2008

ENERO

«¿Yo? Persigo una imagen, solamente» (Gérard de Nerval).

El lujo de las citas, de las líneas ajenas que incluimos en nuestros propios textos, el atractivo de una declaración tan enigmática como la de Nerval. Algunos de mis paisanos odian las citas: ven mal cierta erudición y dan la consigna estúpida de que «al escribir no hay que deberle nada a nadie». Amante de las citas, voy caminando por París bajo la lluvia, por el cementerio laico de Pére-Lachaise, dejándome llevar por el inconsciente fluir de los días de siempre. Voy hacia la tumba de Nerval, aquí enterrado. Y avanzo enmascarado. Aspiro a que alguien descubra que he perseguido siempre mi originalidad en la asimilación de otras máscaras, de otras voces. Voy caminando por Père-Lachaise mientras recuerdo las palabras de Juan Perucho que César Antonio Molina recoge en un emotivo capítulo de Esperando a los años que no vuelven, libro de viajes y de recuperación de la memoria artística en el que no faltan las citas, porque el autor levanta actas culturales de todo cuanto le sale al paso y convierte en tan intenso como perfectamente verosímil el regreso a lugares donde nunca estuvimos.

«No regresaré jamás a Albiñana», dice Perucho hacia el final de la visita de su amigo Molina a su piso de la calle República Argentina de Barcelona. Como se sabe, Perucho no volvió a Albiñana después de su polémica con las autoridades del pueblo, que no le concedieron el deseo de poder yacer en tierra dentro del cementerio y no en un horrible nicho. Perucho comenta, en la hora de su despedida, lo mal que el país ha tratado siempre los huesos ilustres: «En el Père-Lachaise de París donde hay enterrados judíos, musulmanes y cristianos anónimos junto a nombres como los de Rossini, Chopin, Balzac, Proust, Apollinaire o Wilde, estuvo Leandro Fernández de Moratín, uno de nuestros afrancesados y librepensadores. Estaba tan tranquilo hasta que luego se lo llevaron a la colegiata de San Isidro, después al cementerio del mismo santo madrileño donde, de acuerdo con su categoría de huesos de español ilustre en el ejercicio de las letras, se perdieron definitivamente (…) Sí, no volveré más a Albiñana.»

Comenta Susan Sontag en el prólogo de la singular y hoy algo extraviada novela Vudú urbano, de Edgardo Cozarinsky: «Su derroche de citas en forma de epígrafes me hace pensar en aquellos films de Godard que estaban sembrados de frases ajenas. En el sentido en que Godard, director cinéfilo, hacía sus films a partir de y sobre su enamoramiento con el cine, Cozarinsky ha hecho un libro a partir de y sobre su enamoramiento con ciertos libros.»

Me formé en la era de Godard. Lo que había visto en Godard y otros cineastas innovadores de los años sesenta lo asimilé con tanta naturalidad que después, cuando alguien reprochaba, por ejemplo, la incorporación de citas a mis novelas, me quedaba asustado de la ignorancia de quien censuraba aquello que para mí era lo más normal del mundo. Además, no podía olvidarme de ejemplos extremos como El libro de los amigos, de Hugo von Hofmannsthal, colección de aforismos que, junto a textos del autor, incorporaba «voces amigas»: un centenar de máximas ajenas que se integraban en la visión del mundo del propio Hofmannsthal.

Fernando Savater dice que las personas que no comprenden el encanto de las citas suelen ser las mismas que no entienden lo justo, equitativo y necesario de la originalidad. Porque donde se puede y se debe ser verdaderamente original es al citar. Por eso algunos de los escritores más auténticamente originales del siglo pasado, como Walter Benjamín o Norman O. Brown, se propusieron (y el segundo llevó en Love's Body su proyecto a cabo) libros que no estuvieran compuestos más que de citas, es decir, que fuesen realmente originales…

Plenamente de acuerdo con Savater cuando dice que los maniáticos anticitas están abocados a los destinos menos deseables para un escritor: el casticismo y la ocurrencia, es decir, las dos peores variantes del tópico. Citar es respirar literatura para no ahogarse entre los tópicos castizos y ocurrentes que le vienen a uno a la pluma cuando se empeña en esa vulgaridad suprema de «no deberle nada a nadie». Y es que, en el fondo, quien no cita no hace más que repetir pero sin saberlo ni elegirlo. «Los que citamos», dice Savater, «asumimos en cambio sin ambages nuestro destino de príncipes que todo lo hemos aprendido en los libros (y ahí va otra cita disimulada, ja, ja, larvatus prodeo…).»

«Cita: repetición equivocada de lo que ha dicho otro» (Marilyn Monroe).

Un cementerio como éste también es todo un lujo de citas. Me detengo en la tumba de Balzac, enfrente mismo de la de Gérard de Nerval, en la división 49 de Père-Lachaise, al norte de París. Escribimos siempre después de otros, y quizás por eso tantas veces perseguí -con citas literarias distorsionadas o inventadas que ayudaban a crear sentidos diferentes- una imagen mía hecha con rasgos ajenos, y quizás por eso tantas veces fragmenté el antiguo texto de la cultura, y diseminé sus rasgos haciéndolos irreconocibles, del mismo modo en que se maquilla una mercadería robada. Así fui abriéndome camino, así fui avanzando. Para andar por ahí nada tranquiliza tanto como una máscara. Me sentía un depravado cuando me alegraba en secreto de disfrazarme tanto, de construir mi estilo con andaduras ajenas. Larvatus prodeo, que decía Descartes. ¿Yo? Persigo una imagen, solamente. Esta imagen con máscara en un cementerio. Esta imagen de amante de las citas con la que avanzo ahora, bajo la lluvia, hacia la tumba que tengo enfrente. Voy despacio, sigiloso, con la mirada iracunda y simulando una cojera, con un bastón y una máscara de Arlequín, perfectamente oculto. Voy a saludar a Nerval. Larvado, como siempre.

«Cuando Rimbaud ponía el puño encima de la mesa» (Pierre Michon).

Siempre que he hablado con Pierre Michon -las dos veces de noche y en la surrealista Nantes- ha terminado por decirme, con voz cavernosa y melancólica, que hay tres tipos de escritores: el bárbaro, del que Céline es un ejemplo indiscutible; el intelectual a lo Beckett, y un tercero en el que se combina lo mejor de ambos, Faulkner, por ejemplo. «Faulkner o Bolaño», ha precisado en las dos ocasiones. Para él, este último fue también una admirable combinación entre el bárbaro y el intelectual. Ni que decir tiene que el propio Michon pertenece a ese tercer tipo de escritor, al mundo de los detectives entre palmeras salvajes, al mundo del intelectual de puño encima de la mesa.

Michon es alguien que halló ya en la madurez su propio estilo -agazapado, invisible durante años- mientras escribía Vidas minúsculas, y con el estilo le llegó también el tono y el ritmo, un ritmo que con asombro observó que le era íntimamente natural. Ese ritmo lo mantuvo en obras maestras como Rimbaud el hijo, donde -como afirma Menéndez Salmón en una reciente entrevista- el gran Michon nos explicó qué demonios es la poesía. Ahora sabemos que la poesía estaba en la mirada que el futuro poeta Rimbaud dirigió a su horizonte mientras esperaba que Carjat le fotografiara. Porque ahora sabemos con Michon que esa mirada de quien se disponía a ser la poesía misma apuntaba al vigor futuro, la capitulación por venir, la temporada en el infierno y Abisinia, la sierra sobre la pierna en Marsella. Y porque pensamos que el joven Rimbaud, con el semblante iluminado del que un día iba a decirlo todo, estaba ya ahí en esa fotografía hoy tan célebre, estaba ahí ya apuntando hacia la poesía, aunque sólo veamos su cuerpo, el pelo revuelto, la corbata torcida para la eternidad. Y, en los versos -termina preguntándose Michon-, ¿se ve acaso el alma? Pasan el viento, el mundo y la poesía como si fueran iluminaciones y quemaran carbono.

Pierre Michon es, en el buen sentido, extraño. También lo es, con talento evidente, el asturiano Ricardo Menéndez Salmón, que en la entrevista en la que habla de su admiración por Michon dice que le gustaría saber por qué, año tras año, tenemos que soportar a falsos escritores. Ahí el autor de La ofensa y de Gritar se muestra intransigente: «¿Por qué tan intolerante? Porque me niego, como diría Michon, a convertir el milagro en profesión, el talento en carrera literaria. La literatura no es un oficio, es una enfermedad; uno no escribe para ganar dinero o caer bien a la gente, sino porque intenta curarse, porque está infectado, porque lo ha ganado la tristeza.»

En una de la historias de Gritar -alta literatura en este conjunto de relatos recién publicado- aparece precisamente esa enfermedad que el autor opone a la idea de la escritura vista sólo como un oficio. Es un cuento memorable en el que la enfermedad, el dolor oculto, aparece con el nombre de mal de los constructores. Es el mal de los que quieren decirlo todo, el mal de los que tan alejados están de los falsos escritores. Es el mal que, según nos dice, anida, por ejemplo, en la casa de la familia Kafka, donde Franz nos cuenta la historia del mal como si hubiera leído a Rimbaud y Michon de golpe: «La compulsión de familias enteras que transmitían de padres a hijos el afán desmesurado por la perfección y acabamiento de las cosas terrenales; cosas que, como es notorio, desde Platón, son de por sí inconclusas, imperfectas e hijas del azar.»

Es el mal de los que buscan la perfección, un mal no muy conocido en España, por cierto. Es la obsesión por aproximarse a una meta que jamás se alcanza, pero que se intenta con valeroso esfuerzo que fracasa. Sin duda es una metáfora de la alta literatura que cultivan todavía algunos héroes o severos chiflados, esos tipos de los que parece hablarnos Michon, «hombres de pura cepa que luchan por el bien que creen sentir dentro de sí» y cuyo inmenso fracaso es también un inmenso logro que nos recuerda aquello que Onetti dijera de Faulkner: «Lo que admiro en él es su estilo, esa obsesión por decirlo todo, aunque sea imposible.» Decirlo todo es, a fin de cuentas, el propósito que guió la obra de Kafka, el héroe de las familias que padecen el mal de los constructores. Recuerdo que en Descripción de una lucha le hace decir Kafka a un personaje: «Ya no quiero oír fragmentos. Cuéntemelo todo del principio al fin. Menos no pienso escuchar.»

En otra de las historias de Gritar, en la titulada La vida en llamas, Menéndez Salmón parte de unos agudos contrastes de vida y muerte para reflexionar sobre el dolor oculto que existe en cada vida que nos rodea y contarnos cómo un acontecimiento feliz para alguien puede convivir en un mismo espacio de tiempo y lugar con la desgracia de otro.

Sólo que el dolor oculto del extraño Rimbaud es más bien una variante extrema del mal de los constructores. La vida de Rimbaud fue un viaje a la libertad que desembocó en una huida a África para huir también de la poesía y allí terminar con su dolor íntimo más oculto: el de no querer convertirse en hijo de sus obras. En Rimbaud el hijo Michon corteja como nadie la angustia de ese dolor, lo que probablemente convierte su libro en el mejor que se ha escrito jamás sobre este poeta. Cargar con Rimbaud el hijo debe de ser ahora el mal oculto de Michon, enfermo a la sombra de las palmeras salvajes y del oro de la buena literatura, el puño sobre la mesa.

