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Nunca imaginé que nueve meses después del grado de bachiller se publicaría mi primer cuento en el suplemento literario «Fin de Semana» de El Espectador de Bogotá, el más interesante y severo de la época. Cuarenta y dos días más tarde se publicó el segundo. Sin embargo, lo más sorprendente para mí fue una nota consagratoria del subdirector del periódico y director del suplemento literario, Eduardo Zalamea Borda, Ulises, que era el crítico colombiano más lúcido de entonces y el más alerta a la aparición de nuevos valores.

Fue un proceso tan inesperado que no es fácil contarlo. Me había matriculado a principios de aquel año en la facultad de derecho de la Universidad Nacional de Bogotá, como estaba acordado con mis padres. Vivía en el puro centro de la ciudad, en una pensión de la calle Florián, ocupada en su mayoría por estudiantes de la costa atlántica. En las tardes libres, en vez de trabajar para vivir, me quedaba leyendo en mi cuarto o en los cafés que lo permitían. Eran libros de suerte y azar, y dependían más de mi suerte que de mis azares, pues los amigos que podían comprarlos me los prestaban con plazos tan restringidos que pasaba noches en vela para devolverlos a tiempo. Pero al contrario de los que leí en el liceo de Zipaquirá, que ya merecían estar en un mausoleo de autores consagrados, éstos los leíamos como pan caliente, recién traducidos e impresos en Buenos Aires después de la larga veda editorial de la segunda guerra europea. Así descubrí para mi suerte a los ya muy descubiertos Jorge Luis Borges, D. H. Lawrence y Aldous Huxley, a Graham Greene y Chesterton, a William Irish y Katherine Mansfield y a muchos más.

Estas novedades se conocían en las vitrinas inalcanzables de las librerías, pero algunos ejemplares circulaban por los cafés de estudiantes, que eran centros activos de divulgación cultural entre universitarios de provincia. Muchos tenían sus lugares reservados año tras año, y allí recibían el correo y hasta los giros postales. Algunos favores de los dueños, o de sus dependientes de confianza, fueron decisivos para salvar muchas carreras universitarias. Numerosos profesionales del país podían deberles más a ellos que a sus acudientes invisibles.

Yo prefería El Molino, el café de los poetas mayores, a sólo unos doscientos metros de mi pensión y en la esquina crucial de la avenida Jiménez de Quesada con la carrera Séptima. No permitían estudiantes de mesa fija, pero uno estaba seguro de aprender más y mejor que en los libros de texto con las conversaciones literarias que escuchábamos agazapados en las mesas cercanas. Era una casa enorme y bien puesta al estilo español, y sus paredes estaban decoradas por el pintor Santiago Martínez Delgado, con episodios de la batalla de don Quijote contra los molinos de viento. Aunque no tuviera sitio reservado, me las arreglé siempre para que los meseros me ubicaran lo más cerca posible del gran maestro León de Greif -barbudo, gruñón, encantador-, que empezaba su tertulia al atardecer con algunos de los escritores más famosos del momento, y terminaba a la medianoche ahogado en alcoholes de mala muerte con sus alumnos de ajedrez. Fueron muy pocos los nombres grandes de las artes y las letras del país que no pasaron por aquella mesa, y nosotros nos hacíamos los muertos en la nuestra para no perder ni una de sus palabras. Aunque solían hablar más de mujeres o de intrigas políticas que de sus artes y oficios, siempre decían algo nuevo que aprender. Los más asiduos éramos de la costa atlántica, no tan unidos por las conspiraciones caribes contra los cachacos como por el vicio de los libros. Jorge Álvaro Espinosa, un estudiante de derecho que me había enseñado a navegar en la Biblia y me hizo aprender de memoria los nombres completos de los contertulios de Job, me puso un día sobre la mesa un mamotreto sobrecogedor, y sentenció con su autoridad de obispo:

– Esta es la otra Biblia.

Era, cómo no, el Ulises de James Joyce, que leí a pedazos y tropezones hasta que la paciencia no me dio para más. Fue una temeridad prematura. Años después, ya de adulto sumiso, me di a la tarea de releerlo en serio, y no sólo fue el descubrimiento de un mundo propio que nunca sospeché dentro de mí, sino además una ayuda técnica invaluable para la libertad del lenguaje, el manejo del tiempo y las estructuras de mis libros.

Uno de mis compañeros de cuarto era Domingo Manuel Vega, un estudiante de medicina que ya era mi amigo desde Sucre y compartía conmigo la voracidad de la lectura. Otro era mi primo Nicolás Ricardo, el hijo mayor de mi tío Juan de Dios, que me mantenía vivas las virtudes de la familia. Vega llegó una noche con tres libros que acababa de comprar, y me prestó uno al azar, como lo hacía a menudo para ayudarme a dormir. Pero esa vez logró todo lo contrario: nunca más volví a dormir con la placidez de antes. El libro era La metamorfosis de Franz Kafka, en la falsa traducción de Borges publicada por la editorial Losada de Buenos Aires, que definió un camino nuevo para mi vida desde la primera línea, y que hoy es una de las divisas grandes de la literatura universal: «Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto». Eran libros misteriosos, cuyos desfiladeros no eran sólo distintos sino muchas veces contrarios a todo lo que conocía hasta entonces. No era necesario demostrar los hechos: bastaba con que el autor lo hubiera escrito para que fuera verdad, sin más pruebas que el poder de su talento y la autoridad de su voz. Era de nuevo Scherezada, pero no en su mundo milenario en el que todo era posible, sino en otro mundo irreparable en el que ya todo se había perdido.

Al terminar la lectura de La metamorfosis me quedaron las ansias irresistibles de vivir en aquel paraíso ajeno. El nuevo día me sorprendió en la máquina viajera que me prestaba el mismo Domingo Manuel Vega, para intentar algo que se pareciera al pobre burócrata de Kafka convertido en un escarabajo enorme. En los días sucesivos no fui a la universidad por el temor de que se rompiera el hechizo, y seguí sudando gotas de envidia hasta que Eduardo Zalamea Borda publicó en sus páginas una nota desconsolada, en la cual lamentaba que la nueva generación de escritores colombianos careciera de nombres para recordar, y que nada se vislumbraba en el porvenir que pudiera enmendarlo. No sé con qué derecho me sentí aludido en nombre de mi generación por el desafío de aquella nota, y retomé el cuento abandonado para intentar un desagravio. Elaboré la idea argumental del cadáver consciente de La metamorfosis pero aliviado de sus falsos misterios y sus prejuicios ontológicos.

De todos modos me sentía tan inseguro que no me atreví a consultarlo con ninguno de mis compañeros de mesa. Ni siquiera con Gonzalo Mallarino, mi condiscípulo de la facultad de derecho, que era el lector único de las prosas líricas que yo escribía para sobrellevar el tedio de las clases. Releí y corregí mi cuento hasta el cansancio, y por último escribí una nota personal para Eduardo Zalamea -a quien nunca había visto- y de la cual no recuerdo ni una letra. Puse todo dentro de un sobre y lo llevé en persona a la recepción de El Espectador. El portero me autorizó a subir al segundo piso para que le entregara la carta al propio Zalamea en cuerpo y alma, pero la sola idea me paralizó. Dejé el sobre en la mesa del portero y me di a la fuga.

Esto había sido un martes y no me inquietaba ningún palpito sobre la suerte de mi cuento, pero estaba seguro de que en caso de publicarse no sería muy pronto. Mientras tanto vagué y divagué de café en café durante dos semanas para entretener la ansiedad los sábados en la tarde, hasta el 13 de septiembre, cuando entré en El Molino y me di de bruces con el título de mi cuento a todo lo ancho de El Espectador acabado de salir: «La tercera resignación».

Mi primera reacción fue la certidumbre arrasadora de que no tenía los cinco centavos para comprar el periódico. Este era el símbolo más explícito de la pobreza, porque muchas cosas básicas de la vida cotidiana, además del periódico, costaban cinco centavos: el tranvía, el teléfono público, la taza de café, el lustre de los zapatos. Me lancé a la calle sin protección contra la llovizna imperturbable, pero no encontré en los cafés cercanos a ningún conocido que me diera una moneda de caridad. Tampoco encontré a nadie en la pensión a la hora muerta del sábado, salvo a la dueña, que era lo mismo que nadie, porque le estaba debiendo setecientas veinte veces cinco centavos por dos meses de cama y asistencia. Cuando volví a la calle, dispuesto para lo que fuera, encontré a un hombre de la Divina Providencia que se bajó de un taxi con El Espectador en la mano, y le pedí de frente que me lo regalara.

Así pude leer mi primer cuento en letras de molde, con una ilustración de Hernán Merino, el dibujante oficial del periódico. Lo leí escondido en mi cuarto, con el corazón desaforado y con un solo aliento. En cada línea iba descubriendo el poder demoledor de la letra impresa, pues lo que había construido con tanto amor y dolor como una parodia sumisa de un genio universal, se me reveló entonces como un monólogo enrevesado y deleznable, sostenido a duras penas por tres o cuatro frases consoladoras. Tuvieron que pasar casi veinte años para que me atreviera a leerlo por segunda vez, y mi juicio de entonces -apenas moderado por la compasión- fue mucho menos complaciente.

Lo más difícil fue la avalancha de amigos radiantes que me invadieron el cuarto con ejemplares del periódico y elogios desmesurados sobre un cuento que con seguridad no habían entendido. Entre mis compañeros de universidad, unos lo apreciaron, otros lo comprendieron menos, otros con más razones no pasaron de la cuarta línea, pero Gonzalo Mallarino, cuyo juicio literario no me era fácil poner en duda, lo aprobó sin reservas.

Mi ansiedad mayor era por el veredicto de Jorge Álvaro Espinosa, cuya navaja crítica era la más temible, aun más allá de nuestro círculo. Me sentía en un ánimo contradictorio: quería verlo de inmediato para resolver de una vez la incertidumbre, pero al mismo tiempo me aterraba la idea de afrontarlo. Desapareció hasta el martes, lo cual no era raro en un lector insaciable, y cuando reapareció en El Molino no empezó por hablarme del cuento sino de mi audacia.

– Supongo que te das cuenta de la vaina en que te has metido -me dijo, fijos en mis ojos sus verdes ojos de cobra real-. Ahora estás en la vitrina de los escritores reconocidos, y tienes mucho que hacer para merecerlo.

Me quedé petrificado por el único juicio que podía impresionarme tanto como el de Ulises. Pero antes de que terminara, yo había decidido adelantarme con la que consideraba y seguí considerando siempre como la verdad:

– Ese cuento es una mierda.

El me replicó con un dominio inalterable que aún no podía decir nada porque apenas había tenido tiempo para una lectura en diagonal. Pero me explicó que aun si fuera tan malo como yo decía, no lo sería tanto como para sacrificar la oportunidad de oro que me estaba brindando la vida.

– En todo caso, ese cuento ya pertenece al pasado -concluyó-. Lo importante ahora es el próximo.

Me dejó abrumado. Cometí el desatino de buscar argumentos en contra, hasta convencerme de que no iba a oír un consejo más inteligente que el suyo. Se extendió en su idea fija de que primero había que concebir el cuento y después el estilo, pero que el uno dependía del otro en una servidumbre recíproca que era la varita mágica de los clásicos. Me entretuvo un poco con su opinión tantas veces repetida de que me hacía falta una lectura a fondo y desprevenida de los griegos, y no sólo de Homero, el único que yo había leído por obligación en el bachillerato. Se lo prometí, y quise oír otros nombres, pero él me cambió el tema por el de Los monederos falsos de André Gide, que había leído aquel fin de semana. Nunca me animé a decirle que quizás nuestra conversación me había resuelto la vida. Pasé la noche en vela tomando notas para un próximo cuento sin los meandros del primero.

Sospechaba que quienes me hablaban de él no estaban tan impresionados por el cuento -que tal vez no habían leído y con seguridad no lo habían entendido sino porque lo hubieran publicado con un despliegue inusitado en una página tan importante. Para empezar, me di cuenta de que mis dos grandes defectos eran los dos más grandes: la torpeza de la escritura y el desconocimiento del corazón humano. Y eso era más que evidente en mi primer cuento, que fue una confusa meditación abstracta, agravada por el abuso de sentimientos inventados.

Buscando en mi memoria situaciones de la vida real para el segundo, recordé que una de las mujeres más bellas que conocí de niño me dijo que quería estar dentro del gato de una rara hermosura que acariciaba en su regazo. Le pregunté por qué, y me contestó: «Porque es más bello que yo». Entonces tuve un punto de apoyo para el segundo cuento, y un título atractivo: «Eva está dentro de su gato». El resto, como en el cuento anterior, fue inventado de la nada, y por lo mismo -como nos gustaba decir entonces- ambos llevaban dentro el germen de su propia destrucción.

Este cuento se publicó con el mismo despliegue del primero, el sábado 25 de octubre de 1947, ilustrado por una estrella ascendente en el cielo del Caribe: el pintor Enrique Grau. Me llamó la atención que mis amigos lo recibieron como algo de rutina en un escritor consagrado. Yo, en cambio, sufrí con los errores y dudé de los aciertos, pero logré sostener el alma en vilo. El golpe grande vino unos días más tarde, con una nota que publicó Eduardo Zalamea, con el seudónimo habitual de Ulises, en su columna diaria de El Espectador. Fue derecho a lo que iba: «Los lectores de «Fin de Semana», suplemento literario de este periódico, habrán advertido la aparición de un ingenio nuevo, original, de vigorosa personalidad». Y más adelante: «Dentro de la imaginación puede pasar todo, pero saber mostrar con naturalidad, con sencillez y sin aspavientos la perla que logra arrancársele, no es cosa que puedan hacer todos los muchachos de veinte años que inician sus relaciones con las letras». Y terminaba sin reticencias: «Con García Márquez nace un nuevo y notable escritor».

La nota -¡y cómo no!- fue un impacto de felicidad, pero al mismo tiempo me consternó que Zalamea no se hubiera dejado a sí mismo ningún camino de regreso. Ya todo estaba consumado y yo debía interpretar su generosidad como un llamado a mi conciencia, y por el resto de mi vida. La nota reveló también que Ulises había descubierto mi identidad por uno de sus compañeros de redacción. Esa noche supe que había sido por Gonzalo González, un primo cercano de mis primos más cercanos, que escribió durante quince años en el mismo diario, con el seudónimo de Gog y con una pasión sostenida, una columna para contestar preguntas de los lectores, a cinco metros del escritorio de Eduardo Zalamea. Por fortuna, éste no me buscó, ni yo lo busqué a él. Lo vi una vez en la mesa del poeta De Greiff y conocí su voz y su tos áspera de fumador irredimible, y lo vi de cerca en varios actos culturales, pero nadie nos presentó. Unos porque no nos conocían y otros porque no les parecía posible que no nos conociéramos.

Es difícil imaginar hasta qué punto se vivía entonces a la sombra de la poesía. Era una pasión frenética, otro modo de ser, una bola de candela que andaba de su cuenta por todas partes. Abríamos el periódico, aun en la sección económica o en la página judicial, o leíamos el asiento del café en el fondo de la taza, y allí estaba esperándonos la poesía para hacerse cargo de nuestros sueños. De modo que para nosotros, los aborígenes de todas las provincias, Bogotá era la capital del país y la sede del gobierno, pero sobre todo era la ciudad donde vivían los poetas. No sólo creíamos en la poesía, y nos moríamos por ella, sino que sabíamos con certeza -como lo escribió Luis Cardoza y Aragón- que

«la poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre».

