Yu Hua
Vivir

Título original: Huozhe

Primera edición: mayo 2010

©Yu Hua, 1993

© Traducción: Anne-Hélène Suárez Girard, 2010


Con diez años menos que ahora, encontré un trabajo que era una bicoca, consistente en recorrer el campo en busca de canciones populares. Durante todo ese verano, como un gorrión revoloteando a su aire, estuve vagando por una zona rural inundada de sol y de cigarras.

Me gustaba beber ese té acre de los campesinos. Dejaban los cubos de té bajo los árboles de las sendas que separaban los bancales, y yo, sin el menor escrúpulo, cogía un tazón incrustado de posos, lo llenaba hasta arriba y bebía directamente, además de llenar mi cantimplora; intercambiaba unas cuantas tonterías con los hombres que trabajaban en los bancales y me iba como si tal cosa en medio de las risitas furtivas que mi presencia había provocado entre las chicas.

Un día estuve charlando toda una tarde con un anciano que vigilaba un melonar, fue la vez en que más melones comí en toda mi vida; cuando me levanté para despedirme, me vi de repente andando con paso pesado de embarazada. Luego me senté en el quicio de una puerta con una abuela, que me cantó Encinta de diez lunas [1] mientras tejía sandalias de esparto.

Lo que más me gustaba era sentarme delante de alguna casa de pueblo, cuando llegaba el crepúsculo, a contemplar cómo rociaban el suelo con agua del pozo, para abatir el polvo en suspensión, mientras el haz luminoso del poniente acariciaba la cima de los árboles. Cogía entonces el abanico que me ofrecían, probaba sus verduras en salmuera, más saladas que la mar, miraba a las chicas, hablaba con los hombres.

Iba con un sombrero de paja de ala ancha en la cabeza, chanclas en los pies y una toalla colgada del cinturón por detrás, que iba azotándome el trasero como la cola de un caballo. Me pasaba el día lanzando grandes bostezos, recorriendo sin rumbo los caminitos que separaban los campos, con las chanclas chasqueando -tris tras, tris tras- y levantando nubes de polvo como si fueran estrepitosas ruedas de carro.

Deambulaba por todas partes, sin saber ya muy bien en qué aldeas había estado y en cuáles no. A menudo, al aproximarme a algún pueblo, oía a los niños gritar:

– ¡Ya está aquí el bostezón!

Así se enteraban en el pueblo de que había vuelto el hombre que sabía contar historias picantes y cantar canciones de amor. En realidad, todas esas historias picantes y esas canciones de amor las había aprendido de ellos. Yo sabía qué era lo que les gustaba y, naturalmente, eso mismo era lo que me gustaba a mí.

Una vez me encontré con un anciano sollozando, sentado en al borde de un campo con la cara tumefacta y amoratada, totalmente alterado por la tristeza que llevaba dentro. Cuando me vio acercarme, alzó el rostro, y su llanto se hizo más sonoro. Le pregunté quién le había dado esa paliza. Mientras se rascaba el barro del pantalón, me contestó furioso que había sido el descastado de su hijo. Pero luego, cuando le pregunté por qué, no fue capaz de responder más que con evasivas, y comprendí inmediatamente que sin duda había intentado algo poco honroso con su nuera.

Otra noche iba yo con una linterna, a toda prisa en la oscuridad, cuando iluminé junto a una laguna dos cuerpos desnudos, uno encima del otro. Al alumbrarlos quedaron inmóviles, salvo una mano que se rascó discretamente la pierna. Apagué inmediatamente la linterna y me alejé.

Una tarde, en plena temporada agrícola, entré a pedir agua en una casa que tenía la puerta abierta de par en par. Un hombre en calzones, de semblante turbado, me cortó el paso y me arrastró en volandas hasta el pozo. Allí me extrajo solícito un cubo de agua y, acto seguido, corrió de nuevo a su casa escabullándose como un ratón.

Vi con frecuencia este tipo de cosas, casi tantas veces como canciones oí, de modo que, al contemplar esa tierra rebosante de verdor, entendía mejor por qué la región era tan fértil y productiva.

Ese verano faltó poco para que me echara novia. Conocí a una joven preciosa, de las que enamoran. Aún hoy su carita morena resplandece ante mis ojos. Cuando la vi, estaba sentada en la hierba, a la orilla del río, con el pantalón remangado, agitando una vara de bambú mientras cuidaba de unos patos rollizos. Esa chica de dieciséis o diecisiete años pasó conmigo, muy tímida, toda una tarde tórrida. Cada vez que sonreía bajaba profundamente la cabeza. La vi bajarse disimuladamente las perneras del pantalón, y luego ocultar sus pies descalzos en la hierba. Esa tarde estuve diciéndole lo primero que me pasaba por la cabeza, vendiéndole mis planes de llevarla de excursión, y la chica se mostraba asustada y encantada a la vez. Yo al principio estaba muy exaltado, y todas esas cosas las dije de corazón. Sólo me importaba lo feliz y a gusto que me sentía a su lado, sin pensar ni un momento en el futuro. Pero luego, cuando vinieron sus tres hermanos mayores, fuertes como toros, me llevé un susto tremendo y me pareció que tenía que poner pies en polvorosa si no quería verme obligado a tomarla por esposa.

Cuando me encontré con ese anciano llamado Fugui [2], acababa de llegar el verano. Esa tarde, busqué la sombra de un árbol frondoso. El algodón de los campos ya había sido cosechado, y unas cuantas mujeres con pañuelo en la cabeza estaban arrancando los tallos; el trasero se les movía al sacudir el barro adherido a las raíces. Me quité el sombrero de paja y descolgué la toalla para enjugarme el sudor de la cara. A mi lado había una laguna lanzando destellos bajo el sol. Me senté enfrente, apoyado en el tronco de un árbol. Enseguida me vino sueño, así que me tumbé en la hierba, me cubrí el rostro con el sombrero y, con la mochila a modo de almohada, a la sombra del árbol, cerré los ojos.

Así, con diez años menos que ahora, tumbado entre la hierba y la enramada, dormí durante dos horas. Entretanto, alguna que otra hormiga se me subió a las piernas; pero mis dedos, aun en lo más profundo de mi sueño, las expulsaban con certeros capirotazos.

Más tarde, me pareció que había llegado a la orilla un viejo, impulsando su balsa con una pértiga, y se había puesto a dar voces a lo lejos. Me arranqué del sueño, y oí los gritos con nitidez. Al levantarme, vi junto a los campos a un anciano tratando de convencer a un viejo buey.

El buey de labranza, quizá profundamente cansado, permanecía allí plantado, cabizbajo. Detrás, con la espalda desnuda, el anciano que llevaba el arado parecía descontento de la actitud apática del viejo buey. Le oí decir con voz sonora:

– El buey ara el campo, el perro vigila la casa, el monje mendiga, el gallo anuncia la mañana, y la mujer teje, ¿dónde se ha visto un buey que no are? Así ha sido desde la antigüedad. ¡Vamos! ¡Muévete!

Como si reconociera su error, al oír las voces del anciano, el viejo buey cansado levantó la cabeza y avanzó tirando del arado.

Vi que la espalda del anciano y el lomo del buey eran igual de oscuros; dos existencias que entraban en el crepúsculo, surcando el duro suelo de ese campo, alzando terrones como olas en la superficie del agua. Entonces oí al anciano cantar, con voz cascada pero conmovedora, una canción de los viejos tiempos. Primero tarareó un largo preludio, luego llegaron dos versos de la letra:

Me quiere por yerno el emperador,

pero está tan lejos que no pienso ir.

Como estaba lejos, no le apetecía ir a convertirse en yerno del emperador. Al ver al anciano tan presuntuoso, no pude reprimir una carcajada. Quizá porque el buey aminoró el paso, el anciano volvió a gritarle:

– ¡Erxi y Youqing, no aprovechéis para holgazanear! ¡Jiazhen y Fengxia, aráis bien! ¡Y tú, Kugen, tampoco lo haces mal!

¿Cómo podía ser que un solo buey tuviera tantos nombres? Lleno de curiosidad, fui hasta el borde del campo.

– ¿Cuántos nombres tiene este buey? -pregunté al anciano, que se aproximaba.

Se detuvo, apoyado en el arado, y me examinó de arriba abajo.

– Eres de la ciudad, ¿no? -preguntó.

– Sí -asentí.

– Lo he visto a la primera -dijo, ufano.

– Bueno, pero ¿cuántos nombres tiene este buey? -dije.

– Se llama Fugui, sólo tiene un nombre -respondió.

– Pues hace un momento ha usado usted varios.

– ¡Ah, ya! -dijo el anciano riendo con alegría.

Me hizo señas de que me acercara, con aire misterioso. Cuando estuve a su lado, abrió la boca para hablar, pero al ver que el buey erguía el testuz se interrumpió para regañarlo.

– ¡No andes fisgoneando! ¡Baja la cabeza!

Y efectivamente el buey bajó la cabeza.

– No quiero que sepa que trabaja solo -me contó el anciano en voz baja-. Por eso digo otros nombres, para engañarlo. Así, al oír que hay otros bueyes trabajando, no se me enfada, y además trabaja con más ánimo.

Bajo el sol, el anciano reía lleno de vida. Las arrugas de su rostro renegrido se movían de regocijo, llenas de barro incrustado, entrecruzándose como los senderos que separaban los bancales.

Luego el anciano se sentó bajo el árbol frondoso. En esa tarde saturada de sol, me contó su vida.


* * *

Hace más de cuarenta años, mi padre iba y venía por aquí a sus anchas, con su túnica de seda negra y las manos siempre a la espalda.

– Voy a dar una vuelta por mis tierras -le decía a mi madre al salir de casa.

Cuando mi padre andaba por su finca, los aparceros que estaban trabajando, nada más verlo, sujetaban con las dos manos el azadón para saludarlo con todo respeto.

– Amo…

Cuando iba a la ciudad, la gente lo llamaba «señor». Mi padre era un hombre de alta categoría, pero a la hora de cagar era igual que los pobres. No le gustaba cagar en la habitación, en el bacín de al lado de la cama, prefería hacerlo en el campo raso, como el ganado. Cada día, al atardecer, salía de casa, echando eructos que sonaban como cuando croan las ranas, y se iba despacio, despacio, hacia las tinajas de estiércol que había en la entrada del pueblo.

Cuando llegaba a las tinajas, como le daba asco la suciedad de los bordes, se encaramaba encima de una y se ponía en cuclillas. Mi padre era mayor, y a la mierda, que envejecía con él, le costaba salir; así que nosotros, desde casa, oíamos los gritos de dolor que pegaba allá en la entrada del pueblo.

Mi padre llevaba varias décadas cagando así, y a los sesenta y tantos todavía era capaz de encaramarse a la tinaja del estiércol y quedarse allí en cuclillas un buen rato. Tenía las piernas tan fuertes como las garras de los pájaros. Le gustaba mirar cómo el cielo se iba oscureciendo poco a poco, hasta cubrir por completo sus campos. Cuando mi hija Fengxia tenía tres o cuatro años, iba mucho a la entrada del pueblo a ver cagar a su abuelo. Mi padre, a fin de cuentas, era mayor, y de tanto quedarse en cuclillas encima de la tinaja le temblaban un poco las piernas.

– Abuelo, ¿por qué te mueves así? -le preguntaba Fengxia.

– Es el viento -le decía él.

En aquellos tiempos, la situación económica de nuestra familia todavía no era mala. Los Xu teníamos más de cien mu [3] de tierra: todo lo que ves de aquí hasta las chimeneas de esa fábrica era nuestro. Mi padre y yo éramos el señorón y el señorito, conocidos en todas partes. Cuando íbamos andando, nuestros zapatos de suela herrada sonaban como monedas entrechocándose. Mi mujer, Jiazhen, era hija del tratante de arroces de la ciudad. Ella también era de familia rica. Cuando una mujer rica se casa con un hombre rico, se juntan dos fortunas, y el dinero -cataclín, cataclín- corre que da gusto. Hace ya cuarenta años que no oigo ese sonido.

Yo era el inútil de la familia Xu. Por decirlo como mi padre, era un bastardo.

Estudié unos años en la escuela privada. Lo que más me gustaba era cuando el maestro, con su túnica larga, me mandaba leer en voz alta. Entonces yo me levantaba, con el Texto de los mil caracteres [4] en la mano, encuadernado a la antigua, y decía al maestro:

– Escúchame bien, chaval, que tu padre te va a leer un trozo.

Y mi maestro, que tenía más de sesenta años, le decía a mi padre:

– No cabe duda de que el joven amo tiene todas las papeletas para, de mayor, ser un mangante de tomo y lomo.

Desde pequeño no tuve remedio, eso lo decía mi padre. El maestro de casa decía que yo era como la madera podrida, imposible de tallar. Ahora, cuando lo pienso, veo que tenían razón, pero al principio no me lo parecía. Pensaba que yo era rico, que era la única vara de incienso de la familia Xu, su único descendiente, y que, si me apagaba, el linaje de los Xu quedaría sin posteridad.

Yo nunca iba a la escuela a pie, me llevaba a cuestas uno de los peones de mi casa. Y, cuando salía de clase, él ya estaba allí, respetuosamente agachado y en cuclillas. Entonces yo me subía a su espalda y le daba unas palmadas en la cabeza.

– ¡Changgen, a correr! -le decía.

Y el peón Changgen echaba a correr. Yo iba tambaleándome como un gorrión en la punta de una rama.

– ¡Vuela! -le ordenaba.

Y Changgen se ponía a dar saltos, para dar la impresión de que volaba.

Ya de adulto, me gustaba ir de picos pardos a la ciudad. A menudo me pasaba diez o quince días sin volver a casa. Iba vestido de seda blanca, con el pelo pringoso de brillantina, liso y reluciente. Cuando me ponía delante del espejo y me veía así, con la cabeza toda barnizada de negro, me parecía que tenía la pinta de un ricachón.

Me gustaba andar metido en burdeles y oír a esas mujerzuelas que se pasaban la noche de cháchara y risitas. Escucharlas daba tanto gusto como cuando te rascas donde te pica. El hombre, una vez que es capaz de pasarse el día de putas, ya no puede evitar darse al juego. Ir de putas y apostar son tan inseparables como el brazo y el hombro. Con el tiempo fui prefiriendo el juego, y lo de ir de putas ya sólo lo hacía para relajarme un poco, igual que cuando bebes mucha agua y tienes que aliviarte o, hablando en plata, tienes que mear. En cambio, el juego era completamente diferente. Me divertía y, al mismo tiempo, me ponía muy tenso. Pero sobre todo era esa tensión lo que me daba un bienestar indescriptible.

Antes me pasaba la vida rascándome la barriga, todo el día apático. Por las mañanas, al despertarme, mi única preocupación era cómo iba a matar el tiempo ese día. Mi padre no paraba de quejarse y me regañaba por no haber honrado a los antepasados. Yo pensaba que honrar a los antepasados tampoco era algo que sólo pudiera hacer yo, y decía para mis adentros: «¿A santo de qué no voy a poder yo disfrutar de la vida por pensar en latazos como honrar a los antepasados?» Además, mi padre, de joven, era igual que yo. Los ancestros de mi familia tenían más de doscientos mu de tierra. Cuando llegaron a sus manos, empezó a tirar la casa por la ventana, y enseguida los doscientos se quedaron en cien.

– Tú tranquilo, hombre, que ya honrará mi hijo a los antepasados -le dije un día.

Siempre hay que dejar algo bueno a la siguiente generación, ¿no? Al oírlo, mi madre se echó a reír y me contó en secreto que mi padre, de joven, había dicho exactamente lo mismo a mi abuelo. Así que yo pensé: «¡Claro, ahí está! Se empeña en que haga yo lo que él fue incapaz de hacer, ¿cómo voy a aceptarlo?»

En esa época, mi hijo Youqing aún no había nacido, y mi hija Fengxia acababa de cumplir cuatro años. Jiazhen estaba embarazada, de seis meses y, como es natural, estaba más bien feúcha. Andaba como si fuera sujetando un panecillo con la entrepierna, con los pies hacia fuera en lugar de hacia delante, y yo le tomé manía.

– ¡Tú, desde luego, basta que te sople el viento para que te pongas hecha una bola! -le decía.

Jiazhen nunca me llevaba la contraria. Al oír esas palabras tan denigrantes, hacía de tripas corazón y se limitaba a contestar con dulzura:

– Pues el viento no fue.

A partir de cuando me puse a jugar, en cambio, sí que quise de verdad honrar a los antepasados recuperando ese centenar de mu que mi padre había perdido. Un día de ésos, mi padre me preguntó qué demonios hacía yo vagueando en la ciudad.

– Ya no hago el vago, me dedico a los negocios -le dije.

– ¿Qué negocios?

Al oír mi respuesta, se puso hecho un basilisco. De joven, él también había contestado lo mismo a mi abuelo, y sabía que yo jugaba. Se quitó uno de sus zapatos de tela y se puso a pegarme. Yo iba apartándome y esquivándolo, creyendo que serían unos cuantos golpes y ya está. Pero ese padre mío, que no tenía fuerzas más que para toser, cuanto más pegaba más se ensañaba. Además, ¡ni que yo fuera una mosca, para que anduviera él arreándome zapatazos!

– ¡Padre, para de una puñetera vez! -le dije agarrándole la mano-. ¡Di tú que te lo consiento porque me trajiste al mundo, que si no…! ¡Que pares de una puñetera vez!

Lo tenía agarrado por la derecha, pero él se quitó el otro zapato con la izquierda, con intención de seguir pegándome. Le agarré también la izquierda, así ya no podía hacer nada. Estuvo un buen rato temblando de rabia antes de gritarme:

– ¡Bastardo!

– ¡Vete a la mierda!

Lo empujé con las dos manos, y él dio un traspié y cayó de culo en un rincón.

De joven, lo que es comer, beber, ir de putas, jugar, todo lo que hace un sinvergüenza, lo hice. El burdel adónde iba más a menudo tenía un nombre simple: La Casa Verde [5]. Había allí una puta regordeta que me gustaba mucho. Cuando andaba, sus nalgas parecían los dos faroles que se balanceaban colgados a la entrada. Cuando estaba en la cama dale que te pego, yo, que estaba encima de ella, tenía la impresión de estar tumbado en un barco que fuera meciéndose, meciéndose, en las aguas de un río. Muchas veces le pedía que me llevara a cuestas de paseo, y así íbamos por la calle, yo montado encima de ella como a lomos de un corcel.

Mi suegro, el señor Chen, tratante de arroces, estaba detrás del mostrador de su tienda, con su túnica de seda negra. Cada vez que pasábamos por delante, yo frenaba a la puta tirándole del pelo, me quitaba el sombrero y le presentaba mis respetos a mi suegro.

– ¿Qué tal se encuentra últimamente?

A mi suegro se le quedaba cara de huevo de mil años, [6] y yo seguía mi camino muerto de risa. Más tarde, mi padre me contó que varias veces mi suegro había enfermado del coraje que yo le provocaba.

– ¡Venga ya! Si tú, que eres mi padre, nunca te has cabreado como para caer enfermo, ¿por qué demonios voy a tener yo la culpa cada vez que a él le da un patatús?

Mi suegro me temía, y yo lo sabía. Cuando pasaba por delante de la tienda montado en la puta, él, veloz como una rata, se escabullía en la trastienda. No se atrevía a recibirme. Pero un yerno, cuando pasa por delante de la tienda de su suegro, alguna muestra de cortesía tiene que tener, ¿no?, ¡qué menos! Así que lo saludaba a voz en grito mientras él huía.

La vez más espectacular fue después de la rendición de los retacos japoneses, cuando el ejército nacional estaba a punto de entrar en la ciudad recuperando el territorio perdido.

Ese día había una animación de las de verdad. Las aceras estaban abarrotadas de gente con banderines de colores; en todas las tiendas ondeaba la bandera con el sol blanco sobre fondo azul cielo; mi suegro, además, había colgado en la fachada de la suya un retrato de Chiang Kai-shek tan grande como la puerta doble, y sus tres empleados estaban firmes debajo del bolsillo izquierdo de Chiang.

Ese día me había pasado toda la noche jugando en La Casa Verde. Tenía la cabeza espesa y pesada, como si fuera un saco de arroz colocado sobre mis hombros. Pensé que llevaba algo más de quince días sin volver a casa y que la ropa me olía a agrio, así que saqué de la cama a la puta gorda y le dije que me llevara a casa. Mandé que nos siguiera un palanquín que la llevara de vuelta al burdel una vez que me dejara en mi casa.

La puta iba refunfuñando mientras me llevaba a cuestas hacia la puerta de la ciudad. Decía algo así como que ni al dios del trueno se le ocurría despertar a la gente que duerme; que ella acababa de quedarse dormida cuando yo la desperté; y que yo era un desalmado. Le metí un yuan de plata por el escote, y eso le cerró el pico. Nos acercábamos a la puerta de la ciudad cuando vi toda esa gente a cada lado de la calle, y de repente recobré toda mi energía.

Mi suegro era el presidente del gremio de comerciantes de la ciudad. Lo vi desde muy lejos, dando órdenes en medio de la calle.

– ¡Firmes! -gritaba-. ¡Firmes! ¡En cuanto llegue el ejército nacional, todos a aplaudir y a jalear!

– ¡Por ahí viene, por ahí viene! -gritó alguien riendo, al verme llegar.

Mi suegro creyó que el que venía era el ejército nacional y se hizo a un lado inmediatamente. Yo presionaba con las piernas los costados de la puta, como se azuza un caballo.

– ¡Corre, corre! -le decía.

En medio de las risotadas de la multitud que había en las aceras, la puta, jadeando y conmigo a cuestas, se echó a trotar.

– ¡De noche me aplastas y de día me montas! -renegaba ella-. ¡Eres un desalmado! ¡Tú lo que quieres es matarme!

Yo, con una sonrisa de oreja a oreja, iba distribuyendo saludos y reverencias a diestro y siniestro. Y cuando llegamos a la altura de mi suegro, frené a la puta con un tirón de pelo.

– ¡So, so!

Ella pegó un grito y se paró.

– Mi señor suegro, vuestro yerno os desea los buenos días.

Esa vez sí que dejé a mi suegro en el más completo de los ridículos. Se quedó allí pasmado, con los labios temblando.

– Venerable pariente, márchese -dijo por fin al cabo de un rato, con una voz cavernosa que ni siquiera parecía la suya.

Por supuesto, mi mujer Jiazhen estaba al corriente de esas correrías mías por la ciudad. Jiazhen era una buena mujer. Haber tenido en esta vida la suerte de casarme con una mujer tan sensata y virtuosa debe de ser una compensación por haber sido un perro en la anterior y habérmela pasado ladrando. Conmigo, siempre ponía a mal tiempo buena cara. Cuando yo andaba por ahí haciendo el ganso, ella sufría por dentro, pero nunca me reprochó nada, igual que mi madre.

Realmente, mis juergas en la ciudad fueron un poco excesivas. Jiazhen, como es natural, vivía con el corazón en un puño, tan angustiada que no podía quedarse con los brazos cruzados. Un día, yo había vuelto de la ciudad y acababa de sentarme. Jiazhen vino, toda risueña, trayendo una bandeja con cuatro platos que colocó delante de mí, y me llenó un vaso de vino. Luego se sentó a mi lado por si necesitaba algo más. Su sonrisa radiante me extrañó, me preguntaba qué podía haber pasado que le diera esa alegría, me rompí la cabeza tratando de ver si había algo que celebrar. Se lo pregunté, pero ella no contestó; se limitó a mirarme con su sonrisa radiante.

Los cuatro platos eran de verdura, y Jiazhen los había preparado cada uno de una manera distinta. En cambio, todos tenían en el fondo un trozo de carne de cerdo de igual tamaño. Al principio, no le di importancia. Pero al llegar al último cuenco, vi que debajo de la verdura también había un trozo de carne de cerdo. Primero me quedé parado, pero luego me eché a reír. Me di cuenta de lo que quería decir Jiazhen. Me estaba indicando: las mujeres pueden parecer diferentes de cintura para arriba, pero de cintura para abajo son iguales.

– Eso ya lo sabía -le dije.

Lo sabía, sí, pero con todo y eso, cuando veía a una mujer que parecía diferente de cintura para arriba, seguía pensando que lo era de cintura para abajo, no tenía remedio.

Jiazhen era así. Si estaba descontenta conmigo, nunca lo mostraba; lo que hacía era llamarme la atención de manera indirecta y dando rodeos. Pero yo no aprendía ni por las buenas ni por las malas. Ni los zapatazos de mi padre ni los platos de Jiazhen lograban detenerme: a mí, erre que erre, me seguía gustando ir a la ciudad y andar metido en burdeles. Mi madre era la única que sabía de verdad lo que tenemos los hombres en la cabeza.

– Los hombres son todos unos gatos golosos -le decía a Jiazhen.

Con esas palabras, mi madre no sólo me justificaba, también revelaba el pasado oscuro de mi padre. Él estaba en su silla; al oírlo, entornaba los ojos dejándolos como dos rendijillas, y se reía. De joven, él tampoco era nada formal. Sólo de viejo, cuando ya no le daba el cuerpo para andar follando, sentó cabeza.