Ignacio Martínez de Pisón. Narrador de corte clásico, alejado de aventuras experimentales, y sin embargo amigo. Últimamente apenas salgo de noche, pero no me importa porque Pisón me cuenta lo que ocurre a altas horas y piadosamente me dice que nada. Ayer, hablando con él por teléfono, evocamos la noche en la que me habló por vez primera de los Cameroni y de Dientes de leche, la gran crónica familiar que acaba de publicar. Esa misma noche, un señor agraviado me duchó con cerveza helada. Me lo recordó Pisón y, tras un breve silencio, sentenció:

– Cuando todavía pasaban cosas.

Cuando éramos optimistas, pensé.

Un optimista es alguien que piensa que el futuro es incierto. ¿Es una definición irónica o simplemente pesimista? En realidad, la frontera entre el optimismo y el pesimismo es muy lábil, como lo demuestra esa gran verdad que dice que todas las familias optimistas se parecen mientras que las pesimistas lo son a su manera. Tolstói hablaba de familias felices en lugar de optimistas, pero para el caso viene a ser lo mismo. Porque una familia feliz, precisamente porque lo es, siempre acaba pensando que el futuro es incierto. Las familias pesimistas, por su parte, no tienen tiempo ni de pensarlo, atareadas como andan en esas desgracias que resultan tan atractivas para los novelistas.

Los Cameroni de Dientes de leche bailan siempre en la frontera entre la infelicidad y el optimismo. Un equilibrio muy delicado que Pisón maneja con la impecable pericia narrativa que ha ido adquiriendo a través de los años y de tantas noches, aunque hay quien piensa que esa pericia de corte ortodoxo -es un narrador nato de historias, sin duda uno de los más dotados del paísen realidad ya la poseía en 1984 en su primera novela, La ternura del dragón (rebautizada La ternura de Pisón por sus amigos) y en el libro que llegó al año siguiente, un conjunto de relatos, Alguien te observa en secreto, que leí en aquellos días, no mucho después de conocerle y cuyas primeras frases -hablaban de un primo suyo y del Paseo de Sant Joan de Barcelona y de un castillo hechizado de arquitectura modernista- me hicieron sospechar paranoicamente que, aun siendo él un recién llegado de Zaragoza, estaba describiendo mi mundo barcelonés de adolescencia y no se dirigía a mí como lector, sino directamente al amigo que he sido después toda la vida.

En otro de los relatos de aquel libro, Otra vez la noche, una jovencita se relacionaba en sus horas nocturnas con unos murciélagos que representaban la parte noctámbula de su personalidad frente a la parte diurna, representada por sus amistades. Hoy, pensando en aquel cuento, me he preguntado si no fui durante mucho tiempo para Pisón uno de esos murciélagos. Y también si, ahora que ya no soy nocturno, no habré pasado felizmente a su parte diurna, la de sus verdaderas amistades.

Y, en efecto, los Cameroni son como tantas familias de nuestro bestial paisanaje ibérico, pero con la variante inédita de que el patriarca Raffaele, siendo un grandísimo déspota como tantos otros, nació en la Toscana y es de filiación directamente fascista, uno de aquellos brigadistas italianos de los que tan poco se sabe y que llegaron a España durante la guerra civil para apoyar a las tropas franquistas. La familia paralela que Raffaele monta en Zaragoza se verá condenada al fatalismo de la mala sangre, y con esa historia reaparecerá de nuevo en un libro de Pisón el tema central de su inolvidable relato El fin de los buenos tiempos y uno de los cauces esenciales por los que circula toda su obra: el horror de toda herencia, la oscura y silenciosa ruta de afectos y taras, de malentendidos y frustraciones que comporta la oscura travesía de la noche familiar, la maligna sucesión de padres e hijos.

Viendo reaparecer ese tema de la monstruosidad de toda herencia, he pensado en Rilke cuando decía en Los cuadernos de Malte que por distracción y por errores heredados nos perdemos casi enteramente las innumerables riquezas de aquí que nos han sido destinadas. Y creo que llevaba toda la razón. Yo sólo conozco seres que han luchado desesperadamente por zafarse de los errores y malentendidos heredados y abrirse camino en el hondo fatalismo de tanto espanto del pasado. Dicho de otro modo, siempre ha habido herencias de mala sangre y equívocos en las cosas y los gestos familiares, y esas herencias y errores heredados hemos de saber que serán -si no lo han sido ya- nuestra ruina más completa.

Y tenemos, por otro lado, el misterio de cómo se las arregla Pisón para hacerme creer que ya no pasa nada por las noches, y también el misterio de ese detalle del último día en el que bebimos juntos y deslizó en un bolsillo de mi abrigo una frase manuscrita que milagrosamente he conservado: «El viaje es la fidelidad del sedentario que afirma en todas partes sus hábitos y sus raíces e intenta engañar, con la movilidad en el espacio, la erosión del tiempo para repetir siempre las cosas y los gestos familiares.»

Sospecho que ahí en esa frase para el bolsillo no sólo estaba el brigadista Raffaele, que montó una familia paralela en España, sino también el propio Pisón, tan inclinado -como bien saben sus amigos- a las costumbres imperturbables de su optimista cotidianidad, pero a la vez tan proclive a la creación de mundos paralelos en novelas familiares infelices, despiadadamente crueles.

Recibí un e-mail del cineasta Víctor Iriarte en el que me decía que desde aquella mañana estaba en Barcelona, con su cámara de bolsillo en el bolsillo: «Me hospedo en casa de Isaki Lacuesta y aprovecho estas primeras horas para grabar unas sombras. En la primera película de Isaki, Cravan vs Cravan, yo hice de sombra del poeta boxeador en una de las secuencias. Ahora Isaki me devuelve el favor y hace de sombra de espía en su casa de la calle Diputación. «¿Quedamos mañana miércoles? Iría a tu casa. La idea es grabar una conversación que gire en torno al espionaje, a los paseos y a las estaciones de tren. Y luego seguirte por un breve espacio de tiempo sin que te des demasiada cuenta. Es lo que trataré de filmar con el móvil.»

A Víctor Iriarte, que vive entre Bilbao y Montevideo, el festival de cine documental Punto de vista de Pamplona le ha invitado a realizar un cortometraje con un teléfono móvil. Hace unos días llegó a su casa de Bilbao una caja por servicio express con instrucciones al dorso: «Utilice este teléfono para rodar un cuaderno de viaje.» Iriarte es desde hace años un admirador de Robert Walser y tiene un blog en Internet -cajanumero8.nunca voy al cine- donde la semana pasada anotó: «Recibir un móvil por correo es algo raro. Tanto como que nos manden una carta por teléfono (…) Repaso los microgramas a lápiz de Robert Walser y trato de establecer un símil entre sus cuadernos improvisados y la posibilidad de grabar imágenes en los márgenes de una tarjeta de memoria.»

El miércoles me levanté más pronto que nunca y fui preparándome para la visita de la sombra de Cravan. Después de compartir en la década de los noventa la afición por Walser, le había perdido la pista a Iriarte, aunque sabía que había sido ayudante de dirección de Lacuesta en la película de Cravan. Le recordaba vagamente alto y vestido con tonos oscuros, pero era incapaz ya de evocarlo físicamente con cierta fiabilidad. Nada había vuelto a saber de él hasta que, este verano en un hotel de Helsinki, di casualmente con su blog de cine, donde hablaba de las películas del finlandés Kaurismäki. Desde el mismo hotel le había escrito al blog informándole de que no todos los finlandeses eran como los personajes tristes de Kaurismäki. Y así, como si no hubiera pasado el tiempo ni nada, reanudamos -ahora de forma virtual- la conversación interrumpida durante años.

La leyenda del tiempo, de Isaki Lacuesta, se ha convertido en una de mis películas favoritas. En un registro de extrema belleza trata de la imposibilidad de cantar. Mezcla dos historias de la vida real, enlazadas sutilmente por la figura de Camarón de la Isla. En una, un joven gitano de San Fernando deja de cantar tras la muerte de su padre. En la otra, una japonesa viaja a Cádiz para aprender a cantar -algo bien inalcanzable para ella- como Camarón. Ambas historias son poéticas, de una intensidad extraña, tenuemente hilvanadas dentro de un simple pero prodigioso artefacto que liquida cualquier vestigio de frontera entre realidad y ficción. Una película elegante, la segunda del gerundense Lacuesta, que debutara hace cinco años con su documental sobre Cravan, el legendario poeta y boxeador, sobrino de Oscar Wilde, desaparecido en el Golfo de México en misteriosas circunstancias.

En La leyenda del tiempo me sorprendió reencontrar algo que creía sepultado en mi juventud: el espíritu de Jean Rouch (Chronique d'un été), aquel cineasta-etnólogo adscrito al cinema-verité y al continente africano, que tanto había admirado en otros días. ¿Estaba el espíritu de Rouch en la película o sólo lo imaginaba? Pronto Lacuesta, en unas declaraciones, me sacó de dudas: «Me gustan todos los cineastas que se llaman Jean: Jean Vigo, Jean Renoir, Jean Cocteau, Jean Eustache, Jean Rouch, Jean-Luc Godard y Wong Kar-wai, porque estoy seguro de que Wong debe ser Jean en chino.»

Y bueno, el miércoles, a primera hora, pensando en Cravan me acordé de Traven, que no sólo tenía un apellido parecido, sino que también se evaporó en México. Traven se hacía pasar por otras personas cuando aparecía en público, pues era de los que piensan que un verdadero artista está siempre de incógnito. ¿Y si Iñaki Lacuesta obraba como Traven? Busqué en Google fotografías suyas para evitar que me engañara presentándose en casa como sombra de Cravan. Todo acabó en una falsa alarma. Porque a la hora prevista, con una cámara de bolsillo y un trípode en miniatura, llegó a casa Víctor Iriarte. Y, aunque como verdadero artista y espía iba de incógnito, vi enseguida que no era Lacuesta. Ni Traven. Saludé a la sombra de Cravan con la cortesía y melancolía propias de un personaje de Kaurismäki. Hablamos de Montevideo y del piano de Felisberto Hernández, que todavía está allí, en un bar de aquella ciudad. Y en un momento determinado tomó Iriarte su cámara de bolsillo para formularme las anunciadas preguntas sobre el espionaje, los paseos y las estaciones de trenes, y acabó preguntándome -en deriva inesperada- qué pensaba de Cravan. Como por Traven no preguntaba, le pregunté yo, y hablamos del Golfo de México y de tantos allí desaparecidos. Una hora después, bajando por el Torrent de les Flors -calle habitual en las novelas de Juan Marsé- iba yo simulando que no me apercibía de que la sombra de Cravan me filmaba, y menos aún de que, al final del rodaje -tal como acabó ocurriendo-, mi perseguidor esperaba que doblara una esquina para rodar mi desaparición y dar por terminado su cuaderno de viaje. «Le están grabando», me advirtió, a la altura de la calle Martí, una señora muy alarmada. «Tiene autorización», contesté rápido, sin detenerme. Y seguí mi camino, muy comprometido con las exigencias del guión y como si no supiera que, a la vuelta de la esquina, el Golfo de México esperaba.

