PRIMERA PARTE. Descenso a la oscuridad

Canté del Caos y la eterna Noche,

Amaestrado por la Musa celeste

A aventurarme hacia el descenso opaco,

Y de nuevo a ascender…

JOHN MILTON,

El Paraíso perdido.


Pandemónium

– Sin duda estás de broma -dijo el gorila de la puerta, cruzando los brazos sobre el enorme pecho.

Dirigió una mirada amedrentadora al muchacho de la chaqueta roja con cremallera y sacudió la afeitada cabeza.

– No puedes entrar con eso ahí.

Los aproximadamente cincuenta adolescentes que hacían cola ante el club Pandemónium se inclinaron hacia adelante para poder oír. La espera era larga para entrar en aquel club abierto a todas las edades, en especial en domingo, y no acostumbraba a suceder gran cosa en la cola. Los gorilas eran feroces y caían al instante sobre cualquiera que diera la impresión de estar a punto de causar problemas. Clary Fray, de quince años, de pie en la cola con su mejor amigo, Simón, se inclinó como todos los demás, esperando algo de animación.

– ¡Ah, vamos!

El chico enarboló el objeto por encima de la cabeza. Parecía un palo de madera con un extremo acabado en punta.

– Es parte de mi disfraz.

El portero del local enarcó una ceja.

– ¿Qué es?

El muchacho sonrió ampliamente. Tratándose de Pandemónium, tenía un aspecto de lo más normal, se dijo Clary. Lucía cabellos teñidos de azul eléctrico, que sobresalían en punta alrededor de la cabeza igual que los zarcillos de un pulpo sobresaltado, pero sin complicados tatuajes faciales ni grandes barras de metal atravesándole las orejas o los labios.

– Soy un cazador de vampiros. -Hizo presión sobre el objeto de madera, que se dobló con la facilidad de una brizna de hierba torciéndose hacia un lado-. Es de broma. Gomaespuma. ¿Ves?

Los dilatados ojos del muchacho eran de un verde excesivamente brillante, advirtió Clary: del color del anticongelante, de la hierba en primavera. Lentes de contacto coloreadas, probablemente. El hombre de la puerta se encogió de hombros, repentinamente aburrido.

– Ya. Entra.

El chico se deslizó por su lado, veloz como una anguila. A Clary le gustó el movimiento airoso de sus hombros, el modo en que agitaba los cabellos al moverse. Había una palabra en francés que su madre habría usado para describir al muchacho: insouciant, despreocupado.

– Lo encontrabas guapo -dijo Simón en tono resignado-, ¿verdad?

Clary le clavó el codo en las costillas, pero no respondió.


* * *

Dentro, el club estaba lleno de humo de hielo seco. Luces de colores recorrían la pista de baile, convirtiéndola en un multicolor país de las hadas repleto de azules, verdes ácidos, cálidos rosas y dorados.

El chico de la chaqueta roja acarició la larga hoja afilada que tenía en las manos mientras una sonrisa indolente asomaba a sus labios. Había resultado tan fácil… un leve glamour (un encantamiento) en la hoja, para que pareciera inofensiva, otro poco en sus ojos, y en cuanto el encargado de la puerta le hubo mirado directamente, entrar ya no fue un problema. Por supuesto, probablemente habría conseguido pasar sin tomarse tantas molestias, pero formaba parte de la diversión…, engañar a los mundis, haciéndolo todo al descubierto justo frente a ellos, disfrutando de las expresiones de desconcierto de sus rostros bobalicones.

Eso no quería decir que los humanos no fueran útiles. Los ojos verdes del muchacho escudriñaron la pista de baile, donde delgadas extremidades cubiertas con retazos de seda y cuero negro aparecían y desaparecían en el interior de rotantes columnas de humo mientras los mundis bailaban. Las chicas agitaban las largas melenas, los chicos balanceaban las caderas vestidas de cuero y la piel desnuda centelleaba sudorosa. La vitalidad simplemente manaba de ellos, oleadas de energía que le proporcionaban una mareante embriaguez. Sus labios se curvaron. No sabían lo afortunados que eran. No sabían lo que era sobrevivir a duras penas en un mundo muerto, donde el sol colgaba inerte en el cielo igual que un trozo de carbón consumido. Sus vidas brillaban con la misma fuerza que las llamas de una vela… y podían apagarse con la misma facilidad.

La mano se cerró con más fuerza sobre el arma que llevaba, y había empezado a apretar el paso hacia la pista de baile cuando una chica se separó de la masa de bailarines y empezó a avanzar hacia él. Se la quedó mirando. Era hermosa, para ser humana: cabello largo casi del color exacto de la tinta negra, ojos pintados de negro. Un vestido blanco que llegaba hasta el suelo, del estilo que las mujeres llevaban cuando aquel mundo era más joven, con mangas de encaje que se acampanaban alrededor de los delgados brazos. Rodeando el cuello llevaba una gruesa cadena de plata, de la que pendía un colgante rojo oscuro del tamaño del puño de un bebé. Sólo tuvo que entrecerrar los ojos para saber que era auténtico…, auténtico y valioso. La boca se le empezó a hacer agua a medida que ella se le acercaba. La energía vital palpitaba en ella igual que la sangre brotando de una herida abierta. Le sonrió al pasar junto a él, llamándole con la mirada. Se volvió para seguirla, saboreando el imaginario chisporroteo de su muerte en los labios.

Siempre era fácil. Podía sentir cómo la energía vital se evaporaba de la muchacha para circular por sus venas igual que fuego. ¡Los humanos eran tan estúpidos! Poseían algo muy precioso, y apenas lo protegían. Tiraban por la borda sus vidas a cambio de dinero, de bolsitas que contenían unos polvos, de la sonrisa encantadora de un desconocido. La muchacha era un espectro pálido que se retiraba a través del humo de colores. Llegó a la pared y se volvió, remangándose la falda con las manos, alzándola mientras le sonreía de oreja a oreja. Bajo la falda, llevaba unas botas que le llegaban hasta el muslo.

Fue hacia ella con aire despreocupado, con la piel hormigueando por la cercanía de la muchacha. Vista de cerca, no era tan perfecta. Vio rimel corrido bajo los ojos, el sudor que le pegaba el cabello al cuello. Olió su mortalidad, el olor dulzón de la putrefacción. «Eres mía», pensó.

Una sonrisa fría curvó sus labios. Ella se hizo a un lado, y vio que estaba apoyada en una puerta cerrada. «PROHIBIDA LA ENTRADA», estaba garabateado sobre ella en pintura roja. La muchacha alargó la mano a su espalda en busca del pomo, lo giró y se deslizó al interior. El joven vislumbró cajas amontonadas, cables eléctricos enmarañados. Un trastero. Echó un vistazo a su espalda…, nadie miraba. Mucho mejor si ella deseaba intimidad.

Se introdujo en la habitación tras ella, sin darse cuenta de que le seguían.


* * *

– Bien -dijo Simón-, una música bastante buena, ¿eh?

Clary no respondió. Bailaban, o lo que podría pasar por ello (una gran cantidad de balanceos a un lado y a otro con descensos violentos hacia el suelo, como si uno de ellos hubiese perdido una lente de contacto) en un espacio situado entre un grupo de chicos adolescentes ataviados con corsés metálicos y una joven pareja asiática que se pegaba el lote apasionadamente, con las extensiones de colores de ambos entrelazadas entre sí igual que enredaderas. Un muchacho con un piercing labial y una mochila en forma de osito de peluche repartía gratuitamente pastillas de éxtasis de hierbas, con los pantalones paracaidista ondeando bajo la brisa procedente de la máquina de viento. Clary no prestaba mucha atención a lo que les rodeaba; tenía los ojos puestos en el muchacho de los cabellos azules que había conseguido persuadir al portero para que lo dejara entrar. El joven merodeaba por entre la multitud como si buscara algo. Había alguna cosa en el modo en que se movía que le recordaba no sabía qué…

– Yo, por mi parte -siguió diciendo Simón-, me estoy divirtiendo una barbaridad.

Eso parecía improbable. Simón, como siempre, resultaba totalmente fuera de lugar en el club, vestido con vaqueros y una camiseta vieja en cuya parte delantera se leía «MADE IN BROOKLYN». Sus cabellos recién lavados eran de color castaño oscuro en lugar de verdes o rosas, y sus gafas descansaban torcidas sobre la punta de la nariz. Daba más la impresión de ir de camino al club de ajedrez que no de estar reflexionando sobre los poderes de la oscuridad.

– Mmmm… hmm.

Clary sabía perfectamente que la acompañaba a Pandemónium sólo porque a ella le gustaba el lugar, y que él lo consideraba aburrido. Ella ni siquiera estaba segura de por qué le gustaba ese sitio: las ropas, la música lo convertían en algo parecido a un sueño, en la vida de otra persona, en algo totalmente distinto a su aburrida vida real. Pero siempre era demasiado tímida para hablar con nadie que no fuera Simón.

El chico de los cabellos azules empezaba a abandonar la pista de baile. Parecía un poco perdido, como si no hubiese encontrado a la persona que buscaba. Clary se preguntó qué sucedería si se acercaba y se presentaba, si se ofrecía a mostrarle el lugar. A lo mejor se limitaría a mirarla fijamente. O quizá también fuera tímido. Tal vez se sentiría agradecido y complacido, e intentaría no demostrarlo, como hacían los chicos…, pero ella lo sabría. A lo mejor…

El chico de los cabellos azules se irguió de repente, cuadrándose, igual que un perro de caza marcando la presa. Clary siguió la dirección de su mirada, y vio a la muchacha del vestido blanco.

«Ah, vaya -pensó, intentando no sentirse como un globo de colores desinflado-, supongo que eso es todo». La chica era guapísima, la clase de chica que a Clary le habría gustado dibujar: alta y delgada como un palo, con una larga melena negra. Incluso a aquella distancia, Clary pudo ver el colgante rojo que le rodeaba la garganta. Palpitaba bajo las luces de la pista igual que un corazón incorpóreo arrancado del pecho.

– Creo -prosiguió Simón- que esta tarde DJ Bat está realizando un trabajo particularmente excepcional. ¿No estás de acuerdo?

Clary puso los ojos en blanco y no respondió: Simón odiaba la música trance. Clary tenía la atención fija en la muchacha del vestido blanco. Por entre la oscuridad, el humo y la niebla artificial, el pálido vestido brillaba como un faro. No era de extrañar que el chico de los cabellos azules la siguiera como si se hallara bajo un hechizo, demasiado abstraído para reparar en nada más a su alrededor; ni siquiera en las dos figuras oscuras que le pisaban los talones, serpenteando tras él por entre la multitud.

Clary bailó más despacio y miró con atención. A duras penas distinguió que las dos figuras eran muchachos, altos y vestidos de negro. No podría haber dicho cómo sabía que seguían al otro muchacho, pero lo sabía. Lo veía en el modo en que se mantenían tras él, en su atenta vigilancia, en la elegancia furtiva de sus movimientos. Un tímido capullo de aprensión empezó a abrirse en su pecho.

– Por lo pronto -añadió Simón-, quería decirte que últimamente he estado haciendo travestismo. También me estoy acostando con tu madre. Creo que deberías saberlo.

La muchacha había llegado a la pared y abría una puerta con el letrero de «PROHIBIDA LA ENTRADA». Hizo una seña al joven de los cabellos azules para que la siguiera, y ambos se deslizaron al otro lado. No era nada que Clary no hubiese visto antes, una pareja escapándose a los rincones oscuros del club para pegarse el lote; pero hacía que resultara aún más raro que los estuvieran siguiendo.

Se alzó de puntillas, intentando ver por encima de la multitud. Los dos chicos se habían detenido ante la puerta y parecían hablar entre sí. Uno de ellos era rubio, el otro moreno. El rubio introdujo la mano en la chaqueta y sacó algo largo y afilado que centelleó bajo las luces estroboscópicas. Un cuchillo.

– ¡Simón! -chilló Clary, y le agarró del brazo.

– ¿Qué? -Simón pareció alarmado-. No me estoy acostando realmente con tu madre, ya sabes. Sólo intentaba atraer tu atención. Aunque no es que tu madre no sea una mujer muy atractiva, para su edad.

– ¿Ves a esos chicos?

Señaló bruscamente, golpeando casi a una curvilínea muchacha negra que bailaba a poca distancia. La chica le lanzó una mirada malévola.

– Lo siento…, lo siento. -Clary se volvió otra vez hacia Simón-. ¿Ves a esos dos chicos de ahí? ¿Junto a esa puerta?

Simón entrecerró los ojos, luego se encogió de hombros.

– No veo nada.

– Son dos. Estaban siguiendo al chico del cabello azul…

– ¿El que pensabas que era guapo?

– Sí, pero ésa no es la cuestión. El rubio ha sacado un cuchillo.

– ¿Estás segura? -Simón miró con más intensidad, meneando la cabeza-. Sigo sin ver a nadie.

– Estoy segura.

Repentinamente todo eficiencia, Simón sacó pecho.

– Iré en busca de uno de los guardas de seguridad. Tú quédate aquí.

Marchó a grandes zancadas, abriéndose paso por entre el gentío.

Clary se volvió justo a tiempo de ver al chico rubio franquear la puerta en la que ponía «PROHIBIDA LA ENTRADA», con su amigo pegado a él. Miró a su alrededor; Simón seguía intentando avanzar a empujones por la pista de baile, pero no hacía muchos progresos. Incluso aunque ella gritara ahora, nadie la oiría, y para cuando Simón regresara, algo terrible podría haber sucedido ya. Mordiéndose con fuerza el labio inferior, Clary empezó a culebrear por entre la gente.


* * *

– ¿Cómo te llamas?

Ella se volvió y sonrió. La tenue luz que había en el almacén se derramaba sobre el suelo a través de altas ventanas con barrotes cubiertos de mugre. Montones de cables eléctricos, junto con pedazos rotos de bolas de discoteca y latas desechadas de pintura, cubrían el suelo.

– Isabelle.

– Es un nombre bonito.

Avanzó hacia ella, pisando con cuidado por entre los cables por si acaso alguno tenía corriente. Bajo la débil luz, la muchacha parecía medio transparente, desprovista de color, envuelta en blanco como un ángel; sería un placer hacerla caer…

– No te he visto por aquí antes.

– ¿Me estás preguntando si vengo por aquí a menudo?

Lanzó una risita tonta, tapándose la boca con la mano. Llevaba una especie de brazalete alrededor de la muñeca, justo bajo el puño del vestido; entonces, al acercarse más a ella, el muchacho vio que no era un brazalete sino un dibujo hecho en la piel, una matriz de líneas en espiral.

Se quedó paralizado.

– Tú…

No terminó de decirlo. La muchacha se movió con la velocidad del rayo, arremetiendo contra él con la mano abierta, asestando un golpe en su pecho que lo habría derribado sin resuello de haber sido un ser humano. Retrocedió tambaleante, y entonces ella tenía ya algo en la mano, un látigo serpenteante que centelleó dorado cuando lo hizo descender hacia el suelo, enroscándoselo en los tobillos para derribarlo violentamente. El chico se golpeó contra el suelo, retorciéndose mientras el odiado metal se clavaba profundamente en su carne. Ella rió, vigilándole, y de un modo confuso, él se dijo que tendría que haberlo sabido. Ninguna chica humana se habría puesto un vestido como el que llevaba Isabelle, que le servía para cubrir su piel…, toda la piel.

La muchacha dio un fuerte tirón al látigo, asegurándolo. Su sonrisa centelleó igual que agua ponzoñosa.

– Es todo vuestro, chicos.

Una risa queda sonó detrás de él, y a continuación unas manos cayeron sobre su persona, tirando de él para levantarlo, arrojándolo contra uno de los pilares de hormigón. Sintió la húmeda piedra bajo la espalda; le sujetaron las manos a la espalda y le ataron las muñecas con alambre. Mientras forcejeaba, alguien salió de detrás de la columna y apareció ante su vista: un muchacho, tan joven como Isabelle e igual de atractivo. Los ojos leonados le brillaban como pedacitos de ámbar.

– Bien -dijo el muchacho-. ¿Hay más contigo?

El chico de los cabellos azules sintió cómo la sangre manaba bajo el metal demasiado apretado, volviéndole resbaladizas las muñecas.

– ¿Más qué?

– Vamos, habla.

El muchacho de los ojos leonados alzó las manos, y las mangas oscuras resbalaron hacia abajo, mostrando las runas dibujadas con tinta que le cubrían las muñecas, el dorso y las palmas de las manos.

– Sabes lo que soy.

Muy atrás en el interior de su cráneo, el segundo juego de dientes del muchacho esposado empezó a rechinar.

– Cazador de sombras -siseó.

El otro muchacho sonrió de oreja a oreja.

– Te pillamos -dijo.


* * *

Clary empujó la puerta del almacén y entró. Por un momento pensó que estaba desierto. Las únicas ventanas estaban muy arriba y tenían barrotes; débiles ruidos procedentes de la calle llegaban a través de ellas; el sonido de bocinas de coches y frenos que chirriaban. La habitación olía a pintura vieja, y la gruesa capa de polvo que cubría el suelo estaba marcada con huellas de zapatos desdibujadas. «Aquí no hay nadie», comprendió, mirando a su alrededor con perplejidad. Hacía frío en la habitación, a pesar del calor de agosto del exterior. Tenía la espalda cubierta de sudor helado. Dio un paso al frente, y el pie se le enredó en unos cables eléctricos. Se inclinó para liberar la zapatilla de deporte de los cables… y oyó voces. La risa de una chica, un chico que respondía con dureza. Cuando se irguió, los vio. Fue como si hubieran cobrado vida entre un parpadeo y el siguiente. Estaba la chica del vestido blanco largo y la melena negra que le caía por la espalda igual que algas húmedas, y los dos chicos la acompañaban: el alto de cabello negro como el de ella y el otro más bajo y rubio, cuyo pelo brillaba igual que el latón bajo la tenue luz que entraba por las ventanas de arriba. El muchacho rubio estaba de pie con las manos en los bolsillos, de cara al chico punk, que estaba atado a una columna con lo que parecía una cuerda de piano, las manos estiradas detrás de él y las piernas atadas por los tobillos. Tenía el rostro tirante por el dolor y el miedo.

Con el corazón martilleándole en el pecho, Clary se agachó detrás del pilar de hormigón más cercano y miró desde allí. Vio cómo el muchacho rubio se paseaba de un lado a otro, con los brazos cruzados sobre el pecho.

– Bueno -dijo-, todavía no me has dicho si hay algún otro de tu especie contigo.

«¿Tu especie?» Clary se preguntó de qué estaría hablando. Quizá hubiese tropezado con una guerra entre bandas.

– No sé de qué estás hablando.

El tono del chico de cabellos azules era angustiado, pero también arisco.

– Se refiere a otros demonios -intervino el chico moreno, hablando por primera vez-. Sabes qué es un demonio, ¿verdad?

El muchacho atado a la columna movió la cabeza, mascullando por lo bajo.

– Demonios -dijo el chico rubio, arrastrando la voz a la vez que trazaba la palabra en el aire con el dedo-. Definidos en términos religiosos como moradores del infierno, los siervos de Satán, pero entendidos aquí, para los propósitos de la Clave, como cualquier espíritu maligno cuyo origen se encuentra fuera de nuestra propia dimensión de residencia…

– Eso es suficiente, Jace -indicó la chica.

– Isabelle tiene razón -coincidió el muchacho más alto-. Nadie aquí necesita una lección de semántica… ni de demonología.

«Están locos -pensó Clary-. Locos de verdad.»

Jace alzó la cabeza y sonrió. Hubo algo feroz en su gesto, algo que recordó a Clary documentales sobre leones que había contemplado en el Discovery Channel, el modo en que los grandes felinos alzaban la cabeza y olfateaban el aire en busca de presa.

– Isabelle y Alec creen que hablo demasiado -comentó Jace en tono confidencial-. ¿Crees tú que hablo demasiado?

El muchacho de los cabellos azules no respondió. Su boca seguía moviéndose.

– Podría daros información -dijo-. Sé dónde está Valentine.

Jace echó una mirada atrás a Alec, que se encogió de hombros.

– Valentine está bajo tierra -indicó Jace-. Esa cosa sólo está jugando con nosotros.

Isabelle sacudió la melena.

– Mátalo, Jace -dijo-, no va a contarnos nada.

Jace alzó la mano, y Clary vio centellear una luz tenue en el cuchillo que empuñaba. Era curiosamente traslúcido, la hoja transparente como el cristal, afilada como un fragmento de vidrio, la empuñadura engastada con piedras rojas.

El muchacho atado lanzó un grito ahogado.

– ¡Valentine ha vuelto! -protestó, tirando de las ataduras que le sujetaban las manos a la espalda-. Todos los Mundos Infernales lo saben…, yo lo sé…, puedo deciros dónde está…

La cólera llameó repentinamente en los gélidos ojos de Jace.

– Por el Ángel, siempre que capturamos a uno de vosotros, cabrones, afirmáis saber dónde está Valentine. Bueno, nosotros también sabemos dónde está. Está en el infierno. Y tú… -Giró el cuchillo que sujetaba, cuyo filo centelleó como una línea de fuego-, tú puedes reunirte con él allí.

Clary no pudo aguantar más y salió de detrás de la columna.

– ¡Deteneos! -gritó-. No podéis hacer esto.

Jace se volvió en redondo, tan sobresaltado que el cuchillo le salió despedido de la mano y repiqueteó contra el suelo de hormigón. Isabelle y Alec se dieron la vuelta con él, mostrando idéntica expresión de estupefacción. El muchacho de cabellos azules se quedó suspendido de sus ataduras, aturdido y jadeante. Alec fue el primero en hablar.

– ¿Qué es esto? -exigió, pasando la mirada de Clary a sus compañeros, como si ellos debieran saber qué hacía ella allí.

– Es una chica -dijo Jace, recuperando la serenidad-. Seguramente habrás visto chicas antes, Alec. Tu hermana Isabelle es una. -Dio un paso para acercarse más a Clary, entrecerrando los ojos como si no pudiera creer del todo lo que veía-. Una mundi -declaró, medio para sí-. Y puede vernos.

– Claro que puedo veros -replicó Clary-. No estoy ciega, sabes.

– Ah, pero sí lo estás -dijo Jace, inclinándose para recoger su cuchillo-. Simplemente no lo sabes. -Se irguió-. Será mejor que salgas de aquí, si sabes lo que es bueno para ti.

– No voy a ir a ninguna parte -repuso Clary-. Si lo hago, le mataréis.

Señaló al muchacho de cabellos azules.

– Es cierto -admitió Jace, haciendo girar el cuchillo entre los dedos-. ¿Qué te importa a tí si le mato o no?


– Pu… pues… -farfulló ella-. Uno no puede ir por ahí matando gente.

– Tienes razón -dijo Jace-. Uno no puede ir por ahí matando gente.

Señaló al muchacho de cabellos azules, cuyos ojos eran unas simples rendijas. Clary se preguntó si se habría desmayado.

– Eso no es una persona, niñita. Puede parecer una persona y hablar como una persona, y tal vez incluso sangrar como una persona. Pero es un monstruo.

– Jace -dijo Isabelle en tono amonestador-, es suficiente.

– Estás loco -replicó Clary, alejándose de él-. He llamado a la policía, ¿sabes? Estarán aquí en cualquier momento.

– Miente -dijo Alec, pero había duda en su rostro-. Jace, crees…

No llegó a terminar la frase. En ese momento el muchacho de cabellos azules, con un grito agudo y penetrante, se liberó de las sujeciones que lo ataban a la columna y se arrojó sobre Jace.

Cayeron al suelo y rodaron juntos, el muchacho de cabellos azules arañando a Jace con manos que centelleaban como si sus extremos fueran de metal. Clary retrocedió, deseando huir, pero los pies se le enredaron en una lazada de cable eléctrico y cayó al suelo; el golpe la dejó sin respiración. Oyó chillar a Isabelle y, rodando sobre sí misma, vio al chico de cabellos azules sentado sobre el pecho de Jace. Brillaba sangre en las puntas de sus garras, afiladas como cuchillas.

Isabelle y Alec corrían hacia ellos, con Isabelle blandiendo un látigo. El muchacho de cabellos azules intentó acuchillar el rostro de Jace con las garras extendidas. El caído alzó un brazo para protegerse, y las garras se lo rasgaron, salpicando sangre. El muchacho de cabellos azules volvió a atacar… y el látigo de Isabelle descendió sobre su espalda. El muchacho lanzó un chillido y cayó hacia un lado.

Veloz como el chasquido del látigo de Isabelle, Jace rodó sobre sí mismo. Brilló un arma en su mano y hundió el cuchillo en el pecho del chico de cabellos azules. Un líquido negruzco estalló alrededor de la empuñadura. El muchacho se arqueó por encima del suelo, gorgoteando y retorciéndose. Jace se puso en pie, con una mueca en la cara. Su camisa negra era ahora más negra en algunos lugares empapados de sangre. Bajó la mirada hacia la figura que se contorsionaba a sus pies, alargó el brazo y arrancó el cuchillo. La empuñadura estaba recubierta de líquido negro.

Los ojos del muchacho de cabellos azules se abrieron con un parpadeo; fijos en Jace, parecían arder.

– Que así sea -siseó entre dientes-: Los repudiados se os llevarán a todos.

Jace pareció gruñir. Al muchacho se le pusieron los ojos en blanco y su cuerpo empezó a dar sacudidas y a moverse espasmódicamente mientras se encogía, doblándose sobre sí mismo, empequeñeciéndose más y más hasta que desapareció por completo.

Clary se puso en pie apresuradamente, liberándose de un puntapié del cable eléctrico. Empezó a retroceder. Ninguno de ellos le prestaba atención. Alec había llegado junto a Jace y le sostenía el brazo tirando de la manga, probablemente intentando echar un buen vistazo a la herida. Clary se volvió para echar a correr… y se encontró con Isabelle, que le cerraba el paso con el látigo cuya dorada longitud estaba manchada de fluido negro en la mano. Lo hizo chasquear en dirección a Clary; el extremo se le enroscó alrededor de la muñeca y le dio un fuerte tirón. Clary lanzó una exclamación ahogada de dolor y sorpresa.

– Pequeña mundi estúpida -masculló Isabelle-. Podrías haber hecho que mataran a Jace.

– Está loco -dijo Clary, intentando echar la muñeca hacia atrás.

El látigo se le hundió más profundamente en la carne.

– Estáis todos locos. ¿Qué os creéis que sois, un grupo de vigilantes asesinos? La policía…

– La policía no acostumbra a interesarse a menos que le presentes un cadáver -indicó Jace.

Sosteniendo el brazo contra el pecho, el muchacho se abrió paso a través del suelo cubierto de cables en dirección a Clary. Alec iba tras él, con una expresión ceñuda en el rostro.

Clary echó una ojeada al punto en el que el muchacho había decrecido, y no dijo nada. Ni siquiera quedaba allí una manchita de sangre; nada que mostrara que el muchacho había existido alguna vez.

– Regresan a sus dimensiones de residencia al morir -explicó Jace-. Por si tenías curiosidad.

– Jace -siseó Alec-, ten cuidado.

Jace le apartó el brazo. Una truculenta ristra de motas de sangre le marcaba el rostro. A Clary seguía recordándole a un león, con los ojos claros y separados, y los cabellos de un dorado tostado.

– Puede vernos, Alec -replicó-. Sabe ya demasiado.

– Así pues, ¿qué quieres que haga con ella? -inquirió Isabelle.

– Dejarla ir -respondió Jace en voz baja.

Isabelle le lanzó una mirada sorprendida, casi enojada, pero no discutió. El látigo resbaló de la muñeca, liberándole el brazo a Clary, que se frotó la dolorida extremidad y se preguntó cómo diablos iba a conseguir salir de allí.

– Quizá deberíamos llevarla de vuelta con nosotros -sugirió Alec-. Apuesto a que Hodge querría hablar con ella.

– Ni hablar de llevarla al Instituto -dijo Isabelle-. Es una mundi.

– ¿Lo es? -inquirió Jace con suavidad.

Su tono sosegado era peor que la brusquedad de Isabelle o la cólera de Alec.

– ¿Has tenido tratos con demonios, niñita? ¿Has paseado con brujos, conversado con los Hijos de la Noche? ¿Has…?

– No me llamo «niñita» -le interrumpió Clary-. Y no tengo ni idea de qué estás hablando.

«¿No la tienes? -dijo una voz en el interior de su cabeza-. Viste evaporarse a ese chico. Jace no está loco…, simplemente desearías que lo estuviera.»

– No creo en… demonios, o en lo que sea que tú…

– ¿Clary?

Era la voz de Simón. Ésta se volvió en redondo y lo vio de pie junto a la puerta del almacén. Le acompañaba uno de los fornidos porteros que habían estado sellando manos en la puerta de entrada.

– ¿Estás bien? -La miró escrutador a través de la penumbra-. ¿Por qué estás aquí sola? ¿Qué ha sucedido con los tipos…, ya sabes, los de los cuchillos?

Clary le miró con asombro, luego miró detrás de ella, donde Jace, Isabelle y Alec permanecían en pie, Jace todavía con la camisa ensangrentada y el cuchillo en la mano. El muchacho le sonrió de oreja a oreja y le dedicó un encogimiento de hombros en parte de disculpa, en parte burlón. Era evidente que no le sorprendía que ni Simón ni el portero pudieran verlos.

De algún modo, tampoco le sorprendía a Clary. Volvió otra vez la cabeza lentamente hacia Simón, sabiendo el aspecto que debía de ofrecerle, allí de pie sola en una húmeda habitación de almacenaje, con los pies enredados en cables eléctricos de plástico brillante.

– Me ha parecido que entraban aquí -contestó sin convicción-. Pero supongo que no ha sido así. Lo siento. -Pasó rápidamente la mirada de Simón, cuya expresión empezaba a cambiar de preocupada a incómoda, al portero, que simplemente parecía enojado-. Ha sido una equivocación.

Detrás de ella, Isabelle lanzó una risita divertida.


– No lo creo -dijo tozudamente Simón mientras Clary, de pie en el bordillo, intentaba desesperadamente parar un taxi. Los barrenderos habían pasado por Orchard mientras ellos estaban dentro del club, y la calle mostraba un negro barniz de agua oleosa.

– Lo sé -convino ella-. Lo normal sería que hubiera algún taxi. ¿Adónde va todo el mundo un domingo a medianoche? -Se volvió él encogiéndose de hombros-. ¿Crees que tendremos más suerte en Houston?

– No hablo de los taxis -repuso Simón-. Tú…, no te creo. No creo que esos tipos de los cuchillos simplemente desaparecieran.

Clary suspiró.

– A lo mejor no había tipos con cuchillos, Simón. Quizá simplemente lo imaginé todo.

– Ni hablar. -Simón alzó la mano por encima de la cabeza, pero los taxis que se aproximaban pasaron zumbando por su lado, lanzando una rociada de agua sucia-. Vi tu cara cuando entré en ese almacén. Parecías realmente alucinada, como si hubieras visto un fantasma.

Clary pensó en Jace con sus ojos de león. Se echó un vistazo a la muñeca, circundada por una fina línea roja a modo de brazalete en el punto en el que el látigo de Isabelle se había enroscado. «No, un fantasma no -pensó-. Algo aún más fantástico que eso.»

– Fue sólo una equivocación -insistió en tono cansino.

Se preguntó por qué no le estaba contando la verdad. Excepto, claro, que él pensaría que estaba loca. Y había algo en lo que había sucedido; algo en la sangre negra borboteando alrededor del cuchillo de Jace, algo en su voz cuando le había dicho «¿Has conversado con los Hijos de la Noche?», que quería guardar para sí.

– Bueno, pues fue una equivocación de lo más embarazosa -repuso Simón, y echó una ojeada atrás, hacia el club, desde donde una fina cola todavía salía sigilosamente por la puerta y llegaba hasta mitad de la manzana-. Dudo que vuelvan a dejarnos entrar jamás en Pandemónium.

– ¿Qué te importa eso a ti? Odias Pandemónium.

Clary volvió a alzar la mano cuando una forma amarilla fue hacia ellos a toda velocidad por entre la niebla. En esta ocasión, no obstante, el taxi frenó con un chirrido en la esquina, con el conductor presionando la bocina como si necesitara atraer su atención.

– Por fin tenemos suerte.

Simón abrió la portezuela de un tirón y se deslizó al interior del asiento trasero, forrado de plástico. Clary le siguió, inhalando el familiar olor a humo rancio de cigarrillo, cuero y fijador de pelo de los taxis de Nueva York.

– Vamos a Brooklyn -indicó Simón al taxista, y luego volvió la cabeza hacia Clary-. Oye, sabes que puedes contarme cualquier cosa, ¿de acuerdo?

Ella vaciló un instante, luego asintió.

– Seguro, Simón -respondió-, sé que puedo hacerlo.

Cerró la portezuela de un golpe tras ella, y el taxi se puso en marcha, perdiéndose en la noche.

