IV. OTOÑO DE 1920

«Quien ve la variedad y no la unidad, vaga de muerte a muerte.»

—Katha Upanishad

32

Había cientos de hombres como él trabajando en el tendido del ferrocarril transalpino.

Llevaban tarjetas del Sindicado de Trabajadores Ferroviarios. Horadaban montañas con TNT, construían puentes sobre las gargantas, clavaban las vías. O eran ingenieros, porteadores, engrasadores, maquinistas, estibadores.

Cuando menguaba el trabajo, desaparecían en el paisaje durante meses. O desaparecían, casi con la misma facilidad, en los humosos arrabales urbanos de Tilson y Nueva Pittsburgh, a lo largo del Rin.

Eran solitarios, silenciosos. No tenían ni amigos ni familia. No parecían especialmente viejos (su edad era difícil de precisar), pero la edad les rodeaba como un aura. Su porte sugería una economía de movimientos, una terrible y deliberada paciencia.

Karen Wilder conocía el tipo. Había visto a muchos de ellos. Solo que últimamente estaba viendo más que nunca.


Karen atendía la barra en el Schaffhausen Grill en la ciudad de Randall, en los Nuevos Territorios Interiores. Llevaba ya cinco años allí, a donde había llegado desde una ciudad minera en los Pirineos, sin un céntimo y buscando trabajo. Era buena sirviendo a los clientes, y llegó a un acuerdo práctico con el propietario. El cocinero no le pondría las manos encima, y no tendría que ir a las habitaciones de arriba con los clientes. (Aunque esto no era un problema importante, puesto que había cumplido los cuarenta el año pasado. Las ofertas no habían parado, pero habían disminuido un tanto.) Randall era un apeadero en la línea Rin-Ruhr. Los grandes trenes de carga lo cruzaban todos los días, cargados con carbón de Tilson, Carver y Nueva Dresde. Más allá de las cataratas, la Carretera del Interior cruzaba las vías. La cabeza de la línea había crecido enormemente en los últimos años. Familias respetables se habían mudado allí. Pero Randall seguía siendo una ciudad fronteriza, con las Leyes de Emigración y de Propiedad de las Tierras canalizando todavía un firme flujo de gente de las ciudades. Los nuevos trabajadores eran problemáticos, había descubierto Karen; dados a discutir, rápidos con los puños. Prefería la compañía de los antiguos, incluso (o especialmente) los dados a hablar poco, como Guilford Law.

Lo reconoció el primer día que entró en el local…, no su nombre, sino su clase.

Era un antiguo de la más pura casta. Delgado, casi flaco. Grandes manos. Ojos viejos. Karen casi se sintió tentada de preguntar qué habían visto aquellos ojos.

Pero no era muy hablador. Había sido un cliente regular durante un año, año y medio ahora. Venía por las tardes, comía parcamente, bebía poco. Karen pensaba que tal vez ella le gustara un poco…, siempre le ofrecía una o dos palabras sobre el tiempo o las noticias. Cuando le hablaba, inclinaba su cuerpo hacia ella como una planta de sombra tendiéndose hacia el sol.

Pero siempre se iba escaleras arriba con las putas.


Esta noche fue un poco diferente.

A mediados de septiembre, el Schaffhausen solía atraer estrictamente a la gente del lugar. Multitudes de finales del verano, madereros y criadores de serpientes, turistas de renta baja que recorrían el trazado del ferrocarril en busca de lugares más cálidos donde ir. El propietario había contratado a una banda de jazz de Tilson en un esfuerzo por atraer clientes, pero los músicos eran caros y se metían con las mujeres, y al trompetista le gustaba tocar escalas borracho en la plaza de la ciudad al amanecer. Así que la cosa no había durado. Con la llegada de septiembre el Schaffhausen volvió a su calma habitual.

Entonces habían empezado a aparecer los antiguos. (Los Hombres Viejos, los llamaban algunos). Al principio no parecieron inusuales. Gente así pasaba constantemente por Randall, alquilando alguna vieja y polvorienta habitación durante un tiempo y luego marchándose. Pagaban sus cuentas, no hacían preguntas, no respondían preguntas. Eran un hecho de la vida, como las serpientes salvajes que merodeaban por las montañas del sur.

Pero últimamente algunos de esos hombres se habían quedado más tiempo de lo habitual, y habían llegado más, y se sentaban en grupos en el Schaffhausen discutiendo acerca de dios sabía qué en tonos bajos, y la curiosidad de Karen se vio estimulada pese a sus mejores intenciones.

Así que cuando Guilford Law se sentó en la barra y pidió una copa, ella se la puso delante y dijo:

—¿Hay alguna convención o algo así en la ciudad?

Él le dio enconadamente las gracias por la copa. Luego dijo:

—No sé lo que quiere decir.

—Y un infierno no sabe.

Él le lanzó una larga mirada.

—Karen, ¿no es así?

—Ajá.-Sí, señor vengo-aquí-todas-las-noches-desde-hace-un-año, ese es mi nombre.

—Karen, esa es una pregunta delicada.

—En otras palabras, no es asunto mío. Pero está ocurriendo algo.

—¿De veras?

—Solo si una tiene ojos. Cada rata de la vía y piojo de la madera en los Territorios debe de estar aquí esta noche. Tienen ustedes un aspecto inconfundible, ¿sabe?

Como algo muerto de hambre y molido a golpes que se niega a morir. Pero no le dijo eso.

Durante una fracción de segundo tuvo la impresión de que él iba a confiarle algo. La expresión que cruzó su rostro era de una soledad humana tan pura que Karen se dio cuenta de que le temblaba el labio inferior.

Lo que dijo el hombre fue:

—Es usted una chica muy hermosa.

—Esta es la primera vez en quince años que alguien me llama chica, señor Law.

—Va a ser un otoño duro.

—¿De veras?

—Puede que no me vea durante un tiempo. Le diré lo que haré. Si vuelvo por primavera, vendré a verla. Si no hay inconveniente por su parte, quiero decir.

—Por mí ninguno, supongo. Pero falta mucho para la primavera.

—Y si no vuelvo…

¿Volver de dónde? Aguardó a que él terminara.

Pero él apuró su copa y sacudió la cabeza.


Una chica muy hermosa, había dicho él.

Recibía una docena de falsos cumplidos al día de hombres que estaban borrachos o eran indiferentes. Los cumplidos no significaban nada. Pero lo que había dicho Guilford Law no se apartó de su cabeza durante toda la tarde. Tan simple, pensó. Y triste, y curioso.

Quizá volviera realmente a verla…, y quizá fuera estupendo para ella.

Pero esta noche él terminó su copa y se fue a casa solo, moviéndose como un animal herido. Ella lo desafió con los ojos. Él desvió la mirada.

33

Lily dejó el trabajo a las cuatro y media y tomó el autobús al Museo Nacional. El día era frío, claro, vigorizante. El autobús estaba atestado con melancólicos trabajadores, hombres de mediana edad con trajes de estambre y sombreros arrugados. Ninguno de ellos comprendía la inminencia de la guerra celeste. Lo que deseaban, según había podido comprobar, era un cóctel, la cena, un cóctel después de la cena, acostar a los niños, poner uno de los dos canales nacionales en la televisión, y quizás una cabezada antes de irse a la cama.

Los envidiaba.

Había una exposición temática en el Museo, anunciada en inmensas pancartas que colgaban verticales como señoriales gallardetes suspendidas sobre las puertas:


La transformación de Europa

Comprender un Milagro


«Milagro», supuso, para apaciguar a los grupos de presión religiosos. Todavía prefería pensar en el continente como Darwinia, el viejo apodo de Hearst. La ironía se había perdido; la mayoría de la gente reconocía que Europa poseía una historia fósil propia, significara lo que esto significara, y podía imaginar muy bien al joven Charles Darwin coleccionando escarabajos en las marismas del Rin, intentando desentrañar el misterio del continente. Aunque quizá no su misterio central. Bajar del autobús, cruzar el frío aire hasta el interior de las salas del museo iluminadas por sus luces fluorescentes.

La exposición era inmensa. Lily ignoró la mayoría de ella y caminó directamente al expositor de cristal dedicado a la expedición Finch de 1920 y al breve conflicto angloamericano. Allí había muestras de antiguas brújulas, prensas para plantas, teodolitos, una tosca reliquia conmemorativa recuperada años después del suceso junto al Rin un poco más abajo del Bodensee: Dr. Thomas Markland Gillvany, in memoriam. Fotografías de los miembros de la expedición: Preston Finch, ridículamente envarado con su sombrero para protegerse del sol; el delgado Avery Keck; el desafortunado Gillvany; el pobre y martirizado John Watts Sullivan… Diggs, el cocinero, no estaba representado, como tampoco lo estaba Tom Compton, pero allí estaba su padre, Guilford Law, con barba de un día y una camisa de franela, en su anterior expedición al río Gallatin, un joven de ceño fruncido con una cámara de cajón y sucias uñas.

Tocó el cristal del expositor con la yema de un dedo. Hacía veinte años que no veía a su padre, no desde aquella terrible mañana en Fayetteville, con el sol asomándose, le había parecido, sobre un océano de sangre.

Él no había muerto. Por graves que fueran sus heridas, sanó rápidamente. Había sido mantenido en observación en el hospital del condado de Oro Delta: la Policía Territorial quería que explicara las muertes de Abby, Nicholas, tres forasteros anónimos y el sheriff Carlyle. Pero fue dado de alta mucho antes de lo que los médicos habían anticipado; abandonó el hospital en el turno de medianoche tras reducir a un guardia. Se emitió una orden de busca y captura, pero apenas fue algo más que un gesto testimonial. El continente engullía enteros a los fugitivos.

Todavía estaba ahí fuera.

Lo sabía. Los Hombres Viejos la contactaban de tanto en tanto. Periódicamente, les decía lo que había averiguado gracias a su trabajo de secretaria en la oficina de Matthew Crane —un funcionario del Departamento de Defensa controlado por los demonios—, y ellos la tranquilizaban de que su padre todavía estaba vivo.

Todavía ahí fuera, deshaciendo el Apocalipsis.

El momento, insistían, era inminente.

Lily se detuvo ante un diorama iluminado.