FEBRERO

Me indigno, pero he aprendido a encontrar razonamientos que desactiven rápidamente los enfados. Esta mañana, súbito enojo al ver que Noam Cohen del New York Times descubre el Mediterráneo con la noticia de que Borges, en sus historias ambientadas en un pasado pretecnológico, predijo la llegada de Internet. No me habría molestado tan dinosáurico «hallazgo» del New York Times si no fuera porque Noam Cohen, con absurda suficiencia, tilda a Borges de «bibliotecario del Viejo Mundo y hombre chapado a la antigua», cuando en realidad quien no está al día es el propio Cohen, más atrasado en noticias que el ciclista Godot cuando llegaba a las etapas del Tour fuera de tiempo.

Escribir -decía Roberto Bolaño- es una actividad razonable y visionaria, un ejercicio de inteligencia y de aventura. De entre las múltiples aventuras, los lectores del visionario Borges nunca olvidarán la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto en su memorable cuento La Biblioteca de Babel. Cuando ese relato fue publicado en 1941, pocos podían imaginar que esa escalera acabaría convirtiendo a Borges en un demiurgo, un extraño visionario que nos describió Internet antes de que existiera.

Hace años que sabemos que Borges, en un ejercicio de inteligencia y aventura intelectual, anticipó la Red mundial en La Biblioteca de Babel y también en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, otro de sus relatos de aquella época: «¿Quiénes inventaron a Tlön? El plural es inevitable, porque la hipótesis de un solo inventor -de un infinito Leibniz obrando en la tiniebla y en la modestia- ha sido descartada unánimemente. Se conjetura que este brave new world es obra de una sociedad secreta de astrónomos, de biólogos, de ingenieros, de metafísicos, de poetas, de químicos, de algebristas, de moralistas, de pintores, de geómetras… dirigidos por un oscuro hombre de genio.»

En su cuento, Borges nos dice que abundan en esa sociedad secreta individuos que dominan las disciplinas más diversas, pero no los capaces de invención y menos los capaces de subordinar la invención a un riguroso plan sistemático. El plan es tan grande que la contribución de cada escritor es infinitesimal. Esa sociedad secreta, ese valiente nuevo mundo (brave new world) es la Red mundial. Ahora nos lo descubre Noam Cohén al hilo de la reedición de Labyrinths en la editorial New Directions y de un ensayo de Perla Sassón-Henry que explora las conexiones entre la Internet descentralizada de YouTube, los numerosos blogs y la Wikipedia y las historias de Borges, que «convierten al lector en un participante activo».

Me indigno por un momento con la noticia anticuada de Cohen, pero luego le disculpo diciéndome que las cosas del mundo actual pasan tan rápido que puede parecemos que no estar al día es un problema, pero también es cierto que hay cosas que no encajan con esa velocidad. Por ejemplo, pensemos en la lentitud de la lectura. Ricardo Piglia dice que en una época en la que la circulación de lo escrito ha alcanzado una velocidad extraordinaria, resulta paradójico observar que el tiempo de lectura no ha cambiado: «Leemos igual que en la época de Aristóteles. Seguimos descifrando signo tras signo y eso nos sitúa en una actitud similar a la que se tenía cuando la circulación no era tan rápida. Hudson, por ejemplo, cuenta en Allá lejos y hace tiempo, un libro de 1918 sobre su vida en la Pampa, cómo les llegaban las novelas, y después de leerlas las prestaban a la granja vecina que estaba a cinco kilómetros, y después a otra que estaba más adentro. La novela se iba alejando, a caballo…»

Así, con este razonamiento sobre la lentitud, mi indignación también se ha ido alejando a caballo…

Lo que puede pensarse tiene que ser sin duda una ficción. Pienso ahora, por ejemplo, que Roberto Bolaño participó en la expedición de Magallanes a la Patagonia, pero sé que si busco ese dato en Internet no lo encontraré en parte alguna. Para poder hallarlo, escribo estas líneas que irán a parar a la Red y lo dirán. Dirán que Bolaño en Entre paréntesis no sólo llamó «bravos» a los marinos de Magallanes en la Patagonia -se comprueba acudiendo a su libro-, sino que, además, él mismo participó en esa aventura que fue -como si de una escritura se tratara- una actividad visionaria… Y bueno, ahora, como si también yo fuera una novela, voy a caballo alejándome lentamente de la Patagonia, y todo lo que voy pensando (sin duda una ficción virtual) me acerca a los despachos de New Directions, de Nueva York, donde estuve unas horas en mayo del año pasado. Esta editorial es la que ha publicado en segunda edición -la primera es de hace cuarenta años- Labyrinths, colección de cuentos de Jorge Luis Borges donde se incluyen los relatos que nosotros conocemos como Ficciones: historias llenas de hombres memoriosos, enciclopedias infinitas y escaleras espirales, que en Nueva York se han convertido últimamente en canon para todos aquellos que se hallan en la intersección entre la nueva tecnología y la literatura. Y es curioso: una parecida encrucijada puede verse en un recodo de New Directions, la histórica editorial que publica también los cuentos de Bolaño, Cortázar y Felisberto Hernández, y cuyos corredores y despachos componen a su manera un intrincado laberinto que a la larga acaba resultando hogareño. En mayo del año pasado me perdí suavemente por él, y en una estantería cercana a la terraza que da a una soberbia vista del skyline, vi alineados los libros de Bolaño junto a los de Borges, vecinos neoyorquinos en la red del tiempo, azarosa sociedad secreta en la biblioteca eterna.

El amigo que ha vuelto después de un año de ausencia. Llama a casa sólo para saludar y casi sin ocultar que lo hace por puro compromiso. Está más calculador que nunca. Y yo, por lo que sea, no entro en su campo de intereses. Creo percibir que no me quiere nada. ¿Qué puede haber ocurrido? No es una palabra dicha en alguna parte y que ha llegado transformada a los oídos de alguien que la ha repetido a otro, etcétera. No, no es nada de todo eso. Es simplemente que me tiene cierto afecto pero no le intereso y es muy posible que en realidad no le haya interesado nunca. Tal vez se siente mejor con gente que le admira, o tal vez mejor con otros, sin más. No pasa nada, me digo. No veo por qué razón habrían de durar las amistades más que las pasiones.

«El mundo se va a volver tremendamente imbécil. Durante los próximos años, la cosa va a resultar muy aburrida. Es una suerte que vivamos ahora y no más tarde» (Flaubert, 27 de junio de 1850).

Algunas personas creen que llevo desde hace años un cuaderno privado de citas literarias, el commonplace book al que tantos escritores anglosajones fueron aficionados. Quizás eso pueda explicar el hecho un tanto absurdo de que, en el plazo breve de un mes, tres amigos me hayan enviado -cada uno por su cuenta y riesgotres libros que parecen relacionados con esa idea de que colecciono citas.

El primero de los tres en llegar fue la traducción española de Sur Plusieurs Beaux Sujects, el cuaderno privado de Wallace Stevens, una especie de borrador o librillo de trabajo al que el poeta y abogado de Nueva York fue trasladando pasajes de obras ajenas relativos a sus propios intereses, y de ahí que veintidós de las citas que reunió allí acabaran pasando a sus poemas. Es un cuaderno de trabajo en una línea parecida al Hofmannsthal de El libro de los amigos o al W. H. Auden de A Certain World, una antología de citas y al mismo tiempo autobiografía sui géneris.

«La estética es una justicia superior», leemos en uno de los apuntes de Wallace Stevens. Es una sentencia magnífica de Flaubert en carta a Louise Collet. Y para mí la frase del libro. La recuerdo siempre que enciendo la televisión y entro en el feísmo desaforado de sus imágenes de los últimos tiempos. Flaubert no dejó aforismos en sus novelas, pero sí algunos en su correspondencia, donde se explayaba siempre sin límites y con desbordante inteligencia.

«La estética es una justicia superior.» Gran frase. ¿Y qué decir de la ética? ¿Y de las relaciones, tal vez imposibles, entre ética y lenguaje? Si yo llevara un commonplace book, insertaría ahora mismo unas palabras de Wittgenstein en su Conferencia sobre ética, de 1929: «Si un hombre pudiera escribir un libro sobre ética que realmente fuera un libro sobre ética, dicho libro destruiría con una explosión todos los libros del mundo.»

He dicho «si llevara un commonplace book». Pero no se da el caso. Si lo llevara -creo que la fuerza del destino me está empujando a hacerlo-, añadiría ahora en mi cuaderno otra frase de Flaubert, también rescatada de sus cartas; una frase que he hallado en el segundo de los libros que me han regalado: Jardines ajenos, de Adolfo Bioy Casares. En ese cuaderno de citas recogidas por Bioy he dado de nuevo con el oro de Flaubert -no confundir con El loro de Flaubert, de Julián Barnesen forma de palabras memorables sobre la singularidad: «La infinita estupidez de las masas me vuelve indulgente para con las individualidades, por muy odiosas que lleguen a resultar.»

El tercer libro, Razones y osadías, contiene directamente una selección de opiniones contundentes de Flaubert, todas rescatadas de sus elocuentes cartas. La edición -como no podía ser de otra forma- es de Jordi Llovet. Por cierto, no lo había contado hasta ahora: a todos los sitios serios a los que voy digo siempre: «Vengo de parte del señor Llovet.» Sólo un día advertí una expresión tan hostil en el ambiente que, antes de haberme acomodado en mi asiento, me incorporé y dije, volviendo la espalda: «Me voy de parte del señor Llovet.»

En Razones y osadías comprobamos que Flaubert, que deseaba permanecer oculto en los distintos escenarios de su obra narrativa, forzosamente tenía que volcar en otro lado su mundo privado. Lo hacía en su correspondencia, escrita sin el ánimo de que fuera un día homologada a su obra, pero que tiene un alto valor documental, porque en las cartas aparece un Flaubert que abomina de la estupidez universal y al que deja anonadado la imbecilidad de los políticos, un Flaubert que habla de libros y de colegas y de la vida en general y es relativamente misógino. Las frases extraídas de sus cartas muestran, entre otras cosas, cómo intuyó el aburrimiento y majadería, la absurdidad y parte de la barbarie de los años que estaban por venir. Un siglo y medio después, ninguna de sus opiniones contundentes ha perdido actualidad, más bien lo contrario.

A modo de letanías de un rosario audaz van cayendo las frases: «Qué grande sería Balzac si hubiera sabido escribir»; «Nunca me afeito la barba sin echarme a reír, de lo muy estúpido que me parece»; «¡Ah! ¡Los hombres de acción! ¡Los activos! Hay que ver cómo se cansan ellos y nos cansan a los demás por no hacer nada. ¡Y qué vanidad más boba! (…) El pensamiento es eterno, como el alma, y la acción es mortal, como el cuerpo». Encontramos ahí el más puro oro de Flaubert en forma de lecciones de sentido común y de amplia conciencia de que, por encima de todo, hay un mal que nos aqueja: la estupidez.