Secretos y mentiras

El oscuro príncipe estaba sentado a horcajadas sobre su negro corcel, con su capa de marta cibelina ondeando a la espalda. Un aro de oro le sujetaba los rizos rubios, el apuesto rostro aparecía helado con la furia de la batalla y…

– Y su brazo parecía una berenjena -masculló Clary para sí, exasperada.

El dibujo no salía. Con un suspiro arrancó otra hoja más de su bloc de dibujo, la arrugó y la arrojó contra la pared naranja de su dormitorio. El suelo estaba ya repleto de bolas de papel desechadas, una señal inequívoca de que sus jugos creativos no fluían del modo que había esperado. Deseó por milésima vez poder ser un poco más como su madre. Todo lo que Jocelyn Fray dibujaba, pintaba o esbozaba era hermoso, y aparentemente realizado sin esfuerzo.

Se quitó los auriculares, interrumpiendo Stepping Razor en mitad de la canción, y se frotó las doloridas sienes. Sólo entonces se dio cuenta de que el potente y agudo sonido de un teléfono retumbaba por el apartamento. Arrojó el bloc de dibujo sobre la cama, se puso en pie de un salto y corrió a la salita, donde el rojo teléfono retro descansaba sobre una mesa cerca de la puerta principal.

– ¿Clarissa Fray?

La voz al otro lado del teléfono sonaba familiar, aunque no inmediatamente identificable.

Clary retorció nerviosamente el cordón del teléfono alrededor del dedo.

– ¿Sííí?

– Hola, soy uno de los gamberros con cuchillo que conociste anoche en el Pandemónium. Me temo que te causé una mala impresión y esperaba que me dieras la oportunidad de resarcirte…

– ¡SIMÓN! -Clary mantuvo el teléfono alejado del oído mientras él soltaba una carcajada-. ¡No tiene gracia!

– Ya lo creo que la tiene. Simplemente no le ves el lado cómico.

– Estúpido. -Clary suspiró, recostándose en la pared-. No te estarías riendo de haber estado aquí cuando llegué a casa anoche.

– ¿Por qué no?

– Mi madre. No le gustó que llegáramos tarde. Le dio un ataque. Fue desagradable.

– ¿Qué? ¡No es culpa tuya que hubiera tráfico! -protestó Simón, que era el más joven de tres hermanos y tenía un sentido muy agudizado de la injusticia familiar.

– Ya, bueno, ella no lo ve de ese modo. La decepcioné, le fallé, hice que se preocupara, bla, bla, bla. Soy la cruz de su existencia -continuó ella, imitando la precisa fraseología de su madre y con sólo una leve punzada de culpabilidad.

– Así que, ¿estás castigada? -preguntó Simón, en un tono un poco demasiado alto.

Clary pudo oír el ruido sordo de voces detrás de él; personas que discutían entre sí.

– No lo sé aún -respondió-. Mi madre salió esta mañana con Luke, y todavía no han regresado. ¿Dónde estás tú, de todos modos? ¿En casa de Eric?

– Sí. Acabamos de terminar el ensayo.

Se oyó el batir de un platillo detrás de Simón. Clary se estremeció.

– Eric va a dar un recital de poesía en Java Jones esta noche -siguió Simon mencionando una cafetería situada en la esquina donde vivía Clary, que en ocasiones ofrecía música en vivo por la noche-. Toda la banda acudirá para mostrarle su respaldo. ¿Quieres venir?

– si, de acuerdo. -Clary hizo una pausa, dando ansiosos tironcitos al cordón del teléfono-. Espera, no.

– Queréis callaros, chicos? -chilló Simón; el débil tono de su voz hizo que Clary sospechara que sostenía el teléfono apartado de la boca; al cabo de un segundo reanudó la conversación, con voz que sonó preocupada-. ¿Eso ha sido un sí o un no?

– No lo sé. -Clary se mordió el labio-. Mi madre sigue enfurecida conmigo por lo de anoche. No estoy segura de querer cabrearla pidiéndole un favor. Si voy a tener problemas, no quiero que sea por la asquerosa poesía de Eric.

– Vamos, no es tan mala -dijo Simón.

Eric vivía al lado de Simón, y los dos muchachos se conocían de casi toda la vida. No eran íntimos del modo en que Simón y Clary lo eran, pero habían formado un grupo de rock al inicio del segundo año de secundaria, junto con los amigos de Eric: Matt y Kirk. Ensayaban religiosamente todas las semanas en el garaje de los padres de Eric.

– Además, no es un favor -añadió Simón-, es un certamen de poesía en la esquina del bloque que hay frente a tu casa. No es como si te estuviera invitando a una orgía en Hoboken. Tu madre puede venir contigo si quiere.

– ¡ORGÍA EN HOBOKEN!

Oyó Clary que alguien chillaba, probablemente Eric. Se oyó el estrépito de otro platillo. Imaginó a su madre escuchando a Eric leer su poseía y se estremeció interiormente.

– No sé. Si aparecéis todos por aquí, creo que le dará algo.

– Entonces iré solo. Te recogeré y así vamos juntos y nos encontramos con el resto allí. A tu madre no le importará. Me adora.

Clary tuvo que echarse a reír.

– Una señal de su discutible buen gusto, si me lo preguntas.

– Nadie te lo ha preguntado.

Simón colgó en medio de gritos procedentes de sus compañeros de la banda.

Clary colgó el teléfono y echó un vistazo a la salita. Por todas partes había pruebas de las tendencias artísticas de Jocelyn, su madre, desde los cojines de terciopelo hechos a mano apilados sobre el sofá rojo oscuro, a las paredes llenas de cuadros cuidadosamente enmarcados, paisajes en su mayoría: las calles sinuosas del centro de Manhattan iluminadas con una luz dorada; escenas de Prospect Park en invierno, con los grises estanques bordeados de una fina puntilla de hielo blanco.

En la repisa sobre la chimenea había una foto enmarcada del padre de Clary. Un hombre rubio de aspecto meditabundo en uniforme militar, y con delatores trazos de arrugas de expresión en el rabillo de los ojos. Había sido un soldado condecorado por su servicio en el extranjero. Jocelyn tenía algunas de sus medallas en una cajita junto a la cama, aunque las medallas no sirvieron de nada cuando Jonathan Clark estrelló su coche contra un árbol a las afueras de Albany y murió incluso antes de que naciera su hija.

Tras su muerte, Jocelyn había vuelto a usar su nombre de soltera. Nunca hablaba del padre de Clary, pero guardaba la caja grabada con sus iniciales, J. C, junto a la cama. Con las medallas había una o dos fotografías, una alianza y un solitario mechón de cabello rubio. En ocasiones, Jocelyn sacaba la caja, la abría y sostenía el mechón de pelo con gran delicadeza antes de devolverlo a su sitio y cerrar de nuevo cuidadosamente la caja con llave.

El sonido de la llave al girar en la puerta principal sacó a Clary de su ensueño. A toda prisa, se dejó caer sobre el sofá e intentó dar la impresión de estar inmersa en uno de los libros en rústica que su madre había dejado apilados en la mesita auxiliar. Jocelyn concedía a la lectura la categoría de pasatiempo sagrado, y por lo general, no interrumpiría a Clary en plena lectura de un libro, ni siquiera para echarle una bronca.

La puerta se abrió con un golpazo. Era Luke, con los brazos llenos de lo que parecían enormes pedazos cuadrados de cartón. Cuando los depositó en el suelo, Clary vio que eran cajas, plegadas planas. Luke se enderezó y se volvió hacia ella con una sonrisa.

– Hola, ti…, hola, Luke -dijo ella.

Él le había pedido que dejara de llamarle tío Luke hacía cosa de un año, afirmando que le hacía sentirse viejo y pensar en La cabaña del tío Tom. Además, le había recordado con delicadeza que él no era en realidad su tío, sólo un amigo íntimo de su madre que la conocía de toda la vida.

– ¿Dónde está mamá?

– Aparcando la furgoneta -respondió él, estirando el larguirucho cuerpo con un gemido.

Iba vestido con su uniforme habitual: vaqueros viejos, una camisa de franela y unas gafas con montura dorada que descansaban ladeadas sobre el caballete de la nariz.

– ¿Podrías recordarme de nuevo por qué este edificio carece de montacargas?

– Porque es viejo y posee personalidad -repuso al momento Clary, y Luke sonrió burlón-. ¿Para qué son esas cajas? -preguntó ella.

La sonrisa desapareció.

– Tu madre quiere empaquetar algunas cosas -contestó él, evitando su mirada.

– ¿Qué cosas?

Él agitó la mano con aire displicente.

– Cosas que hay por la casa y molestan. Ya sabes que ella nunca tira nada. ¿Qué estás haciendo? ¿Estudiar?

Le arrancó el libro de la mano y leyó en voz alta: «El mundo sigue estando repleto de esas variopintas criaturas a las que una filosofía más sobria ha desechado. Hadas y trasgos, fantasmas y demonios, todavía rondan por ahí…»

Bajó el libro y la miró por encima de las gafas.

– ¿Es esto para la escuela?

– ¿La rama dorada? No. La escuela no empieza hasta dentro de unas pocas semanas. -Clary le arrebató el libro-. Es de mamá.

– Ya me lo parecía.

Ella lo depositó otra vez sobre la mesa.

– ¿Luke?

– ¿Ajá? -Olvidado ya el libro, él estaba rebuscando en la caja de herramientas que había junto a la chimenea-. Ah, aquí está.

Sacó una pistola color naranja de cinta de embalar y la contempló con profunda satisfacción.

– ¿Qué harías si vieras algo que nadie más puede ver?

La pistola de cinta de embalar cayó de la mano de Luke y golpeó las baldosas de la chimenea. Él se arrodilló para recogerla, sin mirar a la muchacha.

– ¿Quieres decir si yo fuera el único testigo de un crimen, esa clase de cosa?

– No; me refiero a si hubiera otras personas cerca, pero tú fueras el único que pudiera ver algo. Como si eso fuera invisible para todo el mundo excepto tú.

Él vaciló, aún arrodillado, con la abollada pistola de cinta de embalar aferrada en la mano.

– Sé que parece una locura -comenzó Clary nerviosamente-, pero…

Él se volvió. Sus ojos, muy azules tras las gafas, se detuvieron en ella con una mirada de sólido afecto.

– Clary, eres una artista, como tu madre. Eso significa que ves el mundo de modo que otras personas no pueden. Es tu don, ver la belleza y el horror en cosas corrientes. Pero no significa que estés loca… sólo que eres diferente. No hay nada malo en ser diferente.

Clary subió las piernas y apoyó la barbilla en las rodillas. Mentalmente vio el almacén, el látigo dorado de Isabelle, el muchacho de cabellos azules convulsionándose en los estertores de la muerte y los ojos leonados de Jace. Belleza y horror.

– ¿De haber vivido mi padre -dijo-, ¿crees que también habría sido un artista?

Luke pareció desconcertado. Antes de que pudiera responderle, la puerta se abrió de golpe, y la madre de Clary entró muy tiesa en la habitación, con los tacones de las botas repiqueteando sobre el brillante suelo de madera. Entregó a Luke un juego de tintineantes llaves y se volvió para mirar a su hija.

Jocelyn Fray era una mujer esbelta y atlética; los cabellos, unos cuantos tonos más oscuros que los de Clary y el doble de largos. En esos momentos estaban retorcidos hacia arriba en un nudo rojo oscuro, atravesado con un lápiz de dibujo para mantenerlos sujetos. Llevaba un mono salpicado de pintura sobre una camiseta color azul lavanda y botas de excursión marrones, cuyas suelas estaban cubiertas de pintura al óleo.

La gente siempre decía a Clary que se parecía a su madre, pero ella no lo veía. Lo único que era parecido en ellas era la figura. Ambas eran delgadas, con el tórax pequeño y las caderas estrechas. Ella sabía que no era hermosa como lo era su madre. Para ser hermosa, se tenía que ser esbelta y alta, y cuando se era tan baja como Clary, apenas algo más de metro cincuenta, una sólo era mona. No guapa o hermosa, sino mona. Si a eso se añaden un cabello color zanahoria y una cara llena de pecas, Clary era más bien como aquella muñeca de trapo llamada Raggedy Ann comparada con la muñeca Barbie que era su madre.

Jocelyn incluso tenía un modo de andar tan gracioso que hacía que la gente volviera la cabeza para contemplarla pasar. Clary, por su parte, siempre andaba dando traspiés. La gente sólo se volvía para contemplarla cuando pasaba como una exhalación por su lado al caer por las escaleras.

– Gracias por subir las cajas -dijo la madre de Clary a Luke, y le sonrió.

Él no devolvió la sonrisa. A Clary se le hizo un nudo en el estómago. Era evidente que pasaba algo.

– Lamento haber tardado tanto en encontrar sitio. Debe de haber un millón de personas en el parque hoy…

– ¿Mamá? -interrumpió Clary-. ¿Para qué son las cajas?

Jocelyn se mordió el labio. Luke movió veloz los ojos hacia Clary, instando en silencio a Jocelyn para que se acercara. Con un nervioso gesto de muñeca, ésta se puso un mechón de pelo tras la oreja y fue a reunirse con su hija en el sofá.

A tan poca distancia, Clary pudo ver el aspecto tan cansado que mostraba su madre. Había oscuras medias lunas bajo sus ojos, y los párpados aparecían nacarinos por falta de sueño.

– ¿Tiene que ver esto con lo de anoche? -preguntó Clary.

– No -dijo rápidamente su madre, y luego vaciló-. Quizás un poco. No debiste hacer lo que hiciste anoche. Lo sabes perfectamente.

– Y ya he pedido perdón. ¿De qué va todo esto? Si me estás castigando, acaba de una vez.

– No te estoy castigando -respondió su madre.

Su voz sonó tensa como el alambre. Dirigió una rápida mirada a Luke, que negó con la cabeza.

– Simplemente díselo, Jocelyn -dijo éste.

– ¿Podríais no hablar como si yo no estuviera aquí? -inquirió Clary, enojada-. ¿Y qué quieres decir con que me diga? ¿Que me diga qué?

Jocelyn soltó un suspiro.

– Nos vamos de vacaciones.

Toda expresión desapareció del rostro de Luke, igual que un lienzo al que le han eliminado toda la pintura.

Clary sacudió la cabeza.

– ¿De qué va todo esto? ¿Os vais de vacaciones? -Volvió a dejarse caer sobre los cojines-. No lo entiendo. ¿A qué viene todo este numerito?

– Me parece que no lo entiendes. Me refiero a que nos vamos todos de vacaciones. Los tres: tú, yo y Luke. Nos vamos a la granja.

– Ah.

Clary echó una ojeada a Luke, pero éste tenía los brazos cruzados en el pecho y miraba fijamente por la ventana, con la mandíbula apretada. Se preguntó qué lo preocupaba. Él adoraba la vieja granja situada en el norte del estado de Nueva York; la había comprado y restaurado él mismo hacía diez años, e iba allí siempre que podía.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– El resto del verano -dijo Jocelyn-. Traje las cajas por si quieres embalar algunos libros, material de pintura…

– ¿El resto del verano? -Clary se sentó muy tiesa, llena de indignación-. No puedo hacer eso, mamá. Tengo planes; Simón y yo íbamos a celebrar una fiesta de vuelta a la escuela, y tengo un montón de reuniones con mi grupo de arte, y diez clases más en Tisch…

– Lamento lo de Tisch. Pero las otras cosas se pueden cancelar. Simón lo comprenderá, y también lo hará tu grupo de arte.

Clary oyó la implacabilidad del tono de su madre y se dio cuenta de que hablaba en serio.

– ¡Pero ya he pagado esas clases de arte! ¡Estuve ahorrando todo el año! Lo prometiste. -Se volvió en redondo hacia Luke-. ¡Díselo! ¡Dile que no es justo!

Luke no apartó la mirada de la ventana, aunque un músculo se movió violentamente en su mejilla.

– Es tu madre. Ella es quien debe decidir.

– No lo comprendo. -Clary se volvió hacia su madre-. ¿Por qué?

– Tengo que marcharme, Clary -respondió Jocelyn, y las comisuras de sus labios temblaron-. Necesito paz y tranquilidad para pintar. Y en estos momentos andamos escasas de dinero…

– Pues vende unas cuantas más de las cosas de papá -replicó ella con enojo-. Eso es lo que acostumbras a hacer, ¿no es cierto?

Jocelyn se echó hacia atrás.

– Eso no es justo.

– Mira, ve si quieres ir. No me importa. Me quedaré aquí sin ti. Puedo trabajar; puedo conseguir un empleo en Starbucks o algo así. Simón dijo que siempre están contratando a gente. Soy lo bastante mayor como para cuidar de mí misma…

– ¡No! -La brusquedad en la voz de Jocelyn hizo dar un brinco a Clary-. Te devolveré el dinero de las clases de arte, Clary. Pero vas a venir con nosotros. No hay opción. Eres demasiado joven para quedarte aquí tú sola. Podría pasar algo.

– ¿Como qué? ¿Qué podría pasar? -exigió ella.

Se oyó un estrépito. Volvió la cabeza sorprendida y vio que Luke había tirado uno de los cuadros enmarcados que estaban apoyados en la pared. Con una expresión claramente alterada, éste volvió a colocarlo en su lugar. Cuando se irguió, su boca estaba cerrada en una sombría línea.

– Me voy.

Jocelyn se mordió el labio.

– Espera.

Corrió tras él hasta la entrada, alcanzándolo justo cuando cerraba la mano sobre el pomo de la puerta. Torciendo el cuerpo en el sofá, Clary consiguió apenas escuchar el apremiante susurro de su madre:

– … Bane -decía Jocelyn-. Le he estado llamando y llamando durante las últimas tres semanas. Su buzón de voz dice que está en Tanzania. ¿Qué se supone que debo hacer?

– Jocelyn -Luke sacudió la cabeza negativamente-, no puedes seguir acudiendo a él eternamente.

– Pero Clary…

– No es Jonathan -siseó Luke-. Nunca has sido la misma desde que sucedió, pero Clary no es Jonathan.

«¿Qué tiene que ver mi padre con todo esto?», se preguntó Clary, desconcertada.

– No puedo limitarme a mantenerla en casa, a no dejarla salir. No lo soportará.

– ¡Claro que no lo hará! -Luke sonó realmente enojado-. No es una mascota, es una adolescente. Casi una adulta.

– Si estuviéramos fuera de la ciudad…

– Habla con ella, Jocelyn. -La voz de Luke era firme-. Lo digo en serio. -Alargó la mano hacia el pomo.

La puerta se abrió de golpe. Jocelyn soltó un pequeño grito.

– ¡Jesús! -exclamó Luke.

– En realidad, soy sólo yo -dijo Simón-. Aunque me han dicho que el parecido es sorprendente. -Agitó la mano en dirección a Clary desde la entrada-. ¿Estás lista?

Jocelyn se apartó la mano de la boca.

– Simón, ¿estabas escuchando?

Simón pestañeó.

– No, acabo de llegar. -Pasó la mirada del rostro pálido de Jocelyn al rostro sombrío de Luke-. ¿Sucede algo? ¿Debería irme?

– No te molestes -dijo Luke-. Creo que hemos acabado aquí.

Se abrió paso junto a Simón, bajando ruidosamente las escaleras con ritmo rápido. Abajo, la puerta de la calle se cerró de un portazo.

Simón permaneció en la entrada, con aspecto indeciso.

– Puedo regresar más tarde -dijo-. De verdad. No sería ningún problema.

– Eso podría… -empezó Jocelyn, pero Clary estaba ya de pie.

– Olvídalo, Simón. Nos vamos -declaró, agarrando su bolsa mensajero de un gancho situado cerca de la puerta.

Se la colgó al hombro dirigiendo una mirada desafiante a su madre.

– Nos vemos luego, mamá.

Jocelyn se mordió el labio.

– Clary, ¿no crees que deberíamos hablar sobre esto?

– Tendremos muchísimo tiempo para hablar mientras estemos de «vacaciones» -repuso ella en tono sarcástico, y tuvo la satisfacción de ver cómo su madre se estremecía-. No me esperes levantada -añadió, y agarrando el brazo de Simón, medio arrastró al joven fuera de la puerta principal.

Este clavó los talones, mirando contrito por encima del hombro a la madre de Clary, que permanecía inmóvil, pequeña y desamparada en la entrada, con las manos fuertemente enlazadas.

– ¡Adiós, señora Fray! -se despidió-. ¡Que pase una buena noche!

– Ah, cállate, Simón -le espetó Clary, y cerró la puerta de golpe tras ellos, interrumpiendo la respuesta de su madre.


* * *

– Jesús, tía, no me arranques el brazo -protestó Simón mientras Clary tiraba de él escaleras abajo, sus Skechers verdes golpeando los peldaños de madera con cada furioso paso.

La muchacha echó una ojeada a lo alto, medio esperando ver a su madre contemplándoles enfurecida desde el descansillo, pero la puerta del apartamento permaneció cerrada.

– Lo siento -masculló Clary, soltándole la muñeca.

Se detuvo al pie de las escaleras, con la bolsa golpeándole la cadera.

La casa de piedra rojiza de Clary, como la mayoría en Park Slope, había sido en el pasado la residencia individual de una familia acaudalada y restos de su antiguo esplendor resultaban aún evidentes en la escalinata curva, el suelo de mármol desportillado de la entrada y la amplia claraboya de un solo cristal de lo alto. En la actualidad, la casa estaba dividida en apartamentos separados, y Clary y su madre compartían el edificio de tres plantas con otra inquilina en la planta baja, una anciana que tenía una consulta de vidente en su apartamento. Apenas salía de él, aunque las visitas de clientes eran poco frecuentes. Una placa dorada sujeta a la puerta la anunciaba como «MADAME DOROTHEA, VIDENTE Y PROFETISA».

El espeso humo dulzón del incienso se derramaba desde la puerta entreabierta al vestíbulo.

– Es agradable ver que su negocio va viento en popa -comentó Simón-. Estos días es difícil encontrar trabajo estable como profeta.

– ¿Tienes que ser sarcástico respecto a todo? -le dijo Clary en tono brusco.

Simón pestañeó, claramente sorprendido.

– Pensaba que te gustaba cuando me mostraba agudo e irónico.

Clary estaba a punto de responder cuando la puerta de madame Dorothea se abrió de par en par y un hombre salió por ella. Era alto, la tez del color del jarabe de arce, ojos de un dorado verdoso como los de un gato y cabellos enmarañados. Le dedicó una sonrisa deslumbrante, mostrando unos afilados dientes blancos.

Un vahído se apoderó de ella, proporcionándole la clara sensación de que iba a desmayarse.

Simón la miró con inquietud.

– ¿Te encuentras bien? Parecía como si fueras a perder el conocimiento.

Ella le miró parpadeando.

– ¿Qué? No, estoy perfectamente.

Él no pareció querer abandonar el tema.

– Parece como si acabaras de ver un fantasma.

Clary negó con la cabeza. El recuerdo de haber visto algo la incordiaba, pero cuando intentó concentrarse, se le escapó igual que agua entre los dedos.

– Nada, me pareció ver el gato de Dorothea, pero supongo que sólo fue la luz que me engañó. -Simón la miró fijamente-. No he comido nada desde ayer -añadió ella, poniéndose a la defensiva-. Imagino que estoy un poco fuera de combate.

Él le deslizó un reconfortante brazo sobre los hombros.

– Vamos, te invitaré a comer algo.


* * *

– Simplemente no puedo creer que esté actuando así -dijo Clary por cuarta vez, persiguiendo por el plato un poco de guacamole errante con la punta de un nacho.

Estaban en un local mexicano del barrio, un cuchitril llamado Mama Nacho.

– Como si castigarme una semana sí otra no, no fuera bastante malo. Ahora estaré exiliada durante el resto del verano.

– Bueno, ya lo sabes, tú madre se pone así de vez en cuando -repuso Simón-. Como cuando aspira o espira. -Le sonrió de oreja a oreja desde detrás de su burrito vegetariano.

– Vale, tú puedes actuar como si fuera divertido -dijo ella-. No es a ti a quien van a arrastrar en medio de ninguna parte durante Dios sabe cuánto tiempo…

– Clary -Simón interrumpió su diatriba-, yo no soy la persona con la que estás furiosa. Además, no va a ser permanente.

– ¿Cómo lo sabes?

– Bueno, porque conozco a tu madre -respondió él, tras una pausa-. Quiero decir, tú y yo hemos sido amigos durante cuánto, ¿diez años ya? Sé que se pone así a veces. Se lo pensará mejor.

Clary tomó un chile de su plato y mordisqueó el borde, meditabunda.

– ¿Es eso cierto? -preguntó-. ¿Lo de conocerla, quiero decir? A veces me pregunto si alguien lo hace.

– Ahí me he perdido -repuso él, mirándola con un pestañeo.

Clary aspiró aire para refrescarse la ardiente boca.

– Quiero decir que nunca habla sobre sí misma. No sé nada sobre su infancia o su familia, ni demasiado de cómo conoció a mi padre. Ni siquiera tiene fotos de la boda. Es como si su vida empezara cuando me tuvo a mí. Eso es lo que siempre dice cuando le pregunto.

– Ah -Simón le hizo una mueca-, eso es bonito.

– No, no lo es. Es raro. Es raro que yo no sepa nada sobre mis abuelos. Quiero decir, sé que los padres de mi padre no fueron muy amables con ella, pero ¿tan malos son? ¿Qué clase de gente no quiere conocer a su nieta?

– Quizás ella los odia. Tal vez fueron groseros o algo así -sugirió Simón-. Tiene esas cicatrices.

Clary le miró sorprendida.

– ¿Tiene qué?

Él tragó un bocado de burrito.

– Esas cicatrices pequeñas y finas. Por toda la espalda y los brazos. He visto a tu madre en bañador, ya lo sabes.

– Jamás me he fijado en que tuviera cicatrices -repuso ella con seguridad-. Creo que imaginas cosas.

Él la miró fijamente, y parecía a punto de decir algo cuando el teléfono móvil de Clary, enterrado en su bolsa, empezó a sonar estridentemente. Clary lo sacó, contempló los números que parpadeaban en la pantalla e hizo una mueca.

– Es mi madre.

– Me he dado cuenta por la expresión de tu cara. ¿Vas a hablar con ella?

– No en estos momentos -contestó ella, sintiendo el familiar mordisco de la culpabilidad en el estómago, mientras el teléfono dejaba de sonar y se ponía en marcha el buzón de voz-. No quiero pelearme con ella.

– Siempre puedes quedarte en mi casa -ofreció Simón-. Todo el tiempo que quieras.

– Bueno, veremos si se tranquiliza primero.

Clary pulsó el botón del buzón de voz de su móvil. La voz de su madre sonó tensa, pero estaba claro que intentaba mostrarse desenfadada: «Cariño, lamento haberte soltado tan de sopetón los planes para ir de vacaciones. Ven a casa y charlaremos». Clary cortó la comunicación antes de que finalizara el mensaje, sintiéndose aún más culpable y al mismo tiempo todavía enojada.

– Quiere hablar.

– ¿Quieres hablar con ella?

– No lo sé. -Clary se pasó el dorso de la mano por los ojos-. ¿Todavía vas a ir al recital poético?

– Prometí que lo haría.

Clary se puso en pie, empujando la silla hacia atrás.

– Entonces iré contigo. La llamaré cuando acabe.

La correa de la bolsa de mensajero le resbaló por el brazo, y Simón se la volvió a subir distraídamente, dejando que los dedos se entretuvieran sobre la piel desnuda de su hombro.

En el exterior, el aire resultaba esponjoso debido a la humedad, humedad que rizaba los cabellos de Clary y le pegaba a Simón la camiseta azul a la espalda.

– Y bien, ¿cómo le va al grupo? -preguntó ella-. ¿Algo nuevo? Se oían muchos gritos de fondo cuando hablé contigo antes.

El rostro de su amigo se iluminó.

– Las cosas van la mar de bien -respondió-. Matt dice que conoce a alguien que podría conseguirnos una actuación en el Scrap Bar. Estamos buscando nombres otra vez.

– ¿Sí? -Clary ocultó una sonrisa.

En realidad, el grupo de Simón nunca tocaba nada. La mayor parte del tiempo lo pasaban en la salita de Simón, discutiendo sobre nombres y logotipos potenciales para el grupo. En ocasiones, Clary se preguntaba si alguno de ellos realmente sabía tocar un instrumento.

– ¿Qué hay sobre la mesa?

– Estamos eligiendo entre Conspiración Vegetal Marina y Panda Inmutable.

Clary meneó la cabeza.

– Los dos son terribles.

– Eric sugirió Tumbonas en Crisis.

– Tal vez Eric debería seguir con los videojuegos.

– Pero entonces tendríamos que encontrar un nuevo batería.

– Ah, ¿es eso lo que hace Eric? Pensaba que se limitaba a gorrearos dinero y a tratar de impresionar a las chicas de la escuela diciendo que pertenece a un grupo.

– Nada de eso -respondió Simón con toda tranquilidad-. Eric se ha reformado. Tiene una novia. Llevan tres meses saliendo.

– Prácticamente casados -dijo Clary, rodeando a una pareja que empujaba a una criatura en una sillita: una niña pequeña con pasadores de plástico amarillo en el cabello, que tenía agarrada firmemente un hada de juguete con alas color zafiro con listas doradas.

Por el rabillo del ojo, a Clary le pareció ver moverse las alas. Volvió la cabeza a toda velocidad.

– Lo que significa -continuó Simón-, que soy el unico miembro del grupo que no tiene una novia. Lo que, como ya sabes, es precisamente lo que se pretende al estar en un grupo. Conquistar a las chicas.

– Pensaba que se trataba de la música.

Un hombre con un bastón se cruzó en su paso, encaminándose a la calle Berkeley. Clary desvió rápidamente la vista, temiendo que si miraba a alguien durante demasiado tiempo, le crecerían alas, brazos extras o largas lenguas bífidas como las de las serpientes.

– De todos modos ¿a quién le importa si tienes una novia?

– A mí me importa -respondió Simón con melancolía-. Muy pronto, las únicas personas que no tendrán novia seremos yo y Wendell, el conserje de la escuela. Y él huele a limpiacristales.

– Siempre estará Sheila «Tanga» Barbarino -sugirió Clary.

Clary se había sentado detrás de ella en clase de matemáticas de noveno, y cada vez que a Sheila se le había caído el lápiz, lo que sucedía a menudo, Clary había disfrutado de una vista de la ropa interior de Sheila subiendo por encima de la cinturilla de sus vaqueros superbajos.

– Es con ella con quien Eric lleva saliendo los últimos tres meses -repuso Simón-. Su consejo fue que simplemente debía decidir qué chica de la escuela tenía el cuerpo más rocanrolero y pedirle para salir el primer día de clase.

– Eric es un cerdo sexista -afirmó Clary, no deseando, de repente, saber qué chica de la escuela pensaba Simón que tenía el cuerpo más rocanrolero-. Quizá deberíais llamar al grupo Los cerdos sexistas.

– No suena mal.

Simón no parecía haberse inmutado. Clary le hizo una mueca mientras su bolsa vibraba bajo la estridente melodía de su teléfono. Lo sacó del bolsillo con cremallera.

– ¿Es tu madre otra vez? -preguntó él.

Clary asintió. Veía a su madre mentalmente, pequeña y sola en la entrada de su apartamento. La sensación de culpabilidad le llenó el pecho.

Alzó la mirada hacia Simón, que la contemplaba con los ojos sombríos de preocupación. Su rostro le era tan familiar que podría haberlo bosquejado dormida. Pensó en las solitarias semanas que se extendían ante ella sin él, y volvió a meter el móvil en el bolso.

– Vamos -dijo-. Llegaremos tarde al espectáculo.

Cazador de sombras

Para cuando llegaron a Java Jones, Eric ya estaba en el escenario, balanceándose de un lado a otro frente al micrófono, con los ojos bizqueando. Se había teñido las puntas de los cabellos de rosa para la ocasión. Detrás de él, Matt, con aspecto de estar como una cuba, golpeaba irregularmente un djembé.

– Esto va a ser una auténtica porquería -pronosticó Clary, y agarró a Simón de la manga, tirando de él hacia la puerta-. Si salimos huyendo, todavía podemos escapar.

Él movió negativamente la cabeza con determinación.

– Soy un hombre de palabra. -Cuadró los hombros-. Traeré el café si tú nos consigues un asiento. ¿Qué quieres?

– Café solo. Negro… como mi alma.

Simón se dirigió al mostrador, mascullando por lo bajo algo respecto a que era muchísimo mejor lo que hacía él ahora que lo que había hecho nunca antes. Clary fue en busca de asientos para ambos.

La cafetería estaba atestada para ser un lunes; la mayoría de los desgastados sofás y sillones estaban ocupados por adolescentes que disfrutaban de una noche libre entre semana. El olor a café y a cigarrillos de clavo era abrumador. Por fin, Clary encontró un sofá desocupado en un rincón oscuro del fondo. La única otra persona en las proximidades era una muchacha rubia con una camiseta naranja sin mangas, jugando absorta con su iPod.

