TERCERA PARTE. El descenso seduce

El descenso seduce como sedujo el ascenso.

WILLIAM CARLOS WILLIAMS, El descenso.


El relato del hombre lobo

La verdad es que conozco a tu madre desde que éramos niños. Nos criamos en Idris. Es un lugar hermoso, y siempre he lamentado que no lo hayas visto nunca. Te encantarían las relucientes coníferas en invierno, la tierra oscura y los ríos que son como cristal helado. Existe una pequeña red de poblaciones y una única ciudad, Alacante, que es donde la Clave se reúne. La llaman la Ciudad de Cristal porque, para dar forma a sus torres, se ha usado la misma sustancia repele demonios de que están hechas nuestras estelas; a la luz del sol centellean igual que el cristal.

Cuando Jocelyn y yo fuimos lo bastante mayores, se nos envió a la escuela en Alacante. Fue allí donde conocí a Valentine.

Él tenía un año más que yo, y era con mucho el chico más popular de la escuela. Era apuesto, inteligente, rico, dedicado, un guerrero increíble. Yo no era nada: ni rico ni brillante, procedía de una familia campesina común y corriente. Y tuve que esforzarme en mis estudios. Jocelyn era una cazadora de sombras nata; yo no. No conseguía soportar la más leve Marca ni aprender las técnicas más simples. En ocasiones pensé en huir, en regresar a casa cubierto de oprobio. Incluso en convertirme en un mundano. Así de abatido me sentía.

Fue Valentine quien me salvó. Vino a verme a mi habitación; jamás se me había ocurrido que siquiera supiera mi nombre. Se ofreció a adiestrarme. Dijo que sabía que tenía grandes dificultades, pero que veía en mí las semillas de un gran cazador de sombras. Y bajo su tutela realmente mejoré. Aprobé los exámenes, lucí mis primeras Marcas, maté a mi primer demonio.

Le adoraba. Pensaba que el sol salía y se ponía sobre Valentine Morgenstern. Yo no era el único inadaptado que había rescatado, desde luego. Había otros. Hodge Starkweather, que se llevaba mejor con los libros que con las personas; Maryse Trueblood, cuyo hermano se había casado con una mundana; Robert Lightwood, a quien aterraban las Marcas; Valentine los tomó a todos bajo su tutela. Entonces, pensé que era bondad por su parte; ahora no estoy tan seguro. Ahora creo que se estaba forjando un culto.

Valentine estaba obsesionado con la idea de que en cada generación había cada vez menos cazadores de sombras: que éramos una raza en extinción. Estaba seguro de que sólo con que la Clave hiciera un uso más liberal de la Copa de Raziel, podrían crearse más cazadores de sombras. Para los profesores, tal idea era un sacrilegio: elegir quién puede o no puede convertirse en cazador de sombras no es tarea de cualquiera. Petulante, Valentine preguntó: ¿por qué no convertir a todos los hombres en cazadores de sombras, entonces? ¿Por qué no otorgarles a todos la habilidad para ver el Mundo de las Sombras? ¿Por qué guardarnos ese poder egoístamente para nosotros?

Cuando los profesores respondieron que la mayoría de los humanos no pueden sobrevivir a la transición, Valentine afirmó que mentían, que intentaban mantener el poder de los nefilim limitado a una pequeña élite. Eso era lo que afirmaba por entonces; ahora pienso que probablemente consideraba que los daños colaterales compensaban el resultado final. En cualquier caso, convenció a nuestro grupito de que su punto de vista era el correcto. Formamos el Círculo, declarando que nuestro objetivo era salvar a la raza de los cazadores de sombras de la extinción. Por supuesto, teniendo diecisiete años, no estábamos muy seguros de cómo lo haríamos, pero estábamos convencidos de que acabaríamos por conseguir algo importante.

Entonces llegó la noche en que el padre de Valentine murió en un ataque rutinario a un campamento de hombres lobo. Cuando Valentine regresó a la escuela, tras el funeral, llevaba las Marcas rojas del luto. Había cambiado. Su amabilidad aparecía entremezclada con ramalazos de cólera que rayaban en la crueldad. Atribuí su nuevo comportamiento a la pena e intenté con más ahínco que nunca complacerle. Jamás respondí a su ira con ira. Me limité a sentir la horrible sensación de que le había decepcionado.

La única persona capaz de calmar sus ataques de cólera era tu madre. Siempre se había mantenido un poco aparte de nuestro grupo, en ocasiones incluso llamándonos burlonamente el club de fans de Valentine. Eso cambió cuando el padre de Valentine murió. Su dolor despertó la simpatía de Jocelyn. Se enamoraron.

Yo también le quería: era mi amigo más íntimo, y me hacía feliz ver a Jocelyn con él. Cuando abandonamos la escuela, se casaron y fueron a vivir a la finca de la familia de Jocelyn. Yo también regresé a casa, pero el Círculo continuó. Había empezado como una especie de aventura escolar, pero creció en escala y poder, y Valentine creció con él. Sus ideales también habían cambiado. El Círculo todavía reclamaba la Copa Mortal, pero desde la muerte de su padre, Valentine se había convertido en un franco defensor de la guerra contra todos los subterráneos, no tan sólo contra los que rompían los Acuerdos. Este mundo era para los humanos, argüía, no para los que eran en parte demonios. No se podía confiar totalmente en los demonios.

Me sentía incómodo con la nueva dirección que había tomado el Círculo, pero me mantuve en él; en parte porque seguía sin poder soportar defraudar a Valentine, en parte porque Jocelyn me había pedido que siguiera. Tenía alguna esperanza de que yo podría llevar moderación al Círculo, pero fue imposible. No había forma de moderar a Valentine, y Robert y Maryse Lightwood, casados ya, eran casi igual de radicales. Sólo Michael Wayland se mostraba inseguro igual que yo, pero a pesar de nuestros recelos nos mantuvimos a su lado; como grupo dábamos caza a subterráneos incansablemente buscando a aquellos que habían cometido la más mínima infracción Valentine jamás mató a una criatura que no hubiese roto los Acuerdos, pero hizo otras cosas. Le vi sujetar monedas de plata sobre los párpados de una niña lobo, cegándola, para conseguir que nos dijera dónde estaba su hermano… Le vi…, pero no es necesario que lo escuches. No. Lo siento.

Lo que sucedió a continuación fue que Jocelyn quedó embarazada. El día que me lo contó, me confesó también que había empezado a sentir miedo de su esposo. Su comportamiento se había vuelto raro, errático. Desaparecía en el interior de los sótanos durante noches seguidas. En ocasiones oía gritos a través de las paredes…

Fui a verle y él se rió, desechando los temores de su esposa como los nervios de una mujer en su primer embarazo. Me invitó a ir de caza con él esa noche. Todavía seguíamos intentando limpiar el nido de seres lobo que había matado a su padre años atrás. Éramos para-batai, un perfecto equipo de caza de dos, guerreros capaces de morir el uno por el otro. Así que cuando Valentine me dijo que me vigilaría la espalda esa noche, le creí. No vi al lobo hasta que lo tuve encima. Recuerdo sus dientes cerrados sobre mi hombro, y nada más de esa noche. Cuando desperté, yacía en casa de Valentine, con el hombro vendado, y Jocelyn estaba allí.

No todos los mordiscos de un hombre lobo dan como resultado la licantropía. La herida curó y pasé las semanas siguientes sumido en el suplicio de la espera. Aguardando la luna llena. La Clave me habría encerrado en una celda de observación de haberlo sabido. Pero Valentine y Jocelyn no dijeron nada. Tres semanas más tarde, la luna se alzó llena y brillante, y empecé a cambiar. El primer cambio es siempre el peor. Recuerdo un desconcertante suplicio, una negrura, y despertar horas más tarde en un prado a kilómetros de la ciudad. Estaba cubierto de sangre, con el cuerpo desgarrado de un pequeño animal del bosque a mis pies.

Me encaminé de vuelta a la casa solariega, y salieron a recibirme a la puerta. Jocelyn me abrazó, llorando, pero Valentine la apartó violentamente. Permanecí allí de pie, ensangrentado y temblando. Apenas podía pensar, y el sabor de la carne cruda permanecía aún en mi boca. No sé qué había esperado, pero supongo que debería de haberlo sabido.

Valentine me arrastró escalones abajo y hacia el interior del bosque con él. Me dijo que debería matarme él mismo, pero que al verme entonces, era incapaz de hacerlo. Me dio una daga que había pertenecido a su padre. Dijo que debía hacer lo correcto y poner fin a mi vida. Besó la daga cuando me la entregó, y volvió a entrar en la finca, y atrancó la puerta.

Corrí toda la noche, a veces como un hombre, a veces como un lobo, hasta que crucé el límite. Irrumpí en medio del campamento de los hombres lobo, blandiendo mi daga, y exigí enfrentarme en combate al licántropo que me había mordido y convertido en uno de ellos. Riendo, señalaron al líder del clan. Con manos y dientes ensangrentados aún por la cacería, se alzó para enfrentarse a mí.

Yo jamás había sido gran cosa en el combate cuerpo a cuerpo. La ballesta era mi arma; poseía una visión y puntería excelentes. Pero nunca había sido muy bueno en distancias cortas; era Valentine quien era experto en el combate cara a cara. Pero yo sólo deseaba morir, y llevarme conmigo a la criatura que me había arruinado la vida. Supongo que pensaba que si podía vengarme y matar a los lobos que habían asesinado a su padre, Valentine me lloraría. Mientras forcejeábamos, a veces como hombres, a veces como lobos, vi que él se sorprendía ante mi ferocidad. A medida que la noche se desvanecía para dar paso al día, empezó a cansarse, pero mi rabia no se aplacó en ningún momento. Y cuando el sol empezó a ponerse otra vez, le hundí mi daga en el cuello y murió, empapándome con su sangre.

Esperaba que la jauría me saltara encima y me hiciera pedazos.

Pero se arrodillaron a mis pies y desnudaron sus gargantas en sumisión. Los lobos tienen una ley: quienquiera que mata al líder del clan ocupa su lugar. Había ido al lugar donde estaban los lobos, y en lugar de hallar muerte y venganza, encontré una nueva vida.

Dejé atrás mi antigua personalidad y casi olvidé lo que era ser un cazador de sombras. Pero no olvidé a Jocelyn. Pensar en ella era mi compañía constante. Temía por ella porque estaba junto a Valentine pero sabía que si me acercaba a la casa, el Círculo me daría caza y me mataría.

Al final, ella vino a mí. Dormía en el campamento cuando mi segundo en el mando vino a decirme que había una joven cazadora de sombras que aguardaba para verme. Supe inmediatamente quién debía de ser, y vi la desaprobación en los ojos de mi segundo cuando corrí a su encuentro. Todos sabían que había sido un cazador de sombras, desde luego, pero era considerado un secreto vergonzoso, que nunca se mencionaba. Valentine se habría reído.

Ella me esperaba justo fuera del campamento. Ya no estaba embarazada, y tenía un aspecto demacrado y pálido. Había tenido a su hijo, dijo, un chico, y le había dado el nombre de Jonathan Christopher. Lloró al verme. Estaba furiosa porque no le había hecho saber que seguía vivo. Valentine había contado al Círculo que me había quitado la vida voluntariamente, pero ella no le había creído. Sabía que yo jamás haría tal cosa. Pensé que su fe en mí era injustificada, pero me sentí tan aliviado al volver a verla que no la contradije.

Pregunté cómo me había encontrado. Dijo que había rumores en Alacante sobre un hombre lobo que había sido antes un cazador de sombras. Valentine también había oído los rumores, y ella había cabalgado hasta allí para advertirme. Él llegó poco después, pero me oculté de él, como pueden hacerlo los hombres lobo, y se marchó sin derramamiento de sangre.

Después de eso empecé a reunirme con Jocelyn en secreto. Era el año de los Acuerdos, y en todo el Submundo bullían los rumores respecto a ellos y los probables planes de Valentine para desbaratarlos.


Oí que había discutido ardientemente con la Clave en contra de los Acuerdos, pero sin éxito. Así que el Círculo preparó un nuevo plan, en el mayor secreto. Se aliaron con demonios, los peores enemigos de los cazadores de sombras, para procurarse armas que se pudieran introducir sin ser detectadas en el Gran Salón del Ángel, donde se firmarían los Acuerdos. Y con la ayuda de un demonio, Valentine robó la Copa Mortal, dejando una buena imitación en su lugar. Transcurrieron meses antes de que la Clave advirtiera que la Copa había desaparecido, y para entonces ya era demasiado tarde.

Jocelyn intentó averiguar qué pensaba hacer Valentine con la Copa, pero no pudo. Con todo, sabía que el Círculo planeaba caer sobre los desarmados subterráneos y asesinarlos en el Salón. Tras tal matanza sistemática, los Acuerdos fracasarían.

No obstante el caos, de un modo extraño, aquellos fueron días felices. Jocelyn y yo enviamos mensajes encubiertamente a las hadas, los brujos e incluso a aquellos antiquísimos enemigos de la raza de los lobos, los vampiros, advirtiéndoles de los planes de Valentine e invitándoles a prepararse para el combate. Trabajamos juntos, los hombres lobo y los nefilim.

El día de los Acuerdos, observé desde un escondite cómo Jocelyn y Valentine abandonaban la casa solariega. Recuerdo el modo en que ella se inclinó para besar la cabeza de su hijo, de un rubio casi blanco. Recuerdo el modo en que el sol brillaba sobre sus cabellos; recuerdo su sonrisa.

Viajaron a Alacante en carruaje; les seguí corriendo a cuatro patas, y mi jauría corrió conmigo. El Gran Salón del Ángel estaba atestado con todos los miembros de la Clave congregados y docenas y docenas de subterráneos. Cuando se presentaron los Acuerdos para su firma, Valentine se puso en pie, y el Círculo se levantó con él, echándose hacia atrás las capas para alzar sus armas. Mientras el caos estallaba en el Salón, Jocelyn corrió a las enormes puertas dobles de la estancia y las abrió de par en par.

Mi jauría ocupaba el primer lugar ante la puerta. Irrumpimos en el Salón, desgarrando la noche con nuestros aullidos, y nos siguieron los caballeros del mundo de las hadas con armas de cristal y espinas retorcidas. Tras ellos entraron los Hijos de la Noche con los colmillos al descubierto y brujos que blandían fuego y hierro. Mientras las masas aterrorizadas huían del Salón, caímos sobre los miembros del Círculo.

Jamás se había visto tal derramamiento de sangre en el Salón del Ángel. Intentamos no hacer daño a aquellos cazadores de sombras que no pertenecían al Círculo; Jocelyn los marcó, uno a uno, con el hechizo de un brujo. Pero muchos murieron, y me temo que fuimos responsables de algunas muertes. Por supuesto, después, se nos culpó de muchas más. En cuanto al Círculo, eran muchos más de lo que habíamos imaginado, y se enfrentaron ferozmente a los subterráneos. Me abrí paso por entre la multitud hasta llegar a Valentine. Mi único pensamiento había sido él…, poder ser yo quien lo matara, poder disfrutar de ese honor. Finalmente, lo encontré junto a la gran estatua del Ángel, acabando con un caballero de las hadas con un amplio golpe de su ensangrentada daga. Al verme, sonrió, feroz y salvaje.

– Un hombre lobo que lucha con espada y daga -se burló- es tan antinatural como un perro que come con tenedor y cuchillo.

– Conoces la espada y conoces la daga -respondí-. Y sabes quién soy. Si quieres dirigirte a mí, usa mi nombre.

– No conozco los nombres de los mediohombres -replicó Valentine-. En una ocasión tuve un amigo, un hombre de honor que habría muerto antes que permitir que su sangre se contaminara. Ahora un monstruo sin nombre con su rostro se encuentra ante mí. -Alzó su arma-. Debería haberte matado cuando tuve la oportunidad -exclamó, y se abalanzó sobre mí.

Esquivé el golpe, y peleamos de un lado al otro de la tarima, mientras la batalla rugía a nuestro alrededor y uno a uno los miembros del Círculo caían. Vi a los Lightwood soltar las armas y huir; Hodge ya no estaba, pues había huido al inicio del enfrentamiento. Y entonces vi a Jocelyn, que ascendía corriendo los peldaños con el rostro convertido en una máscara de miedo.

– ¡Valentine, detente! -gritó-. Éste es Luke, tu amigo, casi tu hermano…

Con un gruñido Valentine la agarró y la arrastró frente a él, colocándole la daga sobre su garganta. Solté mi arma. No quería arriesgarme a que le hiciera daño. Él vio lo que había en mis ojos.

– Siempre la quisiste -siseó-. Y ahora vosotros dos habéis conspirado juntos para traicionarme. Lamentaréis lo que habéis hecho, durante el resto de vuestras vidas.

Diciendo eso, arrancó el guardapelo que Jocelyn llevaba alrededor de la garganta y me lo arrojó. El cordón de plata me quemó como un latigazo. Chillé y retrocedí, y en ese momento él desapareció entre el tumulto, arrastrándola con él. Le seguí, quemado y sangrando, pero fue demasiado rápido, abriéndose paso a cuchilladas por entre el grueso de la multitud y por encima de los muertos.

Salí tambaleante a la luz de la luna. El Salón ardía y el cielo estaba iluminado por el fuego. Podía verlo todo, desde los verdes céspedes de la capital hasta el oscuro río, y la carretera que reseguía la orilla del río por la que la gente huía para perderse en la noche. Por fin, encontré a Jocelyn junto a la orilla. Valentine se había marchado, y ella estaba aterrada por Jonathan, desesperada por llegar a casa. Encontramos un caballo, y salió disparada. Adoptando la forma de un lobo, la seguí pegado a sus talones.

Los lobos son veloces, pero un caballo descansado lo es más. Me quedé muy atrás, y llegó a la casa antes de que yo lo hiciera.

Supe, incluso mientras me aproximaba a la casa, que algo iba terriblemente mal. También allí el olor a fuego impregnaba el aire, y había algo que lo recubría, algo espeso y dulzón: el hedor de la brujería demoníaca. Volví a convertirme en hombre mientras ascendía cojeando por la larga avenida, blanca bajo la luz de la luna, como un río de plata que conducía… a unas ruinas. Pues la mansión había quedado reducida a cenizas, una capa tras otra de blancura tamizada, que el viento nocturno desperdigaba por el césped. Únicamente los cimientos, igual que huesos quemados, eran aún visibles: aquí una ventana, allí una chimenea inclinada…, pero la sustancia de la casa, los ladrillos y el mortero, los libros inapreciables y los antiguos tapices transmitidos a través de generaciones de cazadores de sombras, eran polvo que flotaba ante el rostro de la luna.