Hoy en día, el fantasma de la estupidez recorre nuestras aulas. Pero a quienes horroriza que nuestros jóvenes sean los más atrasados en materia de educación habría que recordarles que ellos, los adultos, no sólo son los responsables del desastre, sino que son tan aburridos, incultos y bárbaros como esos jóvenes. Flaubert ya vio venir todo ese futuro apogeo de la banalidad cuando dijo que se hablaba mucho del embrutecimiento de la plebe, pero se hacía en términos injustos e incompletos, pues habría que empezar por ilustrar a las clases ilustradas. Estas comenzaban ya entonces a moverse sin ética ni estética, tal como hoy en día hacen tan triunfalmente. Flaubert lo vio con absoluta claridad: «Llegará un tiempo en que todo el mundo se habrá convertido en hombre de negocios (para entonces, gracias a Dios, ya habré muerto). Peor lo pasarán nuestros sobrinos. Las generaciones futuras serán de una tremenda grosería.»

Recuerdo que descubrí la escritura de Bernard Malamud leyendo La tumba perdida, el cuento de cinco páginas que cierra Ficción Súbita, antología del relato mínimo norteamericano. No había otra cosa de Malamud en casa y leí ese cuento breve, y me pareció tan genial que desde entonces no dejo de leer a este autor. En La tumba perdida se cuenta la historia del viejo Hecht, que se despierta una noche por el ruido de la lluvia y piensa en su joven esposa en su sepulcro húmedo. A la mañana siguiente, busca la tumba, pero no la encuentra. Le confiesa al director del cementerio que en realidad nunca se llevó bien con su mujer y que ella hacía ya muchos años que se había ido a vivir con otro hombre cuando la sorprendió la muerte. A los pocos días, el director llama a Hecht para decirle que ya han encontrado la tumba, pero que su mujer no está en ella. Su amante consiguió años atrás una orden judicial para que la trasladaran a otra tumba, donde también a él le enterraron al morir. Así pues, su mujer descansa engañándole eternamente junto a otro hombre. Pero, eso sí, la propiedad de Hecht sigue allí. «No olvide que ha salido ganando una tumba para uso futuro -le dice el director del cementerio-. Está vacía y la parcela le pertenece.»

No habría leído ese cuento mínimo de no haber sido por el magistral retrato que Philip Roth hace de Malamud en El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras. El retrato se abre con el joven Roth acercándose en 1961 a Oregon para entrevistar a un consagrado Malamud. A primera vista, y para alguien que, como Roth, se había criado entre agentes de seguros, aquel escritor tenía toda la pinta de pertenecer a ese gremio: «Podría haber pasado por uno de los que trabajaban con mi padre en su sucursal de Metropolitan Life.» El viaje iniciático a Oregon está cargado de evidentes conexiones con La visita al maestro, la novela de Roth en la que Nathan Zuckerman, joven de obra incipiente, se dirige en el invierno de 1956 hasta el agreste refugio de un autor al que considera su maestro, E. L. Lonoff, trasunto del propio Malamud y personaje que ha reaparecido recientemente en Sale el espectro, donde Zuckerman tiene ya setenta y un años y ha comenzado también a pensar en tumbas húmedas. Tras una década de aislamiento, Zuckerman ha regresado a Nueva York y allí, entre otras cosas, ha descubierto que Lonoff ha sido olvidado, lo que no deja de ser un dato real, pues Malamud es un autor que, veinte años después de su muerte, parece haber caído en cierto olvido.

Por aquella época, a principios de 1961, Malamud había ya publicado, entre otras novelas, El dependiente, la memorable historia de Frank Alpine, delincuente de poca monta que trabaja en un colmado judío de Brooklyn y que al final del libro, «debido a algo que llevaba dentro, algo que no acertaba a definir, un recuerdo acaso, un ideal perdido y después recobrado», veremos transformado en una mejor persona. La verdad es que me atrae tanto el Malamud que merodea tercamente alrededor de la capacidad de mejorar del ser humano como el que crea todo tipo de seres grises, de seres con aires de agentes de seguros que, a causa de ese algo que llevan dentro, intentan ir a fondo y, como en el caso del afligido y sombrío ruso de El reparador -uno de sus mejores libros-, se transforman en grandes obstinados, siempre en lucha por ir más allá en todo.

Coincidían en Malamud un temperamento angustiado, un sentido muy peculiar del humor y un instinto de hombre honesto y esforzado, siempre comprometido con su exigencia de cotas altas, y obstinado, en definitiva, en ir más allá en todo, también en su literatura. A esa obstinación constante le sientan bien unas bellas palabras de Bukowski, que a veces me parecen de Roberto Bolaño y que recuerdan el don supremo que se esconde en toda auténtica vocación literaria: «Si vas a intentarlo, que sea a fondo. Si no, mejor que ni empieces. Puede que pierdas familia, mujer, amistad, trabajos y hasta la cabeza. Puede que no comas en días, puede que te congeles en un banco de la calle. No importa. Es una prueba de resistencia para saber que puedes hacerlo. Y lo harás. A pesar del rechazo y de la incertidumbre, será mejor que cualquier cosa que hayas imaginado. Te sentirás a solas con los dioses, y las noches arderán en llamas. Cabalgarás la vida hasta la risa perfecta. Es la única batalla que cuenta.»

Veinticuatro años después de que el joven Roth se hubiera acercado a Oregon para entrevistar a Malamud, se produjo el encuentro último entre los dos escritores, con Roth convertido ya en un gigante de las letras americanas y Malamud inmerso en cierta decadencia después de haber cabalgado hasta la risa perfecta. Fue en el verano de 1985, en la casa que el matrimonio Malamud tenía en Vermont. Cuenta Roth que a lo largo de los años habían hablado mucho de libros y del hecho de escribir, pero muy raras veces habían mencionado la narrativa del otro, respetando así una regla de urbanidad que no está recogida en ninguna parte pero que los escritores conocemos muy bien y que generalmente aplicamos: conviene no meterse en berenjenales y eludir lo máximo posible los comentarios sobre el libro del otro, sobre el libro de tu amigo o colega escritor; cuanto más los evites, menos conflictos tendrás, pues conviven peligrosamente siempre en el otro -también en ti, para qué negarloun gran orgullo junto a una susceptibilidad a flor de piel, siempre dispuestos a unirse en mezcla explosiva. Ese día de 1985 en Oregon, un envejecido Malamud, al que le temblaban las manos y que mostraba todos los signos de su declive vital y literario, se obstinó -y nunca mejor dicho en alguien que se pasó la vida obstinado- en leerles al matrimonio Roth el arranque de la nueva novela en la que intentaba trabajar.

Aquel arranque, nos dice Roth, carecía de interés alguno, no era nada. Y escuchar lo que su amigo leía fue «como verse conducido a un agujero oscuro para admirar, a la luz de una antorcha, el primer relato de Malamud jamás escrito en la pared de una caverna». A Roth le habría gustado poder decirle algo estimulante sobre el texto, pero sintió que no podía ser insincero y preguntó cómo seguía aquello.

– Da igual cómo siga o deje de seguir -respondió Malamud malhumorado.

Había no obstante en él la dignidad del escritor vocacional que, en pleno declive, en el fondo sigue esperando mejorar, sigue intentándolo, sigue queriendo pensar que, a pesar de los contratiempos, puede dar todavía un paso más allá en la obra a la que ha entregado la vida. «Si vas a intentarlo, que sea a fondo. Si no, mejor que ni empieces…» Ahora sabemos que, incluso al final de sus días, en noches que ardían en llamas, Malamud estuvo entre aquellos que empecinadamente siempre buscaron algo más. Pero también es verdad que el viejo maestro, en su terco oficio de tinieblas, se orientaba ya hacia la tumba que había visto súbitamente perfilarse en su horizonte. De hecho, cuando Roth, meses después de aquella visita última, le mandó una nota proponiéndole que fuera a Connecticut el verano siguiente y así poder volver a reunirse, la respuesta que recibió de Malamud fue lacónica, fue de madera de ataúd puro y duro. Le encantaría ir, le dijo a Roth, pero también quería recordarle que «el verano que viene es el verano que viene». El 18 de marzo de 1986 fue el último de su larga trayectoria de días obstinados. Murió tres noches antes de que llegara la primavera, y sólo un año después de haber publicado en Esquive aquel cuento que giraba en torno a una tumba perdida, pero también sobre las ventajas de una risa final perfecta.

Sucede con Kafka va al cine, de Hanns Zischler, que el libro crea una urgencia inesperada. Después de leerlo, hay que ir a Verona, no para contemplar el maldito balcón de Romeo y Julieta, sino para visitar la iglesia de Santa Anastasia, donde está esa escultura de un enano que sostiene la pila de agua bendita y que tanto impresionó a Kafka. El libro es una elegante investigación de las relaciones de Kafka con el cine. La documentación de Zischler -sorprendente escritor alemán que es también editor, crítico de cine, filósofo, director de teatro y conocido actor de películas de Godard, Wenders y Spielbergestá llena de múltiples recodos que recuerdan la geografía de antaño y los tiempos en que uno podía perderse por calles laterales y abrir puertas misteriosas que se abrían a pasajes ocultos en la laberíntica ciudad del Golem, la maltratada Praga.

En todos los pasajes del libro de Zischler se hila con sutileza el factor cinematográfico con el matiz kafkiano. Recuerdo el dedicado a los simuladores de Praga (los versteller, en yiddish), aquellos hombres que en los cines de esa ciudad actuaban de expertos narradores o recitadores, y no sólo añadían caprichosamente texto a la película, sino que venían a ser unos actores más del espectáculo que se veía en la pantalla. Estos narradores entraron pronto en la órbita de Kafka, como años después lo haría también el dichoso enano de Verona. Sobre este personaje de mármol «con expresión de felicidad en el rostro» hablé ayer con Emilio Manzano, Marina Espasa y Enric Juste. Después, los cuatro nos quedamos con la sensación de que, tarde o temprano, tenemos que volver a Verona, porque en nuestras anteriores visitas nos perdimos lo mejor de la ciudad: el enano de tamaño natural con el que se identificó Kafka.

El escritor llegó melancólico a esa ciudad, paralizado por su incapacidad para tomar decisiones con respecto a su relación con Felice Bauer. «Estoy en la iglesia de Santa Anastasia en Verona, cansado, sentado en un banco de la iglesia frente a un enano de mármol de tamaño natural que con expresión de felicidad en el rostro carga con la pila de agua bendita», le escribe Kafka en una postal a la propia Bauer.

Es un fragmento encantador en el que Hanns Zischler relaciona al enano de mármol con las relaciones de Kafka con el cine y nos dice que a éste le atraía la viveza que transmitían al espectador las esculturas fotografiadas y, en cambio, le espantaban las veloces imágenes en una pantalla, imposibles de detener y que le planteaban una angustiosa exigencia a su capacidad visual y literaria. Parece que fue siempre así. A Kafka le gustaban las esculturas sólidas y compactas que permiten que uno se fije en ellas, y no tanto las secuencias cinematográficas, que pasan raudas y no pueden ser fijadas y no permiten ser pensadas.