La Casa Verde también era donde yo jugaba, casi siempre al mah-jong, al paijiu [7] o a los dados. Cada vez que jugaba perdía y, cuanto más perdía, más deseaba recuperar los más de cien mu de tierra que había dilapidado mi padre de joven. Al principio, cuando perdía, pagaba al contado. Cuando dejé de tener dinero, iba a robar las joyas de mi madre o de Jiazhen. Hasta llegué a robar la gargantilla de oro de mi hija. Luego ya pasé directamente a pagar a crédito. Mis acreedores conocían la situación económica de mi familia, de modo que me fiaban. Y a partir de entonces ya no supe ni cuánto perdía. Tampoco me lo decían los acreedores: cada día que pasaba iban contando para sus adentros los cien mu de tierra de mi familia.

Hasta después de la Liberación no supe que los ganadores habían amañado las partidas. Con razón perdía yo siempre: habían ido cavando una trampa para hacerme caer en ella.

En esa época, había en La Casa Verde un tal señor Shen, de casi sesenta años. Tenía los ojos más relucientes que los de un gato. Vestía una túnica de algodón azul, y andaba más tieso que un pincel. Normalmente estaba sentado en un rincón, con los ojos cerrados, como echando una cabezada. Sólo cuando las apuestas iban creciendo en la mesa de juego, el señor Shen carraspeaba, se acercaba despacito, elegía un sitio para mirar la partida y, cuando llevaba un rato mirando, curiosamente, alguien se levantaba y le cedía el sitio.

– Señor Shen, siéntese aquí.

El señor Shen se remangaba la túnica y se sentaba.

– Sigan, por favor -decía a los otros tres jugadores.

En La Casa Verde nunca se había visto al señor Shen perder. Cuando mezclaba las fichas con esas manos de venas azules e hinchadas, sólo se oía el ruido -cshh, cshh-, pero las fichas iban aumentando o disminuyendo, apareciendo y desapareciendo bajo sus manos. Hasta me dolían los ojos al mirarlo.

– Un jugador depende por completo de sus ojos y sus manos -me dijo un día, bebido-. Tiene que entrenar los ojos hasta que se vuelvan penetrantes como garras, y las manos hasta que se vuelvan escurridizas como anguilas.

El año en que se rindieron los retacos japoneses, llegó Long Er. Long Er tenía una mezcla de acentos del norte y del sur. Nada más oír su pronunciación te dabas cuenta de que era un tipo complicado. Había estado en muchas partes y había visto a gente de todo el mundo. No vestía túnica, llevaba un traje de seda blanca. Con él venían otros dos, que le llevaban dos grandes maletas de mimbre.

Las partidas entre el señor Shen y Long Er eran realmente apasionantes. El salón de juego de La Casa Verde estaba abarrotado. Jugaban el señor Shen y ellos tres. Long Er tenía detrás un camarero que le sostenía una bandeja de toallitas secas. De vez en cuando, Long escogía una y se limpiaba las manos. No se las limpiaba con toallitas húmedas, a todos nos extrañó. Y lo hacía como si acabara de comer.

Al principio, Long Er perdía siempre, pero no parecía importarle en absoluto. En cambio, los dos hombres que había traído con él no podían disimular su disgusto: uno no paraba de renegar y refunfuñar; el otro, de lamentarse y de suspirar. En cuanto al señor Shen, a pesar de que llevaba todo el rato ganando, no se le veía la menor expresión de triunfo. Fruncía el ceño igual que si hubiera perdido mucho dinero. Estaba cabizbajo, pero con los ojos clavados como chinchetas en las manos de Long Er. El señor Shen era ya mayor, llevaba media noche jugando, y empezó a costarle respirar y a sudarle la frente.

– Vamos a jugar la definitiva -dijo.

– De acuerdo -contestó Long Er tras alcanzar una toallita y limpiarse las manos.

Amontonaron el dinero sobre la mesa, ocupando casi todo el espacio; sólo quedaba un hueco en el centro. Cada uno recibió cinco cartas. Tras enseñar cuatro, a los compañeros de Long Er se les cayó el alma a los pies.

– Se acabó, hemos vuelto a perder -dijeron apartando las cartas.

– No habéis perdido, habéis ganado -se apresuró a decir Long Er mientras enseñaba la carta que le quedaba.

Era un as de picas.

Nada más verlo, sus compañeros se pusieron a reír. En realidad, la última carta del señor Shen también era un as de picas. Llevaba tres ases y dos reyes; y uno de los compañeros de Long Er, tres reinas y dos sotas. Pero Long Er había sido el primero en enseñar el as de picas. El señor Shen se quedó de piedra, y así estuvo un buen rato antes de recoger sus cartas.

– He perdido -dijo.

Tanto el as de picas de Long Er como el del señor Shen habían salido de sus respectivas mangas. En una sola baraja no puede haber dos ases de picas. Pero como Long Er se le había adelantado, el señor Shen sabía que no le quedaba más remedio que reconocer su derrota. Era la primera vez que veíamos al señor Shen perder. Se apoyó en la mesa para levantarse, saludó a Long Er y los otros dos, dio media vuelta y fue hacia la salida.

– Estoy viejo -dijo sonriendo al llegar a la puerta.

A partir de entonces, nadie volvió a ver al señor Shen. Dicen que ese mismo día, al amanecer, tomó un palanquín y se fue.

Al irse el señor Shen, Long Er se convirtió en el gran maestro fullero del lugar. Era diferente del señor Shen. El señor Shen sólo ganaba, nunca perdía. En cambio, Long Er solía perder cuando las apuestas eran bajas, pero no perdía una sola partida si las apuestas eran altas. Yo jugué muchas veces, allí en La Casa Verde, con Long Er y sus hombres. Unas veces gané y otras perdí, de modo que yo no tenía la impresión de haber perdido tanto. En realidad, cuando ganaba yo, siempre era poco dinero. Y cuando perdía era mucho. Vivía engañado, creyendo que estaba a punto de honrar a mis antepasados.

La última vez que jugué, se presentó Jiazhen. Estaba cayendo la tarde; me lo dijo Jiazhen mucho después, porque yo en ese momento no tenía ni idea de si era de día o de noche. Jiazhen, con su barrigota, había encontrado La Casa Verde. Mi hijo Youqing, en su vientre, tendría siete u ocho meses. Cuando me encontró, se arrodilló ante mí sin decir ni mu. Al principio, ni me di cuenta. Ese día estaba teniendo mucha suerte. De diez tiradas, ocho o nueve salía el número que yo quería. Long Er, sentado delante de mí, al ver el número se echó a reír.

– Hermano, he vuelto a perder.

Desde que Long Er había ganado al señor Shen, ya nadie en La Casa Verde se atrevía a jugar con él a las cartas. Yo tampoco. Él y yo sólo jugábamos a los dados. Lo malo es que a Long Er también se le daban muy bien los dados. Ganaba mucho más que perdía. Pero ese día lo tenía yo en mis manos, él no había parado de perder. Long Er tenía un cigarrillo entre los labios y entornaba los ojos haciendo como si tal cosa. Incluso se reía cada vez que perdía. Pero luego, cuando empujaba hacia mí el dinero, con esos brazos esmirriados que tenía, lo hacía de muy mala gana. Yo pensaba: «Long Er, alguna vez tenías que sufrir.» Todo el mundo es igual, cuando alargan la mano para vaciar los bolsillos a los demás, todo es alegría y sonrisas. Pero cuando les toca a ellos soltar los cuartos, no falla: cara de entierro.

Estaba yo de lo más contento, cuando alguien me tiró suavemente de la ropa. Bajé la mirada, y era mi mujer. Al verla allí de rodillas, me puse hecho un basilisco, pensando que mi hijo se había arrodillado sin haber nacido siquiera. Me pareció de muy mal agüero.

– ¡Levántate, levántate! ¡Levántate de una puta vez! -le dije.

Jiazhen me obedeció, ya ves, y se puso inmediatamente de pie.

– ¿A qué has venido? -le dije-. ¡Vuelve a casa ahora mismo!

Luego dejé de hacerle caso para observar a Long Er, que agitaba los dados con las dos manos pegadas, como si estuviera venerando a Buda. Apenas los lanzó, se quedó desencajado.

– Si es que tocar el culo a las mujeres trae mala suerte -dijo.

– Pues vaya a lavarse las manos, Long Er -le dije al ver que yo había vuelto a ganar.

– Lávese usted la boca antes de hablar -respondió riendo.

Jiazhen volvió a tirarme de la ropa. La miré, y se había arrodillado de nuevo.

– Vuelve conmigo a casa -dijo con un hilo de voz.

¿Volver yo con la mujer a casa? ¿Acaso Jiazhen no me estaba dejando en ridículo a propósito? Me subió el cabreo de repente. Miré a Long Er y sus hombres, ellos me miraban a mí riéndose.

– ¡Lárgate ahora mismo! -grité a Jiazhen.

– Vuelve conmigo a casa -insistió ella.

Le di dos bofetadas. La cabeza de Jiazhen se bamboleó como un tentetieso. A pesar de los golpes, ahí siguió ella, arrodillada.

– Si no vuelves conmigo a casa, no me levanto.

Cuando lo pienso ahora, se me encoge el corazón. Yo de joven era un cabronazo hijo de puta. Una mujer tan buena, y yo le pegué y le di patadas. Pero aun así, ella siguió arrodillada. Le pegué tanto que hasta yo mismo me aburrí. Se le había soltado el pelo y se había tapado la cara anegada en llanto. Entonces cogí un puñado del dinero que había ganado, se lo di a dos de los hombres que estaban mirando a cambio de que la arrastraran hasta fuera.

– Cuanto más lejos, mejor -les dije.

Cuando se la llevaron a rastras, Jiazhen iba protegiéndose con las manos el vientre abultado. Allí dentro iba mi hijo. La echaron a la calle sin que lanzara un grito ni un chillido. Cuando la dejaron allí tirada, ella se puso en pie apoyándose en la pared. Para entonces ya había oscurecido por completo, y ella emprendió sola el camino de vuelta, poco a poco. Tiempo después le pregunté si en ese momento había llegado a odiarme a muerte.

– No -respondió moviendo la cabeza.

Mi mujer se fue, enjugándose las lágrimas, hasta la entrada a la tienda de cereales de su familia, y allí se quedó un buen rato. Veía la silueta de la cabeza de su padre proyectada en la pared por la luz de la lámpara de aceite. Sabía que el hombre estaba comprobando las cuentas. Se quedó allí un momento, sollozando, y se fue.

Esa noche, Jiazhen anduvo más de diez li [8] en las tinieblas hasta casa. Ella sola, una mujer, y además embarazada de siete meses de Youqing, por un camino plagado de perros ladrando, de baches y charcos, después del aguacero que había caído.

Años atrás, Jiazhen todavía era una estudiante. En aquella época había escuela nocturna en la ciudad, y allí iba ella, con vestido manchú [9] de color blanco y una lámpara de petróleo en la mano. Iba con unas compañeras suyas. Al doblar una esquina, la vi acercarse, cimbreándose; los tacones repiqueteaban en el pavimento de piedra, clic clac, clic clac, como gotas de lluvia. Me quedé mirándola fijamente. En aquella época, Jiazhen era preciosa, con el pelo bien peinado, recogido detrás de las orejas, y el vestido que le iba haciendo arruguitas en la cintura al andar. En ese momento, pensé: «Quiero que sea mi mujer.»

Cuando Jiazhen y sus amigas se alejaron riendo y cuchicheando, pregunté a un zapatero remendón sentado en la acera:

– ¿De quién es esa chica?

– Es la noble hija de los Chen, los de la tienda de arroces -contestó el zapatero.

Nada más llegar a mi casa, fui a ver a mi madre.

– Corre a buscar a una casamentera, que quiero tomar por esposa a la hija de Chen, el dueño del negocio de cereales.

A partir del momento en que echaron a Jiazhen esa noche, empecé a tener mala suerte. Perdí varias manos seguidas. Ante mis ojos, la montañita de dinero que había acumulado encima de la mesa se quedó en menos que un charco de lavazas. Long Er no paraba de reírse, se le iba a deshacer la cara de tanta risa. Estuve jugando hasta el amanecer, la cabeza me daba vueltas y la vista se me nublaba; del estómago me subía un aliento apestoso. En la última partida aposté la cantidad más alta que me había jugado nunca. Me escupí en las manos para frotármelas pensando que toda la suerte del mundo se concentraba en esa tirada. Justo cuando iba a coger los dados, Long Er alzó la mano para detenerme.

– Un momento -dijo-. Traiga una toalla caliente para el señor Xu -ordenó haciendo señas a un camarero.

A esas horas, todos los observadores de la partida se habían ido a dormir y sólo quedábamos los jugadores, los otros dos eran los hombres de Long Er. Más tarde me enteré de que Long Er había sobornado a ese camarero. Me trajo la toalla caliente y, mientras me frotaba la cara con ella, Long Er aprovechó para cambiar a escondidas los dados. Los que sacó estaban trucados. Yo no me di cuenta de nada. Cuando acabé de frotarme la cara, tiré la toalla a la bandeja, cogí los dados y los sacudí como si me fuera la vida en ello. Lancé: la cosa no iba mal, había sacado una puntuación bastante alta.

Cuando le tocó el turno a Long Er, puso sus dados en siete. El puñetero levantó las manos y dio una fuerte palmada gritando:

– ¡Siete!

En esos dados había hecho un agujero y había metido mercurio. Cuando Long Er dio la palmada, el mercurio cayó al fondo, así que, cuando los lanzó, de repente pesaban; rodaron un poco y se pararon en el siete.

Cuando vi que había salido el siete, me zumbó la cabeza: esa vez había perdido en serio. Luego, pensé: «Al fin y al cabo, siempre puedo dejarlo a deber, ya tendré ocasión de volver a ganar», y desapareció la preocupación.

– Póngalo en mi cuenta -le dije, levantándome.

Long Er me hizo seña de que volviera a sentarme.

– Ya no puede dejar a deber nada más -dijo-. Ha perdido los cien mu. Si le hiciera crédito otra vez, ¿con qué me pagaría?

Al oírlo, interrumpí bruscamente mi bostezo.

– No es posible, no es posible -dije de un tirón.

Entonces Long Er y los otros dos acreedores sacaron el libro de cuentas y fueron sumando cada una de las cantidades. Long Er me dio unas palmadas en la cabeza, que había agachado para mirar.

– Joven señor, ¿lo ve? Todas llevan su firma.

Me di cuenta de que había empezado a deberles dinero seis meses atrás y que, en esos seis meses, había ido perdiendo todas las propiedades que me habían dejado mis antepasados.

– Dejen de contar -dije cuando llegaron a la mitad.

Volví a levantarme y, como un pollo apestado, salí de La Casa Verde. Para entonces, ya era totalmente de día, y me quedé allí parado, en la calle, sin saber hacia dónde dirigirme.

– Buenos días, joven amo Xu -saludó a voces, al verme, un conocido que llevaba una cesta de tofu.

Su voz me sobresaltó del susto. Me quedé mirándolo, pasmado.

– ¡Vaya pinta tiene! -dijo risueño-. ¡Está hecho polvo!

El hombre creía que me habían agotado esas mujerzuelas, no sabía que acababa de arruinarme y que me había quedado más pobre que un jornalero. Con una sonrisa amarga, miré cómo se alejaba. Pensé que sería mejor no quedarme allí parado y me puse en camino.

Cuando llegué cerca de la tienda de arroces de mi suegro, dos empleados estaban quitando el panel de la puerta. Al verme soltaron una risita creyendo que iba a pasar por delante saludando a gritos a mi suegro, pero ¿cómo iba yo a tener valor para eso? Todo encogido, pegado a las casas del otro lado, pasé como una exhalación. Oí a mi suegro toser en el interior y luego, ¡ptu!, lanzar un escupitajo al suelo.

Así, completamente aturdido, llegué a las puertas de la ciudad. Por unos instantes, olvidé que acababa de perder toda la fortuna de mi familia, iba con la cabeza vacía, como un avispero después de golpearlo. Pero al salir de la ciudad y ver ese camino que se alejaba en diagonal ante mis ojos, me entró miedo; me pregunté qué iba a hacer. Di unos pasos, pero no podía andar. No se veía un alma por ninguna parte, y pensé en ahorcarme con un cinturón y acabar de una vez. Así pensando, eché a andar de nuevo. Pasé delante de un olmo, pero sólo le lancé una ojeada, sin ninguna intención de desabrocharme el cinturón. En realidad, no quería morir, sólo era una manera de desahogar mi furia conmigo mismo. Pensé que esa maldita deuda no moriría conmigo.

«Fuera. Ni hablar de suicidarse», me dije a mí mismo.

Esa deuda iba a tener que saldarla mi padre. Y al pensar en mi padre, el corazón me dio un vuelco. Esta vez, a ver si no iba a matarme a palos. Así iba yo cavilando, y por muchas vueltas que le diera, no veía más salida que la muerte, así que, a fin de cuentas, para eso valía más volver a casa: si mi padre me mataba a palos, siempre sería mejor que acabar ahorcado como un perro vagabundo.

En ese poco rato, me quedé chupado, con los ojos hundidos, y yo ni me di cuenta. Cuando llegué a casa y me vio mi madre, lanzó un chillido del susto que se llevó.

– ¿Eres Fugui? -me preguntó.

Asentí mirándola con una sonrisa forzada. Le oí decir algo más entre gritos y exclamaciones, pero dejé de hacerle caso. Empujé la puerta y fui a mi habitación. Jiazhen, que estaba peinándose, también se asustó al verme. Se quedó mirándome boquiabierta. Al recordar cómo había ido la noche anterior a pedirme que volviera a casa, y yo le había dado golpes y patadas, caí de rodillas, ¡catapún!, a sus pies.

– Jiazhen -le dije-, estoy perdido.

Y rompí en sollozos. Jiazhen vino enseguida y trató de ayudarme a levantarme. Pero ¿cómo iba a poder conmigo, llevando dentro a Youqing? Así que llamó a mi madre, y entre las dos me llevaron hasta la cama. Nada más tumbarme, empecé a echar espuma por la boca, como si me estuviera muriendo. ¡Menudo susto se llevaron, las pobres! Me dieron golpecitos en los hombros, me sacudieron la cabeza.

– He perdido toda nuestra fortuna -les dije apartándolas.

Al oírlo, mi madre se quedó atónita.

– ¿Qué has dicho? -preguntó después de mirarme intensamente.

– Que he perdido toda nuestra fortuna -repetí.

Mi aspecto la convenció. Se cayó sentada al suelo.

– De tal palo, tal astilla -dijo enjugándose las lágrimas.

Incluso en un momento como ése, mi madre me quería. No me culpaba a mí, sino a mi padre.

Jiazhen también lloraba.

– Lo que importa ahora es que no vuelvas a jugar dijo mientras me masajeaba la espalda con los puños.

Lo había perdido absolutamente todo, aunque quisiera jugar no tenía ni qué apostar. Oí a mi padre protestar y refunfuñar allí en su habitación. El hombre todavía no sabía que era más pobre que las ratas, sólo le molestaban los sollozos de las dos mujeres. Al oírlo, mi madre dejó de llorar. Se puso en pie y salió, y Jiazhen con ella. Sabía que iban al cuarto de mi padre. Al poco rato, lo oí gritar:

– ¡Bastardo!

En ese momento, mi hija Fengxia entró muy agitada y cerró la puerta.

– Padre, corre a esconderte, que el abuelo va a venir a pegarte -dijo con un hilo de voz.

Me quedé mirándola sin inmutarme, así que ella se acercó a tirarme de la mano y, al ver que no podía moverme, se echó a llorar. Verla así me partió el corazón. Tan pequeñita y ya era capaz de proteger a su padre. Sólo con mirarla sentí que merecía que me descuartizaran.

Oí a mi padre venir hecho una furia.

– ¡Bastardo! ¡Te voy a hacer pedazos! ¡Te voy a capar! ¡Te voy a hacer picadillo, cabronazo hijo de puta!

Yo pensaba: «Pasa, padre, hazme picadillo.» Pero mi padre llegó hasta la puerta, se tambaleó y cayó al suelo inconsciente. Mi madre y Jiazhen, gritando, corrieron a levantarlo para llevarlo hasta su cama. Al cabo de un rato, oí a mi padre llorar con voz de oboe.

Una vez en cama, se pasó allí tres días. El primero, llorando como un desesperado. Luego dejó el llanto y empezó a lanzar suspiros. Uno tras otro llegaban a mi habitación.

– ¡Es un castigo del cielo! ¡Un castigo del cielo!

El tercer día, mi padre empezó a recibir visitas en su cuarto, tosiendo ruidosamente y hablando todo el día en voz baja, de modo que no lo oía. Al anochecer, vino mi madre a decirme que me llamaba mi padre. Me levanté, pensando que esta vez sí que estaba perdido de verdad: mi padre llevaba tres días descansando y tenía fuerza para descuartizarme; como mínimo me daría una paliza hasta dejarme medio muerto. Iba yo pensando: «Por mucho que me pegue, no debo devolverle los golpes.» Al acercarme a la habitación de mi padre iba sin fuerza, con flojera en el cuerpo y las piernas que parecían falsas. Entré en la habitación y me coloqué detrás de mi madre, espiando a mi padre a hurtadillas a ver qué pinta tenía allí tumbado. Él me miró con los ojos desorbitados y los bigotes blancos temblando.

– Sal -le dijo a mi madre.

Mi madre se fue de mi lado. Cuando salió, sentí el corazón desfallecer, esperando que en cualquier momento mi padre saltara de la cama y se abalanzara sobre mí. Pero se quedó tumbado, sin moverse. El edredón que lo cubría resbaló y quedó arrastrando por el suelo.

– Fugui… -me llamó-. Siéntate -dijo dando palmadas en la cama.

El corazón me golpeaba en el pecho cuando fui a sentarme a su lado. Puso su mano sobre la mía. La tenía fría como el hielo, y ese frío me atravesó el corazón.

– Fugui, las deudas del juego no dejan de ser deudas. Y desde siempre, las deudas hay que saldarlas. He hipotecado los más de cien mu de tierra y esta casa. Mañana me traerán el dinero en monedas de cobre. Yo ya soy viejo, no podré con esa carga, así que ve tú mismo a llevar el dinero y saldar la deuda.

Al acabar, lanzó un largo suspiro. Al oír sus palabras, se me llenaron los ojos de lágrimas. Sabía que no iba a luchar conmigo a muerte, pero lo que dijo fue tan doloroso como si me hubiera cortado el cuello con un cuchillo mal afilado, sin decapitarme del todo; me dejó más muerto que vivo.

– Ve a dormir, anda -dijo mi padre dándome palmadas en la mano.

Al día siguiente, al amanecer, acababa de levantarme cuando vi a cuatro hombres entrar en el patio de casa. En cabeza iba un ricachón vestido de seda. Se volvió hacia los tres porteadores vestidos de algodón basto.

– Dejadlo en el suelo -dijo con una seña de la mano.

Los porteadores depositaron sus cargas en el suelo y se secaron el sudor con el bajo de la camisa.

– Señor Xu -dijo a voces, dirigiéndose a mi padre aunque mirándome a mí-, ya está aquí lo que pidió.

Mi padre salió, sin parar de toser, con los títulos de propiedad de las tierras y la casa, y se los entregó.

– Gracias por haberse tomado la molestia de venir hasta aquí -dijo con una reverencia.

– Aquí está todo, puede contarlo -le dijo el hombre señalando los canastos de las tres palancas, que contenían las monedas de cobre.

Mi padre no se daba aires de ricachón.

– No, no es necesario -dijo, sencillo y respetuoso como un pobre-. Pase y tómese un té.

– No, gracias -dijo el hombre-. Éste debe de ser el joven amo, ¿no? -preguntó a mi padre mirándome.

Mi padre asintió.

– Cuando vayas a entregar esto -me dijo con una risita-, cúbrelo con hojas de calabaza, no sea que te lo roben.

A partir de ese día, recorrí los más de diez li que había hasta la ciudad acarreando con palanca el dinero para saldar la deuda. Las hojas de calabaza que lo cubrían las habían arrancado mi madre y Jiazhen. Cuando las vio Fengxia, ella también quiso participar y eligió las dos más grandes para ponerlas sobre los canastos. Cuando levanté la palanca con el hombro, disponiéndome a salir, Fengxia no sabía que yo iba a saldar una deuda.

– Padre -me dijo levantando su carita-, ¿vas a estar otra vez muchos días lejos de casa?

Al oírla me cosquilleó la nariz y faltó poco para que se me saltaran las lágrimas. Me apresuré a salir con mi carga hacia la ciudad.

– ¡Ya está aquí el joven amo Xu! -me saludó muy cariñoso Long Er al verme llegar con la palanca.

Dejé la carga delante de él.

– ¿No se está mortificando demasiado? -preguntó apartando las hojas de calabaza-. Habría sido mucho más fácil traerlo en yuanes de plata.

Cuando le llevé la última tanda de monedas de cobre, dejó de llamarme «joven amo».

– Fugui, déjalo ahí -me dijo señalándome el suelo con la barbilla.

