Después de la conferencia TOMÁS KÓBOR

El acto se realizó en la gran sala de recibo. Con los sillones revestidos de seda y las sillas tapizadas de cuero se formaron tres hileras, como en la platea de un teatro. Al frente, entre las dos ventanas, se ubicó la mesa, y sobre ésta, además de una lámpara que proyectaba la luz de cien bujías, los tradicionales candelabros que servían de adorno.

La dueña de la casa era el centro de la reunión. Ostentando su belleza, con dulce sonrisa y un poco emocionada ante los calurosos aplausos de los presentes tomó asiento, comenzando, con el silenciar de aquéllos, la lectura de su conferencia sobre «Las corrientes artísticas modernas».

El trabajo se refería a las artes en general: escultura, pintura, poesía, teatro…, y todo estaba relacionado armónicamente, como un desfilar de hadas que al pasar frente al auditorio daban a conocer las características de las corrientes artísticas ¿e la época que ellas encarnaban.

El escritor Sebastián Csillag se encontraba presente y la disertaste, en una digresión elocuente de su coherencia, se refirió a la decisiva influencia que el afamado autor ejercía sobre la novela, género a cuyo mejoramiento había contribuido de manera extraordinaria.

Los asistentes subrayaron la referencia con un cerrado aplauso, y dos jóvenes damas miraron al literato con ojos vivaces y dulce sonrisa, en tanto que el gran escritor, quitándose los tetes empañados y fijando en ellos la vista, los limpiaba con el pañuelo. Junto a él se hallaba sentado el esposo de la culta y simpática dueña de casa, y el autor le estrechó la mano, no sin notar que el otro mostraba bajo su bigote una burlona sonrisa.

El acto intelectual se prolongó una hora y, a su término, los caballeros, poniéndose de pie, aplaudieron entusiastamente a la dama, mientras que las señoras se acercaban a ella en grupo, agobiándola con abrazos y besos. Luego de las felicitaciones, la hermosa conferenciante dijo, carraspeando un poco, que no se hallaba muy satisfecha de su desempeño, porque estaba algo afónica y no había podido dar a su discurso la índole compleja del tema.

Como era lógico, todos afirmaron que no habían notado semejante defecto; por el contrario, dijeron que jamás habían escuchado conferencia alguna con tan religiosa atención.

El literato a quien la disertante había elogiado se acercó, algo vacilante, como hombre de poco mundo, para felicitarla.

— ¡Oh! — dijo la dama-, no creo que mi labor lo haya satisfecho. Usted está habituado a trabajos mucho mejores. Me siento ante usted como una escolar que recita su lección.

— Si es así, ha dado usted una lección que me ha servido enormemente. Palabra de honor que antes de oírla no conocía yo ni la décima parte de lo que ahora sé.

— ¡Por Dios, qué manera de hacerse el hipócrita! Sé muy bien que usted conoce al detalle toda la literatura mundial.

— Tal vez, señora, pero le digo sinceramente que de literatura clásica sólo conozco a Boccaccio y de la literatura extranjera no recuerdo más que el óleo llamado El entierro del cazador.

La bella dama rió, apartándose enseguida del novelista para atender a sus invitados. Estos fueron al comedor, donde se les sirvió un lunch. En una de sus idas y venidas, la dueña de casa tomó del brazo al escritor y lo llevó hasta el balcón, entablándose el diálogo que sigue:

— Ahora siéntese a mi lado–dijo ella–y renuncie a toda actitud de defensa, porque estoy resuelta a no dejarlo escapar. Me dirá sinceramente lo que piensa de mi disertación.

— Le repito–arguyó el escritor–que usted me dio la oportunidad de conocer cosas que ignoraba.

— Despréndase usted de cortesías; lo que le pido es su crítica; que me indique los defectos de mí labor.

— Si eso hiciera, usted me pondría de patitas en la calle.

— ¡Ah! Cree usted que soy una pequeña o me confunde con una actriz… No; yo me dedico a las letras y a su estudio con natural entusiasmo y no por vanidad. Por lo tanto puedo aguantar toda crítica… ¡Créamelo usted!

— Perdone entonces, si le hago una pregunta. ¿No tiene mejor cosa que hacer que dedicarse con entusiasmo a las letras?

— Entiendo —dijo la señora amargamente—; quiere usted significar que debo dedicarme a la cocina… Voy a tranquilizarlo: la cocinera no se aprovecha de un centavo, porque yo me cuido para que no lo haga.

— Perdone, señora, no quise ofenderla–replicó el escritor con amabilidad-; no me refería a la cocina. Quedamos, pues, sin halago, en que la conferencia fue realmente maravillosa.

— Ahora, ya me doy cuenta de que usted tiene algo que decir… sobre mí, sobre mi persona. Si es así, no vacile en hacerlo; me hará usted un favor muy señalado.

— Pues bien, sí. Algo tengo que decirle y es que la compadezco.

— ¿Me compadece usted? — contestó la dama, sorprendida.