A Kafka le gustaba todo lo ultramoderno y por tanto le gustaba el cine, como a casi todo el mundo, pero en realidad su fascinación por aquel nuevo invento, por el cine mudo, le venía directamente del teatro yiddish, que tanto había frecuentado en el mísero Café Savoy y otros lugares de Praga y que fue siempre una influencia importante para su poética. Kafka le daba una importancia grande a la gestualidad que se daba en ese teatro judío -el gran secreto del éxito de Charlot procedía de esa tradición- y creía que era necesario para su literatura encontrar un equivalente expresivo. Tenía claro que en ese teatro yiddish la gestualidad era mucho más importante que los diálogos: lo esencial era la presencia, y lo interesante del arte sin arte de aquel teatro era la forma de interpretarlo. Ese aspecto era el que, como explica Reiner Stach en Los años de las decisiones, seducía plenamente a Kafka, que buscaba para su literatura el factor de comunicación con el público: «Algunos ademanes y personajes que pasan por ser especialmente kafkianos proceden de la escena yiddish y del cuarto trastero del Savoy.»

Así que un Kafka melancólico en Verona entra en la iglesia de Santa Anastasia y se encuentra con el enano: una escultura que, según he podido averiguar, se atribuye a Alessandrino Rossi, llamado il gobbino, y ahora sólo me queda por averiguar quién era el tal Rossi. Aquel enano tenía el tamaño natural de las preocupaciones del soltero Kafka. Y es curioso observar cómo, al evocar años después a ese mismo enano, su tamaño ha pasado de natural a sobrenatural al tiempo que la expresión de felicidad en el rostro ha desaparecido bajo el peso (de la memoria): «Recuerdo de una iglesia en Verona a la que, completamente solo, entré de mala gana acuciado levemente por las obligaciones de un turista y acuciado severamente por el sentimiento de inutilidad de una persona menguante, vi a un enano de tamaño sobrenatural encorvado bajo la pila de agua bendita.» Como se ve, el plomo de la memoria del soltero Kafka había ido aumentando con los años, y ahora se abría a pasajes aún por descubrir: pasajes insólitos, sobrenaturales, agazapados tras la mirada ya para siempre incomodada del enano estático.

Busco unas páginas de Doctorow sobre W. G. Sebald y no las encuentro por ninguna parte. Se hablaba en ellas del sorprendente efecto de verdad y de la negación o leve declinación de la autoría -en la tradición del manuscrito del Quijote encontrado en Toledo- que lograba Sebald en sus ficciones tan reales.

No encuentro las páginas de Doctorow, pero decido buscar en Vértigo, uno de los primeros libros de Sebald, fragmentos de prosa que corroboren la teoría -no encontrada- de Doctorow sobre este autor. A Sebald lo he admirado siempre por su coraje al exponer en su abigarrada prosa una absoluta carencia de alegría, luz y vivacidad. Para un hombre muerto, parece decirme siempre, el mundo entero es un funeral. Ahora, gracias a las páginas no encontradas de Doctorow, lo admiro también por su maestría en la puesta al día de la técnica del ambiguo efecto de verdad.

Al adentrarme en Vértigo, veo que había olvidado que allí hay dos relatos (All'estero y Viaje del doctor K. a un sanatorio de Riva) que tienen como escenarios y referentes literarios los lugares a los que peregrinó Kafka en Italia, en septiembre de 1913. Por tanto, lo más probable es que Sebald hable de Verona, esa ciudad que, tras la lectura del libro Kafka va al cine, me propuse la semana pasada revisitar, sólo por ir a la pila bautismal de la iglesia de Santa Anastasia y ver el enano de mármol de tamaño natural ante el que estuvo sentado un buen día de 1913 un Kafka desfondado.

Me desvío de mi intención inicial al adentrarme en Vértigo y paso a preguntarme si en su viaje a Italia se acordó Sebald de ese enano de mármol que cayó bajo la mirada implacable de Kafka. No tardo nada en encontrar la palabra Verona en el texto All'estero, y enseguida también la iglesia de Santa Anastasia. Cuenta Sebald que entró en ella con la idea de ver un fresco sobre San Jorge que Pisanello había realizado en la entrada a la capilla de los Pellegrini, alrededor del año 1435. Pero en momento alguno menciona al enano. Me digo que los grandes frescos de Pisanello, poblados de muchas pequeñas figuras caracterizadas por la precisión del trazo, se parecen a los tapices textuales de Sebald, tan poblados de personajes buscados y encontrados en entornos descritos meticulosamente.

La iglesia de Santa Anastasia le parece a Sebald muy oscura y dice que «incluso a las primeras horas de la tarde más luminosa impera el crepúsculo más profundo». La abandona pronto, sin dar señales de haberse interesado por el enano. Tres días después, entra en una pizzería de mala muerte de la Via Roma que «ya desde fuera daba la impresión de tener una reputación no muy buena», y allí descubre que es el único cliente para un único camarero y, viendo una marina que cuelga en un marco pintado al oro viejo y que describe una gran catástrofe, se le enfría la frente a causa del repentino miedo y deja el plato sin acabar y sale a la calle, y aquella misma noche, presa de un pánico desaforado, abandona la ciudad en un tren que sale hacia Innsbruck.

No desfallezco en mi búsqueda del enano y sigo adentrándome en Vértigo y en el relato Viaje del doctor K. a un sanatorio de Riva descubro que, siete años más tarde, Sebald volvió a Italia, volvió a Verona. En su primer paseo por la ciudad, se refugió en un portal donde había una placa de metal que anunciaba la consulta de un dentista, «la consulta del dottore Pesavento, que ejercía en la Via Stella, cerca de la Biblioteca Civica, donde llevaba a cabo sus extracciones indoloras». Me quedo helado al ver que misteriosamente Verona me lleva a reencontrarme con el dottore, con el viejo dentista de las extracciones indoloras, y conmigo mismo. ¿Estoy yo también en ese libro? ¿Y el enano? ¿Por qué no dice nada Sebald de él?

En Verona, Sebald regresa a la Via Roma y busca la pizzería, donde siete años antes le entrara un pánico glacial. La pizzería lleva tiempo cerrada, tal vez desde el día en que él mismo huyó de allí aterrado. Fotografía la puerta del restaurante difunto y luego se encamina de nuevo a Santa Anastasia, a reencontrarse con el fresco de Pisanello. Mientras va hacia la iglesia, se acuerda de que Kafka, la tarde de septiembre de 1913 en que llegó a Verona, caminó por las callejuelas de la ciudad hasta fatigarse, y decidió entrar a descansar en Santa Anastasia y, después del reposo en aquel espacio fresco, en penumbra, «se puso de nuevo en camino y aun al salir condujo sus dedos, como a un hijo o a un hermano pequeño, por los rizos de mármol del enano que desde hacía cientos de años perseveraba bajo la pesada carga de una pila de agua bendita al pie de una de las poderosas columnas…».

No podía ni imaginar, la semana pasada, leyendo Kafka va al cine, que al enano no tardaría en encontrármelo en otro libro. Pero finalmente, aunque tan sólo de forma fugaz, ahí está nombrado el enano -visto como un hijo o un hermano pequeño- en el relato de Sebald. Un aire fresco de finales de diciembre penetra por la ventana entreabierta y por un momento imagino que el aire es blanco y me hallo en el centro de un mar de niebla, en Santa Anastasia. El enano, cansado de que últimamente no le dejen en paz, eleva una tímida protesta. Pero no hay ningún indicio, le oigo decir a Sebald, de que el doctor K. hubiera contemplado el fresco de Pisanello. Se diría que Sebald pasa del enano tanto como Kafka pasó de Pisanello.

MARZO

Poco antes de iniciarse la campaña electoral que desemboca en este 9 de marzo, se presentó la plataforma de «artistas e intelectuales» en apoyo a ZP. Los titulares de prensa hablaron sólo de «artistas», tal vez porque no vieron allí muchos intelectuales, quizás porque se dejaron llevar por el menosprecio que suele conllevar esa palabra. No es país para intelectuales.

¿Dónde están, por cierto? Algunos posicionados en el marxismo o en el fascismo, y otros en plataformas políticas. Pero los más afines al aire del tiempo están en sus casas, viviendo en una tensa discreción desde que comprendieron que el individuo está vendido ante los poderes de una maquinaria burocrática estatal implacable, que les conduce, por ejemplo, a un debate técnico, a un debate televisivo previsible, a un previsible empate técnico, a un empate televisado, a un previsible empate roto, y así hasta el infinito.

Ante semejante maquinaria, ¿qué hacer? Es inútil -tal como vio perfectamente Kafka- luchar contra esos poderes porque son muy potentes y, sobre todo, demasiado sutiles. No es un problema específico de este país, sino general. Los intelectuales más lúcidos son conscientes de que la élite a la que ellos pertenecieron -la intelligentsia, ese estrato social que tiene sus orígenes más lejanos en los guardianes de la República platónica- está profundamente desalentada. Todos ellos vienen constatando, desde hace décadas, que cuanto dicen y hacen no es escuchado, se queda en una proporción muy pequeña de lectores, de estudiantes, de electores o de opinión pública. Personas de gran exigencia intelectual y potentísima inteligencia son hoy plenamente conscientes de que su destino en la vida -explicar lo que han entendido y que los otros no comprenden o no quieren ver- no sirve para nada porque a los otros ni les incumbe ni lo comprenden ni lo quieren saber.

No es país para la sabiduría y el pensamiento. En estas circunstancias, a muchos les parece que es obvio que no hay nada que hacer y que es mejor el destino discreto de apartarse, de quedarse leyendo y escribiendo, enseñando y estudiando, y en definitiva resistiendo, una actitud que a fin de cuentas puede llegar a alcanzar una verdadera dimensión política y que recuerda el espíritu inicial de la filosofía en un sentido socrático: el individuo que pasea al caer la tarde y dialoga con los otros y les muestra la posible verdad de las cosas y que espera que juntos la vayan construyendo.

La construcción de la verdad pasa por los caminos de la tarde. Y también por asomarse a cualquier mitin de estos días y acordarse de Flaubert: «Me he presentado ante el príncipe Napoleón, pero había salido. He oído cómo hablaban de política. Es algo inmenso. ¡Ah! ¡Qué vasta e infinita es la estupidez humana!»

Siempre sintonizaré más con un hombre perdido en el último muelle del último puerto del mundo que con un coro de hombres de acción tratando, por ejemplo, de cambiar la patria. ¡Los hombres de acción! ¡Los activos! Me acuerdo de lo que pensaba Flaubert de esa buena gente: «Hay que ver cómo se cansan los hombres de acción y nos cansan a los demás por no hacer nada. ¡Y qué vanidad más boba la que nace de una turbulencia baldía! ¿Qué ha quedado de todos los Activos, de Alejandro, de Luis XIV, etc…? El pensamiento es eterno, como el alma, y la acción es mortal, como el cuerpo.»

