2007

ENERO

Pau Riba, icono de algunos de los que nacimos al filo de los años cincuenta en Barcelona y alrededores. Me acuerdo de mi vecina Mercè Pastor, entonces la novia prohibida de Riba, una noche de comienzos de la década de los setenta en la calle del Doctor Carulla, en lo alto de la plomiza ciudad. Años de desesperación. Era una generación que creyó en la urgencia de que la vida fuera de otro modo, cambiar el mundo. Era una generación que tenía muy claro quiénes estaban a un lado y al otro del camino. Carcas y carcamales, y ellos. Y Barcelona era muy pequeña. Pau Riba sigue impasible, inconfundiblemente a un lado.

Veo en la madrugada del lunes un documental sobre su vida y obra y, al observarle con espíritu escrutador, me parece ver que es un hombre básicamente libre, inclasificable. Sin duda, su talento va más allá de la música. Despliega, eso sí, un discurso ingenuo, tirando a simple, y no tiene excesiva facilidad de palabra aunque paradójicamente, en revancha, tiene destellos de gran poeta. Es muy probable que tanto su condición de reventador sonriente como la ausencia de un discurso ideológico sólido sea precisamente lo que más le ha ayudado a cruzar inconmovible por todas las modas, épocas y doctrinas y a llegar hasta aquí, perfectamente indemne y, además, convertido, a pesar de su trasnochado hippismo, en el más moderno de todos. Porque el fatigado y fatigante Llach, por ejemplo, ya se retira con su estaca cuando Riba sigue más vivo y moderno que nunca, es puro y pleno presente. Lo de Pau nunca estuvo ligado a la escena oficial, y hoy es el que sigue estando más al día de todos. Está literalmente al día. Cuando leo que Alvaro Pombo dice: «Aún sigo siendo poeta más que otra cosa», pienso que Pau Riba, poeta total, ahí se limitaría a decir simplemente: «Aún sigo siendo.» Ha salido indemne de todas sus escaramuzas y, si se me permite decirlo, está entero de por sí. Lo suyo ha sido siempre un arte de vivir, un estilo de ingenuas intuiciones artísticas y mucha tramontana. La historia de sus fracasos es un homenaje a la desidia, una historia no sé si admirable, pero genial. Como nunca estuvo ligado a esas matracas ideológicas perecederas que han estado machacándonos toda la vida, ahora todo en él es vitalidad y plenitud de presente y hasta permite que, observándole un rato, podamos conectar directamente con una revolución moral que, como el propio Riba dice, ni fue insignificante ni ha terminado.

Sonrío ahora porque acabo de recordar que Riba todavía se asombra -como si aún estuviera en un viaje de ácido- de que se hable actualmente de choque de civilizaciones cuando dice que hace ya cincuenta años que viene chocando él frontalmente con la cultura y civilización («como todos los catalanes eran antifranquistas, parecía que todos fueran de izquierdas») en las que fue educado. Su ideología es un conjunto de asombros con la certeza en el fondo de que la vida puede ser de otra forma. A algunos lo que particularmente les asombra es que, habiendo fracasado tantas veces, siga siendo el rey.

Pienso en Riba y me digo que vivimos con tal aturdimiento que a veces ignoramos lo que tenemos ante nosotros en el momento mismo. ¿Qué hay en ese instante? ¿Cuándo empezó realmente? ¿Acabará en algún otro momento? No nos detenemos lo suficiente ante lo que tenemos delante y acabamos no conociendo el mundo, por la misma razón que las hormigas ignoran la historia natural.

Tiempo celestial, literalmente. ¿Y si en realidad la vida fuera siempre así? Tiempo para sentarse en un banco de la plaza de Rovira y recordar a Jean-Luc Godard y el día en que supe que solía entrar en los cines con las películas ya empezadas. Era lo que a lo largo de toda mi corta vida había querido hacer y no me había atrevido. No me gustaba esperar a que empezaran las películas. Durante una larga temporada estuve entrando siempre tarde en los cines. Luego dejé de entrar en ellos, simplemente.

¿Cuándo comienza algo? Si voy de viaje, en el momento de salir el avión, siempre se pone para mí en marcha una trama. Pero ¿en qué momento realmente empezó esa trama, esa historia? ¿Fue al facturar la maleta, o bien cuando paré un taxi para ir al aeropuerto, o cuando la azafata se negó a darme más de un periódico, o cuando, diez años antes, comencé a soñar en ese viaje, o bien cuando me dormí durante el vuelo y soñé que volábamos sobre las convulsiones azules de unos acantilados en el Pacífico?

¿Cuándo comenzó el año? ¿En qué momento se puso en marcha el argumento del nuevo año? ¿Fue durante el tradicional almuerzo en casa de Joan de Sagarra, o en la calle de Venus cuando sentí frío y casualmente encontré un taxi para ir a su casa, o más bien en la madrugada con el documental sobre Pau Riba? Recuerdo algo que escribiera Sánchez Ferlosio acerca de la reacción de su hija de tres años el día en que, yendo con ella por el parque del Retiro de Madrid, oyeron, de pronto, las voces de un teatro de títeres. Se acercaron y la pieza debía de ir, ya más o menos, por la mitad. Era un día de tiempo celestial y la niña nunca había visto marionetas, pero, para enorme sorpresa del padre, ella entró instantáneamente en la función, como si se tratase de algo sobradamente conocido desde su nacimiento, riéndose ya con la primera frase. De pronto, el padre descubrió que la niña no sabía lo que era un argumento, que no tenía ni idea de que una obra de teatro se suponía que era una serie de hechos enlazados que se sucedían en el tiempo. Para ella no existía tal sucesión. «Para ella», escribe Ferlosio, «cada instante era puro y pleno presente, sustentado en sí mismo, completamente dueño de su propio ahora, ajeno a cualquier antes y después, acabado y entero de por sí.» Lo que la niña estaba viendo no era nada que pasara u ocurriera en el tiempo, sino un puro manifestarse en el ahora.

Sobre esa idea del puro y pleno presente, Macedonio Fernández tiene unas líneas acerca de lo que él llamaba un presente deslumbrador, exaltación de cada segundo: «El futuro no vive, no existe para Cósimo Schmitz, el herrero, no le da alegría ni temor. El pasado, ausente el futuro, también palidece, porque la memoria apenas sirve; pero qué intenso, total, eterno el presente, no distraído en visiones ni imágenes de lo que ha de venir, ni en el pensamiento de que enseguida todo habrá pasado. Vivacidad, colorido, fuerza, delicia, exaltación de cada segundo de un presente en que está excluida toda mezcla así de recuerdos como de previsión; presente deslumbrador cuyos minutos valen por horas.»

En la oscuridad de las siete de la mañana, el ordenador entró en un salvaje estado de completo desorden. Un contratiempo terrible porque disponía yo sólo de tres horas para entregar unas páginas. Esperé a las ocho, a cuando hubiera ya clareado, para llamar a un servicio técnico de urgencias. Tenía que terminar de escribir mi artículo sobre la inseguridad y la crisis de sentido en el mundo actual, pero si había algo realmente inseguro para mí en aquel momento era el ordenador. En cuanto al mundo, éste siempre podía esperar. Me senté y recuperé el libro de la noche anterior, el libro de Enzensberger hablando del perdedor radical, de aquel que puede estallar en cualquier momento y, por ejemplo, atrincherarse de buenas a primeras en su piso después de haber tomado como rehén al arrendador que venía a cobrar el alquiler. ¿Yo mismo, por ejemplo, podía estallar en cualquier momento? ¿Debía considerarme un perdedor radical sólo porque estaba sin ordenador? Estaba muy nervioso, y para colmo leí: «No se trata de irritación, sino de rabia asesina. Lo que al perdedor le obsesiona es la comparación con los demás, que le resulta desfavorable en todo momento. La irritabilidad del perdedor aumenta con cada mejora que observa en los otros.»

No pasaba nada, simplemente tenían que arreglarme el ordenador. Sólo tenía que esperar hasta las ocho. No debía buscar culpables a mi mala suerte. Pero esperar precisamente era a lo que se dedicaban muchos perdedores: «El perdedor discurre a su manera. Eso es lo malo. Calla y espera. No se hace notar. Precisamente por eso se le teme.»

Mientras esperaba, oí en la radio que los españoles seguían hiperconsumiendo como locos, que no se sabía de dónde salía tanto dinero, pero que, después de habérselo gastado todo en Navidad, el éxito de las rebajas de enero era un hecho. A las ocho menos cuarto, pedí por teléfono que urgentemente vinieran a arreglarme el ordenador. «De lo contrario, no respondo de lo que ocurra», quise añadir. La avería del ordenador -no sabía que dependiera de él hasta extremos tan desesperados- me había trastornado. Había dejado de ser el durmiente habitual.

Cuando llegó el técnico, ya vi que aquél iba a ser el día del loro. Llegó un joven con aires de suficiencia y un sentido, por otra parte, muy alto de la parsimonia. Nada más sentarse a examinar la pantalla de mi ordenador, le llamaron al móvil y una risa floja se apoderó de él cuando comenzó a comentar las incidencias festivas de la noche anterior. Estuvo unos interminables minutos comentando -noté que tenía acento alemán- la gran juerga nocturna. «¿No has dormido?», le pregunté. Las agujas del reloj circulaban inexorables. Todo el rato pensaba yo que me convenía tener cierta paciencia, pues sólo tenía a aquel técnico, llamar a otro lo retrasaría todo aún mucho más. Cuando cesaron las risas, tuvo por fin la delicadeza de echarle una mirada a mi pantalla, y a partir de ahí se inició una larga sesión de usurpación de mi lugar de trabajo y larga sesión también de mutismo, mirada fija al vacío, oreja sobre la mesa para escuchar no sé qué del disco duro, todo tipo de alegres tecleados inútiles, y de vez en cuando -como un agradecido oasis dentro del silencioalgunas exclamaciones de verdadero espanto. «De ésta no salimos vivos», dijo de pronto, y se notó que no podía ni imaginar que en mi casa se estaba jugando la vida.

La casa siempre ha sido muy pequeña y no sabía dónde ponerme mientras él buscaba la causa de la avería. Me senté en un butacón frente a la ventana y simulé que leía Los tiempos hipermodernos, de Gilíes Lipovetsky, y que tomaba notas, muy especialmente de la parte en la que se habla del hiperconsumismo en el que tan inmersos estamos en la actualidad. De tanto simular, acabé leyendo ese libro realmente, leí las fantásticas últimas páginas, donde se contempla un porvenir nada alentador para todos aquellos que, por mucho que tengan ordenadores y técnicos que les arreglan los problemas, se dedican todavía a la escritura.

En el momento de anunciarme el técnico -imperturbable- que acababa de perder mis direcciones de correo, el correo mismo y todos mis documentos personales -todo lo que había almacenado de mis escritos en los últimos años-, me encontraba yo enterándome de que la filosofía ha inventado las grandes preguntas metafísicas, la idea de una humanidad cosmopolita, el valor de la individualidad y la libertad, pero esta fuerza milenaria se ha agotado en la actualidad: «Un signo de los tiempos. No hay más remedio que reconocer que su papel histórico y prometeico ha quedado atrás. Son las ciencias y la tecnociencia lo que más horizontes abre hoy, lo que inventa el porvenir.»

Consciente de que se había volatilizado la fuerza milenaria de mi memoria más personal, le dije al tecnocientífico (le llamé así porque me sentía desesperado) que iba a dar una vuelta y que ya volvía. Esperando a que, aun sin memoria personal, avanzara algo la reparación de mi ordenador, caminé por las calles del barrio como si fuera un hombre ya sin pasado alguno, un hombre sin disco duro. La gente, hiperconsumista, se agolpaba en las tiendas de rebajas mientras yo caminaba cabizbajo, rabioso. «Nadie se interesa espontáneamente por el perdedor radical», dice Enzensberger. «El desinterés es mutuo. En efecto, mientras está solo (y está muy solo) no anda a golpes por la vida; antes bien, parece discreto, mudo, un durmiente…»

Me crucé con todo tipo de durmientes, gente muy discreta, pero personas de esas que, de hacerse algún día notar, provocarían una perturbación espantosa, pues su mera existencia nos recuerda que necesitamos muy poco para comportarnos como ellos y estallar un día, así de golpe, explotar con un gesto terrible de rabia. «Parecía tan normal, siempre en su casa escribiendo.» Al regresar, le hice unas preguntas al tecnocientífico y me respondió con aires de suficiencia, como si yo fuera un pobre palurdo. «¿Cómo te llamas?», le pregunté. Ludwig, dijo, y estaba intentando medrar en el mundo de la cibernética circulatoria. Le hubiera matado.

– ¿Escribir es intentar saber qué? -me grita alguien desde el Paseo Marítimo.

Estoy frente al mar, en la terraza de un cuarto de hotel, en Mallorca. La canción que escucho sin cesar desde hace rato, Batiscafo Katiuskas, es de los Antònia Font, un grupo musical mallorquín que oigo a través del ordenador portátil mientras escribo esto. Me apoyo en la baranda de la terraza, saludo a los amigos literatos. Es una mañana limpia de este invierno insólito, tan agradable. La música de los Antònia Font, extraña y de gran potencia poética, contribuye a la sensación general de belleza.

Mediodía. Todo, completo. ¡Las doce en el reloj! Voy velozmente del batiscafo a La escafandra, la última y magnífica entrega de los Diarios de José Carlos Llop. Me imagino, por momentos, en el fondo del mar hasta que leo: «Pasan las nubes como ejércitos mesopotámicos.» La frase se escapa del fondo del libro submarino y se apodera de la mañana luminosa. Mediodía. En el ordenador, vuelve a sonar Batiscafo Katiuskas. La letra de la canción está entre Perspectiva Nevski de Battiato y el Biel Mesquida más inspirado, y no cansa nunca. La canto ahora que he vuelto a quedarme a solas, la letra es rara, trato de saber realmente, aparte de su iris nostálgico, qué significa todo eso del batiscafo socialista: «Batiscafo socialista / redactant informe tràgic / camarada maquinista / a institut oceanogràfic.» Luego la melancolía submarina de esta pieza se acopla con La escafandra al aire libre, a la luz de la mañana: «El vuelo circular de un milano en el cielo límpido del mediodía.» Todo parece perfecto, imperturbable. Lo será, al menos, mientras el aire sea nuestro.

La isla es un gran santuario de viajeros inmóviles. Creo recordar que Valentí Puig -que no hace mucho publicó La gran rutina, agudísima novela satírica sobre la realidad catalana- solía decir que Mallorca es tan extraordinariamente bella que atrapa, y sólo ofrece dos posibilidades al nativo: convertirse en un viajero inmóvil que toma el sol y de allí no sale, o bien soltar amarras y pasarse la vida entera dando vueltas al mundo; marcharse -digo yo-, desayunarse todos los días en algún paraíso bien lejano, con noticias, a ser posible bien remotas, de batiscafos socialistas y submarinos neocon.

Estudio, desde hace semanas, la biografía de Louis de Rougemont, considerado un pionero en toda regla, el primer caso moderno de viajero inmóvil. Este aventurero helvético que hace ya más de una siglo causó sensación en Londres publicando en la Wide World Magazine las espectaculares crónicas de sus grandiosas experiencias viajeras, pudo haber contado que había estado entre caníbales en Mallorca, pero prefirió ir mucho más lejos. Se fue a las antípodas, a Australia. Antes, se había dedicado, entre escafandras y batiscafos, a la pesca de perlas frente a la costa meridional de Nueva Guinea, pero una tormenta le desplazó al continente australiano, donde durante treinta años fue jefe de una tribu caníbal, viajó a lomos de tortugas gigantes, se curó de ciertas enfermedades durmiendo dentro de búfalos muertos, y con la nativa Yamba tuvo un hijo que ella devoró delante de él. Una vida que impresionó a los ingleses. Cuando el engaño fue descubierto -el tal Rougemont se llamaba en realidad Green (o Grin) y, aunque había sido carnicero en Australia, la mayor parte de su vida no se había movido de la biblioteca del Museo Británico-, el genial fabulador trató de sobrevivir dando conferencias y anunciándose como el mayor embustero del mundo. Sir Osbert Sitwell, que siguió sus tristes últimos pasos, le recuerda vendiendo cerillas en la avenida Shaftesbury. «Este fantasma callejero vestía un abrigo viejo y raído, sobre el que caía su cabello ralo, y tenía un rostro sereno, filosófico, curiosamente inteligente. Le compré una cajetilla y me dijo, como susurrando, que las cerillas eran de verdad.»

FEBRERO

Pronto hará ya veinte años, un domingo 11 de junio de 1989, compré a precio de saldo unas tarjetas postales antiguas -imágenes de paisajes portugueses de los primeros años del siglo- a un vendedor callejero de la plaza del Comercio, en Lisboa. Era mediodía y caía, a aquella hora, un sol de justicia sobre la plaza. La compra de aquellas postales fue un hecho trivial, y sigue siéndolo ahora, pero no he podido olvidarlo. Banal o no, me ha traído consecuencias a lo largo de estos años, y volvió a traérmelas anteayer mismo. De entre aquellas postales había una del faro de Santa Marta en la población de Cascais, cercana a Lisboa. En la parte superior de la elegante vista atlántica podía leerse en portugués: «Farol de Santa Martha e Vivenda Lino.» No sabría decir por qué, pero me dio por pensar que aquel sencillo paisaje antiguo -una casa, dos palmeras, unas rocas y el faro pintado con bellas rayas horizontales de blanco y azul y coronado por el color rojo- guardaba una misteriosa relación con una vida anterior mía. Mirando aquella postal, tuve la sensación repentina de vivir una inmersión radical en la melancolía. Luego, me olvidé. No fue hasta 1993 cuando volví a encontrarme con aquel paisaje de Cascais. Lo encontré inesperadamente en una revista femenina, y allí estaba el mismo paisaje, pero actualizado. El faro había crecido verticalmente y había tres en lugar de dos palmeras. La casa o «vivenda Lino», informaba la revista, pertenecía ahora a los Kennedy portugueses, «la emblemática familia de banqueros apellidados Espirito Santo». Volví a conocer una inmersión radical en la melancolía. La memoria difusa de haber estado alguna vez en aquel lugar. ¿Cuándo? No lo sabía. Pero ya había estado allí antes de haber estado nunca.

Medio año después, una noche, mis amigos Herminio, Manuela y el poeta Al Berto, sin saber nada de mi relación con el faro, me llevaron en Lisboa a la terraza de un bar de Cascais, delante mismo de la casa de los banqueros Espirito Santo, donde, por cierto, de niño había jugado muchas veces el príncipe Juan Carlos. Les conté mi historia, y ellos se rieron. «Así que eres de aquí», dijo Al Berto.

Meses después, al ver la versión cinematográfica de Sostiene Pereira, la novela de Tabucchi, me quedé de piedra cuando descubrí que habían rodado junto al faro de Santa Marta las escenas que transcurren en la clínica talasoterápica. Reconocí de inmediato el paisaje. Después de todo, era mío.

De vuelta en Barcelona, tropecé casualmente con un cuento de Tabucchi, El pequeño Gatsby: «El viento movía las cortinas, tú dormías, el faro lanzaba destellos intermitentes, la noche era apacible, casi tropical, pero yo llegaría enseguida a mi faro, lo sentía, estaba cerca, bastaba esperar que en la noche me mandase una señal de luz, no dejaría escapar esa ocasión, no atormentaría mi vejez con reproches por no haber ido al faro.»

Escribo ahora sobre ese faro en un hotel, el Novotel Vermar, cerca de Oporto, en el desolado pueblo de Póvoa de Varzim, frente al Atlántico. Por la noche, el viento mueve las cortinas de mi cuarto, y llueve mucho, pero no estoy ante mi faro ni aguardo sus señales de luz. Me hubiera gustado que al menos este gigantesco hotel, fantasmagórico y destartalado en invierno, fuera el mismo de la costa atlántica portuguesa en el que rodó Wim Wenders El estado de las cosas. Así me habría sido posible ensayar cierta inmersión radical en la melancolía. Pero ni eso. A veces, en la noche, llego a ser yo mismo el que, desesperado, mueve las cortinas del cuarto…

Y, bueno, quería sólo decir que escribí la historia de mis relaciones misteriosas con el faro y la publiqué en un libro que reunía artículos. Y un día de Sant Jordi de hará unos años se me acercó un joven de Tarragona y me contó que, habiendo viajado a Cascais con mi libro, había conocido a una joven portuguesa y habían ido a dormir aquella misma noche a una pensión frente al faro. Ella se enamoró de él al verle y escucharle de noche, junto a las cortinas del cuarto (con el faro, las palmeras y la casa de los Espírito Santo al fondo), leyendo el fragmento dedicado a aquel paisaje. «Y ahora quiero presentarte a mi mujer. Nos casamos gracias a tu faro», añadió, dejándome tan sorprendido que, no sabiendo qué hacer, pasé a estrechar perplejo la mano de la esposa lisboeta.

Cuando pienso en todo aquello, me digo que al escribir adquirimos más responsabilidades de las que creemos. Podemos llegar a ser responsables incluso de matrimonios, aunque espero que no de sus desgracias o de sus divorcios. Durante años, esa pareja de Cascais vino a verme y saludarme todos los días de Sant Jordi. Desde hace cuatro años han dejado de hacerlo.

Anteayer mismo, poco antes de salir hacia Póvoa, recibí una sorprendente carta que acompañaba a un catálogo de arquitectura del taller de los hermanos Manuel y Francisco Aires Mateus, de Lisboa. Como no les conocía de nada, indagué inmediatamente sobre ellos. Entre muchas obras, son autores del plan de recuperación urbana del centro histórico de Grândola. En su carta, Francisco Aires Mateus me informa de que en su taller están trabajando en la remodelación y adaptación del faro de Santa Marta a museo: «También yo, en este tiempo que ha transcurrido entre el proyecto y la obra, siento el faro como mío (…) Le envío el catálogo con el proyecto sobre el faro, donde podrá constatar el intento de una estrategia de continuidad en la que es necesario que todo cambie para que todo quede como está.»

Con exquisita amabilidad promete enviarme fotografías del resultado final, aunque no dice nada de consultarme si me parece bien ese resultado, supongo que porque da por sentado que el faro y la inmersión radical en la melancolía ya son de todos.

¿De dónde puede haber surgido la idea de recopilar esta mañana nombres de personas nacidas el año en que nací? He encontrado de todo. Un astrónomo extragaláctico vietnamita, por ejemplo, que se llama Trinh Xuan Thuan. Hay muertos: Paco Monge, Salvador Puig Antich, Paquirri, Alejandro Onassis. Está el eterno príncipe Carlos de Inglaterra. Amigos como Jordi Llovet, Tito Dalmau y Alberto Manguel. Amigas como Jimena Jiménez. Un mito de adolescencia, Marisol. Un escritor al que he visto un solo día en mi vida, en Milán, y que estuvo en el origen del título del cuento que aquel mismo día decidí escribir sin saber de qué trataría, Te manda recuerdos Dante: el escritor guatemalteco Dante Liano, nacido en Chimaltenango. Y dos personas que vinieron al mundo el mismo día que yo: Al Gore (vino al mundo dos horas antes de mi llegada, así que pudo olfatear primero el calentamiento global) y la actriz de Brooklyn Rhea Perlman (ignoro la hora de su alumbramiento). Hay muchos más nombres: Dominique Sanda, Jessica Williams, Victor Hugo Rascón Banda, Rita Malú, Ian McEwan, Jaume Sisa, Hrafn Gunnlaugsson, James Ellroy, Basilisa Ponsá, Manuel da Cunha, Gerard Depardieu.

Me gustaría hacerme con un informe preciso, muy detallado, acerca de cuántas de todas esas personas dejaron ya el tabaco, el alcohol o el café, y en qué momento y circunstancias lo hicieron. Pero noto que debo cambiar de ritmo y de tema y decido salir a la calle. Atrás quedan los nacidos en mi mismo año. Ahora voy andando por la Travessera habiendo tomado toda clase de precauciones. Cuello alto del abrigo, grandes gafas de sol, sombrero. Juego a inventarme que me he vuelto susceptible y que no deseo que me pare nadie por la calle. Y todo porque acabo de leer a Julien Gracq: «Gentes por lo demás delicadas y decentes, y que de seguro no soñarían jamás con abordar a un desconocido (que acaba de serles presentado) con la pregunta: "¿Qué, todavía enamorado?", se creen no obstante obligadas a decir desde el inicio, como si fuera un gesto de cortesía: "¿Y qué, tiene algún libro en curso?"»

Camino en el fondo convencido de que precisamente porque hago todo esto me va a parar en cualquier momento alguien y por fin, después de treinta años de vivir en la Travessera, alguien me preguntará si estoy preparando un nuevo libro. Por un momento, temo que quien lo haga tenga mi misma edad, haya nacido en mi mismo año. Y me vuelvo a casa. Doy por terminada la salida. En el portal de mi inmueble me cruzo con un vecino que me habla de no sé qué ordenanzas municipales en relación con otro vecino que tiene un hermano arquitecto. Le escucho pensando que va a acabar preguntándome si estoy preparando ahora un nuevo libro, un nuevo libro de ordenanzas municipales.

Visitamos a unos kilómetros de La Baule, en la costa atlántica francesa, a un viejo conocido, H., recluido en un sanatorio mental desde hace un año. Voy con algo de miedo, pero los amigos me aseguran que el espectáculo es triste pero no turbador. Cuando llegamos, le encontramos leyendo en el jardín un ejemplar del Ouest-France. Con cara de infinito asombro, nos muestra la noticia que está leyendo: «Un artista argentino se propone hacer flotar en el cielo de Texas un plátano gigante, una especie de dirigible que flotará durante un mes a una altitud de treinta kilómetros sobre la tierra.»

¿Quién está más loco, H. o el artista del plátano flotante? Luego, H. nos muestra otra noticia: «Stephen Hawking explica el misterio del universo en Hong Kong.» Y ese titular nos sobrecoge. Después de todo, H. está internado en el sanatorio desde que anunciara a voz en grito que había tenido acceso al gran enigma del universo, aunque no ha querido revelar nunca cuál es ese secreto. Al parecer, fue tan brutal lo que vio al acceder al misterio que desde entonces precisa de la calma de un jardín y de cuidados psiquiátricos.

Al mostrarnos la noticia, nos dedica una suave sonrisa cómplice, como si quisiera que viéramos que en el titular informan de que Hawking explicó ese enigma, pero no dicen qué pudo allí revelar al público, seguramente porque no reveló nada. Como escribe Wagensberg, lo más cierto de este mundo es que el mundo es incierto.

Comienza la semana blanca, los días de vacaciones escolares de algunos centros extranjeros. Antes iban a la nieve, por eso la llaman así. Mi semana también parece blanca, porque en ella predomina la locura, y ya dicen que la demencia tiene esa pátina. Y es que nada más regresar de La Baule y de la visita a H. en el sanatorio, comienzo a ocuparme de Robert Walser, que vivió internado muchos años en el psiquiátrico de Herisau. Preparo unas palabras para después de la representación de La prueba del talento en un centro cultural de Atocha, Madrid. En esa breve obra de Walser (se halla en su libro Vida de poeta), una actriz consagrada le recomienda a un aprendiz de actor que deje a un lado el quehacer teatral y busque sumergir sus sensaciones «en fuentes más naturales». Es decir, primero la vida, antes que la afectación del teatro. También la literatura es afectada, pienso.