El mundo era de los poetas. Sus novedades eran más importantes para mi generación que las noticias políticas cada vez más deprimentes. La poesía colombiana había salido del siglo XIX iluminada por la estrella solitaria de José Asunción Silva, el romántico sublime que a los treinta y un años se disparó un tiro de pistola en el círculo que su médico le había pintado con un hisopo de yodo en el sitio del corazón. No nací a tiempo para conocer a Rafael Pombo o a Eduardo Castillo -el gran lírico-, cuyos amigos lo describían como un fantasma escapado de la tumba al atardecer, con una capa de dos vueltas, una piel verdecida por la morfina y un perfil de gallinazo: la representación física de los poetas malditos. Una tarde pasé en tranvía frente a una gran mansión de la carrera Séptima y vi en el portón al hombre más impresionante que había visto en mi vida, con un traje impecable, un sombrero inglés, unos espejuelos negros para sus ojos sin luz y una ruana sabanera. Era el poeta Alberto Ángel Montoya, un romántico un poco aparatoso que publicó algunos de los buenos poemas de su tiempo. Para mi generación eran ya fantasmas del pasado, salvo el maestro León de Greiff, a quien espié durante años en el café El Molino.

Ninguno de ellos logró rozar siquiera la gloria de Guillermo Valencia, un aristócrata de Popayán que antes de sus treinta años se había impuesto como el sumo pontífice de la generación del Centenario, así llamada por haber coincidido en 1910 con el primer siglo de la independencia nacional. Sus contemporáneos Eduardo Castillo y Porfirio Barba Jacob, dos poetas grandes de estirpe romántica, no obtuvieron la justicia crítica que merecían de sobra en un país encandilado por la retórica de mármol de Valencia, cuya sombra mítica les cerró el paso a tres generaciones. La inmediata, surgida en 1925 con el nombre y los ímpetus de Los Nuevos, contaba con ejemplares magníficos como Rafael Maya y otra vez León de Greiff, que no fueron reconocidos en toda su magnitud mientras Valencia estuvo en su trono. Este había disfrutado hasta entonces de una gloria peculiar que lo llevó en vilo a las puertas mismas de la presidencia de la República.

Los únicos que se atrevieron a salirle al paso en medio siglo fueron los del grupo Piedra y Cielo con sus cuadernos juveniles, que en última instancia sólo tenían en común la virtud de no ser valencistas: Eduardo Carranza, Arturo Camacho Ramírez, Aurelio Arturo y el mismo Jorge Rojas, que había financiado la publicación de sus poemas. No todos eran iguales en forma ni inspiración, pero en conjunto estremecieron las ruinas arqueológicas de los parnasianos y despertaron para la vida una nueva poesía del corazón, con resonancias múltiples de Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío, García Lorca, Pablo Neruda o Vicente Huidobro. La aceptación pública no fue inmediata ni ellos mismos parecieron conscientes de ser vistos como enviados de la Divina Providencia para barrer la casa de la poesía. Sin embargo, don Baldomero Sanín Cano, el ensayista y crítico más respetable de aquellos años, se apresuró a escribir un ensayo terminante para salir al paso de cualquier tentativa contra Valencia. Su mesura proverbial se desmandó. Entre muchas sentencias definitivas, escribió que Valencia se había «apoderado de la ciencia antigua para conocer el alma de los tiempos remotos en el pasado, y cavila sobre los textos contemporáneos para sorprender, por analogía, toda el alma del hombre». Lo consagró una vez más como un poeta sin tiempo ni fronteras, y lo colocó entre aquellos que «como Lucrecio, Dante, Goethe, conservaron el cuerpo para salvar el alma». Más de uno debió pensar entonces que con amigos como ése, Valencia no necesitaba enemigos.

Eduardo Carranza le replicó a Sanín Cano con un artículo que lo decía todo desde el título: «Un caso de bardolatría». Fue la primera y certera embestida para situar a Valencia en sus límites propios y reducir su pedestal a su lugar y a su tamaño. Lo acusó de no haber encendido en Colombia una llama del espíritu sino una ortopedia de palabras, y definió sus versos como los de un artista culterano, frígido y habilidoso, y un cincelador concienzudo. Su conclusión fue una pregunta a sí mismo que en esencia quedó como uno de sus buenos poemas: «Si la poesía no sirve para apresurarme la sangre, para abrirme de repente ventanas sobre lo misterioso, para ayudarme a descubrir el mundo, para acompañar a este desolado corazón en la soledad y en el amor, en la fiesta y en el desamor, ¿para qué me sirve la poesía?».Y terminaba: «Para mí -¡blasfemo de mí!-, Valencia es apenas un buen poeta».

La publicación de «Un caso de bardolatría» en «Lecturas Dominicales» de El Tiempo, que entonces tenía una amplia circulación, causó una conmoción social. Tuvo además el resultado prodigioso de un examen a fondo de la poesía en Colombia desde sus orígenes, que tal vez no se había hecho con seriedad desde que don Juan de Castellanos escribió los ciento cincuenta mil endecasílabos de su Elegías de varones ilustres de Indias.

La poesía fue desde entonces a cielo abierto. No sólo para Los Nuevos, que se pusieron de moda, sino para otros que surgieron después y se disputaban su lugar a codazos. La poesía llegó a ser tan popular que hoy no es posible entender hasta qué punto se vivía cada número de «Lecturas Dominicales», que dirigía Carranza, o de Sábado, que entonces dirigía Carlos Martín, nuestro antiguo rector del liceo. Además de su poesía, Carranza impuso con su gloria una manera de ser poeta a las seis de la tarde en la carrera Séptima de Bogotá, que era como pasearse en una vitrina de diez cuadras con un libro en la mano apoyada sobre el corazón. Fue un modelo de su generación, que hizo escuela en la siguiente, cada una a su manera.

A mediados de año llegó a Bogotá el poeta Pablo Neruda, convencido de que la poesía tenía que ser un arma política. En sus tertulias bogotanas se enteró de la clase de reaccionario que era Laureano Gómez, y a modo de despedida, casi al correr de la pluma escribió en su honor tres sonetos punitivos, cuyo primer cuarteto daba el tono de todos:

Adiós, Laureano nunca laureado,

sátrapa triste y rey advenedizo.

Adiós, emperador de cuarto piso,

antes de tiempo y sin cesar pagado.

A pesar de sus simpatías de derechas y su amistad personal con el mismo Laureano Gómez, Carranza destacó los sonetos en sus páginas literarias, más como una primicia periodística que como una proclama política. Pero el rechazo fue casi unánime. Sobre todo por el contrasentido de publicarlos en el periódico de un liberal de hueso colorado como el ex presidente Eduardo Santos, tan contrario al pensamiento retrógrado de Laureano Gómez como al revolucionario de Pablo Neruda. La reacción más ruidosa fue la de quienes no toleraban que un extranjero se permitiera semejante abuso. El solo hecho de que tres sonetos casuísticos y más ingeniosos que poéticos pudieran armar tal revuelo, fue un síntoma alentador del poder de la poesía en aquellos años. De todos modos, a Neruda le impidieron después la entrada a Colombia el mismo Laureano Gómez, ya como presidente de la República, y el general Gustavo Rojas Pinilla en su momento, pero estuvo en Cartagena y Buenaventura varias veces en escalas marítimas entre Chile y Europa. Para los amigos colombianos a los que anunciaba su paso, cada escala de ida y de vuelta era una fiesta de las grandes.

Cuando ingresé a la facultad de derecho, en febrero de 1947, mi identificación permanecía incólume con el grupo Piedra y Cielo. Aunque había conocido a los más notables en la casa de Carlos Martín, en Zipaquirá, no tuve la audacia de recordárselo ni siquiera a Carranza, que era el más abordable. En cierta ocasión lo encontré tan cerca y al descubierto en la librería Grancolombia, que le hice un saludo de admirador. Me correspondió muy amable, pero no me reconoció. En cambio, en otra ocasión el maestro León de Greiff se levantó de su mesa de El Molino para saludarme en la mía cuando alguien le contó que había publicado cuentos en El Espectador, y me prometió leerlos. Por desgracia, pocas semanas después ocurrió la revuelta popular del 9 de abril, y tuve que abandonar la ciudad todavía humeante. Cuando volví, al cabo de cuatro años, El Molino había desaparecido bajo sus cenizas, y el maestro se había mudado con sus bártulos y su corte de amigos al café El Automático, donde nos hicimos amigos de libros y aguardiente, y me enseñó a mover sin arte ni fortuna las piezas del ajedrez.

A mis amigos de la primera época les parecía incomprensible que me empeñara en escribir cuentos, y yo mismo no me lo explicaba en un país donde el arte mayor era la poesía. Lo supe desde muy niño, por el éxito de Miseria humana, un poema popular que se vendía en cuadernillos de papel de estraza o recitado por dos centavos en los mercados y cementerios de los pueblos del Caribe. La novela, en cambio, era escasa. Desde María, de Jorge Isaacs, se habían escrito muchas sin mayor resonancia. José María Vargas Vila había sido un fenómeno insólito con cincuenta y dos novelas directas al corazón de los pobres. Viajero incansable, su exceso de equipaje eran sus propios libros, que se exhibían y se agotaban como pan en la puerta de los hoteles de América Latina y España. Aura o las violetas, su novela estelar, rompió más corazones que muchas mejores de contemporáneos suyos.

Las únicas que sobrevivieron a su tiempo habían sido El carnero, escrita entre 1600 y 1638 en plena Colonia por el español Juan Rodríguez Freyle, un relato tan desmesurado y libre de la historia de la Nueva Granada, que terminó por ser una obra maestra de la ficción; María, de Jorge Isaacs, en 1867; La vorágine, de José Eustasio Rivera, en 1924; La marquesa de Yolombó, de Tomás Carrasquilla, en 1926, y Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea, en 1950. Ninguno de ellos había logrado vislumbrar la gloria que tantos poetas tenían con justicia o sin ella. En cambio, el cuento -con un antecedente tan insigne como el del mismo Carrasquilla, el escritor grande de Antioquia- había naufragado en una retórica escarpada y sin alma.

La prueba de que mi vocación era sólo de narrador fue el reguero de versos que dejé en el liceo, sin firma o con seudónimos, porque nunca tuve la intención de morirme por ellos. Más aún: cuando publiqué los primeros cuentos en El Espectador, muchos se disputaban el género, pero sin derechos suficientes. Hoy pienso que esto podía entenderse porque la vida en Colombia, desde muchos puntos de vista, seguía en el siglo XIX. Sobre todo en la Bogotá lúgubre de los años cuarenta, todavía nostálgica de la Colonia, cuando me matriculé sin vocación ni voluntad en la facultad de derecho de la Universidad Nacional.

Para comprobarlo bastaba con sumergirse en el centro neurálgico de la carrera Séptima y la avenida Jiménez de Quesada, bautizado por la desmesura bogotana como la mejor esquina del mundo. Cuando el reloj público de la torre de San Francisco daba las doce del día, los hombres se detenían en la calle o interrumpían la charla en el café para ajustar los relojes con la hora oficial de la iglesia. Alrededor de ese crucero, y en las cuadras adyacentes, estaban los sitios más concurridos donde se citaban dos veces al día los comerciantes, los políticos, los periodistas -y los poetas, por supuesto-, todos de negro hasta los pies vestidos, como el rey nuestro señor don Felipe IV.

En mis tiempos de estudiante todavía se leía en aquel lugar un periódico que tal vez tenía pocos antecedentes en el mundo. Era un tablero negro como el de las escuelas, que se exhibía en el balcón de El Espectador a las doce del día y a las cinco de la tarde con las últimas noticias escritas con tiza. En esos momentos el paso de los tranvías se volvía difícil, si no imposible, por el estorbo de las muchedumbres que esperaban impacientes. Aquellos lectores callejeros tenían además la posibilidad de aplaudir con una ovación cerrada las noticias que les parecían buenas y de rechiflar o tirar piedras contra el tablero cuando no les gustaban. Era una forma de participación democrática instantánea con la cual tenía El Espectador un termómetro más eficaz que cualquier otro para medirle la fiebre a la opinión pública.

Aún no existía la televisión y había noticieros de radio muy completos pero a horas fijas, de modo que antes de ir a almorzar o a cenar, uno se quedaba esperando la aparición del tablero para llegar a casa con una versión más completa del mundo. Allí se supo y se siguió con un rigor ejemplar e inolvidable el vuelo solitario del capitán Concha Venegas entre Lima y Bogotá. Cuando eran noticias como ésas, el tablero se cambiaba varias veces fuera de sus horas previstas para alimentar la voracidad del público con boletines extraordinarios. Ninguno de los lectores callejeros de aquel periódico único sabía que el inventor y esclavo de la idea se llamaba José Salgar, un redactor primíparo de El Espectador a los veinte años, que llegó a ser un periodista de los grandes sin haber ido más allá de la escuela primaria.

La institución distintiva de Bogotá eran los cafés del centro, en los que tarde o temprano confluía la vida de todo el país. Cada uno disfrutó en su momento de una especialidad -política, literaria, financiera-, de modo que gran parte de la historia de Colombia en aquellos años tuvo alguna relación con ellos. Cada quien tenía su favorito como una señal infalible de su identidad.

Escritores y políticos de la primera mitad del siglo -incluido algún presidente de la República- habían estudiado en los cafés de la calle Catorce, frente al colegio del Rosario. El Windsor, que hizo su época de políticos famosos, era uno de los más perdurables y fue refugio del gran caricaturista Ricardo Rendón, que hizo allí su obra grande, y años después se perforó el cráneo genial con un plomo de revólver en la trastienda de la Gran Vía.

El revés de mis tantas tardes de tedio fue el descubrimiento casual de una sala de música abierta al público en la Biblioteca Nacional. La convertí en mi refugio preferido para leer al amparo de los grandes compositores, cuyas obras solicitábamos por escrito a una empleada encantadora. Entre los visitantes habituales descubríamos afinidades de toda índole por la clase de música que preferíamos. Así conocí a la mayoría de mis autores preferidos a través de los gustos ajenos, por lo abundantes y variados, y aborrecí a Chopin durante muchos años por culpa de un melómano implacable que lo solicitaba casi a diario y sin misericordia.

Una tarde encontré la sala desierta porque el7sistema estaba descompuesto, pero la directora me permitió sentarme a leer en el silencio. Al principio me sentí en un remanso de paz, pero antes de dos horas no había logrado concentrarme por unas ráfagas de ansiedad que me estorbaban la lectura y me hacían sentir ajeno a mi propio pellejo. Tardé varios días en darme cuenta de que el remedio de mi ansiedad no era el silencio de la sala sino el ámbito de la música, que desde entonces se me convirtió en una pasión casi secreta y para siempre.

Las tardes de los domingos, cuando cerraban la sala de música, mi diversión más fructífera era viajar en los tranvías de vidrios azules, que por cinco centavos giraban sin cesar desde la plaza de Bolívar hasta la avenida Chile, y pasar en ellos aquellas tardes de adolescencia que parecían arrastrar una cola interminable de otros muchos domingos perdidos. Lo único que hacía durante aquel viaje de círculos viciosos era leer libros de versos, quizás una cuadra de la ciudad por cada cuadra de versos, hasta que se encendían las primeras luces en la llovizna perpetua. Entonces recorría los cafés taciturnos de los barrios viejos en busca de alguien que me hiciera la caridad de conversar conmigo sobre los poemas que acababa de leer. A veces lo encontraba -siempre un hombre- y nos quedábamos hasta pasada la medianoche en algún cuchitril de mala muerte, rematando las colillas de los cigarrillos que nosotros mismos nos habíamos fumado y hablando de poesía mientras en el resto del mundo la humanidad entera hacía el amor.