«Estupendo -pensó Clary-. Eric no podrá localizarnos aquí atrás después de la actuación para preguntar qué tal nos pareció su poesía.»

La chica rubia se inclinó por encima del lateral de su silla y le dio un golpecito a Clary en el hombro.

– Perdona -Clary alzó la mirada sorprendida-, ¿es ése tu novio? -preguntó la muchacha.

Clary siguió la dirección de la mirada de la chica, preparada ya para decir: «No, no le conozco», cuando reparó en que la chica se refería a Simón, que se dirigía hacia ellas, con el rostro contraído en una expresión concentrada, mientras intentaba no dejar caer ninguno de los vasos de poliestireno.

– Uh, no -respondió Clary-, es un amigo.

La chica sonrió ampliamente.

– Es mono. ¿Tiene novia?

Clary vaciló ligeramente antes de responder.

– No.

La muchacha adoptó una expresión suspicaz.

– ¿Es gay?

El regreso de Simón ahorró a Clary tener que responder. La chica rubia se volvió a sentar apresuradamente mientras él depositaba los vasos en la mesa y se dejaba caer junto a Clary.

– No lo soporto cuando se quedan sin tazas. Esas cosas están ardiendo.

Se sopló los dedos y puso cara de pocos amigos. Clary intentó ocultar una sonrisa mientras le observaba. Por lo general, no pensaba en si Simón era guapo o no. Tenía unos bonitos ojos oscuros, supuso, y el cuerpo se le había rellenado bien en el transcurso del año anterior y parte del otro. Con el corte de pelo adecuado…

– Me estás mirando fijamente -dijo Simón-. ¿Por qué me estás mirando fijamente? ¿Tengo algo en la cara?

«Debería decírselo -pensó Clary, aunque una parte de ella se mostraba extrañamente reacia a hacerlo-. Sería una mala amiga si no lo hiciera»

– No mires ahora, pero esa chica rubia de ahí cree que eres mono -susurró.

Los ojos de Simón se movieron lateralmente para contemplar con atención a la muchacha, que estudiaba con aplicación un ejemplar de Shonen Jump.

– ¿La chica del top naranja?

Clary asintió.

– ¿Qué te hace pensar eso? -preguntó Simón, desconfiado.

«Díselo. Va, díselo.»

Clary abrió la boca para responder, y fue interrumpida por un fuerte pitido de los bailes. Hizo una mueca de dolor y se tapó los oídos, mientras Eric, en el escenario, forcejeaba con el micrófono.

– ¡Lo siento, chicos! -chilló éste-. Muy bien. Soy Eric, y éste es mi colega Matt a la batería. Mi primer poema se llama «Sin título». -Crispó la cara como si sintiera dolor, y gimió al micrófono-: ¡Ven mi falso gigante, mi nefando bajo vientre! ¡Unta toda protuberancia con árido celo!

Simón se deslizó hacia abajo en su asiento.

– Por favor no digas a nadie que le conozco.

Clary lanzó una risita.

– ¿Quién usa la palabra «bajo vientre»?

– Eric -respondió Simón, sombrío-. Todos sus poemas tienen bajos vientres en ellos.

¡Turgente es mi tormento! -gimió Eric-. ¡La zozobra crece en el interior!

– Puedes apostar a que sí -repuso Clary, y se deslizó hacia abajo en el asiento junto a Simón-. De todos modos, sobre la chica que piensa que eres mono…

– No te preocupes por eso ni un segundo -le cortó él, y Clary le miró con un pestañeo sorprendido-. Hay algo de lo que quería hablarte.

– Topo Furioso no es un buen nombre para un grupo -dijo inmediatamente ella.

– No es eso -repuso Simón-. Es sobre lo que estábamos hablando antes. Sobre lo de que no tengo novia.

– Ah. -Clary alzó un hombro en un gesto de indiferencia-. Vaya, no sé. Pide a Jaida Jones que salga contigo -sugirió, nombrando a una de las pocas chicas de San Javier que de verdad le caían bien-. Es agradable, y le gustas.

– No quiero pedirle a Jaida Jones que salga conmigo.

– ¿Por qué no? -Clary se encontró atenazada por un repentino e indeterminado rencor-. ¿No te gustan las chicas listas? ¿Todavía buscas un cuerpo rocanroleante?

– Ninguna de las dos cosas -respondió él, que parecía agitado-. No quiero pedirle para salir porque en realidad no sería justo para ella que lo hiciera…

Sus palabras se apagaron. Clary se inclinó al frente. Por el rabillo del ojo pudo ver cómo la chica rubia se inclinaba también al frente, escuchando, sin lugar a dudas.

– ¿Por qué no?

– Porque me gusta otra persona -contestó Simón.

– De acuerdo.

Simón estaba ligeramente verdoso, igual que lo había estado en una ocasión cuando se rompió el tobillo jugando a fútbol en el parque y tuvo que regresar a casa cojeando sobre él. Clary se preguntó qué demonios había en el hecho de que le gustara alguien para colocarle en tal insoportable estado de ansiedad.

– No eres gay, ¿verdad?

El color verdoso de Simón se intensificó.

– Si lo fuera, vestiría mejor.

– En ese caso, ¿quién es? -preguntó Clary.

Estaba a punto de añadir que si estaba enamorado de Sheila Bar, Eric le patearía el culo, cuando oyó que alguien tosía sonoramente a su espalda. Era una clase de tos burlona, la clase de sonido que alguien emitiría si intentaba no reír en voz alta.

Volvió la cabeza.

Sentado en un descolorido sofá verde, a unos pocos centímetros de ella estaba Jace. Llevaba puestas las mismas ropas oscuras que lucía la noche anterior en el club. Los brazos estaban desnudos y cubiertos de tenues líneas blancas, como si fueran viejas cicatrices. En las muñecas llevaba amplias pulseras de metal; Clary distinguió el mango de hueso de un cuchillo sobresaliendo de la izquierda. Él la miraba directamente con un lado de la estrecha boca curvado en una expresión divertida. Peor que la sensación de que se rieran de ella, era la absoluta convicción de Clary de que él no había estado sentado allí cinco minutos atrás.

– ¿Qué sucede?

Simón había seguido la dirección de su mirada, pero era evidente, por su rostro inexpresivo, que no podía ver a Jace.

«Pero yo te veo.»

Clary clavó la mirada en Jace mientras lo pensaba, y éste alzó la mano izquierda para saludarla. Un anillo centelleó en un delgado dedo. El joven se puso en pie y empezó a caminar, pausadamente, hacia la puerta. Los labios de Clary se separaron con expresión sorprendida. Se marchaba, tan tranquilo.

Notó la mano de Simón en el brazo. Pronunciaba su nombre, le preguntaba si sucedía algo. La voz del chico sonaba ajena.

– Volveré enseguida -se oyó decir, mientras se levantaba del sofá de un salto, casi olvidando dejar la taza de café en la mesa.

Salió corriendo hacia la puerta, mientras Simón la seguía atónito con la mirada.


* * *

Clary atravesó precipitadamente las puertas, aterrada por la idea de que Jace pudiera haberse desvanecido entre las sombras del callejón, como un fantasma. Pero estaba allí, repantingado contra la pared. Había sacado algo del bolsillo y pulsaba botones en ello. Alzó la mirada sorprendido cuando la puerta de la cafetería se cerró violentamente tras ella.

A la luz cada vez más crepuscular, su cabello parecía de un dorado cobrizo.

– La poesía de tu amigo es terrible -dijo.

Clary pestañeó, momentáneamente cogida por sorpresa.

– ¿Cómo?

– He dicho que su poesía es terrible. Suena como si se hubiera comido un diccionario y empezado a vomitar palabras al azar.

– No me importa la poesía de Eric. -Clary estaba furiosa-. Quiero saber por qué me estás siguiendo.

– ¿Quién ha dicho que te esté siguiendo?

– Buen intento. Y estabas escuchando disimuladamente, además. ¿Quieres contarme de qué va todo esto, o debería simplemente llamar a la policía?

– ¿Y decirles qué? -replicó Jace en tono mordaz-. ¿Que gente invisible te está molestando? Confía en mí, pequeña, la policía no arrestará a alguien que no puede ver.

– Ya te dije antes que mi nombre no es pequeña -masculló ella entre dientes-. Es Clary.

– Lo sé -repuso él-. Un nombre bonito. Como la hierba, la salvia sclarea o clary. En los viejos tiempos, la gente pensaba que comerse las semillas permitía ver a los seres mágicos. ¿Sabías eso?

– No tengo ni idea de qué estás hablando.

– No sabes gran cosa, ¿verdad? -preguntó él, y había un perezoso desdén en sus ojos dorados-. Pareces ser un mundano como cualquier otro mundano, sin embargo puedes verme. Parece un acertijo.

– ¿Qué es un mundano?

– Alguien del mundo humano. Alguien como tú.

– Pero tú eres humano -afirmó Clary.

– Lo soy -repuso él-. Pero no soy como tú.

No había ningún deje defensivo en su voz. Sonó como si no le importara si le creía o no.

– Te crees que eres mejor. Es por eso que te estabas riendo de nosotros

– Me reía de vosotros porque las declaraciones de amor me divierten, en especial cuando no son correspondidas -explicó él-. Y porque tu Simón es uno de los mundanos más mundanos con los que me he tropezado jamás. Y porque Hodge pensó que podrías ser peligrosa, pero si lo eres, desde luego no lo sabes.

– ¿Yo, peligrosa? -repitió Clary, estupefacta-. Te vi matar a alguien anoche. Te vi hundirle un cuchillo bajo las costillas, y…

«Y vi cómo él te hería con dedos que eran como cuchillas. Te vi sangrando, y ahora parece como si nada te hubiera tocado.»

– Quizá sea un asesino -dijo Jace-, pero sé lo que soy. ¿Puedes tú decir lo mismo?

– Soy un ser humano corriente, tal y como dijiste. ¿Quién es Hodge?

– Mi tutor. Y yo no me tildaría tan rápidamente de corriente, si fuera tú. -Se inclinó al frente-. Deja que te vea la mano derecha.

– ¿Mi mano derecha? -repitió ella, y él asintió-. ¿Si te enseño la mano, me dejarás tranquila?

– Desde luego.

Su voz dejó traslucir un deje divertido.

Ella extendió la mano derecha de mala gana. Tenía un aspecto pálido bajo la tenue luz que se derramaba desde las ventanas, con los nudillos salpicados por una leve capa de pecas. De algún modo, se sintió tan desprotegida como si se estuviera levantando la camisa y le mostrara el pecho desnudo.

– Nada. -La voz del muchacho sonó decepcionada-. No eres zurda, ¿verdad?

– No. ¿Por qué?

Él le soltó la mano con un encogimiento de hombros.

– A la mayoría de niños cazadores de sombras los marcan en la mano derecha… o en la izquierda, si son zurdos como yo…, cuando aún son pequeños. Es una runa permanente que presta una habilidad extra con armas.

Le mostró el dorso de su mano izquierda; a ella le pareció totalmente normal.

– No veo nada -dijo.

– Deja que tu mente se relaje -sugirió él-. Aguarda a que venga a ti. Como si aguardases a que algo se elevara a la superficie del agua.

– Estás loco.

Pero se relajó, fijando la mirada en la mano, contemplando las diminutas líneas sobre los nudillos, las largas articulaciones de los dedos…

Le saltó a la vista de improviso, centelleando como una señal de NO CRUZAR. Un dibujo negro parecido a un ojo. Parpadeó, y el dibujo se desvaneció.

– ¿Un tatuaje?

Él sonrió con aire de suficiencia y bajó la mano.

– Estaba seguro de que podrías hacerlo. Y no es un tatuaje… es una Marca. Son runas, marcadas a fuego en nuestra carne.

– ¿Hacen que manejes mejor las armas?

A Clary le resultó difícil de creer, aunque quizá no más difícil que creer en la existencia de zombies.

– Marcas distintas hacen cosas distintas. Algunas son permanentes, pero la mayoría se desvanece cuando han sido usadas.

– ¿Es por eso que hoy no tienes los brazos pintados? -preguntó ella-. ¿Incluso cuando me concentro?

– Ese es exactamente el motivo. -Sonó satisfecho consigo mismo-. Sabía que poseías la Visión, al menos. -Echó una ojeada al cielo-. Casi ha oscurecido por completo. Deberíamos irnos.

– ¿Deberíamos? Creía que ibas a dejarme tranquila.

– Te he mentido -respondió Jace sin una pizca de vergüenza-. Hodge dijo que debo llevarte al Instituto. Quiere hablar contigo.

– ¿Por qué iba a querer hablar conmigo?

– Porque ahora sabes la verdad -respondió Jace-. No ha existido mundano que conociera nuestra existencia durante al menos cien años.

– ¿Nuestra existencia? -repitió ella-. Te refieres a la de gente como tú. A gente que cree en demonios.

– A gente que los mata -corrigió Jace-. Somos los cazadores de sombras. Al menos, eso es lo que nos llamamos a nosotros mismos. Los subterráneos tienen nombres menos halagüeños para nosotros.

– ¿Subterráneos?

– Los Hijos de la Noche. Los brujos. Los duendes. Los seres mágicos de esta dimensión.

Clary sacudió la cabeza.

– No te detengas ahí. Supongo que también hay, digamos: ¿vampiros, hombres lobo y zombies?

– Desde luego que los hay -le informó Jace-. Aunque los zombies los encuentras en su mayoría más al sur, donde están los sacerdotes del voudun.

– ¿Qué hay de las momias? ¿Sólo andan por Egipto?

– No seas ridícula. Nadie cree en momias.

– ¿Nadie cree?

– Por supuesto que no -afirmó Jace-. Mira, Hodge te explicará todo esto cuando le veas.

Clary cruzó los brazos sobre el pecho.

– ¿Qué sucede si no quiero verle?

– Ese es tu problema. Puedes venir voluntariamente o a la fuerza.

Clary no podía creer lo que oía.

– ¿Estás amenazando con secuestrarme?

– Si quieres verlo de ese modo -dijo Jace-, sí.

Clary abrió la boca para protestar, pero la interrumpió un estridente zumbido. Su móvil volvía a sonar.

– Adelante, responde si quieres -indicó Jace con magnanimidad.

El teléfono dejó de sonar, luego volvió a empezar, fuerte e insistente. Clary frunció el cejo; su madre debía de estar realmente furiosa. Le dio la espalda a medias a Jace y empezó a rebuscar en el bolso. Para cuando consiguió desenterrarlo, el móvil iba ya por la tercera tanda de timbrazos. Se lo acercó a la oreja.

– ¿Mamá?

– Ah, Clary. Vaya, gracias a Dios. -Una penetrante sensación de alarma recorrió la columna vertebral de la muchacha; su madre parecía presa del pánico-. Escúchame…

– Todo va bien, mamá. Estoy perfectamente. Voy de camino a casa…

– ¡No! -El terror hizo chirriar la voz de Jocelyn-. ¡No vengas a casa! ¿Me entiendes, Clary? Ni se te ocurra venir a casa. Ve a casa de Simón. Ve directamente a casa de Simón y quédate ahí hasta que pueda…

Un ruido de fondo la interrumpió: el sonido de algo que caía, que se hacía añicos, algo pesado golpeando el suelo…

– ¡Mamá! -gritó Clary en el teléfono-. ¿Mamá, estás bien?

Del teléfono surgió un fuerte zumbido, y la voz de la madre de Clary se abrió paso a través de la estática.

– Sólo prométeme que no vendrás a casa. Ve a casa de Simón y llama a Luke… dile que me ha encontrado…

Sus palabras quedaron ahogadas por un fuerte estrépito parecido al de la madera al astillarse.

– ¿Quién te ha encontrado? Mamá, ¿has llamado a la policía? ¿Lo has hecho…?

Su desesperada pregunta quedó interrumpida por un sonido que Clary jamás olvidaría: un discordante sonido deslizante, seguido por un golpe sordo. Oyó cómo su madre aspiraba con fuerza.

– Te quiero, Clary -le oyó decir, con voz inquietantemente tranquila.

El teléfono se desconectó.


* * *

– ¡Mamá! -aulló Clary al teléfono-. ¿Mamá, estás ahí?

«Fin de la llamada», apareció en la pantalla. Pero ¿por qué habría colgado su madre de aquel modo?

– Clary -dijo Jace, y fue la primera vez que le oyó decir su nombre-. ¿Qué sucede?

Clary hizo caso omiso de él. Oprimió febrilmente el botón que marcaba el número de su casa. No hubo respuesta, aparte del doble tono que indicaba que estaba comunicando.

Las manos de Clary habían empezado a temblar de un modo incontrolable. Cuando intentó volver a marcar, el teléfono se le resbaló de la temblorosa mano y golpeó violentamente contra la acera. Se dejó caer de rodillas para recuperarlo, pero ya no funcionaba, había una larga raja bien visible sobre la parte frontal.

– ¡Maldita sea!

Casi llorando, arrojó el teléfono al suelo.

– Para de una vez. -Jace tiró de ella para incorporarla, agarrándola por la muñeca-. ¿Ha sucedido algo?

– Dame tu teléfono -dijo Clary, extrayendo un objeto oblongo de metal negro del bolsillo de la camisa de Jace-. Tengo que…

– No es un teléfono -repuso Jace, sin hacer el menor intento de recuperarlo-. Es un sensor. No podrás utilizarlo.

– ¡Pero necesito llamar a la policía!

– Primero dime lo que ha sucedido. -Ella intentó liberar violentamente la muñeca, pero él la asía con una fuerza increíble-. Puedo ayudarte.

La cólera inundó a Clary, como una marea ardiente recorriéndole las venas. Sin siquiera pensar en lo que hacía, le golpeó en la cara, arañándole la mejilla, y él se echó hacia atrás sorprendido. Clary se soltó y corrió hacia las luces de la Séptima Avenida.

Cuando alcanzó la calle, se volvió en redondo, medio esperando ver a Jace pisándole los talones. Pero el callejón estaba vacío. Por un momento, clavó la mirada, indecisa, en las sombras. Nada se movía en su interior. Se volvió de nuevo y corrió hacia su casa.

Rapiñador

La noche se había vuelto aún más calurosa y correr a casa fue como nadar a toda velocidad en sopa hirviendo. En la esquina de su bloque, Clary se vio atrapada por un semáforo en rojo. Se removió nerviosamente arriba y abajo sobre las puntas de los pies, mientras el tráfico pasaba zumbando en una masa borrosa de faros. Intentó volver a llamar a su casa, pero Jace no le había mentido: su teléfono no era un teléfono. Al menos no se parecía a ningún teléfono que Clary hubiese visto antes. Los botones del sensor no tenían números, sólo más de aquellos símbolos extravagantes, y no había pantalla.

Mientras trotaba calle arriba en dirección a su casa, vio que las ventanas del segundo piso estaban iluminadas, la acostumbrada señal de que su madre estaba en casa.

«Estupendo -se dijo-. Todo está bien.»

Pero sintió un nudo en el estómago en cuanto pisó la entrada. La luz del techo se había fundido, y el vestíbulo estaba a oscuras. Las sombras parecían llenas de movimientos clandestinos. Con un estremecimiento, empezó a subir la escalera.

– ¿Y a dónde crees que vas? -dijo una voz.

Clary se volvió.

– ¿Qué…?

Se interrumpió. Sus ojos se estaban ajustando a la penumbra, y podía distinguir la forma de un sillón enorme, colocado frente a la puerta cerrada de madame Dorothea. La anciana estaba encajada en el interior como un cojín demasiado relleno. En la penumbra, Clary solo distinguió la forma redonda del rostro empolvado, el abanico de encaje blanco en la mano y la abertura de la boca cuando habló.

– Tu madre -dijo Dorothea-, ha estado haciendo un buen barullo ahí arriba. ¿Qué está haciendo? ¿Moviendo muebles?

– No creo…

– Y la luz de la escalera se ha fundido, ¿te has dado cuenta? -Dorothea golpeteó el brazo del asiento con el abanico-. ¿No puede hacer tu madre que su novio la cambie?

– Luke no es…

– La claraboya también necesita que la laven. Está asquerosa. No me sorprende que esto esté casi tan oscuro como la boca del lobo.

«Luke NO es el casero», quiso decirle Clary, pero no lo hizo. Aquello era típico de su anciana vecina. Una vez que consiguiera que Luke pasara por allí y cambiara la bombilla, le pediría que hiciera un centenar de otras cosas: ir a recogerle la compra, limpiar la ducha. En una ocasión le había hecho hacer pedazos un viejo sofá con una hacha para poderlo sacar del apartamento sin tener que desmontar la puerta de sus goznes.

– Lo preguntaré -dijo Clary, suspirando.

– Será mejor que lo hagas. -Dorothea cerró el abanico de golpe con un movimiento de muñeca.

La sensación de Clary de que algo no iba bien no hizo más que acrecentarse cuando llegó a la puerta del apartamento. Estaba sin cerrar con llave, algo entreabierta, derramando un haz de luz en forma de cuña sobre el rellano. Con una sensación de creciente pánico, empujó la puerta para abrirla del todo.

Dentro del apartamento, las luces estaban prendidas: todas las amparas refulgían encendidas en toda su luminosidad. El resplandor le hirió los ojos.

Las llaves y el bolso rosa de su madre estaban sobre el pequeño estante de hierro forjado situado junto a la puerta, donde siempre los dejaba.

– ¿Mamá? -llamó-. Mamá, estoy en casa.

No hubo respuesta. Entró en la sala. Las dos ventanas estaban abiertas, con metros de diáfanas cortinas blancas ondulando en la brisa, igual que fantasmas inquietos. Únicamente cuando el viento amainó y las cortinas se quedaron quietas, advirtió Clary que habían arrancado los almohadones del sofá y los habían desperdigado por la habitación. Algunos estaban desgarrados longitudinalmente, con las entrañas de algodón derramándose sobre el suelo. Habían volcado las estanterías y esparcido su contenido. La banqueta del piano estaba caída de costado, abierta como una herida, con los queridos libros de música de Jocelyn desparramados por el suelo.

Lo más aterrador eran los cuadros. Cada uno de ellos había sido cortado del marco y rasgado a tiras, que estaban esparcidas por el suelo. Sin duda lo habían hecho con un cuchillo; resultaba casi imposible romper una tela con las manos. Los marcos vacíos parecían huesos pelados. Clary sintió que un grito se alzaba en el interior de su pecho.

– ¡Mamá! -chilló-. ¿Dónde estás? ¡Mami!

No había llamado «mami» a Jocelyn desde que cumplió los ocho.

Con el corazón desbocado, corrió al interior de la cocina. Estaba vacía; las puertas de los armarios, abiertas; una botella de salsa de Tabasco rota vertía picante líquido rojo sobre el linóleo. Sintió las rodillas como si fueran bolsas de agua. Sabía que debía salir corriendo del apartamento, llegar hasta un teléfono, llamar a la policía. Pero todas aquellas cosas parecían distantes; primero necesitaba encontrar a su madre, necesitaba ver que estaba bien. ¿Y si habían entrado ladrones y su madre se había defendido…?

«¿Qué clase de ladrones no se llevarían el billetero, o la tele, o el reproductor de DVD, o los caros portátiles?», pensó.

Estaba ya ante la puerta del dormitorio de su madre. Por un momento pareció como si esa habitación, al menos, hubiera permanecido intacta. La colcha de flores hecha a mano de Jocelyn estaba cuidosamente doblada sobre el edredón. El propio rostro de Clary sonreía desde lo alto de la mesita de noche, con cinco años y una sonrisa desdentada enmarcada por unos cabellos rojizos. Un sollozo se alzó en el pecho de Clary.

«Mamá -lloró interiormente-, ¿que te ha sucedido?»

El silencio le respondió. No, no silencio; un ruido atravesó el apartamento, poniéndole de punta los cabellos del cogote. Era como si derribaran algo, un objeto pesado chocando contra el suelo con un golpe sordo. El golpe sordo fue seguido por un sonido deslizante, de algo al ser arrastrado… e iba hacia el dormitorio. Con el estómago contraído por el terror, Clary se irguió apresuradamente y se volvió despacio.

Por un momento le pareció que el umbral estaba vacío, y sintió una oleada de alivio. Luego miró abajo.

Estaba agazapada en el suelo; era una criatura larga y cubierta de escamas, con un ramillete de planos ojos negros colocados justo en el centro de la parte delantera de su cráneo abovedado. Parecía un cruce entre un caimán y un ciempiés; tenía un hocico grueso y plano, y una cola de púas que restallaba amenazadora de lado a lado. Múltiples patas se contrajeron debajo de la criatura mientras ésta se preparaba para saltar.

Un alarido brotó de la garganta de Clary, que se tambaleó hacia atrás, tropezó y cayó, justo cuando la criatura se abalanzaba sobre ella. Rodó a un lado, y el animal no la alcanzó por cuestión de centímetros, y resbaló sobre el suelo de madera, en el que sus zarpas abrieron profundos surcos. Un gruñido sordo borboteó de la garganta del animal.

Clary se incorporó a toda prisa y corrió hacia el pasillo, pero la cosa era demasiado rápida para ella. Volvió a saltar, aterrizando justo encima de la puerta, donde se quedó colgada igual que una maligna araña gigante, mirándola fijamente con su ramillete de ojos.

Las mandíbulas se abrieron lentamente para mostrar una hilera de colmillos que derramaban baba verdosa. Una lengua larga y negra se agitó hacia el exterior por entre las fauces, mientras la cosa gorjeaba y siseaba. Horrorizada, Clary comprendió que los ruidos que aquello emitía eran palabras.

– Chica -siseó-. Carne. Sangre. Para comer, ah, para comer.

El monstruo empezó a deslizarse lentamente pared abajo. Alguna parte de Clary había pasado más allá del terror a una especie de inmovilidad glacial. La cosa estaba sobre sus patas ahora, arrastrándose hacia ella. Retrocediendo, la muchacha agarró un pesado marco con una fotografía de la cómoda que tenía al lado -ella misma, junto con su madre y Luke en Coney Island, a punto de montar en los autos de choque- y se la arrojó al monstruo.

La fotografía lo alcanzó en la región abdominal y rebotó, golpeando el suelo con el sonido de cristal haciéndose añicos. La criatura no pareció notarlo. Siguió hacia ella, con el cristal roto astillándose bajo sus patas.

– Huesos, para triturar, para succionar el tuétano, para beber las venas…

La espalda de Clary golpeó la pared. No podía retroceder más. Notó un movimiento contra su cadera y casi saltó fuera de sí. El bolsillo. Hundió la mano dentro y sacó el objeto de plástico que le había cogido a Jace. El sensor se estremecía, igual que un teléfono móvil puesto en modo vibración. El duro material resultaba casi dolorosamente caliente en su palma. Cerró la mano alrededor del sensor justo cuando la criatura saltaba.

La bestia se precipitó contra ella, derribándola al suelo; la cabeza y los hombros de Clary chocaron contra éste. Se retorció lateralmente, pero esa cosa era demasiado pesada. Estaba encima de ella, un peso opresivo y viscoso que hacía que sintiera náuseas.

– Para comer, para comer -gimió la cosa-. Pero no está permitido, tragar, saborear.

El abrasador aliento que le caía sobre el rostro apestaba a sangre. Clary no podía respirar. Las costillas parecían a punto de hacérsele pedazos.

Tenía el brazo inmovilizado entre el cuerpo y el monstruo, con el sensor clavándosele en la palma. Se retorció, intentando liberar la mano.

– Valentine nunca lo sabrá. No dijo nada sobre una chica. Valentine no se enojará.

La boca sin labios se contorsiono cuando las fauces se abrieron, lentamente, y una oleada de ardiente aliento apestoso cayó sobre el rostro de Clary.

La mano de la muchacha quedo libre, y con un alarido, golpeo a la bestia, deseando machacarla, cegarla. Casi había olvidado el sensor pero cuando la criatura se le abalanzó hacia el rostro, con las fauces de par en par, lo incrustó entre sus dientes. Sintió cómo la baba, caliente y acida, le cubría la muñeca y le caía en gotas abrasadoras sobre la piel al descubierto del rostro y la garganta. Como desde muy lejos, se oyó a sí misma chillar.

Casi sorprendida, la criatura se echó violentamente hacia atrás con el sensor alojado entre dos dientes. Gruñó con un pastoso zumbido enojado, y echó la cabeza hacia atrás. Clary la vio tragar, vio el movimiento de la garganta.

«Soy la siguiente -pensó, aterrorizada-. Soy…»

De repente, la bestia empezó a contorsionarse. Presa de espasmos incontrolables, rodó fuera de Clary y sobre la espalda, con las múltiples patas agitándose en el aire. Un fluido negro le brotó de la boca.

Dando boqueadas, Clary rodó sobre sí misma y empezó a gatear, alejándose de la criatura. Casi había alcanzado la puerta cuando oyó que algo silbaba en el aire cerca de su cabeza. Intentó agacharse, pero fue demasiado tarde. Un objeto chocó violentamente contra su nuca, y ella se desplomó, sumiéndose en la oscuridad.


* * *

A través de sus párpados se abría paso una luz azul, blanca y roja, e oía un agudo gemido, que se tornaba cada vez más agudo, como el grito de un niño aterrado. Clary tomó aire y abrió los ojos.

Estaba tumbada sobre una hierba fría y húmeda. El cielo nocturno ondulaba en lo alto, el brillo peltre de las estrellas desteñido por las luces de la ciudad. Jace estaba arrodillado a su lado, con los brazaletes de plata de las muñecas lanzando destellos luminosos, mientras rompía a tiras el trozo de tela que sostenía.

– No te muevas.

El lamento amenazaba con partirle los oídos, así que Clary volvió la cabeza lateralmente, desobediente, y fue recompensada con una cortante punzada de dolor que le descendió veloz por la espalda. Estaba tendida sobre un trozo de césped, detrás de los cuidados rosales de Jocelyn. El follaje le ocultaba en parte la visión de la calle, donde un coche de policía, con la barra de luz azul y blanca centelleando, se hallaba detenido sobre el bordillo, haciendo sonar la sirena. Un pequeño grupo de vecinos se había reunido ya, mirando con atención mientras la portezuela del coche se abría y dos oficiales en uniforme azul descendían de él.

La policía. Intentó incorporarse y volvió a sentir arcadas, los dedos se le contrajeron sobre la tierra húmeda.

– Te dije que no te movieras -siseó Jace-. Ese demonio rapiñador te alcanzó en la parte posterior del cuello. Estaba medio muerto, de modo que no fue un gran picotazo, pero tenemos que llevarte al Instituto. Quédate quieta.

– Esa cosa…, el monstruo…, hablaba. -Clary temblaba sin poderse contener.

– Ya has oído hablar a un demonio antes.

Las manos de Jace se movían con delicadeza mientras le deslizaba la tira de tela bajo el cuello y la anudaba. Estaba embadurnada con algo ceroso, como el ungüento de jardinero que su madre usaba para mantener suaves las manos, maltratadas por la pintura y la trementina.

– El demonio del Pandemónium… parecía una persona.

– Era un demonio eidolon. Un cambiante. Los rapiñadores parecen lo que parecen. No son muy atractivos, pero son demasiado estúpidos para que les importe.

– Dijo que iba a comerme.

– Pero no lo hizo. Lo mataste. -Jace finalizó el nudo y se recostó.

Con gran alivio para Clary, el dolor en la parte posterior del cuello se había desvanecido. Se incorporó para sentarse.

– La policía está aquí. -Su voz era como el croar de una rana-. Deberíamos…

– No hay nada que puedan hacer. Probablemente alguien te oyó gritar y los llamó. Diez a uno a que ésos no son auténticos agentes de policía. Los demonios saben cubrir sus huellas.

– Mi madre -dijo Clary, obligando a las palabras a salir a través de la garganta inflamada.

– Hay veneno de rapiñador circulando por tus venas justo en estos momentos. Estarás muerta en una hora si no vienes conmigo.

Se puso en pie y le tendió una mano. Ella la tomó, y él la levantó de un tirón.

– Vamos.

El mundo se ladeó. Jace le pasó una mano por la espalda, sosteniéndola. El muchacho olía a polvo, sangre y metal.

– ¿Puedes andar?

– Eso creo.

Clary echó una ojeada a través de los rosales llenos de flores. Vio cómo la policía ascendía por el camino. Uno de ellos, una mujer delgada, sostenía una linterna en una mano. Cuando la alzó, Clary vio que la mano estaba descarnada; era una mano esquelética terminada en afilados huesos en las puntas de los dedos.

– Su mano…

– Te dije que podían ser demonios. -Jace echó un vistazo a la parte trasera de la casa-. Tenemos que salir de aquí. ¿Podemos pasar por el callejón?

Clary negó con la cabeza.

– Está tapiado. No hay salida…

Sus palabras se disolvieron en un ataque de tos. Alzó una mano para taparse la boca, y cuando la apartó estaba roja. Lanzó un gemido.