«Literatura es afectación», dice Ribeyro en su inagotable Prosas apátridas. Y explica que quien ha escogido para expresarse la literatura y no la palabra (que es un medio natural), debe obedecer las reglas del juego. De ahí que toda tentativa para parecer no ser afectado -lenguaje coloquial, monólogo interior- acabe convirtiéndose en una afección aún mayor. Tanto más afectado que un Proust puede ser Céline con su lenguaje coloquial de exabruptos… «Lo que debe evitarse no es la afectación congénita a la escritura, sino la retórica que se añade a la afectación», concluye.

¿Quién tiene el bastón de Artaud? Cuando me preguntan por un supremo signo o imagen de la locura siempre pienso en ese bastón al que su dueño le hizo poner una puntera de hierro con la que golpeaba violentamente los adoquines de París para sacar chispas con él. Estaba el bastón cubierto de nudos y tenía doscientos millones de fibras y marqueterías de signos mágicos. Y Artaud le sacaba chispas porque decía que el bastón llevaba en el noveno nudo el signo mágico del rayo y que el número nueve siempre fue la cifra de la destrucción a través del fuego. Artaud perdió ese bastón (que le regaló René Thomas) en su extraño viaje a Irlanda, lo perdió tras una reyerta frente al Jesuit College de Dublín. ¿Quién tiene el Santo Grial de la locura? ¿Quién se quedó con el bastón de Artaud? Me gustaría escribir una novela en la que alguien viaja a Dublín para investigar el paradero del bastón de Artaud. ¿Quién tiene, señores, el bastón de Artaud, ese bastón que es el eje central de la locura en Occidente?

Sin duda, la locura de H. tiene puntos en común con Falter, fascinante personaje de Ultima Thule, un cuento de Nabokov. Falter es aquel hombre que perdió toda compasión y escrúpulo cuando en un cuarto de hotel le fue revelado de golpe «el enigma del universo» y no quiso transmitirlo a nadie más tras haberlo hecho una única vez cediendo al acoso de un psiquiatra, al que le destrozó tanto la revelación que hasta le causó la muerte. Es un cuento antológico, incluido en Una belleza rusa. Leerlo es ya de por sí una locura de una envergadura tal que hasta nos permite constatar cuánta razón llevaba aquel que dijo que las locuras son las únicas cosas que no lamentamos jamás. Pero es que, además, leerlo -eso es lo más interesante de todo- nos sitúa en mejores condiciones para tratar de resolver el enigma del universo. Aunque siempre me pregunto si nos conviene resolverlo. Yo creo que si un día diéramos con el secreto del mundo nadie tendría el valor de revelarlo.

He oído decir que la única manera de cuidar el ánimo es manteniendo templada la cuerda de nuestro espíritu, tenso el arco, apuntando hacia el futuro. Pero yo en este momento estoy solo, y atardece; veo desde mi ventana el último reflejo del sol en la pared de la casa de enfrente. Aunque mantengo templada la cuerda de mi espíritu, lo cierto es que tanto el momento del día como ese último reflejo no me parecen el contexto más adecuado para apuntar hacia nada. Por si fuera poco, me viene a la memoria Sed de mal, con Marlene Dietrich, ojos muy fríos e impávida, espetándole rotunda a Orson Welles después de echarle las cartas: «No tienes futuro.»

Y es más, me llega de golpe la impresión, a modo de súbito destello, de que cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien: todos somos vulnerables, nos sentimos solos, tenemos muchos miedos y necesitamos mucho afecto. Eso aumenta mi impresión de angustia, aunque paradójicamente la impresión misma termina por revelarse muy feliz y oportuna cuando descubro que le hace sombra a todo, hasta a la pared de la casa de enfrente y al último reflejo del sol, y de paso incluso a cualquier idea de futuro.

Irrumpe el sol a primera hora de esta mañana, último miércoles de este extraño febrero primaveral. No sé por qué me gusta leer a ciertos autores cuando comentan los libros de los otros. Acostumbro a hacerlo orientado en casa en dirección al sol, cuyos rayos me obligan a hacer un esfuerzo añadido para leer, aunque es un esfuerzo -no me gusta que leer me resulte siempre tan fácil- que acabo agradeciendo. Esta mañana, por ejemplo, acabo de encontrarme con un Julien Gracq fascinado ante unas líneas en las que Proust describe los pasos de Gilberte por los Campos Elíseos. El gran lector que es Gracq se detiene feliz en ese punto en el que Proust habla de la nieve sobre la balaustrada del balcón donde el sol que emerge deja hilos de oro y reflejos negros.

«Es perfecto», comenta Gracq, «no hay nada que añadir: he aquí una cuenta saldada en toda regla con la creación, y Dios pagado con una moneda que tintinea con tanta solidez como una moneda de oro sobre la mesa del cajero.» Lo que a mí me parece que en realidad es perfecto es el comentario de Gracq. Se me ha quedado su moneda tintineando en la memoria. Y, quién sabe, tal vez también sea perfecta la mañana. Breve arrebato de alegría y de fiesta leve, gracias tan sólo a unos pocos destellos de sol y lectura. Como si hubiera iniciado una segunda vida.

Dejo el televisor funcionando y regreso horas después, al atardecer, y no me sorprende lo más mínimo que den todavía lo mismo.

MARZO

Siento algo parecido a haber perdido peso durante la noche y al mismo tiempo haber discretamente aumentado mi euforia, sólo de dormir y soñar. Buen despertar de este primer día de marzo, cumpleaños de mi padre. Reaparición del optimismo intermitente. El día está cargado de citas. Primero, con mi padre y mi madre. Después, con algunos amigos. Siempre he llegado tarde a todo. Lo digo porque no ha sido hasta hace poco cuando he aprendido por fin a valorar en su justa -grandiosa- medida la suerte inmensa, el lujo vital que representa la existencia de unos contados, muy escogidos íntimos; haber conservado en el tiempo un círculo privilegiado de seres queridos. Mejor que cualquier libro, la conversación con los padres, con la amiga y el amigo. Pensar que están todavía ahí y que todo es terriblemente vulnerable y que conviene estar alerta. Los amigos son una segunda existencia.

Ese es el estado de las cosas cuando al mediodía doy una vuelta por el barrio antes de acudir a las citas. Jamás me había encontrado ante una jornada con tantas altas perspectivas. Y mientras paseo, me deslumbra, y hasta llega a herirme, un furtivo destello de sol, demasiado perfecto. Lo saludo como si también fuera un amigo. O una madre. O una segunda vida.

La semana pasada en Madrid, viendo con Paula la asombrosa exposición de M. C. Escher, me acordé de que Relatividad, con sus escaleras entrecruzadas, era uno de los grabados preferidos de Roberto Bolaño, tan amante como Escher del arte de lo imposible. No sabía yo nada de la biografía de este obsesivo y geométrico artista holandés, en cuyo mundo sólo hay construcciones mentales. Recuerdo que me llamó la atención que la arquitectura renacentista de Roma, ciudad donde Escher vivió una larga temporada, no le dijera mucho. Es más, sólo le interesaba cuando tenía iluminación nocturna. Quiero suponer que Escher no tenía muchas relaciones con el sol, tan sólo con sus destellos, siempre y cuando, claro, le llegaran con vigor eléctrico.

Por la noche, en casa, no me sorprende nada ver que siguen y siguen dando en la televisión lo mismo. Queriendo ser indulgente con ellos, diré que continúan hablando en todos sus programas de la teoría del error inicial, siguen diciendo que en toda vida hay un error preliminar, aparentemente trivial, un falso razonamiento que engendra a su vez otros errores. Ése es el estado de las cosas, para qué negarlo. Trato de hallar en mi vida ese fallo primero, ese error inicial que desencadenó tantos equívocos. Busco encontrar ese error en lo primero que creí entender y que debió de ser la historia del pecado original. Pero no, pronto veo que no es necesario que me remonte tan lejos. En realidad, el famoso y bíblico pecado original no fue otro que encender el televisor. Aun así, deseos de seguir adelante. Deseos de ser piel roja y de continuar estudiando a Escher y de buscar destellos geométricos y de cruzarme emocionadamente con los seres queridos y ser optimista siempre. Faltaría más.

¿Se habrá puesto a escribir ya Jordi Llovet mi próximo libro?

Nunca voy al cine, pero me han hablado tan extraordinariamente bien de La vida de los otros, ópera prima de Florian Henckel von Donnersmarck, que decido ir a verla. El brillante artículo de Juan Villoro de hoy ha acabado de decidirme. A las cuatro de la tarde, me sitúo en la discreta cola que hay en la calle Bailén frente a la taquilla de los Lauren de Gracia, el antiguo cine Texas. Desde mi posición en la cola, observo a la amable taquillera, que devuelve el cambio con tanta naturalidad que me recuerda a la taquillera de El miedo del portero al penalty, la novela de Handke que adaptó Wenders para el cine. Voy con Marsé, Sagarra, María Jesús y Paula. No me olvido de que estoy ante el antiguo Texas, la sala de cine que más veces he pisado en mi vida. En los años sesenta era donde veía todas las películas no aptas para menores. Allí vi, por ejemplo, Rocco y sus hermanos de Visconti diciendo en mi casa que iba a ver Rocco y sus hermanitos.

Refutación del tiempo en la calle Bailén. Me doy cuenta de que hace cuarenta y cinco años ya estaba haciendo cola aquí en este mismo lugar y lo hacía sobre esta misma baldosa que ahora estoy pisando frente al antiguo Texas. La misma loseta y el mismo lugar de hace cuarenta y cinco años. Es como si no me hubiera movido de aquí en todo ese tiempo. Pero ¿está todo igual? Bueno, no creo. No olvido la frase de El rey Lear: «Ya te enseñaré yo las diferencias.»

Era entonces, en aquellos tiempos, enormemente aficionado a las películas de espías. Y hasta tenía un libro de cabecera sobre ellos, donde se daban consejos útiles para quien fuera a ejercer aquel trabajo. «Mézclese alumbre con vinagre hasta obtener la consistencia de la tinta y escríbase el mensaje en la cáscara. Cuando la tinta se seca, nada se ve, pero algunas horas más tarde el mensaje (que debe escribirse con letras grandes) aparecerá en la clara del huevo.»

Esta historia de la tinta y la cáscara es mi asignatura pendiente. Tal vez es que mezclaba mal el alumbre con el vinagre, pero lo cierto es que fracasé cuantas veces lo intenté, pues nunca vi aparecer palabras en la clara de ningún huevo, nunca.

La vida de los otros transcurre en 1984, cinco años antes de la caída del Muro de Berlín, y se ocupa de la inflexible vigilancia a la que fueron sometidos los habitantes de la RDA. Uno de cada tres ciudadanos era «informante no oficial» de la Stasi, la agencia de seguridad del Estado. Es una gran película, con un actor, Ulrich Mühe, sencillamente extraordinario. De una forma casi imperceptible, su personaje, un frío espía de la Stasi, da un cambio radical el día que comienza a investigar la vida de un dramaturgo y su compañera, una famosa actriz de teatro. Predomina el gris en todas las secuencias. «El gris nunca ha tenido muchos partidarios, aunque algunos de ellos fueran eminencias. Fue el color favorito de Bertolt Brecht», ha dicho Florian Henckel von Donnersmarck.

Hay un momento en el que el dramaturgo espiado busca un libro de color azul de Brecht que le ha desaparecido de su escritorio y descubrimos que se lo ha robado el espía de la Stasi, que lo está leyendo, ensimismado, en la azotea. El espía está leyendo en el primer movimiento poético de su despertar moral y se diría que de pronto ha descubierto en su espionaje un medio para afilar la conciencia y estar más y mejor vivo. Ojalá se hicieran películas sobre el franquismo con la profundidad, verosimilitud, espíritu contradictorio y capacidad de conmoción que se dan en La vida de los otros. Tanto jaleo con la memoria histórica y nadie ha sido capaz de hacer entre nosotros una película tan inteligente, tan compleja y tan poco maniquea, tan sensata y poética como La vida de los otros.

Los métodos de la Stasi nos son mostrados minuciosamente. Vemos sus escuchas, sus interrogatorios, sus archivos, todos esos expedientes que (a diferencia, por cierto, de los archivos franquistas) fueron abiertos hace unos años a todos los afectados, no sin que eso planteara ciertos problemas. «Hubo un gran debate en el que mucha gente se mostró en contra, ya que creían que daría lugar a venganzas personales, pero se equivocaron. No hubo ningún problema. Todas esas personas sólo querían saber la verdad», ha comentado Von Donnersmarck.

En su película todos los personajes son complejos y contradictorios y escapan a los clichés de buenos y malos a los que nos acostumbraron tantas novelas y películas, y ahora nuestros políticos. Al verla, recordé que mi amigo Juan Villoro fue agregado cultural de México en Berlín oriental precisamente desde 1981 a 1984 y fue espiado como todo el mundo («allí la paranoia se convertía en una forma de la costumbre») y no hace mucho él mismo, tal como contaba en su artículo del otro día, fue a Berlín a ver su expediente en el Bundesbeauftragte, oficina dedicada a investigar las delaciones del pasado. Comprobó que no había hecho nada de interés para la intriga internacional y que todos los informes o fichas sobre él (como solía suceder con tantos informes en la RDA) eran inocuos. Pero descubrió que le habían seguido espiando cinco años después de su salida de la RDA. La última entrada de su ficha es de 1989 y está escrita por un pintor que se alojó en su casa de México y presentó luego ante la Stasi un informe en el que decía no encontrar nada sospechoso, salvo el desorden notable que había en su escritorio.

Eso me lleva a algo que acabo de leer a Ricardo Piglia en una entrevista de Jorge Carrión en Quimera: «Yo siempre digo que lo mejor que uno ha hecho en la vida es lo que la policía tiene registrado de él, que el currículum perfecto es tu ficha policial.» No está mal visto. La literatura como una forma de pensar nuestra relación con lo ilegal.

Decido darme una vuelta por el Paseo de Sant Joan, tan ligado a mis años de infancia, y allí me encuentro casualmente, paseando también, a Jérôme Darrieux, antiguo director del Palais de Tokio de París, comisario de arte que anda siempre por ahí con ojos de iluminado. Conversamos a la altura del icono del Paseo, la fuente de la Caperucita Roja, en el lado de poniente del tercer bulevar. El comisario me sorprende de pronto sacándose del bolsillo una lista de seres imaginarios por los que dice sentir cierta debilidad. Entre los muchos nombres retengo unos cuantos:

Pierre Menard, que reescribió el Quijote y, al parecer, es pariente mío.

Outil O'Toole, buen aforista («He conocido la felicidad, pero no es lo que me ha hecho más feliz») y álter ego literario del escultor sueco Erik Dietman, el autor de una exposición que vi en París hace décadas, «Veinte años de sudor», que no sería mala idea volver a montar para los mediáticos ochenta años de García Márquez.

Félicien Marboeuf, considerado «el más grande de entre los escritores que no han escrito nunca nada», autor de una serie de magníficas novelas no escritas y ciudadano de honor de Glooscap, lugar situado en algún punto de la costa de Canadá. Alain Bublex, que es el creador de esa ciudad, lleva más de una década trazando incesantemente mapas de distintas épocas de Glooscap, fotografiando o diseñando sus improbables edificios y coleccionando tarjetas postales de los mejores rincones de ese lugar inventado. No me extrañaría que pronto comenzaran a aparecer ofertas de viajes a Glooscap. Y si no, al tiempo.

Allí mismo, en lo alto del Paseo, Jérôme Darrieux me informa de que, justo en los suburbios de la utopía moderna de Glooscap, ha comenzado a renacer la antigua y retrógrada utopía del señor Aaron Rosenblum, de la que hablaba ya J. Rodolfo Wilcock en La sinagoga de los iconoclastas. Hay que decir que, cronológicamente, la utopía de Rosenblum no fue afortunada: el libro que debía hacerla famosa, Back to Happiness or On to Hell (Atrás hacia la felicidad o adelante hacia el infierno), apareció en 1940, precisamente -dice Wilcockcuando el mundo pensante estaba mayoritariamente entregado a defenderse de otro plan, no menos utopista, el nazi. De hecho, Rosenblum confiaba en el apoyo de Hitler, ya que ambos perseguían el mismo objetivo: la felicidad de la gente de bien.

Rosenblum había comenzado por preguntarse cuál había sido el periodo más feliz de la historia mundial y, considerándose inglés y, como tal, depositario de una tradición perfectamente definida, había decidido que el periodo mejor había sido el del reino de Isabel, bajo la sabia conducción de Lord Burghley, pues entre otras cosas había producido a Shakespeare y, además, en aquel periodo Inglaterra había descubierto América.

Así que el plan de Atrás hacia la felicidad era el siguiente: devolver el mundo a 1580. Abolir el carbón, las máquinas, los motores, la luz eléctrica, el maíz, el petróleo, el cinematógrafo, las carreteras asfaltadas, los periódicos, los Estados Unidos, los aviones, el voto, el gas, los papagayos, las motocicletas, los Derechos del Hombre, los tomates, los buques de vapor, la industria siderúrgica, la industria farmacéutica, Newton y la gravitación, los pavos, la cirugía, los trenes, el aluminio, los museos, las anilinas, el celuloide, Bélgica, la dinamita, los fines de semana, la enseñanza obligatoria, los puentes de hierro, el tranvía, la artillería ligera, los desinfectantes, el ácido bórico, el café.

Es evidente que hay quien tiende hacia la Edad Media y quien lo hace hacia el Imperio Romano, otros al Estado de la Gente de Bien (los retrógrados de mi país) y hay quien incluso es partidario del retorno al Mono. El espíritu de Rosenblum, rancia herencia de nuestro pasado, sigue recorriendo España de la mano del jefe de la oposición, un señor llamado Rajoy.

Decido no separarme de Darrieux hasta que me explique qué está mirando con tanta fijación desde lo alto del Paseo de Sant Joan. Me cuenta finalmente que mira el rascacielos de Gas Natural que, hace ya tres años, impide que desde lo alto del Paseo pueda verse el mar como se había visto siempre hasta que lo taparon con ese edificio desafortunado y nada utópico. Le hablo entonces de los empleados que trabajan en las oficinas de ese rascacielos y que acaban de verse afectados por una lipoatrofia semicircular, enfermedad causada por la electricidad estática y la falta de humedad. Darrieux, con sus ojos más iluminados que nunca, me asegura entonces que, aunque sabe de personas que lo sospechan, no cree que exista una maldición evidente del Paseo de Sant Joan contra ese edificio. Y menos aún cree que los Rosenblum y toda su gente de bien, los que conspiran en los suburbios de Glooscap, puedan arreglar ese atentado a la belleza y la pérdida del mar. Los Rosenblum son toda esa gente de bien que nos llevaron a la guerra de Irak por nuestro propio bien. Los Rosenblum, concluye, no han arreglado nunca nada, ni en la Edad Media.

Me acuerdo del García Márquez de sus inicios y de unas líneas que modificaron discretamente mi concepción de la escritura, unas líneas que en su primerizo relato breve Isabel viendo llover en Macondo describían la aparición de un perseguidor en la niebla tropical, una persona invisible que sonreía en la oscuridad. Esa risa del perseguidor me quedó para siempre grabada en la memoria, la recuerdo muy bien. Recuerdo que, tras el largo diluvio que se desploma sobre Macondo durante una semana en la que las personas del pueblo quedan narcotizadas por la lluvia, el tiempo de pronto comienza a cambiar y escampa y se extiende un silencio, una tranquilidad, un estado tan perfecto como imaginamos que debe de ser la muerte. En ese silencio misterioso y profundo se oye una voz clara y completamente viva. Luego un viento fresco sacude la hoja de la puerta, hace crujir la cerradura, y un cuerpo «sólido y momentáneo, como una fruta madura», cae profundamente en la alberca del patio. Entonces llegan las frases que subrayé como un loco: «Algo en el aire denunciaba la presencia de una persona invisible que sonreía en la oscuridad.»

Y también recuerdo cómo el tiempo quedó suspendido -tal vez flotando en una niebla ardiente- la tarde en que me encontré con otro perseguidor en un texto en el que García Márquez, recordando sus días juveniles en París, hablaba del día en que sintió los pasos en la niebla de un hombre que creyó que era un perseguidor, y lo pensó así porque andaba muy escamado y había estado horas calentándose en el «vapor providencial de las parrillas del metro» eludiendo a los policías que le golpeaban en cuanto le veían, pues le confundían con uno de los tantos argelinos a los que masacraban en aquellos días en París: «De pronto, al amanecer, se acabó el olor de coliflores hervidas, el

Sena se detuvo, y yo era el único ser viviente entre la niebla luminosa de un martes de otoño en una ciudad desocupada. Entonces ocurrió: cuando atravesaba el puente de Saint-Michel, sentí los pasos de un hombre, vislumbré entre la niebla la chaqueta oscura, las manos en los bolsillos, el cabello acabado de peinar, y en el instante en el que nos cruzamos en el puente vi su rostro óseo y pálido por una fracción de segundo: iba llorando.»

Dos perseguidores: uno invisible en el trópico, sonriendo en la oscuridad; el otro, llorando en Europa, en la luz fugaz de un puente parisino. A veces me parece que los dos, atrapados entre la risa y el llanto, son una misma persona, la misma que se encuentra uno cuando lee al García Márquez primerizo.

Comenzar es muy fácil. Pero lo malo viene después, cuando hay que seguir dando la talla. Al principio, uno comienza, llega, busca la protección de un grupo generacional y se come el mundo. Lo difícil viene después, cuando hay que seguir comiéndose el mundo. Lo más difícil es mantenerse, y ya no digamos acabar. Ödön Von Horváth solía decir: «La mayor alegría del mundo es comenzar.» Pero no pasará a la historia por eso, sino precisamente por su manera de acabar. Murió fulminado por un rayo en plenos Champs Élysées de París. Von Horváth fue un caso raro como escritor, porque supo comenzar y acabar.

«Al principio era la palabra. Después la palabra se volvió incomprensible» (Ennio Flaiano, citado por Nicole Kraus en un hotel de Liubliana).

En el último día de este invierno primaveral recibo inesperadamente en casa La ciudad en invierno, el título que me recomendara fervientemente ayer Lolita Bosch por teléfono. ¿Es una casualidad o ella ha actuado para que me lo enviaran? Sólo sé que hablé ayer con ella los minutos suficientes para felicitarla por sus artículos, por sus libros y por llamarse como se llama. «Suponiendo que te llames Lolita», añadí, sin darme cuenta de que con eso estaba dando carta de ley a su apellido.

El invierno primaveral va quedando atrás, pero para sustituirlo llega este libro con el que ha debutado la joven Elvira Navarro, este libro lleno de invierno auténtico y de frío y de enfermedad moral: cuatro historias sobre Clara, un personaje esquivo y esquinado, al que no le faltan perseguidores, aunque ella también persigue mucho, y tal vez por eso se inicia en la vida chocando depravadamente con ella -con ella misma y con la vida- en medio de un paisaje de antiguos cauces crueles de ríos inútiles.

Se diría que a este excepcional debut literario lo cruza el fantasma de una idea fría, tan impasible como la iniciación torcida de Clara a la vida. ¿La vida? Elvira Navarro parece tener un don singular para mostrarnos el ángulo ofensivo de la misma. Como si ésta sólo hubiera sido inventada para los que no la viven como la vive la propia vida. En cuanto a la trama y su geografía iniciática, el libro parece emparentado con las obras de Fleur Jaeggy y de Simona Vinci y, como señala sagazmente su editor, trae el recuerdo de dos de los mejores relatos de terror de la literatura española de todos los tiempos: Mi hermana Elba, de Cristina Fernández Cubas, y Siempre hay un perro al acecho, de Ignacio Martínez de Pisón.

La ciudad en invierno tiene una estructura peculiar, como si Satie estuviera al piano: cuatro movimientos desobedientes que nos conducen -como si fuéramos el perseguidor del último relato- a la impresión de estar dando vueltas detrás de un desvarío tan implacable y subversivo como aterrador. De la mano de su pérfida protagonista, Elvira Navarro lo altera todo y desplaza la normalidad hacia una inédita boñiga general. Y en algunos momentos -como en el desenlace perfecto del segundo movimiento narrativo- se observa, además, que el talento literario es un don natural de esta autora, que ha escrito un primer libro tan clásico como feroz y admirablemente transgresor: la sutil, casi escondida, verdadera vanguardia de su generación.

ABRIL

La tristeza. Y el tema de los fantasmas tumbados y otros pioneros del porvenir aflorando a primera hora de esta noche.

«-Su joven amigo -dijo Chamfort- no tiene ningún conocimiento del mundo, no sabe nada de nada.

– Sí -respondió Rivarol-, y ya está triste como si lo supiera todo.»

Mientras que algunas personas padecen agorafobia, el hikikomori reacciona con un completo aislamiento social para evitar toda presión exterior. Suelen normalmente ser jóvenes japoneses, varones la mayoría, que se encierran en una habitación de la casa de sus padres durante periodos de tiempo prolongados, generalmente años. Sienten tristeza y apenas tienen amigos, y la gran mayoría duerme o se tumba a lo largo del día, y ve la televisión o se concentra en el ordenador durante la noche. En Japón les llaman también solteros parásitos. Aquellas máquinas solteras que inventara Duchamp se han hecho, pues, realidad. Se calcula que hay un millón de jóvenes hikikomoris en Japón. Un número muy alto de fantasmas tumbados, de ensimismados tristes, de muertos en vida.

Los japoneses parecen los pioneros de un porvenir que se intuye poblado de seres alienados, inútiles, solitarios, extraviados en la infinitud de la Red, abocados a la destrucción. Es un porvenir visible, por ejemplo, en Pulse, de Kiyoshi Kurosawa, película muy ligada al fenómeno de los solteros parásitos. En ella, un adolescente, Kawashima, novato en materias informáticas, se ve sorprendido un día al encontrar en su ordenador una extraña página web abierta. La página web en cuestión, vía webcam, muestra a un desconocido vagando por una habitación. Ahí comienza el terror en esta película que empieza contando una historia de mística digital y termina con pavorosas imágenes de un mundo dirigido directamente al desastre.

El cine de Kiyoshi Kurosawa. (Kobe, 1955) tiene un trasfondo existencialista y metafísico, y su universo espiritual ofrece la más angustiosa y completa aproximación al fenómeno de todos esos solitarios que viven atrapados en un Más Allá de Internet en el que irrumpen sombras, a veces sólo siluetas inmóviles que acechan al modo de inquietantes imágenes de pesadilla que andan espiándoles desde lo más hondo de las pantallas de sus ordenadores. En Pulse sorprende el modo en que uno se ve atrapado en una espiral que nos conduce de lo que parece una historia más de fantasmas que usan la tecnología, a una intrigante trama visionaria y apocalíptica de horror global sobre la extinción de la humanidad: una clara intención de denuncia de una sociedad de hikikomoris peligrosamente alienada, solitaria, enferma, condenada al hundimiento.

