Capítulo Cuatro

Genevieve se sintió aliviada cuando Baxter entró en la habitación con la bandeja donde llevaba el servicio de té, un plato con bollitos, mantequilla y su mermelada preferida de frambuesa. El señor Cooper la había confundido e intrigado tanto que la aparición del criado fue un soplo de aire fresco.

Tras dejarlo todo en la mesita, Baxter procedió a servir el té con gran delicadeza y eficacia. A continuación, chascó los nudillos y preguntó, lanzando una mirada de pocos amigos al visitante:

– ¿Algo más?

– No, gracias, Baxter.

Baxter se dirigió a la salida. Sus pisadas eran tan fuertes que las piezas de porcelana que estaban en la encimera, temblaron.

– Llámeme si me necesita -añadió-. Estaré cerca.

Cuando se marchó, Simon dijo:

– Espero no darle ninguna razón para que tenga que llamar a vuestro mayordomo. Sospecho que sería capaz de sacarme las tripas.

– No lo dude.

– Como ya ha dicho, es muy protector… Aunque es normal que lo sea -añadió-. Tiene que cuidar cosas muy valiosas.

Genevieve volvió a sentir otra oleada de calor, que esta vez la disgustó sobremanera. A sus treinta y dos años, debía de estar más que acostumbrada a los cumplidos de los hombres. Sin embargo, llevaba mucho tiempo sin escuchar uno.

Se dijo que ése era indudablemente el problema. El señor Cooper era el primer hombre con quien se quedaba a solas desde que Richard la había abandonado. Y era muy atractivo. No tenía nada de particular que se sintiera algo excitada y más tímida de la cuenta.

Lo miró mientras él echaba azúcar en el té y sonrió. Puso tantas cucharaditas que el contenido de la taza estuvo a punto derramarse.

– Veo que le gusta el azúcar…

Él levantó la taza y la miró por encima.

– Confieso que siento debilidad por los dulces. ¿Y usted?

– Supongo que también, aunque mis preferencias se decantan por la mermelada de frambuesa de Baxter. Debería probarla.

Genevieve observó a su invitado mientras éste untaba mantequilla y mermelada en uno de los bollitos. Sus manos eran morenas, de dedos largos y fuertes. Tenía una leve mancha de tinta en el índice de la derecha, lo cual le pareció lógico teniendo en cuenta su profesión; obviamente, pasaba mucho tiempo con las cuentas del caballero para quien trabajaba.

En ese momento, imaginó que aquellas manos masculinas le acariciaban el cabello, le retiraban las horquillas e inmovilizaban su cabeza antes de que sus labios descendieran sobre su boca y la besaran.

– ¿No está de acuerdo, señora Ralston?

La frase la sobresaltó. No sabía lo que le estaba pasando. Su imaginación nunca se desbocaba de aquella manera; no hasta el punto de perder el hilo de una conversación.

– ¿Perdón?

– Decía que debemos ser tolerantes con nuestras propias debilidades.

Ella lo miró, hechizada, mientras él mordía el bollito y mascaba lentamente. Abrió la boca para decir algo, pero las palabras se esfumaron de su mente cuando Simon Cooper se lamió un poco de mermelada que se le había quedado en los labios. Sin darse cuenta de lo que hacía, imitó el gesto. Él clavó los ojos en su boca.

– Supongo… supongo que eso depende de las debilidades en cuestión -acertó a responder, en voz baja-. Y de si están a nuestro alcance.

– ¿A nuestro alcance?

– Si alguien siente debilidad por los diamantes y carece de los medios para obtenerlos, no debería ser tolerante con su debilidad.

– A menos que quisiera endeudarse…

– O terminar en la prisión de Newgate por robar.

– ¿Insinúa que los diamantes le gustan?

Genevieve pensó en el collar y en los pendientes que Richard le había regalado y que ella había vendido poco después de que se separaran.

