Tercera parte

1

¡Ah, era en segundo grado! Ya podemos respirar…


Cuando Tisserand se fue, dormí mal; supongo que me masturbé. Cuando me desperté todo estaba pegajoso, la arena estaba húmeda y fría; me sentí absolutamente harto. Lamentaba que Tisserand no hubiera matado al negro; amanecía.

Me encontraba a kilómetros de distancia de cualquier lugar habitado. Me levante y me puse en camino. ¿Qué iba a hacer si no? Los cigarrillos estaban empapados, pero todavía se podía fumar.

Cuando llegué a París encontré una carta de la asociación de antiguos alumnos de mi escuela de ingenieros; me proponía que comprara alcohol y foiegras para las fiestas a un precio excepcional. Me dije que habían hecho el mailing con un retraso imperdonable.

Al día siguiente no fui a trabajar. Sin un motivo concreto; sencillamente, no tenia ganas. En cuclillas sobre la moqueta, hojeé catálogos de venta por correo. En un folleto editado por las Galerías Lafayette encontré una interesante descripción de los seres humanos, bajo el titulo “Los actuales”:

“Tras una jornada llena de acontecimientos, se instalan en un mullido sofá de líneas sobrias (Steiner, Rosset, Cinna). Al compás de la música de jazz, aprecian el grafismo de las alfombras Dhurries, la alegría de los empapelados (Patrick Frey). Las toallas les esperan en el cuarto de baño (Yves Saint-Laurent, Ted Lapidus), en un maravilloso decorado. Y delante de una cena entre amigos, preparada en una cocina de Daniel Hechter o Primrose Bordier, crean otra vez el mundo.”


El viernes y el sábado no hice gran cosa; digamos que estuve meditando, si es que a eso se le puede dar un nombre. Recuerdo haber pensado en el suicidio, en su paradójica utilidad. Metamos un chimpancé en una jaula demasiado pequeña, cerrada por cruceros de hormigón. El animal se vuelve loco furioso, se arroja contra las paredes, se arranca los pelos, se inflige a si mismo crueles mordiscos, y en el 73% de los casos acaba matándose. Ahora hagamos una abertura en una de las paredes, y coloquémosla al borde de un precipicio sin fondo. Nuestro simpático cuadrúmano de referencia se acerca al borde, mira hacia abajo, se queda mucho tiempo allí, vuelve muchas veces, pero por lo general no perderá el equilibrio, y, en cualquier caso, su irritación se calmara de modo radical.

Mi meditación sobre los chimpancés se prolongo hasta muy avanzada la noche del sábado al domingo, y terminé por esbozar una fábula de animales titulada Diálogos entre un chimpancé y una cigüeña, que de hecho constituía un panfleto político inusualmente violento. Hecho prisionero por una tribu de cigüeñas, al principio el chimpancé parecía preocupado, ausente. Una mañana, armándose de valor, pedía ver a la cigüeña más vieja. Conducido ante ella, alzaba vivamente los brazos al cielo y pronunciaba este discurso desesperado:

“De todos los sistemas económicos y sociales el capitalismo es, sin duda, el mas natural. Eso ya basta para indicar que es el peor. Una vez llegados a esta conclusión solo nos queda desarrollar un aparato argumental operacional y no sesgado, es decir, cuyo funcionamiento mecánico permita, a partir de hechos introducidos al azar, general múltiples pruebas que refuercen la sentencia preestablecida, un poco como las barras de grafito refuerzan la estructura del reactor nuclear. Se trata de una tarea fácil, digna de un simio muy joven; no obstante, no quisiera pasarla por alta.

“Al producirse la migración del tropel espermático hacia el cuello del útero, fenómeno imponente, respetable y fundamental para la reproducción de las especies, observamos a veces el comportamiento aberrante de ciertos espermatozoides. Miran hacia delante, miran hacia atrás, a veces hasta nadan a contracorriente durante unos segundos, y sus acelerados coletazos parecen traducir un replanteamiento ontológico. Por lo general, si no compensan esta sorprendente indecisión con una velocidad especial, llegan demasiado tarde, y por lo tanto rara vez participan en la gran fiesta de la recombinación genética. Así le ocurrió, en agosto de 1793, a Maximilien Robespierre, arrastrado por el movimiento de la historia como un cristal de calcedonia atrapado en una avalancha en una zona desértica, o mejor aun, como una joven cigüeña de alas todavía débiles, nacida por un azar desafortunado justo antes de la llegada del invierno, y que tiene grandes dificultades -cosa comprensible- para mantener un rumbo correcto al atravesar las turbulencias del aire. Ahora bien, sabemos que cerca de África se forman turbulencias especialmente violentas; pero voy a concretar la idea.

“El día de su ejecución, Maximilien Robespierre tenia la mandíbula rota. La sostenía un vendaje. Justo antes de que pusiera la cabeza bajo la cuchilla, el verdugo le arranco las vendas; Robespierre lanzo un grito de dolor, la sangre chorreó de la herida, sus dientes rotos se esparcieron por el suelo. Entonces el verdugo alzó el vendaje, como un trofeo, para que lo viera la multitud apretujada en torno al cadalso. La gente reía, le lanzaba pullas.

“Por lo común, al llegar a este punto los cronistas añaden: “La revolución había terminado.” Y es rigurosamente exacto.

“Yo quiero creer que, en el preciso momento en que el verdugo blandió el vendaje que chorreaba sangre ante las aclamaciones de la muchedumbre, había en la cabeza de Robespierre algo mas que dolor. Algo más que el sentimiento de fracaso. ¿Una esperanza? O, seguramente, la sensación de que había hecho lo que tenia que hacer. Maximilien Robespierre, te adoro.”


La cigüeña mas vieja contestaba simplemente, con una voz lenta y terrible: “Tat twam así.” Poco después, la tribu de cigüeñas ejecutaba al chimpancé; moría entre atroces dolores, traspasado y emasculado por sus puntiagudos picos. Al haber puesto en duda el orden del mundo, el chimpancé tenia que morir; la verdad es que era comprensible; la verdad es que las cosas son así.