En medio del bombardeo mediático de los Activos, el lunes recibí una visita inesperada cuando Edith Keeler se presentó en casa. Habían pasado más de treinta años desde la primera y última vez que la había visto. Me había dejado tan extasiado entonces que en los años sucesivos ya no había podido nunca relegarla a las escalas inferiores de mi memoria. Y de pronto, en la tarde del lunes, se dejó caer por Barcelona. Para mí fue como si de golpe hubieran colgado un cuadro de Edward Hopper en mi salón. Pero también como si lo hubieran colocado allí de una forma mecánica, con la rutina de cada sobremesa, ajenos a la lógica conmoción que aquello podría causarme. Ocurrió a primera hora de la tarde. Me hallaba ante el televisor, hundido en el sofá del sopor mediático de la repetitiva melodía de la campaña electoral cuando de repente, como si se hubiera abierto una brecha en la Puerta del Tiempo, como si lo previsible del día cotidiano se hubiera roto en mil pedazos, vi con glacial asombro la figura humana, demasiado humana, de Edith Keeler.

No, no podía ni creerlo. BTV, con el piloto automático puesto y seguramente ajena a la genial singularidad que introducía en aquel momento en las casas barcelonesas, emitía «The City on the Edge of Forever», el más legendario, original y valioso de los episodios de Star Trek. En mi caso, más de treinta años sin volver a ver el episodio -penúltimo de la serie y estrenado mundialmente el 6 de abril de 1967- habían dado para mucho. De entrada, para convertir a Edith Keeler en un amor imposible y un mito personal. Había reconstruido «La Ciudad en el Límite del Tiempo» de mil formas diferentes, de tal modo que mi memoria había transformado aquel episodio de culto, pero habían permanecido idénticas las vías de misterio y poesía que abría a su paso la figura indestructible de la bella Edith Keeler, interpretada por Joan Collins. Volver a verla significó descubrir que seguía como siempre, idéntica a sí misma. Era una pacifista que vivía en el Nueva York de los años treinta y que, en el polo opuesto del monótono decorado de nave planetaria de Star Trek, deambulaba por unos interiores urbanos que recordaban escenografías de Edward Hopper.

Fascinación inigualable del momento. En plena rutina del lunes por la tarde, quedé de pronto desconectado del mundo de los Activos y literalmente pasmado ante Edith Keeler, que, atravesando la puerta del Tiempo, volvía -me dijo- sin haberse ido nunca.

«La Ciudad en el Límite del Tiempo», con su historia -guión del gran Harían Ellison- sobre un amor imposible porque los amantes viven en dos dimensiones y dos siglos muy distanciados, me trajo tanto el recuerdo del ciclo de Bronwyn de Juan-Eduardo Cirlot -otra historia de amor con desequilibrio en el tiempo- como las palabras de este poeta acerca de la muerte, vista sólo como la zona oscura de la vida y en la que hay algo -dice Cirlot- que empuja hacia el resurgir, un algo que es como un hilo enterrado en la sombra.

De un tejido ajado por los años pareció surgir el lunes la figura inconmovible de esa bella mujer, de la que se enamora el capitán Kirk cuando atraviesa la Puerta del Tiempo a través de la cual se puede acceder a cualquiera de los periodos de la historia de la humanidad. El capitán, junto a Spock y el doctor McCoy, termina en el Nueva York de los años treinta. Y allí se enamora de Edith Keeler, una joven que lleva un lugar de acogida para indigentes. Es un amor de siglos desenlazados, que tiene los días contados, porque Edith sólo puede seguir existiendo unas horas, ya que -tal como Spock ha visto en su máquina del tiempo- de seguir en vida llevaría unos años después su infinita buena voluntad y deseos de acción hasta la Casa Blanca y, convenciendo al presidente de la nación, retrasaría la entrada de su país en la Segunda Guerra Mundial, de modo que los nazis se apoderarían del mundo. Por eso, Edith Keeler, por el bien de la humanidad, tiene que morir pronto, dejar de ser y pasar a no estar. Nada demasiado grave, pensé el lunes al verla surgir del hilo de mi memoria menos enterrado en la sombra. Nada grave si pensamos que la nada podría ser sólo una apariencia, tal vez -como Cirlot insinuara- nuestra apariencia fundamental.

Busco el recogimiento, porque suele ser más interesante la literatura que la vida. No sé si es paradójico, pero me gusta muchísimo la vida porque, digan lo que digan, se parece a una gran novela.

Leyendo escribiendo, de Julien Gracq, es sin duda uno de mis libros favoritos. La escritura se origina en la lectura, se escribe porque otros antes que nosotros han escrito y se lee porque otros antes que nosotros han leído.

Leyendo escribiendo es el libro de un lector que escribe. Gracq es, por este orden, lector, escritor y crítico: «Lo que muy a menudo es ajeno a un crítico, pero está casi siempre tan presente en el autor: la noción de gasto vital implícito en una obra, y su evaluación.»

Y pensar que en realidad este dietario llevo escribiéndolo desde 1963, cuando tenía catorce años. Conservo milagrosamente la agenda americana editada por producciones Myrga para ese año, comprada en la librería y papelería Solá, del Paseo de Sant Joan 14 (llamado entonces General Mola), de Barcelona. He preguntado y me han dicho que se siguen editando actualmente dietarios Myrga, agendas de bolsillo parecidas a la que tuve. En cuanto a la librería Solá, he ido a ver si todavía existía. Ni rastro. Lo último que hubo en el número 14 del Paseo fue una empresa de «instalaciones ganaderas», y ahora el local está vacío, en venta. Muy cerca de allí, en el número 27 del Paseo, estuvo el cine Lido, uno de los que más frecuenté en aquel año de 1963. Era un cine de barrio, de programación doble, que en los años sesenta todavía se anunciaba como un local con «pantalla panorámica, la primera en España». Tampoco de aquel cine queda ni rastro, aunque es curioso: sé el teléfono de aquella sala (25-49-19), porque el Lido se anunciaba en unas cajetillas de cerillas y ahora una de ellas la venden en Internet. Por otra parte, el nombre del cine no se ha perdido del todo en el barrio, ya que se ha conservado en el número 36 del Paseo, en la antigua Granja Lido, que se nutría de los clientes del cine y hoy es un excelente restaurante.

En enero de 1963, por razones para mí mismo no totalmente claras, aunque imagino que ligadas al simple hecho de que me habían regalado la agenda -aunque cabe también la posibilidad de que la comprara yo mismo al salir del Lido-, comencé a llevar un diario que apenas he interrumpido a través del tiempo. Ayer estuve repasando mi vida en 1963 y me centré en el mes de marzo, y fue como un extraño viaje a mi mundo de hace cuarenta y cinco años.

El 18 de febrero de aquel año, el mismo día en que aparecía en París la ultramoderna Rajuela, de Julio Cortázar, yo iba al cine Lido a ver Silla eléctrica para ocho hombres y Yo soy el padre y la madre, películas de las que no recuerdo nada, ni siquiera haberlas visto. Estábamos en la época que el novelista Martín Santos definió como tiempo de silencio. Nadie se atrevía a hablar. Eran tiempos de decalage importante entre París y Barcelona, entre la literatura de Cortázar, por ejemplo, y la programación doble de silla eléctrica del cine Lido. Por aquellos días, el 5 de abril, Washington y Moscú se conectaron a través del llamado teléfono rojo, que en realidad era de color negro y que se decía que servía para evitar una tercera guerra mundial. Pero en la Barcelona de aquel 5 de abril no se tenía excesiva conciencia de que estuviéramos al borde de una nueva guerra. Eran tantos los problemas cotidianos y tan abundantes el silencio y el miedo y tan escasa la información que llegaba de fuera que la vida en la provincia transcurría como si nadie supiera aún que la lógica y la ética eran fundamentalmente la misma cosa: el deber hacia uno mismo.

Ese 5 de abril, con la parquedad habitual, anoté en mi agenda: «Ha llovido todo el día.» No era, creo, un dato despreciable. Hoy me sirve para saber que el 5 de abril de 1963 llovió en Barcelona. Y me hace pensar en el diario de Peter Handke, donde éste anota: «Blancas nubecillas cruzaban por detrás de Notre Dame en una vieja película de Jean Renoir, y yo pensé: así que esas nubes cruzaron por ahí hace más de cuarenta años.»

Así que ese día llovió en Barcelona. El miércoles 20 de marzo escribí con el mismo e invariable estilo lacónico: «Planeamos el viaje de Semana Santa.» Algunas cosas entonces ya eran como ahora. El sábado 30 de marzo, fui a comprar discos de Jumping Jewels, The Tornados y Emilio Pericoli. Ni idea de quiénes son. El domingo 24 de marzo escuché en directo a Los Catinos (eran de mi colegio y los llamábamos cariñosamente Los Cretinos y tenían en Manolo Vehi un magnífico cantante), los Mangas Verdes y los Blue Stars. De ésos sí me acuerdo, porque yo quería ser guitarrista. El jueves 28 de marzo vi en el Lido Barreras de orgullo y La esposa del embajador, y tampoco de esas películas recuerdo nada. Oscura es la lacónica frase del sábado 23 de marzo: «En la barbería cobran 24 pesetas.» ¿Tenían que cobrar 23?

Pero de marzo de aquel año la más enigmática de las anotaciones es la del lunes 11: «Ha muerto el señor Santiañez.» Aunque también es inquietante la adusta anotación del martes 5 de marzo: «Día completamente normal.» ¿Un día en el que no había nada que resaltar? Me temo que quería decir: «Día completamente aburrido.» Como vivía entonces en un tiempo inmóvil, me doy cuenta ahora de que en realidad me dedicaba ya entonces a envejecer, pero a envejecer sin el transcurso del tiempo. No encuentro escrito, a lo largo de todo 1963, un solo sentimiento que sea verdadero. Y, al mismo tiempo, tengo la impresión de que si no hubiera escrito aquel dietario, la vida se me habría secado o algo parecido. ¿A qué edad tenemos el privilegio de acceder a los sentimientos? El jueves 7 de marzo anoté: «Tengo que ir al médico. Peso 43 kilos y mido 1,59.» De aquel marzo ese día es el único del que me acuerdo bien. Pero no por lo que dejara dicho en el dietario, sino por lo que debería haber allí añadido. Porque ese día me llegó un sentimiento verdadero, pero no supe reflejarlo. El sentimiento, puesto por escrito, exigía sólo cinco letras: miedo. Debería, además, haber añadido que en secreto confiaba en crecer y en ganar peso durante la noche, ganarlo sólo de dormir y soñar; de soñar que quizás un día, por fin, a medida que fuera teniendo más peso y altura, iría teniendo también más ideas.

Se sabe que en 1939, en visita a Freud, un joven Dalí hizo un esbozo o apunte rápido del fundador del psicoanálisis, y lo dibujó moribundo. Y también se sabe que, cuando Freud pidió ver el dibujo, Stefan Zweig no quiso angustiarlo y se negó a mostrárselo. Entonces Freud, cambiando de tema, le dijo a Dalí que le habían entrado deseos de saber cómo era la pintura de su generación. ¿Y cómo era? Ni siquiera Dalí podía imaginarlo. Quedaban sólo unos días para que Freud muriera y Stefan Zweig leyera en su funeral la oración fúnebre. Y también faltaba poco para que se supiera que la pintura de la nueva generación era un siniestro apunte dramático, el dibujo de la muerte.