Jace le agarró la muñeca y se la giró de modo que la parte blanca y vulnerable de la cara anterior del brazo quedara al descubierto bajo la luz de la luna. Tracerías de venas azules recorrían el interior de la piel, transportando sangre envenenada al corazón y al cerebro. Clary sintió que las rodillas se le doblaban. Jace tenía algo en la mano, algo afilado y plateado. Intentó retirar la mano, pero él la sujetaba con demasiada fuerza. Sintió un punzante beso sobre la piel. Cuando el muchacho la soltó, vio pintado un símbolo negro como los que le cubrían a él la piel, justo bajo el pliegue de la muñeca. Parecía un conjunto de círculos que se solapaban.

– ¿Qué se supone que hace eso?

– Te ocultará -respondió él-. Temporalmente.

Deslizó la cosa que Clary había creído que era un cuchillo dentro del cinturón. Era un largo cilindro luminoso, grueso como un dedo índice y que se estrechaba hasta terminar en punta.

– Mi estela -dijo él.

Clary no preguntó qué era eso. Estaba ocupada intentando no caerse. El suelo se balanceaba bajo sus pies.

– Jace -dijo, y se desplomó contra él.

Él la sujetó como si estuviera acostumbrado a sujetar a jovencitas que se desmayaban, como si lo hiciera todos los días. A lo mejor así era. La cogió en brazos, diciéndole algo al oído que sonó parecido a «Alianza». Clary echó la cabeza hacia atrás para mirarle, pero sólo vio las estrellas dando volteretas laterales en el cielo oscuro sobre su cabeza. Entonces desapareció el fondo de todas partes, y ni siquiera los brazos de Jace a su alrededor fueron suficientes para impedirle caer.

Clave y alianza

– ¿Crees que despertará alguna vez? Ya han transcurrido tres días.

– Tienes que darle tiempo. El veneno de demonio es algo potente, y ella es una mundana. No tiene runas que la mantengan fuerte como a nosotros.

– Los mundis mueren muy fácilmente, ¿no es cierto?

– Isabelle, ya sabes que trae mala suerte hablar de muerte en la habitación de un enfermo.


* * *

«Tres días -pensó Clary lentamente. Todos sus pensamientos discurrían tan densa y lentamente como la sangre o la miel-. Tengo que despertar.» Pero no podía. Los sueños la retenían, uno tras otro, un río de imágenes que la arrastraban como una hoja zarandeada en una corriente de agua. Vio a su madre yaciendo en una cama de hospital, los ojos como moretones en un rostro blanco. Vio a Luke, de pie sobre un montón de huesos. A Jace con alas de blancas plumas brotándole de la espalda, a Isabelle sentada desnuda con su látigo enroscado en el cuerpo como una red de anillos dorados, a Simón con cruces grabadas a fuego en la palma de las manos. A ángeles, que caían y ardían. Que caían del cielo.


* * *

– Te dije que era la misma chica.

– Lo sé. Es poquita cosa, ¿verdad? Jace dice que mató a un rapiñador.

– Sí. La primera vez que la vimos, me pareció que era una hadita. Aunque no es lo bastante bonita para ser una hadita.

– Bueno, nadie luce su mejor aspecto con veneno de demonio en las venas. ¿Hodge va a llamar a los Hermanos?

– Espero que no. Me ponen los pelos de punta. Cualquiera que se mutile de ese modo…

– Nosotros nos mutilamos.

– Lo sé, Alec, pero cuando lo hacemos, no es permanente. Y no siempre duele…

– Si eres lo bastante mayor. Hablando del tema, ¿dónde está Jace? La salvó, ¿verdad? Yo habría pensado que se tomaría algo de interés por su recuperación.

– Hodge dijo que no ha venido a verla desde que la trajo aquí. Supongo que no le importa.

– A veces me pregunto si él… ¡Mira! ¡Se ha movido!

– Imagino que está viva después de todo -Un suspiro-. Se lo diré a Hodge.


* * *

Clary sentía los párpados como si se los hubiesen cosido. Imaginó que notaba que la piel se desgarraba mientras los despegaba lentamente para abrirlos y parpadeaba por primera vez en tres días.

Vio un claro cielo azul sobre su cabeza, con nubes blancas rechonchas y ángeles regordetes con cintas doradas colgando de las muñecas.

«¿Estoy muerta? -se preguntó-. ¿Es posible que el cielo tenga este aspecto?»

Cerró los ojos con fuerza y volvió a abrirlos: en esta ocasión advirtió que lo que contemplaba era un techo abovedado de madera, pintado con un motivo rococó de nubes y querubines.

Se sentó penosamente. Le dolían todas y cada una de las partes de su cuerpo en especial la nuca. Miró alrededor. Estaba acostada en una cama de sábanas de hilo, una de una larga hilera de camas parecidas con cabezales de metal. Su cama tenía una mesilla de noche al lado con una jarra blanca y una taza encima. Había cortinas de encaje corridas sobre las ventanas, impidiendo el paso a la luz, aunque pudo oír el quedo y omnipresente sonido del tráfico neoyorquino llegando del exterior.

– Vaya, finalmente estás despierta -dijo una voz seca-. Hodge estará contento. Todos pensábamos que probablemente morirías mientras dormías.

Clary volvió la cabeza. Isabelle estaba encaramada en la cama contigua, con la larga melena negro azabache sujeta en dos gruesas trenzas, que le caían por debajo de la cintura. El vestido blanco había sido reemplazado por vaqueros y una ajustada camiseta sin mangas, aunque el colgante rojo todavía le parpadeaba en la garganta. Los oscuros tatuajes en espiral habían desaparecido; su piel aparecía tan inmaculada como la superficie de un cuenco de nata.

– Lamento haberos decepcionado. -La voz de Clary chirrió como papel de lija-. ¿Es esto el Instituto?

Isabelle puso los ojos en blanco.

– ¿Hay alguna cosa que Jace no te haya contado?

Clary tosió.

– Esto es el Instituto, ¿correcto?

– Sí; estás en la enfermería, aunque ya te lo habrás imaginado.

Un repentino dolor punzante obligó a Clary a llevarse las manos al estómago. Lanzó un grito ahogado.

Isabelle la miró alarmada.

– ¿Estás bien?

El dolor se desvanecía, pero Clary era consciente de una sensación acida en las paredes de la garganta y de un extraño aturdimiento.

– Mi estómago.

– Ah, bueno. Casi lo olvidé. Hodge dijo que te diéramos esto cuando despertaras.

Isabelle alargó la mano para agarrar la jarra de cerámica y vertió parte del contenido en la taza a juego, que entregó a Clary. Estaba llena de un líquido turbio que humeaba ligeramente. Olía a hierbas y a algo más, algo sustancioso y oscuro.

– No has comido nada en tres días -indicó Isabelle-. Probablemente es por eso que te sientes mareada.

Clary tomó un sorbo con cautela. Era delicioso, suculento y saciante, con un regusto a mantequilla.

– ¿Qué es esto?

Isabelle se encogió de hombros.

– Una de las tisanas de Hodge. Siempre funcionan. -Se deslizó fuera de la cama y aterrizó en el suelo arqueando la espalda como un felino-. A propósito, soy Isabelle Lightwood. Vivo aquí.

– Sé tu nombre. Yo soy Clary. Clary Fray. ¿Me trajo Jace aquí?

Isabelle asintió.

– Hodge estaba furioso. Dejaste icor y sangre por toda la alfombra de la entrada. Si Jace te hubiera traído estando mis padres aquí, ellos lo habrían castigado seguro. -Miró a Clary más de cerca-. Jace dijo que mataste a aquel demonio rapiñador tú sola.

Una imagen veloz de aquella cosa parecida a un escorpión, con su rostro huraño y malvado, pasó como una exhalación por la mente de la muchacha; se estremeció y aferró la taza con más fuerza.

– Supongo que sí.

– Pero eres una mundi.

– Sorprendente, ¿verdad? -dijo Clary, saboreando la expresión de apenas disimulado asombro del rostro de Isabelle-. ¿Dónde está Jace? ¿Está por aquí?

La otra muchacha se encogió de hombros.

– Por alguna parte -respondió-. Debería ir a decir a todo el mundo que te has despertado. Hodge querrá hablar contigo.

– Hodge es el tutor de Jace, ¿no?

– Hodge es el tutor de todos nosotros. -Señaló con la mano-. El baño está por ahí, y he colgado algunas de mis viejas ropas en el toallero por si quieres cambiarte.

Clary fue a tomar otro sorbo de la taza y descubrió que estaba vacía Ya no se sentía hambrienta ni tampoco mareada, lo que era un alivio. Depositó la taza en la mesilla y arrebujó la sábana a su alrededor.

– ¿Qué ha pasado con mi ropa?

– Estaba cubierta de sangre y veneno. Jace la quemó.

– ¿Ah, sí? -inquirió Clary-. Dime, ¿es siempre tan grosero, o guarda eso para los mundanos?

– Bueno, es grosero con todo el mundo -respondió Isabelle con displicencia-. Es lo que le convierte en tan condenadamente sexy. Eso, y que a su edad es quien más demonios ha matado.

Clary la miró, perpleja.

– ¿No es tu hermano?

Eso atrajo la atención de Isabelle, que lanzó una carcajada.

– ¿Jace? ¿Mi hermano? No. ¿De dónde sacaste esa idea?

– Bueno, vive aquí contigo -indicó Clary-. ¿No es cierto?

Isabelle asintió.

– Bueno, sí, pero…

– ¿Por qué no vive con sus propios padres?

Por un fugaz instante, Isabelle pareció sentirse incómoda.

– Porque están muertos.

La boca de Clary se abrió, sorprendida.

– ¿Murieron en un accidente?

– No -Isabelle se removió inquieta, echándose un oscuro mechón de cabello tras la oreja izquierda-. Su madre murió cuando él nació. A su padre lo asesinaron cuando él tenía diez años. Jace lo vio todo.

– Vaya -dijo Clary, con voz queda-. ¿Fueron… demonios?

Isabelle se irguió.

– Mira, será mejor que avise a todo el mundo de que has despertado. Han estado esperando durante tres días que abrieras los ojos. Ah, hay jabón en el cuarto de baño -añadió-. Tal vez quieras lavarte un poco. Hueles.

Clary le lanzó una mirada furiosa.

– Muchísimas gracias.

– Es un placer.


* * *

Las ropas de Isabelle resultaban ridículas. Clary tuvo que enrollar las perneras de los vaqueros varias veces para conseguir dejar de pisárselas, y el pronunciado escote de la camiseta roja sin mangas no hacía más que resaltar su falta de lo que Eric habría denominado una «repisa».

Se aseó en el pequeño cuarto de baño, usando una pastilla de duro jabón de lavanda. Secarse con una toalla blanca de mano le dejó húmedos cabellos dispersos alrededor del rostro en aromáticas marañas. Entrecerró los ojos ante su reflejo en el espejo. Tenía un moretón en la parte superior de la mejilla izquierda, y los labios estaban resecos e hinchados.

«Tengo que llamar a Luke», pensó. Seguramente habría un teléfono por allí, en alguna parte. Quizá le dejarían usarlo después de que hablara con Hodge.

Encontró sus deportivas pulcramente colocadas a los pies de la cama de la enfermería, con sus llaves atadas a los cordones. Se calzó, aspiró profundamente y marchó en busca de Isabelle.

El pasillo en el exterior de la enfermería estaba vacío. Clary le dirigió un vistazo, perpleja. Se parecía a la clase de pasillo por el que a veces se encontraba corriendo en sus pesadillas, oscuro e infinito. Lámparas de cristal en forma de rosas colgaban a intervalos de las paredes, y el aire olía como a polvo y cera de vela.

A lo lejos oyó un sonido tenue y delicado, como un carillón de viento agitado por una tormenta. Avanzó despacio por el pasillo, arrastrando una mano por la pared. El papel de la pared, de aspecto victoriano, estaba descolorido por el tiempo, con restos de color Burdeos y gris pálido. Ambos lados del corredor estaban bordeados de puertas cerradas.

El sonido que seguía se fue tornando más fuerte. Podía identificarlo ya como el sonido de un piano tocado con desgana, aunque con innegable talento, pero no podía identificar la melodía.

Al doblar la esquina, llegó a una entrada cuya puerta estaba abierta de par en par. Atisbando al interior, vio lo que era a todas luces una sala de música. Un piano de cola ocupaba un rincón, e hileras de sillas estaban dispuestas ante la pared opuesta. Un arpa tapada ocupaba el centro de la habitación.

Jace estaba sentado ante el piano de cola, las manos delgadas se movían veloces sobre las teclas. Iba descalzo, vestido con unos vaqueros y una camiseta gris, los cabellos leonados alborotados alrededor de la cabeza, como si acabara de levantarse. Al contemplar los rápidos y seguros movimientos de sus manos sobre el teclado, Clary recordó qué se sentía al ser alzada por aquellas manos, con los brazos sujetándola y las estrellas precipitándose alrededor de su cabeza, como una lluvia de espumillón plateado.

Sin duda debió de hacer algún ruido, porque él se volvió sobre el taburete, pestañeando en dirección a las sombras.

– ¿Alec? -preguntó-. ¿Eres tú?

– No es Alec. Soy yo. -Penetró más en la habitación-. Clary.

Las teclas del piano emitieron un sonido metálico cuando Jace se puso en pie.

– Nuestra propia Bella Durmiente. ¿Quién te ha despertado por fin con un beso?

– Nadie; me he despertado yo sola.

– ¿Había alguien contigo?

– Isabelle, pero se marchó en busca de alguien… Hodge, creo. Me dijo que esperara, pero…

– Debería haberle advertido sobre tu costumbre de no hacer nunca lo que te dicen. -Jace la miró con ojos entrecerrados-. ¿Esa ropa es de Isabelle? Resulta ridícula en ti.

– Permite que te recuerde que quemaste la mía.

– Fue puramente por precaución. -Cerró con suavidad la reluciente tapa negra del piano-. Vamos, te llevaré a ver a Hodge.


* * *

El Instituto era enorme, un amplio espacio grande y tenebroso, que más que parecer diseñado según un plano, daba la impresión de haber sido excavado naturalmente en la roca por el paso del agua y los años. A través de puertas entreabiertas, Clary vislumbró innumerables pequeñas habitaciones idénticas, cada una con una cama sin sábanas, una mesilla de noche y un gran armario de madera abierto. Pálidos arcos de piedra sostenían los techos elevados, muchos de ellos intrincadamente esculpidos con figuras pequeñas. Reparó en ciertos motivos que se repetían: ángeles y espadas, soles y rosas.

– ¿Por qué tiene tantos dormitorios este sitio? -preguntó Clary-. Pensaba que era un instituto de investigación.

– Ésta es el ala residencial. Tenemos el compromiso de ofrecer seguridad y alojamiento a cualquier cazador de sombras que lo solicite. Podemos alojar hasta doscientas personas.

– Pero la mayoría de estas habitaciones están vacías.

– La gente va y viene. Nadie se queda mucho tiempo. Por lo general estamos sólo nosotros: Alec, Isabelle y Max, sus padres…, y yo y Hodge.

– ¿Max?

– ¿Conociste a la bella Isabelle? Alec es su hermano mayor. Max es el menor, pero está en el extranjero con sus padres.

– ¿De vacaciones?

– No exactamente. -Jace vaciló-. Puedes considerarlos como… como diplomáticos extranjeros, y esto como una especie de embajada. En estos momentos se encuentran en el país de origen de los cazadores de sombras, llevando a cabo unas negociaciones de paz muy delicadas. Se llevaron a Max con ellos porque es muy joven.

– ¿País de origen de los cazadores de sombras? -A Clary le daba vueltas la cabeza-. ¿Cómo se llama?

– Idris.

– Nunca he oído hablar de él.

– No tendrías por qué. -Aquella irritante superioridad estaba de vuelta en su voz-. Los mundanos no conocen su existencia. Hay defensas, hechizos de protección, colocados en todas sus fronteras. Si intentaras cruzar al interior de Idris, sencillamente te verías transportada de un extremo al siguiente al instante. Jamás sabrías qué había sucedido.

– ¿De modo que no está en ningún mapa?

– No en los de los mundis. Para nuestros propósitos, puedes considerarlo un pequeño país entre Alemania y Francia.

– Pero no hay nada entre Alemania y Francia. Excepto Suiza.

– Exactamente -dijo Jace.

– Imagino que has estado allí. En Idris, quiero decir.

– Crecí allí.

La voz de Jace era neutral, pero algo en su tono le dejó saber que más preguntas en esa dirección no serían bien recibidas.

– La mayoría de nosotros lo hemos hecho. Existen, desde luego, cazadores de sombras por todo el mundo. Tenemos que estar en todas partes, porque la actividad demoníaca está por todas partes. Pero para un cazador de sombras, Idris siempre es «el hogar».

– Como La Meca o Jerusalén -repuso Clary, pensativa-. Así que la mayoría de vosotros os criáis allí, y luego, cuando crecéis…

– Nos envían a donde se nos necesita -dijo Jace en tono brusco-. Hay unos pocos, como Isabelle y Alec, que crecieron lejos del país de origen, porque ahí es donde están sus padres. Con todos los recursos que el Instituto tiene, con la instrucción de Hodge… -Se interrumpió-. Esto es la biblioteca.

Habían llegado a una pareja de puertas de madera en forma de arco. Un gato persa azul de ojos amarillos estaba enroscado frente a ellas. Alzó la cabeza cuando se acercaron y maulló.

– Hola, Iglesia -dijo Jace, acariciando el lomo del gato con un pie descalzo.

El gato entrecerró los ojos de placer.

– Espera -dijo Clary-. ¿Alec, Isabelle y Max… son los únicos cazadores de sombras de tu edad que conoces, con los que pasas tiempo?

Jace dejó de acariciar al gato.

– Sí.

– Debe de resultar un poco solitario.

– Tengo todo lo que necesito.

Jace abrió las puertas de un empujón. Tras un instante de vacilación, ella le siguió al interior.


* * *

La biblioteca era circular, con un techo que terminaba en punta, como si la hubieran construido dentro de una torre. Las paredes estaban cubiertas de libros, y los estantes eran tan altos que largas escalas colocadas sobre ruedecitas estaban dispuestas a lo largo de ellos a intervalos. Tampoco se trataba de libros corrientes; aquéllos eran libros encuadernados en piel y terciopelo, con cerraduras de aspecto sólido y bisagras hechas de latón y plata. Sus lomos estaban tachonados de gemas, que brillaban débilmente, e iluminados con letras doradas. Parecían desgastados de un modo que dejaba claro que aquellos libros no sólo eran antiguos, sino que se usaban con frecuencia, y que habían sido amados.

El suelo era de madera reluciente, con incrustaciones de pedacitos de cristal y mármol y trozos de piedras semipreciosas. La incrustación formaba un diseño que Clary no consiguió descifrar completamente: podrían haber sido las constelaciones, o incluso un mapa del mundo; sospechó que tendría que trepar a lo más alto del interior de la torre y mirar hacia abajo para poder verlo adecuadamente.

En el centro de la habitación había un magnífico escritorio. Estaba tallado a partir de una única tabla de madera, un gran y pesado trozo de roble que relucía con el apagado brillo de los años. La tabla descansaba sobre las espaldas de dos ángeles, tallados en la misma madera, las alas doradas y los rostros cincelados con una expresión de sufrimiento, como si el peso de la tabla les partiera la espalda. Tras el escritorio se sentaba un hombre delgado de cabellos entrecanos y larga nariz ganchuda.

– Una amante de los libros, veo -dijo, sonriendo a Clary-. No me dijiste eso, Jace.

Jace rió entre dientes. Clary tuvo la certeza de que se le había acercado por detrás y estaba de pie allí, con las manos en los bolsillos, sonriendo con aquella exasperante sonrisa suya.

– No hemos hablado mucho durante nuestra corta relación -dijo él-. Me temo que nuestros hábitos de lectura no salieron a relucir.

Clary se volvió y le lanzó una mirada iracunda.

– ¿Cómo puede saberlo? -preguntó al hombre que había tras el escritorio-. Que me gustan los libros, quiero decir.

– La expresión de tu rostro cuando entraste -respondió él, poniéndose en pie y saliendo de detrás del escritorio-. No sé por qué, pero dudé que te sintieras tan impresionada por mi persona.

Clary sofocó una exclamación ahogada cuando él se levantó. Por un momento le pareció que era curiosamente deforme, con el hombro izquierdo encorvado y más alto que el otro. A medida que se fue acercando, vio que la joroba era en realidad un pájaro, cuidadosamente posado sobre su hombro; un criatura de plumas lustrosas con brillantes ojos negros.

– Este es Hugo -presentó el hombre, tocando al ave posada en e hombro-. Hugo es un cuervo, y como tal, sabe muchas cosas. Yo, Por mi parte, soy Hodge Starkweather, profesor de historia, y como tal, no sé ni con mucho lo suficiente.

Clary rió un poco muy a pesar suyo, y estrechó la mano que le tendía.

– Clary Fray.

– Encantado de conocerte -respondió él-. Me sentiría encantado de conocer a cualquiera capaz de matar a un rapiñador con sus propias manos.

– No fueron mis propias manos. -Seguía resultando raro ser felicitada por matar-. Fue lo que Jace…, bueno, no recuerdo cómo se llamaba, pero…

– Se refiere a mi sensor -explicó Jace-. Se lo metió a esa cosa por la garganta. Las runas debieron asfixiarlo. Supongo que necesitaré otro -añadió, casi como una idea de último momento-. Debería haberlo mencionado.

– Hay varios de sobra en la habitación de las armas -repuso Hodge; al sonreír a Clary, un millar de pequeñas líneas surgieron como haces alrededor de sus ojos, igual que grietas en una pintura antigua-. Eso fue pensar de prisa. ¿Qué te dio la idea de usar el sensor como arma?

Antes de que ella pudiera responder, una risa aguda sonó a través de la habitación. Clary había estado tan cautivada por los libros y distraída por Hodge que no había visto a Alec tumbado en un sillón rojo junto a la chimenea apagada.

– No puedo creer que te tragues esa historia, Hodge -dijo.

En un principio, Clary no registró siquiera sus palabras. Estaba demasiado ocupada contemplándole fijamente. Como a muchos hijos únicos, le fascinaba el parecido entre hermanos, y en aquellos momentos, a plena luz del día, podía ver exactamente lo mucho que Alec se parecía a su hermana. Tenían el mismo cabello negro azabache, las mismas cejas finas que se alzaban en las esquinas, la misma tez pálida y ruborosa. Pero donde Isabelle era toda arrogancia, Alec permanecía desplomado en el sillón como si esperara que nadie advirtiera su presencia. Sus pestañas eran largas y oscuras como las de su hermana, pero allí donde los ojos de ella eran negros, los de él eran del tono azul oscuro del vidrio de una botella. Contemplaban a Clary con una hostilidad tan pura y concentrada como ácida.

– No estoy muy seguro de a qué te refieres, Alec.

Hodge enarcó una ceja. Clary se preguntó cuántos años tendría; tenía una especie de apariencia sempiterna, no obstante las canas de su cabello. Vestía un pulcro traje de tweed gris, perfectamente planchado. Habría parecido un amable catedrático de universidad de no ser por la gruesa cicatriz que le recorría el lado derecho del rostro. Clary se preguntó cómo se la había hecho.

– ¿Estás sugiriendo que no mató a ese demonio después de todo?

– Claro que no lo hizo. Mírala…, es una mundi, Hodge, y una niña pequeña, además. No hay modo de que pudiera acabar con un rapiñador.

– No soy una niña pequeña -le interrumpió Clary-. Tengo dieciséis años…, bueno, los tendré el domingo.

– La misma edad que Isabelle -dijo Hodge-. ¿La llamarías a ella una niña?

– Isabelle procede de una de las dinastías más importantes de cazadores de sombras de la historia -replicó Alec con sequedad-. Esta chica, por otra parte, procede de Nueva Jersey.

– ¡Soy de Brooklyn! -Clary estaba indignada-. ¿Y eso qué? ¿Acabo de matar a un demonio en mi propia casa, y tú te vas a portar como un imbécil porque no soy una repugnantemente niña rica malcriada como tú y tu hermana?

Alec pareció estupefacto.

– ¿Qué es lo que me has llamado?

Jace rió.

– Tiene razón, Alec -dijo Jace-. Son esos demonios que utilizan el metro diariamente con los que tienes que tener cuidado realmente…

– No tiene gracia, Jace -interrumpió el otro, empezando a ponerse en pie-. ¿Vas a dejar que se quede ahí parada y me insulte?

– Si -respondió Jace amablemente-. Te irá bien; intenta verlo como un adiestramiento de tu capacidad de resistencia.

– Puede que seamos parabatai -dijo Alec muy tenso-, pero tu falta de seriedad está acabando con mi paciencia.

– Y tu testarudez acabando con la mía. Cuando la encontré, estaba tendida en el suelo en un charco de sangre con un demonio moribundo prácticamente sobre ella. Contemplé cómo se desvanecía. Si ella no lo mató, ¿quién lo hizo?

– Los rapiñadores son estúpidos. Quizá se picó a sí mismo en el cuello con su aguijón. Ha sucedido otras veces…

– ¿Ahora estás sugiriendo que se suicidó?

La boca de Alec se tensó.

– No está bien que ella esté aquí. A los mundis no se les permite entrar en el Instituto, y existen buenos motivos para eso. Si alguien supiera esto, podríamos ser denunciados a la Clave.

– Eso no es totalmente cierto -dijo Hodge-. La Ley sí nos permite ofrecer refugio a mundanos en ciertas circunstancias. Un rapiñador ya ha atacado a la madre de Clary…, ella podría muy bien haber sido la siguiente.

«Atacado.» Clary se preguntó si aquello sería un eufemismo de «asesinado». El cuervo del hombro de Hodge graznó en tono quedo.

– Los rapiñadores son máquinas de rastreo y destrucción -continuó Alec-. Actúan siguiendo órdenes de brujos o poderosos señores demonios. Ahora bien, ¿qué interés tendría un brujo o un señor demonio en una casa mundana corriente? -Sus ojos, cuando miró a Clary, brillaron llenos de aversión-. ¿Alguna idea?

– Debió de tratarse de un error -sugirió Clary.

– Los demonios no cometen esa clase de errores. Si fueron a por tu madre, debe de haber existido una razón. Si ella fuera inocente…

– ¿Qué quieres decir con «inocente»? -La voz de Clary sonó sosegada.

Alec pareció desconcertado.

– Yo…

– Lo que quiere decir -intervino Hodge-, es que es sumamente raro que un demonio poderoso, de la clase que podría mandar a una hueste de demonios inferiores, se interese en los asuntos de los humanos. Ningún mundano puede hacer que acuda un demonio, carecen de ese poder, pero ha habido algunos, desesperados y estúpidos, que han encontrado a una bruja o un brujo que lo haga por ellos.

– Mi madre no conoce a ningún brujo. No cree en magia. -Una idea pasó por la mente de Clary-. Madame Dorothea…, vive abajo…, es una bruja. ¿A lo mejor los demonios iban tras ella y cogieron a mi madre por error?

Las cejas de Hodge se enarcaron veloces hasta la raíz de sus cabellos.

– ¿Vive una bruja en el piso de debajo de la casa donde tú vives?

– Es una bruja falsa…, una impostora -explicó Jace-. Ya lo he comprobado. No hay motivo para que ningún brujo estuviera interesado en ella, a menos que esté buscando bolas de cristal que no funcionan.

– Y volvemos a estar donde empezamos. -Hodge alargó la mano para acariciar al pájaro de su hombro-. Parece que ha llegado el momento de informar a la Clave.

– ¡No! -exclamó Jace-. No podemos…

– Tenía sentido mantener en secreto la presencia de Clary aquí mientras no estábamos seguros de que se recuperara -dijo Hodge-. Pero ahora lo ha hecho, y es la primera mundana que cruza las puertas del Instituto en más de cien años. Conoces las normas sobre que los mundanos conozcan la existencia de los cazadores de sombras, Jace. La Clave debe ser informada.

– Por supuesto -estuvo de acuerdo Alec-. Podría enviarle un mensaje a mi padre…

– No es una mundana -dijo Jace en voz baja.

Las cejas de Hodge volvieron a elevarse veloces hasta el naciente del pelo y se quedaron allí. Alec, pillado en mitad de la frase, se atragantó sorprendido. En el repentino silencio, Clary oyó el sonido de las alas de Hugo agitándose.

– Pero sí lo soy -replicó.

– No -dijo Jace-, no lo eres.

Se volvió hacia Hodge, y Clary vio el leve movimiento de su garganta al tragar saliva. Encontró aquel atisbo de su nerviosismo curiosamente tranquilizador.

– Esa noche… había demonios du'sien, vestidos como agentes de policía. Teníamos que pasar sin que nos vieran. Clary estaba demasiado débil para correr, y no había tiempo para ocultarse: habría muerto. Así que usé mi estela… y puse una runa mendelin en la parte anterior de su brazo. Pensé que…

– ¿Te has vuelto loco? -Hodge descargó la mano sobre el escritorio con tal fuerza que Clary pensó que la madera se resquebrajaría-. ¡Sabes lo que la Ley dice sobre colocar Marcas en mundanos! ¡Tú… tú precisamente deberías saberlo!

– Pero funcionó -dijo Jace-. Clary, muéstrales el brazo.

Dirigiendo una mirada de perplejidad a Jace, la joven extendió el brazo desnudo. Recordaba haberlo mirado aquella noche en el callejón, pensando en lo vulnerable que parecía. Ahora, justo debajo del pliegue de la muñeca, distinguió tres tenues círculos superpuestos, las líneas tan débiles como el recuerdo de una cicatriz desaparecida con el paso de los años.

– Veis, casi se ha ido -indicó Jace-. No la lastimó en absoluto.

– Ésa no es la cuestión. -Hodge apenas podía controlar su enojo-. Podrías haberla convertido en una repudiada.

Dos brillantes puntos de color aparecieron en la parte superior de los pómulos de Alec.

– No me lo puedo creer, Jace. Sólo los cazadores de sombras pueden recibir Marcas de la Alianza…, éstas matan a los mundanos…

– No es una mundana. ¿Es que no me has escuchado? Eso explica que nos pueda ver. Sin duda tiene sangre de la Clave.

Clary bajó el brazo, sintiéndose repentinamente helada.

– Pero no la tengo. No podría.

– Debes de tenerla -dijo Jace, sin mirarla-. Si no la tuvieras, esa Marca que te hice en el brazo…

– Es suficiente, Jace -interrumpió Hodge, con la contrariedad patente en la voz- No hay necesidad de asustarla más.

– Pero yo tenía razón, ¿verdad? También explica lo que le sucedió a su madre. Si ella era una cazadora de sombras exiliada, podría muy bien tener enemigos en el Submundo.

– ¡Mi madre no era una cazadora de sombras!

– Tu padre, entonces -sugirió Jace-. ¿Qué hay de él?

Clary le devolvió la mirada con una clara expresión furiosa.

– Murió. Antes de que yo naciera.

Jace se estremeció de un modo casi imperceptible. Fue Alec quien habló entonces.

– Es posible -aceptó, vacilante-. Si su padre fuera un cazador de sombras, y su madre una mundana…, bueno, todos sabéis que está en contra de la Ley casarse con un mundi. A lo mejor se ocultaban.

– Mi madre me lo habría dicho -replicó Clary, aunque pensó en la falta de fotos de su padre, en cómo su madre nunca hablaba de él, y supo que no decía la verdad.

– No necesariamente -repuso Jace-. Todos tenemos secretos.

– Luke -dijo Clary-. Nuestro amigo. Él lo sabría. -Al pensar en Luke tuvo un repentino ramalazo de culpabilidad y horror-. Han pasado tres días…, debe de estar frenético. ¿Puedo llamarle? ¿Hay un teléfono? -Se volvió hacia Jace-. Por favor.

Jace vaciló, mirando a Hodge, que asintió y se apartó del escritorio. Detrás de él había un globo terráqueo, hecho de latón batido, que no se parecía a ningún otro globo terráqueo que hubiera visto; había algo sutilmente extraño en la forma de los países y los continentes. Junto al globo había un anticuado teléfono negro con un disco rotatorio plateado. Clary se llevó el auricular al oído, y el familiar tono de marcación la inundó como una relajante corriente de agua.

Luke descolgó al tercer timbrazo.

– ¿Diga?

– ¡Luke! -Se dejó caer contra el escritorio-. Soy yo. Clary.

– Clary. -Pudo notar el alivio en su voz, junto con algo más que no pudo identificar del todo-. ¿Estás bien?

– Estoy perfectamente. Lamento no haberte llamado antes. Luke, mi madre…

– Lo sé. La policía estuvo aquí.

– Entonces no has sabido de ella.

Cualquier rastro de esperanza de que su madre hubiera huido de la casa y se hubiese ocultado en alguna parte, desapareció. Era imposible que no hubiera contactado con Luke de haberlo hecho.

