Capítulo Trece

Genevieve se quedó helada. Tenía que poner fin a aquella situación. De inmediato.

– Simon, bájame, por favor.

– Lo haré encantado.

Entraron en la habitación y Simon la dejó en la cama con suavidad. Él hizo ademán de tumbarse a su lado, pero ella se levantó rápidamente y caminó hasta la chimenea para poner tierra de por medio.

Simon se acercó con mirada inquisitiva, cuya perplejidad aumentó un poco más cuando Genevieve retrocedió. Pero esta vez no intentó seguirla.

– ¿No habías dicho que querías más de lo de anoche?

– He dicho que quería otra noche increíble. Exactamente eso -respondió Genevieve-. Pero ahora no es de noche; es de día.

Ella miró con intensidad, como si pudiera leer sus pensamientos.

– Sólo quieres hacer el amor en la oscuridad…

– Sí -admitió.

– ¿Por qué?

Para alarma de ella, Simon se acercó hasta quedarse a menos de medio metro. Su inquietud creció cuando la tomó de los hombros y sintió el calor de sus manos, capaces de quitarle el sentido y de rendirla a sus encantos.

Pero no podía ser. Sólo se entregaría a él bajo el manto de las sombras. De lo contrario, vería sus manos y no querría saber nada de ella.

– ¿Por qué? -repitió-. ¿Cómo es posible que una mujer tan exquisita prefiera la oscuridad a la luz?

Genevieve no dijo nada.

– No puede ser por pudor -continuó él-. Eres demasiado apasionada.

– ¿Apasionada? ¿No habrás querido decir licenciosa?

Las palabras surgieron de su boca con más brusquedad de la que pretendía, pero eran ciertas. No sabía lo que Simon pensaría si llegaba a descubrir la verdad y a saber que no era una viuda respetable sino una mujer que había sido amante de un aristócrata durante diez años.

Él frunció el ceño y sacudió la cabeza.

– Si lo dices con la carga negativa que tiene tradicionalmente esa palabra, no, mi intención no podría ser más distinta -afirmó él-. Por favor, no me digas que te arrepientes de lo que ha pasado entre nosotros.

– No me arrepiento.

– Me alegro, porque yo tampoco. Y en cuanto a tu vida licenciosa… sólo creo que eres la mujer más apasionada y excitante que he conocido, pero también la más bella; por eso quiero verte a la luz del día. Quiero tocar tu piel y ver tus ojos cuando te excites. Quiero mirarte cuando entre en ti. Quiero mirante mientras cabalgas conmigo. Quiero mirarte cuando alcances el orgasmo.

Ella contuvo la respiración al escuchar la vivida descripción de Simon.

– Yo también lo quiero, pero no es posible. Debemos encontrarnos en la oscuridad.

Él la observó durante unos segundos y se apartó de ella. Genevieve pensó que aceptaba la situación y se sintió aliviada; pero el alivio le duró muy poco, porque Simon la tomó de las manos y se las llevó al pecho.

– No, por favor…

– Es por tus manos. Por eso te niegas a hacer el amor con luz.

No fue una pregunta, sino una afirmación. Genevieve se molestó tanto que lo empujó con fuerza para apartarse, haciendo caso omiso del dolor de sus dedos.

– Mis motivos son sólo míos.

– Cuéntamelo -dijo él con dulzura.

Simon volvió a tomarle las manos; pero esta vez, para su asombro, se las llevó a los labios y las besó.

– Cuéntamelo, te lo ruego. Anoche, cuando me acariciaban, me parecieron maravillosas. Su contacto me excitaba y me daba más placer del que había experimentado en toda mi vida. Tienen un don que merece celebrarse, no esconderse. Dime por qué las ocultas.

La caballerosidad de Simon bastó para diluir el enfado de Genevieve y convertirlo en resignación. Sabía que seguiría insistiendo hasta que le confesara la verdad; y pensándolo bien, carecía de importancia: sólo iban a estar juntos un par de semanas. Era una situación temporal. Podía decirle la verdad y seguir llevando guantes.

Respiró a fondo y declaró:

– Las manos… me duelen. Tengo una enfermedad que se llama artritis. Los dedos se me quedan rígidos y hay ciertas tareas que no puedo hacer con ellos. Me unto una crema especial que alivia las molestias y luego me pongo los guantes para que no se me quite.

– ¿Ahora te duelen?

– Un poco, aunque no demasiado. Es peor cuando el clima es húmedo.

Simon le masajeó suavemente las manos.

– ¿Esto te alivia?

– Sí, es muy… agradable.

– Por eso te quedaste a vivir en Little Longstone. Para estar cerca de las aguas termales.

Ella asintió.

– Es verdad. Me alivian bastante. El dolor empezó hace varios años; al principio eran punzadas ocasionales, pero luego empeoraron y apareció la hinchazón.

– ¿Has hablado con algún médico?

– Con Varios. Pero al margen de las cremas y de las aguas, no pueden hacer nada.

– Lamento mucho que te duela. Pero quítate los guantes, por favor. Quítatelos y tócame bajo la luz del día. Anoche tuve ocasión de sentir sus caricias y fueron magia pura. Deja que las vea mientras me tocas.

– No, Simon. No es posible.

– ¿Por qué? Yo mismo tengo cicatrices. No se puede decir que sea perfecto.

Genevieve se apartó.

– Ya, pero ¿te han rechazado alguna vez por tus cicatrices?

Genevieve lo preguntó sin darse cuenta. Y para su horror, los ojos se le llenaron de lágrimas.

Simon la miró con expresión extraña.

– No, pero doy por sentado que a ti, sí.

Ella asintió para confirmar su teoría.

– Mi marido no toleraba la fealdad. Aborrecía mis manos.