Con la llegada de la Segunda Guerra Mundial, el dibujo de la vida desapareció brutalmente del rostro de Europa. Y Stefan Zweig fue a buscarlo, huyendo del terror nazi, en la fisonomía de Michel de Montaigne, que en el siglo XVI inventó el género del ensayo en la torre de su castillo próximo a Burdeos, donde decidió dibujarse a sí mismo en su verdad ordinaria. Toda la literatura de la época moderna nacería en lo alto de esa torre, en el momento exacto en el que Montaigne confesó, al comienzo de los Ensayos, que escribía con la intención de conocerse a sí mismo. Hoy sabemos ya perfectamente qué clase de consecuencias trajo aquello. No mucho después de que en la escritura empezáramos a «buscarnos a nosotros mismos», comenzó a desarrollarse una lenta pero progresiva desconfianza en las posibilidades del lenguaje y el temor a que éste nos arrastrara a zonas de profunda perplejidad. A principios del siglo pasado, la carta ficticia en la que Hofmannsthal (en nombre de Lord Chandos) renunciaba a la escritura precedería a casos como el de Fernando Pessoa, que percibió muy pronto que la materia verbal no podía llegar a ser nunca una materia plenamente transparente y, consciente de esto, se fraccionó él mismo en una serie de personajes heterónimos: toda una estrategia para poder adaptarse a la imposibilidad de afirmarse como un sujeto unitario, compacto y perfectamente perfilado. Era la misma imposibilidad que, discurriendo acerca de los diferentes estados cotidianos de su humor, ya había apuntado el propio Montaigne en sus ensayos. De hecho, en su libro inacabado sobre el pensador francés, Zweig insinúa la existencia de más de un rostro de Montaigne cuando comenta que, en un primer momento, éste escribió para sí mismo y que sólo con la publicación de los dos primeros volúmenes de sus Ensayos se sintió de pronto convertido en un escritor, y por eso proyectó su sombra en los Ensayos posteriores. «Todo público es un espejo», dice Zweig. «Todo hombre presenta otro rostro cuando se siente observado. Apenas han aparecido los dos primeros volúmenes, Montaigne empieza de facto a escribir para los demás. Comienza a rehacer los Essais.»

Montaigne y sus -como mínimo- dos rostros, así como Pessoa y sus heterónimos, podrían ser algunos de los escritores encuadrados en lo que Jordi Llovet calificó de capítulo rarísimo y todavía por escribir de la historia del género épico. Ese capítulo incluiría a todos aquellos -desde Montaigne y Cervantes hasta Kafka, Musil, Beckett, Perec- que lucharon con un esfuerzo titánico contra toda forma de fingimiento o de impostura. Una lucha de evidente acento paradójico, pues quienes así combatieron fueron escritores que vivieron anegados hasta el cuello en el mundo de la artificialidad y de la ficción. Sea como fuere, de esa tensión han surgido las más grandes páginas de la literatura contemporánea.

Con todo, ni la decisión pionera de dibujarse a sí mismo ni ese ahogo metafísico en el mundo de la artificialidad fueron los aspectos que más interesaron a Zweig cuando, huyendo del dibujo nazi de la muerte, se dedicó a escribir -en libro póstumo, interrumpido por el suicidio- su biografía de Montaigne, en quien admiraba, por encima de todo, su noble esfuerzo por salvar la independencia personal en una sociedad fanática y destructora. Sobre ese factor heroico se centra su libro. Y aun siendo muy certero el apunte moral sobre la condición de Montaigne de obstinado dibujante de su propia vida, de escritor que pensaba que lo más importante del mundo era «saber ser uno mismo», habría resultado fascinante que Zweig también hubiera profundizado en el tema -sólo esbozado en el libro- de esa tensión que surge de la lucha titánica contra toda forma de impostura y que Montaigne conoció muy bien.

Ambiguamente limitado por la pátina de ficción que le ahogaba en su segunda etapa -cuando ya escribía sabiendo que lo leerían-, Montaigne vio que su pensamiento vagabundo, por muy paradójico que resultara, no sería nunca nada sin la ficción, y menos aún sin la tensión que ésta originaba en su convivencia con la búsqueda de sentido. Esa es la tensión por la que Zweig pasa de puntillas en su libro, aunque él mismo es quien la sugiere abriendo futuras brechas reflexivas al hablarnos de la existencia -como mínimo- de dos Montaigne: «En general, la primera versión de los Essais, la que menos dice de su persona, es en realidad la que más dice. Es el Montaigne auténtico, el Montaigne de la torre, el hombre que se busca a sí mismo. En ella hay más libertad, más sinceridad. Ni el más sabio escapa a la tentación. Primero quiere conocerse; después, mostrarse como es.»

Tuvo que haber un tercer Montaigne, anterior a estos dos, el que se sentó un día a escribir para buscarse a sí mismo. Pensar en ese tercer hombre nos llevará siempre a vivir en la sospecha de que la gran escritura, la que capta la indefinible esencia del gran dibujo de la vida, no siempre es legible, a veces simplemente se aposenta en nuestro propio aire, como una especie de cante hondo, o como esa música callada del toreo, de la que hablara Bergamín.

ABRIL

Cuando todo el mundo, menos Kafka, se ha vuelto ya kafkiano, aparece en el horizonte una categoría de seres, los enfermos erróneos, que buscan distanciarse de la locura oficial y tener una enfermedad propia, defender su singularidad ante el estridente y vulgar kafkianismo general. En ese enfermizo y distinguido grupo la posesión de un secreto personal intransmisible se lee como una señal de estar en la senda de los afortunados. Son el revés del ciudadano kafkiano habitual, individuo sin misterio.

En uno de los relatos de Los enfermos erróneos, el bello y turbador primer libro de Sònia Hernández, alguien dice que había muchas cosas que su madre tenía que callar: «Éramos una familia con muchos secretos. Eso lo decía constantemente mi madre, pero ella lo decía contenta, como si fuésemos afortunados.» En otro de los relatos, un hijo relaciona también los secretos con señales de fortuna: «Yo estaba en el mismo bando que mi padre, formaba parte de sus secretos.» En Los enfermos erróneos se ocultan y muestran casi tantas enfermedades como secretos, tantas luces como oscuros velos. Y hay momentos en los que, a causa de la alegría fúnebre que hay en la maraña de todo secreto, intuimos que esconder tiene un matiz de enfermedad distinguida y, además, de enfermedad afortunada, y hasta necesaria. Como si ocultar resultara esencial para recomponer nuestra maltrecha singularidad.

Uno de los centros nerviosos del libro de Sònia Hernández es el memorable cuento Las niñas de la terraza, donde lo enfermizo erróneo alcanza de lleno a la propia escritura. Es imposible quedar indiferente ante esas dos mujeres que conocen la experiencia de estar muertas en vida en el sótano que acoge los manuscritos del marido y padre: un monstruo o gloria de las letras que, errante y fantasmal, cruza impunemente por todos los relatos del libro. Lo que impresiona en Las niñas de la terraza es que presenta descarnadamente la doble vertiente de la escritura: práctica secreta de una actividad feliz e imprescindible y al mismo tiempo práctica literalmente siniestra, con un fondo angustioso, del que no se libra nadie, ni el pariente más inocente o lejano.

Mientras leía el cuento, y coincidiendo con una furtiva reaparición de la idea de la necesidad del secreto, me ha venido a la memoria aquella tela oscura en el rostro que separa a un clérigo de sus parroquianos durante toda su vida en El velo negro del ministro, intenso relato de Nathaniel Hawthorne que Ángel Jové me descubriera hace años. Y he recordado al propio Hawthorne en su gabinete: «Aquí estoy en mi cuarto habitual, donde me parece haber estado siempre. Esta es una pieza embrujada porque miles y miles de visiones han poblado su ámbito, y algunas ahora son visibles al mundo.» También el gabinete del monstruo de Las niñas de la terraza es una feliz pieza embrujada, con la particularidad de que las felices visiones que desde allí se difunden al mundo son la peste para los habitantes de la casa.

«Ante la locuacidad del universo, disponer al menos de un secreto personal intransmisible y entenderlo como signo de buena estrella» (Manuel da Cunha, No hay nunca y en ningún sitio tiempo para esa palabra).

Conductas enigmáticas las encontramos en relatos tanto de Hawthorne -su cuento Wakefield es ya un clásico- como en los de su íntimo amigo Melville. En ellos hay personajes que predicen conductas que en el futuro, con la aparición del mundo de Kafka, pasarían a ser kafkianas, y que en nuestros días son más bien moneda corriente porque todo el mundo se ha vuelto precisamente kafkiano. Pero hubo un tiempo, ya casi olvidado, en el que sólo Kafka hablaba así: «Sin antepasados, sin matrimonio, sin descendientes, con fieras ganas de antepasados, de matrimonio, de descendientes. Todos me tienden su mano: antepasados, matrimonio y descendientes, pero demasiado lejos para mí.»

Estas palabras que hablan de lo que algunos llaman la vida de verdad, me remiten inevitablemente a la última heroína de Los enfermos erróneos, una mujer que a duras penas logra mantener el control de su vida paralela, el control de esa vida que la acompaña incesante desde que nace y que se va nutriendo «de todos los elementos que se descartan en la vida de verdad». Hay puntos en común entre la vida de esa mujer, contada con una imaginación de estirpe hawthorniana, y la del enigmático clérigo de El velo negro del ministro, que también lleva su vida paralela, en este caso detrás de dos pliegues de crespón que le cubren el rostro.

Precisamente ese rostro velado -detrás del cual está un hombre que necesita construir su identidad con un secreto- podría estar en el origen de las enigmáticas conductas de los enfermos erróneos, a quienes el malestar podría haberles llegado por la vía de la herencia genética. Ahí encajarían perfectamente las palabras de Kafka sobre los antepasados y el matrimonio si no fuera porque él ya no es el paradigma de lo kafkiano, sino exactamente lo contrario. En un mundo que se ha vuelto uniforme, los enfermos erróneos, personajes de distinguida conducta enfermiza, se desmarcan de esa tendencia y se inscriben en la rareza de no ser kafkianos, lo que tiene su mérito en un mundo plagado de seres planos, sin secretos.

No es que a ellos, enfermos de sus enfermedades erróneas, no les quieran tender la mano los antepasados, el matrimonio y los descendientes. Pero es un hecho que les tienden esa mano demasiado lejos. Es lo mismo que le sucedía a Kafka, que sabía ver agazapada la enfermedad y dialogaba con ella. Hoy en día, una cosa así sólo saben hacerla los enfermos erróneos. Los otros, los contribuyentes del estado general kafkiano, llevan una vida sana y sin secretos, nada diferenciada, asombrosamente seca.