En cambio, el otro acreedor fue algo más amable.

– Fugui, ve a tomarte un té -me dijo dándome unas palmadas en el hombro.

– Eso, eso, que se tome un té, invito yo -se apresuró a decir Long Er al oírlo.

Dije que no, pensando que sería mejor volver a casa. En sólo un día, mi chaqueta de seda se había desgastado hasta romperse y me sangraba el hombro. Me fui solo hacia casa, andando y llorando, llorando y andando. Pensé que sólo por cargar con monedas todo un día me había quedado para el arrastre y me pregunté cuántos antepasados míos se habían dejado la salud para ganar ese dinero. En ese momento supe por qué mi padre había pedido monedas de cobre y no yuanes de plata, para que me diera cuenta de eso, para que me diera cuenta de lo dificilísimo que es ganar dinero. Al pensarlo no pude seguir andando. Me puse en cuclillas al borde del camino y me eché a llorar hasta que se me quedaron crispados los músculos de la cintura.

En ese momento pasó por allí el viejo peón de mi casa, ese Changgen que cuando yo era pequeño me llevaba a cuestas a la escuela. Había trabajado en casa varias décadas, pero ahora tenía que marcharse. Era huérfano desde muy niño, y mi abuelo se lo llevó a casa. Luego nunca se casó. Como yo, iba llorando desconsolado, descalzo y con los pies agrietados, en carne viva.

– ¡Joven amo! -saludó al verme en cuclillas al borde del camino.

– ¡No me llames joven amo, llámame animal de bellota!

– Un emperador que mendiga sigue siendo un emperador -me dijo moviendo la cabeza-. Aunque no tenga dinero, usted sigue siendo el joven amo.

Al oírlo, las lágrimas que acababa de secarme volvieron a brotar. Él se puso en cuclillas a mi lado y se echó a llorar cubriéndose la cara con las manos.

– Va a anochecer. Changgen, vuelve a casa.

Changgen se levantó y fue alejándose paso a paso.

– ¿Qué casa tengo ya? -iba diciendo con voz lúgubre.

También había perjudicado a Changgen. Viéndolo irse, más solo que la una, sentí encogérseme a golpes el corazón. Sólo cuando Changgen desapareció a lo lejos, me levanté y eché a andar hacia casa.

Cuando llegué ya era de noche. Todos los mozos y las criadas de casa se habían ido. Mi madre y Jiazhen estaban en la cocina, una encendiendo el fuego y la otra preparando la cena. Mi padre seguía en cama. Sólo Fengxia seguía igual de alegre que siempre, sin saber todavía que a partir de entonces tendría que sufrir penalidades y miseria. Vino dando brincos y saltó a mi regazo.

– ¿Por qué dicen que ya no soy una señorita? -preguntó.

Le acaricié las mejillas, incapaz de decir una sola palabra. Menos mal que no insistió. Me rascó con la uña el barro de los pantalones.

– Te estoy lavando los pantalones -dijo alegre.

Cuando llegó la hora de cenar, mi madre fue hasta la puerta de la habitación de mi padre.

– ¿Te traigo la cena? -le preguntó.

– No, me levanto -dijo mi padre.

.Salió de su cuarto sujetando con tres dedos la lámpara de petróleo. La luz lo iluminaba a destellos, dejándole la cara medio a oscuras. Iba encorvado y tosiendo sin parar.

– ¿Has saldado la deuda? -me preguntó.

– Sí -contesté cabizbajo.

– Bien, bien -dijo él-. Tienes el hombro en carne viva -añadió al verlo.

No dije nada. Miré furtivamente a mi madre y a Jiazhen. Las dos me miraban el hombro con los ojos llenos de lágrimas. Mi padre se puso a cenar despacito, pero apenas tomó unos cuantos bocados dejó los palillos en la mesa y apartó el cuenco. Dejó de comer.

– Hace mucho tiempo, el fundador de nuestra familia Xu sólo criaba un pollito. Cuando el pollito creció, se convirtió en oca; cuando la oca creció, se convirtió en cordero; y cuando el cordero creció, se convirtió en buey. Así fue como hicimos fortuna los Xu.

Hablaba con un hilo de voz. Hizo una pausa y siguió:

– Cuando esa fortuna llegó a mis manos, el buey de los Xu se convirtió en cordero, y el cordero en oca. Al llegar a ti, la oca se hizo pollo, y ahora ya no tenemos ni pollo.

Al decir esto, mi padre se echó a reír; y riendo, riendo, se echó a llorar.

– Los Xu han tenido dos hijos pródigos -dijo enseñando dos dedos.

No pasaron ni dos días cuando vino Long Er. Había cambiado. Llevaba en la boca dos dientes de oro y lucía una sonrisa de oreja a oreja. Había comprado la casa y las tierras que habíamos hipotecado, y venía a visitar sus propiedades. Dio pataditas al zócalo, pegó la oreja a la pared y le dio unas palmadas.

– Sólidas, sí señor -dijo.

Long Er se fue a dar una vuelta por las tierras. Cuando volvió, nos hizo una reverencia.

– Al ver esos campos tan verdes, me siento completamente tranquilo.

Al llegar Long Er, tuvimos que abandonar la que había sido nuestra casa durante generaciones para ir a vivir a un chamizo. El día de la mudanza, mi padre recorrió varias habitaciones con las manos a la espalda. Cuando acabó, le dijo a mi madre:

– Y yo que creía que moriría en esta casa…

Luego se sacudió el polvo de la ropa de seda y, con la cabeza bien alta, cruzó el umbral. Siguiendo su costumbre de siempre, mi padre se fue lentamente, con las manos a la espalda, camino de la tinaja del estiércol de la entrada del pueblo. Estaba anocheciendo, había unos cuantos aparceros trabajando. Todos sabían que mi padre ya no era el dueño, pero aun así lo saludaron llamándolo «Amo».

Mi padre esbozó una sonrisa.

– Ya no me llaméis así -les dijo agitando la mano.

Mi padre ya no estaba en sus tierras. Se dirigió con las piernas temblorosas a la entrada del pueblo, se paró delante de la tinaja del estiércol y miró a su alrededor. Luego se desabrochó los pantalones y se encaramó a la tinaja.

Ese día, en el crepúsculo, mi padre ya no gritó al cagar. Miraba a lo lejos, con los ojos entornados, cómo se alejaba ese camino hacia la ciudad, desvaneciéndose poco a poco. Un aparcero que estaba allí cerca se agachó a cortar verdura. Cuando el hombre se levantó de nuevo, mi padre ya no veía el camino.

Mi padre cayó de la tinaja. Al oír el ruido, el aparcero se volvió enseguida y lo vio tirado en el suelo, inmóvil, con la cabeza apoyada en la tinaja. Corrió, hoz en mano, hasta mi padre.

– Amo, ¿se encuentra bien? -le preguntó.

Mi padre parpadeó.

– ¿De qué casa eres? -preguntó con voz ronca, mirándolo.

– Amo, soy Wang Xi -dijo el aparcero agachándose.

Mi padre pensó unos instantes.

– Ah, sí, Wang Xi. Wang Xi, tengo una piedra debajo que me está haciendo daño.

Wang Xi levantó el cuerpo de mi padre, hurgó debajo, encontró una piedra grande como un puño y la tiró a un lado. Mi padre volvió a quedar allí tumbado.

– Ahora sí que estoy cómodo -dijo con suavidad.

– ¿Quiere que le ayude a levantarse? -preguntó Wang Xi.

– No es necesario -suspiró moviendo la cabeza-. ¿Me habías visto caerme alguna vez? -le preguntó.

– No, amo -dijo Wang Xi moviendo la cabeza.

Mi padre pareció alegrarse un poco.

– ¿Es la primera vez que me caigo? -preguntó.

– Así es, amo -dijo Wang Xi.

Mi padre lanzó una risita, cerró los ojos, torció el cuello, y la cabeza se le deslizó hasta el suelo.

Ese día acabábamos de mudarnos al chamizo, y estábamos mi madre y yo poniendo orden. Fengxia, muy contenta, también participaba, sin saber que a partir de entonces todo serían sinsabores. Jiazhen volvía del lavadero con un barreño lleno de ropa cuando se encontró con Wang Xi, que venía corriendo.

– ¡Joven ama, creo que el amo está en las últimas!

Desde el chamizo, oímos a Jiazhen gritando desde fuera:

– ¡Madre! ¡Fugui! ¡Madre…!

No gritó mucho más y se puso a llorar desconsoladamente allí mismo. En ese momento, pensé que le había pasado algo a mi padre. Salí corriendo y vi a Jiazhen ahí parada, con el barreño de ropa por los suelos.

– ¡Fugui, tu padre…! -gritó al verme.

Me zumbó la cabeza. Eché a correr con todas mis fuerzas hacia la entrada del pueblo. Cuando llegué a la tinaja del estiércol, mi padre ya no respiraba. Lo sacudí, lo llamé, pero no me respondió. Yo no sabía qué hacer. Me puse en pie y al girarme vi a mi madre venir corriendo con sus pies vendados, llorando y gritando. Tras ella venía Jiazhen con Fengxia en brazos.

Después de morir mi padre, me quedé consumido, como si hubiera cogido la peste. Me pasaba los días sentado en el suelo, delante del chamizo, tan pronto llorando como suspirando. Fengxia venía a menudo a sentarse conmigo.

– ¿El abuelo se cayó? -preguntó una vez jugando con mi mano-. ¿Lo tiró el viento? -dijo al verme asentir.

Mi madre y Jiazhen no se atrevían a llorar abiertamente. Temían que yo me obsesionara con la desgracia y me fuera con mi padre. A veces, por descuido, tropezaba con alguna cosa, y ellas se asustaban. Sólo al ver que no me había caído al suelo como mi padre me preguntaban:

– ¿Estás bien?

Esos días, mi madre me decía a menudo:

– Cuando uno vive contento, no teme ni a la pobreza.

Lo decía para consolarme, creyendo que era la miseria lo que me había hundido de esa forma. Pero yo en lo que pensaba era en mi padre muerto. Yo era el causante de su muerte; y, sin embargo, mi madre, mi Jiazhen y Fengxia iban a tener que pagar conmigo mi culpa.

Diez días después de la muerte de mi padre, vino mi suegro. Entró en el pueblo levantándose el borde de la túnica con las manos, pálido como la cera. Lo seguía un palanquín engalanado de rojo y verde, con unos diez jóvenes tocando el gong y el tambor a cada lado. Al verlo, todo el pueblo acudió a mirar qué pasaba, creyendo que se trataba de alguna boda y preguntándose cómo podía ser que no estuvieran al corriente.

– ¿Qué familia celebra? -preguntó uno a mi suegro.

– La mía -contestó mi suegro en voz alta y con cara de pocos amigos.

En ese momento, yo estaba ante la tumba de mi padre. Al oír los gongs y los tambores, levanté los ojos y vi a mi suegro ir hecho una fiera hasta nuestro chamizo. Hizo una seña a la comitiva, depositaron el palanquín en el suelo, y los gongs y los tambores callaron. En ese momento me di cuenta de que quería recuperar a Jiazhen, y el corazón empezó a latirme con fuerza. No sabía qué hacer.

Al oír el ruido, mi madre y Jiazhen salieron.

– Padre -saludó Jiazhen.

– ¿Dónde está ese animal? -preguntó él tras mirar a su hija.

Mi madre sonrió como buenamente pudo.

– ¿Se refiere a Fugui?

– ¿A quién si no?

Mi suegro se volvió y me vio. Dio dos pasos hacia mí y me gritó:

– ¡Animal, ven!

Yo me quedé de pie sin moverme, ¿de qué iba yo a atreverme a ir?

– ¡Que vengas, so animal! -volvió a gritar haciéndome señas con la mano-. ¿Cómo es que no vienes a presentarme tus respetos? Escúchame bien, animal: igual que en su momento tú te llevaste a Jiazhen, hoy me la llevo yo. Mira: ahí está el palanquín de gala, ahí están los gongs y los tambores, el cortejo será más espléndido que el día de tu boda.

Luego se volvió hacia Jiazhen.

– Corre a recoger tus cosas -le dijo.

Jiazhen se quedó allí sin moverse.

– ¡Padre! -suplicó.

– ¡Que te des prisa! -ordenó mi suegro dando una patada en el suelo.

Jiazhen me miró, allí a lo lejos, dio media vuelta y entró.

– Tenga piedad de nosotros -dijo mi madre, llorosa-, deje que se quede Jiazhen.

Mi suegro le hizo señas de que se fuera y se volvió hacia mí.

– ¡Animal! ¡A partir de ahora, Jiazhen y tú no tendréis nada que ver! ¡Los Chen y los Xu hemos roto la relación!

Mi madre se inclinó para rogarle:

– Por favor, hágalo por el padre de Fugui, deje que se quede Jiazhen.

Mi suegro se volvió hacia ella.

– ¡Si fue él quien mató a su padre a disgustos! -le gritó.

Luego, a él mismo le pareció que se había pasado un poco, así que suavizó el tono:

– No piense que soy cruel. De lo que está pasando tiene toda la culpa ese animal y sus mamarrachadas -le dijo, antes de volverse de nuevo hacia mí-. Os dejo a Fengxia, será una Xu, pero el niño que lleva Jiazhen en el vientre será de los Chen.

Mi madre estaba a un lado, llorando a todo llorar.

– ¿Y cómo voy a cumplir ahora con los antepasados de la familia Xu? [10]

Jiazhen salió con un fardo en la mano.

– Sube al palanquín -le dijo mi suegro.

Jiazhen me miró, fue hasta el palanquín y se volvió hacia mí de nuevo, luego hacia mi madre, y se metió en el palanquín. En ese momento, Fengxia salió corriendo de no se sabe dónde y, al ver que su madre estaba en el palanquín, ella también quiso subir. Apenas metió la cabeza, Jiazhen la apartó.

Mi suegro hizo una seña a los porteadores, que levantaron el palanquín. Dentro, Jiazhen se echó a llorar a gritos.

– ¡Música! -ordenó.

Los diez jóvenes se pusieron a tocar como si les fuera en ello la vida, de modo que dejé de oír el llanto de Jiazhen. El palanquín se puso en camino. Alzándose el borde de la túnica, mi suegro se alejó igual de rápido que el palanquín. Mi madre, torciendo sus pies vendados, fue tras ellos que daba pena; sólo se detuvo a la entrada del pueblo.

En ese momento, Fengxia vino corriendo, ilusionada.

– ¡Padre, madre va en palanquín!

Me sentí mal viéndola tan inocente.

– Fengxia, ven aquí -le dije.

Ella se acercó.

– Fengxia -le dije-, no olvides nunca que soy tu padre.

Ella se rió de buena gana.

– Pues tú tampoco olvides que soy Fengxia.


* * *

Cuando Fugui llegó a ese punto de su historia, me miró soltando una risita. El golfo de cuarenta años atrás estaba ahora sentado en la hierba con el torso desnudo. El sol penetraba entre las hojas destellando en sus ojos entornados. Tenía las piernas cubiertas de barro. En su cabeza afeitada despuntaban ralas algunas canas. Tenía la piel del torso completamente arrugada, y por sus surcos serpenteaba el sudor. En ese momento, el viejo buey se tumbó en el agua amarillenta de la laguna, dejando fuera sólo la cabeza y el largo lomo. Vi cómo el agua batía sobre su lustroso espinazo negro como si de la orilla se tratara.

Ese anciano fue la primera persona que encontré en mi camino. En aquella época yo acababa de iniciar mi vida bohemia, era joven y despreocupado, cada nuevo rostro me llenaba de entusiasmo y todo lo que yo desconociera me atraía vivamente. Fue en ese momento cuando conocí a Fugui y él me narró su historia de forma tan vivida y gráfica. Era la primera vez que alguien me contaba toda su vida sin reservas: mientras yo mostrara interés, él se abría a mí de buena gana.

El haber conocido a Fugui convirtió el tiempo que dediqué a recoger canciones populares en un período de plenitud y de felicidad. Creí que esa tierra fértil y exuberante estaba llena de gente como Fugui. Y efectivamente, después conocí a muchos ancianos como él, con la misma ropa, con la entrepierna de los pantalones colgando a la altura de las rodillas, las arrugas del rostro rebosantes de sol y de barro. Cuando me sonreían, se les veía la boca vacía con los cuatro dientes que les quedaban colgando. Con frecuencia se les saltaban turbios lagrimones, pero no necesariamente porque estuvieran tristes: cuando estaban contentos, o incluso cuando estaban tranquilos y sin ninguna preocupación, también les podían brotar las lágrimas; entonces alzaban sus manos, tan ásperas y agrietadas como los caminos rurales de barro reseco, para enjugarse los ojos, como quien se sacude de encima una paja de arroz.

En cambio, nunca volví a conocer a alguien que me resultara tan inolvidable como Fugui, alguien tan lúcido respecto a sus experiencias pasadas y que las contara con tanta brillantez. Era capaz de verse tal como era en el pasado, de ver con toda precisión sus andares de joven, incluso de ver cómo había ido envejeciendo.

Ancianos así no son fáciles de encontrar en el campo. Quizá las vicisitudes de la vida hayan mermado su memoria; al enfrentarse al pasado, normalmente, se mostraban sobrios y parcos en palabras, y por lo general se salían por la tangente con una sonrisa de perplejidad. No veían sus vidas con cariño. Sólo recordaban alguna anécdota suelta, como de oídas, y ni siquiera eran recuerdos de experiencias personales. Con un par de frases expresaban todo lo que tenían que decir al respecto. Aquí oigo a menudo a las generaciones posteriores reprocharles: «¡Parece mentira que hayas vivido tantos años! ¡Ni que fuera la vida de un perro!»

Fugui era completamente distinto. Le gustaba recordar, le gustaba contar su vida, como si de este modo pudiera revivirla una y otra vez. Su narración me atrapó con fuerza, como las garras de un ave aferran una rama.


* * *

Después de que se fuera Jiazhen, sorprendía a menudo a mi madre secándose furtivamente las lágrimas. Al principio, quise encontrar unas frases de consuelo que decirle, pero al verla así, ni siquiera me salían. Ella en cambio solía decirme:

– Jiazhen es tu mujer, no es de nadie más, nadie puede quitártela.

Al oírla sólo podía suspirar para mis adentros. ¿Qué podía decir yo? Una familia tan unida había quedado destrozada como un cántaro de barro hecho pedazos. A menudo, por las noches, tumbado en la cama, no podía dormir, lleno de resentimiento por esto o por aquello; pero al final con quien más resentido estaba era conmigo mismo. Como por las noches daba tantas vueltas a las cosas, por el día me dolía la cabeza. No tenía fuerzas para ir al huerto por hortalizas. Menos mal que tenía a Fengxia. Ella me cogía la mano y me preguntaba:

– Padre, una mesa tiene cuatro esquinas. Si le sierras una esquina, ¿cuántas quedan?

Yo no sabía de dónde había sacado eso Fengxia; pero, cuando le dije que quedaban tres esquinas, se echó a reír de buena gana.

– ¡No, quedan cinco! -dijo.

Al oírlo, quise reír y no pude, pensando en nuestra familia de cuatro personas. Al irse Jiazhen quedó como la mesa a la que sierras una esquina. Y luego estaba el niño que llevaba dentro.

– Cuando vuelva tu madre, seremos cinco.

Después de vender todo lo valioso que había en casa, mi madre empezó a ir con Fengxia a arrancar plantas silvestres comestibles. Allá iba ella con su cesta, bamboleándose con sus pies torcidos, incapaz de andar tan rápido como la niña. Con el pelo ya completamente blanco, tenía que aprender a hacer un trabajo físico que nunca había hecho. Al ver a mi madre de la mano de Fengxia, mirando el suelo a cada paso que daba, cautelosa, se me hizo un nudo en la garganta.

Pensé que ya nunca volveríamos a llevar la vida de antes y que yo tendría que mantener a mi madre y a Fengxia. Hablé a mi madre de ir a la ciudad a pedir un dinero a parientes y amigos para abrir una tiendecita. Al oírlo, mi madre no dijo ni mu. No se hacía a la idea de abandonar ese pueblo. Cuando uno se hace mayor siempre pasa lo mismo, nadie quiere cambiar de sitio.

– Ahora la casa y las tierras son de Long Er -le dije entonces-. Qué más da vivir aquí o en otra parte.

Al oírlo, mi madre se quedó callada un buen rato.

– Aquí sigue estando la tumba de tu padre -dijo por fin.

Con esa sola frase, mi madre me quitó las ganas de buscar más ideas. Después de dar muchas vueltas al asunto, vi que sólo me quedaba ir a ver a Long Er.

Long Er se había convertido en el terrateniente local, y solía vestir ropa de seda y pasearse entre los cultivos con una tetera en la mano, con unos aires que para qué te voy a contar. Iba siempre sonriendo con la boca bien abierta, enseñando las dos muelas de oro que llevaba. A veces sonreía hasta para echar bronca a algún aparcero a quien tuviera atravesado. Yo al principio creía que lo que pasaba es que era amable con la gente, pero poco a poco me di cuenta de que lo hacía para que todo el mundo admirara sus dientes de oro.

Cuando me veía, era relativamente educado conmigo.

– Fugui -me decía con la mejor de sus sonrisas-, pásate por mi casa a tomar un té.

Si yo nunca había ido a casa de Long Er era por temor a que me entrara tristeza. Yo había vivido en esa casa desde que me habían traído al mundo, y ahora era la casa de Long Er, así que imagínate cómo me habría sentido.

Pero en realidad, cuando uno llega a la situación en que estábamos nosotros, tampoco puede andarse con esos reparos. Prácticamente, el dicho «La pobreza merma las ambiciones» me iba que ni pintado. El día en que fui a ver a Long Er, él estaba sentado en el sillón de madera del salón, con las piernas apoyadas en un reposapiés, la tetera en una mano y el abanico en la otra.

– ¡Pero si es Fugui! -dijo al verme, con su sonrisa de oreja a oreja-. Coge un taburete y siéntate.

Él estaba arrellanado en su sillón, sin mover ni un pelo, así que yo no esperaba que se molestara en prepararme una tetera.

– Fugui -me dijo cuando me senté-, has venido a pedirme dinero prestado, ¿no es así?

Sin darme tiempo a contestar que no, prosiguió:

– En teoría, yo debería prestarte algún dinero. Pero sacar de un apuro no saca de la pobreza. Sólo puedo sacarte de un apuro, no de pobre.

– Quisiera arrendar unos mu de tierra -dije asintiendo.

– ¿Cuántos? -preguntó risueño.

– Cinco -contesté.

– ¿Cinco? -preguntó Long Er subiendo las cejas compasivo-. ¿Tendrás fuerzas para labrarlos?

– Es cuestión de práctica -dije.

Long Er se lo pensó un poco.

– Somos viejos conocidos. Te daré cinco mu de buena tierra.

Algún sentido de la amistad tenía Long Er, porque realmente me dio cinco mu de buena tierra. Casi muero de agotamiento al labrarla yo solo. Yo nunca había hecho labores agrícolas, así que me dedicaba a imitar a los aldeanos, imagínate lo lento que iba. Mientras hubiera suficiente luz para ver, allí estaba yo, de sol a sol. Y las noches de luna, también bajaba al campo a trabajar. Los cultivos hay que hacerlos a su debido tiempo. Si no, pierdes toda la cosecha. Y si eso ocurría, no sólo no iba a poder mantener a mi familia, sino que no iba a ser capaz ni de pagar a Long Er el grano del arriendo. Dice el refrán que «El pájaro torpe es el primero en volar»; pues en mi caso, además de volar más temprano, tenía que volar más.

Mi madre me quería muchísimo, así que iba conmigo a trabajar. Pero la pobre, a sus años, con los pies que le impedían moverse bien y la espalda tan anquilosada que, apenas se agachaba un rato, ya no podía volver a levantarse, a menudo se dejaba caer sentada en el suelo.

– Madre, vuelve ahora mismo a casa, por favor -le decía yo.

– Cuatro manos siempre son mejor que dos -contestaba ella moviendo la cabeza.

– Pues si acabas enferma de agotamiento, no tendremos ni una sola, porque tendré que cuidar de ti.

Sólo así se fue, lentamente, a sentarse en el sendero del bancal y esperarme con Fengxia. Fengxia venía a hacerme compañía todos los días. Recogía muchas flores, las ponía junto a ella y me las iba enseñando una a una, preguntándome cómo se llamaban. Qué iba yo a saber.

– Pregunta a tu abuela -le decía yo.

– ¡Ten cuidado, no te lo vayas a clavar en un pie! -me decía mi madre, sentada en el sendero, al verme trabajar con el azadón.

Y cuando usaba la hoz, se preocupaba todavía más.

– ¡Fugui, no vayas a llevarte una mano con eso! -me decía una y otra vez.

Tener a mi madre allí, poniéndome en guardia todo el rato, no servía para nada. Yo tenía que trabajar rápido, así que era inevitable que me clavara el azadón o me hiciera algún corte en la mano. En cuanto me sangraba una mano o un pie, mi madre se volvía loca de angustia.