Simon pensó que no había sido su supuesto marido, sino su amante.

– Siento que te hiciera daño; pero yo no soy él, Genevieve. Quiero verte y que me toques.

Él tomó una de sus manos, introdujo un dedo por debajo del guante y empezó a acariciarle la palma. Genevieve quiso resistirse, pero la tocaba con tanta delicadeza que no fue capaz.

– La belleza y la perfección son dos cosas distintas -continuó él-. Aquí no hay nada que no sea precioso ni exquisito. No hay parte alguna de tu cuerpo que no desee ver.

Simon le llevó la otra mano a la parte delantera de los pantalones. Genevieve sintió un escalofrío de placer y cerró los dedos sobre su sexo.

– Confía en mí, por favor. El único miedo que debes tener no es que te rechace al ver tus manos, sino que me encierre en esta habitación, contigo, hasta que llegue la noche.

Ella no podía hablar, no podía respirar. Sentía su erección contra la mano y no pensaba en otra cosa que no fuera hacer el amor con él.

De repente, se apartó, se quitó los guantes y los tiró al suelo. Seguía completamente vestida, pero se sentía desnuda y más vulnerable que nunca.

Sin apartar la mirada de sus ojos, Simon se quitó la camisa, la tomó de las manos y se las llevó a su pecho.

– No puedes ni imaginar cuánto me gusta que me acaricies.

Genevieve tragó saliva y le acarició. Él bajó la mirada y contempló sus manos. Ella se puso tensa, pero todos sus temores desaparecieron al unísono cuando Simon se inclinó y se las besó con dulzura.

Genevieve suspiró.

– Son mágicas -dijo él-, tan mágicas como el resto de ti, tan deliciosas como el resto de ti, tan bellas como el resto de ti.

En la garganta de Genevieve se ahogó un sollozo. Sus palabras y la visión de sus labios contra las manos resultaron tan estremecedoras que empezó a llorar sin poder evitarlo. Simon la abrazó en silencio y la besó en la boca lentamente, con toda su pasión, explorándola. Genevieve se apretó contra él, dominada por el deseo, y le acarició el cabello.

– Yo también quiero verte, Simon. Quiero tocarte… por favor. Ahora…

Respirando con pesadez, Simon retrocedió y se desnudó por completo. Ella se acercó y acarició su erección, inmensamente satisfecha no sólo por el gemido de su amante, sino también por las gotas de fluido nacarado que surgieron de su pene. Aprovechó la humedad para frotarlo y siguió adelante con sus caricias.

– Si insistes con eso, no podré seguir de pie.

– Ni yo.

Las palabras de Genevieve lo excitaron. Agarró su vestido y tiró de él hacia abajo, llevándose también la camisa. Mientras Simon terminaba de retirarle la ropa, ella se quitó los zapatos; ya sólo llevaba las medias y las ligas.

La tumbó en la cama, se acostó contra ella y le quitó las horquillas del pelo.

– Cabalga conmigo.

Genevieve se sentó sobre él y descendió despacio, de tal manera que su sexo la penetró hasta el fondo. Después, apoyó las manos en su pecho y empezó a moverse contra él, alzando y bajando las caderas.

Simon cerró los dedos sobre sus pechos y jugueteó con sus pezones, aumentando el placer que sentía. Genevieve echó la cabeza hacia atrás, hechizada, y aceleró el ritmo hasta quedarse al borde del clímax, a menos de un segundo; pero ese segundo desapareció cuando él introdujo una manó entre sus piernas y le acarició el clítoris.

El orgasmo se presentó con la fuerza de un trueno, entre espasmos que la dejaron agotada y la obligaron a tumbarse sobre él.

Cuando por fin levantó la cabeza, descubrió que Simon la estaba mirando.

– Gracias -dijo él.

Ella sacudió la cabeza.

– No, gracias a ti.

Simon arqueó una ceja.

– ¿Por qué?

– Por haberme devuelto algo que creía perdido para siempre -respondió-. Por aceptar mi deformidad. Por no rechazarme. Por encontrar belleza donde no la hay.

– La belleza está en la mirada.

Trabajos de amor perdidos… Ahora parafraseas a Shakespeare.

– En efecto. Donde tú no ves belleza alguna, yo veo abundancia.

– Gracias, Simon. Pero, ¿por qué me has dado las gracias a mí?

Algo brilló en los ojos de su amante; algo que no supo interpretar. Pero desapareció tan deprisa que pensó que lo había imaginado.

– Por decirme la verdad, por confiar en mí.

Genevieve se sintió terriblemente culpable. Le había dicho la verdad sobre sus manos, pero le ocultaba mucho más que eso.

Sin embargo, alzó la cabeza y sonrió.

– De nada. Pero dime, ahora que has descubierto mi secreto, ¿qué propones para el resto de nuestro día?

Simon le acarició suavemente el trasero.

– Se me ocurre media docena de cosas.

Ella arqueó una ceja.

– ¿Media docena? Son unas cuantas…

– Sólo las que se me ocurren ahora, hasta la hora del almuerzo. Pero seguro que mi imaginación se despierta más tarde.

– Oh, vaya… pero no sé si podremos almorzar. Tengo entendido que tu despensa está medio vacía -le recordó.

– Tengo pan, jamón y… miel.

– Qué casualidad. Me gusta el pan, me gusta el jamón y me gusta la miel.

La sonrisa de Simon habría derretido las suelas de sus zapatos si los hubiera llevado puestos.

– Magnífica noticia. Porque la miel te quedaría muy bien aquí…

Él le acarició un pezón y se inclinó para lamérselo.

– Pero sólo para empezar -dijo ella-. Hay más posibilidades.

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