En aquel tiempo todo el mundo era joven, pero siempre encontrábamos a otros que eran más jóvenes que nosotros. Las generaciones se empujaban unas a otras, sobre todo entre los poetas y los criminales, y apenas si uno había acabado de hacer algo cuando ya se perfilaba alguien que amenazaba con hacerlo mejor. A veces encuentro entre papeles viejos algunas de las fotos que nos tomaban los fotógrafos callejeros en el atrio de la iglesia

de San Francisco, y no puedo reprimir un frémito de compasión, porque no parecen fotos nuestras sino de los hijos de nosotros mismos, en una ciudad de puertas cerradas donde nada era fácil, y mucho menos sobrevivir sin amor a las tardes de los domingos. Allí conocí por casualidad a mi tío José María Valdeblánquez, cuando creí ver a mi abuelo abriéndose paso con el paraguas entre la muchedumbre dominical que salía de misa. Su atuendo no enmascaraba un ápice de su identidad: vestido entero de paño negro, camisa blanca con cuello de celuloide y corbata de rayas diagonales, chaleco con leontina, sombrero duro y espejuelos dorados. Fue tal mi impresión que le cerré el paso sin darme cuenta. Él levantó el paraguas amenazante y me enfrentó a una cuarta de los ojos:

– ¿Puedo pasar?

– Perdóneme -le dije avergonzado-. Es que lo confundí con mi abuelo.

Él siguió escrutándome con su mirada de astrónomo, y me preguntó con una mala ironía:

– ¿Y se puede saber quién es ese abuelo tan famoso?

Confundido por mi propia impertinencia le dije el nombre completo. El bajó entonces el paraguas y sonrió de muy buen talante.

– Pues con razón nos parecemos -dijo-. Soy su primogénito.

La vida diaria era más llevadera en la Universidad Nacional. Sin embargo, no logro encontrar en la memoria la realidad de aquel tiempo, porque no creo haber sido estudiante de derecho ni un solo día, a pesar de que mis calificaciones del primer año -el único que terminé en Bogotá- permitan creer lo contrario. Allí no había tiempo ni ocasión de establecer las relaciones personales que se lograban en el liceo, y los compañeros de curso se dispersaban en la ciudad al terminar las clases. Mi sorpresa más grata fue encontrar como secretario general de la facultad de derecho al escritor Pedro Gómez Valderrama, del cual tenía noticia por sus colaboraciones tempranas en las páginas literarias, y que fue uno de mis amigos grandes hasta su muerte prematura.

Mi condiscípulo más asiduo desde el primer año fue Gonzalo Mallarino Botero, el único acostumbrado a creer en algunos prodigios de la vida que eran verdad aunque no fueran ciertos. Él fue quien me enseñó que la facultad de derecho no era tan estéril como yo pensaba, pues desde el primer día me sacó de la clase de estadística y demografía, a las siete de la madrugada, y me desafió a un duelo personal de poesía en el café de la ciudad universitaria. En las horas muertas de la mañana recitaba de memoria los poemas de los clásicos españoles, y yo le correspondía con poemas de los jóvenes colombianos que habían abierto fuego contra los coletazos retóricos del siglo anterior.

Un domingo me invitó a su casa, donde vivía con su madre y sus hermanas y hermanos, en un ambiente de tensiones fraternales como las de mi casa paterna. Víctor, el mayor, era ya un hombre de teatro de tiempo completo, y un declamador reconocido en el ámbito de la lengua española. Desde que escapé a la tutela de mis padres no volví a sentirme nunca como en mi casa, hasta que conocí a Pepa Botero, la madre de los Mallarino, una antioqueña sin desbravar en la médula hermética de la aristocracia bogotana. Con su inteligencia natural y su habla prodigiosa tenía la facultad inigualable de conocer el sitio justo en que las malas palabras recobran su estirpe cervantina. Eran tardes inolvidables, viendo atardecer sobre la esmeralda sin límites de la sabana, al calor del chocolate perfumado y las almojábanas calientes. Lo que aprendí de Pepa Botero, con su jerga destapada, con su modo de decir las cosas de la vida común, me fue invaluable para una nueva retórica de la vida real.

Otros condiscípulos afines eran Guillermo López Guerra y Álvaro Vidal Varón, que ya habían sido mis cómplices en el liceo de Zipaquirá. Sin embargo, en la universidad estuve más cerca de Luis Villar Borda y Camilo Torres Restrepo, que hacían con las uñas y por amor al arte el suplemento literario de La Razón, un diario casi secreto que dirigía el poeta y periodista Juan Lozano y Lozano. Los días de cierre me iba con ellos a la redacción y les daba una mano en las emergencias de última hora. Algunas veces coincidí con el director, cuyos sonetos admiraba y más aún las semblanzas de personajes nacionales que publicaba en la revista Sábado. Él recordaba con cierta vaguedad la nota de Ulises sobre mí, pero no había leído ningún cuento, y me escabullí del tema porque estaba seguro de que no le gustarían. Desde el primer día me dijo al despedirse que las páginas de su periódico estaban abiertas para mí, pero lo tomé sólo como un cumplido bogotano.

En el café Asturias, Camilo Torres Restrepo y Luis Villar Borda, condiscípulos míos en la facultad de derecho, me presentaron a Plinio Apuleyo Mendoza, que a sus dieciséis años había publicado una serie de prosas líricas, el género de moda impuesto en el país por Eduardo Carranza desde las páginas literarias de El Tiempo. Era de piel curtida, con un cabello retinto y liso, que acentuaba su buena apariencia de indio. A pesar de su edad había logrado acreditar sus notas en el semanario Sábado, fundado por su padre, Plinio Mendoza Neira, antiguo ministro de la Guerra y un gran periodista nato que tal vez no escribió una línea completa en toda su vida. Sin embargo, enseñó a muchos a escribir las suyas en periódicos que fundaba a todo bombo y abandonaba por altos cargos políticos o para fundar otras empresas enormes y catastróficas. Al hijo no lo vi más de dos o tres veces por aquella época, siempre con condiscípulo míos. Me impresionó que a su edad razonaba como un anciano, pero nunca se me hubiera ocurrido pensar que años después íbamos a compartir tantas jornadas de periodismo temerario, pues todavía no se me había ocurrido el embeleco del periodismo como oficio, y como ciencia me interesaba menos que la del derecho.

Nunca había pensado en realidad que llegara a interesarme, hasta uno de aquellos días, cuando Elvira Mendoza, hermana de Plinio, le hizo a la declamadora argentina Berta Singerman una entrevista de emergencia que me cambió por completo los prejuicios contra el oficio y me descubrió una vocación ignorada. Más que una entrevista clásica de preguntas y respuestas -que tantas dudas me dejaban y siguen dejándome- fue una de las más originales que se publicaron en Colombia. Años después, cuando Elvira Mendoza era ya una periodista internacional consagrada y una de mis buenas amigas, me contó que había sido un recurso desesperado para salvar un fracaso.

La llegada de Berta Singerman había sido el acontecimiento del día. Elvira -que dirigía la sección femenina en la revista Sábado- pidió autorización para hacerle una entrevista, y la obtuvo con algunas reticencias de su padre por su falta de práctica en el género. La redacción de Sábado era un sitio de reunión de los intelectuales más conocidos por aquellos años y Elvira les pidió unas preguntas para su cuestionario, pero estuvo al borde del pánico cuando tuvo que enfrentarse al menosprecio con que Berta Singerman la recibió en la suite presidencial del hotel Granada.

Desde la primera pregunta se complació en rechazarlas como tontas o imbéciles, sin sospechar que detrás de cada una había un buen escritor de los tantos que ella conocía y admiraba por sus varias visitas a Colombia. Elvira, que fue siempre de genio vivo, tuvo que tragarse sus lágrimas y soportar en vilo aquel desaire. La entrada imprevista del esposo de Berta Singerman le salvó el reportaje, pues fue él quien manejó la situación con un tacto exquisito y un buen sentido del humor cuando estaba a punto de convertirse en un incidente grave.

Elvira no escribió el diálogo que había previsto con las respuestas de la diva, sino que hizo el reportaje de sus dificultades con ella. Aprovechó la intervención providencial del esposo, y lo convirtió en el verdadero protagonista del encuentro. Berta Singerman hizo una de sus furias históricas cuando leyó la entrevista. Pero Sábado era ya el semanario más leído, y su circulación semanal aceleró su ascenso hasta cien mil ejemplares en una ciudad de seiscientos mil habitantes.

La sangre fría y el ingenio con que Elvira Mendoza aprovechó la necedad de Berta Singerman para revelar su personalidad verdadera, me puso a pensar por primera vez en las posibilidades del reportaje, no como medio estelar de información, sino mucho más: como género literario. No iban a pasar muchos años sin que lo comprobara en carne propia, hasta llegar a creer como creo hoy más que nunca que novela y reportaje son hijos de una misma madre.

Hasta entonces sólo me había arriesgado con la poesía: versos satíricos en la revista del colegio San José y prosas líricas o sonetos de amores imaginarios a la manera de Piedra y Cielo en el único número del periódico del Liceo Nacional. Poco antes, Cecilia González, mi cómplice de Zipaquirá, había convencido al poeta y ensayista Daniel Arango de que publicara una cancioncilla escrita por mí, con seudónimo y en tipografía de siete puntos, en el rincón más escondido del suplemento dominical de El Tiempo. La publicación no me impresionó ni me hizo sentir más poeta de lo que era. En cambio, con el reportaje de Elvira tomé conciencia del periodista que llevaba dormido en el corazón, y me hice al ánimo de despertarlo. Empecé a leer los periódicos de otro modo. Camilo Torres y Luis Villar Borda, que estuvieron de acuerdo conmigo, me reiteraron el ofrecimiento de don Juan Lozano en sus páginas de La Razón, pero sólo me atreví con un par de poemas técnicos que nunca tuve como míos. Me propusieron hablar con Plinio Apuleyo Mendoza para la revista Sábado, pero mi timidez tutelar me advirtió que me faltaba mucho para arriesgarme con las luces apagadas en un oficio nuevo. Sin embargo, mi descubrimiento tuvo una utilidad inmediata, pues por esos días estaba enredado con la mala conciencia de que todo lo que escribía, en prosa o en verso, e incluso las tareas del liceo, eran imitaciones descaradas de Piedra y Cielo, y me propuse un cambio de fondo a partir de mi cuento siguiente. La práctica terminó por convencerme de que los adverbios de modo terminados en mente son un vicio empobrecedor. Así que empecé a castigarlos donde me salían al paso, y cada vez me convencía más de que aquella obsesión me obligaba a encontrar formas más ricas y expresivas. Hace mucho tiempo que en mis libros no hay ninguno, salvo en alguna cita textual. No sé, por supuesto, si mis traductores han detectado y contraído también, por razones de su oficio, esa paranoia de estilo.

La amistad con Camilo Torres y Villar Borda rebasó muy pronto los límites de las aulas y la sala de redacción y andábamos más tiempo juntos en la calle que en la universidad. Ambos hervían a fuego lento en un inconformismo duro por la situación política y social del país. Embebido en los misterios de la literatura yo no intentaba siquiera comprender sus análisis circulares y sus premoniciones sombrías, pero las huellas de su amistad prevalecieron entre las más gratas y útiles de aquellos años.

En las clases de la universidad, en cambio, estaba encallado. Siempre lamenté mi falta de devoción por los méritos de los maestros de grandes nombres que soportaban nuestros hastíos. Entre ellos Alfonso López Michelsen, hijo del único presidente colombiano reelegido en el siglo XX, y creo que de allí venía la impresión generalizada de que también él estaba predestinado a ser presidente por nacimiento, como en efecto lo fue. Llegaba a su cátedra de introducción al derecho con una puntualidad irritante y unas espléndidas chaquetas de casimir hechas en Londres. Dictaba su clase sin mirar a nadie, con ese aire celestial de los miopes inteligentes que siempre parecen andar a través de los sueños ajenos. Sus clases me parecían monólogos de una sola cuerda como lo era para mí cualquier clase que no fuera de poesía, pero el tedio de su voz tenía la virtud hipnótica de un encantador de serpientes. Su vasta cultura literaria tenía desde entonces un sustento cierto, y sabía usarla por escrito y de viva voz, pero sólo empecé a apreciarla cuando volvimos a conocernos años después y a hacernos amigos ya lejos del sopor de la cátedra. Su prestigio de político empedernido se nutría de su encanto personal casi mágico y de una lucidez peligrosa para descubrir las segundas intenciones de la gente. Sobre todo de la que quería menos. Sin embargo, su virtud más distinguida de hombre público fue su poder asombroso para crear situaciones históricas con una sola frase.

Con el tiempo logramos una buena amistad, pero en la universidad no fui el más asiduo y aplicado, y mi timidez irredimible mantenía una distancia insalvable, en especial con la gente que admiraba. Por todo esto me sorprendió tanto que me llamara al examen final de primer año, a pesar de mis faltas de asistencia que me habían merecido una reputación de alumno invisible.

Apelé a mi viejo truco de desviar el tema con recursos retóricos. Me di cuenta de que el maestro era consciente de mi astucia, pero tal vez la apreciaba como un recreo literario. El único tropiezo fue que en la agonía del examen usé la palabra prescripción y él se apresuró a pedirme que la definiera para asegurarse de que yo sabía de qué estaba hablando.

– Prescribir es adquirir una propiedad por el transcurso del tiempo -le dije.

Él me preguntó de inmediato:

– ¿Adquirirla o perderla?

Era lo mismo, pero no le discutí por mi inseguridad congénita, y creo que fue una de sus célebres bromas de sobremesa, porque en la calificación no me cobró la duda. Años después le comenté el incidente y no lo recordaba, por supuesto, pero entonces ni él ni yo estábamos seguros siquiera de que el episodio fuera cierto.

Ambos encontramos en la literatura un buen remanso para olvidarnos de la política y los misterios de la prescripción, y en cambio descubríamos libros sorprendentes y escritores olvidados en conversaciones infinitas que a veces terminaron por desbaratar visitas y exasperar a nuestras esposas. Mi madre me había convencido de que éramos parientes, y así era. Sin embargo, mejor que cualquier vínculo extraviado nos identificaba nuestra pasión común por los cantos vallenatos.

Otro pariente casual, por parte de padre, era Carlos H. Pareja, profesor de economía política y dueño de la librería Grancolombia, favorita de los estudiantes por la buena costumbre de exhibir las novedades de grandes autores en mesas descubiertas y sin vigilancia. Hasta sus mismos alumnos invadíamos el local en los descuidos del atardecer y escamoteábamos los libros por artes digitales, de acuerdo con el código escolar de que robar libros es delito pero no pecado. No por virtud sino por miedo físico, mi papel en los asaltos se limitaba a proteger las espaldas de los más diestros, con la condición de que además de los libros para ellos se llevaran algunos indicados por mí. Una tarde, uno de mis cómplices acababa de robarse La ciudad sin Laura, de Francisco Luis Bernárdez, cuando sentí una garra feroz en mi hombro, y una voz de sargento:

– ¡Al fin, carajo!

Me volví aterrado, y me enfrenté al maestro Carlos H. Pareja, mientras tres de mis cómplices escapaban en estampida. Por fortuna, antes de que alcanzara a disculparme me di cuenta de que el maestro no me había sorprendido por ladrón, sino por no haberme visto en su clase durante más de un mes. Después de un regaño más bien convencional, me preguntó:

– ¿Es verdad que eres hijo de Gabriel Eligio?