Venía corriendo bamboleándose con sus pies vendados y me paraba la hemorragia con un pegote de barro. Mientras, me cantaba las cuarenta de un tirón. En cuanto se ponía a regañarme se tiraba horas, y yo no podía responderle porque, si lo hacía, se me echaba a llorar.

Mi madre solía decir que el barro era sanísimo. No sólo hacía crecer los cultivos, también curaba. Yo llevo un montón de años poniéndome pegotes de barro en las heridas que me hago. Mi madre tenía razón; no hay que despreciar los pegotes de barro, porque lo curan todo.

Cuando estás tan cansado que te pasas días enteros sin fuerza, lo bueno es que no te pones a pensar en cualquier cosa. A partir de cuando arrendé las tierras de Long Er, nada más tumbarme en la cama me quedaba como un tronco, ronquido va, ronquido viene, no tenía tiempo para pensar en nada. Cuando lo recuerdo ahora, llevaba una vida dura y cansada, pero por dentro estaba tranquilo. Pensaba que al menos los Xu teníamos un pollito y que, si seguía trabajando así, en pocos años el pollito se convertiría en oca, y algún día los Xu volveríamos a ser ricos.

A partir de entonces, nunca más volví a vestir túnica de seda. Mi madre tejía el algodón basto de la ropa que llevaba. Al principio, me pareció muy incómoda, raspaba por todo el cuerpo; pero con el tiempo la llevé más a gusto. Hace unos días murió Wang Xi, el antiguo aparcero de mi casa. Me llevaba dos años. Antes de morir, ordenó a su hijo que me regalara su antigua ropa de seda: nunca olvidó que yo había sido el joven amo. Quería que yo, antes de morir, pudiera darme el lujo de llevar ropa de seda. Pero yo, que no soy digno de la bondad de Wang Xi, nada más ponerme su ropa de seda me la tuve que quitar de lo desagradable que me resultó: era tan suave y resbaladiza que parecía hecha de moco.

Al cabo de unos tres meses, vino Changgen, el antiguo peón de casa. Ese día estaba yo trabajando en el bancal, y mi madre y Fengxia estaban sentadas en el sendero. Changgen iba apoyándose en una rama seca, con la ropa hecha jirones, un hatillo en una mano y un cuenco resquebrajado en la otra. Se había hecho mendigo. Fengxia fue la primera que lo vio. Se levantó y lo llamó:

– ¡Changgen! ¡Changgen!

Al ver a ese hombre que desde niño se había criado en casa, mi madre corrió a su encuentro.

– Ama -dijo Changgen secándose las lágrimas-, echaba de menos al joven amo y a Fengxia, y he venido a verlos.

Changgen entró en el bancal y, al verme vestido de algodón basto y cubierto de barro, se echó a llorar a lágrima viva.

– ¡Joven amo! Pero ¿qué le ha pasado?

Cuando perdí toda la fortuna de mi familia, el que salió peor parado fue Changgen. Changgen había trabajado toda la vida en nuestra casa, lo justo habría sido que yo lo hubiera mantenido en su vejez. Pero al arruinarnos nosotros, él no tuvo más remedio que irse y vivir de la mendicidad.

Al ver su aspecto, se me encogió el corazón. De niño se pasaba el día llevándome a cuestas de aquí para allá, y de mayor nunca me acordé de él. Ni se me había pasado por la cabeza que pudiera venir a vernos.

– ¿Estás más o menos bien? -le pregunté.

– Sí, más o menos -contestó frotándose los ojos.

– ¿No has encontrado casa donde colocarte? -le pregunté.

– A mis años -dijo él moviendo la cabeza-, ¿quién va a querer emplearme?

Al oírlo, por poco se me saltan las lágrimas. Sin embargo, Changgen no se lamentaba de su suerte; si lloraba era por mí.

– Joven señor, ¿cómo puede soportar vivir así? -preguntó.

Esa noche, Changgen la pasó en nuestro chamizo. Mi madre y yo estuvimos hablando de la posibilidad de que se quedara con nosotros, aunque entonces la vida sería todavía más difícil.

– Es igual -le dije a mi madre-, que se quede. Con que comamos dos bocados menos de arroz cada uno, será suficiente.

Ella asintió.

– Changgen es tan bueno… -dijo.

A la mañana siguiente, dije a Changgen:

– Changgen, es una suerte que hayas vuelto. Precisamente necesitaba ayuda. Quédate a vivir con nosotros.

Changgen me miró, echándose a reír. Se rió tanto que se le saltaron las lágrimas.

– Joven amo, no tengo fuerzas para serle de ayuda. Su buena intención me basta -dijo.

Se dispuso a marcharse. Ni mi madre ni yo pudimos hacer nada para detenerlo.

– Déjenme ir, ya volveré por aquí a hacerles una visita -dijo.

Después todavía vino una vez. Trajo a Fengxia una pieza de seda roja para que se adornara el pelo. La había encontrado por ahí; la lavó y la guardó especialmente para traérsela a Fengxia. Luego ya no volví a verlo más.

Al arrendar las tierras de Long Er, me había convertido en su aparcero, de modo que ya no podía llamarlo por su nombre como antes; tenía que llamarlo «amo Long». Al principio, cuando me oía, hacía un gesto con la mano y me decía:

– Fugui, entre nosotros no hace falta tanta ceremonia.

Pero con el tiempo se fue acostumbrando. Cuando yo estaba trabajando en el bancal, venía de vez en cuando a intercambiar unas frases conmigo. Un día, andaba yo segando el arroz, con Fengxia detrás recogiendo las espigas, y se acercó pavoneándose.

– Fugui -me dijo-, voy a reformarme. No volveré a jugar nunca más. No hay rival para mí en la casa de juego, así que me retiro mientras las cosas me van bien, no sea que un día me arruine y acabe como tú.

– Sí, amo Long -dije respetuosamente, con una reverencia.

– ¿Esta mocosa es tuya? ¿Es tu cachorra?

– Sí, amo Long -volví a decirle con una reverencia.

Vi que Fengxia se había quedado como pasmada, con las espigas en la mano, mirando fijamente a Long Er.

– Fengxia -me apresuré a decirle-, saluda ahora mismo al amo Long.

Fengxia me imitó. Hizo una reverencia a Long Er y le dijo:

– Sí, amo Long.

A menudo me acordaba de Jiazhen y del hijo que llevaba dentro. Más de dos meses después de irse, mandó a un mensajero a decirme que había dado a luz, que era niño y que mi suegro le había puesto de nombre Youqing.

– ¿Cómo se apellida Youqing? -le preguntó en voz baja mi madre.

– Xu -contestó el mensajero.

Yo estaba en el campo. Mi madre vino muy agitada, corriendo con los pies torcidos, a anunciármelo. Antes de que acabara de contármelo, tuve que enjugarme las lágrimas. Al oír que Jiazhen me había dado un hijo, tiré el azadón para correr a la ciudad. A los pocos metros me detuve, pensando que si iba así a la ciudad a verlos a ella y al niño, mi suegro seguramente no me dejaría ni pasar del umbral.

– Madre, prepara tus cosas deprisa y ve a ver a Jiazhen y al niño -dije.

Mi madre no paraba de decir que iba a ir a la ciudad a ver a su nieto; pero pasaron unos días y no se había movido de casa. Yo tampoco me atreví a insistir. Según la costumbre de aquí, a Jiazhen se la había llevado su familia, y era su familia la que tenía que volver a traerla.

– Si Youqing se apellida Xu, es que Jiazhen va a volver muy pronto -me dijo-. Jiazhen debe de estar muy débil todavía -añadió-, mejor que se quede un poco más en la ciudad. Tiene que recuperarse bien.

Jiazhen volvió cuando el niño cumplió seis meses. No vino en palanquín. Anduvo más de diez li con Youqing en una bolsa que llevaba a la espalda. Y así fue como Youqing, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en la espalda de su madre, balanceándose, vino a conocer a su padre.

Jiazhen llevaba un vestido manchú de color rosa y un hatillo azul con flores blancas en la mano. Estaba preciosa. A cada lado del camino brillaban las flores de colza, doradas. Las abejas volaban zumbando de un lado a otro. Cuando Jiazhen llegó a la puerta del chamizo, no entró enseguida; se quedó allí, sonriendo a mi madre.

Mi madre estaba dentro, trenzando sandalias de esparto. Levantó la cabeza y vio a una mujer guapísima en la puerta. A contraluz, el cuerpo de Jiazhen resplandecía. Mi madre no la reconoció, ni vio a Youqing a su espalda.

– ¿Quién es usted, señorita? ¿A quién busca? -le preguntó.

Jiazhen se echó a reír de buena gana.

– Soy yo, soy Jiazhen -dijo.

En ese momento, Fengxia y yo estábamos en el bancal, la niña sentada en el sendero mirándome trabajar. Oí que me llamaban. Por la voz, parecía mi madre; pero al mismo tiempo era distinta.

– ¿Quién me llama? -pregunté a Fengxia.

La niña se volvió a mirar.

– Es la abuela -dijo.

Estiré el cuello y vi a mi madre, a la puerta del chamizo, inclinándose para gritar con fuerza mi nombre y, junto a ella, a Jiazhen, con su vestido rosa y Youqing en brazos.

En cuanto vio a su madre, Fengxia se puso en pie y salió corriendo. Yo me quedé en el arrozal, mirando a mi madre llamarme a voz en grito, con todas sus fuerzas, las manos apoyadas en las piernas para no caerse hacia delante. Fengxia corría demasiado deprisa, dando tumbos por el camino, hasta que por fin se precipitó sobre las piernas de Jiazhen, y ella, con Youqing en brazos, se agachó para abrazarla. Sólo entonces salí del arrozal. Mi madre seguía llamándome. A medida que me acertaba a ellas, la cabeza me iba dando más vueltas. Fui hasta Jiazhen, le sonreí. Ella se levantó y me miró fijamente un momento. Al ver mi aspecto miserable, bajó la cabeza y lloró en silencio.

A un lado, mi madre sollozaba.

– Ya te dije que Jiazhen era tu mujer, que nadie podría quitártela -decía.

Al volver Jiazhen, la familia estuvo al completo, y yo tuve ayuda en el campo. Empecé a querer de verdad a mi mujer. Eso me lo dijo Jiazhen, porque yo no me di cuenta.

– Siéntate en el sendero y descansa un rato -le decía.

Jiazhen era una señorita de la ciudad, de piel fina y carnes suaves. Verla hacer ese trabajo tan duro, como es natural, me enternecía. Cuando le decía que descansara, se echaba a reír, muy alegre.

– No estoy cansada -decía.

Mi madre decía que cuando uno vive contento no teme ni a la pobreza. Jiazhen se quitó el vestido manchú y empezó a vestir como yo, ropa de algodón basto. Cada día acababa tan cansada que apenas podía respirar, pero aun así siempre estaba risueña.

Fengxia era una buena niña. Habíamos pasado de vivir en una casa de ladrillo y teja a vivir en un chamizo, pero ella seguía igual de alegre que siempre, y tampoco hacía ascos al grano basto que comíamos. Al volver a casa su hermanito, se puso todavía más contenta. Ya no iba al campo a hacerme compañía, sólo pensaba en coger en brazos a su hermano.

¡Pobre Youqing! Su hermana, todavía, había podido tener cuatro o cinco años de buena vida. En cambio, él había pasado apenas seis meses en la ciudad antes de venir a sufrir conmigo. De quien menos digno he sido es de mi hijo.

Llevábamos viviendo así un año, cuando enfermó mi madre. Al principio sólo tenía vértigos; decía que cuando nos miraba nos veía borrosos. Yo no le di mucha importancia; pensé que era la edad, que era normal que perdiera vista. Pero un día, mi madre estaba encendiendo el fuego y, de repente, agachó la cabeza y se apoyó en la pared, como si se hubiera quedado dormida. Cuando Jiazhen y yo volvimos del campo, ella seguía así. Jiazhen la llamaba, pero ella no contestaba. Al sacudirla un poco con la mano, se deslizó por la pared y cayó al suelo. Asustada, Jiazhen me llamó a gritos. Cuando llegué a la cocina, mi madre volvió en sí. Nos miró fijamente un rato. Le preguntamos qué le había pasado, pero ella no contestó. Al cabo de un momento, sintió que algo olía a quemado y se dio cuenta de que era el arroz.

– ¡Ay! -exclamó por fin-. ¿Cómo he podido quedarme dormida?

Mi madre, toda agitada, quiso levantarse. Pero en cuanto empezó a incorporarse, las piernas le fallaron, y volvió a caer al suelo. Me apresuré a llevarla en brazos hasta la cama. Ella iba diciendo sin parar que se había quedado dormida, tenía miedo de que no la creyéramos.

– Ve a la ciudad a buscar un médico -me dijo Jiazhen.

Pero para hacer venir un médico se necesitaba dinero, así que no me moví. Jiazhen sacó de debajo del colchón dos yuanes de plata envueltos en un pañuelo. Al verlos se me encogió el corazón. Era dinero que había traído mi mujer de la ciudad, sólo quedaban esas dos monedas. Pero me preocupaba más la salud de mi madre, así que cogí el dinero. Jiazhen volvió a doblar cuidadosamente el pañuelo y lo guardó de nuevo debajo del colchón, antes de darme ropa limpia para que me cambiara.

– Me voy -dije a Jiazhen.

Ella no dijo nada. Me acompañó hasta la puerta. Di unos pasos y me volví a mirarla. Ella se retiró el pelo hacia atrás y me hizo una seña con la cabeza. Era la primera vez que me separaba de ella desde que había vuelto a casa. Me puse en camino hacia la ciudad, con mi ropa raída pero impecable, calzando sandalias de esparto hechas por mi madre. Fengxia estaba sentada en el suelo, junto a la puerta, con Youqing dormido en brazos. Al ver mi ropa tan limpia, me dijo:

– Padre, ¿no vas al campo?

Me fui a muy buen paso. En menos de una hora, ya estaba en la ciudad. Llevaba más de un año sin ir. Al entrar, sentí cierta zozobra. Temía encontrarme con algún conocido. Al verme con esa ropa raída, a saber qué dirían. Con quien más temía encontrarme era con mi suegro, no me atreví a pasar por la calle de su tienda y preferí dar un rodeo.

Conocía las habilidades de los pocos médicos que había en la ciudad. También sabía cuáles se ganaban la vida con malas artes y cuáles eran honrados. Bien pensado, lo mejor era ir a ver al doctor Lin, el de al lado de la tienda de sedas. Ese viejo era amigo de mi suegro y, por consideración hacia Jiazhen, seguramente nos haría un precio.

Cuando pasé delante de la mansión del gobernador del distrito, vi a un niño de puntillas, vestido de seda, tratando de alcanzar el picaporte. Tenía aproximadamente la edad de mi Fengxia, y pensé que podía ser hijo del gobernador, así que me acerqué a él.

– Espera, que te ayudo -le dije.

El niño asintió, sonriendo. Empuñé el picaporte y di varios golpes con fuerza.

– ¡Ya va! -dijo alguien de dentro.

Entonces, el niño me dijo:

– ¡Corre, vámonos!

Antes de que yo llegara a entender algo, el niño se había escapado, pegado a la pared. Un hombre vestido de sirviente abrió la puerta y, en cuanto vio mi ropa, me echó de un empujón sin decir ni una palabra. Como no me lo esperaba, di un traspié y caí del escalón. Mientras trataba de levantarme, pensé: «Vamos a dejarlo», pero el tipo bajó y me dio una patada.

– ¡Mira que andar pidiendo sin fijarse ni en dónde llama!

Me puse hecho un basilisco y lo insulté.

– ¡Antes roería los huesos podridos de tus muertos que pedirte a ti nada, cabrón!

Se abalanzó sobre mí y me empezó a pegar. Recibí un puñetazo en la cara, y él una patada. Estuvimos peleándonos en medio de la calle. El puñetero era un cobarde. Viendo que no podría conmigo a puñetazos, intentó darme patadas en la entrepierna. Yo, por mi parte, me lié a dárselas en el culo. Ninguno de los dos sabía pelear, y cuando llevábamos un rato, oímos una voz exclamar:

– ¡Menudo espectáculo! ¡Estos animales peleándose, qué cosa más grotesca!

Paramos de golpearnos y nos giramos: había allí una tropa de soldados del Guomindang, con el uniforme ocre y unos diez cañones en carros tirados por caballos. El que acababa de hablar llevaba una pistola al cinto, era un oficial. El sirviente era un zorro y, nada más ver al oficial, se puso a hacerle reverencias.

– Señor oficial, je, je, je, señor oficial…

– ¡Menudo par de burros! ¡Ni siquiera sabéis pelear! ¡A tirar de los cañones! -dijo haciéndonos señas con la mano.

Al oírlo, se me pusieron los pelos de punta. El hombre iba a reclutarme a la fuerza. El sirviente también se puso nervioso.

– Señor oficial -dijo adelantándose unos pasos-. Soy de la casa del gobernador de este distrito.

– Un hijo de gobernador con más razón tiene el deber de luchar por la patria.

– No, no -dijo el sirviente asustado-. No soy el hijo. Ni muerto me atrevería. Mi capitán, soy sirviente del gobernador.

– ¡Me cago en la puta! ¡Soy comandante!

– ¡Sí, mi comandante! Soy sirviente del gobernador.

Todo lo que dijera era inútil. Es más, irritaba al comandante, que le cruzó la cara de un tortazo.

– ¡Basta de idioteces, me cago en la puta! ¡A tirar de los cañones! ¡Y tú también! -añadió al verme.

No tuve más remedio que obedecer, así que agarré las riendas de un caballo y me puse a seguirlos, pensando que tarde o temprano tendría ocasión de escapar. El sirviente seguía suplicando al comandante. Al cabo de un rato, el comandante cedió.

– Está bien, está bien. Vete, anda, que me tienes hasta las narices.

El sirviente se llevó una alegría tremenda, parecía a punto de echarse al suelo para postrarse ante el comandante, pero no, se limitó a frotarse las manos delante del comandante.

– ¡Que te largues de una puta vez! -gritó el comandante.

– Me largo, me largo. Me largo ahora mismo -dijo el sirviente.

El sirviente dio media vuelta y se alejó. En ese momento, el comandante se sacó la pistola del cinto, levantó el brazo y apuntó hacia el sirviente cerrando un ojo. El sirviente dio unos diez pasos y se volvió a mirar. Al ver lo que pasaba, se quedó allí pasmado de miedo, sin moverse, como un gorrión de noche, dejando que el comandante apuntara.

– ¡Camina, camina! -le dijo el comandante.

El sirviente cayó -pumba- de rodillas al suelo.

– ¡Comandante! ¡Comandante! ¡Comandante! -gritó gimoteando.

El comandante disparó. No le dio, pero la bala hizo saltar una piedrecita que le hirió en la mano, y sangró.

– ¡Levántate! ¡Levántate! -le ordenó el comandante haciéndole señas con la pistola.

El sirviente se levantó.

– ¡Camina! ¡Camina! -repitió el comandante.

El sirviente se echó a llorar desconsolado.

– ¡Mi comandante, tiraré del cañón! -dijo tartamudeando.

El comandante volvió a levantar el brazo y apuntó de nuevo hacia él.

– ¡Camina! ¡Camina!

Como si lo hubiera entendido de repente, el sirviente dio media vuelta y puso pies en polvorosa. Cuando el comandante hizo el segundo disparo, él acababa de meterse en una callejuela. El comandante se puso a echar pestes mirando la pistola.

– ¡Me cago en la puta! Me he equivocado de ojo.

El comandante dio media vuelta y me vio ahí atrás parado. Fue hacia mí pistola en mano y me puso el cañón en el pecho.

– Vete tú también.

Me temblaban las piernas como a un condenado, pensando que esta vez, aunque cerrara los ojos, me mandaría al Cielo del Oeste [11] de un balazo.

– Tiraré del cañón, tiraré del cañón -dije de un tirón.

Con la mano derecha tirando de la cuerda y aferrando con la izquierda los dos yuanes de plata de Jiazhen que llevaba en el bolsillo, salí de la ciudad. Al ver en el campo otros chamizos parecidos al mío, agaché la cabeza y lloré.

Seguí a esa división de artillería, cada vez más lejos. Al cabo de un mes y pico llegamos a Anhui. Los primeros días, sólo pensaba en huir. Pero no era yo el único que quería huir. Cada dos días, en la división había un par de caras conocidas menos. Yo pensaba que igual habían conseguido escapar, y se lo pregunté a un viejo soldado llamado Lao Quan.

– De aquí no se escapa nadie -me dijo.

Me preguntó si de noche, cuando todo el mundo dormía, no había oído algún disparo, y le dije que sí.

– Eso era que disparaban a los desertores. Los que tienen mucha suerte y no mueren, los acaba atrapando otra división.

Lo que dijo Lao Quan me heló el corazón. Lao Quan me contó que, en la guerra de resistencia contra Japón, había sido reclutado a la fuerza. Durante el traslado hacia Jiangxi, se escapó. Pero a los pocos días se lo llevó la unidad que iba hacia Fujian. Estuvo de soldado más de seis años, pero no luchó ni una sola vez contra los japoneses, sólo contra la guerrilla comunista. Durante todo ese tiempo, trató de huir siete veces, y siempre caía en manos de otra unidad. La última vez que lo intentó, cuando ya sólo le quedaban algo más de cien li para llegar a su casa, se topó con esa división de artillería. Lao Quan dijo que ya no pensaba escapar.

– Acabé harto de huir -explicó.

Después de cruzar el Changjiang, también desistí de escapar. Cuanto más me alejaba de casa, menos valor tenía para huir. En nuestra división había una decena de soldados de unos quince o dieciséis años. Había un chaval que se llamaba Chunsheng y era de Jiangsu. No paraba de preguntarme si íbamos hacia el norte para luchar en el frente. Yo le decía que sí. En realidad, yo tampoco lo sabía, pero pensaba que cuando se es soldado no hay tu tía, hay que luchar. Chunsheng y yo nos tomamos cariño. Siempre estaba a mi lado.

– ¿Nos matarán? -me preguntaba cogiéndome el brazo.

– No lo sé -decía yo.

Al decirlo, a mí también me venía congoja. Una vez que cruzamos el Changjiang, empezamos a oír disparos y cañonazos. Al principio, lejanos. Pero cuando llevábamos un par de días avanzando, los disparos se fueron oyendo cada vez más cerca. Entonces llegamos a un pueblo. No se veía ni un solo animal, y no digamos personas. El comandante de la división nos ordenó montar los cañones, y supe que esta vez sí que íbamos a luchar. Alguien fue a preguntar al comandante:

– Mi comandante, ¿dónde estamos?

– ¿A mí me preguntas? ¿Y a quién coño pregunto yo?

Ni el comandante sabía dónde estábamos; el pueblo estaba totalmente desierto; miré a mi alrededor y, aparte de los árboles pelados y de unos cuantos chamizos, no había nada. Al cabo de dos días, fue habiendo cada vez más militares de uniforme ocre. Por todas partes iban yendo y viniendo tropas, una tras otra. Todas acamparon cerca de nosotros. Pasaron un par de días más, y aún no habíamos disparado un solo cañonazo.

– Estamos rodeados -anunció el comandante.

Los rodeados no sólo éramos nosotros, los de nuestra división. Había más de cien mil hombres del ejército nacional rodeados en un espacio de sólo veintipico li a la redonda. Estaba todo lleno de uniformes ocres, parecía una feria.

En esos momentos, Lao Quan estuvo muy animado. Se pasaba el rato sentado sobre un montón de tierra junto a un túnel, fumando, mirando a esos soldados de piel curtida yendo y viniendo, saludando de vez en cuando a alguno de ellos. Conocía a muchísima gente. Había estado por todas partes, viviendo al día en siete unidades distintas. Él y unos cuantos viejos conocidos suyos se contaban chistes verdes y se desternillaban de risa; preguntaban por otros, y yo los oía decir que habían muerto, o que los habían visto hacía poco. Lao Quan nos dijo a Chunsheng y a mí que esos hombres, en su momento, se habían fugado con él. Mientras nos contaba eso, alguien lo llamó.

– ¡Lao Quan! ¿Aún no estás muerto?

Era otro viejo conocido suyo.

– ¿Y a ti, cabrón, cuándo te cogieron? -preguntó riendo.

Antes de que el hombre contestara, otro llamó a Lao Quan. Él se volvió y se puso en pie de un salto.

– ¡Eh! -gritó-. ¿Sabes dónde está Lao Liang?

– Muerto -le contestó el otro a voces, riendo.

Lao Quan volvió a sentarse, decepcionado.

– ¡Me cago en la leche, me debía un yuan de plata! -renegó-. ¿Lo veis? Nadie consiguió escapar -añadió ufano dirigiéndose a Chunsheng y a mí.

Al principio, sólo nos habían rodeado. Los soldados del Ejército de Liberación no nos atacaron inmediatamente, así que no teníamos demasiado miedo. Tampoco lo tenía el comandante de la división; decía que el presidente del consejo Chiang Kai-shek enviaría unos tanques a salvarnos. Después, cuando ya los disparos y cañonazos iban acercándose, tampoco teníamos mucho miedo; sólo estábamos ahí de brazos cruzados, sin tener nada que hacer, puesto que el comandante de la división no nos había ordenado que abriéramos fuego. Un soldado veterano pensó que el que nuestros hermanos que estaban en el frente tuvieran que derramar su sangre y perder la vida mientras nosotros nos tocábamos las narices no era plan.

