En las cercanías del paso de Bab-el-Mandel, bajo la superficie equivoca e inmutable del mar, se ocultan grandes arrecifes de coral, espaciados de manera irregular, que representan un peligro real para la navegación. Casi no son perceptibles, a no ser por un afloramiento rojizo, un tinte del agua un poco distinto. Y si el viajero de paso se digna recordar la extraordinaria densidad de la población de tiburones que caracteriza esta zona del Mar Rojo (llegan, si no me falla la memoria, a unos dos mil tiburones por kilómetro cuadrado), se comprenderá que sienta un ligero estremecimiento, a pesar del calor aplastante y casi irreal que hace vibrar el aire con un viscoso hormigueo en las cercanías del paso de Bab-el-Mandel.
Afortunadamente, por una singular compensación del cielo, siempre hace buen tiempo, excesivamente bueno, y el horizonte no se separa nunca de ese resplandor recalentado y blanco que también puede observarse en las fabricas siderúrgicas durante la tercera parte del tratamiento del mineral de hierro (me refiero a ese momento en que se dilata, como suspendido en la atmósfera y extrañamente consustancial a su naturaleza intrínseca, el vaciado recién formado de acero liquido). Por eso la mayoría de los marinos franquean el obstáculo sin problemas, y pronto surcan en silencio las aguas tranquilas, iridiscentes y húmedas del golfo de Adén.
A veces, sin embargo, tales cosas ocurren, y se manifiestan de verdad. Estamos a lunes por la mañana, uno de diciembre; hace frío y espero a Tisserand junto al aviso de salida del tren a Rouen; estamos en la estación de Saint-Lazare; cada vez tengo más frío y cada vez estoy más harto. Tisserand llega en el ultimo momento; nos va a costa trabajo encontrar sitio. A menos que haya sacado un billete de primera para el; seria muy propio de el.
Podía formar un tandem con cuatro o cinco personas de la empresa, y me toca Tisserand. No me alegro en lo más mínimo. El, por el contrario, esta encantado. “Tu y yo formamos un equipo superbueno…”, declara de entrada, “presiento que vamos a encajar de maravilla…” (esboza con las manos una especie de movimiento rotativo, como para simbolizar nuestra futura armonía).
Ya conozco a este chico; hemos hablado varias veces junto a la maquina de bebidas calientes. Normalmente, contaba historias guarras; me huelo que este viaje a provincias va a ser siniestro.
Mas tarde, el tren arranca. Nos instalamos en medio de un grupo de estudiantes parlanchines que parecen pertenecer a una escuela de comercio. Me siento junto a la ventana para escapar, en una débil medida, del ruido ambiente. Tisserand saca de su cartera diferentes folletos a todo color que hablan de los programas de contabilidad; eso no tiene nada que ver con las clases de formación que vamos a dar. Me arriesgo a hacer la observación. El apela vagamente: “Ah, si, Sicómoro también esta bien…”, y sigue con su monologo. Tengo la impresión de que, por lo que toca a los aspectos técnicos, cuenta conmigo en un cien por cien.
Lleva un traje esplendido con motivos rojos, amarillos y verdes; se parece un poco a un tapiz medieval. También lleva un pañuelo que sobresale del bolsillo superior de la chaqueta, más bien del estilo “Viaje al plante Marte” y una corbata a juego. Toda su ropa recuerda al personaje del ejecutivo comercial hiperdinámico y no exento de humor. En cuando a mí, voy vestido con una parka acolchada y un jersey grueso tipo “fin de semana en las Hébridas”. Me imagino que en el juego de roles que esta dando comienzo yo representaré al “hombre de sistemas”, el técnico competente pero un poco tosco, que no tiene tiempo de preocuparse por la ropa y que sufre una incapacidad congénita para dialogar con el usuario. Me viene como anillo al dedo. Tiene razón, formamos un buen equipo.
Me pregunto si al sacar todos sus folletos no estará intentando llamar la atención de la chica sentada a su izquierda, una estudiante de la escuela de comercio, muy bonita, vaya. Así que solo me estaría dedicando superficialmente su discurso. Me permito echar una ojeada al paisaje. Empieza a amanecer. Aparece el sol, rojo sangre, terriblemente rojo sobre la hierba verde oscuro, sobre los estanques brumosos. Pequeñas aldeas humean a lo lejos en el valle. Es un magnifico espectáculo, un poco pavoroso. A Tisserand no le interesa. Por el contrario, intenta atraer la mirada de la estudiante de su izquierda. El problema de Rápale Tisserand – he hecho, el fundamento de su personalidad – es que es muy feo. Tan feo que su aspecto repele a las mujeres, y no consigue acostarse con ellas. No obstante lo intenta, lo intenta con toda su alma, pero no le sale. Simplemente, ellas no quieren saber nada de el.
Sin embargo, su cuerpo no esta lejos de la normalidad; de tipo vagamente mediterráneo, está, sí, un poco gordo; “rechoncho”, como se suele decir; además, su calvicie lleva una rápida evolución. Bueno, todo esto podría tener arreglo; pero lo que no tiene remedio es su rostro. Tiene la mismísima cara de un sapo: rasgos espesos, groseros, anchos, deformes, lo contrario exactamente de la belleza. Su piel reluciente, acnéica, parece exudar a todas horas un humor graso. Lleva gafas de culo de botella, porque además es muy miope; pero me temo que si llevase lentillas no arreglaría nada. Para colmo, su conversación carece de elegancia, de fantasía, de humor; no tiene ni el más mínimo encanto (el encanto es una cualidad que a veces puede sustituir a la belleza; al menos en los hombres; a menudo se dice: “Tiene mucho encanto”; eso es lo que se suele decir). En estas condiciones, seguro que está terriblemente frustrado, pero ¿Qué le voy a hacer yo? Así que miro el paisaje.
Mas tarde, inicia una conversación con la estudiante. Seguimos el curso del Sena, escarlata, completamente ahogado en los rayos del sol naciente; parece que el río arrastre sangre de verdad.
A eso de las nueve, llegamos a Rouen. La estudiante se despide de Tisserand; claro, se niego a darle su número de teléfono. Durante unos cuantos minutos se va a sentir un poco abatido; voy a tener que encargarme de buscar un autobús.
El edificio de la Dirección Provincial de Agricultura es siniestro, y llegamos tarde. Aquí el trabajo empieza a las ocho; luego me enterare de que así suele ocurrir en provincias. El curso de formación comienza de inmediato. Tisserand toma la palabra; se presenta, me presenta, presenta a nuestra empresa. Supongo que justo después va a presentar la informática, los programas integrados, sus ventajas. También podría presentar el curso, el método de trabajo que vamos a seguir, muchas cosas. Con todo eso nos darían sin problemas las doce del mediodía, sobre todo si hay una de esas viejas y queridas pausas para un café. Me quito la parka y coloco algunos papeles a mí alrededor.
Los asistentes son unas quince personas; hay secretarias y ejecutivos, supongo que técnicos; tienen aspecto de técnicos. No parecen muy desagradables, ni muy interesados en la informática; y sin embargo, me digo para mis adentros, la informática va a cambiar sus vidas.
Veo enseguida de donde va a venir el peligro: se trata de un chico muy joven con gafas, alto, delgado y flexible. Se ha instalado al fondo, como para poder vigilar a todo el mundo; para mis adentros lo llamo “la Serpiente”, aunque se presenta durante la pausa del café, con el nombre de Schnabele. Es el futuro jefe de sección informática en vías de creación, y parece estar muy satisfecho de ello. Sentado a su lado hay un tipo de unos cincuenta años, bastante bien plantado, que pone mala cara y lleva una barba pelirroja. Debe de ser un antiguo brigada, al por el estilo. Tiene una mirada fija -Indochina, supongo- que clava en mi durante mucho tiempo, como para conminarme a que explique los motivos de mi presencia. Parece consagrado en cuerpo y alma a la serpiente, su jefe. Por su parte, él parece mas bien un dogo; o, en cualquier caso, ese tipo de perros que nunca sueltan la presa.
Muy pronto la Serpiente hace preguntas con el objetivo de desestabilizar a Tisserand, de hacerlo quedar como un incompetente. Tisserand es un incompetente, eso es un hecho, pero ya las ha visto parecidas. Es un profesional. No le cuesta nada parar los diferentes ataques, ya sea eludiéndolos con gracia, ya prometiendo volver sobre tal punto en un momento ulterior del curso. A veces hasta consigue sugerir que la pregunta habría tenido cierta sentido en una época anterior a la informática, pero que ahora lo ha perdido por completo.
A mediodía, nos interrumpe un timbre estridente y desagradable. Schnabele serpentea hacia nosotros: “¿Comemos juntos?…” Prácticamente, no deja lugar a replica.
Nos comunica que tiene algunas cosillas que hacer antes de la comida, pide disculpas. Pero podemos acompañarle, así nos “enseñara la casa”. Nos arrastra por los pasillos; su acolito nos sigue dos pasos atrás. Tisserand consigue susurrarme que habría “preferido comer con las dos chavalas de la tercera fila”. Así que ya ha encontrado presas femeninas entre la asistencia; era casi inevitable, pero aun así me preocupa un poco.
Entramos en el despacho de Schnabele. El acolito se queda inmóvil en el umbral, en actitud de espera; monta guardia, por decirlo así. La habitación es grande, incluso muy grande para un ejecutivo tan joven, y al principio pienso que nos ha traído aquí solo para demostrarlo, porque no hace nada; se conforma con dar golpecitos nerviosos sobre el teléfono. Me dejo caer en un sillón delante de la mesa, y Tisserand no tarda en imitarme. El otro imbécil concede: “Claro, siéntense…” En ese mismo momento, aparece una secretaria por una puerta lateral. Se acerca a la mesa con respeto. Es una mujer bastante mayor, con gafas. Sostiene, con ambas manos abiertas, una pila de documentos para firmar. Así que este es el motivo de toda la puesta en escena, me digo.
Schnabele interpreta su papel de un modo impresionante. Antes de firmar el primer documento lo recorre despacio con los ojos, gravemente. Señala un giro “de sintaxis poco afortunado”. La secretaria, confusa: “Puedo rehacerlo, señor…”; y él, magnánimo: “Oh, no, está perfectamente.”
El fastidioso ceremonial se reproduce con el segundo documento, y des pues con el tercero. Empiezo a tener hambre. Me levanto para examinar las fotos colgadas en la pared. Son fotos de aficionado, reveladas y enmarcadas con cuidado. Parece que representan géiseres, concreciones de hielo, cosas así. Supongo que las saco personalmente durante unas vacaciones en Islandia; un circuito de Nuevas Fronteras, con toda probabilidad. Pero les ha hecho de todo: solarización, efectos de filtro en estrella y no se cuantas cosas mas; tantas que casi no se reconoce nada y el conjunto es bastante feo.
Viento mi interés, el se acerca y declara:
– Es Islandia… bastante bonita, creo yo.
– Ah… -contesto.
Por fin nos vamos a comer. Schnabele nos precede por los pasillos, comentando la organización de los despachos y la “distribución del espacio”, como si acabara de adquirir el edificio. De vez en cuando, cuando torcemos a la derecha, me pasa el brazo por los hombros; a pesar de todo sin tocarme, por fortuna. Anda deprisa, y a Tisserand, que tiene las piernas cortas, le cuesta un poco seguirle; le oigo jadear a mi lado. Dos pasos por detrás, el acolito cierra la marcha como para prevenir un eventual ataque por sorpresa.
La comida se hace interminable. Al principio todo va bien, Schnabele habla de si mismo. Nos vuelve a informar de que a los veinticinco años ya es director de la sección de informática, o al menos esta a punto de serlo en un futuro inmediato. Entre los entremeses y el primer plato nos recuerda tres veces su edad: veinticinco años.
Después quiere que le hablemos de nuestra “formación”, probablemente para asegurarse de que es inferior a la suya (él es IGREF, y parece sentirse orgulloso; yo no se que es eso, pero luego me entero de que los IGREF son una variedad particular de altos funcionarios que solo se encuentra en los organismos dependientes del Ministerio de Agricultura; un poco como los de la Escuela Nacional de Administración, pero con menos nivel). A este respecto, Tisserand lo deja completamente satisfecho: dice que ha estudiado en la Escuela Superior de Comercio de Bastía, o algo por el estilo, en el límite de la credibilidad. Yo mastico el entrecot a la bearnesa y finjo no haber entendido la pregunta. El ayudante me clave su mirada fija, y por un momento me pregunto si no me va a echar la bronca: “! Conteste cuando le preguntan!”; vuelvo directamente la cabeza en otra dirección. Al final, Tisserand responde por mí: me presenta como “ingeniero de sistemas”. Para acreditar la idea, pronuncio unas frases sobre las normas escandinavas y la conmutación de las redes; Schnabele se repliega en la silla, a la defensiva; yo me voy a buscar un flan.