Era un bípedo fósil darwiniano —no podía recordar ni pronunciar su nombre latino—, un monstruo de dos piernas y cuatro brazos que había cazado por las llanuras europeas tan recientemente como la Era Glacial, y una bestia auténticamente formidable. El esqueleto en el diorama medía dos metros y medio de alto, con una enorme espina ventral a la que en sus tiempos habían estado unidas densas bandas de músculos, un cráneo de amplia bóveda, una mandíbula llena de dientes afilados como cuchillos. Y allí a su lado una reconstrucción, completa con su piel quitinosa, sus ojos de cristal, sus aserradas garras largas como cuchillos de cocina, desgarrando la garganta de una serpiente de pelo.

Una exposición del museo, como la fotografía de Guilford Law; pero Lily sabía que ni su padre ni la Bestia estaban realmente extintos.

—Vamos a cerrar pronto, señora.

Era el guardia nocturno, un hombre bajo con una barriga fláccida, una voz nasal, y unos ojos mucho más viejos que su rostro. No conocía su nombre, aunque se habían encontrado a menudo antes, siempre de esa misma forma. Era su contacto.

Como antes, ella puso un libro en la mano de él. Había comprado el libro ayer en una cadena de almacenes en Arlington. Era un libro de divulgación científica, Los canales marcianos reconsiderados, con las últimas fotografías de Palomar, pero Lily solo le había dedicado una hojeada. Intercalados entre sus páginas había documentos que ella había fotocopiado del trabajo.

—Alguien debe de haberse dejado esto —dijo.

El guardia aceptó el libro en sus gruesas manos.

—Lo llevaré a Objetos Recuperados.

Había intercambiado con ella esas mismas palabras tan a menudo que Lily había empezado a pensar en ello como en otro nombre para los Hombres Viejos, los Veteranos, los Inmortales: los Recuperados.

—Gracias. —Tuvo el valor de sonreír antes de alejarse.


Hacerse viejo, pensaba Matthew Crane, es como la justicia. No solo debe ocurrir, sino que debe verse que ocurre.

Había ideado un cierto número de técnicas para asegurarse de que no parecía llamativamente joven.

Una vez al año —cada otoño— se retiraba a la intimidad de su cuarto de baño de mármol, se bañaba, se secaba concienzudamente con la toalla, se sentaba delante del espejo con unas pinzas, y se dedicaba a arrancarse metódicamente pelos de la cabeza para crear el efecto de una creciente calvicie. Los dioses no eran lo suficientemente considerados como para anestesiarle durante el proceso, pero se había ido acostumbrando al dolor.

Una vez terminaba esto, marcaba unas cuantas arrugas nuevas en su rostro con el filo de una navaja.

La técnica era delicada. Era cuestión de cortar profundamente (pero no demasiado profundamente) y a menudo. Esta zona en la comisura del ojo, por ejemplo. Tenía mucho cuidado de no cortar el ojo en sí, empujando firmemente la hoja hacia fuera a lo largo de la mejilla. La sangre manaba brevemente. Seca y repite. Después del tercer o cuatro corte, la testarudamente inmortal carne exhibía una cicatriz permanente que podía pasar por una arruga.

Artístico.

Sabía, por supuesto, lo que parecería todo aquello a un individuo no preparado: algo horrible. Corta, seca, corta de nuevo, como un doctor practicando cirugía craneal en un cadáver, y cuidado con los nervios que hay debajo de la piel. Una vez se había provocado una caída del labio que había durado tres días y había impulsado a uno de sus ayudantes a inquirir si no había sufrido una apoplejía. Era un trabajo delicado que requería paciencia y mano firme.

Mantenía todo el instrumental en una bolsa de piel en el botiquín, el Kit de Maquillaje del Inmortal: navajas, una piedra de afilar, bolas de algodón, pinzas.

Para aproximarse a la aspereza de la piel vieja, había descubierto que era muy útil el papel de lija.

Prefería un número diez, aplicado hasta que sangraban los poros.

Evidentemente, la ilusión no podía mantenerse indefinidamente. Pero tampoco sería necesario. Pronto la guerra tomaría otro giro distinto; podrían despojarse de sus disfraces; en seis meses, un año…, bueno, todo sería diferente. Al menos eso era lo que se le había prometido.

Terminó con la navaja, la limpió, enjuagó las gotitas de sangre de la piel, echó las bolas de algodón ensangrentadas a la taza del wáter. Se sintió satisfecho de su trabajo, y ya iba a abandonar el cuarto de baño cuando observó algo peculiar en sí mismo. La uña del dedo índice de su mano izquierda faltaba. El espacio donde debería haber estado la uña estaba vacío…, una húmeda indentación rosada.

Aquello era extraño. No recordaba haber perdido la uña. No había habido dolor.

Extendió ambas manos delante de sus ojos y las inspeccionó con una profunda inquietud.

Descubrió otras dos uñas perdidas, la del pulgar derecho y la del meñique derecho. Experimentalmente, tiró de la uña del otro pulgar. Se desprendió de la carne con un nauseabundo sonido de succión y cayó en el cuenco del lavabo, donde quedó brillando como el élitro de un escarabajo en la porcelana.

Bueno, pensó. Esto es nuevo.

¿Alguna especie de enfermedad de la piel? Pero seguramente pasaría. Las uñas volverían a crecer. Así era como funcionaban las cosas, después de todo. Él era inmortal.

Pero los dioses guardaron silencio sobre el tema.

34

El último cliente de Elias Vale era una mujer caribeña que se estaba muriendo de cáncer.

Se llamaba Felicity, y había acudido a través de la lluvia otoñal caminando dificultosamente sobre sus piernas como palillos hasta la miserable suite de Vale en el distrito de Coaltown de Nueva Dresde. Llevaba un traje estampado con flores que colgaba sobre su hueco cuerpo como una tienda de campaña colapsada. Los tumores —tal como los percibió su dios— habían invadido ya sus pulmones y sus entrañas.

Cerró las contraventanas a la vista de las húmedas calles, los oscuros rostros, las naves industriales, el acre aire. Felicity, setenta años, suspiró ante la disminución de la luz. Al principio se había sentido impresionada por los rotos contornos del rostro de Vale. Aquello estaba bien, pensó Vale. Miedo y asombro eran vecinos confortables.

—¿Moriré? —preguntó Felicity, con una voz aún llena de inflexiones de Spanish Town.

No se necesitaba un psíquico para ese diagnóstico. Cualquier hombre honesto se daría cuenta de inmediato de que se estaba muriendo. La maravilla era que hubiera sido capaz de subir el tramo de escaleras hasta la consulta de Vale. Pero por supuesto ella no había venido a oír la verdad.

Vale se sentó frente a ella al otro lado de una pequeña mesa de madera, con una pata más corta nivelada con un libro de cartas astrológicas. Los ojos amarillos de Felicity relucieron a la acuosa luz. Sullivan le ofreció su mano. La mano de él era suave, gordezuela. La de ella flaca, con una piel como pergamino enmarcando una palma pálida.

—Su mano está caliente —dijo él.

—La suya está fría.

—Las manos cálidas son un buen signo. Eso es vida, Felicity. Siéntala. Eso es todos los días que ha vivido, todos ellos recorriendo su cuerpo como si fueran electricidad. Spanish Town, Kingston, el barco a Darwinia…, su esposo, sus bebés, todos están ahí, todos sus días juntos debajo de la piel.

—¿Cuántos más? —dijo ella ansiosamente.

El dios de Vale no estaba interesado en aquella mujer. Era importante solo por los quince dólares de la consulta. Existía para acabar de rematar su bolsa antes de cojear hasta el tren al Armagedón.

Estuviera preparado o no.

Pero sentía lástima por ella.

—¿Siente usted ese río, Felicity? ¿Ese río de sangre? ¿Ese río de hierro y aire que corre desde el corazón de la alta montaña y desciende hasta el delta de los dedos de manos y pies?

Ella cerró los ojos, hizo una ligera mueca a la presión de la mano de él sobre su muñeca.

—Sí —susurró.

—Es un río fuerte y antiguo, Felicity. Es un río tan ancho como el Rin.

—¿Hasta dónde llega… al final?

—Al mar —dijo Vale suavemente—. Todos los ríos desembocan en el mar.

—Pero…, ¿todavía no?

—No, todavía no. Ese río no se ha secado.

—Me siento muy mal. Algunas mañanas apenas puedo arrastrarme fuera de la cama.

—No es usted una mujer joven, Felicity. Piense en los niños que ha criado. Michael, que construye puentes en las montañas, y Constance, con sus propios hijos ya casi crecidos.

—Y Carlotta —murmuró Felicity, con sus tristes ojos cerrados.

—Y la pequeña Carlotta, redonda y hermosa como el día en que murió. La está aguardando, Felicity, pero es paciente. Sabe que todavía no ha llegado el momento.

—¿Cuánto falta?

—Todo el tiempo del mundo —dijo Vale. Lo cual no era mucho.

—¿Cuánto tiempo?

La urgencia de su voz era como un latigazo. Aún había una mujer fuerte en aquel saco de huesos y tejidos podridos.

—Dos años —dijo él—. Quizá tres. Lo suficiente para ver a los pequeños de Constance arreglárselas por sí mismos. Lo suficiente para hacer las cosas que tiene usted que hacer.

Ella suspiró, una larga exhalación de alivio y gratitud. Su aliento olía como la carnicería de Hoover Lane, aquella con las carcasas de carne colgadas en el escaparate como adornos de Navidad.

—Gracias. Gracias, doctor.

Estaría muerta a finales de mes.

Vale dobló el dinero y se lo metió en el bolsillo, y la ayudó a bajar las escaleras.


El depósito ferroviario de Nueva Dresde era una enorme extensión negra por el hollín iluminada por las duras luces industriales colgadas al extremo de postes de acero. Las torres de la ciudad se alzaban detrás de los edificios de apartamentos como lápidas, relucientes en la lluvia.

Vale vestía ropa oscura. Llevaba un maletín de tela con unas pocas posesiones en él. Su dinero estaba en un cinturón apretadamente sujeto a su cintura. Llevaba una pistola en los pliegues de sus pantalones.

Se arrastró por debajo de una sección rota de verja de tela metálica, empapándose las rodillas en el embarrado suelo. La tierra apisonada y las cenizas y los fragmentos de carbón exhibían charcos de agua de lluvia en los que flotaba el aceite con iridiscencias multicolores. Llevaba temblando desde hacía casi una hora, mientras aguardaba a que un tren con destino al interior fuera desviado a la vía más cercana. Ahora la locomotora diesel empezó a adquirir velocidad, con su foco iluminando la oscuridad estriada por la lluvia.