— Así es, en efecto.

— ¿Por qué razón?

—Realmente, ya que usted me obligó a declarar mi compasión, sería injusto que me negara a explicarle el motivo de ella. Vea, señora, en tanto usted estaba embebida en la lectura de sus cuartillas, yo la miraba con sumo interés. Observaba que usted es bella, extraordinariamente bella; que usted es fuerte, joven, sana, pictórica de vida. Hice un cálculo sobre el tiempo que le demandó la preparación de conferencia tan notable y de tanto contenido; el que empleó para la consulta de los libros, en observar todos esos cuadros, todas esas esculturas; en obtener todos esos conocimientos estéticos e históricos que nos mostró. Y al hacer la adición, perdóneme usted, señora, mi corazón sintió una opresión, porque pensé: «Dios mío, estas personas que escuchan la conferencia ignoran que realmente lo que oyen es el epitafio de una juventud muerta».

—No, no… se engaña usted.

—Si no tuviera buen conocimiento de la psicología propia de este momento, guardaría silencio. Mas no hay dolor en su esencia más delicioso, nada que en definitiva nos vuelva más felices, que el ver de qué manera nos enseñan a conocci nuestra alma, sin haberla exhibido a nuestro maestro. Querida señora: no dude de que entiendo su culto intelectual y la compadezco y respeto. Si bien se admite que ésa es la manera más noble del adulterio.

—¡Ah, señor, eso ya es demasiado…!

—No interprete usted mal mis palabras; las repito y las reafirmo. En efecto, su afición a las letras es un adulterio, el más noble, el más limpio, pero siempre será adulterio. Señora, antes de tener el placer de oírla, eché una ojeada a su

mansión. El gusto más delicado domina en ella, pero, no se enoje usted, con sinceridad me parece que vivir aquí ha de resultar muy poco agradable.

—¿En verdad, no viviría usted en esta casa?

—Esto no es lo más parecido a un hogar. He observado en derredor buscando comodidades y no las he hallado. En el salón, las sillas son tan pequeñas, que resulta incómodo sentarse en ellas; las del comedor son asimismo estrechas e incómodas: sobre el diván uno no podría recostarse sin ajarlo lastimosamente. En ningún sirio hay signos de esa comodidad que es tan indispensable para el morador permanente. Le repito, perdóneme, mas yo estuve buscando algún lugar propicio para la confidencia, y no lo he hallado. Esta casa es lo suficientemente grande como para albergar a un núcleo de amigos; pero muy chica para una pareja.

— Yo me llevo bien con mi esposo…

— Lo sé; estuve un momento en el despacho de su marido. Sobre el escritorio, enmarcada en bronce, hay una fotografía de los dos; usted, vestida de novia; él, de frac. ¡Qué pareja ideal! Mas en los anaqueles no hay un solo libro de los que usted suele leer. En todo el despacho no he encontrado los testimonios del delicado gusto femenino que observé en los otros cuartos. Ahora, no hay duda: si usted leyera en ocasiones junto con su esposo, habría allí algún sillón apropiado.

— ¡Es verdad!… — admitió ella, con voz apagada.

— El despacho de su esposo es el de un soltero; el gabinete suyo, el de una culta señorita, de depurado gusto. Se han unido ustedes para toda la existencia; pero no recuerdan que están casados.

— ¿Quién es el responsable? —preguntó la dama.

— No lo sé–contestó el escritor-. Mas, en su caso, es el proceso característico de todos los dramas conyugales: el marido, que no interfiere nunca en el camino de su mujer, y la esposa, que no halla jamás en su nido al esposo. Ni el uno ni la otra tienen razones de queja; ni el uno ni la otra están desilusionados; viven juntos plácidamente, en paz y amistad, hasta que aparece él, el verdadero; y la esposa, luego de luchar terriblemente, da el primer paso… hacia el precipicio.

— ¿Y cree usted?…

— No, usted no traiciona a su esposo. Estoy seguro. Usted se defiende contra eso ignorándolo. Lee ávidamente los libros, admira los cuadros, prepara discursos. Cumple activamente con el culto de la belleza: le ha entregado usted su alma. Pero recuerde que su alma sería de su esposo si ella le fuese indispensable a él. Y esto también es un adulterio.

— ¡Hemos terminado!… — interrumpió la señora levantándose-. Señor, es usted terrible… Me causa miedo… Mas tenga en cuenta que ni una sola de sus palabras tiene la menor explicación.

Y alejándose, se volvió, bruscamente, para decir:

— ¡Gracias! ¡Muchas gracias!

Enseguida, avanzando presurosa entre los invitados que toman el té, entre charlas y risas, la disertante se inclina rápidamente hacia su esposo, que en ese momento tiene la taza sobre sus rodillas, y en presencia de todos lo besa impetuosamente.

El esposo, azorado por la sorpresa, alza los ojos y, sosteniendo con ambas manos el plato, le dice gravemente:

— ¡Mujer, que me tiras la taza!…

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