El domingo por la mañana salí un rato por el barrio; compré una barra de pan con uvas. El día era tibio, pero un poco triste, como suele ser el domingo en París; sobre todo cuando uno no cree en Dios.

2

El lunes siguiente volví al trabajo, un poco a verlas venir. Sabía que mi jefe de sección había cogido vacaciones para hacer esquí alpino. Tenía la impresión de que no habría nadie, que nadie me haría ni caso, y que me pasaría el día tecleando arbitrariamente en un teclado cualquiera. Desgraciadamente, a eso de las once y media, un tipo me identifico por los pelos. Se me presento como un nuevo superior jerárquico; no me apetece lo mas mínimo dudar de su palabra. Parece más o menos al corriente de mis actividades, aunque de un modo bastante difuso. Además intenta entablar conversación, simpatizar, yo no me presto en absoluto a sus avances.

A mediodía, un poco por desesperación, fui a comer con un ejecutivo comercial y una secretaria de dirección. Estaba dispuesto a charlar con ellos, pero no me dieron ocasión; parecían proseguir una conversación muy antigua:

– Para la radio del coche -atacó el comercial- he comprado, al final, los altavoces de veinte varios. Los de diez me parecían poco, y los de treinta costaban muchísimo más. Creo que para el coche no merece la pena.

– Yo dije que me montaran cuatro altavoces, dos delante y dos detrás.

El comercial compuso una jocosa sonrisa. Bueno, así estábamos, todo seguía igual.

Pase la tarde haciendo algunas cosas en mi despacho; de hecho, casi nada. De vez en cuando consultaba la agenda: estábamos a 29 de diciembre. Tenia que hacer algo el 31. La gente siempre hace algo el 31.

Por la noche llamé a SOS Amistad, pero estaba comunicando, como siempre en periodo de fiestas. Cerca de la una de la madrugada, cogí una lata de guisantes y la estrellé contra el espejo del cuarto de baño. Bonitos añicos. Me corto al recogerlos, y empiezo a sangrar. Me gusta. Es exactamente lo que yo quería.


Al día siguiente llego a mi despacho a las ocho. El nuevo superior jerárquico ya está allí; ¿es que el muy imbecil ha dormido en la oficina? Una niebla sucia, de aspecto desagradable, flota sobre la explanada, entre las torres. Los neones de los despachos por lo que van pasando los empleados de limpieza se encienden y se apagan, dando una impresión de vida en cámara lenta. El superior jerárquico me ofrece un café; todavía no ha renunciado a conquistarme, parece. Acepto como un estúpido, lo que me vale que en los siguientes minutos me confíen una tarea más bien delicada: la detección de errores en una package que acabamos de venderle al Ministerio de Industria. Parece que hay errores. Me paso dos horas con él, y yo no veo ninguno; aunque la verdad es que tampoco tengo la cabeza en lo que estoy haciendo.

A eso de las diez, nos enteramos de la muerte de Tisserand. Una llamada de la familia, que una secretaria comunica al conjunto del personal. Mas tarde nos mandarán una esquela, dice. No consigo creérmelo; se parece demasiado a otro elemento de pesadilla. Pero no: todo es cierto.

Un poco mas tarde, recibo una llamada de Catherine Lechardoy. No tiene nada concreto que decirme. “Ya nos volveremos a ver…”, se despide; eso me sorprendería un poco.

Salí a mediodía. En la librería de la plaza compré el mapa Michelín numero 80 (Rodez-Albi-Nimes). Al volver al despacho, lo examine con cuidado. A las cinco llegue a una conclusión: tenia que ir a Saint-Cirgues-en-Montagne. El nombre se desplegaba en un esplendido aislamiento, en mitad de los bosques y de pequeños triángulos que representaban las cimas; no había un solo pueblo en treinta kilómetros a la redonda. Tuve la impresión de que estaba a punto de hacer un descubrimiento esencial; que allí, entre el 31 de diciembre y el 1 de enero, en ese momento en que cambia el año, me esperaba una última revelación. Deje una nota en mi despacho: “Me voy antes por la huelga de trenes.” Tras pensármelo un poco, dejé una segunda nota que decía, en letras mayúsculas: “ESTOY ENFERMO.” Y regresé a casa, no sin dificultades: la huelga de transportes públicos iniciada por la mañana se había extendido; no funcionaba el metro, solo algunos autobuses repartidos por las diferentes líneas.


La estación de Lyón estaba prácticamente en estado de sitio; las patrullas de policía acordonaban el vestíbulo de entrada y circulaban a lo largo de los andenes; se decía que grupos de huelguistas “duros” habían decidido impedir todas las salidas. Sin embargo el tren estaba casi vacío, y el viaje fue muy tranquilo.

El Lyon-Perrache habían organizado un impresionante despliegue de autocares en dirección a Morzine, La Clusaz, Courchevel, Val d’Isere… Hacia Ardéche no había nada semejante. Cogí un taxi a Part-Dieu, donde pasé un molesto cuarto de hora revisando un tablón electrónico de anuncios medio roto para al final enterarme de que salía un autobús al día siguiente, a las siete menos cuarto, hacia Aubenas; eran las doce y media de la noche. Decidí pasar esas horas en la estación de autobuses de Lyon-Part-Dieu; creo que me equivoqué. Encima de la estación propiamente dicha hay una estructura hipermoderna de vidrio y acero de cuatro o cinco niveles, unidos por ascensores niquelados que se abren a poco que te acerques; solo hay tiendas de lujo (perfumería, alta costura, regalos) detrás de los escaparates absurdamente agresivos; nadie que venda cualquier cosa útil. Por todas partes, monitores de video con video clips y anuncios; y por supuesto, un hilo musical permanente compuesto por el Top 50. De noche, las pandillas de vagabundos y gente sin hogar invade el edificio. Criaturas mugrientas y malvadas, brutales, completamente estúpidas, que viven entre la sangre, el odio y sus propios excrementos. Se apiñan allí de noche, como moscas en torno a la mierda, junto a los desiertos escaparates de lujo. Van en pandillas, porque la soledad en este ambiente resulta casi siempre fatal. Se paran delante de los monitores, absorbiendo sin reaccionar las imágenes publicitarias. A veces se pelean, sacan las navajas. De vez en cuando encuentran un muerto por la mañana, degollado por sus congéneres.