Adelante, pensó Vale. Corre.

Sintió la urgencia de su dios atravesando su cuerpo, y no era acerca de alcanzar aquel tren en particular. La historia humana estaba trazando una espiral descendente hasta el punto cero, quizá más rápido aún de lo que los dioses habían anticipado. Vale tenía trabajo que hacer. Había acudido a aquel desolado lugar por una razón.

Arrojó su maletín por la puerta abierta de un vagón de mercancías y se lanzó tras él. Aterrizó rodando, y se torció dolorosamente los dedos de su mano izquierda. «Mierda», susurró. Se sentó contra los listones de madera de la pared del otro lado. El vagón estaba oscuro y olía a carga antigua: heno enmohecido, serpientes y ganado vacuno camino del matadero. Las luces del depósito ferroviario desfilaban al otro lado de la abierta puerta.

No estaba solo. Había otro hombre acurrucado en el extremo más alejado del vagón, visible a destellos. La mano de Vale fue instintivamente a su pistola. Pero vio en un destello de luz más intenso que el hombre era viejo, harapiento, de ojos vacíos, y probablemente borracho de loción para después del afeitado o antiséptico. Un engorro quizá, pero no una amenaza.

—Hey, forastero —dijo el viejo.

—Déjame tranquilo —dijo Vale con voz seca.

Sentía el peso de sus días. Había pasado muchos años anónimos desde Washington, había llevado una vida marginal en los distritos marginales de demasiadas ciudades: Nueva Orleans, Miami, Jeffersonville, Nueva Pittsburgh, Nueva Dresde. Había averiguado algunas cosas útiles a los dioses y nunca le había faltado comida o acomodo, aunque a veces había sido pobre. Había sido mantenido, sospechaba, en reserva, aguardando la llamada final, la última trompeta, la ascensión de los dioses por encima de la humanidad.

Y siempre había habido el miedo: ¿Y si la batalla no llegaba nunca? ¿Y si estaba condenado a una interminable ronda de habitaciones baratas, las confesiones de hombres impotentes y mujeres que se estaban muriendo y lloraban a sus maridos, el hueco consuelo del licor barato y la heroína turca?

Pronto, susurró su dios. O quizá fuera su propia voz secreta. Últimamente, la distinción se le escapaba.

Pronto. Pronto.

El tren traqueteaba atravesando la campiña, más allá de chorreantes árboles mezquita y bosques de pino salvia, cruzando puentes de acero cubiertos por la bruma de otoño, hacia el salvaje Este, hacia Armagedón.


Despertó bañado por la luz del sol, con el vagabundo gravitando sobre él. Se apartó del apestoso aliento del viejo y tendió la mano hacia su pistola.

El vagabundo retrocedió y alzó sus mugrientas manos en un gesto apaciguador.

—¡No he hecho nada! ¡No he hecho nada!

El tren traqueteaba a través de un bosque iluminado por la luz del día. Más allá de la puerta abierta, un risco descendía hasta un musgoso río.

—Solo mantente lejos de mí —dijo Vale.

—Se ha herido la mano, amigo —dijo el vagabundo.

—Ese es mi problema.

—Tiene mal aspecto.

—Se curará. —Se la había torcido al subir al tren la otra noche. No le dolía. Pero parecía un poco extraña.

Faltaban cuatro de sus cinco uñas. La carne, debajo, era pálida y extraña.

35

Vinieron de la costa y del interior, de Tilson y de Jeffersonville y de Nueva Pittsburgh y de un centenar de ciudades más pequeñas; de los Alpes, de los Pirineos, de los puntos angulares de los Territorios. Vinieron juntos, un ejército secreto, allá donde las carreteras se unían con las líneas férreas, en una docena de pueblos y albergues sin nombre en encrucijadas. Llevaban sus propias armas: pistolas, rifles, escopetas. La munición llegó en cajas de madera a las ciudades de origen de las líneas férreas de Randall y Perseverance, donde fue descargada y metida en camiones y carros y distribuida a las tiendas arsenal en las profundidades del bosque. Los artilleros llegaron disfrazados de granjeros, con la artillería de campo camuflada bajo balas de heno.

Guilford Law había pasado el último año como explorador de avanzada. Conocía íntimamente aquellas montañas y valles. Siguió su propio camino hacia la Ciudad de los Demonios, escrutando el bosque en busca de signos del enemigo.

El tiempo era limpio, frío, estable. Los árboles mezquita no perdían su follaje angular, que solo se volvía gris pasada la estación. El suelo del bosque, un mantillo de tejido vegetal salpicado con mohos de variados colores, ocultaba sus huellas. Avanzó a través de sombras con olor a canela, a lo largo de delgados dedos de luz solar. Su chaqueta hasta las rodillas era de piel de gusano curtida, y debajo de ella llevaba un rifle automático.

La Ciudad de los Demonios no estaba señalada en ningún mapa. Ninguna carretera pública llegaba hasta sus proximidades. Los mapas topológicos y los exámenes aéreos la ignoraban, y ni el territorio ni el clima tentaban a los colonos o madereros. Algún avión privado, en especial los pequeños hidroaviones Winchester populares en los territorios, pasaba ocasionalmente por encima, pero los pilotos no veían nada inusual. El boscoso valle había sido camuflado a la percepción humana en los años transcurridos desde que casi quedó puesto al descubierto por la expedición Finch. Era invisible a los ojos humanos.

Pero no a los de Guilford.

Ve con cuidado ahora, se dijo. El suelo ascendía en una serie de boscosos cerros. Sería demasiado fácil ponerse en evidencia cruzando aquellas crestas de antigua roca.

Se acercó a la Ciudad, quizá no por coincidencia, desde la misma colina desde donde la había visto por primera vez hacía casi cincuenta años.

Pero no: la había visto antes que eso…, la había visto en todo su esplendor, hacía más de diez mil años, con sus bloques de granito recién tallados del seno de la montaña, sus avenidas atestadas de poderosos bípedos acorazados, avatares de los psiones. Eran el producto de una evolución en la cual los invertebrados habían emprendido un largo camino hacia la invención de la espina dorsal, una historia que hubiera eliminado por completo a la antigua Tierra si no hubiera sido por la intervención de la Mente galáctica. Batallas medio perdidas, pensó Guilford, batallas medio ganadas. En medio de esta nueva Europa los psiones habían dejado un hueco en el manto del planeta, un Pozo, una máquina que comunicaba directamente con los códigos operativos del propio Archivo y desde la cual, a su debido tiempo —pronto— reemergerían los psiones, para habitar la Tierra al tiempo que la devoraban.

Aquí, y en un millón de planetas del Archivo.

Ahora, y en el pasado, y en el futuro.

Los recuerdos eran de Guilford, en cierto sentido, pero vagos, transitorios, incompletos. Era consciente de sus propias limitaciones. Era un receptáculo frágil. Se preguntó si podía contener lo que el dios-Guilford estaba preparándose a derramar en su interior.

Se tendió boca abajo en la cima del cerro y vio la Ciudad a través de una pantalla de hierba aguja. Oyó el viento soplar entre los tallos, notó las moscas toro posarse en el vello de su brazo. Escuchó el sonido de su propia respiración.

La Ciudad de los Demonios estaba siendo renovada.

Los psiones todavía no habían emergido de su Pozo, pero las calles estaban habitadas de nuevo, esta vez por hombres controlados por demonios. Más colegas de la vieja guerra, pensó Guilford. Como los Hombres Viejos reuniéndose en el bosque, esos hombres habían muerto en Ypres o en el Marne o en el mar…, muerto en un mundo, vivido en otro. Eran conductos para el tránsito entre el Archivo y su ontosfera. Por el hecho de carecer de consciencia, eran vehículos perfectos para los psiones. Eran los Defensores de la Ciudad de los Demonios y llevaban sus propias armas. Habían ido llegando solos o en parejas desde hacía muchos meses.

Guilford contó sus tiendas e intentó divisar sus atrincheramientos y la posición de su artillería. Una clara y delicada luz solar arrojaba sombras nítidas sobre la Ciudad. El Domo del Pozo había sido despejado de escombros. Ahora se alzaba claramente visible, con una voluta de aire húmedo elevándose desde su roto cascarón hacia la tarde de otoño.

Guilford dibujó los atrincheramientos en un bloc de notas de bolsillo, señalando los puntos vulnerables, los posibles puntos de ataque desde la boscosa ladera. Su reloj se mueve aprisa, se recordó. Los paquetes de Turing han hecho su trabajo. No están tan preparados como debieran.

Pero los defensores habían cavado sólidamente, en capas concéntricas de atrincheramientos y alambre espinoso que iban desde el derrumbado perímetro de la Ciudad hasta el Domo del Pozo.

No sería una lucha fácil.

Observó la Ciudad mientras la tarde se desvanecía, pero no vio nada más…, solo aquellas calles parecidas a un reloj de sol, contando las horas contra la Tierra.


Regresó tan cautelosamente como había ido. Las sombras formaban charcos como de agua por entre los árboles. Se dio cuenta de que estaba pensando en Karen, la camarera del Schaffhausen Grill allá en Randall. ¿Qué podía haber visto en él? Soy tan viejo como el cuero, pensó. Dios mío, ya apenas soy humano.

De todos modos, aquello lo atraía, la fantasía familiar del calor humano…, lo atraía; pero apestaba a nostalgia y dolor.

La luz diurna se había desvanecido cuando llegó al campamento. La cena era raciones enlatadas, probablemente requisadas de algún carguero con destino al mar de la China. Hombres viejos hormigueaban entre los oscuros árboles: Soldados Fantasmas, se llamaban a sí mismos algunos. Era una unidad de infantería, y el comandante de la unidad era Tom Compton, que estaba sentado con su pipa en la mano junto a la orilla de un pedregoso arroyo contemplando el último azul del cielo vespertino.

Guilford no podía mirar a Tom sin una sensación de doble exposición, de memoria a capas, porque Tom había estado con él en el bosque de Belleau, con su batallón avanzando a una cadencia lenta hacia el fuego enemigo, dos soldados norteamericanos recién llegados decididos a derrotar a los boches de la misma forma que sus abuelos habían derrotado a los ejércitos de Jeff Davis, sin creer en las balas pese a que las balas diezmaban sus líneas como la hoja de una invisible guadaña.