La tarde esta dedicada a trabajos prácticos en el ordenador. Ahí intervengo yo: mientras Tisserand sigue con sus explicaciones, yo paso entre los grupos para comprobar que todo el mundo las entiende y conseguir hacer los ejercicios propuestos. Me las arreglo bastante bien, al fin y al cabo, es mi oficio.
Las dos chavalas me llaman con bastante frecuencia; son secretarias, y aparentemente es la primera vez que se encuentran delante de una pantalla de ordenador. Así que tienen un poco de pánico, y con razón, además. Pero cada vez que me acerco a ellas interviene Tisserand, que no vacila en interrumpir su explicación. Tengo la impresión de que es una de ellas la que más le atrae; cierto que es encantadora, jugosa, muy sexy; lleva un body de encaje negro y sus senos se mueven suavemente bajo la tela. Pero ay, cada vez que el se acerca a la pobrecita secretaria, la cara de ella se crispa en un involuntario gesto de repulsión, casi podría decirse que de asco. Realmente, es una fatalidad.
A las cinco vuelve a sonar el timbre. Los alumnos recogen sus cosas, se preparan para irse; pero Schnabele se acerca a nosotros: el venenoso personaje guarda una última carta. Al principio intenta aislarme con una observación preliminar: “Creo que es una pregunta para un hombre de sistemas, como usted…”; luego me expone el asunto: ¿debe o no comprar un modulador para estabilizar la tensión de entrada de corriente que alimenta al servidor de red? Le han dicho cosas contradictorias sobre el tema. Yo no tengo ni idea, y me dispongo a decírselo. Pero Tisserand, que desde luego esta en perfecta forma, se adelanta a toda velocidad: acaba de aparecer un estudio sobre ese tema, afirma con audacia; la conclusión esta muy clara: a partir de cierto nivel de trabajo con los ordenadores, en cualquier casa en menos de tres años. Por desgracia no ha traído ese estudio, ni sus referencias; pero promete enviarle una fotocopia en cuanto regrese a París.
Buena jugada. Schnabele se retira, completamente vencido; hasta llega a desearnos una buena tarde.
La tarde, al principio, consiste en buscar un hotel. A instancias de Tisserand, nos instalamos en Aux Armes Cauchotes. Bonito hotel, muy bonito; pero al fin y al cabo nos pagan los gastos de desplazamiento, ¿no?
Luego quiere tomar un aperitivo. ¡Claro, hombre!…
En el café, elige una mesa cerca de dos chicas. Se sienta y las chicas se van. Decididamente, el plan esta sincronizado a la perfección. ¡Bien por las chicas!
Como ultimo recurso, pide un dry martín; yo me conformo con una cerveza. Estoy un poco nervioso; no paro de fumar, enciendo cigarrillo tras cigarrillo, literalmente.
Me anuncia que acaba de matricularse en un gimnasio para perder un poco de peso “y también para ligar, claro”.Perfecto, no tengo la menor objeción.
Me doy cuenta de que fumo cada vez más; debo rondar los cuatro paquetes al día. Fumar cigarrillos se ha convertido en la única parte de verdadera libertad de mi existencia. La única acción con la que me comprometo plenamente, con todo mi ser. Mi único proyecto.
A continuación, Tisserand aborda uno de sus temas mas queridas, a saber, que “nosotros, los informáticos, somos los reyes”. Supongo que con eso quiere decir un elevado salario, cierta consideración profesional, una gran facilidad para cambiar de empleo. Dentro de estos límites no se equivoca. Somos los reyes.
El desarrolla la idea; yo empiezo el quinto paquete de Camel. Poco después termina su martín; quiere volver al hotel para cambiarse antes de cenar. Perfecto, vamos allá.
Le espero en el vestíbulo, mirando la televisión. Hablan de manifestaciones de estudiantes. Una de ellas, en París, ha sido muy numerosa: según los periodistas había al menos trescientas mil personas. Estaba previsto que fuera una manifestación pacifica, mas bien una gran fiesta. Y como todas las manifestaciones pacificas ha acabado mal, un estudiante ha perdido un ojo, un policía del cuerpo de seguridad la mano, etc.
Al día siguiente de esta manifestación masiva ha habido en París una manifestación de protesta contra la “brutalidad policial”; ha transcurrido en una atmósfera de “conmovedora dignidad”, cuenta el comentarista, que esta claramente a favor de los estudiantes. Toda esta dignidad me cansa un poco; cambio de cadena y doy con un videoclip sexy. Al final, apago.
Vuelve Tisserand; se ha puesto una especie de chanda de fiesta, negro y oro, que le hace parecerse un poco a un escarabajo. Vengo, vamos allá.
A iniciativa mía, cenamos en el Flunch. Es un sitio donde se pueden comer patatas fritas con una ilimitada cantidad de mayonesa (basta con sacar tanta mayonesa como se quiera de una enorme fuente); además, me basta con un plato de patatas fritas ahogadas en mayonesa y una cerveza. Tisserand, sin vacilar, pide un couscous real y una botella de Sidi Brahim. Al segundo vaso de vino empieza a mirar a las camareras, a las clientas, a quien sea. Pobre chico. Pobre, pobre chico. En el fondo se muy bien por que aprecia tanto mi compañía; yo nunca hablo de mis amigas, nunca presumo de mis éxitos con las mujeres. Por eso se siente autorizado a suponer (por otra parte, con razón) que por uno u otro motivo no tengo vida sexual; y para el eso es un sufrimiento menos, un ligero alivio en su calvario. Recuerdo haber asistido a una escena penosa el día en que nos presentaron a Tomasen, que acababa de entrar en la empresa. Tomasen es de origen sueco; es muy alto (algo mas de dos metros, creo), admirablemente bien proporcionado, y con un rostro de una extraordinaria belleza, solar, radiante; uno tiene realmente la impresión de estar cara a cara con un superhombre, un semidiós.
Tomasen me estrecho la mano, y luego se dirigió a Tisserand. Este se levanto y se dio cuenta de que, de pie, el otro le llevaba sus buenos cuarenta centímetros. Se volvió a sentar con brusquedad, la cara se le puso escarlata, creí que le iba a saltar al cuello; fue horrible ver aquello.
Después hice varios viajes a provincias con Tomasen para dar cursos de formación, siempre del mismo estilo. Nos entendimos muy bien. Ya he notado muchas veces que la gente de una belleza excepcional es a menudo modesta, amable, afable, atenta. Les cuesta mucho hacer amigos, al menos entre hombres. Se ven obligados a hacer constantes esfuerzos para intentar que los demás olviden su superioridad, por poco que sea.
A Tisserand, gracias a Dios, nunca le ha tocado viajar con Tomasen. Pero cada vez que se avecina un ciclo de formación se que lo piensa, y que pasa muy malas noches.
Después de la cena quiere ir a tomar algo en un “café que esté bien”. Fenomenal.
Sigo sus pasos, y debo reconocer que esta vez su elección es excelente: entramos en una especie de enorme bodega abovedada con vigas antiguas, obviamente autenticas. Por todas partes hay mesitas de madera, iluminadas con velas. Al fondo, arde el fuego en una inmensa chimenea. El conjunto crea un ambiente de improvisación acertada, de desorden simpático.
Nos sentamos. El pide un bourbon con agua, y yo sigo con la cerveza. Miro a mi alrededor y me digo que esta vez se acabo, que tal vez sea el final del trayecto para mi infortunado compañero. Estamos en un café de estudiantes, todo el mundo esta contento, todo el mundo tiene ganas de divertirse. Hay muchas mesas con dos o tres chicas, incluso hay algunas chicas solas en la barra.
Miro a Tisserand y pongo la cara mas incitante que puedo. Los chicos y las chicas se tocan a nuestro alrededor. Las mujeres se echan el pelo hacia atrás con un gracioso gesto de la mano. Cruzan las piernas, esperan una ocasión para resoplar de risa. En fin, que se lo pasan bien. Ahora es cuando hay que ligar, aquí, en este preciso momento, en este sitio que tan admirablemente se presta a ello.
El alza los ojos del vaso y me mira desde detrás de las gafas. Y me doy cuenta de que no le quedan fuerzas. Ya no puede mas, no le queda valor para intentarlo, esta completamente harto. Me mira, y le tiembla un poco la cara. El alcohol, sin duda; el muy imbécil ha bebido demasiado vino durante la cena. Me pregunto si va a estallar en sollozos, a contarme las estaciones de su calvario; lo veo dispuesto a algo así; tiene los cristales de las gafas ligeramente empañados de lágrimas.
No importa, estoy dispuesto a asumirlo, a escucharlo todo, a llevarlo al hotel si hace falta; pero se muy bien que mañana por la mañana me guardara rencor.
Me callo; espero sin decir nada; no se me ocurre ninguna palabra sensata que pronunciar. La incertidumbre se prolonga un minuto largo, y después pasa la crisis. Con una voz extrañamente débil, casi trémula, me dice: “Seria mejor volver. Mañana empezamos temprano.”
De acuerdo, volvemos. Terminamos la copa y volvemos. Enciendo el último cigarrillo, miro otra vez a Tisserand. Esta completamente ido. Sin decir una palabra me deja pagar la consumición, sin decir una palabra me sigue cuando me dirijo a la puerta. Va encorvado, encogido; esta avergonzado de si mismo, se desprecia, tiene ganas de estar muerto.
Caminamos hacia el hotel. En la calle empieza a llover. Nuestro primer día en Rouen ha terminado. Y se, con la certeza de lo evidente, que los siguientes días van a ser rigurosamente idénticos.
CADA DIA ES UN NUEVO DIA
Hoy he asistido a la muerte de un tipo en las Nouvelles Galeries. Una muerte muy simple, a lo Patricia Highsmith (o sea, con esa simplicidad y esa brutalidad características de la vida real, que también se encuentran en las novelas de Patricia Highsmith).
Las cosas ha ocurrido así: al entrar en la parte de la tienda que funciona como autoservicio, ví a un hombre tendido en el suelo, cuya cara no podía distinguir (pero me entere después, escuchando una conversación entre cajeras, que debía tener unos cuarenta años). Ya se arremolinaba mucha gente a su alrededor. Yo pase intentando no pararme, para no manifestar una curiosidad mórbida. Eran cerca de las seis de la tarde.
Compre pocas cosas: queso y pan en rebanadas para comer en la habitación del hotel (había decidido evitar la compañía de Tisserand por la noche, para descansar un poco). Pero dude un rato delante de las botellas de vino, muy variadas, que se ofrecían a la codicia del público. Lo malo es que no tenía sacacorchos. Además, no me gusta el vino; este ultimo argumento acabo de convencerme, y me conforme con un pack de Tuborg.
Al llegar a caja me entere de que el hombre estaba muerto por una conversación entre las cajeras y una pareja que había asistido a las operaciones de primeros auxilios, al menos en su fase terminal. La mujer de la pareja era enfermera. Creía que lo mejor habría sido darle un masaje cardiaco, que tal vez eso lo habría salvado. No se, no entiendo de estas cosas pero si es así, ¿Por qué no se lo dio ella? No consigo entender esa clase de actitud.
En cualquier caso, la conclusión que saco es que se puede pasar muy fácilmente a mejor vida -o no hacerlo- en ciertas circunstancias.
No se puede decir que haya sido una muerte muy digna, con toda esa gente que pasaba empujando los carritos de la compra (era la hora de mayor afluencia), en ese ambiente de circo que siempre caracteriza los supermercados. Recuerdo que hasta sonaba la canción publicitaria de las Nouvelles Galeries (a lo mejor la han cambiado después); el estribillo, en concreto, se componía de las siguientes palabras: “Nouvelles Galeries, hoyyyyyyy… Cada día es un nuevo día…”
Cuando Salí, el hombre seguía allí. Habían envuelto el cuerpo en alfombras, o más probablemente mantas gruesas, atadas con una cuerda muy apretada. Ya no era un hombre sino un paquete, pesado e inerte, y se estaban tomando disposiciones para el transporte.
Y ahí acabo la cosa. Eran las seis y veinte.
EL JUEGO DE LA PLACE DU VIEUX MARCHE
Un poco absurdamente, decidí quedarme en Rouen ese fin de semana. Tisserand se sorprendió; le expliqué que tenía ganas de visitar la ciudad y que no tenía nada que hacer en París. La verdad es que no tengo ganas de visitar la ciudad.
No obstante hay restos medievales muy bellos, casas antiguas con un gran encanto. Hace cinco o seis siglos, Rouen debía ser una de las ciudades mas hermosas de Francia; pero ahora esta jodida del todo. Todo esta sucio, mugriento, mal conservado, estropeado por la presencia permanente de los coches, el ruido, la contaminación. No se quien es el alcalde, pero basta andar diez minutos por las calles de la ciudad antigua para darse cuenta de que es un perfecto incompetente o un corrupto.
Para terminar de arreglarlo, hay docenas de gamberros que surcan las calles en moto o en mobilette, a escape libre. Bajan de los barrios periféricos, que están sufriendo un completo colapso industrial.