«Cuando empecé a pasar las tardes en el cuarto de baño, no tenía previsto instalarme en él…» (Jean-Philippe Toussaint, El cuarto de baño).

Completamente de acuerdo con Pascal cuando dice que los mayores problemas de los seres humanos vienen de no poder quedarse tranquilos en su habitación. Lo dice en uno de sus más celebres pensamientos, y se diría que esto es lo que piensan precisamente, hoy en día, los hikikomoris, pioneros de un tipo de angustiosas conductas que en el mundo del futuro serán habituales. Es decir, que aquellas ingenuas o simpáticas ficciones en las que se veía a gente que se encerraba en el lavabo y decidía no salir de allí nunca más (la novela El cuarto de baño, de Jean-PhilippeToussaint, por ejemplo, o la película El Anacoreta, de Juan Estelrich, que tanto nos sorprendían) han empezado ya a convertirse en una contundente y dura realidad.

Cuando, a la vuelta de Colombia, empecé a pasar el día entero en mi gabinete de estudio, no tenía previsto instalarme en él. Pero llevo días aquí haciendo vida de hikikomori, de parásito en útil contacto constante -hay que ir acostumbrándosecon la soledad extrema, en definitiva con la soledad infinita que nos espera a todos después de la muerte, es decir, después de que entremos en la eternidad. Aunque mañana romperé con el radical aislamiento. Voy al Registro Civil (expediente 4859/06) a firmar unos papeles. Sí, mañana, 10 de abril, me caso.

Paso mis últimas horas de hikikomori como si estuviera en plena despedida de soltero, y lo hago leyendo a Ryu Murakami, el maestro del thriller psicológico -el autor de Kyosei Chu (Parasites) y de Azul casi transparente-, el escritor japonés que más se acerca a Kiyoshi Kurosawa en la observación de esa sociedad contemporánea que, dominada por el desarrollo tecnológico, origina una incomunicación infinita, un mundo de máquinas solteras agazapadas en secreto a lo largo y ancho del antiguo imperio japonés.

«¿La eternidad? Sin duda me encantará; uno entra en ella tumbado» (Antoine de Rivarol, Pensamientos y rivarolianas).

Desde mi individualismo extremo, que trataré de atenuar mañana sin falta, observo ahora aterrado en la pantalla los movimientos de un joven triste que emprende un viaje a un lugar desconocido. Otro vuelve a casa. Se oye un blues lejano. Un tercer hikikomori llega a una ciudad sin nombre. Un soltero escribe cartas desde ningún sitio, desde el espacio blanco abierto en su mente. Un quinto joven emprende un viaje en busca de aquel primer solitario, que ya hace tiempo que se perdió. Un sexto hikikomori va vagando por el espacio infinito de la pantalla. Y me digo que haré muy bien mañana pisando la calle, viendo las nubes y los árboles y tocando todas las cosas que hay por ahí, aunque sepa que están aquí mismo, en la ventana obsesiva y fantasmal de mi pantalla siempre, siempre iluminada.

El libro póstumo de W. G. Sebald Sin contar, es un conjunto de brevísimos poemas súbitos, acompañados de grabados del pintor Jan Peter Tripp. A cada haiku de Sebald le corresponde una pintura extraordinariamente minuciosa de una mirada. Entre los personajes que miran están Borges, Proust, Francis Bacon, Samuel Beckett, Truman Capote, Rembrandt, Juan Carlos Onetti, Javier Marías, Michael Krüger. En realidad, el libro es un poema de las miradas.

Lo compré para regalarlo y, al descubrir lo que contenía (y sobre todo lo que escondía tras su sencilla apariencia de libro de haikus con grabados de miradas), he terminado por quedármelo y no dárselo a nadie. Es un libro peculiar que contiene y esconde textos que son como fugaces relámpagos, como fotografías, como instantáneas que salvan todo aquello que es tan efímero y que podría engullir en una décima de segundo la corriente de la caducidad, «lo extrañamente gris / que era la luz / cuando estuvimos / en marzo en la / Isla de los Pavos Reales».

Encontramos en el libro la tenaz inquietud de Sebald por rescatar del olvido la fugacidad del pasado, incluido -por mucho que pueda rozar el ridículo- un huidizo escalope a la milanesa: «En el vagón restaurante / del Arlberg Express / va un hombre sentado / con luto en la solapa / & consume / pensativo un / escalope a la milanesa.» Creo que en esa miniatura o haiku está concentrado todo Sebald, hasta el punto de que si quitamos la palabra luto queda desfigurado el libro entero. Como recuerda Andrea Kohler en el epílogo, el pensar ceremonialmente, el escribir con luto en la solapa era característico de un escritor a quien le inquietaba el pensamiento de que «el mundo, por decirlo de algún modo, se vacíe a sí mismo porque las historias que se quedan pegadas a las cosas no serán nunca ni oídas, ni dibujadas ni contadas a otros por nadie», tal como se dice en Austerlitz. O en este mismo libro, en el haiku final: «Sin contar / queda la historia / de las caras / vueltas hacia otro lado.»

Al final, como dice Sebald, únicamente quedarán los que quepan sentados alrededor de un tambor. Imagen sensata de la nada. «Nadie nunca jamás», que diría Beckett, uno de los fotografiados. Hay una correspondencia artística de Sebald con este autor y, por supuesto, también con Robert Walser y Franz Kafka, tan próximos a lo marginal, a la pequeñez y a la desaparición. Acerca de ciertas desapariciones, leemos en el epílogo de Kohler: «Después de todo, W. G. Sebald, a medida que pasa el tiempo desde que se fue, se va convirtiendo progresivamente en ese caminante solitario que en una de sus últimas fotografías nos vuelve la espalda mientras que, con su bastón y su sombrero, va tomando una curva del camino tras la que un instante después desaparece. El mismo caminante que se pasea por todos sus libros, un caminante como Robert Walser, en el que Sebald, en un ensayo, reconoce a su amado abuelo.»

No es lunes, pero me acuerdo -je me souviens- del poeta mexicano Fabio Morabito, que escribió un libro de poemas intensísimo, De lunes todo el año: un título bellísimo, por mucho que siempre me invite a pensar en la palabra luto, pues aún no logro olvidarme de que durante mucho tiempo pensé que el libro se titulaba De luto todo el año.

Voy a Blanes en el incierto tren de cercanías y me fijo en un hombre que va de luto, y por un momento creo que no he visto bien. Voy con el libro de Sebald, voy leyéndolo hasta que levanto la vista y confirmo que, en efecto, he visto mal. Ni siquiera está el hombre. Puede hablarse de una desaparición fulminante del pasajero, del viajero imaginado. Minutos después, en otro haiku de Sebald (estilo Perec en Je me souviens) doy con más desapariciones: «El 8 de mayo de 1927 / los capitanes / Nungesser & Coli / despegaron de Le Bourget / & después nunca más / se les volvió / a ver.»

Por la noche, ya de nuevo en casa, me dedico a averiguar quiénes fueron esos capitanes y me adentro en la historia del extraño destino de los pilotos franceses Nungesser y Coli, quienes fracasaron trágicamente en su tentativa de atravesar el océano Atlántico sólo dos semanas antes de que Lindbergh realizase con éxito la hazaña en treinta y tres horas. La gloria que ellos buscaban la consiguió el norteamericano. Y sobre Nungesser y François Coli cayó el olvido, aunque en su momento se habló mucho de ellos y de su extraña desaparición. Se sabe que despegaron de Le Bourget ese 8 de mayo y que su avión, L'oiseau blanc, un biplano Levavasseur P. L. 8 del que jamás se encontraron los restos, pudo haberse estrellado un día más tarde en los bosques de Machias, Maine. ¿Qué fue de Nungesser y Coli? ¿Qué fue de aquellos capitanes? En su momento, todo el mundo habló de esa volatilización enigmática que daba para tantas cábalas, o tal vez para ninguna. Hoy, en cambio, son pocos los que la recuerdan. Al rescatarla del olvido, Sebald no sólo me ha puesto en contacto con esta historia, sino con otra que ha surgido casualmente de mi investigación cuando, en plenas pesquisas en antiguos diccionarios y en Google, me he desviado de mi camino al topar y distraerme con la figura de un pintor mexicano, Ángel Zárraga, que vivió gran parte de su vida en París y que realizó un cuadro alucinante en homenaje a Nungesser y Coli. He podido ver esa pintura y es una composición influida por el cubismo en la que aparecen no sólo los rostros de los aviadores mártires, aureolados como santos por grandes nubes voluminosas, sino también, y sin que haya ninguna otra razón que la dictada por la misma composición del lienzo, algunas figuras femeninas: mujeres en actitudes de espera cada vez más intensas hasta llegar en la parte inferior del cuadro al dolor y al luto -de nuevo el luto, como si fuera una traza que proviene de Sebald-, constituyendo cuadros autónomos dentro del cuadro. He mirado esa pintura y después me he olvidado de todo, salvo del olvido.

Imaginaba una Liubliana cubierta por un mar de niebla que dejaba extasiado al viajero. La capital de Eslovenia siempre me remitió a esa idea de bruma, misterio y lejanía. La visité la semana pasada esperando encontrarme con un lugar parecido a Brigadoon, aquella aldea de película en la que sus habitantes vivían y vestían como en el siglo XVIII, pues sobre el lugar pesaba un hechizo que hacía que sólo apareciera la aldea en medio de la niebla un día de cada cien años… Y, efectivamente, en Liubliana me encontré con una pequeña ciudad hechizada. Pero sin bruma ni excesivo misterio centroeuropeo, ni mucho espacio para un viajero romántico. Cinco grados más que en Barcelona y la gente vestida de verano. Restaurantes, tiendas de diseño, bares a la última moda. Liubliana, que tiene algo de Estocolmo o de ciudad suiza de los Balcanes, no llega a los trescientos mil habitantes. Civilizada, culta, elegante y silenciosa. Ha estado olvidada durante mucho tiempo, pero últimamente se recupera de las trazas sórdidas de la represión. Hay tres puentes, un río, un dragón, tres fuentes, un castillo, una leyenda que dice que la ciudad la fundó Jasón. En los agradables cafés del Tromostovje se escucha el paso lento del río Liublianica y, si se aguza bien el oído, también el paso mismo del tiempo.

En su arquitectura, la ciudad recuerda esencialmente a Graz y Salzburgo, pero también a Praga y Amsterdam. El Tromostovje o Puente Triple, que es el más utilizado y admirado de los tres que atraviesan el río, fue creado en los años treinta por el arquitecto Jože Plečnik, aventajado discípulo de Otto Wagner que añadió al puente de piedra que ya existía dos suplementarios destinados a los peatones. La huella del virtuoso Plečnik (1872-1957), al que sectores conservadores quieren ahora santificar como si de un Gaudí esloveno se tratara, se observa en muchas partes de la ciudad: la Biblioteca Nacional y Universitaria, las iglesias de San Francisco y San Miguel, el metafísico cementerio de Zale.

Era de noche y había neblina. Y James Joyce iba en ferrocarril hacia Trieste. Creyendo que había llegado a su destino, descendió por error en Liubliana. El poeta Alex Steger me cuenta esto en un café del Tromostovje, y sonríe. James Joyce viajaba con toda su familia hacia su nuevo trabajo en Trieste y, como no disponía de dinero para pasar la noche en un hotel de Liubliana, se quedó allí en la Estación Central aguardando a que pasara el tren del día siguiente. A primera vista, la historia del error por la niebla podría parecer una metáfora de la odisea general joyceana y también de la recepción de su obra en Liubliana, pero lo cierto es que la obra de Joyce ha estado siempre presente en fracciones vanguardistas de la ciudad, incluso en tiempos de oscuridad y comunismo: fracciones hoy guiadas por el originalísimo Slavoj Žižek, del que acabo de leer su inquietante En defensa de la intolerancia.

«En el modernismo», escribe Žižek en un ensayo de hace años sobre Joyce, «la teoría sobre la obra se incluye en la obra: la obra es una especie de ataque preventivo a las posibles teorías sobre la misma.» A causa de esto, Žižek deduce que es absurdo reprochar a Joyce que no escribiera para un lector ingenuo, sino para alguien que tuviera la posibilidad de reflexionar, es decir, para alguien que pudiera leer con énfasis teórico y al que podríamos considerar un científico literario. Y concluye Žižek: «Es que esa aproximación reflexiva en modo alguno disminuye nuestro goce de lectura, sino más bien lo contrario: lo complementa con el añadido del placer intelectual, que es una de las marcas ¿¿el verdadero modernismo.»

El gozo intelectual es el título precisamente del último libro de Jorge Wagensberg, un conjunto de prosas que reivindican el afán de saber (esencial para sentirse vivo) y el placer que éste nos procura. Ciencia y literatura. El gozo intelectual parece escrito por un científico literario que al mismo tiempo es un sabio narrador. En sus páginas se puede pasar del tema nada desdeñable de la memoria de las hormigas a una sarta de historias tan impagables y antológicas como Tradición y síncope, que tiene su epicentro en el pintor Ángel Jové y su inolvidable relato, tan increíble como la vida misma, de la gata Negrita.

El país tiene dos millones de habitantes. Aire alpino descendiendo verticalmente en busca del mar. Pequeño país poético y seductor, fronterizo con Italia, Austria, Hungría y Croacia. Hasta la Primera Guerra Mundial, Eslovenia perteneció al imperio austrohúngaro. Después, fue parte de Yugoslavia. En 1991, proclamó con éxito su independencia. En Eslovenia el goce intelectual es una tradición, y hay verdadera pasión por la cultura; tiene doscientas casas editoriales, y el Estado se desvela por la preservación de la lengua.

Por la tarde, con Paula de Parma y Cris Oñoro, cruzo en diagonal el joven país independiente. Vamos de Liubliana a la extraña y remota ciudad de Maribor, donde a la hora en que llegamos domina el crepúsculo más profundo. Evitamos las metáforas mientras cenamos en silencio. Melancolía. Cuando regresamos a Liubliana, estoy una media hora sentado en un banco de la Estación Central tomándome un café de máquina frente a La oficina de turismo ya cerrada y leyendo a Srečko Kosovel (1904-1926), un genio y a la vez un meteoro de la poesía eslovena: «Liubliana duerme. / El conductor del tranvía duerme. / En la cafetería Europa / se lee el periódico Slovenski Narod. / Chasqueo de bolas de billar.» Una pausa. Slovenski Narod significa Nación Eslovena. Es agradable estar sentado de noche en la Estación Central oyendo pasar los trenes que vienen y van mientras Liubliana duerme y Europa es una cafetería gigantesca, donde escribir es perder países y dibujar nuevos mapas en la ceniza que nos dejaron los ímpetus de la experiencia.

MAYO

En Dos ciudades, Adam Zagajewski dice que si la música ha sido creada para la gente sin hogar (es el arte menos unido a un lugar concreto y es sospechosamente cosmopolita), la pintura, en cambio, sería el arte de los sedentarios que se complacen en la contemplación de la tierra natal: «Los retratos afianzan a los sedentarios en la convicción de que sólo si pueden ser vistos viven de verdad.» Únicamente los bodegones, y no todos, dice Zagajewski, dejarían al descubierto la indiferencia total y absoluta de las cosas, su cinismo y su falta de patriotismo provinciano. Y como ejemplo cita los jarros pintados por Giorgio Morandi, que no tienen nada ver con Bolonia, la ciudad natal del pintor: son frágiles, esbeltos y llenos de aire.

Quedo preso de imágenes, sospechas y recuerdos. Tal vez todo esto explique, me digo, por qué siempre sentí gran simpatía por los estilizados jarros y botellas de Morandi. Es posible que en mi inconsciente los haya relacionado con la idea de que nada es de ningún sitio concreto y que el estado más lúcido del hombre es no tener nada y sentirse extranjero siempre.

Pero, de todos modos, ¿qué hace ese estilizado objeto frente a mi sedentario escritorio? Es un jarro azul oscuro que imita a la perfección uno de los que pintaba Giorgio Morandi. Lo compré hace cinco años en la tienda de un museo de Ferrara y lo coloqué frente a la mesa de mi estudio. De ahí no se ha movido hasta hoy, y siempre lo he considerado ligado a mi casa y al trabajo. Nunca hasta ahora se me ocurrió pensar que ese sencillo y frágil jarro podría ser el símbolo de mis viajes mentales, de cierto nomadismo cerebral. Pero seguramente lo es, porque sin él sería un escritor más sedentario: me da alas el factor Morandi, y a veces hasta me siento al amparo del misterio y la simplicidad de ese jarro. Es más, ahora comprendo por qué de los bodegones de Morandi suele decirse que en ellos está el arte de la pintura mismo con toda su fuerza y su sutileza, su enigma y su simplicidad, su espíritu y su materia.

Del único día que he estado en Bolonia recuerdo que, habiendo largo rato mirado hacia arriba, mirado con largo detenimiento la fachada del Palacio de Accursio, incliné la cabeza y vi de pronto a mis pies un tranquilo desagüe de aguas casi estancadas y allí, abandonada, una botella que parecía salida de un cuadro de Morandi, y lo que más recuerdo es que, al ver aquel sereno canalillo y la humilde botella solitaria, sentí un bienestar sorprendente. En el fondo, un bienestar más que comprensible si uno piensa en el largo y cargante rato que llevaba viendo la pretenciosa y agotadora fachada del palacio italiano.

Una vez, compré un libro de relatos sólo porque en la portada había un bodegón de Morandi. Fue hace mucho tiempo, en 1988, y entonces, claro, aún no sabía que un día tendría el jarro azul oscuro frente a mi escritorio. Pero algún mecanismo interno debió de moverse en ese momento para que pudiera yo intuir por fin que Morandi y la ausencia de todo patriotismo provinciano tenían que entrar en casa. El libro se llamaba Narradores de las llanuras y lo había escrito Gianni Celati, nacido en Bolonia en 1937. Y siempre pensé que el bodegón de Morandi (Naturaleza muerta, 1938) estaba ahí porque escritor y pintor compartían el mismo lugar de nacimiento. Narradores de las llanuras resultó ser como una versión abreviada de Las mil y una noches de nuestros días en un viaje a lo largo del río Po. Era un bellísimo viaje a través del Valle Padana de alguien que iba detrás de historias que contar, a la búsqueda de aquello que llamamos lo maravilloso cotidiano: un viaje casi ritual de retorno a los orígenes de las historias, a la escucha de los narradores orales que hablan de los «hechos de la vida».

Temí esta mañana haber perdido el libro de Celati, pues hacía años que no lo veía. Pero no he tardado en encontrarlo intacto en un rincón de la biblioteca, y ha sido como recuperar un juguete casi olvidado de la infancia, o como haber viajado de forma fulminante hasta el Valle Padana. He releído entonces algunas de las historias simples y llanas de Narradores de las llanuras y me ha parecido descubrir que pudo en su momento existir un motivo menos obvio para esa portada boloñesa del libro de Celati. Y es que, mirando el mapa de las llanuras que se incluye al inicio del libro, he observado que para seguir el itinerario de los cuentos orales hay que moverse por derroteros parecidos a aquellos por los que se desplazara Morandi cuando en 1913 consiguió esa modesta plaza de profesor suplente en escuelas elementales que le llevó durante dieciséis años a pueblos perdidos de las llanuras y de la Emilia. Su admirador De Chirico dijo de esos años que «para mantener su obra en la pureza, de noche en las aulas desoladas de alguna escuela elemental, Morandi enseñaba a los niños las leyes eternas del dibujo geométrico, el fundamento de toda gran belleza y de toda profunda melancolía». Pero, claro está, cuando compré ese libro de Celati en 1988, no podía saber nada de leyes eternas y todo eso, pues hasta ignoraba la biografía del profesor de dibujo Morandi y su modesto itinerario escolar en las llanuras.

Creen muchos con firmeza que las cosas son únicamente lo que parecen ser y que detrás de ellas no hay nada. Muy bien. Sin embargo, a mí me basta con levantar la vista hacia el jarro que tengo delante para que esa creencia se derrumbe y las leyes eternas del dibujo geométrico, en cambio, permanezcan en pie en su lugar físico, en su sitio, mientras voy leyendo los signos pasionales de mi alfabeto metafísico.

En unas instrucciones de Julio Cortázar para tener miedo, doy con un párrafo que habla de un pueblo de Escocia donde venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. «Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.»

He mirado el reloj. Eran las tres y diez. Hacía años que no creía tan literalmente en lo que leía. De hecho, me ha parecido que seguía vivo de puro milagro. (En realidad, con reloj o sin él, es así. Estoy vivo de puro milagro.) He vuelto a pensar en Cortázar y me he acordado de La puerta condenada, un relato de 1956, donde en un hotel de Montevideo un comerciante oye en la noche el misterioso llanto de un niño tras el armario que tapa una puerta cerrada. El relato de Cortázar comienza así: «A Petrone le gustó el Hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto. Un conocido del momento se lo recomendó cuando cruzaba el río en el Vapor de la Carrera, diciéndole que estaba en la zona céntrica de Montevideo. Petrone aceptó una habitación con baño en el segundo piso, que daba directamente a la sala de recepción.»

He recordado que Vlady Kociancich escribió un ensayo sobre una casualidad de tipo fantástico entre La puerta condenada y Un viaje o El mago inmortal, un relato escrito por Bioy Casares en aquellos mismos días y de trama idéntica a la de Cortázar. Decía Kociancich que si ya la casualidad argumental era rara, la presencia de otras muchas coincidencias lo enrarecía todo aún mucho más. Petrone, el personaje de Cortázar y el narrador de Bioy tienen la misma profesión y viajan a la misma ciudad, Montevideo (en el Vapor de la Carrera, un barco que salía de Buenos Aires a las diez de la noche y llegaba la mañana siguiente a su destino), y están a punto de registrarse en el mismo hotel sombrío y tranquilo. «A Petrone le gustó el Hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros», dice Cortázar. «Juraría que al chofer del taxímetro le ordené que fuera al Hotel Cervantes», se asombra el personaje de Bioy con inquietante perplejidad cuando el taxi se detiene frente al Hotel La Alhambra.

Y aún hay más. Una vista melancólica desde el cuarto de baño aparece casi idéntica en el comienzo de los dos relatos. Y la coincidencia está también en las voces nocturnas de los vecinos de cuarto que despiertan a los personajes: mientras el llanto enigmático de un niño tras el armario que tapa una puerta condenada impide dormir a Petrone, al donjuán fracasado de Bioy le toca el castigo de una pareja que hace el amor atronadoramente.

Bioy Casares, en unas declaraciones de los años ochenta: «Sobre Cortázar le voy a contar que estando él en Francia y yo en Buenos Aires escribimos un cuento idéntico. Empezaba la acción en el Vapor de la Carrera, como se llamaba entonces. El protagonista iba al Hotel Cervantes de Montevideo, un hotel que casi nadie conoce. Y así, paso a paso, todo era similar, lo que nos alegró a los dos.»

Y Cortázar, que siempre habló del poder mágico de los hoteles montevideanos, decía en una entrevista: «Yo quería que en el cuento quedara la atmósfera del Hotel Cervantes, porque tipificaba un poco muchas cosas de Montevideo para mí. Había el personaje del Gerente, la estatua esa que hay (o había) en el hall, una réplica de Venus, y el clima general del hotel. No sé quién me recomendó el Cervantes, donde en efecto había una piecita chiquita. Entre la cama, una mesa y un gran armario que tapaba una puerta condenada, el espacio que quedaba para moverme era el mínimo.»

El Hotel Cervantes, en la calle Soriano entre Convención y Andes, continúa en pie. Así que, si algún día voy a Montevideo, iré a verlo y trataré de alojarme en el segundo piso, en una «pieza chiquita», donde tal vez siga estando ese gran armario que tapa la misteriosa puerta condenada. He mirado en Internet y parece que el hotel no ha cambiado mucho, continúa sombrío y tranquilo, aunque mejor será decir relativamente tranquilo. En el viejo garaje del antiguo teatro de al lado han montado un centro cultural, y hace unos años el hotel (se ha sabido que Gardel y

Borges fueron sus ocasionales clientes) fue declarado monumento histórico. Por lo visto, el Gran Oriente de la Francmasonería Mixta Universal realizó los días 12 y 13 de diciembre de 2003, en las instalaciones del hotel uruguayo, su VI Gran Asamblea: «La misma se desarrolló en un ambiente de trabajo intenso, donde reinó la fraternidad, la serenidad, la tolerancia y el respeto mutuo.»

Como puede intuirse, el hotel no se ha modernizado nada. Ignoro si continúa ahí la mítica estatua del hall, la réplica de Venus, pero lo que es seguro es que los viernes y sábados hay «intercambios de parejas»; acuden los llamados swingers, que «andan ganando espacio en la sociedad montevideana, pero lo pierden en materia jurídica». Es como si el intercambio de parejas quisiera recordarnos el intercambio de tramas en los cuentos de Bioy y Cortázar. Cosas que pasan.

En el blog de una muchachita uruguaya, sin duda completamente ajena al cuento de Cortázar, puede leerse acerca del Hotel Cervantes: «Su teléfono es el 900-7991 y tiene un lugar ganado en el tema swinger. Es un hotel viejo y venido a menos, del que me ha dicho mi prima que una vez fue con el novio y vio una cucaracha, y bueno, entonces fue a la recepción a exigir que le devolvieran el dinero.» La verdad es que tanto desastre y cucaracha me permiten albergar esperanzas de que hayan dejado intacta la enigmática y condenada puerta, de tal modo que tal vez un día pueda verla y quién sabe si abrirla, aunque sin resolver el misterio nunca.

Fui a Madrid para celebrar los 103 años de Pepín Bello, ágrafo recalcitrante, el bartleby -artista sin obras- más longevo del mundo.

– Que bueno.

Fue lo primero que le dije a Pepín al verle, y luego le aclaré que esas dos palabras (Que bueno) constituían el cuento más breve de la historia, un relato de dos palabras que había que leer sin acentos ni signos de exclamación: un cuento mínimo que escribiera la argentina Luisa Valenzuela valiéndose de un título provocadoramente extenso sobre un café de barrio:

El sabor de una medialuna a las nueve de la mañana en un viejo café de barrio donde a los 97 años Rodolfo Mondolfo todavía se reúne con sus amigos los miércoles por la tarde

Que bueno.

«Pepín Bello. Buenazo, imprevisible, aragonés de Huesca, estudiante de medicina que nunca aprobó un examen, hijo del director de la Compañía de Aguas de Madrid, ni pintor ni poeta… no fue nada más que nuestro amigo inseparable» (Luis Buñuel).

Fui ayer a Madrid a saludar a Pepín Bello. No le había visto nunca hasta el día de ayer, en la Residencia de Estudiantes, donde celebraron su 103 cumpleaños con la publicación de Ola Pepín!, un conjunto de siete ensayos que -firmados por Christopher Maurer, Agustín Sánchez Vidal, Román Gubern, Andrés Soria Olmedo, entre otros- profundizan en los entresijos de la época en la que Dalí, Buñuel y Lorca fueron los grandes amigos de Pepín en la hoy legendaria Residencia.