Otros recuerdos, otros enemigos: Tom y Lily y Abby y Nick…

Ya no queda inocencia entre nosotros, pensó Guilford, solo el hedor de la sangre.

Informó de lo que había visto en la Ciudad.

—El tiempo debería ser bueno —dijo el hombre de la frontera—, al menos durante otro día. Dudo que eso nos favorezca.

—¿Avanzaremos esta noche?

—Los furgones de municiones ya están rodando. No cuente con poder dormir mucho.

36

En sus quince años en el Departamento de Defensa, Lily creía haber tomado la medida de Matthew Crane.

Era un «consultor» civil que pasaba la mayor parte de su tiempo almorzando con supervisores del Congreso y firmando con su nombre para duplicar copias del papeleo de asignaciones. Era alto, delgado, atractivo, y bien conectado. Su equipo de tres secretarias y media docena de ayudantes no estaba abrumado por el trabajo. El sueldo era generoso.

Por supuesto, estaba controlado por los demonios, y durante los últimos quince años el auténtico trabajo de Lily había consistido en observar al señor Matthew Crane y pasar ocasionalmente sus observaciones a los Hombres Viejos. No sabía lo útil o importante que era nada de esto. Posiblemente nunca llegaría a saberlo. Su temor más íntimo era haber malgastado años realizando un espionaje trivial en ayuda de una Batalla final que podía no llegar a producirse en el término de su vida y que probablemente no se resolviera en eras…, en eones.

Tenía cincuenta años, nunca se había casado, apenas había tenido ninguna relación. Había aprendido a vivir con su soledad. Tenía sus consuelos.

La ironía, quizá, era que había llegado a sentir una especie de cariño hacia Matthew Crane. Era educado, reservado y puntilloso. Llevaba trajes a la medida y era meticuloso, incluso vano, acerca del vestir. Lily detectaba un vestigio de incertidumbre humana enterrado bajo aquella mirada de absoluto control emocional.

También era, al menos en parte, una criatura calculadora, despiadada, y en absoluto humana.

Aquella mañana entró en la oficina alterado, manteniendo su brazo izquierdo apretado contra su cuerpo, y pasó junto a su equipo de secretarias sin decir una palabra. Lily intercambió una mirada de preocupación con Barb y Carol, las dos secretarias más jóvenes, pero no dijo nada.

Había intentado no formularse nunca la pregunta definitiva: ¿Y si descubre quién soy? Era un antiguo y constante temor. Crane podía ser un hombre encantador. Pero Lily sabía que nunca tendría piedad.


A solas en su oficina, Matthew Crane se quitó la chaqueta, tendió su brazo sobre el lacado escritorio y se subió la manga de su camisa. Puso un papel secante bajo su codo para que absorbiera la sangre que todavía seguía manando.

Había tropezado con la fuente dispensadora de agua en el vestíbulo y de alguna forma se había lacerado la piel de su antebrazo izquierdo. El brazo estaba sangrando. Aquello era una desagradable novedad: había transcurrido mucho tiempo desde que Crane había visto algo más que unas meras gotas de su propia sangre.

Si era su propia sangre. No lo parecía. Por un lado, su tonalidad roja no era la correcta. Su color era un enlodado rojo ladrillo, casi pardo. Algo en ella brillaba como partículas de mica. Y la sangre era viscosa, como miel; y olía débilmente (quizás algo más que débilmente) a amoníaco.

La sangre, pensó febrilmente Matthew Crane, no debería de hacer estas cosas.

La herida en sí era menor, más una abrasión que un corte, completamente superficial en realidad, excepto que no se apresuraba en curarse por sí misma, y la carne interna revelada por la herida tenía una estructura peculiar, en nada parecida a la honesta carne humana, más bien algo así como el hemorrágico panal de un nido de avispas.

Llamó a Lily por el teléfono interior y le pidió que le trajera algo de algodón y un vendaje de la enfermería.

—Y por favor no haga una crisis de esto…, solo me he hecho un arañazo.

Un momento de silencio.

—Sí, señor —dijo Lily.

Crane colgó el teléfono. Una gota de sangre cayó sobre sus pantalones. El olor era más fuerte ahora. Como algo de lo que usaba el conserje para limpiar los inodoros.

Hizo varias inspiraciones relajantes y se examinó las manos. Sus dedos se parecían a los dedos de un niño, rosados y poco formados. Las últimas uñas se habían desprendido durante la noche. Las había buscado, infantilmente, irritadamente, pero no había conseguido encontrarlas entre la ropa de cama manchada de rosa.

De todos modos, todavía conservaba las uñas de los pies. Estaban atrapadas en sus zapatos. Podía sentirlas, sueltas y enmarañadas en la red de sus calcetines Argyll.

Lily llegó unos pocos momentos más tarde con algodón y una botella de desinfectante. Crane había olvidado cubrir su brazo, y ella no pudo evitar un jadeo a la vista de la herida. Se va a poner histérica, pensó Crane, si la mira más detenidamente. Le dio las gracias y le dijo que se marchara.

Vertió yodo sobre el corte y secó el exceso con un ejemplar de las Actas del Congreso. Luego aplicó algodón alrededor de su brazo y lo fijó con un cordón de zapato y se bajó la manchada manga de su camisa sobre el desastre.

Iba a necesitar una nueva chaqueta, pero, ¿qué se suponía que debía hacer? ¿Enviar a Lily a la tienda a comprarle una nueva?

Algo había ido mal, y era más que la pérdida de sus uñas, más que la herida, más que el amilanante silencio de su dios interior. Crane lo sentía en la médula de sus huesos, literalmente. Sentía dolor por todas partes. Imaginó que podía sentir un brotar en el manto de la Tierra, un entrechocar de las ruedas dentadas que operaban el mundo material.

La batalla está en camino, pensó, el momento de la ascendencia, el amanecer de una nueva era; los dioses entrarían en erupción desde su oculto valle en Europa, construirían sus palacios con los huesos de las truculentas masas, y Crane viviría para siempre, gobernaría para siempre su baronía en la Tierra conquistada…

Eso era lo que le había dicho su dios.

¿Qué había ido mal?

Quizá nada. Pero él se estaba haciendo pedazos.

Alzó sus dedos sin uñas, diez regordetas salchichas rosadas.

Miró a los papeles sobre su escritorio y vio que el pelo había empezado a caérsele también.


Matthew Crane no abandonó su oficina en toda la mañana, y canceló todas sus citas del día. Por todo lo que Lily sabía, podía estar muerto desangrado en su despacho, excepto que llamaba periódicamente pidiendo más vendajes, un mocho y un cubo, algodón quirúrgico. («Rápido —en su última petición—. Y por el amor de Dios, sea discreta.») Difícil ser discreta, pensó Lily, cuando estás suplicando una botella de Pine-Sol al conserje del edificio.

Crane recibía todos aquellos pedidos a través de la puerta, entreabierta apenas una rendija; Lily no tenía permitido entrar.

Pero incluso a través de aquella angosta abertura podía oler el amargo aroma del amoníaco, la lejía, y algo más punzante, intenso como un quitaesmaltes de uñas. Barb y Carol fruncían la nariz, miraban sus máquinas de escribir, no decían nada.

Se fueron rápidamente a las cuatro y media. El teléfono interior zumbó justo en el momento en que Lily estaba recogiendo su escritorio. Estaba sola en la espaciosa oficina exterior, con los ecos amortiguados por la moqueta, las placas del techo, las bancadas de luces empotradas en ellas. Al otro lado de la única ventana de la oficina la luz del día se estaba ya desvaneciendo. Su ficus, observó, había empezado a marchitarse.

No cojas el teléfono, se dijo. Solo toma tu bolso y márchate.

Pero la personalidad que tan elaboradamente se había creado, esa eficiente secretaria, la mujer de mediana edad casada con su trabajo…, esa personalidad no podía ignorar la llamada.

Pensó brevemente en lo que le había dicho Guilford acerca de su abuelo durante su breve encuentro en Fayetteville. Su abuelo había sido un impresor de Boston tan firmemente ligado a su sentido del deber que había resultado muerto mientras intentaba alcanzar su imprenta —que no había visto a un cliente de pago desde hacía un mes— en medio de los disturbios del pan que habían asolado la ciudad.

Hey, abuelo, pensó. ¿Es eso lo que se siente, luchando contra la multitud?

El receptor estaba ya en su mano.

—¿Sí?

—Por favor, venga —dijo Matthew Crane.

Su voz era ronca e inarticulada. Lily miró con un profundo presentimiento cuando cerró tras de sí la puerta interior.

37

Elias Vale se acercó a la ciudad sagrada dejando rastros de sangre en el mantillo debajo de los pinos salvia.

No estaba acostumbrado a aquel crudo ambiente darwiniano. Su dios había guiado sus pasos, lo había dirigido desde el depósito ferroviario en Perseverance más allá de las primitivas minas, lo había conducido por caminos de tierra y grava, y finalmente al intocado bosque. Su dios le advirtió que se mantuviera lejos de los atolones de coral de los osarios de los insectos, le halló agua para beber, lo protegió del frío de las claras noches otoñales. Y era su dios, supuso Vale, quien le infundió este sentido de finalidad, de totalidad, de claridad.

Su dios, hasta la fecha, no había explicado la rápida pérdida de su pelo y uñas, ni la forma en que su piel inmortal se laceraba y desprendía tras cualquier herida sin importancia. Sus brazos eran un mosaico de supurantes llagas; sus hombros pulsaban doloridos; su rostro —que había visto reflejado por última vez en un charco de agua helada— parecía estarse desprendiendo a lo largo de sus fracturadas costuras. Sus ropas estaban rígidas a causa de los fluidos resecos. Olía mal, un penetrante hedor químico.