– ¿No vamos a disparar también nosotros unos cañonazos? -preguntó al comandante.

El comandante estaba escondido en el túnel, jugando.

– ¡Disparar unos cañonazos! -contestó irritado-. ¿Y adonde los disparamos?

Y no le faltaba razón: si disparábamos nuestros pocos cañones hacia nuestros hermanos del ejército nacional y les dábamos, los soldados nacionales del frente, en un arrebato, se volverían contra nosotros y nos ajustarían las cuentas. No era cosa de andarse con bromas.

El comandante nos ordenó que esperáramos metidos en el túnel y que nos dedicáramos a lo que nos diera la gana, mientras no saliéramos a pegar cañonazos.

Cuando quedamos rodeados, para los víveres y las municiones empezamos a depender por completo del suministro aéreo. En cuanto arriba aparecía un avión, los nacionales de abajo iban y venían en tropel, apiñados como hormigas. Las cajas de municiones que caían no las quería nadie, todos se abalanzaban sobre los sacos de arroz. En cuanto se alejaban los aviones, los hermanos del ejército nacional que habían conseguido hacerse con algo de arroz se lo llevaban, dos hombres por saco, protegidos por otro que iba blandiendo el fusil. Y así, grupo a grupo, iban dispersándose y volvían a sus túneles respectivos.

No pasó mucho tiempo antes de que los soldados nacionales se precipitaran por cuadrillas hacia las casas y los árboles pelados. En todas las techumbres de paja había hombres subidos, desmontando los chamizos, cortando los árboles. Ya me dirás si eso parecía una guerra. El guirigay que armábamos casi tapaba el ruido de los disparos del frente. En apenas medio día, ya no quedó una sola casa ni un solo árbol de los que se veían. En el campo arrasado ya sólo había soldados cargando vigas y árboles en el hombro, llevando tablas y banquetas. Cuando todos volvieron a sus túneles, empezaron a alzarse en el cielo columnas de humo de cocer el arroz.

En esos tiempos, lo que más abundaba eran las balas. Dondequiera que te tumbaras, se te clavaban y hacían daño. Al no quedar ya una sola casa ni un solo árbol, por todas partes se veían soldados nacionales yendo a cortar hierba seca con sus bayonetas. Realmente, parecía la recolección del arroz en plena temporada agrícola. Algunos, sudando la gota gorda, escarbaban para sacar las raíces de los árboles. Otros empezaron a profanar tumbas y a desguazar ataúdes para leña. Cuando desenterraban las cajas, los huesos que hubiera dentro los dejaban ahí tirados, fuera del túnel, ni siquiera los volvían a enterrar. En esa situación a nadie le impresionaban los huesos de los muertos. Por las noches podías dormir al lado sin tener ni una pesadilla. Pero la leña fue escaseando, y el arroz aumentando. Ya nadie se peleaba por los sacos de arroz. Nosotros tres fuimos a buscar unos cuantos para usarlos de colchón en el túnel, así ya no nos molestarían las balas del suelo.

Cuando ya no quedó absolutamente nada que usar de leña para cocinar, el presidente del consejo Chiang Kai-shek todavía seguía sin venir a salvarnos. Menos mal que para entonces los aviones del suministro dejaron de lanzar arroz y empezaron a lanzar tortas. En cuanto caía un paquete de tortas, los compañeros se abalanzaban a pelear por ellas como animales. Se amontonaban unos sobre otros a capas, como las suelas de los zapatos que hacía mi madre, aullando lo mismito que los lobos.

– Vamos por separado a intentar hacernos con linas -dijo Lao Quan.

En esa situación, no quedaba más remedio que separarnos, era la única posibilidad de conseguir unas pocas tortas. Salimos arrastrándonos del túnel, y cada cual eligió una dirección. En ese momento, los tiroteos estaban muy cerca de allí, y a menudo te pasaba alguna que otra bala silbando.

Una vez, estaba yo corriendo, corriendo, y uno que tenía al lado cayó al suelo. Creí que se había desmayado de hambre, pero, al volverle la cabeza vi que le habían volado la tapa de los sesos. Del susto que me llevé, se me aflojaron tanto las piernas que casi caigo yo también.

Hacerse con tortas era todavía más difícil que hacerse con arroz. Decían que en el ejército nacional morían cada día como moscas; pero cuando pasaba un avión, salían hombres de la tierra como setas. Parecía que había crecido mata a mata todo un pastizal, corriendo tras el avión y, en cuanto lanzaban las tortas, se dispersaban, precipitándose cada cual hacia el paracaídas que había localizado. Además, las tortas estaban mal empaquetadas y, al caer, se desparramaban. Varias decenas o un centenar de hombres se abalanzaban sobre ellas. Algunos, antes de llegar, chocaban con otro y se desmayaban.

Cada vez que iba por tortas quedaba maltrecho y dolorido como si me hubieran colgado y me hubieran azotado con un cinturón. Total, para conseguir unas pocas tortas de nada. Cuando volvía al túnel, Lao Quan ya estaba allí sentado, con la cara llena de moratones y golpes, y tampoco había conseguido más tortas que yo. Lao Quan llevaba ocho años de soldado, pero seguía teniendo corazón. Ponía sus tortas sobre las mías y decía que, cuando volviera Chunsheng, las comeríamos juntos. Nos quedábamos los dos en cuclillas en el túnel, asomándonos a ver si venía Chunsheng.

Al cabo de un rato, veíamos a Chunsheng venir corriendo, encorvando la espalda, con un montón de zapatillas de goma en los brazos. El niño, todo colorado de ilusión, entró como un vendaval.

– ¿Qué, son muchos o no? -dijo señalando las zapatillas de goma.

– ¿Esto se come? -le preguntó Lao Quan después de lanzarme una mirada.

– ¡Pueden servir para cocer el arroz! -contestó Chunsheng.

Y bien pensado, tenía razón. Al ver que Chunsheng no llevaba una sola magulladura en la cara, me dijo Lao Quan:

– Este mocoso es más listo que el hambre.

A partir de entonces, ya no volvimos a ir por tortas y usamos el método de Chunsheng. Cuando los hombres estaban apiñados peleándose por las tortas, íbamos nosotros a quitarles las zapatillas de los pies. Había pies que no reaccionaban, y otros que soltaban coces a diestro y siniestro. Así que nosotros cogíamos un casco de acero cualquiera, y golpeábamos con saña los pies que no se portaban bien. Los pies que recibían nuestros golpes se crispaban unas cuantas veces y luego se quedaban rígidos, como entumecidos de frío. Volvíamos al túnel con las zapatillas de goma y hacíamos fuego. Al fin y al cabo, había arroz a patadas, y así nos ahorrábamos un mal trago para el cuerpo. Mientras se iba cociendo el arroz, mirábamos a esos hombres descalzos en pleno invierno, dando respingos a cada paso, y nos caíamos de risa.

Se iban intensificando los tiroteos en el frente, tanto de día como de noche. Nosotros, en el túnel, acabamos acostumbrándonos. Con frecuencia estallaban bombas bastante cerca, y acabaron destrozando los cañones de nuestra división. Esos cañones que no habían disparado ni una sola vez se convirtieron en chatarra, así que nosotros quedamos todavía más ociosos.

Al cabo de unos días, Chunsheng tampoco tenía ya mucho miedo; en esa situación, de nada servía tener miedo. Los tiros iban acercándose, pero a nosotros seguía pareciéndonos que estaban lejos. Lo peor era que hacía cada vez más frío: te quedabas dormido, y a los pocos minutos te despertabas helado. Cuando estallaba alguna bomba allá fuera, la vibración nos zumbaba en los oídos. Chunsheng no dejaba de ser un crío. Un día se quedó dormido, y una bomba que estalló cerca lo despertó con un gran sobresalto. Se puso hecho una furia. Se subió encima del túnel y echó una bronca a los cañonazos del frente:

– ¡A ver si os calláis un poco, coño! ¡Con este ruido no hay quien duerma!

Corrí a hacerlo bajar de allí, porque las balas ya silbaban por encima del túnel.

La zona de despliegue de las tropas nacionales iba menguando día a día, de modo que no nos atrevíamos a salir del túnel así como así, salvo cuando apretaba el hambre y teníamos que ir a buscar algo de comer. Cada día evacuaban a miles de heridos. Como estábamos en la retaguardia, nuestra zona se convirtió en territorio de heridos. Durante unos días, Lao Quan, Chunsheng y yo nos tumbábamos encima del túnel y asomábamos las cabezas para ver cómo traían los camilleros a esos heridos, unos sin brazos, otros sin piernas. Al cabo de poco tiempo, vino otra larga fila de camillas. Los que las llevaban corrían, agachados, hasta donde estábamos, en busca de algún espacio libre. Cuando lo encontraban, gritaban: «¡Un, dos, tres!», y a la de tres volcaban las camillas dejando caer a los heridos al suelo como si fueran basura, y se marchaban dejándolos allí tirados. Los heridos sufrían tanto que no paraban de lanzar quejidos. Las letanías de sus llantos y lamentos llegaban a nuestros oídos una tras otra. Al ver cómo se iban los camilleros, Lao Quan los insultó: «¡Pero serán animales!»

Había cada vez más heridos. Mientras hubo disparos, fueron llegando camillas y, al grito de «¡Un, dos, tres!», las vaciaban en el suelo. Al principio había montones dispersos de heridos, pero al poco tiempo, todo el suelo quedó cubierto. Sufrían y gemían sin parar. Nunca olvidaré esos gritos. A Chunsheng y a mí se nos helaba el corazón de verlos, y hasta Lao Quan fruncía el ceño. «¿Pero qué clase de guerra es ésta», me preguntaba.

Apenas anocheció, se puso a nevar. Durante un tiempo largo dejaron de sonar los disparos. Sólo oíamos los lamentos de los miles de heridos que aún no habían muerto. Parecían llantos, pero también parecían risas: eran las voces del dolor insoportable. Nunca en mi vida he vuelto a oír una cosa así, tan sobrecogedora. Como a oleadas, parecía una marea que nos anegara. Nevaba, pero era tal la oscuridad que no veíamos los copos, sólo sentíamos el frío y la humedad; blandos y suaves, se derretían lentamente en la mano, pero no tardó en formarse una gruesa capa de nieve.

Dormíamos los tres juntos, muy apretados. Pasábamos hambre y frío. Esos días, venían menos aviones, y resultaba muy difícil encontrar comida. Ya nadie tenía esperanzas de que el presidente del consejo Chang Kaishek nos sacara de ésa. Quién sabía si íbamos a morir o a sobrevivir.

– Fugui -me dijo Chunsheng tocándome el hombro-, ¿estás durmiendo?

– No -contesté.

Entonces tocó el hombro a Lao Quan, que no contestó. Chunsheng dio un par de hipidos.

– Esta vez no nos vamos a salvar.

Al oírlo, a mí también se me hizo un nudo en la garganta. Entonces habló Lao Quan.

– No seas tan pesimista -dijo estirando los brazos-. Yo he estado en varias decenas de batallas desde mis años mozos -añadió sentándose-. En cada una de ellas me decía a mí mismo: «Yo no me muero ni muerto.» Me han rozado balas por todo el cuerpo, pero nunca me han herido. Chunsheng, si piensas que no vas a morir, no morirás.

Luego, ya no dijimos nada más. Cada cual se puso a pensar en sus cosas. Yo me acordaba una y otra vez de mi familia, de Fengxia con Youqing en brazos sentada en el umbral de casa, de mi madre y Jiazhen… De tanto pensar, me quedé como taponado por dentro, no podía ni respirar, como si alguien me hubiera tapado la nariz y la boca.

Durante la segunda mitad de la noche, los lamentos de los heridos de fuera del túnel fueron disminuyendo. Pensé que seguramente se habrían quedado casi todos dormidos. Sólo unos pocos seguían gimiendo, sus quejidos iban y venían, a intervalos. A ratos, parecía que estuvieran hablando, uno preguntando una cosa, otro contestando algo, y sus voces eran tan desoladoras que ni parecían de vivos.

Al cabo de un rato, sólo quedó un lamento, tenue como el zumbido de un mosquito que volara por encima de mi cara. Estuve escuchando, y ya no parecía que estuviera gimiendo; más bien parecía que estaba canturreando alguna cancioncilla. Alrededor, reinaba un silencio absoluto, sólo se oía esa voz, yendo y viniendo sin parar. Al oírla, me eché a llorar. Las lágrimas derritieron la nieve que me había caído en la cara, y las gotas se me metieron por el cuello, lo mismo que el viento helado.

Cuando amaneció, ya no se oía nada. Nos asomamos a mirar: los miles de heridos que el día anterior todavía gemían y gritaban estaban todos muertos, allí tirados de cualquier manera, completamente inmóviles, cubiertos por una fina capa de nieve. Los pocos que estábamos vivos en los túneles nos quedamos un buen rato pasmados, mirándolos. Nadie dijo nada. Hasta Lao Quan, que había visto a saber cuántos muertos en su vida de soldado, se quedó anonadado, mirándolos no sé cuánto tiempo. Al final, lanzó un suspiro.

– ¡Qué tragedia! -dijo, mientras salía del túnel. Fue hasta ese gran campo de cadáveres. Volviendo a unos, sacudiendo a otros, Lao Quan fue desplazándose inclinado entre los muertos, poniéndose a veces en cuclillas para frotar con nieve la cara de alguno. Entonces sonaron de nuevo los disparos, y unas cuantas balas pasaron por allí. Chunsheng y yo recobramos de golpe el sentido y gritamos inmediatamente a Lao Quan:

– ¡Vuelve! ¡Deprisa!

Lao Quan no nos hizo caso. Siguió mirando aquí y allí. Al cabo de un rato, se detuvo. Miró a un lado y a otro, y volvió hacia nosotros. Al acercarse nos enseñó cuatro dedos.

– Hay cuatro -dijo sacudiendo la cabeza-. Cuatro que conozco.

Apenas acabó de decirlo, Lao Quan se quedó mirándonos con los ojos desorbitados, las piernas repentinamente tiesas. Luego cayó de rodillas al suelo. No sabíamos por qué hacía eso, sólo veíamos las balas pasar silbando, así que le gritamos con todas nuestras fuerzas:

– ¡Lao Quan, date prisa!

A pesar de nuestras llamadas, Lao Quan seguía sin moverse. Sólo entonces caí en la cuenta de que a Lao Quan le pasaba algo. Salí a toda prisa del túnel, corrí hacia Lao Quan y, al llegar junto a él vi una mancha de sangre en su espalda. Se me nubló la vista y entre sollozos llamé a Chunsheng. Cuando llegó el niño, entre los dos llevamos a Lao Quan al túnel. Las balas silbaban a nuestro alrededor y pasaban rozándonos.

Tumbamos a Lao Quan. Traté de parar la hemorragia de la espalda con la mano. El lugar de la herida estaba húmedo, abrasaba, y la sangre seguía saliendo, escurriéndoseme entre los dedos. Los ojos de Lao Quan parpadearon lentamente, como si nos hubiera mirado. Luego se movieron sus labios.

– ¿Dónde estamos? -preguntó con voz ronca.

Chunsheng y yo levantamos la cabeza y miramos a nuestro alrededor. ¿Cómo íbamos a saber dónde estábamos? No pudimos más que volver la vista hacia Lao Quan. Cerró los ojos con fuerza y luego los volvió a abrir lentamente, cada vez más grandes, torciendo la boca, como en un rictus de amargura.

– Tiene narices que me muera sin saber ni dónde -lo oí decir con voz cascada.

Poco después de decir esto, murió. Cuando dejó caer la cabeza hacia un lado, Chunsheng y yo supimos que estaba muerto y nos miramos un buen rato. Chunsheng fue el primero en llorar. Al verlo no pude reprimirme más y lloré con él.

Luego vimos al comandante de la división, vestido de paisano, con fajos de billetes de banco en los bolsillos y un hatillo en la mano, dirigiéndose hacia el oeste. Supimos que quería huir del peligro. Los fajos de billetes que llevaba forrando su ropa le daban andares bamboleantes de vieja gordinflona.

– ¡Mi comandante! ¿Vendrá a salvarnos el presidente del consejo Chiang Kai-shek? -le preguntaron a voces dos niños soldados.

– ¡Seréis panolis! -contestó el comandante volviéndose hacia ellos-. ¡Tal como está la cosa, aquí no vienen a salvaros ni vuestras madres! ¡Mejor sálvese quien pueda!

Un viejo soldado le pegó un disparo, pero no le dio. Al oír la bala que pasó silbando a su lado, el comandante, echando por los suelos toda su marcialidad de antes, abrió de repente las piernas y puso pies en polvorosa. Mucha gente empuñó el fusil y se puso a dispararle. Berreando como un niño, dando saltos y brincos para esquivar las balas, el comandante se alejó corriendo por la nieve.

Los cañonazos y tiros llegaron hasta delante de nuestras narices, hasta veíamos las siluetas de los que disparaban, tambalearse en la humareda de pólvora y desplomarse. Calculé que no llegaría vivo a mediodía, que en algún momento hasta entonces me tocaría a mí morir. Llevábamos más de un mes malviviendo en medio de tiros y cañonazos, así que la muerte ya no me daba mucho miedo. Sólo me parecía que morir así, sin que nadie se enterara, era una auténtica lástima; mi madre y Jiazhen no sabrían siquiera dónde habría muerto.

Miré a Chunsheng. Tenía una mano puesta sobre el cuerpo de Lao Quan y me miró también con abatimiento. Llevábamos varios días comiendo arroz crudo, y a Chunsheng se le había hinchado la cara.

– Quiero comer tortas -dijo pasándose la lengua por los labios.

En esa situación, ya no importaba vivir o morir. Si antes de morir lograbas comer una torta, podías darte con un canto en los dientes. Chunsheng se levantó. Yo ya no me molesté en decirle que tuviera cuidado con las balas.

– Igual fuera queda alguna torta -dijo mirándome-. Voy a ver.

Chunsheng salió del túnel sin que yo hiciera nada por impedirlo. Al fin y al cabo, íbamos a morir antes de mediodía, de modo que, si el chaval conseguía comer una torta antes, mejor para él. Lo vi alejarse, abatido, pasando sobre los cuerpos. Dio unos pasos y me miró.

– No te vayas -me dijo-. En cuanto encuentre tortas, vuelvo.

Cabizbajo y con los brazos colgando, entró en la espesa humareda que teníamos delante. El aire estaba saturado de olor a quemado y a pólvora. Cuando te entraba en la garganta o en los ojos, era como si tuvieras grava ahí metida.

Antes de mediodía, todos los supervivientes que había en los túneles fuimos hechos prisioneros. Cuando llegaron corriendo los del Ejército de Liberación, uno de ellos, un viejo soldado, nos hizo poner las manos en alto. Estaba tan nervioso que tenía la cara morada al ordenarnos que no tocáramos las armas que teníamos a nuestro lado, por miedo a que, si se daba el caso, acabara él tan muerto como nosotros. Un soldado comunista no mucho mayor que Chunsheng me apuntó con el cañón negrísimo de su fusil. El corazón me dio un vuelco. Pensé que esta vez iba a morir de verdad. Pero no disparó. Me estaba ordenando algo. Cuando oí que me decía que saliera, el corazón se puso a palpitarme con fuerza: volvía a tener alguna esperanza de vida.

– Baja las manos -me dijo.

Obedecí, y mi alma en vilo se relajó. Toda una fila de más de veinte prisioneros emprendimos bajo su única custodia el camino hacia el sur. Al poco rato nos incorporamos a un grupo mayor de prisioneros. Por todas partes se elevaban densas humaredas hacia el cielo. Todas iban dirigiéndose hacia un mismo sitio. El suelo estaba lleno de baches y charcos, cubierto de cadáveres y de restos de cañones y armas destrozados por las bombas. Los camiones militares, carbonizados, seguían crepitando. Después de andar un rato, vimos venir del norte una veintena de soldados comunistas en fila india, cargando con palancas cuévanos de panecillos blancos, cocidos al vapor, calientes y humeantes, que nos hicieron salivar.

– Poneos en fila -dijo un oficial que nos vigilaba.

¡Quién iba a decir que nos traían comida! ¡Qué bien si hubiera estado allí Chunsheng! Miré a lo lejos, sin saber si el crío seguía vivo o había muerto. Formamos una veintena de filas y, uno tras otro, recibimos dos panecillos cada uno. Nunca había oído a tanta gente comiendo junta. Hacíamos más ruido que varios centenares de cerdos masticando. Todos comíamos demasiado deprisa, algunos se pusieron a toser como locos, cada vez más fuerte. Uno que estaba a mi lado tosía más que ninguno, con las manos en el vientre y lágrimas de dolor corriéndole por la cara. Otros, los más, se atragantaban. Levantaban la cabeza mirando al cielo fijamente, sin moverse.

A la mañana siguiente, nos reunieron en un terreno y nos hicieron sentarnos ordenadamente en el suelo. Teníamos delante dos mesas y un tipo con pinta de oficial que nos habló. Primero nos explicó el cómo y el porqué de la liberación de todo el país. Luego nos anunció que los que quisiéramos unirnos al Ejército de Liberación, que nos quedáramos sentados; y que los que quisiéramos volver a casa, nos pusiéramos en pie y fuéramos a recoger el dinero para el viaje.

Al oír que podíamos volver a casa, me empezó a latir el corazón -pupum, pupum, pupum-. Pero, al ver que el oficial llevaba una pistola en el cinto, me entró miedo. Pensé: «¿Cómo va a ser verdad?» Muchos se quedaron sentados sin moverse. Algunos se levantaron y fueron realmente hasta la mesa a recoger dinero para el viaje de vuelta. El oficial los estuvo mirando todo el rato. Después de recoger el dinero, recibieron un salvoconducto. Luego se pusieron en camino. Yo tenía el corazón en un puño, estaba seguro de que el oficial ese iba a desenfundar la pistola y se los iba a cargar, igual que nuestro comandante de división. Pero, cuando ya estaban lejos, el oficial siguió sin sacar la pistola. Entonces me entró una agitación tremenda: veía que el Ejército de Liberación nos dejaba de verdad volver a casa. Con todo lo que había vivido, ya sabía lo que era la guerra. Me dije a mí mismo que nunca más iría a la guerra, que volvería a casa. Así que me puse en pie, fui hasta el oficial y, después de caer de rodillas ante él, me eché a llorar a lágrima viva. Pensaba decirle que quería volver a casa, pero las palabras se transformaban según me llegaban a la boca.

– ¡Mi comandante! ¡Mi comandante! ¡Mi comandante…! -grité una y otra vez.

No fui capaz de decir nada más. El oficial me ayudó a levantarme y me preguntó qué quería decirle. Yo seguí llamándolo «mi comandante», llorando.

– Es coronel -me sopló un soldado.

Eso me dejó helado de espanto. Pensé: «Estás perdido.» Pero oí a los prisioneros que estaban sentados estallar a carcajadas, y luego vi al coronel riendo también.

– ¿Qué quieres decirme? -repitió.

Sólo entonces me calmé.

– Quiero volver a casa -le dije.

El Ejército de Liberación me dejó volver a casa, y encima me dio dinero. Me encaminé a toda prisa hacia el sur. Cuando tenía hambre, compraba una torta de sésamo con el dinero que me había dado el Ejército de Liberación. Si me entraba sueño, buscaba algún sitio más o menos llano y me tumbaba a dormir. Echaba muchísimo de menos a mi familia. Sólo de pensar que en esta vida iba a volver a ver a mi madre y Jiazhen, y a mis hijos, que íbamos a poder estar todos juntos, lloraba y reía mientras corría como un loco hacia el sur.

Cuando llegué al Changjiang, la orilla sur aún no había sido liberada, y el Ejército de Liberación se disponía a cruzar el río. No pude pasar, y me demoré allí varios meses. En vista de eso, me puse a buscar por todas partes algún trabajo que hacer, para no morir de hambre. Yo sabía que en el Ejército de Liberación necesitaban remeros. Como, cuando era rico, remar me parecía divertido, había aprendido. Más de una vez pensé en enrolarme en el Ejército de Liberación como remero, para ayudarles a cruzar el Changjiang. Ellos se habían portado bien conmigo, y tenía ganas de agradecérselo. Pero me daba terror ir a la guerra y no volver a ver a los míos. Por Jiazhen y los demás, me dije a mí mismo: «Pues no lo agradeceré. Me limitaré a recordar lo que hicieron por mí.»

Volví a mi casa pegado al culo del Ejército de Liberación en su avance hacia el sur. Así, echando cuentas, llevaba fuera casi dos años. Me había ido a finales de otoño, y volvía a principios de primavera. Llegué al camino que llevaba a mi casa completamente cubierto de barro. Entonces vi mi pueblo. No había cambiado nada, lo reconocí enseguida, y fui para allá a toda prisa. Vi la casa de ladrillo que había sido de mi familia, y luego nuestro chamizo, y entonces no aguanté más y eché a correr hacia allí.