Valentine había destruido la casa con fuego de demonios. Sin duda eso fue lo que hizo. Ningún fuego en este mundo quema a tanta temperatura, ni deja tan poco tras de sí.

Me abrí paso al interior de las ruinas aún humeantes. Encontré a Jocelyn arrodillada en lo que tal vez habían sido los peldaños de la entrada. Estaban ennegrecidos por el fuego. Y había huesos. Carbonizados hasta quedar negros, pero visiblemente humanos, con jirones de tela aquí y allí, y partes de joyas que el fuego no había destruido. Hilos rojos y dorados todavía se aferraban a los huesos de la madre de Jocelyn, y el calor había derretido la daga de su padre en su mano esquelética. Entre otro montón de huesos brillaba el amuleto de plata de Valentine, con la insignia del Círculo ardiendo resplandeciente sobre su superficie… y entre los restos, desperdigados como si fueran demasiado frágiles para mantenerse unidos, había los huesos de una criatura.

«Lamentaréis lo que habéis hecho», había dicho Valentine. Y mientras me arrodillaba con Jocelyn sobre el pavimento quemado, supe que tenía razón. Lo lamenté y lo he lamentado todos los días desde entonces.

Esa noche volvimos a cruzar a caballo la ciudad, entre los fuegos que seguían ardiendo y la gente que chillaba, y luego salimos a la oscuridad del campo. Pasó una semana antes de que Jocelyn volviera a hablar. La saqué de Idrís. Huimos a París. No teníamos dinero, pero ella se negó a ir al Instituto que había allí y pedir ayuda. No quería saber nada de los cazadores de sombras, me dijo, no quería saber nada del Mundo de las Sombras.

Me senté en la diminuta habitación del hotel barato que habiamos alquilado e intenté razonar con ella, pero no sirvió de nada. Era obstinada. Al final me dijo el motivo: volvía a estar embarazada, y hacía semanas que lo sabía. Se crearía una nueva vida para ella y su bebé, y no quería que ningún susurro de la Clave o la Alianza contaminaran jamás su futuro. Me mostró el amuleto que había cogido de entre el montón de huesos; lo vendió en el mercado de las pulgas de Clignancourt, y con el dinero compró un billete de avión. No quiso decirme a dónde se dirigía. Cuanto más pudiera alejarse de Idris, dijo, mejor.

Yo sabía que dejar su antigua vida atrás significaba dejarme atrás también a mí, y discutí con ella, pero en vano. Sabía que de no haber sido por la criatura que esperaba, se habría quitado la vida, y puesto que perderla en beneficio del mundo de los mundanos era mejor que perderla a manos de la muerte, finalmente accedí de mala gana a su plan. Y así fue como la despedí en el aeropuerto. Las últimas palabras que Jocelyn me dijo en aquella deprimente sala de embarque me helaron los huesos:

«Valentine no está muerto».

Después de que ella se marchara, regresé con mi jauría, pero no hallé la paz allí. Siempre había un vacío doloroso en mi interior, y siempre despertaba con su nombre sin pronunciar en los labios. No era el líder que había sido; lo sabía. Era justo y equitativo, pero distante; no conseguía encontrar amigos entre los seres lobo, ni una compañera. Era, al fin y al cabo, demasiado humano, demasiado cazador de sombras, para estar en paz entre los licántropos. Cazaba, pero la caza no me proporcionaba satisfacción, y cuando llegó el momento de firmar por fin los Acuerdos, entré en la ciudad para firmarlo.

En el Salón del Ángel, bien fregada ya la sangre, los cazadores de sombras y las cuatro ramas de los medio humanos se sentaron otra vez para firmar los documentos que traerían la paz entre nosotros. Me quedé estupefacto al ver a los Lightwood, a los que pareció sorprender igualmente que yo no estuviese muerto. Ellos mismos, dijeron, junto con Hodge Starkweather y Michael Wayland, eran los únicos miembros del antiguo Círculo que habían escapado de la muerte aquella noche en el Salón. Michael, destrozado de dolor por la pérdida de su esposa, se había ocultado en su finca del campo con su joven hijo. La Clave había castigado a los otros tres con el exilio: se iban hacia Nueva York, para dirigir el Instituto que había allí. Los Light-wood, que tenían conexiones con las familias más importantes de la Clave, escaparon con una sentencia mucho más leve que Hodge. A éste le impusieron una maldición: iría con ellos, pero si alguna vez abandonaba el terreno consagrado del Instituto, se le daría muerte inmediatamente. Estaba dedicado a sus estudios, dijeron, y sería un magnífico tutor para sus hijos.

Una vez firmados los Acuerdos, me levanté de la silla y abandoné la sala, bajando al río donde había encontrado a Jocelyn la noche del Levantamiento. Mientras contemplaba cómo fluían las oscuras aguas, supe que jamás podría hallar la paz en mi país: tenía que estar con ella o en ninguna parte. Decidí buscarla.

Abandoné a mi jauría, nombrando a otro para que ocupara mi puesto; creo que se sintieron aliviados al verme marchar. Viajé como viaja un lobo sin jauría: solo, de noche, siguiendo las sendas apartadas y los caminos rurales. Regresé a París, pero no encontré ninguna pista allí. Luego fui a Londres. De Londres tomé un barco a Boston. Permanecí un tiempo en las ciudades, luego en las White Mountains del helado norte. Viajé muchísimo, pero me encontré pensando cada vez más en Nueva York, y en los cazadores de sombras exiliados allí. Jocelyn, en cierto modo, también era una exiliada. Por fin llegué a Nueva York con una única bolsa de lona y sin la menor idea de dónde buscar a tu madre. Me habría resultado fácil localizar una jauría de lobos y unirme a ella, pero me resistí a ello. Tal y como había hecho en otras ciudades, envié mensajes a través del Submundo, buscando cualquier señal de Jocelyn, pero no había nada, ni una noticia; era como si sencillamente hubiese desaparecido en el mundo de los mundanos sin dejar rastro. Empecé a desesperar.

Al final, la encontré por casualidad. Rondaba por las calles del SoHo, al azar, y mientras permanecía parado sobre los adoquines de la calle Broome, una pintura colgada en el escaparate de una galería me llamó la atención.

Era el estudio de un paisaje que reconocí de inmediato: la vista desde las ventanas de la casa solariega de su familia, la enorme y verde extensión de césped descendiendo hasta la línea de árboles que ocultaban la calzada situada al otro lado. Reconocí el estilo, el manejo del pincel, todo. Golpeé la puerta de la galería, pero estaba cerrada y con llave. Regresé a la pintura, y en esta ocasión vi la firma. Era la primera vez que había visto su nuevo nombre: Jocelyn Fray.

Llegada la tarde, ya la había encontrado, viviendo en el quinto piso de un edificio sin ascensor, en aquel refugio de artistas que es el East Village. Subí las mugrientas escaleras pobremente iluminadas con el corazón en un puño, y llamé a su puerta. La abrió una niñita con trenzas color rojo oscuro y ojos inquisitivos. Y luego, detrás de ella, vi a Jocelyn andando hacia mí, con las manos manchadas de pintura y el rostro exactamente igual a como había sido cuando éramos niños…

El resto ya lo conoces.

Las ruinas de Renwick

Durante un largo rato después de que Luke acabara de hablar, reinó el silencio en la celda. El único ruido era el tenue goteo del agua por las paredes de piedra.

– Di algo, Clary -pidió él finalmente.

– ¿Qué es lo que quieres que diga?

– ¿Tal vez que lo comprendes? -sugirió él con un suspiro.

Clary notaba la sangre latiéndole en los oídos. Sentía como si su vida hubiese estado edificada sobre una capa de hielo tan fina como el papel, y en aquellos momentos, el hielo empezara a agrietarse, amenazando con hundirla en la helada oscuridad que había debajo. Al interior de las oscuras aguas, se dijo, donde todos los secretos de su madre iban a la deriva en las corrientes, los restos olvidados de una vida arruinada.

Alzó los ojos hacia Luke. Éste parecía fluctuar, poco definido, como si lo mirara a través de un cristal empañado.

– Mi padre -inquirió-. Esa foto que mi madre siempre tuvo sobre la repisa de la chimenea…

– Ése no era tu padre -afirmó Luke.

– ¿Existió siquiera? -La voz de Clary aumentó de intensidad-¿Hubo alguna vez un John Clark, o también lo inventó mi madre.

John Clark existió. Pero no era tu padre. Era el hijo de los vecinos de tu madre cuando vivíais en el East Village. Murió en un accidente de automóvil, tal y como tu madre te contó, pero ella nunca le conoció. Tenía su foto porque los vecinos le encargaron que pintara un retrato de él en su uniforme del ejército. Les entregó el retrato, pero se quedó la foto, y fingió que el hombre que aparecía en ella había sido tu padre. Creo que pensó que era más fácil de ese modo. Al fin y al cabo, de haber afirmado que había huido o desaparecido, habrías querido buscarle. Un hombre muerto…

– No contradecirá tus mentiras -finalizó Clary por él con amargura-. ¿No se le ocurrió que estaba mal, todos esos años, dejarme pensar que mi padre estaba muerto, cuando mi padre auténtico…?

Luke no dijo nada, dejando que encontrara el final de la frase ella misma, dejando que pensara por sí misma aquello que era inconcebible.

– Es Valentine. -Su voz tembló-. Eso es lo que me estás diciendo, ¿verdad? ¿Qué Valentine era… es… mi padre?

Luke asintió; los dedos contraídos eran la única señal de la tensión que sentía.

– Sí.

– ¡Ah, Dios! -Clary se puso en pie de un salto, incapaz de permanecer sentada sin moverse; fue hacia los barrotes de la celda-. Eso no es posible. Simplemente no es posible.

– Clary, por favor, no te alteres…

– ¿No te alteres? Me estás diciendo que mi padre es un tipo que es básicamente un gran Señor del mal, ¿y quieres que no me altere?

– No era malvado al principio -repuso Luke, dando a la voz un tono casi de disculpa.

– Ah, si se me permite, quisiera discrepar. Creo que era claramente malvado. Todo eso que soltaba sobre mantener la raza humana pura y la importancia de la sangre no contaminada…, se parecía a uno de esos tipos repulsivos del poder blanco. Y vosotros dos os lo tragasteis por completo.

– No era yo quien hablaba sobre «asquerosos» subterráneos apenas hace unos minutos -repuso Luke en voz baja-. O sobre cómo no se podía confiar en ellos.

– ¡Eso no es lo mismo! -Clary pudo oír las lágrimas en su voz- Yo tenía un hermano -prosiguió, y se le hizo un nudo en la garganta-. También abuelos. ¿Están muertos?

Luke asintió, bajando la mirada hacia sus enormes manos, que tenía abiertas sobre las rodillas.

– Están muertos.

– Jonathan -inquirió ella con dulzura-. ¿Habría sido mayor que yo? ¿Un año mayor?

Luke no dijo nada.

– Siempre quise un hermano -comentó tristemente.

– No -repuso él en tono desconsolado-. No te tortures. Puedes ver por qué tu madre te ocultó todo eso, ¿no es cierto? ¿Qué bien podría haberte hecho saber lo que habías perdido ya antes de haber nacido?

– Esa caja -insistió Clary, con la mente trabajando de un modo febril-. Con las letras J. C. en ella. Jonathan Christopher. Era por eso por lo que siempre lloraba, ése era el mechón de cabello…, el de mi hermano, no el de mi padre.

– Sí.

– Y cuando tú dijiste «Clary no es Jonathan», te referías a mi hermano. Mi madre me protegía excesivamente porque ya había perdido a un hijo.

Antes de que Luke pudiera responder, la puerta de la celda se abrió con un estrépito y entró Gretel. El «equipo de curación», que Clary había imaginado como una caja de plástico rígido con el emblema de la Cruz Roja sobre ella, resultó ser una gran bandeja de madera, repleta de vendajes doblados, cuencos humeantes de líquidos no identificados y hierbas que despedían un olor acre a limón. Gretel dejó la bandeja junto al catre e hizo una seña a Clary para que se sentara, lo que ésta hizo de mala gana.

– Eso es, buena chica -exclamó la mujer lobo, sumergiendo una tela en uno de los cuencos y alzándola hasta el rostro de Clary para limpiar con suavidad la sangre seca-. ¿Qué te ha sucedido? -preguntó en tono desaprobador, como si sospechara que la joven se había pasado un rallador de queso por la cara.

– Eso me preguntaba yo -terció Luke, observando el procedimiento con los brazos cruzados.

– Hugo me atacó. -Clary intentó no hacer una mueca de dolor cuando el líquido desinfectante le escoció en las heridas.

– ¿Hugo? -Luke parpadeó sorprendido.

– El pájaro de Hodge. Creo que era su pájaro, al menos. Quizá pertenecía a Valentine.

– Hugin -murmuró Luke-. Hugin y Munin eran los pájaros mascotas de Valentine. Sus nombres significan «Pensamiento» y «Recuerdo».

– Bueno, pues deberían significar «Ataca» y «Mata» -replicó Clary-. Hugo casi me arranca los ojos.

– Eso es lo que se le enseñó a hacer. -Luke hacía tamborilear los dedos de un mano sobre el otro brazo-. Hodge debe de habérselo llevado tras el Levantamiento. Pero seguiría siendo la criatura de Valentine.

– Igual que lo era Hodge -repuso Clary.

Hizo una mueca mientras Gretel le limpiaba el largo tajo del brazo, que estaba recubierto de suciedad y sangre seca. Cuando terminó, la mujer loba se puso a vendarlo pulcramente.

– Clary…

– Ya no quiero seguir hablando sobre el pasado -soltó ella con ferocidad-. Quiero saber qué vamos a hacer ahora. Ahora Valentine tiene a mi madre, a Jace… y la Copa. Y nosotros no tenemos nada.

– Yo no diría que no tenemos nada -replicó Luke-. Tenemos una poderosa jauría de lobos. El problema es que no sabemos dónde está Valentine.

Clary sacudió la cabeza. Lacios mechones de cabello le cayeron sobre los ojos, y los echó hacia atrás con gesto impaciente. Cielos, estaba hecha una porquería. Lo que deseaba más que nada, casi más que nada, era una ducha.

– ¿No tenía Valentine alguna especie de escondite? ¿Una guarida secreta?

– Si la tenía -respondió Luke-, la mantuvo muy en secreto.

Gretel soltó a Clary, que movió el brazo con cuidado. El ungüento verdoso que la mujer había extendido sobre el corte había minimizado el dolor, pero el brazo todavía estaba entumecido y rígido.

– Espera un segundo -exclamó Clary.

– Nunca he comprendido por qué la gente dice eso -repuso Luke, sin dirigirse a nadie en concreto-. No iba a ir a ninguna parte.

– ¿Podría estar Valentine en alguna parte de Nueva York?

– Posiblemente.

– Cuando le vi en el Instituto, vino a través de un Portal. Magnus dijo que sólo hay dos Portales en Nueva York. Uno es el de casa de Dorothea y el otro el de Renwick. El de Dorothea fue destruido, y realmente tampoco me lo imagino ocultándose allí, de todos modos, así que…

– ¿Renwick? -Luke pareció desconcertado-. Renwick no es el nombre de un cazador de sombras.

– ¿Y si Renwick no es una persona? -inquirió Clary-. ¿Y si es un lugar? Renwick. Como un restaurante, o… o un hotel o algo.

Los ojos de Luke se abrieron de par en par de improviso. Se volvió hacia Gretel, que se le acercaba con el equipo médico.

– Consigúeme un listín telefónico -pidió.

Ella se detuvo en seco, extendiendo la bandeja hacia él en actitud acusatoria.

– Pero señor, sus heridas…

– Olvídate de mis heridas y consigúeme un listín telefónico le espetó él-. Estamos en una comisaría. Yo diría que tendría que haber gran cantidad de listines antiguos por ahí.

Con una mirada de desdeñosa exasperación, Gretel depositó la bandeja sobre el suelo y abandonó la habitación. Luke miró a Clary por encima de las gafas, que le habían resbalado parcialmente sobre la nariz.

– ¡Buena idea!

Ella no respondió. Tenía un fuerte nudo en el centro del estómago y se encontró intentando respirar alrededor de él. El inicio de una idea le cosquilleaba al borde de la mente, queriendo transformarse en un pensamiento completo. Pero ella lo alejó con firmeza. No podía permitirse dedicar sus recursos, su energía, a nada que no fuera la cuestión que tenía ante ella.

Gretel regresó con unas páginas amarillas de aspecto húmedo y se las arrojó a Luke. Éste consultó el libro mientras la mujer loba atacaba su costado herido con vendajes y tarros de ungüentos pegajosos.

– Hay siete Renwick en la guía -informó él por fin-. No hay restaurantes, hoteles ni otros lugares. -Se subió las gafas; éstas volvieron a resbalar al instante-. No son cazadores de sombras -indicó-, y no me parece probable que Valentine fuera a instalar su cuartel general en la casa de un mundano o un subterráneo. Aunque tal vez…

– ¿Tienes un teléfono? -interrumpió Clary.

– No conmigo. -Luke, sosteniendo aún el listín telefónico, bajó la vista hacia Gretel-. ¿Podrías traer el teléfono?

Con un bufido indignado, la mujer arrojó al suelo el montón de telas ensangrentadas que había estado sosteniendo y abandonó la habitación con aire ofendido por segunda vez. Luke depositó el listín sobre la mesa, tomó un rollo de vendas, y empezó a enrollarlo alrededor del corte en diagonal que tenía sobre las costillas.

– Lo siento -se disculpó mientras Clary le miraba fijamente-. Sé que no es agradable.

– Si cogemos a Valentine -inquirió ella con brusquedad-, ¿podemos matarle?

Luke estuvo a punto de dejar caer las vendas.

– ¿Qué?

La muchacha jugueteó con un hilillo que sobresalía del bolsillo de sus vaqueros.

– Mató a mi hermano mayor. Mató a mis abuelos. ¿No es cierto?

Luke depositó las vendas sobre la mesa y se bajó la camisa.

– ¿Qué crees que conseguirás matándole? ¿Borrar esas cosas?

