la ciudad, construida en el año 1796, una especie de barcaza amarrada al Quai d'Orsay y sede de las pruebas de natación en las Olimpiadas de 1900. Pero ninguno de los tiempos fue reconocido por la Federación Internacional de Natación porque la piscina medía seis metros de más. El agua de la piscina procedía directamente del Sena, sin filtrar ni climatizar.
– Siempre estaba fría y sucia-dijo Mamaji-. El agua, habiendo atravesado toda la ciudad, ya llegaba asquerosa. Luego la gente que iba a la piscina se encargaba de convertirla en una auténtica pocilga.
Entonces bajó la voz y nos aseguró con complicidad y con detalles escabrosos que respaldaban sus afirmaciones que la higiene personal de los franceses dejaba mucho que desear.
– Pero la suciedad en la Deligny no era nada. La Bain Royal, otra letrina en el Sena, era aún peor. Al menos en la Deligny tenían el miramiento de sacar los peces muertos.
Sin embargo, una piscina olímpica es una piscina olímpica, tocada por la gloria inmortal. Aunque fuera un pozo séptico, Mamaji siempre hablaba de la Piscine Deligny con una sonrisa tierna.
Las Piscines Cháteau-Landon, Rouvet o du boulevard de la Gare eran bastante mejores. Eran piscinas cubiertas, en tierra firme y abrían todo el año. El agua procedía de la condensación de los motores a vapor de las fábricas de la zona así que estaba más limpia y caliente. No obstante, estas piscinas seguían siendo sitios lúgubres y solían estar de bote en bote.
– Estaban tan llenas de lapos y saliva que creía que nadaba entre medusas-dijo Mamaji, riéndose.
Las Piscines Hébert, Ledru-Rollin y Butte-aux-Cailles eran piscinas iluminadas, modernas y espaciosas cuya agua venía de pozos artesianos. Ponían el listón de excelencia en las piscinas municipales. Había la Piscine des Tourelles, por supuesto, la otra gran piscina olímpica de la ciudad, inaugurada en los segundos Juegos Olímpicos de París de 1924. Y todavía había más, muchas más.
Pero a ojos de Mamaji no existía piscina equiparable al esplendor de la Piscine Molitor. Era la gloria acuática suprema ya no de París, sino del mundo civilizado entero.
– Era una piscina en la que los dioses se hubieran deleitado nadando. Molitor tenía el mejor club de natación de París. Había dos piscinas, una cubierta y otra al aire libre. Las dos parecían pequeños océanos. La piscina cubierta tenía dos calles reservadas para aquellos que quisieran hacer largos. El agua estaba tan limpia y clara que la hubieras podido usar para hacerte el café por la mañana. Alrededor de la piscina, en dos pisos, había unas cabinas blancas y azules de madera para cambiarse. Si mirabas hacia abajo se veía todo y a todos. Los encargados que te marcaban la puerta de la cabina con tiza para indicar que estaba ocupada eran unos ancianos cojos y amables de manera malhumorada. Por muchos gritos y payasadas que tuvieran que soportar, ellos ni se inmutaban. De las duchas salían chorros de agua caliente y relajante. Había una sauna y un gimnasio. La piscina descubierta se convertía en una pista de patinaje sobre hielo en invierno. Había un bar, un restaurante, una terraza y hasta dos pequeñas playas con arena de verdad. Cada azulejo, cada pieza de bronce o madera, todo brillaba. Era… Era-
Era la única piscina que lo dejaba sin palabras. En su memoria seguía haciendo demasiados largos para poderlas enumerar.
Mamaji lo revivía, papá soñaba.
Así es como adquirí mi nombre cuando vine a este mundo, un último y deseado complemento para mi familia, tres años después de Ravi: Piscine Molitor Patel.
Nuestra querida nación apenas había cumplido los siete años de república cuando se hizo más grande gracias a un territorio pequeño. Pondicherry entró en la Unión India el 1 de noviembre de 1954. Un logro civil requería otro. Dispuso de una parte del Jardín Botánico de Pondicherry, libre de alquiler, para una oportunidad comercial emocionante y, voilá! la India se hizo con un zoológico flamante, diseñado y dirigido según los principios más modernos y biológicamente apropiados.
Era un zoológico enorme, se extendía por incontables hectáreas, tan grande que se necesitaba un tren para explorarlo, aunque tengo que decir que se me hizo más pequeño a medida que me fui haciendo mayor, incluso el tren. Ahora es tan pequeño que me cabe en la cabeza. Tienes que imaginarte un lugar caluroso y húmedo, bañado por la luz del sol y colores brillantes. La profusión de las flores es incesante. Crecen en abundancia árboles, arbustos y plantas trepadoras: higueras, flamboyanes, llamas del bosque, algodones de seda roja, jacarandás, mangos y árboles del pan, entre otros muchos cuyos nombres ni siquiera conocerías si no fuera por las etiquetas esmeradas que hay colocadas a sus pies. Hay bancos, en estos bancos verás que hay hombres durmiendo, tumbados, o parejas sentadas, parejas jóvenes que se echan miradas furtivas y que agitan las manos en el aire, rozándose por casualidad. De repente, entre los árboles altos y delgados que hay un poco más adelante, reparas en las dos jirafas que te observan en silencio. No es la última de las sorpresas que te esperan. Tras un instante te sobresalta el arrebato furioso de una tropa de monos, superado sólo por los chillidos estridentes de pájaros extraños. Llegas a un torniquete y sin darte cuenta, pagas una pequeña cantidad de dinero. Sigues caminando. Ves una pared de poca altura. ¿Qué puede haber al otro lado de una pared de tan poca altura? Lo que no puede haber es un foso poco profundo con dos poderosos rinocerontes indios. Y mira por dónde, eso es precisamente lo que encuentras. Y cuando vuelves la cabeza ves que el elefante ya estaba allí, tan grande que ni siquiera advertiste su presencia. Y en el estanque lo que flota en el agua son hipopótamos. Cuanto más miras, más ves. ¡Has llegado a Zootown!
Antes de trasladarnos a Pondicherry, mi padre tenía un gran hotel en Madrás. Su interés perdurable en los animales lo llevó al negocio zoológico. Una transición natural, podrías creer, la de llevar un hotel a llevar un zoológico. Pues no. Por muchos motivos, llevar un zoológico es la pesadilla más temida del hotelero. Imagínate un sitio en el que los huéspedes nunca salen de sus habitaciones; no sólo esperan alojamiento sino pensión completa también; reciben un torrente continuo de invitados, algunos de los cuales son ruidosos y revoltosos. Hay que esperar a que decidan salir al balcón, por decirlo de alguna manera, para poder limpiarles la habitación, y entones hay que esperar a que se cansen de la vista y vuelvan a sus habitaciones para poder limpiarles el balcón; y hay una cantidad interminable de limpieza, ya que los huéspedes son aún menos higiénicos que los alcohólicos. Cada uno de los huéspedes es muy tiquismiquis para la comida, todos se quejan del servicio y nunca, jamás dejan propina. Con toda franqueza, muchos de ellos son maníacos sexuales, es decir, o muy reprimidos y sujetos a explosiones de lascivia desenfrenada o abiertamente depravados. En cualquiera de los dos casos, ofenden con regularidad al empresariado con escándalos flagrantes de incesto y sexo libre. ¿Es ésta la clase de huéspedes que acogerías en tu posada? El zoológico de Pondicherry proporcionó algunas alegrías y muchos sinsabores al señor Santosh Patel, fundador, propietario, director, jefe de una plantilla de cincuenta y tres trabajadores, y mi padre.
Para mí era el paraíso sobre la tierra. Recuerdo la experiencia de haberme criado en un zoológico con gran cariño. Vivía a cuerpo de rey. ¿Qué hijo de maharajá tenía un jardín tan enorme y exuberante como el mío para jugar? ¿Qué palacio tenía semejante colección de animales salvajes? De pequeño, mi despertador era una manada de leones. No teníamos relojes suizos pero podíamos confiar en que los leones se pondrían a rugir a voz en grito entre las cinco y media y las seis de la mañana. El desayuno se veía interrumpido por los gritos y chillidos de los monos aulladores, las minas del Himalaya y las cacatúas moluqueñas. Salía hacia el colegio seguido de la mirada dulce no sólo de mi madre, sino de las nutrias de ojos vivarachos, de los bisontes americanos recios y de los orangutanes que todavía estaban desperezándose y bostezando a aquella hora. Tenía que ir mirando hacia arriba mientras corría por debajo de algunos de los árboles por si los pavos reales me excretaban en la cabeza. Mejor pasar por debajo de los árboles que cobijaban a grandes colonias de murciélagos frugívoros. A esa hora de la mañana, los murciélagos no estaban para asaltos, excepto algún concierto disonante de chillidos y parloteo. A la salida a veces me detenía delante del terrario para mirar las ranas de color verde brillante, o amarillo y azul intenso, o marrón y verde clarito. O quizás me llamaran la atención las aves: los flamencos rosas, los cisnes negros, los casuarios de Salavati; o tal vez algo más pequeño: las tortolitas diamantinas plateadas, los estorninos brillantes de hombros rojos, los inseparables de cuello rojo, las cotorras de cabeza negra, los pericos maoríes montañeses. Muy remota era la probabilidad de que se hubieran levantado y puesto en movimiento los elefantes, las focas, los felinos mayores o los osos, pero los babuinos, los macacos, los monos mangabey, los gibones, los ciervos, los tapires, las llamas, las jirafas y las mangostas sí que eran madrugadores. Cada mañana antes de salir por la puerta principal, siempre me quedaba con una última imagen que era corriente e inolvidable a la vez: una pirámide de tortugas; el morro iridiscente de un mandril; el silencio majestuoso de una jirafa; la boca obesa, abierta y amarilla de un hipopótamo; un guacamayo subiendo una alambrada con el pico y las garras; el aplauso de recibimiento del pico de un picozapato; el semblante senil y lascivo de un camello. Pero tenía que absorber todas estas riquezas rápidamente mientras salía corriendo rumbo a la escuela. Era al salir de clase cuando descubría sin prisas lo que se siente cuando tienes un elefante hurgando amistosamente entre la ropa en busca de un cacahuete, o cuando tienes un orangután registrándote la cabeza con la esperanza de encontrar una garrapata de aperitivo y el suspiro de decepción al darse cuenta de que tu cabeza es una despensa vacía. Ojalá pudiera transmitir la perfección de una foca cuando entra al agua, la de un mono araña cuando salta de una punta a la otra o simplemente la de un león cuando vuelve la cabeza. Pero las palabras zozobran en semejantes mares. Lo mejor es imaginártelo si quieres sentirlo.
En los zoológicos, igual que en la naturaleza, las mejores horas de visita son al amanecer y al atardecer. Es la hora en que los animales se animan. Se despiertan, salen de sus refugios y se acercan sigilosamente a la orilla del agua. Muestran sus vestiduras. Cantan sus canciones. Se vuelven los unos hacia los otros y practican sus ritos. Hay una gran recompensa para el ojo que observa y el oído que escucha. Durante más horas de las que podría contar fui testigo discreto de las expresiones de la vida más afectadas y diversas que honran a nuestro planeta. Es algo tan brillante, estrepitoso, extraño y delicado que puede incluso aturdirte los sentidos.
He oído casi tantas tonterías acerca de los zoológicos como acerca de Dios y la religión. Hay gente bienintencionada pero mal informada que piensa que los animales en libertad son «felices» porque son «libres». Estas personas suelen tener en mente un predador grande y majestuoso, un león o un guepardo (rara vez se exalta la vida de los ñúes o de los osos hormigueros). Se imaginan a un animal salvaje deambulado por la sabana, tomándose paseos digestivos tras comerse una presa que ha aceptado su suerte sin rechistar, haciendo calistenia para mantenerse en forma tras algún exceso. Se imaginan al animal supervisando a sus crías con orgullo y ternura, a la familia entera mirando la puesta del sol desde las ramas de un árbol y suspirando de placer. La vida del animal salvaje es sencilla, noble y trascendental, se imaginan. De repente, aparecen unos hombres malvados para cazarlo y encerrarlo en una jaula. Le trunca la «felicidad». Anhela volver a la «libertad» y hace todo lo posible por escapar. Privado de su «libertad», el animal se vuelve una sombra de lo que era, con el espíritu quebrantado. Al menos es lo que algunos se imaginan.
Pero no es así.
Los animales en libertad llevan una vida de compulsión y necesidad dentro de una jerarquía social implacable en un medio en el que abunda la provisión de miedo y escasea la provisión de comida, en el que hay que defender constantemente el territorio y aguantar los parásitos durante toda la vida. ¿Qué sentido tiene la vida en semejante contexto? Los animales en libertad, a efectos prácticos, no tienen libertad ni en el espacio ni en el tiempo ni en sus relaciones personales. En teoría, es decir, como simple posibilidad física, un animal podría recoger sus cosas y marcharse, desdeñando todas las convenciones sociales y los límites propios de su especie. Pero es menos probable que ocurra un acontecimiento como éste a que un miembro de nuestra propia especie, digamos, un comerciante con todos los vínculos habituales (la familia, los amigos, la sociedad), lo deje todo y se aleje de su vida provisto únicamente del cambio suelto que lleva en los bolsillos y con lo puesto. Si un hombre, el más valiente e inteligente de las criaturas, no se ve capaz de deambular de lugar en lugar, un extraño para todos, sin deber nada a nadie, ¿por qué lo iba a hacer un animal, que tiene un temperamento mucho más conservador? Pues así son los animales: conservadores, incluso reaccionarios. El cambio más insignificante puede disgustarlos. Quieren que las cosas estén justamente como ellos quieren, día tras día, mes tras mes. Las sorpresas les resultan muy desagradables. Es algo que se observa en sus relaciones espaciales. Un animal habita su espacio, sea en un zoológico o en su hábitat natural, del mismo modo que las piezas del ajedrez: de forma significativa. No hay más casualidad, ni «libertad», en el paradero de un lagarto, un oso o un ciervo que en la posición de un caballo en una tabla de ajedrez. Ambas cosas indican un proceder y una función. En su hábitat natural, los animales recorren los mismos caminos por las mismas razones apremiantes, estación tras estación. En un zoológico, si un animal no está en su lugar habitual y en la misma postura a la hora de siempre, algo querrá decir.
Quizá sólo refleje un pequeño cambio en su entorno. Puede ser que se haya sentido amenazado por una manguera enrollada que un cuidador se ha olvidado de guardar; que se haya formado un charco que molesta al animal; la sombra de una escalera abierta. Pero podría querer decir algo más. En el peor de los casos, podría ser aquello que más aterra a un director de zoológico: un síntoma, un presagio de los problemas por venir, un motivo para inspeccionar la boñiga, repreguntar al cuidador, llamar al veterinario. ¡Y todo porque una cigüeña no está en su lugar habitual!
Pero hay un aspecto de la cuestión en el que quisiera detenerme por un momento.
Si entraras en una casa, derribaras la puerta a patadas, echaras a los habitantes a la calle y dijeras: «¡Huid! ¡Ya sois libres! ¡Libres como los pájaros! ¡Huid! ¡Huid!», ¿crees que darían brincos y bailarían de alegría? Pues no. Los pájaros no son libres. La gente que acabas de desahuciar farfullaría con rabia: «¿Con qué derecho nos echas de aquí? Ésta es nuestra casa. La hemos comprado. Llevamos años viviendo aquí. Vamos a llamar a la policía, sinvergüenza».
¿No solemos decir «hogar, dulce hogar»? Sin duda alguna, los animales sienten lo mismo. Los animales son territoriales. Ahí está la clave de sus mentes. Sólo un territorio familiar les permitirá satisfacer los dos imperativos implacables de la naturaleza: eludir a sus enemigos y conseguir agua y comida. Un recinto biológicamente apropiado, sea una jaula, un foso, una isla rodeada de un foso, un corral, un terrario, una pajarera o un acuario, es otro territorio más, peculiar exclusivamente por su tamaño y su proximidad al territorio humano. Y es lógico que el espacio sea mucho más pequeño de lo que sería si el animal estuviera en su hábitat natural. Los territorios naturales no son grandes por cuestión de gusto, sino de necesidad. En un zoológico hacemos por los animales lo que hemos hecho para nosotros mismos en nuestras casas: reunimos en un espacio pequeño lo que la naturaleza ha extendido. Mientras que antes teníamos la cueva aquí, el río allá, las tierras de caza a dos kilómetros más hacia allá, la atalaya al lado, las frutas en otro sitio, y todo infestado de leones, serpientes, hormigas, sanguijuelas y hiedra venenosa, ahora el río nos sale de un grifo al alcance de la mano y podemos lavarnos al lado de donde dormimos, podemos comer donde hemos cocinado, podemos rodearlo todo con una pared protectora y mantenerlo limpio y calentito. Una casa no es más que un territorio comprimido en el que nuestras necesidades básicas se satisfacen de cerca y sin peligro. Un recinto apropiado en un zoológico es el equivalente para un animal (salvo la ausencia notable de una chimenea o algo por el estilo, presente en cada morada humana). Si el animal encuentra en él todo lo que requiere: una atalaya, un lugar para descansar, para comer y beber, para bañarse, para lamerse, etc., y no tiene la necesidad de ir a cazar porque la comida aparece seis días por semana, entonces tomará posesión de su espacio dentro del zoológico del mismo modo en que reivindicaría como propio un espacio nuevo en su hábitat natural, es decir, lo explorará y dejará las huellas características a su especie, como la orina quizá. Una vez ha realizado este ritual de mudanza y el animal se ha instalado, no se sentirá como un inquilino nervioso ni mucho menos como un prisionero, sino más bien como un terrateniente, y se comportará de la misma forma dentro de su recinto que si estuviera en su territorio natural, hasta el punto de defenderlo a brazo partido si se lo invadieran. Un recinto así no es subjetivamente mejor ni peor para un animal que sus condiciones en libertad; mientras satisfaga las necesidades del animal, un territorio, sea natural o construido, sencillamente es, sin juzgar, un hecho, igual que las manchas de un leopardo. Uno podría alegar que si un animal pudiera escoger con inteligencia, optaría por quedarse en el zoológico, dado que la diferencia más importante entre un zoológico y su hábitat natural es la falta de parásitos y enemigos y la abundancia de comida en el primero y su respectiva abundancia y escasez en el segundo. Piénsalo fríamente. ¿Qué preferirías? ¿Alojarte en el Ritz con servicio a las habitaciones gratis y acceso ilimitado a un médico o estar sin techo y sin nadie que se preocupe por ti? Lo que ocurre es que los animales son incapaces de semejantes discernimientos. Dentro de los límites de su naturaleza, se apañan con lo que tienen.
Un buen zoológico es un lugar de coincidencia cuidadosamente elaborada: cuando un animal nos dice «¡quédate fuera!» con orines u otras secreciones, nosotros le decimos «¡quédate dentro!» con las barreras. Bajo estas circunstancias de paz diplomática, los animales están contentos, nosotros podemos relajarnos, y todos podemos dedicarnos a observarnos mutuamente.
Entre el material publicado se encuentran legiones de ejemplos de animales que podrían haberse escapado y que no lo hicieron, o que sí lo hicieron, pero volvieron. Existe el caso de un chimpancé que viendo que no le habían cerrado bien la puerta de la jaula y que estaba abierta de par en par, se angustió tanto que se puso a gritar y a dar portazos una y otra vez con un estrépito ensordecedor hasta que el cuidador, advertido por un visitante, fue corriendo a solucionar el problema. Una manada de corzos en un zoológico europeo salió de su corral aprovechando que la verja estaba abierta. Asustados por los visitantes, los corzos huyeron, yendo a parar a un bosque cercano, que ya tenía su propia manada de corzos en la que podrían haberse incorporado. Sin embargo, los corzos del zoológico volvieron rápidamente a su corral. En otro zoológico, un obrero que iba hacia la obra a primera hora de la mañana con unas tablas de madera vio horrorizado cómo un oso salía de la niebla y venía hacia él con aire resuelto. El hombre dejó caer todas las tablas al suelo y puso pies en polvorosa. Los empleados del zoológico salieron a buscar el oso fugitivo de inmediato. Lo encontraron de vuelta en su recinto. Había bajado por donde había subido, por un árbol que se había caído. Se pensó que el ruido de las tablas al caerse al suelo lo había asustado.
Pero no quiero insistir más en el tema. No pretendo defender a los zoológicos. Como si los cierran todos (esperemos que lo que queda de fauna pueda sobrevivir en el mundo natural que todavía no ha sido destrozado). Soy consciente de que los zoológicos ya no están bien vistos. La religión tiene que hacer frente al mismo problema. Los dos están plagados de ciertas ilusiones referentes a la libertad.
El zoológico de Pondicherry ya no existe. Han llenado los fosos y han derribado las jaulas. Ahora lo exploro en el único sitio que conservo para hacerlo: mi memoria.
Con mi nombre no se acaba la historia sobre mi nombre. Si te llamas Paco, nadie te pregunta «¿cómo se escribe?». Si te llamas Piscine Molitor Patel, eso ya es otro cantar.