Cerca de la entrada del pueblo vi a una niña de siete u ocho años segando hierba con un niño de tres. Nada más verla, toda vestida de harapos, la reconocí: era mi Fengxia. Llevaba de la mano a Youqing, que andaba todavía dando tumbos.

– ¡Fengxia! ¡Youqing! -les grité.

Fengxia no pareció oírme, fue Youqing el que se dio la vuelta y me vio. Siguió andando, de la mano de Fengxia, volviendo la cabeza hacia mí.

– ¡Fengxia! ¡Youqing! -volví a gritar.

Entonces, Youqing paró a su hermana. Fengxia se volvió hacia mí. Yo corrí hacia ellos y me puse en cuclillas.

– Fengxia, ¿me reconoces? -pregunté a mi hija.

Ella me miró con los ojos como platos. Se le movieron los labios, pero no dijo nada.

– Soy vuestro padre -le dije.

Fengxia sonrió de oreja a oreja, pero sin decir ni mu. Ya en ese momento me pareció que pasaba algo raro, pero tampoco me paré a pensar. Sabía que Fengxia me había reconocido, me sonreía abiertamente. Se le habían caído los dientes de delante. Le acaricié la cara. Le brillaron los ojos y pegó su cara a mi mano. Luego miré a Youqing. Como es normal, no me reconoció. Se acurrucó asustado contra su hermana. Cuando intenté acercarlo a mí, él se apartó.

– Hijo, que soy tu padre -le dije.

Youqing se escondió detrás de su hermana.

– Corre, vámonos -le dijo, empujándola.

En ese momento, vino corriendo una mujer, gritando mi nombre entre sollozos. Reconocí a Jiazhen, corriendo a trompicones.

– ¡Fugui! -exclamó al llegar ante mí.

Se sentó en el suelo hecha un mar de lágrimas.

– No llores, no llores -le dije, y diciéndolo también me eché a llorar.

Por fin había vuelto a casa. Al ver a Jiazhen y mis dos hijos sanos y salvos, me quedé más tranquilo. Abrazándome, me llevaron hacia casa.

– ¡Madre! ¡Madre! -llamé al acercarnos.

Mientras la llamaba, eché a correr hacia el chamizo. Pero al entrar no la vi. Al pronto, se me nubló la vista.

– ¿Y mi madre? -pregunté volviéndome a Jiazhen.

Jiazhen no dijo nada, sólo me miró con los ojos llenos de lágrimas. Supe entonces adonde había ido mi madre. Me quedé en la entrada, abatido, llorando a lágrima viva.

Mi madre había muerto cuando yo llevaba algo más de dos meses fuera de casa. Jiazhen me contó que, antes de morir, mi madre no paraba de decir:

– Fugui no se ha ido a jugar, eso seguro.

Jiazhen había ido no sé cuántas veces a la ciudad a preguntar por mí, pero nadie le dijo que me habían enrolado a la fuerza. Y, por mucho que dijera mi madre, la pobre, al morir no sabía adonde había ido yo a parar.

Fengxia también lo pasó mal, la pobrecita: un año antes de mi vuelta, tuvo una fiebre altísima que la dejó muda. Cuando Jiazhen me contaba todo esto llorando, la niña estaba sentada delante de nosotros. Sabía que hablábamos de ella y me sonreía. Al verla, sentí el corazón como si me clavaran agujas.

Youqing acabó admitiéndome como padre, a pesar de todo, aunque seguía teniéndome un poco de miedo. En cuanto lo abrazaba, él se revolvía y miraba a Jiazhen y a Fengxia.

En fin, el caso es que había vuelto a casa. La primera noche no conseguí dormir. Jiazhen, yo y los niños, apretujados, oíamos el viento soplar en la paja del techo y mirábamos cómo entraba por el resquicio de la puerta la luz de la luna que relucía fuera. Me sentía seguro y arropado. Al poco me puse a acariciar a Jiazhen, a acariciar a los niños, repitiéndome: «Ya estás en casa.»

Cuando volví, en el pueblo se empezó con la reforma agraria. Me tocaron cinco mu de tierra, los mismos que tiempo atrás había arrendado a Long Er. Él tuvo muy mala suerte. Había logrado convertirse en terrateniente, pero no le duró el postín ni cuatro años, y con la Liberación se le fue todo al carajo. El Partido Comunista confiscó sus tierras y las distribuyó entre los antiguos aparceros. Él, que no quería resignarse ni muerto, fue a amenazar a los aparceros. No todos se dejaron intimidar, y él se lió a puñetazos con ellos. La verdad es que Long Er se lo buscó. El Gobierno Popular lo mandó arrestar y lo acusó de «terrateniente tiránico». Ni siquiera cuando lo mandaron a la prisión de la ciudad quiso ver qué tiempos corrían ni lo que estaba pasando. Tenía el pico más duro que las piedras. Al final se lo cargaron.

Yo asistí a la ejecución de Long Er. Sólo se le bajaron los humos en el momento de morir. Al parecer, cuando ya se lo llevaban de la ciudad, llorando a moco tendido y cayéndosele la saliva, dijo a un conocido suyo:

– ¡Ni en sueños pensé que me fueran a ejecutar!

Hay que decir que Long Er fue tonto. Creyó que lo tendrían encerrado unos días y lo soltarían, ni se le ocurrió que pudieran ajusticiarlo. Fue por la tarde. Lo mataron en un pueblo de por aquí cerca. Alguien había cavado ya el hoyo. Vino mucha gente de los pueblos de alrededor. Trajeron a Long Er completamente atado, casi a rastras, con la boca medio abierta, jadeando. Cuando pasó a mi lado, me echó una mirada. Me dio la impresión de que no me había reconocido, pero cuando se alejó unos pasos, se giró con esfuerzo hacia mí.

– ¡Fugui! ¡Voy a morir en tu lugar! -me gritó lloriqueando.

Al oírlo, me entró pánico. Pensé que era mejor que me fuera, que no mirara cómo lo mataban. Me abrí paso en la muchedumbre y salí solo. Mientras me alejaba, oí «¡pum!», un disparo, y pensé que Long Er ya había palmado. Pero enseguida, «¡pum!», sonó otro disparo, y luego otros tres, cinco en total. Pensé que igual habían ejecutado a más gente.

– ¿A cuántos han matado? -pregunté a un paisano mío.

– Sólo a Long Er -contestó.

Desde luego, Long Er diñó a base de bien. Recibió cinco balazos; aunque hubiera tenido cinco vidas, las habría pagado todas.

Después de la ejecución de Long Er, durante el camino a casa, me iban dando escalofríos en la nuca. Cuanto más lo pensaba, más peligro veía que había pasado: de no ser por mi padre y por mí, los dos hijos pródigos, podría haber sido yo el ajusticiado. Me toqué la cara, me toqué los brazos, todo estaba en su sitio. Pensé que tenía que haber muerto y, sin embargo, seguía vivo; que ya había salido con vida por los pelos del campo de batalla; que luego, al volver a casa, Long Er se había convertido en mi chivo expiatorio y que las tumbas de mis antepasados debían de estar bien situadas. «Esta vez, tengo que vivir como es debido», me dije a mí mismo.

Cuando llegué a casa, Jiazhen estaba cosiéndome suelas de zapatos. Al ver la cara que traía, se asustó, creyó que estaba enfermo. Pero, cuando le conté lo que había estado pensando, palideció de espanto, se puso lívida.

– ¡Qué peligro! -dijo con un hilo de voz.

Luego dejé de tomármelo tan a pecho. Me pareció que no hacía falta asustarme a mí mismo de esa manera, que todo era cosa del destino. Dicen que «quien sale vivo de una desgracia, luego tiene buena suerte». Pensé que la segunda mitad de mi vida tenía que ser cada vez mejor. Se lo dije a Jiazhen.

– Yo no necesito esa buena suerte -dijo mirándome después de cortar el hilo con los dientes-. Me conformo con poder hacerte un par de zapatos nuevos al año.

Yo sabía lo que quería decir. Mi mujer lo que deseaba era que no volviéramos a separarnos nunca más. Viendo su cara, tan envejecida, se me encogió el corazón. Jiazhen tenía razón: mientras la familia estuviera unida, ¿qué importaba la buena suerte?


* * *

En este punto de su historia, Fugui se interrumpió. Me di cuenta de que estábamos sentados a pleno sol, cuya trayectoria había ido apartando de nosotros la sombra del árbol y dirigiéndola hacia otro sitio. Fugui se levantó tras varios intentos.

– Tengo el cuerpo cada vez más duro -dijo mientras se sacudía las rodillas-. Sólo hay una cosa que tengo cada vez más blanda.

Al oírlo, no pude por menos que reírme a carcajadas, mirando la entrepierna colgante de sus pantalones, con briznas de hierba pegadas. Él también se rió, muy contento de que hubiera entendido a qué se refería, luego se giró para llamar al buey.

– ¡Fugui!

El buey ya había salido del agua, y estaba pastando en la orilla de la laguna, entre dos sauces llorones. Las ramas que le caían sobre el lomo habían perdido su aplomo habitual y se mostraban retorcidas y enmarañadas. Al rozarlas el animal, algunas hojas cayeron lentamente al suelo.

– ¡Fugui! -volvió a llamar el viejo.

La grupa del buey retrocedió como una roca metiéndose de nuevo en el agua, y su testuz emergió de entre los sauces y sus ojos redondos se dirigieron lentamente hacia nosotros.

– Jiazhen y los demás llevan tiempo trabajando -le dijo el viejo-. Ya está bien de descansar. Sí, ya sé que no has comido bastante, pero ¿quién te mandaba estar en el agua tanto rato?

Mientras Fugui llevaba el buey hasta el arrozal y le enganchaba el arado, siguió hablándome.

– El buey viejo es como el hombre viejo: cuando tiene hambre, necesita descansar antes de poder comer nada.

Volví a sentarme a la sombra del árbol, con la mochila en los riñones a modo de cojín, contra el tronco, dándome aire con el sombrero de paja. Al buey, el pellejo del vientre le colgaba en una larga tira que se bamboleaba como un gran odre. Me fijé en la entrepierna colgante del pantalón de Fugui: también iba balanceándose, como la piel del vientre del buey.


* * *

La vida, después de mi vuelta a casa, era difícil, desde luego, pero bastante tranquila y estable. Fengxia y Youqing estaban cada día más grandes. Y yo, cada día más viejo. Yo no me daba cuenta, ni Jiazhen, sólo sentía que no tenía, ni de lejos, la fuerza de antaño. Hasta que un día llevé una palanca con canastos de verdura a la ciudad, para venderla y, al pasar delante de la tienda de sedas, un conocido me dijo al verme:

– Fugui, estás lleno de canas.

En realidad, él y yo llevábamos sólo medio año sin vernos. Cuando me dijo aquello, fue cuando me di cuenta de que había envejecido mucho. De vuelta a casa, miré y remiré a Jiazhen, tanto que ella no sabía qué pasaba. Se miró, luego miró hacia atrás.

– ¿Qué miras?

– También tú tienes canas -le dije riendo.

Ese año, Fengxia cumplió diecisiete, se había convertido en una mujer. De no ser porque era sordomuda, habría sido fácil encontrarle marido. En el pueblo, todo el mundo decía que Fengxia era guapa, era más o menos como Jiazhen a la misma edad. Youqing tenía doce años; iba a la escuela en la ciudad.

Al principio, Jiazhen y yo estuvimos dudando si mandar a Youqing al colegio o no. Vamos, que no teníamos dinero. En esa época, Fengxia sólo tenía doce o trece años y, aunque pudiera ayudarme un poco en el trabajo del campo, o ayudar a Jiazhen en el de casa, el caso es que dependía de nosotros para vivir. Así que hablé con Jiazhen a ver si la dábamos a alguien y punto, y luego ahorrábamos el dinero necesario para mandar a Youqing a la escuela… Pero, aunque Fengxia no oía ni podía hablar, era muy inteligente. En cuanto empezamos a hablar del asunto, Fengxia se volvió hacia nosotros y nos miró parpadeando de tal manera que nos dolió el corazón y no volvimos a mencionarlo en varios días.

Pero teniendo en cuenta que se iba acercando el momento en que Youqing tendría que ir a la escuela, no tuvimos más remedio que ocuparnos del asunto. Así que encargué a alguien del pueblo que se informara, cuando le viniera bien, de si había quien quisiera criar a una niña de doce años.

– Si encontramos una buena familia -dije a Jiazhen-, Fengxia vivirá mejor que ahora.

Jiazhen asintió, pero se le saltaron las lágrimas. Las madres siempre son más tiernas. Traté de convencer a Jiazhen de que no se lo tomara tan mal: por lo visto, el destino de Fengxia era duro, y lo iba a ser toda su vida, hasta el final. Pero Youqing no podía pasarlo mal toda la vida; teníamos que mandarlo a la escuela, sólo así tendría algún futuro. No podíamos dejar que los dos se vieran atrapados en la pobreza, al menos uno tenía que vivir un poco mejor.

La persona que fue a informarse volvió diciendo que Fengxia era un poco mayor, que si hubiera sido algo más joven habría más familias dispuestas a tomarla. Así las cosas, renunciamos a nuestra idea. Quién iba a decir que, al cabo de un mes y pico, dos familias iban a mandar decirnos que querían a nuestra Fengxia: una quería adoptarla como hija, la otra la quería para servir a dos ancianos. Jiazhen y yo pensamos que la familia que no tenía descendencia sería mejor y que, si Fengxia se convertía en hija de ellos, siempre la querrían un poco más. Así que contestamos diciendo que vinieran a verla. Vinieron. Cuando vio a Fengxia, el matrimonio quedó muy satisfecho. Pero, al enterarse de que no podía hablar, cambiaron de idea.

– La chica tiene muy buen aspecto -dijo el hombre-, pero…

No dijo más. Se fueron con mucha cortesía. Jiazhen y yo no tuvimos más remedio que hacer venir a la otra familia. A esos no les importó que Fengxia hablara o no, mientras fuera trabajadora.

El día en que se llevaron a Fengxia, me había echado la azada al hombro para ir al campo a trabajar, y ella cogió inmediatamente su cesta y la hoz para ir conmigo. Desde hacía años, Fengxia me acompañaba y, mientras yo trabajaba la tierra, ella segaba hierba, yo ya estaba acostumbrado. Ese día, al ver que venía conmigo, la aparté y le dije que volviera a casa. Ella me miró con los ojos muy abiertos. Solté la azada y la llevé hasta casa, le quité la hoz y la cesta de las manos y las tiré a una esquina. Ella seguía mirándome fijamente. No sabía que la íbamos a entregar a otra familia. Cuando Jiazhen la cambió y le puso un vestido de color rosa, ella paró de mirarme y se dejó vestir, cabizbaja. Era el mismo vestido que había llevado Jiazhen años atrás, arreglado. Mientras Jiazhen le abrochaba los botones, sus lágrimas iban cayéndole en las rodillas. Fengxia sabía que tenía que irse. Cogí la azada y salí.

– Voy al campo -dije a Jiazhen al llegar a la puerta-. Cuando vengan a buscarla, que se la lleven y ya está, que no venga a verme.

Ya en el bancal, trabajando con la azada, me parecía que no me llegaba la energía. Y es que estaba sin ánimo. Miré a mi alrededor, sin ver a Fengxia allí, segando hierba, y sentí un vacío dentro de mí. Al pensar que a partir de entonces ya no vería a Fengxia trabajando conmigo, me encontré tan mal que quedé sin pizca de fuerza. En ese momento, vi a Fengxia de pie, sobre el sendero del bancal, de la mano de un hombre de unos cincuenta años. Estaba anegada en lágrimas, y el llanto le sacudía el cuerpo, pero lloraba en silencio. De vez en cuando, levantaba un brazo para secarse los ojos, y yo sabía que lo hacía para ver mejor a su padre.

– No se preocupe -me dijo el hombre, sonriendo-, la trataré bien.

Luego tiró de la mano de Fengxia, y se fueron. Mientras se alejaba de la mano del hombre, Fengxia estuvo todo el rato volviéndose hacia mí, mirándome, cada vez más lejos, hasta que dejé de ver sus ojos y, al cabo de un rato, ya no vi ni siquiera su brazo levantarse para secarse las lágrimas. En ese momento, yo ya no pude aguantar más, bajé la cabeza y me eché a llorar. Cuando vino Jiazhen, le dije resentido:

– Te dije que no los dejaras venir, y tú vas y les dices que vengan a verme.

– No he sido yo -dijo ella-, ha sido Fengxia.

Cuando se fue Fengxia, Youqing dejó de trabajar. Al principio, cuando se la llevaron, el niño se quedó como pasmado, sin saber qué pasaba, hasta que Fengxia estuvo lejos. Sólo entonces se rascó la cabeza y volvió despacito a casa. Lo vi mirando hacia aquí varias veces, pero no vino a preguntarme nada. Cuando él estaba todavía en el vientre de Jiazhen ya recibió mis golpes, así que, cuando me veía, me tenía miedo.

A la hora de comer, al no ver a Fengxia en la mesa, Youqing apenas comía. Nos miraba a mí y a Jiazhen una y otra vez.

– Come, anda -le dijo una vez Jiazhen.

Él dijo que no con la cabecita.

– ¿Y mi hermana?

– Que comas -le decía Jiazhen sin mirarlo.

Y el mocoso, así, sin más, soltó los palillos.

– ¿Cuándo vuelve mi hermana? -preguntó a su madre.

Al irse Fengxia, yo ya estaba hecho un lío. Pero viendo cómo se ponía Youqing, di un manotazo en la mesa.

– ¡Fengxia no va a volver!

Youqing dio un respingo del susto que se llevó. Pero, al ver que se me había pasado el enfado, hizo un mohín y bajó la cabeza.

– Quiero que venga mi hermana.

Entonces, Jiazhen le explicó que habíamos entregado Fengxia a otra familia para ahorrar dinero y mandarlo a la escuela. Al oírlo, Youqing se puso a llorar a lágrima viva.

– ¡No quiero ir a la escuela! ¡Quiero a mi hermana! -decía entre sollozos.

No le hice caso. Pensé que era preferible dejarlo llorar todo lo que quisiera. No esperaba que volviera a repetir:

– ¡No quiero ir a la escuela!

Se me nubló el entendimiento.

– ¿Qué coño lloras? -le grité.

Youqing se calló del susto, encogiéndose hacia atrás. Pero, al ver que yo seguía comiendo, se bajó del taburete, se fue hasta el rincón y gritó:

– ¡Quiero a mi hermana!

Supe que esa vez no me quedaría más remedio que darle un azote. Cogí la escoba de detrás de la puerta.

– ¡Date la vuelta!

Youqing miró a Jiazhen y, obediente, se volvió y apoyó las manos contra la pared.

– ¡Bájate los pantalones!

Youqing miró a Jiazhen y, después de bajarse los pantalones, la miró de nuevo. Viendo que su madre no venía a defenderlo, se puso nervioso.

– Padre, no me pegues -dijo encogiéndose cuando levanté la escoba.

Al oírlo, se me ablandó el corazón. Al fin y al cabo, Youqing no había hecho nada malo: lo había criado su hermana, la quería y la echaba de menos.

– Ve a comer, anda -le dije dándole unas palmadas en la cabeza.

Al cabo de dos meses, llegó el momento de mandarlo a la escuela. Cuando se llevaron a Fengxia, ella llevaba un buen vestido. En cambio, Youqing tuvo que ir a clase con sus harapos de siempre, y eso disgustaba mucho a su madre. Jiazhen se puso en cuclillas delante de él, tirando de aquí, alisando allá.

– Mira que no tener ropa decente… -me dijo.

De repente, Youqing volvió a decir:

– No voy a la escuela.

Habían pasado dos meses. Yo creía que el niño ya habría olvidado lo de Fengxia. Pero justo el día de ir a clase volvió con la misma canción. Esta vez no me enfadé. Le expliqué con buenas palabras que habíamos entregado a Fengxia a otra familia precisamente para que él pudiera ir a la escuela y que la única manera que tenía él de no defraudar a su hermana era estudiando como es debido. Pero él se obstinó.

– ¡Que no voy a la escuela! -exclamó mirándome a la cara.

– ¿Andas buscando una paliza otra vez?

Ni corto ni perezoso, dio media vuelta y se metió en casa pisando con fuerza.

– ¡Aunque me mates a palos, no iré a la escuela!

Pensé que ese niño lo que quería era un buen azote, así que fui por la escoba. Jiazhen me detuvo.

– No le hagas daño -dijo en voz baja-, dale lo justo para asustarlo, no le des de verdad.

Cuando entré, Youqing ya estaba encima de la cama, con los pantalones por las rodillas y el culito al aire, esperando mis golpes. Pero al verlo así no tuve valor para pegarle y preferí amenazarlo de palabra.

– Todavía estás a tiempo de ir a la escuela.

– ¡Quiero a mi hermana! -chilló.

Le di un primer azote en el culo.

– ¡No me ha dolido! -dijo tapándose la cabeza con las manos.

Le di otro golpe.

– ¡No duele!

El niño me estaba obligando a pegarle. Me sacó de mis casillas. Le di con fuerza y, esta vez, no lo aguantó y se echó a llorar. Yo no le hice ni caso y seguía golpeándolo con fuerza. Youqing era pequeño; al cabo de poco, ya no pudo soportar más.

– ¡Padre, no me pegues! ¡Iré a la escuela!

Youqing era un buen niño. El primer día de escuela, cuando volvió a casa a mediodía, se estremeció al verme. Creí que era por el miedo que me había cogido esa mañana cuando le pegué, así que le pregunté muy cariñoso qué tal le había ido en clase. Él bajó la cabeza y masculló un «bien». Durante la comida, me estuvo mirando todo el rato con cara de espanto. Me sentí fatal, pensando que esa mañana me había pasado. Cuando ya faltaba poco para acabar la comida, volvió a hablar.

– Padre -me dijo-. El maestro me ha pedido que os lo diga yo. El maestro me ha regañado por moverme todo el rato en el banco y no estudiar bien.

Al oírlo, me llevaron los demonios: ¡habíamos dado a Fengxia a otra familia, y él no estudiaba! Di un golpe en la mesa con el cuenco, y él se puso a llorar.

– Padre -me dijo entre lágrimas-, es que me dolía tanto el culo que no podía sentarme quieto.

Inmediatamente le bajé los pantalones. Tenía el culo todo lleno de moratones de la paliza de la mañana, ¿cómo iba a quedarse sentado el pobre? Al ver a mi hijo así, tan tembloroso, se me hizo un nudo en la garganta y se me saltaron las lágrimas.

Apenas unos meses después de que se la llevaran, Fengxia volvió. Fue una noche, muy tarde. Estábamos Jiazhen y yo acostados, y oímos llamar a la puerta, primero un golpecito muy flojo, luego otros dos más fuertes. Pensé «¿Quién será, a estas horas?» y me levanté a abrir. Al ver que era Fengxia, olvidé que era sorda y le dije:

– ¡Fengxia! Pasa, hija.

Al oírme, Jiazhen se levantó corriendo de la cama y vino descalza a la puerta. Hice entrar a Fengxia, y Jiazhen la abrazó con fuerza llorando a lágrima viva. Yo la aparté suavemente y le dije que no se pusiera así.

Fengxia tenía el pelo y la ropa empapados de rocío. La llevamos hasta la cama para que se sentara. Me agarró de la manga y a Jiazhen de la ropa, llorando y sollozando hasta quedar sin resuello. Jiazhen quiso ir por una toalla para secarle el pelo, pero Fengxia se negó a soltarla, de modo que la madre sólo pudo pasarle la mano por la cabeza. Sólo un buen rato después dejó de llorar y me soltó. Le cogí las dos manos para mirarlas bien, no fuera que en esa casa la hubieran obligado a trabajar como una mula. Pero por mucho que miré no vi nada especial, porque esos callos tan gruesos ya los tenía cuando vivía con nosotros. Le miré la cara y tampoco vi ninguna herida ni cicatriz. Eso me tranquilizó un poco.

Cuando Fengxia tuvo el pelo seco, Jiazhen la ayudó a desvestirse y la puso a dormir con Youqing. Una vez acostada, mi hija estuvo mirando a Youqing y sonrió furtivamente, antes de cerrar ella los ojos. Youqing se volvió en sueños y le puso una mano encima de la boca, como si le estuviera dando una bofetada. Cuando se quedó dormida, Fengxia parecía un gatito, tan buenecita y tranquila, sin movérsele ni un pelo.

Cuando Youqing se despertó por la mañana y vio a su hermana, se frotó los ojos con fuerza, luego miró a ver si era ella de verdad y saltó de la cama sin vestirse ni nada, gritando:

– ¡Hermana! ¡Hermana!

El crío estuvo toda la mañana riendo sin parar. Jiazhen le dijo que desayunara de una vez, que tenía que ir a la escuela. Entonces dejó de reír.

– ¿Puedo no ir hoy a la escuela? -preguntó en voz baja a su madre mirándome de reojo.

– Ni hablar -dije yo.