Gretel regresó antes de que Clary pudiera replicar. Lucía una expresión de mártir y entregó a Luke un anticuado teléfono móvil de aspecto tosco y pesado. Clary se preguntó quién pagaría las facturas telefónicas.

– Deja que haga una llamada -dijo la muchacha, extendiendo la mano.

Luke pareció vacilar.

– Clary…

– Es sobre Renwick. Sólo llevará un segundo.

Él le entregó el teléfono con recelo, y ella pulsó los números y medio le dio la espalda para darse la ilusión de privacidad.

Simón contestó al tercer timbrazo.

– ¿Diga?

– Soy yo.

La voz de su amigo ascendió una octava.

– ¿Estás bien?

– Estoy perfectamente. ¿Por qué? ¿Te ha dicho algo Isabelle?

– No. ¿Qué tendría que haberme dicho Isabelle? ¿Pasa algo malo? ¿Es Alec?

– No -respondió ella, no queriendo mentir y decir que Alec estaba perfectamente-. No es Alec. Oye, simplemente necesito que mires algo en Google para mí.

Simón lanzó un bufido.

– Estás de broma. ¿No tienen un ordenador ahí? Sabes qué, no respondas a eso.

La muchacha oyó los sonidos de una puerta que se abría y el maullido del gato de la madre de Simón al ser expulsado de su puesto sobre el teclado del ordenador de su amigo. Imaginó con toda claridad a Simón sentándose y moviendo los dedos con rapidez sobre el teclado.

– ¿Qué quieres que busque?

Clary se lo dijo. Percibía los ojos preocupados de Luke fijos en ella mientras hablaba. La había mirado igual cuando ella tenía once años y había tenido gripe con fiebre muy alta. Le había traído cubitos de hielo para que los chupara y le había leído sus libros favoritos, haciendo todas las voces.

– Tienes razón -dijo Simón, sacándola bruscamente de su ensueño-. Es un lugar. O al menos, era un lugar. Está abandonado ahora.

La mano sudorosa de la joven resbaló sobre el teléfono y tuvo que aferrarlo con más fuerza.

– Hablame de él.

– «El más famoso de los manicomios, prisiones para deudores y hospitales construidos en la isla Roosevelt en 1800 -leyó Simón diligentemente-. El hospital para la viruela Renwick lo diseñó el arquitecto Jacob Renwick y estaba destinado a poner en cuarentena a las víctimas más pobres de la incontrolable epidemia de viruela que asoló Manhattan. Durante el siglo siguiente, el hospital fue abandonado y se deterioró. El acceso público a las ruinas está prohibido.»

– De acuerdo, eso es suficiente -interrumpió Clary, sintiendo que le martilleaba la cabeza-. Tiene que ser eso. ¿La isla Roosevelt? ¿No vive gente allí?

– No todo el mundo vive en el Slope, princesa -repuso Simón, con una buena cantidad de fingido sarcasmo-. De todos modos, ¿necesitas que te vuelva a llevar en coche o algo así?

– ¡No! Estoy perfectamente, no necesito nada. Sólo quería la información.

– De acuerdo.

El muchacho parecía un tanto dolido, pensó Clary, pero se dijo que no importaba. Estaba a salvo en su casa, y eso era lo principal.

Colgó y se volvió hacia Luke.

– Hay un hospital abandonado en el extremo sur de la isla Roosevelt llamado Renwick. Creo que Valentine está allí.

Luke volvió a subirse las gafas.

– La isla Blackwell. Por supuesto.

– ¿Qué quieres decir con Blackwell? Dije…

Él la interrumpió con un ademán. -¡

– Así era como se acostumbraba a llamar a la isla Roosevelt. Blackwell. Era propiedad de una antigua familia de cazadores de sombras. Debería haberlo adivinado. -Se volvió hacia Gretel-. Llama a Alaric. Vamos a necesitar a todo el mundo de vuelta aquí tan pronto como sea posible. -Sus labios se curvaron en una media sonrisa que recordó a Clary la fría mueca que Jace lucía durante los combates-. Diles que se preparen para la batalla.


* * *

Ascendieron hasta la calle a través de una ruta tortuosa de celdas y pasillos, que finalmente fue a salir a lo que en una ocasión había sido el vestíbulo de una comisaría. En la actualidad el edificio estaba abandonado, y la luz oblicua de mediada la tarde proyectaba sombras extrañas sobre las mesas vacías, los armaritos con candados cubiertos de agujeros negros de termitas, las baldosas agrietadas del suelo, que deletreaban el lema de la policía de Nueva York: Fidelis ad Mortem.

– Fieles hasta la muerte -tradujo Luke, siguiendo la dirección de la mirada de la joven.

– Deja que lo adivine -repuso Clary-. En el interior es una comisaría abandonada; en el exterior, los mundanos sólo ven un edificio de apartamentos declarado en ruina, o un solar vacío, o…

– En realidad tiene el aspecto de un restaurante chino -respondió Luke-. Sólo para llevar, sin servicio de mesas.

– ¿Un restaurante chino? -repitió ella, incrédula.

Él se encogió de hombros.

– Bueno, estamos en Chinatown. Esto fue el edificio del segundo distrito policial, en el pasado.

La gente debe de pensar que es raro que no haya un número de teléfono al que llamar para hacer pedidos.

Luke sonrió ampliamente.

– Lo hay. Simplemente no respondemos muy a menudo. A veces, si están aburridos, algunos de los cachorros le entregan a alguien un poco de cerdo mu shu.

– Me tomas el pelo.

– En absoluto. Las propinas vienen bien.

Empujó la puerta principal para abrirla, dejando entrar un chorro de luz solar.

Todavía no muy segura de si le tomaba el pelo o no, Clary siguió a Luke a través de la calle Baxter hasta el lugar donde estaba aparcado su vehículo. El interior de la furgoneta resultaba reconfortantemente familiar. El tenue olor a astillas de madera y a papel viejo y jabón, el descolorido par de dados dorados de felpa, que ella le había regalado cuando tenía diez años porque se parecían a los dados dorados que colgaban del retrovisor del Halcón Milenario. Los envoltorios de goma de mascar y las tazas de café que rodaban por el suelo. Clary se subió al asiento del copiloto, y se acomodó contra el reposacabezas con un suspiro. Estaba más cansada de lo que le habría gustado admitir.

Luke cerró la puerta tras ella.

– Quédate aquí.

Le observó mientras hablaba con Gretel y Alaric, que estaban de pie sobre los escalones de la vieja comisaría, aguardando pacientemente. Clary se divirtió dejando que sus ojos se enfocaran y desenfocaran, contemplando cómo el glamour aparecía y desaparecía. Primero era una vieja comisaría, luego era una ruinosa fachada que lucía un toldo amarillo en el que se leía: EL LOBO DE JADE. COCINA CHINA.

Luke hacía señas a su segundo y su tercero, señalando calle abajo. Su furgoneta era la primera en una hilera de camionetas, motocicletas, jeeps e incluso un viejo autobús escolar de aspecto desvencijado. Los vehículos se extendían en fila a lo largo de la manzana y doblando la esquina. Un convoy de hombres lobo. Clary se preguntó cómo habrían pedido, tomado prestado, robado o se habrían apropiado de tantos vehículos en un espacio tan corto de tiempo. En el lado de los pros, al menos no tendrían que ir todos en el teleférico.

Luke aceptó una bolsa blanca de papel de Gretel, y con un asentimiento, regresó a la carrera junto a la furgoneta. Acomodando el larguirucho cuerpo tras el volante, entregó a Clary la bolsa.

– Tú estás a cargo de esto.

Ella la escrutó con suspicacia.

– ¿Qué es? ¿Armas?

Los hombros de Luke se estremecieron con una risa muda.

– En realidad son bollos bao cocidos al vapor -contestó, introduciendo la furgoneta en la calle-. Y café.

Clary abrió la bolsa mientras se dirigían a la zona residencial, con el estómago gruñéndole con furia. Partió un bollo, paladeando el intenso y sabroso sabor salado del cerdo, la untuosidad de la masa blanca. Lo acompañó de un trago de café, y ofreció un bollo a Luke.

– ¿Quieres uno?

– Claro.

Era casi como en los viejos tiempos, se dijo, mientras viraban para entrar en la calle Canal, cuando iban a buscar bolsas de pastelitos calientes de fruta a la panadería El Carruaje Dorado y devoraban la mitad de ellos durante el trayecto a casa sobre el puente de Manhattan.

– Háblame de este Jace -pidió Luke.

Clary casi se atragantó con el bollo. Alargó la mano para tomar el café, sofocando las toses con líquido caliente.

– ¿Qué pasa con él?

– ¿Tienes alguna idea de lo que Valentine puede querer de él?

– No.

Luke frunció el entrecejo mirando el sol que se ponía.

– Pensaba que Jace era uno de los chicos Lightwood.

– No -Clary mordió su tercer bollo-, su apellido es Wayland. Su padre era…

– ¿Michael Wayland?

Ella asintió.

– Y cuando Jace tenía diez años, Valentine lo mató. A Michael, quiero decir.

– Eso suena a algo que él haría -repuso Luke.

El tono de su voz era neutral, pero había algo en él que hizo que Clary le mirara de soslayo. ¿No la creía?

– Jace lo vio morir -añadió, como para reafirmar su declaración.

– Eso es terrible -repuso Luke-. Pobre chiquillo con la vida destrozada.

En aquellos momentos pasaban sobre el puente de la calle Cincuenta y Nueve. Clary echó un vistazo abajo y vio que el río se había vuelto rojo y dorado debido a la puesta de sol. Desde aquel punto distinguió el extremo sur de la isla Roosevelt, aunque no era más que una mancha borrosa situada al norte.

– No está tan destrozado -aseguró-. Los Lightwood se han ocupado bien de él.

– Puedo imaginarlo. Siempre estuvieron muy unidos a Michael -comentó Luke, desviándose bruscamente al carril izquierdo.

Por el retrovisor lateral, Clary pudo ver cómo la caravana de vehículos que les seguía alteraba su curso para imitarlos.

– Querrían ocuparse de su hijo -siguió diciendo él.

– Así pues, ¿qué sucederá cuando salga la luna? -preguntó ella-. ¿Os vais a convertir todos en lobos de improviso, o qué?

La boca de Luke se crispó.

– No exactamente. Únicamente los jóvenes, los que acaban de cambiar, no pueden controlar su transformación. La mayoría de los adultos ha aprendido cómo hacerlo, a lo largo de los años. La luna sólo puede forzar un cambio en mí cuando está totalmente llena.

– ¿Así que cuando la luna sólo está llena en parte, te limitas a sentirte un poco lobuno? -inquirió Clary.

– Podrías decir eso.

– Bueno, por mí puedes sacar la cabeza fuera de la ventanilla si quieres.

Luke lanzó una carcajada.

– Soy un hombre lobo, no un golden retriever.

– ¿Cuánto tiempo hace que eres el líder del clan? -preguntó ella de improviso.

Luke vaciló.

– Aproximadamente una semana.

Clary se volvió en redondo para mirarle con sorpresa.

– ¿Una semana?

Luke suspiró.

– Sabía que Valentine se había llevado a tu madre -explicó sin demasiada inflexión-. Sabía que, yo solo, tenía pocas posibilidades contra él y que no podía esperar ayuda de la Clave. Tardé un día en localizar la posición de la jauría de licántropos más cercana.

– ¿Mataste al líder del clan para poder ocupar su puesto?

– Era el camino más rápido que se me ocurrió para adquirir un número considerable de aliados en un corto espacio de tiempo -concluyó Luke sin mostrar pesar en su tono, aunque tampoco orgullo.

Clary recordó cuando le habían espiado en su casa; había notado los profundos arañazos de las manos y el rostro, y la mueca de dolor que él había hecho al mover el brazo.

– Lo había hecho antes. Estaba bastante seguro de poder hacerlo otra vez. -Luke se encogió de hombros-. Tu madre había desaparecido. Sabía que había hecho que me odiaras. No tenía nada que perder.

Clary apoyó sus zapatillas verdes de deporte contra el salpicadero. A través del resquebrajado parabrisas, por encima de las puntas de los dedos de los pies, la luna se alzaba sobre el puente.

– Bueno -dijo-. Ahora lo tienes.


* * *

Por la noche el hospital situado en el extremo sur de la isla Roosevelt estaba iluminado con luz artificial, con sus espectrales contornos curiosamente visibles en contraste con la oscuridad del río y la iluminación más potente de Manhattan. Luke y Clary se quedaron callados mientras la furgoneta bordeaba la diminuta isla, y la carretera asfaltada por la que iban se convertía en grava y finalmente en tierra apisonada. La carretera seguía la curva de una alta alambrada, en cuya parte superior se retorcía el alambre afilado como si se tratara de festivos bucles de cinta.

Cuando la carretera se volvió demasiado irregular para seguir adelante en coche, Luke detuvo la furgoneta y apagó las luces. Miró a Clary.

– ¿Hay alguna posibilidad de que si te pido que me esperes aquí, vayas a hacerlo?

Ella negó con la cabeza.

– No tiene por qué ser más seguro quedarse en el coche. ¿Quién sabe lo que Valentine tiene patrullando este perímetro?

Luke rió en voz baja.

– Perímetro. Qué cosas dices.

Salió del interior de la furgoneta y la rodeó para ir al otro lado y ayudar a bajar a Clary. Ella podría haber saltado al suelo desde la furgoneta, pero fue agradable tenerle para ayudarla, tal y como había hecho cuando era demasiado pequeña para bajar sola.

Sus pies golpearon la tierra apisonada, levantando volutas de polvo. Los coches que los habían estado siguiendo iban parando, uno a uno, formando una especie de círculo alrededor de la furgoneta de Luke. Los faros barrieron su campo visual, iluminando la alambrada hasta darle un color blanco plateado. Más allá de la valla, el hospital mismo era una ruina bañada en una fuerte luz que destacaba su lamentable estado: las paredes sin tejado sobresalían del desigual terreno como dientes rotos, los parapetos almenados estaban recubiertos por una alfombra verde de hiedra.

– Está destrozado -se oyó decir en voz baja, con un destello de aprensión en la voz-. No veo cómo Valentine podría estar oculto aquí.

Luke miró más allá de ella en dirección al hospital.

– Es un glamour potente -avisó-. Intenta mirar más allá de las luces.

Alaric avanzaba hacia ellos por la carretera, y una ligera brisa le abría la chaqueta vaquera con un revoloteo para mostrar el pecho cubierto de cicatrices que había debajo. Los hombres lobo que se acercaban tras él parecían gente totalmente corriente. Pero de haberlos visto a todos juntos en alguna parte, habría pensado que se conocían entre sí de algo; había cierto parecido no físico, una franqueza en sus miradas, una fuerza en sus expresiones. Podría haber pensado que eran granjeros, puesto que parecían más tostados por el sol, enjutos y huesudos que el típico habitante de ciudad, o tal vez los habría tomado por una pandilla de moteros. Pero no tenían el menor aspecto de monstruos.

Se reunieron para celebrar un rápido consejo junto a la furgoneta de Luke, igual que un corrillo de rugby. Clary, sintiéndose excluida del todo, se volvió para contemplar de nuevo el hospital. En esa ocasión intentó mirar con atención alrededor de las luces, o a través de ellas, del modo en que a veces se puede mirar más allá de una fina capa superior de pintura para ver lo que hay debajo. Como acostumbraba a suceder, pensar en cómo lo dibujaría le ayudó. Las luces parecieron perder intensidad, y entonces se encontró mirando más allá de un césped salpicado de robles a una ornamentada construcción neogótica, que parecía alzarse imponente por encima de los árboles como el baluarte de un barco enorme. Las ventanas de los pisos inferiores estaban oscuras y cerradas con porticotes, pero se escapaba luz a través de los arcos de las ventanas del tercer piso, igual que una línea de llamas ardiendo a lo largo de la cresta de una cordillera lejana. Un grueso porche de piedra daba al exterior, ocultando la puerta principal.

– ¿Lo ves?

Era Luke, que se había acercado por detrás con los andares silenciosos de… bueno, de un lobo.

Ella seguía con la vista fija en el edificio.

– Parece más un castillo que un hospital.

Sujetándola por los hombros, Luke la hizo volverse de cara a él.

– Clary, escúchame. -Sus manos la sujetaron con dolorosa fuerza-. Quiero que permanezcas junto a mí. Muévete cuando me mueva. Sujétate a mi manga si es necesario. Los demás van a estar a nuestro alrededor, protegiéndonos, pero si sales fuera del círculo, no podrán custodiarte. Van a cubrirnos hasta la puerta.

Le apartó las manos de los hombros, y al moverse, ella vio el destello de algo de metal justo dentro de su chaqueta. No se había dado cuenta de que llevaba una arma, pero luego recordó lo que Simón había dicho sobre lo que había en el interior de la vieja bolsa de lona verde de Luke y supuso que tenía sentido.

– ¿Prometes que harás lo que digo?

– Lo prometo.

La alambrada era real, no parte del glamour. Alaric, todavía al frente, la zarandeó experimentalmente, luego alzó una mano con indolencia. Largas zarpas brotaron de debajo de las uñas, y acuchilló la alambrada con ellas, haciendo jirones el metal, que cayó en un tintineante montón, igual que unos bloques de construcción.

– Adelante.

Hizo una seña a los demás para que pasaran. Avanzaron en tropel, como una sola persona, un mar coordinado de movimiento. Agarrando el brazo de Clary, Luke la empujó por delante de él, agachándose para seguirla. Se irguieron una vez al otro lado de la valla, alzando los ojos hacia el hospital para enfermos de viruela, donde unas formas oscuras, concentradas en el porche, empezaban a descender los escalones.

Alaric tenía la cabeza alzada y olisqueaba el viento.

– El hedor a muerte flota con fuerza en el aire.

La respiración de Luke abandonó sus pulmones en un sibilante torrente.

– Repudiados.

Empujó a Clary a su espalda; ésta avanzó, trastabillando levemente sobre el suelo irregular. La jauría empezó a moverse hacia ella y Luke; a medida que se acercaban, se dejaban caer a cuatro gatas, gruñendo con los labios tensados hacia atrás para mostrar los colmillos cada vez más largos; los brazos y las piernas se les alargaban para convertirse en ágiles extremidades peludas, las ropas se cubrían de pelaje. Una tenue voz instintiva en lo más recóndito del cerebro de Clary empezó a chillarle: «¡Lobos! ¡Huye!». Pero la combatió y permaneció donde estaba, aunque percibía el movimiento incontrolado de los nervios en sus manos.