Algunos creían que me llama P. Singh y que era sikh, y no entendían por qué no llevaba turbante.
Mientras estudiaba en la universidad, fui una vez a Montreal con unos amigos. Una noche me tocó pedir pizzas. La mera idea de tener que aguantar que otro francófono se mofara de mi nombre me abrumaba tanto que cuando el hombre al otro lado del teléfono me dijo: «¿Me dice su nombre?», yo le respondí: «Apunte lo que quiera». Media hora después llegaron dos pizzas a nombre de «Roque Piera».
Es cierto que en la vida conocemos a personas que pueden cambiarnos, a veces de forma tan profunda que nunca volvemos a ser los mismos, ni siquiera en nombre. Piensa en Simón, que se llama Pedro; en Mateo, alias Leví; en Natanael, también llamado Bartolomé; en Judas, no Iscariote, que se hizo llamar Tadeo; en Simeón que adoptó el nombre de Níger; en Saulo que se convirtió en Pablo.
Me encontré con mi soldado romano a los doce años, una mañana en el patio. Acababa de llegar a la escuela. Me vio y un ramalazo de inspiración maléfica iluminó su mente obtusa. Levantó el brazo, me señaló y gritó:
– ¡Mirad! ¡Ya ha llegado Pissing Patel!
En cosa de un segundo, todo el mundo se echó a reír. Las risas se disiparon mientras fuimos desfilando hacia el aula. Entré el último, luciendo mi corona de espinas.
Que los niños sean crueles no es ninguna novedad. Las palabras me llegaban flotando desde el otro lado del patio, sin querer, gratuitas: «¿Has visto a Pissing? Yo también lo estoy». O: «¡Pissing! Ay, perdona. Te he visto tan arrimado a la pared que creí que eras él».
O algo por el estilo. Si lograba no estremecerme, seguía con lo que estaba haciendo, como si no me hubiera enterado. Aunque el sonido desaparecía, el dolor persistía, igual que el olor a meado, incluso horas después de haberse evaporado.
Los profesores también tenían sus lapsus. Era el calor. A medida que pasaban las horas, la clase de geografía, que por la mañana había sido compacta como un oasis, se nos hacía más interminable que el desierto Thar; la clase de historia, tan viva a primera hora del día, se volvía reseca y polvorienta; la clase de matemáticas, tan precisa al principio, se volvía confusa. Debido a la fatiga de la tarde, mientras se secaban la frente y la nuca con un pañuelo, sin intención ni de ofenderme ni de ganarse una risa, hasta los profesores se olvidaban de la promesa fresca y acuática de mi nombre y lo distorsionaban de forma vergonzosa. A través de unas modulaciones casi imperceptibles siempre me llegaba el desliz. Era como si sus lenguas se convirtieran en aurigas arrastrados por caballos salvajes. La primera sílaba les salía sin problemas, Pi, pero al final el calor acababa venciendo y perdían el control de sus corceles que echaban espuma por la boca y se veían incapaces de remontar la segunda sílaba, siin. Ah no, lo que hacían era zambullirse con tesón, pronunciando un perfecto sing, y en el momento siguiente, todo estaba perdido. Levantaba la mano para responder a una pregunta y la recibían con ese: «A ver, Pissing». Los profesores casi nunca se daban cuenta de lo que acababan de llamarme. Después de unos momentos, me miraban cansinamente, sin entender por qué no soltaba la respuesta de una vez. Y a veces mis compañeros, también abatidos por el calor, ni siquiera reaccionaban. Ni una risita, ni una mueca burlona. Pero la afrenta nunca se me escapaba.
Pasé el último curso en el colegio de San José con la misma sensación que Mahoma en La Meca, profeta perseguido, la paz sea con él. Pero igual que él planeó huir a Medina, la Hégira que marcaría el inicio de la era musulmana, yo también planifiqué mi propia huida y el inicio de una nueva era para mí.
Después de San José, fui al Petit Séminaire, la mejor escuela secundaria de habla inglesa en Pondicherry. Ravi llevaba algunos años allí, e igual que todos los hermanos pequeños, me tocó sufrir el intento de seguirle los pasos a un hermano mayor muy popular. Fue el atleta de su generación en el Petit Séminaire, un lanzador temido y un bateador poderoso, el capitán del mejor equipo de criquet de la ciudad, nuestro preciado Kapil Dev. El hecho de que yo supiera nadar no produjo grandes olas, ni mucho menos. Parece ser que la gente que vive al lado del mar no se fía de los nadadores, igual que la gente de montaña no se fía de los alpinistas. Pero mi plan no era vivir eclipsado por nadie, aunque hubiera preferido cualquier nombre antes que «Pissing», aunque fuera «el hermano de Ravi». Tenía una idea mucho más brillante.
La llevé a cabo desde el primer día, desde la primera clase. Estaba rodeado por otros alumnos de San José. La clase empezó como suelen empezar todas las clases nuevas, es decir, con los nombres. Los dijimos en voz alta desde los pupitres, según el orden en que nos habíamos sentado.
– Ganapathy Kumar-dijo Ganapathy Kumar.
– Vipin Nath-dijo Vipin Nath.
– Shamshool Hudha-dijo Shamshool Hudha.
– Peter Dharmaraj-dijo Peter Dharmaraj.
Cada nombre se ganó una cruz en la lista y una mirada breve y mnemotécnica del profesor. Yo tenía los nervios de punta.
– Ajith Giadson-dijo Ajith Giadson, a cuatro pupitres…
– Sampath Saroja-dijo Sampath Saroja, a tres…
– Stanley Kumar
– Stanley Kumar, a dos…
– Sylvester Naveen-dijo Sylvester Naveen, el chico que tenía justo delante.
Me tocaba a mí. Había llegado la hora de deshacerme de Satán. Medina, allá voy.
Me levanté del pupitre y me dirigí rápidamente a la pizarra. Antes de que el profesor pudiera abrir la boca, cogí un trozo de tiza y dije, mientras escribía:
Me llamo Piscine Molitor Patel, conocido por todos como
Subrayé las dos primeras letras de mi nombre de pila.
Pi Patel.
Por si acaso, agregué:
Pi = 3,1416
Luego dibujé un círculo enorme y lo partí con un diámetro, para evocar aquella lección básica de geometría.
Hubo un silencio sepulcral. El profesor tenía los ojos clavados en la pizarra. Yo me estaba aguantando la respiración. Entonces dijo:
– Muy bien, Pi. Siéntate. La próxima vez procura pedir permiso antes de levantarte del pupitre.
– Sí, señor.
Me puso una cruz al lado del nombre y miró al chico siguiente.
– Mansoor Ahamad-dijo Mansoor Ahamad.
Me había salvado.
– Gautham Selvaraj-dijo Gautham Selvaraj.
Podía respirar tranquilo.
– Arun Annaji-dijo Arun Annaji.
Borrón y cuenta nueva.
Repetí el mismo espectáculo con todos los profesores. La repetición es un factor esencial, no sólo para adiestrar a los animales, sino también a los humanos. Entre un chico de nombre corriente y el siguiente, salía disparado a la pizarra y estampaba en ella (en más de una ocasión con un chirrido estrepitoso) los detalles de mi renacimiento. Mis compañeros no tardaron en corear conmigo, un crescendo que acababa en clímax, tras una inhalación brusca mientras subrayaba la nota pertinente, haciendo una interpretación tan conmovedora de mi nuevo nombre que hubiera hecho delicias de cualquier director de coro. Algunos de mis compañeros susurraban con urgencia: «¡Tres! ¡Coma! ¡Catorce! ¡Dieciséis!», mientras yo escribía a toda prisa. Al final partía el círculo con tanto ímpetu que salían volando trocitos de tiza.
Ese mismo día, cada vez que levanté la mano aprovechando cualquier excusa, los profesores me concedieron la palabra con una sola sílaba que me sonaba a música celestial. Los alumnos siguieron su ejemplo. Incluso los diablos de San José. Es más, mi nombre se puso de moda. Sin lugar a dudas, somos una nación de ingenieros que aspiran a ser reconocidos: poco después, un chico llamado Omprakash se apodó Omega, otro que se hizo llamar Épsilon, y hubo una temporada en que teníamos un Gamma, un Lambda y un Delta. Pero yo fui el primero y el más perdurable de los griegos en el Petit Seminaire. Hasta mi hermano, el capitán del equipo de criquet, ese dios regional, le dio su visto bueno. La semana siguiente me llevó a un lado.
– ¿Es verdad lo que dicen por ahí de tu nuevo apodo?
Me quedé callado. Porque fueran cuales fuesen las burlas que me tocara aguantar, me iban a tocar igual. No había forma de sortearlas.
– No sabía que te gustara tanto el color amarillo.
¿El color amarillo? Miré a mi alrededor. Nadie debía oír lo que estaba a punto de decir, y sus lacayos menos que nadie.
– Ravi, ¿a qué te refieres?-susurré.
– A mí me da igual, hermanito. Llámate como quieras, con tal de que no sea «Pissing». «Piña Patel» tampoco está tan mal.
Se alejó lentamente, sonrió y me dijo:
– Tampoco hace falta que te pongas tan colorado.
Pero guardó silencio.
Y de este modo me guarecí en aquella letra griega que parece una choza con techo de chapa de cinc, en aquel número esquivo, irracional a partir del cual los científicos intentan comprender el universo.
Es un cocinero excelente. La casa caldeada siempre huele a algo delicioso. Su estante de especias parece salido de una tienda de boticario. Cada vez que abre la nevera o el armario, veo marcas que ni siquiera reconozco; de hecho, no sé ni en qué idioma están escritas. Estamos en la India. Pero sabe preparar platos occidentales con la misma destreza. Prepara los macarrones más sabrosos y suaves que he probado en mi vida. Y sus tacos vegetarianos serían la envidia de todo México.
Me fijo en otro detalle: todos los armarios están hasta los topes.
Detrás de cada puerta, en cada estante, hay pilas y pilas de latas y paquetes cuidadosamente amontonados. Una reserva de comida que duraría más que el sitio de Leningrado.
Tuve la suerte de tener algunos profesores buenos en mi juventud, hombres y mujeres que se introdujeron en mi pequeña cabeza y encendieron una cerilla. Entre ellos había el señor Satish Kumar, mi profesor de biología en el Petit Séminaire y un comunista militante que abrigaba la esperanza de que algún día Tamil Nadu dejara de elegir a estrellas de cine y siguiera el ejemplo de Kerala. Tenía un aspecto de lo más curioso. Aunque tenía la coronilla calva y puntiaguda, los carrillos le colgaban por debajo de la mandíbula. Sus hombros estrechos cedían el paso a un estómago descomunal que parecía el pie de una montaña, excepto que la montaña se suspendía en el aire, pues acababa bruscamente y le desaparecía horizontalmente dentro del pantalón. Sus piernas parecían dos palos y jamás comprenderé cómo le aguantaban el peso que llevaban encima. El caso es que lo aguantaban, aunque de vez en cuando hacían algún movimiento extraño, como si pudiera doblar las rodillas en cualquier dirección. Tenía una construcción geométrica: como dos triángulos, uno pequeño y uno grande, sostenidos en equilibrio encima de dos líneas paralelas. Pero era orgánico, con bastantes verrugas y de cada oreja le salía una mata de pelo negro. Y era amable. La sonrisa le ocupaba toda la base de su cabeza triangular.
El señor Kumar fue el primer ateo declarado que conocí en mi vida. No me enteré de este hecho en clase, sino en el zoológico. Él solía ir al zoológico con regularidad. Leía los rótulos y los letreros descriptivos detenidamente y veía a todos los animales con buenos ojos. Para él, cada uno era un triunfo de la lógica y de la mecánica, y la naturaleza en su totalidad le parecía una ejemplificación excepcionalmente magnífica de la ciencia. Según él, cuando un animal sentía el impulso de aparearse, decía «Gregor Mendel», recordando el padre de la genética, y cuando le tocaba demostrar lo que valía, decía «Charles Darwin», el padre de la selección natural, y lo que nosotros interpretábamos como un balido, un gruñido, un silbido, un bufido, un rugido, un bramido, un aullido, un chirrido o un gorjeo no era más que un acento extranjero muy marcado. Cuando el señor Kumar iba al zoológico, era para tomarle el pulso al universo y su mente estetoscopio siempre le confirmaba que todo estaba en orden, que todo era orden. Siempre salía del zoológico científicamente refrescado.
La primera vez que vi su forma triangular tambaleándose por el zoológico, me sentí cohibido. Por muy bien que me cayera como profesor, era una figura de autoridad y yo, un mero sujeto. Le tenía un poco de miedo. Lo observé de lejos. Se había parado delante del foso de los rinocerontes. Los dos rinocerontes indios eran uno de los principales atractivos del zoológico debido a las cabras. Los rinocerontes son animales sociales, y cuando llegó Pico, un macho joven y salvaje, empezó a dar muestras de sentirse aislado y se le fue quitando el apetito. Como recurso provisional, mientras buscaba una hembra, mi padre decidió ver si Pico podría acostumbrarse a vivir con cabras. Si funcionaba, salvaría un animal valioso. Si no, sólo le habría costado unas cuantas cabras. Funcionó de maravilla. Pico y las cabras se hicieron amigos inseparables, incluso después de que llegara Cima. Ahora, cuando los rinocerontes se bañaban, las cabras los esperaban a la orilla de su charca enlodada, y cuando las cabras se iban a comer a su rincón, Pico y Cima se quedaban a su lado como guardaespaldas. Este convenio de morada era muy popular entre los que venían al zoológico.
El señor Kumar levantó la vista y me vio. Sonrió y, con una mano todavía apoyada en la barra, me hizo señas con la otra para que me acercara a él.
– Hola, Pi-me dijo.
– Hola, señor. Le agradezco que haya venido al zoológico.
– Vengo a menudo. Podríamos decir que es mi templo. Esto es interesante…-dijo, señalando el foso-. Si nuestros políticos fueran como estas cabras y rinocerontes, este país no tendría tantos problemas. Por desgracia, lo que tenemos es un primer ministro que lleva el mismo blindaje que estos rinocerontes pero que carece de su buen sentido común.
No sabía gran cosa acerca de la política. Papá y mamá se quejaban mucho de la señora Gandhi, pero la verdad es que yo no entendía gran cosa. Ella vivía en la otra punta, al norte del país, y no en el zoológico ni en Pondicherry. Pero me sentí obligado a contestarle.
– La religión nos salvará-dije.
Desde que tenía memoria, siempre había llevado la religión en el corazón.
– ¿La religión?-dijo el señor Kumar, sonriendo de oreja a oreja-. No creo en la religión. La religión equivale a oscuridad.
¿Oscuridad? Estaba confundido. Pensé, la oscuridad no tiene nada que ver con la religión. La religión es luz. ¿Me estaba poniendo a prueba? ¿Me estaba diciendo que la religión equivalía a oscuridad igual que hacía en clase, como cuando decía que los mamíferos ponían huevos, para ver si alguien lo corregía? («No, señor. Sólo los ornitorrincos.»)
– No existen razones para ir más allá de una explicación científica de la realidad ni razones sólidas para creer en cosas que no experimentemos con los sentidos. Un intelecto lúcido, la atención a los detalles y un poco de conocimiento científico conseguirá poner al descubierto la religión por la majadería supersticiosa que es. Dios no existe.
¿Lo dijo? ¿O me vienen a la memoria las frases de ateos posteriores? En cualquier caso, dijo algo por el estilo. Nunca había oído semejantes palabras.
– ¿Por qué tolerar la oscuridad? Todo ya está aquí y está claro si sabemos mirar con la atención debida.
Estaba señalando a Pico. Bueno, aunque sentía una gran admiración por Pico, jamás me había imaginado a un rinoceronte como una bombilla.
Siguió:
– Hay gente que dice que Dios murió durante la División de 1947. Podría haber muerto en 1971 durante la guerra. O quizá muriera aquí mismo en un orfanato de Pondicherry. Eso es lo que algunos dicen, Pi. Cuando yo tenía tu edad, vivía postrado en la cama, víctima de la polio. Cada día me preguntaba: «¿Dónde está Dios? ¿Dónde está Dios? ¿Dónde está Dios?». Y Dios nunca vino. No fue Dios quien me salvó. Fue la medicina. La razón es mi profeta y me dice que igual que un reloj se para, nosotros nos morimos. Se acabó. Y si el reloj no funciona bien, nosotros mismos tenemos que arreglarlo aquí y ahora. Un día nos haremos con los medios de producción y habrá justicia en la Tierra.
Sus palabras me aturdieron. No me asustó el tono, pues hablaba con el mismo cariño y valentía de siempre, pero los detalles me parecieron de lo más funesto. Me quedé callado, pero no por miedo a hacer enojar al señor Kumar. Lo que más temía era que con cuatro palabras me acabara destrozando algo que yo amaba. ¿Y si sus palabras tenían el mismo efecto de la polio sobre mí? ¡Qué enfermedad más terrible la que es capaz de matar a Dios en un hombre!
Se alejó de mí, lidiando con el mar salvaje que era suelo firme.
– No olvides que el martes tienes un examen. Estudia mucho, 3,1416.
– Sí, señor Kumar.
Se convirtió en mi profesor favorito en el Petit Séminaire y el motivo por el que estudié zoología en la Universidad de Toronto. Me sentí identificado con él. Fue el primer indicio de que los ateos son mis hermanos y hermanas de otra fe, y que cada una de sus palabras hablan de la fe. Al igual que yo, dejan que las piernas de la razón les lleven hasta donde puedan, y entonces se lanzan.
Voy a ser franco. Los que me sacan de quicio no son los ateos, sino los agnósticos. La duda es útil durante un tiempo. Todos tenemos que pasar por el jardín de Gethsemaní. Si Cristo dudó, nosotros también debemos. Si Cristo pasó una noche entera de angustia rezando, si gritó desde la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», no cabe duda de que a nosotros también se nos permite dudar. Pero hay que progresar. El hecho de escoger la duda como filosofía de vida es como elegir la inmovilidad como forma de transporte.
Como solemos decir los del gremio, el animal más peligroso de un zoológico es el Hombre. En general, nos referimos al excesivo sentido depredador de nuestra especie que ha convertido al planeta entero en nuestra presa. En concreto, nos referimos a las personas que dan anzuelos a las nutrias, cuchillas a los osos, manzanas llenas de clavos a los elefantes, y otras variaciones de ferretería sobre el mismo tema: bolígrafos, clips, imperdibles, gomas elásticas, peines, cucharitas, herraduras, trozos de vidrio, anillos, broches y otras alhajas (no sólo de bisutería ni de plástico, sino alianzas de oro también), pajitas, cubiertos de plástico, pelotas de ping-pong, pelotas de tenis, entre otros. El obituario de los animales de zoológico que han muerto a causa de comerse algún cuerpo extraño incluiría gorilas, bisontes, cigüeñas, ñandúes, avestruces, focas, leones marinos, felinos mayores, osos, camellos, elefantes, monos y casi todas las variedades de ciervo, rumiante y pájaro cantor. Entre los guardianes de los zoológicos, la muerte de Goliat se hizo famosa. Era un elefante marino macho, una bestia grandiosa y venerable que pesaba dos toneladas, la estrella del zoológico europeo donde vivía y adorado por todos los que iban a visitarlo. Murió de una hemorragia interna después de que alguien le diera una botella de cerveza rota.
Muchas veces esta crueldad es más activa y directa. La bibliografía contiene informes sobre el enorme sufrimiento ocasionado a los animales de zoológico: un picozapato que murió de shock después de que alguien le rompiera el pico con un martillo; un alce americano que perdió la barba y un pedazo de piel del tamaño de un dedo con la ayuda del cuchillo de un visitante (el mismo arce fue envenenado seis meses después); un mono al que le rompieron el brazo cuando iba a coger los cacahuetes que le ofrecían; un ciervo que perdió los cuernos por culpa de una sierra de arco; una cebra a la que apuñalaron con una espada; y otras agresiones llevadas a cabo con bastones, paraguas, horquillas, agujas de tejer, tijeras y otros objetos, a menudo con el propósito de sacarles un ojo o lastimarles los órganos sexuales. También hay aquellos que los envenenan. Luego hay indecencias todavía más extrañas: los onanistas que se satisfacen delante de monos, ponis y pájaros; un fanático religioso que le cortó la cabeza a una serpiente; un demente a quien le dio por orinar en la boca de un uapití.