Me pasé la noche errando entre aquellas criaturas. No tenia ningún miedo. Por provocarlos un poco, saqué a la vista de todos, en un cajero automático, todo lo que me quedaba en la VISA. Mil cuatrocientos francos. Un buen botin. Me miraron, me miraron durante mucho rato, pero ninguno intentó hablarme, ni acercarse a menos de tres metros.

A las seis de la mañana renuncié a mi proyecto; a mediodía regresé en un tren de alta velocidad.

La noche del 31 de diciembre va a ser difícil. Siento que se están rompiendo cosas dentro de mi, como paredes de cristal que estallan. Ando como un león enjaulado, rabioso; necesito actuar, pero no puedo hacer nada, porque todas las tentativas me parecen condenadas al fracaso de antemano. Fracaso, fracaso por todas partes. Sólo el suicidio resplandece en lo alto, inaccesible.

A medianoche, siento una especie de sorda alteración; se produce algo interno y doloroso. Ya no entiendo nada.


Clara mejoría el 1 de enero. Mi estado es semejante al embotellamiento; no está tan mal.

Por la tarde le pido cita a un psiquiatra. Hay un sistema de citas psiquiatritas urgentes en el Minitel; tú tecleas tu horario, y ellos te recomiendan a un especialista. Muy practico.

El mío es el doctor Népote. Vive en el distrito sexto; como muchos psiquiatras, creo. Llego a su casa a las siete y media de la tarde. El tipo tiene cara de psiquiatra hasta un punto alucinante. Su biblioteca está impecablemente ordenada, no hay ni máscaras africanas ni una primera edición de Sexus; así que no es psicoanalista. Al contrario, parece que está abandonado a Sinapsis. Todo ello me parece un augurio excelente.

El episodio del viaje fallido a Ardéche parece interesarle. Escarbando un poco, consigue hacerme confesar que mis padres eran de allí. Y se lanza tras la pista: según él, estoy buscando “puntos de referencia”. Todos mis desplazamientos, generaliza con mucha audacia, son otras tantas, “búsquedas de identidad”. Es posible; sin embargo, tengo mis dudas. Es evidente que mis viajes profesionales son obligados, por ejemplo. Pero no quiero discutir. Tiene una teoría, eso es bueno. A fin de cuentas, siempre es mejor tener una teoría.

Después me hace preguntas sobre el trabajo. Es extraño, no lo entiendo; no consigo dar verdadera importancia a sus preguntas. Es evidente que lo que está en juego no va por ahí.

El concreta la idea hablándome de las “posibilidades de la relación social” que ofrece el trabajo. Ante su ligera sorpresa, me echo a reír a carcajadas. Me vuelve a citar para el lunes.

Al día siguiente llamo a la empresa para decir que tengo una “pequeña recaída”. Creo que les importa tres leches.

Fin de semana sin novedades; duermo mucho. Me asombra tener sólo treinta años; me siento mucho más viejo.

3

El primer incidente, el lunes siguiente, se produce a las dos de la tarde. Vi al tipo llegar desde bastante lejos, me sentí un poco triste. El hombre me gustaba, era un tipo amable, bastante desgraciado. Sabía que estaba divorciado, que llevaba bastante tiempo viviendo solo con su hija. También sabía que bebía demasiado. No tenía ninguna gana de mezclarlo en todo esto.

Se acercó a mí, me saludó y me pidió información sobre un programa que al parecer yo debía conocer. Estallé en sollozos. El se retiro enseguida, estupefacto, un poco asustado; creo que hasta me pidió disculpas. No tenía ninguna necesidad de disculparse, el pobre.

Esta claro que tendría que haberme ido en ese momento; estábamos solos en el despacho, no había testigos, la cosa podía arreglarse de forma relativamente decente.

El segundo incidente se produjo cerca de una hora mas tarde. Esta vez, el despacho estaba lleno de gente. Entró una chica, lanzó una mirada desaprobadora a los reunidos y al final decidió dirigirse a mi para decirme que fumaba demasiado, que era insoportable, que desde luego no tenia la menor consideración con los demás. Le repliqué con un par de bofetadas. Ella me miró, desconcertada. Desde luego, no estaba acostumbrada; yo me temía que no hubiera recibido suficientes bofetadas cuando era pequeña. Por un momento me pregunté si me las iba a devolver, sabia que si lo hacia me echaría a llorar de inmediato.

Hubo una pausa y después ella dijo: “Bueno…”, con la mandíbula inferior colgando tontamente. Para entonces todo el mundo se había vuelto a mirarnos. Se hizo un gran silencio en el despacho. Yo me doy la vuelta despacio y exclamo hacia el foro, en voz muy alta: “¡Tengo cita con un psiquiatra!” y me voy. Muerte de un ejecutivo.

Por otra parte es verdad, tengo cita con el psiquiatra, pero todavía me quedan más de tres horas por delante. Las paso en un restaurante de comida rápida, haciendo pedacitos el embalaje de cartón de la hamburguesa. Sin verdadero método, así que el resultado es decepcionante. Un puro y simple destrozo.

Cuando le cuento al especialista mis pequeñas fantasías, me da la baja durante una semana. Incluso me pregunta si no me apetecería pasar una breve estancia en una casa de reposo. Contesto que no, porque los locos me dan miedo.

Vuelvo a verlo una semana después. No tengo gran cosa que decir; sin embargo, pronuncio algunas frases. Leyendo al revés en su cuaderno de espiral, veo que anota: “Disminución ideatoria”. Ah, Ah. Así que, según él, me estoy convirtiendo en un imbecil. Es una hipótesis.