La jauría los rodeó, mirando hacia fuera. Más lobos flanqueaban el círculo a ambos lados. Era como si ella y Luke fueran el centro de una estrella. De ese modo, empezaron a avanzar hacia el porche delantero del hospital. Todavía detrás de Luke, Clary ni siquiera vio a los primeros repudiados cuando atacaron. Oyó aullar a un lobo como de dolor. El aullido ascendió y ascendió, convirtiéndose rápidamente en un gruñido. Se oyó un sonido sordo, luego un grito en forma de gorgoteo y un ruido parecido al papel al desgarrarse…

Clary se encontró preguntándose si los repudiados serían comestibles.

Alzó los ojos hacia Luke. Éste tenía el rostro tenso. Clary podía verlos ya, más allá del anillo de lobos, la escena iluminada con brillantez por reflectores y por el titilante resplandor de Manhattan: docenas de repudiados, su piel lívida como la de un cadáver a la luz de la luna y abrasada por runas que parecían lesiones. Se arrojaban sobre los lobos con la mirada ausente, y éstos los recibieron de frente, desgarrando con las garras, perforando con los dientes y rasgando la carne. Vio a uno de los guerreros repudiados, una mujer, que caía hacia atrás con la garganta abierta y los brazos agitándose aún. Otro asestaba machetazos a un lobo con un brazo mientras el otro yacía en el suelo a un metro de distancia, la sangre surgiendo del muñón. Sangre negra, salobre como el agua de una ciénaga, corría a raudales, volviendo resbaladiza la hierba. Clary perdió pie. Luke la sujetó antes de que cayera.

– Quédate conmigo.

«Estoy aquí», quiso decirle ella, pero las palabras se negaron a salir de su boca. El grupo seguía avanzando por el césped en dirección al hospital con una lentitud exasperante. Luke la sujetaba con mano rígida como el hierro. Clary no sabía quién iba ganando, si era que lo hacía alguien. Los lobos tenían el tamaño y la velocidad de su parte, pero los repudiados se movían con una denodada inevitabilidad y resultaban sorprendentemente difíciles de matar. Vio al enorme lobo leonado que era Alaric abatir a uno desgarrándole las piernas, para luego saltar sobre su garganta. El ser siguió moviéndose mientras él lo hacía trizas, y los golpes del hacha abriendo un largo corte rojo sobre el reluciente pelaje del hombre lobo.

Trastornada, Clary apenas advirtió al repudiado que se abrió paso a través del círculo protector, hasta que éste se alzó frente a ella, como surgido de la hierba a sus pies. Con los ojos en blanco y los cabellos enmarañados alzó un cuchillo chorreante.

Clary chilló. Luke se volvió en redondo, arrastrándola a un lado, y agarró la muñeca de la criatura, retorciéndola. La muchacha oyó el chasquido del hueso, y el cuchillo cayó a la hierba. La mano del repudiado colgó inerte, pero él siguió avanzando hacia ellos, sin mostrar ninguna señal de dolor. Luke empezó a gritar con voz ronca el nombre de Alaric. Clary intentó alcanzar la daga que llevaba en el cinturón, pero Luke le sujetaba el brazo con demasiada fuerza. Antes de que pudiera gritarle que la soltara, una llamarada de fino fuego plateado se abrió paso entre ellos. Era Gretel. Aterrizó con las patas delanteras sobre el pecho del repudiado, derribándolo. Un feroz aullido de rabia surgió de la garganta de Gretel, pero el repudiado era más fuerte; la arrojó a un lado como a una muñeca de trapo y rodó para ponerse en pie.

Algo alzó a Clary en el aire. Ésta chilló, pero era Alaric, luciendo a medias su forma de lobo y con las manos terminadas en afiladas zarpas, que la sujetaron con delicadeza mientras él la alzaba en brazos.

Luke les hacía señas.

– ¡Sácala de aquí! ¡Llévala a las puertas! -gritaba.

– ¡Luke! -Clary se retorció en las manos de Alaric.

– No mires -dijo éste con un gruñido.

Pero ella sí miró. El tiempo suficiente para ver a Luke echar a correr hacia Gretel, arma en mano, pero llegaba demasiado tarde. El repudiado agarró su cuchillo, que había caído en la hierba húmeda de sangre, y lo hundió en la espalda de Gretel, una y otra vez mientras ella le arañaba, forcejeaba y finalmente se desplomaba, con la luz de sus ojos plateados oscureciéndose hasta desaparecer. Con un alarido, Luke dirigió su arma a la garganta del repudiado…

– Te dije que no miraras -gruñó Alaric, moviéndose de modo que la línea de visión de la joven quedó bloqueada por su imponente mole.

Corrían ya escalones arriba, con el sonido de sus pies terminados en garras arañando el granito igual que clavos sobre una pizarra.

– Alaric -dijo Clary.

– ¿Sí?

– Lamento haberte arrojado un cuchillo.

– No lo lamentes. Fue un tiro muy bueno.

La muchacha intentó mirar más allá de él.

– ¿Dónde está Luke?

– Estoy aquí -contestó éste.

Alaric volvió la cabeza. Luke ascendía los escalones, devolviendo su espada a la vaina, que llevaba sujeta al costado, bajo la chaqueta. La hoja estaba negra y pegajosa.

Alaric dejó que Clary resbalara hasta el porche y ésta aterrizó, dándose la vuelta. No podía ver a Gretel ni al repudiado que la había matado, sólo una masa de cuerpos hormigueantes y el destello del metal. Tenía el rostro húmedo. Se llevó la mano libre a la cara para ver si estaba sangrando, pero comprendió que lo que sucedía era que estaba llorando. Luke la miró con curiosidad.

– No era más que una subterránea -soltó.

A Clary le ardían los ojos.

– No digas eso.

– Ya veo. -Volvió la cabeza hacia Alaric-. Gracias por ocuparte de ella. Mientras nosotros seguimos adelante…

– Voy a entrar con vosotros -afirmó éste.

Había realizado casi toda la transformación a la forma humana, pero sus ojos seguían siendo los ojos de un lobo, y los labios estaban echados hacia atrás para mostrar dientes que eran tan largos como palillos. Flexionó las manos de largas uñas.

Luke le miró con expresión inquieta.

– Alaric, no.

La voz retumbante de Alaric sonó apagada.

– Eres el líder de la manada. Yo soy tu segundo ahora que Gretel ha muerto. No sería correcto que te dejara ir solo.

– Te… -Luke miró a Clary, y luego de nuevo al terreno frente al hospital-, te necesito aquí fuera, Alaric. Lo siento. Es una orden.

Los ojos del otro llamearon resentidos, pero se hizo a un lado. La puerta del hospital era de gruesa madera profusamente tallada, con dibujos familiares para Clary: las rosas de Idris, runas enroscadas, soles con rayos. Al patearla Luke cedió con el chasquido de un pestillo partido. Éste empujó a Clary al frente cuando la puerta se abrió de par en par.

– Entra.

Ella entró por delante de él con un traspié y se volvió en el umbral. Captó una única y breve visión fugaz de Alaric con la cabeza vuelta hacia ellos y los ojos de lobo centelleantes. Detrás de él, el césped situado frente al hospital estaba cubierto de cuerpos, y el polvo teñido de sangre, negra y roja. Cuando la puerta se cerró con un portazo tras ella, impidiéndole ver, se sintió agradecida.

Luke y ella permanecieron inmóviles en la semipenumbra, en una entrada de piedra iluminada por una única antorcha. Tras el estruendo de la batalla, el silencio era como una capa asfixiante. Clary se encontró inhalando bocanadas de aire, un aire que no estaba lleno de humedad y del olor de la sangre.

Luke le oprimió el hombro con la mano. -¿Te encuentras bien? Ella se secó las mejillas.

– No deberías haber dicho eso. Sobre que Gretel no era más que una subterránea. Yo no pienso eso.

– Me alegro de oírlo. -Alargó el brazo para tomar la antorcha del soporte de metal-. Odiaba la idea de que los Lightwood te hubieran convertido en una copia de ellos. -Bueno, pues no lo han hecho.

La antorcha se negó a pasar a la mano de Luke; éste frunció el entrecejo. Buscando en el bolsillo, Clary extrajo la lisa piedra-runa que Jace le había dado el día de su cumpleaños, y la alzó en alto. La luz brotó entre sus dedos, como si hubiese cascado una semilla de oscuridad y dejado salir la luz atrapada en su interior. Luke soltó la antorcha.

– ¿Luz mágica? -preguntó.

– Jace me la dio.

Podía percibir cómo palpitaba en su mano, igual que el latido de una ave pequeña. Se preguntó dónde estaría Jace en aquel montón de habitaciones de piedra gris, si estaba asustado o se habría preguntado si la volvería a ver.

– Hace años que no peleo bajo una luz mágica -comentó Luke, e inició la ascensión por las escaleras, que crujieron sonoras bajo sus botas-. Sigúeme.

El fulgurante resplandor de la luz mágica proyectaba sus sombras, extrañamente alargadas, sobre los lisos muros de granito. Se detuvieron en un rellano de piedra que describía una curva en forma de arco. Por encima de ellos, Clary distinguió luz.

– ¿Es éste el aspecto que tenían los hospitales hace cientos de años? -musitó Clary.

– Bueno, los huesos de lo que Renwick construyó siguen aquí -respondió Luke-Pero yo diría que Valentine, Blackwell y los demás restauraron el lugar para que fuera un poco más a su gusto. Mira aquí.

Arrastró una bota sobre el suelo; Clary bajó la mirada y vio una runa tallada en el granito bajo sus pies: un círculo, en cuyo centro había un lema en latín: In Hoc Signo Vinces.

– ¿Qué significa eso? -preguntó.

– Significa «Por este signo conquistaremos». Era el lema del Círculo.

La joven alzó los ojos, en dirección a la luz.

– Así que están aquí.

– Están aquí -aseguró Luke, y había expectación en el deje afilado de su tono-. Vamos.

Ascendieron por la escalera de caracol, describiendo círculos bajo la luz hasta que ésta les rodeó por completo y se encontraron de pie en la entrada de un pasillo largo y estrecho. Ardían antorchas a lo largo del corredor. Clary cerró la mano sobre la luz mágica, y ésta se extinguió como una estrella apagada.

Había puertas colocadas a intervalos a lo largo del pasillo, todas ellas perfectamente cerradas. Se preguntó si habrían sido salas cuando aquello había sido un hospital, o tal vez habitaciones privadas. Mientras avanzaban por el corredor, Clary vio las marcas de barro de pisadas de botas, que se entrecruzaban en el pasillo. Alguien había pasado por allí recientemente.

La primera puerta que probaron se abrió con facilidad, pero la habitación situada tras ella estaba vacía: no había más que un suelo de lustrosa madera y paredes de piedra, iluminado todo de un modo fantasmal por la luz de la luna, que se derramaba a través de la ventana. El débil estruendo del combate en el exterior inundaba la habitación, tan rítmicamente como el sonido del océano. La segunda habitación estaba llena de armas: espadas, mazas y hachas. La luz de la luna discurría igual que agua plateada sobre una hilera tras otra de frío metal desenvainado. Luke silbó por lo bajo.

– Vaya colección.

– ¿Crees que Valentine usa todas ésas?

– No es probable. Sospecho que son para su ejército -respondió Luke, dándose la vuelta.

La tercera habitación era un dormitorio. Las colgaduras que rodeaban la cama con dosel eran azules, la alfombra persa mostraba motivos en azul, negro y gris, y el mobiliario estaba pintado de blanco, como el de la habitación de una criatura. Una fina y espectral capa de polvo lo cubría todo, centelleando tenuemente a la luz de la luna.

En la cama yacía Jocelyn, dormida.

Estaba tumbada sobre la espalda, con una mano arrojada descuidadamente sobre el pecho, los cabellos extendidos sobre la almohada. Llevaba una especie de camisón blanco que Clary no había visto nunca, y respiraba de un modo regular y tranquilo. Bajo la penetrante luz de la luna, Clary pudo ver el aleteo de los párpados de su madre mientras ésta soñaba.

Con un gritito, Clary se abalanzó hacia ella… pero el brazo extendido de Luke la detuvo, atravesándose sobre su pecho igual que una barra de hierro para retenerla.

– Aguarda -dijo con su propia voz tensa por el esfuerzo-. Debemos tener cuidado.

Clary le miró airada, pero él miraba más allá de ella, con expresión furiosa y apenada. Ella siguió la dirección de su mirada y vio lo que no había querido ver antes. Unas esposas de plata cerradas alrededor de las muñecas y pies de Jocelyn, con los extremos de las cadenas profundamente hundidos en el suelo de piedra a ambos lados de la cama. La mesa situada junto a la cama estaba cubierta por un extraño despliegue de tubos y botellas, tarros de cristal e instrumentos largos y de puntas afiladas de centelleante acero quirúrgico. Un tubo recauchutado discurría desde uno de los tarros de cristal hasta una vena en el brazo izquierdo de Jocelyn.

Clary se desasió violentamente de la mano de Luke y se lanzó hacia la cama, rodeando con los brazos el cuerpo insensible de su madre. Pero era como intentar abrazar una muñeca mal ensamblada. Jocelyn siguió inmóvil y rígida, con la lenta respiración inalterada.Una semana antes, Clary habría llorado como había hecho aquella primera noche terrible en que había descubierto que su madre había desaparecido. Pero ahora no salieron lágrimas, mientras soltaba a su madre y se erguía. No había terror en ella, ni autocompasión; sólo una amarga cólera y la necesidad de encontrar al hombre que había hecho eso, al responsable de todo.

– Valentine -dijo.

– Desde luego.

Luke estaba a su lado, tocando a su madre con suavidad, alzándole los párpados. Los ojos bajo ellos estaban tan en blanco como canicas.

– No está drogada -afirmó-. Alguna clase de hechizo, supongo.

Clary soltó el aliento en un medio sollozo.

– ¿Cómo la sacamos de aquí?

– No puedo tocar las esposas -indicó Luke-. Plata. Tienes…

– La sala de armas -dijo Clary, poniéndose en pie-. Vi un hacha allí. Varias. Podríamos cortar las cadenas…

– Esas cadenas son irrompibles.

La voz que habló desde la puerta era baja, resuelta y familiar. Clary giró en redondo y vio a Blackwell. Sonreía burlón, ataviado con la misma túnica del color de la sangre coagulada de la otra ocasión, con la capucha echada hacia atrás y botas enlodadas visibles bajo el borde.

– Graymark -exclamó-. Qué agradable sorpresa.

Luke se levantó.

– Si estás sorprendido es que eres un idiota -espetó-. No he llegado precisamente de un modo silencioso.

Las mejillas de Blackwell enrojecieron adoptando un tono aún más púrpura, pero no avanzó hacia Luke.

– ¿Eres líder del clan otra vez? -inquirió, y soltó una carcajada desagradable-. No puedes quitarte esa costumbre de hacer que los subterráneos te hagan el trabajo sucio, ¿verdad? Las tropas de Valentine están ocupadas desparramando pedazos de ellos por todo el césped, y tú estás aquí, a salvo con tus amiguitas. -Hizo una mueca despectiva en dirección a Clary-. Ésa parece un poco joven para ti, Lucian.

Clary enrojeció furiosa, apretando las manos hasta convertirlas en puños, pero la voz de Luke, al responder, fue educada.

– Yo no llamaría precisamente tropas a ésos, Blackwell -replicó-. Son repudiados. Seres humanos martirizados. Si lo recuerdo correctamente, la Clave no ve nada bien todo eso…, torturar personas, llevar a cabo magia negra. No puedo imaginar que vayan a sentirse demasiado contentos.

– Al infierno con la Clave -gruñó Blackwell-. No les necesitamos, ni a ellos ni a sus actitudes tolerantes hacia los mestizos. Además, los repudiados no serán repudiados durante mucho más tiempo. Una vez que Valentine use la Copa en ellos, serán cazadores de sombras tan buenos como el resto de nosotros; mucho mejores que lo que la Clave está haciendo pasar como guerreros en la actualidad. Afeminados amantes de los subterráneos. -Mostró los romos dientes.

– Si ése es su plan para la Copa -preguntó Luke-, ¿por qué no lo ha hecho aún? ¿A qué espera?

Las cejas de Blackwell se enarcaron.

– ¿No lo sabías? ¿Tiene a su…?

Una risa sedosa le interrumpió. Pangborn había aparecido justo a su lado, todo vestido de negro y con una correa de cuero atravesada sobre el hombro.

– Es suficiente, Blackwell -le cortó-. Hablas demasiado, como de costumbre. -Mostró los afilados dientes a Luke-. Una jugada interesante, Graytnark. No pensaba que fueras a atreverte a conducir a tu recién adquirido clan a una misión suicida.

Un músculo se crispó en la mejilla de Luke.

– Jocelyn -dijo-. ¿Qué le ha hecho?

Pangborn lanzó una risita melodiosa.

– Pensaba que no te importaba.

– No veo para qué la quiere ahora -siguió Luke, haciendo caso omiso de la pulla-. Tiene la Copa. Ella ya no puede serle de utilidad.

Valentine nunca fue dado al asesinato inútil. El asesinato con un motivo, bien, eso podría ser algo distinto.

Pangborn se encogió de hombros con indiferencia.

– A nosotros nos da lo mismo lo que haga con ella -replicó-. Era su esposa. Quizá la odia. Eso es un motivo.

– Dejadla ir -sugirió Luke-, y nos marcharemos con ella; haremos que el clan se retire. Os deberé una.

– ¡No!

El furioso arranque de Clary hizo que Pangborn y Blackwell desviaran las miradas hacia ella. Ambos parecieron levemente incrédulos, como si ella fuera una cucaracha parlante. La joven volvió la cabeza hacia Luke.

– Todavía está Jace. Está aquí, en alguna parte.

Blackwell reía por lo bajo.

– ¿Jace? Nunca he oído hablar de un Jace -indicó-. Bien, podría pedir a Pangborn que la soltara. Pero preferiría no hacerlo. Jocelyn siempre fue un mal bicho conmigo. Pensaba que era mejor que el resto de nosotros, con su aspecto y su linaje. Simplemente era una perra con pedigrí, eso es todo. Sólo se casó con él para poder restregárnoslo a todos.