El zoológico de Pondicherry corrió mejor suerte. Nos libramos de los sádicos que asediaban los zoológicos europeos y americanos. Aun así, nuestro agutí dorado desapareció, robado por alguien que se lo comió. Al menos es lo que presumió mi padre. Algunas de nuestras aves, entre ellas faisanes, pavos reales y guacamayos, perdieron plumas a manos de gente que codiciaba su belleza. Cogimos a un hombre que pretendía entrar en el corral de los ciervos enanos con un cuchillo. Dijo que iba a castigar al malvado Ravana (que, según el Ramayana, tomó la forma de un ciervo cuando secuestró a Sita, la consorte de Rama). Pillamos a otro hombre que quería robar una cobra. Era un encantador cuya serpiente había muerto. Pudimos salvar a los dos: redimimos a la serpiente de una vida de servidumbre y música horrorosa, y al hombre de una posible mordedura letal. De vez en cuando tuvimos que vérnoslas con gente que tiraba piedras a los animales porque estaban demasiado plácidos y querían provocar una reacción. Y tuvimos el caso de una mujer cuyo sari quedó atrapado en la boca de un león. Empezó a dar vueltas como una peonza, optando por un bochorno mortal antes que un final mortal. Lo más curioso es que ni siquiera fue un accidente. Se había inclinado hacia la jaula, metiendo la mano entre las rejas, y había agitado el sari delante de la cara del león. Nunca supimos qué pretendía conseguir. Salió ilesa, pero de repente vino en su ayuda una manada de hombres fascinados. La explicación aturrullada que ofreció a papá fue: «¿Dónde se ha visto un león comerse un sari de algodón? Creí que los leones eran carnívoros». Pero los que más problemas causaban eran los que daban de comer a los animales. Aunque nunca bajamos la guardia, el doctor Atal, el veterinario del zoológico, siempre sabía por el número de animales con trastornos digestivos cuáles habían sido los días más concurridos. Solía llamar «tentempié-itis» a los casos de enteritis o gastritis debidos a un exceso de carbohidratos, sobre todo azúcar. Ojalá sólo les hubieran dado caramelos. La gente cree que los animales pueden comer de todo sin que les perjudique la salud en lo más mínimo. No es así. Uno de nuestros perezosos se puso gravemente enfermo con una enteritis hemorrágica después de que un hombre que creía estar haciendo una buena obra le dio pescado podrido.
En una pared justo al otro lado de la taquilla, mi padre había escrito la siguiente pregunta en grandes letras rojas: ¿SABES CUÁL ES EL ANIMAL MÁS PELIGROSO DEL ZOOLÓGICO? Había una flecha que señalaba una pequeña cortina. Tantas eran las manos curiosas e impacientes que tiraban de ella que cada dos por tres teníamos que cambiarla. Detrás de la cortina había un espejo.
Pero aprendí a mi costa que mi padre creía que había un animal aún más peligroso que nosotros, un animal muy común además, que se encontraba en todos los continentes, en todos los hábitats: la temible especie Animalus anthropomorphicus, el animal visto a través del ojo humano. Todos hemos conocido, quizás tenido, por lo menos uno. Es el típico animal «mono», «simpático», «cariñoso», «leal», «feliz» y «comprensivo». Estos animales esperan emboscados en todas las jugueterías y en todos los zoológicos para niños. Hay una infinidad de cuentos sobre ellos. Son la antítesis de los animales «fieros», «sanguinarios» y «depravados» que encienden la ira de los maníacos que acabo de mencionar, que dan rienda suelta a su rencor con bastones y paraguas. En ambos casos, miramos un animal y vemos un espejo. La obsesión de colocarnos en el centro de todo es la ruina tanto de los teólogos como de los zoólogos.
Dos veces aprendí la lección de que un animal es un animal, distantes de nosotros en esencia y práctica. Una vez me la dio mi padre y la otra, Richard Parker.
Era un domingo por la mañana. Yo estaba jugando sólo tranquilamente cuando mi padre nos llamó.
– Niños, venid aquí.
Algo pasaba. El tono de su voz encendió una pequeña alarma en mi cabeza. Tuve que repasarme rápidamente la conciencia. Estaba limpia. Seguro que Ravi se había metido en otro lío. Me pregunté qué habría hecho esta vez. Fui a la sala. Mi madre también estaba allí. Eso no era normal. La disciplina de los niños, igual que el cuidado de los animales, eran asuntos de los que generalmente se encargaba mi padre. Ravi fue el último en entrar. Se le notaba en su cara de criminal que de algo era culpable.
– Ravi, Piscine, hoy os voy a dar una lección muy importante.
– Por favor, ¿quieres decir que es necesario?-interrumpió mamá.
Tenía el rostro colorado.
Yo tragué saliva. Si mi madre, una mujer tan serena, tan tranquila, estaba preocupada, incluso disgustada, quería decir que nos esperaba una buena bronca. Ravi y yo nos miramos.
– Sí, es muy necesario-dijo papá, enojado-. Un día les podría salvar la vida.
¡Salvarnos la vida! Ahora ya no me sonaba una pequeña alarma en la cabeza, sino campanadas, como las de la iglesia Sagrado Corazón de Jesús, bastante cerca del zoológico.
– ¿Pero Piscine? Si apenas tienen ocho años-insistió mamá.
– Es el que más me preocupa.
– ¡Soy inocente!-salté de repente-. Ha sido Ravi, sea lo que sea. ¡Ha sido él!
– ¿Cómo?-dijo Ravi-. Yo no he hecho nada.
Me echó mal de ojo.
– ¡Chitón!-dijo mi padre, levantando la mano.
Estaba mirando a mi madre.
– Gita, ya sabes cómo es Piscine. Está en la edad en la que los niños fisgan en todo y meten las narices donde no deben.
¿Yo? ¿Fisgón? ¿Un metedor de narices? ¡Yo no, yo no! Defiéndeme, mamá, defiéndeme, le supliqué desde mi corazón. Pero ella se limitó a suspirar y a asentir con la cabeza, indicando que podía proceder con el asunto espantoso.
– Venid conmigo-dijo papá.
Salimos tras él, como dos prisioneros a la horca.
Una vez fuera de la casa, nos dirigimos hacia la entrada del zoológico y nos metimos dentro. Era temprano y el zoológico todavía no estaba abierto al público. Los cuidadores estaban ocupándose de sus cosas. Vi a Sitaram, que supervisaba los orangutanes, mi cuidador favorito. Se detuvo a mirarnos. Pasamos de largo las aves, los osos, los simios, los monos, los ungulados, el terrario, los rinocerontes, los elefantes, las jirafas.
Llegamos a los felinos mayores, nuestros tigres, leones y leopardos. Babu, el cuidador, nos estaba esperando. Bajamos por el camino que llevaba a las jaulas. Babu nos abrió la puerta de la casa de los felinos, que estaba en medio de una isla con foso. Entramos. Se trataba de una inmensa caverna oscura de cemento, de forma circular, caliente y húmeda, que olía a orina de gato. A nuestro alrededor había unas jaulas inmensas, divididas por unos barrotes de hierro gruesos y verdes. Una luz amarillenta se filtraba por las claraboyas. A través de las jaulas, veíamos la vegetación de la isla circundante que resplandecía a pleno sol. Las jaulas estaban vacías, menos una: Mahisha, nuestro tigre de Bengala patriarca, una bestia desgarbada y descomunal de doscientos cincuenta kilos, había sido retenido. En cuanto entramos, vino trotando hasta los barrotes y nos lanzó un gruñido profundo con las orejas aplastadas al cráneo y los ojos clavados en Babu. El ruido fue tan fuerte y feroz que creí que vibraba la casa de felinos entera. Me empezaron a temblar las piernas. Me arrimé a mi madre. Ella también estaba tiritando. Se me antojó que hasta mi padre tuvo que detenerse a recobrar el equilibrio. Babu fue el único que no se inmutó ante el arrebato ni la mirada candente que le traspasaba como un taladro. Tenía una confianza probada en los barrotes de hierro. Mahisha se puso a caminar de un lado a otro de la jaula.
Papá se volvió hacia nosotros.
– ¿Qué animal es éste?-nos bramó por encima de los gruñidos de Mahisha.
– Es un tigre-respondimos Ravi y yo al unísono, señalando con obediencia lo que saltaba a la vista.
– ¿Y los tigres son peligrosos?
– Sí, papá, son peligrosos.
– Los tigres son muy peligrosos-gritó papá-. Quiero que entendáis que nunca, bajo ningún concepto, debéis tocar un tigre, acariciar un tigre, meter las manos por los barrotes, ni siquiera acercaros a los barrotes. ¿Está claro? ¿Ravi?
Ravi asintió enérgicamente con la cabeza.
– ¿Piscine?
Yo asentí aún más enérgicamente.
No me quitó los ojos de encima.
Asentí con tanta fuerza que me extraña que no se me hubiera partido el cuello y se me hubiera caído la cabeza al suelo.
Quisiera decir en defensa propia que por mucho que hubiera antropomorfizado los animales hasta hacerles hablar un inglés perfecto, imaginándome que los faisanes se quejaban con acento británico altivo de que se les había enfriado el té y que los babuinos planeaban la huida del asalto a un banco en el tono monótono y amenazador de los gángsters americanos, la fantasía siempre había sido consciente. Disfrazaba a los animales más salvajes en los trajes más mansos de mi imaginación a propósito. Pero nunca me engañé con respecto a la verdadera naturaleza de mis compañeros de juegos. Mis narices fisgonas tampoco eran tan tontas. No sé de dónde sacó la idea mi padre de que su hijo pequeño se moría de ganas de meterse en una jaula con un carnívoro feroz. Pero procediera de donde procediese tan extraña inquietud, y hay que decir que a mi padre le inquietaba alguna cosa, estaba claramente decidido a deshacerse de ella esa misma mañana.
– Ahora os voy a demostrar lo peligrosos que son los tigres-prosiguió-. Quiero que os acordéis de esta lección el resto de vuestros días.
Se volvió hacia Babu y le hizo un gesto con la cabeza. Babu salió. Los ojos de Mahisha lo siguieron y no los quitó de la puerta por la que había desaparecido. Babu volvió al cabo de unos segundos con una cabra con las patas atadas. Mi madre me agarró por la espalda. Los gruñidos de Mahisha se habían convertido en un rugido que le salía de las profundidades de la garganta.
Babu se dirigió a una jaula que había al lado de la de Mahisha, la abrió con llave, entró y la cerró otra vez con llave. Entre las dos jaulas había una trampilla y más barrotes. Mahisha se acercó rápidamente a los barrotes que dividían las jaulas y comenzó a arañarlos con la pata. Aparte de los rugidos, Mahisha estaba haciendo unos ladridos explosivos y entrecortados. Babu dejó la cabra en el suelo; las ijadas le entraban y salían agitadamente, la lengua le colgaba de la boca y los ojos le daban vueltas en la cabeza. Babu le desató las patas. La cabra se puso de pie. Babu salió de la jaula de la misma forma meticulosa que había entrado. Las jaulas tenían dos niveles. Uno estaba justo delante de nosotros y el otro estaba al fondo de todo, a un metro del suelo, y daba a la isla. La cabra se subió como pudo al segundo nivel. Mahisha, que se había olvidado completamente de Babu, hizo un movimiento paralelo dentro de su jaula, un salto fluido y ágil. Se agazapó y permaneció completamente inmóvil aparte de la cola que meneaba lentamente, el único indicio de tensión.
Babu cogió la palanca de la trampilla que separaba las jaulas y empezó a bajarla. Previendo un festín, Mahisha se quedó callado. En ese instante oí dos cosas: a papá que nos decía «Nunca os olvidéis de esta lección» mientras miraba la escena con la cara adusta; y a la cabra. Seguro que había estado balando desde el primer momento y sencillamente no la habíamos oído.
Sentía la mano de mamá contra mi corazón, que latía con fuerza.
La trampilla se resistió con unos chirridos agudos. Mahisha estaba fuera de sí, como si quisiera romper los barrotes de un salto. Parecía como si dudara entre quedarse donde estaba, justo donde tenía la presa más cerca pero fuera de su alcance, o bajar al nivel inferior, que estaba más lejos, pero por donde podría acceder a la otra jaula a través de la trampilla. Se levantó y se puso a rugir de nuevo.
La cabra empezó a brincar. Saltó a una altura increíble. No tenía ni idea de que una cabra pudiera saltar tanto. Pero al fondo de la jaula había una pared lisa de cemento.
De repente, la trampilla se deslizó con facilidad. De nuevo se hizo el silencio, roto únicamente por los balidos y el clic-clic de las pezuñas de la cabra contra el suelo.
Un rayo de color naranja y negro se deslizó de una jaula a la otra.
Normalmente, los felinos se quedaban sin comer un día por semana, para simular las condiciones en su hábitat natural. Más adelante, supimos que papá había ordenado que Mahisha no comiera en tres días.
Desconozco si vi la sangre antes de volverme hacia los brazos de mi madre o si la embadurné después, en mi memoria, con una brocha enorme. Pero lo oí todo. Y fue suficiente para ponerme los pelos vegetarianos de punta. Mi madre nos sacó a empujones. Nosotros estábamos histéricos. Ella estaba furiosa.
– ¿Cómo has podido, Santosh? ¡Sólo son niños! Van a quedar marcados el resto de sus vidas.
Tenía la voz acalorada y temblorosa. Vi que se le habían llenado los ojos de lágrimas. Me sentí mejor.
– Gita, mi preciosa, pero si lo hago por su bien. ¿Y si Piscine hubiera metido la mano entre los barrotes un día para acariciar ese pelo naranja tan bonito? Mejor una cabra que él, ¿no?
Hablaba en voz baja, casi susurrando. Parecía contrito. Nunca la llamaba «mi preciosa» delante de nosotros.
Nos habíamos pegado a ella. Mi padre se juntó a nosotros. La lección todavía no había acabado, aunque lo que vino después fue más suave.
Papá nos llevó a los leones y leopardos.
– Una vez había un loco en Australia que era cinturón negro en kárate. Quiso demostrar lo que valía frente a los leones. Perdió. Miserablemente. La mañana siguiente los cuidadores sólo encontraron la mitad de su cuerpo.
– Sí, papá.
Los osos bezudos y los perezosos.
– Un arañazo de estas criaturas de peluche y os sacarán las tripas y las esparcirán por el suelo.
– Sí, papá.
Los hipopótamos.
– Con esas bocas blandas y dulces os aplastarán hasta convertiros en una papilla sanguinolenta. En tierra firme, corren más que vosotros.
– Sí, papá.
Las hienas.
– Las mandíbulas más fuertes del reino animal. No os creáis que son cobardes o que sólo se alimentan de carroña. ¡No es verdad! Te empezarán a comer vivo, si hace falta.
– Sí, papá.
Los orangutanes.
– Tienen la fuerza de diez hombres. Os romperán los huesos como si fueran ramitas. Sé que algunos de ellos os hacían compañía y que jugabais con ellos de pequeños. Pero ahora son grandes y salvajes e imprevisibles.
– Sí, papá.
El avestruz.
– Parece tonto y despistado, ¿verdad? Pues escuchadme bien: es uno de los animales más peligrosos del zoológico. Con una patada os romperá la columna, u os aplastará el torso.
– Sí, papá.
Los ciervos enanos.
– Serán todo lo monos que queráis, pero si el macho lo cree conveniente, arremeterá contra vosotros y os clavará esos cuernecitos como si fueran puñales.
– Sí, papá.
El camello de Arabia.
– Con un bocado baboso os arrancará un pedazo de carne.
– Sí, papá.
Los cisnes negros.
– Con los picos os partirán el cráneo. Con las alas os romperán los brazos.
– Sí, papá.
Los pájaros más pequeños.
– Tienen un pico que os cortaría los dedos como si fueran mantequilla.
– Sí, papá.
Los elefantes.
– El animal más peligroso de todos. Matan a más cuidadores y visitantes que cualquier otro animal del zoológico. Un elefante joven os descuartizará y os pisoteará. Eso mismo ocurrió en un zoológico europeo cuando un pobre desgraciado entró en la casa de los elefantes por una ventana. Un animal mayor y con más paciencia os aplastará contra la pared o se sentará encima de vosotros. Hace gracia, pero pensadlo bien.
– Sí, papá.
– Hay animales que no hemos visto. No os creáis que son inofensivos. La vida se defenderá por muy pequeña que sea. Todos los animales son feroces y peligrosos. Igual no os matan, pero os pueden hacer mucho daño. Si os arañan y os muerden, os esperará una infección hinchada y purulenta, una fiebre altísima y diez días en el hospital.
– Sí, papá.
Llegamos a los conejillos de Indias, los únicos animales aparte de Mahisha que fueron privados de comida por orden de mi padre. La noche anterior la habían pasado en ayunas. Mi padre abrió la jaula. Sacó una bolsa de comida del bolsillo y la vació en el suelo.
– ¿Veis estos conejillos de Indias?
– Sí, papá.
Los animalitos temblaban de debilidad mientras mordisqueaban frenéticos los granos de maíz.
– Bueno, pues…-dijo, agachándose para coger uno-. No son peligrosos.
El resto de los conejillos de Indias se desperdigaron al instante.
Mi padre se rió. Me pasó el conejillo, que no paraba de chillar. Quiso acabar la lección con una nota alegre.
El conejillo descansaba tenso en mis brazos. Era uno de los pequeños. Me dirigí a la jaula y lo bajé con cuidado hasta el suelo. Se fue corriendo a su madre y se acurrucó a su lado. El único motivo por el que aquellos conejillos de Indias no eran peligrosos, es decir, que no nos iban a sacar sangre con los dientes y las garras, era porque estaban prácticamente domesticados. Si no, coger un conejillo de Indias salvaje con las manos sería como coger un cuchillo por la hoja.
La lección había terminado. Ravi y yo nos enfurruñamos y le hicimos el vacío a papá durante una semana. Mamá también lo desatendió. Cada vez que pasaba por el foso de los rinocerontes, se me antojaban cabizbajos y apenados por la pérdida de uno de sus queridos compañeros.
Pero ¿qué puedes hacer si quieres a tu padre? La vida sigue y te mantienes lejos de los tigres. Excepto que ahora, habiendo acusado a Ravi de un crimen no especificado que no había cometido, yo estaba poco menos que muerto. En años posteriores, cada vez que tenía ganas de aterrorizarme, me susurraba.
– Ya verás cuando estemos solos. ¡Tú serás la próxima cabra!
Conseguir que los animales se acostumbren a la presencia de seres humanos es el verdadero meollo del arte y la ciencia de dirigir un zoológico. El objetivo clave consiste en reducir la distancia de huida de un animal, es decir, la distancia mínima que un animal pondrá entre sí mismo y el enemigo percibido. A un flamenco en libertad no le importunarás siempre que te mantengas a más de doscientos setenta y cinco metros. A la que cruces esa línea, el ave se pone tensa. Si te acercas todavía más, conseguirás una reacción de huida que no cesará hasta que vuelva a establecerse el límite de doscientos setenta y cinco metros, o hasta que al flamenco le fallen los pulmones y el corazón. Distintos animales tienen diferentes distancias de huida y las calculan de maneras distintas. Los felinos observan, los ciervos escuchan, los osos huelen. Las jirafas permitirán que te mantengas en un radio de hasta veintiocho metros si vas en automóvil, pero echará a correr si estás a menos de ciento treinta y siete metros a pie. Los cangrejos violinista salen disparados cuando te acercas a más de nueve metros, los monos aulladores se agitan en sus ramas cuando estás a dieciocho y los búfalos africanos reaccionan a los setenta.
Nuestras herramientas para disminuir la distancia de huida se basan en los conocimientos que tenemos del animal, la comida y el amparo que les proporcionamos y la protección que les brindamos. Cuando funciona, el resultado es un animal salvaje emocionalmente estable y libre de estrés que, aparte de no huir, goza de buena salud, vive muchos años, come bien, se comporta y lleva una vida social natural y, en el mejor de los casos, se reproduce. No diré que nuestro zoológico estaba a la altura de los de San Diego, Toronto, Berlín o Singapur, pero los guardianes de valía siempre salen adelante. Mi padre tenía un talento innato. Lo que le faltaba de capacitación formal lo compensaba con el don de la intuición y mucho ojo. Tenía una habilidad especial para mirar un animal y saber qué le pasaba por la cabeza. Era atento con las criaturas a su cargo, y ellas, a cambio, se multiplicaron, algunas en exceso.
Aun así, siempre habrá animales que intentan escaparse de los zoológicos. Los animales que viven en recintos inadecuados son el ejemplo más claro. Cada animal tiene sus necesidades particulares de alojamiento y hay que satisfacerlas. Si al recinto le da demasiado el sol, si es demasiado húmedo o demasiado vacío, si tiene la percha demasiado elevada o desprotegida, si el suelo es demasiado arenoso, si hay muy pocas ramas para hacerse un nido, si el abrevadero es demasiado profundo, si no hay suficiente lodo para revolcarse, y tantos otros «sis», el animal no estará tranquilo. No es tanto una cuestión de imitar las condiciones de su hábitat natural como de reproducir la esencia de dichas condiciones. Todo lo que haya en un recinto tiene que estar perfecto, es decir, tiene que estar dentro de los límites de la capacidad del animal para adaptarse. ¡Una maldición sobre los zoológicos malos con recintos malos! Son una deshonra para todos los zoológicos.
Los animales capturados cuando ya han alcanzado su pleno desarrollo son otro ejemplo de los animales propensos a escaparse. A menudo están demasiado acostumbrados a vivir de determinada manera para adaptarse a un nuevo entorno.