Vale trepó una ladera rocosa, dejando su rosado rastro de gusano en el seco suelo, con su excitación en pleno crescendo: Ya estamos cerca, susurró su dios, y cuando llegó a la cresta de la colina vio la ciudad de redención, la sagrada ciudad resplandeciendo oscura en su oculto valle, vasta e imperial y antigua, durante mucho tiempo deshabitada pero viva ahora con hombres controlados por dioses. El corazón de la ciudad, el Pozo de la Creación, latía todavía debajo de su domo fracturado. Incluso a aquella distancia Vale podía oler la ciudad, una fragancia mineral de vapor y luz solar y frío granito, y deseó llorar con gratitud, humildad, exaltación. Estoy en casa, pensó, en casa después de demasiados años en demasiados antros carentes de luz y demasiados oscuros callejones, en casa al fin.

Descendió alegremente la boscosa ladera, sin aliento pero ágil, hasta que alcanzó el perímetro de alambre espinoso donde otros hombres como él, semidioses rezumando plasma manchado de rosa, lo saludaron sin palabras.

Sin palabras porque no había necesidad de hablar, y porque algunos de esos hombres no hubieran sido capaces de hablar ni siquiera aunque hubieran deseado hacerlo, teniendo en cuenta la forma en que su piel colgaba de sus rostros como podrido papel maché. Pero eran sus hermanos, y Vale se sintió enormemente complacido de verles.

Le entregaron un rifle automático y una caja de municiones, le mostraron cómo colgar aquellas cosas de su ampollado hombro y cómo armar y disparar el rifle, y cuando el sol empezó a ponerse le llevaron hasta unas ruinas donde se había instalado un dormitorio. Había un delgado colchón para que Vale durmiera en él, en lo más profundo de la oscuridad de piedra, rodeado por el hedor orgánico de carne muriente y acetona y amoníaco y el más sutil olor de la propia ciudad. En alguna parte el agua goteaba de piedra en piedra. La música de la erosión.

El sueño era escurridizo y, cuando se durmió, soñó. Los sueños eran pesadillas de impotencia, de verse atrapado y asfixiado lentamente en su propio cuerpo, sofocado y sumergido por los efluvios de su carne. En sus sueños Vale ansiaba una casa distinta, no la ciudad sagrada sino algún hogar abandonado que se había deslizado de entre sus dedos hacía mucho tiempo.

Pasó un día en un campo de prácticas de tiro con aquellos entre sus mudos compañeros que todavía podían sujetar y manejar un rifle.

Aquellos que no podían —cuyas manos se habían convertido en deformadas garras, cuyos cuerpos eran sacudidos por convulsiones, a los que les habían brotado nuevos apéndices de sus alargadas espinas dorsales— hacían sus planes de guerra en otros lugares.

Y Vale comprendió, a través de la silenciosa comunicación de su dios, parte de la verdad de la situación. Esos cambios eran naturales pero se habían producido demasiado pronto, habían sido provocados por un sabotaje en el reino de los dioses.

Sus dioses eran poderosos, pero no todopoderosos; inteligentes, pero no omniscientes. Por eso necesitaban su ayuda.

Y era un placer servirles, aunque una fracción de él gritara en contra de su cautividad, aunque sintiera, de tanto en tanto, una dolorosa nostalgia por la parte de él que era simplemente humana.


Nadie hablaba en la ciudad sagrada, aunque unos pocos hombres gritaban todavía en su sueño. Era como si hubieran abandonado el lenguaje en los bosques detrás de las barricadas de alambre espinoso. Todos aquellos hombres estaban dominados por dioses y todos los dioses eran en último término un solo dios, de modo que, ¿qué necesidad había de conversación?

Pero la parte de Elias Vale que añoraba su perdida humanidad añoraba de un modo similar el sonido del habla humana. El tableteo de las ráfagas y el resonar de las botas creaba ecos en aquellas avenidas de piedra sumidas en el melancólico silencio, e incluso la voz sin sonido de sus propios pensamientos empezó a volverse débil e incoherente.

Despertó, un día más tarde, con una nueva piel, verde como el bosque y brillante como la laca, aunque todavía seguía rezumando un pálido fluido blancuzco en las articulaciones.

Desechó lo que le quedaba de sus apestosas ropas. No había necesidad de modestia en la ciudad sagrada.


También el hambre se convirtió en una cosa del pasado.

Necesitaría comer, finalmente mucho, para compensar los tiempos de escasez. Pero no ahora.

Necesitaba beber copiosas cantidades de agua. Se habían instalado conducciones desde el río, y un firme flujo emergía del tosco extremo de la tubería al perímetro de la ciudad sagrada, para formar un riachuelo por entre las rotas calles hasta filtrarse en el suelo alpino. Esta agua era fría y sabía a piedra y a cobre. Vale bebió cubos de ella, y lo mismo hacían los otros hombres.

Si es que podía llamarlos hombres. Se estaban convirtiendo, muy evidentemente, en algo distinto. Sus cuerpos cambiaban radicalmente. Algunos de ellos habían desarrollado un segundo par de brazos, rechonchos nódulos que emergían de la alterada musculatura de sus costillas, con diminutos dedos que aferraban ciegamente el aire.

Bebía, pero no sentía la necesidad de orinar. Su nuevo cuerpo usaba el líquido con mayor eficacia, lo cual estaba bien; había perdido su pene en algún momento durante la noche. Yacía en su colchón como un pulgar gangrenoso.

Pero Vale prefería no pensar demasiado intensamente en ello. Interfería con su euforia.

El aire otoñal era espléndido y frío.


Elias Vale había imaginado muchos futuros, ciertos y falsos. Había sondeado en las almas humanas como si fueran destellante cristal y visto las cosas que nadan y flotan allí. Los dioses habían hallado muy útil esa capacidad. Pero el futuro que no podía imaginar era el suyo propio.

¿Importaba realmente eso?

Hubo un tiempo en que su dios le prometió riquezas, la vida eterna, el dominio de la Tierra. Todo aquello le parecía ahora terriblemente intangible, halagos ofrecidos a un niño.

Servimos porque servimos, pensó Vale, una lógica a la vez circular y cierta.

Sentía que el Pozo de la Creación latía como un corazón en el corazón de la ciudad sagrada.

La piel de su rostro se había pelado como la piel de una naranja. Vale solo podía adivinar cuál era su aspecto ahora. No había espejos allí.

Su dios lo llevó a lo más profundo de la ciudad, le convirtió en parte del círculo de confianza de guardianes dispuestos alrededor del domo del pozo.

Elias Vale se sintió honrado de asumir el deber.

Durmió en las heladas sombras del domo aquella noche, con la cabeza apoyada en una almohada de piedra. Despertó al sonido de fuego de mortero.

38

Guilford Law ascendió la ladera bajo las explosiones de la artillería. El sonido le recordaba las voladuras para abrir los túneles del ferrocarril alpino. Lo único que faltaba era oír las rocas al caer. Al contrario que la voladura de los túneles, no se detuvo. Siguió y siguió con una enloquecedora irregularidad, como el pulso de un corazón sumido en el pánico.

Le recordó el bosque de Belleau y el cañón alemán.

—Deben haber sabido que llegábamos.

—Lo saben —dijo Tom Compton. Los dos hombres estaban acurrucados detrás de unas rocas caídas—. Solo que no saben cuántos somos. —Se abrochó el cuello de su raído sobretodo pardo—. El diablo es un optimista.

—Pueden traer refuerzos.

—Lo dudo. Tenemos gente en todas las estaciones de ferrocarril y aeródromos al este de Tilson.

—¿Cuánto tiempo nos da esto?

El hombre de la frontera se encogió de hombros.

¿Importaba? No, por supuesto que no importaba. Todo estaba en movimiento ahora; nada podía detenerse o frenarse.

Una apagada luz diurna rozaba las cimas de los cerros. En la cresta de la colina, Guilford contempló el caos. El valle estaba aún en sombras, las calles se veían blancas, con jirones de bruma. Un cuerpo de hombres, que incluía al venerable Erasmus, había conseguido situar emplazamientos atrincherados de artillería dentro del alcance de al menos los más cercanos edificios, y un bombardeo al preamanecer de su variopinta colección de armas pesadas, obuses y morteros habían tomado por sorpresa el campamento de los demonios.

Ahora, sin embargo, el enemigo había reaccionado; el flanco occidental estaba recibiendo un fuerte castigo.

Simultáneamente, Guilford y un par de cientos de otros antiguos empezaron a avanzar ladera abajo desde el norte. Había patéticamente poca cobertura entre las trepadoras hierbas cañas y las rocas caídas de la empinada ladera del valle. Su única ventaja era que este terreno había hecho difícil también el emplazamiento de fortificaciones y alambre espinoso.

Desesperantemente lejos estaba todavía el auténtico edificio: el Domo del Pozo, donde la Sentiencia había aprisionado a miles de semiencarnados demonios, y Guilford recordaba esa guerra también…

Porque estoy contigo, le recordó el piquete.

Guilford llevaba ahora al fantasma dentro de él. Si podía llevar a este fantasma hasta tan lejos como el Pozo —si cualquiera de los Hombres Viejos que luchaban con él podía—, los demonios podían ser confinados de nuevo.

Pero apenas había formado el pensamiento cuando un francotirador oculto abrió fuego desde el bosquecillo de árboles mezquita que se aferraba a la pronunciada ladera. Las ráfagas del rifle automático hicieron blanco en los hombres a cada lado de él…

En él.

Sintió que las balas lo atravesaban. Sintió que su impulso lo arrojaba al suelo. Se arrastró a cubierto detrás de un grupo de retorcidos árboles.


El avance se detuvo mientras el operador de un mortero intentaba acallar al francotirador. Guilford se encontró contemplando las heridas de Tom Compton. El hombro derecho del hombre de la frontera estaba desgarrado en una llameante V, y había un boqueante agujero directamente debajo de su costilla inferior izquierda.

Lo que ocupaba esos espacios dañados no era carne magullada sino algo más vaporoso y grotesco, una luminosa silueta, el propio cuerpo del hombre de la frontera configurado como petrificada llama.

Pierde carne, pensó Guilford, y tu fantasma se mostrará a su través.

Contempló reluctante sus propias heridas. Hizo inventario.

Había sido herido duramente. Pecho y vientre estaban desgarrados, las ropas carbonizadas. Su torso resplandecía como una loca linterna de fiesta. Debería de estar muerto. Quizá lo estaba. No parecía poseer sangre, ni vísceras, ni carne, solo esta ardiente y pulsante luz.

Profundos números, se dio cuenta de que estaba pensando. Extraños y profundos números.