Era verdad, pero le contesté que no, porque sabía que su padre y el mío eran en realidad parientes distanciados por un incidente personal que nunca entendí. Pero más tarde se enteró de la verdad y desde aquel día me distinguió en la librería y en las clases como sobrino suyo, y mantuvimos una relación más política que literaria, a pesar de que él había escrito y publicado varios libros de versos desiguales con el seudónimo de Simón Latino. La conciencia del parentesco, sin embargo, sólo le sirvió a él para que no me prestara más como pantalla para robarle libros.

Otro maestro excelente, Diego Montaña Cuéllar, era el reverso de López Michelsen, con quien parecía mantener una rivalidad secreta. López como un liberal travieso y Montaña Cuéllar como un radical de izquierda. Sostuve con éste una buena relación fuera de la cátedra, Y siempre me pareció que López Michelsen me veía como a un pichón de poeta, y en cambio Montaña Cuéllar me veía como un buen prospecto para su proselitismo revolucionario.

Mi simpatía con Montaña Cuéllar empezó por un tropiezo que él sufrió con tres jóvenes oficiales de la escuela militar que asistían a sus clases en uniforme de parada. Eran de una puntualidad cuartelaria, se sentaban juntos en las mismas sillas apartadas, tomaban notas implacables y obtenían calificaciones merecidas en exámenes rígidos. Diego Montaña Cuéllar les aconsejó en privado desde los primeros días que no fueran a las clases en uniformes de guerra. Ellos le contestaron con sus mejores modos que cumplían órdenes superiores, y no pasaron por alto ninguna oportunidad de hacérselo sentir. En todo caso, al margen de sus rarezas, para alumnos y maestros fue siempre claro que los tres oficiales eran estudiantes notables.

Llegaban con sus uniformes idénticos, impecables, siempre juntos y puntuales. Se sentaban aparte, y eran los alumnos más serios y metódicos, pero siempre me pareció que estaban en un mundo distinto del nuestro. Si uno les dirigía la palabra, eran atentos y amables, pero de un formalismo invencible: no decían más de lo que se les preguntaba. En tiempos de exámenes, los civiles nos dividíamos en grupos de cuatro para estudiar en los cafés, nos encontrábamos en los bailes de los sábados, en las pedreas estudiantiles, en las cantinas mansas y los burdeles lúgubres de la época, pero nunca nos encontramos ni por casualidad con nuestros condiscípulos militares.

Apenas si me crucé con ellos algún saludo durante el año largo en que coincidimos en la universidad. No había tiempo, además, porque llegaban en punto a las clases y se iban con la última palabra del maestro, sin alternar con nadie, salvo con otros militares jóvenes del segundo año, con los que se juntaban en los descansos. Nunca supe sus nombres ni volví a tener noticias de ellos. Hoy me doy cuenta de que las mayores reticencias no eran tan suyas como mías, que nunca pude superar la amargura con que mis abuelos evocaban sus guerras frustradas y las matanzas atroces de las bananeras.

Jorge Soto del Corral, el maestro de derecho constitucional, tenía fama de saber de memoria todas las constituciones del mundo, y en las clases nos mantenía deslumbrados con el resplandor de su inteligencia y su erudición jurídica, sólo entorpecida por su escaso sentido del humor. Creo que era uno de los maestros que hacían lo posible para que no afloraran en la cátedra sus diferencias políticas, pero se les notaban más de lo que ellos mismos creían. Hasta por los gestos de las manos y el énfasis de sus ideas, pues era en la universidad donde más se sentía el pulso profundo de un país que estaba al borde de una nueva guerra civil al cabo de cuarenta y tantos años de paz armada.

A pesar de mi ausentismo crónico y mi negligencia jurídica, aprobé las materias fáciles del primer año de derecho con recalentamientos de última hora, y las más difíciles con mi viejo truco de escamotear el tema con recursos de ingenio. La verdad es que no estaba a gusto dentro de mi pellejo y no sabía cómo seguir caminando a tientas en aquel callejón sin salida. El derecho lo entendía menos y me interesaba mucho menos que cualquiera de las materias del liceo, y ya me sentía bastante adulto como para tomar mis propias decisiones. Al final, después de dieciséis meses de supervivencia milagrosa, sólo me quedó un buen grupo de amigos para el resto de la vida.

Mi escaso interés en los estudios fue más escaso aún después de la nota de Ulises, sobre todo en la universidad, donde algunos de mis condiscípulos empezaron a darme el título de maestro y me presentaban como escritor. Esto coincidía con mi determinación de aprender a construir una estructura al mismo tiempo verosímil y fantástica, pero sin resquicios. Con modelos perfectos y esquivos, como Edipo rey, de Sófocles, cuyo protagonista investiga el asesinato de su padre y termina por descubrir que él mismo es el asesino; como «La pata de mono», de W. W. Jacob, que es el cuento perfecto, donde todo cuanto sucede es casual; como Bola de sebo, de Maupassant, y tantos otros pecadores grandes a quienes Dios tenga en su santo reino. En ésas andaba una noche de domingo en que por fin me sucedió algo que merecía contarse. Había pasado casi todo el día ventilando mis frustraciones de escritor con Gonzalo Mallarino en su casa de la avenida Chile, y cuando regresaba a la pensión en el último tranvía subió un fauno de carne y hueso en la estación de Chapinero. He dicho bien: un fauno. Noté que ninguno de los escasos pasajeros de medianoche se sorprendió de verlo, y eso me hizo pensar que era uno más de los disfrazados que los domingos vendían de todo en los parques de niños. Pero la realidad me convenció de que no podía dudar, porque su cornamenta y sus barbas eran tan montaraces como las de un chivo, hasta el punto que percibí al pasar el tufo de su pelambre. Antes de la calle 26, que era la del cementerio, descendió con unos modos de buen padre de familia y desapareció entre las arboledas del parque.

Después de la media noche, despertado por mis tumbos en la cama, Domingo Manuel Vega me preguntó qué me pasaba. «Es que un fauno se subió en el tranvía», le dije entre sueños. El me replicó bien despierto que si era una pesadilla debía ser por la mala digestión del domingo, pero si era el tema para mi próximo cuento le parecía fantástico. La mañana siguiente ya no supe si en realidad había visto un fauno en el tranvía o si había sido una alucinación dominical. Empecé por admitir que me había dormido por el cansancio del día y tuve un sueño tan nítido que no podía separarlo de la realidad. Pero lo esencial para mí no terminó por ser si el fauno era real, sino que lo había vivido como si lo fuera. Y por lo mismo -real o soñado- no era legítimo considerarlo como un embrujo de la imaginación sino como una experiencia maravillosa de mi vida.

Así que lo escribí al día siguiente de un tirón, lo puse debajo de la almohada y lo leí y releí varias noches antes de dormir y en las mañanas al despertar. Era una transcripción descarnada y literal del episodio del tranvía, tal como ocurrió, y en un estilo tan inocente como la noticia de un bautismo en una página social. Por fin, reclamado por nuevas dudas, decidí someterlo a la prueba infalible de la letra impresa, pero no en El Espectador sino en el suplemento literario de El Tiempo. Quizás fuera el modo de conocer un criterio distinto al de Eduardo Zalamea, sin comprometerlo a él en una aventura que no tenía por qué compartir. Lo mandé con un compañero de pensión junto con una carta para don Jaime Posada, el nuevo y muy joven director del «Suplemento Literario» de El Tiempo. Sin embargo, el cuento no fue publicado ni la carta contestada.

Los cuentos de esa época, en el orden en que fueron escritos y publicados en «Fin de Semana», desaparecieron de los archivos de El Espectador en el asalto e incendio de ese periódico por las turbas oficiales el 6 de setiembre de 1952. Yo mismo no tenía copia, ni las tenían mis amigos más acuciosos, de modo que pensé con un cierto alivio que habían sido incinerados por el olvido. Sin embargo, algunos suplementos literarios de provincia los habían reproducido en su momento sin autorización, y otros se publicaron en distintas revistas, hasta que fueron recogidos en un volumen por ediciones Alfil de Montevideo, en 1972, con el título de uno de ellos: Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles.

Faltaba uno que nunca ha sido incluido en libro tal vez por falta de una versión confiable: «Tubal Caín forja una estrella», publicado por El Espectador el 17 de enero de 1948. El nombre del protagonista, como no todo el mundo sabe, es el de un herrero bíblico que inventó la música. Fueron tres cuentos. Leídos en el orden en que fueron escritos y publicados me parecieron inconsecuentes y abstractos, y algunos disparatados, y ninguno se sustentaba en sentimientos reales. Nunca logré establecer el criterio con que los leyó un crítico tan severo como Eduardo Zalamea. Sin embargo, para mí tienen una importancia que no tienen para nadie más, y es que en cada uno de ellos hay algo que responde a la rápida evolución de mi vida en aquella época.

Muchas de las novelas que entonces leía y admiraba sólo me interesaban por sus enseñanzas técnicas. Es decir: por su carpintería secreta. Desde las abstracciones metafísicas de los tres primeros cuentos hasta los tres últimos de entonces, he encontrado pistas precisas y muy útiles de la formación primaria de un escritor. No me había pasado por la mente la idea de explorar otras formas. Pensaba que cuento y novela no sólo eran dos géneros literarios diferentes sino dos organismos de naturaleza diversa que sería funesto confundir. Hoy sigo creyéndolo como entonces, y convencido más que nunca de la supremacía del cuento sobre la novela.

Las publicaciones de El Espectador, al margen del éxito literario, me crearon otros problemas más terrestres y divertidos. Amigos despistados me paraban en la calle para pedirme préstamos de salvación, pues no podían creer que un escritor con tanto despliegue no recibiera sumas enormes por sus cuentos. Muy pocos me creyeron la verdad de que nunca me pagaron un centavo por su publicación, ni yo lo esperaba, porque no era de uso en la prensa del país. Más grave aún fue la desilusión de mi papá cuando se convenció de que yo no podría asumir mis propios gastos cuando estaban estudiando tres de los once hermanos que ya habían nacido. La familia me mandaba treinta pesos al mes. La sola pensión me costaba dieciocho sin derecho a huevos en el desayuno, y siempre me veía obligado a descompletarlos para gastos imprevistos. Por fortuna, no sé de dónde había contraído el hábito de hacer dibujos inconscientes en los márgenes de los periódicos, en las servilletas de los restaurantes, en las mesas de mármol de los cafés. Me atrevo a creer que aquellos dibujos eran descendientes directos de los que pintaba de niño en las paredes de la platería del abuelo, y que tal vez eran válvulas fáciles de desahogo. Un contertulio ocasional de El Molino, que tenía influencias en un ministerio para colocarse como dibujante sin tener la menor noción de dibujo, me propuso que le hiciera el trabajo y nos dividiéramos el sueldo. En el resto de mi vida nunca estuve tan cerca de la corrupción, pero no tan cerca para arrepentirme.

Mi interés por la música se incrementó también en esa época en que los cantos populares del Caribe -con los cuales había sido amamantado- se abrían paso en Bogotá. El programa de mayor audiencia era La hora costeña, animada por don Pascual Delvecchio, una especie de cónsul musical de la costa atlántica para la capital. Se había vuelto tan popular los domingos en la mañana, que los estudiantes caribes íbamos a bailar en las oficinas de la emisora hasta muy avanzada la tarde. Aquél fue el origen de la inmensa popularidad de nuestras músicas en el interior del país y más tarde hasta en sus últimos rincones, y una promoción social de los estudiantes costeños en Bogotá.

El único inconveniente era el fantasma del matrimonio a la fuerza. Pues no sé qué malos precedentes habían hecho prosperar en la costa la creencia de que las novias de Bogotá se hacían fáciles con los costeños y nos ponían trampas de cama para casarnos a la fuerza. Y no por amor, sino por la ilusión de vivir con una ventana frente al mar. Nunca tuve esa idea. Al contrario, los recuerdos más ingratos de mi vida son de los burdeles siniestros de los extramuros de Bogotá, donde íbamos a desaguar nuestras borracheras sombrías. En el más sórdido de ellos estuve a punto de dejar la poca vida que llevaba dentro cuando una mujer con la que acababa de estar apareció desnuda en el corredor gritando que le había robado doce pesos de una gaveta del tocador. Dos atarvanes de la casa me tumbaron a golpes y no les bastó con sacarme de los bolsillos los últimos dos pesos que me quedaban después de un amor de mala muerte, sino que me desnudaron hasta los zapatos y me exploraron a dedo en busca del dinero robado. De todos modos habían resuelto no matarme sino entregarme a la policía, cuando la mujer recordó que el día anterior había cambiado el escondite de su plata y lo encontró intacto.

Entre las amistades que me quedaron de la universidad, la de Camilo Torres no sólo fue de las menos olvidables, sino la más dramática de nuestra juventud. Un día no asistió a clases por primera vez. La razón se regó como pólvora. Arregló sus cosas y decidió fugarse de su casa para el seminario de Chiquinquirá, a ciento y tantos kilómetros de Bogotá. Su madre lo alcanzó en la estación del ferrocarril y lo encerró en su biblioteca. Allí lo visité, más pálido que de costumbre, con una ruana blanca y una serenidad que por primera vez me hizo pensar en un estado de gracia. Había decidido ingresar en el seminario por una vocación que disimulaba muy bien, pero que estaba resuelto a obedecer hasta el final.

– Ya lo más difícil pasó -me dijo.

Fue su modo de decirme que se había despedido de su novia, y que ella celebraba su decisión. Después de una tarde enriquecedora me hizo un regalo indescifrable: El origen de las especies, de Darwin. Me despedí de él con la rara certidumbre de que era para siempre.

Lo perdí de vista mientras estuvo en el seminario. Tuve noticias vagas de que se había ido a Lovaina para tres años de formación teológica, de que su entrega no había cambiado su espíritu estudiantil y sus maneras laicas, y de que las muchachas que suspiraban por él lo trataban como a un actor de cine desarmado por la sotana.

Diez años después, cuando regresó a Bogotá, había asumido en cuerpo y alma el carácter de su investidura pero conservaba sus mejores virtudes de adolescente. Yo era entonces escritor y periodista sin título, casado y con un hijo, Rodrigo, que había nacido el 24 de agosto de 1959 en la clínica Palermo de Bogotá. En familia decidimos que fuera Camilo quien lo bautizara. El padrino sería Plinio Apuleyo Mendoza, con quien mi esposa y yo habíamos contraído desde antes una amistad de compadres. La madrina fue Susana Linares, la esposa de Germán Vargas, que me había transmitido sus artes de buen periodista y mejor amigo. Camilo era más cercano de Plinio que nosotros, y desde mucho antes, pero no quería aceptarlo como padrino por sus afinidades de entonces con los comunistas, y quizás también por su espíritu burlón que bien podía estropear la solemnidad del sacramento. Susana se comprometió a hacerse cargo de la formación espiritual del niño, y Camilo no encontró o no quiso encontrar otros argumentos para cerrarle el paso al padrino.

El bautismo se llevó a cabo en la capilla de la clínica Palermo, en la penumbra helada de las seis de la tarde, sin nadie más que los padrinos y yo, y un campesino de ruana y alpargatas que se acercó como levitando para asistir a la ceremonia sin hacerse notar. Cuando Susana llegó con el recién nacido, el padrino incorregible soltó en broma la primera provocación:

– Vamos a hacer de este niño un gran guerrillero.