De cuando en cuando echa una ojeada a su reloj de pulsera (cuerpo rojizo, esfera rectangular y dorada); no tengo la impresión de interesarle mucho. Me pregunto si tiene un revolver en el cajón para los sujetos con crisis violentas. Al cabo de media hora pronuncia algunas frases de alcance general sobre los periodos de bloqueo, me prolonga la baja y me aumenta la dosis de medicamentos. También me revela que mi estado tiene nombre: es una depresión. Así que, oficialmente, estoy atravesando una depresión. Me parece una formula afortunada. No es que me sienta muy bajo; es mas bien que el mundo a mi alrededor me parece alto.


Al día siguiente, por la mañana, vuelvo al despacho; mi jefe de sección desea verme para “analizar la situación”. Como yo esperaba, ha vuelto de Val d’Isere muy moreno; pero distingo unas finas arruguillas en torno a sus ojos; es un poco menos guapo que en mi recuerdo. No sé, estoy decepcionado.

Le informo, de entrada, que estoy atravesando una depresión, él acusa el golpe, luego se domina. Y la entrevista ronronea agradablemente durante media hora, pero sé que desde ahora se alza entre nosotros una especie de muro invisible. Ya nunca me considerara como a un igual, ni como a un posible sucesor; la verdad es que a sus ojos ya ni siquiera existo; he caído. De todas formas sé que me despedirán en cuanto acaben mis dos meses legales de baja por enfermedad; es lo que hacen siempre en casos de depresión; ya he visto otros ejemplos.

En el marco de estas limitaciones se comporta bastante bien, me busca excusas. En cierto momento, dice:

– En este trabajo, a veces estamos sometidos a presiones terribles…

– Oh, no tanto -contesto.

Se sobresalta como si despertara y pone fin a la conversación. Hace un último esfuerzo para acompañarme hasta la puerta, pero manteniendo una distancia de seguridad de dos metros, como si temiera que de pronto le vomitara encima.

– Bueno, descanse, tómese el tiempo que necesite -concluye.

Y salgo. Soy un hombre libre.

4

LA CONFESION DE JEAN-PIERRE BUVET


Las semanas que siguieron me dejaron el recuerdo de un lento derrumbamiento, entrecortado por fases crueles. Aparte del psiquiatra, no veía a nadie; al caer la noche, salía a comprar cigarrillos y pan de molde. Un sábado por la noche, sin embargo, me llamó Jean-Pierre Buvet; parecía tenso.

– Bueno, ¿sigues siendo cura? -dije para romper el hielo.

– Tengo que verte.

– Si, podríamos vernos…

– Ahora, si puedes.


Yo nunca había puesto los pies en su casa; sólo sabía que vivía en Vitry. Por lo demás, la vivienda de protección oficial estaba bien cuidada. Dos jóvenes árabes, me siguieron con la mirada, y uno de ellos escupió al suelo cuando pasé. Por lo menos no me escupió la cara.

El apartamento lo pagaban los fondos de la diócesis, o algo así. Desplomado delante del televisor, Buvet veía un programa de variedades con ojos sombríos. Aparentemente había vaciado bastantes cervezas mientras me esperaba.

– Bueno, ¿qué hay? -dije yo con sencillez.

– Ya te había dicho que Vitry no es una parroquia fácil; es peor aun de lo que te puedas imaginar. Desde que llegué he intentado formar grupos de jóvenes; nunca ha venido ni uno. Hace tres meses que no he celebrado un bautismo. En misa nunca he conseguido tener mas de cinco personas; cuatro africanas y una vieja bretona; creo que tenia ochenta y dos años; había sido empleada de ferrocarriles. Hacia mucho que era viuda; sus hijos ya no iban a verla, y ella ya no tenía sus direcciones. Un domingo no la ví en misa. -Hizo un gesto vago con la botella de cerveza en la mano, y unas gotas salpicaron la moqueta-. Sus vecinos me contaron que alguien la había atacado; la habían llevado al hospital, pero solo tenia unas fracturas leves. Fui a visitarla: las fracturas tardarían tiempo en soldar, claro, pero no corría ningún peligro. Una semana después, cuando volví, había muerto. Pedí explicaciones, y los médicos se negaron a dármelas. Ya la habían incinerado; nadie de la familia había aparecido. Estoy seguro de que ella habría querido un entierro religioso; no me lo había dicho, nunca hablaba de la muerte; pero estoy seguro de que eso es lo que habría querido.

Bebió un trago y continúo:

– Tres días más tarde vino a verme Patricia.

Hizo una pausa significativa. Le eché un vistazo a la pantalla, que tenia el sonido cortado; una cantante con una tanga de lamé negro parecía rodeada de pitones, hasta anacondas. Luego miré otra vez a Buvet, intentando hacer una mueca de simpatía.

El continuó:

– Quería confesarse, pero no sabia como hacerlo, no conocía el procedimiento. Patricia era enfermera en el servicio a donde habían llevado a la vieja; había oído a los médicos hablar entre sí. No tenían ganas de que ocupara una cama durante los meses que necesitaba para recuperarse; decían que era una carga inútil. Entonces decidieron administrarle un cóctel lítico; es una mezcla de dosis altas de tranquilizantes que provoca una muerte rápida y dulce. Lo discutieron dos minutos, nada más; luego el jefe de servicio fue a decirle a Patricia que le pusiera la inyección. Ella lo hizo esa misma noche. Era la primera vez que practicaba la eutanasia; pero sus colegas lo hacen muy a menudo. La vieja murió enseguida, mientras dormía. Y desde entonces Patricia no podía dormir; soñaba con la vieja.

– ¿Y tú que hiciste?

– Fui al arzobispado; estaban al corriente. Por lo visto, en ese hospital practicaban muchas eutanasias. Nunca ha habido quejas; de todos modos, hasta ahora, todos los procesos han terminado con un veredicto de inocencia.