– ¿Qué dijo la policía?

– Sólo que había desaparecido. -Clary pensó en la mujer policía con la mano de esqueleto, y tiritó-. ¿Dónde estás?

– Estoy en la ciudad -respondió ella-. No sé dónde exactamente. Con unos amigos. He perdido el monedero. Si tienes algo de efectivo, podría coger un taxi hasta tu casa…

– No -replicó él, tajante.

El teléfono le resbaló en la sudorosa mano, pero lo atrapó.

– ¿Qué?

– No -repitió él-. Es demasiado peligroso. No puedes venir aquí.

– Podríamos llamar…

– Mira. -Su voz era dura-. Lo que sea en lo que tu madre se haya mezclado, no tiene nada que ver conmigo. Estás mucho mejor donde estás.

– Pero no quiero quedarme aquí. -Oyó el gemido en su propia voz, como el de un niño-. No conozco a esta gente. Tú…

– Yo no soy tu padre, Clary. Ya te lo he dicho otras veces.

Las lágrimas le ardían tras los ojos.

– Lo siento. Es sólo que…

– No vuelvas a llamarme para pedir favores -dijo él-. Tengo mis propios problemas, sólo me falta tener que preocuparme por los tuyos -añadió, y colgó el teléfono.

Ella se quedó allí de pie y contempló fijamente el auricular, con el tono de marcación zumbando en su oído como una avispa enorme y fea. Volvió a marcar el número de Luke y aguardó. En esa ocasión pasó directamente al buzón de voz. Colgó violentamente el teléfono, con manos temblorosas.

Jace estaba recostado en el brazo del sillón de Alec, observándola.

– ¿Debo entender que no se ha alegrado de saber de ti?

Clary sintió como si su corazón se hubiera encogido al tamaño de una nuez: una piedra diminuta y dura en su pecho.

«No lloraré -pensó-. No frente a esta gente.»

– Creo que me gustaría tener una charla con Clary -dijo Hodge-. A solas -añadió con firmeza al ver la expresión de Jace.

Alec se puso en pie.

– Excelente. Te dejaremos para que lo hagas.

– Eso no es nada justo -protestó Jace-. Yo fui quien la encontró. ¡Soy el que le salvó la vida! Tú quieres que esté ahí, ¿verdad? -pidió, volviéndose hacia Clary.

Ella desvió la mirada, sabiendo que si abría la boca empezaría a llorar. Como desde la distancia, oyó reír a Alec.

– No todo el mundo te quiere todo el tiempo, Jace -dijo.

– No seas ridículo -oyó decir a Jace, pero sonaba decepcionado-. Bien, pues. Estaremos en la sala de armas.

La puerta se cerró tras ellos con un chasquido definitivo. A Clary le escocían los ojos del modo en que lo hacían cuando intentaba contener las lágrimas durante demasiado tiempo. Hodge se alzó ante ella, un borrón gris que se movía nerviosamente.

– Siéntate -dijo-. Aquí, en el sofá.

Se dejo caer, agradecida, sobre los blandos cojines. Tenía las mejillas húmedas. Alzó la mano para secarse las lágrimas, pestañeando.

– No lloro demasiado por lo general -se encontró diciendo-. No significa nada. Estaré perfectamente enseguida.

– La mayoría de las personas no lloran cuando están disgustadas o asustadas, sino más bien cuando se sienten frustradas. Tu frustración es comprensible. Has pasado por algo muy duro.

– ¿Duro? -Clary se secó los ojos en el dobladillo de la camiseta de Isabelle-. Ya puede decirlo.

Hodge sacó la silla de detrás del escritorio, y la arrastró hasta el sofá para sentarse de cara a ella. La muchacha vio que sus ojos eran grises, como los cabellos y la chaqueta de tweed.

– ¿Puedo traerte algo? -preguntó él-. ¿Algo para beber? ¿Un poco de té?

– No quiero té -dijo Clary, con apagada energía-. Quiero encontrar a mi madre. Y luego quiero encontrar a quién se la llevó, y quiero matarlo.

– Desgraciadamente -repuso Hodge-, nos hemos quedado sin venganza implacable por el momento, de modo que es o té o nada.

Clary dejó caer el borde de la camiseta, salpicado todo él de manchas húmedas.

– ¿Qué se supone que debo hacer, entonces? -preguntó.

– Podrías empezar por contarme algo de lo sucedido -contestó Hodge, rebuscando en el bolsillo.

Sacó un pañuelo, doblado con esmero, y se lo entregó. Clary lo tomó con silencioso asombro. Nunca había conocido a nadie que llevara encima un pañuelo de tela.

– El demonio que viste en tu apartamento…, ¿fue ésa la primera criatura que habías visto nunca? ¿Antes de eso, no tenías ni idea de que tales criaturas existieran?

Clary negó con la cabeza, luego hizo una pausa.

– Una vez antes, pero no comprendí lo que era. La primera vez que vi a Jace…

– Claro, desde luego, qué estúpido por mi parte olvidarlo. -Hodge asintió-. En el Pandemónium. ¿Ésa fue la primera vez?

– Sí.

– ¿Y tu madre nunca te los mencionó…, nada sobre otro mundo, quizá, que la mayoría de la gente no puede ver? ¿Parecía especialmente interesada en mitos, cuentos de hadas, leyendas sobre cosas de fábula…?

– No. Odiaba todas esas cosas. Incluso odiaba las películas de Disney. No le gustaba que leyera manga. Decía que era infantil.

Hodge se rascó la cabeza. El cabello no se le movió.

– De lo más peculiar.

– En realidad no -replicó Clary-. Mi madre no era peculiar. Era la persona más normal del mundo.

– La gente normal no acostumbra a encontrar sus hogares saqueados por demonios -repuso él, sin mala intención.

– ¿No puede haber sido una equivocación?

– De haber sido una equivocación -indicó Hodge-, y si tú fueras una chica corriente, no habrías visto al demonio que te atacó, o de haberlo visto, tu mente lo habría procesado como algo totalmente distinto: un perro fiero, incluso otro ser humano. Que pudieses verlo, que te hablara…

– ¿Cómo sabe que me habló?

– Jace me lo contó.

– Siseó. -Clary se estremeció, recordándolo-. Habló sobre querer comerme, pero creo que no tenía que hacerlo.

– Los rapiñadores están generalmente bajo el control de un demonio más fuerte. No son muy inteligentes ni competentes por sí mismos -explicó Hodge-. ¿Dijo que buscaba a su amo?

Clary recapacitó.

– Dijo algo sobre un Valentine, pero…

Hodge se irguió violentamente, con tal brusquedad que Hugo, que había estado descansando cómodamente en su hombro, alzó el vuelo con un graznido irritado.

– ¿Valentine?

– Sí -dijo Clary-. Oí el mismo nombre en Pandemónium del chico… quiero decir, el demonio…

– Es un nombre que todos conocemos -replicó Hodge en tono cortante.

Su voz era firme, pero ella detectó un leve temblor en sus manos. Hugo, de vuelta en su hombro, erizó las plumas inquieto.

– ¿Un demonio?

– No. Valentine es… era… un cazador de sombras.

– ¿Un cazador de sombras? ¿Por qué dice que era?

– Porque está muerto -dijo Hodge, categórico-. Lleva muerto quince años.

Clary volvió a recostarse contra los cojines del sofá. La cabeza parecía a punto de estallarle. A lo mejor debería haber aceptado aquel té después de todo.

– ¿Podría ser alguien más? ¿Alguien con el mismo nombre?

La risa de Hodge fue un ladrido sin alegría.

– No, pero podría haber sido alguien usando su nombre para enviar un mensaje. -Se puso en pie y fue hacia su escritorio, con las manos entrelazadas a la espalda-. Y éste sería el momento de hacerlo.

– ¿Por qué ahora?

– Debido a los Acuerdos.

– ¿Las negociaciones de paz? Jace las mencionó. ¿Paz con quién?

– Los subterráneos -murmuró Hodge, y bajó la vista hacia Clary con la boca apretada en una fina línea-. Perdóname -dijo-. Esto debe de resultarte confuso.

– ¿Le parece?

El hombre se apoyó en el escritorio, acariciando las plumas de Hugo distraídamente.

– Los subterráneos son los que comparten el Mundo de las Sombras con nosotros. Siempre hemos vivido en una paz precaria con ellos.

– Como vampiros, hombres lobos y…

– Los seres fantásticos -siguió Hodge-. Hadas. Y las criaturas de Lilith, que siendo medio demonios, son brujos.

– Entonces, ¿qué son ustedes, los cazadores de sombras?

– A veces nos llaman los nefilim -respondió Hodge-. En la Biblia eran los vástagos de humanos y ángeles. La leyenda del origen de los Cazadores de sombras dice que fueron creados hace más de mil años cuando los humanos estaban siendo aplastados por invasiones de demonios de otros mundos. Un brujo convocó a su presencia al ángel Raziel, que mezcló parte de su propia sangre con la sangre de hombres en una copa, y se la dio a esos hombres para que la bebieran. Los que bebieron la sangre del Ángel se convirtieron en cazadores de sombras, como lo hicieron sus hijos y los hijos de sus hijos. A partir de entonces, la copa fue conocida como la Copa Mortal. Aunque la leyenda puede no ser un hecho real, lo que es cierto es que a lo largo de los años, cuando se reducían las filas de los cazadores de sombras, siempre era posible crear más usando la Copa.

– ¿Era siempre posible?

– La Copa ya no existe -explicó Hodge-. La destruyó Valentine justo antes de morir. Encendió una gran hoguera y se quemó a sí mismo junto con su familia, su esposa y su hijo. Todos perecieron. Dejó la tierra negra. Nadie quiere construir allí aún. Dicen que la tierra está maldita.

– ¿Lo está?

– Posiblemente. La Clave pronuncia maldiciones de vez en cuando como castigo por contravenir la Ley. Valentine violó la Ley más importante de todas: se alzó en armas contra sus camaradas cazadores de sombras y los mató. Él y su grupo, el Círculo, mataron a docenas de sus hermanos junto con cientos de subterráneos durante los últimos Acuerdos. A duras penas se consiguió derrotarlos.

– ¿Por qué querría él emprenderla contra otros cazadores de sombras?

– No aprobaba los Acuerdos. Despreciaba a los subterráneos y consideraba que había que masacrarlos, en masa, para mantener este mundo puro para los seres humanos. Aunque los subterráneos no son demonios ni invasores, consideraba que eran de naturaleza demoníaca, y que eso era suficiente. La Clave no estaba de acuerdo; consideraba que la colaboración de los subterráneos era necesaria si alguna vez queríamos expulsar a la raza de los demonios para siempre. ¿Y quién podría discutir, en realidad, que los seres mágicos no pertenecen a este mundo, cuando han estado aquí desde hace más tiempo que nosotros?

– ¿Llegaron a firmarse los Acuerdos?

– Si, se firmaron. Cuando los subterráneos vieron que la Clave se volvía en contra de Valentine y su Círculo para defenderlos, comprendieron que los cazadores de sombras no eran sus enemigos. Irónicamente, con su insurrección Valentine hizo posibles los Acuerdos. -Hodge volvió a sentarse en la silla-. Te pido disculpas, ésta debe de ser una aburrida lección de historia para ti. Ése era Valentine. Un activista, un visionario, un hombre de gran encanto personal y convicción. Y un asesino. Ahora alguien está invocando su nombre…

– Pero ¿quién? -preguntó Clary-. ¿Y qué tiene que ver mi madre con eso?

Hodge volvió a ponerse en pie.

– No lo sé. Pero haré lo que pueda para averiguarlo. Enviaré mensajes a la Clave y también a los Hermanos Silenciosos. Tal vez deseen hablar contigo.

Clary no preguntó quiénes eran los Hermanos Silenciosos. Estaba cansada de hacer preguntas cuyas respuestas sólo hacían confundirla más. Se levantó.

– ¿Existe alguna posibilidad de que pueda ir a casa?

Hodge pareció preocupado.

– No, no… no considero que eso sea sensato.

– Allí hay cosas que necesito, incluso aunque vaya a quedarme aquí. Ropa…

– Te podemos dar dinero para comprar ropa nueva.

– Por favor -insistió Clary-. Tengo que ver… Tengo que ver lo que queda.

Hodge vaciló, luego le dedicó un corto asentimiento.

– Si Jace acepta, podéis ir los dos. -Se volvió hacia la mesa, rebuscando entre los papeles, luego echó una ojeada por encima del hombro como reparando en que ella seguía allí-. Está en la sala de armas.

– No sé dónde esta eso.

Hodge sonrió torciendo la boca.

Iglesia te llevará.

Clary dirigió una ojeada a la puerta, donde el gordo gato persa azul estaba enroscado como una pequeña otomana. El felino se alzó cuando ella fue hacia él, con el pelaje ondulando como si fuera líquido. Con un maullido imperioso, la condujo al pasillo. Cuando miró por encima del hombro, Clary vio a Hodge garabateando sobre una hoja de papel. Enviando un mensaje a la misteriosa Clave, supuso. No pensaba que fuera gente muy agradable. Se preguntó cuál sería su respuesta.


* * *

La tinta roja parecía sangre sobre el papel blanco. Frunciendo el entrecejo, Hodge Starkweather enrolló la carta, con cuidado y meticulosidad, en forma de tubo, y silbó a Hugo para que acudiera. El pájaro, graznando quedamente, se le posó en la muñeca. Hodge hizo una mueca de dolor. Años atrás, durante el Levantamiento, había sufrido una herida en aquel hombro, e incluso un peso tan ligero como el de Hugo, o un cambio de estación, un cambio de temperatura, de humedad, o un movimiento demasiado repentino del brazo, despertaba viejas punzadas y el recuerdo de padecimientos que era mejor olvidar.

Existían algunos recuerdos, no obstante, que nunca desaparecían. Cuando cerró los ojos estallaron imágenes, igual que flashes, tras sus parpados. Sangre y cuerpos, tierra pisoteada, un estrado blanco manchado de sangre. Los gritos de los que agonizaban. Los campos verdes y ondulados de Idris y su infinito cielo azul, atravesado por las torres de la Ciudad de Cristal. El dolor de la pérdida le invadió como una ola; cerró con más fuerza el puño, y Hugo, aleteando, le picoteó los dedos furiosamente. Abriendo la mano, Hodge soltó al pájaro, que describió un círculo alrededor de su cabeza, voló a lo alto hasta el tragaluz y luego desapareció.

Quitándose de encima su aprensión con un estremecimiento, Hodge alargó la mano para tomar otra hoja de papel, sin reparar en las gotas escarlata que embadurnaban el papel mientras escribía.

Repudiado

La sala de armas tenía exactamente el aspecto que algo llamado «la sala de armas» se suponía que debía tener. Las paredes de metal pulido estaban adornadas con toda clase de espadas, dagas, estiletes, picas, horcas de guerra, bayonetas, látigos, mazas, garfios y arcos. Bolsas de suave cuero llenas de flechas oscilaban colgadas de ganchos, y había montones de botas, protectores de piernas y guanteletes para muñecas y brazos. El lugar olía a metal, a cuero y a pulimento para acero. Alec y Jace, que ya no iba descalzo, estaban sentados ante una larga mesa situada en el centro de la habitación, con la cabeza inclinada sobre un objeto colocado entre ellos. Jace alzó la mirada cuando la puerta se cerró detrás de Clary.

– ¿Dónde está Hodge? -preguntó.

– Escribiendo a los Hermanos Silenciosos.

Alec contuvo un estremecimiento.

– ¡Puaj!

La joven se acercó a la mesa lentamente, consciente de la mirada de Alec.

– ¿Qué hacéis?

– Dándole los últimos toques a estas cosas.

Jace se hizo a un lado para que ella pudiese ver lo que había sobre la mesa: tres largas varitas delgadas de una plata que brillaba débilmente. No parecían afiladas ni especialmente peligrosas.

Sanvi, Sansanvi y Semangelaf. Son cuchillos serafín.

– No parecen cuchillos. ¿Cómo los habéis hecho? ¿Con magia?

Alec se mostró horrorizado, como si le hubiese pedido que se pusiera un tutú y efectuara una perfecta pirueta de ballet.

– Lo gracioso respecto a los mundis -dijo Jace, sin dirigirse a nadie en concreto- es lo obsesionados que están con la magia para ser un grupo de gente que ni siquiera sabe lo que significa la palabra.

– Yo sé lo que significa -le dijo Clary con brusquedad.

– No, no lo sabes, simplemente crees que lo sabes. La magia es una fuerza oscura y elemental, no tan sólo un montón de varitas centelleantes, bolsas de cristal y peces de colores que hablan.

– Yo nunca dije que fuera un montón de peces de colores parlantes, tú…

Jace agitó una mano, interrumpiéndola.

– Si alguien llama a una anguila eléctrica «patito de goma», eso no convierte a la anguila en patito, ¿no es cierto? Por tanto, que Dios se apiade del pobre desgraciado que decide que quiere darse un baño con el «patito».

– Estás diciendo tonterías -observó Clary.

– No es verdad -replicó Jace, con gran dignidad.

– Sí, lo es -dijo Alec, de un modo bastante inesperado-. Mira, nosotros no hacemos magia, ¿de acuerdo? -añadió, sin mirar a Clary-. Eso es todo lo que necesitas saber al respecto.

Clary quiso replicarle, pero se contuvo. A Alec ella no parecía gustarle, así que de nada servía empeorar su hostilidad. Volvió la cabeza hacia Jace.

– Hodge dijo que puedo ir a casa.

Jace estuvo a punto de soltar el cuchillo serafín que sostenía.

– ¿Que dijo qué?

– Para buscar en las cosas de mi madre -corrigió ella-. Si tú me acompañas.

– Jace -exhaló Alec, pero Jace no le hizo caso.

– Si realmente quieres demostrar que uno de mis padres era un cazador de sombras, deberíamos mirar entre las cosas de mi madre. Lo que queda de ellas.

– Meternos en la madriguera del conejo. -Jace sonrió maliciosante-. Buena idea. Si vamos ahora mismo, deberíamos tener otras tres o cuatro horas de luz solar.

– ¿Queréis que vaya con vosotros? -preguntó Alec, mientras Clary y Jace se encaminaban a la puerta.

Clary volvió la cabeza para mirarle. Había medio abandonado la silla, con ojos expectantes.

– No. -Jace no volvió la cabeza-. No es necesario. Clary y yo podemos ocuparnos de esto solos.

La mirada que Alec lanzó a Clary fue tan agria como el veneno. La joven se alegró cuando la puerta se cerró tras ella.

Jace encabezó la marcha por el pasillo, con Clary medio trotando para mantenerse a la altura de su larga zancada.

– ¿Tienes las llaves de tu casa?

Clary echó una ojeada a sus bambas.

– Sí.

– Estupendo. No es que no pudiéramos entrar por la fuerza, pero tendríamos mayores posibilidades de perturbar las salvaguardas que pudiera haber instaladas si lo hiciéramos.

– Si tú lo dices.

El pasillo se ensanchó en un vestíbulo con suelo de mármol, con una cancela de metal negro colocada en una pared. Hasta que Jace no oprimió un botón que había junto a la puerta y éste se iluminó, ella no comprendió que se trataba de un ascensor. Éste crujió y gimió mientras subía para ir a su encuentro.

– ¿Jace?

– ¿Sí?

– ¿Cómo supiste que tenía sangre de cazador de sombras? ¿Había algún modo de que pudieras darte cuenta?

El ascensor llegó con un último crujido. Jace descorrió el pestillo de la reja y la deslizó a un lado, abriéndola. El interior recordó a Clary una jaula para pájaros, todo metal negro y decorativos pedacitos dorados.

– Lo imaginé -dijo él, pasando el pestillo de la puerta tras ellos-. Parecía la explicación más probable.

– ¿Lo imaginaste? Debiste de haber estado muy seguro, teniendo en cuenta que podías haberme matado.

El muchacho presionó un botón en la pared, y el ascensor dio una sacudida, poniéndose en marcha con un vibrante gemido que ella notó en todos los huesos de los pies.

– Estaba un noventa por ciento seguro.

– Comprendo -dijo Clary.

Algo en su voz hizo que él se volviera para mirarla. La mano de Clary restalló contra su cara en un bofetón que lo balanceó hacia atrás sobre los talones. Se llevó la mano a la mejilla, más sorprendido que dolorido.

– ¿A qué diablos viene eso?

– El otro diez por ciento -contestó ella, y descendieron el resto del trayecto hasta la calle en silencio.


* * *

Jace pasó el viaje en metro hasta Brooklyn envuelto en un silencio enojado. Clary permaneció pegada a él de todos modos, sintiéndose un tanto culpable, en especial cuando miraba la marca roja que su bofetón le había dejado en la mejilla.

En realidad no le importaba el silencio, le daba una oportunidad para pensar. No dejaba de revivir la conversación con Luke, una y otra vez. Le dolía pensar en ella, era como morder con un diente roto, pero no podía dejar de hacerlo.

Algo más allá en el vagón, dos adolescentes sentadas en un banco naranja reían tontamente. La clase de chicas que a Clary nunca le habían gustado en San Javier, luciendo chinelas rosa intenso y falsos bronceados. Por un instante, se preguntó si se reirían de ella, antes de advertir, con sobresaltada sorpresa, que miraban a Jace.

Recordó a la chica de la cafetería que había estado mirando fijamente a Simón. Las chicas siempre tenían aquella expresión en la cara cuando pensaban que alguien era guapo. Debido a todo lo que había sucedido casi había olvidado que Jace era realmente guapo. El muchacho carecía de la delicada belleza de camafeo de Alec, pero el rostro de Jace era más interesante. A la luz del día, sus ojos eran del color del almíbar dorado y estaban… mirándola directamente. El muchacho enarcó una ceja.

– ¿Puedo ayudarte en algo?

Clary se convirtió, al instante, en traidora para con las de su sexo.

– Esas chicas del otro extremo del vagón te están mirando.

Jace adoptó un aire de sosegada complacencia.

– Por supuesto que lo hacen -dijo-. Soy increíblemente atractivo.

– ¿No has oído nunca que la modestia es una característica atrayente?

– Sólo de personas feas -le confió él-. Puede que los mansos hereden la tierra, pero por el momento, pertenece a los presuntuosos. Como yo.

Guiñó un ojo a las muchachas, que rieron nerviosamente y se ocultaron tras sus cabellos.

– ¿Cómo es que pueden verte? -inquirió Clary con un suspiro.

– Usar glamours, es decir, encantamientos es un incordio. A veces no nos molestamos en hacerlo.

El incidente con las chicas en el tren pareció ponerle, al menos, de mejor humor. Cuando abandonaron la estación y ascendieron la colina en dirección al apartamento de Clary, Jace sacó uno de los cuchillos serafín de su bolsillo y empezó á moverlo a un lado y a otro por entre los dedos y sobre los nudillos, canturreando para sí.

– ¿Tienes que hacer esto? -preguntó ella-. Es irritante.


Jace canturreó en voz más alta. Era una especie de sonoro tarareo melódico, algo entre Cumpleaños Feliz y el El himno de batalla de la república.

– Lamento haberte pegado -dijo Clary.

Él dejó de tararear.

– Alégrate de haberme pegado a mí y no a Alec. Él te lo habría devuelto.

– Parece morirse de ganas por tener esa oportunidad -comentó Clary, pateando una lata vacía fuera de su camino-. ¿Qué fue lo que Alec te llamo? Para… algo.

Parabatai -respondió Jace-. Significa una pareja de guerreros que combaten juntos…, que están más unidos que los hermanos. Alec es más que simplemente mi mejor amigo. Mi padre y su padre eran parabatai de jóvenes. Su padre fue mi padrino; es por eso que vivo con ellos. Son mi familia adoptiva.

– Pero tu apellido no es Lightwood.

– No -respondió él. Ella habría querido preguntarle cuál era, pero habían llegado a su casa, y el corazón había empezado a palpitarle tan ruidosamente que estaba segura de que se podía oír a kilómetros de distancia. Oía un zumbido en los oídos, y tenía la palma de las manos húmedas de sudor. Se detuvo frente a la valla de setos y alzó los ojos lentamente, esperando ver la cinta amarilla adhesiva de la policía acordonando la puerta delantera, cristales rotos esparcidos por el césped y todo el lugar reducido a escombros.

Pero no había señales de destrucción. Bañada en una agradable luz de primeras horas de la tarde, la casa de piedra rojiza parecía resplandecer. Las abejas zumbaban perezosamente alrededor de los rosales bajo las ventanas de madame Dorothea.

– Tiene el aspecto de siempre -dijo Clary.

– Exteriormente. -Jace metió la mano en el bolsillo de los vaqueros y sacó otro de los artefactos de metal y plástico que ella había tomado por un teléfono móvil.

– Así que eso es un sensor. ¿Qué hace? -preguntó.

– Capta frecuencias, como hace una radio, pero estas frecuencias son de origen demoníaco.

– ¿Demonios en onda corta?

– Algo parecido. -Jace alargó el sensor ante él mientras se acercaba a la casa. El objeto chasqueó levemente mientras ascendían la escalera, luego paró. Jace frunció el entrecejo.

»Está captando indicios de actividad, pero eso podrían ser simplemente vestigios de esa noche. No recibo nada lo bastante fuerte como para indicar que haya demonios presentes ahora.

Clary soltó una bocanada de aire, que no había advertido que estaba conteniendo.

– Estupendo.

Se inclinó para recuperar las llaves. Cuando se irguió, vio los arañazos en la puerta principal. La última vez debía de estar demasiado oscuro para verlos. Parecían marcas de zarpas, largas y paralelas, hundidas profundamente en la madera.

Jace le tocó el brazo.

– Entraré yo primero -dijo.

Clary quiso decirle que no necesitaba ocultarse detrás de él, pero las palabras no querían salir. Notaba el sabor del terror que había sentido al ver por primera vez al rapiñador. El sabor era ácido y cúprico en su lengua, igual que viejos peniques.

Jace empujó la puerta con una mano para abrirla, haciéndole una seña para que lo siguiese con la mano que sostenía el sensor. Una vez en el vestíbulo, Clary parpadeó, ajustando los ojos a la penumbra. La bombilla del techo seguía fundida, la claraboya demasiado sucia para dejar entrar luz y había espesas sombras sobre el suelo desportillado. La puerta de madame Dorothea estaba firmemente cerrada. No se veía ninguna luz a través de la rendija de abajo. Clary se preguntó inquieta si le habría sucedido algo.

Jace alzó la mano y la pasó por la barandilla. Estaba húmeda cuando la apartó, manchada de algo que parecía rojo negruzco bajo la pobre luz.

– Sangre.

– A lo mejor es mía. -La voz de Clary sonó muy débil-. De la otra noche.

– Estaría seca ya si lo fuera -dijo Jace-. Vamos.

Subió por las escaleras, con Clary pegada a su espalda. El rellano estaba oscuro, y ella tuvo que hacer tres intentos con las llaves antes de conseguir introducir la correcta en la cerradura. Jace se inclinó sobre ella, observando impaciente.

– No respires sobre mi cuello -siseó la muchacha; la mano le temblaba violentamente.

Finalmente, las ganchetas encajaron y la cerradura se abrió con un chasquido.

Jace tiró de Clary hacia atrás.

– Yo entraré primero.

La muchacha vaciló, luego se hizo a un lado para dejarle pasar. Tenía las palmas de las manos pegajosas, y no por el calor. De hecho, hacía fresco en el interior del apartamento, casi frío… Un aire gélido se escurrió por la entrada, aguijoneándole la piel. Sintió que se le ponía la carne de gallina, mientras seguía a Jace por el pequeño pasillo y al interior de la salita.

Estaba vacía. Sorprendente y totalmente vacía, tal y como había estado cuando se mudaron allí: paredes y suelo desnudos, sin mobiliario, incluso las cortinas habían sido arrancadas de las ventanas. Únicamente tenues recuadros más claros en la pintura de la pared mostraban el lugar donde habían estado colgados los cuadros de su madre. Como en un sueño, Clary fue en dirección a la cocina, con Jace andando tras ella con los ojos claros entrecerrados.

La cocina estaba igual de vacía, incluso la nevera había desaparecido, junto con las sillas y la mesa; los armarios de la cocina estaban abiertos y los estantes vacíos le recordaron una canción infantil.

Carraspeó.

– ¿Para qué querrían los demonios nuestro microondas? -preguntó.

Jace negó con la cabeza, la boca curvándose hacia abajo en las comisuras.

– No lo sé, pero no percibo ninguna presencia demoníaca justo hora. Yo diría que hace tiempo que se marcharon.

Clary volvió a echar otra ojeada. Alguien había limpiado la salsa de tabasco derramada.

– ¿Estás satisfecha? -preguntó Jace-. Aquí no hay nada.

– Quiero ver mi habitación -insistió ella, negando con la cabeza.

Él pareció a punto de decir algo, pero se lo pensó mejor.

– Si es necesario -se resignó deslizando el cuchillo serafín al interior del bolsillo.

La luz del pasillo estaba fundida, pero Clary no necesitaba mucha luz para orientarse por su propia casa. Con Jace justo detrás, encontró la puerta de su dormitorio y alargó la mano para coger el pomo. Su tacto era frío; tan frío que casi le hacía daño en la mano, como tocar un carámbano con la piel desnuda. Vio que Jace le dirigía una rápida mirada, pero ya estaba girando el pomo, o intentándolo. Éste se movió lentamente, casi pegajosamente, como si el otro extremo estuviera incrustado en algo glutinoso y almibarado…

La puerta se abrió violentamente hacia fuera, derribándola. Clary patinó por el suelo del pasillo y se estrelló contra la pared, rodando sobre el estómago. Sonó un rugido sordo en sus oídos, mientras se incorporaba de rodillas.

Jace, pegado contra la pared, rebuscaba en el bolsillo, con el rostro convertido en una máscara de sorpresa. Alzándose sobre él como un gigante en un cuento de hadas, había un hombre enorme, grueso como un roble y con un hacha de hoja ancha aferrada en una mano lívida y gigantesca. Andrajos mugrientos y hechos jirones le colgaban de la carne sucia, y los cabellos eran una única maraña apelmazada, cubierta de mugre. Apestaba a sudor ponzoñoso y a carne putrefacta. Clary se alegró de no verle el rostro; verle la espalda era ya bastante horrible.

Jace tenía el cuchillo serafín en la mano.


– ¡Sansavi! -gritó alzándolo.

Una cuchilla salió disparada del tubo. Clary pensó en viejas películas en las que había bayonetas ocultas en bastones de paseo, que eran liberadas pulsando un resorte. Pero nunca había visto un cuchillo como aquél: transparente como el cristal, con una empuñadura refulgente, sumamente afilado y casi tan largo como el antebrazo de Jace. Éste atacó, acuchillando al hombre gigantesco, que retrocedió tambaleante profiriendo un bramido.

Jace se volvió en redondo, corriendo a toda velocidad hacia ella. La agarró del brazo, poniéndola en pie y la empujó delante de él por el pasillo. Clary oía a la criatura detrás de ellos, siguiéndoles; sus pisadas sonaban igual que pesas de plomo arrojadas contra el suelo, pero avanzaba de prisa.

Atravesaron veloces el vestíbulo y salieron al rellano, con Jace echándose a un lado para cerrar la puerta de un portazo. Clary oyó el chasquido de la cerradura automática y contuvo la respiración. La puerta tembló en sus goznes al recibir un tremendo golpe desde el interior del apartamento. Clary retrocedió hacia la escalera. Jace le dirigió una mirada apremiante. Los ojos le brillaban con frenética excitación.

– ¡Ve abajo! ¡Sal de…!

Hubo otro golpe, y esta vez los goznes cedieron y la puerta salió despedida hacia fuera. Habría derribado a Jace si éste no se hubiese movido a tal velocidad que Clary apenas lo vio; de improviso el muchacho estaba en el escalón superior, con el cuchillo ardiendo en la mano como una estrella caída. Vio que Jace la miraba y chillaba algo, pero no consiguió oírle por encima del rugido de la gigantesca criatura, que salió como una exhalación por la puerta hecha pedazos, yendo directa hacia él. Clary se aplastó contra la pared cuando aquello pasó en medio de una oleada de calor y hediondez…, y a continuación el hacha del ser volaba por el aire, azotándolo, cortándolo en dirección a la cabeza de Jace. Éste se agachó, y el arma golpeó con fuerza la barandilla, clavándose profundamente.

Jace rió. La risa pareció enfurecer a la criatura; abandonando el hacha, ésta se arrojó dando bandazos sobre Jace con los enormes puños alzados. El muchacho giró el cuchillo serafín en un amplio arco, aferrándolo hasta la empuñadura en el hombro del gigante. Por un instante el ser permaneció inmóvil, tambaleándose. Luego se abalanzó al frente, con las manos extendidas e intentando agarrar a Jace, que se hizo a un lado a toda prisa, pero no lo bastante rápido. Los enormes puños lo sujetaron al mismo tiempo que el gigante daba un traspié y caía, arrastrando a Jace con él. El joven lanzó un único grito; se escucharon una serie de golpetazos violentos y crujidos, y luego todo fue silencio.

