Interludio

Guilford despertó a la sombra del olmo, en la alta hierba, junto a un macizo de falsas anémonas azules como hielo glacial. Una suave brisa enfriaba su piel. La difusa luz del día mantenía todos los objetos suspendidos en su uniforme brillo, como si su percepción hubiera sido profundamente lavada de todo defecto.

Pero el cielo era negro y estaba lleno de estrellas. Eso era extraño.

Giró la cabeza y vio al piquete de pie a unos pocos pasos de distancia. Su yo-sombra. Su fantasma.

Probablemente hubiera debido sentir miedo. Misteriosamente, no lo sentía.

—Tú —consiguió decir.

El piquete —joven todavía, vestido aún con su desgastado uniforme— sonrió con simpatía.

—Hola, Guilford.

—Hola.

Se sentó. En la parte de atrás de su mente estaba la royente sensación de que algo iba mal, terriblemente mal, trágicamente mal. Pero el recuerdo se negaba a salir a la superficie.

—Creo —dijo lentamente— que me dispararon…

—Sí. Pero no te preocupes por eso ahora.

Aquel cielo, el cielo lleno de estrellas tan nítidas como bombillas eléctricas y tan cercanas como para poderlas alcanzar con la mano, le preocupaba también.

—¿Por qué estoy aquí?

—Para hablar.

—Quizá no quiera hablar. ¿Tengo elección?

—Por supuesto que tienes elección. Puedes taparte los oídos y silbar «Dixie» si quieres. Pero, ¿no prefieres oír lo que tengo que decir?

—No eres exactamente una fuente de buenas noticias.

—Da un paseo conmigo, Guilford.

—Caminas demasiado.

—Pienso mejor mientras muevo los pies —dijo el piquete.


Igual que en el Londres en llamas un cuarto de siglo antes, había una forzada calma en su interior. Hubiera debido sentirse aterrado: todo iba mal…, peor que mal, sugería alguna oleada de recuerdos. Se preguntó si el piquete era capaz de imponer una amnesia emocional sobre él, aplacar su pánico.

El pánico podía ser fácil de alcanzar, quizá incluso apropiado.

—Por aquí —dijo el piquete.

Guilford caminó con el piquete subiendo el sendero más allá de la casa, entre los arbustos y los árboles agitados por el viento. Miró hacia atrás a su casa, pequeña y solitaria en su herboso promontorio, y vio el océano más allá, una plana lámina de cristal que reflejaba como un espejo las estrellas.

—¿Estoy muerto?

—Sí y no —dijo el piquete.

—Podrías ser un poco más claro.

—Podría ser cualquiera de las dos cosas.

Pese a la calma ultraterrena, Guilford sentía el roce como de pluma del temor.

—¿Dependiendo de qué?

—De la suerte. De la resolución. De ti.

—¿Es eso un acertijo?

—No. Solo que resulta difícil de explicar.

Subieron a buen paso por el sendero. Normalmente Guilford hubiera sentido que le faltaba el aire a causa de la ascensión, pero sus pulmones funcionaban más eficientemente aquí, o el aire era más denso, o era tan invulnerable como en un sueño. Antes de que transcurriera mucho tiempo habían alcanzado la alta cima de la colina. El piquete dijo:

—Sentémonos un poco.

Hallaron un árbol mezquita y apoyaron la espalda contra su tronco, sentándose de la forma en que Guilford lo hacía a veces con Nick en las noches de verano, mirando a las estrellas. Estrellas en el océano, estrellas en el cielo. Más estrellas de las que jamás había imaginado que pudieran existir. Las estrellas giraban visiblemente, no alrededor del eje septentrional sino alrededor de un punto directamente sobre sus cabezas.

—Esas estrellas —dijo—, ¿son reales?

—«Real» es una palabra que significa más de lo que piensas, Guilford.

—Pero esto no es en realidad la colina detrás de mi casa.

—No. Solo es un lugar donde descansar.

Esto es este terreno, pensó Guilford. Territorio fantasma.

—¿Cómo se siente uno siendo un dios?

—No es eso lo que soy.

—La diferencia es sutil.

—Si enciendes una luz eléctrica, ¿te hace eso un dios? Tus propios antepasados hubieran dicho que sí.

Guilford parpadeó a la bóveda del cielo.

—El infierno de una bombilla.

—Estamos dentro del Archivo —dijo el piquete—. Específicamente, nos hallamos englobados en un paquete nodular lógico unido a los protocolos de procedimiento de la ontosfera terrestre.

—Bueno, eso lo explica todo —dijo Guilford.