– ¿Decepcionado porque no pudiste casarte tú con ella, Blackwell? -Eso fue todo lo que Luke dijo como respuesta, aunque Clary pudo percibir la fría cólera de su voz.

Blackwell, con el rostro enrojeciendo violentamente, dio un furioso paso al interior de la habitación.

Y Luke, moviéndose a una velocidad tal que Clary apenas pudo verle hacerlo, agarró un escalpelo de la mesilla y se lo arrojó. El arma giró dos veces sobre sí misma en el aire y se hundió con la punta por delante en la garganta de Blackwell, cortando en seco su mascullada réplica. Dio una boqueada, los ojos se le pusieron en blanco y cayó de rodillas, sujetándose la garganta con las manos. Líquido escarlata brotó rítmicamente por entre los dedos extendidos. Abrió la boca como para hablar, pero sólo surgió un fino hilillo de sangre. Las manos le resbalaron fuera de la garganta y se desplomó contra el suelo igual que un árbol que cae.

– Cielos -exclamó Pangborn, contemplando el cuerpo caído de su camarada con remilgado desagrado-. Qué desagradable.

La sangre de la garganta perforada de Blackwell se iba extendiendo por el suelo en un viscoso charco rojo. Luke, agarrando a Clary por el hombro, le susurró algo al oído. No le oyó. Clary era sólo consciente de un sordo zumbido en su cabeza. Recordó otro poema de su clase de inglés, algo sobre como tras la primera muerte que uno veía, ninguna otra muerte importaba. Aquel poeta no sabía de lo que hablaba.

Luke la soltó.

– Las llaves, Pangborn -ordenó.

Pangborn empujó suavemente a Blackwell con un pie y alzó la mirada. Parecía irritado.

– ¿O qué? ¿Me lanzarás una jeringuilla? Sólo había un cuchillo sobre esa mesa. No -añadió, llevándose una mano hacia la espalda y sacando de detrás del hombro una espada larga y afilada-. Me temo que si quieres las llaves, tendrás que venir a cogerlas. No porque me importe Jocelyn Morgenstern en un sentido u otro, ya sabes, sino sólo porque yo, por mi parte, he estado deseando matarte… durante años.

Alargó la última palabra, saboreándola con delicioso júbilo mientras avanzaba al interior de la habitación. Su espada centelleó, un haz relampagueante a la luz de la luna. Clary vio que Luke estiraba una mano hacia ella, una mano extrañamente alargada, rematada con uñas que eran como diminutas dagas, y comprendió dos cosas: que Luke estaba a punto de cambiar, y que lo que le había susurrado al oído era una sola palabra.

«Corre».

Corrió. Zigzagueó alrededor de Pangborn, que apenas le dirigió una mirada, esquivó el cuerpo de Blackwell, salió por la puerta y llegó al pasillo, con el corazón latiéndole violentamente, antes de que la transformación de Luke se hubiese completado. No miró atrás, pero oyó un aullido, largo y penetrante, el sonido de metal contra metal y algo que caía con un gran estruendo. Cristal que se rompía, pensó. Tal vez habían volcado la mesilla de noche.

Corrió por el pasillo hasta la habitación de las armas. Una vez en el interior, trató de coger una desgastada hacha con empuñadura de acero, pero ésta se mantuvo firmemente sujeta a la pared, sin importar lo fuerte que ella tirara. Intentó coger una espada, y luego una horca de guerra, incluso una daga pequeña, pero ni una sola arma se quedaba en su mano. Por fin, con las uñas rotas y los dedos sangrando por el esfuerzo, tuvo que darse por vencida. Había magia en aquella habitación, y no era magia rúnica: era algo salvaje y extraño, algo siniestro.

Salió de la habitación. No había nada en aquel piso que pudiera ayudarla. Cojeó pasillo adelante, porque empezaba a sentir el dolor del auténtico agotamiento en las piernas y brazos, y se encontró en el rellano de las escaleras. ¿Arriba o abajo? Abajo, recordó, todo había estado sin luz y vacío. Desde luego, estaba la luz mágica que tenía en el bolsillo, pero algo en ella sentía pavor ante la idea de entrar en aquellos espacios vacíos sola. Escaleras arriba vio el resplandor de más luces y distinguió un parpadeo de algo que podría haber sido movimiento.

Subió. Las piernas le dolían, los pies le dolían, todo le dolía. Le habían vendado los cortes, pero eso no impedía que le escocieran. También le dolía el rostro allí donde Hugo le había herido la mejilla y notaba en la boca un sabor metálico y amargo.

Alcanzó el último rellano. Tenía una suave forma curva como la proa de un barco, y había tanto silencio allí como lo había habido abajo; ningún sonido de la pelea que se libraba fuera llegaba a sus oídos. Otro largo pasillo se extendía frente a ella, con las mismas múltiples puertas, pero aquí había algunas abiertas, que derramaban aún más luz al pasillo. Avanzó, y algún instinto la atrajo hacia la última puerta a la izquierda. Miró al interior cautelosamente.

Al principio, la habitación le recordó una de las exhibiciones de reconstrucciones de época del Museo Metropolitano de Arte. Era como si hubiese penetrado en el pasado; las paredes estaban recubiertas con paneles que relucían como si acabaran de sacarles brillo e igual que sucedía con la mesa de comedor, infinitamente larga y dispuesta con delicada porcelana. Un espejo de marco dorado adornaba la pared opuesta, entre dos retratos al óleo en gruesos marcos. Todo centelleaba bajo la luz de las antorchas: los platos sobre la mesa, repletos de comida; las copas aflautadas en forma de lirios; las mantelerías tan blancas que resultaban cegadoras. Al fondo de la habitación había dos amplias ventanas, cubiertas con cortinas de grueso terciopelo. Jace estaba de pie ante una de las ventanas, tan inmóvil que por un momento imaginó que era una estatua, hasta que reparó en que podía ver la luz brillando en sus cabellos. La mano izquierda del muchacho mantenía apartada la cortina, y en la oscura ventana, Clary vio el reflejo de las docenas de velas del interior de la estancia, atrapadas en el cristal igual que luciérnagas.

– Jace -exclamó.

Oyó su propia voz como si viniera de muy lejos: asombro, gratitud, un anhelo tan agudo que resultaba doloroso. Él se volvió, soltando la cortina, y ella vio la expresión de asombro de su rostro.

– ¡Jace! -repitió, y corrió hacia él.

El muchacho la agarró cuando se abalanzó sobre él, rodeándola con fuerza entre sus brazos.

– Clary. -Su voz era casi irreconocible-. Clary, ¿qué haces aquí?

– He venido a buscarte -contestó ella, y la voz quedó ahogada en la camisa del muchacho.

– No deberías haberlo hecho. -Los brazos que la rodeaban se aflojaron repentinamente; dio un paso atrás, sujetándola un poco alejada de él-. Dios mío -exclamó, tocando su rostro-. Idiota, ¡mira que hacer esto!

Su voz sonó enojada, pero la mirada que le recorrió el rostro, los dedos que le apartaron con delicadeza los cabellos hacia atrás, eran tiernos. Jamás le había visto con aquel aspecto; había una especie de fragilidad en él, como si pudiera estar no simplemente conmovido sino incluso dolido.

– ¿Por qué no piensas nunca? -susurró Jace.

– Estaba pensando -replicó ella-. Pensaba en ti.

Él cerró los ojos durante un momento.

– Si algo te hubiese sucedido… -Sus manos recorrieron la línea de los brazos de la muchacha con suavidad, hasta alcanzar las muñecas, como para asegurarse de que ella estaba realmente allí-. ¿Cómo me has encontrado?

– Luke -respondió-. He venido con Luke. A rescatarte.

Sujetándola aún, desvió la mirada de su rostro a la ventana, mientras una leve expresión desaprobadora fruncía las comisuras de su boca-. Así que ésos son… ¿has venido con el clan de lobos? -preguntó con un curioso tono en la voz.

– El clan de Luke -respondió ella-. Es un hombre lobo, y…

– Lo sé -la interrumpió Jace-. Debería habérmelo imaginado…, las esposas. -Echó una ojeada a la puerta-. ¿Dónde está?

– Abajo -respondió Clary despacio-. Ha matado a Blackwell. Yo he subido a buscarte.

– Va a tener que decirles que se vayan -repuso Jace.

Ella le miró sin comprender.

– ¿Qué?

– Luke -explicó Jace-. Va a tener que decir a su jauría que se vaya. Ha habido un malentendido.

– ¿Cuál, te secuestraste tú mismo? -Su intención había sido que sonara burlón, pero su voz era demasiado débil-. Vamos, Jace.

Le tiró de la muñeca, pero él se resistió. La miraba de hito en hito, y ella advirtió con un sobresalto lo que no había advertido en su primer arrebato de alivio.

La última vez que lo había visto, había estado herido y magullado, las ropas manchadas de mugre y sangre, los cabellos cubiertos de icor y polvo. Ahora iba vestido con una amplia camisa blanca y panalones oscuros, con los cabellos limpios y peinados cayéndole alrededor del rostro, sueltos y brillando con aquel pálido tono dorado. Jace se apartó unos cuantos pelos de los ojos con una delgada mano, y ella vio que el grueso anillo de plata había regresado a su dedo.

– ¿Ésta es tu ropa? -le preguntó, desconcertada-. Y… te han vendado… -Su voz se apagó-. Valentine parece estar cuidando muy bien de ti.

Él le sonrió con fatigado afecto.

– Si te contara la verdad, dirías que estoy loco -soltó.

Clary sintió que el corazón le palpitaba con fuerza dentro del pecho, como el veloz aleteo de un colibrí.

– No, no lo haría.

– Mi padre me dio estas ropas -dijo él.

El aleteo se convirtió en un veloz martilleo.

– Jace -repuso con cuidado-, tu padre está muerto.

– No.

El muchacho negó con la cabeza, y ella tuvo la sensación de que le ocultaba algún enorme sentimiento, como de horror o alegría…, o ambas cosas.

– Pensaba que lo estaba, pero no lo está. Todo ha sido un error.

Recordó lo que Hodge había dicho sobre Valentine y su capacidad para contar mentiras encantadoras y convincentes.

– ¿Esto te lo ha contado Valentine? Porque es un embustero, Jace. Recuerda lo que Hodge dijo. Si te está diciendo que tu padre está vivo, es una mentira para conseguir que hagas lo que él quiere.

– He visto a mi padre -respondió él-. He hablado con él. Me dio esto. -Tiró de la camisa nueva y limpia, como si fuera una prueba irrefutable-. Mi padre no está muerto. Valentine no lo mató. Hodge me mintió. Todos estos años he creído que estaba muerto, pero no lo estaba.

Clary miró frenéticamente a su alrededor, a la habitación con su refulgente porcelana, sus antorchas que ardían con luz parpadeante y sus espejos vacíos y cegadores.

– Bien, si tu padre realmente está en este lugar, entonces, ¿dónde está? ¿También lo ha secuestrado Valentine?

Los ojos de Jace brillaban. El cuello de la camisa estaba abierto, y Clary vio las finas cicatrices blancas que le cubrían la clavícula, como grietas en la suave piel dorada.

– Mi padre…

La puerta de la habitación, que Clary había cerrado tras ella, se abrió con un crujido, y un hombre entró en la habitación.

Era Valentine. Sus cabellos plateados, muy cortos, brillaban como un casco de acero bruñido y su boca era dura. Llevaba una vaina a la cintura sobre su grueso cinturón y la empuñadura de una larga espada sobresalía por la parte superior.

– Bien -comenzó, posando una mano en la empuñadura mientras hablaba-, ¿has recogido tus cosas? Nuestros repudiados pueden contener a los hombres lobos durante sólo…

Al ver a Clary se interrumpió en mitad de la frase. No era la clase de persona a quien se puede coger nunca realmente por sorpresa, pero ella vio un parpadeo de asombro en sus ojos.

– ¿Qué es esto? -preguntó, volviendo la mirada hacia Jace.

Pero Clary se había llevado ya las manos a la cintura en busca de la daga. La agarró por la empuñadura, la sacó de la funda y echó la mano atrás. La rabia latía con fuerza tras sus ojos igual que un tamborileo. Podía matar a aquel hombre. Lo mataría.

Jace le agarró la muñeca.

– No.

Ella fue incapaz de contener su incredulidad.

– Pero, Jace…

– Clary -afirmó él con firmeza-. Éste es mi padre.

Valentine

– Veo que he interrumpido algo -dijo Valentine, la voz seca como una tarde en el desierto-. Hijo, ¿te importaría decirme quién es ésta? ¿Uno de los hijos de los Lightwood, tal vez?

– No -contestó Jace, cuya voz sonó cansada y triste, aunque la mano que le sujetaba la muñeca no se aflojó-. Ésta es Clary. Clarissa Fray. Es una amiga mía. Es…

Los ojos negros de Valentine la escudriñaron desde lo alto de la desgreñada cabeza hasta las puntas de las arañadas zapatillas de deporte, y se clavaron en la daga que todavía sujetaba en la mano.

Una expresión indefinible le pasó por el rostro: en parte divertida, en parte irritada.

– ¿Dónde conseguiste esa arma, joven dama?

– Jace me la dio -respondió ella con frialdad.

– Claro -repuso Valentine, y su tono era afable-. ¿Puedo verla?

– ¡No!

Clary dio un paso atrás, como si creyera que podría abalanzarse sobre ella, y sintió que le arrebataban limpiamente el arma de entre los dedos. Jace, sujetando la daga, la miró con expresión contrita.

– Jace -siseó ella, poniendo cada onza de la traición que sentía en las sílabas de su nombre.

Él se limitó a decir.

– Sigues sin comprender, Clary.

Con una especie de cuidado deferente que a ella le produjo ganas de vomitar, el muchacho fue hacia Valentine y le entregó la daga.

– Aquí la tienes, padre.

Valentine tomó la daga en su gran mano de largos huesos y la examinó.

– Esto es un kindjal, una daga circasiana. Ésta en concreto formaba parte de una pareja a juego. Aquí, mira la estrella de los Morgenstern, tallada en la hoja. -La hizo girar entre las manos, mostrándosela a Jace-. Me sorprende que los Lightwood nunca lo advirtieran.

– Nunca se la mostré -respondió Jace-. Me dejaron tener mis propias cosas personales. Jamás husmearon.

– Claro que no -repuso Valentine, devolviéndole el kindjal a Jace-. Pensaban que eras el hijo de Michael Wayland.

Jace, deslizando la daga de empuñadura roja en su cinturón, alzó los ojos.

– También lo pensaba yo -masculló en voz baja, y en ese momento Clary advirtió que no era ninguna broma, que Jace no estaba haciéndole el juego para sus propios propósitos, que realmente creía que Valentine era su padre que había vuelto a él.

Una fría desesperación empezaba ya a extenderse por la venas de la muchacha. Con un Jace enojado, con un Jace hostil, furioso, se las podría haber visto, pero aquel Jace nuevo, frágil y brillando a la luz de su propio milagro personal, era un extraño para ella.

Valentine la miró por encima de la leonada cabeza del joven; sus ojos mostraban una diversión fría.

– Tal vez -dijo- sería una buena idea que te sentaras ahora, Clary.

Ella cruzó los brazos tozudamente sobre el pecho.

– No.

– Como quieras. -Valentine apartó una silla y se sentó en la cabecera de la mesa.

Al cabo de un momento, Jace se sentó también, junto a una botella medio llena de vino.

– Pero vas a oír algunas cosas que pueden hacerte desear haberte sentado -siguió Valentine.

– Te lo haré saber -replicó Clary-, si así sucede.

– Muy bien.

Valentine se recostó en su asiento, con las manos tras la cabeza. El cuello de la camisa se le abrió un poco, mostrando la clavícula llena de cicatrices. Con cicatrices, como las de su hijo, como las de todos los nefilim. «Una vida de cicatrices y matanzas», había dicho Hodge.

– Clary -volvió a decir él, como si paladeara el sonido de su nombre-. ¿Diminutivo de Clarissa? No es un nombre que yo hubiera escogido.

Había un sombrío pliegue en sus labios.

«Sabe que soy su hija -pensó Clary-. De algún modo, lo sabe. Pero no lo dice. ¿Por qué no lo dice?»

Debido a Jace, comprendió. Jace pensaría…, no se le ocurría qué pensaría él. Valentine los había visto abrazarse al cruzar la puerta. Debía de saber que tenía una información devastadora en sus manos. En algún lugar tras aquellos insondables ojos negros, su aguda mente funcionaba a toda velocidad, intentando decidir el mejor modo de usar lo que sabía.

Dirigió otra mirada implorante a Jace, pero él tenía la vista clavada en la copa de vino situada junto a su mano izquierda, medio llena de líquido de un rojo purpúreo. Clary vio el rápido movimiento ascendente y descendente de su pecho mientras respiraba; el joven estaba más alterado de lo que dejaba ver.

– Realmente no me importa qué nombre habrías elegido tú -dijo Clary.

– Estoy seguro -replicó Valentine, inclinándose al frente- de que no.

– Tú no eres el padre de Jace -indicó ella-. Intentas engañarnos. El padre de Jace era Michael Wayland. Los Lightwood lo saben. Todo el mundo lo sabe.

– Los Lightwood estaban mal informados -repuso Valentine-. Realmente creyeron… creen que Jace es el hijo de su amigo Michael. Igual que la Clave. Ni siquiera los Hermanos Silenciosos saben quién es en realidad. Aunque muy pronto, lo harán.

– Pero el anillo Wayland…

– Ah, sí -repuso Valentine, mirando la mano de Jace, donde el anillo centelleaba igual que escamas de serpiente-. El anillo. Gracioso, ¿no es cierto, como una M lucida al revés parece una W? Desde luego, si uno se hubiera molestado en pensar sobre ello, probablemente habría encontrado un poco extraño que el símbolo de la familia Wayland fuera una estrella fugaz. Pero en absoluto extraño que fuera el símbolo de los Morgenstern.

Clary le miró fijamente.

– No tengo ni idea de a qué te refieres.

– Olvido lo lamentablemente relajada que es la educación mundana -repuso él- Morgenstern significa «lucero del alba». Como en: «¡Cómo has caído del cielo, Lucero, hijo de la aurora! ¡Cómo has sido precipitado por tierra, tú que subyugabas a las naciones!».

Un pequeño escalofrío recorrió a Clary.