Clary se incorporó apresuradamente y corrió escaleras abajo. Jace estaba tendido al pie de la escalera, con el brazo doblado bajo el cuerpo en un ángulo forzado. Atravesado sobre sus piernas, yacía el gigante, con la empuñadura del arma de Jace sobresaliéndole del hombro. No estaba del todo muerto, pero se agitaba débilmente y una espuma sanguinolenta le rezumaba por la boca. Entonces Clary pudo verle el rostro: era lívido y apergaminado, recorrido por un negro entramado de cicatrices horribles que casi le borraban las facciones. Las cuencas de los ojos eran pozos rojos supurantes. Conteniendo el impulso de vomitar, Clary descendió tambaleante los últimos pocos escalones, pasó por encima del gigante y se arrodilló junto a Jace.

Estaba tan inmóvil… Le puso una mano sobre el hombro, palpó la camisa pringosa de sangre…, la suya o la del gigante, no lo sabía.

– ¿Jace?

Sus ojos se abrieron.

– ¿Está muerto?

– Casi -dijo ella sombría.

– Diablos. -Hizo una mueca-. Mis piernas…

– Quédate quieto.

Gateando para colocarse detrás de su cabeza, Clary deslizó las manos bajo los brazos de él y tiró. Jace lanzó un gruñido de dolor cuando sus piernas salieron de debajo de la carcasa convulsionada de la criatura. Clary le soltó, y él se incorporó con un esfuerzo, con el brazo izquierdo atravesado sobre el pecho. La muchacha se levantó

– ¿Está bien tu brazo?

– No. Roto -respondió él-. ¿Puedes meter la mano en mi bolsillo?

Ella vaciló, luego asintió.

– ¿Cuál?

– El interior de la chaqueta, lado derecho. Saca uno de los cuchillos serafín y dámelo.

Permaneció quieto mientras ella metía nerviosamente los dedos dentro del bolsillo. Estaba tan cerca de él que podía oler su aroma, sudor, jabón y sangre. La respiración de Jace le cosquilleaba en la nuca. Los dedos de Clary se cerraron sobre un tubo y lo sacó, sin mirar a su compañero.

– Gracias -dijo él.

Los dedos de Jace lo recorrieron brevemente antes de darle nombre: «Sanvi». Como su predecesor, el tubo creció hasta convertirse en una daga afilada, cuyo resplandor le iluminó el rostro.

– No mires -dijo él, yendo a colocarse junto al cuerpo de la criatura desfigurada.

Alzó el cuchillo por encima de la cabeza y lo bajó con fuerza. Un surtidor de sangre brotó de la garganta del gigante, salpicando las botas de Jace.

Ella medio esperó que el gigante se desvaneciera, doblándose sobre sí mismo del modo en que lo había hecho el chico en el Pandemónium. Pero no lo hizo. El aire estaba inundado del olor a sangre: intenso y metálico. Jace profirió un ruidito desde el fondo de la garganta. Estaba pálido, si de dolor o repugnancia, ella no lo sabía.

– Te dije que no miraras -la reprendió.

– Pensaba que desaparecería -dijo ella-. De vuelta a su propia dimensión… dijiste.

– Dije que eso es lo que les sucede a los demonios cuando mueren -con una mueca de dolor, se quitó la chaqueta del hombro, dejando al descubierto la parte superior del brazo izquierdo-. Eso no era un demonio.

Con la mano derecha extrajo algo del cinturón. Era el objeto liso con forma de varita que había usado para grabar aquellos círculos supuestos en la piel de Clary. Al contemplarlo, la muchacha sintió que el antebrazo le empezaba a arder.

Jace vio cómo miraba con atención y le dedicó una sonrisa apenas perceptible.

– Esto -dijo- es una estela.

La acercó a una marca que tenía dibujada justo debajo del hombro, una figura curiosa, casi como una estrella. Dos brazos de la estrella sobresalían del resto de la marca, inconexos.

– Y esto -siguió él-, es lo que sucede cuando los cazadores de sombras resultan heridos.

Con la punta de la estela, trazó una línea conectando los dos brazos de la estrella. Cuando bajó la mano, la marca brillaba como si la hubiesen dibujado con tinta fosforescente. Mientras Clary observaba, se hundió en la piel, como un objeto lastrado hundiéndose en el agua. Dejó tras ella una señal espectral: una cicatriz fina y pálida, casi invisible. La imagen que apareció en la mente de Clary fue la espalda de su madre, no totalmente cubierta por la parte superior del bañador, con los omóplatos y las curvas de la columna vertebral moteados de estrechas marcas blancas. Era como algo que hubiese visto en un sueño; la espalda de su madre no tenía realmente ese aspecto, lo sabía. Pero la imagen la incordió.

Jace soltó un suspiro, la tensa expresión de dolor abandonando su rostro. Movió el brazo, despacio al principio, luego con más facilidad, subiéndolo y bajándolo, apretando el puño. Era evidente que ya no estaba roto.

– Es asombroso -exclamó Clary-. ¿Cómo lo…?

– Eso era una iratze: una runa curativa -explicó él-. Finalizar la runa con la estela la activa.


Introdujo la fina varita en el cinturón y volvió a colocarse la chaqueta con un movimiento del hombro. Con la punta de la bota dio un golpecito al cadáver del gigante.

– Vamos a tener que informar de esto a Hodge -dijo-. Le va a dar un ataque -añadió, como si pensar en la alarma de Hodge le proporcionara alguna satisfacción.

Jace, se dijo Clary, era la clase de persona que disfrutaba cuando sucedían cosas, incluso cosas malas.

– ¿Por qué le dará un ataque? -inquirió la joven-. Y entiendo que esa cosa no es un demonio; es por eso que el sensor no lo registró, ¿cierto?

Jace asintió.

– ¿Ves las cicatrices que tiene por toda la cara?

– Sí.

– Ésas se hicieron con una estela. Como ésta. -Dio un golpecito a la varita de su cinturón-. Preguntaste qué sucede cuando se graban Marcas en alguien que no tiene sangre de cazador de sombras. Una sola Marca únicamente te quema, pero gran cantidad de Marcas, ¿unas que sean poderosas? ¿Grabadas en la carne de un ser humano totalmente corriente sin el menor vestigio de ascendencia cazadora de sombras? Obtienes eso. -Agitó la barbilla en dirección al cadáver-. Las runas son terriblemente dolorosas. Los Marcados pierden el juicio…, el dolor los vuelve locos. Se convierten en asesinos feroces e insensatos. No duermen ni comen a menos que les obliguen, y mueren, por lo general en seguida. Las runas tienen un gran poder y pueden usarse para hacer un gran bien…, pero se pueden usar para el mal. Los repudiados son malvados.

Clary se lo quedó mirando horrorizada.

– Pero ¿por qué querría nadie hacerse eso?

– Nadie lo haría. Es algo que se les hace. Puede hacerlo un brujo, tal vez algún subterráneo que se ha vuelto malvado. Los repudiados son leales a quien los marcó, y son asesinos feroces. También pueden obedecer órdenes sencillas. Es como tener un… un ejército de esclavos. -Pasó por encima del repudiado muerto, y echó una mirada rápida por encima del hombro a Clary-. Voy a volver a subir.

– Pero allí no hay nada.

– Podría haber más de ellos -dijo él, casi como si deseara que así fuera-. Deberías aguardar aquí. -Empezó a subir los peldaños.

– Yo no haría eso si fuera tú -dijo una voz aguda y familiar-. Hay más en el lugar del que salió el primero.

Jace, que estaba casi en lo alto de la escalera, se volvió en redondo y abrió mucho los ojos. También lo hizo Clary, aunque ella supo inmediatamente quién había hablado. Aquel acento áspero era inconfundible.

– ¿Madame Dorothea?

La anciana inclinó la cabeza con gesto regio. Estaba de pie en la entrada de su apartamento, vestida con lo que parecía una tienda de campaña confeccionada en seda cruda morada. Cadenas de oro le centelleaban en las muñecas y le rodeaban la garganta. Sus largos cabellos, listados como los de un tejón, se escapaban del moño sujeto en lo alto de la cabeza.

Jace seguía mirando de hito en hito.

– Pero…

– ¿Más qué? -preguntó Clary.

– Más repudiados -replicó Dorothea con una jovialidad que, Clary consideró, no encajaba realmente con las circunstancias; la mujer paseó la mirada por el vestíbulo-Lo habéis dejado todo hecho una porquería, ¿no es cierto? Y estoy segura de que no teníais intención de limpiarlo. Típico.

– Pero usted es una mundana -dijo Jace, finalizando por fin su frase.

– Eres tan observador -repuso Dorothea con ojos relucientes-. La Clave realmente rompió el molde contigo.

El desconcierto del rostro de Jace empezaba a desvanecerse, por un enojo cada vez más patente.

– ¿Conoce la existencia de la Clave? -inquirió-. ¿Conocía su existencia, y sabía que había repudiados en esta casa, y no les informó? La simple existencia de repudiados es un crimen contra la Alianza.

– Ni la Clave ni la Alianza han hecho nunca nada por mí -dijo madame Dorothea, y sus ojos centellearon furiosos-. No les debo nada.

Por un momento, su áspero acento neoyorquino desapareció, reemplazado por otra cosa, un acento más marcado y grave, que Clary no reconoció.

– Déjalo, Jace -dijo Clary, y se volvió hacia madame Dorothea-. Si está enterada de la existencia de la Clave y de los repudiados -siguió-, entonces quizá sepa usted qué le sucedió a mi madre.

Dorothea negó con la cabeza, haciendo que sus pendientes se balancearan. Había algo parecido a compasión en su rostro.

– Mi consejo para ti -repuso-, es que te olvides de tu madre. Se ha ido.

El suelo bajo Clary pareció inclinarse.

– ¿Quiere decir que está muerta?

– No -Dorothea pronunció la palabra casi de mala gana-, estoy segura de que sigue viva. Por ahora.

– Entonces tengo que encontrarla -declaró Clary.

El mundo había dejado de inclinarse; Jace estaba detrás de ella, con la mano sobre su codo como para sostenerla, pero ella apenas lo advirtió.

– ¿Comprende? Tengo que encontrarla antes de que…

Madame Dorothea alzó una mano.

– No quiero involucrarme en cuestiones de cazadores de sombras.

– Pero conocía a mi madre. Era su vecina…

– Esto es una investigación oficial de la Clave -la interrumpió Jace-. Siempre puedo regresar con los Hermanos Silenciosos.

– Ah, por el… -Dorothea echó una ojeada a su puerta, luego a Jace y a Clary-. Supongo que lo mejor será que entréis -dijo finalmente-. Os contaré lo que pueda. -Empezó a andar hacia la puerta, luego se detuvo en el umbral, mirándoles iracunda-. Pero si le cuentas a alguien que te he ayudado, cazador de sombras, despertaras mañana con serpientes por cabellos y un par de brazos extra.

– Eso podría ser agradable, tener un par de brazos extra -bromeó Jace-. Útil en una pelea.

– No si crecen de tu… -Dorothea calló y le sonrió, no sin malicia-. Cuello.

– Rayos -dijo Jace con suavidad.

– Rayos, eso es, Jace Wayland.

Dorothea penetró con paso firme en el apartamento, con la tienda de campaña morada ondeando a su alrededor como una bandera chillona.

Clary miró a Jace.

– ¿Wayland?

– Es mi nombre. -Jace parecía afectado-. No puedo decir que me guste que ella lo sepa.

Clary echó una ojeada tras Dorothea. Las luces estaban encendidas dentro del apartamento; el fuerte olor a incienso inundaba ya el vestíbulo, mezclándose desagradablemente con el hedor de la sangre.

– Con todo, creo que podríamos intentar hablar con ella. ¿Qué podemos perder?

– Una vez que hayas pasado un poco más de tiempo en nuestro mundo -afirmó Jace-, no me lo volverás a preguntar.

La puerta de cinco dimensiones

El apartamento de madame Dorothea parecía tener más o menos la misma distribución que el de Clary, aunque la mujer había hecho un uso distinto del espacio. El vestíbulo, que apestaba a incienso, estaba adornado con cortinas de cuentas y pósters astrológicos. Uno mostraba las constelaciones del zodíaco; otro, una guía de los símbolos mágicos chinos, y otro más, una mano con los dedos desplegados, cada línea de la palma cuidadosamente etiquetada. Por encima de la mano aparecían, escritas en latín, las palabras «In Manibus Fortuna». Estantes estrechos, que contenían libros apilados, cubrían la pared situada junto a la puerta.

Una de las cortinas de cuentas repiqueteó, y madame Dorothea asomó la cabeza a través de ella.

– ¿Interesada en la quiromancia? -dijo, reparando en la mirada de Clary-. ¿O simplemente fisgona?

– Nada de eso -respondió la muchacha-. ¿Realmente puede decir la buenaventura?

– Mi madre poseía un gran talento. Podía ver el futuro de un hombre en su mano o en las hojas del fondo de su taza de té. Me enseñó algunos de sus trucos. -Transfirió la mirada a Jace-. Hablando de té, jovencito, ¿quieres un poco?

– ¿Qué? -preguntó él, con aspecto turbado.

– Encuentro que sirve a la vez para asentar el estómago y que la mente se concentre. Una bebida maravillosa, el té.

– Yo tomaré té -dijo Clary, reparando en lo mucho que hacía que no había comido o bebido algo.

Sentía como si hubiera estado funcionando a base de pura adrenalina desde que despertó.

Jace sucumbió.

– De acuerdo. Siempre y cuando no sea Earl Grey -añadió, arrugando la fina nariz-. Odio la bergamota.

Madame Dorothea rió socarronamente en voz alta y volvió a desaparecer detrás de la cortina de cuentas, dejándola balanceándose suavemente tras ella.

Clary miró a Jace enarcando las cejas.

– ¿Odias la bergamota? -preguntó.

Jace se había acercado a la estrecha estantería y examinaba su contenido.

– ¿Hay algún problema?

– Puede que seas el único chico de mi edad que he conocido que sabe qué es la bergamota, y aún más que se encuentra en el té Earl Grey.

– Sí, bueno -dijo él, con una expresión altanera-. No soy como otros chicos. Además -añadió, extrayendo un libro del estante-, en el Instituto tenemos que tomar clases en usos medicinales básicos de las plantas. Es un requisito.

– Imaginaba que vuestras clases eran cosas como Carnicería 101 y Decapitación para principiantes.

Jace pasó una página.

– Muy divertido, Fray.

Clary, que había estado estudiando el póster de quiromancia, se volvió en redondo hacia él.

– No me llames así.

Él alzó la mirada, sorprendido.

– ¿Por qué no? Es tu apellido, ¿verdad?

La imagen de Simón se alzó ante los ojos de la muchacha. Simón la última vez que lo había visto, siguiéndola atónito con la mirada mientras ella salía corriendo de Java Jones. Volvió a mirar el póster pestañeando.

– No hay ningún motivo.

– Entiendo -dijo Jace, y ella supo por su voz que sí entendía, más de lo que ella quería que entendiese; le oyó dejar el libro de vuelta en el estante-. Esto debe de ser la basura que mantiene como fachada para impresionar a mundanos crédulos -dijo, y su voz sonó asqueada-. No hay un solo texto serio aquí.

– Sólo porque no sea la clase de magia que tú haces… -empezó Clary enojada.

Él la miró con cara de pocos amigos, silenciándola.

– Yo no hago magia -dijo-. Métetelo en la cabeza: los seres humanos no usan la magia. Es parte de lo que los hace humanos. Las brujas y los brujos sólo pueden usar magia porque tienen sangre de demonios.

Clary se tomó unos instantes para procesar aquello.

– Pero yo te he visto usar magia. Usas armas hechizadas…

– Uso instrumentos que son mágicos. Y justo para poder hacer eso, tengo que recibir un riguroso adiestramiento. Los tatuajes de runas en la piel también me protegen. Si tú intentaras usar uno de los cuchillos serafín, por ejemplo, probablemente te abrasaría la carne, quizá te mataría.

– ¿Y si tuviera los tatuajes? -preguntó Clary-. ¿Podría usarlos?

– No -respondió Jace enojado-, las Marcas son sólo parte de ello. Existen pruebas, ordalías, niveles de adiestramiento… Oye, simplemente olvídalo, ¿de acuerdo? Mantente alejada de mis cuchillos. De hecho, no toques ninguna de mis armas sin mi permiso.

– Vaya, adiós a mi plan para venderlos en eBay -rezongó Clary.

– ¿Venderlos dónde?

Clary le dedicó una sonrisa insulsa.

– Un lugar mítico de gran poder mágico.

Jace pareció confuso, luego encogió los hombros.

– La mayoría de los mitos son ciertos, al menos en parte.

– Empiezo a captarlo.

La cortina de cuentas volvió a repiquetear, y apareció la cabeza de madame Dorothea.

– El té está en la mesa -anunció-. No hay necesidad de que vosotros dos os quedéis aquí de pie como asnos. Pasad al saloncito.

– ¿Hay un saloncito? -preguntó Clary.

– Por supuesto que hay un saloncito -repuso ella-. ¿En qué otra parte iba yo a recibir a las visitas?

– Dejaré el sombrero con el lacayo -indicó Jace.

Madame Dorothea le lanzó una mirada sombría.

– Si fueras la mitad de gracioso de lo que crees que eres, muchacho, serías el doble de gracioso de lo que eres.

Volvió a desaparecer a través de la cortina, y su sonoro «¡ja!» quedó casi sofocado por el tintineo de las cuentas.

Jace frunció el cejo.

– No estoy muy seguro de qué quería decir con eso.

– ¿De verdad? -repuso Clary-. Yo lo entendí perfectamente.

Atravesó decidida la cortina antes de que él pudiera replicar.

El saloncito estaba tan pobremente iluminado que Clary necesitó varios pestañeos antes de que sus ojos se adaptaran. Luz tenue esbozaba las cortinas de terciopelo negro corridas sobre toda la pared izquierda. Pájaros y murciélagos disecados pendían del techo mediante finas cuerdas, con brillantes cuentas negras ocupando el lugar de los ojos. El suelo estaba cubierto de alfombras persas raídas que escupían bocanadas de polvo al ser pisadas. Un grupo de sillones de color rosa se hallaban colocados alrededor de una mesa baja. Un mazo de cartas del tarot atadas con una cinta de seda ocupaba un extremo de la mesa; una bola de cristal sobre un soporte dorado, el otro. En el centro de la mesa había un servicio de té dispuesto para las visitas: un plato de emparedados cuidadosamente apilados, una tetera azul (humeante) y dos tazas de té con platillos a juego, colocadas con esmero frente a dos de los sillones.

– ¡Vaya! -exclamó Clary con voz débil-. Esto tiene un aspecto magnífico.

Se acomodó en uno de los sillones. Sentarse era una sensación agradable.

Dorothea sonrió; los ojos le centelleaban con un humor malicioso.

– Tomad un poco de té -dijo, levantando la tetera-. ¿Leche? ¿Azúcar?

Clary miró de soslayo a Jace, que estaba sentado a su lado y había tomado posesión del plato de emparedados. Examinaba uno con atención.

– Azúcar -contestó Clary.

Jace se encogió de hombros, tomó un bocadillo y dejó el plato sobre la mesa. Clary le observó cautelosa mientras le daba un mordisco. El joven volvió a encogerse de hombros.

– Pepino -dijo, en respuesta a la mirada fija de la muchacha.

– En mi opinión, los emparedados de pepino son justo lo apropiado para el té, ¿verdad que sí? -inquirió madame Dorothea, sin dirigirse a nadie en particular.

– Odio el pepino -declaró Jace, y le pasó el resto de su emparedado a Clary.

Ésta le dio un mordisco: estaba condimentado con justo la cantidad apropiada de mayonesa y pimienta. Las tripas le retumbaron en agradecido reconocimiento por la primera comida que probaban desde los nachos que había comido con Simón.

– Pepino y bergamota -comentó Clary-. ¿Hay alguna otra cosa que odies que yo deba saber?

Jace miró a Dorothea por encima del borde de su taza de té.

– Los mentirosos -respondió.

La mujer depositó con calma la tetera en la mesa.

– Puedes llamarme mentirosa todo lo que quieras. Es cierto, no soy una bruja. Pero mi madre lo era.

– Eso es imposible -exclamó Jace, atragantándose con su té.

– ¿Por qué imposible? -preguntó Clary, llena de curiosidad.

Tomó un sorbo de té. Era amargo, fuertemente aromatizado con un deje a humo de turba.

Jace soltó una bocanada de aire.

– Porque son medio humanas, medio demonios. Todas las brujas y todos los brujos son cruces de razas. Y puesto que son cruces, no pueden tener hijos. Son estériles.

– Como las mulas -dijo Clary pensativamente, recordando algo dicho en su clase de biología-. Las mulas son cruces estériles.

– Tu conocimiento de los animales de cría es pasmoso -indicó Jace-. Todos los subterráneos son, en cierta medida, demonios, pero únicamente los brujos son los hijos de progenitores demonios. Es por eso que sus poderes son los más fuertes.

– Los vampiros y los hombres lobo… ¿son también demonios en parte? ¿Y las hadas?

– Los vampiros y los hombres lobo son el resultado de enfermedades traídas por los demonios desde sus dimensiones de residencia. La mayoría de las enfermedades de los demonios son mortales para los humanos, pero en esos casos causaron cambios extraños en los infectados, sin matarlos en realidad. Y las hadas…

– Las hadas son ángeles caídos -dijo Dorothea-, expulsadas de los cielos por su orgullo.

– Esa es la leyenda -repuso Jace-. También se dice que son la progenie de los demonios y los ángeles, lo que siempre me ha parecido más probable. El bien y el mal, mezclándose. Las hadas son tan hermosas como se supone que son los ángeles, pero tienen una gran cantidad de malicia y crueldad en su interior. Y habrás reparado en que la mayoría evita el sol del mediodía…

– Pues el demonio carece de poder -dijo Dorothea en voz baja, como si recitara una vieja rima-, excepto en la oscuridad.

Jace le dedicó una mueca de desagrado.

– ¿Cómo que «se supone que son»? -preguntó Clary a Jace- ¿Quieres decir que los ángeles no…

– Se acabaron los ángeles -indicó Dorothea, mostrándose repentinamente realista-. Es cierto que los brujos no pueden tener hijos. Mi madre me adoptó porque quería asegurarse de que habría alguien que se ocuparía de este lugar una vez que ella ya no estuviera. Yo no tengo que dominar la magia. Sólo tengo que observar y custodiar.

– ¿Custodiar qué? -quiso saber Clary.

– Sí, ¿qué?

Con un guiño, la mujer alargó la mano para coger un emparedado del plato, pero éste ya estaba vacío. Clary se los había comido todos. Dorothea lanzó una risita divertida.

– Es bueno ver a una joven comiendo hasta hartarse. En mis tiempos, las chicas eran criaturas robustas y llenas de energía, no los palillos que son hoy en día.

– Gracias -dijo Clary.

Pensó en la cintura diminuta de Isabelle y se sintió repentinamente enorme. Dejó la taza vacía en la mesa con un repiqueteo.

Al instante, madame Dorothea se abalanzó sobre la taza y contempló su interior con atención, mientras una línea aparecía entre sus cejas trazadas a lápiz.

– ¿Qué? -preguntó Clary, nerviosa-. ¿He agrietado la taza o algo?

– Está leyendo tus hojas del té -explicó Jace en tono aburrido, pero se inclinó hacia adelante junto con Clary mientras Dorothea hacía girar la taza una y otra vez en sus gruesos dedos, con el ceño fruncido.

– ¿Es malo? -inquirió Clary.

– No es ni malo ni bueno. Resulta confuso. -Dorothea miró a Jace-. Dame tu taza -ordenó.

Jace se mostró ofendido.

– Pero no me he terminado mi…

La anciana le arrebató la taza de la mano y arrojó el exceso de té al interior de la tetera. Torciendo el gesto, contemplo los restos.

– Veo violencia en tu futuro, una gran cantidad de sangre derramada por ti y por otros. Te enamorarás de la persona equivocada. También, tienes un enemigo.

– ¿Sólo uno? Ésa es una buena noticia.

Jace se recostó en su asiento mientras Dorothea dejaba su taza y volvía a tomar la de Clary. Negó con la cabeza.

– No hay nada que yo pueda leer aquí. Las imágenes están mezcladas, carecen de sentido. -Echó una ojeada a Clary-. ¿Hay un bloqueo en tu mente?

Clary se sintió perpleja.

– ¿Un qué?

– Como un hechizo que podría ocultar un recuerdo, o que podría haber obstaculizado tu Visión.

Clary negó con la cabeza.

– No, claro que no.

Jace se incorporó, alerta.

– No te precipites -dijo-. Afirma no recordar haber tenido jamás la Visión antes de esta semana. Quizá…

– A lo mejor simplemente soy de desarrollo lento -le espetó Clary-. Y no me mires burlándote sólo porque he dicho eso.

Jace adoptó un aire herido.

– No iba a hacerlo.

– Ibas a burlarte, lo he visto.

– Quizá -admitió Jace-, pero eso no significa que no esté en lo cierto. Algo impide el paso a tus recuerdos, estoy casi seguro de ello.

– Muy bien, probemos otra cosa.

Dorothea dejó la taza y alargó la mano hacia las cartas del tarot envueltas en seda. Las abrió en abanico y se las tendió a Clary.

Desliza la mano sobre estas cartas hasta que toques una que notes caliente o fría, o que parezca adherirse a tus dedos. Entonces sácala y muéstramela

Obedientemente, Clary pasó los dedos sobre las cartas. Resultaban frescas al tacto, y resbaladizas, pero ninguna parecía especialmente cálida o fría. Finalmente, seleccionó una al azar y la sostuvo en alto.

– El as de copas -dijo Dorothea, pareciendo desconcertada-. La carta del amor.

Clary le dio la vuelta y la miró. La carta resultaba pesada en su mano, el dibujo estaba hecho con auténtica pintura. Mostraba una mano sosteniendo una copa frente a un sol lleno de rayos pintado con pintura dorada. La copa estaba hecha de oro, esculpida con un dibujo de soles más pequeños y tachonada de rubíes. El estilo de la obra le era tan familiar como su propio aliento.

– Es una buena carta, ¿verdad?

– No necesariamente. Las cosas más terribles que hacen los hombres, las hacen en nombre del amor -contestó madame Dorothea con ojos relucientes-. Pero es una carta poderosa. ¿Qué significa para ti?

– Que mi madre la pintó -dijo Clary, y dejó caer la carta sobre la mesa-. Lo hizo, ¿verdad?

Dorothea asintió, con una expresión de satisfecha complacencia en el rostro.

– Pintó toda la baraja. Un regalo para mí.

– Eso dice usted. -Jace se puso en pie, con la mirada fría-. ¿Cuánto conocía a la madre de Clary?

Clary alzó la cabeza para mirarle.

– Jace, no tienes que…

Dorothea se recostó en el sillón, con las cartas abiertas en abanico sobre el regazo.

– Jocelyn sabía lo que yo era, y yo sabía lo que ella era. No hablábamos mucho sobre ello. A veces me hacía favores…, como pintar esta baraja de cartas para mí…, y a cambio yo le contaba algún que otro chismorreo del Submundo. Había un nombre al que me pidió que estuviera atenta por si lo oía, y lo hice.

La expresión de Jace era inescrutable.

– ¿Qué nombre era ése?

– Valentine.

Clary se sentó muy tiesa en su asiento.

– Pero eso es…

– Y cuando dice que sabía lo que Jocelyn era, ¿a qué se refiere?

– ¿Qué era ella? -inquirió Jace.

– Jocelyn era lo que era -respondió la mujer-. Pero en su pasado había sido como tú. Una cazadora de sombras. Un miembro de la Clave.

– No -musitó Clary.

Dorothea la miró con ojos casi bondadosos.

– Es cierto. Eligió vivir en esta casa precisamente porque…

– Porque esto es un Santuario -cortó Jace a Dorothea-. ¿No es cierto? Su madre era un Control. Ella creó este espacio, oculto, protegido; es un lugar perfecto para que se oculten los subterráneos que huyen. Eso es lo que hace, ¿verdad? Oculta criminales aquí.

– Tú los llamarías así -dijo Dorothea-. ¿Estás familiarizado con el lema de la Alianza?

– Sed lex dura lex -contestó Jace automáticamente-. La Ley es dura pero es la Ley.

– En ocasiones la Ley es demasiado dura. Sé que la Clave me habría apartado del lado de mi madre, de haber podido. ¿Quieres que les permita hacer eso a otros?

– De modo que es una filántropa. -Jace hizo una mueca-. Supongo que espera que crea que los subterráneos no le pagan magníficamente por su Santuario.

Dorothea sonrió ampliamente, lo suficiente para mostrar un destello de molares de oro.

– No todos podemos salir adelante sólo con nuestra belleza como tú.

Jace no pareció afectado por la adulación.

– Debería hablarle a la Clave sobre usted…

– ¡No puedes! -Clary se había puesto en pie-. Lo prometiste.

– Jamás prometí nada. -Jace mostró una expresión de rebeldía.

Avanzó a grandes zancadas hacia la pared y apartó a un lado una de las colgaduras de terciopelo.

– ¿Quiere decirme qué es esto? -exigió.

– Es una puerta, Jace -dijo Clary.

Sí era una puerta, extrañamente colocada en la pared entre dos ventanas saledizas. Era evidente que no podía ser una puerta que condujera a ninguna parte, o habría sido visible desde el exterior de la casa. Parecía como si estuviera hecha de algún metal que brillaba quedamente, de un tono más parecido a la mantequilla que al latón, pero grueso como el hierro. El pomo tenía forma de ojo.

– Cállate -replicó Jace-. Es un Portal. ¿Verdad?

– Es una puerta de cinco dimensiones -afirmó Dorothea, volviendo a depositar las cartas del tarot sobre la mesa-. Las dimensiones no son todas líneas rectas, ya lo sabes -añadió, en respuesta a la mirada perpleja de Clary-. Hay hondonadas y pliegues y recovecos y ranuras todos bien escondidos. Es un poco difícil de explicar cuando no se ha estudiado nunca teoría dimensional, pero, en esencia, esa puerta puede llevarte a cualquier parte a la que quieras ir en esta dimensión. Es…

– Una salida de escape -repuso Jace-. Es por eso que tu madre quería vivir aquí. Para poder huir en un instante.

– Entonces porque no lo… -empezó Clary, y se interrumpió, repentinamente horrorizada-. Por mí -exclamó-. No quería marcharse sin mí. Así que se quedó.

Jace negaba con la cabeza.

– No puedes culparte.

Clary sintió que las lágrimas se acumulaban bajo sus párpados, y apartó a Jace para dirigirse a la puerta.

– Quiero ver adonde habría ido -dijo, alargando la mano hacia la puerta-. Quiero ver adonde quería escapar…

– ¡Clary, no!

Jace alargó el brazo para cogerla, pero los dedos de la joven estaban cerrados sobre el pomo. Éste giró rápidamente bajo su mano, y la puerta se abrió de golpe como si ella la hubiese empujado. Dorothea se puso pesadamente en pie con un grito, pero era demasiado tarde. Antes de que pudiera acabar siquiera la frase, Clary se vio lanzada hacia adelante y cayó al vacío.

El arma preferida

Estaba demasiado sorprendida para gritar. La sensación de caer era lo peor; el corazón se le subió a la garganta y el estómago se le revolvió. Lanzó las manos al frente, intentando atrapar algo, cualquier cosa que pudiera disminuir la velocidad de su descenso.

Sus manos se cerraron sobre ramas y fueron arrancando hojas. Se golpeó ruidosamente contra el suelo, con fuerza, la cadera y el hombro chocando contra tierra apisonada. Rodó sobre sí misma, inspirando aire de nuevo. Empezaba a sentarse en el suelo cuando alguien le aterrizó encima.

Se vio derribada hacia atrás. Una frente golpeó la suya, las rodillas le chocaron contra las de otra persona. Enredada en brazos y piernas, Clary expulsó cabellos (no los suyos) por la boca e intentó zafarse de debajo de un peso que parecía estar aplastándola.

– ¡Ay! -dijo Jace en su oído, en tono indignado-. Me has dado un codazo.

– Bueno, tú has caído sobre mí.

Él se alzó sobre los brazos y la miró plácidamente. Clary vio el cielo azul por encima de su cabeza, un trozo de rama de árbol y la esquina de una casa de tablas grises de madera.

– Bueno, no me has dejado demasiadas opciones, ¿verdad? -inquirió él- No después de que decidieras saltar alegremente a través de ese portal como si saltaras del tren F. Desde luego tienes suerte de que no nos arrojara al interior del East River.

– No tenías que venir tras de mí.

– Sí que tenía -repuso él-. Eres demasiado inexperta para protegerte en una situación hostil sin mí.

– Qué detalle. Quizá te perdonaré.