—Lo siento. Lo que quiero decir es que todavía estamos dentro del Archivo: no podemos abandonarlo, al menos todavía no, pero no estamos exactamente en la Tierra.

—Aceptaré tu palabra sobre ello.

—No puedo sacarte de dentro del Archivo, pero puedo mostrarte cómo es el Archivo desde fuera.

Guilford no estaba seguro de lo que se le ofrecía —y la soterrada sensación de urgencia todavía le aguijoneaba—, pero puesto que no tenía ninguna auténtica elección, asintió.

—Muéstramelo —dijo.

Y, repentinamente, el cielo empezó a cambiar. Dejó de girar. Las estrellas se desplazaron en una nueva dirección, de sur a norte, y el horizonte sur se hundió a una velocidad vertiginosa. Guilford jadeó y deseó aferrarse al suelo aunque no había ninguna sensación de movimiento. La brisa persistió, cálida y suave y procedente del mar.

—¿Qué es lo que estoy mirando?

—Simplemente mira —dijo el piquete.

Más estrellas se desenrollaron hacia arriba desde el horizonte, incontables estrellas, y luego se retiraron a una impresionante velocidad, se convirtieron en manchas imprecisas y bandas de luz…, los brazos, el disco de una galaxia. La luz estelar se estabilizó, se convirtió en una enorme y luminosa rueda en el cielo.

—La ontosfera del Archivo —dijo el piquete con voz tranquila—. Su ismo.

Guilford no pudo formular una respuesta. Sentía que la maravilla formaba como una banda a través de su pecho y lo estrujaba.

Ahora toda la galaxia empezó a difuminarse, a formar una esfera no diferenciada de luz.

—La ontosfera en cuatro dimensiones.

Y eso también se desvaneció con la misma brusquedad. Ahora el cielo era una inmensidad de líneas color arco iris sobre un negro aterciopelado, iridiscentes, paralelas, tendiéndose en todas direcciones hacia el infinito hasta que no pudo soportar el mirarlas, hasta que mirarlas amenazó su cordura…

—La estructura Higgs del Archivo —dijo el piquete—, visualizada y simplificada.

¡Simplificada!, pensó Guilford.

Aquello también se desvaneció.

Por un momento el cielo se mantuvo completamente oscuro.

—Si estuvieras fuera del Archivo —dijo el piquete—, eso es lo que verías.

El Archivo: una esfera sellada, sin costuras, de apagada luz naranja que llenaba el horizonte occidental y se reflejaba en la inmóvil agua de la bahía.

—Contiene todo lo que fue la galaxia en su tiempo —dijo el piquete con voz suave—. Al menos, lo contuvo hasta que los psiones lo corrompieron. Esa mancha de luz roja sobre las colinas, Guilford, es lo que queda de la galaxia original, con todas sus estrellas y civilizaciones y voces y posibilidades…, un inmenso agujero negro que devora unas pocas cenizas sin vida.

—¿Un agujero negro? —consiguió decir Guilford.

—Una singularidad, materia tan compactada que nada puede escapar de ella, ni siquiera la luz. Lo que ves es la radiación secundaria.

Guilford no dijo nada. Sentía que un gran miedo golpeaba la envoltura de carne que lo contenía. Si lo que le había dicho el piquete era cierto, entonces esta masa en el cielo contenía tanto su pasado como su futuro; un tiempo a la vez frágil, tentativo, vulnerable al ataque. Esas humeantes cenizas eran la pizarra sobre la cual los dioses habían escrito los mundos. Sitúa mal un átomo, y los planetas colisionarán.

Y en esa pizarra habían escrito a Lily y a Caroline y a Abby y a Nicholas…, y a Guilford. Y él había sido extraído de ella, temporalmente, un número fluctuando entre el cero y el uno.

Almas como polvo de tiza, pensó Guilford. Miró al piquete.

—¿Qué es lo que quieres de mí?

—Ya hablamos de eso una vez antes.

—Quieres que luche en tu batalla. Que sea un soldado.

—Por extraño que pueda parecer, hay cosas que puedes hacer en la ontosfera que yo no puedo. Te estoy pidiendo tu ayuda.

—¡Mi ayuda! —Miró a la opaca imagen radiante del Archivo—. ¡No soy un dios! Aunque hiciera lo que quieres, ¿qué diferencia podría significar?

—Ninguna, si tú fueras el único. Pero hay millones de otros, en millones de otros mundos, y millones más que vendrán.

—¿Por qué malgastar tu tiempo conmigo, entonces?

—Tú no eres ni más ni menos importante que cualquiera de los demás. Importas, Guilford, porque toda vida importa.