Su objetivo es hacer un ruido estridente, un ruido lo mas desagradable posible, un ruido que a los habitantes les resulte difícil de soportar. Lo consiguen a la perfección.
Salgo del hotel hacia las dos de la tarde. Sin vacilar, me dirijo a la Place du Vieux Marche. Es una plaza bastante grande, completamente rodeada de cafés, restaurantes y comercios de lujo. Aquí quemaron a Juana de Arco hace más de quinientos años. Para conmemorar el acontecimiento construyeron una especie de apilamiento de losas de hormigón con una extraña curvatura, medio hundido en el suelo, que tras un examen más minucioso se revela una iglesia. Hay también embriones de césped, parterres de flores y planos inclinados que parecen destinados a los aficionados al skateboard, a menos que no sirva para los vehículos de los mutilados; es difícil decirlo. Pero la complejidad del lugar no se detiene aquí; también hay comercios en el centro de la plaza, bajo una especie de rotonda de hormigón, así como un edificio que se parece a una estación de autobús.
Me siento en una de las losas de hormigón, decidido a aclarar las cosas. No cabe la menor duda de que esta plaza es el corazón, el núcleo central de la ciudad. ¿A que se juego aquí exactamente?
Lo primero que observo es que por lo general la gente se mueve en pandillas, o en grupitos de dos a seis individuos. Ningún grupo se me antoja igual que otro. Claro que todos se parecen, se parecen muchísimo, pero ese parecido no tiene nada que ver con la identidad. Como si hubieran decidido concretar el antagonismo que acompaña sin falta cualquier clase de individuación adoptando ropas, formas de moverse de agrupamiento ligeramente distintas.
Después observo que toda esa gente parece satisfecha consigo misma y con el universo; es asombroso, y hasta da un poco de miedo. Deambulan con sobriedad, aquel enarbolando una sonrisa socarrona, este un geste embrutecido. Algunos, entre los mas jóvenes, llevan cazadoras con motivos del rock duro mas salvaje; se pueden leer frases como Kill them all! o Fuck and destroy!; pero todos comunican la certeza de estar pasando una tarde agradable, dedicada esencialmente a consumir, y por lo tanto a contribuir a la reafirmación de su ser.
Finalmente observo que me siento distinto a los demás, sin por ello poder precisar la naturaleza de esta diferencia.
Termino por cansarme de esta observación sin resultados y me refugio en un café. Nuevo error. Entre las mesas circula un enorme dogo alemán, aun mas monstruoso que lo que suelen serlo los de su raza. Se para delante de cada cliente, como preguntándose si puede permitirse morderle o no.
A dos metros de mi hay una chica sentada delante de una gran taza de chocolate espumeante. El animal se para mucho rato delante de ella, husmea la taza con el hocico como si fuera a zamparse el contenido de un solo lengüetaza. Veo que ella empieza a tener miedo. Me levanto, tengo ganas de intervenir, odio a esta clase de animales. Pero, al final, el perro se va.
Luego me dedique a errar por las callejuelas. Por pura casualidad, entre en el atrio Saint-Maclou: un gran patio cuadrado, magnifico, completamente rodeado de esculturas góticas de madera oscura.
Un poco mas allá ví una boda, a la salida de la iglesia. Una boda muy del viejo estilo; traje gris azulado, vestido blanco y flores de azahar, damiselas de honor…, yo estaba sentado en un banco, no muy lejos de los escalones de la iglesia.
Los novios eran bastante mayores. Un tipo alto y un poco coloradote, con pinta de campesino rico; una mujer algo más alta que el, de cara angulosa, con gafas. Me veo obligado a subrayar, por desgracia, que todo esto parecía un poco ridículo. Algunos jóvenes, al pasar, se reían de los novios. Claro.
Durante unos minutos pude observarlo todo de forma estrictamente objetiva. Y después me empezó a invadir una sensación desagradable. Me levante y me fui con rapidez.
Dos horas más tarde, ya de noche, volví a salir del hotel. Me comí una pizza de pie, solo, en un establecimiento desierto, y que merecía seguir estándolo. La pasta de la pizza era infecta. El decorado se componía de teselas de mosaico blancas y de lámparas de pie de acero gris; parecía una sala de operaciones.
Luego fui a ver una película porno en el cine de Rouen especializado en estas cosas. La sala estaba medio llena, lo que no esta mal. Sobre todo de jubilados y de inmigrantes, claro; sin embargo, había algunas parejas.
Al cabo de cierto tiempo me di cuenta, con sorpresa, de que la gente cambiaba a menudo de sitio, sin motivo aparente. Queriendo enterarme del porque del tejemaneje, me moví al mismo tiempo que otro tipo. De hecho, es muy simple: cada vez que llega una pareja se ve rodeada por dos o tres hombres, que se instalan a unos pocos asientos de distancia y empiezan inmediatamente a masturbarse. Con la esperanza, creo, de que la mujer eche una ojeada a su sexo.
Me quede cerca de una hora en el cine, y luego volví a cruzar Rouen camino a la estación. Algunos mendigos se arrastraban, vagamente amenazantes, por el vestíbulo; no les hice ni caso, y tome nota de los horarios a París.
Al día siguiente me levante temprano, llegue a tiempo para el primer tren; compre un billete, espere, y no me fui; y no consigo entender por qué. Todo esto es en extremo desagradable.
Fue la noche siguiente cuando me puse enfermo. Después de cenar, Tisserand quería ir a una discoteca; yo decline la invitación. Me dolía el hombro izquierdo, y tenia escalofríos. De vuelta en el hotel intente dormir, pero no había manera; tumbado, ya no podía respirar. Me senté otra vez; el papel pintado era deprimente.
Al cabo de una hora empecé a tener dificultades para respirar incluso sentado. Fui al cuarto de baño. Mi cara parecía la de un cadáver; el dolor había iniciado un lento desplazamiento desde el hombro hacia el corazón. Fue entonces cuando me dije que a lo mejor era grave; era evidente que había abusado de los cigarrillos en los últimos tiempos.
Me quede unos veinte minutos apoyado contra el lavabo, sintiendo el progresivo aumento del dolor. Me fastidiaba mucho tener que salir otra vez, ir al hospital, todo eso.
Hacia la una de la madrugada cerré de un portazo tras de mi y salí. El dolor se localizaba claramente en el pecho. Cada respiración me costaba un esfuerzo enorme, y terminaba en un silbido sordo. No conseguía andar bien, solo daba unos pasitos, unos treinta centímetros a la vez. Me veía obligado a apoyarme todo el tiempo en los coches.
Durante unos minutos descanse contra un Peugeot 104, y luego empecé a subir una calle que parecía llevar a una confluencia mas importante. Me hizo falta una media hora para recorrer quinientos metros. El dolor había dejado de aumentar, pero se mantenía en un nivel alto. Por el contrario, las dificultades respiratorias eran cada vez mas graves, y eso era lo más alarmante. Tenia la impresión de que si la cosa seguía me iba a morir en unas pocas horas, antes del alba en cualquier caso. Me impresionaba la injusticia de esta muerte súbita; no se podía decir que yo hubiera abusado de la vida. Desde hacia unos años, es verdad, me encontraba en un mal paso; pero eso no era precisamente una razón para interrumpir la experiencia; muy al contrario, lo lógico habría sido que la vida empezara, con toda justicia, a sonreírme. Desde luego, todo eso estaba muy mal organizado.
Además, la ciudad y sus habitantes me habían caído mal desde el principio. No solamente no me quería morir, sino que sobre todo no me quería morir en Rouen. Morir en Rouen, entre los ruaneses, me parecía especialmente odioso. Seria, me decía en un estado de ligero delirio causado con toda probabilidad por el dolor, demasiado honor para estos imbéciles de Rouen. Recuerdo a la pareja de jóvenes, conseguí agarrarme a su coche delante de un semáforo en rojo; supongo que volvían de una discoteca, o esa era la impresión de daban. Pregunto por donde se va al hospital; la chica me lo explica en pocas palabras, con cierta irritación. Un momento de silencio. Apenas puedo hablar, apenas puedo tenerme en pie, es evidente que no puedo llegar allí yo solo. Los miro; mudo, imploro su piedad, y al mismo tiempo me pregunto si se dan cuenta de lo que están haciendo. Y luego el semáforo se pone en verde y el tipo arranca. ¿Se dirían algo después el uno al otro para justificar su comportamiento? Ni de eso estoy seguro.
Al final veo un taxi inesperado. Intento fingir desenvoltura para anunciar que quiero ir al hospital, pero no me sale muy bien, y al taxista le falta un pelo para negarse. Y aun así el desgraciado encuentra el modo de decirme, justo antes de arrancar, que “espera que no le ensucie la tapicería”. De hecho, ya había oído decir que las mujeres embarazadas tenían el mismo problema cuando se ponían de parto: excepto algunos camboyanos todos los taxistas se niegan a llevarlas, por miedo a que algún fluido orgánico les pringue el asiento trasero.
¡Venga, hombre!
Tengo que reconocer que en el hospital las formalidades son bastantes rápidas. Un interno se ocupa de mí, me hace toda una serie de reconocimientos. Supongo que no quiere que la palme entre sus manos en la siguiente hora.
Acabados los exámenes, se me acerca y me anuncia que tengo una pericarditis y no un infarto, como creyó al principio. Me cuenta que los primeros síntomas son idénticos; pero al contrario que el infarto, que a menudo es mortal, la pericarditis es una enfermedad muy benigna, nadie se muere nunca de ella. Me dice: “Se habrá usted asustado.” Contesto que si para no darle la lata, pero de hecho no he tenido miedo, solo he tenido la impresión de que iba a palmarla en unos minutos; es distinto.
Después me llevan a la sala de urgencias. Empiezo a gemir sentado en la cama. Ayuda un poco. Estoy solo, no molesto a nadie. De vez en cuando una enfermera asoma la nariz por la puerta, se asegura de que mis gemidos son mas o menos constantes y se vuelve a ir.
Amanece. Acuestan a un borracho en una cama contigua. Sigo gimiendo en voz baja, de forma regular.
A eso de las ocho llega un medico. Me anuncia que me van a transferir al servicio de cardiología, y que va a inyectarme un calmante. Me digo que ya se les podría haber ocurrido antes. La inyección, en efecto, me duerme de inmediato.
Cuando despierto, Tisserand esta sentado a la cabecera de la cama. Parece descompuesto, y a la vez encantado de volver a verme; su solicitud me emociona un poco. Al no encontrarme en mi habitación le entro el pánico, telefoneo a todas partes: a la Dirección Provincial de Agricultura, a la comisario de policía, a nuestra empresa en París…, todavía parece un poco inquieto; cierto que con mi cara lívida y el gota a gota no debo tener muy buen aspecto. Le explico que es una pericarditis, que no es nada, que estaré bien antes de quince días. El quiere que una enfermera que no sabe nada le confirme el diagnostico; pregunta por un medico, el jefe de servicio, quien sea…, al finar el interno de guardia lo tranquiliza.
Regresa a mi lado. Me promete que dará los cursos de formación el solo, que llamara a la empresa para avisarles, que se encargara de todo; me pregunta si necesito algo. No, por el momento no. Entonces se va con una amplia sonrisa amistosa y llena de ánimos. Casi enseguida me vuelvo a quedar dormido.
“Estos hijos son míos, estas riquezas son mías.” Así habla el insensato, y se atormenta. La verdad es que no se pertenece a si mismo. ¿Qué decir de los hijos? ¿Qué de las riquezas?
Dhammapada, V
Uno se acostumbra muy deprisa al hospital. Durante toda una semana estuve seriamente afectado, no tenia la menor ganas de moverme o de hablar; pero veía a la gente charlar a mi alrededor, contarse sus enfermedades con ese interés febril, esa delectación que siempre les parece un poco indecente a los que tienen buena salud; veía también a las familias durante las visitas. En conjunto, nadie se quejaba; todos parecían muy satisfechos de su suerte, a pesar del modo de vida poco natural que se les había impuesto, a pesar también del peligro que pesaba sobre ellos; pues en un servicio de cardiología, a fin de cuentas, la mayoría de los pacientes están arriesgando el pellejo.
Recuerdo a un obrero de cincuenta y cinco años que iba por el sexto ingreso; saludaba a todo el mundo, al medico, a las enfermeras… Obviamente, estaba encantado de encontrarse allí. Y sin embargo su vida privada era muy activa: hacia bricolaje, cuidaba el jardín, etc. Vi a su mujer, que parecía muy agradable; eran hasta conmovedores, por quererse así pasados los cincuenta. Pero él abdicaba de cualquier voluntad en cuanto llegaba al hospital; depositaba su cuerpo, encantado, en manos de la ciencia. Puesto que todo estaba organizado. Un día y otro se quedaría en el hospital, era evidente; pero eso también estaba organizado. Vuelvo a verlo dirigiéndose al medico con una especie de golosa impaciencia, usando abreviaturas familiares que yo no entendí: “¿Van a hacerme la pneumo y la cata venosa?” Le importaba mucho su cata venosa; hablaba de ella todos los días.