Camilo, preparando los bártulos del sacramento, contraatacó en el mismo tono: «Sí, pero un guerrillero de Dios». E inició la ceremonia con una decisión del más grueso calibre, inusual por completo en aquellos años:

– Voy a bautizarlo en español para que los incrédulos entiendan lo que significa este sacramento.

Su voz resonaba con un castellano altisonante que yo seguía a través del latín de mis tiernos años de monaguillo en Aracataca. En el momento de la ablución, sin mirar a nadie, Camilo inventó otra fórmula provocadora:

– Quienes crean que en este momento desciende el Espíritu Santo sobre esta criatura, que se arrodillen.

Los padrinos y yo permanecimos de pie y quizás un poco incómodos por la marrullería del cura amigo, mientras el niño berreaba bajo la ducha de agua yerta. El único que se arrodilló fue el campesino de alpargatas. El impacto de este episodio se me quedó como uno de los escarmientos severos de mi vida, porque siempre he creído que fue Camilo quien llevó al campesino con toda premeditación para castigarnos con una lección de humildad. O, al menos, de buena educación.

Volví a verlo pocas veces y siempre por alguna razón válida y apremiante, casi siempre en relación con sus obras de caridad en favor de los perseguidos políticos. Una mañana apareció en mi casa de recién casado con un ladrón de domicilios que había cumplido su condena, pero la policía no le daba tregua: le robaban todo lo que llevaba encima. En cierta ocasión le regalé un par de zapatos de explorador con un dibujo especial en la suela para mayor seguridad. Pocos días después, la criada de la casa reconoció las suelas en la foto de un delincuente callejero que encontraron muerto en una cuneta. Era nuestro ladrón amigo.

No pretendo que ese episodio tuviera algo que ver con el destino final de Camilo, pero meses después entró en el hospital militar para visitar a un amigo enfermo, y no volvió a saberse nada de él hasta que el gobierno anunció que había reaparecido como guerrillero raso en el Ejército de Liberación Nacional. Murió el 5 de febrero de 1966, a sus treinta y siete años, en un combate abierto con una patrulla militar.

El ingreso de Camilo al seminario había coincidido con mi decisión íntima de no seguir perdiendo el tiempo en la facultad de derecho, pero tampoco tuve ánimos para enfrentarme de una vez por todas a mis padres. Por mi hermano Luis Enrique que había llegado a Bogotá con un buen empleo en febrero de 1948- supe que ellos estaban tan satisfechos con los resultados de mi bachillerato y mi primer año de derecho, que me mandaron de sorpresa la máquina de escribir más liviana y moderna que existía en el mercado. La primera que tuve en esta vida, y también la más infortunada, porque el mismo día la empeñamos por doce pesos para seguir la fiesta de bienvenida con mi hermano y los compañeros de pensión. Al día siguiente, locos de dolor de cabeza, fuimos a la casa de empeño a comprobar que la máquina estaba allí todavía con sus sellos intactos, y asegurarnos de que seguía en buenas condiciones hasta que nos cayera del cielo el dinero para rescatarla. Tuvimos una buena oportunidad con lo que me pagó mi socio el dibujante falso, pero a última hora decidimos dejar el rescate para después. Cada vez que pasábamos por la casa de empeño mi hermano y yo, juntos o separados, comprobábamos desde la calle que la máquina seguía en su lugar, envuelta como una joya en papel celofán y con un lazo de organdí, entre hileras de aparatos domésticos bien protegidos. Al cabo de un mes, los cálculos alegres que habíamos hecho en la euforia de la borrachera seguían sin cumplirse, pero la máquina estaba intacta en su sitio, y allí podía seguir mientras pagáramos a tiempo los intereses trimestrales.

Creo que entonces no éramos todavía conscientes de las terribles tensiones políticas que empezaban a perturbar el país. A pesar del prestigio de conservador moderado con que llegó Ospina Pérez al poder, la mayoría de su partido sabía que la victoria sólo había sido posible por la división de los liberales. Éstos, aturdidos por el golpe, le reprochaban a Alberto Lleras la imparcialidad suicida que hizo posible la derrota. El doctor Gabriel Turbay, más abrumado por su genio depresivo que por los votos adversos, se fue a Europa sin rumbo ni sentido, con el pretexto de una alta especialización en cardiología, y murió solo y vencido por el asma de la derrota al cabo de año y medio entre las flores de papel y los gobelinos marchitos del hotel Place Athénée de París. Jorge Eliécer Gaitán, en cambio, no interrumpió ni un día su campaña electoral para el periodo siguiente, sino que la radicalizó a fondo con un programa de restauración moral de la República que rebasó la división histórica del país entre liberales y conservadores, y la profundizó con un corte horizontal y más realista entre explotadores y explotados: el país político y el país nacional. Con su grito histórico -«¡A la carga!»- y su energía sobrenatural, esparció la semilla de la resistencia aun en los últimos rincones con una gigantesca campaña de agitación que fue ganando terreno en menos de un año, hasta llegar a las vísperas de una auténtica revolución social.

Sólo así tomamos conciencia de que el país empezaba a desbarrancarse en el precipicio de la misma guerra civil que nos quedó desde la independencia de España, y alcanzaba ya a los bisnietos de los protagonistas originales. El Partido Conservador, que había recuperado la presidencia por la división liberal después de cuatro periodos consecutivos, estaba decidido por cualquier medio a no perderla de nuevo. Para lograrlo, el gobierno de Ospina Pérez adelantaba una política de tierra arrasada que ensangrentó el país hasta la vida cotidiana dentro de los hogares.

Con mi inconsciencia política y desde mis nubes literarias no había vislumbrado siquiera aquella realidad evidente hasta una noche en que regresaba a la pensión y me encontré con el fantasma de mi conciencia. La ciudad desierta, azotada por el viento glacial que soplaba por las troneras de los cerros, estaba copada por la voz metálica y el deliberado énfasis arrabalero de Jorge Eliécer Gaitán en su discurso de rigor de cada viernes en el teatro Municipal. La capacidad del recinto no era para más de mil personas enlatadas, pero el discurso se propagaba en ondas concéntricas, primero por los altavoces en las calles adyacentes y después por las radios a todo volumen que resonaban como latigazos en el ámbito de la ciudad atónita, y desbordaban por tres y hasta por cuatro horas la audiencia nacional.

Aquella noche tuve la impresión de ser el único en las calles, salvo en la esquina crucial del periódico El Tiempo, protegida como todos los viernes por un pelotón de policías armados como para la guerra. Fue una revelación para mí, que me había permitido la arrogancia de no creer en Gaitán, y aquella noche comprendí de golpe que había rebasado el país español y estaba inventando una lengua franca para todos, no tanto por lo que decían las palabras como por la conmoción y las astucias de la voz. Él mismo, en sus discursos épicos, aconsejaba a sus oyentes en un malicioso tono paternal que regresaran en paz a sus casas, y ellos lo traducían al derecho como la orden cifrada de expresar su repudio contra todo lo que representaban las desigualdades sociales y el poder de un gobierno brutal. Hasta los mismos policías que debían guardar el orden quedaban motivados por una advertencia que interpretaban al revés.

El tema del discurso de aquella noche era un recuento descarnado de los estragos por la violencia oficial en su política de tierra arrasada para destruir la oposición liberal, con un número todavía incalculable de muertos por la fuerza pública en las áreas rurales, y poblaciones enteras de refugiados sin techo ni pan en las ciudades. Al cabo de una enumeración pavorosa de asesinatos y atropellos, Gaitán empezó a subir la voz, a regodearse palabra por palabra, frase por frase, en un prodigio de retórica efectista y certera. La tensión del público aumentaba al compás de su voz, hasta una explosión final que estalló en el ámbito de la ciudad y retumbó por la radio en los rincones más remotos del país.

La muchedumbre enardecida se echó a la calle en una batalla campal incruenta, ante la tolerancia secreta de la policía. Creo que fue aquella noche cuando entendí por fin las frustraciones del abuelo y los lúcidos análisis de Camilo Torres Restrepo. Me sorprendía que en la Universidad Nacional los estudiantes siguieran siendo liberales y godos, con nudos comunistas, pero la brecha que Gaitán estaba excavando en el país no se sentía pasar por allí. Llegué a la pensión aturdido por la conmoción de la noche y encontré a mi compañero de cuarto leyendo a Ortega y Gasset en la paz de su cama.

– Vengo nuevo, doctor Vega -le dije-. Ahora sé cómo y por qué empezaban las guerras del coronel Nicolás Márquez.

Pocos días después -el 7 de febrero de 1948- hizo Gaitán el primer acto político al que asistí en mi vida: un desfile de duelo por las incontables víctimas de la violencia oficial en el país, con más de sesenta mil mujeres y hombres de luto cerrado, con las banderas rojas del partido y las banderas negras del duelo liberal. Su consigna era una sola: el silencio absoluto. Y se cumplió con un dramatismo inconcebible, hasta en los balcones de residencias y oficinas que nos habían visto pasar en las once cuadras atiborradas de la avenida principal. Una señora murmuraba a mi lado una oración entre dientes. Un hombre junto a ella la miró sorprendido:

– ¡Señora, por favor!

Ella emitió un gemido de perdón y se sumergió en el piélago de fantasmas. Sin embargo, lo que me arrastró al borde de las lágrimas fue la cautela de los pasos y la respiración de la muchedumbre en el silencio sobrenatural. Yo había acudido sin ninguna convicción política, atraído por la curiosidad del silencio, y de pronto me sorprendió el nudo del llanto en la garganta. El discurso de Gaitán en la plaza de Bolívar, desde el balcón de la contraloría municipal, fue una oración fúnebre de una carga emocional sobrecogedora. Contra los pronósticos siniestros de su propio partido, culminó con la condición más azarosa de la consigna: no hubo un solo aplauso.

Así fue la «marcha del silencio», la más emocionante de cuantas se han hecho en Colombia. La impresión que quedó de aquella tarde histórica, entre partidarios y enemigos, fue que la elección de Gaitán era imparable. También los conservadores lo sabían, por el grado de contaminación que había logrado la violencia en todo el país, por la ferocidad de la policía del régimen contra el liberalismo desarmado y por la política de tierra arrasada. La expresión más tenebrosa del estado de ánimo del país la vivieron aquel fin de semana los asistentes a la corrida de toros en la plaza de Bogotá, donde las graderías se lanzaron al ruedo indignadas por la mansedumbre del toro y la impotencia del torero para acabar de matarlo. La muchedumbre enardecida descuartizó vivo al toro. Numerosos periodistas y escritores que vivieron aquel horror o lo conocieron de oídas, lo interpretaron como el síntoma más aterrador de la rabia brutal que estaba padeciendo el país.

En aquel clima de alta tensión se inauguró en Bogotá la Novena Conferencia Panamericana, el 30 de marzo a las cuatro y media de la tarde. La ciudad había sido remozada a un costo descomunal, con la estética pomposa del canciller Laureano Gómez, que en virtud de su cargo era el presidente de la conferencia. Asistían los cancilleres de todos los países de América Latina y personalidades del momento. Los políticos colombianos más eminentes fueron invitados de honor, con la única y significativa excepción de Jorge Eliécer Gaitán, eliminado sin duda por el veto muy significativo de Laureano Gómez, y tal vez por el de algunos dirigentes liberales que lo detestaban por sus ataques a la oligarquía común de ambos partidos. La estrella polar de la conferencia era el general George Marshall, delegado de los Estados Unidos y héroe mayor de la reciente guerra mundial, y con el resplandor deslumbrante de un artista de cine por dirigir la reconstrucción de una Europa aniquilada por la contienda.

Sin embargo, el viernes 9 de abril Jorge Eliécer Gaitán era el hombre del día en las noticias, por lograr la absolución del teniente Jesús María Cortés Poveda, acusado de dar muerte al periodista Eudoro Galarza Ossa. Había llegado muy eufórico a su oficina de abogado, en el cruce populoso de la carrera Séptima con la avenida Jiménez de Quesada, poco antes de las ocho de la mañana, a pesar de que había estado en el juicio hasta la madrugada. Tenía varias citas para las horas siguientes, pero aceptó de inmediato cuando Plinio Mendoza Neira lo invitó a almorzar, poco antes de la una, con seis amigos personales y políticos que habían ido a su oficina para felicitarlo por la victoria judicial que los periódicos no habían alcanzado a publicar. Entre ellos, su médico personal, Pedro Eliseo Cruz, que además era miembro de su corte política.

En ese ámbito intenso me senté a almorzar en el comedor de la pensión donde vivía, a menos de tres cuadras. No me habían servido la sopa cuando Wilfrido Mathieu se me plantó espantado frente a la mesa.

– Se jodió este país -me dijo-. Acaban de matar a Gaitán frente a El Gato Negro.

Mathieu era un estudiante ejemplar de medicina y cirugía, nativo de Sucre como otros inquilinos de la pensión, que padecía de presagios siniestros. Apenas una semana antes nos había anunciado que el más inminente y temible, por sus consecuencias arrasadoras, podría ser el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. Sin embargo, esto ya no impresionaba a nadie, porque no hacían falta presagios para suponerlo.

Apenas si tuve alientos para atravesar volando la avenida Jiménez de Quesada y llegar sin aire frente al café El Gato Negro, casi en la esquina con la carrera Séptima. Acababan de llevarse al herido a la Clínica Central, a unas cuatro cuadras de allí, todavía con vida pero sin esperanzas. Un grupo de hombres empapaban sus pañuelos en el charco de sangre caliente para guardarlos como reliquias históricas. Una mujer de pañolón negro y alpargatas, de las muchas que vendían baratijas en aquel lugar, gruñó con el pañuelo ensangrentado:

– Hijos de puta, me lo mataron.

Las cuadrillas de limpiabotas armados con sus cajas de madera trataban de derribar a golpes las cortinas metálicas de la farmacia Nueva Granada, donde los escasos policías de guardia habían encerrado al agresor para protegerlo de las turbas enardecidas. Un hombre alto y muy duñde sí, con un traje gris impecable como para una boda, las incitaba con gritos bien calculados. Y tan efectivos, además, que el propietario de la farmacia subió las cortinas de acero por el temor de que la incendiaran. El agresor, aferrado a un agente de la policía, sucumbió al pánico ante los grupos enardecidos que se precipitaron contra él.

– Agente -suplicó casi sin voz-, no deje que me maten.

Nunca podré olvidarlo. Tenía el cabello revuelto, una barba de dos días y una lividez de muerto con los ojos sobresaltados por el terror. Llevaba un vestido de paño marrón muy usado con rayas verticales y las solapas rotas por los primeros tirones de las turbas. Fue una aparición instantánea y eterna, porque los limpiabotas se lo arrebataron a los guardias a golpes de cajón y lo remataron a patadas. En el primer revolcón había perdido un zapato.

– ¡A palacio! -ordenó a gritos el hombre de gris que nunca fue identificado-. ¡A palacio!

Los más exaltados obedecieron. Agarraron por los tobillos el cuerpo ensangrentado y lo arrastraron por la carrera Séptima hacia la plaza de Bolívar, entre los últimos tranvías eléctricos atascados por la noticia, vociferando denuestos de guerra contra el gobierno. Desde las aceras y los balcones los atizaban con gritos y aplausos, y el cadáver desfigurado a golpes iba dejando jirones de ropa y de cuerpo en el empedrado de la calle. Muchos se incorporaban a la marcha, que en menos de seis cuadras había alcanzado el tamaño y la fuerza expansiva de un estallido de guerra. Al cuerpo macerado sólo le quedaban el calzoncillo y un zapato.