– Te refieres a Satán.

– O a cualquier gran poder perdido -explicó Valentine-, debido a una negativa a servir. Como fue la mía. No quería servir a un gobierno corrupto, y por eso perdí a mi familia, mis tierras, casi mi vida…

– ¡El Levantamiento fue culpa tuya! -le espetó Clary-. ¡Murió gente en él! ¡Cazadores de sombras como tú!

– Clary. -Jace se inclinó al frente, volcando casi la copa con el codo-. Sólo escúchale, ¿quieres? No es como tú pensabas. Hodge nos mintió.

– Lo sé -respondió ella-. Nos vendió a Valentine. Era el peón de Valentine.

– No -insistió Jace-. No, Hodge era quien deseaba la Copa Mortal desde el principio. Fue él quien envió a los rapiñadores tras tu madre. Mi padre…, Valentine sólo se enteró de ello después, y vino a detenerle. Trajo a tu madre aquí para curarla, no para lastimarla.

– ¿Y te crees esa porquería? -inquirió ella asqueada-. No es cierto. Hodge trabajaba para Valentine. Estaban metidos en ello juntos, para conseguir la Copa. Nos tendió una trampa, es cierto, pero no era más que un instrumento.

– Pero era él quien necesitaba la Copa Mortal -replicó Jace-. Para poder quitarse la maldición y huir antes de que mi padre contara a la Clave todo lo que había hecho.

– ¡Sé que eso no es cierto! -replicó Clary con vehemencia-. ¡Yo estaba allí! -Se revolvió contra Valentine-. Yo estaba en la habitación cuando entraste a coger la Copa. No podías verme, pero yo estaba allí. Te vi. Cogiste la Copa y le quitaste la maldición a Hodge. Él no podría haberlo hecho por sí mismo. Así lo dijo.

– Sí que le quité la maldición -repuso Valentine en tono mesurado-, pero lo hice movido por la lástima. Resultaba tan patético.

– No sentías lástima. No sentías nada.

– ¡Es suficiente, Clary!

Era Jace. Le miró atónita. Tenía las mejillas enrojecidas como si hubiese estado bebiendo el vino que tenía junto a él, los ojos demasiado brillantes.

– No le hables así a mi padre.

– ¡Él no es tu padre!

Jace la miró como si le hubiese abofeteado.

– ¿Por qué estás tan decidida a no creernos?

– Porque te ama -dijo Valentine.

Clary se sintió palidecer. Le miró, sin saber qué podría él decir a continuación, pero temiéndolo. Sintió como si se estuviera acercando poco a poco a un precipicio, a una veloz caída a la nada y a ninguna parte. Sintió una sensación de vértigo en el estómago.

– ¿Qué? -Jace pareció sorprendido.

Valentine miraba a Clary con expresión divertida, como si se diera cuenta de que la tenía inmovilizada como a una mariposa sobre una tabla.

– Teme que me esté aprovechando de ti -afirmó-. Que te haya lavado el cerebro. No es así, por supuesto. Si miraras en tus propios recuerdos, Clary, lo sabrías.

– Clary.

Jace empezó a ponerse en pie, con los ojos fijos en ella, y ella vio los círculos que había bajo ellos, la tensión bajo la que se encontraba.

– Yo… -siguió él.

– Siéntate -ordenó Valentine-. Deja que llegue a ello por sí misma, Jonathan.

Jace se calmó al instante, dejándose caer de nuevo en la silla. A través del mareo del vértigo, Clary buscó a tientas intentando llegar a una comprensión.

«¿Jonathan?»

– Pensaba que tu nombre era Jace -dijo-. ¿También me mentiste respecto a eso?

– No. Jace es un apodo.

Clary estaba muy cerca del precipicio en aquellos instantes, tan cerca que casi podía mirar abajo.

– ¿Debido a qué?

Él la miró como si no pudiera comprender por qué daba tanta importancia a algo tan insignificante.

– Son mis iniciales -respondió-. J. C.

El precipicio apareció ante ella. Pudo ver la larga caída a la oscuridad.

– Jonathan -dijo con voz débil-. Jonathan Christopher.

Las cejas de Jace se fruncieron.

– ¿Cómo sabías…?

Valentine le interrumpió con voz tranquilizadora.

– Jace, había pensado ahorrártelo. Pensaba que una historia de una madre que murió te haría menos daño que la historia de una madre que te abandonó antes de tu primer cumpleaños.

Los dedos delgados de Jace se cerraron convulsivamente sobre el pie de la copa. Clary pensó por un momento que ésta se haría pedazos.

– ¿Mi madre está viva?

– Lo está -afirmó Valentine-. Viva, y dormida en una de las habitaciones de abajo en este mismo instante. Sí -siguió, interrumpiendo al muchacho antes de que pudiera hablar-. Jocelyn es tu madre, Jonathan. Y Clary…, Clary es tu hermana.

Jace retiró violentamente la mano y la copa de vino se volcó, derramando un espumoso líquido escarlata sobre el mantel blanco.

– Jonathan -exclamó Valentine.

Jace había adquirido un color horrible, una especie de blanco verdoso.

– Eso no es cierto -repuso-. Ha habido un error. Es imposible que sea cierto.

Valentine miró con fijeza a su hijo.

– Un motivo de júbilo -dijo en un tono de voz bajo y meditabundo-, habría pensado yo. Ayer eras un huérfano, Jonathan. Y ahora un padre, una madre, una hermana, que nunca supiste que tenías.

– No es posible -volvió a decir Jace-. Clary no es mi hermana. Si lo fuera…

– Entonces ¿qué? -inquirió Valentine.

Jace no respondió, pero su enfermiza expresión de horror fue suficiente para Clary. Un tanto vacilante, rodeó la mesa y se arrodilló junto a su silla, haciendo intención de tomar su mano.

– Jace…

Él se apartó violentamente, los dedos cerrándose con fuerza sobre el mantel empapado.

– No.

El odio por Valentine ardió en la garganta de la muchacha igual que lágrimas no derramadas. Valentine había retenido información, y al no contar lo que sabía, que ella era su hija, la había hecho cómplice en su silencio. Y ahora, tras haber soltado la verdad sobre ellos como una pesada roca aplastante, se recostaba para observar los resultados con fría consideración. ¿Cómo podía Jace no darse cuenta de lo odioso que era?

– Dime que no es cierto -pidió Jace, con la vista fija en el mantel.

Clary tragó saliva para eliminar el ardor de su garganta.

– No puedo hacerlo.

La voz de Valentine sonó como si sonriera.

– ¿De modo que ahora admites que he estado diciendo la verdad todo este tiempo?

– No -le replicó ella con violencia sin mirarle-. Dices mentiras con un poco de verdad mezclada en ellas, eso es todo.

– Esto se vuelve tedioso -se quejó Valentine-. Si quieres oír la verdad, Clary, ésta es la verdad. Has oído historias sobre el Levantamiento y por lo tanto crees que soy un villano. ¿Es eso cierto?

Clary no dijo nada. Miraba a Jace, que parecía como si estuviera a punto de vomitar. Valentine siguió hablando despiadadamente.

– Es sencillo, en realidad. La historia que oíste era cierta en alguna de sus partes, pero no en otras; mentiras mezcladas con un poco de verdad, como has dicho. Lo cierto es que Michael Wayland resultó muerto durante el Levantamiento. Adopté el nombre de Michael y su puesto cuando huí de la Ciudad de Cristal con mi hijo. Fue muy fácil; Wayland no tenía auténticos parientes, y sus amigos más íntimos, los Lightwood, estaban en el exilio. Él mismo habría caído en desgracia por su participación en el Levantamiento, así que viví esa vida deshonrada, tranquilamente, sólo con Jace en la finca de los Wayland. Leí mis libros, crié a mi hijo. Y aguardé mi momento.

Jugueteó con el borde afiligranado de una copa con expresión pensativa. Era zurdo, advirtió Clary. Igual que Jace.

– Al cabo de diez años, recibí una carta. El autor de la carta indicaba que conocía mi auténtica identidad, y si yo no estaba dispuesto a tomar ciertas medidas, la revelaría. No sabía de quién procedía la carta, pero no importaba. No estaba dispuesto a dar a quien la había escrito lo que deseaba. Además, sabía que mi seguridad estaba comprometida, y lo estaría a menos que él pensara que estaba muerto, fuera de su alcance. Organicé mi propia muerte por segunda vez, con la ayuda de Blackwell y Pangborn, y para la propia seguridad de Jace me aseguré de que lo enviarían aquí, para gozar de la protección de los Lightwood.

– ¿Así que dejaste que Jace te creyera muerto? ¿Simplemente te limitaste a dejar que pensara que estabas muerto, todos estos años? Eso es despreciable.

– No -volvió a decir Jace.

El muchacho había alzado las manos para cubrirse la cara y habló sobre sus propios dedos, con la voz ahogada por ellos.

– No, Clary.

Valentine miró a su hijo con una sonrisa que Jace no pudo ver.

– Jonathan tenía que pensar que estaba muerto, sí. Tenía que pensar que era el hijo de Michael Wayland, o los Lightwood no le habrían protegido como lo hicieron. Era con Michael con quien tenían una deuda, no conmigo. Fue por Michael que le amaron, no por mí.

– Quizá le amaron por él mismo -sugirió Clary.

– Una interpretación sentimental encomiable -observó Valentine-, pero improbable. No conoces a los Lightwood como yo los conocí. -Valentine no pareció ver que Jace se estremecía, o si lo vio, hizo como si no-. Apenas importa, al fin y al cabo -añadió-. Los Lightwood tenían como misión proteger a Jace, no ser un sustituto de su familia, sabes. Él tiene una familia. Tiene un padre.

De la garganta de Jace brotó un sonido, y éste apartó las manos del rostro.

– Mi madre…

– Huyó después del Levantamiento -dijo Valentine-. Yo era un hombre deshonrado. La Clave me habría dado caza de haber pensado que aún vivía. No pudo soportar tener relación conmigo, y huyó.

El dolor de su voz era palpable… y fingido, se dijo Clary con amargura. El muy asqueroso manipulador.

– No sabía que estaba embarazada en aquel momento. De Clary -Sonrió un poco, haciendo descender el dedo lentamente por la copa de vino-. Pero la sangre llama a la sangre, como dicen -prosiguió-. El destino nos ha traído a esta convergencia. Nuestra familia junta otra vez. Podemos usar el Portal -dijo, volviendo la mirada hacia Jace-. Ir a Idris. De vuelta a la casa solariega.

Jace se estremeció un poco, pero asintió, sin dejar de contemplar sus manos como aturdido.

– Estaremos juntos allí -indicó Valentine-. Como debemos estar.

«Eso suena genial -pensó Clary-. Sólo tú, tu esposa comatosa, tu hijo traumatizado y tu hija que te odia a muerte. Por no mencionar que tus dos hijos tal vez estén enamorados el uno del otro. Vaya, eso suena a una perfecta reunión familiar.»

– No voy a ir a ninguna parte contigo, y tampoco lo va a hacer mi madre -se limitó a decir en voz alta.

– Él tiene razón, Clary -insistió Jace con voz ronca, y flexionó las manos; tenía las yemas de los dedos manchadas de rojo-. Es el único lugar al que podemos ir. Podemos aclarar las cosas allí.

– No puedes hablar en serio…

Un enorme estampido les llegó desde abajo, tan potente que sonó como si una pared del hospital se hubiera desplomado sobre sí misma. «Luke», pensó Clary, incorporándose de un salto.

Jace, a pesar de su expresión de mareado horror, respondió automáticamente, medio alzándose de su silla a la vez que dirigía la mano a su cinturón.

– Padre, están…

– Vienen hacia aquí. -Valentine se puso en pie.

Clary oyó pisadas. Al cabo de un momento, la puerta de la habitación se abrió de golpe, y Luke apareció en el umbral.

Clary contuvo un grito. Estaba cubierto de sangre, los vaqueros y la camisa oscurecidos y con grumos de sangre coagulada, la parte inferior del rostro recubierta de ella. Las manos estaban rojas hasta las muñecas, la sangre que las cubría estaba húmeda y corría por ellas. Clary no tenía ni idea de si la sangre era suya. Se oyó chillar su nombre, y a continuación atravesaba ya la habitación a la carrera para reunirse con él y casi trastabillaba consigo misma en su ansia por agarrarle la parte delantera de la camisa y aferrarse a ella, tal y como no lo había hecho desde que tenía ocho años.

Por un momento, su enorme mano se alzó y sujetó la nuca de la muchacha, apretándola contra él en un fuerte apretón de un solo brazo. Luego la apartó con suavidad.

– Estoy cubierto de sangre -dijo-. No te preocupes…, no es mía.

– ¿De quién es entonces?

Era la voz de Valentine, y Clary se volvió, con el brazo protector de Luke sobre los hombros. Valentine los observaba a ambos, con ojos entrecerrados y calculadores. Jace se había puesto en pie, había rodeado la mesa y se encontraba detrás de su padre con aire vacilante. Clary no podía recordar haberle visto nunca hacer algo de un modo vacilante.

– La de Pangborn -respondió Luke.

Valentine se pasó una mano por el rostro, como si la noticia le apenara.

– Ya veo. ¿Le desgarraste la garganta con los dientes?

– En realidad -explicó Luke-, le maté con esto.

Con la mano libre extendió la daga larga y fina con la que había matado al repudiado. Bajo la luz, Clary pudo ver las gemas azules de la empuñadura.

– ¿La recuerdas?

Valentine la miró, y Clary vio que la mandíbula se le tensaba.

– La recuerdo -contestó, y Clary se preguntó si, también él, estaba recordando su anterior conversación.

«Esto es un kindjal, una daga circasiana. Ésta en concreto formaba parte de una pareja a juego.»

– Me la entregaste hace diecisiete años y me dijiste que pusiera fin a mi vida con ella -recordó Luke, con el arma bien sujeta en la mano.

La hoja de ésta era más larga que la hoja del kindjal de empuñadura roja que Luke llevaba en el cinturón; se hallaba en algún punto entre una daga y una espada, y la hoja tenía una punta tan fina como una aguja.

– Y casi lo hice.

– ¿Esperas que lo niegue? -Había dolor en la voz de Valentine, el recuerdo de una vieja pena-. Intenté salvarte de ti mismo, Lucían. Cometí un terrible error. Si al menos hubiese tenido el coraje de matarte yo mismo, podrías haber muerto como un hombre.

– ¿Como tú? -inquirió Luke.

Y en aquel momento, Clary vio en él algo del Luke que siempre había conocido, que era capaz de saber si ella mentía o fingía, que la llamaba al orden cuando se mostraba arrogante o falsa. En la amargura de su voz oyó el amor que había sentido en una ocasión por Valentine, solidificado en forma de cansino odio.

– ¿Un hombre que encadena a su esposa inconsciente a la cama con la intención de torturarla para conseguir información cuando despierte? ¿Ése es tu valor?

Jace miraba sorprendido a su padre. Clary vio el ataque de cólera que crispó momentáneamente las facciones de Valentine, luego ésta desapareció, y su rostro apareció terso.

– No la he torturado -afirmó-. Está encadenada para su propia protección.

– ¿Contra qué? -exigió saber Luke, penetrando más en la habitación-. La única cosa que la pone en peligro eres tú. La única cosa que jamás la puso en peligro fuiste tú. Se ha pasado la vida corriendo para huir de ti.

– La amaba -dijo Valentine-. Jamás le habría hecho daño. Fuiste tú quien la volvió en mi contra.

Luke rió.

– Ella no necesitó que la volviera en tu contra. Aprendió a odiarte sola.

– ¡Eso es una mentira! -rugió Valentine con repentina ferocidad, y sacó la espada de la vaina que llevaba sujeta al costado.

La hoja era plana y de un negro mate con un dibujo de estrellas plateadas. Apuntó con el arma al corazón de Luke.

Jace dio un paso hacia Valentine.

– Padre…

– ¡Jonathan!, ¡estáte callado! -gritó Valentine, pero era demasiado tarde; Clary vio la expresión de sorpresa en el rostro de Luke cuando miró a Jace.

– ¿Jonathan? -musitó.

La boca de Jace se crispó.

– No me llames así -dijo con ferocidad, los dorados ojos llameantes-. Te mataré yo mismo si me llamas así.

Luke, sin hacer caso de la espada que le apuntaba al corazón, no apartó los ojos de Jace.

– Tu madre se sentiría orgullosa -murmuró en un tono tan bajo que incluso Clary, que estaba junto a él, tuvo que esforzarse para oírlo.

– No tengo una madre -replicó Jace, y las manos le temblaban-. La mujer que me alumbró me abandonó antes de que aprendiera a recordar su rostro. Yo no era nada para ella, de modo que ella no es nada para mí.

– Tu madre no es quien te abandonó -corrigió Luke, moviendo la mirada lentamente hacia Valentine-. Habría pensado que ni siquiera tú -indicó despacio- serías capaz de usar a los de tu propia sangre como señuelo. Supongo que me equivoqué.

– Es suficiente. -El tono de Valentine fue casi lánguido, pero había ferocidad en él, una ávida amenaza de violencia-. Suelta a mi hija, o te mataré aquí mismo.

– No soy tu hija -replicó Clary con fiereza, pero Luke la empujó lejos de él, con tanta fuerza que casi la hizo caer.

– Sal de aquí -ordenó-. Ve a un lugar seguro.

– ¡No voy a dejarte!

– Clary, lo digo en serio. Sal de aquí. -Luke alzaba ya su daga-. Ésta no es tu pelea.

Clary se apartó de él tambaleante, marchando hacia la puerta que conducía al rellano. Quizá podría correr en busca de ayuda, en busca de Alaric…

Entonces Jace apareció ante ella, impidiéndole llegar a la puerta. Había olvidado lo rápido que el muchacho se movía, con la suavidad de un gato, con la velocidad del agua.

– ¿Estás loca? -siseó él-. Han derribado la puerta principal. Este lugar estará lleno de repudiados.

Ella le empujó.

– Déjame salir…

Jace la retuvo con mano férrea.

– ¿Para que te hagan pedazos? Ni hablar.

Un sonoro entrechocar de metal se oyó detrás de ella. Clary se apartó de Jace y vio que Valentine había atacado a Luke, que había respondido al golpe con un ensordecedor quite. Las armas se separaron con un chirrido, y ahora ambos se movían por el suelo en un borroso remolino de fintas y cuchilladas.