No sangraba, pero podía sentir su corazón martillear alocadamente en su dañado pecho. ¿O era eso también una ilusión? Quizá llevaba veinte años muerto…, se había sentido así muy a menudo. Inspira, espira, alza un martillo o gira una llave inglesa; elude el amor, elude la amistad, resiste…

Las balas repiquetearon en el guijarroso suelo a pocos centímetros de su oreja.

Sabes que este día iba a llegar. Se ha pospuesto demasiado tiempo.

—Nos están matando —murmuró.

—No —dijo Tom—. Quizá eso sea lo que piensa el francotirador. Tú lo sabes mejor. No nos están matando, Guilford. Solo pueden matar lo que es mortal. —Hizo una mueca cuando se volvió—. Están arrancando los dioses fuera de nosotros.

—Duele —dijo Guilford.

—Infernalmente.


Recordó demasiado, demasiado vívidamente, toda aquella larga mañana.

Rodó sobre un erizado rollo de alambre espinoso, su pie quedó atrapado en una dragontea, cayó otros varios metros y aterrizó con su rifle unos centímetros más allá del alcance de su brazo. La áspera piedra raspó su mejilla. Había alcanzado las afueras de la Ciudad.

Fui yo, pensó, en el bosque de Belleau; lo recuerdo. Oh, Cristo: el campo de trigo lleno de amapolas y los hombres cayendo por todas partes, dejando a los heridos atrás para los médicos, si los médicos no eran abatidos también, y los hombres gritándose por encima del rugir de los disparos y las rodantes oleadas de acre humo… Míranos, pensó Guilford. Casi doscientos viejos semihumanos le seguían, con sobretodos largos de piel de serpiente, monos de resistente algodón, sombreros de ala flexible como cascos, exhibiendo agujeros del tamaño de manzanas allá donde las balas los habían atravesado. Pero no eran inmortales después de todo. El contenedor del cuerpo podía soportar tan solo un cierto grado de dolor y magia. Algunas heridas podían matar; algunos hombres habían quedado sin vida en la loma, muertos como los hombres en el bosque de Belleau.

Despojado de buena parte de su carne, corriendo ahora entre erosionadas columnas de piedra, Guilford recordó.

Me ha cabalgado como si yo fuera un caballo todos esos años.

Pero somos iguales.

Pero no lo somos.

Los recuerdos brotaban de la Ciudad de los Demonios como chorros de vapor.

En su tiempo esas estructuras se habían alzado blancas e inmaculadas como mármol, llenas de provisiones y hogar de una ciegamente virulenta e inmensamente poderosa especie mantenida como instrumentos para la penetración de la psivida en tiempos del Archivo. Habían vivido como insectos, constructores sin cerebro. Sumergidos en la edad adulta en el Pozo de la Creación, emergían como dioses mortales.

Solo había un camino a la ontosfera del Archivo. Había, por supuesto, miles de tales puntos de entrada. La psivida era a la vez implacable e ingeniosa.

Los he visto antes, y me asustaron; Señor, ¿qué asusta a un hombre que camina entre las estrellas?

Recuerdo a Caroline, pensó lúgubremente. Recuerdo a Lily. Recuerdo a Abby y Nicholas.

Recuerdo el aspecto que tiene la sangre cuando se mezcla con la lluvia y la tierra.

Recuerdo los cielos azules bajo un sol que murió hace mil millones de años.

Recuerdo demasiados cielos.

Demasiados mundos.

Recordó, sin desearlo, las miles de Bizancios de la antigua galaxia.

Penetró más profundamente en aquellos callejones llenos de escombros, lugares donde no podía llegar el sol del mediodía, donde las sombras se convertían en océanos de oscuridad.

Pensó: ¿Me estoy muriendo?

¿Qué significaba morir, cuando el mundo estaba hecho de números?

Tom Compton se le unió, y los dos hombres caminaron varios pasos lado a lado.

—Vaya con cuidado —dijo el hombre de la frontera—. Están cerca.

Guilford cerró los ojos a las estrellas, los abrió a la piedra tallada y erosionada.

El olor, pensó. Acre. Como disolvente. Como algo que ha ido terriblemente mal. Delante de él, allá donde se alzaba la bruma, vio el brillante cuerpo y las garras como navajas del enemigo.

—No debemos dejarnos ver —susurró Tom Compton—. Estamos demasiado cerca del domo para arriesgarnos a una lucha.


Hacía diez mil años, cuando la ontosfera medía el tiempo, los demonios se habían visto confinados a su Pozo.

Sus avatares terrestres eran animales. La psivida había escrito un código peligroso en su ADN, pero no planteaban ninguna amenaza directa al Archivo a menos que fueran controlados por un dios. Guilford había luchado contra ellos como un dios, invisible y poderoso como el viento.

Emergerían del pozo llevando los mismos cuerpos poderosos, y los hombres controlados por los demonios que defendían el pozo estaban sometidos a la misma lógica monista, sus cuerpos humanos se rendían a los programas genéticos alienígenas.

Más pronto de lo que los demonios habían esperado. Nuevos paquetes de Turing habían alterado su cronometraje. El enemigo estaba obstaculizado por su propia y torpe metamorfosis.

Pero todo aquello no resultaría en nada a menos que una de aquellas sentiencias-semilla condujera a su antiguo fantasma a las profundidades del pozo.

Guilford Law sintió el miedo del Guilford mortal: después de todo, era su propio miedo. Sintió piedad por aquella pequeña réplica de sí mismo, aquel inconsciente eje sobre el cual giraba el mundo.

Valor, hermanito.

El pensamiento resonó entre Guilford y Guilford como un haz de luz entre espejos distorsionados.


Los hombres controlados por demonios —incluso aquellos tan absolutamente transformados que ya no podían manejar un rifle— seguían siendo letalmente peligrosos. Incluso ahora, herido como estaba, Guilford sentía la enorme energía que se estaba gastando para mantenerlo con vida.

El sonido de la artillería se había desvanecido hacia el oeste. Se han quedado sin municiones, pensó. Más lucha cuerpo a cuerpo ahora.

La ciudad había sido diferente en invierno, con Tom y Sullivan caminando a su lado, el sonido de voces humanas y el ladrido como un lamento de las serpientes de pelo y la blanda curvatura de la nieve, allá donde éramos lo bastante ignorantes como para creer en un mundo cuerdo y ordenado.

Pensó con pesar en Sullivan esforzándose en extraer sentido al milagro de Darwinia…, que después de todo no era un milagro, solo una tecnología tan monstruosamente avanzada que ningún ser humano podía extraerle sentido o reconocer su signatura. Pero a Sullivan no le hubiera gustado este mundo atormentado, pensó Guilford, más de lo que le hubiera gustado a Preston Finch; este mundo nunca fue considerado con los escépticos o los fanáticos.

Cerca de ellos resonó el fuego de armas pequeñas. Adelante, hizo señas con la mano Tom Compton a Guilford a lo largo de un oscuro muro de piedra encostrado con musgo. Los claros cielos matutinos habían dejado paso a unas cargadas nubes plomizas y a accesos de lluvia. El asolado cuerpo del hombre de la frontera resplandecía débilmente —como una vela— en las sombras. Malo para la lucha nocturna. Casi como colgar un cartel, pensó Guilford. Mátame rápido, solo estoy medio muerto.

Pero el enemigo también era fácil de ver.

Una docena de ellos avanzaron a lo largo de la silenciosa avenida a unos pocos metros de distancia. Se agachó detrás de un montón de piedras caídas y los observó pasar, con sus nudosas espaldas brillando como metal martilleado y sus largas cabezas oscilando quejumbrosamente. Eran grotescamente bípedos, casi una deliberada parodia de los seres humanos que habían sido recientemente. Algunos de ellos llevaban jirones de ropas sobre sus huesudas caderas y hombros.

La fracción mortal de Guilford Law se sintió aterrada hasta el punto de sumirse en el pánico.

Pero la fracción mortal de Guilford Law engulló su miedo.

Avanzó entre fracturadas paredes de piedra hacia el centro de la ciudad, de la misma forma como había avanzado aquel terrible invierno hacía casi medio siglo, hacia el Domo del Pozo, el borde absoluto del mundo fenomenal.

39

Matthew Crane había apagado la luz del techo. Estaba sentado en un rincón oscuro de la oficina. Había dejado encendida la luz de su escritorio.

El propio escritorio había sido despejado. En el iluminado círculo de la lámpara solo había un objeto: una pistola, un revólver pasado de moda, pulido y limpio.

Lily se lo quedó mirando.

—Está cargado —dijo Matthew Crane.

Su voz era gelatinosa e imprecisa. Gorgoteaba al hablar. Lily se dio cuenta de que estaba calculando la distancia al escritorio. ¿Podía alcanzarlo antes que él? ¿Valía la pena correr el riesgo? ¿Qué deseaba el hombre de ella?

—No se preocupe, mi Pequeña Pulga —dijo Crane.

—¿Pequeña Pulga? —murmuró Lily.

—Estoy pensando en el poema. Las grandes pulgas llevan pequeñas pulgas a sus espaldas para que las muerdan, y las pequeñas pulgas llevan otras pulgas más pequeñas, y así ad infinitum. Porque usted era mi Pequeña Pulga, ¿verdad, Lily?

Ella tanteó en busca del interruptor de la luz. Crane dijo secamente:

—No lo haga.

Lily bajó la mano.

—No sé de lo que está hablando.

—Demasiado tarde. Demasiado tarde para los dos, me temo. Yo también tengo mis espías, ¿sabe? La Pequeña Pulga tenía a otra Pulga Aún Más Pequeña a sus espaldas cuando visitó el museo ayer.

Puedo echar a correr, pensó Lily. Pero si lo hago, ¿me disparará? Resultaba difícil pensar. El hedor a productos químicos la hacía sentir mareada.

—Sabemos lo que somos —dijo Crane—. Eso lo hace más fácil.

—¿Hace más fácil qué?

—Pensar en nosotros —dijo Crane con voz húmeda. Tosió, se dobló por un momento sobre sí mismo, se enderezó antes de que Lily pudiera aprovecharse de su debilidad—. Piense en nosotros juntos durante todos estos años, la Gran Pulga y la Pequeña Pulga, ¿y con qué fin? ¿Qué he conseguido, Lily? Desvié unos cuantos envíos de armas, compartí secretos de estado, hice mi pequeño papel para mantener al gobierno civil preocupado con guerras o disputas doctrinales, y ahora la batalla está a punto de ser librada… —Hizo un gesto que, en la oscuridad, podía haber sido un encogimiento de hombros—. Lejos de aquí. Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

—Eso no es divertido.