La plaza de Bolívar, acabada de remodelar, no tenía la majestad de otros viernes históricos, con los árboles desangelados y las estatuas rudimentarias de la nueva estética oficial. En el Capitolio Nacional, donde se había instalado diez días antes la Conferencia Panamericana, los delegados se habían ido a almorzar. Así que la turba siguió de largo hasta el Palacio Presidencial, también desguarnecido. Allí dejaron lo que quedaba del cadáver sin más ropas que las piltrafas del calzoncillo, el zapato izquierdo y dos corbatas inexplicables anudadas en la garganta. Minutos más tarde llegaron a almorzar el presidente de la República Mariano Ospina Pérez y su esposa, después de inaugurar una exposición pecuaria en la población de Engativá. Hasta ese momento ignoraban la noticia del asesinato porque llevaban apagado el radio del automóvil presidencial.

Permanecí en el lugar del crimen unos diez minutos más, sorprendido por la rapidez con que las versiones de los testigos iban cambiando de forma y de fondo hasta perder cualquier parecido con la realidad. Estábamos en el cruce de la avenida Jiménez y carrera Séptima, a la hora de mayor concurrencia y a cincuenta pasos de El Tiempo. Sabíamos entonces que quienes acompañaban a Gaitán cuando salió de su oficina eran Pedro Elíseo Cruz, Alejandro Vallejo, Jorge Padilla y Plinio Mendoza Neira, ministro de Guerra en el primer gobierno de Alfonso López Pumarejo. Este los había invitado a almorzar. Gaitán había salido del edificio donde tenía su oficina, sin escoltas de ninguna clase, y en medio de un grupo compacto de amigos. Tan pronto como llegaron al andén, Mendoza lo tomó del brazo, lo llevó un paso adelante de los otros, y le dijo:

– Lo que quería decirte es una pendejada.

No pudo decir más. Gaitán se cubrió la cara con el brazo y Mendoza oyó el primer disparo antes de ver frente a ellos al hombre que apuntó con el revólver y disparó tres veces a la cabeza del líder con la frialdad de un profesional. Un instante después se hablaba ya de un cuarto disparo sin dirección, y tal vez de un quinto.

Plinio Apuleyo Mendoza, que había llegado con su papá y sus hermanas, Elvira y Rosa Inés, alcanzó a ver a Gaitán tirado bocarriba en el andén un minuto antes de que se lo llevaran a la clínica. «No parecía muerto -me contó años después-. Era como una estatua imponente tendida bocarriba en el andén, junto a una mancha de sangre escasa y con una gran tristeza en los ojos abiertos y fijos.» En la confusión del instante sus hermanas alcanzaron a pensar que también su padre había muerto, y estaban tan aturdidas que Plinio Apuleyo las subió en el primer tranvía que pasó para alejarlas del lugar. Pero el conductor se dio cuenta cabal de lo que había pasado, y tiró la gorra en el piso y abandonó el tranvía en plena calle para sumarse a los primeros gritos de la rebelión. Minutos después fue el primer tranvía volcado por las turbas enloquecidas.

Las discrepancias eran insalvables sobre el número y el papel de los protagonistas, pues algún testigo aseguraba que habían sido tres que se turnaron para disparar, y otro decía que el verdadero se había escabullido entre la muchedumbre revuelta y había tomado sin prisa un tranvía en marcha. Tampoco lo que Mendoza Neira quería pedirle a Gaitán cuando lo tomó del brazo era nada de lo mucho con que se ha especulado desde entonces, sino que le autorizara la creación de un instituto para formar líderes sindicales. O, como se había burlado su suegro unos días antes: «Una escuela para enseñarle filosofía al chofer». No alcanzó a decirlo cuando estalló frente a ellos el primer balazo.

Cincuenta años después, mi memoria sigue fija en la imagen del hombre que parecía instigar al gentío frente a la farmacia, y no lo he encontrado en ninguno de los incontables testimonios que he leído sobre aquel día. Lo había visto muy de cerca, con un vestido de gran clase, una piel de alabastro y un control milimétrico de sus actos. Tanto me llamó la atención que seguí pendiente de él hasta que lo recogieron en un automóvil demasiado nuevo tan pronto como se llevaron el cadáver del asesino, y desde entonces pareció borrado de la memoria histórica. Incluso de la mía, hasta muchos años después, en mis tiempos de periodista, cuando me asaltó la ocurrencia de que aquel hombre había logrado que mataran a un falso asesino para proteger la identidad del verdadero.

En aquel tumulto incontrolable estaba el líder estudiantil cubano Fidel Castro, de veinte años, delegado de la Universidad de La Habana a un congreso estudiantil convocado como una réplica democrática a la Conferencia Panamericana. Había llegado unos seis días antes, en compañía de Alfredo Guevara, Enrique Ovares y Rafael del Pino -universitarios cubanos como él-, y una de sus primeras gestiones fue solicitar una cita con Jorge Eliécer Gaitán, a quien admiraba. A los dos días, Castro se entrevistó con Gaitán, y éste lo citó para el viernes siguiente. Gaitán en persona anotó la cita en la agenda de su escritorio, en la hoja correspondiente al 9 de abril: «Fidel Castro, 2 pm».

Según él mismo ha contado en distintos medios y ocasiones, y en los interminables recuentos que hemos hecho juntos a lo largo de una vieja amistad, Fidel había tenido la primera noticia del crimen cuando rondaba por las cercanías para estar a tiempo en la cita de las dos. De pronto lo sorprendieron las primeras hordas que corrían desaforadas, y el grito general:

– ¡Mataron a Gaitán!

Fidel Castro no cayó en la cuenta, hasta más tarde, de que la cita no habría podido cumplirse de ningún modo antes de las cuatro o cinco, por la imprevista invitación a almorzar que Mendoza Neira le hizo a Gaitán.

No cabía nadie más en el lugar del crimen. El tráfico estaba interrumpido y los tranvías volcados, de modo que me dirigí a la pensión a terminar el almuerzo, cuando mi maestro Carlos H. Pareja me cerró el paso en la puerta de su oficina y me preguntó para dónde iba.

– Voy a almorzar -le dije.

– No jodas -dijo él, con su impenitente labia caribe-. ¿Cómo se te ocurre almorzar cuando acaban de matar a Gaitán?

Sin darme tiempo para más, me ordenó que me fuera a la universidad y me pusiera al frente de la protesta estudiantil. Lo raro fue que le hice caso contra mi modo de ser. Seguí por la carrera Séptima hacia el norte, en sentido contrario al de la turbamulta que se precipitaba hacia la esquina del crimen entre curiosa, dolorida y colérica. Los autobuses de la Universidad Nacional, manejados por estudiantes enardecidos, encabezaban la marcha. En el parque Santander, a cien metros de la esquina del crimen, los empleados cerraban a toda prisa los portones del hotel Granada -el más lujoso de la ciudad-, donde se alojaban en esos días algunos cancilleres e invitados de nota a la Conferencia Panamericana.

Un nuevo tropel de pobres en franca actitud de combate surgía de todas las esquinas. Muchos iban armados de machetes acabados de robar en los primeros asaltos a las tiendas, y parecían ansiosos por usarlos. Yo no tenía una perspectiva clara de las consecuencias posibles del atentado, y seguía más pendiente del almuerzo que de la protesta, así que volví sobre mis pasos hasta la pensión. Subí a grandes trancos las escaleras, convencido de que mis amigos politizados estaban en pie de guerra. Pero no: el comedor seguía desierto, y mi hermano y José Palencia -que vivían en el cuarto vecino- cantaban con otros amigos en el dormitorio.

– ¡Mataron a Gaitán! -grité.

Hicieron señas de que ya lo sabían, pero el ánimo de todos era más vacacional que funerario, y no interrumpieron la canción. Luego nos sentamos a almorzar en el comedor desierto, convencidos de que aquello no pasaría de allí, hasta que alguien subió el volumen de la radio para que los indiferentes escucháramos. Carlos H. Pareja, haciendo honor a la incitación que me había hecho una hora antes, anunció la constitución de la Junta Revolucionaria de Gobierno integrada por los más notables liberales de izquierda, entre ellos el más conocido escritor y político, Jorge Zalamea. Su primer acuerdo fue la constitución del comité ejecutivo, el comando de la Policía Nacional y todos los órganos para un Estado revolucionario. Luego hablaron los otros miembros de la junta con consignas cada vez más desorbitadas.

En la solemnidad del acto, lo primero que se me ocurrió fue qué iba a pensar mi padre cuando supiera que su primo, el godo duro, era el líder mayor de una revolución de extrema izquierda. La dueña de la pensión, ante el tamaño de los nombres vinculados a las universidades, se sorprendió de que no se comportaran como profesores sino como estudiantes malcriados. Bastaba pasar dos números del cuadrante para encontrarse con un país distinto. En la Radio Nacional, los liberales oficialistas llamaban a la calma, en otras clamaban contra los comunistas fieles a Moscú, mientras los dirigentes más altos del liberalismo oficial desafiaban los riesgos de las calles en guerra, tratando de llegar al Palacio Presidencial para negociar un compromiso de unidad con el gobierno conservador.

Seguimos aturdidos por aquella confusión demente hasta que un hijo de la dueña gritó de pronto que la casa estaba quemándose. En efecto, se había abierto una grieta en el muro de calicanto del fondo, y un humo negro y espeso empezaba a enrarecer el aire de los dormitorios. Provenía sin duda de la Gobernación Departamental, contigua a la pensión, que había sido incendiada por los manifestantes, pero el muro parecía bastante fuerte para resistir. Así que bajamos la escalera a zancadas y nos encontramos en una ciudad en guerra. Los asaltantes desaforados tiraban por las ventanas de la Gobernación cuanto encontraban en las oficinas. El humo de los incendios había nublado el aire, y el cielo encapotado era un manto siniestro. Hordas enloquecidas, armadas de machetes y toda clase de herramientas robadas en las ferreterías, asaltaban y prendían fuego al comercio de la carrera Séptima y las calles adyacentes con ayuda de policías amotinados. Una visión instantánea nos bastó para darnos cuenta de que la situación era incontrolable. Mi hermano se anticipó a mi pensamiento con un grito:

– ¡Mierda, la máquina de escribir!

Corrimos hacia la casa de empeño que todavía estaba intacta, con las rejas de hierro bien cerradas, pero la máquina no estaba donde había estado siempre. No nos preocupamos, pensando que en los días siguientes podríamos recuperarla, sin darnos cuenta todavía de que aquel desastre colosal no tendría días siguientes.

La guarnición militar de Bogotá se limitó a proteger los centros oficiales y los bancos, y el orden público quedó a cargo de nadie. Muchos altos mandos de la policía se atrincheraron en la Quinta División desde las primeras horas, y numerosos agentes callejeros los siguieron con cargamentos de armas recogidas en las calles. Varios de ellos, con el brazal rojo de los alzados, hicieron una descarga de fusil tan cerca de nosotros que me retumbo dentro del pecho. Desde entonces tengo la convicción de que un fusil puede matar con el solo estampido.

Al regreso de la casa de empeño vimos devastar en minutos el comercio de la carrera Octava, que era el más rico de la ciudad. Las joyas exquisitas, los paños ingleses y los sombreros de Bond Street que los estudiantes costeños admirábamos en las vitrinas inalcanzables, estaban entonces a la mano de todos, ante los soldados impasibles que custodiaban los bancos extranjeros. El muy recafé San Marino, donde nunca pudimos entrar, estaba abierto y desmantelado, por una vez sin los meseros de esmoquin que se anticipaban a impedir la entrada de estudiantes caribes.

Algunos de los que salían cargados de ropa fina y grandes rollos de paño en el hombro los dejaban tirados en medio de la calle. Recogí uno, sin pensar que pesaba tanto, y tuve que abandonarlo con el dolor de mi alma. Por todas partes tropezábamos con aparatos domésticos tirados en las calles, y no era fácil caminar por entre las botellas de whisky de grandes marcas y toda clase de bebidas exóticas que las turbas degollaban a machetazos. Mi hermano Luis Enrique y José Falencia encontraron saldos del saqueo en un almacén de buena ropa, entre ellos un vestido azul celeste de muy buen paño y con la talla exacta de mi padre, que lo usó durante años en ocasiones solemnes. Mi único trofeo providencial fue la carpeta de piel de ternera del salón de té más caro de la ciudad, que me sirvió para llevar mis originales bajo el brazo en las muchas noches de los años siguientes en que no tuve dónde dormir.

Iba con un grupo que se abría paso por la carrera Octava rumbo al Capitolio, cuando una descarga de metralla barrió a los primeros que se asomaron en la plaza de Bolívar. Los muertos y heridos instantáneos apelotonados en mitad de la calle nos frenaron en seco, un moribundo bañado en sangre que salió a rastras del promontorio me agarró por la bota del pantalón y gritó usúplica desgarradora:

«Joven, por el amor de Dios, ¡no me deje morir!

Huí despavorido. Desde entonces aprendí a olvidar otros horrores, míos y ajenos, pero nunca olvidé el desamparo de aquellos ojos en el fulgor de los incendios. Sin embargo, todavía me sorprende no haber pensado ni un instante que mi hermano y yo fuéramos a morir en aquel infierno sin cuartel.

Desde las tres de la tarde había empezado a llover en ráfagas, pero después de las cinco se desgajó un diluvio bíblico que apagó muchos incendios menores y disminuyó los ímpetus de la rebelión. La escasa guarnición de Bogotá, incapaz de enfrentarla, desarticuló la furia callejera. No fue reforzada hasta después de la medianoche por las tropas de urgencia de los departamentos vecinos, sobre todo de Boyacá, que tenía el mal prestigio de ser la escuela de la violencia oficial. Hasta entonces la radio incitaba pero no informaba, de modo que toda noticia carecía de origen, y la verdad era imposible. Las tropas de refresco recuperaron en la madrugada el centro comercial devastado por las hordas y sin más luz que la de los incendios, pero la resistencia politizada continuó todavía por varios días con francotiradores apostados en torres y azoteas. A esa hora, los muertos en las calles eran ya incontables.

Cuando volvimos a la pensión la mayor parte del centro estaba en llamas, con tranvías volcados y escombros de automóviles que servían de barricadas casuales. Metimos en una maleta las pocas cosas que valía la pena, y sólo después me di cuenta de que se me quedaron borradores de dos o tres cuentos impublicables, el diccionario del abuelo, que nunca recuperé, y el libro de Diógenes Laercio que recibí como premio de primer bachiller.

Lo único que se nos ocurrió fue pedir asilo con mi hermano en casa del tío Juanito, a sólo cuatro cuadras de la pensión. Era un apartamento de segundo piso, con una sala, comedor y dos alcobas, donde el tío vivía con su esposa y sus hijos Eduardo, Margarita y Nicolás, el mayor, que había estado un tiempo conmigo en la pensión. Apenas cabíamos, pero los Márquez Caballero tuvieron el buen corazón de improvisar espacios donde no los había, incluso en el comedor, y no sólo para nosotros sino para otros amigos nuestros y compañeros de pensión: José Falencia, Domingo Manuel Vega, Carmelo Martínez -todos ellos de Sucre- y otros que apenas conocíamos.