—Entonces devuélveme a casa y déjame ocuparme de Abby y Nick.

Estaban bien, ¿verdad? Se debatió entre vagos e inquietantes jirones de recuerdos. Recuerdos como cristales rotos…

—No puedo hacer eso —dijo el piquete—. No soy omnipotente. No cometas el error de creer lo contrario.

—¿Qué tipo de dios eres, entonces?

—No soy ningún dios. Nací de padres mortales, Guilford, igual que tú.

—Hace un millón de años.

—Mucho más que eso. Pero no puedo manipular la ontosfera de la forma que sugieres. No puedo reescribir el pasado…, y solo tú puedes influenciar el futuro. —Se puso en pie. Exudaba una dignidad que Guilford no reconoció como suya. Por un momento Guilford tuvo la impresión de ver más allá de él…, no a través de él sino más allá de la humilde apariencia hacia algo tan ardiente e inmenso como el sol.

No es un ser humano, pensó. Quizá en su tiempo hubiera sido un ser humano; quizá incluso hubiera llegado a ser Guilford Law. Pero ahora era algún otro tipo distinto de criatura. Camina entre las estrellas, pensó Guilford, de la misma forma que yo puedo caminar por las calles de Fayetteville en un día soleado.

—Considera las apuestas. Si se pierde esta batalla, tu hija será esclavizada y tus nietos serán usados como incubadoras para algo completamente sin alma. En un sentido muy real, Guilford, serán devorados. Es una forma de muerte para la cual no hay resurrección.

Nick, pensó Guilford. Algo acerca de Nick. Nick oculto detrás del gran sofá de la sala de estar…

—Y si se pierden todas las batallas —dijo el piquete—, entonces todo esto, todo el pasado, todo el futuro, todo lo que amaste o creíste haber amado, será pasto de las langostas.

—Cuéntame algo —dijo Guilford—. Solo una cosa. Por favor explícame por qué todo esto depende de mí. No soy nada especial, tú lo sabes, si eres quien dices que eres. ¿Por qué no vas a buscar a alguien distinto? ¿Alguien más listo? ¿Alguien con la fuerza necesaria para ver cómo sus hijos envejecen y mueren? Todo lo que siempre he deseado, ¡Cristo!, es una vida, el tipo de vida que lleva la gente, enamorarme, tener hijos, tener una familia que se ocupe lo suficiente de mí como para proporcionarme un entierro decente…

—Tienes un pie en dos mundos. Parte de ti es idéntica a parte de mí, el Guilford Law que murió en Francia. Y parte de ti es única: el Guilford Law que fue testigo del Milagro. Eso es lo que hace posible esta conversación.

Guilford bajó la cabeza.

—¿Fuimos iguales durante cuánto tiempo, diecinueve o veinte años de un centenar de millones? Esto es una fracción apenas significativa.

—Soy inmensamente más viejo que tú. Pero no he olvidado lo que es acarrear un arma por una lodosa trinchera. Y temo por mi vida, y dudo de la cordura de la empresa, y siento las balas, siento el dolor, siento la muerte. No me gusta pedirte que te metas en una guerra aún más terrible. Pero la elección nos es forzada a ambos. —Bajó la cabeza—. Yo no hice al Enemigo.

Nick detrás del sofá. Abby enroscada sobre él, protegiéndole. El tapizado y el algodón del relleno y el olor de la pólvora y… y…

La sangre.

—No tengo nada que ofrecerte —dijo hoscamente el piquete—, excepto más dolor. Lo siento. Si vuelves, te me llevarás contigo. Mis recuerdos. Bouresches, las trincheras, el miedo.

—Quiero algo —dijo Guilford. Sintió el dolor ascender en él como un globo de aire caliente—. Si hago lo que dices…

—No tengo nada que ofrecerte.

—Quiero morir. No vivir eternamente. Envejecer y morir como un ser humano. ¿Es eso pedir mucho?

El piquete guardó silencio durante un tiempo.


Los paquetes de Turing trabajaban incansablemente para apuntalar las desmoronantes subestructuras del Archivo. La psivida avanzaba, se retiraba, avanzaba de nuevo por un millar de frentes.

Una segunda oleada de códigos víricos fue lanzada contra el Archivo, apuntada hacia las fuertemente blindadas secuencias temporales de los psiones.

Las noosferas esperaban fracturar el cronometraje de los psiones, cortarlos de su propio reloj Higgs de la ontosfera. Era un plan atrevido, y peligroso; la misma estrategia podía volverse contra ellos.

La sentiencia aguardaba: profundamente paciente, si bien profundamente asustada.

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