Se calló, acabó la cerveza de un trago, abrió otra botella; luego, con bastante valentía, siguió:

– Volví a ver a Patricia casi todas las noches durante un mes. No sé qué me pasó. Era tan dulce, tan ingenua… No sabia nada de religión, y sentía una gran curiosidad. No entendía por que los sacerdotes no tienen derecho a hacer el amor, se preguntaba si tenían vida sexual, si se masturbaban. Yo contestaba a todas sus preguntas, no me molestaban. Esos días rezaba mucho, releía constantemente los Evangelios; no tenia la impresión de estar haciendo nada malo; sentía que Cristo me comprendía, que El estaba conmigo.

Se quedó callado de nuevo. Ahora, en la tele, había un anuncio para el Renault Clio; el coche parecía muy cómodo.

– El lunes pasado, Patricia me anuncio que había conocido a otro chico. En una discoteca, La Metrópolis. Me dijo que no volveríamos a vernos, pero que estaba contenta de haberme conocido; le gustaba cambiar de pareja; solo tenia veinte años, sin mas; lo que la excitaba, lo que encontraba divertido, sobre todo, era la idea de acostarse con un cura; pero me prometía que no le diría nada a nadie.

Esta vez, el silencio duró sus buenos dos minutos. Me preguntaba lo que un psicólogo habría dicho en mi lugar; probablemente nada. Al final, se me ocurrió una idea descabellada:

– Deberías confesarte.

– Mañana tengo que decir misa. No voy a poder. Creo que no voy a poder. Ya no siento la presencia.

– ¿Qué presencia?

Después de eso no dijimos mucho más. De vez en cuando yo soltaba frases del tipo “Vamos, vamos…”; él seguía vaciando cervezas con regularidad. Estaba claro que no podía hacer nada por él. Al final, llamé un taxi.

Cuando abrí la puerta, me dijo: “Hasta la vista…” No creo; estoy prácticamente convencido de que no volveremos a vernos.


En mi casa hace frío. Recuerdo que justo antes de salir rompí una ventana de un puñetazo. Sin embargo, y es extraño, no me he hecho nada en la mano, ni un solo corte.

De todas formas me acuesto, y duermo. Las pesadillas llegan mas tarde. Al principio no parecen pesadillas; son más bien agradables.

Vuelo por encima de la catedral de Chartres. Tengo una visión mística sobre la catedral de Chartres. Parece contener y representar un secreto, un secreto esencial. Mientras tanto, en los jardines, junto a las entradas laterales, se forman grupos de religiosas. Acogen viejos e incluso agonizantes, explicándoles que voy a revelar un secreto.

No obstante, camino por los pasillos de un hospital. Un hombre me ha citado, pero no está. Tengo que esperar un momento en una cámara frigorífica, y luego entro en otro pasillo. El que podría sacarme del hospital sigue sin aparecer. Entonces asisto a una exposición. Lo ha organizado todo Patrick Leroy, del Ministerio de Agricultura. Ha recortado cabezas de personajes famosos en las revistas, las ha pegado sobre un cuadro cualquiera (que representa, por ejemplo, la flora de Trias) y vende muy caros sus pequeños figurines. Tengo la impresión de que quiere que le compre uno; parece satisfecho de sí mismo y tiene un aire casi amenazador.

Después vuelvo a sobrevolar la catedral de Chartres. Hace muchísimo frío… Estoy completamente solo. Las alas me sostienen bien.

Me acerco a las torres, pero ya no reconozco nada. Estas torres son inmensas, oscuras, maléficas, están hechas de un mármol negro que despide duros reflejos, incrustadas en el mármol hay figurillas de colores violentos que despliegan los horrores de la vida orgánica.

Caigo, caigo entre las torres. Mi cara, a punto de destrozarse, se cubre de líneas de sangre que señalan precisamente los lugares de fractura. Mi nariz es un agujero abierto que supura materia orgánica.

Y ahora estoy en la llanura de Champagne, desierta. Hay menudos copos de nieve que vuelan por aquí y por allá con las hojas de una revista ilustrada, impresa en caracteres grandes y agresivos. La revista parece datar de 1900.

¿Soy reportero o periodista? Cualquiera lo diría, porque el estilo de los artículos me resulta familiar. Están escritos en ese tono de queja cruel que les gusta a los anarquistas y a los surrealistas.

Octavie Léoncet, noventa y dos años, ha sido hallada asesinada en su granja. Una pequeña granja en los Vosges. Su hermana, Leontine Léoncet, ochenta y siete años, enseña con mucho gusto el cadáver a los periodistas. Las armas del crimen están ahí, bien visibles: una sierra de madera y un berbiquí. Todo manchado de sangre, por supuesto.

Y los crímenes se multiplican. Siempre ancianas aisladas en sus granjas. El asesino, joven e insaciable, deja siempre sus herramientas de trabajo a la vista: a veces un escoplo, a veces unas podaderas, otras veces simplemente un serrucho.

Y todo esto es mágico, aventurero, libertario.


Me despierto. Hace frió. Me vuelvo a dormir.

Ante esas herramientas manchadas de sangre siento cada vez, con todo detalle, los sufrimientos de la victima. Al cabo de un rato tengo una erección. En la mesilla de noche tengo unas tijeras. La idea me obsesiona: cortarme el sexo. Imagino las tijeras en la mano, la breve resistencia de la carne, y de pronto el muñón sanguinolento, el probable desmayo.

El muñón en la moqueta. Bañado de sangre.


A eso de las once me vuelvo a despertar. Tengo dos pares de tijeras, uno en cada habitación. Los cojo y los coloco encima de unos libros. El deseo persiste, crece y se transforma. Esta vez mi idea es coger unas tijeras, hundírmelas en los ojos y arrancármelos. Para ser exactos en el ojo izquierdo, en ese sitio que conozco bien, donde parece tan hueco en su orbita.

Y luego tomo calmantes, y todo se arregla. Todo se arregla.