En comparación, yo me sentía un enfermo más bien desagradable. De hecho, tenía ciertas dificultades para volver a tomar posesión de mi mismo. Es una experiencia extraña. Verse las piernas como objetos separados, alejados de la mente, a la que están vinculadas casi por casualidad, y mas bien mal. Imaginarse, con incredulidad, como un montón de miembros que se agitan. Y uno necesita esos miembros, los necesita desesperadamente. Pero aun así a veces parecen muy raros, muy extraños. Sobre todo las piernas.
Tisserand vino a verme dos veces, se porto de maravilla, me trajo libros y dulces. Me di cuenta de que quería hacerme cualquier favor; entonces le pedí unos libros. Pero la verdad es que no tenía ganas de leer. Mi mente flotaba, confusa y un poco perpleja.
El hizo algunas bromas eróticas sobre las enfermeras, pero era inevitable, muy natural, y no le guarde rencor. Además, es verdad que en vista del calor ambiente las enfermeras suelen ir casi desnudas debajo de la bata; solo el sujetador y las bragas, muy visibles en transparencia. Es innegable que esto mantiene una tensión erótica leve pero constante, sobre todo porque ellas te tocan y tu también estas casi desnudo, etc. Y, ay, el cuerpo enfermo todavía tiene ganas de disfrutar. Aunque a decir verdad señalo esto a titulo de información; yo estaba en un estado de insensibilidad erótica casi total, por lo menos durante esa primera semana.
Me di cuenta de que las enfermeras y a los demás enfermos les sorprendía que no recibiese mas visitas; así que explique, para edificación general, que estaba de viaje de negocios cuando me había pasado aquello; no era de Rouen, no conocía a nadie. En resumen, que estaba allí por casualidad.
Pero ¿no había nadie a quien quisiera avisar, informar de mi estado? Pues no, no había nadie.
La segunda semana fue un poco más penosa, empezaba a recuperarme, a tener ganas de salir. La vida volvía a llevar las riendas, como suele decirse. Tisserand ya no estaba allí para llevarme dulces; debía de estar haciendo numerito ante los habitantes de Dijon.
El lunes por la mañana, escuchando una radio por casualidad, me entere de que los estudiantes habían puesto fin a las manifestaciones y que, por supuesto, habían conseguido todo lo que querían. Por el contrario, se había declarado una huelga de ferrocarriles, que había empezado en un ambiente muy duro; los sindicatos oficiales parecían desbordados por la intransigencia y la violencia de los huelguistas. Así que el mundo seguía su curso. La batalla continuaba.
Al día siguiente llamaron de mi empresa y preguntaron por mí; era una secretaria de dirección que había heredado la difícil misión. Estuvo perfecta, tomo todas las precauciones adecuadas, me aseguro que el restablecimiento de mi salud contaba para ellos más que cualquier otra cosa. No obstante, quería saber si me encontraría en condiciones de ir a La Roche-sur-Yon, como estaba previsto. Le dije que no lo sabia, pero que era uno de mis mas ardientes deseos. Ella se rió tontamente; pero ya había notado que era una chica bastante tonta.
Dos días mas tarde salí del hospital, un poco antes, creo, de lo que a los médicos les habría gustado. Por lo general intentan que te quedes el mayor tiempo posible para aumentar el coeficiente de ocupación de camas; pero por lo visto el periodo de fiestas les incito a la clemencia. Además, el medico jefe me lo había prometido: “Estará en casa para Navidad”, esas fueron sus palabras. En casa no se, pero seguro que en alguna parte.
Me despedí del obrero, a quien habían operado la víspera. Todo había ido muy bien, según los médicos; aun así, tenía pinta de estas en las últimas.
Su mujer se empeño en que probase la tarta de manzana, ya que su marido no había tenido fuerzas para comérsela. Acepte: estaba deliciosa.
“¡Animo, muchacho!”, me dijo cuando nos separamos. Le deseé lo mismo. Tenía razón; el ánimo siempre puede resultar útil.
Rouen-París. Hace exactamente tres semanas, hice el mismo recorrido en sentido inverso. ¿Qué ha cambiado desde entonces? Las pequeñas aldeas siguen humeando en el valle, como una promesa de apacible felicidad. La hierba es verde. Hay sol, y unas nubecillas que hacen contraste; parece una luz de primavera. Pero un poco mas lejos las tierras están inundadas; se oye el lento estremecimiento del agua entre los sauces; es fácil imaginar un lodo pegajoso, negruzco, donde el pie se hunde bruscamente.
En el vagón, no muy lejos, un negro escucha su walkman empinando una botella de J &B. Se contonea en el pasillo, con la botella en la mano. Un animal, y lo más probable es que sea peligroso. Intento evitar su mirada, que sin embargo es relativamente amistosa.
Un ejecutivo viene a sentarse frente a mí, sin duda molesto por el negro. ¿Qué coño hace aquí? Debería estar en primera. Uno nunca está tranquilo.
Lleva un roles y una chaqueta seersucker. Una alianza de oro, de grosor mediano, en el anular de la mano izquierda. Cabeza cuadrada, franca, más bien agradable. Tendrá unos cuarenta años. La camisa, de color blanco crema, lleva finas rayas en relieve de una crema ligeramente más oscuro. La corbata es de anchura mediana; por supuesto, esta leyendo Les Echos. No solo lo lee sino que lo devora, como si de esa lectura pudiera depender, de repente, el sentido de su vida.
Me veo obligado a mirar el paisaje para dejar de verle. Es curioso, parece que el sol se ha vuelto a poner rojo, como en el viaje de ida. Pero me la trae floja; podría haber cinco o seis soles rojos sin que eso cambiara el curso de mi meditación.
No me gusta este mundo. Definitivamente, no me gusta. La sociedad en la que vivo me disgusta; la publicidad me asquea; la información me hace vomitar. Todo mi trabajo informático consiste en multiplicar las referencias, los recortes, los criterios de decisión racional. No tiene ningún sentido. Hablando claro: es mas bien negativo; un estorbo inútil para las neuronas. A este mundo le falta de todo, salvo información suplementaria.
Llegada a París, tan siniestro como siempre. Los edificios leprosos del puente Cardinet, dentro de los cuales uno se imagina, indefectiblemente, a los jubilados agonizando junto a su gato Poucette que devora la mitad de su pensión en croquetas Friskies. Esa especie de estructuras metálicas que se superponen hasta la indecencia para formar una red catenaria. Y la publicidad que vuelve, inevitablemente, repugnante y abigarrada. “Un bello y cambiante espectáculo sobre los muros.” Chorradas. Chorradas de mierda.
Volver a mi apartamento, no me produjo un gran entusiasmo; el correo se limitaba a una factura de liquidación por una conversación de teléfono erótico (Natacha, el jadeo en directo) y a una larga carta de las Tríos Suisses informándome de la puesta en funcionamiento de un servicio telemático de pedidos simplificados, el Chouchoutel. En mi calidad de cliente preferente, ya podía beneficiarme de él; todo el equipo informático (fotos en medallón) había trabajado sin interrupción para que el servicio estuviese operativo en Navidad; desde ahora, la directora comercial de las Tríos Suisses se complacía en poder atribuirme personalmente un código Chouchou.
El contador de llamadas de mi contestador indicaba la cifra 1, lo que me sorprendido bastante; pero debía de tratarse de un error. En respuestas a mi mensaje, una voz femenina hastiada y despreciativa había dicho “Pobre imbécil…” antes de colgar. En suma, nada me retenía en París.
De todos modos, me apetecía bastante ir a Vandea. Vandea me traía muchos recuerdos de vacaciones (en su mayoría malos, eso si, pero siempre es igual). Había recuperado algunos en una fábula de animales titulada Diálogos de un teckel y un caniche, que podría calificarse de autorretrato adolescente. En el último capitulo de la obra, uno de los perros le leía a su compañero un manuscrito descubierto en el archivador de su joven amo:
“El año pasado, en torno al 23 de agosto, paseaba por la playa de Sables-d’Olonne, acompañado de mi caniche. Mientras que mi cuadrúpedo compañero parecía disfrutar sin apremios de los movimientos del aire marino y del resplandor del sol (especialmente vivo y agradable aquella mañana), yo no podía evitar que la reflexión me atenazara la frente translucida y, abrumada por una carga demasiado pesada, mi cabeza volvía a abatirse tristemente sobre el pecho.
“Así estábamos cuado me detuve delante de una niña que tendría unos catorce años. Jugaba al bádminton con su padre, o a algún otro juego con raquetas y una pelota voladora. Se había vestido con la más franca sencillez, puesto que solo llevaba un traje de baño y, para colmo, lucia los senos desnudos. Sin embargo, y al llegar aquí uno solo puede inclinarse ante tanta perseverancia, toda su actitud manifestaba el despliegue de una interrumpida tentativa de seducción. El movimiento ascendente de sus brazos cuando fallaba la pelota, si bien tenia la ventaja accesoria de destacar los globos de color ocre que constituían unos pechos ya mas que insinuados, se acompañaba sobre todo de una sonrisa divertida y desolada a la vez, a fin de cuentas impregnada de una intensa alegría de vivir, que dedicaba con toda claridad a cualquier adolescente masculino que pasara en un radio de cincuenta metros. Y todo eso, no lo olvidemos, en mitad de una actividad de carácter eminentemente deportivo y familiar.
“Por otra parte, su pequeña maniobra no carecía de efectos, como no tarde en comprobar; cuando llegaban cerca de ella, los chicos se balanceaban horizontalmente el tórax y aminoraban el cadencioso tijeretazo de su paso en notable proporción. Volviendo la cabeza hacia ellos con un vivo gesto que provocaba en sus cabellos una especie de desgreñamiento temporal no exento de gracia traviesa, premiaba entonces a sus presas mas interesantes con una breve sonrisa que de inmediato contradecía un movimiento no menos gracioso, esta vez destinado a golpear la pelota en pleno centro.
“Así pues, una vez mas me veía empujado a un tema de meditación que me obsesiona desde hace años: ¿Por qué los chicos y las chicas, una vez alcanzada cierta edad, se pasan el tiempo ligando y seduciéndose?
“Algunos dirán, amablemente: “Es el despertar del deseo sexual, ni mas ni menos, eso es todo.” Comprendo este punto de vista; yo mismo lo he compartido durante mucho tiempo. Puede jactarse de movilizar con él tanto las últimas líneas de pensamiento que se entrecruzan, cual gelatina translucida, en nuestro horizonte ideológico, como la robusta fuerza centrípeta del sentido común. Por lo tanto, puede parecer audaz y hasta suicida chocar de frente con sus ineludibles bases. No voy a hacer algo así. En efecto, estoy muy lejos de querer negar la existencia y la fuerza del deseo sexual en los adolescentes humanos. Las tortugas mismas lo sienten y no se aventuran, en estos días de confusión, a importunar a su joven amo. A pesar de todo, algunos indicios serios y coincidentes, como un rosario de extraños hechos, me han llevado poco a poco a suponer la existencia de una fuerza mas profunda y mas oculta, verdadera nudosidad existencia que exhuda deseo. Hasta ahora no he hecho participe a nadie, para no disipar con parloteos inconsistentes el crédito de salud mental que los hombres, por lo general, me han concedido durante el tiempo que han durado nuestras relaciones. Pero ahora mi convicción se ha cristalizado, y veo llegado el momento de decirlo todo.
“Ejemplo numero 1. Consideremos un grupo de jóvenes que están juntos durante toda una tarde, o que se van de vacaciones a Bulgaria. Entre estos jóvenes hay una pareja formada de antemano; llamemos Francois al chico y Francoise a la chica. Tendremos un ejemplo concreto, banal y fácilmente observable.
“Abandonemos a estos jóvenes a sus divertidas actividades, pero antes recortemos en su vida una muestra de segmentos temporales elegidos de modo aleatorio que filmaremos con ayuda de una cámara de alta velocidad disimulada en el decorado. De una serie de medidas se deduce que Francoise y Francois pasan cerca de un 37% del tiempo besándose, tocándose, acariciándose y, en suma, prodigándose signos de la mayor ternura reciproca.
“Repitamos ahora la experiencia anulando el entorno social antes citado, es decir, que Francoise y Francois están solos. De inmediato, el porcentaje disminuye hasta un a17%.
“Ejemplo numero 2. Quiero hablarles ahora de una pobre chica que se llamaba Brigitte Bardot. Pues si. De verdad que había, en mi clase de último curso, una chica que se llamaba Bardot, porque su padre se llamaba así. Hice algunas indagaciones sobre él: era chacarero cerca de Trilport. Su mujer no trabajaba; se quedaba en casa. Casi nunca iban al cine, y estoy seguro de que no lo hicieron a propósito; incluso puede que la coincidencia les pareciera divertida los primeros años… Es penoso decirlo.