– No. De hecho, no me gustan; los encuentro fríos y carentes de vida. Prefiero los zafiros, aunque no diría que sean mi debilidad.

– ¿Cuál es entonces?

Ella consideró la posibilidad de reír y cambiar de tema; pero si no respondía a su pregunta, tampoco podría interesarse a continuación por sus debilidades. Y ardía en deseos de hacerlo.

– Las flores. Sobre todo, las rosas.

– ¿De algún color en particular?

– El rosa.

Él sonrió y ella se estremeció. Por muy atractivo que fuera cuándo estaba serio, lo era todavía más cuando sonreía.

– Me alegro enormemente de saber que no sólo he traído sus flores preferidas, sino también del color que más le gusta -declaró él-. ¿Y qué más?

Durante un momento, Genevieve no supo a qué se refería con la pregunta. Estaba demasiado alterada. Y cuando por fin cayó en la cuenta, carraspeó.

– Gatos, libros, artesanía…

Él asintió y miró a su alrededor.

– Tiene piezas muy interesantes -dijo, mirando hacia el cuadro colgado sobre la chimenea-. Aquel óleo, por ejemplo, es notable. Tan vivido que casi puedo sentir las salpicaduras de agua de mar en la cara.

Genevieve miró el cuadro. Lo había pintado ella misma en su adolescencia, cuando aún no padecía artritis y albergaba la esperanza de ser artista. Representaba a una mujer en lo alto de un acantilado, entre flores silvestres. Estaba de espaldas, contemplando unas aguas tumultuosas, y no se le veía la cara; pero Genevieve sabía quién era o, por lo menos, quien debía ser.

– Gracias. Tengo mucho afecto por ese cuadro.

Simon se levantó, caminó hasta la chimenea y lo observó de cerca.

– El trazo de las pinceladas es poco común.

Genevieve arqueó una ceja. Aquel hombre mostraba conocimientos ciertamente inesperados para un administrador.

– ¿Ha estudiado arte?

Él dudó durante unos segundos y sonrió antes de volver a su silla.

– El señor Jonas Smythe posee una gran colección, así que debo tener ciertos conocimientos sobre la materia. He observado que el lienzo no lleva firma…

– En efecto.

– ¿Dónde lo compró?

– Fue un regalo.

Genevieve no tenía intención alguna de decirle la verdad.

La atención de Simon se dirigió hacia la puerta. La gata había entrado en la habitación; llevaba la cola en alto y parecía decir que la casa era suya y que los seres humanos tenían suerte de que les permitiera quedarse en ella.

– Debe de haberla oído cuando ha incluido a los gatos entre sus debilidades…

– Se llama Sofía. Me temo que es algo tímida y que…

Genevieve dejó de hablar cuando el felino, que se mantenía lejos de los extraños a no ser que le ofrecieran comida, corrió hacia él, le saltó al regazo sin dudarlo un momento y se acomodó allí como si lo hubiera convertido en su colchón personal. Pero eso no fue todo; acto seguido, ronroneó con tanta fuerza que pareció que en la habitación había tres gatos.

Él carraspeó y acarició al animal.

– Sí, ya veo que es extremadamente tímida.

Genevieve contempló la escena con asombro.

– Es la primera vez que se porta así con un desconocido. Actúa como si lo conociera…

Él se encogió de hombros.

– Les gusto a los animales… Pero cuénteme algo más sobre sus gustos.

Genevieve se obligó a apartar la mirada de sus fuertes manos. Encendían su imaginación, y no estaba dispuesta a dejarse arrastrar.

– Ya he hablado de las mías. Ahora es su turno.

Él alzó su taza de té sin dejar de mirarla a los ojos y ella sintió un estremecimiento que reconoció al instante. Lo deseaba.

Sin embargo, no se lo podía permitir. Sería mejor que buscara alguna excusa para quitárselo de encima. Y como no podía echarlo de inmediato sin que resultara sospechoso y el señor Cooper llegara a la conclusión de que le había gustado, decidió que le concedería diez minutos más. Sólo diez minutos, lo suficiente para no parecer grosera ni despertar sospechas.