5

VENUS Y MARTE


Después de una noche así, me parece buena idea reconsiderar la proposición del doctor Népote sobre la casa de reposo. El me felicito calurosamente. En su opinión, ese era el camino más directo hacia un completo restablecimiento. El hecho de que la iniciativa viniese de mi era altamente favorable; empezaba a tomar las riendas de mi propio proceso de curación. Estaba bien; estaba muy bien.

Así que aparecí en Rueil-Malmaison con su carta de presentación. Había un parque, y las comidas eran en común. A decir verdad, al principio me resultaba imposible ingerir cualquier alimento sólido; lo vomitaba enseguida, con dolorosas arcadas; tenia la impresión de ir a echar también los dientes. Hubo que recurrir al goteo.

El medico jefe, de origen colombiano, no me fue de mucha ayuda. Yo exponía, con la imperturbable seriedad de los neuróticos, perentorios argumentos contra mi supervivencia; el menor de entre ellos me parecía causa suficiente para un suicidio inmediato. El parecía escuchar; al menos guardaba silencio; como máximo, a veces ahogaba un ligero bostezo. Tardé unas cuantas semanas en comprender lo que ocurría; yo hablaba en voz baja; él no conocía muy bien la lengua francesa; en realidad, no entendía una sola palabra de lo que le contaba.

Un poco mayor, de origen social mas modesto, la psicóloga que trabajaba con él me proporcionó, por el contrario, una valiosísima ayuda. Cierto que estaba haciendo una tesis sobre la angustia, y que necesitaba material. Usaba una grabadora Radiola; me pedía permiso para ponerla en marcha. Por supuesto, yo aceptaba. Me gustaban sus manos estropeadas, con las uñas roídas, cuando apretaba la tecla Record. Y eso que yo siempre había odiado a las estudiantes de psicología; pequeñas zorras, eso es lo que pienso de ellas. Pero esa mujer de más edad, que uno se imaginaba con los brazos metidos en la colada y un turbante enrollado a la cabeza, casi me inspiraba confianza.

Sin embargo, al principio nuestras relaciones no fueron fáciles. Ella me reprochaba que hablase en términos demasiados generales, demasiado sociológicos. En su opinión, tenía que implicarme, intentar “volver a concentrarme en mi mismo”.

– Pero es que ya estoy un poco harto de mí mismo… -objetaba yo.

– Como psicóloga no puedo aceptar un discurso semejante, ni apoyarlo de ninguna manera. Al teorizar sobre la sociedad, usted establece una barrera y se protege tras ella; a mí me toca destruir esa barrera para que podamos trabajar sobre sus problemas personales.

Este dialogo de sordos continuó durante un poco mas de dos meses. En el fondo, creo que yo le caía bien. Recuerdo una mañana, era ya a comienzos de la primavera; por la ventana veía a los pájaros saltar sobre el césped. Ella parecía fresca, relajada. Al principio tuvimos una breve conversación sobre mis dosis de medicamentos; y luego, de forma directa, espontánea, muy inesperada, ella me preguntó: “En el fondo, ¿por qué es tan desgraciado?”. Esa franqueza no era nada corriente. Y yo también hice algo fuera de lo común; le tendí un pequeño texto que había escrito la noche anterior para distraer el insomnio.

– Preferiría escucharle… -dijo ella.

– Léalo de todos modos.

Definitivamente, estaba de buen humor; cogió la hoja que yo le tendía y leyó las siguientes frases:

“Algunos seres experimentan enseguida una aterradora imposibilidad de vivir por sus propios medios; en el fondo no soportan ver su vida cara a cara, y verla entera, sin zonas de sombra, sin segundos planos. Estoy de acuerdo en que su existencia es una excepción a las leyes de la naturaleza, no solo porque esta fractura de inadaptación fundamental se produce aparte de cualquier finalidad genética, sino también a causa de la excesiva lucidez que presupone, lucidez que trasciende claramente los esquemas perceptivos de la existencia ordinaria. A veces basta con colocarles otro ser delante, a condición de suponerlo tan puro y transparente como ellos mismos, para que esta insoportable fractura se convierta en una aspiración luminosa, tensa y permanente hacia lo absolutamente inaccesible. Así pues, como un espejo que devuelve día tas día la misma imagen desesperante, dos espejos paralelos elaboran y construyen una red límpida y densa que arrastra al ojo humano a una trayectoria infinita, sin limites, infinita en su pureza geométrica, mas allá del sufrimiento y del mundo.”

Alcé los ojos, la miré. Parecía un poco sorprendida. Al Final, aventuró: “Lo del espejo es interesante…” Debía de haber leído algo en Freíd, o en Mickey Parade. En fin, hacía lo que podía, era amable. Animándose, añadió:

– Pero prefería que me hable directamente de sus problemas. Está siendo demasiado abstracto otra vez.

– Quizás. Pero no entiendo, hablando en concreto, como consigue vivir la gente. Tengo la impresión de que todo el mundo debería ser desgraciado; ya ve, vivimos en un mundo tan sencillo… Hay un sistema basado en la dominación, el dinero y el miedo, un sistema más bien masculino, que podemos llamar Marte; y hay un sistema femenino basado en la seducción y el sexo, que podemos llamar Venus. Y esos es todo. ¿De verdad es posible vivir y creer que no hay nada más? Maupassant pensaba, y con él los realistas del siglo XIX, que no había nada mas; y eso lo llevó a la locura.

– Lo confunde usted todo. La locura de Maupassant no es mas que una fase típica del desarrollo de la sífilis. Todo ser humano normal acepta los dos sistemas de los que usted habla.