Poco antes de la medianoche, cuando dejó de llover, subimos a la azotea para ver el paisaje infernal de la ciudad iluminada por los rescoldos de los incendios. Al fondo, los cerros de Monserrate y la Guadalupe eran dos inmensos bultos de sombras contra el cielo nublado por el humo, pero lo único que yo seguía viendo en la bruma desolada era la cara enorme del moribundo que se arrastró hacia mí para suplicarme una ayuda imposible. La cacería callejera había amainado, y en el silencio tremendo sólo se oían los tiros dispersos de incontables francotiradores apostados por todo el centro, y el estruendo de las tropas que poco a poco iban exterminando todo rastro de resistencia armada o desarmada para dominar la ciudad. Impresionado por el paisaje de la muerte, el tío Juanito expresó en un solo suspiro el sentimiento de todos:

– ¡Dios mío, esto parece un sueño!

De regreso a la sala en penumbras me derrumbé en el sofá. Los boletines oficiales de las emisoras ocupadas por el gobierno pintaban un panorama de tranquilidad paulatina. Ya no había discursos, pero no se podía distinguir con precisión entre las emisoras oficiales y las que seguían en poder de la rebelión, y aun a estas mismas era imposible distinguirlas de la avalancha incontenible del correo de las brujas. Se dijo que todas las embajadas estaban desbordadas por los refugiados, y que el general Marshall permanecía en la de los Estados Unidos protegido por una guardia de honor de la escuela militar. También Laureano Gómez se había refugiado allí desde las primeras horas, y había sostenido conversaciones telefónicas con su presidente, tratando de impedir que éste negociara con los liberales en una situación que él consideraba manejada por los comunistas. El ex presidente Alberto Lleras, entonces secretario general de la Unión Panamericana, había salvado la vida por milagro al ser reconocido en su automóvil sin blindaje cuando abandonaba el Capitolio y trataron de cobrarle la entrega legal del poder a los conservadores. La mayoría de los delegados de la Conferencia Panamericana estaba a salvo a la medianoche.

Entre tantas noticias encontradas se anunció que Guillermo León Valencia, el hijo del poeta homónimo, había sido lapidado y el cadáver colgado en la plaza de Bolívar. Pero la idea de que el gobierno controlaba la situación había empezado a perfilarse tan pronto como el ejército recuperó las emisoras de radio que estaban en poder de los rebeldes. En vez de las proclamas de guerra, las noticias pretendían entonces tranquilizar al país con el consuelo de que el gobierno era dueño de la situación, mientras la alta jerarquía liberal negociaba con el presidente de la República por la mitad del poder.

En realidad, los únicos que parecían actuar con sentido político eran los comunistas, minoritarios y exaltados, a quienes en medio del desorden de las calles se les veía dirigir a la muchedumbre -como agentes de tránsito- hacia los centros de poder. El liberalismo, en cambio, demostró estar dividido en las dos mitades denunciadas por Gaitán en su campaña: los dirigentes que trataban de negociar una cuota de poder en el Palacio

Presidencial, y sus electores que resistieron como podían y hasta donde pudieron en torres y azoteas.

La primera duda que surgió en relación con la muerte de Gaitán fue sobre la identidad de su asesino. Todavía hoy no existe una convicción unánime de que fuera Juan Roa Sierra, el pistolero solitario que disparó contra él entre la muchedumbre de la carrera Séptima. Lo que no es fácil entender es que hubiera actuado por sí solo si no parecía tener una cultura autónoma para decidir por su cuenta aquella muerte devastadora, en aquel día, en aquella hora, en aquel lugar y de la misma manera. Encarnación Sierra, viuda de Roa, su madre, de cincuenta y dos años, se había enterado por radio del asesinato de Gaitán, su héroe político, y estaba tiñendo de negro su traje mejor para guardarle luto. No había terminado cuando oyó que el asesino era Juan Roa Sierra, el número trece de sus catorce hijos. Ninguno había pasado de la escuela primaria, y cuatro de ellos dos niños y dos niñas- habían muerto.

Ella declaró que desde hacía unos ocho meses se habían notado cambios raros en el comportamiento de Juan. Hablaba solo y reía sin causas, y en algún momento confesó a la familia que creía ser la encarnación del general Francisco de Paula Santander, héroe de nuestra independencia, pero pensaron que sería un mal chiste de borracho. Nunca se supo que su hijo le hiciera mal a nadie, y había logrado que gente de cierto peso le diera cartas de recomendación para conseguir empleos. Una de ellas la llevaba en la cartera cuando mató a Gaitán. Seis meses antes le había escrito una de su puño y letra al presidente Ospina Pérez, en la cual le solicitaba una entrevista para pedirle un empleo.

La madre declaró a los investigadores que el hijo le había planteado su problema también a Gaitán en persona, pero que éste no le había dado ninguna esperanza.

No se sabía que hubiera disparado un arma en su vida, pero la manera en que manejó la del crimen estaba muy lejos de ser la de un novato. El revólver era un.38 largo, tan maltratado que fue admirable que no le fallara un tiro.

Algunos empleados del edificio creían haberlo visto en el piso de las oficinas de Gaitán en vísperas del asesinato. El portero afirmó sin duda alguna que en la mañana del 9 de abril lo habían visto subir por las escaleras y bajar después por el ascensor con un desconocido. Le pareció que ambos habían esperado varias horas cerca de la entrada del edificio, pero Roa estaba solo junto a la puerta cuando Gaitán subió a su oficina un poco antes de las once.

Gabriel Restrepo, un periodista de La Jornada -el diario de la campaña gaitanista-, hizo el inventario de los documentos de identidad que Roa Sierra llevaba consigo cuando cometió el crimen. No dejaban dudas sobre su identidad y su condición social, pero no daban pista alguna sobre sus propósitos. Tenía en los bolsillos del pantalón ochenta y dos centavos en monedas revueltas, cuando varias cosas importantes de la vida diaria sólo costaban cinco. En un bolsillo interior del saco llevaba una cartera de cuero negro con un billete de un peso. Llevaba también un certificado que garantizaba su honestidad, otro de la policía según el cual no tenía antecedentes penales, y un tercero con su dirección en un barrio de pobres: calle Octava, número 3073. De acuerdo con la libreta militar de reservista de segunda clase que llevaba en el mismo bolsillo, era hijo de Rafael Roa y Encarnación Sierra, y había nacido veintiún años antes: el 4 de noviembre de 1921.

Todo parecía en regla, salvo que un hombre de condición tan humilde y sin antecedentes penales llevara consigo tantas pruebas de buen comportamiento. Sin embargo, lo único que me dejó un rastro de dudas que nunca he podido superar fue el hombre elegante y bien vestido que lo había arrojado a las hordas enfurecidas y desapareció para siempre en un automóvil de lujo.

En medio del fragor de la tragedia, mientras embalsamaban el cadáver del apóstol asesinado, los miembros de la dirección liberal se habían reunido en el comedor de la Clínica Central para acordar fórmulas de emergencia. La más urgente fue acudir al Palacio Presidencial sin audiencia previa para discutir con el jefe del Estado una fórmula de emergencia capaz de conjurar el cataclismo que amenazaba al país. Poco antes de las nueve de la noche había amainado la lluvia y los primeros delegados se abrieron paso como mal pudieron a través de las calles en escombros por la revuelta popular y con cadáveres acribillados desde balcones y azoteas por las balas ciegas de los francotiradores.

En la antesala del despacho presidencial encontraron a algunos funcionarios y políticos conservadores, y la esposa del presidente, doña Bertha Hernández de Ospina, muy dueña de sí misma. Llevaba todavía el traje con que había acompañado a su esposo en la exposición de Engativá, y al cinto un revólver de reglamento.

Al final de la tarde el presidente había perdido el contacto con los lugares más críticos y trataba de evaluar a puerta cerrada con militares y ministros el estado de la nación. La visita de los dirigentes liberales lo tomó de sorpresa poco antes de las diez de la noche, y no quería recibirlos al mismo tiempo sino de dos en dos, pero ellos decidieron que en ese caso no entraría ninguno. El presidente cedió, pero los liberales lo asimilaron de todos modos como un motivo de desaliento.

Lo encontraron sentado a la cabecera de una larga mesa de juntas, con un traje intachable y sin el menor signo de ansiedad. Lo único que delataba una cierta tensión era el modo de fumar, continuo y ávido, y a veces apagando un cigarrillo a la mitad para encender otro. Uno de los visitantes me contó años después cuánto lo había impresionado el resplandor de los incendios en la cabeza platinada del presidente impasible. El rescoldo de los escombros bajo el cielo ardiente se divisaba por los grandes vitrales de la oficina presidencial hasta los confines del mundo.

Lo que se sabe de aquella audiencia se lo debemos a lo poco que contaron los mismos protagonistas, a las raras infidencias de algunos y a las muchas fantasías de otros, y a la reconstrucción de aquellos días aciagos armados a pedazos por el poeta e historiador Arturo Alape, que hizo posible en buena parte el sustento de estas memorias.

Los visitantes eran don Luis Cano, director del vespertino liberal El Espectador, Plinio Mendoza Neira, que había promovido la reunión, y otros tres de los más activos y jóvenes dirigentes liberales: Carlos Lleras Restrepo, Darío Echandía y Alfonso Araujo. En el curso de la discusión, entraron o salieron otros liberales prominentes.

De acuerdo con las evocaciones lúcidas que le escuché años después a Plinio Mendoza Neira en su impaciente exilio de Caracas, ninguno de ellos llevaba todavía un plan preparado. Él era el único testigo del asesinato de Gaitán, y lo contó paso a paso con sus artes de narrador congénito y periodista crónico. El presidente escuchó con una atención solemne, y al final pidió que los visitantes expresaran sus ideas para una solución justa y patriótica de aquella emergencia colosal.

Mendoza, famoso entre amigos y enemigos por su franqueza sin adornos, contestó que lo más indicado sería que el gobierno delegara el poder en las Fuerzas Armadas, por la confianza que en aquel momento le merecían al pueblo. Había sido ministro de Guerra en el reciente gobierno liberal de Alfonso López Pumarejo, conocía bien a los militares por dentro, y pensaba que sólo ellos podrían retomar los cauces de la normalidad. Pero el presidente no estuvo de acuerdo con el realismo de la fórmula, ni los mismos liberales la respaldaron.

La intervención siguiente fue la de don Luis Cano, bien conocido por el brillo de su prudencia. Abrigaba sentimientos casi paternales por el presidente y se limitó a ofrecerse para cualquier decisión pronta y justa que acordara Ospina con el respaldo de la mayoría. Éste le dio seguridades de encontrar las medidas indispensables para el retorno a la normalidad, pero siempre ceñido a la Constitución. Y señalando por las ventanas el infierno que devoraba la ciudad, les recordó con una ironía mal reprimida que no era el gobierno el que lo había causado.

Tenía fama por su parsimonia y su buena educación, en contraste con los estruendos de Laureano Gómez y la altanería de otros copartidarios suyos, expertos en elecciones compuestas, pero aquella noche histórica demostró que no estaba dispuesto a ser menos recalcitrante que ellos. Así que la discusión se prolongó hasta la medianoche, sin ningún acuerdo, y con interrupciones de doña Bertha de Ospina con noticias más y más pavorosas.

Ya entonces era incalculable el número de muertos en las calles, y de los francotiradores en posiciones inalcanzables y de las muchedumbres enloquecidas por el dolor, la rabia y los alcoholes de grandes marcas saqueados en el comercio de lujo. Pues el centro de la ciudad estaba devastado y todavía en llamas, y diezmadas o incendiadas las tiendas de pontifical, el Palacio de Justicia, la Gobernación, y otros muchos edificios históricos. Era la realidad que iba estrechando sin piedad los caminos de un acuerdo sereno de varios hombres contra uno, en la isla desierta del despacho presidencial.

Darío Echandía, tal vez el de mayor autoridad, fue el menos expresivo. Hizo dos o tres comentarios irónicos sobre el presidente y volvió a refugiarse en sus brumas. Parecía ser el candidato insustituible para reemplazar a Ospina Pérez en la presidencia, pero aquella noche no hizo nada por merecerlo o evitarlo. El presidente, a quien se tenía por un conservador moderado, lo parecía cada vez menos. Era nieto y sobrino de dos presidentes en un siglo, padre de familia, ingeniero en retiro y millonario desde siempre, y varias cosas más que ejercía sin el menor ruido, hasta el punto de que se decía sin fundamento que quien mandaba en realidad, tanto en su casa como en el palacio, era su esposa de armas tomar. Y aun así -remató con un sarcasmo ácido- no tendría ningún inconveniente para aceptar la propuesta, pero se sentía muy cómodo dirigiendo el gobierno desde el sillón donde estaba sentado por la voluntad del pueblo.

Hablaba fortalecido sin duda por una información que les faltaba a los liberales: el conocimiento puntual y completo del orden público en el país. Lo tuvo en todo momento, por las varias veces que había salido del despacho para informarse a fondo. La guarnición de Bogotá no llegaba a mil hombres, y en todos los departamentos había noticias más o menos graves, pero todas bajo el control y con la lealtad de las Fuerzas Armadas. En el vecino departamento de Boyacá, famoso por su liberalismo histórico y su conservatismo ríspido, el gobernador José María Villarreal -godo de tuerca y tornillo- no sólo había reprimido a horas tempranas los disturbios locales, sino que estaba despachando tropas mejor armadas para someter la capital. De modo que lo único que el presidente necesitaba era entretener a los liberales con su parsimonia bien medida de poco hablar y fumar despacio. En ningún momento miró el reloj, pero debió de calcular muy bien la hora en que la ciudad estuviera bien guarnecida con tropas frescas y probadas de sobra en la represión oficial.

Al cabo de un largo intercambio de fórmulas tentativas, Carlos Lleras Restrepo propuso la que había acordado la dirección liberal en la Clínica Central y que se habían reservado como recurso extremo: proponerle al presidente que delegara el poder en Darío Echandía, en aras de la concordia política y la paz social. La fórmula, sin duda, sería acogida sin reservas por Eduardo Santos y Alfonso López Pumarejo, ex presidentes y hombres de mucho crédito político, pero que no estaban aquel día en el país.

Sin embargo, la respuesta del presidente, dicha con la misma parsimonia con que fumaba, no era la que podía esperarse. No desperdició la ocasión para demostrar su talante verdadero, que pocos le conocían hasta entonces. Dijo que para él y su familia lo más cómodo sería retirarse del poder y vivir en el exterior con su fortuna personal y sin preocupaciones políticas, pero le inquietaba lo que podía significar para el país que un presidente elegido saliera huyendo de su investidura. La guerra civil sería inevitable. Y ante una nueva insistencia de Lleras Restrepo sobre su retiro, se permitió recordar su obligación de defender la Constitución y las leyes, que no sólo había contraído con su patria sino también con su conciencia y con Dios. Fue entonces cuando dicen que dijo la frase histórica que al parecer no dijo nunca, pero quedó como suya por siempre jamás: «Para la democracia colombiana vale más un presidente muerto que un presidente fugitivo».

Ninguno de los testigos recordó haberla escuchado de sus labios, ni de nadie. Con el tiempo se la atribuyeron a talentos diversos, e incluso se discutieron sus méritos políticos y su validez histórica, pero nunca su esplendor literario. Fue desde entonces la divisa del gobierno de Ospina Pérez, y uno de los pilares de su gloria. Se ha llegado a decir que fue inventada por diversos periodistas conservadores, y con mayores razones por el muy conocido escritor, político y actual ministro de Minas y Petróleos, Joaquín Estrada Monsalve, que en efecto estuvo en el palacio presidencial pero no dentro de la sala de juntas. De modo que quedó en la historia como dicha por quien debía haberla dicho, en una ciudad arrasada donde empezaban a helarse las cenizas, y en un país que nunca más volvería a ser el mismo.