Pero incluso los animales criados en zoológicos, animales que nunca han conocido la libertad, que están perfectamente adaptados a sus recintos y que no sienten ninguna tensión en presencia de los humanos tendrán momentos de agitación que los incitarán a intentar escaparse. Todo ser vivo tiene un grado de locura que lo induce a actuar de formas extrañas, a veces inexplicables. Esta locura puede ser su salvación; forma parte de la capacidad de adaptarse. Sin ella, no sobreviviría ninguna especie.
Cualquiera sea su motivo por querer escaparse, loco o cuerdo, los detractores de los zoológicos deberían darse cuenta de que los animales no huyen a otro lugar, sino de algo. Algo dentro de su territorio los ha asustado, tal vez la intrusión de un enemigo, la agresión de un animal dominante, un ruido alarmante, y ha provocado una reacción de huida. El animal huye, o lo intenta. En el zoológico de Toronto, un zoológico excelente por cierto, me sorprendí al leer que los leopardos son capaces de saltar cinco metros y medio hacia arriba. Nuestros leopardos en Pondicherry tenían un muro al fondo del recinto que no llegaba ni a los cinco metros. Conjeturo, pues, que Rosie y Copycat nunca saltaron por encima del muro no por debilidad de constitución, sino sencillamente porque nunca tuvieron motivo para hacerlo. Los animales que se escapan salen de lo conocido para entrar en lo desconocido, y si hay una cosa que un animal detesta por encima de todo, es lo desconocido. Los animales fugitivos suelen esconderse en el primer lugar que les proporciona un sentimiento de seguridad, y son peligrosos sólo para aquellos que se interponen entre ellos y su cobijo escogido.
Considera el caso del leopardo negro hembra que se escapó del zoológico de Zurich durante el invierno de 1933. Llevaba poco tiempo en el zoológico y parecía entenderse con el macho. Pero unas heridas en las patas indicaron que tenían conflictos matrimoniales. Antes de que pudiera tomarse una decisión al respecto, ella salió por un espacio entre las rejas del techo y desapareció en la oscuridad de la noche. La noticia de que un carnívoro salvaje andaba suelto causó gran revuelo entre los ciudadanos de Zurich. Le tendieron trampas y soltaron a los sabuesos. Lo único que consiguieron fue limpiar el cantón de sus pocos perros medio salvajes. Durante diez semanas no encontraron ni rastro del animal. Finalmente, un jornalero la encontró en un granero a cuarenta kilómetros y la mató a tiros. A su lado había restos de corzo. El hecho de que un felino negro tropical lograra sobrevivir más de dos meses de un invierno suizo sin que nadie la viera, sin atacar a nadie, demuestra claramente que los animales que huyen de un zoológico no son criminales fugitivos peligrosos, sino meras criaturas salvajes que pretenden integrarse.
Y como este caso hay muchos. Si cogieras la ciudad de
Tokio, le dieras la vuelta y la sacudieras bien, te asombrarías de la cantidad de animales que se caerían. Habría más de un gato encerrado, te lo aseguro. Boas constrictor, dragones de Comodo, cocodrilos, pirañas, avestruces, lobos, ualabíes, manatíes, puercoespínes, orangutanes, jabalíes… Por mencionar algunos de los animales que se escaparían. Y ellos pensaron que darían con un… ¡Ja! ¡Ja! Es que es de risa, de risa. ¿En qué estarían pensando?
A veces se pone nervioso. No es por lo que yo le diga. Apenas si abro la boca. Es por su propia historia. La memoria es un océano y él se mece en sus olas. Me preocupa que tal vez quiera parar. Sin embargo, él quiere contarme su historia. Continúa hablando. Después de tantos años, Richard Parker lo sigue rondando.
Es un hombre encantador. Cada vez que voy a su casa me prepara un festín vegetariano de platos del sur de la India. Le dije que me gustaba la comida picante. No sé por qué tuve que afirmar semejante idiotez si es mentira. Voy poniendo cucharada tras cucharada de yogur en la comida. No hay nada que hacer. Cada vez me pasa igual: las papilas gustativas se me achicharran y se mueren; el rostro se me pone rojo como una remolacha; mi cabeza se me antoja una casa en llamas y el tracto digestivo empieza a retorcerse y quejarse de dolor como una boa constrictor que se acaba de tragar un cortacésped.
Verás, si te caes al foso de un león, la razón por la que el león te despedazará no es porque tenga hambre. Puedes estar seguro de que los animales en los zoológicos tienen comida en abundancia. Tampoco es porque sea sanguinario. Es sencillamente porque le has invadido el territorio.
Como acotación, eso explica el motivo por el que un domador siempre debe entrar en la pista antes que los leones. Así deja claro que la pista es su territorio y no el de los felinos, un concepto que reafirmará con gritos, latigazos y movimientos firmes. A los leones les impacta. Su desventaja les preocupa mucho. Fíjate en su forma de entrar: siendo los predadores poderosos que son, los «reyes de las bestias», se arrastran con las colas bajas sin apartarse del borde de la pista, que siempre es redonda para que no puedan esconderse. Están en presencia de un macho altamente dominante, un macho superalfa, y tendrán que someterse a sus rituales de dominación. De modo que abren la boca lo más que pueden, se sientan sobre las patas traseras, saltan por aros cubiertos de papel, pasan por tubos estrechos, caminan hacia atrás, se ponen boca arriba. «¡Vaya elemento!», piensan vagamente. «En mi vida he visto un león número uno como él. Pero bueno, sabe llevar la manada, la despensa siempre está llena y, vamos a reconocerlo chicos, sus payasadas nos distraen un poco. Tanto dormir al final cansa un poco. Al menos no nos hace subirnos a una bicicleta como los osos o coger platos que vuelan por los aires como los chimpancés.»
Pero el domador tiene que asegurarse de mantener su rango de superalfa. Lo pagará muy caro si por algún despiste cae a un rango beta. Gran parte del comportamiento hostil y agresivo en los animales no es más que una forma de expresar su inseguridad social. El animal que tienes delante necesita saber el lugar que ocupa, si está por encima o debajo de ti. Su rango social marcará cómo se desenvuelve. El rango determinará con quién puede relacionarse y cómo, dónde y cuándo puede comer, dónde puede descansar, dónde puede beber, etcétera. Hasta que no tiene claro su rango, el animal lleva una vida de anarquía insoportable. Se vuelve nervioso, temperamental y peligroso. Por suerte del domador, las decisiones sobre el rango social entre animales superiores no siempre se toman en base a la fuerza bruta. Hediger (1950) mantiene que «cuando dos animales se encuentran por primera vez, el que es capaz de intimidar al otro se definirá como el socialmente superior de los dos, de modo que una decisión social no siempre dependerá de una pelea; en ocasiones, bastará con un encuentro». Son palabras de un sabio. El señor Hediger fue director de zoológico durante muchos años, primero en el zoológico de Basilea y luego en el de Zurich. Fue un hombre muy versado en el comportamiento animal.
Es una cuestión de materia gris sobre materia muscular. La supremacía del domador es un asunto psicológico. Un ambiente desconocido, la postura erguida del domador, su serenidad, su mirada fija, su audacia y ese extraño gruñido (por ejemplo, el ruido de un latigazo o de un pito) son muchos factores que llenarán la cabeza del animal de dudas y miedo, dejándole claro el lugar que ocupa, que es justo lo que quiere saber. Una vez satisfecho, el Número Dos se echará para atrás y el Número Uno podrá volverse hacia el público y gritar: «¡Vamos a animar esto un poco! Y ahora, damas y caballeros, estas fieras saltarán por aros de fuego…»
Es interesante observar que el león más dispuesto a realizar las gracias del domador es el que ocupa la posición más baja de la manada, el animal omega. Es el que más provecho puede sacar de una relación estrecha con el maestro superalfa. No se limita sólo a los premios extras. Una relación estrecha también querrá decir que el animal estará más protegido de los otros miembros de la manada. Este león, de igual tamaño y ferocidad aparente de cara al público, será la estrella de la función mientras que el domador dejará a los leones beta y gamma, que suelen ser subordinados más gruñones, encima de sus podios coloridos al borde de la pista.
Lo mismo ocurre con otros animales de circo y los animales de zoológico. Los animales socialmente inferiores son los que hacen esfuerzos más grandes y más ingeniosos para conocer a sus cuidadores. Resultan ser los más fieles, los más necesitados de su compañía, los que menos conflictos o problemas les supondrán. Este fenómeno se ha observado en los felinos mayores, los bisontes, los ciervos, las ovejas salvajes, los monos y en muchos más. Es un hecho harto sabido dentro del gremio.
Su casa es un templo. En la entrada hay un cuadro enmarcado del dios Ganesha, el de la cabeza de elefante. Está sentado mirando hacia fuera, sonriente y con la panza redonda y rosada. Tres de sus manos sujetan objetos diversos y la cuarta está extendida a modo de bendición y recibimiento. Es el dios supresor de los obstáculos, el dios de la buena suerte, el dios de la sabiduría, el patrono del aprendizaje. Es de lo más simpático; me hace sonreír. A sus pies se encuentra una rata atenta, su vehículo. Porque cuando el dios Ganesha se desplaza, viaja encima de una rata. En la pared de delante, hay una sencilla cruz de madera.
En la sala, en una mesa al lado del sofá, veo un pequeño cuadro enmarcado de la Virgen María de Guadalupe, vestida con un manto abierto del que cae una cascada de flores. A su lado, una foto de la Kaaba, la piedra negra, el santuario más venerado del Islam, rodeada por un remolino de decenas de miles de fieles. Encima del televisor, hay una estatua de latón de Siva en su calidad de Nataraja, el dios cósmico del baile que controla los movimientos del universo y el paso del tiempo. Baila sobre el demonio de la ignorancia, los cuatro brazos extendidos haciendo un gesto coreografiado, con un pie apoyado sobre la espalda del demonio y el otro suspendido en el aire. En cuanto Nataraja baje este pie, dicen que el tiempo de detendrá.
En la cocina hay una hornacina, empotrada en un armario. Ha cambiado la puerta por un arco calado. El arco oculta parte de la bombilla amarilla que ilumina su pequeño sagrario por las noches. Hay dos cuadros detrás de un pequeño altar: a un lado, otro Ganesha, y en el centro, en un marco más grande, está Krishna, con la piel azul, sonriente y tocando la flauta. Ambos tienen marcas de polvos amarillos y rojos en la parte del vidrio que les tapa la frente. Encima del altar hay un platito de cobre que contiene tres murtis, representaciones, de plata. Él me las identifica con el dedo: Laksmi; Shakti, la diosa madre, en forma de Parvati; y Krishna, esta vez de bebé, gateando y juguetón. Entre las diosas ha colocado una escultura de piedra de la diosa Siva yoni linga, que parece un aguacate cortado por la mitad con una especie de tocón fálico que brota del centro, un símbolo hindú que representa las energías masculinas y femeninas del universo. A un lado del platito hay una pequeña caracola en un pedestal. Al otro, una campanilla de plata. Ha esparcido unos granos de arroz por todo el sagrario, y hay una flor a punto de marchitarse. La mayoría de estos objetos están manchados con salpicaduras de color rojo y amarillo.
En el estante inferior hay varios artículos de devoción: una taza llena de agua; una cuchara de cobre; una lámpara con la mecha enrollada en aceite; unos bastoncillos de incienso, y tazones pequeños llenos de polvos rojos y amarillos, arroz y terrones de azúcar.
En el comedor hay otra Virgen María.
En la planta superior está su despacho. Al lado del ordenador hay un Ganesha de latón sentado con las piernas cruzadas. En la pared ha colgado un crucifijo de Brasil y en una esquina hay una alfombra de oración de color verde. El Cristo es expresivo. Sufre. La alfombra de oración está en un lugar despejado. A su lado, en un atril bajo, hay un libro tapado con una tela. En el centro de la tela hay una sola palabra meticulosamente bordada y escrita en árabe. Está formada por cuatro letras: una alif, dos lams y una ha. La palabra Dios en árabe.
El libro en su mesita de noche es una Biblia.
Todos nacemos católicos, ¿no es así? ¿No nacemos en el limbo, sin religión, hasta que alguien nos presenta a Dios? Tras ese encuentro, el asunto queda zanjado para la mayoría de nosotros. Si hay algún cambio, suele ir a menos y no a más y, según parece, mucha gente acaba perdiendo a Dios por el camino de la vida. A mí no me ocurrió así. En mi caso, ese alguien fue una hermana mayor de mi madre, de mentalidad más tradicional, quien me llevó a un templo cuando todavía era niño. Mi tía Rohini estaba ilusionadísima con conocer a su sobrino recién nacido y decidió hacer partícipe de la ilusión a la Madre Diosa.
– Será su primera salida simbólica-dijo-. ¡Es una samskara!
¡Y tan simbólica! Estábamos en Madurai y yo me hice recién veterano de un viaje en tren de siete horas. ¿Y qué más daba? Partimos en este rito de paso hindú; yo entre los brazos de mi madre, y mi madre propulsada por mi tía. No tengo un recuerdo consciente de esta primera visita a un templo, pero algún olor a incienso, algún juego de luces y sombras, alguna llama, alguna explosión de color, algo del bochorno y el misterio de ese lugar debió de permanecer conmigo. Un germen de exaltación religiosa, del tamaño de una semilla de mostaza, se sembró en mí y se dejó germinar. Ha seguido creciendo desde aquel día.
Soy hindú por los conos rojos esculpidos de polvos kumkum y las cestas de rizomas de cúrcuma amarilla, por las guirnaldas de flores y pedazos de coco, por el tañido de las campanas que anuncian la llegada de Dios, por el gemido tenue del nadaszvaram y el sonido de los tambores, por el golpeteo de pies descalzos contra suelos de piedra en pasillos oscuros rasgados por rayos del sol, por la fragancia del incienso, por las llamas de las lámparas arati que giran en la oscuridad, por las bhajans cantadas con tanta dulzura, por los elefantes que pululan por ahí esperando a que los bendigan, por los murales llenos de color que narran historias llenas de color, por las frentes que llevan, de formas diversas, la misma palabra: fe. Me hice fiel a estas impresiones aun antes de saber qué querían decir ni para qué servían. Es algo que me dicta el corazón. Me siento a gusto en un templo hindú. Soy consciente de la Presencia, no en el sentido personal en el que solemos sentir una presencia, sino algo más grande. Mi corazón todavía me da un vuelco cada vez que veo el murti, a la Divinidad Residente, en el sagrario de un templo. Verdaderamente es como si estuviera en un seno sagrado y cósmico, un lugar en el que todo nace, y donde tengo la dulce fortuna de contemplar su núcleo viviente. Mis manos se juntan de manera instintiva en veneración reverente. Ansío el prasad, esa ofrenda azucarada a Dios que nos es devuelta en forma de premio santificado. Mis palmas necesitan percibir el calor de la llama consagrada cuya bendición llevo a los ojos y la frente.
Pero la religión no se limita al rito y ritual. Existe lo que representa el rito y el ritual. En este caso también soy hindú. El universo tiene sentido a través de mis ojos hindúes. Está el Brahman, el alma del mundo, el bastidor de apoyo en el que se teje, se alabea y se trama el tejido de la existencia, con todos sus elementos decorativos del espacio y el tiempo. Está el Brahman nirguna, sin atributos ni cualidades, que se encuentra más allá de la comprensión, más allá de la descripción, más allá de la aproximación. Nosotros, con nuestras palabras insuficientes, le hacemos un traje nuevo: Uno, Verdad, Unidad, Absoluto, Realidad Suprema, Motivo de Existir, y pretendemos ajustárselas, mas el Brahman nirguna siempre acaba reventando las costuras. Nos quedamos sin habla. Pero también existe el Brahman saguna, con atributos y cualidades, al que el traje se ajusta. Entonces lo llamamos Siva, Krishna, Shakti, Ganesha; podemos aproximarnos a él con cierta comprensión; discernimos ciertos atributos-amor, compasión, miedo- y percibimos el suave impulso de relación. Brahman saguna es el Brahman puesto de manifiesto para nuestros sentidos limitados, el Brahman expresado no sólo en la forma de dioses, sino en la forma de seres humanos, animales, árboles, en un puñado de tierra, pues todo contiene rastros de lo divino. La verdad de la vida es que Brahman no se diferencia del atman, la fuerza espiritual que reside en nosotros, lo que podríamos llamar el alma. El alma individual toca el alma del mundo del mismo modo que un pozo trata de llegar al nivel freático. Aquello que sostiene el universo más allá del pensamiento y el lenguaje, y aquello que está en nuestro núcleo y lucha para expresarse, es lo mismo. El finito dentro del infinito y el infinito dentro del finito. Si me preguntaras qué relación exacta tiene el Brahman y el atman, te diría que es la misma que tiene el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: una relación misteriosa. Pero hay una cosa clara: el atman trata de plasmar al Brahman, de unirse con el Absoluto, y camina por la vida en una peregrinación en la que nace y muere, en la que vuelve a nacer para volver a morir una y otra vez, hasta que consigue despojarse de las capas que lo recluyen aquí abajo. Los caminos hacia la liberación son múltiples, pero la orilla siempre es la misma, la Orilla del Karma, en la que la cuenta de la liberación de cada uno de nosotros incrementa o disminuye según nuestras acciones.
De esto, en resumidas y sagradas cuentas, se trata el Hinduismo y yo he sido hindú toda la vida. Siempre que tengo sus nociones presentes, entiendo mi lugar en el universo.
¡Pero no debemos aferramos! ¡Una maldición sobre los fundamentalistas y los literalistas! Me viene a la cabeza una historia sobre nuestro Dios Krishna cuando era pastor. Cada noche invita a las lecheras a bailar con él en el bosque. Ellas acuden y bailan. La noche es oscura, la hoguera entre ellos brama y crepita, el ritmo de la música se vuelve cada vez más animado, y las chicas bailan sin parar con su dulce Señor, que se ha hecho tan abundante que consigue estar entre los brazos de todas y cada una de ellas. Pero en el momento en que se muestran posesivas, el momento en que cada una se imagina que Krishna es suyo y de nadie más, él desaparece. Por lo tanto, no debemos ser celosos con Dios.
Conozco una señora aquí en Toronto a la que quiero mucho. Fue mi madre adoptiva. Yo la llamo Tiaji y a ella le gusta mucho. Es de Québec. Aunque lleva más de treinta años en Toronto, su mente francófila sigue teniendo deslices a la hora de entender los vocablos ingleses. El caso es que la primera vez que oyó hablar de los Haré Krishnas, no escuchó bien. Lo que entendió fue hairless Christians*, y para ella fueron precisamente eso durante muchos años. Cuando finalmente la corregí, le dije que en realidad no se había alejado tanto de la verdad; que los hindúes, por su capacidad de amar, son cristianos sin pelo, igual que los musulmanes, por su forma de ver a Dios en todo, son hindúes con barba, y los cristianos, por su devoción a Dios, son musulmanes con sombrero.
La primera sensación de maravilla es la que cala más hondo; toda maravilla posterior se amolda a la impresión causada por la primera. Al hinduismo le debo el paisaje original de mi imaginación religiosa; aquellos pueblos y ríos, campos de batalla y bosques, montañas sagradas y mares profundos donde se codean los dioses, los santos, los villanos y la gente normal y, gracias a ello, definen quiénes y por qué somos. La primera vez que oí hablar de la tremenda fuerza cósmica de la bondad fue en mi tierra hindú. Fue la voz del Dios Krishna. Lo oí y lo seguí. Y a través de su sabiduría y amor perfecto, Dios Krishna me condujo hasta un hombre.
A los catorce años, siendo un hindú satisfecho de vacaciones, conocí a Jesucristo.
Pocas fueron las veces que papá se ausentó del zoológico, pero una de ellas fue cuando fuimos a Munnar, que estaba muy cerca, en Kerala. Munnar es una pequeña estación de montaña rodeada de unas de las plantaciones de té más elevadas del mundo. Nos fuimos a principios de mayo, antes de que llegara el monzón. En las llanuras de Tamil Nadu hacía un calor espantoso. Llegamos a Munnar tras un viaje de cinco horas por carreteras sinuosas desde Madurai. El frescor nos resultó muy agradable, como masticar menta. Hicimos las actividades turísticas de rigor: visitamos una fábrica de té Tata; dimos una vuelta por el lago en barco; fuimos a un centro de ganadería; les dimos sal a unos tahres de Nilgiri, una especie de cabra salvaje, en un parque nacional.
(-Tenemos algunos en el zoológico. Deberíais venir a Pondicherry-dijo papá a unos turistas suizos.)
Ravi y yo nos íbamos a pasear por las plantaciones de té cerca de la ciudad. En realidad, era una excusa para mantener ocupado nuestro letargo. Al atardecer papá y mamá se instalaban en la comodidad del salón de nuestro hotel como dos gatos tomando el sol en la ventana. Mi madre leía mientras mi padre charlaba con otros huéspedes.