“Cuando yo la conocí, en la plenitud de sus diecisiete años, Brigitte Bardot era un verdadero asco. Para empezar estaba muy gorda, un callo, una inmensa morcilla con diversos michelines desafortunadamente repartidos por las intersecciones de su obeso cuerpo. Pero aunque hubiera seguido durante veinticinco años el régimen de adelgazamiento más severo y terrorífico, su suerte no habría mejorado mucho. Porque tenia la piel rojiza, grumosa y granujienta. Y una cara ancha, chata y redonda, con los ojillos hundidos y el pelo ralo y sin brillo. La verdad es que, de la manera más inevitable y natural, todo el mundo la comparaba con una cerda.
“No tenia amigas, y evidentemente tampoco tenia amigos; estaba completamente sola. Nadie le dirigía la palabra, ni siquiera en un examen de física; siempre preferíamos preguntarle a cualquier otro. Venia a clase y luego se iba a su casa; nunca oí decir a nadie que la hubiera visto fuera del liceo.
“En clase, algunos se sentaban a su lado; se habían acostumbrado a su masiva presencia. No la veían y tampoco se burlaban de ella. Ella no participaba en las discusiones de las clases de filosofía; no participaba en nada de nada. En el planeta Marte no habría estado mas tranquila.
“Supongo que sus padres debían de quererla. ¿Qué haría por la noche, al volver a casa? Porque seguro que tenia una habitación con una cama y las muñecas de su infancia. Lo mas probable es que viera la tele con sus padres. Una habitación a oscuras, y tres seres soldados por el flujo fotónico; no veo nada mas.
“En cuanto a los domingos, me imagino muy bien a la familia cercana recibiéndola con fingida cordialidad. Y sus primas, seguramente bonitas. Repugnante.
“¿Tenia fantasías? Y, en caso afirmativo, ¿cuáles? ¿Románticas, a lo Delly? Me cuesta pensar que pudiera imaginar de uno y otro modo, incluso en un sueño, que algún día un joven de buena familia, estudiante de medicina, acariciase la idea de llevarla en su descapotable a visitar los monasterios de la costa normanda. A menos que ella se pusiera una cogulla, dándole un giro misterioso a la aventura.
“Sus mecanismos hormonales debían de funcionar con normalidad, no hay motivos para sospechar lo contrario. ¿Entonces? ¿Basta eso para tener fantasías eróticas? ¿Imaginaba unas manos masculinas entreteniéndose en los repliegues de su grueso vientre? ¿Bajando hasta su sexo? Pregunto a la medicina, y la medicina no contesta. Hay muchas cosas respecto a Bardot que no conseguí dilucidar; y lo intenté.
“No llegue al punto de acostarme con ella; solo di los primeros pasos del camino que normalmente nos habría llevado a eso. En concreto, empecé a hablarle a principios de noviembre; unas palabras al terminar las clases, nada mas durante unos quince días. Y después, en dos o tres ocasiones, le pedí que me explicara tal o cual problema de matemáticas; todo eso con mucha prudencia, evitando que se notara. A mediados de diciembre empecé a tocarle la mano de un modo en apariencia accidental. Ella reaccionaba cada vez como si sintiera una sacudida eléctrica. Era bastante impresionante.
“Alcanzamos el punto culminante de nuestras relaciones justo antes de Navidad, cuando la acompañe hasta su tren (en realidad un autorrail). Como la estación estaba a mas de ochocientos metros, no era una iniciativa insignificante; aquella vez llegaron a verme. Por lo general, en la clase me consideraban un enfermo, así que el perjuicio para mi imagen social era más bien limitado.
“Aquella tarde, en mitad del anden, le di un beso en la mejilla. No la bese en la boca. Además creo que, paradójicamente, ella no lo habría permitido, porque incluso en el loco caso de que sus labios y su lengua hubieran conocido el contacto de una lengua masculina, no por ello dejaba ella de tener una idea muy precisa sobre el momento y el sitio en que esta operación debía tener lugar durante el recorrido arquetípico del flirt adolescente; diría que una noción tanto mas precisa cuanto el fluido vapor del instante vivido nunca había tenido ocasión de rectificarla y suavizarla.
“Inmediatamente después de las vacaciones de Navidad deje de hablarle. El tipo que me había visto junto a la estación parecía haber olvidado el incidente, pero yo me había asustado mucho. De todas formas, salir con Bardot habría exigido una fuerza moral muy superior a la que yo poseía, incluso en aquella época. Porque no solo era fea, sino que también era mala de verdad. Afectada sin paliativos por la liberación sexual (estábamos a principios de los años ochenta, el sida todavía no existía), no podía, evidentemente, invocar algún tipo de ética de la virginidad. Además era demasiado inteligente, demasiado lucida como para explicar su estado gracias a una “influencia judeocristiana”; sus padres, en cualquier caso, eran agnósticos. Así que no tenía escapatoria. Solo podía asistir, con un callado odio, a la liberación de los demás; ver a los chicos apretujarse, como cangrejos, contra el cuerpo de las otras chicas; ser consciente de las relaciones que empiezan, de las experiencias que se deciden, de los orgasmos de los que se alardea; vivir en todos sus aspectos una autodestrucción silenciosa junto al placer manifiesto de los otros. Así tenia que transcurrir su adolescencia, y así transcurrió; los celos y la frustración fermentaron despacio, convirtiéndose en una paroxística hinchazón de odio.
“En el fondo, no estoy muy orgulloso de esta historia; es demasiado burlesca para estar exenta de crueldad. Vuelvo a verme una mañana, por ejemplo, saludándola con estas palabras: “Oh, Brigitte, llevas un vestido nuevo…” Era bastante asqueroso, aunque fuese cierto; porque el hecho parecía alucinante, pero era real: cambiaba de vestido; hasta recuerdo una vez que se puso una cinta en el pelo; ¡OH, Dios mío, parecía una cabeza de ternera entreverada! Suplico su perdón en nombre de toda la humanidad.
“Grande es el deseo de amor en el hombre, hunde sus raíces hasta profundidades asombrosas, y sus múltiples raicillas se afincan en la materia misma del corazón. A pesar de la avalancha de humillaciones que constituía su vida cotidiana, Brigitte Bardot tenía esperanzas y esperaba. Probablemente, sigue teniendo esperanzas y esperando. En su lugar, una víbora ya se habría suicidado. Los hombres no temen a nada.
“Tras haber recorrido con una lenta y fría mirada el escalonamiento de los diversos apéndices de la función sexual, creo que ha llegado el momento de exponer el teorema central de mi apocrítica. A menos que ustedes detengan el implacable avance de mi razonamiento con esta objeción que, magnánimo, les dejare formular: “Busca usted todos sus ejemplos en la adolescencia, que sin duda es una etapa importante de la vida, pero que al fin de cuentas ocupa en ella una fracción bastante breve. ¿No teme que sus conclusiones, cuyo vigor y agudeza admiramos, resulten al final parciales y limitadas? A este amable opositor le contestare que la adolescencia no solo es una etapa importante de la vida, sino que es la única etapa en la que se puede hablar de vida en el verdadero sentido del término. Los atractores pulsionales se desenfrenan en torno a los trece años y luego disminuyen poco a poco, o más bien se resuelven en modelos de comportamiento que a fin de cuentas solo son fuerzas petrificadas. La violencia del estallido inicial hace que el resultado del conflicto pueda ser incierto durante muchos años; es lo que se llama, en electrodinámica, un régimen transitorio. Pero poco a poco las oscilaciones se vuelven más lentas, hasta convertirse en ondas anchas, melancólicas y dulces; a partir de ese momento ya está todo dicho, y la vida ya no es más que una preparación a la muerte. Lo cual puede expresarse de forma más brutal y menos exacta diciendo que el hombre es un adolescente disminuido.
“Así que, tras haber recorrido con una lenta y fría mirada el escalonamiento de los diversos apéndices de la función sexual, creo que ha llegado el momento de exponer el teorema central de mi apocrítica. Utilizare el incentivo de una formula condensada, pero suficiente, que es esta:
La sexualidad es un sistema de jerarquía social
“En esta fase, necesito mas que nunca arropar mi formulación en los austeros despojos del rigor. A menudo, el enemigo ideológico se agazapa cerca de la meta, y se arroja con un grito de odio a la entrada de la última curva sobre el pensador imprudente que, embriagado al sentir que los primeros rayos de verdad rozan su frente exangüe, había descuidado tontamente cubrirse las espaldas. No voy a caer en este error; dejando que se enciendan por si mismos en sus cerebros los candelabros de la estupefacción, seguiré desplegando los anillos de mi razonamiento con la silenciosa moderación del crótalo. Por lo tanto, me guardare de ignorar la objeción que me haría cualquier lector atento: en el segundo ejemplo he introducido, subrepticiamente, el concepto de amor, mientras que hasta entonces mi argumentación se basaba en la pura sexualidad. ¿Contradicción? ¿Incoherencia? ¡Ja, ja, ja!
“Marthe y Martin llevan cuarenta y tres años de matrimonio. Como se cansaron a los veintiuno, resulta que tienen sesenta y cuatro años. Ya están jubilados o a punto de estarlo, según el régimen social que se aplica en su caso. Como suele decirse, van a acabar su vida juntos. En estas condiciones, esta claro que se forma una entidad “pareja”, pertinente aun fuera de cualquier contacto social, y que en algunos niveles menores llega a igualar o a sobrepasar en importancia al viejo gorila individual. En mi opinión, podemos reconsiderar en este marco la eventualidad de dotar de sentido al termino “amor”.
“Tras haber erizado mi pensamiento con las estacas de la restricción puedo añadir que el concepto de amor, a pesar de su fragilidad ontológica, ostenta y ostentaba hasta fecha reciente todos los atributos de una prodigiosa potencia operatoria. Forjado a toda prisa, tuvo inmediatamente una gran público, e incluso en nuestros días son pocos los que renuncian clara y deliberadamente a amar. Este evidente éxito tendería a demostrar una misteriosa correspondencia con no se que necesidad constitutiva de la naturaleza humana. Sin embargo, y este es el punto exacto en que el analista vigilante se aparta del que devana pamplinas, me guardare de formular ni la mas sucinta hipótesis sobre la naturaleza de dicha necesidad. Sea como fuere, el amor existe, puesto que sus efectos pueden ser observados. Una frase digna de Claude Bernard, y me gustaría dedicársela. ¡Oh, sabio inatacable! No es casualidad si las observaciones en apariencia mas alejadas del objetivo que te proponías inicialmente se ordenan, una tras otra y como cebadas codornices, bajo la resplandeciente majestad de tu aura protectora. El protocolo experimental que con rara convicción definiste en 1.865 debe de ser muy resistente, puesto que los hechos más extravagantes solo pueden cruzar la tenebrosa barrera de la cientificidad tras haberse encomendado a la rigidez de tus leyes inflexibles. Te saludo, fisiologista inolvidable, y declaro en voz bien alta que no haré nada que puede abreviar, por poco que sea, la duración de tu reinado.
Construyendo con mesura las columnas de una axiomática indudable, observare en tercer lugar que la vagina, al contrario de lo que su apariencia pueda hacer pensar, es mucho mas que un agujero en un pedazo de carne (se muy bien que los chicos de las carnicerías se masturban con escalopes… ¡que sigan!, ¡eso no va a frenar el desarrollo de mis ideas!). En realidad la vagina esta, o lo estaba hasta hace poco, al servicio de la reproducción de las especies. Si, de las especies.
“Algunos literatos del pasado consideraron adecuado enarbolar, para evocar la vagina y sus dependencias, la expresión tontamente estupefacta, la cara desorbitada de un mojón kilométrico. Otros, por el contrario, semejantes a los saprofitos, se revolcaron de bajeza y de cinismo. Cual piloto experimentado, navegare a igual distancia de esos escollos simétricos, mas aun, seguiré la trayectoria de su mediatriz para encontrar mi camino, ancho e intransigente, hacia las idílicas regiones del razonamiento exacto. Por lo tanto, deben ustedes considerar las tres nobles verdades que acaban de iluminar sus ojos como el triedro generador de una pirámide de sabiduría que, maravilla nunca vista, sobrevolara con alas ligeras los disgregados océanos de la duda. Ya es bastante señalar su importancia. Pero lo cierto es que en este momento recuerdan, por sus dimensiones y su carácter abrupto, tres columnas de granito erigidas en pleno desierto (como las que pueden verse, por ejemplo, en la llanura de Tebas). Seria poco amistoso, y poco conforme al espíritu de este tratado, que abandonase a mi lector cara a su descorazonadora verticalidad. Por eso en torno a estos primeros axiomas vendrán a entrelazarse las alegres espirales de diversas proposiciones secundarias, que ahora paso a detallar…”
Naturalmente, la obra estaba inacabada. Por otra parte, el teckel se dormía antes de que el caniche acabara su discurso; pero algunos indicios debían indicar que detentaba la verdad, y que esta podía expresarse en unas cuantas y sobrias frases. En fin, yo era joven, me estaba divirtiendo. Todo esto era antes de Veroniquel; eran los buenos tiempos. Recuerdo que a los diecisiete años, mientras yo expresaba opiniones contradictorias y confusas sobre el mundo, una mujer de unos cincuenta años que encontré en un bar Corail me dijo: “Ya veras, al envejecer las cosas se vuelven muy sencillas.” ¡Cuanta razón tenía!