– No. Si Maupassant se volvió loco, fue porque tenia una aguda conciencia de la materia, de la nada y de la muerte, y porque no tenia conciencia de nada mas. En eso se parecía a nuestros contemporáneos: establecía una separación absoluta entre su existencia individual y el resto del mundo. Esa es la única manera en que podemos pensar el mundo actualmente. Por ejemplo, una bala de una Mágnum del 45 puede rozarme la cara e incrustarse en la pared que tengo detrás; yo saldré ileso. En caso contrario, la bala destrozará la carne, el dolor físico será considerable; tendré el rostro mutilado; tal vez el ojo también estalle, y en ese caso seré mutilado y tuerto; desde ese momento inspiraré repugnancia a los demás hombres. Hablando mas en general, todos estamos sometidos al envejecimiento y a la muerte. Estas nociones de vejez y de muerte son insoportables para el individuo; se desarrollan soberanas e incondicionales a nuestra civilización, ocupan progresivamente el campo de la conciencia, no dejan que en ella subsista nada más. Así, poco a poco, se establece la certeza de que el mundo es limitado. El mismo deseo desaparece; solo quedan la amargura, los celos y el miedo. Sobre todo, queda la amargura; una amargura inmensa, inconcebible. Ninguna civilización, ninguna época han sido capaces de desarrollar en los hombres tal cantidad de amargura. Desde este punto de vista, vivimos tiempos sin precedentes. Si hubiera que resumir el estado mental contemporáneo en una palabra yo elegiría, sin dudarlo, amargura.

Al principio, ella no contestó. Reflexionó unos segundos y luego me preguntó:

– ¿Cuándo fue la última vez que tuvo relaciones sexuales?

– Hace algo más de dos años.

– ¡Ah! – exclamó ella casi con triunfo- ¡Ya lo ve! En esas condiciones, ¿Cómo quiere amar la vida?…

– ¿Querría hacer el amor conmigo?

Ella se quedó confusa, creo que incluso enrojeció un poco. Tenia cuarenta años, estaba delgada y bastante estropeada; pero esa mañana me parecía realmente encantadora. Guardo un recuerdo muy dulce de ese momento. Un poco a su pesar, sonreía; creí que iba a decir que sí. Pero al final se dominó:

– Ese no es mi papel. Como psicóloga, mi papel es ayudarle a recuperar un estado en el que pueda poner en práctica estrategias de seducción que le permitan volver a tener relaciones normales con mujeres.

En las siguientes sesiones hizo que la sustituyera un colega.


Más o menos en la misma época, empecé a interesarme por mis compañeros de infortunio. Había pocos en estado de delirio; sobre todo depresivos y angustiados; supongo que lo habían organizado a propósito. La gente que sufre este tipo de estados renuncia muy deprisa a dárselas de lista. Lo más normal es que estén en la cama todo el día, con sus tranquilizantes; de vez en cuando dan una vuelta por el pasillo, se fuman cuatro o cinco cigarrillos seguidos y vuelven a la cama. Las comidas, no obstante, era un momento colectivo; la enfermera de guardia decía: “Sírvanse.” Nadie pronunciaba otra palabra; cada cual masticaba su alimento. A veces una crisis de temblor se apoderaba de uno de los comensales, otro empezaba a gemir; entonces volvían a su habitación, y eso era todo. Poco a poco, empecé a tener la impresión de que toda aquella gente -hombres o mujeres- no estaban trastornados en absoluto; sencillamente, les faltaba amor. Sus gestos, actitudes y mímica traicionaban una sed desgarradora de contacto físico, de carencias; pero claro, eso no era posible. Entonces gemían, gritaban, se arañaban; durante mi estancia hubo una tentativa lograda de castración.

Al cabo de las semanas aumentaba mi convicción de que estaba allí para llevar a cabo un plan preestablecido; de modo semejante al Cristo que, en los Evangelios, cumple lo que habían anunciado los profetas. Al mismo tiempo se desarrollaba la intuición de que éste sólo era el primero de una serie de internamientos cada vez más largos en establecimientos psiquiátricos cada vez más cerrados y más duros. Esta perspectiva me entristecía profundamente.

Volvía a ver a la psicóloga de vez en cuando en los pasillos, pero no mantuvimos ninguna conversación de verdad; nuestra relación se había vuelto bastante normal. Su trabajo sobre la angustia avanzaba, me dijo; tenia exámenes en junio.

No hay duda de que ahora tengo una vaga existencia en una tesis de tercer ciclo, en medio de otros casos concretos. Esta impresión de haberme convertido en elemento de un informe me tranquiliza. Imagina el volumen, la encuadernación pegada, la portada un poco triste; suavemente, me aplano entre las páginas; me aplasto.

Salí de la clínica un 26 de mayo; me acuerdo del sol, del calor, del ambiente de libertad en las calles. Era insoportable.

También me engendraron un 26 de mayo, a la caída de la tarde. El coito tuvo lugar en el salón, sobre una falsa alfombra de pakistaní. En el momento en que mi padre penetraba a mi madre por detrás, ella tuvo la desafortunada idea de estirar la mano para acariciarle los testículos, y él eyaculó. Ella sintió placer, pero no un verdadero orgasmo. Poco después, cenaron pollo frío. Ahora hace de esto treinta y dos años; en aquella época aun había pollos de verdad.

Sobre mi vida a la salida de la clínica no me habían dado indicaciones concretas; sólo tenía que volver a presentarme allí una vez por semana. Dejando eso aparte, desde aquel momento me tocaba hacerme cargo de mi mismo.

6

SAINT-CIRGUES-EN-MONTAGNE


Por paradójico que parezca, hay un camino a

Recorrer y hay que recorrerlo, pero no hay viajero.

Hay actos, pero no hay actor.


Sattipathana-Sutta, XLII,16


El 20 de junio del mismo año me levanté a las seis de la mañana y encendí la radio, más concretamente Radio Nostalgia. Había una canción de Marcel Amont que hablaba de un curtido mexicano; superficial, despreocupado, un poco tonto; exactamente lo que me faltaba. Me lavé escuchando la radio y luego recogí algunas cosas. Había decidido volver a Saint-Cirgues-en-Montagne; bueno, volver a intentarlo.