Fui a Madrid a ver a Pepín y, cuando alcancé cierta confianza con él, le saludé de la manera que le saludaba Dalí cuando hacía ostensibles faltas de ortografía en aquellas tarjetas postales de los años veinte que le enviaba desde Bruselas o Cadaqués:

– Ola Pepín!

«Un muchacho delgado, de bigotillo rubio, absurdo y divertido, que se llamaba Pepín Bello, con el que simpaticé vertiginosamente» (Rafael Alberti).

A José «Pepín» Bello (Huesca, 1904) siempre le gustó estar en la sombra. De hecho, dice que figurar es lo que menos le gusta del mundo. Fui ayer a verlo y, tal como me habían dicho, es un hombre tan conmovedor como agudo y simpático, y está en plena forma; no vive en el pasado sino en un presente mentalmente muy activo, que transmite de inmediato con un sentido de la libertad creativa muy estimulante.

Pepín Bello no desmiente que Luis Buñuel fuera boxeador en su juventud, pero dice que el cineasta jamás ganó algún combate: «Luis luchó contra Hernández Coronado. Hizo un match nulo. No se dieron ni un golpe, los dos tenían mucho miedo. Hubo mucho baile de puntas de pie y mucha parafernalia, pero de boxeo nada de nada. Terminó el tiempo después de cuatro rounds. Los jueces del combate dijeron que no tenían elementos de juicio para decidir quién era el ganador. Fue algo ya surrealista.»

Aquel combate fue, en efecto, puro surrealismo antes de que Bretón lo inventara en Francia. De hecho, dicen que Pepín Bello inspiró vanguardismo a toda la generación del 27. Y ahora quizás lo más surrealista de todo sea que haga ya noventa y dos años que Pepín ingresara en la Residencia (entonces la Institución Libre de Enseñanza) para estudiar el bachillerato. Me recuerda a Bartleby, aquel personaje de Melville que no sólo trabajaba, sino que vivía en la oficina, pues llevaba años sin moverse de ella. Pepín parece que no se haya movido nunca de la Residencia, y a veces -como nos sucede leyendo Conversaciones con José «Pepín» Bello, el libro de David Castillo y Marc Sardá que acaba de publicar Anagrama- uno hasta diría que Pepín se ha entretenido estudiando -ya tiene su mérito- el bachillerato más largo de la historia.

Es un libro de conversaciones lleno de anécdotas y de retratos muy divertidos de personajes famosos, un libro que nos conecta con la euforia de unos días geniales que la guerra civil truncó dando paso a un cambio de clima moral y a la envidia que hoy todavía algunos sentimos por aquellos tiempos del 27. Cuando eso pasa, cuando la nostalgia y la envidia se cruzan trágicamente, todo nos conduce a pensar en aquella frase de Flaubert en Salambó: «Qué tristes debemos de estar en nuestro tiempo para resucitar Cartago.» De hecho, ese tremendo cambio de clima moral queda perfectamente sintetizado por el propio Pepín cuando en Conversaciones cuenta cómo, en plena posguerra y a la pregunta de un periodista sobre Lorca, el novelista Cela, con gracia siniestra, dijo del poeta granadino que simplemente era un maricón. Lo que había sido en el 27 un derroche de ligereza y libertad mental se había convertido, de la noche a la mañana, en un sórdido callejón del Gato de la mala leche carpetovetónica: tiempo de silencio, tiempo sólo para ahogarse.

«Y ahogarse, claro, ahogarse es extraño, quiero decir extraño para aquellos en la orilla. Todo sucede tan discretamente» (John Banville, Eclipse).

Parece que le esté viendo ahora mismo al discreto Pepín Bello, decano de los artistas sin obras, ágrafo recalcitrante, consumado bartleby que prefirió no escribir.

Ayer miércoles en la Residencia, a las doce de la mañana, cuando le vi por primera vez, no podía dejar de preguntarme qué habría pasado si en los años veinte Pepín les hubiera dicho a los jóvenes Lorca, Buñuel y Dalí que él celebraría su 103 aniversario allí mismo, en la Residencia. ¿Qué habría sucedido? Seguramente habrían pensado que era una de las tantas ideas geniales de Pepín, que siempre fue el más surrealista de todos.

Ayer en la Residencia modifiqué para Pepín el título (pero no el texto) del cuento más breve del mundo, que pasó por unos instantes a llamarse así: El sabor de una medialuna a las doce de la mañana en un viejo café de barrio, junto a la Residencia de la calle Pinar, donde a los 103 años Rodolfo Mondolfo, es decir, Pepín Bello, todavía se reúne con sus amigos los miércoles al mediodía.

Que bueno.

En mi familia, las relaciones con China son muy antiguas. Mi hermana Tere se enamoró, a finales de los sesenta, de la pintura china en el taller de Sainz de la Maza del Paseo de Gracia de Barcelona. Allí ella se instruyó en la técnica de los pinceles sobre el papel de arroz y al mismo tiempo estudió taoísmo y otras corrientes filosóficas y aprendió a interpretar la escritura china. Cuando todos mis amigos eran maoístas, mi hermana les sacaba una ventaja increíble a todos. Pintaba como una paisajista china de la época de Velázquez. Su pintura clásica dejaba estremecidos a los amigos que blandían el posmoderno Libro Rojo de Mao. Su caso era tan asombroso que hasta le hicieron un reportaje en el No-Do, donde hablaron de la primera pintora china de Cataluña.

Mi hermana ahora da clases de técnica de pintura china y no ha parado de evolucionar artísticamente desde aquellos comienzos académicos. Sus cuadros son actualmente una original fusión de dos culturas, son cuadros chinos filtrados por una visión occidental. Desde finales de los sesenta no ha parado de investigar en la tradición pictórica china y de viajar a París, donde visitaba a Ung-No Lee, su guía y maestro. A la muerte de éste, decidió que había llegado la hora de conocer el lejano país que tan misteriosamente la inspiraba y, un buen día, se fue a la China. Todos fuimos a despedirla al aeropuerto. Volvió y dijo que China era tal como la había soñado. Es curioso. Sergio Pitol regresó la semana pasada de un viaje a China y lo único que me comentó fue que allí no había parado de soñar.

Es mediodía y acabo de entrar en La Galerie d'Orient cuando suena el teléfono móvil. Me encuentro en el 42 de la Avenida de la Porte d'Ivry, en Chinatown, París, donde, según todas mis informaciones, Madame Chang tiene hierba de trigo, un producto que se consume como si fuera té y que tiene asombrosas propiedades medicinales, muy especialmente contra la hipertensión arterial.

Quien me llama al móvil es una amiga que se encuentra en Cracovia, donde pasea con el poeta Adam Zagajewski (del que precisamente acabo de leer su espléndido Dos ciudades) y el editor Jaume Vallcorba. Le cuento que la escena que estoy viviendo tiene parecidos razonables con el comienzo de una novela de Paul Auster y que se lo puedo retransmitir todo en directo, pues acabo de entrar en la tienda de Madame Chang y voy a preguntarle por su misteriosa y milagrosa hierba de trigo. En La noche del oráculo, Sydney Orr compra en El Palacio de Papel, la librería del misterioso señor Chang, un cuaderno de color azul que pondrá en marcha la laberíntica historia de la novela de Auster.

La señora Chang me muestra con orgullo el diploma chino que certifica que su hierba de trigo es la única verdadera del barrio. Ahora bien, el milagroso producto se ha agotado y no volverán a tenerlo hasta dentro de unas semanas. A lo largo de casi un minuto, las conversaciones con Cracovia y las que tengo con la señora Chang son simultáneas. Polonia, París, Pekín, Palacio de Papel… Es como si la letra P estuviera tomando posiciones en mi cabeza. Una historia ha comenzado, pero no sé cuál. Le digo a mi amiga de Cracovia que felicite a Vallcorba por haber publicado a Zagajewski, pero también por haber editado Vida de Samuel Johnson, de James Boswell. Y cuelgo, porque la letra P parece estar pidiéndome paso, no sé hacia dónde.

«Ser escritor es convertirse en otro. Ser escritor es convertirse en un extraño, en un extranjero: tienes que empezar a traducirte a ti mismo» (Justo Navarro, Homenaje a Paul Auster).

Conversando hace unos días en Barcelona con Martínez-Lage, que ha traducido magistralmente Vida de Samuel Johnson, acabamos hablando de lo que él llama «las páginas con naranjas» de esa biografía: las páginas 227, 792, 1008, 1044, 1047, 1097, 1060, con su desenlace en la 1595. Esas páginas componen por sí solas una mínima intriga que cruza discretamente el libro de Boswell, aunque hay que saber distinguir entre aquellas en las que se habla de las mondas que Johnson guardaba misteriosamente en el bolsillo y aquellas en las que se habla de la mermelada de naranjas. El caso es que mondas y mermelada van alternándose y que la intriga por averiguar por qué Johnson tenía la manía de guardar las mondas en sus bolsillos tarda mucho en resolverse, y tarda esencialmente porque Johnson se niega a explicárselo a Boswell cuando éste averigua que las mondas las deja luego a secar.

«Habrá que decir que (las naranjas) las mondaba y las dejaba a secar -le dice Boswell a Johnson con falsa solemnidad-, pero que no dio su brazo a torcer y jamás refirió qué hacía con ellas a continuación.» «No, señor -le contesta Johnson-: tendrá que decirlo cargando más las tintas. No dio su brazo a torcer siquiera ante el más querido de sus amigos, y jamás contó qué hacía después con las naranjas de Sevilla que había exprimido, pelado y puesto a secar.»

Hasta la página 1595, Boswell no se apiada del posible lector al que pudiera -en el siglo XXI por ejemplo- darle por leer el libro como una novela sobre el misterio de las mondas. Sólo entonces, en una sucinta nota a pie de página, refiere Boswell que la razón por la cual guardaba el doctor las pieles de las naranjas exprimidas puede hallarse en su carta número 558 de la colección de la señora Piozzi, donde parece que recomienda «piel de naranja seca, convertida en polvo fino como medicina».

Paso la tarde en mi cuarto del hotel de la Porte d'Ivry terminando Finalmusik, la novela de Justo Navarro en la que hay un traductor en Roma y una trama policíaca no tan suave como la trama de las naranjas de Johnson. Cuando cae la noche, bajo a recepción para consultar mi correo electrónico y me encuentro con un e-mail del propio Justo Navarro, donde me habla de Zagajewski y de un verso de éste que se encuentra en Deseo y que le parece estupendo:

«Llegan las vacaciones: una naranja pelada.»

Una o dos grandes casualidades. Trago saliva. De regreso en mi cuarto, voy acabando la novela de Justo Navarro, un trabajo a contratiempo de las dóciles modas narrativas de hoy. Cuando llego al desenlace, me pierdo en la fiesta romana del excepcional final de Finalmusik, donde me encuentro con la policía secreta polaca y con el príncipe eclesiástico de Cracovia, monseñor Ziemnicki. Me llaman en ese momento al móvil. No es mi amiga desde Polonia. Mejor así, porque habría vuelto a tragar saliva y habría quedado todo demasiado redondo si el círculo o «maldito embrollo» romano, encima, se hubiera cerrado como una dichosa naranja redonda.

Ya es de noche cuando salgo a la avenida y veo cerrada la tienda de la señora Chang y me quedo pensando en la hierba de trigo que no he conseguido mientras me pregunto, con emoción, qué puede ser esa medicina de naranja que aparece como una sombra en la vida de Johnson, y luego dejo que regrese el sentimiento de admiración por el humor y la belleza urbana de ese arriesgado thriller tan atípico que es Finalmusik, una belleza urbana que inevitablemente me remite a unos versos de un amigo de Nueva York de Paul Auster, que escribió: «Esta brumosa mañana de invierno / no desprecies la joya verde entre las ramas / sólo porque es la luz del semáforo.»

Después, me quedo con la mente en blanco, pero sin miedo cruzo la Avenida de la Porte d'Ivry, como si fuera un novelista indomable del estilo de Justo Navarro. Un poderoso claxon se va perdiendo en la noche china. La letra P dice que quiere estilizarse, pero apenas le hago caso. No ignoro que en cualquier momento pueden llegar las vacaciones. Y con ellas la gloriosa naranja pelada.

JUNIO

No pego ojo porque ciertas palabras insisten desesperadamente en mostrarse como el comienzo de una futura novela: «Cuánta ruina en cada cosa y qué exceso de retórica en la última hormiga.» Estoy completamente seguro de que no es un buen inicio de libro. Pero las palabras vuelven a mí e insisten y me impiden dormir. Maldita última hormiga. Enciendo la luz y ahí sigue, al lado de la lámpara, L'angoisse de la première phrase del joven escritor francés Bernard Quiriny. Ese libro, o, mejor dicho, ese título, es probablemente el culpable de mi agobiante insomnio.

Me levanto, me visto, salgo del cuarto de hotel y enfilo, casi a oscuras, un largo corredor que me lleva hasta la escalera secundaria por la que desciendo lentamente hacia el bar, sorprendentemente abierto todavía: una vacilante claridad primero, y luego una explosión de luz que llega acompañada de la música indie rock de CocoRosie. Si antes estaba muy desvelado, ahora mucho más. La historia musical de Bianca y Sierra Casady, las dos voces de CocoRosie, me atrae misteriosamente desde hace unas semanas, pero lo último que esperaba era encontrarme con su música a estas horas y en el bar de este perdido hotel de la plaza de Célestins, en la ciudad de Lyon. De golpe, la noche se perfila infinita. Y regresa, obsesiva, la retórica de la última hormiga. Me siento extraño aunque perfecto escuchando las voces rasgadas y la música hipnótica de CocoRosie, atrapado por su mezcla de folk y sus guiños a lo Billie Holiday y su pulcro empleo de medios de grabación de baja fidelidad, el llamado espíritu lo-fi.

Vine a Lyon porque me dijeron que aquí me esperaba un trabajo, y yo ya hice ese trabajo, y no sé qué pasa, pero me estoy quedando. Me inquieta todo esto, pero no me asusto y, en fin, me concentro en la música de las hermanas Casady y dejo que me atrape mentalmente, de forma obsesiva, la primera (según el tablero alternativo) frase de Rajuela, de Julio Cortázar, hasta el punto de parecerme que suena como música indie y encaja bien con la hipnótica estética de CocoRosie y, además, podría ser el mejor comienzo de novela que ha existido nunca: «Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rué de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarnos.»

Hasta ahora el comienzo que más me había impresionado era el de El extranjero. Lo leí en los días de mi extrema juventud y sin que nadie me advirtiera de lo que iba allí a encontrarme: «Hoy, mamá ha muerto. O tal vez ayer, no sé.» No se me escapa que ese inicio está considerado uno de los mejores de la novela contemporánea. Me viene a la memoria otro, de lectura más reciente: «He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así» (Roberto Bolaño, Los detectives salvajes). Es un comienzo magnífico, precisamente porque carece de ceremonia de iniciación alguna.

En el bar se escuchan ahora las combinaciones musicales diabólicas que crean las hermanas Casady cuando mezclan, por ejemplo, la explosión de una bolsa de palomitas de maíz con el constante martilleo de una máquina de escribir: mezclas que acaban convirtiendo mi mente en una inesperada y obsesiva cafetera de vapor. Todo está a punto de estallar, cuando me salvo al imaginarme al comienzo de una novela de Cabrera Infante: «Showtime! Señoras y señores. Ladies and gentlemen. Muy buenas noches, damas y caballeros, tengan todos ustedes. Good evening, ladies & gentlemen. Tropicana, el cabaret MAS fabuloso del mundo…» Después, sustituyo el showtime por el recuerdo de la más célebre ceremonia de iniciación que encontramos en el comienzo de una novela, la que se describe en las primeras líneas de Ulises de Joyce, donde, solemne, el gordo Buck Mulligan nos introduce en el altar de la literatura misma cuando eleva en el aire un cuenco y entona: «Introibo ad altare Dei.»

Es posible que viva obsesionado por la primera frase de mi próximo libro, no hay otra explicación para tanta inquietud por inicios de novelas. Me estoy diciendo todo esto cuando veo entrar a un detective privado con la clásica gabardina Burberry, estilo Mitchum. Llamo al camarero mientras apunto en la servilleta el incierto comienzo de novela que ahora escribiría: «Había una vez una gabardina de algodón que Thomas Burberry vendía a los deportistas en una pequeña tienda que había abierto en Hampshire.»

«Descendiente de escoceses e indios pies negros por línea paterna, y de noruegos por la materna, quedó pronto huérfano de padre y su madre volvió a casarse.» Creo que podría escribir una biografía de Robert Mitchum que empezaría así y que iría precedida de una cita de Martin Scorsese, de una frase que no acabo de entender: «Me olvidé de las mujeres, sólo recuerdo las gabardinas.» Pronto se cumplirán diez años de la muerte de Mitchum. Se ha hablado tanto estos días del centenario de John Wayne y de la retirada de Paul Newman que seguramente no se hablará mucho de Mitchum. No me gustan los números redondos, pero puedo hacer una excepción con el mejor detective privado de la historia del cine. Vine a la vetusta Lyon -ahora lo comprendo- a escribir la primera frase de la biografía de

Robert Mitchum. Desde que llegué, la heroica ciudad duerme la siesta.

La vida fabrica coincidencias extrañas. A la misma temprana hora en que estaba preocupado por el posible derribo de la fabulosa palmera de la calle Cardener que tengo delante de casa, Isabel Núñez lo estaba por el tan temido derrocamiento del maravilloso azufaifo de la calle Arimon donde vive. Historias mínimas y paralelas, leves malestares graves. Calculo que hace unos treinta años que no veo a Isabel Núñez, pero el caso es que, a la hora temprana en que yo miraba con angustia la palmera, ella me estaba escribiendo un e-mail para hablarme de su pequeño drama grave: «Pretendo salvar un árbol de la calle Arimon esquina Berlinés. Han tirado una casa bonita (otra) y resulta que el árbol es un azufaifo (ginjoler), especie en peligro de extinción, protegida aquí y en Europa, árbol chino que vino a España por el sur, con los árabes. Algunos vecinos ilustres me apoyan, Parcs i Jardins nos da la razón, el técnico municipal nos dice que no les dará la licencia de construir si no cambian el proyecto y le dejan una esquinita al árbol, que hasta ahora daba sombra a la acera y la llenaba de flores pegajosas y de esa especie de dulces cerezas rojas gigantes.»

Más coincidencias: antes de irme a vivir a esa casa frente a la palmera de la calle Cardener, pasé una larga temporada en un piso en la calle Arimon, aunque no me acuerdo del árbol chino, como tampoco del alcalde Hereu, que nació en esa calle. En el blog de una amiga de Isabel Núñez (www.objet-a.blogspot.com) he encontrado información sobre el azufaifo: «Este árbol (Zizyphus jujuba), ginjoler en catalán, originario de China, llegó probablemente a Andalucía a través de la cultura árabe. Pekín está lleno de ellos, es muy común en los patios de los hutones, las casas tradicionales. En España había muchos en Granada. En Barcelona hay uno en la calle Arimon.»

Poco después de recibir el e-mail de Isabel, leía (con asombro ante el encadenamiento de casualidades) una carta de la señora López González a La Vanguardia: «En la calle Cardener-Torrent de les Flors del barrio de Gracia están derribando casitas, una de ellas no catalogada pero hermosa. Desde que empezaron los derribos, hay varios operarios con martillos neumáticos trabajando todos a la vez, sin casco, ni protección para los oídos, ni máscara para el polvo contaminante. No sabemos si se lo quitan o no disponen de ello. Y se han declarado ya dos incendios. Lo vemos desde nuestras casas, donde el ruido penetra. El distrito de Gracia ha dado el permiso para el derribo, según la Guardia Urbana, a la que hemos acudido varios vecinos. En Urbanisme y en el distrito no hay ningún proyecto presentado, según nos informan. Los responsables, según la prensa, son Akasvayu, que compró todas las fincas, y Construcciones Pedralbes, y ahora Derribos Ureña.»

No hablaba la señora López González de la palmera, pero la causa de su alarma era la misma que la mía y la de tantos vecinos de Cardener y Torrent de les Flors. Historias mínimas y paralelas, leves malestares graves. Ese mismo día en que apareció la carta publicada, redoblaron infernalmente en las obras de Cardener el salvaje ruido, como si quisieran vengarse de todo el vecindario. Y hasta hubo un momento en que pensamos que como castigo derribarían de un solo machetazo la esbelta palmera. Barbarie, a pleno sol del día, en Gracia. Sus verdes ediles «antisistema» callan y otorgan. En Sant Gervasi los mismos vientos. ¿Qué será del azufaifo? Pensando en ese árbol chino, me acordé de mi hermana Tere, que el día anterior me había hablado con tristeza del cedro y otros árboles del jardín (calle Martí, entre Secretari Coloma y Alegre de Dalt) bárbaramente derribados en una sola mañana, bruscamente desaparecidos -ante la mirada traumatizada de sus alumnos- de la agradable vista de la ventana del taller donde imparte lecciones de pintura china. En este caso no era un azufaifo, sino un cedro, pero el hecho es que la serenidad de su taller chino se vio brutalmente alterada por la fulgurante, mercantil y brutal supresión del jardín.

Sé que el fin del azufaifo, el cedro y la palmera no es el fin del mundo, pero con pequeños malestares graves se va forjando un gran malestar grave y gestando ese rumor que muchos ya hemos escuchado y que habla de que, con la ciudad vendida a la especulación inmobiliaria y a un turismo indiscriminado y regalada la industria cultural a Madrid, estamos ante el fin de Barcelona. Ya no es sólo la barbarie que en una sola mañana a mí me ha alcanzado por tres ángulos distintos (una prueba de que el promedio de salvajadas tiene que ser grande), sino también esa incomodidad creciente de notar que la ciudad ya no es nuestra, que es un gran parque temático para extranjeros y que en realidad con tanta estupidez ya se ha producido -en los próximos años simplemente se confirmará- el fin de Barcelona. En cierta ocasión, le pregunté a Pep Guardiola si un futbolista, en el momento mismo de realizar la última gran jugada de su vida, podía llegar a intuir que con aquella gran jugada había llegado el fin de su carrera. ¿Sabe ya Barcelona que su gran carrera hacia la nada ha llegado a su final?

Horroriza el nivel de ignorancia de este país y, sobre todo, de satisfacción con esa ignorancia. Es un país con mucha inquina y mucha mala leche, de escasa -por no decir nula- categoría moral. Y a mí me parece que si eres mínimamente culto, estás perdido. Barcelona, por su parte, era una ciudad que al menos antes miraba a Europa y que tenía vida interesante, sobre todo intelectualmente. Pero la ciudad está espantosa ahora, por muy de moda que esté en el mundo. Está de moda, por otra parte, por esa permisividad que no están dispuestas a conceder otras ciudades europeas más importantes y más serias. Aquí a Barcelona viene todo el mundo a cagarse en la calle, y hasta les aplauden. La ciudad se ha vuelto un parque temático y no pienso tardar mucho en irme de ella para empezar una nueva y mejor vida. Me gustaría marcharme a Nueva York, que es la ciudad que está anotada en primer lugar de mi lista mental. Pero estoy casi seguro de que, por comodidad, la ciudad elegida será París, donde sobre el papel lo tengo más fácil todo. Sí, me iré a vivir a París a pensar -como Pessoa cuando estaba en Sintra y quería estar en Lisboa, aunque cuando estaba en Lisboa quería estar en Sintra- que tendría que estar viviendo en Nueva York.

El interior de nuestra casa tiene siempre un antiguo y obsesivo paralelismo con el de nuestro cerebro. Encontré mi interior favorito, el otro día, viendo un reportaje televisivo sobre la Maison de Verre, de París. Aquel paisaje doméstico me pareció que era exactamente el que toda la vida había deseado tener en la casa que nunca he tenido. En otras palabras, me habría gustado vivir en los singulares espacios de la Maison de Verre, la original mansión ideada en 1931 por el arquitecto Pierre Chareau para vivienda familiar y consulta médica del doctor Dalsace. Y no sólo eso: me habría gustado que los interiores de mi cerebro se parecieran mínimamente a la laberíntica y audaz casa de la rué Saint-Guillaume de París.

Cuando la semana pasada se me ocurrió ir a ver la admirada mansión desde fuera (había oído que era burocráticamente complejo obtener un permiso para visitar el interior), no recordaba en qué numero de la calle se encontraba esa casa de vidrio y no hubo forma de dar con ella, fue como si la hubieran borrado deliberadamente previendo que me acercaría por allí. Recorrí con Paula de Parma dos veces, de arriba abajo, la breve rué Saint-Guillaume, y nada: la fachada de adoquines de vidrio que me sabía de memoria (hasta la había visto en un spot de David Lynch para Yves Saint Laurent) no aparecía por ninguna parte, y deduje que la Maison de Verre la habían borrado o bien se hallaba en una discreta segunda línea -como un cerebro secreto- ocultándose de la vista de la gente que pasaba por la calle. Cuando, unos minutos después, abandoné la busca de aquel exterior de mi interior ideal lo hice muy molesto al ver que ni siquiera ese espacio de apariencias me era accesible, y además frustrado porque debía abandonar aquella misma tarde París y no sabía cuándo podría reanudar la busca.

Horas después, como si fuera la consecuencia lógica de la búsqueda de mi interiorismo ideal, al regresar a Barcelona me encontré con un libro que no esperaba para nada y que resultó perfecto para lo que buscaba: Casa. Un título sobrio para la primera novela que el peruano Enrique Prochazka (Lima, 1960) publicaba en España. El libro, estructurado como si el cerebro del autor fuera tan audaz y laberíntico como la casa de su novela, lo abría una imponente cita de César Vallejo: «Una casa vive únicamente de hombres, como una tumba.»

Siempre me ha parecido interesante Prochazka, escritor que se considera borrado y que al mismo tiempo es Alguien (por decirlo en los términos de su novela Casa), pues es filósofo, montañista, estudiante de Letras y de Arquitectura, gestor de políticas educativas y autor de ensayos de interpretación sobre Hegel. Hace unos meses, escribí un artículo acerca de sus derivas sin haber leído más que sus palabras de hombre borrado. Y ahora, tras leer Casa, sé que no andaba equivocado al intuir su raro talento y también sé que no deja de ser un milagro que su novela haya llegado hasta nosotros, pues Prochazka no está siquiera entre los escritores mediáticos del Perú de ahora. Pero pienso que, ya que aterrizó por aquí Casa, no estaría mal que probáramos a adentrarnos en los audaces interiores de esa trama que adopta apariencias de ciencia ficción: Hal, famoso arquitecto, despierta sin recordar sus últimos quince años. Repentinamente desdoblado y espectador de su propia condición, debe asumir que ha olvidado su más inmediato pasado y que ha de acostumbrarse a vivir en la casa diseñada por él mismo bajo los principios de una audaz teoría arquitectónica, única y extraña. Llama entonces a un psiquiatra. «Saber quién soy implica descubrir por qué diseñé esta casa.» Se trata de entender al desmemoriado ocupante de la cerebral casa a partir del arquitecto de la misma. En sus investigaciones sobre los fascinantes pero también horribles interiores del lugar, le apoya un eficaz mayordomo llamado Clarke, lo que tal vez nos da una pista: Hal remite a HAL 9000, la computadora de 2001, Una odisea del espacio, novela escrita por Arthur C. Clarke.