Al fin y al cabo, el mérito real del presidente no era inventar frases históricas, sino entretener a los liberales con caramelos adormecedores hasta pasada la medianoche, cuando llegaron las tropas de refresco para reprimir la rebelión de la plebe e imponer la paz conservadora. Sólo entonces, a las ocho de la mañana del 10 de abril, despertó a Darío Echandía con una pesadilla de once timbrazos de teléfono y lo nombró ministro de Gobierno para un régimen de consolación bipartidista. Laureano Gómez, disgustado con la solución e inquieto por su seguridad personal, viajó a Nueva York con su familia mientras se daban las condiciones para su anhelo eterno de ser presidente.

Todo sueño de cambio social de fondo por el que había muerto Gaitán se esfumó entre los escombros humeantes de la ciudad. Los muertos en las calles de Bogotá, y por la represión oficial en los años siguientes, debieron ser más de un millón, además de la miseria y el exilio de tantos. Desde mucho antes de que los dirigentes liberales en el alto gobierno empezaran a darse cuenta de que habían asumido el riesgo de pasar a la historia en situación de cómplices.

Entre los muchos testigos históricos de aquel día en Bogotá, había dos que no se conocían entre sí, y que años después serían dos de mis grandes amigos. Uno era Luis Cardoza y Aragón, un poeta y ensayista político y literario de Guatemala, que asistía a la Conferencia Panamericana como canciller de su país y jefe de su delegación. El otro era Fidel Castro. Ambos, además, fueron acusados en algún momento de estar implicados en los disturbios.

De Cardoza y Aragón se dijo en concreto que había sido uno de los promotores, embozado con su credencial de delegado especial del gobierno progresista de Jacobo Arbenz en Guatemala. Hay que entender que Cardoza y Aragón era delegado de un gobierno histórico y un gran poeta de la lengua que no se habría prestado nunca para una aventura demente. La evocación más dolorida en su hermoso libro de memorias fue la acusación de Enrique Santos Montejo, Calibán, que en su popular columna en El Tiempo, «La Danza de las Horas», le atribuyó la misión oficial de asesinar al general George Marshall. Numerosos delegados de la conferencia gestionaron que el periódico rectificara aquella especie delirante, pero no fue posible. El Siglo, órgano oficial del conservatismo en el poder, proclamó a los cuatro vientos que Cardoza y Aragón había sido el promotor de la asonada.

Lo conocí muchos años después en la Ciudad de México, con su esposa Lya Kostakowsky, en su casa de Coyoacán, sacralizada por sus recuerdos y embellecida aún más por las obras originales de grandes pintores de su tiempo. Sus amigos concurríamos allí las noches de los domingos en las veladas íntimas de una importancia sin pretensiones. Se consideraba un sobreviviente, primero cuando su automóvil fue ametrallado por los francotiradores apenas unas horas después del crimen. Y días después, ya con la rebelión vencida, cuando un borracho que se le atravesó en la calle le disparó a la cara con un revólver que se encasquilló dos veces. El 9 de abril era un tema recurrente de nuestras conversaciones, en las cuales se confundía la rabia con la nostalgia de los años perdidos.

Fidel Castro, a su vez, fue víctima de toda clase de cargos absurdos, por algunos actos ceñidos a su condición de activista estudiantil. La noche negra, después de un día tremendo entre las turbas desmadradas, terminó en la Quinta División de la Policía Nacional, en busca de un modo de ser útil para ponerle término a la matanza callejera. Hay que conocerlo para imaginarse lo que fue su desesperación en la fortaleza sublevada donde parecía imposible imponer un criterio común.

Se entrevistó con los jefes de la guarnición y otros oficiales sublevados, y trató de convencerlos, sin conseguirlo, de que toda fuerza que se acuartela está perdida. Les propuso que sacaran sus hombres a luchar en las calles por el mantenimiento del orden y un sistema más justo. Los motivó con toda clase de precedentes históricos, pero no fue oído, mientras tropas y tanques oficiales acribillaban la fortaleza. Al fin, decidió correr la suerte de todos.

En la madrugada llegó a la Quinta División Plinio Mendoza Neira con instrucciones de la Dirección Liberal para conseguir la rendición pacífica no sólo de oficiales y agentes alzados, sino de numerosos liberales al garete que esperaban órdenes para actuar. En las muchas horas que duró la negociación de un acuerdo, a Mendoza Neira le quedó fija en la memoria la imagen de aquel estudiante cubano, corpulento y discutidor, que varias veces terció en las controversias entre los dirigentes liberales y los oficiales rebeldes con una lucidez que los rebasó a todos. Sólo años después supo quién era porque lo vio por casualidad en Caracas en una foto de la noche terrible, cuando Fidel Castro estaba ya en la Sierra Maestra.

Lo conocí once años después, cuando acudí como reportero a su entrada triunfal en La Habana, y con el tiempo logramos una amistad personal que ha resistido a través de los años a incontables tropiezos. En mis largas conversaciones con él sobre todo lo divino y lo humano, el 9 de abril ha sido un tema recurrente que Fidel Castro no acabaría de evocar como uno de los dramas decisivos de su formación. Sobre todo la noche en la Quinta División, donde se dio cuenta de que la mayoría de los sublevados que entraban y salían se malbarataban en el saqueo en vez de persistir con sus actos en la urgencia de una solución política.

Mientras aquellos dos amigos eran testigos de los hechos que partieron en dos la historia de Colombia, mi hermano y yo sobrevivíamos en las tinieblas con los refugiados en la casa del tío Juanito. En ningún momento tomé conciencia de que ya era un aprendiz de escritor que algún día iba a tratar de reconstruir de memoria el testimonio de los días atroces que estábamos viviendo. Mi única preocupación entonces era la más terrestre: informar a nuestra familia que estábamos vivos al menos hasta entonces- y saber al mismo tiempo de nuestros padres y hermanos, y sobre todo de Margot y Aída, las dos mayores, internas en colegios de ciudades distantes.

El refugio del tío Juanito había sido un milagro. Los primeros días fueron difíciles por los tiroteos constantes y sin ninguna noticia confiable. Pero poco a poco fuimos explorando los comercios vecinos y lográbamos comprar cosas de comer. Las calles estaban tomadas por tropas de asalto y con órdenes terminantes de disparar. El incorregible José Falencia se disfrazó de militar para circular sin límites con un sombrero de explorador y unas polainas que encontró en un cajón de la basura, y escapó de milagro a la primera patrulla que lo descubrió.

Las emisoras comerciales, silenciadas antes de la medianoche, quedaron bajo el control del ejército. Los telégrafos y teléfonos primitivos y escasos estaban reservados para el orden público, y no existían otros recursos de comunicación. Las filas para los telegramas eran eternas frente a las oficinas desbordadas, pero las estaciones de radio instauraron un servicio de mensajes al aire para quienes tuvieran la suerte de atraparlos. Esta vía nos pareció la más fácil y confiable, y a ella nos encomendamos sin demasiadas esperanzas.

Mi hermano y yo salimos a la calle después de tres días de encierro. Fue una visión terrorífica. La ciudad estaba en escombros, nublada y turbia por la lluvia constante que había moderado los incendios pero había retrasado la recuperación. Muchas calles estaban cerradas por los nidos de francotiradores en las azoteas del centro, y había que hacer rodeos sin sentido por órdenes de patrullas armadas como para una guerra mundial. El tufo de muerte en la calle era insoportable. Los camiones del ejército no habían alcanzado a recoger los promontorios de cuerpos en las aceras y los soldados tenían que enfrentarse a los grupos desesperados por identificar a los suyos.

En las ruinas de lo que fuera el centro comercial la pestilencia era irrespirable hasta el punto de que muchas familias tenían que renunciar a la búsqueda. En una de las grandes pirámides de cadáveres se destacaba uno descalzo y sin pantalones pero con un sacoleva intachable. Tres días después, todavía las cenizas exhalaban la pestilencia de los cuerpos sin dueño, podridos en los escombros o apilados en los andenes.

Cuando menos lo esperábamos, mi hermano y yo fuimos parados en seco por el chasquido inconfundible del cerrojo de un fusil a nuestras espaldas, y una orden terminante:

– ¡Manos arriba!

Las levanté sin pensarlo siquiera, petrificado de terror, hasta que me resucitó la carcajada de nuestro amigo Ángel Casij, que había respondido al llamado de las Fuerzas Armadas como reservista de primera clase. Gracias a él, los refugiados en casa del tío Juanito logramos mandar un mensaje al aire después de un día de espera frente a la Radio Nacional. Mi padre lo escuchó en Sucre entre los incontables que se leyeron de día y de noche durante dos semanas. Mi hermano y yo, víctimas irredimibles de la manía conjetural de la familia, quedamos con el temor de que nuestra madre pudiera interpretar la noticia como una caridad de los amigos mientras la preparaban para lo peor. Nos equivocamos por poco: la madre había soñado desde la primera noche que sus dos hijos mayores nos habíamos ahogado en un mar de sangre durante los disturbios. Debió ser una pesadilla tan convincente que cuando le llegó la verdad por otras vías decidió que ninguno de nosotros volviera nunca más a Bogotá, aunque tuviéramos que quedarnos en casa a morirnos de hambre. La decisión debió ser terminante porque la única orden que nos dieron los padres en su primer telegrama fue que viajáramos a Sucre lo más pronto posible para definir el futuro.

En la tensa espera, varios condiscípulos me habían pintado de oro la posibilidad de seguir los estudios en Cartagena de Indias, pensando que Bogotá se recuperaría de sus escombros, pero que los bogotanos no iban a recuperarse nunca del terror y el horror de la matanza. Cartagena tenía una universidad centenaria con tanto prestigio como sus reliquias históricas, y una facultad de derecho de tamaño humano donde aceptarían como buenas mis malas calificaciones de la Universidad Nacional.

No quise descartar la idea sin antes hervirla a fuego vivo, ni mencionársela a mis padres mientras no la probara en carne propia. Sólo les anuncié que viajaría a Sucre en avión por la vía de Cartagena, pues el río Magdalena con aquella guerra caliente podía ser un rumbo suicida. Luis Enrique, por su parte, les anunció que viajaría a buscar trabajo en Barranquilla tan pronto como arreglara las cuentas con sus patrones de Bogotá.

De todos modos yo sabía que no iba a ser abogado en ninguna parte. Sólo quería ganar un poco más de tiempo para distraer a mis padres, y Cartagena podía ser una buena escala técnica para pensar. Lo que nunca se me hubiera ocurrido es que aquel cálculo razonable iba a conducirme a resolver con el corazón en la mano que era allí donde quería seguir mi vida.

Conseguir por aquellos días cinco lugares en un mismo avión para cualquier lugar de la costa fue una proeza de mi hermano. Después de hacer colas interminables y peligrosas y de correr de un lado a otro un día completo en un aeropuerto de emergencia, encontró los cinco lugares en tres aviones separados, a horas improbables y en medio de tiroteos y explosiones invisibles. A mi hermano y a mí nos confirmaron por fin dos asientos en un mismo avión para Barranquilla, pero a última hora salimos en vuelos distintos. La llovizna y la niebla que persistían en Bogotá desde el viernes anterior tenían un tufo de pólvora y cuerpos podridos. De la casa al aeropuerto fuimos interrogados en dos retenes militares sucesivos, cuyos soldados estaban pasmados de terror. En el segundo retén se echaron a tierra y nos hicieron echar a nosotros por una explosión seguida de un tiroteo de armas pesadas que resultó ser por una fuga de gas industrial. Otros pasajeros lo entendimos cuando un soldado nos dijo que su drama era estar allí desde hacía tres días en guardia sin relevos, pero también sin munición, porque se había agotado en la ciudad. Apenas nos atrevimos a hablar desde que nos detuvieron, y el terror de los soldados acabó de rematarnos. Sin embargo, después de los trámites formales de identificación y propósitos, nos consoló saber que debíamos permanecer allí sin más trámites hasta que nos llevaran a bordo. Lo único que fumé en la espera fueron dos cigarrillos de tres que alguien me había dado por caridad, y reservé uno para el terror del viaje.

Como no había teléfonos, los anuncios de vuelos y otros cambios se conocían en los distintos retenes por medio de ordenanzas militares en motocicletas. A las ocho de la mañana llamaron a un grupo de pasajeros para abordar de inmediato para Barranquilla un avión distinto del mío. Después supe que los otros tres de nuestro grupo se embarcaron con mi hermano en otro retén. La espera solitaria fue una cura de burro para mi miedo congénito a volar, porque a la hora de subir al avión el cielo estaba encapotado y con truenos pedregosos. Además porque la escalera de nuestro avión se la habían llevado para otro y dos soldados tuvieron que ayudarme a abordar con una escalera de albañil. Era el mismo aeropuerto y a la misma hora en que Fidel Castro había abordado otro avión que salió para La Habana cargado de toros de lidia -como él mismo me lo contó años después.

Por buena o mala suerte el mío era un DC-3 oloroso a pintura fresca y a grasas recientes, sin luces individuales ni la ventilación regulada desde la cabina de pasajeros. Estaba acondicionado para transporte de tropa y en vez de asientos separados en filas de tres, como en los vuelos turísticos, había dos bancas longitudinales de tablas ordinarias, bien ancladas en el piso. Todo mi equipaje era una maleta de lienzo con dos o tres mudas de ropa sucia, libros de poesía y recortes de suplementos literarios que mi hermano Luis Enrique logró salvar. Los pasajeros quedamos sentados los unos frente a los otros desde la cabina de mando hasta la cola. En vez de cinturones de seguridad había dos cables de cabuya para amarrar buques, que serían como dos largos cinturones de seguridad colectivos para cada lado. Lo más duro para mí fue que tan pronto como encendí el único cigarrillo reservado para sobrevivir al vuelo, el piloto de overol nos anunció desde la cabina que nos prohibían fumar porque los tanques de gasolina del avión estaban a nuestros pies debajo del piso de tablas. Fueron tres horas de vuelo interminables.

Cuando llegamos a Barranquilla acababa de llover como sólo llueve en abril, con casas desenterradas de raíz y arrastradas por la corriente de las calles, y enfermos solitarios que se ahogaban en sus camas. Tuve que esperar a que acabara de escampar en el aeropuerto desordenado por el diluvio y apenas si logré averiguar que el avión de mi hermano y sus dos acompañantes había llegado a tiempo, pero los tres se apresuraron a abandonar la terminal antes de los primeros truenos de un primer aguacero.

Necesité otras tres horas para llegar a la agencia de viajes y perdí el último autobús que salió para Cartagena con el horario anticipado en previsión de la tormenta. No me preocupé, porque creía que allí se había ido mi hermano, pero me asusté por mí ante la idea de dormir una noche sin plata en Barranquilla. Por fin, gracias a José Falencia, logré un asilo de emergencia en la casa de las bellas hermanas Use y Lila Albarracín, y tres días después viajé a Cartagena en el autobús cojitranco de la Agencia Postal. Mi hermano Luis Enrique permanecería a la espera de un empleo en Barranquilla. No me quedaban más de ocho pesos, pero José Falencia me prometió llevarme un poco más en el autobús de la noche. No había un espacio libre, ni aun de pie, pero el conductor aceptó llevar en el techo a tres pasajeros, sentados en sus cargas y equipajes, y por la cuarta parte del precio regular. En situación tan rara, y a pleno sol, creo haber tomado conciencia de que aquel 9 de abril de 1948 había empezado en Colombia el siglo XX.

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