—Estoy de acuerdo. Estoy cambiando, Pequeña Pulga, y no sé por qué.

Se puso en pie y se acercó un poco más a la lámpara…, a la pistola.

Dejó caer su abrigo largo. El hedor se intensificó. Lily consiguió ver la granulosa piel debajo de la camisa hecha jirones, las erupciones pustulosas, la piel de su rostro separándose como arrugado papel tisú. Su cabeza había empezado a adoptar una nueva silueta, la mandíbula se proyectaba hacia adelante, la caja craneana se estremecía debajo de islas de sangre y pelo y denso plasma amarillo.

Lily jadeó.

—¿Tan malo es, Pequeña Pulga? No tengo ningún espejo. Pero sí, supongo que es tan malo.

La mano de ella tanteó en busca de la puerta.

—Corra —dijo él—, y le dispararé. Lo haré, de veras. Cuestión de honor. Así que en vez de ello hagamos un juego.

Se sentía más asustada de lo que nunca había estado, tan asustada como aquella terrible noche en Fayetteville. Entonces, el enemigo había parecido al menos humano. Crane no, ya no, ni siquiera a esa débil luz.

—¿Un juego? —musitó.

—Olvide mi aspecto, Pequeña Pulga. Se supone que esto no está ocurriendo, al menos no todavía, pienso. No tengo control sobre ello. Sorprendentemente, tampoco lo tiene mi dios.

—¿Qué dios?

—Mi dios ausente. Ausente. Ese es el problema. Esa pequeña voz se ha sumido en el silencio. Está atareada en otra parte, supongo. Emergencias no previstas. Cosa de la gente de usted. Pero este… proceso… —Alzó sus ampolladas manos—. Duele, Pequeña Pulga. Y por mucho que ruego pidiendo un poco de alivio…, mis ruegos no reciben respuesta.

Hizo una pausa para toser, un largo espasmo líquido. Gotas de algo rosado y acuoso aterrizaron sobre el escritorio, la moqueta, la blusa de ella.

Ahora, pensó Lily, pero sus piernas estaban paralizadas.

—Antes de que transcurra mucho tiempo —dijo Crane— ya no seré yo. Hubiera debido adivinarlo. Los dioses, sean lo que sean, están hambrientos. Por encima de todo lo demás que puedan ser. No desean que Matthew Crane sobreviva más de lo que ellos desean que viva usted, Pequeña Pulga. Así que ya ve en la posición en que me encuentro.

Dio otro tembloroso paso adelante. Sus piernas se doblaban por lugares equivocados. La carne crujía a cada paso; una bilis amarilla rezumaba de los puños de su camisa.

—Una competición. La pistola está cargada y preparada para disparar. Por horribles que sean esos dedos míos actuales, todavía pueden apretar un gatillo. Y también pueden hacerlo los suyos, por supuesto. Yo no estoy tan ágil como lo estaba antes, pero usted no es joven tampoco, mi Pequeña Pulga. Apuesto a que ha entrado usted en el estadio de las medias antivarices y los zapatos ortopédicos, ¿correcto? Puede que incluso sienta algo de artritis las noches húmedas. Y ya no corre detrás de los autobuses.

Todo aquello era cierto.

—Un juego. Llamémoslo «agarra la pistola». Creo que las posibilidades están más o menos igualadas. Simplemente no espere a que yo diga adelante.

No lo hizo. Lily avanzó de inmediato, un furioso paso detrás de otro, pero fue como correr en un sueño; sus miembros eran pesos muertos; parecía como si estuviera debajo del agua.

Vio la pistola en su círculo de luz, negra satinada sobre la lustrosa caoba, con la luz de la lámpara destacando los huecos y los ángulos del arma en brillantes constelaciones.

El hedor de la transformación de Crane flotaba denso en el aire. Emitió un sonido que Lily apenas oyó, un estridente grito animal.

Su mano derecha tocó la culata de la pistola. Se deslizó de entre sus dedos un precioso centímetro. Ahora sintió la proximidad de Crane, un sulfuroso calor.

Pero repentinamente la pistola fue suya. Cerró los dedos sobre la culata.

Dio un paso atrás desde el escritorio, tropezó con uno de sus tacones, se encontró sentada sobre la moqueta manchada de sangre con la pistola entre sus temblorosas manos, sujetándola frente a ella como un crucifijo de una tienda de todo a diez centavos.

Matthew Crane —la cosa que antes había sido Matthew Crane— se alzaba ante ella. La lámpara del escritorio estaba volcada, y su dura luz incidía de lado sobre su ampollado rostro. Sus ojos eran de color rojo cereza, sus pupilas estrechas rendijas negras.

—¡Pequeña Pulga! —exclamó—. ¡Buen trabajo!

Ella disparó la pistola. Apuntó bajo. La bala partió una costilla, lanzando un borbollón de sustancia sanguinolenta contra la pared del fondo. Crane retrocedió de espaldas y se apoyó contra una estantería de actas del Congreso. Bajó la vista hasta su herida, luego miró a Lily.

Ella se puso cautelosamente en pie.

Él sonrió —si aquello pretendía ser una sonrisa— más allá de los tocones de sus dientes.

—No se detenga ahora, Pequeña Pulga —susurró—. Por el amor de Dios, no se detenga ahora.

Ella no lo hizo. No se detuvo hasta que la pistola estuvo vacía, no hasta que lo que quedaba de Matthew Crane quedó tendido inmóvil en el suelo.

40

Un espasmo de fuego de mortero desmoronó lo que quedaba del Domo del Pozo. Enormes losas intactas de roca tallada cayeron y se hicieron pedazos, alzando columnas de humo al aire otoñal. Guilford avanzó por entre los escombros, rifle en mano. Sus heridas eran graves y su respiración entrecortada y dolorosa. Pero todos sus miembros funcionaban y su mente estaba tan clara como podía esperarse bajo las circunstancias.

Un banco de nubes había derivado de las montañas, convirtiendo el día en algo frío y húmedo. La llovizna heló la ciudad y pintó las ruinas con una parda y aceitosa oscuridad. Guilford se oscureció el rostro con un puñado de lodo y se imaginó fundiéndose entre aquellos torturados ángulos de rota piedra. El enemigo había abandonado todo orden y acechaba a los intrusos humanos casi al azar, una estrategia efectiva, puesto que no había forma alguna de adivinar qué rincón podía ocultar a un demonio. Solo su hedor los traicionaba.

Guilford asomó la cabeza más allá de una piedra intacta de los cimientos y vio a uno de los monstruos a menos de una docena de metros de distancia.

Este había dejado muy atrás sus orígenes humanos. La transformación era casi completa: medía más de dos metros de altura, su redondeado cráneo y sus mandíbulas como navajas eran similares al espécimen que Sullivan le había mostrado en el Museo de Monstruosidades. Estaba desmembrando sistemáticamente a un hombre que había caído en sus garras, nadie a quien Guilford conociera personalmente, aunque esto era tan solo un pequeño consuelo. Despedazaba metódicamente el cuerpo, inspeccionando y desechando los trozos mientras Guilford intentaba dominar las náuseas y apuntaba cuidadosamente. Cuando el monstruo se echó hacia atrás con un pedazo fresco de carne humana en la mano, disparó.

Un tiro limpio al pálido y vulnerable vientre. El monstruo se tambaleó y cayó…, herido, no muerto, pero no pareció capaz de hacer otra cosa más que permanecer tendido de espaldas y flexionar sus garras en el aire. Guilford echó a correr cruzando un campo de polvo de granito hacia el desmoronado Domo, ansioso por hallar una nueva cobertura antes de que el sonido atrajera a más criaturas.

Descubrió a Tom Compton agazapado detrás de una pared medio derrumbada, aferrándose la garganta con una mano.

—Los bastardos casi me arrancaron la cabeza —dijo el hombre de la frontera. Escupió un glóbulo rojo al polvo.

Así que todavía podemos sangrar, pensó Guilford. Sangrar de la misma forma que lo hicimos en el bosque de Belleau. Sangrar de la forma en que lo hacíamos cuando éramos humanos.

Tomó a Tom del brazo.

—¿Puede andar?

—Espero que sí. Es demasiado jodidamente pronto para ceder mi cuerpo al fantasma.

Guilford lo ayudó a ponerse en pie. La herida de la garganta era terrible, y las demás heridas del hombre de la frontera eran igual de graves. Una débil luz brotaba parpadeando de su arruinado cuerpo. Una frágil magia.

—Tranquilos ahora —advirtió Tom.

Remataron una colina de escombros, todo lo que quedaba del Domo que se había alzado durante diez mil años en el silencio de aquel vacío continente. Se oían frenéticos disparos de rifle al norte y al oeste.

—La cabeza baja —advirtió Tom. Avanzaron centímetro a centímetro, respirando polvo hasta que sus bocas fueron papel de lija y sus gargantas tuberías oxidadas. Te recuerdo, pensó Guilford: Tom Compton, el sargento primero que lo había arrastrado a través del campo de trigo hacia Château-Thierry, inútilmente, porque se estaba muriendo… Sobre aquellos cuchillos de granito hasta que vieron el Pozo, más brillante de lo que Guilford lo recordaba, radiante de luz, con su desmoronante perímetro guardado por un par de vigilantes monstruos, con los ojos poseídos de una feroz inteligencia yendo de un lado para otro.


Elias Vale todavía era capaz de sujetar y disparar un rifle automático, aunque sus dedos se habían vuelto torpes y extraños. Estaba cambiando en formas en las que prefería no pensar, cambiando como los hombres a su alrededor, algunos de los cuales ya no eran ni remotamente humanos. Pero aquello estaba bien. Estaba cerca del Pozo de la Ascensión, realizando un trabajo sagrado y urgente. Sintió la inmediata proximidad de los dioses.

Su visión se había visto sutilmente alterada. Descubrió que podía detectar débiles movimientos a la más tenue luz. Sus demás sentidos también. Podía oler el olor a pella salada de los atacantes. La lluvia que caía sobre su granulosa piel era a la vez fría y agradable. El sonido de los disparos de rifle era agudamente fuerte, incluso el resonar de los guijarros constituía una sinfonía de tonos diferenciados.