La sospecha súbita de que tanto los secretos de la mansión borrada de la rué Saint-Guillaume como los laberínticos interiores del borrado Prochazka no pueden tener casa que los ampare, sólo ideas antiguas para tumbas muy frías. Y poco después, al despertar de esa pesadilla en mitad de la noche, la sospecha enloquecida de que el cerebro de Hal es la casa y ésta a su vez es Wittgenstein, que en los años veinte hizo de arquitecto de la Kundmanngasse que su hermana decidió construir en Viena: una mansión llena de raros detalles estéticos, a veces idénticos a ciertos pensamientos terribles de su arquitecto.

JULIO

Viaje a Nueva York. En el momento exacto en el que Woody Allen decía en la Universidad Pompeu Fabra que cualquier excusa era buena para venir a Barcelona, me dije que la fortuna de los hombres es asombrosamente diversa y que para mí cualquier excusa era buena para huir a Nueva York. La invitación a un acto literario en esa ciudad no pudo llegarme en momento más oportuno, cuando más asfixiado me sentía por el clima general de Barcelona, Woody Allen incluido.

Es una intensa experiencia -tal como me dijera Perico Pastor- sentir la ciudad desde el puente de Brooklyn a lo largo de la media hora que dura la travesía a pie. Es más, entrar en Brooklyn andando tiene algo de iniciación a la comprensión total de Nueva York y hasta permite entender a qué se refería Paul Morand cuando nos dejó dicho que, si te llevan al centro de Brooklyn Bridge a la hora crepuscular -a mí me llevó Eduardo Lago-, en quince segundos habrás comprendido Nueva York.

En el jardín de una casa de Brooklyn encontré a la enigmática Céline Curiol, corresponsal de Libération en Nueva York y autora de una primera novela rara, Voces en el laberinto, que tan abducido a ratos me dejara el verano pasado. Hasta aquel momento, Céline Curiol me había resultado un personaje enigmático porque en la solapa de su libro tan sólo se decía escuetamente que había nacido en Francia y que aquélla era su primera novela. Pero de hecho lo realmente enigmático era el libro mismo, la ambigua narración del deambular de una mujer joven -llamada siempre Ella en la novela- que trabaja como informadora de megafonía en la Gare du Nord de París, donde anuncia, invisible, la llegada y la partida de los trenes, los horarios y el número de las vías: una mujer que con su voz trasiega a diario con las almas de los pobres viajeros.

Ahora tenía a Céline frente a mí, inesperadamente, en aquel jardín de Brooklyn. La imaginaba en Francia. Asustaba saber que era la inventora de un complejísimo personaje femenino llamado Ella, y pasé revista fulminante a su novela y a la historia de aquella joven que, todos los días, cuando regresa sola a casa, espera la llamada del hombre al que ama sin que el sentimiento por parte de él sea recíproco, aunque eso poco le importe a Ella, que a la espera del hipotético momento en el que se reunirá con él se entrega paradójicamente al mundo entero, se entrega a la noche parisina más canalla y peligrosa, la noche de los barrios difíciles y de los bares turbios, donde se comporta de forma muy curiosa al demostrar una absoluta compasión por los desconocidos noctámbulos que en diferentes momentos hacen que su individualidad trastabille: la historia extraña de una joven, Ella, que oscila entre lo más íntimo y lo más universal; la historia de una mujer que va llegando al hombre que ama a través de un trayecto insólito, a través de su denodado interés y amorosa afición por los otros, siempre guiada por su fijación exhaustiva por cualquier detalle.

Porque Ella tiene esa rara habilidad de fijarse en los detalles y de paso ver cómo se transforman los otros a cada instante. Y porque la autora, por su parte, es hábil para verla a Ella. Y así por ejemplo, si la encontramos en un jardín, descubrimos que no hay ningún otro sitio en el que pueda estar: «No lo ha elegido, pero ahora mismo está allí, y es ella quien debe apropiarse del instante», escribe Céline Curiol de Ella.

A Ella no esperaba verla nunca. A Céline tampoco, pero entraba más dentro de lo posible, y la encontré el sábado en el jardín de un brownstone de tres plantas, cerca de la Séptima Avenida de Brooklyn. Al verla, comprendí al instante que no había ningún otro sitio en el que ella pudiera estar. Y como, aparte de eso, no sabía nada más de su vida, todo lo de ella pasó a sorprenderme, incluso que hubiera nacido en Lyon. Sonó el timbre de la puerta de la casa y los anfitriones nos dejaron solos unos momentos y no se me ocurrió nada mejor que desahogarme y contarle que a principios de mes había ido a su Lyon natal a unos encuentros literarios y durante más de setenta horas nadie de la organización se había puesto en contacto conmigo y había acabado atrincherándome en mi cuarto de hotel temiendo que me iría de aquella ciudad sin haber visto a nadie de los que me habían invitado. «A punto estuvo de ser un viaje fantasmal», dije. Y nada tan cierto. De hecho, en Lyon me convertí en un espectro a la espera de que alguien se acordara de mí. Me transformé en un fantasma que para matar el tiempo -que se deslizaba absurdo- comenzó a escribir un relato titulado La espera. Llegué a encontrarle tan notable encanto a mi condición de olvidado que sufrí una decepción cuando por fin fui descubierto en el hotel por alguien de la organización y vi arruinada mi feliz situación de invitado ignorado.

Le conté a Céline lo sucedido en Lyon y luego hablé de la energía con la que, una hora antes, había sentido Nueva York mientras caminaba por el puente de Brooklyn. Y fue entonces cuando me di cuenta de que no sólo el tema general de la espera nos unía, sino que, además, la brusca interrupción de mi soledad en Lyon recordaba aquel episodio de su novela en el que la heroína, tras las aproximaciones que ha ido haciendo a su amado, tiene la turbadora certeza de que él está a punto de besarla de nuevo, lo que pondría fin -lamentablemente porque se rompería el encanto- a la dura espera.

Iba a preguntarle a la bella Céline si sabía que a los dos nos unía la percepción del hechizo de toda espera cuando reaparecieron Paul y Siri, los dueños de la casa, con tres nuevos invitados. Los anfitriones, si uno se fijaba hasta la extenuación en los detalles (eso que tanto sabía hacer Ella), seguían siendo los de antes, pero no eran exactamente ya los mismos. En unos segundos, la luz crepuscular los había cambiado, y se diría que ahora estaban mirando al cielo de Nueva York y escuchando las voces de una imaginaria megafonía que en aquel momento estaría sobrevolando el jardín y el más allá de todo, incluso el más allá del hondo aire azul que parecía tan interminable como Brooklyn y tan inacabable como la más infinita de las esperas.

Nos hemos convertido en sospechosos que debemos ser muy protegidos. Aquel famoso concepto del miedo a volar que pusiera en circulación Erica Jong ha sido sustituido por un pánico distinto: el terror a los aeropuertos. Los días en que debo volar se parecen cada vez más a aquellos de la infancia y la terrible escuela. Esas brutales filas de gente en el aeropuerto quitándose el cinturón, el reloj y los zapatos… «Eso no lo hacen porque tú seas culpable, sino porque eres inocente, eres inocente y culpable al mismo tiempo», comentaba el otro día, con acento kafkiano, el escritor Justo Navarro. Pasar por ese cada vez más bronco control de pasajeros se ha convertido -como todo el mundo sabe- en algo cada día más vejatorio. En ocasiones hasta percibimos sadismo en el funcionario que ordena el «fuera el reloj y el cinturón», pero no podemos ni rechistar y menos aún demostrar que nos están puteando con placer y notable impunidad.

Siempre que paso el control de pasajeros y para no perder el control de los nervios, me acuerdo de El proceso, de Kafka: «"Sin embargo, no soy culpable. Es un error. ¿Cómo puede ser siquiera culpable el ser humano? Todos somos aquí seres humanos, tanto unos como otros", dijo K. "Eso es cierto", dijo el sacerdote, "pero así suelen hablar los culpables."»

Pero el miedo a los aeropuertos comienza mucho antes de llegar al control policiaco, en realidad empieza ya en el momento mismo en que nos despertamos y ponemos un pie en el suelo. Se ha agravado tanto la distancia entre Estado e individuo, entre singularidad y colectividad, que vivimos en una permanente situación de terror que, por si acaso aún fuera preciso, la televisión y todos los medios ligados al poder, cómplices perfectos de ese estado de pánico general, se encargan de recordárnoslo a todas horas. Por eso, despertarse en algún lugar de Occidente significa actualmente hacerlo en el centro mismo del círculo del terror. Si para colmo ese día tenemos que ir al aeropuerto, el asunto se agrava. Aunque parezca chocante, en los países árabes se puede vivir con más sosiego que en nuestros pueblos y ciudades, aunque eso no va a decirlo nunca la televisión, tan obligada como está a difundir sistemáticamente el pánico. Es más, sospecho que llegará un día en que tendremos tics aéreos y, por ejemplo, nunca nos quitaremos el cinturón de seguridad en casa para ver la televisión: llevaremos una repugnante vida de avión en nuestros hogares. Y es que los embrutecidos aeropuertos de hoy sólo son un anuncio del pavoroso futuro que nos espera.

Si vas en taxi al aeropuerto, corres el peligro de que el conductor te machaque con cualquier emisora de radio fascista de esas que te insultan personalmente. Algunos taxistas son el perfecto complemento de ese estado de terror. La facturación en el aeropuerto, por otra parte, te exige estar con una antelación tan grande que a veces más te habría valido ir a pasar la noche al propio aeropuerto, lo que me lleva a intuir que pronto las discotecas serán un nuevo negocio de las terminales aéreas. Al miedo a perder el avión por la lenta facturación -agravada siempre por algún cretino que no ha hecho los deberes antes de acudir al mostrador- sucede el control policiaco y, una vez rebasado éste y tras habernos vuelto a vestir, suponiendo que no haya ninguna huelga de los famosos trabajadores de tierra o de los pilotos, llega el horror del embarque, que casi nunca significa el acceso directo al avión y que nos pone en manos de un conductor de autobús que no se acuerda del aire acondicionado y de paso juega a dar frenazos o bandazos para mortificar a los viajeros. Alcanzar el interior del avión ya no significa nada hoy en día, pues la autorización para el despegue puede tardar una infinidad en llegar, y a veces los aviones ni despegan y los pasajeros son devueltos a la puerta de embarque. Si finalmente volamos y alcanzamos nuestro destino, nos espera la más célebre de las torturas: la pérdida de las maletas. Y como guinda el taxista, que en la ciudad a la que has llegado espera que seas extranjero para cobrarte más.

Cuando veo el barullo y todas esas brutales filas de gente esperando en los aeropuertos, inevitablemente pienso en Louis-Ferdinand Céline: «Oleadas incesantes de seres inútiles vienen desde el fondo de los tiempos a morir sin cesar ante nosotros y, sin embargo, seguimos ahí, esperando lo que sea…»

No hace mucho, me dieron un susto importante porque acababa de llegar de Lyon y, al abrir en casa una carta procedente de algún lugar de Francia, me encontré con un documento rosado que parecía un carnet de conducir antiguo y llevaba una foto mía severamente grapada en él. Por un momento, pensé que había cometido en Lyon algún delito o infracción grave y que la vida se me acababa de complicar más de lo previsto. Pero miré bien. Se trataba de un carnet donde se me comunicaba que, en aplicación de los principios y leyes unilaterales en vigor, la comisión de control de la sección de Talmont-Saint Hilaire -no sé quiénes son, ni quiero saberlo-, reunida en sesión plenaria del 22 de mayo de 2007, había decidido considerarme digno del título de Refractario al embrutecimiento general, en vista de lo cual se me otorgaba el certificado número 1005, con el fin de que éste me sirviera para todos los fines útiles.

Venía timbrado el documento con un «sello no fiscal» que remarcaba claramente su no oficialidad, y ni que decir tiene que de inmediato le encontré un lugar junto a mi pasaporte y fue grande la satisfacción que sentí al saber que había yo pasado a pertenecer a la orden de los Refractarios de Talmont-Saint Hilaire. Me dije que aquel documento podía servirme para algo o para nada, lo mismo daba, al igual que tampoco importaba saber quién me lo enviaba. Y es que, a fin de cuentas, no pensaba ni pienso mostrarlo en los embrutecidos aeropuertos.

Como dice Juan Villoro, son difíciles de encontrar, a excepción de Lennon y McCartney o de Laurel y Hardy, asociaciones artísticas del siglo pasado tan fecundas como la de los escritores Borges y Bioy Casares, y en todo caso imposible dar con una asociación más duradera. Toda clase de detalles domésticos y literarios se encuentran en el Borges de Bioy, uno de los más simpares libros biográficos de la literatura en español, escrito según el modelo de Vida del doctor Samuel Johnson de Boswell. Como bien ha visto Villoro, en la formula boswelliana compartida por Bioy y Borges lo más peculiar de todo es que ambos se convierten en esa clase de «autores subordinados» («comentaristas caprichosos», «distorsionadores de textos ajenos»…) que tanto amaba Borges, que veía en ellos a literatos tan creativos como los escritores con fama de originales.

No han faltado los tarugos hispánicos que se han burlado del voluminoso libro-diario de Bioy porque en él hay más de mil entradas donde puede leerse «Come Borges en casa.» A mí no me llama la atención esa frase insistente, sino el hecho lateral de que Silvina Ocampo, la mujer de Bioy, insistiera en inventar cada día ante su marido una excusa nueva para evitar que Borges fuera a comer a su casa. Esa actitud de Silvina me lleva a pensar en todos cuantos hoy en día darían cualquier cosa por tener a Borges invitado a cenar. Es curioso observar cómo ese lujo de sentar a un genio a tu mesa era diariamente despreciado por la mujer de Bioy, lo que demuestra lo aleatorio de los criterios y ansias humanas, pues muchas veces lo que uno desea tanto y no consigue, a otro no le interesa nada y sin embargo lo logra, del mismo modo que alguien de pronto es asaltado por el dolor mientras nosotros abrimos una puerta o caminamos por el campo tranquilamente, tal como expresara el poeta Auden en ese poema, «Musée des Beaux Arts», que tanto le gusta también a Jordi Puntí: «Sobre el dolor nunca se equivocaron / los Viejos Maestros: qué bien entendieron / su posición humana; cómo surge mientras algún otro come o abre una ventana o sencillamente pasea aburrido.»

¿Será que lo doméstico -ese veneno que acaba con las pasiones y que también llamamos cotidianidad- lo arruina todo? ¿Será que ver de cerca a los genios les hace perder interés y los desmitifica? ¿No deslumbraba lo mismo, por ejemplo, una conversación de sobremesa con Borges que la lectura de uno de sus relatos? ¿Era Borges un ser algo pelmazo para Silvina? ¿Es el genio, como insisten algunos, una persona insoportablemente normal en la vida cotidiana? ¿Se puede ser genial todo el rato?

Como es bien sabido, tendemos a no valorar lo que tenemos en casa. Henriqueta Madalena, la hermana pequeña de Fernando Pessoa, ilustra a la perfección ese modelo de persona que, por excesiva familiaridad con el genio, vive como algo completamente doméstico lo que al resto de la humanidad deja fascinado. Por lo visto, Henriqueta Madalena tenía muy visto a su hermano Fernando. Fue la que más íntimamente le trató y, al final de su vida -Henriqueta alcanzó casi los cien años-, accedió a hablar de él. «No le hacíamos mucho caso», sentenció. Le pidieron entonces -en referencia a los famosos heterónimos del poeta- que dijera al menos cómo era eso de ser hermana de una persona «múltiple». Henriqueta Madalena sonrió y dijo: «Cuando Fernando hablaba de Alvaro de Campos, de Ricardo Reis, o de los otros, para mí siempre se trataba de él. A veces, durante la comida, Fernando decía que había pasado mala noche y que había escrito algo, y añadía: Es de Alvaro de Campos. Y recitaba. En el fondo, Fernando lo consideraba una fantasía, no se lo tomaba en serio, aunque lo dijese con tono serio.»

Así que Henriqueta Madalena no se tomaba tan en serio los heterónimos como los estudiosos de la obra de su hermano. Y resulta conmovedora cuando al final de la entrevista recapacita: «Sólo puedo decir esto: ahora, hoy, cuando ya ha pasado todo y no se puede volver atrás, ahora que soy mucho mayor y tengo todo el tiempo para pensar y para sentir, me invade la amargura de no haber convivido más con él. Fernando vivió muy solo. Ahora que conozco su obra, que la leo e intento comprenderle lo mejor posible, siento mucha pena.»

Lo que más me llama la atención de esas palabras es la forma de decirlas, esa forma tan asombrosamente hermana de Álvaro de Campos.

Silvina Ocampo, Henriqueta Madalena… ¿Será que las mujeres tienen una relación más sólida y más realista con el mundo? Al hilo de estas notas, me pregunto por mi actual relación conflictiva con Barcelona, ciudad que me parece insufrible y apelmazada desde que las hordas de turistas la inundan insultantemente. Sin embargo, la ciudad goza de una excelente salud y fama en el extranjero. ¿No será que mi relación con Barcelona dura demasiado y la tengo excesivamente vista y mi cansancio de los políticos de aquí y de todo el desastre general que creo percibir en mi ciudad procede de tanta fraternidad doméstica que tengo con ella? No sé, siento la necesidad de otras voces y otros ámbitos. Veo en el exilio la única posibilidad de volver un día a apreciar Barcelona, o como mínimo de dejar de sentirme de malhumor permanente por lo que aquí sucede. Me gustaría convertirme en ese Turguéniev que aparece en Los demonios de Dostoievski y que tanto divertía precisamente a Borges: un Turguéniev que, desesperado por el horror de Rusia, se va a vivir a Alemania y, cuando regresa y quieren hablarle de política rusa, responde que tiene que pensar en asuntos más importantes: en el sistema sanitario de Baden-Baden, por ejemplo.

Sé que hay muchas personas que, cuando están duchándose en sus casas, sienten un repentino terror al acordarse de aquella escena del asesinato de Janet Leigh en Psicosis de Hitchcock. Y también sé que hay quienes -yo mismo, por ejemplo- se despiertan en sus casas con un repentino pánico porque asocian el momento a la primera escena de El proceso, aquella novela de Kafka en la que Josef K., al despertarse, se encuentra con unos guardianes que le notifican que está detenido. Creo saber desde ayer por qué esa escena no se aparta nunca de mí cuando despierto. No es el miedo a despertarme y ver que unos desconocidos han entrado en mi habitación, aunque es un miedo que también tengo en cuenta, porque cada noche cierro con dos cerraduras la puerta de entrada a mi casa. Yo creo que es un miedo que está íntimamente relacionado con el acto mismo de despertarse. Creo que, si se piensa bien, produce pánico habernos dormido y habernos separado de nosotros mismos, y al despertar descubrir que todo a nuestro alrededor sigue tan absurdo e inescrutable como siempre, aun cuando sospechamos que tal vez ya nada está en su lugar.

Despertar nos lleva cada día a recordar que somos algo esencialmente misterioso. Comentando una frase de San Pablo («Muero cada día»), dice Borges que la verdad es que morimos cada día y que nacemos cada día. Estamos continuamente naciendo y muriendo. Por eso el problema del tiempo nos toca más que los otros problemas metafísicos. Porque los otros problemas son abstractos. El del tiempo es nuestro problema. ¿Quién soy yo? ¿Quién es cada uno de nosotros?

La persona que uno era y que se separó de uno mismo al dormirse, se une a nosotros al despertar, pero no puede ser que sea exactamente la misma que la del día anterior. Tal vez por eso, cuando algún alma indiscreta me pregunta si, dada la fiebre de separaciones conyugales que nos invade, no me he planteado separarme algún día de mi pareja, suelo responder: ¿Cómo me voy a separar si cada día me separo un poco más de mí mismo?

En cuanto a los que entienden por separación únicamente el hecho de separarse de su pareja y lo viven dramáticamente, siempre he pensado que tienen una frase de Woody Allen que les ayudaría a desdramatizarlo todo: «Mi mujer se ha ido con otro. Entonces, yo la he dejado.» La frase nos pone en la pista del verdadero dramatismo de toda separación y que no es otro que éste: de nosotros mismos no podemos separarnos del todo nunca, sólo podemos separarnos de los demás. Angustia del despertar. Creo que estoy todavía bajo los efectos del libro que leí y concluí ayer poco antes de separarme un poco de mí mismo y dormirme. El libro lo ha escrito Roberto Calasso y se titula K. El autor, en un eficaz ejercicio de pensamiento narrado, recorre las novelas de Kafka desde su interior y dialoga con ellas. En uno de sus mejores capítulos, analiza el arranque de El proceso, donde Kafka escribió unas palabras que después eliminó: «Hace falta presteza para cogerlo todo, al abrir los ojos, por así decir, en el mismo punto en que uno lo ha dejado la noche anterior.» Y algo más adelante, cuando Josef K. habla con los guardianes, se dice a sí mismo algo que ya había pensado en otras ocasiones: que el despertar es «el momento más peligroso». Y añade: «Si uno consigue superarlo sin ser arrastrado de su posición, puede estar tranquilo para el resto de la jornada.» Roberto Calasso ve en El proceso la historia de un despertar forzado. Josef K. es aquel para quien nada volverá a estar en su lugar. Hay gente que al despertar revive cada día con angustia su aparición en la vida, ese despertar forzado. Como decía Erik Satie, venimos al mundo muy jóvenes en un tiempo muy viejo. Y es al tiempo -nos desvela Calassoal que Kafka hace alusión en la breve y misteriosa frase suelta que abre sus Diarios: «Los espectadores se ponen rígidos cuando pasa el tren.» El tren es el tiempo que no nos permite comprender su forma. Es inevitable entonces ponerse rígido, mientras lo observamos: signo de una última resistencia.

Es como si acabara de salir del abrupto acantilado de País Dogon, al sur de Malí, donde uno puede caminar y pasarse jornadas enteras sin cruzarse con una sola alma. Me siento algo extraterrestre después de no haber visto a nadie en varios días. Me llevan en coche a Barcelona, donde he quedado citado al atardecer, a las ocho de la noche en el Café de la Radio. En el trayecto noto que ando todavía bajo los efectos de la lectura de Breve historia de la paradoja, de Roy Sorensen, un gran libro en torno al largo recorrido filosófico de los laberintos de la mente.

A las ocho menos diez me dejan en el paso de peatones -lado montaña- de la calle Casp, junto al Paseo de Gracia. Como soy un reaparecido en mi ciudad, todo me parece nuevo y todo me sorprende, no grata pero sí vivamente. Sé que me basta con cruzar y estaré en la acera del Café de la Radio, del Bracafé y del teatro Tívoli. Pero faltan diez minutos, llego demasiado pronto. Dejo que los peatones crucen al otro lado, y me quedo parado, preguntándome si he de hacer lo mismo. Se me ocurre mirar hacia atrás y veo a un mendigo al que nadie da limosna.

«¿Por qué no puede mi mano derecha donar dinero a mi mano izquierda?», me pregunto buscando la paradoja. Y en ese mismo momento reparo en que en la esquina hay una camioneta de la policía y que desde su interior podrían llevar rato ya observándome. ¿Me he convertido en un sospechoso por no dar limosna o por no cruzar cuando iba a hacerlo o por haberme dejado llevar por mis laberintos mentales?

Pasa de pronto ese carcamal que, con un pearcing en la polla como única indumentaria, pretende imponer a los demás la tiranía visual de su propio asco. Veo poco después al alcalde Hereu, que sale de Radio Barcelona y saluda sonriente hasta al último transeúnte que pasa por allí, aunque -lástima- no parece que haya visto al mastuerzo en cueros.

No salgo de mi asombro. ¿Tiene que ser así forzosamente Barcelona? Pasan de golpe, Paseo de Gracia arriba, un sinfín de turistas en calzoncillos, seguidos por una caravana muy completa de trileros, lateros, talibanes en bicicleta, carteristas y rumanas con niño drogado. Sigo inmóvil y diría que infundiendo sospechas a la policía, que continúa vigilándome. ¿Por qué a mí y no a los turistas o a los carteristas? ¿No podría ser diferente la ciudad? Me planteo acercarme a Hereu y susurrarle que he visto al mastuerzo en bolas y una caravana muy completa de delincuentes. Pero finalmente decido seguir inmóvil en el paso de peatones. Me gustaría decirle que en Barcelona todo podría ser diferente. Inmóvil en el semáforo, me quedo imaginando algo así como un paisaje moral nuevo, digamos que experimental. Pero resulta tan diferente Barcelona en ese paisaje que acabo perdiéndome en mi propia nueva geografía.

En realidad, nunca han existido mapas para nuestros innumerables laberintos.

Se aleja el alcalde y con él la posibilidad de susurrarle algo, pero mi vida mejora porque paso a pensar en la laberíntica historia de la paradoja y en la paciencia de la que hablaba Sócrates, que sostenía la tesis de que todas las virtudes se reducen a una sola: el conocimiento. Esa tesis provenía de su idea de que las personas nunca escogen voluntariamente la alternativa inferior. Y ponía un ejemplo: si se ofrece a alguien elegir entre dos higos y un higo, elegirá dos higos. Por lo tanto, «siempre aspiramos a lo mejor». Ahora bien, Sócrates tenía en cuenta que las personas a veces prefieren un bien menor que pueda obtenerse de inmediato antes que un bien mayor que requeriría esperar. Y opinaba que esto podía deberse a un error de perspectiva.

A esta hora de la tarde, imagino que mi sombra monumental, al observarla desde mis pies de gigante, tiene una cabeza diminuta. Sócrates sostenía que existen ilusiones que, al igual que nuestras sombras distorsionadas al atardecer, nos ofrecen una imagen escorzada también respecto al tiempo. Un niño podría preferir un higo hoy antes que dos higos mañana, porque un higo le parece ahora el bien más grande. Sin embargo, las personas que maduran acaban por elegir el bien mayor, los dos higos para mañana, y es que han adquirido la virtud de la estrategia y la paciencia.

Sé que podría llegar antes a mi cita del Café de la Radio, pero también que puedo tener un poco de paciencia y esperar. A las ocho menos un minuto miro hacia el horizonte, que se pierde más allá de la Plaza de Cataluña. Y decido por fin que voy a cruzar el paso de peatones. Recuerdo que Sorensen dice que la filosofía es como una expedición al horizonte y tal vez una empresa imposible: no podemos alcanzar nuestro destino porque lo que consideramos horizonte cambia constantemente. Pero reacciono, no quiero convertirme en un pesimista. A las ocho en punto, me separo de mi sombra y cruzo la calle y entro en el Café de la Radio, muy lleno a esta última hora de la tarde. Hay una mesa libre y me siento a esperar, y por si acaso me armo de paciencia. Me gusta este Café de la Radio, aunque tal vez sea mejor el Bracafé: mayor solera y una vieja barra de cafetería y bar bien conservada.

Afuera, puede verse al carcamal amostazado restregando su inocente culo contra un árbol. Viendo cómo está todo, uno se siente afortunado de estar aquí a salvo en este bar que, al igual que el Bracafé, conserva todavía cierta atmósfera autóctona.