RETORNO A LAS VACAS
El tren llego a La Roche-sur-Yon a las cinco cincuenta y dos, con un frío que calaba hasta los huesos. La ciudad estaba silenciosa, en calma; en una calma perfecta. “¡Bueno!”, me dije, “esta es mi oportunidad de dar un paseíto por el campo…”
Camine por las calles desiertas, o casi desiertas, de una zona de chalets. Al principio intente comparar las características de las casas, pero era bastante difícil; todavía no había amanecido; lo deje rápidamente.
Algunos habitantes, a pesar de la hora matinal, ya estaban levantados; me miraban pasar desde los garajes. Parecían preguntarse qué estaba haciendo yo allí. Si me hubieran abordado, me habría costado mucho contestarles. En efecto, nada justificaba mi presencia allí. Ni en ninguna otra parte, a decir verdad.
Después llegue al campo propiamente dicho. Había cercados, y vacas en los cercados. Un leve azuleo anunciaba la proximidad del alba.
Miré las vacas. Casi ninguna dormía, ya habían empezado a pacer. Me dije que estaban en lo cierto; debían tener frío, mejor hacer un poco de ejercicio. Las observe con benevolencia, sin la menor intención de perturbar su tranquilidad matinal. Algunas se acercaron hasta la valla, sin mugir, y me miraron. Ellas también me dejaban tranquilo. Estaba bien.
Más tarde me dirigí a la Dirección Provincial de Agricultura. Tisserand ya estaba allí; me dio un apretón de manos sorprendentemente caluroso.
El director nos esperaba en su despacho. Enseguida demostró ser un tipo bastante simpático; saltaba a la vista que era de buena pasta. Por el contrario, era totalmente impermeable al mensaje tecnológico que teníamos que comunicarle. La informática, nos dijo con franqueza, le traía sin cuidado. No tenia ningunas ganas de cambiar sus hábitos de trabajo por el placer de pasar por moderno. Las cosas van bien como van, y seguirán yendo así, por lo menos mientras el este a cargo. Si ha aceptado nuestra visita es para evitar problemas con el Ministerio, pero en cuanto nos vayamos meterá el programa en un armario y no lo volverá a tocar.
En estas condiciones, las clases de formación iban a ser una amable broma, una manera de discutir para pasar el tiempo. Eso no me molestaba en absoluto.
Durante los días siguientes, me doy cuenta de que Tisserand empieza a desinflarse. Después de Navidad se va a esquiar a un club de jóvenes, del tipo “prohibido a los dinosaurios”, con bailes por la noche y desayunos tardíos; en resumen, del tipo donde uno folla. Pero habla de la perspectiva sin entusiasmo; veo que ya no se lo cree. De vez en cuando, tras las gafas, su mirada flota sobre mi. Parece hechizado. Conozco la sensación; sentí lo mismo hace dos años, justo después de separarme de Veronique. Tienes la impresión de que puedes rodas por el suelo, cortarte las venas con una hoja de afeitar o masturbarte en el metro sin que nadie te preste atención, sin que nadie mueva una ceja. Como si una película transparente, inviolable y perfecta te protegiera del mundo. Además, Tisserand me lo dijo el otro día (había bebido); “Tengo la impresión de ser un muslo de pollo envuelto en celofán en el estante de un supermercado.” Y añadió: “Tengo la impresión de ser una rana en un tarro; además me parezco a una rana, ¿verdad?” Le conteste suavemente, con un tono de reproche: “Raphael…” Se sobresalto; era la primera vez que lo llamaba por su nombre. Predio la serenidad, y no dijo nada mas.
Al día siguiente, en el desayuno, se quedo mirando mucho tiempo su tazón de Nesquik; y luego, con una voz casi soñadora, suspiro: “¡Joder, tengo veintiocho años y sigo siendo virgen!…” A pesar de todo, me sorprendí; entonces me explico que un resto de orgullo le había impedido siempre ir de putas. Se lo reproche; quizás con demasiada energía, porque me volvió a explicar su punto de vista esa mismo noche, justo antes de regresar a París para el fin de semana. Estábamos en el aparcamiento de la Dirección Provincial de Agricultura; las farolas daban un halo de luz amarillenta bastante desagradable; el aire era húmedo y frío. “Mira, he hecho cálculos; podría pagarme una puta por semana; los sábados por la noche estaría bien. A lo mejor acabo haciéndolo. Pero sé que algunos hombres pueden tener lo mismo gratis, y además con amor. Prefiero intentarlo; de momento, prefiero seguir intentándolo.”
No pude contestarle, claro; pero volví al hotel bastante pensativo. Definitivamente, me decía, no hay duda de que en nuestra sociedad el sexo representa un segundo sistema de diferenciación, con completa independencia del dinero; y se comporta como un sistema de diferenciación tan implacable, al menos, como este. Por otra parte, los efectos de ambos sistemas son estrictamente equivalentes. Igual que el liberalismo económico desenfrenado, y por motivos análogos, el liberalismo sexual produce fenómenos de empobrecimiento absoluto. Algunos hacen el amor todos los días; otros cinco o seis veces en su vida, o nunca. Algunos hacen el amor con docenas de mujeres; otros con ninguna. Es lo que se llama la “ley de mercado”. En un sistema económico que prohíbe el despido libre, cada cual consigue, más o menos encontrar su hueco. En un sistema sexual que prohíbe el adulterio, cada cual se las arregla, más o menos, para encontrar su compañero de cama. En un sistema económico perfectamente liberal, algunos acumulan considerables fortunas; otros se hunden en el paro y la miseria. En un sistema sexual perfectamente liberal, algunos tienen una vida erótica variada y excitante; otros se ven reducidos a la masturbación y la soledad. El liberalismo económico es la ampliación del campo de batalla, su extensión a todas las edades de la vida y a todas las clases de la sociedad. A nivel económico, Raphael Tisserand esta en el campo de los vencedores; a nivel sexual, en el de los vencidos. Algunos ganan en ambos tableros; otros pierden en los dos. Las empresas se pelean por algunos jóvenes diplomados; las mujeres se pelean por algunos jóvenes; los hombres se pelean por algunos jóvenes; hay mucha confusión, mucha agitación.
Un poco mas tarde volví a salir del hotel con la firme intención de agarrar una buena castaña. Encontré un café abierto enfrente de la estación; algunos adolescentes jugaban al flipper, y eso era casi todo. Al tercer coñac, empecé a pensar en Gérard Leverrier.
Gérard Leverrier era gerente en la Asamblea Nacional, en la misma sección que Veronique (que trabajaba allí como secretaria). Gerard Leverrier tenía veintiséis años y ganaba treinta mil francos al mes. Sin embargo, Gerard Leverrier era tímido y depresivo. Un viernes de diciembre por la tarde (no tenia que volver el lunes; había cogido, un poco a su pesar, quince días de vacaciones “por las fiestas”), Gerard Leverrier regreso a su casa y se disparo una bala en la cabeza.
La noticia de su muerte no sorprendió del todo a nadie en la Asamblea Nacional; allí era conocido, sobre todo, por las dificultades que tenía para comprarse una cama. Había decidido la compra hacia meses; pero no conseguía concretar el proyecto. Por lo general, la gente contaba la anécdota con una leve sonrisa irónica; sin embargo no es cosa de risa; comprarse una cama, en nuestros días, presenta sin duda considerables dificultades, y hay motivos para llegar al suicidio. Para empezar hay que prever la entrega y por lo tanto, en general, tomarse medio día libre, con todos los problemas que eso conlleva. A veces los repartidores no aparecen, o bien no consiguen subir la cama por la escalera, y uno corre el riesgo de tener que pedir otra media jornada libre. Estas dificultades se reproducen con todos los muebles y aparatos electrodomésticos, y la acumulación de preocupaciones que se derivan de esta situación puede ya desquiciar seriamente a un ser sensible. Pero, entre todos los muebles, la cama plantea un problema especial y doloroso. Si uno no quiere perder el respeto del vendedor esta obligado a comprar una cama doble, aunque no le vea la utilidad y tenga o no sitio para ponerla. Comprar una cama individual es confesar públicamente que uno no tiene vida sexual, y que no cree que la tendrá en un futuro ni cercano ni lejano (porque las camas, en nuestros días, duran mucho tiempo, mucho mas que el periodo de garantía; es cosa de cinco, diez, incluso veinte años; es una seria inversión, que compromete prácticamente durante el resto de la vida; las camas duran, por termino medio, mucho mas que los matrimonios, la gente lo sabe perfectamente). Incluso si compras una cama de 140 pasas por pequeño burgués mezquino y tacaño; a ojos de los vendedores, la cama de 160 es la única que vale la pena comprar; y entonces mereces su respeto, su consideración, incluso una ligera sonrisa de complicidad; sólo te dan estas cosas con la cama de 160.
La tarde de la muerte de Gerard Leverrier, su padre le llamó por teléfono al trabajo; como no estaba en su despacho, Veronique cogió el recado. Consistía, simplemente, en que llamara a su padre con la mayor urgencia; y a ella se le olvido transmitirlo. Asi que Gerard Leverrier volvió a su casa a las seis, sin haberse enterado del recado, y se disparo una bala en la cabeza. Veronique me lo contó la noche del día en que se enteraron de su muerte en la Asamblea Nacional; añadió que “le tocaba un poco las pelotas”; ésas fueron sus palabras. Pensé que iba a sentir una especie de culpabilidad, de remordimiento; en absoluto, al día siguiente se le había olvidado todo.
Veronique estaba “en análisis”, como suele decirse; ahora me arrepiento de haberla conocido. Hablando en general, no hay nada que sacar de las mujeres en análisis. Una mujer que cae en manos de un psicoanalista se vuelve inadecuada para cualquier uso, lo he comprobado muchas veces. No hay que considerar este fenómeno un efecto secundario del psicoanálisis, sino simple y llanamente su efecto principal. Con la excusa de reconstruir el yo los psicoanalistas proceden, en realidad, a una escandalosa destrucción del ser humano. Inocencia, generosidad, pureza… trituran todas estas cosas entre sus manos groseras. Los psicoanalistas, muy bien remunerados, pretenciosos y estúpidos, aniquilan definitivamente en sus supuestos pacientes cualquier aptitud para el amor, tanto mental como físico; de hecho, se comportan como verdaderos enemigos de la humanidad. Implacable escuela de egoísmo, el psicoanálisis ataca con el mayor cinismo a chicas estupendas pero un poco perdidas para transformarlas en putas innobles, de un egocentrismo delirante, que solo suscitan un legitimo desagrado. No hay que confiar, en ningún caso, en una mujer que ha pasado por las manos de los psicoanalistas. Mezquindad, egoísmo, ignorancia arrogante, completa ausencia mora, incapacidad crónica para amar: éste es el retrato exhaustivo de una mujer “analizada”.
Tengo que decir que Veronique coincidía, punto por punto, con esta descripción. La quise tanto como pude; lo cual representa mucho amor. Ahora se que derroche ese amor para nada; habría hecho mejor rompiéndole ambos brazos. No cabe duda de que ella tenia desde siempre, como todas las depresivas, disposición al egoísmo y la falta de ternura; pero el psicoanálisis la transformo de forma irreversible en una verdadera basura, sin tripas ni conciencia; un desperdicio envuelto en papel satinado. Recuerdo que tenía un tablón blanco donde solía apuntar cosas del tipo “guisantes” o “planchado”. Una tarde, al volver de la sesión, anoto esta frase de Lacan: “Cuanto mas desagradable seas, mejor iran las cosas.” Sonreí; y me equivocaba. En aquella fase, la frase no era mas que un programa; pero Veronique iba a aplicarla punto por punto.
Una noche en que ella no estaba, me trague un frasco de Largactyl. Luego me entró el pánico y llama a los bomberos. Tuvieron que llevarme a urgencias, hacerme un lavado de estomago, etc. En resumen, que me faltó un pelo para quedarme en ésa. Y la muy guarra (¿como llamarla si no?) ni siquiera fue a verme al hospital. Cuando volví “a casa”, si puedo llamarla así, todo lo que se le ocurrió como bienvenida fue que yo era egoísta y lamentable; su interpretación del acontecimiento es que me las había arreglado para causarle preocupaciones añadidas, y ella “ya tenia bastante con sus problemas de trabajo”. La repugnante muchachita llego incluso a decirme que estaba intentando hacerle “un chantaje emocional”; cuando lo pienso, lamento no haberle trinchado los ovarios. En fin, ya es cosa del pasado.