Antes de irme, me como todo lo que queda en casa. Es bastante difícil, porque no tengo hambre. Afortunadamente no hay mucho; cuatro tostadas y una lata de sardinas en aceite. No entiendo por que lo hago, está claro que son productos de larga duración. Pero hace ya mucho tiempo que no veo claro el sentido de mis actos; digamos que ya no lo veo muy a menudo. El resto del tiempo adopto, mas o menos, el punto de vista del observador.

Al entrar en el vagón me doy cuenta de que me estoy desinflando; no hago caso y me siento. En la estación de Langogne alquilo una bicicleta; he llamado de antemano para hacer la reserva, lo he organizado todo muy bien. Así que monto en la bicicleta y de inmediato me doy cuenta de lo absurdo que es el proyecto; hace diez años que no monto en bicicleta, Saint-Cirgues está a cuarenta kilómetros, la carretera que va hasta allí es muy montañosa y apenas me siento capaz de recorrer dos kilómetros en terreno llano. He perdido la aptitud para el esfuerzo físico, y también las ganas de hacerlo.

La carretera es un suplicio permanente, pero un poco abstracto, por decirlo así. La región esta completamente desierta; uno se interna cada vez mas en las montañas. Sufro mucho, he sobrevalorado mis fuerzas físicas. Pero ya no tengo muy claro el objetivo ultimo de este viaje, se disgrega lentamente a medida que, sin ni siquiera mirar el paisaje, subo estas inútiles pendientes que solo ocultan otras.

En mitad de una penosa subida, mientras jadeo como un canario asfixiado, veo un letrero: “Cuidado. Barrenos.” A pesar de todo, me cuesta un poco creerlo. ¿Quién lo tomaría de ese modo?

Un poco mas adelante encuentro la explicación. Se trata de una cantera; lo único que hay que destruir son rocas. Eso me gusta más.

El terreno es más llano; vuelvo a alzar la cabeza. Al lado derecho de la carretera hay una colina de escombros, algo a mitad de camino entre el polvo y los guijarros pequeños. La superficie inclinada es gris, absoluta y geométricamente lisa. Muy atrayente. Estoy convencido que si uno la pisa se hunde de inmediato varios metros.

De vez en cuando me detengo al borde de la carretera, me fumo un cigarrillo, lloro un poco y vuelvo a pedalear. Me gustaría estar muerto. Pero “hay un camino que recorrer, y hay que recorrerlo”.


Llego a Saint-Cirgues en un patético estado de agotamiento, y me bajo en el Hotel Aroma del Bosque. Después de descansar un rato, voy al bar del hotel a tomarme una cerveza. La gente del pueblo parece acogedora, simpática; me dicen “buenos días”.

Espero que nadie vaya a intentar emprender una conversación mas larga, a preguntarme si estoy haciendo turismo, desde donde vengo en bicicleta, si me gusta la región, etc. Pero, afortunadamente, esto no ocurre.

Mi margen de maniobra en la vida se ha vuelto particularmente restringido. Todavía entreveo varias posibilidades, pero que solo se diferencian en pequeños detalles.

La comida no arregla las cosas. Sin embargo, entre tanto, me he tomado tres Tercian. Estoy solo en la mesa y pido el menú de degustación. Es absolutamente delicioso; hasta el vino es bueno. Lloro mientras como, dejando escapar pequeños gemidos.

Mas tarde, en la habitación, intento dormir; en vano, una vez mas. Triste rutina cerebral; el transcurso de la noche, que parece petrificado; las imágenes que desfilan con creciente parsimonia. Minutos enteros para ajustar la colcha.

Sin embargo, a eso de las cuatro de la mañana, la noche se vuelve distinta. Algo se agita en mi interior y quiere salir. El carácter mismo de este viaje empieza a modificarse: adquiere en mi cabeza un tinte decisivo, casi heroico.


El 21 de junio, a las siete de la mañana, me levanto, desayuno y voy en bicicleta al parque nacional de Mazas. Se ve que la comida del día anterior me ha dado nuevas fuerzas; avanzo con soltura, sin esfuerzo, entre los pinos.

Hace un día maravilloso, suave, primaveral. El bosque de Mazas es muy bonito, y se desprende de el una profunda serenidad. Es un verdadero bosque silvestre. Hay senderos escarpados, claros, un sol que se insinúa por todas partes. Las praderas están cubiertas de junquillos. Se esta bien, se puede ser feliz; no hay hombres. Aquí parece que algo es posible. Parece que uno esta en un punto de partida.

Y de pronto todo desaparece. Una gran bofetada mental me devuelve a lo mas hondo de mi mismo. Me examino, ironizo; pero al mismo tiempo me respeto. ¡Que capaz me siento hasta el final de impresionantes imágenes mentales! ¡Que clara es todavía la imagen que me hago del mundo! La riqueza de lo que va a morir en mi es prodigiosa; no tengo que avergonzarme de mi mismo; lo habré intentado.

Me tumbo en una pradera, al sol. Y ahora siento dolor, tendido en esta pradera, tan dulce, en mitad de un paisaje amable, tan sereno. Todo lo que podría haber sido fuente de participación, de placer, de inocente armonía sensorial, se ha convertido en fuente de dolor y sufrimiento. A la vez siento, con una violencia increíble, la posibilidad de alegría. Desde hace años camino junto a un fantasma que se me parece y que vive en un paraíso teórico, en estrecha relación con el mundo. Durante mucho tiempo he creído que tenia que reunirme con él. Ya no.


Me interno un poco más en el bosque. Detrás de esta colina, según el mapa, están las fuentes del Ardeche. Ya no me interesa; aun así, sigo. Y ya ni siquiera sé donde están las fuentes; ahora todo se parece. El paisaje es cada vez más dulce, más amable, mas alegre; me duele la piel. Estoy en el ojo del huracán. Siento la piel como un frontera, y el mundo exterior como un aplastamiento. La sensación de separación es total; desde ahora estoy prisionero en mi mismo. No habrá fusión sublime; he fallado el blanco de la vida. Son las dos de la tarde.

Загрузка...