– ¡Qué puntualidad! -oigo que dicen.

Refugiarse en locales como éste acabará por convertirse en un gesto de resistencia, y hasta puede que esos lugares nos sirvan de acicate para no caer en nuestro comprensible pesimismo de ciudadanos de Barcelona.

La Baule es una población costera de la región del Loire-Atlantique, una larga playa situada al fondo de la bahía de Pouligen, a una hora en coche del aeropuerto de Nantes. Es un lugar turístico y los habitantes de esa comunidad se llaman baulois, y lo que no aparece en los folletos propagandísticos es que fue en una casa de La Baule donde detuvo la Gestapo al presidente Companys. Serpenteada por siete kilómetros de arena inacabable, hoy en día La Baule, situada en la llamada Côte d'Amour, se enorgullece de ser conocida como la playa más bella de Europa y también de ser el escenario, desde hace diez años, de una manifestación literaria férreamente francesa, pero bautizada con un nombre relajante: Ecrivains en bord de mer. Creo que en el fondo vine hasta aquí exclusivamente para poder inscribir en mi dietario la descripción de este pueblo de la costa atlántica francesa y, sobre todo, para anotar una frase que exigía, si quería que fuera verdadera, que me desplazara hasta esta playa. ¿La frase? Es sencilla y auténtica: «Vine a La Baule para poder escribir que estoy en La Baule.»

Para llegar hasta aquí he tenido que pasar por Nantes, donde nació Jules Verne, y eso me ha llevado a evocar una escena que se distingue de todos mis otros recuerdos de infancia, un recuerdo separado de todos los demás de esa época. Exterior noche. Paseo de Sant Joan de Barcelona. Salgo del cine Chile, donde acabo de ver Veinte mil leguas de viaje submarino, película de Richard Fleischer basada en la novela de Verne. Acabo de ver en imágenes cinematográficas lo que en los días precedentes ha sido un libro (acompañado de un notable número de ilustraciones) que he leído a lo largo de las últimas tardes, a la vuelta del colegio. Es un ejemplar de la colección infantil Historias. En el lomo de los libros de esa colección aparecen siempre dibujados los rostros de los cuatro principales personajes de la narración. Recuerdo que durante un tiempo creí que todas las historias del mundo las protagonizaban siempre cuatro personajes, ni uno más y ni uno menos, y los que no aparecían en el lomo eran sólo proyecciones fantasmales de los cuatro protagonistas. Un pequeño equívoco sin importancia.

En fin. Salgo de ver Veinte mil leguas de viaje submarino, cruzo la calle Rosselló y vuelvo a mi casa. Noviembre del 56. Son alrededor de las siete de la tarde y tía Eulalia, que está de visita en casa de mis padres, me pregunta qué película acabo de ver. Por toda respuesta, le muestro mi ejemplar de Veinte mil leguas de viaje submarino. Y en ese momento me doy cuenta de que ir al cine ha sido ir a buscar en el exterior lo que ya tenía en casa. Aquel descubrimiento me quedará grabado para siempre. Asocio desde entonces lo interior con lo cálido y con la literatura, y lo exterior con el cine. Eso, a la larga, establecerá, en mi fuero interno, una supremacía total de la literatura sobre el cine. Y cuando años después lea a Nietzsche, aún lo veré todo más claro: «La filosofía ofrece al hombre un asilo en el que ninguna tiranía puede penetrar, la caverna de la intimidad, el laberinto del pecho: y esto enfurece a los tiranos.» Nietzsche también nos dejó dicho que desde siempre los hombres han puesto a salvo su libertad en el interior de sí mismos.

Desde aquel remoto día del 56, lo literario se encuentra en casa, y el cine hay que ir a buscarlo fuera. Desde aquel día, lo más interesante no suelo encontrarlo en el mundo exterior, sino en la luz interior, por ejemplo, del portal de mi propia casa de la infancia, esa luz que Jaime Gil de Biedma, hablando de los recuerdos de sus primeros años, definió en una frase memorable: «Barcelona es la luz submarina de los portales del Ensanche vistos al volver del colegio.»

Quizás no sea tan casual que cuando Jesús Garay rueda en 1977 Nemo, su versión minimalista de Veinte mil leguas de viaje submarino, elija un piso del Eixample de Barcelona para situar la acción. Es más, convierte la entrada al Nautilus en el clásico portal de hierro historiado de las casas del Eixample. En la película de Garay se subía al sumergible Nautilus a través de uno de esos lentos ascensores de las casas del Eixample. Y el despacho de Nemo estaba situado en una de esas galerías húmedas que dan a los patios interiores (tipo Ventana indiscreta de Hitchcock) de las casas del Eixample, esas galerías donde tantos de nosotros leímos a Verne mientras espiábamos a los vecinos.

Comparto con otros cierta perplejidad. ¿Cómo puede ser que Verne, «un modesto tendero de las letras» (como le llama César Aira), se haya convertido, aunque sólo lo leyéramos de niños, en un clásico indiscutible? ¿Tan extraordinariamente cálida y acogedora es en general la literatura? Parece que sí, y no está mal que lo sea para creadores como Verne, que fueron unos virtuosos a la hora de practicar una escritura muy exótica de puertas afuera, pero situada en el fondo en intrincados y apasionantes -basta ver los de Nemo- laberintos interiores.

El cine pasó definitivamente a un segundo plano en mi vida cuando empecé a adentrarme en los interiores literarios, y entre los libros que leí en esos días estuvieron las novelas extrañas de Raymond Roussel, precisamente el hombre que más idolatró a Verne en este mundo. Este singular y genial escritor parisino (Locus Solus, Impresiones de Africa) me descubrió el aislamiento feliz de los interiores, las turbias atmósferas librescas del capitán Nemo, la luz olvidada de los portales de mi infancia. Desde entonces regresan a diario, puntuales, los destellos oceánicos de antaño. Y a veces uno, al borde mismo del mar, frente al Atlántico, escribe en su dietario una página como ésta, preguntándose si no acabará encontrando en ella emociones asombrosamente sencillas. Sí, exacto. Las historias del tendero de la esquina.

AGOSTO

Coincidiendo con el secuestro del semanario que publicó la viñeta de los Príncipes de Asturias, aparece Contra la censura, un libro de ensayos de J. M. Coetzee por el que cruza el espíritu de Erasmo de Rotterdam, de quien admira su extrema libertad intelectual y la «suavidad aterciopelada» de su ambiguo lenguaje en estado de inquietud eterna desde que prefiriera no tomar partido en el enfrentamiento entre católicos y calvinistas, dos voluntades totalizadoras. Abro un paréntesis para decir que seguramente, en la guerra de España, a Erasmo lo habrían fusilado a las primeras de cambio, pues éste es un país, dicho sea de paso, no apto para las sutilezas. Pero sigo. Coetzee sitúa el origen del gesto punitivo de censurar en la capacidad de ofenderse: «La fortaleza de estar ofendido radica en no dudar de sí mismo; su debilidad radica en no poder permitirse dudar de sí mismo.» Es una hermosa paradoja, que descarta al verdadero literato del oficio de censor. En el caso de la viñeta sobre los Príncipes de Asturias, la indignación oficial del juez Del Olmo nos confirma algo tan elemental como que, en efecto, sin su capacidad de ofenderse, no habría existido represión y se habría incluso evitado que el propio presidente Zapatero registrara la supuesta ofensa y se apresurara a hablar de la dignidad del Príncipe: «Puedo decir, sin exageración y por conocimiento directo, la gran responsabilidad y dignidad con la que el príncipe Felipe realiza su tarea.»

Así pues, la ofensa resultó decisiva en este asunto, tanto como la dignidad, que pudo ser ofendida, según Zapatero. Pero tal vez, de haber leído ciertas páginas de Contra la censura, el presidente habría podido añadir algunas sombras de duda a sus palabras. En el libro de Coetzee se profundiza en el conocimiento de lo que entendemos por dignidad y se analizan, con espíritu sutil y erasmista, los orígenes y circunstancias que rodean palabras como censura, ofensa, dignidad. La alta literatura suele alimentar siempre dudas mentales que acaso un cargo público no se puede alegremente permitir. Ésa es una de las muchas ventajas de la alta lectura sobre la acción política. En cualquier caso, en ese libro de Coetzee el presidente todavía está a tiempo de encontrar, si quiere, una idea que en el fondo no deja de ser sencilla, aunque se halle en Contra la censura agazapada tras un hondo bosque analítico. La idea es que para que haya una ofensa tiene que existir un concepto equivocado de la dignidad: sólo hay ofensa si se ignora que la dignidad es una ficción, un eje más de las ruedas del teatro del universo.

Así es, si así nos parece. El mundo es una ilusión, un escenario en el que todos tenemos frases que decir y un papel que representar. Cierta clase de actores, al reconocer que están en una obra, seguirán actuando a pesar de todo; otra clase de actores, escandalizados de descubrir que están participando en una mascarada, tratarán de irse del escenario y de la obra. Los segundos se equivocan. Se equivocan porque fuera del teatro no hay nada, ninguna vida alternativa a la que uno pueda incorporarse. El espectáculo, al igual que el teatro kafkiano de Oklahoma, es, por así decirlo, el único que hay en la cartelera. Y lo único que uno puede hacer es seguir representando su papel, aunque tal vez con una nueva conciencia, una conciencia cómica.

Decía Erasmo que una dignidad digna de respeto es una dignidad sin dignidad, que es muy distinta de una dignidad natural. Y esta opinión me recuerda que los autores que admiramos no se tomaron a sí mismos nunca en serio y supieron siempre que no llegaban a ser ni una mota de polvo en el universo. Coetzee explica que, si bien él no es incapaz de ofenderse, no siente un respeto particular por su propio sentimiento de ofensa; no lo toma en serio, en especial como base para la acción de réplica. Seguramente, él mismo es el primero en no tomarse en serio y en contemplar la literatura como un juego de riesgos y abismos de altura. Es más, juraría que de la inseguridad saca sus fuerzas; no cede a nada, y nadie que quiera ofenderle puede con él. Seguramente le basta con su dignidad propia, secreta, con esa dignidad que no recurre al respeto, porque sabe sobradamente que la esencia del respeto es la pura y simple maquinación y, en consecuencia, el engaño. Y, además, porque sabe también que el respeto es siempre superfluo -un añadido insignificante a la dignidad- y muy parecido a la seriedad de las personas mediocres que ocultan, tras sus redundantes dignidades, sus defectos mentales.

Recuerdo que un gran amigo me habló, en una noche inolvidable, de las renuncias secretas a todo tipo de poder que constituían el asombroso núcleo central de su dignidad propia y más íntima, su dignidad natural. La gente juzga con precipitación y no quiere saber -seguramente no le interesan- las virtudes secretas que componen la dignidad verdadera de los otros. En mi minúsculo caso particular, yo considero que, tras una sucesión de tomas de conciencia cómica, se ha ido reforzando mi indiferencia hacia cualquier agravio. Eso me hace comprender mejor que, como sugiere Coetzee, las afrentas a la dignidad de nuestra persona no sean ataques a nuestro ser esencial, sino a construcciones gracias a las cuales vivimos, pero construcciones al fin y al cabo. «Las afrentas pueden ser reales, pero no debemos olvidarnos de que lo que vulneran no es nuestra esencia sino una ficción fundacional que suscribimos con mayor o menor entusiasmo», es decir, que, en realidad, cuando apelamos a nuestros derechos y exigimos reparación, haríamos bien en recordar lo insustancial que es la dignidad en que se basan esos derechos: «Si olvidamos de dónde procede nuestra dignidad, podemos caer en una postura tan cómica como la del censor enfurecido.»

En su innovadora lectura de Erasmo, Coetzee avisa de que este autor, que no estaba con unos ni con otros, desarma prácticamente a cualquiera que decida adoptar la causa erasmista elevando por adelantado al pensador de Rotterdam a la condición de uno que sabe. Y es que el poder y modernidad del texto erasmiano radican precisamente en su debilidad -su renuncia jocosa y seria a la condición de gran falo, su evasiva (no) posición dentro y fuera del teatro del mundo-, del mismo modo que su debilidad radica en su poder de crecer, de propagarse, de engendrar erasmistas: yo mismo, por ejemplo, un caso cómico, el último -por ahora- de ellos.

Murió Erasmo en Basilea y, como un reconocimiento a su sentido de la libertad individual, en la tumba se grabó su lema: No cedo a nada. También podrían haber inscrito aquello que dijo cuando fue instado por el Papa a denunciar las herejías de Lutero: «Preferiría morir a unirme a una facción.» En privado, consideraba Erasmo que la controversia de la reforma era insensata por su fanatismo. La creciente violencia de la rivalidad de las dos facciones le hacía ver que se parecían, que era como si estuvieran los dos bandos en connivencia. Acabó su vida aislado, acosado. «Rey de los anfibios», lo llamó Lutero. «El rey del pero», dice Georges Duhamel. Su posición en el teatro de la vida era la del que no está con nadie, no está ni con él mismo, de quien se ríe en pleno centro del escenario. Sus inseguros puntos de vista nos parecen hoy un buen referente para nuestra higiene política en un momento en que nos resultan tan difíciles actitudes intelectuales que sean coincidentes con las de nuestros gobernantes. Hasta el siglo XIX, el gran político y el gran escritor podían confluir en una similitud solidaria de lenguajes. La novela decimonónica, por ejemplo, retrataba el mundo con las mismas categorías que presidían la labor del político que construía el mundo. La literatura podía ser central, colocarse en el centro del devenir histórico. En el siglo XX, aquella solidaridad se quebró. El político y el escritor, la historia y la poesía, comenzaron a hablar dos lenguajes diferentes e incompatibles; sus mundos empezaron a no coincidir uno con otro. Franz Kafka, heredero del lenguaje paradójico de Erasmo, fue el maestro de esta sutil, decisiva inversión.

Es por todo eso interesante ver cómo Coetzee aplica al tema de la censura una crítica paradójica e insegura, no vacilante, pero «tampoco segura de sí misma». En la medida en que su propia crítica del censor es admirablemente insegura (tiene dudas, por ejemplo, acerca de qué pensar de los artistas -léase aquí dibujantes de viñetas- que rompen tabúes pero reclaman la protección de la ley), su libro está dominado por el espíritu de las incertidumbres de Erasmo, pero también por sus herederos literarios: los comediantes Cervantes y Sterne, el ambiguo señor Hamlet, el Gran Teatro de Oklahoma y, al fondo de todo, como una fatalidad feliz, el mundo no menos teatral de Beckett y su viejo solitario avanzando bajo la lluvia en el último muelle del mundo: un aliado eterno de la broma infinita y enemigo de la retórica política y, sin duda, amigo de la dignidad natural, tan común a todos, nobles y plebeyos, sin distinción alguna.

Me dijeron que los finlandeses no se sienten tensos si la conversación atraviesa largas pausas, ya que para ellos el silencio siempre fue una forma de comunicación. Ahora bien, cuando por fin se deciden a hablar, se quedan contrariados si les interrumpes. También me dijeron que resulta sorprendente en la televisión el ritmo pausado de los presentadores de los informativos, y también que muchos finlandeses consideran que el tango nació en su país y llegó en los barcos a la Argentina. ¿El tango es finlandés? Creo que en Buenos Aires, en revancha, dicen que la sauna es argentina. Y también me dijeron que la vida en Helsinki es gris y deprimente, tal como la retrata el cineasta finlandés Aki Kaurismäki en sus extrañas películas silenciosas o la describe Arto Paasilinna en sus novelas (Delicioso suicidio en grupo), donde dice que el enemigo más poderoso de los finlandeses es la oscuridad, la apatía sin fin, «pues la melancolía flota sobre el desgraciado pueblo y durante miles de años lo ha mantenido bajo su yugo con tal fuerza que el alma de éste ha terminado por volverse tenebrosa y grave».

Antes de salir hacia allí, leí las Cartas finlandesas de Ángel Ganivet, recientemente reeditadas (escritas hace un siglo, son de una modernidad asombrosa), y me dediqué a investigar sobre Kaurismäki alquilando todas sus películas. Son muy originales, admirables obras de autor, sin duda. Pero sólo pude ver dos, La chica de la fábrica de cerillas y Sombras en el paraíso. Y es que deprimen al más optimista, aunque reconozco su poesía fúnebre: los silencios se hacen misteriosamente inolvidables, la tristeza se convierte en materia infinita, la oscuridad parece un túnel sin regreso.

Pensé que, si todo iba a ser así en Finlandia, el viaje sería duro y extraño. Pero me animaba la perspectiva de encontrar buen material literario para un hipotético libro sobre el tema de la rareza en general. Fui allí a primeros de agosto y pasé en Helsinki diez días y no encontré ese material, casi no vi nada allí que fuera realmente raro. Al día de hoy, ni siquiera puedo seguir pensando que Finlandia es extraña. Hasta recuerdo ahora con bochorno que viajé habiendo ya mentalmente escrito las postales: «Desde la rara, silenciosa, pacífica Finlandia…»

A los dos días de mi llegada, leí estupefacto en la edición europea de El País: «En la pacífica Finlandia tuvo lugar ayer un crimen tremendo…» En aquel momento, todo llevaba a pensar que encontraría en Finlandia una réplica del ángulo más raro de mi propio paisaje cerebral… Pero nada de nada. Salvo esa anécdota, lo demás transcurrió con una normalidad inquietante. Los encantadores finlandeses que conocí (Anu Partanen y compañía) no tenían nada de tenebrosos ni graves. Si cuando hablaban les interrumpías, sonreían comprensivos. A uno le pregunté si le había molestado que le interrumpiera y me contestó con una frase de suave rareza: «¿Seguro que naciste para interrumpir?» No eran tenebrosos, sino que tenían humor y eran agudos, amables, comunicativos. No encontraba uno grandes rarezas que registrar. Anoté esto en la dinámica terraza del Gran Hotel Kamp: «Kaurismäki es raro, Finlandia no.»

En un manicomio francés, a principios del siglo XX, un loco escribió en grandes letras sobre las paredes del centro: «Viajo para conocer mi geografía.» La frase la descubrí hace veinte años y la incluí al comienzo de un libro de cuentos. Y en mi viaje a Finlandia está claro que fui a buscar algunas de las rarezas y cartografías perdidas de mi geografía íntima. Pero el hecho es que no encontré ahí ninguna. Seguiré buscando. Aunque quizás soy ya uno de esos expedicionarios de los que habla Canetti, uno de esos «explorado res que ya no saben cómo volver del mapa». Sería una lástima porque quisiera regresar algún día a la enérgica Finlandia.

Ese país es el menos corrupto del mundo (lo cual está dicho pronto) y se halla situado en primera fila en crecimiento, innovación, difusión tecnológica y protección social. Cuenta con veinte orquestas sinfónicas para sus cinco millones de habitantes. Son parcos en palabras, es cierto, pero se comunican con una sensatez e inteligencia inusuales en los países latinos. Y, además, no son más tristes que un andaluz en plena juerga. Pensar que la vida en Finlandia se parece a una película de Kaurismäki (en cajamumero8.blogspot.com el cineasta Víctor Iriarte le dedica interesantes líneas) es como creer que en España todos somos personajes de Almodóvar.

La existencia de las veinte orquestas sinfónicas es una de las claves de su prosperidad espiritual. Fueron pioneros en establecer el sufragio universal y también en las comunicaciones telefónicas, de modo que no es tan raro que de allí haya surgido Nokia, un pueblo a cinco kilómetros de Helsinki. No hay, por otra parte, apagones de luz y los trenes de cercanías funcionan con una perfección alucinante. Los aeropuertos son un modelo de orden, geometría, calma y transparencia. Los políticos son muy eficaces y no salen en la televisión para poder así disponer de más tiempo para trabajar. Tal vez allí lo único raro sea que Johan Ludvig Runeberg, el gran poeta nacional finlandés del siglo XIX, lo escribiera todo, absolutamente todo en sueco, es decir, que, según la óptica catalana, no podría representar a su país en la Feria de Frankfurt. Pero bueno, el caso de Runeberg tal vez sea precisamente la excepción a la regla en un país donde lo demás es de una normalidad aplastante y donde, por mucho que se diga, siempre han sabido ingeniárselas para no tener que quedarse estúpidamente a oscuras.

SEPTIEMBRE

99 años se cumplen este domingo 9 de septiembre del nacimiento de Cesare Pavese. Los números 99 y 9 no son muy redondos, lo cual me relaja. En la radio del coche suena Back on the Chain Gang de los Pretenders, y el relajamiento se va viendo envuelto en una atmósfera melancólica. Estamos cruzando el Piamonte y nos dirigimos a la Lombardía, a la ciudad de Mantua. Hace un rato estuvimos a punto de desviarnos a Santo Stefano Belbo, el pueblo natal de Pavese, sólo porque el otro día alguien vio en el Financial Times que alquilaban la casa natal del escritor. ¿La alquilan para turismo rural? Por muy poco, no nos hemos desviado. Pero finalmente hemos seguido hacia Mantua y he aprovechado entonces para contar la historia de un famoso escultor vasco que, cuando estaba solo y se aburría por las tardes en su casa de siempre (su casa natal), colocaba un cartel en la puerta donde decía: «Se vende». Y se quedaba fumando un cigarrillo, asomado a la ventana principal, esperando. Era su manera de ir en busca de una conversación que llenara la tarde. Porque siempre terminaba encontrando a alguien que, conocido o extraño, se interesaba por la venta del caserón. Yo creo que vender tu casa natal (aunque sólo lo hagas mentalmente) es una buena forma tanto de liberarse de cargas nostálgicas excesivas como de encontrar buena gente para pegar la hebra.

101 años del nacimiento en Belluno del gran Diño Buzzati. Cada vez más cerca de Mantua, me acuerdo de un espacio tan prodigioso como imaginario llamado Límite, donde Buzzati, escritor de origen rural como Pavese, desarrolló el tema de la espera (su inquietud favorita) en su primera novela, Barnabo de las montañas, donde enmarcaba su historia de hondo calado metafísico en una cordillera imaginada a la que puso el nombre de San Nicola. Este espacio novelesco nos era descrito con una tan asombrosa exactitud de geógrafo que todo el mundo creía que era real. En octubre se cumplirán 101 años de su nacimiento en Belluno. Dedicó su primera novela a su gran pasión por la montaña. Luego vendrían otros libros, donde también había personajes en eterna espera. El desierto de los tártaros fue el más conocido de todos. Como antes con el escultor vasco, he aprovechado la circunstancia para comentar algo, y he dicho que echo en falta un libro sobre los diferentes autores literarios que trataron el tema general de la espera en relación con el desasosiego y la interrogación metafísica. Nerval, Bretón (Nadja), Julien Gracq, Kafka, Coetzee (Esperando a los bárbaros), Juan Benet (En la penumbra), Céline Curiol, Beckett y demás séquito.

97 años cumplió este pasado julio Julien Gracq, que sigue viviendo en su casa natal de St. Florent-le-Vieil, a orillas del Loira, ajeno al mundanal ruido. El mar de las Sirtes sigue siendo su gran novela sobre la espera. El vagabundeo libre y a veces anticipatorio de Nerval, la configuración psíquica tormentosa de Rimbaud, los signos exteriores procesados por una mente sesgadamente surrealista, todo eso forma parte de la configuración de ese inolvidable libro publicado hace ya más de medio siglo. Cuando lo percibimos ahora tan contemporáneo, descubrimos al mismo tiempo que una tenebrosa intuición de futuro está extrañamente agazapada a lo largo de la luz fría de Sirtes y de la morosa espera que cruza toda la trama de esta novela, que es la narración de un tiempo muerto y el anuncio de un renacimiento que nunca llega, una historia de iniciación que oscila entre el secreto y una posible revelación que, a través casi siempre del enfrentamiento con la muerte, resulta ser al final la revelación del propio relato en sí, es decir, la triunfal afirmación de la literatura sobre el mundo.

95 años habría cumplido a finales de este septiembre Michelangelo Antonioni. Cuanto más nos acercamos a Mantua, más lo hacemos también a Ferrara, su ciudad natal. Pienso en La aventura (1960), película que será siempre discutida y que a mí nunca dejará de fascinarme. Abrió caminos a autores que vinieron después y que también he admirado, como Wim Wenders. La aventura fue un film metafísico que en su momento representó una manifestación nueva del lenguaje cinematográfico. Siempre me llamó la atención la historia de su complicado rodaje. Es una historia que Julien Gracq, por ejemplo, habría podido convertir en una novela en torno al tema del tiempo muerto y la espera. Porque el rodaje tuvo problemas con el productor y huelgas del personal, pero el incidente que considero novelable llegó cuando los actores, técnicos y director quedaron atrapados varios días en la Isla Blanca, sin posibilidad de escapatoria, rodeados de un mar tempestuoso y sin nada para comer o abrigarse. Quedaron allí a la espera de que amainara el temporal y en realidad a la espera de todo.

Finalmente hemos llegado a Mantua, donde densas nubes oscuras se están extendiendo aceleradamente por el cielo. La atmósfera, pesada, va volviéndose irrespirable. Retumba, contundente, un trueno lejano. Quedamos a la espera, tensa, de la lluvia. Y de los acontecimientos.

Fue llegar a Mantua y enterarnos de que en la ciudad de al lado, en Módena, acababa de morir el vecino más ilustre, Pavarotti. De repente, toda la atención mediática mundial se centró en la ciudad vecina. Estoy seguro de que, aun no habiendo muerto el tenor, tampoco la atención mundial se habría centrado en Mantua. Allí había sólo un festival literario. Estaban Wole Soyinka y Orhan Pamuk, dos premios Nobel. Y autores como Jonathan Coe, Frank McCourt, Erri De Luca, John Berger, David Grossman, John Banville. Pero la atención mundial nunca se ha perdido por parajes literarios. En el fondo, es una suerte. Nuestra vida de estos días en la discreta Mantua ha tenido dimensiones humanas, mientras que oíamos decir que en la ciudad vecina las vidas parecían televisadas. Tiene Mantua algo de ciudad anónima, pues al regresar del viaje he comprobado que casi nadie sabe nada de ella. Pero allí trabajó Mantegna y ostentaron el poder los Gonzaga, y allí se encuentra el Palazzo Te, con su genial sala dedicada a las relaciones de Amor con Psique.

Espiar en Mantua al maestro de las falsas identidades, espiar a John Banville, es algo que nunca había pensado que haría. El primer día, le vi tomando una cerveza, sentado en una terraza con una señora que parecía su esposa. Y el segundo -confirmando que lleva doble vida- sentado en la misma terraza con una segunda esposa. También pude ver que mi admirado Banville -más bajito de lo que le imaginaba, pero estaba su sombrero panamá para remediarlo- se moría de risa viendo pasar a dos ceremoniosos carabinieri con traje de gala. Y deduje que era muy evidente que le fascinaban toda clase de disfraces y de imposturas. Le estuve observando con la máxima discreción, pero me pareció que se daba cuenta. No en vano, él era el único de los escritores invitados a Mantua que se esforzaba por pasar desapercibido, es más, por ir casi de incógnito, por ser lo más parecido que puede haber a un hombre anónimo. Tal vez por eso, Banville vigilaba a su alrededor y parecía imitar a Alex Vander, personaje de su novela Shroud (Imposturas), aquel farsante que a su paso por las calles de una ciudad italiana de provincias -una cojera cómica y el bastón y el sombrero ocupando el lugar del garrote y la máscara de Arlequín- recordaba la commedia dell'arte: «Siempre sospeché que acabaría así, como un marginado, recorriendo las calles secundarias de alguna ciudad anónima, hablando solo y observado por los transeúntes.»