Más agudo también era el sentido que había atraído en primer lugar a los dioses hacia él, su habilidad de penetrar al menos hasta una pequeña distancia en el alma humana. Los seres que atacaban la Sagrada Ciudad eran solo parcialmente humanos —parcialmente algo mucho más antiguo y grande—, pero captaba la forma de sus vidas, cada emoción y tensión y secreta vulnerabilidad. Esa habilidad todavía podía ser útil.

Su rifle no era su única arma.

Se acurrucó detrás de un bloque de granito mientras dos de los más profundamente transformados hombres patrullaban el borde del Pozo. Sintió —¡pero era algo indescriptible!— la inmensa energía viva de aquel lugar, los dioses aprisionados en el no-espacio en las profundidades de la Tierra, tendiéndose ansiosamente hacia la encarnación física.

Un ejército de ellos.

Y sintió la presencia de dos hombres semimortales acercándose desde el norte.

Captó sus nombres del resplandeciente aire: Tom Compton. Guilford Law.

Almas antiguas.

Vale apoyó su rifle en su pustuloso pecho y sonrió vacuamente.


—Yo rodearé por la izquierda, los atraeré con un par de disparos —dijo Tom—. Usted haga lo que pueda.

Guilford asintió y observó a su herido amigo alejarse arrastrándose.

El Pozo era una bolsa de algoritmos encajados en la ontosfera, un alfilerazo abierto a la arquitectura profunda del Archivo. La única forma que tenía el dios-Guilford de entrar era a través de la encarnación física: había necesitado que Guilford lo llevara hasta allí, pero la batalla dentro del Pozo, el Confinamiento, eso era obra de los dioses. Pero estoy cansado, pensó Guilford. Me duele. Y con el dolor y el cansancio vino una desgarradora nostalgia; se dio cuenta de que estaba pensando en Caroline, en su largo pelo negro y sus ojos heridos; en Lily, con cinco años, hechizada bajo la influencia de Dorothy Gale y Tik-tok; en la paciencia y la fuerza de Abby; en Nicholas mirándole con una confianza que él nunca se había ganado ni había merecido, una confianza pronto quebrantada…, deseó volver atrás, volverlo todo atrás, y se preguntó si era por eso por lo que los dioses habían construido originalmente su Archivo: esta no aceptación mortal a renunciar al pasado, a dejar que el amor se convirtiera en desmoronantes átomos.

Cerró los ojos y apoyó la mejilla en un saliente de húmeda piedra. La luz dentro de él parpadeó. La sangre manó de sus heridas.

El sonido del rifle de Tom lo puso de nuevo en guardia.

En el erosionado borde del Pozo, los dos monstruos giraron la cabeza hacia el sonido del arma. Tom disparó de nuevo y una de las bestias gritó, un chillido casi humano en su rabia y su dolor. Un fluido verde bilis brotó de las reventadas entrañas del monstruo.

Guilford aprovechó la distracción para acercarse unos metros más al Pozo, agachado entre columnas de granito de la altura de un hombre.

Ahora ambas criaturas se estaba moviendo, acercándose a la fuente de los disparos en ángulo oblicuo, ofreciendo su armadura dorsal contra el fuego de rifle. Eran extraordinariamente grandes, quizá guardianes especialmente preparados para esa misión. Su andar —bípedo, fluidamente equilibrado— era lento, pero Guilford había aprendido a respetar su velocidad. Las garras y las mandíbulas en los antebrazos estaban expuestas, con la blancura del hueso, resplandecientes en la lluvia. Sus brazos inferiores más pequeños, menos brazos que cuchillos auxiliares, chasqueaban incansablemente.

La lluvia aumentó de llovizna a aguacero, láminas de agua que golpeaban las antiguas piedras, haciendo brotar nubes de vapor del Pozo.

Los monstruos no se veían afectados por la lluvia. Se detuvieron e inclinaron la cabeza, un gesto irritado más propio de un ave. El agua daba a sus pieles o conchas un brillo pulido y despertaba colores ocultos, un arco iris de iridiscencia que hizo pensar a Guilford en su infancia, en lavar guijarros en un arroyo para ver emerger su lustre más allá del polvo y del aire.

Más cerca ahora. Sintió el calor del Pozo, su apestoso olor a aislante quemado.

Tom se puso al descubierto y disparó de nuevo, quizá la última bala de su munición. Guilford usó la oportunidad creada por el hombre de la frontera y corrió hacia el borde del Pozo, sin dejar de mirar hacia atrás. Márchate mientras puedas, deseó gritar, pero vio que la pierna izquierda de Tom se doblaba bajo su cuerpo. El hombre de la frontera cayó sobre una rodilla, consiguió alzar su rifle, pero la criatura más cercana, aquella a la que había herido, ya estaba sobre él.

Guilford gimió involuntariamente cuando el monstruo arrancó limpiamente la cabeza de Tom de su cuerpo.

La cortina de lluvia ocultó todo lo demás. El aire olía a ozono y a relámpagos.

No hubiera debido detenerse. El segundo monstruo lo había visto y avanzaba ahora a una velocidad aterradora hacia el Pozo, con sus largas piernas bombeando tan eficientemente como las de un leopardo. Al correr no producía ningún sonido audible por encima del de la lluvia; pero cuando se detuvo dejó escapar una nube de hediondos vapores solubles, productos de desecho de alguna inimaginable química corporal. Sus ojos, inexpresivos y extraños, se enfocaron fijamente en él.

Guilford alzó su rifle y disparó dos rápidos tiros a la criatura.

Las balas astillaron su brillante armadura, quizá rompieron una costilla expuesta, hicieron que retrocediera un tambaleante paso. Guilford disparó de nuevo, siguió disparando hasta que su cargador estuvo vacío y el monstruo yació inmóvil en el suelo.

Tom, pensó.

Pero el hombre de la frontera estaba más allá de toda posible reparación.

Guilford se volvió hacia el Pozo.

El borde estaba cerca. La espiral de escalones de piedra seguía intacta, aunque peligrosamente sembrada de nuevos cascotes. Aquello no importaba. No planeaba bajar las escaleras. Saltaría y dejaría que la gravedad lo arrastrara: no había fondo en aquella conejera, solo el fin del mundo. Echó a correr.

Se detuvo en seco cuando una figura humana se alzó a menos de diez pasos frente a él.

No, se dio cuenta, no humana, solo alguna pobre alma menos avanzada en su destrucción. El rostro en particular parecía como si hubiera sido fracturado hacía mucho tiempo, con los huesos asomando a lo largo de las líneas de falla como placas volcánicas.

La criatura luchó por alzar su rifle, con sus brazos temblando con la parálisis de la transformación.

Guilford tomó otro cargador de su cinturón.

—No querrás dispararme —dijo el monstruo.

Las palabras atravesaron la lluvia y se impusieron al distante crepitar de la artillería.

Ignóralo, dijo el dios-Guilford.

—Hay alguien conmigo, Guilford. Alguien a quien conoces.

Expulsó el cargador vacío del arma.

—¿Quién es? —Mientras observaba al monstruo luchar con su propio rifle. Un caso grave de temblores. Haz que siga hablando.

No, insistió el piquete.

El monstruo cerró los ojos y dijo:

— ¿Papá?

Guilford sintió que algo se helaba en su interior.

No.

— ¿Eres tú? No puedo ver…

Guilford se inmovilizó, pese a sentir la urgente súplica del piquete.

— ¡Papá, soy yo! ¡Soy Nick!

No, no es Nick, porque Nick…

—¿Nick?

— ¡Papá, no dispares! ¡Estoy dentro! ¡No quiero morir, no de nuevo!

El monstruo seguía forcejeando con sus propias convulsiones para alzar el rifle. Lo veía claramente, pero no podía extraer ningún sentido de todo aquello. Recordó las brillantes y horribles rosas de la sangre de su hijo.


El piquete estaba repentinamente a su lado, débil como la bruma.

El tiempo detuvo su marcha hasta casi un arrastrarse. Sintió que su martilleante corazón latía a la mitad de su velocidad, lentas notas de timbales.

El monstruo agitaba su arma con una glacial imprecisión.

El piquete dijo:

—Escúchame. Rápidamente, ahora. Eso no es Nick.

—¿Qué les ocurre a los muertos? ¿Se apoderan de ellos los demonios?

—No siempre. Y eso no es Nick.

— ¿Cómo puedo saberlo?

—Guilford. ¿Crees que yo dejaría que se apoderaran de él?

—¿Lo hiciste?

—No. No lo hice. Nick está conmigo, Guilford. Está con nosotros.

El piquete tendió sus manos en un movimiento como si acunara algo, y por un momento —un dulce y terrible momento— Nick estuvo allí, con los ojos cerrados, dormido, con doce años y en paz.

—Así es como son las cosas —dijo el piquete—. Todas esas vidas.

—Estoy tan cansado… —dijo Guilford—. ¿Nick?

Pero Nick se había desvanecido de nuevo.

—Dispara tu arma —dijo firmemente el piquete.


Lo hizo.

Lo mismo hizo el monstruo.

Guilford sintió que las balas lo atravesaban. El dolor, esta vez, fue brutal. Pero eso no importó. Más cerca ahora. Disparó y disparó de nuevo, hasta que el hombre con el rostro roto yació destrozado en el suelo.

Guilford arrastró su propio cuerpo roto hasta el borde del Pozo.

Cerró los ojos y cayó. El dolor torbellineó en bruma. Libre como una gota de lluvia ahora. Hey, Nick, mírame. Y sintió la somnolente presencia de Nick. El piquete había dicho la verdad. Nick estaba envuelvo en atemporalidad, durmiendo hasta el final de la ontosfera, cayendo en las luminosas aguas del Archivo, números más profundos que cualquier océano, cálidos como el aire del verano.

Parpadeó y vio al dios estallar fuera de él. Aquella luminosa cosa que había sido en sus tiempos Guilford Law, muerto en un campo de batalla en Francia, alimentado por la Sentiencia, equipotente con los dioses y uno de ellos, inseparable de ellos, un ser que Guilford no podría ni siquiera empezar a comprender, todo él fiera luz y color y vengativo como un ángel furioso, confinando a los demonios que aullaban su frustración a través de las lejanas y desvanecientes fronteras del mundo.

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