No se atrevió a decir nada más. Cuando salió por la puerta con la mochila a la espalda, dio unas patadas al suelo de pura rabia. Pero enseguida tuvo miedo de que yo me enfadara y salió pitando. Cuando se fue Youqing, dije a Jiazhen que sacara ropa limpia para preparar a Fengxia y mandarla de vuelta a su nueva casa. Pero al volverme y descubrir a la niña esperándome en la puerta con la cesta en el brazo y la hoz en la mano, suplicándome con la mirada, no tuve valor para hacer que se fuera. Miré a Jiazhen, y ella también pareció suplicarme con la mirada.

– Que se quede un día más -le dije.

Acompañé a Fengxia después de cenar, y ella no lloró. Miró lastimera a su madre, miró a su hermanito, agarró mi manga y nos fuimos. Youqing se quedó llorando escandalosamente, pero, como Fengxia no lo oía, yo tampoco le hice caso.

Me sentí muy mal todo el camino. Iba andando, todo derecho, sin permitirme mirar a Fengxia. Poco a poco se hizo de noche. El viento me soplaba en la cara y se me metía por el cuello. Fengxia me agarraba la manga con las dos manos, sin decir ni mu. Al oscurecer, Fengxia tropezaba con las piedras del camino; andaba un trecho y daba un traspié. Así que me puse en cuclillas para friccionarle los tobillos. Ella se apoyó sobre mis hombros. Tenía las manos muy frías y quietas. El resto del camino, la llevé a cuestas.

Cuando llegamos a la ciudad, viendo que ya estábamos cerca de la casa, dejé a Fengxia en el suelo. A la luz de una farola, la miré y remiré. Fengxia era una buena niña, y no lloró, sólo me miró con los ojos muy abiertos. Levanté una mano para acariciarle la cara, y ella levantó la suya para acariciarme a mí. Cuando sentí su mano en mi cara, se me quitaron las ganas de llevarla a esa casa. Volví a cargarla sobre los hombros, y ella se agarró a mi cuello con sus bracitos. Después de desandar un trecho, sentí que me abrazaba con todas sus fuerzas: se había dado cuenta de que me la estaba llevando de vuelta a casa.

Cuando Jiazhen nos vio llegar, se quedó de piedra.

– No nos separaremos de Fengxia ni aunque nos muramos todos de hambre.

Jiazhen empezó a sonreír y, a medida que iba sonriendo se le fueron llenando los ojos de lágrimas.

Cuando Youqing llevaba dos años yendo a la escuela y tenía alrededor de diez, vivíamos algo mejor. En aquella época, Fengxia se venía con nosotros a trabajar, de modo que ya podía mantenerse a sí misma. Además teníamos dos corderos. Youqing era el que se encargaba de segar hierba para ellos. Cada día, al amanecer, Jiazhen despertaba a Youqing, y el crío cogía la hoz y la cesta con una mano, se frotaba los ojos con la otra y salía a trompicones a segar. Daba mucha pena verlo. A esa edad, a los niños les cuesta muchísimo despertarse. Pero ¿qué íbamos a hacer? Si Youqing no iba a segar, los corderos se nos morían de hambre. Cuando Youqing volvía con la cesta de hierba, ya tenía el tiempo justo de ir a la escuela, así que engullía un cuenco de arroz, y, masticando todavía, corría a la ciudad. Cuando volvía a casa a mediodía, tenía que volver a segar. Sólo comía después de haber alimentado los corderos y, claro, luego volvía a llegar tarde a la escuela. Con diez años, Youqing tenía que recorrer dos veces al día más de cincuenta li.

Con tanta carrera, los zapatos se le gastaron muy rápido. Jiazhen era de familia rica y le parecía que siendo Youqing todo un colegial, no podía ir por ahí descalzo, así que le hizo un par de zapatos de tela. A mí me parecía que, en eso de ir a la escuela, bastaba con estudiar como es debido y que lo de ir calzado o descalzo daba lo mismo. Llevaba Youqing dos meses con los zapatos nuevos cuando vi otra vez a su madre cosiendo unas suelas. Le pregunté para quién eran, y me dijo que para Youqing.

Ya con el trabajo del campo, Jiazhen estaba tan cansada que apenas tenía fuerzas ni para hablar, ¡y ese niño tenía que matarla de agotamiento! Miré los zapatos que Youqing llevaba desde hacía dos meses, pero ya no eran zapatos ni eran nada: aparte de la suela agujereada, a uno le faltaba la mitad de la pala. Cuando Youqing volvió con su cesta de hierba, le lancé un zapato y le estiré la oreja para que lo viera.

– ¿Qué haces con los zapatos? ¿Te los calzas o te los comes?

Youqing se frotó la oreja, con una mueca de dolor, pero sin atreverse a llorar.

– ¡Como sigas gastándolos, te corto los pies!

En realidad, yo no tenía razón; Youqing era el único encargado de alimentar los corderos. Después de ese trabajo tan duro, siempre tenía que salir corriendo para no llegar tarde a clase. A mediodía trataba de volver lo antes posible para ir a segar, así que otra vez tenía que correr. Ni con todo el dinero de la venta de la lana cuando las esquilaba una vez al año, sin contar el abono que daban, estaba seguro de poder dar a Youqing tantos pares de zapatos. A partir de esa bronca, Youqing fue a la escuela descalzo, y sólo se ponía los zapatos al llegar. Una vez hasta nevó, y allá iba él descalzo, corriendo a la escuela, plis plas, plis plas, por el camino nevado. Al verlo, se me encogió el corazón.

– ¿Qué llevas en las manos? -le grité.

El crío se paró en seco, allí, en medio de la nieve, mirando los zapatos que llevaba en las manos. Igual de aturdido, el caso es que no supo qué contestarme.

– Son zapatos, no guantes -le dije-. Hazme el favor de ponértelos.

Sólo entonces se los puso y se quedó cabizbajo, esperando órdenes.

– Anda, anda, vete -le dije haciéndole una seña con la mano.

Youqing dio media vuelta y salió disparado hacia la ciudad. Pero un poco más allá, lo vi quitarse de nuevo los zapatos. Ese crío, es que no tenía remedio.

En el cincuenta y ocho se instauraron las comunas populares. Nuestros cinco mu de tierra fueron trasferidos a la comuna, sólo nos quedó un huerto pequeño, delante de casa, para nuestro uso personal. El alcalde del pueblo también dejó de llamarse alcalde y se llamó jefe de equipo.

El jefe de equipo tocaba el pito cada mañana, bajo los olmos de la entrada del pueblo, y todos los hombres y mujeres se echaban los aperos de labranza al hombro y se reunían allí. Era igual que en el ejército. El jefe distribuía el trabajo del día, y cada cual se iba a lo que le había tocado. En el pueblo, nadie estaba acostumbrado y, cuando íbamos en fila a trabajar a los campos, nos reíamos los unos de los otros. Jiazhen, yo y Fengxia, todavía, formábamos una fila bastante armónica. Pero había familias con adultos muy viejos o niños pequeños, entre otras una vieja bamboleándose con sus pies vendados; las filas que formaban eran espantosas.

– ¡Esta familia vuestra, se mire como se mire, siempre es todo un poema! -dijo el jefe de equipo al verlos.

A Jiazhen, naturalmente, no le sentó bien tener que entregar los cinco mu a la comuna popular. Llevábamos los últimos diez y pico años viviendo de esas tierras y, en un abrir y cerrar de ojos, habían pasado a pertenecer a todo el mundo.

– Si alguna vez vuelven a distribuir las tierras -decía ella-, quiero que nos devuelvan las mismas.

Quién iba a decir que, al poco tiempo, hasta la olla de casa pasó a ser de la comuna: dijeron que era para fundirla y hacer acero. Ese día, el jefe de equipo y unos cuantos más fueron de casa en casa destrozando ollas.

– Fugui -dijo todo risueño cuando llegaron a casa-, ¿la sacas tú, o entramos nosotros por ella?

Pensé que, de todos modos, todas las familias tenían que entregar su olla como chatarra, así que la nuestra no iba a escapar.

– Ya la traigo yo -dije-, ya la traigo yo.

Saqué la olla y la puse en el suelo. Dos jóvenes levantaron sus azadas y la destrozaron. En apenas tres o cuatro golpes, una olla en muy buen uso quedó hecha añicos. Jiazhen estaba a un lado, mirando, y le dio tanta lástima que se le saltaron las lágrimas.

– Ahora que la habéis roto -le dijo al jefe de equipo-, ¿cómo comeremos?

– En la cantina -contestó él señalando con la mano-. Hemos hecho una en el pueblo. Rotas las ollas, ya nadie tiene necesidad de cocinar en casa. Así ahorramos fuerzas para avanzar hacia el comunismo. El que tenga hambre, sólo tiene que desplazarse hasta la puerta de la cantina. Allí tenéis pescado y carne hasta reventar.

Al montar la cantina, también nos requisaron todo el arroz, la sal, la leña, etcétera, que teníamos en casa. Lo peor fueron esos dos corderos. Youqing los había criado gordos y fuertes, pero también nos los confiscaron. Ese día, por la mañana, cuando fuimos toda la familia con el arroz y la sal a la cantina, Youqing llevó los corderos a la era, cabizbajo. De peor gana no podía hacerlo: los ha criado él solo; todas esas carreras que había hecho de casa a la escuela y de la escuela a casa habían sido por los corderos de la familia. Cuando llegó a la era, otras familias del pueblo traían sus bueyes y corderos y los entregaban al criador Wang Xi. Los demás iban comentando lo que les disgustaba separarse de sus bestias, pero las entregaban y se iban. Sólo Youqing se quedó allí parado, sin moverse, mordiéndose los labios.

– ¿Puedo venir cada día a abrazarlos? -preguntó al final con voz lastimera.

Cuando abrió la cantina del pueblo, a la hora de comer valía la pena verla: cada familia mandaba a dos personas a buscar la comida, formaban una cola larguísima, parecida a la que hacíamos, cuando éramos prisioneros, para la distribución de panecillos. Todas las casas mandaban mujeres, y su cháchara sonaba como cuando se ponen a secar las mieses y vienen bandadas y bandadas de gorriones.

El jefe de equipo tenía razón: la cantina ahorraba trabajo. Si tenías hambre, sólo tenías que ponerte a la cola, y allí te daban de comer y de beber. Y te lo daban sin restricciones: tanto comías, tanto te daban. Todos los días había carne. Los primeros días, el jefe de equipo iba de puerta en puerta, muy sonriente, preguntando a todo el mundo:

– ¿Qué? Se ahorra trabajo, ¿eh? ¿Qué os parece la comuna popular?

Todo el mundo estaba contento y hablaba bien de la comuna.

– ¡Estos días estamos viviendo todavía mejor que los mangantes!

Jiazhen también estaba contenta. Cada vez que volvía con Fengxia de la cantina trayendo la comida, decía:

– Otra vez carne.

Dejaba los platos encima de la mesa y salía a llamar a Youqing. Sólo después de llamarlo un buen rato «¡Youqing! ¡Youqing!» lo veíamos pasar con una cesta llena de hierba, corriendo por los senderos que separaban los bancales. El crío iba a dar de comer a sus dos corderos. Los tres bueyes y los veintitantos corderos que había en el pueblo los metieron todos en el mismo cobertizo. Al ir a parar a manos de la comuna popular les tocó la negra, porque pasaban hambre, así que, cuando Youqing entraba allí, quedaba rodeado de bestias.

– ¡Eh! ¡Eh! ¿Dónde estáis? -las llamaba.

Cuando los dos corderos se abrían paso con el hocico y salían del rebaño, Youqing les echaba la hierba al suelo y se dedicaba a apartar con todas sus fuerzas a los demás animales. Se quedaba hasta que sus corderos hubieran terminado de comer y sólo entonces volvía corriendo a casa, sin resuello y cubierto de sudor. Como ya tenía el tiempo muy justo para ir a la escuela, engullía el arroz como quien se bebe un cuenco de agua, cogía sus libros y salía corriendo otra vez.

Verlo así correr de aquí para allá me sacaba de mis casillas, lo que pasa es que no me atrevía a decirle nada por miedo a que alguien me oyera y dijera que yo era un retrógrado. Pero una vez no aguanté más.

– Si caga otro, ¿qué haces tú limpiándole el culo? -le dije.

Youqing no me entendió. Se quedó mirándome, y luego se echó a reír. Eso a mí me enfureció tanto que estuve a punto de largarle un bofetón.

– Esos corderos son de la comuna desde hace tiempo, ¿qué coño haces ocupándote de ellos?

Youqing iba tres veces al día a llevarles. Cuando estaba a punto de anochecer, iba otra vez a abrazarlos. Al ver que quería tanto a sus corderos, Wang Xi le dijo:

– Youqing, llévatelos esta noche. Mañana al amanecer me los traes y listo.

Youqing sabía que yo no le dejaría hacer eso.

– Mi padre me regañará -dijo moviendo la cabeza-. Ya vengo yo a verlos.

Con el tiempo, iba habiendo cada vez menos corderos en el cobertizo, porque mataban uno cada pocos días. Al final, Youqing era el único que iba a llevarles hierba.

– Youqing es el único que se acuerda de ellos todos los días -me decía Wang Xi cuando me veía-, los demás sólo se acuerdan cuando les apetece comer carne.

Dos días después de que abrieran la cantina en el pueblo, el jefe de equipo mandó a dos chavales a la ciudad a comprar un caldero para la fundición.

– Hay que fundir todo eso ahora mismo -dijo señalando las ollas rotas y las chapas de hierro amontonadas en la era-, no va a quedarse ahí muerto de risa.

Los dos chavales se fueron a la ciudad con cuerda y palanca de carga, y el jefe de equipo acompañó al maestro de fengshui que había hecho venir de la ciudad a dar un paseo por el pueblo. Decía que era para buscar un sitio favorable para la fundición. El maestro de fengshui iba y venía, muy sonriente, con su túnica larga. Se paró delante de una casa, y seguro que la familia que vivía allí debió de pasar un mal trago: una seña de ese anciano encorvado, y esa casa se iba a hacer puñetas.

El jefe de equipo acompañó al maestro de fengshui hasta nuestra puerta. Yo estaba delante, con el corazón batiéndome como un tambor.

– Fugui -me dijo el jefe de equipo-, éste es el señor Wang, que viene a echar un vistazo a tu casa.

– Muy bien, muy bien -repetí inclinando una y otra vez la cabeza.

El maestro de fengshui estuvo mirando a diestro y siniestro, con las manos a la espalda.

– Buen sitio, sí señor -dijo-, tiene buen fengshui.

Al oírlo, se me nubló la vista. Pensé que estábamos perdidos. Menos mal que Jiazhen salió en ese momento y, al ver que era el señor Wang que ella conocía, lo saludó.

– ¡Pero si eres Jiazhen! -exclamó el señor Wang.

– Pase y tómese un té -le dijo Jiazhen sonriendo.

– Otro día, otro día -contestó el señor Wang agitando la mano.

– Dice mi padre que estos últimos tiempos está usted ocupadísimo -dijo Jiazhen.

– Sí, sí que lo estoy -dijo el señor Wang asintiendo-. Hasta hacen cola para pedirme que vaya a ver el fengshui -explicó-. ¿Quién es él? -preguntó mirándome.

– Es Fugui -dijo Jiazhen.

El señor Wang sonrió, y los ojos se le encogieron en una sola rendija.

– Ya veo, ya veo.

Por la cara del señor Wang, supe que recordaba cuando perdí en el juego toda la fortuna de mi familia. Le sonreí, y él me saludó juntando las manos.

– Hasta otra.

Luego se volvió hacia el jefe de equipo.

– Vamos a ver otros sitios.

Cuando se fueron los dos, solté un suspiro de alivio de los de verdad. Mi viejo chamizo se salvó, pero la casa de Lao Sun no corrió la misma suerte. El maestro de fengshui le echó el ojo. El jefe de equipo ordenó a Lao Sun que vaciara la casa, pero el viejo se puso en cuclillas en un rincón, llorando a lágrima viva, y se negó a mudarse.

– ¿Por qué lloras? -le preguntó el jefe de equipo-. La comuna popular te construirá una casa nueva.

Lao Sun siguió llorando, con la cabeza entre las manos, sin decir nada. Pero al atardecer, viendo que no había manera de convencerlo, el jefe de equipo mandó llamar a unos cuantos mozos para que desalojaran al viejo con sus pertenencias. Cuando lo sacaron a rastras, Lao Sun se abrazó a un árbol y se negó a soltarlo. Los dos mozos que lo habían sacado miraron al jefe de equipo.

– Jefe, no podemos moverlo -le dijeron.

– Bueno -dijo el jefe de equipo volviéndose hacia ellos-, vosotros venid a encender el fuego.

Cerillas en mano, los mozos se subieron a un banco y trataron de prender fuego en la paja del techo. Pero estaba llena de moho, y además había llovido el día anterior, de modo que no pudieron prenderlo de ninguna de las maneras.

– ¡La madre que lo parió! -exclamó el jefe de equipo-. No puedo creer que el fuego de la comuna popular no pueda con este chamizo de mierda.

El jefe de equipo se remangó, preparándose para intervenir.

– Echadle aceite -propuso alguien-, ya veréis cómo arde en menos que canta un gallo.

– ¡Claro! -dijo el jefe de equipo después de pensárselo-. Me cago en la mar, ¿cómo no se me había ocurrido? Corre a la cantina por aceite.

Hasta entonces pensaba que yo era un inútil, ¿quién iba a decir que el jefe de equipo también lo era? Por mi parte, me quedé a unos cien pasos de allí, mirando cómo el jefe y los demás derramaban ese aceite tan bueno en el techo. Todo ese aceite nos lo estaban quitando de la boca para hacerlo desaparecer en las llamas. El techo prendió gracias al aceite de nuestra comida, y las llamas salieron disparadas hacia arriba, silbando; el humo negro iba rodando de aquí para allá por el techo.

Vi que Lao Sun seguía abrazado al árbol, mirando con ojos desorbitados cómo desaparecía su hogar. Sólo cuando el techo quedó hecho cenizas y las cuatro paredes carbonizadas, el pobre viejo se alejó secándose las lágrimas.

– La olla rota, la casa quemada -le oyó decir un vecino-. Parece que yo también voy a tener que morir.

Esa noche, Jiazhen y yo dormimos mal. De no ser porque Jiazhen conocía a ese señor Wang que venía de la ciudad a ver el fengshui, a saber adónde habría ido a parar nuestra familia. Estuvimos dando vueltas al asunto, y pensamos que había sido cosa del destino. Lo malo es que lo había pagado Lao Sun. A Jiazhen le parecía que la desgracia que el hombre había sufrido la habíamos provocado nosotros, y yo pensaba lo mismo, pero no lo dije.

– Es la desgracia la que lo encontró a él -dije-, no nosotros los que la provocamos.

Así, se había hecho sitio para la fundición, y los que habían ido a la ciudad a comprar el caldero también volvieron. Traían un bidón de gasolina vacío. En el pueblo, mucha gente no había visto nunca un bidón de gasolina y, como les parecía muy curioso, preguntaron qué era. Yo los había visto en la guerra.

– Es un bidón de gasolina -les expliqué-, es el cuenco para el arroz que se da de comer a los coches.

El jefe de equipo dio unas pataditas al cuenco de arroz para coches.

– ¡Menuda birria! -dijo.

– No lo había más grande -dijo el que lo había comprado-. Tendremos que fundir el hierro por tandas.

El jefe de equipo era un hombre a quien le gustaba oír argumentos razonables. No importaba de quién vinieran; si le parecían razonables los daba por buenos.

– Pues tienes razón -dijo-. Grano a grano llena la gallina el buche. Lo haremos por tandas.

Youqing, ¡qué crío ése!, con su cesta de hierba en la mano, al ver a tanta gente alrededor del bidón de gasolina, vino a ver qué pasaba antes de ir a dar de comer a los corderos. Se abrió paso y trató de asomarse por detrás de mí. Yo, al notar su cabeza, pensé: «Pero ¿quién será?» Miré hacia abajo y vi que era mi hijo.

– Para fundir el hierro -le dijo a voces al jefe de equipo-, habrá que echar agua en el bidón.

Todo el mundo se echó a reír.

– ¿Que habrá que echar agua? ¡Este mocoso lo que quiere es estofado!

Youqing también le rió la gracia.

– Es que, si no -explicó-, antes de que se funda el hierro se habrá roto el fondo del bidón.

Resulta que, al oírlo, el jefe de equipo arqueó las cejas y me miró.

– Fugui, ¿sabes que este niño tiene toda la razón? Tenéis un científico en casa.

Yo, por supuesto, estaba muy contento de que el jefe de equipo alabara a Youqing, pero en realidad lo que proponía Youqing era una tontería. Colocaron el bidón de gasolina donde antes estaba la casa de Lao Sun y metieron en él ollas rotas y chapas de hierro, etcétera, luego añadieron agua y lo cubrieron con una tapa de madera. Y así empezaron con la fundición. En cuanto rompió a hervir el agua, la tapa de madera se puso a saltar, plop plop, y empezó a salir vapor a bocanadas. O sea que al final sí, parecía que estuvieran cociendo carne.

El jefe de equipo iba varias veces al día a echar una ojeada. Cada vez que levantaba la tapa, salía como una oleada de vapor, y él se apartaba de un salto, asustado.

– ¡Que me abraso! -gritaba.

Cuando quedó un poco menos de vapor, metió una palanca de las de carga para ver cómo iba la cosa.

– ¡Me cago en la mar! ¡Todavía está como una piedra!

En esos días de fundición, Jiazhen se puso enferma. Enferma de debilidad. Al principio, creí que era la vejez. Un día, en el pueblo había que abonar los campos con estiércol de oveja. En esa época, había muchas varas de bambú clavadas en el suelo. Al principio, llevaban unas banderitas de papel rojo pegadas. Pero, después de varias lluvias, las banderas desaparecieron, y sólo quedaron trocitos de papel rojo pegados. Jiazhen también tenía que abonar los campos. Iba ella andando y, de repente, le fallaron las piernas y cayó sentada al suelo. Al verla, dijo uno del pueblo, riéndose:

– Esta noche, Fugui la ha dejado para el arrastre.

Jiazhen también se rió. Se levantó, intentó cargar de nuevo con la palanca, pero las piernas no hacían más que temblarle, hasta el pantalón le temblaba, como si estuviera soplando viento. Pensé que estaba cansada.

– Descansa un rato -le dije.

Pero, nada más decirlo, ella volvió a caer sentada al suelo. Los cubos de estiércol se le volcaron encima de las piernas. Se puso toda colorada.

– No sé qué me pasa -me dijo.

Yo creía que sólo necesitaba dormir bien y que, al día siguiente, volvería a tener fuerzas. Quién iba a decir que en los días siguientes no fue capaz de cargar con la palanca, sólo pudo hacer trabajos fáciles. Menos mal que en aquella época había la comuna popular, porque si no la vida se nos iba a poner difícil otra vez. Jiazhen, claro, sufría de verse enferma.

– Fugui -me decía en voz baja por la noche-, ¿voy a ser una carga para vosotros?

– No pienses en eso -le decía yo-, a todo el mundo le pasa con la edad.

Hasta entonces, yo no había dado demasiada importancia a la enfermedad de Jiazhen. Pensaba que, desde que se había casado conmigo, nunca había tenido una buena vida. Y que, ahora que era mayor, se merecía un descanso. Pero resulta que al cabo de un mes, o así, Jiazhen se puso peor de repente. Esa noche, estábamos toda la familia vigilando la fundición en ese bidón de gasolina, y Jiazhen se desmayó. Entonces sí que me asusté y pensé que había que llevarla al médico de la ciudad.

Llevábamos más de dos meses con la fundición, y el hierro seguía como una piedra. Al jefe de equipo le pareció que no podía ser que los trabajadores más robustos se pasaran el día y la noche vigilando el bidón.

– A partir de ahora -dijo-, cada familia lo hará por turnos.

Cuando nos tocó a nosotros, me dijo:

– Fugui, mañana es la Fiesta Nacional, aviva el fuego, que se funda el hierro como sea.

Mandé a Jiazhen y Fengxia a la cantina muy temprano, para que trajeran pronto la comida y poder tomar el relevo después de desayunar. Tenía miedo de que, si iba tarde, el que estaba de guardia hablara mal de mí. Pero, cuando trajeron la comida, no vimos a Youqing por ninguna parte. Jiazhen lo llamaba a voces desde la puerta, tanto que tenía la frente toda sudada. Yo estaba seguro de que el crío había ido a llevar hierba a los corderos.

– Empezad vosotras -dije a Jiazhen.

Y me fui al cobertizo de ovejas del pueblo. Iba pensando: «Este niño no sé dónde tiene la cabeza: no ayuda a Jiazhen con las cosas de casa y lo único que piensa en todo el día es en dar de comer a sus corderos, siempre anda escaqueándose.»

Cuando llegué al cobertizo, vi a Youqing echando la hierba al suelo. Sólo quedaban seis ovejas, y las seis lo rodearon para intentar comerse la hierba.

– ¿Van a matar a mis corderos? -preguntó a Wang Xi, con la cesta en la mano.