Además, estaba segura de que podría soportar su encanto durante unos pocos minutos.

– Compartimos la debilidad por los libros -dijo él.

– ¿En serio? ¿Le gusta leer?

– Sí, cualquier cosa. Hace poco leí Frankenstein y lo encontré fascinante. Shakespeare y Chaucer son mis preferidos. Pero como no estoy acostumbrado a la tranquilidad del campo, me temo que me quedaré sin lecturas antes de que concluya mi estancia en Little Longstone -respondió.

– Tengo una buena biblioteca. Puede echarle un vistazo antes de marcharse. Estaré encantada de prestarle lo que desee.

Genevieve ni siquiera supo por qué lo había dicho. No se trataba únicamente de que aquello pudiera alargar su estancia en la casa, sino de que tendría que volver a ella para devolverle los libros que le prestara.

– Es una oferta muy generosa. Gracias. ¿Qué tipo de libros le gusta leer?

– Al igual que usted, leo de todo. Sir Walter Scott, la poesía de Blake, lord Byron y Wordsworth, las novelas de Radcliffe… Acabo de terminar la Historia de la decadencia y caída del imperio romano, de Gibbon.

Él arqueó las cejas.

– Una lectura bien distinta a las novelas de Radcliffe…

– Desde luego. Me gusta la variedad.

– La variedad es la sal de la vida, lo que da sabor a las cosas -opinó.

Genevieve sintió un pinchazo en el corazón. Su voz era tan ronca que se sentía como si estuvieran charlando de asuntos no precisamente literarios.

– Es una frase de William Cowper…-murmuró ella.

– Es uno de mis poetas preferidos.

– También de los míos.

– Parece que tenemos mucho en común, señora Ralston.

Ella hizo caso omiso del interés evidente de su invitado.

– Y ya he notado que le gustan los gatos…

– Me gustan todos los animales.

– ¿Tiene alguna mascota?

– Actualmente no, pero las he tenido. Estoy considerando la posibilidad de buscarme un perro.

– Entonces, debería asistir al festival de otoño del pueblo, que empieza mañana. Además de los puestos de comida y artesanía, suele haber gente que vende cachorros.

– Una idea magnífica. Iré… si usted me acompaña.

Genevieve se sobresaltó y abrió la boca para rechazar el ofrecimiento, pero él siguió hablando.

– Elegir un perro es una decisión difícil. Me vendría bien una segunda opinión… No querrá que cometa una equivocación y elija al perro inadecuado, ¿verdad?

– Estoy segura de que allí habrá quien pueda ayudarlo.

– Tal vez, pero prefería contar con su opinión.

– ¿Por qué?

Simon terminó su té, dejó la taza en la mesa y se inclinó hacia delante, poniendo una mano sobre el lomo de la gata para que siguiera sobre su regazo.

– Podría decir que se lo pido porque conoce el lugar y a sus habitantes, o porque se nota que usted es una mujer inteligente. Y no mentiría con ello. Pero si he de ser sincero, le confesaré que también siento debilidad por las mujeres bellas que disfrutan de la lectura.

– Comprendo. ¿Y cree que va a salirse con la suya a base de halagos?

Él sonrió con malicia.

Ella tuvo que contenerse para no suspirar.

– Creo que disfrutaríamos del paseo. O al menos, yo disfrutaría de su compañía -contestó-. ¿Vendrá conmigo?

Genevieve sabía rechazar una invitación y estaba convencida de que debía rechazarlo. Aceptar las galanterías de aquel hombre podía llevarla a una situación como la que había vivido con Richard, y ya sabía lo que pasaba al final.

Pero no tenía por qué ser así.

Por otra parte, se sentía muy atraída por él y le agradaba que la encontrara atractiva. Si trataba el asunto con el cuidado debido, podría disfrutar de sus atenciones sin correr el peligro de que; la arrastraran a ningún tipo de intimidad.