Banville me recordó a Alex Vander, pero también a Moses Herzog, personaje de Saúl Bellow. Y es que intuí, viéndole moverse tan intenso y pasivo, que su temperamento era de una inocencia tan extraordinaria como su sofisticación: un loco cuyo odio destilaba comedia, un erudito en un mundo traicionero y, a pesar de todo, aún a la deriva en la gran piscina del amor de la infancia, la confianza y la excitación por todas las cosas. Un genio con doble vida, divirtiéndose en su errancia.

Al caer la tarde, encontré audiencia para poder hablar sobre lo que quisiera y comencé diciendo que mi rechazo a una identidad personal (mi afán de no ser nadie) nunca fue tan sólo una actitud existencial llena de ironía, sino más bien el tema central de mi obra.

Nada más decir esto, me pareció que no había dicho algo que fuera del todo cierto, pues a fin de cuentas no me pasaba el día deseando ser nadie y, por otra parte, el tema central de mi obra era otro, tal vez mi incapacidad de decir la verdad. Iba a contar que ése era el verdadero tema central de mi obra cuando me pareció que, si lo decía, iba de nuevo a faltar a la verdad, porque no hago más que luchar siempre con la tensión entre ficción y realidad para alcanzar la verdad

Me puse muy nervioso porque tenía la mirada del público clavada en mí y había sido demasiado arrogante al creer que podía improvisar. Y al darme cuenta de que lo importante era que siguiera hablando sin mostrar vacilaciones, me puse aún más nervioso y acabé reprochándole al Dante que hubiera escrito en el Infierno: «El aire estaba sin estrellas.»

Todo el mundo me miró perplejo, como esperando que continuara. Era consciente de que había agredido a Italia y entonces, para arreglarlo, no se me ocurrió mejor cosa que decir que el drama de Alemania era el de no haber tenido un Montaigne. Haber comenzado con un escéptico, dije, les facilitó a los franceses mucho las cosas. Vi que la gente me miraba con espanto y, por un momento, pensé en pedir asilo político en la embajada de Francia.

A la mañana siguiente, recibí en el hotel a un señor muy serio que preguntó si podía hacerme exactamente cuatro preguntas. Empezó queriendo saber si me identificaba plenamente con el título de mi libro El viajero más lento. Dudé al contestar. El señor aquel tenía un gesto tan grave que no parecía proclive a las vacilaciones. Opté por decirle que sí, y me pareció que después de todo era la respuesta más coherente. Entonces sonrió y, con palabras pausadas, me dijo que era el presidente de la Asociación Internacional del Tiempo Lento. ¿Qué se contesta a alguien que dice algo así? Me quedé lento de reflejos. La segunda pregunta buscaba conocer mi opinión sobre el tiempo. «Si no me lo preguntan, lo sé, pero si me lo preguntan, lo ignoro», dije imitando a San Agustín, y temiendo la reacción airada del señor del Tiempo Lento. Pero el hombre ni se inmutó, siguió anotándolo todo en un cuaderno. La tercera pregunta pretendía averiguar si el tiempo era la imagen móvil de la eternidad. Comencé a preocuparme porque tuve la impresión de que aquel hombre tenía todo el tiempo del mundo y que iba a ser difícil -después de haberme declarado a favor del Tiempo Lento- explicarle que tenía cierta prisa porque me esperaban en la plaza Sordello. Hubo una cuarta, quinta, sexta pregunta. Y más anotaciones parsimoniosas en su cuaderno. Sentí que había quedado atrapado en una trampa claustrofóbica. Y pensé en decirle al señor del Tiempo Lento: «Soy un ser anónimo, ¿me permite volver a la libertad?» Iba a decírselo cuando el hombre, esbozando una sonrisa, cerró su cuaderno y me comunicó que habíamos llegado al final de nuestro tiempo. «Siga su camino», añadió magnánimo. Frenando mi velocidad, salí perturbado, pero libre, hacia la plaza Sordello.

Escribo en el nombre de México, del Hijo y del Espíritu independiente y libre de este festival, Fet a Mèxic, que tendrá lugar en Barcelona desde el próximo sábado. En realidad escribo en el nombre de México desde hace dos décadas, desde que por primera vez vi ese país arrebatador, fascinante.

Aceptamos un despótico sofisma según el cual no tiene sentido preguntar por el momento antes del Big Bang. Pero en mi primer viaje a México tuve la impresión de que el país entero vivía precisamente en ese momento que precedió al universo. Ya en ese primer viaje, el país entero me pareció un espacio virgen para la imaginación, un lugar en el que toda ficción era todavía posible. Esa vida antes del Big Bang, esa vida en el sinsentido, explicaría que México entero -o, como diría Juan Villoro, esa indescifrable realidad que por convención llamamos México- resulte siempre un terreno abonado para la máxima imaginación narrativa, la alucinación y el ensueño.

País desatado y arrebatador, que me dejó fascinado. Creo que me ha llegado la hora de definir esa fascinación. Sí, me ha llegado la hora como si me encontrara en el Día de Muertos en Cuernavaca, en pleno crepúsculo, vestido de franela blanca, sentado bebiendo anís en la terraza del Hotel Casino de la Selva. De entrada, México me fascina porque allí pierdo todo cristiano sentido de la culpabilidad. Allí, como si fuera súbdito de una religión de idioma olvidado, puedo sentir invadida el alma por grandes dioses pecadores.

México me fascina por su culto a los muertos y porque es un pueblo ritual y sobre todo porque, a diferencia del resto del mundo, conserva intacto el antiguo arte de la Fiesta aunque -todo sea dicho- tiene una manera muy curiosa de divertirse: no se divierte. Como dice Octavio Paz, en los festejos el mexicano lo que quiere es sobrepasarse, gritar, cantar, disparar, saltar el muro de la soledad que tanto le incomunica normalmente. Cuando las almas estallan como lo hacen los colores, ¿se olvidan los mexicanos de sí mismos, muestran su verdadero rostro? Nadie lo sabe. México me fascina porque es el paraíso perdido de las máscaras. México me fascina por esa extrema y atractiva cortesía del mexicano, aunque sus silencios -todo sea dicho- hielan. México me fascina porque allí sin mala conciencia jugué en otros días a mostrar mi verdadero rostro en esas noches de muerte sin fin en las que siempre acababa pensando que había otro rostro detrás del que había yo descubierto. México me fascina porque, en su paraíso perdido de las máscaras, me encuentro a la deriva y paradójicamente en casa. Entonces me digo que soy de Veracruz.

Llevo a México en el corazón y más que lo voy a llevar. En sus fiestas, que son reuniones de solitarios que aman los festejos públicos, yo silbo, grito, canto, compro pistolas mentales que descargo en el aire mariachi de Jalisco, descargo mi alma y no me rajo. Con México en el corazón, que decía Neruda. México me fascina porque su imaginario es un espacio de ficción idóneo para la transgresión y para inventar de nuevo la literatura, y porque allí encontré siempre la prosa de mi frontera propia. Por eso cuando estoy en México me sobrepaso y canto, disparo a mi vieja alma y transgredo, voy más allá y tengo la sensación de que en cualquier momento -también eso me atrae poderosamente- la literatura va a engullirme, como un remolino, hasta hacer que me pierda en sus peligrosas provincias sin límites.

OCTUBRE

Fue en octubre, hace exactamente veinte años. Lo recuerdo como si fuera ahora. Era día 26 y me subí al 24. Tengo la fecha anotada en el libro que me compré aquel día de 1987. Creía conocer a su autor, Raymond Queneau, pero no tenía ni idea de qué podía tratar el libro. El título no parecía muy alentador, Ejercicios de estilo, pero resultó ser un conjunto de 99 fragmentos muy divertidos. Lo descubrí nada más subir al 24. De pie en la plataforma del autobús, comencé a ver, con divertido asombro, de qué iban aquellos Ejercicios que acababa de comprarme. Y bueno, iba encontrándolos cada vez más geniales. Se contaba allí -de 99 formas diferentes- una breve historia. Se contaba en verso, en prosa, en presente, en pasado…, y con una extensión variable, desde 4 hasta 499 líneas. Con una única cuerda temática -la anécdota nimia de un altercado en un autobús y un itinerario por París-, el autor atrapaba completamente al lector en cada una de esas 99 historias y le seducía con toda clase de ejercicios de estilo y de juegos de palabras.

Empecé aquel día a reírme, allí en la plataforma del autobús, y hasta creo que por poco se me desencaja la cara de tanto reírme con las 99 versiones de la historia de Queneau (léase Que No, un buen apellido), una historia que en síntesis venía a ser así de tonta: Una mañana, en la plataforma trasera de un autobús casi completo de la línea S, alguien observa a un joven que acusa a otro viajero de haberle pisoteado adrede y abandona velozmente la discusión en cuanto ve que ha quedado un asiento libre. Dos horas más tarde, volvemos a ver al joven delante de la estación de Saint-Lazare conversando con un amigo que le aconseja disminuir el escote del abrigo haciéndose subir el botón superior por algún sastre competente.

A veces me digo que ese libro me impresionó más de la cuenta y que eso pudo deberse a que fue la primera vez que leía en el 24 una historia que ocurría en un autobús.

Raymond Queneau publicó su última novela en la Francia del 68. No se si eligió bien el año, pero el hecho es que apareció El vuelo de Ícaro en esos días complicados. La novela la publica ahora Elisenda Julibert en Marbot, una nueva pequeña editorial de Barcelona. Se diría que casi a diario nace entre nosotros una nueva casa editorial con matices -afortunadamente- literarios. Es asombroso y hay que alegrarse.

En esta ocasión la historia de Queneau arranca en París, hacia 1895, cuando un escritor llamado Hubert crea un personaje llamado Ícaro que, cuando sólo lleva unas quince páginas de vida y quizás por la tendencia a volar que le otorga su nombre, se escapa, vuela literalmente del libro. Hubert saldrá en busca de su personaje y, sospechando que éste ha sido robado por su colega Surget, contratará al detective Morcol para que lo localice. Ajeno a esto, el infeliz de Ícaro, inexperto en el mundo con sus sólo quince páginas vividas, se ha refugiado en una taberna donde toma absenta desconociendo el poderío de la bebida. A partir de ese momento iremos de sorpresa en sorpresa.

Comencé a leerlo ayer en la plataforma del 24 (soy un pasajero constante de esa línea), y aunque en esta ocasión la narración de Queneau no arranca en un autobús, he vuelto a reírme, como en los buenos tiempos. Sólo detuve la lectura para bajarme del autobús. Descendí tímidamente del 24 en el momento en el que Hubert fumaba un partagás frente a sus hojas en blanco y bebía oporto con melancolía. En casa acabé este libro, al que si le volaran la hoja 300 y la dos de la Nota a la edición, tendría 299 páginas, lo cual habría sido perfecto porque me habría permitido especular seriamente sobre la influencia del 99 en mi vida de pasajero constante del 24.

Gonçalo M. Tavares parece que se haya escapado de una novela de Queneau. «Que sí. De allí me he escapado», me diría él ahora si pudiera saber lo que estoy pensando. Seguro que estaría encantado de enterarse de que le imagino recién salido de unas páginas de Queneau. Le tengo a mi lado y, por muy real y buen amigo que sea, no puedo evitar que me recuerde a un hombre dibujado. Y creo que, si tuviéramos aquí absenta, hasta esa bebida también parecería dibujada. Tavares, joven talento portugués, está presentando su libro El señor Brecht a los periodistas de Barcelona. A su lado, tomo yo estas notas para mi dietario. Le escucho hablar de uno de sus personajes, de ese hombre tan bien dibujado que es el señor Henri, que tiene una afición notable por la absenta y es uno de los habitantes de ese barrio de artistas que, libro tras libro, va Tavares creando como si estuviera siempre en permanente vuelo imaginativo: un barrio portátil, una especie de Chiado literario donde compran el pan y toman el aperitivo una serie de señores muy curiosos, cada uno habitante de un libro breve y propio: el señor Juarroz, el señor Calvino, el señor Valéry, el señor Brecht, el señor Kraus. No sé si serán 99 los señores que acabarán viviendo en el barrio, pero sí sé, por ejemplo, que el señor Henri -amigo personal de Icaro, tanto como yo soy amigo de Tavares- dijo el otro día:

– Si un hombre mezcla absenta y realidad obtiene una realidad mejor.

Claro que el señor Henri -como Tavares, Ícaro y Queneau- últimamente pide absenta «sin una sola gota de realidad, por favor». El señor Henri considera que la absenta es el infinito.

– Otro infinito, por favor.

Ayer Sophie Calle me envió su libro Prenez soin de vous (Cuídate). Cuando vi que podía también traducirse por Que Dios te ampare, sentí cierto escalofrío. ¿Se estaría sutilmente despidiendo de mí?

Las cartas de amor -decía Pessoa- son ridículas. Pero ¿qué decir de las de ruptura? Sin duda también pueden serlo. La que Sophie Calle recibió no hace mucho (un e-mail, para ser más exactos) contenía una serie de explicaciones por parte de G. que desembocaban en una fría, glacial despedida: «Prenez soin de vous.»

No sabiendo Sophie Calle qué responder y no acabando de entender la irónica y cruda recomendación final, decidió pedir a 107 mujeres que interpretaran esa carta. Y así comenzó una de las más interesantes aventuras estéticas de los últimos años, el libro Prenez soin de vous. En él encontramos bailarinas, criminólogas, periodistas, astrólogas, poetas, matemáticas, dramaturgas, traductoras, pintoras: todas interpretando, subrayando, mordiendo, analizando sintácticamente, decodificando el mensaje de G.

«Recibí un e-mail de ruptura», explica Sophie en su libro. «No supe qué responder. Fue como si no fuera conmigo aquello. Terminaba diciendo: Cuídate. Tomé la recomendación al pie de la letra. Pedí a 107 mujeres que me ayudaran a interpretar el e-mail. Que lo analizaran, lo comentaran, lo representaran, lo bailaran, lo cantaran, lo disecaran, lo agotaran. Que hicieran el trabajo de comprender por mí. Que hablaran en mi lugar. Una manera de tomarme mi tiempo para romper. A mi ritmo. En definitiva, cuidarme.»

En Prenez soin de vous se observa que aquello que nos toca en lo más íntimo -la ruptura de un amor, por ejemplo- no tiene por qué necesariamente ser un asunto personal. Al contrario, se inscribe en un campo común, universal. ¿Quién no ha cruzado, en algún momento de su vida, por una historia así? Alan Pauls analizó espléndidamente el amor después del amor en su novela El pasado, obra maestra sobre el tema.

En cuanto al amor, cualquier definición de vitalidad está ligada de algún modo a él. Fue interesante la respuesta de Imre Kertész cuando le preguntaron si tuvo momentos felices en Auschwitz: «Sí que los tuve, surgen de lo profundo de uno, y como el mar te inundan, pasan muy rápido, pero dejan el recuerdo, es la vitalidad.» El amor, cuando hay ruptura, también pasa rápido y es la vitalidad y surge, en efecto, de lo más profundo y deja el recuerdo, también el recuerdo -a veces lamentable- de la ruptura: a veces lamentable, sí, pero en otras alegre, porque yo siempre he visto un lado liberador en ciertas rupturas.

El libro de Sophie me ha recordado Carta breve para un largo adiós, la gran novela de Peter Handke. Al regresar a su hotel, el Wayland Manor, cerca de Nueva York, un hombre de treinta años recibe del portero las llaves de su habitación y un sobre con una carta (breve) que dice así: «Estoy en Nueva York. Por favor, no me busques; no te resultaría agradable encontrarme.»

Tras la carta breve de ruptura y a modo de instintiva reacción de supervivencia, el hombre se abrirá al mundo, viajará a lo largo y ancho de los Estados Unidos, leerá emocionado El gran Gatsby -la biblia de los amores truncados- y convertirá su pequeño asunto personal en un asunto de todos, en un viaje de apertura hacia el paisaje de los demás, en un libro sobre la historia de su largo adiós. En cierta forma, el personaje de Handke actúa de un modo parecido a Sophie Calle con su e-mail o carta breve. Sólo que Sophie parece tener mejor humor. En las páginas finales de su libro aparece fotografiada una cacatúa que también lee el e-mail de G., y acaba metiendo su pezuña en él. Puede que haya cartas de amor ridículas, pero también las hay muy peligrosas.

A veces hay personas que, sin saber que estaban enamoradas, se despiden para siempre. En un cuento muy breve de Ray Bradbury titulado Hasta nunca suena un golpe suave en la puerta de una cocina que da a un jardín. Cuando la señora O'Brian abre, se encuentra con su mejor inquilino, el señor Ramírez, acompañado de dos policías de inmigración. Después de treinta meses de estancia allí, su mejor inquilino ha sido descubierto y, por no tener papeles legales, va a ser devuelto al otro lado de la frontera. El señor Ramírez está allí para despedirse de la señora O'Brian. «Adiós, señora, se ha portado usted bien conmigo. Adiós, señora. No nos veremos nunca más», le dice. Cuando ella se queda sola y entra en su casa y sus hijos le reclaman la comida, se queda de pronto muy pensativa. «¿Qué te pasa, mamá?», preguntan. La señora O'Brian les dice, con una gran pena súbita: «Que me acabo de dar cuenta de que no veré nunca más al señor Ramírez.»

Cada día nos despedimos de alguien a quien no veremos más. Como siempre estamos peligrosamente despidiéndonos, hay tardes en las que me despido de todo el mundo y, cuando me quedo solo, decido retardar mi regreso a casa para evitar que me ocurra lo de una amiga que se despidió y ya nunca la volvimos a ver. Voy entonces a lugares extraños y hablo con desconocidos y de todos luego me despido: «¡Adiós, señora O'Brian, ya no nos veremos más!» Son simples precauciones, vacunas para evitar que el vacío de cualquier desaparición, por ínfimo que sea, termine por agrandarse en cualquier momento, en la noche menos pensada.

En el avión a Roma, cuando ya hemos despegado y el cinturón de seguridad deja de ser obligatorio, un joven de aire ausente y más bien zombi se estira completamente en el suelo de una hilera de tres asientos vacíos en la salida de emergencia y se pone a leer una novela de Isabel Allende. Estoy tan convencido de que las azafatas de Clickair van a recriminarle su actitud (tal vez incluso la autora elegida para leer) que me llevo una sorpresa al ver que se ríen y le permiten seguir de aquella forma y con aquel libro, pues por lo visto no hay ordenanza alguna que lo prohíba. Me concentro en el periódico que leo y al poco rato casualmente leo: «Fue el primero en advertir cuál era el peligroso filo de nuestro horizonte y en emitir el diagnóstico certero de que la estupidez no tardaría en avanzar de forma imparable en la sociedad occidental.»

Claudio Magris por la noche en Roma, recién llegado de Finlandia. Sabe que este verano pasé una semana en Helsinki. Se mezclan los recuerdos respectivos y confirmo que Finlandia une porque crea adicciones y ciertos entusiasmos. Es sábado 6 de octubre. Llueve en una Roma gris, melancólica, con un cielo de extraño color ceniza. Nos hallamos en medio de un baile de paraguas entrando en el teatro Parioli, donde se entregan los premios Elsa Morante de este año, que Magris recibe en la modalidad «alla carriera» (a la totalidad de su obra), modalidad sobre la que no tardará en ironizar cuando diga que la distinción le ha recordado a una jovencita que el otro día le dijo: «¿Sabe que usted se licenció con mi abuela?»

Comenta que no hace ni veinticuatro horas iba andando con su hijo mayor por un bosque finlandés buscando setas y que para distinguir entre las comestibles y las venenosas se dejaba guiar por las instrucciones de un libro bien versado sobre el tema. Y paso a imaginarle con una mano en el libro -es asombroso hasta dónde puede llegar la confianza en la palabra escrita-, libre la otra para arrancar la seta recién encontrada y hacerla pasar por el filtro del examen libresco. Vida y literatura más unidas que nunca, en estrecha ligazón en esa perfecta secuencia de una excursión finlandesa. La vida dependiendo peligrosamente de un hilo, es decir, dependiendo de un libro que parece lleno de sentido. ¿Y cómo no pensar entonces en algo que le oí decir, el año pasado en Madrid, al propio Magris: «La literatura no salva la vida, pero puede darle sentido»? No hay cita que sintetice mejor su visión de la íntima relación entre literatura y existencia.

Se acuerda de pronto de cuando en el invierno del año pasado en Madrid confundió mi abrigo con el suyo. Le digo que desde aquel día llevo con especial orgullo mi abrigo y a quien quiera oírlo le digo: «Me llamo Magris como todo el mundo.» Sonríe, tal vez desconcertado. Cuando volvemos a hablar de Finlandia, surge la figura de Sibelius y comentamos una página de Diario de un mal año, el último libro de Coetzee, donde el escritor dice haberse sentido conmovido con las últimas notas de la quinta sinfonía del compositor finlandés y haber experimentado la grande y creciente emoción que la escritura de la música buscó en su momento suscitar. Se pregunta Coetzee qué habría sentido si hubiera sido un finlandés del público asistente a la primera interpretación de la sinfonía en Helsinki, casi un siglo atrás, y le hubiera embargado esa oleada sonora. Y se contesta a sí mismo que se habría sentido «orgulloso de que los seres humanos podamos crear semejantes cosas a partir de la nada. Contrastemos eso con los sentimientos de vergüenza porque nosotros, nuestra gente, hemos creado Guantánamo. Creación musical, por un lado, una máquina para infligir humillación por el otro; lo mejor y lo peor de lo que somos capaces los seres humanos».

Más tarde, en el escenario del Parioli, el señor.Alfonso Pecoraro Scanio, ministro italiano de Medio Ambiente, me susurra al oído algo sobre un oso italiano y, como es lógico, no entiendo nada y, además, me quedo aterrado por no comprenderlo, y sólo comienzo a entender de qué me ha hablado cuando, dos horas más tarde, en la cena, me explican que el ministro ha quedado seriamente afectado porque, la semana pasada, abatieron un oso italiano en tierras eslovenas.

Me parece simplemente raro -o de un sofisticado y extremado nacionalismo- que alguien pueda creer que hay osos italianos, y me acuerdo de El conformista de Bertolucci, donde una señora que da de comer a unos pájaros en un parque romano les habla a éstos en italiano, sin duda porque cree que hablan en su idioma.

En el avión de vuelta a Barcelona, las azafatas de Clickair no reaccionan -las disculpo, qué se hace en estos casos- cuando un joven italiano comienza a imitar, cada quince minutos, los graznidos de una gaviota. Parecen gritos de desesperación y tienen un punto inquietante. Muy pocos pasajeros van sobrecogidos, seguramente son los únicos conscientes de que la estupidez en Occidente avanza imparable.

En La línea del horizonte de Tabucchi, una gaviota se posa en el suelo del cementerio de Génova y camina torpemente entre las tumbas con aire curioso. Un hombre que anda por allí la interroga: «¿Quién eres? ¿Quién te envía? En la dársena también me estabas espiando, ¿qué quieres?»

¿Hablan las gaviotas en italiano?

«Aunque se conteste a todas las preguntas científicas posibles, nuestro problema sigue sin abordarse.»

Para Doctorow estas palabras de Wittgenstein nos indican que, por mucho que cualquier Einstein encuentre las leyes definitivas que expliquen todos los fenómenos, lo insondable sigue ahí, es decir, que toda ciencia topa con un muro. Dice Doctorow en Creadores, valiosa colección de sus mejores ensayos: «La visión de Wittgenstein sobre el problema que sigue sin abordarse es la mirada dura del espíritu insondable y en último extremo irrecuperable, orientado hacia el abismo de su propia conciencia. La suya es una desesperación filosófica que no forma parte de las contemplaciones hermosamente infantiles de Einstein.»

Por contemplaciones infantiles Doctorow entiende la facultad naif de observación del espacio y del tiempo que conservaba íntegra Einstein en la edad madura y que le llevó a pensar -a veces lo decía casi a modo de excusa o de disculpa por sus grandes logros- que había sido precisamente esa capacidad de mirar y pensar como un niño la que le había permitido, con la inestimable ayuda de sus conocimientos, descubrir lo que descubrió. Se preguntaba Einstein cómo había tenido que ser él precisamente quien descubriera la teoría de la relatividad, y se respondía diciéndose que había sido tan lento en todo que, a diferencia de los otros niños, no había empezado a pensar en el tiempo y el espacio hasta hacerse mayor: «Naturalmente, entonces profundicé en el problema más de lo que lo habría hecho un niño normal.»

En mi nueva vida -porque creo en los últimos meses, ayudado por la abstemia que ha seguido a mi colapso físico, estar llevando una nueva, o al menos más serena, vidame interesan mucho los seres que logran mantener o recuperar la despejada mirada hermosamente infantil sobre las cosas, del mismo modo que me interesan los escritores de estilo o pretensiones vanguardistas que tratan de hacer tabla rasa de la gran rigidez de la tradición acumulada e ir en busca de percepciones nuevas, del gesto casi infantil que devuelva al arte la facilidad de realización que tuvo en sus orígenes. Y también me gustan ahora aquellas personas que buscan remontarse a las raíces y para ello se tumban en la hierba fresca de la mañana y contemplan el cielo y las nubes como si fuera la primera vez y se hacen fuertes en su radicalidad inocente y acaban merodeando alrededor de alguna teoría de la relatividad, que es lo mismo que decir que aprenden a mirar y a pensar de nuevo y comienzan una nueva vida.

Claro está que todas esas personas, por mucho que hagan, también están llamadas a topar con lo insondable, pues ése parece ser el problema siempre de fondo. Y a mí, no puedo evitarlo, también me gustan Wittgenstein y las personas que son como Wittgenstein.

«Forastero que buscas la dimensión insondable, / la encontrarás, / fuera de la ciudad, / al final de tu camino», canta Franco Battiato en Nómadas. Vistas así las cosas, vistas con tan tenebrosa lucidez, el vanguardismo (si puedo llamarlo así) de mi nueva vida y las contemplaciones hermosamente infantiles se revelarían entonces tan sólo como un discreto gesto poético de dignidad, como si volver a inventar el arte y la vida sólo pudieran ser un bien relativo (relativo en el sentido que le daba Einstein) ante tanta dimensión insondable.

Para presentar su restaurada Prisión perpetua vino Ricardo Piglia a Barcelona. Cuando le vi en el Bar Belvedere, no sabía que acababa de expresar en una rueda de prensa su convencimiento de que «en realidad todos nos contamos la historia de nuestra propia vida con la ilusión de seguir siendo nosotros mismos: vivimos con la idea de que no podemos conocernos, pero sí narrarnos».