– No -le contestó-. Si nos los comiéramos todos, ¿de dónde sacaríamos el abono? Y sin abono no crecerán los cultivos. Ahí viene tu padre -le dijo al verme entrar-. Anda, vete.

Cuando Youqing se volvió, le di unas palmadas en la cabeza. La tristeza con que había preguntado a Wang Xi lo de las ovejas me hizo tragarme el enfado.

– No van a matar a mis corderos -me dijo todo contento en el camino a casa, al ver que yo no me había enfadado.

– Pues sería lo mejor -dije yo.

Esa noche, nos quedamos toda la familia vigilando la fundición. Yo era el encargado de echar agua en el bidón; Fengxia, la de avivar el fuego con un abanico; Jiazhen y Youqing, de recoger leña. Así estuvimos hasta las tantas. En el pueblo, todo el mundo dormía. Yo ya había echado agua tres veces. Metí un palo, removí, y eso seguía duro como una piedra. Jiazhen estaba agotada, chorreando de sudor. Cuando se agachó para dejar la leña en el suelo, cayó de rodillas.

– A ver si vas a estar enferma… -dije tapando el bidón.

– No estoy enferma -dijo ella-, sólo estoy floja.

En ese momento, Youqing estaba apoyado en un árbol, parecía dormido. Fengxia movía el abanico con las dos manos, porque ya le dolían los brazos. Le toqué el hombro, y ella creyó que venía a relevarla, así que me miró diciendo que no con la cabeza. Entonces le señalé a Youqing y le pedí que lo llevara en brazos a casa. Ella asintió y se levantó. Hasta allí llegaban los balidos de las ovejas del pueblo, ¡beee beee! Youqing, dormido, se rió al oírlas. Pero, cuando Fengxia fue a cogerlo en brazos, abrió los ojos de repente.

– ¡Son mis corderos! -dijo.

¡Y yo que creía que se había quedado dormido! Al verlo con los ojos abiertos, y encima hablando de sus corderos, me enfurecí.

– ¡Son de la comuna popular, no son tuyos! -le dije.

El crío se pegó un susto tremendo, se despertó de golpe y se quedó mirándome fijamente.

– No lo asustes -me dijo Jiazhen tocándome el hombro-. Youqing -le dijo al niño en voz baja, agachándose junto a él-, sigue durmiendo, duerme.

El crío miró a Jiazhen, asintió, cerró los ojos y al momento se quedó como un tronco. Lo cogí en brazos, lo subí a la espalda de Fengxia, y le hice señas de que llevara a su hermano a casa a dormir, y de que se quedaran allí.

Cuando se fue Fengxia con el niño, Jiazhen y yo nos sentamos delante del fuego. Hacía frío, y junto al fuego se estaba bien. Jiazhen estaba cansadísima, sin fuerza alguna; hasta le costaba levantar los brazos. La hice apoyarse en mí.

– Cierra los ojos y duerme un rato -le dije.

Cuando apoyó la cabeza en mi hombro, me entró sueño a mí también; iba dando cabezadas. Me esforzaba en levantar la cabeza, pero al rato se me volvía a caer sin que me diera cuenta. Eché leña al fuego una última vez, y entonces ya sí que no volví a levantar la cabeza.

No sé cuánto tiempo estuve durmiendo. El caso es que se oyó un estruendo que me levantó del suelo y me dejó sentado. Estaba a punto de amanecer. Vi el bidón volcado en el suelo, y el fuego se había extendido como una charca. Yo estaba tapado con ropa de Jiazhen. Me levanté de un salto y eché a correr alrededor del bidón. Di dos vueltas sin ver a mi mujer. Espantado, la llamé a voz en grito:

– ¡Jiazhen! ¡Jiazhen!

Oí su voz débil contestándome desde la laguna. Corrí hacia allí y la vi sentada en el suelo, esforzándose en ponerse de pie. Cuando la levanté, me di cuenta de que su ropa estaba mojada.

Cuando me quedé dormido, Jiazhen siguió despierta y no dejó de ir a echar leña al fuego. Luego vio que casi no quedaba agua y se fue a buscarla a la laguna cargando con dos cubos de madera. Como no tenía fuerzas, hasta llevar los cubos vacíos la cansaba, así que imagínate los cubos llenos. Sólo fue capaz de dar cinco o seis pasos y se cayó al suelo. Se sentó a descansar un poco y volvió a coger agua, esta vez descansando a cada paso que daba. Pero justo cuando llegaba a la laguna, resbaló y volvió a caer. Los dos cubos se le volcaron encima. Se quedó sentada en el suelo, sin fuerzas para levantarse, y así estuvo hasta que ese ruido me despertó.

Al ver que no estaba herida, se me pasó algo la angustia. La llevé hasta el bidón, donde todavía ardía un poco el fuego. Cuando descubrí que el fondo del bidón se había rajado, pensé que se nos iba a caer el pelo. Al ver lo que había pasado, Jiazhen se quedó pasmada.

– Es culpa mía -repetía sin parar-, es culpa mía…

– El fallo es mío -le dije-, no tenía que haberme quedado dormido.

Pensé que sería mejor informar cuanto antes al jefe de equipo, así que llevé a Jiazhen hasta el árbol, la dejé allí sentada y me fui a la que había sido mi mansión, luego la de Long Er y luego la del jefe de equipo.

– ¡Jefe! -grité con todas mis fuerzas al llegar hasta la puerta-. ¡Jefe!

– ¿Quién es? -respondió él desde dentro.

– ¡Soy yo, Fugui! ¡El fondo del bidón se ha rajado!

– ¿Está ya fundido el hierro? -preguntó él.

– No -le dije-, no está fundido.

– ¡Entonces para qué coño me llamas! -vociferó.

Ya no me atreví a decir nada más. Me quedé allí parado sin saber qué hacer. Para entonces, ya era de día. Estuve pensando un poco y decidí que lo mejor sería llevar a Jiazhen al hospital de la ciudad. Su enfermedad parecía grave. En cuanto al asunto del bidón rajado, ya iría a rendir cuentas al jefe de equipo cuando volviera del hospital.

Fui a casa, desperté a Fengxia y le pedí que me acompañara: Jiazhen no podía andar, y yo ya era viejo y no creía que pudiera ir y volver con ella a la espalda, eran más de veinte li. No habría más remedio que ir turnándonos Fengxia y yo.

Recogí a Jiazhen y nos pusimos de camino hacia la ciudad, Fengxia a mi lado y Jiazhen sobre mi espalda.

– No estoy enferma, Fugui -iba diciendo ella-, no estoy enferma.

Yo sabía que se resistía a gastar dinero en médicos.

– Si estás enferma o no -le dije-, ya lo veremos cuando lleguemos al hospital.

Ella iba de mala gana y estuvo todo el camino protestando. Al cabo de un rato, me quedé sin fuerzas y pedí a Fengxia que me relevara. Mi hija era más fuerte que yo. Con su madre encima, iba andando a paso firme, tris tras, tris tras. Al pasar a la espalda de Fengxia, Jiazhen dejó de protestar. De repente, se echó a reír.

– Fengxia se ha hecho mayor -dijo aliviada.

Pero enseguida se le enrojecieron los ojos.

– Ojalá no hubiera tenido aquella enfermedad -añadió.

– Han pasado muchos años -le dije-, de nada sirve hablar de eso ahora.

El médico dijo que Jiazhen tenía raquitismo y que no tenía curación; que nos la lleváramos a casa; que, si podíamos, la alimentáramos bien; y que su estado podía agravarse o podía seguir así.

En el camino de vuelta, la llevaba Fengxia. Yo iba a su lado, con la cabeza hecha un lío. Jiazhen tenía una enfermedad incurable. Cuanto más lo pensaba, más miedo me entraba. ¡Qué pronto la vida había llegado a eso! Viéndole esa cara tan flaca que estaba en los huesos, pensé que fue casarse conmigo y no volver a pasar un solo día bueno.

En cambio, Jiazhen estaba más contenta. Quería bajarse para ir a pie.

– No vaya a asustarse Youqing -dijo.

Le preocupaba que el niño se llevara un disgusto al verla así. Si es que las madres están en todo. Se bajó de la espalda de Fengxia y, cuando quisimos que se apoyara en nosotros, dijo que prefería ir sola.

– Si en realidad no tengo nada -dijo.

En ese momento, oímos un guirigay de gongs y tambores que venía del pueblo. El jefe de equipo y todo un grupo de gente venían hacia nosotros. Cuando nos vio, nos hizo señas muy contento.

– ¡Fugui! -venía gritando-. ¡Tu familia y tú habéis hecho una gran contribución!

Yo no entendía nada, no tenía ni idea de qué contribución habíamos hecho. Vi a dos chavales del pueblo llevando un bloque de hierro hecho como a pegotes, con la forma de medio bidón por la parte de arriba y pedazos de chapa que le salían como púas. Le habían colgado encima un trozo de tela roja.

– ¡Habéis conseguido fundirlo! -dijo el jefe de equipo señalando esa chatarra-. Vamos volando a la sede del distrito, aprovechando que hoy es la Fiesta Nacional, para anunciar la buena nueva.

Al oírlo, me quedé de piedra. ¡Y yo que andaba preocupado por la raja del bidón y por cómo iba a rendir cuentas al jefe de equipo! ¡Quién iba a decirme que después de todo habíamos fundido el hierro!

– Con esto se pueden hacer tres balas de cañón -dijo el jefe de equipo dándome palmadas en el hombro-. Las dispararemos contra Taiwan: una que dé en la cama de Chiang Kai-shek, otra que dé en su mesa del comedor, y otra que dé en su establo.

Luego hizo una seña con la mano, y los diez y pico hombres que llevaban los gongs y los tambores se pusieron en marcha tocando con todas sus fuerzas.

– ¡Fugui! -me gritó cuando pasaron el jefe de equipo, en medio de todo ese jaleo-. ¡Hoy, en la cantina, hay panecillos rellenos! Cada panecillo lleva un cordero dentro: ¡todo carne!

Cuando estuvieron lejos, le dije a Jiazhen:

– ¿De verdad hemos fundido ese hierro?

Ella movió la cabeza: tampoco sabía cómo podía ser eso. Pensé que lo más seguro era que se hubiera fundido cuando se rajó el bidón. De no ser por la tontería que había dicho Youqing de echar agua en el bidón, el hierro se habría fundido hace tiempo.

Cuando llegamos a casa, Youqing estaba delante de la puerta, llorando a todo llorar.

– ¡Han matado mis corderos! -dijo entre sollozos-. ¡Los han matado a los dos!

El disgusto le duró varios días. Cada día, al levantarse, como ya no hacía falta que fuera corriendo hasta la escuela, lo veía dando vueltas delante de casa, sin saber qué hacer. Normalmente, a esas horas, iba por hierba con su cesta. Cuando Jiazhen lo llamaba para desayunar, él venía enseguida a sentarse a la mesa. Después de desayunar, cogía la cartera y salía, dando un rodeo para ver el cobertizo del pueblo, antes de irse, todo tristón, a la escuela de la ciudad.

En el pueblo ya no quedaba ni una oveja. Si los tres bueyes salvaron la vida fue sólo porque servían para arar, y ya casi no quedaba grano. El jefe de equipo dijo que iría a la sede de la comuna a pedir algo de comida. Cada vez que iba, llevaba con él a unos diez chavales, cada uno con su palanca, como si fueran a traer de vuelta toda una montaña de oro. Pero cada vez que volvía, sólo traía a los diez chavales con sus diez palancas y sin haber conseguido un solo grano de arroz.

– A partir de mañana -dijo la última vez-, se desmantela la cantina, y todo el mundo va a la ciudad a comprarse una olla: cada cual cocinará en su casa, como antes.

Meses atrás había bastado una orden del jefe de equipo para destrozar las ollas, y ahora bastó también su orden para ir a comprarlas. El grano que quedaba en la cantina se distribuyó a cada familia según el número de miembros. Lo que nos tocó sólo daba para comer tres días. Y aún hubo suerte de que sólo faltara un mes para la cosecha del arroz; pero a ver cómo íbamos a aguantar ese mes.

En el pueblo, empezaron a dar puntos de trabajo [12] a los labradores. Yo fui considerado un trabajador de fuerza, y me dieron diez puntos. Si Jiazhen no hubiera estado enferma, le habrían dado ocho; pero tal como estaba sólo podía con tareas fáciles, así que no le dieron más que cuatro. Menos mal que Fengxia ya era mayor. Para ser mujer, era muy fuerte, así que cada día le daban siete puntos.

Jiazhen sufría pensando que sólo había conseguido la mitad de puntos, no se le quitaba de la cabeza. Siempre tenía la sensación de que podía con el trabajo más pesado, y hasta fue varias veces a decírselo al jefe de equipo. Le decía que sabía que estaba enferma, pero que de momento todavía era capaz de hacer trabajo pesado.

– Dadme los cuatro puntos -decía- cuando de verdad ya no pueda.

El jefe de equipo se lo pensó y consideró que tenía razón.

– Entonces ve a la siega del arroz -le dijo.

Jiazhen fue a los arrozales con su hoz. Al principio, trabajaba muy rápido, tanto que al verla pensé que el médico se había equivocado. Pero, cuando acabó la primera hilera, ya se tambaleaba un poco; y al segar la segunda ya iba mucho más lenta. Fui a verla y le pregunté:

– ¿Estás bien?

Tenía la cara toda sudada.

– Ocúpate de lo tuyo -me regañó poniéndose derecha-. ¿Para qué vienes?

Jiazhen tenía miedo de que, al ir yo a verla, los demás se fijaran en ella.

– Tienes que cuidarte -le dije.

– Vete ahora mismo -me dijo muy nerviosa.

No me quedó más remedio que alejarme, moviendo la cabeza. Al poco rato, oí un ruido, ¡patapum!, y pensé: «Malo.» Levanté la cabeza, vi que se había caído al suelo y fui hasta ella. Aunque se había levantado, le temblaban las piernas. Además, al caer se había dado con la hoz en la frente y le salía sangre. Me miró y forzó una sonrisa. Yo, sin decir nada, la levanté a caballo y fui hacia casa. Ella no se resistió, pero, a medio camino, se echó a llorar.

– Fugui, ¿podrás ganarte la vida? -me preguntó.

– Sí -le dije.

A partir de entonces, Jiazhen desistió de seguir así. Le dolía haber perdido cuatro puntos; pero se consolaba pensando que, al menos, ganaba lo suficiente para alimentarse ella.

Con la enfermedad de Jiazhen, Fengxia trabajó más duro todavía. En el campo hacía lo mismo que antes, pero tuvo que trabajar más en casa. Menos mal que, al ser joven, aunque trabajara de sol a sol, dormía y, al día siguiente, se levantaba otra vez con fuerza y con ánimo. Youqing empezó a trabajar un poco en la parcela. Una tarde, cuando volví a casa después del trabajo, Youqing estaba escardando. Me llamó, y fui.

– Ya me sé muchos caracteres -me dijo mirando al suelo y acariciando el mango de la azada.

– Eso está bien -le dije.

Me miró y añadió:

– Me sé los suficientes para toda la vida.

Pensé que el crío estaba presumiendo, sin fijarme en lo que quería decirme.

– Pues tienes que seguir aprendiendo -le contesté.

Entonces me dijo lo que de verdad llevaba dentro.

– No quiero seguir estudiando.

Enseguida le puse mala cara.

– De eso, nada -le dije.

En realidad, yo ya había pensado en hacer que dejara la escuela, pero abandoné la idea por Jiazhen. Si Youqing dejaba los estudios, Jiazhen pensaría que era porque ella estaba enferma.

– Si no estudias como es debido, te mato -le dije.

Me arrepentí un poco de haberlo dicho. Al fin y al cabo, Youqing quería dejar la escuela por ayudar a la familia. Con doce años que tenía, ya se daba cuenta de las cosas. Eso me alegraba y, al mismo tiempo, me disgustaba; y pensé que a partir de entonces ya no tenía que regañarlo ni pegarle así como así. Ese mismo día, cuando fui a la ciudad a vender leña, le compré cinco caramelos de a céntimo. Era la primera vez que le compraba algo a mi hijo. Me pareció que ya era hora de ser cariñoso con Youqing.

Entré en la escuela con los canastos vacíos. La escuela sólo tenía dos hileras de aulas. Dentro, los niños recitaban la lección. Busqué a Youqing aula por aula, y lo encontré en la del final. Una maestra estaba explicando algo delante de la pizarra. Vi a Youqing por la ventana y, nada más verlo, me enfurecí: ese crío, en lugar de atender como es debido, estaba lanzando algo a la cabeza de otro niño que tenía delante. Para que él pudiera estudiar, habíamos dado a Fengxia a otra familia y, a pesar de la enfermedad de Jiazhen, quise que siguiera yendo a la escuela, ¡y él a lo que venía, tan contento, era a divertirse! Me sacó por completo de mis casillas y, sin pensar en nada más, solté la palanca, entré hecho un basilisco, me paré delante de Youqing y le solté un bofetón. Él sólo me vio al recibirlo. Se quedó pálido del susto.

– ¡Me sacas de quicio! -le dije.

Al oírme vociferar, Youqing se echó a temblar. Yo le di otra bofetada, y él se encogió y se quedó pasmado. Entonces vino la maestra hecha una fiera.

– ¿Quién es usted? ¡Esto es una escuela, no es el pueblo!

– ¡Soy su padre! -le contesté.

Como estaba yo en pleno ataque de furia, hablaba a gritos. Y la maestra también se puso a tono.

– ¡Salga de aquí ahora mismo! ¡Qué va a ser su padre! ¡Yo lo que creo es que es un fascista! ¡Un miembro del Guomindang!

Yo no sabía qué era un fascista, pero sí sabía qué era el Guomindang. Sabía que eso era un insulto. No me extrañaba que Youqing no estudiara como es debido, con esa maestra que le había tocado, que andaba echando sapos y culebras.

– ¡Tú sí que eres del Guomindang! ¡He visto a miembros del Guomindang! ¡Son igual de malhablados que tú!

La maestra se quedó boquiabierta. No dijo nada y se echó a llorar. Los maestros de las aulas de al lado vinieron a sacarme de allí. Una vez fuera, me rodearon. Me hablaban todos al mismo tiempo, y yo no me enteraba de nada. Luego vino otra maestra, y oí que la llamaban «directora». La directora me preguntó por qué había pegado a Youqing. Le conté con pelos y señales lo de que en el pasado habíamos dado a Fengxia a otra familia, lo de que a pesar de la enfermedad de Jiazhen no había querido que mi hijo dejara de ir a la escuela. Al oír mi historia, la directora dijo a los demás maestros:

– Dejadlo ir.

Cuando recogí mis cosas para irme, vi que en todas las ventanas de las aulas asomaban cabecitas mirando el espectáculo que había montado. Esta vez sí que había humillado a mi hijo. Lo que más le dolió no fue que yo le pegara, sino que hubiera montado ese escándalo delante de tantos maestros y alumnos. Cuando llegué a casa, todavía no se me había pasado el enfado y le conté a Jiazhen lo que había pasado.

– Desde luego -me reprochó-, ¿cómo quieres que se porte Youqing en la escuela con un padre que es capaz de ponerse así?

Lo pensé y me pareció que, efectivamente, me había pasado un poco de la raya. Lo de que yo hubiera quedado en ridículo era lo de menos, pero es que había dejado en ridículo a mi hijo. Cuando volvió Youqing a mediodía, lo llamé. Él no me hizo ni caso: dejó la cartera y se dirigió de nuevo hacia la puerta. Jiazhen lo llamó, y entonces él se detuvo. Jiazhen le dijo que se acercara, y él fue a su lado con la nuca sacudida por los sollozos del disgusto que llevaba.

Durante más de un mes, Youqing no quiso saber nada de mí. Si yo le decía que hiciera algo, él obedecía inmediatamente, pero no me dirigía la palabra. Él no hacía nada malo, así que, por mucho que me irritara, no me daba motivos para enfadarme.

Pensándolo bien, la culpa la tenía yo por haberme pasado. Había destrozado el corazón a mi hijo. Menos mal que Youqing todavía era un niño. Al cabo de un tiempo, cuando entraba o salía de casa, ya no iba tan estirado. Aunque seguía sin contestarme cuando yo le hablaba, le veía en la cara que estaba menos resentido. De vez en cuando, hasta me miraba a hurtadillas. Yo sabía que, después de no haberme dirigido la palabra durante tanto tiempo, le daba apuro hablarme. Y yo, por mi parte, no tenía prisa: era mi hijo, y tarde o temprano se dirigiría a mí.

A partir del cierre de la cantina, todas las familias en el pueblo se quedaron sin patrimonio, y la vida se fue haciendo cada vez más difícil. Pensé en invertir nuestros últimos ahorros en la compra de un cordero. Los corderos son alimento, dan abono y, en primavera, uno puede esquilarlos y vender la lana. También era por Youqing: si le traía un cordero a casa, ¡lo contento que se iba a poner el crío!

Cuando lo hablé con Jiazhen, ella también se alegró.

– Corre a comprarlo -me dijo.

Esa misma tarde, me escondí el dinero en la ropa y me fui a la ciudad. Compré un corderito en el barrio oeste, donde el puente Guangfu. El camino de vuelta a casa pasaba por la escuela de Youqing, y primero pensé en entrar y darle a Youqing una alegría. Pero luego pensé que mejor no, que la última vez que fui monté un escándalo y avergoncé a mi hijo, y que si volvía a ir, a Youqing seguro que le iba a sentar mal.

Cuando salí de la ciudad y llegué hasta donde ya faltaba poco para que se viera nuestra casa, oí que alguien venía corriendo detrás de mí, pimpam, pimpam, y todavía no me había vuelto para ver quién era cuando oí la voz de Youqing.

– ¡Padre! ¡Padre!

Me paré a ver cómo venía corriendo, con la cara toda colorada. El crío, en cuanto me vio con el cordero, olvidó que no me dirigía la palabra.

– ¡Padre! -dijo al llegar junto a mí sin resuello-. ¿Este cordero es para mí?

Asentí, sonriendo, y le pasé la cuerda.

– Toma, llévalo tú.

Youqing cogió la cuerda, y al cordero en brazos, dio unos pasos, lo volvió a soltar, lo agarró por las patas traseras y se agachó a mirar.

– Padre, es hembra -me dijo.

Me eché a reír y lo cogí por el hombro. Youqing tenía los hombros pequeños y flacos. Al agarrárselo, no sé por qué me entró ternura.

– Youqing -le dije mientras volvíamos juntos a casa-, poco a poco te vas haciendo mayor. A partir de ahora, ya no te pegaré más; y si te pego, no lo haré en público.

Entonces miré a Youqing. El crío iba con la cabeza gacha: resulta que al oírme le había entrado vergüenza.

Una vez el cordero en casa, Youqing tuvo que ir de nuevo corriendo a la escuela, porque, aparte de ir por hierba para darle de comer, también quiso trabajar más en el huerto.

Quién iba a decir que, de tanto correr para aquí y para allí, Youqing acabaría cosechando sus éxitos. El día en que la escuela de la ciudad organizó un concurso de atletismo, yo había ido a la ciudad a vender verdura. Ya iba a volver a casa cuando vi que había mucha gente a cada lado de la calle. Pregunté por qué, y me dijeron que los colegiales estaban haciendo una carrera y que tenían que dar diez vueltas a la ciudad.

En esa época, ya había escuela secundaria, y ese año Youqing había entrado en cuarto de primaria. Era la primera vez que se organizaba un concurso de atletismo en la ciudad, los de primer ciclo de secundaria y los de primaria corrían juntos. Dejé la palanca y los canastos en el suelo para ver si participaba Youqing. Al cabo de un rato, vi un pelotón de niños de su edad más o menos que venían corriendo muy ufanos. Había dos que iban cabizbajos, tambaleándose; parecía que no podían más.

Cuando pasó todo el pelotón, vi a Youqing. Ese granuja venía corriendo solo, descalzo, con los zapatos en las manos, dando soplidos. Al ver que iba detrás, pensé que el crío no tenía remedio y que me iba a dejar en ridículo. Pero la gente le jaleaba. Yo no entendía nada. Y en ésas estaba, aturullado, cuando vi llegar a unos alumnos de secundaria. Entonces ya sí que entendía todavía menos. Pensaba: «¿Pero qué clase de carrera es ésta?»

– ¿Cómo es que los mayores no alcanzan a los más pequeños? -pregunté a uno que tenía al lado.

– El niño que acaba de pasar lleva varias vueltas de ventaja sobre los demás.

Pensé: «¿No estará hablando de Youqing?» ¡Qué contento me puse! Tan contento que no se puede explicar. Incluso a niños cuatro o cinco años mayores que él, Youqing les llevaba una vuelta de ventaja. Vi con mis propios ojos a mi hijo, descalzo, con los zapatos en las manos y toda la cara colorada, ser el primero en completar las diez vueltas. Cuando acabó de correr, curiosamente, ya no resoplaba, estaba como si tal cosa. Levantó un pie, se lo frotó en el pantalón, se calzó un zapato y levantó el otro. Luego, se puso las manos a la espalda y, con aire triunfal, se quedó allí mirando cómo venían corriendo unos niños mucho mayores que él.

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