Hay tres colinas dentro de Munnar. No son comparables a las colinas, o quizás montañas, que rodean la ciudad, pero mientras estábamos desayunando la primera mañana me di cuenta de que destacaban por una razón: en cada una de ellas había una Casa de Dios. En la colina de la derecha, al otro lado del río respecto al hotel, había un templo hindú en lo alto de una de las laderas; la colina del medio, que quedaba más lejos del hotel, tenía una mezquita, mientras que la colina de la izquierda estaba coronada por una iglesia cristiana.
El cuarto día que estuvimos en Munnar, al ponerse el sol, me encontré en la colina de la izquierda. A pesar de que fuera a un colegio nominalmente cristiano, nunca había entrado en una iglesia, y la verdad es que en ese instante tampoco me atrevía. Apenas sabía nada sobre aquella religión. Tenía fama de creer en pocos dioses y mucha violencia, pero eso sí, en buenas escuelas. Di una vuelta a la iglesia. El edificio en sí no revelaba absolutamente nada de lo que contenía en su interior. Las paredes gruesas estaban pintadas de color azul claro y las ventanas eran muy estrechas y a demasiada altura para espiar a través de ellas. Una fortaleza.
Entonces vi la rectoría. La puerta estaba abierta. Me escondí detrás de una pared para contemplar la escena. A la izquierda de la puerta había un tablero pequeño que decía: Párroco y Ayudante del Párroco. Al lado de cada título había un pequeño panel con una placa corredera. Tanto el párroco como el asistente estaban PRESENTES, según decían las letras doradas del tablero, que veía claramente desde mi escondite. Uno de los párrocos estaba trabajando en su despacho de espaldas a la ventana en saliente; el otro estaba sentado en un banco a una mesa redonda en el enorme vestíbulo que al parecer usaban para recibir visitas. Estaba sentado mirando hacia la puerta y las ventanas con un libro en las manos. Me imaginé que sería una Biblia. Leyó un poco, alzó la vista, leyó un poco más, volvió a alzar la vista. Lo hizo de forma pausada, aunque alerta y serena. Después de algunos minutos, cerró el libro y lo dejó sobre la mesa. Cruzó las manos en la mesa y se quedó sentado, con la expresión tranquila, sin mostrar ni expectación ni resignación.
Las paredes del vestíbulo eran blancas y limpias. La mesa era de una madera oscura. El párroco iba vestido de una sotana blanca. Todo me pareció sencillo, ordenado y pulcro. Me invadió una sensación de paz. Pero lo que realmente me llamó la atención, más que el marco en sí, fue la comprensión intuitiva de que él estaba allí, abierto y paciente, por si alguien quisiera hablar con él y, fuera por un problema del alma, un pesar en el corazón o una mancha en la conciencia, él escucharía con amor. Era un hombre cuya profesión consistía en amar y proporcionaría el mejor consuelo y la mejor orientación posible.
Me conmocionó. Lo que estaba presenciando me llegó al corazón y me estremeció.
Se levantó de la mesa. Creí que iba a correr la placa hacia el otro lado pero lo que hizo fue adentrarse en la rectoría, dejando la puerta que daba a la habitación contigua tan abierta como la que daba al exterior. Me fijé en este detalle, en que las dos puertas estaban abiertas de par en par. Era evidente que tanto él como su colega seguían disponibles.
Me alejé y me atreví: entré en la iglesia. Tenía un nudo en el estómago. Tenía terror de que apareciera un cristiano y me gritara: «¿Qué haces aquí? ¿Cómo osas entrar en este lugar sagrado, pecador? ¡Fuera de aquí, ahora mismo!».
No había nadie. Ni casi nada por entender. Avancé y me quedé mirando el sagrario. Vi un cuadro. ¿Era el murtil? Tenía algo que ver con un sacrificio humano. Un dios iracundo al que había que aplacar con sangre. Un grupo de mujeres que miraban aturdidas hacia el cielo y bebés con alitas volando por ahí. Un pájaro carismático. ¿Cuál de ellos era el dios? Al lado del sagrario había una escultura de madera pintada. La víctima era la misma, toda ensangrentada y con moratones pintados en colores vivos. Me fijé en sus rodillas. Estaban llenas de rasguños. Tenía la piel levantada como los pétalos de una flor, dejando al descubierto las rótulas, rojas como un camión de bomberos. Me costó relacionar esta escena de tortura con el párroco en la rectoría.
Al día siguiente, sobre la misma hora, fui yo quien estuvo PRESENTE.
Los católicos son harto conocidos por su severidad, por su dureza a la hora de juzgar. Mi experiencia con el padre Martin fue muy diferente. Se mostró muy atento conmigo. Me sirvió té y galletas en un juego de té que tintineaba y vibraba con sólo tocar las piezas. Me trató como un adulto, y me contó una historia. O mejor dicho, teniendo en cuenta que a los cristianos les encantan las mayúsculas, una Historia.
Y vaya historia. Si me atrajo, fue porque no daba crédito a mis oídos. ¿Cómo? ¿Que la humanidad peca y quien lo paga es el hijo de Dios? Intenté imaginarme a mi padre diciéndome:
– Piscine, ayer un león se coló en el recinto de las llamas y mató a dos de ellas. Ayer otro león acabó con un ciervo negro. La semana pasada otros dos se comieron un camello. La semana anterior les tocó a los tántalos indios y las garzas. ¿Y quién afirma que no fueron ellos los que acabaron con el agutí dorado? Esto no puede seguir así. Hay que tomar medidas. Así que he pensado que la única manera de expiar los pecados de los leones es que te coman a ti.
– Sí papá. Eso sería lo correcto y lo lógico. Espera que acabe de lavarme las manos.
– Aleluya, hijo.
– Aleluya, padre.
Vaya historia más rara. Qué psicología más extraña.
Le pedí que me contara otra historia, una que tuviera más sentido. Esta religión tenía que tener más de una historia; todas las religiones abundan en historias. Mas el padre Martin me hizo comprender que las historias anteriores a ésta, que no eran pocas, formaban un mero prólogo a la era cristiana. Su religión tenía una Historia, a la que volvían una y otra vez sin cansarse. Con ella ya tenían bastante.
Esa noche en el hotel apenas abrí la boca.
Que un dios tenga que enfrentarse a las adversidades, me parecía normal. Los dioses del hinduismo han tenido su buena cuota de ladrones, matones, secuestradores y usurpadores. ¿Qué es el Ramayana sino un día largo y duro para Rama? La adversidad, vale. Los reveses de fortuna, vale. La traición, vale. ¿Pero la humillación? ¿La muerte? De ninguna manera me imaginaba al Dios Krishna accediendo a ser desnudado, azotado, ridiculizado, arrastrado por las calles y encima, crucificado. Y por si fuera poco, a manos de simples mortales. Los dioses hindúes no morían. El Brahman Revelado no era partidario de la muerte. Para eso estaban los demonios y los monstruos, igual que los humanos, de los que morían miles y millones. La materia también desaparecía. Pero una divinidad no podía perecer. Estaba mal. El alma del mundo no puede morir, ni siquiera una parte contenida de ella. Ese dios cristiano hizo mal en dejar que muriera su avatar. Equivale a dejar que se muera parte de sí mismo. Pues si se muere el Hijo, no puede ser un engaño. Si Dios en la cruz es un Dios que finge una tragedia humana, convertiría a la Pasión de Cristo en la Farsa de Cristo. La muerte del hijo tuvo que ser real. El Padre Martin me aseguró que lo fue. Pero por mucha resurrección que haya, un dios muerto siempre lo será. El Hijo jamás logrará quitarse el sabor a muerte de la boca. La Trinidad estará contaminada por ella. Seguro que Dios Padre nunca consiga librarse de cierto hedor que le sube del lado derecho. El horror debe ser real. ¿Por qué iba a someterse Dios a algo así? ¿Por qué no dejar la muerte para los mortales? ¿Por qué tuvo que ensuciar lo que era bello, estropear la perfección?
Por amor. Ésa fue la respuesta del padre Martin.
¿Y el comportamiento de este Hijo? Hay una historia sobre el bebé Krishna, acusado injustamente por sus amigos de haber comido un poco de tierra. Su madre adoptiva, Yashoda, se le acerca haciendo un gesto admonitorio con el dedo.
– No debes comer tierra. Eres un niño malo.
– Pero si no he comido tierra-dice el indiscutible dios de todo, disfrazado en broma de criatura humana asustada.
– ¡Vamos! Abre la boca-le ordena Yashoda.
Krishna obedece. Abre la boca. Yashoda da un grito ahogado. En la boca de Krishna ve el universo entero, completo y eterno, todas las estrellas y los planetas del espacio y la distancia que hay entre ellos, todos los países y océanos de la Tierra y la vida que los habita; ve todos los ayeres y todas las mañanas; ve todas las ideas y todas las emociones, toda la compasión y la esperanza, y las tres hebras de la materia; no falta ni una piedra, ni una vela, ni un animal, ni un pueblo ni una galaxia. Incluso se ve a sí misma y a cada pedazo de tierra en el sitio que le corresponde.
– Mi Señor, ya puede cerrar la boca-dice con reverencia.
Luego hay la historia de Vishnu encarnado de Vamana el enano. Pide al rey demonio Bali que le conceda la tierra que pueda cubrir con tres pasos. Bali se mofa del alfeñique que tiene delante y de su petición patética. Consiente. De repente Vishnu adopta su tamaño cósmico. Con un paso cubre la Tierra, con el segundo el cielo, y con el tercero, le da una patada a Bali que lo envía al infierno.
Ni siquiera Rama se quedaba de brazos cruzados, y él era el más humano de las divinidades, al que tuvieron que recordar su status divino cuando entristeció por su lucha para recuperar a Sita, su esposa, del malvado Ravana, rey de Lanka. Pero jamás se hubiera dejado abatir por una cruz insignificante. A la hora de la verdad, trascendía su forma humana y limitada con una fuerza superior a la de cualquier hombre y con armas que ningún hombre sabría manejar.
Eso es un Dios como dios manda: brillante, poderoso y fuerte. Un Dios capaz de rescatar y salvar y aniquilar el mal.
En cambio, este Hijo que pasa hambre, que pasa sed, que se cansa, que se inquieta, al que interrumpen con comentarios molestos, al que acosan, que tiene que soportar una pandilla de seguidores que no lo entienden y opositores que no lo respetan, ¿qué clase de dios es éste? Pues un dios demasiado humano. De acuerdo, hay algún que otro milagro de naturaleza medicinal, consigue satisfacer unos estómagos vacíos, y en el mejor de los casos atenúa una tormenta y camina durante algunos instantes sobre el agua. Pero si eso es magia, es magia menor, del calibre de los que hacen trucos con las cartas. Cualquier dios hindú lo haría cien veces mejor. Este Hijo es un dios que se ha pasado casi toda la vida contando historias, hablando. Este Hijo es un dios que caminó, un dios peatón, y encima en un lugar cálido, con un paso como el de cualquier humano, con sandalias que apenas le protegían los pies de las rocas que se encontró en el camino. Y las pocas veces que se decidió a derrochar el dinero en un transporte, iba en un burro de lo más corriente. Este Hijo es un dios que sólo tardó tres horas en morir, entre quejas, suspiros y lamentos. ¿Qué clase de dios es éste? ¿Qué es lo que inspira este Hijo?
– El amor-dijo el padre Martin.
¿Cómo puede ser que este Hijo aparezca una sola vez, hace mucho tiempo, en un país remoto, entre una tribu oscura en medio de la nada de Asia occidental, en los confines de un imperio que desapareció hace años? ¿Cómo puede ser que acabaran con Él antes de que le saliera una sola cana en la cabeza? ¿Que no deje ni un solo descendiente, sino un testimonio desperdigado y parcial, meros garabatos en el polvo? Vamos a ver, no estamos ante un Brahman con un enorme ataque de miedo a salir a escena, sino algo bastante más grave. Estamos ante un Brahman egoísta; un Brahman mezquino e injusto; un Brahman que apenas se pone de manifiesto. Si Brahman se empeña en tener un solo hijo, debería hacerse tan abundante como Krishna con las lecheras, ¿no? ¿Qué justificación hay para tanta tacañería?
– El amor-repitió el padre Martin.
Muchas gracias, pero yo me quedo con mi Krishna. Su divinidad me resulta francamente cautivadora. No me interesa un Hijo sudoroso y parlanchín. Todo vuestro.
Así fue como conocí a ese rabino problemático de hace siglos: con incredulidad e irritación.
Estuve tomando té tres días seguidos con el padre Martin. Y con cada tintineo de las tazas con los platitos, y de las cucharas contra el borde de las tazas, yo le hacía preguntas.
La respuesta siempre era la misma.
Me molestaba, este Hijo. Cada día me ardía más la indignación que sentía hacia Él, y más defectos le encontraba.
¡Y es petulante, además! Una mañana en Betania, a Dios le entra hambre; a Dios le apetece desayunar. Se topa con una higuera. Como no es la temporada de higos, el árbol no tiene fruta. Dios está molesto. El Hijo refunfuña: «Que este árbol nunca más dé fruta». Segundos después, la higuera se marchita. Eso dice Mateo, secundado por Marcos.
Y yo me pregunto: ¿la higuera tiene la culpa de que los higos no estuvieran en temporada? ¿A quién se le ocurre castigar así a una pobre higuera, hacer que se marchite al instante?
No podía quitármelo de la cabeza. Sigo sin poder hacerlo. Pasé tres días enteros pensando en Él. Cuanto más me irritaba, más vueltas le daba. Cuanto más sabía acerca de Él, más ganas tenía de tenerlo a mi lado.
El último día, unas horas antes de partir de Munnar, subí corriendo la colina de la izquierda. Ahora se me antoja una escena típicamente cristiana. El cristianismo es una religión con prisas. El mundo, sin ir más lejos, fue creado en siete días. Incluso a escala simbólica, es una creación frenética. Habiendo nacido en una religión en la que la batalla por un alma única se convierte en una carrera de relevos que se extiende a lo largo de muchos siglos, con generaciones innumerables pasándose el testigo, la resolución tan acelerada del cristianismo me mareaba. Si el hinduismo fluye con la misma placidez que el Ganges, el cristianismo trajina como Toronto en hora punta. Es una religión que tiene la misma rapidez que una golondrina, la misma urgencia que una ambulancia. Es de lo más voluble y se expresa en un instante. Puedes redimirte o condenarte en un santiamén. El cristianismo se remonta a tiempos inmemoriales, pero en esencia sólo existe en un tiempo: ahora mismo.
Subí esa colina como un rayo. Aunque aparentemente el padre Martin no estaba PRESENTE (desgraciadamente, el panel estaba tapado), gracias a Dios sí estaba presente.
Sin apenas aliento le dije:
– Padre, quisiera ser cristiano, por favor.
Sonrió.
– Ya lo eres, Piscine, en el corazón. Aquel que se encuentra con Cristo con buena fe ya es cristiano. Aquí en Munnar has conocido a Jesucristo.
Me acarició la cabeza. De hecho, me la golpeó. La mano me hizo BUM BUM BUM en la cabeza.
Creí que iba a estallar de alegría.
– Cuando vuelvas, tomaremos más té, hijo.
– Sí, padre.
Fue una sonrisa bondadosa la que me dedicó. La sonrisa de Cristo.
Entré en la iglesia, ahora sin miedo, ya que se había convertido en mi casa también. Recé a Cristo, que está vivo. Entonces bajé corriendo la colina de la izquierda para subir corriendo la de la derecha, donde di las gracias al Dios Krishna por haberme presentado a Jesús de Nazaret, cuya humanidad tanto me cautivaba.
El Islam no se quedó a la zaga. Entró en mi vida un año después. Debía de tener unos quince años y estaba explorando mi ciudad natal. El barrio musulmán estaba cerca del zoológico. Era una zona pequeña y tranquila, llena de casas con escritura árabe y medias lunas inscritas en las fachadas.
Llegué a la calle Mullah. Me asomé por la puerta de la Jamia Masjid, la Gran Mezquita, procurando quedarme en el exterior, por supuesto. El islamismo tenía fama de ser aún peor que el cristianismo. Tenía menos dioses, mayor violencia y nunca me habían hablado bien de las escuelas musulmanas, así que no tenía ninguna intención de entrar, por muy vacía que estuviera la mezquita. El edificio, limpio y blanco aparte de algunos bordes pintados de color verde, consistía en una construcción abierta que se desplegaba alrededor de una sala central vacía. El suelo estaba cubierto de unas largas alfombras de paja. Al fondo de la sala había dos minaretes finos y estriados que subían hacia el techo y justo detrás, unos cocoteros altísimos. La verdad es que no vi nada claramente religioso ni de gran interés en la mezquita, pero se me antojó un lugar agradable y tranquilo.
Seguí caminando. Un poco más allá de la mezquita había una serie de viviendas adosadas de un piso con porches sombreados. Eran casas humildes, venidas a menos, con paredes de estuco de color verde pálido. Una de las viviendas también era una tienda. Vi un estante lleno de botellas polvorientas de refrescos Thums Up y cuatro tarros de vidrio medio llenos de caramelos. Pero lo que me llamó la atención fue el producto principal: unos objetos planos, redondos y blancos. Me acerqué. Parecían una especie de pan ázimo. Toqué uno de ellos y dio la vuelta, rígido. Era similar al pan indio, pero de tres días. Me pregunté quién se comería algo así. Cogí uno como si fuera un abanico y lo agité un poco a ver si se rompía.
Entonces saltó una voz:
– ¿Quieres probar uno?
Casi me muero del susto. Todos hemos estado en una situación así: hay mucho sol y mucha sombra, manchas y formas de color, estás distraído y no ves lo que tienes delante de las narices.
A menos de un metro y medio, sentado con las piernas cruzadas ante sus panes, había un hombre. Me llevé tal sobresalto que alcé las manos y el pan salió volando, yendo a parar en medio de la calle. Aterrizó sobre una boñiga de vaca recién hecha.
– Lo siento, señor. ¡No lo he visto!-exclamé, a punto de salir corriendo.
– No te preocupes-dijo suavemente-. Ya se lo comerá una vaca. Ten, aquí tienes otro.
Cogió otro pan y lo rompió por la mitad. Lo comimos juntos. Estaba duro y correoso. Costaba de masticar pero llenaba. Me tranquilicé.
– ¿Usted se dedica a hacer este pan?-le pregunté, tratando de ser agradable.
– Sí. Ven, te enseñaré cómo.
Se levantó y me hizo señas de que pasara a su casa.
La vivienda consistía en un tugurio de dos estancias. La más grande, dominada por un horno, era la panificadora y la otra, separada por una cortina delgada, era su dormitorio. El fondo del horno estaba cubierto de guijarros. Justo cuando me estaba explicando cómo se horneaba el pan en los guijarros calientes, nos llegó flotando la llamada nasal del almuédano desde la mezquita. Yo sabía que esa llamada anunciaba la hora de la oración, pero no tenía ni idea de qué suponía. Me imaginé que convocaría a los creyentes musulmanes a la mezquita, igual que las campanas citaban a los cristianos a la iglesia. Mas no fue así. El panadero se interrumpió a mitad de la frase, diciendo:
– Con permiso.
Seguidamente se metió en la habitación de al lado y salió después de un minuto con una alfombra enrollada, que extendió en el suelo de la panificadora, levantando una polvareda de harina. Y allí mismo, delante de mí, en medio de su lugar de trabajo, se puso a rezar. Por muy inapropiado que pareciera, el que se sentía fuera de lugar era yo. Por suerte rezó con los ojos cerrados.
Se enderezó. Murmuró en árabe. Llevó las manos a las orejas, los dedos pulgares tocando los lóbulos como si estuviera aguzando los oídos para captar la respuesta de Alá. Se inclinó hacia delante. Volvió a enderezarse. Cayó de rodillas y llevó las manos y la frente al suelo. Se incorporó. Volvió a inclinarse hacia delante. Se puso de pie. Y repitió el mismo ritual.
Vaya, pensé, si el Islam no es más que una serie de simples ejercicios. Yoga de verano para los beduinos. Asanas sin sudor, el cielo sin esfuerzo físico.
Repitió la serie cuatro veces, sin dejar de musitar. Cuando hubo acabado, tras girar la cabeza de derecha a izquierda y meditar durante unos instantes, abrió los ojos, sonrió, se bajó de la alfombra y la enrolló con un giro de la mano que indicaba un dominio curtido. La devolvió a su lugar en la habitación contigua. Entonces salió y dijo:
– ¿Por dónde íbamos?
Fue la primera vez que vi rezar a un musulmán. Se me antojó rápido, imperativo, físico, murmurado e impactante. La siguiente vez que fui a rezar a la iglesia, de rodillas, quieto, silencioso ante Jesucristo en la Cruz, no me quitaba de la cabeza la imagen de aquella comunión calisténica con Dios que había presenciado en medio de los sacos de harina.
Volví a visitarlo.
– ¿De qué va su religión?-le pregunté.
Se le iluminaron los ojos.
– Del Amado-repuso.
Desafío a cualquiera que comprenda el Islam, a su espíritu, a que no lo ame. Es una religión maravillosa de fraternidad y devoción.