– Ah, Dios mío -murmuró ella-. Van a matarse.

Los ojos de Jace estaban casi negros.

– No lo comprendes -dijo-. Así es como se hace…

Se interrumpió e inhaló con fuerza cuando Luke se coló a través de las defensas de Valentine y le asestó un golpe en el hombro. La sangre comenzó a manar, manchando la tela de la camisa blanca.

Valentine echó atrás la cabeza y rió.

– Un buen golpe -observó-. No habría creído que fueras capaz de eso, Lucían.

Luke permaneció muy erguido, con el cuchillo ocultando su rostro a los ojos de Clary.

– Tú mismo me enseñaste ese movimiento.

– Pero eso fue hace años -respondió Valentine en una voz que era como la seda cruda-, y desde entonces, no habrás tenido demasiada necesidad de cuchillos, ¿verdad? No cuando tienes zarpas y colmillos a tu disposición.

– Mucho mejor para arrancarte el corazón.

Valentine meneó la cabeza.

– Me arrancaste el corazón hace años -reprochó, y ni siquiera Clary supo si el dolor en su voz era real o fingido-. Cuando me traicionaste y abandonaste.

Luke volvió a atacar, pero Valentine retrocedía ya veloz sobre el suelo. Para ser un hombretón se movía con una sorprendente ligereza.

– Fuiste tú quien volvió a mi esposa en contra de los suyos. Fuiste a ella cuando era más débil, con tu aspecto lastimoso, tu desvalida necesidad. Yo me mostraba distante, y ella pensó que la amabas. Fue una estúpida.

Jace estaba tenso como un alambre junto a Clary, que podía percibir su tensión, como las chispas despedidas por un cable eléctrico caído.

– Es de tu madre de quien habla Valentine -dijo ella.

– Me abandonó -respondió Jace-. Vaya madre.

– Creyó que estabas muerto. ¿Quieres saber cómo lo sé? Porque guardaba una caja en su dormitorio. Tenía tus iniciales en ella. J. C.

– Así que tenía una caja -se burló él-. Mucha gente tiene cajas. Guardan cosas en ellas. Es una moda creciente, he oído.

– Tenía un mechón de tu cabello dentro. Y una fotografía, tal vez dos. Acostumbraba a sacarla cada año y a llorar sobre ella. Un llanto desconsolado.

La mano de Jace se cerró con fuerza al costado.

– Para -masculló entre dientes.

– Parar ¿qué? ¿De contarte la verdad? Pensaba que habías muerto…, jamás te habría abandonado de haber sabido que estabas vivo. Tú pensabas que tu padre estaba muerto…

– ¡Le vi morir! O pensé que lo hice. ¡No me limité… no me limité a oír que había sucedido y a elegir creerlo!

– Ella encontró tus huesos quemados -insistió Clary en voz baja-. En las ruinas de su casa. Junto con los huesos de su madre y su padre.

Por fin Jace la miró y ella vio la incredulidad bien patente en sus ojos, y alrededor de sus ojos, la tensión de mantener aquella incredulidad. Veía, casi como si viera a través de un glamour, la frágil estructura de la fe en su padre que llevaba puesta encima como una armadura transparente, protegiéndole de la verdad. En algún lugar, se dijo, había una rendija en aquella armadura; en algún lugar, si conseguía encontrar las palabras correctas, se podía abrir una brecha en ella.

– Eso es ridículo -replicó él-. No morí… no había huesos.

– Los había.

– Entonces fue un glamour -repuso él con aspereza.

– Pregunta a tu padre qué les sucedió a sus suegros -indicó Clary, y alargó la mano para tocarle la mano-. Pregúntale si eso fue un encanto, un glamour, también…

– ¡Cállate!

El control de Jace se resquebrajó, y él se revolvió contra ella, lívido. Clary vio que Luke echaba una ojeada en dirección a ellos, sobresaltado por el ruido, y en ese momento de distracción Valentine se abrió paso bajo sus defensas y, con una única estocada al frente, hundió la hoja de su espada en el pecho de Luke, justo por debajo de la clavícula.

Los ojos de Luke se abrieron de par en par de asombro más que de dolor. Valentine echó la mano hacia atrás violentamente, y la hoja se deslizó hacia fuera, manchada de rojo hasta la empuñadura. Con una seca carcajada, Valentine volvió a atacar, en esta ocasión arrancándole el arma de la mano a Luke. Ésta golpeó el suelo con un hueco sonido metálico, y Valentine le asestó una fuerte patada, haciendo que resbalara bajo la mesa al mismo tiempo que Luke se desplomaba.

Valentine alzó la espada negra sobre el cuerpo caído de su adversario, listo para asestar el golpe definitivo. Estrellas plateadas incrustadas centelleaban a lo largo de toda la hoja, y Clary pensó, paralizada en un momento de horror, ¿cómo podía algo tan mortífero ser tan hermoso?

Jace, intuyendo lo que Clary iba a hacer antes de que lo hiciera, se volvió de cara a ella.

– Clary…

El momento de parálisis pasó. Clary se retorció soltándose de Jace, agachándose para eludir las manos que intentaban atraparla, y corrió por el suelo de piedra hacia Luke. Éste estaba en el suelo, sosteniéndose sobre un brazo; la muchacha se arrojó sobre él justo cuando la espada de Valentine descendía.

Vio los ojos de Valentine mientras la espada caía veloz hacia ella; pareció como si transcurrieran eones, aunque sólo pudo tratarse de una fracción de segundo. Vio que él podía detener el golpe si quería. Vio que él sabía que podría alcanzarla a ella si no lo hacía. Vio que iba a asestarlo de todos modos.

Alzó las manos, cerrando los ojos con fuerza… Se oyó un sonido metálico. Valentine lanzó un grito, y Clary, al abrir los ojos, le vio con la mano vacía, sangrando. El kindjal de empuñadura roja yacía algo más allá sobre el suelo de piedra junto a la espada negra. Se volvió atónita y vio a Jace junto a la puerta, con el brazo todavía levantado; comprendió que él debía de haber lanzado la daga con fuerza suficiente para arrancarle a su padre la espada negra de la mano.

Muy pálido, el muchacho bajó el brazo despacio, con los ojos puestos en Valentine… muy abiertos y suplicantes.

– Padre, yo…

Valentine contempló su mano sangrante, y por un momento, Clary vio cómo un espasmo de cólera cruzaba por su rostro, como una luz apagándose con un parpadeo. Su voz, cuando habló, fue dulce.

– Ése fue un lanzamiento excelente, Jace.

Jace vaciló.

– Pero tu mano. Simplemente pensé que…

– No habría herido a tu hermana -mintió Valentine, moviéndose con rapidez para recuperar tanto la espada como el kindjal de empuñadura roja, que se metió en el cinturón-. Habría detenido el golpe. Pero tu preocupación por la familia es encomiable.

«Mentiroso.» Pero Clary no tenía tiempo para los engaños de Valentine. Volvió la cabeza para mirar a Luke y sintió una fuerte punzada de náusea. Estaba tumbado de espaldas, con los ojos medio cerrados y la respiración entrecortada. La sangre borboteaba del agujero de la desgarrada camisa.

– Necesito un vendaje -pidió Clary con voz ahogada-. Algo de tela, cualquier cosa.

– No te muevas, Jonathan -ordenó Valentine con voz férrea, y Jace se quedó inmóvil donde estaba, con la mano a medio meter en el bolsillo-. Clarissa -dijo su padre, en una voz tan untuosa como el acero untado de mantequilla-, este hombre es un enemigo de nuestra familia, un enemigo de la Clave. Somos cazadores, y eso significa que en ocasiones debemos matar. Sin duda comprendes eso.

– Cazadores de demonios -replicó Clary-. Gente que mata demonios. No asesinos. Hay una diferencia.

– Es un demonio, Clarissa -repuso Valentine, todavía con la misma voz suave-. Un demonio con el rostro de un hombre. Sé lo engañosos que pueden resultar tales monstruos. Recuerda, le perdoné la vida yo mismo en una ocasión.

– ¿Monstruo? -repitió Clary.

Pensó en Luke, en Luke empujándola en los columpios cuando tenía cinco años, más alto, siempre más alto; en Luke en su graduación en la escuela primaria, con la cámara de fotos disparando sin cesar igual que un padre orgulloso; en Luke revisando cada caja de libros que llegaba a su almacén, buscando cualquier cosa que a ella pudiera gustarle y apartándolo. Luke alzándola para que arrancara manzanas de los árboles que había cerca de su granja. Luke, cuyo lugar como padre aquel hombre intentaba arrebatarle.

– Luke no es un monstruo -afirmó en una voz que igualaba en tono acerado a la de Valentine-. Ni un asesino. Tú lo eres.

– ¡Clary! -Era Jace.

Clary hizo caso omiso. Tenía los ojos fijos en los fríos ojos negros de su padre.

– Asesinaste a los padres de tu esposa, no en combate sino a sangre fría -acusó-Y apuesto a que también asesinaste a Michael Wayland y a su pequeño hijo. Arrojaste los huesos junto con los de mis abuelos, de modo que mi madre pensara que tú y Jace estabais muertos. Pusiste tu collar alrededor del cuello de Michael Wayland antes de quemarlo para que todos pensaran que aquellos huesos eran los tuyos. Después de toda esa cháchara tuya sobre la sangre no contaminada de la Clave…, a ti no te importaba nada su sangre o su inocencia cuando los mataste, ¿verdad? Asesinar ancianos y niños a sangre fría, eso es monstruoso.

Otro espasmo de cólera contorsionó las facciones de Valentine.

– ¡Es suficiente! -rugió Valentine, volviendo a alzar la espada de estrellas negras, y Clary oyó la verdad de quién era en su voz, la cólera que le había impulsado toda su vida, la hirviente rabia sin fin-. ¡Jonathan! ¡Arrastra a tu hermana fuera de mi camino, o por el Ángel que la derribaré de un golpe para matar al monstruo que está protegiendo!

Por un brevísimo instante Jace vaciló. Luego alzó la cabeza.

– Desde luego, padre -dijo, y cruzó la habitación hacia Clary.

Antes de que ella pudiera alzar las manos para rechazarle, ya la había agarrado rudamente por el brazo. Tiró de ella para incorporarla, apartándola de Luke.

– Jace -susurró ella, horrorizada.

– No -dijo él.


Los dedos del muchacho se le clavaron dolorosamente en los brazos. Olía a vino, a metal y a sudor.

– No me hables.

– Pero…

– He dicho que no hables.

La zarandeó, y ella dio un traspié, recuperó el equilibrio, y alzó la vista para ver a Valentine de pie, refocilándose sobre el cuerpo encogido de Luke. Alargó la punta de un pie pulcramente embutido en una bota y empujó a Luke, que emitió un sonido estrangulado.

– ¡Déjale en paz! -chilló Clary, intentando liberarse de las manos de Jace.

Era inútil: él era demasiado fuerte.

– Para -le siseó él al oído-. Sólo lo empeorarás para ti. Es mejor si no miras.

– ¿Como haces tú? -siseó ella a su vez-. Cerrar los ojos y pretender que algo no sucede no hace que deje de ser verdad, Jace. Deberías saberlo muy bien…

– Clary, para.

Su tono casi la dejó helada. Sonó desesperado. Valentine reía entre dientes.

– Si al menos hubiera pensado -se burló- en traer conmigo una arma de auténtica plata, podría haberte despachado tal y como se hace con los de tu especie, Lucían.

Luke gruñó algo que Clary no consiguió oír. Esperó que fuera algo grosero. Se retorció en un intento de soltarse de Jace. Sus pies resbalaron y él la atrapó, tirando hacia atrás de ella con una fuerza atroz. La rodeaba con los brazos, se dijo Clary, pero no del modo que ella había deseado en una ocasión, no como había imaginado.

– Al menos deja que me levante -dijo Luke-. Déjame morir de pie. Valentine le miró desde el otro extremo de la espada, y se encogió de hombros.

– Puedes morir tumbado de espaldas o de rodillas -dijo-. Pero sólo un hombre se merece morir de pie, y tú no eres un hombre.

– ¡NO!

Chilló Clary mientras, sin mirarla, Luke empezaba a izarse penosamente para adoptar una posición arrodillada.

– ¿Por qué tienes que hacerlo peor para ti? -exigió Jace en un susurro quedo y tenso-. Te dije que no miraras. Clary jadeaba por el esfuerzo y el dolor.

– ¿Por qué tienes que mentirte a ti mismo?

– ¡No miento!

– Las manos que la sujetaban la agarraron con más violencia, a pesar de que ella no había intentado liberarse-. Sólo quiero lo que es bueno en mi vida…, mi padre…, mi familia… No puedo perderlo todo otra vez.

Luke estaba arrodillado muy erguido ahora. Valentine había alzado la espada ensangrentada. Luke tenía los ojos cerrados, y murmuraba algo: palabras, una oración, Clary no lo sabía. Se revolvió en los brazos de Jace, volviéndose violentamente para poder mirarle a la cara. El muchacho tenía los labios apretados en una fina línea, la mandíbula rígida, pero los ojos…

La frágil armadura se rompía. Necesitaba sólo un último empujón por parte de ella. Se esforzó por encontrar las palabras.

– Tienes una familia -dijo-. Una familia son simplemente las personas que te quieren. Como los Lightwood te quieren. Alec, Isabelle… -Su voz se quebró-. Luke es mi familia, y ¿tú vas a hacerme contemplar cómo muere justo del mismo modo en que pensaste que habías visto morir a tu padre cuando tenías diez años? ¿Es eso lo que quieres, Jace? ¿Es ésta la clase de hombre que quieres ser? Como…

Se interrumpió, aterrada de improviso por la idea de haber ido demasiado lejos.

– Como mi padre -dijo él.

Su voz era gélida, distante, inanimada como la hoja de un cuchillo. «Le he perdido», pensó ella, desesperanzada.

– Agáchate -dijo, y la empujó, con fuerza.

Clary dio un traspié, cayó al suelo y rodó sobre una rodilla. Irguiéndose arrodillada, vio que Valentine alzaba bien alta la espada sobre la cabeza de Luke. El resplandor del candelabro situado en el techo estallando sobre la hoja despidió brillantes puntos de luz que le acuchillaron los ojos.

– ¡Luke! -chilló con todas sus fuerzas.

La hoja se clavó con fuerza… en el suelo. Luke ya no estaba allí. Jace se había movido más rápido incluso de lo que Clary hubiera creído posible para un cazador de sombras; lo había apartado de un empujón, derribándole, cuan largo era, a un lado. Jace se quedó mirando a su padre a la cara por encima de la temblorosa empuñadura de la espada, con el rostro blanco, pero la mirada firme.

– Creo que deberías irte -dijo Jace.

Valentine contempló fijamente a su hijo, lleno de incredulidad.

– ¿Qué has dicho?

Luke había conseguido sentarse. Sangre fresca manchaba su camisa. Contempló sorprendido cómo Jace alargaba una mano y con delicadeza, casi desinteresadamente, acariciaba la empuñadura de la espada que había quedado clavada en el suelo.

– Creo que me has oído, padre.

La voz de Valentine sonó igual que un látigo.

– Jonathan Morgenstern…

Con la velocidad del rayo, Jace agarró la empuñadura de la espada, arrancó el arma de las tablas del suelo, y la alzó. La sostuvo ligeramente, horizontal y plana, con la punta flotando a pocos centímetros por debajo de la barbilla de su padre.

– Ése no es mi nombre -dijo-. Mi nombre es Jace Wayland.

Los ojos de Valentine seguían fijos en Jace; apenas parecía advertir la presencia de la espada ante su garganta.

– ¿Wayland? -rugió-. ¡No llevas sangre Wayland! Michael Wayland era un desconocido para ti…

– Lo mismo -dijo Jace con calma- que eres tú. -Agitó la espada hacia la izquierda-. Ahora muévete.

Valentine empezó a negar con la cabeza.

– Jamás. No aceptaré órdenes de un niño.

La punta de la espada le besó la garganta. Clary lo contemplaba todo con fascinado horror.

– Soy un niño muy bien adiestrado -repuso Jace-. Tú mismo me instruiste en el minucioso arte de matar. Sólo necesito mover dos dedos para rebanarte la garganta, ¿lo sabías? -Sus ojos eran duros-. Supongo que sí.

– Eres muy diestro -admitió Valentine.

Su tono era displicente pero, Clary advirtió, permanecía realmente quieto.

– Pero no podrías matarme. Siempre has tenido un corazón blando.

– Quizás él no podría. -Era Luke, de pie ahora, pálido y ensangrentado, pero erguido-. Pero yo podría. Y no estoy del todo seguro de que él pudiera detenerme.

Los ojos febriles de Valentine se movieron veloces hacia Luke, y regresaron a su hijo. Jace no se había vuelto al hablar Luke, sino que permanecía inmóvil como una estatua, con la espada quieta en la mano.

– Ya oyes al monstruo amenazándome, Jonathan -dijo Valentine-. ¿Te pones de su parte?

– Tiene razón -respondió él con suavidad-. No estoy totalmente seguro de que pudiera detenerle si quisiera hacerte daño. Los hombres lobos curan tan de prisa.

El labio de Valentine se crispó.

– Así pues -escupió-, al igual que tu madre, ¿prefieres a esta criatura, esta criatura medio diabólica a tu propia sangre, a tu propia familia?

Por primera vez la espada que empuñaba Jace pareció temblar.

– Me abandonaste cuando era un niño -replicó con voz mesurada-. Dejaste que pensara que estabas muerto y me enviaste lejos a vivir con desconocidos. Jamás me dijiste que tenía una madre, una hermana. Me dejaste solo.

La palabra fue un grito.

– Lo hice por ti…, para mantenerte a salvo -protestó Valentine.

– Si te importara Jace, si te importara la sangre, no habrías matado a sus abuelos. Mataste a gente inocente -intervino Clary, enfurecida.

– ¿Inocente? -soltó Valentine-. ¡Nadie es inocente en una guerra! ¡Se pusieron del lado de Jocelyn y en mi contra! ¡Le habrían permitido que me quitara a mi hijo! Luke soltó un suspiro sibilante.

– Sabías que ella iba a abandonarte -dijo-. ¿Sabías que iba a huir, incluso antes del Levantamiento?