También recuerdo la noche en que llamo a la policía para que me echara de su casa. ¿Por qué “de su casa”? Porque el apartamento estaba a su nombre, y ella pagaba el alquiler mas a menudo que yo. Este es el primer efecto del psicoanálisis: desarrollar en sus victimas una avaricia y una mezquindad ridículas, casi increíbles. Inútil intentar ir a un café con alguien que se esta analizando: inevitablemente empieza a discutir los detalles de la cuenta, y uno acaba teniendo problemas con el camarero. Así que allí estaban aquellos tres policías gilipollas, con sus walkie-talkies y sus aires de conocer la vida mejor que nadie. Yo estaba en pijama y temblaba de frió; me había agarrado, bajo el mantel, a las patas de la mesa; estaba decidido a que me llevaran a la fuerza. Mientras tanto, la muy petarda les enseñaba facturas de alquiler para establecer sus derechos sobre el lugar; probablemente esperaba que sacaran las porras. Esa misma tarde había tenido “sesión”, había repuesto todas sus reservas de bajeza y de egoísmo; pero yo no cedí, reclame una investigación suplementaria, y aquellos estupidos policías tuvieron que abandonar la casa. Por lo demás, al día siguiente me marché para siempre.
LA RESIDENCIA DE LOS BUCANEROS
De pronto, me fue indiferente no ser moderno.
ROLAND BARTHES
El sábado por la mañana temprano encuentro un taxi en la plaza de la Estación, que accede a llevarme a Sables-d’Olonne.
Al salir de la ciudad atravesamos sucesivas capas de niebla y luego, tras la última, nos zambullimos en un lago de bruma opaca, absoluta. La carretera y el paisaje están completamente sumergidos. No se distingue nada, salvo de vez en cuando un árbol o una vaca que emergen de forma temporal, indecisa. Es muy hermoso.
Al llegar a la orilla del mar el tiempo se despeja bruscamente, de golpe. Hay viento, mucho viento, pero el cielo esta casi azul; las nubes se mueven con rapidez hacia el este. Salgo del 504 después de darle una propina al taxista, lo que me vale un “Que tenga un buen día” dicho un poco a regañadientes, me parece. Supongo que cree que voy a pescar cangrejos, o algo por el estilo.
Al principio, paseo a lo largo de la playa. El mar está gris, un poco agitado. No siento nada de particular. Sigo andando durante mucho tiempo.
A eso de las once empieza a aparecer gente, con niños y perros. Giro en dirección opuesta.
Al final de la playa de Sables-d’Olonne, en la prolongación del malecón que cierra el puerto, hay algunas casas antiguas y una iglesia romana. Nada espectacular: son edificios de piedra robusta, toscos, hechos para resistir las tempestades y que resisten las tempestades desde hace cientos de años. Es fácil imaginar la vida que llevaban aquí los pescadores, con las misas de domingo en la pequeña iglesia, la comunión de los fieles cuando el viento sopla fuera y el océano se estrella contra las rocas de la costa. Una vida sin distracciones y sin historias, dominada por una labor difícil y peligrosa. Una vida sencilla y rustica, con mucha nobleza. Y también una vida bastante estúpida.
A unos pasos de esas casas hay residencias modernas, blancas, destinadas a los veraneantes. Todo un conjunto de edificios de diez a veinte pisos de altura. Los edificios se alzan en una explanada de varios niveles, y el inferior se ha convertido en aparcamiento. Caminé durante mucho rato de un edificio al siguiente, lo que me permite afirmar que la mayoría de los apartamentos deben de tener vistas al mar gracias a distintos trucos arquitectónicos. En esta estación no había ni un alma, y los silbidos del viento que se colaba entre las estructuras de hormigón tenían algo definitivamente siniestro.
Después me dirigí a una residencia mas reciente y mas lujosa, situada esta vez muy pegada al mar, a pocos metros. Se llamaba Residencia de los Bucaneros. Los bajos se los repartían un supermercado, una pizzería y una discoteca; los tres estaban cerrados. Un cartel invitaba a visitar el apartamento piloto.
Esta vez me sentí invadido por una sensación desagradable. Imaginar una familia de veraneantes volviendo a la Residencia de los Bucaneros para luego comerse un escalope con salsa pirata en un local del tipo El Viejo Cabo de Hornos me parecía un poco irritante; pero no podía impedirlo.
Un poco más tarde me entró hambre. Junto al puesto de un vendedor de barquillos simpaticé con un dentista. En fin, simpatizar es mucho decir, digamos que cruzamos unas palabras mientras esperábamos que volviera el vendedor. No sé por qué me contó que era dentista. En general, aborrezco a los dentistas; los tengo por criaturas básicamente venales cuya única meta en la vida es arrancar el mayor número de dientes posible para comprarse un Mercedes, con techo solar. Y este no parecía ser una excepción.
De modo un poco absurdo, creí necesario justificar mi presencia, una vez más, y le conté toda una historia sobre mi intención de comprar un apartamento en la Residencia de los Bucaneros. Enseguida desperté su interés; sopesó los pros y los contras, barquillo en mano, durante mucho tiempo, y al final concluyó que la inversión le parecía “valida”. Tendría que habérmelo imaginado.
L’ESCALE
¡Ah, sí, tener valores!…
De regreso en La Roche-sur-Yon, compré un cuchillo de cocina en el Uniprix; empezaba a tener un esbozo de plan.
El domingo fue inexistente; el lunes especialmente sombrío. Sabia, sin necesidad de preguntárselo, que Tisserand había pasado un fin de semana lamentable; eso no me sorprendía en absoluto. Estábamos ya a 22 de diciembre.
Al día siguiente, por la noche, fuimos a cenar a una pizzería. El camarero, desde luego, tenia aspecto de italiano; parecía peludo y encantador; me causo un asco profundo. Además sirvió nuestros respectivos platos de espaguetis deprisa y corriendo, sin verdadera atención. ¡Ah, si hubiésemos llevado faldas abiertas al costado habría sido otra cosa!…
Tisserand bebía un vaso de vino tras otro; yo hablaba de las diferentes tendencias en la música de baile contemporánea. El no contestaba; creo que ni me escuchaba siquiera. Sin embargo, cuando describí en una frase la antigua alternancia del rock y las canciones lentas, para subrayar el carácter rígido que había impuesto a los procedimientos de seducción, su interés revivió (¿habría tenido alguna vez, a titulo personal, la ocasión de bailar una canción lenta? Era poco probable). Pase al ataque:
– Supongo que harás algo en Navidad. Con la familia, a lo mejor…
– No hacemos nada en Navidad. Soy judío -me dijo con una pizca de orgullo-. Bueno, mis padres son judíos -preciso con más sobriedad.
Esta revelación me desarmo durante unos segundos. Pero al fin y al cabo, judío o no judío, ¿cambiaba algo? Si así era, yo me sentía incapaz de ver el que. Continué.
– ¿Y si hacemos algo la noche del 24? Conozco una discoteca en Sables, L’Escale. Muy agradable…
Tenía la sensación de que mis palabras sonaban a falso; estaba avergonzado. Pero Tisserand ya no estaba en condiciones de prestar atención a tales sutilezas. “¿Tú crees que habrá gente?” Me da la impresión de que el 24 es mas bien cosa de familia…”, fue su pobre, su patética objeción. Concedí que, desde luego, el 31 habría sido mucho mejor: “A las chicas les encanta acostarse el 31”, afirme con autoridad. Pero el 24, para eso, tampoco era de despreciar: “Las chicas comen ostras con los padres y la abuela, abren los regalos; pero a partir de medianoche salen a bailar.” Me estaba animando, me creía mi propia historia; Tisserand resultó, como había previsto, fácil de convencer.
La noche siguiente, tardó mas de tres horas en prepararse. Le esperé jugando al dominó, solo, en el vestíbulo del hotel; jugaba contra mi mismo, era muy aburrido; sin embargo me sentía un poco angustiado.
Apareció con un traje negro y una corbata dorada; el pelo tenía que haberle dado mucho trabajo; ahora hacen geles que dan resultados sorprendentes. A fin de cuentas, un traje negro era lo que mejor sentaba; pobre muchacho.
Todavía teníamos que matar una hora, más o menos; no servia de nada ir a la discoteca antes de las once y media, en este punto me mantuve firme. Tras una rápida discusión, dimos una vuelta por la Misa de Gallo: el cura hablaba de una inmensa esperanza que había nacido en el corazón de los hombres; a esto yo no tenia nada que objetar. Tisserand se aburría, pensaba en otra cosa; yo empezaba a sentirme un poco asqueado, pero tenía que aguantar. Había puesto el cuchillo de cocina en una bolsa de plástico, en la parte delantera del coche.
Encontré L’Escale sin problemas; hay que decir que allí había pasado noches muy malas. Hacia ya más de diez años; pero los malos recuerdos desaparecen más despacio que lo que uno cree.
La discoteca estaba medio llena; sobre todo gente de quince a veinte años, cosa que acababa desde el principio con las modestas posibilidades de Tisserand. Muchas minifaldas, camisetas escotadas; en resumen, carne fresca. Vi sus ojos desorbitarse bruscamente al recorrer la pista de baile; yo me acerqué a la barra para pedir un bourbon. Cuando volví él ya estaba, vacilante, en el límite de la nebulosa de los que bailaban. Murmure vagamente “Te veo dentro de un rato” y me dirigí a una mesa que, al estar colocada un poco por encima de las otras, me ofrecería una excelente vista del teatro de operaciones.
Al principio, Tisserand pareció interesarse por una morena de unos veinte años, probablemente una secretaria. Estuve tentado de aprobar la elección. Por una parte la chica no era excepcionalmente guapa, y por lo tanto nadie le haría mucho caso; sus pechos, aunque de buen tamaño, ya colgaban un poco, y las nalgas parecían blandas; estaba claro que dentro de algunos años todo aquello se desplomaría por completo. Por otra parte su ropa, muy audaz, subrayaba sin ambigüedades su intención de encontrar un compañero sexual: el vestido, de tafetán ligero, caracoleaba con cada movimiento, revelando un liguero y unas minúsculas bragas de encaje negro que dejaban el trasero completamente al aire. Su cara seria, un poco obstinada, parecía indicar un carácter prudente; era una chica que sin duda llevaba preservativos en el bolso.
Durante unos minutos Tisserand bailó cerca de ella, extendiendo vivamente los brazos para indicar el entusiasmo que le transmitía la música. Dos o tres veces llegó incluso a dar una palmada; pero la chica no parecía haberlo visto. Aprovechando una breve pausa musical, él tomó la iniciativa de dirigirle la palabra. Ella se volvió, le echó una mirada de desprecio y atravesó la pista de parte a parte para alejarse de él. No tenía remedio.
Todo iba como estaba previsto. Fui a la barra a pedir un segundo bourbon.
Cuando regresé, me di cuenta de que algo había cambiado. Había una chica sentada en la mesa contigua a la mia, sola. Era mucho mas joven que Veronique, tendría diecisiete años; pero aun así se le parecía horriblemente. Llevaba un vestido muy sencillo, más bien suelto, que no señalaba las formas del cuerpo; estas no lo necesitaban para nada. Las caderas anchas, las nalgas lisas y firmes; la flexibilidad de la cintura que lleva las manos hasta los senos redondos, amplios y suaves; las manos que se posan con confianza en la cintura, abrazando la noble rotundidad de las caderas. Conocía todo eso; me bastaba cerrar los ojos para recordarlo. Hasta el rostro, lleno y cándido, que expresa la serena seducción de la mujer natural, segura de su belleza. La tranquila serenidad de la joven potranca, alegre por demás, pronto a probar sus miembros en un galope rápido. La tranquila serenidad de Eva, enamorada de su propia desnudez, sabiéndose, desde luego, eternamente deseable. Me di cuenta de que dos años de separación no habían borrado nada; vacié el bourbon de un trago. En ese momento volvió Tisserand; sudaba un poco. Me dirigió la palabra. Creo que quería saber si yo tenía intención de intentar algo con la chica. No le contesté; empezaba a tener ganas de vomitar, y se me había puesto dura; no andaba nada bien. Dije: “Perdóname un momento…” y atravesé la discoteca en dirección a los aseos. Una vez encerrado me medí dos dedos en la garganta, pero la cantidad de vomito fue escasa y decepcionante. Luego me masturbé, con mas éxito: al principio pensaba un poco en Veronique, claro, pero me concentré en las vaginas en general y la cosa se calmó. La eyaculación llego al cabo de dos minutos, y me trajo confianza y certidumbre.