La mezquita era una construcción abierta en todos los aspectos: abierta a Dios y a la brisa. Todos nos quedábamos sentados escuchando al imán hasta la hora de las oraciones. Entonces nos levantábamos, nos colocábamos hombro con hombro en filas y desaparecía la disposición aleatoria de los fieles. Cada espacio que nos quedaba delante se llenaba con alguien de detrás hasta formar una línea sólida, fila tras fila de devotos. Me gustaba tocar el suelo con la frente. De repente notaba un contacto profundamente religioso.
Era sufí, un musulmán místico. Trataba de llegar alfana, a la unión con Dios, y su relación con Él era personal y afectuosa.
– Si das dos pasos hacia Dios-me decía-, ¡Dios vendrá corriendo hacia ti!
Tenía unos rasgos de lo más corrientes. No había nada en su apariencia ni en su forma de vestir que lo hiciera destacar en la memoria. No me extraña que no lo viera la primera vez que nos vimos. Incluso cuando ya nos conocíamos muy bien, tras numerosos encuentros, me costaba reconocerlo. Se llamaba Satish Kumar. Son nombres muy comunes en Tamil Nadu, de modo que la coincidencia no es tan extraordinaria. No obstante, me gustó que mi panadero piadoso, corriente como una sombra y de una salud de hierro, y mi profesor de biología comunista y devoto de la ciencia, aquella montaña que caminaba sobre zancos, tristemente aquejado de polio durante su infancia, compartieran el mismo nombre. El señor y el señor Kumar me inspiraron a estudiar zoología y religión en la Universidad de Toronto. El señor y el señor Kumar fueron los profetas de mi adolescencia india.
Rezábamos juntos, practicábamos el dhikr, la recitación de los noventa y nueve nombres revelados de Dios. Era un hafiz, es decir, un conocedor del Corán, y lo salmodiaba lentamente en voz baja. Nunca llegué a dominar el árabe pero me encantaban sus sonidos. Las erupciones guturales y las vocales largas y fluidas pasaban justo por debajo de mi comprensión como un arroyo precioso. Me quedaba absorto mirando este arroyo durante largos ratos. No era ancho, pues sólo estaba compuesto por la voz de un hombre, pero era tan hondo como el universo.
He descrito la casa del señor Kumar como un tugurio. Sin embargo, no existe mezquita ni iglesia ni templo que se me haya antojado tan sagrado. A veces salía de aquella panadería cargado de gloria. Entonces me subía a la bicicleta y pedaleaba mi gloria por el aire.
En una ocasión salí de la ciudad y a la vuelta, en un punto en el que la tierra se elevaba y veía el mar a la izquierda y toda la carretera por delante, de pronto sentí que estaba en el cielo. En realidad el lugar era exactamente el mismo que el que había pasado hacía algunos minutos, pero había cambiado mi forma de verlo. Esa sensación, una mezcla paradójica de energía palpitante y paz profunda, fue tan intensa como beatífica. Mientras que antes la carretera, el mar, los árboles, el aire y el sol me habían hablado por separado, ahora hablaban un idioma de unidad. Cada árbol tomaba en cuenta la carretera, que estaba consciente del aire, que tenía presente el mar, que compartía sus vivencias con el sol. Todos los elementos vivían una relación armoniosa con sus vecinos, y todos se habían convertido en familiares y amigos. Me arrodillé siendo mortal; me levanté transformado en inmortal. Sentí como si estuviera en el centro de un pequeño círculo que coincidía con el centro de otro círculo mucho más grande. El atman se encontró con Alá.
En otra ocasión, también volví a sentir la presencia de Dios muy de cerca. Ocurrió en Canadá, años después. Había ido a visitar unos amigos que vivían en el campo. Era invierno. Había salido solo a dar un paseo por su enorme terreno. Hacía un día despejado y soleado tras una noche de nevada. Era como si toda la naturaleza a mi alrededor estuviera envuelta en una manta blanca. A la vuelta a la casa, me volví. Había un bosque, y en ese bosque, un claro. La brisa, o tal vez un animal, había sacudido una rama y vi cómo la nieve caía delicadamente al suelo, resplandeciente a la luz del sol. Y entre aquellos polvos dorados que se caían en ese claro luminoso, vi a la Virgen María. Desconozco por qué se presentó ella. Mi devoción por María era secundaria. Pero sé que era ella. Llevaba un vestido blanco y una capa azul que me llamó la atención por la cantidad de dobleces y pliegues que tenía. Cuando digo que la vi, no lo digo en sentido literal, aunque tenía cuerpo y color. Intuí que la estaba viendo, una visión más allá de la visión. Me detuve y entrecerré los ojos. Era bella y sumamente majestuosa. Me sonrió con benevolencia y ternura. Después de unos segundos, me dejó. El corazón me latía del miedo y la dicha.
El Señor tiene junto a Sí la bella recompensa.
Estoy sentado en un café del centro, un poco después, cavilando. Acabo de pasar casi toda la tarde con él. Cada vez que nos encontramos, me doy cuenta del hastío que me produce la satisfacción monótona que caracteriza mi vida. ¿Cuáles fueron aquellas palabras que dijo que tanto me impactaron? Ah sí: «facultad árida y ázima», «la historia preferible». Saco papel y bolígrafo y escribo:
Palabras de conciencia divina: exaltación moral; sensaciones duraderas de elevación, euforia, dicha; una aceleración del sentido moral, que uno estima más importante que la comprensión intelectual de las cosas; la alineación del universo en líneas morales, no intelectuales; el darse cuenta de que el principio fundamental de la existencia es lo que llamamos amor, que a veces no se manifiesta de forma clara, ni limpia, ni inmediata, pero siempre deforma ineluctable.
Me detengo. ¿Y el silencio de Dios? Reflexiono. Añado:
Un intelecto desconcertado, no obstante una sensación confiada de presencia y de ánimo supremo.
Me imagino perfectamente las últimas palabras de un ateo: «¡Blanco, blanco! ¡A-a-amor! ¡Dios mío!», y su salto de fe desde el lecho de muerte. En cambio el agnóstico, si es consecuente con su propio razonamiento, si sigue gobernado por una facultad árida y ázima, quizás intente explicar la luz cálida que lo envuelve diciendo: «Una p-p-posible falta de oxígeno al cerebro» y por lo tanto, carecer de imaginación hasta el final y perderse la historia preferible.
Lamentablemente, el sentimiento de comunidad que despierta la fe común en la gente me supuso muchos problemas. Con el paso del tiempo, mis actividades religiosas no sólo llegaron al conocimiento de aquellos a quienes les daba igual y les hacía gracia, sino también al conocimiento de aquellos a quienes ni les daba igual ni les hacía ni un pelo de gracia.
– ¿Cómo es que vuestro hijo va al templo?-preguntó el cura.
– A vuestro hijo lo han visto persignándose en la iglesia-dijo el imán.
– Vuestro hijo se ha vuelto musulmán-dijo el pandit.
Sí, mis padres desconcertados acabaron enterándose de todo. Verás, ellos no estaban al tanto. No sabían que yo fuera hindú, cristiano y musulmán practicante. Los adolescentes siempre ocultan cosas a sus padres, ¿no? Pero el destino quiso que mis padres y yo y los tres Reyes Magos, como los llamaré a partir de ahora, se encontraran cara a cara en el paseo marítimo de la playa de Goubert Salai y que mi secreto saliera a la luz. Ocurrió la tarde de un domingo precioso. Hacía calor y corría una brisa agradable. El golfo de Bengala destellaba bajo el cielo azul. La gente de Pondicherry había salido a pasear. Los niños gritaban y se reían. El aire estaba lleno de globos de colores. Los helados se vendían a docenas. ¿Por qué tenían que estar pensando en su trabajo precisamente ese día? ¿Por qué no pudieron pasar de largo con un saludo y una sonrisa? Porque no. Íbamos a toparnos no con uno, sino con los tres Reyes Magos, y no uno por uno, sino con los tres a la vez, y cada uno iba a decidir en ese instante que era el momento perfecto para abordar esa eminencia de Pondicherry, el director del zoológico, aquel del hijo devoto ejemplar. Al ver el primero, sonreí; cuando reparé en el tercero, mi sonrisa se había congelado en una mueca de horror. Y cuando me vi cercado por los tres, el corazón me dio un vuelco antes de hundirse del todo.
Los Reyes Magos parecían molestos al ver que los otros dos estaban dirigiéndose hacia las mismas personas. Debieron de imaginarse que los otros dos querían hablar con mi padre de algún asunto que no fuera pastoral y que habían tenido la mala educación de escoger ese preciso momento para abordar el tema. Se intercambiaron miradas de contrariedad.
Mis padres se quedaron perplejos al ver que tenían el paso impedido por tres desconocidos religiosos que sonreían de oreja a oreja. Y es que mi familia lo era todo menos ortodoxa. Mi padre se consideraba parte integrante de la Nueva India, rica, moderna y más laica que el helado. No tenía ni un pelo de religioso. Era un hombre de negocios, o un hombre ocupado, como decía él, un profesional trabajador y con los pies bien puestos sobre la tierra. Le preocupaba más la endogamia entre los leones que cualquier propósito moral o existencial preponderante. Es cierto que llamaba al cura para que viniera a bendecir todos los animales nuevos y que había dos pequeños altares en el zoológico, uno al Dios Ghanesa y otro a Hanuman, los dioses que mejor caerían a un director de zoológico, dado que el primero tenía cabeza de elefante y el segundo era un mono, pero era porque mi padre consideraba que era bueno para el negocio, no para su alma, una cuestión de relaciones públicas más que de salvación personal. La inquietud espiritual le era completamente ajena; lo que le preocupaba eran los asuntos económicos.
– Una epidemia en la colección-decía- y acabaremos en una cadena de presos rompiendo rocas.
Mi madre no se pronunciaba; el tema le aburría y mantenía una posición neutral. Una educación hindú en casa y una educación bautista en el colegio se habían anulado mutuamente en lo que respectaba a la religión, dejándola serenamente impía. Supongo que ella ya se imaginaba que yo no era del mismo parecer, pero nunca me había dicho nada de los tebeos del Ramayana y el Mahabarata, ni de la Biblia ilustrada para niños ni de los otros cuentos sobre dioses que devoraba de niño. Ella también leía mucho y le encantaba verme enfrascado en algún libro, fuera el que fuera, siempre que no fuera cochino. En cuanto a Ravi, si el Dios Krishna hubiera blandido un bate de criquet en lugar de una flauta, si Cristo se hubiera parecido más claramente a un árbitro, si el profeta Mahoma, la paz sea con él, hubiera sabido lanzar una pelota de criquet, quizá hubiera hecho algún pestañeo más religioso, pero como el criquet no les iba, a Ravi le traían sin cuidado.
Después de los «holas» y «buenas tardes» de rigor, hubo un silencio violento. El primero en hablar fue el cura, que dijo con orgullo:
– Piscine es un buen niño cristiano. Espero que no tarde en unirse a nuestro coro.
Mis padres, el pandit y el imán lo miraron con recelo.
– Me parece que se equivoca, señor. Es un buen niño musulmán. Viene a rezar con nosotros cada viernes sin falta y está aprendiendo el Sagrado Corán a pasos agigantados.
O al menos eso dijo el imán.
Mis padres, el cura, y el pandit lo miraron sorprendidos.
Entonces habló el pandit:
– No, los dos están muy equivocados. Es un buen niño hindú. Siempre lo veo en el templo. Viene a tomar darshan y a hacer puja.
Mis padres, el imán y el cura lo miraron atónitos.
– Aquí no hay ninguna equivocación-dijo el cura-. Conozco este niño. Se llama Piscine Molitor Patel y es cristiano.
– Yo también lo conozco y es musulmán-afirmó el imán.
– ¡Tonterías!-exclamó el pandit-. ¡Piscine nació hindú, vive como hindú y morirá hindú!
Los tres Reyes Magos se quedaron mirando, incrédulos y sin aliento.
Dios, que aparten sus miradas de mí, susurré en el alma.
Todas las miradas se detuvieron en mí.
– Piscine, ¿es cierto?-preguntó el imán con seriedad-. Sabes que los hindúes y los cristianos son idólatras, ¿verdad? Creen en varios dioses.
– Y los musulmanes tienen varias esposas-respondió el pandit.
El cura miró a los dos con desconfianza.
– Piscine-dijo, casi susurrando-, la única salvación está en Jesús.
– ¡Paparruchas! Los cristianos no saben nada de religión-dijo el pandit.
– Se apartaron del camino de Dios hace siglos-dijo el imán.
– ¿Y dónde está Dios en vuestra religión?-saltó el cura-. No tenéis ni siquiera un milagro para demostrarlo. ¿Qué clase de religión es esta que carece de milagros?
– Pues por lo menos no es un circo lleno de muertos que saltan de sus tumbas, de eso puede estar seguro. Los musulmanes nos quedamos con el milagro esencial de la existencia. Los pájaros que vuelan, la lluvia que cae, la cosecha que crece. Ya nos parecen milagros suficientes.
– Mire, la lluvia y las plumas son muy bonitas, pero a nosotros nos gusta saber que Dios realmente está con nosotros.
– ¿Ah sí? Pues de mucho le sirvió a Dios estar con vosotros. ¡Si intentasteis matarlo! ¡Si lo clavasteis en una cruz con unos clavos enormes! Vaya forma más civilizada de tratar a un profeta. El profeta Mahoma, la paz sea con él, nos trajo la palabra de Dios sin estas tonterías tan poco dignas y vivió hasta una avanzada edad.
– ¿Se atreve a hablar de la palabra de Dios? ¿Con relación a ese mercader analfabeto en medio del desierto? ¡Por favor! Si lo que tenía eran ataques babosos de epilepsia causados por el bamboleo de su camello, y nada de revelaciones divinas. ¡Bueno, tal vez fuera el sol que le estaba friendo los sesos!
– Miren, si el profeta, la paz sea con él, estuviese vivo, les aseguro que les soltaría unas perlitas ahora mismo-dijo el imán frunciendo el ceño.
– ¡Pues no lo está! El único vivo aquí es Jesucristo, mientras que su «la paz sea con él» esta muerto, muerto, ¡muerto!
El pandit los interrumpió discretamente. En Tamil dijo:
– Vamos a ver. Aquí, lo único que importa es por qué ha decidido Piscine coquetear con estas religiones impostoras.
Al cura y al imán se les salieron los ojos de las órbitas. Ambos eran tamiles nativos.
– Dios es universal
– farfulló el cura.
El imán hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
– Sólo hay un Dios.
– Y con su único Dios, los musulmanes se pasan la vida creando problemas y causando disturbios. La prueba de que el Islam es una religión nefasta está en lo poco civilizados que son los musulmanes-declaró el pandit.-dijo el negrero del sistema de castas-resopló el imán-. Los hindúes esclavizan a los demás y rinden culto a monigotes disfrazados.
– Son amantes de los terneros dorados. Se arrodillan ante las vacas-dijo el cura, metiendo cuchara.
– De acuerdo, pero los cristianos se arrodillan ante un hombre blanco. Son lacayos de un dios extranjero. Son la pesadilla de todas las personas que no sean blancas.
– Y además, comen carne de cerdo y son caníbales-añadió el imán, por si acaso.
– Bueno, el quid de la cuestión es si Piscine quiere una religión de verdad… o mitos de tebeo-masculló el cura con ira controlada.
– Dios… o ídolos-entonó el imán con gravedad.
– Nuestros dioses… o dioses colonialistas-dijo el pandit entre dientes.
Era difícil distinguir cuál de los tres tenía la cara más inflamada. Por un momento, creí que iban a empezar a repartir bofetadas.
Mi padre alzó las manos.
– ¡Señores, señores, se lo ruego!-terció-. Quisiera recordarles que en este país todavía gozamos de la libertad de culto.
Los tres se volvieron hacia él, apopléticos.
– ¡Sí! Culto, ¡en singular!
– gritaron los Reyes Magos al unísono.
De repente, tres dedos índices, como tres signos de puntuación, se pusieron en posición de firmes en el aire para recalcar su objeción.
No les hizo ninguna gracia el efecto coral accidental ni la unidad espontánea de sus gestos. Bajaron los dedos rápidamente, entre suspiros y gruñidos personales. Papá y mamá los miraron sin saber qué decir.
El pandit fue el primero en hablar.
– Señor Patel, la devoción de Piscine es loable. En los tiempos problemáticos que corren, es un placer ver a un niño tan entusiasmado con Dios. En eso estamos todos de acuerdo.
El cura y el imán asintieron con la cabeza. El pandit continuó:
– Sin embargo, su hijo no puede ser hindú, cristiano y musulmán a la vez. Es imposible. Tendrá que escoger.
– No creo que esté cometiendo ningún delito, pero supongo que tienen razón-dijo mi padre.
Los tres mascullaron que así era y miraron hacia el cielo, igual que mi padre, de donde creían que iba a venir la decisión. Mi madre me miró a mí.
El silencio me cayó como un peso encima.
– Bueno, Piscine-dijo mi madre codeándome suavemente-. ¿Tú que opinas de todo esto?
– Bapu Gandhi dijo que todas las religiones son ciertas.
Lo único que quiero es amar a Dios-espeté, mirando el suelo con la cara colorada.
Mi vergüenza contagió a todos. Nadie dijo nada. Daba la casualidad que estábamos muy cerca de la estatua de Gandhi en el paseo marítimo. El Mahatma iba con un bastón en la mano, una sonrisa picara en los labios y un brillo en los ojos. Tuve la impresión de que había oído nuestra conversación, pero que había prestado aún más atención a mi corazón. Mi padre carraspeó y dijo en voz baja:
– Supongo que eso es lo que todos pretendemos hacer: amar a Dios.
Me pareció raro que dijera eso. Desde que tenía memoria, nunca lo había visto pisar un templo con algún propósito serio. Pero funcionó. No se puede reprender a un niño por querer amar a Dios. Los tres Reyes Magos se alejaron con una sonrisa rígida y forzada en los labios.
Papá me miró durante unos instantes, como si fuera a decir algo. Finalmente, se lo pensó mejor y dijo:
– ¿A alguien le apetece un helado?
Se volvió y se dirigió hacia el wallah de helados más cercano antes de que pudiéramos contestar. Mi madre me miró fijamente durante unos momentos con una mezcla de ternura y perplejidad.
Ésa fue mi introducción al diálogo interreligioso. Mi padre volvió con tres cortes de helado. Los comimos en un silencio inusitado y seguimos nuestro paseo dominical.
Ravi se regocijó cuando se enteró.
– Bueno, Swatni Jesús, ¿dónde irás a pasar el hadj este año?-dijo juntando las palmas de las manos delante de la cara para hacer el más reverente de los namaskars-. ¿O te llama La Meca? Se persignó antes de seguir.
– ¿O te irás a Roma para que te coronen papa Pío 3,1416? Dibujó una letra griega en el aire para hacer hincapié en sus burlas.
– ¿Todavía no has encontrado un momento para cortarte la punta del nabo y hacerte judío? A este paso, si sigues yendo al templo los jueves, a la mezquita el viernes, a la sinagoga los sábados y a la iglesia los domingos, sólo te faltarán tres religiones para que puedas tener fiesta cada día hasta que te mueras.
Entre otras socarronerías por el estilo.
Pero no se acabó allí. Siempre quedan aquellos que asumen la responsabilidad de defender a Dios, como si la Realidad Suprema, el marco sustentador de la existencia, fuera algo endeble y desamparado. Estas personas son las que ven a las viudas deformadas por la lepra que piden unas cuantas monedas y pasan de largo, que ven a los niños harapientos que viven en la calle y pasan de largo. Piensan: «todo va bien.» Pero si perciben un desprecio hacia Dios, eso ya es harina de otro costal. Enfurecen, se ponen rojos, respiran aguadamente, farfullan de indignación. Su determinación es aterradora.
Esta gente no se da cuenta de que tienen que defender a Dios en el interior, no en el exterior. Debería dirigir su furia a sí mismos. Pues el mal que anda suelto es el mal que ellos mismos han sembrado desde su interior. El campo de batalla principal del bien no es el espacio abierto de una arena pública, sino el pequeño claro que hay en el corazón de cada uno. Mientras tanto, la suerte de las viudas y los niños callejeros seguirá siendo muy dura y es en su ayuda, y no en la de Dios, que deberían acudir aquellos con pretensiones de superioridad moral.
Una vez un bruto me echó de la Gran Mezquita. Cuando fui a la iglesia el cura me fulminó con la mirada y no pude sentir la paz de Cristo. A un brahmin le dio por expulsarme cuando tomaba dar shan. Mis actividades religiosas llegaron a los oídos de mis padres en los tonos murmullados y urgentes de la traición revelada.
Ni que semejante estrechez de miras fuera a hacerle algún bien a Dios.
Para mí, lo más importante en la religión es nuestra dignidad, no nuestra depravación.
Dejé de ir a misa en la iglesia de Nuestra Señora de la Concepción Inmaculada y fui a la de Nuestra Señora de los Ángeles. Ya no me entretenía con mis hermanos después de las oraciones de los viernes. Iba al templo a las horas más concurridas cuando los brahtnines estaban demasiado ocupados para interponerse entre Dios y yo.