– ¡Por supuesto que lo sabía! -rugió Valentine. Su gélido control se había resquebrajado, y Clary pudo ver la hirviente cólera bullendo bajo la superficie, enroscándose a los tendones de su cuello, convirtiendo sus manos en puños.

– ¡Hice lo que tenía que hacer para proteger lo que era mío, y al final les di más de lo que jamás merecieron: la pira funeraria concedida sólo a los más importantes guerreros de la Clave!

– Los quemaste -declaró Clary en tono categórico.

– ¡Sí! -chilló Valentine-. Los quemé.

Jace profirió un sonido ahogado.

– Mis abuelos…

– Jamás los conociste -insistió Valentine-. No pretendas sentir una pena que no sientes.

La punta de la espada temblaba más rápidamente en aquellos momentos. Luke posó una mano sobre el hombro de Jace.

– Tranquilo -dijo.

Jace no le miró. Respiraba como si hubiese estado corriendo. Clary podía ver el sudor brillándole en la nítida línea divisoria de la clavícula, pegándole los cabellos a las sienes. Las venas eran visibles a lo largo de los dorsos de las manos.

«Va a matarlo -pensó-. Va a matar a Valentine.»

Dio un paso al frente a toda prisa.

– Jace…, necesitamos la Copa. O ya sabes lo que hará con ella.

Jace se pasó la lengua por los resecos labios.

– La Copa, padre. ¿Dónde está?

– En Idris -respondió él con calma-. Donde tú nunca la encontrarás.

La mano de Jace temblaba violentamente.

– Dime…

– Dame la espada, Jonathan.

Era Luke, la voz tranquila, incluso afable.

La voz de Jace sonó como si hablara desde el fondo de un pozo.

– ¿Qué?

Clary dio otro paso al frente.

– Dale a Luke la espada. Deja que la tenga él, Jace.

Él negó con la cabeza.

– No puedo.

La muchacha dio otro paso más; uno más, y estaría lo bastante cerca como para tocarle.

– Sí, puedes -dijo con suavidad-. Por favor.

Él no la miró. Tenía la mirada trabada con la de su padre. El momento se alargó más y más, de un modo interminable. Por fin asintió, con un gesto seco, sin bajar la mano. Pero sí dejó que Luke fuera a colocarse a su lado, y que colocara la mano sobre la suya, en la empuñadura del arma.

– Puedes soltarla ahora, Jonathan -dijo Luke, y entonces, al ver el rostro de Clary, se corrigió-. Jace.

Jace pareció no haberle oído. Soltó la empuñadura y se apartó de su padre. Parte del color de su rostro había regresado, y en aquellos momentos tenía un tono más parecido a la masilla, el labio ensangrentado allí donde se lo había mordido. Clary anheló tocarle, rodearle con los brazos, pero supo que él jamás se lo permitiría.

– Tengo una sugerencia -dijo Valentine a Luke, en un tono sorprendentemente tranquilo.

– Deja que adivine -replicó Luke-. Es «no me mates», ¿verdad?

Valentine rió, fue un sonido carente por completo de alegría.

– No me rebajaría a rogarte por mi vida -declaró.

– Bien -repuso Luke, dando un golpecito a la barbilla del otro con la espada-. No voy a matarte a menos que me obligues a ello, Valentine. No pienso asesinarte frente a tus propios hijos. Lo que quiero es la Copa.

Los rugidos procedentes del piso inferior eran más fuertes ya. Clary oyó lo que parecían pisadas en el pasillo fuera de la habitación.

– Luke…

– Lo oigo -dijo él con brusquedad.

– La Copa está en Idris, os lo he dicho -contestó Valentine, moviendo los ojos más allá de Luke.

Luke sudaba.

– Si está en Idris, usaste el Portal para llevarla allí. Iré contigo. La traeré de vuelta.

Los ojos de Luke se movían veloces de un lado a otro. Había más movimiento afuera en el pasillo ahora, sonidos de gritos, de algo que se hacía añicos.

– Clary, quédate con tu hermano. Después de que pasemos, usad el Portal para que os lleve a un lugar seguro.

– No me iré de aquí -declaró Jace.

– Sí, lo harás. -Algo golpeó contra la puerta y Luke alzó la voz-. Valentine, el Portal. Muévete.

– ¿O qué?

Lo ojos de Valentine estaban puestos en la puerta con una expresión contemplativa.

– Te mataré si me obligas a ello -aseguró Luke-. Delante de ellos o no. El Portal, Valentine. Ahora.

Valentine extendió las manos a ambos lados.

– Si lo deseas.

Retrocedió levemente, justo en el momento en que la puerta estallaba hacia dentro, con los goznes desparramándose por el suelo. Luke se escabulló a un lado para evitar ser aplastado por la puerta que caía, volviéndose al hacerlo, con la espada aún en la mano.

Un lobo apareció en el umbral, una montaña enfurecida de pelo moteado, con los hombros encorvados al frente, los labios echados hacia atrás sobre unos dientes que gruñían. Manaba sangre de innumerables cortes en su pelaje.

Jace maldecía en voz baja, con un cuchillo serafín ya en la mano. Clary le sujetó la muñeca.

– No…, es un amigo.

Jace le lanzó una breve mirada incrédula, pero bajó el brazo.

– Alaric…

Luke gritó algo entonces, en un idioma que Clary no comprendió. Alaric volvió a gruñir, agazapándose más contra el suelo, y por un confuso momento, la muchacha pensó que iba a lanzarse sobre Luke. Entonces vio que Valentine se llevaba la mano al cinturón, el centelleo de gemas rojas, y advirtió que había olvidado que él aún tenía la daga de Jace.

Oyó que una voz gritaba el nombre de Luke, pensó que era la suya…, luego se dio cuenta de que parecía como si su garganta estuviera pegada con cola, y que era Jace quien había gritado.

Luke se dio la vuelta, espantosamente despacio, al mismo tiempo que el cuchillo abandonaba la mano de Valentine y volaba hacia él como una mariposa plateada que giraba y giraba sobre sí misma en el aire. Luke alzó su espada… y algo enorme y de un gris leonado pasó como una exhalación entre él y Valentine. Escuchó el aullido de Alaric, elevándose e interrumpiéndose repentinamente; oyó el sonido de la hoja al clavarse. Lanzó una exclamación ahogada e intentó correr hacia adelante, pero Jace la echó hacia atrás.

El lobo se desplomó encogido a los pies de Luke, con sangre salpicando su pelaje. Sin fuerzas, con las patas, Alaric arañó la empuñadura del cuchillo que sobresalía de su pecho. Valentine soltó una carcajada.

– Y éste es el modo en el que pagas la lealtad ciega que adquiriste a tan bajo precio, Lucían -dijo-. Dejando que mueran por ti.

Retrocedía, con los ojos fijos aún en Luke. Luke, con el rostro blanco, le miró, y luego bajó la vista hacia Alaric; sacudió la cabeza una vez, y luego cayó de rodillas, inclinándose sobre el hombre lobo caído. Jace sujetaba todavía a Clary por los hombros.

– Quédate aquí, ¿me oyes? Quédate aquí -siseó.

Y fue tras Valentine, que se marchaba a toda prisa, inexplicablemente, hacia una pared. ¿Planeaba arrojarse por la ventana? Clary podía ver el reflejo del hombre en el enorme espejo de marco dorado a medida que se acercaba a él, y la expresión de su rostro, una especie de socarrón alivio, la inundó de rabia asesina.

– Lo tienes claro -masculló, moviéndose para seguir a Jace.

Se detuvo sólo para recoger el kindjal de empuñadura azul de debajo de la mesa, a donde Valentine lo había enviado de una patada. El arma le resultó reconfortante en la mano, le dio confianza, mientras apartaba una silla caída de su camino y se acercaba al espejo.

Jace tenía el cuchillo serafín en la mano, y la luz que emanaba de él proyectaba un fuerte resplandor hacia arriba, oscureciendo los círculos bajo sus ojos, los huecos de las mejillas. Valentine se había dado la vuelta y permanecía inmóvil, recortado en su luz, con la espalda contra el espejo. En la superficie, Clary pudo ver también a Luke detrás de ellos; había dejado la espada en el suelo, y extraía el kindjal de empuñadura roja del pecho de Alaric, con suavidad y cuidado. Sintió náuseas y sujetó su propia arma con más fuerza.

– Jace… -empezó a decir.

Él no se volvió para mirarla, aunque por supuesto podía verla reflejada en el espejo.

– Clary, te dije que esperaras.

– Es como su madre -comentó Valentine.

Tenía una de las manos a la espalda y se dedicaba a pasarla a lo largo del borde del grueso marco dorado del espejo.

– No le gusta hacer lo que le dicen.

Jace no temblaba como le había sucedido antes, pero Clary pudo percibir hasta qué punto se había tensado su control, como la piel sobre un tambor.

– Iré con él a Idris, Clary. Traeré de vuelta la Copa.

– No, no puedes -empezó Clary, y vio, en el espejo, cómo el rostro del muchacho se crispaba.

– ¿Tienes una idea mejor? -inquirió él.

– Pero Luke…

– Lucían -dijo Valentine en una voz suave como la seda- se está ocupando de un camarada caído. En cuanto a la Copa, e Idris, no están lejos. A través del espejo, se podría decir.

Los ojos de Jace se entrecerraron.

– ¿El espejo es el Portal?

Los labios de Valentine se estrecharon y dejó caer la mano, apartándose del espejo al mismo tiempo que la imagen en éste se arremolinaba y cambiaba igual que acuarelas diluyéndose en una pintura. En lugar de la habitación con su madera oscura y velas, Clary vio campos verdes, el denso color esmeralda de las hojas de los árboles y un amplio prado que descendía hasta una gran casa de piedra a lo lejos. Pudo oír el zumbido de las abejas, el susurrar de hojas en el viento y el aroma de la madreselva que arrastraba el viento.

– Ya te dije que no estaba lejos.

Ahora, Valentine estaba de pie en lo que parecía una arcada dorada, con los cabellos agitándose bajo el mismo viento que agitaba las hojas en los lejanos árboles.

– ¿Está como tú lo recuerdas, Jonathan? ¿No ha cambiado nada?

Clary sintió que el corazón se le contraía en el pecho. No tenía la menor duda de que se trataba de la casa de la infancia de Jace, presentada para tentarle del mismo modo que uno podría tentar a un niño con un caramelo o un juguete. Miró en dirección a Jace, pero él no pareció verla en absoluto. Tenía los ojos fijos en el Portal, y en la vista que había al otro lado de los campos verdes y la casa solariega. Vio que el rostro se le suavizaba, su boca, como si contemplara a alguien que amara, se curvó con nostalgia.

– Todavía puedes venir a casa -insistió su padre.

La luz del cuchillo serafín que Jace sostenía proyectó su sombra hacia atrás de modo que ésta pareció cruzar el Portal, oscureciendo los luminosos campos y el prado del otro lado.

La sonrisa desapareció de la boca de Jace.

– Ésa no es mi casa -dijo-. Mi casa ahora está aquí.

Con un ataque de rabia contorsionando sus facciones, Valentine miró a su hijo. Clary jamás olvidaría aquella mirada: le hizo sentir un repentino anhelo de estar con su madre. Porque por muy enfadada con ella que hubiera estado su madre, Jocelyn jamás la habría mirado de aquel modo. Siempre la había mirado con amor.

Clary sintió tanta lástima por Jace entonces, que era imposible sentir más.

– Muy bien -dijo Valentine, y dio un veloz paso atrás a través del Portal de modo que sus pies se posaron en el suelo de Idris; sus labios se curvaron en una sonrisa-. Ah -indicó-, el hogar.

Jace avanzó a trompicones hasta el borde del Portal antes de detenerse, con una mano sobre el marco dorado. Una extraña vacilación parecía haberse apoderado de él, al mismo tiempo que Idris rielaba ante sus ojos como un espejismo en el desierto. Haría falta sólo un paso…

– Jace, no -dijo Clary rápidamente-. No vayas tras él.

– Pero la Copa -repuso él.

La muchacha era incapaz de saber qué pensaba él, pero el arma que empuñaba temblaba violentamente junto con la mano.

– ¡Deja que la Clave la consiga! Jace, por favor.

«Si cruzas ese Portal, podrías no regresar jamás. Valentine te matará. Tú no quieres creerlo, pero lo hará.»

– Tu hermana tiene razón.

Valentine estaba de pie entre la hierba verde y las flores silvestres, con las briznas de hierba agitándose alrededor de sus pies, y Clary se dio cuenta de que, a pesar de que se encontraban a centímetros de distancia el uno del otro, se hallaban en países diferentes.

– ¿Realmente crees que puedes ganarme? ¿Aunque tú tengas un cuchillo serafín y yo esté desarmado? No sólo soy más fuerte que tú, sino que dudo que seas capaz de matarme. Y tendrás que matarme, Jonathan, antes de que te entregue la Copa.

Jace cerró con más fuerza la mano sobre el arma del ángel.

– Puedo…

– No, no puedes.

Alargó la mano, a través del Portal, y agarró la muñeca de Jace, arrastrándola al frente hasta que la punta de la hoja serafín tocó su pecho. Allí donde la mano y la muñeca de Jace atravesaron el Portal, éstas parecieron rielar como si estuvieran hechas de agua.

– Hazlo, pues -indicó Valentine-. Hunde la hoja. Siete… tal vez nueve centímetros.

Tiró de la cuchilla hacia él, con la punta de la daga cortando la tela de la camisa. Un círculo rojo como una amapola floreció justo sobre el corazón. Jace, con una exclamación ahogada, desasió la mano de un tirón y retrocedió trastabillando.

– Lo que yo pensaba -dijo su padre-. Un corazón demasiado blando.

Y con una sorprendente brusquedad lanzó el puño en dirección a Jace. Clary chilló, pero el golpe jamás alcanzó al joven: en su lugar, golpeó la superficie del Portal entre ellos con un sonido parecido al de un millar de cosas frágiles que se rompen. Grietas en forma de telas de araña resquebrajaron el cristal que no era cristal; lo último que Clary oyó antes de que el Portal se desvaneciera en un diluvio de fragmentos irregulares fue la risa burlona de Valentine.

El cristal recorrió el suelo como una lluvia de hielo, una cascada extrañamente hermosa de fragmentos plateados. Clary retrocedió, pero Jace se quedó muy quieto mientras el cristal llovía sobre él, con la mirada fija en el marco vacío del espejo.

Clary había esperado que lanzara una palabrota, que gritara o maldijera a su padre, pero en lugar de ello se limitó a esperar a que los fragmentos dejaran de caer. Cuando lo hicieron, se arrodilló en silenció y con cuidado en el maremágnum de cristales rotos y recogió uno de los pedazos más grandes, dándole vueltas en las manos.

– No.

Clary se arrodilló a su lado, dejando en el suelo el cuchillo que había estado empuñando. La presencia del arma ya no la reconfortaba.

– No había nada que pudieras haber hecho.

– Sí, lo había. -Seguía con la vista puesta en el cristal; con el cabello salpicado de esquirlas rotas de éste-. Podía haberle matado -Giró el fragmento hacia ella-. Mira -dijo.

Miró. En el trozo de cristal pudo ver aún un pedazo de Idris…, un poco de cielo azul, la sombra de hojas verdes. Exhaló dolorosamente.

– Jace…

– ¿Estáis bien?

Clary alzó los ojos. Era Luke, de pie junto a ellos. Iba desarmado, con los ojos hundidos en círculos azules de agotamiento.

– Estamos bien -dijo ella.

Pudo ver una figura desmadejada en el suelo detrás de él, medio cubierta con el largo abrigo de Valentine. Una mano sobresalía de debajo del borde de la tela, rematada por unas zarpas.

– ¿Alaric…?

– Está muerto -dijo Luke.

Había gran cantidad de dolor controlado en su voz; aunque apenas había conocido a Alaric, Clary supo que el aplastante peso de la culpa permanecería con él para siempre. «Y éste es el modo en el que pagas la lealtad ciega que adquiriste a tan bajo precio, Lucian -dijo-. Dejando que mueran por ti.»

– Mi padre ha escapado -dijo Jace-. Con la Copa. -Su voz era apagada-. Se la entregamos justo a él. He fracasado.

Luke dejó que una de sus manos cayera sobre la cabeza de Jace, quitándole los cristales de los cabellos. Aún tenía las zarpas fuera, los dedos manchados de sangre, pero Jace soportó su contacto como si no le importara, y no dijo nada en absoluto.

– No es tu culpa -repuso Luke, bajando los ojos hacia Clary.

Los ojos azules mostraron una mirada firme y dijeron a la muchacha: «Tu hermano te necesita; permanece junto a él».

Ella asintió, y Luke les dejó y fue a la ventana. La abrió de par en par, dejando entrar en la habitación una ráfaga de aire que hizo parpadear las velas. Clary le oyó chillar, llamando a los lobos que había abajo.

La joven volvió a arrodillarse junto a Jace.

– Todo va bien -dijo con voz entrecortada, aunque estaba claro que no era así, y podría no volver a ser así jamás; le puso la mano sobre el hombro.

La tela de la camisa tenía un tacto áspero bajo sus dedos, estaba empapada de sudor y resultaba extrañamente reconfortante.

– Hemos recuperado a mi madre. Te tenemos a ti. Tienes todo lo que importa.

– Él tenía razón. Por eso yo era incapaz de obligarme a cruzar el Portal -murmuró Jace-. No podía hacerlo. No podía matarle.

– Sólo habrías fracasado si lo hubieses hecho.

No le contestó, se limitó a murmurar algo por lo bajo. Ella no consiguió oír del todo las palabras, pero alargó la mano y le quitó el trozo de cristal. Jace sangraba por dos finos y estrechos cortes allí donde lo había sujetado. Ella colocó el fragmento en el suelo y le cogió la mano, cerrándole los dedos sobre la palma herida.

– Sinceramente, Jace -comenzó, con la misma delicadeza con la que le había tocado-, ¿es que no sabes que no se debe jugar con cristales rotos?

Él profirió un sonido parecido a una risa estrangulada antes de alargar las manos y envolverla en un abrazo. Clary era consciente de que Luke les observaba desde la ventana, pero cerró los ojos con firmeza y enterró el rostro en el hombro de Jace. El muchacho olía a sal y a sangre, y sólo cuando su boca se acercó a la oreja de ella comprendió qué era lo que decía, lo que había estado murmurando antes, y era la letanía más simple de todas: el nombre de Clary, sólo su nombre.

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