– ¿Perdonarme? ¿Por qué?

– Por decirme que me callara cuando vi la puerta en la pared.

Los ojos del joven se entrecerraron.

– Yo no… Bueno, sí lo hice, pero estabas…

– No importa.

El brazo, inmovilizado bajo la espalda, empezaba a hormiguearle. Al rodar lateralmente para liberarlo, vio la hierba marrón de un césped seco, una valla de tela metálica y más superficie de la casa de tablas grises, que ahora le resultaba angustiosamente familiar.

Se quedó paralizada.

– Sé dónde estamos.

Jace dejó de farfullar.

– ¿Qué?

– Ésta es la casa de Luke.

Clary se incorporó hasta sentarse, arrojando a Jace a un lado. Éste rodó con agilidad hasta ponerse en pie y le tendió una mano para ayudarla a levantarse. Ella hizo como si no existiera y se puso en pie apresuradamente, agitando el brazo entumecido.

Estaban frente a una pequeña casa gris adosada, colocada entre otras casas adosadas que bordeaban los muelles de Williamsburg. Soplaba una brisa procedente del East River que balanceaba un pequeño letrero que había sobre los peldaños de ladrillo de la entrada. Clary contempló a Jace mientras éste leía en voz alta las palabras en letra de imprenta: «Libros Garroway, en buen estado, nuevos, usados y descatalogados. Sábados cerrado», El muchacho echó una ojeada a la oscura puerta principal, con el pomo asegurado por un grueso candado. El correo de unos cuantos días descansaba sobre el felpudo, sin tocar. Dirigió una rápida mirada a Clary.

– ¿Vive en una librería?

– Vive detrás de la tienda.

La muchacha miró a un lado y a otro de la calle vacía, que limitaba con el arco del puente de Williamsburg por un extremo y con una fábrica de azúcar abandonada por el otro. Al otro lado del río de aguas mansas, el sol se ponía tras los rascacielos de la parte baja de Manhattan, bosquejándolos en oro.

– Jace, ¿cómo hemos llegado aquí?

– A través del Portal -respondió él, examinando el candado-. Te lleva a cualquier lugar en el que estés pensando.

– Pero yo no estaba pensando en este lugar -objetó Clary-. No pensaba en ningún sitio.

– Debes de haberlo hecho. -Abandonó el tema con aparente indiferencia-. Bien, puesto que estamos aquí…

– ¿Sí?

– ¿Qué quieres hacer?

– Marcharme, supongo -contestó ella con amargura-. Luke me dijo que no viniera aquí.

Jace meneó la cabeza.

– ¿Y tú simplemente aceptas eso?

Clary se abrazó a sí misma. A pesar del calor diurno que empezaba a disiparse, sentía frío.

– ¿Tengo elección?

– Siempre tenemos elecciones -repuso Jace-. Si estuviera en tu lugar, ahora mismo sentiría muchísima curiosidad por Luke. ¿Tienes las llaves de la casa?

Clary negó con la cabeza.

– No, pero a veces deja la puerta trasera abierta.

Señaló el estrecho callejón entre la casa de Luke y la siguiente. Había cubos de basura de plástico colocados en una pulcra hilera junto a montones de periódicos doblados y una cuba de plástico de botellas de soda vacías. Al menos, Luke seguía siendo un reciclador responsable.

– ¿Estás segura de que no está en casa? -preguntó Jace.

Ella echó un vistazo al bordillo vacío.

– Bueno, su camioneta no está, la tienda está cerrada y todas las luces están apagadas. Yo diría que probablemente no.

– Entonces, tú primero.

El estrecho pasillo entre las casas finalizaba en una alta valla de tela metálica, que circundaba el pequeño jardín trasero de Luke, en el que las únicas plantas que crecían bien parecían ser los hierbajos que habían brotado entre las losas, resquebrajándolas en fragmentos polvorientos.

– Arriba y al otro lado -dijo Jace, incrustando la punta de la bota en una abertura en la valla.

Empezó a trepar. La valla traqueteó tan fuerte que Clary echó nerviosas ojeadas a su alrededor, pero no había luces encendidas en la casa de los vecinos. Jace pasó por encima de la valla y saltó al otro lado, aterrizando en los matorrales con el acompañamiento de un alarido ensordecedor.

Por un momento, Clary pensó que debía de haber aterrizado sobre un gato vagabundo. Oyó cómo Jace gritaba sorprendido al mismo tiempo que caía de espaldas. Una sombra oscura y excesivamente grande para ser felina salió como una exhalación de las matas y corrió atravesando el patio, manteniéndose agachada. Incorporándose a toda prisa, Jace corrió veloz tras ella, con expresión asesina.

Clary empezó a subir. Al pasar la pierna por encima de la alambrada, los vaqueros de Isabelle se engancharon en un trozo retorcido de alambre y se desgarraron por un lado. Clary se dejó caer al suelo justo en el momento en que Jace gritaba triunfal.

– ¡Le cogí!

Clary se volvió y vio a Jace sentado encima del intruso; éste estaba boca abajo y con los brazos alzados sobre la cabeza. Jace le agarró la muñeca.

– Va, veamos tu cara…

– Sal de encima, imbécil presuntuoso -gruñó el intruso, empujando a Jace.

Forcejeó hasta quedar sentado a medias, con las maltrechas gafas torcidas.

Clary se detuvo en seco.

– ¿Simón?

– ¡Ah, cielos! -exclamó Jace con un deje resignado-. Y yo que realmente esperaba haber atrapado algo interesante.


* * *

– Pero ¿qué hacías ocultándote en los arbustos de Luke? -quiso saber Clary, quitando hojas de los cabellos de Simón.

Éste soportó sus atenciones con patente malhumor. Lo cierto era que siempre que se había imaginado su reencuentro con Simón, una vez que hubiese terminado todo aquello, él estaba de mejor humor.

– Ésa es la parte que no entiendo.

– De acuerdo, ya es suficiente. Puedo arreglarme el pelo yo solo, Fray -dijo Simón, apartándose bruscamente de sus manos.

Estaban sentados en los escalones del porche trasero de Luke. Jace se había recostado en la barandilla y fingía diligentemente hacer caso omiso de ellos, mientras usaba la estela para limarse las uñas. Clary se preguntó si la Clave lo aprobaría.

– Quiero decir, ¿sabía Luke que estabas ahí? -preguntó la joven.

– Claro que no -respondió Simón de mal talante-. Nunca le he preguntado, pero estoy seguro de que tiene una política de lo más rigurosa respecto a cualquier adolescente que aceche entre sus arbustos.

– Tú no eres cualquiera; te conoce.

Clary quería alargar la mano y tocarle la mejilla, que seguía sangrando ligeramente allí donde una rama la había arañado.

– Lo principal es que estás bien.

– ¿Que yo estoy bien? -Simón lanzó una carcajada, un sonido agudo y desdichado-. Clary, ¿tienes la más remota idea de por lo que pasado estos dos últimos días? La última vez que te vi, salías corriendo de Java Jones como un murciélago huyendo del infierno, y simplemente… desapareciste. No contestabas a tu móvil; luego el teléfono de tu casa fue desconectado; a continuación Luke me dijo que estabas con unos parientes al norte del estado cuando yo sé perfectamente que no tienes ningún otro pariente. Pensé que había hecho algo que te había cabreado.

– ¿Qué podrías haber hecho tú?

Clary intentó cogerle la mano, pero él la apartó sin mirarla a la cara.

– No lo sé -respondió-. Algo.

Jace, todavía ocupado con la estela, rió entre dientes.

– Eres mi mejor amigo -dijo Clary-. No estaba furiosa contigo.

– Sí, bueno, supongo que también era demasiado pedir que te molestaras en llamarme y decirme que te habías liado con un rubiales teñido medio gótico que probablemente conociste en el Pandemónium. -Simón remarcó agriamente-. Me he pasado los tres últimos días preguntándome si estarías muerta.

– No me he liado con nadie -dijo ella, dando gracias de que estuviera oscuro mientras enrojecía violentamente.

– Y soy rubio natural -indicó Jace-. Sólo para que conste.

– Entonces, ¿qué has estado haciendo estos últimos tres días? -preguntó Simón, con los ojos llenos de sombrío recelo-. ¿Realmente tienes una tía abuela llamada Matilda que contrajo la gripe aviar y necesitaba que la cuidaran mientras se recuperaba?

– ¿Te dijo eso Luke?

– No, se limitó a decir que habías ido a visitar a un pariente enfermo, y que tu móvil probablemente no funcionaba en el campo. No es que yo le creyera. Después de que me echara de su porche delantero, di la vuelta a la casa y miré por la ventana de atrás. Le vi preparar una bolsa de lona verde como si se marchase a pasar fuera el fin de semana. Fue entonces cuando decidí quedarme por aquí y vigilar que sucedía.

– ¿Por qué? ¿Solo porque estaba metiendo cosas en una bolsa?

– Porque la estaba llenando de armas -respondió él, restregándose la sangre de la mejilla con la manga de la camiseta-. Cuchillos, un par de dagas, incluso una espada. Lo curioso es que algunas de las armas parecían como si brillaran.

Paseó la mirada de Clary a Jace, y luego a la inversa. El tono de su voz fue tan cortante como uno de los cuchillos de Luke.

– Ahora, ¿vais a decir que me lo estaba imaginando?

– No -dijo Clary-, no voy a decir eso.

Echó una ojeada a Jace. Las últimas luces de la puesta de sol le arrancaban destellos de sus ojos.

– Voy a decirle la verdad -advirtió la joven.

– Lo sé.

– ¿Vas a intentar impedírmelo?

Él bajó la mirada a la estela que tenía en la mano.

– Estoy ligado por mi juramento a la Alianza -explicó-. A ti no te ata ningún juramento.

Clary volvió de nuevo la cabeza hacia Simón, tomando aire con energía.

– De acuerdo -comenzó-. Esto es lo que tienes que saber.


* * *

El sol había descendido totalmente por el horizonte, y el porche estaba sumido ya en la oscuridad cuando Clary dejó de hablar. Simón había escuchado su extensa explicación con una expresión casi impasible, estremeciéndose sólo levemente cuando ella llegó a la parte del demonio rapiñador. Cuando Clary acabó de hablar, se aclaró la reseca garganta, y de repente quiso poder tomar un vaso de agua.

– Así que -dijo-, ¿alguna pregunta?

Simón alzó la mano.

– Oh, sí. Varias preguntas.

Clary soltó aire con cautela.

– De acuerdo. Dispara.

Simón señaló a Jace.

– Bueno él es un… ¿cómo dices que llaman a la gente que es como él?

– Un cazador de sombras -respondió Clary.

– Un cazador de demonios -aclaró Jace-. Mato demonios. No es tan complicado, en realidad.

Simón volvió a mirar a su amiga.

– ¿En serio?

Tenía los ojos entrecerrados, como si medio esperara que ella le dijera que nada de aquello era verdad, y que Jace era en realidad un lunático peligroso del que ella había decidido hacerse amiga por cuestiones humanitarias.

– En serio.

Simón mostraba una expresión concentrada.

– ¿Y también hay vampiros? ¿Hombres lobos, brujos, todo eso?

Clary se mordisqueó el labio inferior.

– Eso he oído.

– ¿Y tú los matas también? -preguntó Simón, dirigiendo la pregunta a Jace, que había guardado la estela en el bolsillo y se examinaba las impecables uñas en busca de defectos.

– Únicamente cuando han sido malos.

Durante un momento, Simón se limitó a quedarse allí sentado con la mirada fija en el suelo. Clary se preguntó si cargarlo con aquella clase de información no habría sido un error. El muchacho poseía una vena práctica mucho más fuerte que ninguna otra persona que ella conociera; quizá no le gustara nada saber algo como aquello, algo para lo que no existía una explicación lógica. Se inclinó hacia adelante con ansiedad, justo cuando Simón alzaba la cabeza.

– Es todo tan alucinante -dijo él.

Jace pareció tan sobresaltado como se sintió Clary.

– ¿Alucinante?

Simon asintió con el entusiasmo suficiente para hacer que sus negros rizos le rebotaran en la frente.

– Completamente. Es como Dragones y mazmorras, pero real.

Jace contemplaba a Simón como si fuera alguna especie singular de insecto.

– ¿Es como qué?

– Es un juego -explicó Clary, que se sentía vagamente incómoda-. La gente finge ser brujos y elfos, y mata a monstruos y cosas de ésas.

Jace se mostró estupefacto.

Simón sonrió.

– ¿Nunca has oído hablar de Dragones y mazmorras?

– He oído hablar de mazmorras -respondió Jace-. También de dragones. Aunque están casi extintos.

Simón pareció decepcionado.

– ¿Nunca has matado a un dragón?

– Probablemente tampoco se ha topado con una elfa cachonda de metro ochenta con un bikini de piel -repuso Clary con irritación-. Déjalo ya, Simón.

– Los elfos auténticos miden unos veinte centímetros -señaló Jace-. Además, muerden.

– Pero los vampiros son guays, ¿no? -dijo Simón-. Quiero decir que algunos vampiros son unas nenas despampanantes, ¿verdad?

A Clary le preocupó por un instante que Jace pudiera lanzarse desde el otro lado del porche y agarrar a Simón por el cuello hasta dejarle sin sentido. En lugar de ello, éste consideró la pregunta.

– Algunos, tal vez.

– Alucinante -repitió Simón.

Clary decidió que le gustaba más cuando se peleaban.

Jace bajó de la barandilla del porche.

– ¿Bueno, vamos a registrar la casa o no?

Simón se puso en pie a toda prisa.

– Yo me apunto. ¿Qué estamos buscando?

– ¿Estamos? -inquirió Jace con siniestra delicadeza-. No recuerdo haberte invitado a venir.

– Jace -soltó Clary en tono enojado.

El joven sonrió.

– Simplemente bromeaba. -Se hizo a un lado para dejar el paso libre hasta la puerta-. ¿Vamos?

Clary buscó a tientas el pomo de la puerta en la oscuridad. Esta se abrió encendiendo automáticamente la luz del porche, que iluminó el vestíbulo. La puerta que conducía a la tienda estaba cerrada; Clary movió el pomo.

– Está cerrada con llave.

– Permitidme, mundanos -dijo Jace, apartándola a un lado con suavidad.

El joven sacó la estela del bolsillo y la presionó sobre la puerta. Simón le contempló con cierto resentimiento. Ni aunque le presentara un montón de despampanantes vampiros del sexo femenino, Jace conseguiría caerle bien a su amigo, sospechó Clary.

– Es una cosa seria, ¿verdad? -masculló Simón-. ¿Cómo lo soportas?

– Me salvó la vida.

Simón le dirigió una rápida mirada.

– ¿Cómo…?

La puerta se abrió con un chasquido.

– Ahí vamos -anunció Jace, volviendo a guardar la estela en el interior del bolsillo.

Clary vio cómo la Marca en la puerta, justo por encima de la cabeza del muchacho, se desvanecía mientras entraban. La puerta trasera daba a un pequeño almacén, cuyas paredes desnudas tenían la pintura desconchada. Había cajas de cartón amontonadas por todas partes, los contenidos identificados con garabatos hechos con rotulador: «Narrativa», «Poesía», «Cocina», «Interés local», «Novela rosa».

– El apartamento está pasando por ahí.

Clary se encaminó hacia la puerta que había señalado, en el extremo opuesto de la habitación.

Jace le sujetó el brazo.

– Espera.

Ella le miró nerviosamente.

– ¿Sucede algo?

– No lo sé. -Se abrió paso por entre dos estrechos montones de cajas, y silbó-. Clary, quizá te interese acercarte aquí y ver esto.

Ella miró a su alrededor. Había muy poca luz en el almacén, la única iluminación era la luz del porche que penetraba por la ventana.

– Está tan oscuro…

Llameó una luz, bañando la habitación con un brillante resplandor. Simón volvió la cabeza a un lado, pestañeando.

– ¡Uf!

Jace lanzó una risita. Estaba sobre una caja precintada, con la mano alzada. Algo le refulgía en la palma, la luz escapaba entre sus dedos ahuecados.

– Luz mágica -explicó.

Simón farfulló algo por lo bajo. Clary se encaramaba ya por entre las cajas, abriéndose paso hacia Jace, que estaba de pie detrás de un tambaleante montón de libros de misterio, con la luz mágica proyectándole un resplandor espectral sobre el rostro.

– Mira eso -dijo él, indicando un lugar situado más arriba en la pared.

Al principio, ella pensó que le indicaba lo que parecían un par de apliques ornamentales, pero a medida que los ojos se le ajustaban, comprendió que en realidad eran aros de metal sujetos a cortas cadenas, cuyos extremos estaban hundidos en la pared.

– ¿Son esas…?

– Esposas -dijo Simón, abriéndose paso por entre las cajas-. Eso es, ah…

– No digas «pervertido». -Clary le lanzó una mirada de advertencia-. Es de Luke de quien estamos hablando.

Jace alzó el brazo y pasó la mano por el interior de uno de los aros de metal. Cuando la bajó, los dedos estaban manchados de un polvillo marrón rojizo.

– Sangre. Y mirad.

Señaló la pared justo alrededor del lugar donde estaban hundidas las cadenas; el yeso parecía sobresalir.

– Alguien intentó arrancar estas cosas de la pared. Lo intentó con mucha fuerza, por lo que parece.

El corazón de Clary le había empezado a latir con fuerza dentro del pecho.

– ¿Crees que Luke está bien?

Jace bajó la luz mágica.

– Creo que será mejor que lo averigüemos.

La puerta que daba al apartamento no estaba cerrada con llave y conducía a la salita de Luke. Aparte de los cientos de libros de la tienda misma, había cientos más en el apartamento. Las estanterías se alzaban hasta el techo, los tomos en ellas colocados en «doble fila», una hilera bloqueando a la otra. La mayoría eran de poesía y narrativa, con mucha fantasía y misterio incluidos. Clary recordaba haberse abierto camino a través de Las crónicas de Pridain allí, enroscada en el asiento empotrado bajo la ventana de Luke mientras el sol se ponía sobre el East River.

– Creo que todavía anda por aquí -gritó Simón, de pie en la entrada de la pequeña cocina de Luke-. La cafetera eléctrica está encendida y hay café aquí. Todavía caliente.

Clary miró al otro lado de la puerta de la cocina. Había platos amontonados en el fregadero, y las chaquetas de Luke estaban pulcramente colgadas en ganchos en el interior del armario de la ropa. Avanzó por el pasillo y abrió la puerta del pequeño dormitorio. Tenía el mismo aspecto de siempre, la cama sin hacer con su cobertor gris y unos almohadones planos, la parte superior de la cómoda cubierta de monedas sueltas. Se dio la vuelta. Una parte de ella había estado absolutamente segura de que, cuando entraran, encontrarían el lugar destrozado, y a Luke atado, herido o peor. En aquellos momentos no sabía qué pensar.

Como atontada, cruzó el vestíbulo hasta el pequeño dormitorio de invitados, donde tan a menudo había dormido cuando su madre estaba fuera de la ciudad por negocios. Acostumbraban a quedarse despiertos hasta tarde viendo viejas películas de terror en el parpadeante televisor en blanco y negro. Ella incluso guardaba una mochila llena de material extra aquí para no tener que acarrear sus cosas de una casa a otra.

Arrodillándose, la sacó de debajo de la cama arrastrándola por la correa verde oliva. Estaba cubierta de distintivos que, en su mayoría, le había dado Simón. «LOS JUGADORES LO HACEN MEJOR. CHICA OTAKU. SIGO SIN SER REY.» Dentro había algunas prendas dobladas, unas cuantas mudas de ropa interior, un cepillo e incluso champú. «Gracias a Dios», pensó, y cerró la puerta del dormitorio de una patada. Se cambió a toda prisa; se sacó la ropa de Isabelle, excesivamente grande, y ya manchada de hierba y sudada, y se puso unos pantalones de pana pulidos a la arena, suaves como papel desgastado, y una camiseta azul sin mangas y con un dibujo de caracteres chinos en la parte frontal. Metió la ropa de Isabelle en la mochila, tiró del cordón para cerrarla y abandonó el dormitorio, con la mochila rebotándole tranquilamente entre los omóplatos. Era agradable tener algo propio otra vez.

Encontró a Jace en la oficina repleta de libros de Luke, examinando una bolsa de lona verde que descansaba sobre el escritorio con la cremallera abierta. Estaba, tal y como Simón había dicho, repleta de armas: cuchillos envainados, un látigo enrollado y algo que parecía un disco de metal de bordes sumamente afilados.

– Es un chakram -explicó Jace, alzando la vista cuando Clary entró en la habitación-. Un arma sikh. La haces girar alrededor del índice antes de soltarla. Son raras y difíciles de usar. Es extraño que Luke tuviera una. Era el arma preferida de Hodge, en aquellos tiempos. O eso dice él.

– Luke colecciona cosas. Objetos de arte. Ya sabes -comentó Clary, indicando el estante de detrás del escritorio, que estaba cubierto de figuras de bronce hindúes y rusas.

Su favorita era una estatuilla de la diosa india de la destrucción, empuñando una espada y una cabeza cortada, mientras danzaba con la cabeza echada hacia atrás y los ojos entrecerrados, como rendijas. Al lado del escritorio había un antiguo biombo chino, tallado en reluciente palisandro.

– Cosas bonitas.

Jace apartó el chakram con delicadeza. Un puñado de prendas se derramó por el extremo sin atar de la bolsa de lona de Luke, como si hubiera sido una idea de último momento.

– A propósito, creo que esto es tuyo.

Extrajo un objeto rectangular oculto entre las ropas: una fotografía en un marco de madera con una grieta vertical a lo largo del cristal. La grieta arrojaba una red de finas líneas sobre los rostros sonrientes de Clary, Luke y su madre.

– Sí que es mío -dijo Clary, tomándolo de su mano.

– Está roto -comentó Jace.

– Lo sé. Yo lo hice…, la hice pedazos. Cuando se la arrojé al demonio rapiñador. -Le miró, viendo cómo la comprensión aparecía en su rostro-. Eso significa que Luke ha estado en el apartamento después del ataque. Quizá incluso hoy…

– Debe de haber sido la última persona en pasar por el Portal -dijo Jace-. Por eso nos trajo aquí. Tú no pensabas en ningún lugar, de modo que nos envió al último lugar en el que había estado.

– Qué amabilidad la de Dorothea al decirnos que estuvo allí -comentó Clary.

– Probablemente él le pagó para que callara. O eso o ella confía en el más de lo que confía en nosotros. Lo que significa que podría no estar…

– ¡Chicos! -Era Simón, entrando como una exhalación en la oficina presa del pánico-. Alguien viene.

Clary soltó la foto.

– ¿Es Luke?

Simón volvió a mirar pasillo abajo, luego asintió.

– Lo es. Pero no viene solo; hay otros dos hombres con él.

– ¿Hombres?

Jace cruzó la estancia en unas pocas zancadas, miró a través del marco de la puerta y escupió una maldición en voz baja.

– Brujos.

Clary le miró atónita.

– ¿Brujos? Pero…

Negando con la cabeza, Jace se apartó de la puerta.

– ¿Hay algún otro modo de salir de aquí? ¿Una puerta trasera?

Clary movió negativamente la cabeza. El sonido de pisadas en el pasillo era ya audible, causándole punzadas de temor en el pecho. Jace miró a su alrededor con desesperación. Sus ojos se posaron en el biombo de palisandro.

– Colocaos ahí detrás -dijo, señalándolo-. Ahora.

Clary dejó la fotografía agrietada sobre el escritorio y se deslizó detrás del biombo, arrastrando a Simón tras ella. Jace iba justo detrás de ellos, con la estela en la mano. Apenas había conseguido ocultarse Jace, cuando Clary oyó cómo la puerta se abría de par en par, y el sonido de personas que entraban en la oficina de Luke…, luego voces. Tres hombres que hablaban. Miró nerviosamente a Simón, que estaba muy pálido, y luego a Jace, que había alzado la estela y movía la punta ligeramente, dibujando una especie de figura cuadrada, sobre la parte posterior del biombo. Mientras Clary observaba fijamente, el cuadrado se tornó transparente, como una hoja de cristal. Oyó tomar aire a Simón, un sonido diminuto, apenas audible, y Jace sacudió la cabeza mirándolos, mientras articulaba en silencio: «Ellos no pueden vernos, pero nosotros podemos verles».

Mordiéndose el labio, Clary se acercó al borde del cuadrado y miró por él, consciente de la presencia de Simón respirando sobre su cogote. Veía la habitación del otro lado perfectamente: las estanterías, el escritorio con la bolsa de lona tirada encima… y a Luke, con aspecto desaliñado y ligeramente encorvado, con las gafas colocadas en lo alto de la cabeza, de pie cerca de la puerta. Resultaba aterrador incluso aunque sabía que él no podía verla, que la ventana que Jace había creado era como el cristal de una sala de interrogatorios de la policía: estrictamente de una sola dirección.

Luke volvió la cabeza, mirando atrás a través de la entrada.

– Sí, claro que podéis echar un vistazo -dijo, el tono de la voz profundamente cargado de sarcasmo-. Sois muy amables al mostrar tal interés.

Una risita sorda surgió de la esquina de la oficina. Con un impaciente movimiento de muñeca, Jace dio un golpecito al marco de su «ventana» y la amplió, mostrando más parte de la habitación. Había dos hombres con Luke, ambos con largas túnicas rojizas, las capuchas echadas hacia atrás. Uno era delgado, con un elegante bigote gris y barba puntiaguda. Cuando sonrió, mostró unos dientes cegadoramente blancos. El otro era corpulento, fornido como un luchador, con cabellos rojos muy cortos. Su piel era de un morado oscuro y parecía brillar sobre los pómulos, como si la hubiesen tensado demasiado.

– ¿Ésos son brujos? -musitó Clary en voz baja.

Jace no respondió. Se había quedado totalmente rígido, tieso como una barra de hierro. «Tiene miedo de que huya, de que intente llegar hasta Luke», pensó Clary. Deseó poder asegurarle que no iba a hacerlo. Había algo en aquellos dos hombres, en sus gruesas capas del color de la sangre arterial, que resultaba aterrador.

– Considera esto un seguimiento amistoso, Graymark -dijo el hombre del bigote gris.

Su sonrisa mostró dientes tan afilados que parecía como si los hubiesen limado hasta convertirlos en puntas de antropófagos.

– No hay nada amistoso en ti, Pangborn.

Luke se sentó en el borde del escritorio, inclinando el cuerpo de modo que impedía a los hombres ver su bolsa de lona y su contenido. Ahora que estaba más cerca, Clary vio que tenía el rostro y las manos llenos de magulladuras, los dedos arañados y ensangrentaos. Un largo corte en la garganta desaparecía bajo el cuello de la camisa. «¿Qué diablos le habrá sucedido?», pensó.

– Blackwell, no toques eso…, es valioso -dijo Luke con severidad.

El hombretón pelirrojo, que había levantado la estatua de Kali de lo alto de la estantería, pasó los rechonchos dedos sobre ella en actitud evaluativa.

– Bonita -dijo.

– Ah -repuso Pangborn, quitándole la estatua a su compañero-. La que fue creada para combatir a un demonio que no podía ser eliminado por ningún dios u hombre. «¡Oh, Kali, mi madre llena de gozo! Tú que hechizaste al todopoderoso Shiva, en tu delirante alegría danzas, dando palmadas. Eres el Motor de todo lo que se mueve, y nosotros no somos más que juguetes indefensos».

– Muy bonito -dijo Luke-. No sabía que fueses un estudioso de los mitos hindúes.

– Todos los mitos son ciertos -declaró Pangborn, y Clary sintió que un leve escalofrío le ascendía por la espalda-. ¿O has olvidado incluso eso?

– No olvido nada -replicó Luke.

Aunque parecía relajado, Clary vio tensión en las líneas de sus hombros y boca.

– ¿Supongo que os envió Valentine?

– Lo hizo -dijo Pangborn-. Pensó que podrías haber cambiado de idea.

– No hay nada sobre lo que tenga que cambiar de idea. Ya os dije que no sé nada. A propósito, bonitas capas.

– Gracias -repuso Blackwell con una sonrisa maliciosa-. Se las arrancamos a un par de brujos muertos.

– Ésas son túnicas oficiales del Acuerdo, ¿verdad? -preguntó Luke-. ¿Son del Levantamiento?

Pangborn rió por lo bajo.

– Trofeos de guerra.

– ¿No teméis que alguien os pueda confundir con los verdaderos brujos?

– No -respondió Blackwell-, una vez que estuvieran cerca.

Pangborn acarició el borde de su túnica.

– ¿Recuerdas el Levantamiento, Lucían? -inquirió en voz baja-. Aquél fue un día magnífico y terrible. ¿Recuerdas cómo nos entrenamos juntos para la batalla?

El rostro de Luke se contrajo.

– El pasado es el pasado. No sé qué deciros, caballeros. No puedo ayudaros ahora. No sé nada.

– Nada es una palabra tan general, tan poco específica -comentó Pangborn, en tono melancólico-. Sin duda alguien que posee tantos libros debe saber algo.

– Si quieres saber dónde encontrar a una golondrina en primavera, podría indicarte el libro de consulta correcto. Pero si quieres saber a dónde fue a parar la Copa Mortal cuando se esfumó…

– Esfumarse podría no ser la palabra correcta -ronroneó Pangborn-. Escondida, es más probable. Escondida por Jocelyn.

– Puede que sea así -dijo Luke-. ¿De modo que todavía no os ha dicho dónde está?

– Aún no ha recuperado el conocimiento -respondió Pangborn, cortando el aire con una mano de largos dedos-. Valentine está decepcionado. Esperaba con ansia su reencuentro.

– Estoy seguro de que ella no compartiría ese sentimiento -rezongó Luke.

Pangborn rió socarrón.

– ¿Celoso, Graymark? Tal vez ya no sientes por ella lo mismo que sentías en el pasado.

Los dedos de Clary habían empezado a temblar, de un modo tan acusado que entrelazó con fuerza las manos para intentar detenerles.

«¿Jocelyn? ¿Es posible que estén hablando de mi madre?»

– Jamás sentí por ella nada especial -repuso Luke-. Dos cazadores de sombras, exiliados de los suyos; puedes figurarte que hiciéramos causa común. Pero no intentaré interferir en los planes que Valentine tiene para ella, si eso es lo que le preocupa.

– Yo no diría que estaba preocupado -indicó Pangborn-. Más bien sentía curiosidad. Todos nos preguntábamos si seguirías con vida. Todavía visiblemente humano.

– ¿Y? -preguntó él, enarcando las cejas.

– Pareces estar muy bien -respondió Pangborn de mala gana depositando la estatuilla de Kali en el estante-. ¿Había una criatura, verdad? Una chica.

Luke pareció desconcertado.

– ¿Qué?

– No te hagas el tonto -dijo Blackwell con aquella voz que parecía un gruñido-. Sabemos que la zorra tenía una hija. Encontraron fotos de ella en el apartamento, un dormitorio…

– Pensaba que preguntabais por hijos míos -le interrumpió Luke con soltura-. Sí, Jocelyn tenía una hija, Clarissa. Supongo que ha huido. ¿Os envió Valentine en su busca?

– No a nosotros -respondió Pangborn-. Pero la están buscando.

– Podríamos registrar este lugar -añadió Blackwell.

– Yo no os lo aconsejaría -dijo Luke, y descendió del escritorio.

Había una amenaza fría en su mirada mientras clavaba la vista en los dos hombres obligándoles a apartar la suya, a pesar de que su expresión no había cambiado.

– ¿Qué os hace pensar que sigue viva? Creía que Valentine envió a rapiñadores a registrar a fondo el lugar. Una cantidad suficiente de veneno de rapiñador, y la mayoría de la gente se desintegraría convertida en cenizas, sin dejar el menor rastro.

– Había un rapiñador muerto -explicó Pangborn-. Hizo que Valentine desconfiara.

– Todo le hace desconfiar -observó Luke-. Quizá Jocelyn lo mató. Desde luego era capaz de ello.

– Tal vez -gruñó Blackwell.

– Mirad -Luke se encogió de hombros-, no tengo ni idea de dónde está la chica, pero por si a alguien le interesa, imagino que está muerta. De lo contrario, ya habría aparecido a estas alturas. De todos modos no representa ningún peligro. Tiene quince años, jamás ha oído hablar de Valentine y no cree en los demonios.

– Una chica afortunada -dijo Pangborn con una risita burlona.

– Ya no -replicó Luke.

Blackwell enarcó las cejas.

– Pareces enfadado, Lucían.

– No estoy enfadado, estoy exasperado. No planeo interferir en los planes de Valentine, ¿comprendéis eso? No soy un estúpido.

– ¿De veras? -inquirió Blackwell-. Es agradable ver que has desarrollado un saludable respeto por tu propio pellejo con el paso de los años, Lucían. No fuiste siempre tan pragmático.