No, no soy Casas Ros. Si queda alguien por ahí que todavía lo sospecha, será mejor que vaya descartando la idea. ¿Cómo voy a ser Antoni Casas Ros? De acuerdo en que su condición de escritor invisible -su rostro quedó desfigurado por un accidente y no quiere aparecer en público, no le han visto nunca ni sus editores ni su agente- permite toda clase de especulaciones. De acuerdo en que resulta, además, sospechoso que encabece su primera novela, Le théorème d'Almodóvar, con una cita de Roberto Juarroz y que esa cita haya sido un amuleto de mis últimos libros: «En el centro del vacío, hay otra fiesta.» Y de acuerdo también en que, al comentar en Le Nouvel Observateur su admiración por Cortázar, Pere Calders, Murakami, Bolaño, Fresán y otros -una lista de autores favoritos asombrosamente parecida a la mía-, ha contribuido aún más a crear equívocos, incluidos los que yo mismo me he creado dentro de la confusión propiciada por la necesidad constante de ser otro.

Pero ¿cómo voy a ser Casas Ros, que nació en la Cataluña francesa en 1972 y vive ahora en Roma y antes en Barcelona, Niza y Génova y escribe en lengua francesa y su madre es italiana del Piamonte y su padre es catalán, un acomplejado inmigrante que le privó de un contacto con su «cultura de sangre» al pretender que le vieran como francés, lo que, en revancha, inyectó en el hijo la convicción de que su alma es catalana? No, no soy Casas Ros, como tampoco creo que lo sea Sergi Pàmies, que el otro día en Libération comentaba que en un Fnac de Barcelona compró Le théoreme d'Almodóvar de un tal Casas Ros, publicado por Gallimard, y enseguida escuchó ciertas músicas del azar y cayó en la cuenta de que él, Sergi Pámies, escritor catalán nacido en Francia que escribía en catalán, se disponía a leer en Barcelona la novela en francés de un francés de origen catalán que vivía en Roma.

¿Pero quién es Casas Ros? En El teorema de Almodóvar, que acaba de publicarse en su versión española, puede verse que es pariente lejano de aquel clérigo que llevaba un velo negro en el rostro en un cuento de Hawthorne y al mismo tiempo alguien que no escatima elogios hacia la escritura como medio de supervivencia y de sabotaje. Y no es para menos, porque ésta le ha prestado una ayuda providencial. Leyéndole, veo que coincido con muchos de sus ángulos de visión de lo literario y que, sobre todo, no puedo más que envidiarle, porque Casas Ros es lo que yo hubiera querido ser: un escritor francés sin imagen y un enamorado, en la distancia, del factor catalán.

La novela cuenta la historia del propio Casas Ros: «Nadie me ha visto desde hace quince años. Para tener una vida, hace falta un rostro. Un accidente destruyó el mío y todo se detuvo una noche, a mis veinte años. Desde entonces he leído con pasión, y aparte de eso no he tenido gran cosa que hacer. Desde la Vita Nuova hasta Los detectives salvajes, ningún escrito autobiográfico se me ha pasado por alto…»

Nadie le puede ver. Al principio creyó a los médicos, pero la cirugía reparadora no pudo quitarle su semblante de estilo cubista y hoy su cara remite a «una foto movida que puede recordar vagamente un rostro». Nadie le puede ver, pero en el libro establece contactos con Lisa, un transexual, y con el cineasta Pedro Almodóvar, relaciones que le van abriendo perspectivas. A este hombre oculto la abstracción a la que somete su vida social le permite descubrir -la literatura es su salvación- un mundo subyacente que en otras circunstancias su sensibilidad no habría nunca ni rozado: un mundo abierto a espacios inéditos, que le permite vivir y comunicarse sin tener que imponer a nadie su rostro de catalán desfigurado.

Se diría que el invisible Casas Ros desgarra con fuerza el papel al escribir. Es como si lo agujereara con un procedimiento similar al del accidente que sufrió, como si hubiera considerado necesario que en el libro asomara el deterioro, el desgaste, el hundimiento al que debe someterse toda escritura que quiera exponer al mundo un accidente como el que le privó de una existencia normal y le dejó sin vida social, una vida agujereada. Desde entonces no sale de día y, a la manera de un fantasma de la Ópera, sólo vagabundea en las noches cerradas, mezclándose de lejos con hombres y mujeres, a los que mira como si tuviera lentes de orfebre: extraña forma cubista de vida.

«Escribo únicamente para comprender cómo puede haber otra fiesta en el centro del espacio vacío», dice esta especie de hombre elefante, dotado de un talento especial para las matemáticas, que vive aislado, refugiado en el álgebra, Newton, los libros, los teoremas cubistas y el cine, y cuya escritura se abre a grandes horizontes y fiestas de soledad que seguramente habrán de obligarle en el futuro a permanecer siempre oculto, lo cual no deja en cierta forma de parecerme envidiable, pues ya me gustaría a mí poder cultivar la presencia de mi ausencia para desde la tabla rasa, desde el grado cero de la literatura, hacerme fuerte y sacar hondo partido de esa situación de invisibilidad que permite contemplar a los otros desde un radical realismo interior.

«Me gusta esta terraza, pero mi vida está complicándose demasiado», dice el narrador hacia el final del libro, y creo que acierta al intuir futuras dificultades, porque si bien es verdad que ha dado con una terraza y una poética insólita de espacios inéditos, también lo es que, si desea mantener ese discurso solitario, tendrá que mantenerse en sus trece y pagar el duro tributo de no ser jamás visto en la vida. Se ha metido en un buen lío este catalán oculto en Roma. Si me preguntara le diría que, a pesar de todo, no deje pasar tan fantástica oportunidad y perspectiva para su literatura de noctámbulo solitario, y que bajo ningún pretexto abandone la atalaya cubista. «Una vez dentro, ya hasta el cuello», que decía Céline.

Eran las ocho de la tarde y yo lidiaba con la apacible -sólo en apariencia- monotonía del momento hogareño. Fui a mirar al ordenador la correspondencia electrónica y me llevé un leve susto. Acababa de mandarme un e-mail Antoni Casas Ros, el escritor sin rostro, el hombre desfigurado. Siempre tendrá algo de inquietante que un hombre invisible se ponga en contacto con uno. Me escribía en francés desde un lugar tan secreto e inaccesible que mi protector de seguridad me advirtió que podía encontrarme ante un mensaje falseado, tal vez un intento de estafa. Esto no me extrañó porque es lógico que Casas Ros tome sus precauciones para evitar que lo localicen: desea permanecer en la sombra y no salir jamás de lo invisible y, si no le entendí mal, según me decía en su mensaje, piensa dejar que en el futuro su escritura «siga permaneciendo detrás del velo negro de Hawthorne».

Está claro que no escapo en las últimas semanas de esa tela oscura que tapa el rostro de un clérigo en un cuento de Hawthorne. Hasta me compré ayer El velo negro, un libro magnífico de Rick Moody, donde este autor mezcla autobiografía, ficción y ensayo para acercarse a la figura de un tal Moody antepasado suyo, que fue el clérigo en el que se inspiró Hawthorne para su relato. Es memorable, en las primeras páginas, la figura de un personaje que se mueve por el metro de Nueva York, digamos que con la arritmia de la desesperación, y que tiene algo de monstruo suelto por la ciudad: «Aquel tipo no tenía rostro. En vez de una cara, me encontré con una enorme prenda con capucha, una especie de chaqueta para la nieve, probablemente un anorak o un abrigo o algo así, un traje de El séptimo sello, y aquella capucha colgaba sobre su cara, no sólo sobre su frente, de modo que no se advertía rostro alguno.» En realidad, nos dice Moody, no se advertía nada de nada, ni barbilla, ni un trocito de cuello mal afeitado, nada, ninguna cara, sólo la capucha de una especie de color marrón grisáceo y mugriento que se balanceaba de un lado a otro…

¿Era la Muerte? Podía ser que sí, que fuera la Muerte, ese personaje de la Edad Media. ¿Tendría voz? «No seamos ridículos», dice Moody, «la Muerte no tenía intención de viajar en mi vagón. La Muerte no es tan metódica.»

Eran las ocho y cinco de la tarde y yo seguía lidiando con la aparente monotonía del momento hogareño. Después del mensaje de Casas Ros, me había puesto a releer el libro de Rick Moody, cuya exhibición de talento me había dejado fascinado. Sonó el teléfono. En el contestador reconocí la voz de una amiga y descolgué. La amiga y su hija llamaban porque estaban en la tumba de Hermán Melville en Nueva York. Una casualidad sin duda. Imposible no tener en cuenta que Melville le dedicó la novela Moby Dick a su amigo Hawthorne. Pensé que el salón de nuestra vida cotidiana puede ser una gran central de azares. Y de contrastes. Porque si en Barcelona había caído ya la noche, en el cementerio de Woodlawn, en el Bronx, el día era soleado y fresco, con brisa marina. Y si la monotonía del momento era tan sólo aparente se debía a que yo era consciente -de acuerdo con Magris en su prefacio a El infinito viajar- de que precisamente en el espacio doméstico, en el hogar, es donde el viajero empedernido se juega realmente la vida, la capacidad o la incapacidad de amar y construir, de tener y dar felicidad, de crecer con valentía o agazaparse en el miedo. Dicho de otro modo: la casa es el lugar central de nuestro mundo; es el lugar de la pasión más fuerte, en ocasiones devastadora -por la compañera de tus días, por ejemplo-, el lugar de la pasión que nos cala sin miramientos.

La amiga que llamaba preguntó de golpe si quería enviarle un mensaje a Melville. Según cómo se mire, nunca estuvieron mi salón y gabinete tan conectados con la sepultura de Melville como en aquel momento. Por unos segundos (y hay que comprender que todo es verdad: todo lo que las personas han pensado alguna vez es la rigurosa verdad), imaginé a Laura, la hija de mi amiga, junto al capitán Ahab, el inolvidable personaje de Moby Dick. Pero era un capitán sin rostro, aunque con zapatos náuticos, jersey de lana y chaqueta de tweed con parches en los codos, sentado en la tumba del gran Melville.

Me acordé de unos versos de Hart Crane y, como no tenía ningún mensaje que enviar a aquel cementerio del Bronx, recité por teléfono los primeros versos de ese poema que Crane escribió acerca de la tumba de Melville y que me sé de memoria, tal vez porque nunca logré entender palabra de lo que ahí se dice: «Lejos de este arrecife, a veces, bajo la ola / Los dados de los huesos de los muertos / Vio legar un mensaje, al contemplarlos / Batir la orilla, en polvo oscurecidos.»

La tumba es modesta, dijo mi amiga, es la tumba del escritor completamente olvidado que Melville era cuando murió. Y no era una sepultura muy frecuentada, me explicó. Apenas cuatro rosas, tres mensajes anónimos, un retal de bandera americana, dos lágrimas dibujadas por algún espíritu tierno. Aunque fuera tan sólo a través del hilo telefónico, cada vez me sentía más cerca de la tumba y de los dados de unos huesos en polvo oscurecidos. Me despedí de mi amiga y de su hija. Y vi que el capitán Ahab sin rostro, desaparecidas las fronteras entre la vida y la muerte, se quedaba oscilando en el océano, a medio camino entre el salón de casa y la suave corriente del Bronx.

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