Unos días después del encuentro en el paseo marítimo me armé de valor y fui a ver a mi padre en su despacho.
– Papá.
– Dime, Piscine.
– Quiero ser bautizado y quiero una alfombra de oración.
Mis palabras tardaron un poco en penetrar. Levantó la vista de sus papeles después de varios segundos.
– ¿Una qué? ¿Cómo?
– Me gustaría poder rezar fuera sin que se me ensucien los pantalones. Y resulta que voy a una escuela cristiana sin haber recibido el debido bautizo de Cristo.
– ¿Y por qué quieres salir fuera a rezar? De hecho, ¿por qué quieres rezar en cualquier parte?
– Porque amo a Dios.
– Ya.
Mi respuesta pareció sorprenderlo, y casi se violentó. Hubo un silencio. Creí que iba a ofrecerme otro helado.
– Vamos a ver, hijo. El Pétit Seminaire es cristiano sólo de nombre. Muchos de tus compañeros son hindúes, no cristianos. Vas a recibir la misma educación con o sin bautizo, créeme. Y tus oraciones a Alá tampoco van a cambiar nada.
– Pero quiero rezar a Alá. Quiero ser cristiano.
– No puedes ser ambas cosas. O eres cristiano o eres musulmán.
– ¿Y por qué no puedo ser ambas cosas?
– ¡Son religiones separadas! No tienen nada que ver.
– ¡Según ellos, no! Los dos afirman que Abraham es suyo. Los musulmanes dicen que el Dios de los hebreos y cristianos es el mismo que el Dios de los musulmanes. Reconocen a David, Moisés y Jesús como profetas.
– Es que no entiendo qué tiene que ver todo esto con nosotros, Piscine. ¡Somos indios!
– ¡Hace siglos que existe el cristianismo y el Islam en la India! Hay quienes afirman que Jesús está enterrado en Cachemira.
Mi padre no contestó. Se me quedó mirando con el ceño fruncido. De repente, el negocio lo llamaba.
– Mira, habla con tu madre, ¿de acuerdo?
Mi madre estaba leyendo.
– ¿Mamá?
– Sí, cariño.
– Quiero ser bautizado y quiero una alfombra de oración.
– Ves a hablar con tu padre.
– Ya lo he intentado. Me ha dicho que hable contigo.
– ¿Ah, sí?
Dejó el libro. Miró por la ventana hacia el zoológico. En ese instante, estoy seguro de que padre notó un soplo de aire gélido en la nuca. Mamá se volvió hacia la estantería.
– Mira, tengo un libro que te va a gustar mucho.
Ya tenía el brazo extendido, a punto de coger un libro. Era de Robert Louis Stevenson. Siempre empleaba la misma táctica.
– Ya lo he leído, mamá. Tres veces.
– Bueno, pues…-dijo, moviendo el brazo hacia la izquierda.
– Y a Conan Doyle también.
Movió el brazo hacia la derecha.
– ¿Y a R. K. Narayan? No puedes haber leído su obra entera.
– Mamá, este tema me importa mucho.
– Crusoe
– ¡Mamá!
– ¡Ay, Piscine!-dijo.
Se reclinó en el sillón, y me miró con una expresión que me indicaba que pensaba seguir el camino más fácil. Eso quería decir que yo tendría que luchar duro en las partes más críticas. Mi madre colocó bien un cojín a su espalda.
– Para tu padre y para mí, este fervor religioso es un misterio.
– Es que es un Misterio.
– Bueno, no lo decía en ese sentido. Escúchame, cariño, si quieres ser religioso, tendrás que decidir si quieres ser hindú, cristiano o musulmán. Ya oíste lo que te dijeron en el paseo marítimo.
– Es que no entiendo por qué no puedo ser las tres cosas. Mamaji tiene dos pasaportes. Es indio y francés. ¿Por qué no puedo ser hindú, cristiano y musulmán?
– No tiene nada que ver. Francia e India son naciones en la tierra.
– ¿Y cuántas naciones hay en el cielo?
Tardó un poco en responder.
– Una. Ahí está. Una nación, un pasaporte.
– ¿Que sólo hay una nación en el cielo?
– Sí, o ninguna. Ésa es otra opción, sabes. ¡Mira que tú también te has ido a meter en unos asuntos más anticuados!
– Si sólo hay una nación en el cielo, todos los pasaportes deberían ser válidos, ¿no?
Se le nubló la cara de incertidumbre.
– Bapu Gandhi dijo que…
– Ya sé lo que dijo Bapu Gandhi-dijo, llevando una mano a la frente.
Parecía realmente extenuada.
– ¡Madre mía!-dijo.
Esa misma noche, oí una conversación entre mis padres.
– ¿Le has dicho que sí?-pregunto mi padre.
– Según tengo entendido, a ti te preguntó lo mismo y le dijiste que viniera a hablar conmigo-repuso mi madre.
– ¿Eso dije?
– Pues sí.
– Mira, he estado muy ocupado…
– Ya, pero ahora no lo estás. De hecho, ahora mismo te veo cómodamente desocupado. Así que si quieres irrumpir en su habitación y ponerle la alfombra y el tema del bautizo cristiano sobre el tapete, adelante. No voy a ser yo quien te lo impida.
– No, no.
Por la voz de mi padre supe que se estaba arrellanando en el sillón. Hubo una pausa.
– Está atrayendo religiones como un perro atrae las pulgas-continuó-. No lo entiendo. Somos una familia india moderna; vivimos de forma moderna; la India está a punto de convertirse en una nación moderna y avanzada… y a nosotros nos sale un hijo que se cree la reencarnación de Sri Ramakrishna.
– Si la señora Gandhi representa lo moderno y lo avanzado, no sé si me gusta-dijo mamá.
– ¡La señora Gandhi desaparecerá un día! El progreso es imparable. Es el ritmo al que todos tenemos que bailar. La tecnología ayuda y las ideas innovadoras se propagan: son dos leyes de la naturaleza. Si no dejas que la tecnología te ayude, si te resistes a las ideas innovadoras, te acabas condenando a una forma de vida prehistórica. Estoy completamente convencido de esto. La señora Gandhi y sus necedades desaparecerán. Entonces llegará la Nueva India.
(Efectivamente, desapareció y la Nueva India, o al menos una de sus familias, decidió emigrar al Canadá.)
Papá siguió:
– ¿Has oído cuando ha dicho lo de «Bapu Gandhi dijo que todas las religiones son ciertas»?
– Sí.
– ¿Bapu Gandhi? ¿Desde cuándo tiene esta relación tan cariñosa con Gandhi? Ahora nos habla de papá Gandhi, pero a ver con qué nos va a salir más adelante. ¿El tío Jesús? ¿Y qué me dices de la última majadería? ¿Es cierto que se ha vuelto musulmán?
– Eso parece.
– ¡Musulmán! Que sea un hindú devoto, vale, lo entiendo. Que además sea cristiano, bueno, ya no me parece tan normal, pero supongo que llegaría a aceptarlo. Después de todo, los cristianos llevan mucho tiempo aquí: santo Tomás, san Javier, los misionarios, etcétera. Le debemos unas buenas escuelas.
– Sí.
– Vale, pues hasta aquí más o menos llego. ¿Pero musulmán? Los musulmanes son algo completamente ajeno a nuestras tradiciones. Son intrusos.
– Hombre, también llevan muchos años aquí, y son cien veces más numerosos que los cristianos.
– Da igual. Siguen siendo intrusos.
– Es posible que Piscine esté bailando al ritmo de otro tipo de progreso.
– No, si encima defiéndelo. ¿Te da lo mismo que nuestro hijo ahora se crea musulmán?
– ¿Y qué quieres hacerle, Santosh? Le hace ilusión, y tampoco está haciendo daño a nadie. Igual es una fase. Quizás también desaparezca, igual que la señora Gandhi.
– ¿Por qué no puede tener los intereses normales de un chico de su edad? Fíjate en Ravi. Lo único que le importa es el criquet, las películas y la música.
– ¿Y eso te parece mejor?
– No, no. Es que ya no sé ni qué pensar. Ha sido un día muy largo-suspiró-. Me pregunto dónde irá a parar con todo esto.
Mi madre se echó a reír.
– La semana pasada acabó un libro que se llama La imitación de Cristo.
– ¡La imitación de Cristo! ¡Me vuelvo a preguntar dónde irá a parar con todo esto!-exclamó papá.
Se rieron.
Adoraba mi alfombra de oración. Aunque no fuera de primera calidad, a mis ojos brillaba con luz propia. Lamento haberla perdido. Dondequiera que la extendiese, sentí un cariño especial hacia el suelo que cubría y sus alrededores, y eso indica que era una buena alfombra de oración dado que me ayudaba a recordar que la tierra es la creación de Dios e igual de sagrada en todo el mundo. El estampado, líneas doradas sobre un fondo rojo, era sencillo: a un extremo había un rectángulo delgado acabado en una punta triangular para indicar la quibla, la dirección de oración. Alrededor de la punta flotaban unas volutas, como espirales de humo o acentos de un lenguaje extraño. Era suave. Cuando rezaba, las borlas sin trenzar me quedaban a pocos centímetros de la cabeza a un extremo y al otro, a pocos centímetros de la punta de los dedos. El tamaño era perfecto para que me sintiera a gusto en cualquier rincón de esta inmensa tierra.
Rezaba fuera porque me gustaba. Solía extender la alfombra en una esquina del jardín trasero. Era un lugar apartado a la sombra de un pompón haitiano, al lado de un muro cubierto de una buganvilla. En lo alto del muro había una fila de poinsettias en macetas. La buganvilla había trepado hasta el árbol. El contraste entre las brácteas púrpuras y las flores rojas del árbol era muy bonito. Y cada vez que estaba en flor, el árbol se llenaba de cuervos, minas, tordos, estorninos rosados, nectarinas y pericos. El muro me quedaba a la derecha, formando un ángulo abierto. Justo delante y un poco a la izquierda, un poco más allá de la sombra lechosa y moteada del árbol, veía el resto del jardín a plena luz del sol. El jardín se transformaba, por supuesto, según el tiempo, la hora y la época del año. Pero todavía lo recuerdo perfectamente, como si nunca hubiera cambiado. Me orientaba hacia La Meca, señalada con una línea que había marcado en la tierra amarilla y que procuraba dejar siempre visible.
Cuando terminaba mis oraciones, a veces me volvía y veía a mi padre, a mi madre o a Ravi observándome, hasta que finalmente se acostumbraron.
El bautizo fue una ocasión un poco delicada. Mi madre se portó de maravilla, mi padre miró la ceremonia con impavidez y Ravi, gracias a Dios, no pudo venir porque tenía un partido de criquet. Aun así, no me libré de sus comentarios al respecto. El agua bendita me corrió por el rostro hasta el cuello y aunque sólo me echaron una tacita, tuvo el mismo efecto refrescante que una lluvia monzónica.
¿Por qué hay gente que se cambia de país? ¿Qué la empuja a desarraigarse y dejar todo lo que ha conocido por un desconocido más allá del horizonte? ¿Qué le hace estar dispuesta a escalar semejante Everest de formalidades que le hace sentirse como un mendigo? ¿Por qué de repente se atreve a entrar en una jungla foránea donde todo es nuevo, extraño y complicado?
La respuesta es la misma en todo el mundo: la gente se cambia de país con la esperanza de encontrar una vida mejor.
A mediados de los años setenta, la India era un país aquejado de problemas. Lo deduje por las arrugas que surcaban la frente de mi padre cada vez que leía los diarios. Y por los fragmentos de conversación que acertaba a oír entre mi padre y mi madre y Mamaji y los demás. No es que no entendiera lo que decían, sencillamente me daba igual. Los orangutanes seguían a la expectativa de que les cayera un chapatti; los monos nunca preguntaban por las noticias desde Delhi; los rinocerontes y las cabras todavía vivían en paz; los pájaros gorjeaban; las nubes transportaban la lluvia; el sol calentaba; la tierra respiraba; Dios sencillamente era, y mi mundo era libre de emergencia.
La señora Gandhi finalmente pudo más que mi padre. En febrero de 1976, el gobierno de Tamil Nadu fue derrocado por el gobierno en Delhi. Nuestro gobierno había sido uno de los detractores más tajantes de la señora Gandhi. La toma de poder se ejecutó sin complicaciones. El ministerio del presidente autónomo Karunanidhi se esfumó silenciosamente gracias a las «dimisiones» y los arrestos domiciliarios. ¿Qué importa la caída de un gobierno autónomo si la constitución de un país entero se ha visto anulada durante ocho meses? Sin embargo, para mi padre fue la guinda de la toma de poder dictatorial de la nación entera por parte de la señora Gandhi; los lobos ni se inmutaron aunque mi padre decidió enseñar los colmillos.
– ¡Ahora sólo faltaría que viniera al zoológico y nos dijera que las cárceles están muy llenas y que necesita más espacio!-gritó-. ¿Qué te parece si metemos a Desai junto con los leones?
Morarji Desai era un político de la oposición. No era precisamente amigo de la señora Gandhi. Me entristece pensar en la preocupación incesante de mi padre. Si a la señora Gandhi le hubiera dado por hacer volar el zoológico por los aires de su propia mano, me hubiera dado igual si eso iba a hacer feliz a mi padre. Ojalá no se hubiera inquietado tanto. Es duro para un hijo ver a su padre tan angustiado.
Pero se angustió. Cualquier empresa es una empresa arriesgada, sobre todo cuando se trata de una empresa con «e» minúscula, una empresa que se arriesga a perder hasta la camisa que lleva en la espalda. Un zoológico es una institución cultural. Está al servicio de la educación popular y la ciencia, igual que las bibliotecas públicas y los museos. Y del mismo modo, no era una empresa lucrativa, pues el Bien Mayor y el Beneficio Mayor no son objetivos compatibles, muy a pesar de mi padre. En realidad, no éramos una familia rica, y mucho menos en términos canadienses. Éramos una familia pobre pero daba la casualidad que teníamos muchos animales, aunque no pudiéramos proporcionarles un techo (en realidad, nosotros tampoco teníamos ninguno). La vida en un zoológico, igual que la vida de sus habitantes en su hábitat natural, es una vida precaria. Es una empresa que no es ni lo bastante grande para estar por encima de la ley, ni lo bastante pequeña para que sobreviva de sus márgenes. Para que pueda prosperar, un zoológico necesita un gobierno parlamentario, elecciones democráticas, libertad de expresión, libertad de prensa, libertad de asociación, el imperio de la ley y el resto de los principios consagrados por la Constitución de la India. Si no, resulta imposible disfrutar de los animales. La política mala a largo plazo derrumbará cualquier empresa.
La gente se cambia de país porque la ansiedad la acaba desgastando. Porque le corroe la sensación de que por mucho que trabaje, sus esfuerzos serán infructuosos, y que lo que ha construido durante un año será derribado por otros en un solo día. Porque ven un futuro atascado y aunque ellos tal vez salgan ilesos, sus hijos no. Porque creen que nada va a cambiar, que la felicidad y la prosperidad no son alcanzables sino en otro lugar.
La Nueva India se partió y se hundió en la mente de mi padre. Mi madre asintió. Saldríamos de allí cuanto antes.
Nos lo anunciaron una noche mientras cenábamos. Ravi y yo nos quedamos atónitos. ¡Canadá! Si Andhra Pradesh, un poco más al norte de Pondicherry, nos parecía un lugar extranjero, y si Sri Lanka, justo al otro lado de un estrecho, se nos antojaba la cara oculta de la luna, imagínate lo que representaba Canadá. Canadá carecía de todo sentido para nosotros. Era como hablar de la Cochinchina: un lugar permanentemente lejano por definición.
Está casado. Me agacho para quitarme los zapatos cuando lo oigo decir:
– Quisiera presentarte a mi mujer.
Miro hacia arriba y a su lado está… la señora Patel.
– Hola-me dice sonriente, extendiéndome la mano-. Piscine me ha hablado mucho de usted.
No puedo decir lo mismo de ella. No tenía ni idea. Está a punto de salir así que sólo hablamos durante unos minutos. También es india pero tiene un acento más típico de Canadá. Debe de ser de la segunda generación. Es un poco más joven que él, tiene la piel un poco más oscura, el pelo largo y negro recogido en una trenza. Tiene los ojos oscuros y brillantes, los dientes bonitos y muy blancos. Lleva una bata blanca envuelta en un plástico de tintorería. Es farmacéutica.
– Encantado de conocerla, señora Patel-le digo.
A lo que ella responde:
– Meena, por favor. Llámeme Meena.
Marido y mujer se dan un beso rápido y ella sale a hacer el turno del sábado.
La casa es algo más que una caja llena de iconos. Empiezo a fijarme en indicios de una existencia conyugal. Siempre han estado allí pero no los he visto porque no los buscaba.
Es un hombre tímido. La vida le ha enseñado a no hacer alarde de lo que más quiere.
¿Será ella la Némesis de mi tracto digestivo?
– Te he preparado un chutney especial
– dice, sonriendo.
No, es él.
Se conocieron una vez, el señor y el señor Kumar, el panadero y el profesor. El primer señor Kumar me dijo que tenía deseos de ver el zoológico.
– Mira que llevo años aquí y nunca he ido. Y está aquí al lado. ¿Me lo enseñarás un día?
– Por supuesto-le repuse-. Para mí sería un honor.
Quedamos en encontrarnos al día siguiente en la puerta de entrada del zoológico cuando saliera de la escuela.
Sin embargo, el encuentro me tuvo preocupado todo el día. Me regañé: «¡Pero serás burro! ¿Por qué le dijiste que te esperara en la entrada principal? Siempre está llena de gente. ¿Te has olvidado de lo corriente que es? ¡Nunca vas a poder reconocerlo!». Si pasaba de largo sin verlo, se sentiría dolido. Pensaría que había cambiado de idea y que no quería que me vieran con un pobre panadero musulmán. Se iría sin decirme nada. No se enfadaría. Aceptaría mi excusa de que el sol me estaba deslumhrando. Pero jamás querría volver al zoológico. Ya me lo veía venir. Tenía que reconocerlo. Me escondería y me esperaría hasta que estuviera seguro de que era él. Claro, eso es lo que tenía que hacer. Pero alguna vez me había dado cuenta de que cuanto más intentaba reconocerlo, menos lo veía. Era como si el mero esfuerzo me cegara.
A la hora señalada me planté delante de la entrada principal del zoológico y empecé a frotarme los ojos con las dos manos.
– ¿Qué haces?
Era Raj, un amigo.
– Estoy ocupado.
– ¿Estás ocupado frotándote los ojos?
– Déjame en paz.
– ¿Te vienes a la calle Beach?
– Estoy esperando a alguien.
– Pues si sigues frotándote los ojos así no lo vas a ver.
– Gracias por la información. Que te vaya bien por la calle Beach.
– ¿Y al parque?
– Que no puedo. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
– Venga, hombre, va.
– Raj, por favor, lárgate. Se fue.
– Oye, Pi. ¿Me echas una mano con los deberes de mates? Era Ajith, otro amigo.
– Más tarde. Vete.
– Hola, Piscine.
La señora Radhakrishna, una amiga de mi madre. Tras un intercambio rápido de palabras, me la quité de encima.
– Disculpa, ¿sabes dónde está la calle Laporte? Un desconocido.
– Por allí.
– ¿Cuánto vale la entrada al zoológico? Otro desconocido.
– Cinco rupias. La taquilla está ahí mismo.
– ¿Te ha entrado cloro en los ojos? Era Mamaji.
– Hola Mamaji. No.
– ¿Está tu padre por aquí?
– Creo que sí.
– Nos vemos mañana a primera hora.
– Vale, Mamaji.
– Estoy aquí, Piscine.
Las manos se me paralizaron encima de los ojos. Esa voz. Era extraña de forma familiar y familiar de forma extraña. Noté cómo me fue subiendo una sonrisa hasta los labios.
– Salam alaikum. ¡Señor Kumar! Cuánto me alegro de verle.
– Ua alaikum as-salam. ¿Te encuentras bien?
– Sí. Muy bien. Creo que me ha entrado un poco de polvo en los ojos.
– Los tienes muy rojos.
– No es nada, de verdad.
Se dirigió hacia la taquilla pero lo llamé antes de que llegara.
– No, no. Usted no, maestro.
Me llenó de orgullo apartar la mano del taquillera e invitar al señor Kumar a pasar al zoológico.
Se maravilló de todo: de que a los árboles altos vinieran las jirafas altas; de que a los carnívoros se les proporcionaran herbívoros y a los herbívoros, hierba; de que algunos animales llenaran el día y otros la noche; de que aquellos que necesitaban picos afilados tuvieran picos afilados y de que aquellos que necesitaban extremidades ágiles tuvieran extremidades ágiles. El hecho de verlo tan impresionado me hizo feliz.
Citó del Sagrado Corán:
– «Ciertamente, hay en ello signos para gente que razona.»
Llegamos a las cebras. El señor Kumar nunca había oído hablar de semejantes criaturas, y verlas, aún menos. Se quedó perplejo.