– Muy bien. Nos encontraremos en la plaza del pueblo al mediodía.

Ya habían transcurrido los diez minutos que iba a concederle, así que se levantó y añadió:

– Antes de que se marche, permíteme que le enseñe mi biblioteca.

– Se lo agradezco -dijo con una sonrisa-. Puede estar segura de que estaré contando los segundos hasta el mediodía de mañana.

Simon dejó a la gata en la alfombra y se puso en pie. Genevieve lo acompañó a la biblioteca y se quedó en el umbral mientras él examinaba detenidamente su colección. Al cabo de unos minutos, regresó con tres libros en la mano.

– Gracias por el préstamo. Cuidaré bien de ellos.

Ya en el vestíbulo, Baxter lo miró con desconfianza y le dio su sombrero, ligeramente hundido. Simon dio las gracias al mayordomo, sonrió a su anfitriona y le dedicó una reverencia antes de despedirse.

– Hasta mañana, señora Ralston.

Genevieve lo miró mientras se alejaba por el camino de piedra y casi suspiró. Tenía tan buen aspecto cuando se marchaba como cuando llegaba.

– ¿Hasta mañana? -preguntó Baxter, frunciendo el ceño-. ¿Es que pretende volver?

– Nos encontraremos en el pueblo, en el festival de otoño. Va a comprarse un perro y me ha pedido que lo ayude en la elección.

– ¿Te ha tomado por veterinaria?

Genevieve rió.

– No, sólo por amante de los animales.

– Ese individuo busca algo más que tu ayuda -murmuró-. Lo he notado en su forma de mirarte.

– ¿Qué quieres decir?

– Que te mira como si fuera una bestia hambrienta y tú llevaras una pata de cordero colgando del cuello -contestó.

Genevieve se estremeció. Ella también lo había notado, y sabía que no debía sentirse tan intrigada ni tan excitada con ello.

– No estoy seguro de que debamos confiar en él -continuó.

– No confías en nadie, Baxter…

– Confío en ti. Pero dado que ya no pareces tan triste como antes de que se presentara, contendré mis deseos de darle una buena zurra.

– No te preocupes. No tengo intención de volver a verlo después del festival.

Genevieve se dirigió á la sala de estar. Cuando pasó por delante de la biblioteca, la curiosidad la empujó a entrar y a mirar los estantes en busca de los huecos vacíos. Simon Cooper se había llevado un ejemplar de Los misterios de Udolpho, de Radcliffe, y el último volumen de la obra de Gibbon sobre el Imperio romano. Le pareció tan divertido, que sonrió. Pero cuando vio el tercer espacio vacío, su sonrisa desapareció inmediatamente.

Por motivos que no alcanzaba a comprender, su nuevo vecino se había marchado con un ejemplar de la Guía para las damas sobre la obtención de la felicidad personal y de la satisfacción íntima.

Las sospechas que había albergado regresaron con más fuerza y la llenaron de temor. Era una sensación que no podía pasar por alto, especialmente porque unos meses antes, tras el escándalo causado por la publicación del libro, había recibido amenazas de muerte. Su defensa de la independencia sexual de las mujeres no había gustado en algunos círculos.

La elección de Simon Cooper podía ser una simple coincidencia, pero también cabía la posibilidad de que los rumores sobre la marcha de Charles Brightmore no hubieran puesto fin al asunto, o incluso de que alguien hubiera descubierto que ese nombre no era más que el seudónimo de una mujer. De ella.

Se llevó las manos a la boca del estómago y tomó aliento.

¿Sería posible que el señor Cooper fuera algo más que un simple administrador que había decidido pasar sus vacaciones en Little Longstone? ¿Sospecharía de su identidad? ¿Lo habrían contratado para localizar a Charles Brightmore y, en su caso, asesinarlo?

Genevieve no lo sabía, pero lo iba a averiguar.

Загрузка...