– Supongo que sabes -dijo Pangborn, en tono amigable-, que la intercambiaríamos a ella, a Jocelyn, por la Copa. Entregada sana y salva, en tu misma puerta. Es una promesa del mismísimo Valentine.

– Lo sé -respondió Luke-. No estoy interesado. No sé dónde está vuestra preciosa Copa, y no quiero tener nada que ver con vuestras intrigas. Odio a Valentine -añadió-, pero le respeto. Sé que se llevará por delante a cualquiera que se interponga en su camino. Pienso estar fuera de su camino cuando suceda. Es un monstruo…, una máquina de matar.

– Mira quien habla -gruñó Blackwell.

– ¿Imagino que éstos son tus preparativos para apartarte del camino de Valentine? -dijo Pangborn, señalando con un largo dedo la bolsa de lona medio camuflada que había sobre el escritorio-. ¿Vas a abandonar la ciudad, Luke?

El aludido asintió despacio.

– Me voy al campo. Planeo mantenerme fuera de circulación durante un tiempo.

– Podríamos impedírtelo -amenazó Blackwell-. Hacer que te quedaras.

Luke sonrió. La sonrisa transformó su rostro. De improviso, ya no era el amable intelectual que había empujado a Clary en el columpio del parque y le había enseñado a montar en un triciclo. De improviso; había algo salvaje tras sus ojos, algo despiadado y frío

– Podríais intentarlo.

Pangborn miró a Blackwell, que negó con la cabeza una vez, despacio. Pangborn volvió la vista a Luke.

– ¿Nos informarás si experimentas un repentino resurgimiento de tu memoria?

Luke seguía sonriendo.

– Seréis los primeros de mi lista a los que llamaré.

Pangborn asintió con brusquedad.

– Creo que nos despediremos ahora. Que el Ángel te proteja, Lucian.

– El Ángel no protege a los que son como yo -respondió él.

Tomó la bolsa de lona del escritorio y la cerró con un nudo.

– ¿Os marcháis ya, caballeros?

Alzando las capuchas para volver a cubrirse el rostro, los dos hombres abandonaron la habitación, seguidos al cabo de un instante por Luke. Éste se detuvo un momento en la puerta, echando un vistazo hacia atrás como preguntándose si había olvidado algo. Luego la cerró con cuidado tras él.

Clary permaneció donde estaba, paralizada, oyendo cómo la puerta delantera se cerraba, y el lejano tintineo de cadena y llaves cuando Luke volvió a cerrar el candado. No dejaba de ver la expresión del rostro de Luke, una y otra vez, mientras decía que no estaba interesado en lo que le sucediera a su madre.

Sintió una mano sobre el hombro.

– ¿Clary? -Era Simón, con voz vacilante, casi tierna-. ¿Estás bien?

Ella negó con la cabeza, sin hablar. Se sentía muy lejos de estar bien. De hecho, se sentía como si nunca fuera a volver a estar bien.

– Desde luego que no lo está.

Era Jace, la voz aguda y fría como fragmentos de hielo. Agarró el biombo y lo movió a un lado con brusquedad.

– Al menos ahora sabemos quién enviaría a un demonio tras tu madre Esos hombres creen que tiene la Copa Mortal.

Clary notó cómo sus labios se afinaban en una línea recta.

– Eso es totalmente ridículo e imposible.

– Quizá -dijo Jace, apoyándose contra el escritorio de Luke a la vez que clavaba en ella unos ojos tan opacos como cristal ahumado-. ¿Has visto alguna vez a esos hombres antes?

– No. -La muchacha negó con la cabeza-. Jamás.

– Lucian parecía conocerlos. Parecían ser bastante amigos.

– Yo no diría amigos -indicó Simón-. Yo diría que era hostilidad contenida.

– Pero no lo mataron -replicó Jace-. Creen que sabe más de lo que dice.

– Es posible -dijo Clary-, o a lo mejor simplemente se sienten reacios a matar a otro cazador de sombras.

Jace lanzó una carcajada, un sonido estridente y casi feroz que erizó el vello de los brazos de Clary.

– Lo dudo.

Ella le miró con dureza.

– ¿Qué te hace estar tan seguro? ¿Los conoces?

La risa había desaparecido por completo de su voz cuando contestó.

– ¿Que si les conozco? -repitió-. Podrías decirlo así. Ésos son los hombres que asesinaron a mi padre.

El círculo y la hermandad

Clary se adelantó para tocar el brazo de Jace, para decir algo, cualquier cosa; ¿qué se le dice a alguien que acaba de ver a los asesinos de su padre? Su titubeo resultó no importar; Jace se quitó de encima su mano como si le escociera.

– Deberíamos marcharnos -dijo, abandonando a grandes zancadas la oficina y penetrando en la salita, seguido apresuradamente por Clary y Simón-. No sabemos cuándo puede regresar Luke.

Salieron por la puerta trasera, con Jace usando su estela para cerrarla con llave detrás de ellos, y se encaminaron hacia la calle silenciosa. La luna flotaba como un relicario sobre la ciudad, proyectando reflejos nacarados en el agua del East River. El zumbido lejano de los coches al pasar sobre el puente Williamsburg inundaba el aire húmedo con un sonido parecido al de un aleteo.

– ¿Quiere decirme alguien adónde vamos? -dijo Simón.

– A tomar la línea L -respondió Jace con tranquilidad.

– Tienes que estar tomándome el pelo -replicó Simón, pestañeando-. ¿Los mata demonios toman el metro?

– Es más rápido que ir en coche.

– Pensaba que sería algo más molón, como una furgoneta con «Muerte a los demonios» pintado en el exterior, o…

Jace no se molestó en interrumpirle. Clary lanzó al muchacho mirada de soslayo. A veces, cuando Jocelyn estaba realmente enfadada por algo o se sentía disgustada, adoptaba lo que Clary llamaba una «calma alarmante». Era una calma que recordaba a Clary el fuerte brillo engañoso del hielo justo antes de resquebrajarse bajo el peso. Jace mostraba esa calma alarmante. Su rostro era inexpresivo, pero algo ardía en el fondo de sus ojos leonados.

– Simón -dijo Clary-. Es suficiente.

Simón le lanzó una mirada como diciendo: «¿De qué lado estás?», pero Clary hizo caso omiso. Seguía observando a Jace cuando giraron para tomar la avenida Kent. Las luces del puente a su espalda le iluminaban el cabello en un improbable halo. La joven se preguntó si estaba mal que, en cierto modo, se alegrara de que los hombres que se habían llevado a su madre fueran los mismos que habían matado al padre de Jace años atrás. Al menos, de momento, tendría que ayudarla a encontrar a Jocelyn, tanto si quería como si no. Al menos, de momento, no podía dejarla sola.


* * *

– ¿Vives aquí? -Simón se detuvo alzando una sorprendida mirada hacia la vieja catedral, con los ventanales forzados y las puertas selladas con cinta policial amarilla-. Pero si es una iglesia.

Jace introdujo la mano en el cuello de la camisa y sacó una llave de latón colgada de una cadena. Parecía una de esas llaves que se usan para abrir un viejo arcón en un desván. Clary le observó con curiosidad; el muchacho no había cerrado con llave la puerta tras él cuando habían abandonado el Instituto antes, simplemente había dejado que se cerrara de un portazo.

– Nos resulta útil habitar en terreno sagrado.

– Eso ya lo entiendo, pero, sin ánimo de ofender, este lugar es un basurero. -comentó Simón, contemplando con recelo la reja de hierro torcida que rodeaba el antiguo edificio y la basura apilada junto a los escalones.

Clary dejó que su mente se relajara. Se imaginó a sí misma tomando uno de los trapos mojados de trementina de su madre y frotando con él la vista que tenía ante ella, borrando la imagen como si fuera pintura seca.

Ahí estaba: la visión auténtica, brillando a través de la falsa como una luz a través de cristal oscuro. Vio las elevadas agujas de la catedral, el brillo apagado de las ventanas emplomadas, la placa de latón fijada a la pared de piedra junto a la puerta con el nombre del Instituto grabado. Retuvo la visión por un momento antes de dejarla marchar casi con un suspiro.

– Es una imagen, Simón -dijo-. En realidad no tiene este aspecto.

– Si ésta es tu idea de lo que es una imagen, empiezo a pensármelo mejor sobre dejar que cambies la mía.

Jace encajó la llave en la puerta, echando una mirada por encima del hombro a Simón.

– No estoy seguro de que seas del todo consciente del honor que te estoy haciendo -dijo-. Serás el primer mundano que haya estado jamás dentro del Instituto.

– Probablemente el olor mantiene alejados al resto.

– No le hagas caso -dijo Clary a Jace, y dio un codazo a Simón en el costado-. Siempre dice exactamente lo que le viene a la cabeza. Carece de filtros.

– Los filtros son para los cigarrillos y el café -masculló Simón por lo bajo mientras pasaban al interior-. Dos cosas que no me irían mal ahora, por cierto.

Clary pensó con nostalgia en el café mientras ascendían por un curvo tramo de peldaños de piedra, cada uno tallado con un glifo. Empezaba a reconocer algunos de ellos; éstos atraían su vista del modo que palabras medio escuchadas en un idioma extranjero atraían a veces su oído, como si simplemente concentrándose más pudiera extraerles algún significado.

Clary y los dos muchachos llegaron al ascensor y subieron en silencio. Ella todavía pensaba en café, enormes tazas de café en las que la mitad era leche, tal y como su madre lo preparaba por las mañanas.

Luke les traía bolsas de bollos de la panadería El Carruaje Dorado en Chinatown. Al pensar en Luke, Clary sintió que se le hacía un nudo en el estómago y su apetito se desvanecía.

El ascensor se detuvo con un siseo, y volvieron a estar en el vestíbulo que Clary recordaba. Jace se sacó la chaqueta, la arrojó sobre el respaldo de una silla cercana y silbó entre dientes. En cuestión de segundos, Iglesia hizo su aparición, avanzando muy pegado al suelo, con los ojos amarillos brillando en el polvoriento aire.

Iglesia -dijo Jace, arrodillándose para acariciar la cabeza gris del gato-. ¿Dónde está Alec? ¿Dónde está Hodge?

Iglesia arqueó el lomo y maulló. Jace arrugó la nariz, algo que Clary podría haber encontrado mono en otras circunstancias.

– ¿Están en la biblioteca?

Se puso en pie, e Iglesia se sacudió, trotó un corto tramo por el pasillo y volvió la cabeza por encima de la espalda. Jace siguió al felino como si fuera lo más natural del mundo, indicando con un gesto de la mano que Clary y Simón debían acompañarle.

– No me gustan los gatos -se quejó Simón, con el hombro chocando contra el de Clary mientras maniobraban por el estrecho pasillo.

– No es nada probable -indicó Jace-, conociendo a Iglesia, que a él le gustes tú.

Pasaban por uno de los pasillos bordeados de dormitorios. Simón enarcó las cejas.

– ¿Cuánta gente vive aquí, exactamente?

– Es un instituto -explicó Clary-. Un lugar donde los cazadores de sombras pueden alojarse cuando están en la ciudad. Como una especie de combinación entre un refugio seguro y un centro de investigación.

– Pensaba que era una iglesia.

– Está dentro de una iglesia.

– Ya, como que ahora me lo has dejado más claro.

La muchacha percibió el nerviosismo bajo su tono displicente y, en lugar de hacerle callar, alargó el brazo y le tomó la mano, enlazando los dedos con los dedos helados de su amigo. Éste tenía la mano sudorosa, pero devolvió la presión con un apretón agradecido.

– Sé que resulta raro -dijo ella en voz baja-, pero simplemente tienes que aceptarlo. Confía en mí.

Los ojos oscuros de Simón estaban serios.

– Confío en ti -afirmó-. No confío en él.

Lanzó la mirada hacia Jace, que andaba unos cuantos pasos por delante de ellos, aparentemente conversando con el gato. Clary se preguntó de qué hablarían. ¿Política? ¿Ópera? ¿El elevado precio del atún?

– Bueno, prueba -repuso ella-. Justo ahora él es la mejor posibilidad que voy a tener de encontrar a mi madre.

Un estremecimiento recorrió a Simón.

– Este lugar no me da buena espina -musitó.

Clary recordó cómo se había sentido al despertar allí esta mañana; como si todo fuera a la vez desconocido y familiar. Era evidente que, para Simón, no existía nada de esa familiaridad, únicamente la sensación de lo extraño, lo desconocido y hostil.

– No tienes que quedarte conmigo -dijo ella, aunque se había peleado con Jace en el metro por el derecho de mantener a Simón con ella, indicando que tras los tres días que había pasado vigilando a Luke, podría muy bien saber algo que pudiera serles útil una vez que tuvieran la oportunidad de desglosarlo en detalle.

– Sí -respondió él-, debo hacerlo.

Y le soltó la mano cuando giraron hacia una entrada y se encontraron dentro de una cocina. Era enorme y, a diferencia del resto del Instituto, totalmente moderna, con encimeras de metal y anaqueles acristalados, que contenían hileras de piezas de loza. Junto a una cocina roja de hierro colado estaba Isabelle, con una cuchara redonda en la mano y los cabellos oscuros sujetos en lo alto de la cabeza. Del puchero surgía vapor, y había ingredientes desperdigados por todas partes: tomates, ajos y cebollas picados, ristras de hierbas oscuras, montones de queso rallado, algunos cacahuetes pelados, un puñado de aceitunas y un pescado entero, cuyo ojo miraba vidrioso hacia lo alto.

– Estoy haciendo sopa -anunció Isabelle, agitando la cuchara ante Jace-. ¿Tienes hambre?

Entonces echó una ojeada detrás de él, y su mirada oscura captó la presencia de Simón y Clary.

– Ay, Dios mío -dijo en tono concluyente-. ¿Has traído a otro mundi aquí? Hodge te matará.

Simón carraspeó.

– Me llamo Simón -dijo.

Isabelle hizo como si no existiera.

– JACE WAYLAND -exclamó-. Explícate.

Jace miraba iracundo al gato.

– ¡Te dije que me llevaras hasta Alec! Traidor.

Iglesia rodó sobre el lomo, ronroneando con satisfacción.

– No culpes a Iglesia -repuso Isabelle-. No es culpa suya. Hodge te va a matar. -Volvió a hundir la cuchara en la olla.

Clary se preguntó qué sabor tendría exactamente una sopa de cacahuetes, pescado, aceitunas y tomate.

– Tuve que traerle -replicó Jace-. Isabelle…, hoy he visto a dos de los hombres que mataron a mi padre.

Los hombros de la muchacha se tensaron, pero cuando se dio la vuelta, parecía más alterada que sorprendida.

– ¿Supongo que él no es uno de ellos? -inquirió, apuntando a Simón con la cuchara.

Ante la sorpresa de Clary, Simón no dijo nada. Estaba demasiado ocupado mirando fijamente a Isabelle, embelesado y boquiabierto. Por supuesto, comprendió Clary con una aguda punzada de irritación. Isabelle era exactamente el tipo de Simón: alta, sofisticada y hermosa. Bien pensado, quizás era el tipo de todo el mundo. Clary dejó de hacerse preguntas sobre la sopa de cacahuetes, pescado, aceitunas y tomate, y empezó a pensar en qué sucedería si vertía el contenido de la olla sobre la cabeza de Isabelle.

– Desde luego que no -replicó Jace- ¿Crees que estaría vivo si lo fuera?

Isabelle lanzó una mirada indiferente a Simón.

– Supongo que no -contestó, dejando caer distraídamente un trozo de pescado al suelo, sobre el que Iglesia se arrojó con voracidad.

– No me sorprende que nos trajera aquí -espetó Jace con indignación-. No puedo creer que hayas estado atiborrándolo de pescado otra vez. Se le ve claramente rechoncho.

– No está rechoncho. Además, ninguno de vosotros come nunca nada. Conseguí esta receta de un duendecillo acuático en el mercado de Chelsea. Dijo que era deliciosa…

– Si supieras cocinar, a lo mejor yo comería -masculló Jace. Isabelle se quedó totalmente quieta, con la cuchara alzada en el aire de un modo amenazador. -¿Qué ha dicho?

Jace se acercó lentamente a la nevera.

– He dicho que voy a buscar un tentempié.

– Eso es lo que he pensado que decías.

Isabelle devolvió su atención a la sopa. Simón siguió con la mirada fija en Isabelle. Clary, inexplicablemente furiosa, dejó caer la mochila al suelo y siguió a Jace a la nevera.

– No puedo creer que estés comiendo -siseó.

– ¿Qué debería hacer entonces? -inquirió él con exasperante calma.

El interior de la nevera estaba repleto de envases de leche cuyas fechas de caducidad se remontaban a varias semanas atrás, y de recipientes de plástico con tapa etiquetados con cinta adhesiva protectora en la que estaba escrito en tinta roja: HODGE. NO COMER.

– ¡Vaya! Es como un compañero de piso chiflado -comentó Clary, momentáneamente divertida.

– ¿Quién, Hodge? Simplemente le gusta tener las cosas en orden. -Jace sacó uno de los recipientes de la nevera y lo abrió-. ¡Um! Espaguetis.

– No eches a perder tu apetito -le indicó Isabelle.

– Eso -respondió Jace, cerrando la nevera de una patada y cogiendo un tenedor de un cajón- es exactamente lo que pienso hacer.

– Miró a Clary-. ¿Quieres un poco?

Ella negó con la cabeza.

– Claro que no -dijo él mientras tomaba un bocado-, te has comido todos aquellos emparedados.

– No había tantos.

Clary miró hacia donde estaba Simón, que parecía haber conseguido trabar conversación con Isabelle.

– ¿Podemos ir a buscar a Hodge ahora?

– Pareces terriblemente ansiosa por salir de aquí.

– ¿No quieres contarle lo que hemos visto?

– No lo he decidido aún. -Jace depositó el recipiente sobre la encimera y lamió cuidadosamente un poco de salsa de espagueti que tenía en el nudillo-. Pero si tantas ganas tienes de ir…

– Las tengo.

– Estupendo.

Parecía terriblemente tranquilo, se dijo ella, no alarmantemente tranquilo como había estado antes, pero más contenido de lo que debería estar. Se preguntó con qué frecuencia permitía que atisbos de su auténtico yo asomaran a través de una fachada que era tan resistente y brillante como la capa de laca de las cajas japonesas de su madre.

– ¿Adónde vais?

Simón alzó los ojos cuando ellos alcanzaban la puerta. Mechones irregulares de cabello oscuro se le metieron en los ojos; parecía tontamente aturdido, como si alguien le hubiese dado una colleja en el cogote, se dijo Clary con crueldad.

– A buscar a Hodge -contestó ella-. Necesito contarle lo sucedido en casa de Luke.

Isabelle alzó los ojos.

– ¿Vas a contarle que viste a esos dos hombres, Jace? A los que…

– No lo sé -la interrumpió él-. Así que guárdatelo para ti por ahora.

– De acuerdo -repuso ella, encogiéndose de hombros-. ¿Vais a regresar? ¿Queréis algo de sopa?

– Nadie quiere sopa.

– Yo quiero un poco de sopa -dijo Simón.

– No, no la quieres -repuso Jace-. Sólo quieres acostarte con Isabelle.

Simón estaba consternado.

– Eso no es cierto.

– Qué halagador -murmuró Isabelle mirando la sopa, pero sonreía con suficiencia.

– Ah, sí que lo es -replicó Jace-. Anda, pídeselo; entonces ella podrá rechazarte y el resto de nosotros podrá seguir con sus vidas mientras tú supuras miserable humillación. -Chasqueó los dedos-. Date prisa, chico mundi, tenemos trabajo que hacer.

Simón desvió la mirada, colorado y violento. Clary, que un momento antes se habría sentido mezquinamente complacida, sintió una oleada de cólera hacia Jace.

– Déjale tranquilo -masculló-. No hay necesidad de mostrarse como un sádico sólo porque él no es uno de vosotros.

– Uno de nosotros -le corrigió Jace, pero la dura expresión había desaparecido de sus ojos-. Voy en busca de Hodge. Venid o no, vosotros elegís.

La puerta de la cocina se cerró tras él, dejando a Clary sola con Simón e Isabelle.

Isabelle echó un poco de sopa en un cuenco y lo empujó a través de la encimera hacia Simón sin mirarle. Seguía sonriendo con suficiencia, no obstante; Clary podía percibirlo. La sopa era de color verde oscuro, tachonada de cosas marrones que flotaban.

– Me voy con Jace -dijo Clary-. ¿Simón…?

Vodarmequí – farfulló él, mirándose los pies.

– ¿Qué?

– Voy a quedarme aquí. -Simón se instaló en un taburete-. Tengo hambre.

– Muy bien.

Clary sentía una sensación tirante en la garganta, como si se hubiera tragado algo o bien muy caliente o muy frío. Abandonó majestuosamente la cocina, con Iglesia escabullándose junto a sus pies como una nebulosa sombra gris.

En el pasillo, Jace se dedicaba a hacer girar uno de los cuchillos serafín entre los dedos. Lo guardó en el bolsillo cuando la vio.

Muy amable por tu parte dejar a los tortolitos a lo suyo.

Clary le miró con cara de pocos amigos.

– ¿Por qué eres siempre tan imbécil?

– ¿Imbécil? -Jace parecía a punto de echarse a reír.

– Lo que dijiste a Simón…

– Intentaba ahorrarle un poco de dolor. Isabelle hará trocitos su corazón y lo pisoteará con sus botas de tacón alto. Eso es lo que hace a chicos como él.

– ¿Es eso lo que te hizo a ti? -inquirió ella, pero Jace se limitó a menear la cabeza antes de volverse hacia Iglesia.

– Hodge -dijo-. Y que sea realmente Hodge esta vez. Llévanos a cualquier otra parte, y te convertiré en una raqueta de tenis.

El gato persa lanzó un bufido y se escabulló por el pasillo delante de ellos. Clary, yendo un poco por detrás de Jace, pudo ver la tensión y el cansancio en la línea de los hombros del muchacho. Se preguntó si la tensión lo abandonaba realmente alguna vez.

– Jace.

El joven la miró.

– ¿Qué?

– Lo siento. Siento haberte hablado con brusquedad.

– ¿Qué vez? -inquirió él con una risita divertida.

– Tú también me hablas con brusquedad, ya lo sabes.

– Lo sé -respondió él, sorprendiéndola-. Hay algo en ti que resulta tan…

– ¿Irritante?

– Perturbador.

Quiso preguntarle si lo decía como algo bueno o como algo malo pero no lo hizo. Tenía demasiado miedo de que hiciera un chiste con la respuesta. Intentó buscar otra cosa que decir.

– ¿Siempre os hace la cena Isabelle? -preguntó.

– No, gracias a Dios. La mayoría de las veces los Lightwood están aquí, y Maryse, la madre de Isabelle, cocina para nosotros. Es una cocinera increíble.

Adoptó una expresión soñadora, igual que lo había hecho Simón al contemplar a Isabelle preparando la sopa.

– Entonces ¿por qué no enseñó a Isabelle?

En aquel momento, cruzaban la sala de música donde había encontrado a Jace tocando el piano esa mañana. Las sombras se habían acumulado rápidamente en las esquinas.

– Porque -contestó Jace despacio-, hace poco tiempo que las mujeres se han convertido en cazadores de sombras junto con los hombres. Me refiero a que siempre ha habido mujeres en la Clave, dominando el conocimiento de las runas, creando armamento, enseñando las Artes de Matar, pero únicamente unas pocas eran guerreras, las que poseían habilidades excepcionales. Tuvieron que luchar para que las adiestraran. Maryse formó parte de la primera generación de mujeres de la Clave adiestradas con total naturalidad… y creo que nunca enseñó a Isabelle a cocinar porque temía que si lo hacía, Isabelle quedaría permanentemente relegada a la cocina.

– ¿La habrían relegado? -inquirió ella con curiosidad. Clary se acordó de Isabelle en el Pandemónium, en la confianza en sí misma que había mostrado y la seguridad con que había usado su sanguinario látigo. Jace rió con suavidad.

– No Isabelle es uno de los mejores cazadores de sombras que he conocido.

– ¿Mejor que Alec?

Iglesia, que corría raudo y silencioso delante de ellos en la oscuridad se detuvo de improviso y maulló. Estaba agazapado a los pies de una escalera de caracol, que se izaba en espiral hacia el interior de una neblinosa penumbra sobre su cabeza.

– Así que está en el invernadero -dijo Jace. Clary tardó un instante en comprender que le hablaba al gato-. No es ninguna sorpresa.

– ¿El invernadero? -inquirió Clary.

Jace ascendió de un salto al primer peldaño.

– A Hodge le gusta estar ahí arriba. Cultiva plantas medicinales, cosas que podemos usar. La mayoría de ellas sólo crecen en Idris. Creo que le recuerda el hogar.

Clary le siguió. Sus zapatos taconeaban en los peldaños de metal; los de Jace no.

– ¿Es mejor que Isabelle? -continuó preguntando-. Alec, quiero decir.

Jace se detuvo y bajó la mirada hacia ella, inclinándose desde los peldaños como si se preparara para dejarse caer. Clary recordó su sueño: ángeles que caían y ardían.

– ¿Mejor? -repitió-. ¿Matando demonios? No, no realmente. Él nunca ha matado a un demonio.

– ¿De veras?

– No sé por qué no. A lo mejor porque siempre nos está protegiendo a Izzy y a mí.

Habían llegado a lo alto de la escalera. Un juego de puertas dobles apareció ante ellos, esculpidas con dibujos de hojas y enredaderas. Jace las abrió empujando con los hombros.

El olor azotó a Clary en cuanto cruzó las puertas: un fuerte olor a Plantas, el olor de cosas vivas y en crecimiento, de tierra y de raíces que crecían en tierra. Había esperado algo de mucha menor envergadura, algo del tamaño del pequeño invernadero que había detrás de San Javier, donde los alumnos de biología de nivel avanzado clonaban guisantes, o hacían lo que fuera que hiciesen. Lo que tenía ante sí era un enorme recinto con paredes de cristal, bordeado de árboles cuyas ramas profusamente pobladas de hojas perfumaban el aire con un fresco aroma vegetal. Había arbustos cubiertos de lustrosas bayas rojas, moradas y negras, y árboles pequeños de los que colgaban frutos de formas curiosas que no había visto nunca antes.

Exhaló.

– Huele a…

«Primavera -pensó-, antes de que llegue el calor y aplaste las hojas convirtiéndolas en pulpa y marchite los pétalos de las flores.»

– A casa -concluyó Jace-, para mí.

Apartó una fronda que colgaba y se agachó para pasar por el lado. Clary le siguió.

El invernadero estaba diseñado sin seguir un orden concreto, según le pareció al ojo inexperto de la joven, pero dondequiera que mirara había un derroche de color: flores azul morado derramándose por el costado de un brillante seto verde, una enredadera tachonada de capullos naranja que brillaban como joyas.

Salieron a un espacio despejado donde un banco bajo de granito descansaba contra el tronco de un árbol llorón con hojas de un verde plateado. En un estanque de roca con un reborde de piedra brillaba tenuemente el agua. Hodge estaba sentado en el banco, con su pájaro negro posado en el hombro. Había estado contemplando pensativo el agua, pero miró al cielo cuando se acercaron. Clary siguió la dirección de su mirada y vio el techo de cristal del invernadero, brillando sobre ellos como la superficie de un lago invertido.

– Parece como si estuvieras esperando algo -comentó Jace, rompiendo una hoja de una rama próxima y enroscándola en los dedos. Clary pensó que, para ser alguien que parecía tan contenido, Jace tenía gran cantidad de hábitos nerviosos. A lo mejor simplemente le gustaba estar siempre en movimiento.

– Estaba absorto en mis pensamientos.

Hodge se alzó del banco, alargando el brazo para Hugo. La sonrisa le desapareció del rostro cuando los miró.

– ¿Qué ha pasado? Parecéis como si…

– Nos han atacado -contestó Jace sucintamente-. Repudiados.

– ¿Guerreros repudiados? ¿Aquí?

– Un guerrero -explicó Jace-. Sólo vimos uno.

– Pero Dorothea dijo que había más -añadió Clary.

– ¿Dorothea? -Hodge alzó una mano-. Sería más fácil si me explicaseis los acontecimientos por orden.

– De acuerdo.

Jace dedicó a Clary una mirada de advertencia, acallándola antes de que pudiera empezar a hablar. Luego se embarcó en una enumeración de los acontecimientos del día, omitiendo sólo un detalle: que los hombres del apartamento de Luke habían sido los mismos hombres que habían matado a su padre hacía siete años.

– El amigo de la madre de Clary, o lo que sea que es en realidad, se hace llamar Luke Garroway -finalizó por fin Jace-. Pero mientras estábamos en su casa, los hombres que afirmaban ser emisarios de Valentine se refirieron a él como Lucían Graymark.

– Y sus nombres eran…

– Pangborn -dijo Jace-. Y Blackwell.

Hodge se había puesto muy pálido. En contraste con su piel grisácea, la cicatriz de su mejilla destacaba como un torzal de alambre rojo.

– Es lo que me temía -masculló, medio para sí-. El Círculo vuelve a alzarse.

Clary miró a Jace en busca de una aclaración, pero él parecía tan perplejo como ella.

– ¿El Círculo? -preguntó.

Hodge sacudía la cabeza como si intentara expulsar telarañas de su cerebro.

Venid conmigo -dijo-. Es hora de que os muestre algo.


* * *

Las lámparas de gas estaban encendidas en la biblioteca, y las lustrosas superficies de roble del mobiliario refulgían como sombrías joyas. Surcados de sombras, los rostros austeros de los ángeles que sostenían el enorme escritorio parecían aún más llenos de dolor. Clary se sentó en el sofá rojo, con las piernas dobladas bajo la barbilla; Jace permaneció apoyado nerviosamente en el brazo del sofá, junto a ella.

– Hodge, si necesitas ayuda para buscar…

– En absoluto. -Hodge emergió de detrás del escritorio, sacudiéndose el polvo de las rodillas de los pantalones-. Lo he encontrado.

Sostenía un enorme libro encuadernado en piel marrón. Fue pasando páginas con un ansioso dedo, pestañeando como un buho desde detrás de sus gafas y mascullando.

– Dónde… dónde… ¡ah, aquí está! -Se aclaró la garganta antes de leer en voz alta-: «Por la presente rindo obediencia incondicional al Círculo y a sus principios… Estaré preparado para arriesgar mi vida en cualquier momento por el Círculo, con el fin de preservar la pureza de los linajes de Idris, y por el mundo mortal cuya seguridad se nos ha encomendado».

Jace hizo una mueca.

– ¿De dónde era eso?

– Era el juramento de lealtad del Círculo de Raziel, hace veinte años -explicó Hodge, con una voz que sonó extrañamente cansada.

– Suena escalofriante -repuso Clary-. Como una organización fascista o algo así.

Hodge dejó el libro en la mesa. Su expresión era tan afligida y grave como la de las estatuas de los ángeles bajo el escritorio.

– Eran un grupo de cazadores de sombras -dijo despacio-, dirigidos por Valentine, dedicados a eliminar a todos los subterráneos y devolver el mundo a un estado «más puro». Su plan era aguardar a que los subterráneos llegaran a Idris para firmar los Acuerdos. Los Acuerdos deben renovarse cada quince años, para mantener potente su magia -añadió, en consideración a Clary-. Valentine y su gente deseaban asesinar a todos los subterráneos en ese momento, desarmados e indefensos. Pensaban que este acto terrible encendería la chispa de una guerra entre humanos y subterráneos…, una que tenían la intención de ganar.

– Eso fue el Levantamiento -concluyó Jace, reconociendo por fin en el relato de Hodge uno que ya le era familiar-. No sabía que Valentine y sus seguidores tenían un nombre.

– Ese nombre no se pronuncia a menudo en la actualidad -indicó Hodge- Su existencia sigue siendo un motivo de vergüenza para la Clave. La mayoría de los documentos relativos a sus miembros han sido destruidos.

– Entonces, ¿por qué tienes una copia de ese juramento? -inquirió Jace.

Hodge vaciló… sólo un momento, pero Clary lo vio, y sintió un leve e inexplicable estremecimiento de aprensión que le subía por la espalda.

– Porque -respondió él por fin- yo ayudé a escribirlo.

Jace alzó los ojos.

– ¡Tú estabas en el Círculo!

– Lo estuve. Muchos de nosotros estuvimos. -Hodge miraba directamente al frente-. La madre de Clary también.

Clary se echó hacia atrás como si la hubiese abofeteado.

– ¿Qué?

– He dicho…

¡Ya sé lo que ha dicho! Mi madre jamás habría pertenecido a algo como eso. Una especie de… una especie de grupo extremista.

– No era… -empezó Jace, pero Hodge le atajó.

– Dudo que ella tuviera mucha elección -dijo lentamente, como si pronunciar esas palabras le apenaran.

Clary le miró fijamente.

– ¿De qué está hablando? ¿Por qué no habría tenido elección?

– Porque -contestó Hodge- era la esposa de Valentine.

Загрузка...