– Se llaman cebras-le dije.
– ¿Las habéis pintado con brocha?
– No, no. Ya son así por naturaleza.
– ¿Y qué pasa cuando llueve?
– Nada.
– ¿No se corren las rayas?
– No.
Había traído unas zanahorias. Me quedaba una, un espécimen grande y contundente. La saqué de la bolsa. En ese momento, oí un ligero crujido en la gravilla justo a mi derecha. Era el señor Kumar que se acercaba a la baranda con su habitual cojera oscilante.
– Hola, señor.
– Hola, Pi.
El panadero, un hombre tímido pero digno, saludó al profesor con la cabeza y el profesor le devolvió el gesto.
Una cebra atenta se había percatado de la zanahoria y se había acercado a la valla. Movió las orejas y dio unas patadas suaves en el suelo. Partí la zanahoria en dos y ofrecí una mitad al señor Kumar y la otra al señor Kumar.
– Gracias, Piscine-dijo uno.
– Gracias, Pi-dijo el otro.
El señor Kumar fue el primero en acercarse, pasando la mano al otro lado de la valla. Los labios negros, gruesos y fuertes de la cebra agarraron la zanahoria con entusiasmo. El señor Kumar no quiso soltarla. La cebra hincó los dientes en la zanahoria y la partió por la mitad. Masticó ruidosamente el manjar durante unos segundos y se acercó al segundo trozo, envolviendo las puntas de los dedos del señor Kumar con los labios. El señor Kumar soltó la zanahoria y acarició la nariz suave de la cebra.
Ahora le tocaba al señor Kumar. No fue tan exigente con la cebra. Una vez había metido su mitad entre los labios de la cebra, la dejó ir. La cebra llevó la zanahoria de los labios a la boca en seguida.
El señor y el señor Kumar estaban encantados.
– ¿Una cebra, dices?-preguntó el señor Kumar.
– Así se llama-respondí-. Pertenece a la misma familia que los caballos.
– El Rolls-Royce de los equinos-dijo el señor Kumar.
– Es un animal fabuloso-dijo el señor Kumar.
– Ésta es una cebra de Grant-dije.
– Equus burchelli boehmi-dijo el señor Kumar.
– Alahu akbar-dijo el señor Kumar.
Y yo dije:
– Es preciosa.
Los tres nos la quedamos mirando.
Son muchos los casos de animales que llegan a acuerdos de convivencia sorprendentes. Todos ellos ilustran el equivalente animal del antropomorfismo: el zoomorfismo, en el que el animal supone que un ser humano, u otro animal, pertenece a su propia especie.
El caso más conocido es también el más común: el perro de compañía, que tanto ha asimilado a los humanos dentro del reino canino que hasta quiere copular con ellos, un hecho que puede corroborar cualquier propietario de perro que haya tenido que sacar a su can apasionado de la pierna de una visita abochornada.
El agutí dorado y la paca moteada se llevaban muy bien. Cada día se acurrucaban y dormían felizmente juntos hasta que alguien decidió hacerse con el primero.
Ya he mencionado nuestra manada de rinocerontes y cabras, y el caso de los leones de circo.
Hay historias ratificadas de marineros que, creyendo que iban a morir ahogados, se han visto empujados hasta la superficie y sostenidos allí por grupos de delfines. Es una forma característica de estos cetáceos de ayudarse mutuamente.
En la bibliografía se menciona el caso de la relación amistosa que se dio entre un armiño y una rata. Entre tanto, las otras ratas presentadas al armiño perecían devoradas de acuerdo con el natural característico de los armiños.
Nosotros también tuvimos un caso de postergación insólita en una relación predador-presa. Hubo un ratón que convivió durante varias semanas con las víboras. Mientras que los otros ratones que depositábamos en el terrario desaparecían en menos de cuarenta y ocho horas, este pequeño Matusalén marrón se construyó un nido, almacenó los granos que le dimos en sus diversos escondites y correteó por el terrario a plena vista de las serpientes. No dábamos crédito a nuestros ojos. Pusimos un cartel para que los visitantes pudieran ser testigos del prodigio. Finalmente, encontró la muerte de una forma muy curiosa: lo mordió una de las víboras más jóvenes. ¿No estaba al corriente del estatus especial del ratoncito? ¿No estaba socializada con él, quizá? Fuera cual fuese el motivo, el ratón fue mordido por una víbora joven pero la devoró, y al instante además, una víbora adulta. Si hubo un hechizo, fue roto por la víbora pequeña. Tras este portento, las aguas volvieron a su cauce. Todos los ratones posteriores desaparecieron por las tragaderas de las víboras al ritmo habitual.
Como bien saben los del gremio, a veces se utilizan perras para que ejerzan de madres adoptivas de los cachorros de león. Aunque los cachorros acaban siendo mucho más grandes e infinitamente más peligrosos que su madre suplente, nunca le crean problemas y ella nunca pierde su temple apacible ni su sentimiento de autoridad sobre su carnada. Hay que poner carteles para los visitantes explicándoles que el perro no es un alimento vivo que hayamos arrojado a los leones (igual que tuvimos que poner carteles señalando que los rinocerontes son herbívoros y no comen carne de cabra).
¿Cómo se explica el zoomorfismo? ¿Será que un rinoceronte no sabe distinguir entre grande y pequeño, una piel dura y una piel suave? ¿El delfín no tiene claro lo que es un delfín? Creo la respuesta está en algo que he mencionado antes: ese grado de locura que hace que la vida discurra de forma inescrutable, y que a la vez sea precisamente lo que la salve. El agutí dorado, igual que el rinoceronte, precisaba compañía. Los leones de circo no quieren saber que su líder es un alfeñique humano; la ficción les garantiza un bienestar social y evita la anarquía violenta. En cuanto a los cachorros de león, seguro que se llevarían un susto de muerte si supieran que su madre es una perra, pues querría decir que son huérfanos, la peor condición imaginable para cualquier vida nueva de sangre caliente. Estoy convencido de que hasta la víbora adulta, mientras engullía el ratoncito, debió de sentir una punzada de remordimiento en su mente subdesarrollada, una sospecha de que acababa de perderse algo grande, algo que quedaba a apenas un salto imaginativo de la realidad cruda y solitaria de una serpiente.
Me muestra un álbum de fotos, recuerdos de la familia. Primero aparecen las fotos de su boda. Una ceremonia hindú en la que Canadá sobresale por los cantos. Un él más joven, una ella más joven. Fueron a las cataratas del Niágara de luna de miel. Se lo pasaron muy bien. Hay sonrisas que lo demuestran. Volvemos atrás en el tiempo. Fotos de sus días estudiantiles en la Universidad de Toronto; con un grupo de amigos; delante de Saint Michael’s College; en su habitación; durante Diwali en la calle Gerard; recitando en la iglesia de San Basilio vestido con una toga blanca; con otra especie de toga blanca en el laboratorio del departamento de zoología; el día de su graduación. En cada una luce una sonrisa, pero sus ojos cuentan otra historia.
Fotos de su estancia en Brasil, rodeado de perezosos de tres dedos in situ.
Gira la hoja y saltamos al otro lado del Océano Pacífico. No hay casi nada. Me dice que la cámara disparaba a menudo, en todas las ocasiones importantes de rigor, pero que lo perdió casi todo. Lo poco que tiene es gracias a los esfuerzos de Mamaji por reunir y enviarle lo que encontró tras los acontecimientos.
Hay una foto que fue tomada en el zoológico durante la visita de un VIP. Me revela otro mundo en blanco y negro. La foto está repleta de gente. El centro de atención es un ministro de Estado de la Unión. En el fondo se asoma una jirafa. A un extremo se distingue un señor Adirubasamy considerablemente más joven.
– ¿Es Mamaji?-le pregunto, señalándolo.
– Sí-responde.
Hay un hombre al lado del ministro que lleva unas gafas con montura de carey. Está muy bien peinado. Es perfectamente posible que sea el señor Patel, con un rostro más redondo que el de su hijo.
– ¿Este de aquí es tu padre?
Niega con la cabeza.
– No sé quién es.
Durante unos segundos, se queda callado.
– Mi padre estaba al otro lado de la cámara.
En la misma hoja hay una foto de grupo. Casi todos son niños. Le señala con el dedo.
– Mira, este de aquí es Richard Parker-dice.
Me deja asombrado. Miro de cerca, intentando extraerle la personalidad de su aspecto. Por desgracia, la foto es en blanco y negro, y está un poco desenfocada. Una foto hecha en mejores tiempos, de forma espontánea. Richard Parker está mirando hacia otro lado. Ni siquiera se ha dado cuenta de que le están haciendo una foto.
La página de enfrente está dedicada exclusivamente a una foto en color de la piscina del Aurobindo Ashram. Se trata de una piscina al aire libre con agua limpia y brillante, baldosas azules y una piscina contigua para hacer saltos de trampolín.
En la siguiente página aparece una foto de la entrada principal del Petit Séminaire. El lema de la escuela está pintado en el arco encima de la puerta: Nil magnum nisi bonum. No existe grandeza sin bondad.
Y ya está. Una infancia entera plasmada en cuatro irrelevantes fotos.
Se vuelve melancólico.
– Lo peor de todo-dice- es que apenas recuerdo cómo era mi madre. La veo en mi mente, pero es una imagen fugaz. En cuanto intento mirármela de cerca, se desvanece. Lo mismo me pasa con su voz. Si la viera por la calle, todos sus rasgos se agolparían en mi memoria. Pero es muy poco probable que ocurra. Es muy triste no acordarte de cómo es tu propia madre. Cierra el álbum.
Mi padre anunció:
– ¡Iremos en barco como Colón!
– Ya, excepto que él esperaba encontrar la India-señalé huraño.
Vendimos el zoológico entero. Un nuevo país, una nueva vida. Aparte de asegurarles un futuro feliz a nuestra colección, la transacción iba a pagar nuestra inmigración y dejarnos con una suma considerable para empezar de nuevo en Canadá (aunque cuando lo pienso ahora, era una suma risible. ¡Cómo nos ciega el dinero!). Podríamos haber vendido los animales a zoológicos indios, pero los americanos estaban dispuestos a pagar más. CITES, la Convención Internacional del Comercio de Especies en Peligro acababa de entrar en vigor y la ventanilla del comercio en animales salvajes capturados se había cerrado de un golpe. El futuro de los zoológicos estaba en otros zoológicos. El zoológico de Pondicherry cerró justo en el momento oportuno. Hubo una rebatiña para comprar nuestros animales. Finalmente se los quedaron varios zoológicos, principalmente el zoológico de Lincoln Park en Chicago y el zoológico de Minnesota, que estaba a punto de estrenarse, pero alguno que otro iba a Los Ángeles, Louiseville, Oklahoma City y Cincinnati.
Y había dos animales que iban a ser despachados al zoológico de Canadá. Al menos ésa era la sensación que teníamos Ravi y yo. No queríamos irnos. No queríamos vivir en un país de ventarrones e inviernos de doscientos grados bajo cero. Canadá no aparecía en el mapa del cricket. Finalmente se nos hizo más fácil, al menos en lo que se refiere a acostumbrarnos a la idea, gracias al tiempo que tardamos en realizar todos los preparativos para el viaje. Nos llevó un año.
Y no precisamente por nosotros, sino por los animales. Teniendo en cuenta que los animales prescinden de ropa, calzado, mantelería, muebles, artículos de cocina y de baño; que la nacionalidad les trae sin cuidado; que les importa un pepino los pasaportes, el trabajo, los posibles clientes, las escuelas, los precios de las viviendas, la asistencia sanitaria; es decir, tomando en consideración que tienen una existencia excepcionalmente ligera, es asombroso lo difícil que es trasladarlos. Trasladar un zoológico es como trasladar una ciudad.
La cantidad de trámites burocráticos fue descomunal: gastamos litros de agua para mojar los sellos de las cartas escritas a cientos de «Estimado Sr. Tal». Y eso sin mencionar los suspiros que se escucharon, las dudas que se expresaron, los regateos que se hicieron, las decisiones que tuvieron que pasar a una autoridad superior para obtener su aprobación, los precios que se acordaron, los tratos que se cerraron, las líneas de puntos que se firmaron, las enhorabuenas que se dieron, los certificados de origen que se solicitaron, los certificados de salud que se solicitaron, los permisos de exportación que se solicitaron, los permisos de importación que se solicitaron, las regulaciones de cuarentena que se aclararon, el transporte que se organizó, la fortuna que se gastó en llamadas telefónicas. En el gremio hay un chiste, muy desgastado por cierto, que dice que el papeleo que supone comprar o vender una musaraña pesa más que un elefante, que el papeleo que supone comprar o vender un elefante pesa más que una ballena, y que jamás de los jamases hay que intentar comprar ni vender una ballena. Era como si hubiera una cola de burócratas quisquillosos que iba desde Pondicherry hasta Minneapolis, pasando por Delhi y Washington, cada uno con su formulario, su problema, sus reservas. Estoy convencido de que si hubiéramos decidido trasladar los animales a la luna, no hubiera sido más complicado. Creí que mi padre se quedaría calvo de las veces que se tiró de los pelos y en más de una ocasión estuvo a punto de tirar la toalla.
Nos llevamos varias sorpresas. Todas nuestras aves y reptiles, y nuestros lémures, rinocerontes, orangutanes, mandriles, macacos de cola de león, jirafas, osos hormigueros, tigres, leopardos, guepardos, hienas, cebras, osos tibetanos, perezosos, elefantes indios, tahres de Nilgiri, entre otros, tuvieron gran demanda, pero había otros, como Elfie, que no despertaron ningún interés.
– ¡Una operación de cataratas!-gritó mi padre, blandiendo la carta-. Se la quedarán si le operamos de las cataratas en el ojo derecho. ¡A un hipopótamo! ¡Ahora sólo faltaría que me exigieran que les haga una rinoplastia a los rinocerontes!
Otros animales eran «demasiado corrientes», como los leones y los babuinos. Mi padre tuvo la sensatez de canjearlos por otro orangután del zoológico de Mysore y un chimpancé del zoológico de Manila. Elfie pasó el resto de sus días en el zoológico de Trivandrum. Un zoológico pidió una «vaca sagrada auténtica» para su zoológico infantil. Mi padre salió a la jungla de asfalto de Pondicherry y volvió con una vaca con ojos oscuros y húmedos, una joroba prominente y unos cuernos tan rectos y tan perpendiculares a su cabeza que parecía que le había dado un lengüetazo a una toma de corriente. Mi padre hizo que le pintaran los cuernos de color naranja, que le colocaran campanitas de plástico en las puntas para darle aún más autenticidad.
Vino una delegación de americanos. Yo tenía mucha curiosidad. En mi vida había visto americanos de carne y hueso. Eran de color rosa, gordos, simpáticos, muy competentes y sudaban a chorros. Habían venido a examinar nuestros animales. Primero los sedaron y entonces les pusieron estetoscopios en el corazón, hicieron análisis de heces y orina como si fueran a leer sus horóscopos, tomaron muestras de sangre con jeringuillas y las analizaron, manosearon las jorobas y los bultos, golpearon sus dientes, los cegaron con linternas, los pellizcaron, los acariciaron y les arrancaron pelos. Pobres animales. Debieron de pensar que querían reclutarlos a la armada de Estados Unidos. Los americanos nos deleitaron con sus sonrisas inmensas y unos apretones, o mejor dicho, aplastones de mano.
El resultado fue que los animales, igual que nosotros, consiguieron sus permisos de residencia. Ellos partían hacia el país de las barras y las estrellas y nosotros hacia el país de la hoja de arce.
Zarpamos de Madrás el 21 de junio de 1977 en el Tsimtsum, un carguero japonés registrado en Panamá. Los oficiales eran japoneses y los tripulantes, taiwaneses. Era un buque grande y espectacular. El día que partimos de Pondicherry me despedí de Mamaji, del señor y el señor Kumar, de todos mis amigos e incluso de muchos desconocidos. Mi madre llevaba su mejor sari y su habitual trenza larga, ingeniosamente recogida detrás de la cabeza y adornada con una guirnalda de flores de jazmín frescas. Estaba bellísima. Y triste. Porque se iba de la India, la India del calor y de los monzones, de los arrozales y del río Cauvery, de las costas y los templos de piedra, de los carros tirados por bueyes y los camiones coloridos, de los amigos y comerciantes conocidos, de las calles Nehru y Goubert Salai, de esto y de lo otro: de la India que le era tan familiar y que tanto adoraba. Sin embargo, sus hombres (pues aunque sólo tuviera dieciséis años ya me consideraba uno de ellos) tenían prisa por ponerse en marcha, y mientras que ellos ya habían adoptado Winnipeg como algo propio, mi madre vaciló.
El día antes de partir señaló un wallah de tabaco y preguntó con seriedad:
– ¿No deberíamos llevarnos algún paquete?
– En el Canadá también tienen tabaco. ¿Y por qué quieres comprar cigarrillos si no fumamos?-repuso mi padre.
Claro que había tabaco en Canadá, pero ¿eran cigarrillos Gold Flake? ¿íbamos a encontrar helado Arun? ¿Y bicicletas Heroe? ¿Y televisores Onida? ¿Y coches Ambassador? ¿Y librerías Higginbothams? Me imagino que éstas debían de ser las preguntas que rondaban la cabeza de mi madre mientras contemplaba la idea de comprar cigarrillos.
Los animales fueron sedados y metidos en jaulas. Las jaulas fueron aseguradas. Almacenamos el pienso. Localizamos nuestra cabina, desamarraron las cuerdas y sonaron los pitos. A medida que el carguero salía del puerto y se metía mar adentro, dije adiós a la India, agitando la mano con frenesí. Hacía un sol espléndido, había una brisa constante y las gaviotas chillaban encima de nuestras cabezas. Yo apenas cabía en mí de la emoción.
Las cosas no salieron como debieron, pero ¿qué se le va a hacer? Hay que aceptar la vida como venga y sacarle el mejor partido posible.
Las ciudades de la India son grandes y memorablemente alborotadas, pero cuando sales de ellas, atraviesas grandes extensiones de paisaje en las que apenas ves un alma. Me acuerdo que me pregunté dónde se habían metido novecientos cincuenta millones de indios.
Podría decirse lo mismo de su casa.
He llegado un poco antes de la hora. Acabo de poner el pie en el primer peldaño de cemento que lleva al porche de su casa cuando por la puerta sale escopeteado un adolescente. Lleva chándal y un equipo de béisbol, y tiene mucha prisa. Cuando me ve, se para en seco del susto. Se vuelve hacia la casa y grita:
– ¡Papá! Ha llegado el escritor.
A mí me dice:
– Hola.
Y sale corriendo.
Su padre aparece en la puerta.
– Hola-dice.
– ¿Tu hijo?-le pregunto, atónito.
– Sí.
Sólo el hecho de reconocerlo lo hace sonreír.
– Siento que no te lo haya podido presentar. Llega tarde a entreno. Se llama Nikhil. Se hace llamar Nick.
Entro en el pasillo.
– No sabía que tuvieras un hijo-le digo.
Oigo unos ladridos. De repente se me acerca corriendo un chucho pequeño de color marrón y negro. Se pone a jadear, a olerme y a dar brincos contra mis piernas.
– Ni un perro-añado.
– No te hará nada. Tata, ¡baja de ahí!
Tata decide no hacerle caso. Entonces oigo:
– Hola.
Pero esta vez el saludo no es corto ni contundente como el de
Nick, sino largo, nasal y ligeramente quejumbroso, un «Holaaaaaaaaa», como si el «aaaaaaaaa» quisiera cogerme suavemente del hombre o tirarme del pantalón.
Me giro. Apoyada en el sofá de la sala, mirándome con timidez, hay una niña morenita, vestida de rosa, y salta a la vista que se siente plenamente en casa. Lleva un gato de color naranja en brazos. Las patas delanteras del gato están completamente levantadas y encima de los brazos cruzados de la niña se le asoma la cabeza casi hundida. El resto del gato está colgando hasta el suelo. Al animal no parece inquietarle que lo sometan a semejante potro.
– Y ésta debe de ser tu hija.
– Sí. Se llama Usha. Usha, cariño, ¿estás segura de que a Moccasin le gusta que lo cojas así?
Usha suelta a Moccasin, que se desploma en el suelo, impertérrito.
– Hola, Usha-le digo.
Se acerca a su padre y me espía de detrás de sus piernas.
– ¿Qué haces, cielo?-dice él-. ¿Por qué te escondes?
No contesta. Me mira con una sonrisa y luego se oculta la cara.
– ¿Cuántos años tienes, Usha?
No contesta.
Entonces Piscine Molitor Patel, conocido por todos como Pi, se agacha y coge a su hija en brazos.
– Venga, que tú ya sabes responder a esa pregunta, ¿eh? Tienes cuatro años. Uno, dos, tres y cuatro.
Con cada número, le aprieta suavemente la nariz con el dedo índice. A ella le hace muchísima gracia. Se ríe y hunde la cabeza en el cuello de su padre.
Esta historia tiene final feliz.