Al volver, ví que Tisserand había empezado a hablar con la falsa Veronique; ella le miraba con serenidad y sin asco. Esa niña era una maravilla, estaba íntimamente convencido; pero no era grave, ya me había masturbado. Desde el punto de vista amoroso Veronique pertenecía, como todos nosotros, a una generación sacrificada. Había sido, desde luego, capaz de amar; le habría gustado seguir siéndolo, se lo concedo; pero ya no era posible. Fenómeno raro, artificial y tardío, el amor solo puede nacer en condiciones mentales especiales, que pocas veces se reúnen, y que son de todo punto opuestas a la libertad de costumbres que caracteriza la época moderna. Veronique había conocido demasiadas discotecas y demasiados amantes; semejante modo de vida empobrece al ser humano, infligiéndole daños a veces graves y siempre irreversibles. El amor como inocencia y capacidad de ilusión, como aptitud para resumir el conjunto del otro sexo en un solo ser amado, rara vez resiste un año de vagabundeo sexual, y nunca dos. En realidad, las sucesivas experiencias sexuales acumuladas en el curso de la adolescencia minan y destruyen con toda rapidez cualquier posibilidad de proyección de orden sentimental y novelesca; poco a poco, y de hecho bastante deprisa, se vuelve uno tan capaz de amar como una fregona vieja. Y desde ese momento uno lleva, claro, una vida de fregona; al envejecer se vuelve menos seductor, y por lo tanto amargado. Uno envidia a los jóvenes, y por lo tanto los odia. Este odio, condenado a ser inconfesable, se envenena y se vuelve cada vez mas ardiente; luego se mitiga y se extingue, como se extingue todo. Y solo quedan la amargura y el asco, la enfermedad y esperar la muerte.
En la barra, conseguí sacarle al camarero una botella de bourbon por setecientos francos. Al darme la vuelta, tropecé con un joven electricista de dos metros. Me dijo: “¡Vaya, parece que no estas muy bien!” con un tono mas bien amistoso; yo conteste: “La dulce miel de la ternura humana…” mirándolo desde abajo. Vi mi cara en el espejo; tenia un rictus francamente desagradable. El electricista meneo la cabeza con resignación; yo empecé a cruzar la pista de baile, con la botella en la mano; justo antes de llegar a mi destino tropecé con una cajera y me fui al suelo. Nadie me levanto. Veía las piernas de los que bailaban agitarse sobre mi; me daban ganas de cortarlas a golpes de hacha. Los focos eran de una violencia insoportable; estaba en el infierno.
Un grupo de chicos y chicas se había sentado en nuestra mesa; debían de ser compañeros de clase de la falsa Veronique. Tisserand no soltaba su presa pero la cosa empezaba a superarle; poco a poco se dejaba excluir del campo de conversación, era mas que evidente; y cuando uno de los chicos propuso pagar una ronda en la barra, ya estaba implícitamente fuera. Sin embargo esbozo el gesto de levantarse, intentó atraer la mirada de la falsa Veronique; inútil. Cambió de opinión y se dejo caer en brusquedad en la banqueta; completamente encogido sobre si mismo, ni siquiera se daba ya cuenta de mi presencia; yo me llené otro vaso.
La inmovilidad de Tisserand duró algo más de un minuto; después hubo un sobresalto, sin duda imputable a eso que se ha dado en llamar “la energía de la desesperación”. Se volvió a levantar con brutalidad, me rozó camino de la pista de baile; tenia la cara sonriente y decidida; sin embargo, seguía siendo igual de feo.
Sin pensarlo dos veces, se plantó delante de una nenita de quince años, rubia y muy sexy. Ella llevaba un vestido corto y muy fino, de un blanco inmaculado; el sudor se lo había pegado al cuerpo, y era evidente que no llevaba nada debajo; su culito redondo estaba moldeado con una precisión perfecta; se veía con toda claridad, duras por la excitación, las areolas oscuras de los pechos; el discjockey acababa de anunciar un cuarto de hora retro.
Tisserand la invitó a bailar el rock; cogida un poco por sorpresa, ella aceptó. Desde los primeros compases de Come on evrybody me di cuenta de que él empezaba a patinar. Balanceaba a la chica con brutalidad, sin dejar de apretar los dientes, con mala cara; cada vez que la atraía hacia sí aprovechaba para plantarle la mano en el culo. Poco después de las primeras notas, la niña se precipito hacia un grupo de chicas de su edad. Tisserand se quedo en medio de la pista, con aire terco; babeaba un poco. La chica lo señalaba mientras hablaba con sus amigas, éstas resoplaban de risa mirándolo.
En ese momento, la falsa Veronique volvió de la barra con su grupo de amigos; había emprendido una animada conversación con un chico negro, o mas bien mestizo. El era un poco mayor que ella; calcule que podría tener veinte años. Se sentaron cerca de nuestra mesa; cuando pasaron, le hice a la falsa Veronique un pequeño gesto amistoso con la mano. Me miró con sorpresa, pero no reaccionó.
Tras el segundo rock, el disc-jockey puso una canción lenta. Era Le Sud, de Nino Ferrer; una canción magnifica, hay que reconocerlo. El mestizo tocó levemente el hombre de la falsa Veronique; ambos se levantaron de común acuerdo. En ese momento, Tisserand se volvió y le plantó la cara. Abrió las manos, abrió la boca, pero no creo que tuviera tiempo de hablar. El mestizo le apartó tranquilamente, con suavidad, y en unos segundos estuvieron en la pista de baile.
Formaban una pareja magnifica. La falsa Veronique era bastante alta, quizás un metro setenta, pero él le llevaba una cabeza. Ella aplastó el cuerpo, confiada, contra el cuerpo del tipo. Tisserand se volvió a sentar a mi lado; temblaba de pies a cabeza. Miraba a la pareja, hipnotizado. Esperé casi un minuto; esta canción, según recordaba, era interminable. Después le sacudí suavemente el hombro repitiendo: “Raphael…”
– ¿Qué puedo hacer? – preguntó
– Ve a sacudirla.
– ¿Crees que se ha jodido?
– Claro. Se jodió hace tiempo, al principio. Raphael, tu
Nunca serás el dueño erótico de una chica. Tienes que hacerte cargo; esas cosas no son para ti. De todas formas, ya es demasiado tarde. El fracaso sexual que has tenido desde tu adolescencia, Raphael, la frustración que te persigue desde los trece años, ya han dejado en ti una marca imborrable. Incluso suponiendo que pudieras conseguir alguna mujer a partir de ahora -cosa que, con toda franqueza, no creo que vaya a suceder-, no será bastante; ya nada será nunca bastante. Siempre serás huérfano de esos amores adolescentes que no tuviste. En ti la herida ya es muy dolorosa; pero lo será cada vez más. Una amargura atroz, sin remisión, que terminara inundándote el corazón. Para ti no habrá ni redención ni liberación. Así son las cosas. Pero esto no quiere decir que no tengas ninguna posibilidad de revancha. Tú también puedes poseer a esas mujeres que tanto deseas. Incluso puedes poseer lo más valioso que hay en ellas. ¿Qué es lo más valioso que hay en ellas, Raphael?
– ¿Su belleza?… aventuró.
– No es su belleza, desengañate; ni tampoco es su
vagina, ni siquiera su amor; porque todo eso desaparece con la vida. Y desde ahora tú puedes poseer su vida. Lánzate desde esta noche a la carrera del crimen; creeme, amigo mío, es la única posibilidad que te queda. Cuando sientas a esas mujeres temblar bajo la punta del cuchillo y suplicar por su juventud, tu serás el amo; las poseerás en cuerpo y alma. A lo mejor hasta consigues arrancarles, antes del sacrificio, alguna caricia sabrosa; un cuchillo, Raphael, es un aliado considerable.
El seguía mirando a la pareja abrazada que giraba despacio en la pista; una mano de la falsa Veronique apretaba la cintura del mestizo, la otra descansaba en su hombro. En voz baja, casi con timidez, me dijo: “Preferiría matar al tipo…”; entonces me di cuenta de que había ganado; me relaje bruscamente y llené los vasos.
– ¡Bueno! -exclamé-. ¿Y que te lo impide?… ¡Pues claro! ¡Estrénate con un negro!… De todos modos se van a ir juntos, han cerrado el trato. Desde luego, tendrás que matar al tipo antes de llegar al cuerpo de la mujer. Por lo demás, tengo un cuchillo en la parte delantera del coche.
Diez minutos después, en efecto, se fueron juntos. Me levante, agarrando la botella al marcharme; Tisserand me siguió con docilidad.
Fuera, la noche era extrañamente suave, casi calida. Hubo un leve conciliábulo en el aparcamiento entre la chica y el negro; se dirigieron a un scooter. Me instale en el asiento delantero del coche y saqué el cuchillo de la bolsa; los dientes relucían que daba gusto bajo la luna. Antes de montarse en el scooter; ellos se besaron durante mucho rato; era hermoso y muy tierno. A mi lado, Tisserand no dejaba de temblar; yo tenía la sensación de oler el esperma podrido que volvía a hincharle el sexo. Jugando nerviosamente con el cuadro de mandos, dio un aviso con los faros; la chica guiño los ojos. Entonces se decidieron a marcharse; nuestro coche arranco con suavidad tras ellos. Tisserand me preguntó:
– ¿Dónde irán a acostarse?
– Supongo que a casa de los padres de la chica; es lo más normal. Pero hay que detenerlos antes. En cuanto lleguemos a una carretera secundaria, arrollamos el scooter. Seguramente se quedaran un poco atontados; no te costara nada rematar al tipo.
El coche corría con suavidad por la carretera de la costa; delante, a la luz de los faros, la chica abrazaba la cintura de su compañero. Tras un silencio, dije:
– También podríamos atropellarlos, para más seguridad.
– No parece que sospechen nada… -observo él con voz
soñadora.
Bruscamente, el scooter se desvió a la derecha por un camino que conducía al mar. Eso no estaba previsto; le dije a Tisserand que redujera la velocidad. La pareja se detuvo un poco mas lejos; ví que el tipo se tomaba el trabajo de poner el antirrobo antes de llevarse a la chica hacia las dunas.
Cuando cruzamos la primera fila de dunas, lo entendí mejor. El mar se extendía a nuestros pies, casi quieto, formando una inmensa curva; la luz de la luna llena jugaba dulcemente en la superficie. La pareja se alejaba hacia el sur, bordeando la orilla del agua. La temperatura del aire era cada vez más suave, anormalmente suave; parecía el mes de junio; en tales condiciones, claro, lo entendía: hacer el amor a la orilla del océano, bajo el esplendor de las estrellas; lo entendía demasiado bien; es exactamente lo que yo habría hecho en su lugar. Le tendí el cuchillo a Tisserand; se fue sin decir palabra.
Volví al coche; apoyándome en el capó, me senté en la arena. Bebí a morro unos cuantos tragos de bourbon, luego me senté al volante y acerque el coche al mar. Era un poco imprudente, pero hasta el ruido del motor me parecía amortiguado, imperceptible, la noche era envolvente y tibia. Tenía unas ganas terribles de rodar recto hacia el océano. La ausencia de Tisserand se prolongaba.
Cuando volvió, no dijo una palabra. Tenía en la mano el largo cuchillo; la hoja brillaba suavemente; yo no veía manchas de sangre en la superficie. De pronto, me sentí un poco triste. Al final, él habló.
– Cuando llegue, estaban entre dos dunas. El ya le había quitado el vestido y el sujetador. Sus pechos eran tan hermosos, tan redondos a la luz de la luna… Luego ella se dio la vuelta y se acerco a el. Le desabrocho el pantalón. Cuando empezó a chupársela, no pude soportarlo.
Se callo. Yo espere. El mar estaba inmóvil como un lago.
– Me di la vuelta y empecé a andar entre las dunas. Podría haberlos matado; no oían nada, no me prestaban ninguna atención. Me masturbe. No tenia ganas de matarlos; la sangre no cambia nada.
– La sangre esta en todas partes.
– Lo sé. El esperma también está en todas partes. Ya estoy harto. Me vuelvo a París.
No me propuso que le acompañara. Yo me levanté y caminé hacia el mar. La botella de bourbon estaba casi vacía, me bebí el último trago. Cuando me volví, la playa estaba desierta; ni siquiera había oído arrancar el coche.
Nunca volví a ver a Tisserand; se mató en el coche esa misma noche, en el viaje de regreso a París. Había mucha niebla en las cercanias de Angers; iba a toda velocidad, como de costumbre. Su 205 GTI chocó de frente contra un camion que había derrapado en mitad de la calzada. Murió en el acto, poco antes del alba. Al dia siguiente era fiesta, para celebrar el nacimiento de Cristo; la familia avisó a la empresa tres días mas tarde. El entierro ya había tenido lugar, según los ritos; cosa que acabo con cualquier idea sobre coronas o delegaciones. Hubo algunas palabras sobre lo triste que era aquella muerte y las dificultades de conducir con niebla, luego volvimos al trabajo, y eso fue todo.
Por lo menos, me dije al enterarme de su muerte, luchó hasta el final. El club de jóvenes, las vacaciones de esqui… Por lo menos no abdicó, no tiró la toalla. Hasta el final, y a pesar de los fracasos, buscó el amor. Sé que, aun aplastado entre los hierros de su 205 GTI, ensangrentado, con su traje negro y su corbata dorada, en la autopista casi desierta, seguia presentando batalla en el corazon, el deseo y la voluntad de batalla.