Me presenté en el Belvedere sin saber que no puedo llegar nunca a conocerme, pero que -como acababa de decir Piglia en la rueda de prensa- sí puedo narrarme. Tampoco sabía, cuando me presenté en el Belvedere, que de hecho, tal como acababa de decir Piglia a los periodistas, la práctica de narrar es central en nuestras vidas, es un punto de conexión entre todos nosotros. No sabía estas cosas y, a una pregunta de Piglia sobre mi cambio de vida en este último año, comencé sin darme cuenta a narrarme a mí mismo y conté que no tenía nostalgia alguna de la vida que llevaba antes, pues ya la tenía muy vista y era una historia que me aburría. Me apasionaba en cambio -vine a decirle- la nueva historia, la del día a día de mi nueva vida, la que me permitía ser otro, ser alguien con cierta energía original recuperada, al modo de un Einstein y sus tardías contemplaciones del universo…

Piglia siempre es irónico. Me habló entonces del gran Gatsby, aquel personaje de Scott Fitzgerald «que se esforzaba por cambiar su pasado». Y luego, fiel a lo que acababa de expresar en la rueda de prensa, me preguntó si detrás de esa «historia» de mis dos vidas estaba o no la ilusión de seguir siendo yo mismo. Me sentí contrariado. ¿Acaso no me había contundentemente presentado (o re-presentado) ante él como otro? Parecía Piglia estar haciendo caso omiso de eso, o bien sugiriendo que me engañaba yo a mí mismo creyéndome sumergido en una nueva vida. Y hasta me pareció oírle decir que nos damos falsos impulsos a base de historias nuevas.

Alguien se apiadó de mí y me puso en antecedentes de lo que se había dicho en la rueda de prensa en la que no había estado. Comprendí enseguida que entre la realidad y el deseo podía haber ciertas diferencias. Una cosa era que yo hubiera cambiado realmente de vida y la otra que no hubiera apenas cambiado pero me narrara a mí mismo -sin oposición hasta encontrarme a Piglia- la historia de mi cambio de vida. Cierta capacidad para fabular me permitía haberme convertido en un personaje de mí mismo que se dedicaba a creer que había hecho tabla rasa de su vida anterior y de paso a creer que había empezado a ser otro. Pero ¿a quien quería engañar? ¿A Piglia?

Tal vez mi cambio de vida sólo estaba en lo que yo me narraba. Si era así, tampoco era tan grave, podía seguir narrándome.

Le dije a Piglia que simplemente deseaba seguir siendo yo mismo, pero sin renunciar a esa historia de mi nueva vida: la historia de alguien que tenía percepciones nuevas y que se esforzaba tanto por cambiar su pasado como por buscar (ahí me agarré a Wittgenstein y cité varias frases inteligentes) la dimensión insondable.

Bajé la cabeza con desesperación filosófica.

– Eso he dicho -dije-. La dimensión insondable.

NOVIEMBRE

Es evidente que en una comunidad perfecta en la que nadie sufre o pasa miedo, nadie se plantea nada. Lo asombroso y terrible llega cuando observamos que en una comunidad tan imperfecta como la Barcelona de hoy tampoco nadie parece plantearse nada. Es tan impresionante la pasividad de los martirizados por el colapso general que uno acaba sospechando que ese silencio y resignación sólo pueden responder al clásico preámbulo sigiloso que precede al estallido de una gran revolución.

Pero ¿quién quiere hacer barricadas en este largo puente festivo? Me pregunto esto en la mañana del Día de Todos los Muertos mientras leo a W. G. Sebald y escucho, a bajo volumen, Annie, let's not wait, de los Guillemots. Casi puede percibirse el profundo silencio de los ciudadanos que se han ido masivamente de puente, olvidándose -es el aire de los tiempos- tanto de la revolución como de los muertos.

La desbandada general pone de manifiesto que, al igual que la revolución, el viejo culto a los muertos está ya de capa caída en Occidente y que en esto Barcelona no es precisamente una excepción. Ya no se convive, como antes, con los antepasados, y nos vamos alejando peligrosamente de la cultura de la memoria. Antes convivíamos con los muertos, que morían pero se quedaban formando parte del paisaje moral.

La gravedad de esta decadencia de la cultura de la memoria la ilustra cualquier escrito de W. G. Sebald, la encontramos en el libro Campo Santo, por ejemplo, que acaba de publicar Anagrama: una colección de relatos y ensayos que leo desde ayer y que se inicia con cuatro magistrales fragmentos de una novela sobre la muerte y Córcega, una novela que Sebald nunca acabó. En todos los libros de este autor encontramos una prosa meticulosa y pausada que en su morosidad sin límites pugna por la recuperación del dolor, el luto y la memoria.

Ayer, al mover una estantería dedicada a la literatura alemana, una novela se despegó del conjunto y fue a rodar con vivacidad por el suelo apartándose con malos modos del resto de libros que la habían acompañado durante los últimos años. Al ir a recoger la novela insurrecta, vi que se trataba de El problema de Aladino, libro de Ernst Jünger que hacía tiempo que había perdido de vista. Y al hojear las primeras páginas, caí en la cuenta de que a Jünger le habían obsesionado también aspectos de la decadencia del culto a los muertos que tanto preocupan a su compatriota Sebald. Probablemente, éste y Jünger no sintieran en vida el más mínimo interés el uno por el otro, pero releyendo El problema de Aladino me resultó inevitable hallar un insospechado punto en común entre estos dos escritores, a primera vista tan incompatibles y en el fondo muy próximos en su alarma por la acelerada pérdida de la memoria en nuestra cultura.

¿Cómo nació esa cultura? Con el culto de los muertos precisamente, con la veneración religiosa de los antepasados, con las pirámides y con los túmulos que construían los hombres prehistóricos, con sus cavernas y sus grutas. Para Jünger, todo eso se ha perdido, e incluso no existe ya. Es más, ahora, cuando un hombre muere, se da por sentado que desapareció para siempre. En consecuencia, tampoco puede haber arte allí, pues el arte ofrece mucho más que la pura presencia, ofrece la trascendencia. Para Jünger, si el culto de los muertos reapareciera, sería el signo esperado de que la cultura puede volver a echar raíces.

En cuanto a Sebald, los cementerios le atrajeron desde niño, y no exactamente por morbosidad, sino por averiguar quiénes eran las personas allí enterradas, conocer sus historias, saber qué habían pensado cuando estaban vivas. Y si Jünger advertía que el problema de Aladino era el de la trascendencia, Sebald se lamentaba del declive o deterioro de ésta y del error que se cometió al expulsar a la metafísica de la filosofía. Toda la obra de W. G. Sebald parece un comentario a ese error. «Porque hay cosas -decía en una entrevista- que no nos podemos explicar fácilmente, y porque, más allá de lo social, siempre formó parte de nuestra condición humana, sin duda más antes que ahora, mantener cierta relación con los que nos antecedieron. Recordar a los muertos nos distingue de los animales. Hasta hace poco, la presencia de los antepasados era real en muchas regiones de Europa. A esa gente se la conocía.»

En Campo Santo brilla con energía propia el indignado ensayo Construcciones del duelo, donde el autor habla de la sorprendente paralización de sentimientos con que se respondió en Alemania a las montañas de cadáveres de los campos de concentración y comenta, con pesimismo, nuestra creciente incapacidad para cualquier duelo. Como una maldición del mundo actual, la ausencia del culto a los muertos y la pérdida de trascendencia ha ido dejando desamparados nuestros camposantos y crematorios. ¿Quién no ha pensado alguna vez en una ceremonia en el crematorio, viendo que introducen el ataúd en el horno sobre la cureña, que la forma de despedirnos de los difuntos se caracteriza por una mezquindad y una prisa mal disimuladas? Es nuestra incapacidad moderna para cualquier duelo. A este paso -viene a advertirnos W. G. Sebald-, la memoria entera del pasado se disipará en una masa informe, indistinta y muda, y se perfilará en el horizonte un mundo hostil y tan carente de memoria que seguramente las personas, al abandonarlo, no sentirán la necesidad de regresar ocasionalmente algún día, de regresar aunque sólo sea por curiosidad, por visitar a los familiares, por conocer al fin de cerca los entresijos que comporta llevar una respetable vida de almas en pena.

Hallándome el otro día en plena calle, en noche especialmente cerrada, a la salida de una entrevista en la parisina Radio Lichtenberg, fui importunado por un español que dijo ser amigo de Bernard Quiriny y deseaba saber si había yo experimentado alguna vez «la angustia de la primera frase». Viendo que no iba a confesarle tan fácilmente si había conocido esa angustia, el desconocido se tomó el asunto con calma y pasó a ironizar acerca de la extrema simplicidad de las dos mejores primeras frases de toda la historia de la novela francesa. Sin duda, tenía razón en lo de la extrema simplicidad. Una era de Albert Camus, primera frase de El extranjero: «Hoy mamá ha muerto.» La otra, el sencillo comienzo de Marcel Proust en su Recherche: «Durante mucho tiempo, me acosté temprano.» Le dije que no eran dos, sino tres las frases sumamente simples y al mismo tiempo las mejores de toda la historia de la novela francesa. La tercera correspondía a Louis-Ferdinand Céline, a su comienzo de Viaje al fin de la noche: «La cosa empezó así.»

¿No era «La cosa empezó así» la manera más literal de empezar? Ahora bien, tan sólo en apariencia era simple aquel comienzo de Céline. En realidad, si aquella frase la decíamos en voz alta y a modo de latigazo (en su francés original, «Ça a commencé comme ça»), sonaba como un gargajo y en su violento desprecio hacia todo resumía admirablemente la novela entera.

Se quedó pensativo el amigo de Bernard Quiriny y quise ayudarle. Le sugerí que se interesara también por las últimas frases. Me miró como si acabara de decir un sacrilegio y me dijo que para que una frase sea la última siempre es necesaria otra que lo diga, y por lo tanto nunca puede haber una última frase.

«Ça a commencé comme ça», le repetí, esta vez a modo de latigazo seco de despedida. Y me fui de allí bien raudo. Así se enteró, supongo, de que una primera frase puede ser también la última. ¿Se habrá enterado también de que hay muchas formas de llegar y que la mejor es no partir?

«El general en jefe aguardiente» (Lichtenberg, Aforismos).

Aunque a Radio Lichtenberg se puede llegar de muchas formas, uno no se siente verdaderamente en ese lugar hasta que ve la famosa placa de la sala de espera, donde puede leerse: «Estaba un día leyendo Lichtenberg en su salón cuando tropezó con esta rimbombante frase: El señor barón Gottfried Wilhelm von Leibniz inventó el edículo diferencial. Levantó Lichtenberg la cabeza y pensó que ahí deberían haber escrito solamente Leibniz inventó el cálculo diferencial. De lo contrario, pensó, uno no puede dejar de sospechar que en el famoso invento le ayudó su mayordomo.»

Lichtenberg, gran genio de la literatura de todos los tiempos, proyectó escribir dos libros que al final se quedaron sólo en los títulos: Teoría de los pliegues de una almohada y Autobiografía de instantes, dos libros que sus incondicionales echaremos siempre en falta. Fue, en todo caso, un excepcional aforista y, como ha señalado Juan del Solar, circularon por su obra ideas de muy distinto brillo y magnitud («Toda una Vía Láctea de ocurrencias»), ocasionalmente agrupables en constelaciones, una obra que refleja la pluralidad de intereses de un observador sutilísimo de sí mismo y del mundo. Y es que, por ejemplo, también fue (vivió a finales del XVIIl) el introductor de los balnearios en su país natal y uno de los mayores expertos del mundo en pararrayos.

De hecho, fue asesor del hombre que colocó el primer pararrayos de Alemania. Era Lichtenberg un gran estudioso de las tormentas (he oído decir que las coleccionaba), y físicamente un hombre raro, aunque parece que lo suficientemente alto como para no ser considerado un enano. Había aprendido a escribir de espaldas a la pizarra para disimular ante sus alumnos su joroba, y un día escribió delante de todos ellos este aforismo: «Un patíbulo con un pararrayos.» A pesar de su deformidad física y de que su inmenso saber sólo le llevara a un profesorado de física en Gotinga, era todo lo contrario de un amargado. «Apenas alguien tiene una deformación, ya tiene ideas propias.»

Una vez inicié una novela con estas palabras: «Nunca tuve suerte con las mujeres, soporto con resignación una penosa joroba, todos mis familiares más cercanos han muerto, soy un pobre solitario que trabaja en una oficina pavorosa. Por lo demás, soy feliz.» Me dejé guiar por la influencia del humor de Lichtenberg, el hombre de las ideas propias. Y buscaba con ese inicio evitar la pregunta periodística que me hacían siempre cuando publicaba algo: ¿Es autobiográfico su libro? Pensé que era demostrable que ni era jorobado ni habían muerto mis familiares más cercanos y que eso ahuyentaría por fin la maldita pregunta. Pero fue inútil, porque siguieron preguntándome lo mismo. Yo les decía: «Pero, bueno, ¿soy acaso jorobado? ¿Me han visto alguna vez escribiendo de espaldas a una pizarra?»

Estuve contando todo esto el otro día en la parisina Radio Lichtenberg, como también conté que en un original y brillante blog español, ellamentodeportnoy.blogspot.com, habían iniciado, no hacía mucho, una investigación acerca de por qué el narrador de mi novela se proclamaba jorobado. Desde aquí les digo a los del blog que, si un día piensan en Lichtenberg, habrán hallado parte de la solución. Porque recuerdo bien los días en que, ya desde la primera frase de mi libro, decidí que éste fuera escrito por una modesta contrafigura de Lichtenberg, el hombre de la deformación y de las ideas propias, ese aforista (será mejor decir filósofo) al que no me canso de volver: «Daría parte de mi vida por saber cuál ha sido la presión barométrica media en el Paraíso.»

Aunque no se había ido nunca, vuelve la oscura corriente que corría rápidamente desde el corazón de las tinieblas, llevándonos río Congo abajo, hacia el mar, con una velocidad doble a la del viaje en sentido inverso. Y vuelve también la vida de Kurtz a correr también rápidamente, desintegrándose en el mar del tiempo inexorable. Coincidiendo con el ciento cincuenta aniversario del nacimiento de Joseph Conrad, aparece una edición conmemorativa de El corazón de las tinieblas. Su autor escribió otras obras memorables, pero el largo monólogo de Marlow, contrafigura del propio Conrad en Corazón de tinieblas (ése sería el título más exacto, pues permite el doble sentido del original), se ha salvado de todas las oscuras corrientes del olvido.

¿Por qué esta novela y no Lord Jim, por ejemplo, que también tiene una categoría excepcional? Aunque sobre esto hay teorías para todos los gustos, a mí me gusta pensar que es a causa esencialmente de su estructura narrativa tan moderna, y no tanto por la influencia de Apocalypse Now, la adaptación al cine, o por la indiscutible actualidad de sus denuncias colonialistas. Ha resistido por la asombrosa modernidad de su propuesta narrativa.

«Escribir es prever», anotó Paul Valéry a mano en la dedicatoria de un ejemplar de Charmes que hoy forma parte de la biblioteca de Jordi Llovet. La sentencia de Valéry es fácilmente aplicable a Conrad, que creó para Corazón de tinieblas un tipo casi inédito de estructura narrativa que luego se extendería por toda la literatura contemporánea. La primera parte del libro crea expectativas en torno a la enigmática figura de Kurtz, a cuyo encuentro viaja el lector. Pero el narrador va demorando la hora de ese encuentro. Es un libro en el que en realidad, a diferencia de tantas novelas de su época, no hay acción, y apenas sucede nada, aunque las expectativas de conocer a Kurtz se van haciendo cada vez más grandes. Pero para cuando éste finalmente aparezca, la novela se hallará ya en su recta final. Arrastrábamos unas ganas inmensas de saber cómo era y qué pensaba del mundo y le oímos sólo decir: «Estoy acostado aquí en la oscuridad esperando la muerte.» Es un personaje que preludia figuras de Kafka y de Beckett. El monólogo de Marlow sólo nos ha conducido hasta un personaje que va a descubrirnos que hemos leído la novela para viajar hacia una revelación final que, tal vez por intuirla horrible, preferíamos demorar leyendo escenas banales, y que en efecto va a dejarnos ante un hombre extraordinario, Kurtz, enfrentado a la tiniebla que encierra su propio ser, incapaz de decir algo más que esto acerca de la verdad última de nuestro mundo: «¡Ah, el horror! ¡El horror!»

El monólogo de Marlow se inicia al dejar atrás el puerto de Londres, donde hacia el oeste puede verse que el lugar de la monstruosa ciudad está aún señalado siniestramente en el cielo: es una leve tiniebla bajo el sol, un resplandor cárdeno bajo las estrellas. Oímos entonces la célebre frase inaugural de la historia:

– Y también éste ha sido uno de los lugares oscuros de la tierra.

Se nos dice de Marlow que de entre todos los viajeros era el único que «aún seguía el mar». A propósito de esto, resulta curioso observar cómo se ha instalado el tópico de que Conrad fue un escritor de historias de acción y de aventuras marítimas cuando en realidad está comprobado que detestaba la acción y el mar. Su colega Saint-John Perse nos dejó estos datos sobre Conrad: «No le gustaba el mar -vivía cuarenta y dos millas tierra adentro-, pero sí el hombre contra el mar, y los barcos, y nunca me entendió cuando le hablé del mar en sí.»

Su amigo Bertrand Russell previo la resistencia al tiempo de «la terrible historia titulada Corazón de tinieblas, en la que un idealista un tanto débil es empujado hacia la locura por el horror de la selva tropical y la soledad entre salvajes». Lo conjeturó con indudable acierto Russell, que consideraba que esa narración era la que expresaba de manera más completa la filosofía de la vida de Conrad -la vida tomada como una navegación río Congo abajo-, una filosofía que consideraba el mundo civilizado un peligroso paseo sobre una tenue corteza de lava apenas enfriada que en cualquier instante podía romperse y hacer que el incauto se hundiese en un abismo de fuego. Esa conciencia de las diversas formas de apasionada demencia a que se sienten inclinados los hombres era la que le daba a Conrad, según su amigo Russell, una creencia tan profunda en la importancia de la disciplina.

Últimamente, por cierto, dedico tiempo al estudio del diverso sentido de la disciplina que tienen personas -próximas o lejanas- que me interesan. En el caso de Conrad puedo decir que en materia de disciplina no fue precisamente moderno, pues ni consideraba que había que apartarla por innecesaria (las horribles versiones progres surgidas de Rousseau) ni que hubiera que pensarla como esencialmente impuesta desde afuera (el no menos horrible autoritarismo).

Conrad se adhería a la tradición más antigua según la cual la disciplina debe proceder de dentro. Es una fuerza mental, que emite nuestro propio genio del lugar, el genius loci, nosotros mismos. El hombre no se libera dando libertad a sus impulsos y mostrándose casual e incontrolado, sino sometiendo la fuerza de su naturaleza a una idea del espíritu y a un proyecto dominante, a un férreo código mental que sepa cancelar su libertad más salvaje y situarle en la corriente, río abajo, de una vida disciplinada y, a ser posible, gracias a los designios interiores del genio del lugar, moderadamente sublime.

Estoy viendo las fotografías de Rajastán que se expondrán, a partir del jueves en la Fundación Vila Casas de la calle Ausiàs Marc. Creo razonable sospechar que nadie en el colegio de los maristas en el que estudiamos, nadie en aquellos días que Carlos Barral calificara de años de penitencia, pudo llegar a pensar, ni siquiera soñar, que el alumno Tito Dalmau quedaría un día fascinado por la India y muy especialmente por el estado de Rajastán. En aquellos años, nadie iba muy lejos, y la India quedaba para nosotros más lejos que la lejanía. Ajeno a su futura pasión, recuerdo que Dalmau pasó el invierno de 1963 -así quedó documentado en la agenda que me servía de dietario- ganándonos a todos al ajedrez.

Viendo las fotografías hindúes, tengo la impresión de que -tal como le sucede a mi admirada Consuelo Bautista en sus imágenes sobre el mundo de la inmigración en cayucos hacia Europa-, Dalmau aspira siempre como fotógrafo a borrarse, a volverse invisible detrás de la cámara. Cuando capta algo, apenas quiere estar ahí, y más bien se diría que desea desaparecer y que no haya interferencias, para que así sólo exista la imagen. Pero no hay duda de que en ocasiones eclipsarse es una exigencia que nunca verá cumplida del todo, porque siempre habrá paisajes o seres fotografiados y, como es obvio, éstos exigirán, por tímida que sea, una presencia al otro lado de la cámara. En cualquier caso, pienso que a Dalmau tanto afán de invisibilidad no tiene por qué resultarle conflictivo; es más, intuyo que de esa tímida tensión surge precisamente su maestría fotográfica.

A mí me parece que siempre ha existido en aquel implacable jugador de ajedrez un gusto por atender, hasta en lo más aparentemente trivial -el vestuario cotidiano, su bastón de ahora, la pulcritud y orden de su pupitre en el aula marista-, las más notables exigencias estéticas. Eso digamos que ha sido siempre innato en él, le viene de lejos. De cerca, paradójicamente, le viene la lejana India. Tan de cerca como le miran sus fotografiados en esta exposición cuyo título general es Rajastán. Esta proximidad trae como consecuencia que sus arraigadas concepciones artísticas den paso en él, casi instintivamente (tal vez también por eso quiera a veces difuminarse), a una ética que surge casi de la exigencia misma de los retratados.

Y es que, al igual que me sucede con las de Consuelo Bautista, las imágenes de Dalmau ilustran a la perfección la bella teoría de Giorgio Agamben según la cual en las fotografías verdaderamente hermosas se cuela de rondón siempre una curiosa, honda exigencia: el sujeto o sujetos capturados en la foto exigen algo de nosotros. Agamben dice que le gusta especialmente el concepto de exigencia, «que no hay que confundir con una necesidad factual». Para él, incluso si la persona fotografiada estuviera hoy del todo olvidada, incluso si su nombre estuviera borrado para siempre de la memoria de los hombres, incluso a pesar de todo eso -o, quizás, precisamente por todo ello-, esa persona, ese rostro exige su nombre, exige no ser olvidado.

Ante alguna de las fotos hindúes, he sentido el impulso de desviar la mirada cuando he creído ser mirado por las personas retratadas. Concretamente, en una de ellas -una imagen en la que predomina el amarillo y hay cinco personas de cierta edad-, me he encontrado con el vivo retrato de un hindú sin nombre, un viejo que lleva pintura roja en la frente y, excepto los ojos, el resto del rostro velado. Si no fuera porque es improbable, afirmaría ahora mismo que es el viejo hindú que hace años, en un antiguo claustro cátaro de las afueras de la ciudad de Soria, me traspasó con una sola mirada y luego salió sigilosamente del lugar. Siempre he pensado que en su gesto había algo especial para mí, que quiso decirme algo, nunca he sabido qué. Creo que me miró a mí y a mi destino y que tal vez quiso decirme que algún día iría yo a la India, o simplemente que algún día volvería a verle.

Ha ocurrido hoy. De nuevo la mirada exigente del hindú del claustro cátaro me ha traspasado. No sólo sigue mirándome a mí y a mi destino, sino que está recordándome que debería perderme en Rajastán y al mismo tiempo exigiendo que su mirada y su nombre no se borren para siempre de mi memoria y de la de los hombres. Y aquí estoy yo ahora tratando de que perdure esa mirada, en parte provocada por el propio Dalmau, que ha priorizado los matices éticos de la mirada hindú, una mirada que se interroga por los nombres perdidos, las personas borradas, por todos los humillados y ofendidos.

En esos personajes encontramos siempre -como si volvieran del atlas de la vidala exigencia de fondo que está detrás de todas esas miradas siempre en acto de perderse: una exigencia de redención. Porque todas quieren salvarse, aquí y en la India y en los confines del mundo, y hasta en ese mapa del que los exploradores -olvidados ya sus nombres- no saben volver. Porque todas son, además, el lugar de una división, el lugar de un desgarro espiritual entre lo sensible y lo perceptible: el mismo desgarro del fotógrafo, que quiere volverse intangible, pero ve que las personas y paisajes retratados -incluso en los casos en los que la invisibilidad vela los cuerpos y los rostros- le exigen estar ahí, y, es más, hasta parece que le pidan que no permita que a ellos, ni aquí ni en Marruecos, ni en Senegal ni en Rajastán, les engulla el infame olvido de los nombres borrados, la maldita estela de los nombres suprimidos.

DICIEMBRE

Conmoción esta mañana al salir a la calle y reparar de golpe en la extrañísima presencia de las cosas. Me he sentido tan atónito como completamente superado al observar la geométrica distribución de las calles, los letreros que indican la cercanía del parque Güell, las personas vestidas y charlando, el vendedor de lotería, la risa del paquistaní en la puerta del supermercado, la vendedora de flores de la Travessera, la inteligencia de todo eso.

El barrio es un prodigio más de la relojería universal, y uno ha de ser muy estúpido para negar la inteligencia y ficción de las cosas que lo recorre. He caminado por las calles como si fuera un recién llegado y he admirado la perfecta distribución de semáforos y letreros, la asombrosa realidad de la inteligencia cotidiana.

Me ha turbado ver al hombre de pelo rizado, enano y cojo que desde hace años, siempre a la misma hora, dobla por la calle del Torrent de les Flors. ¿Adónde va desde hace tantos años? Parece uno de esos turbios viajeros que tan mala espina nos dan cuando cruzan en diagonal los vestíbulos de las estaciones y acaban doblando por un pasillo lateral sin que sepamos nunca qué destino llevan.

Sin necesidad de forzarlas, me han llegado con suprema puntualidad la angustia por la fuga del tiempo y la enfermedad -porque es una enfermedad- del misterio de la vida. El hombre enano y cojo ha tenido su responsabilidad en esto. Me ha hecho pensar en todas esas caras que vemos en nuestras calles habituales y que, si un día dejamos de verlas, nos quedamos medio tristes, porque intuimos que han doblado en silencio, por última vez, la definitiva esquina de siempre.

No había esta mañana en mis calles habituales quien me rescatara de la angustia por la fuga del tiempo y me he quedado más tiempo de lo normal recordando los rostros de aquellos transeúntes que fueron habituales del barrio y un día, sin que en un primer momento nadie lo percibiera, se desvanecieron para siempre en el opaco vacío de la relojería universal..¿Qué fue de todos ellos? Formaron parte de mi vida en otros días, y luego se borraron. Me he acordado de Pessoa, que se preguntaba por el viejecito redondo y colorado del puro habano a la puerta del estanco. Y por el dueño del estanco. Todos habían ya partido hacia el reino de la luz del otro barrio. «Mañana», escribía Fernando Pessoa, «también desapareceré yo de Rua da Prata, de Rua dos Douradores, de Rua dos Fanqueiros. Mañana, también yo, sí, mañana yo también seré el que dejó de pasar por estas calles, el que otros vagamente evocarán con un qué habrá sido de él. Y todo cuanto hago, todo cuanto siento, todo cuanto vivo, no será más que un transeúnte menos en la cotidianidad de las calles de una ciudad cualquiera.»

Se trata de llevar la vida al otro lado.

A la fascinación del peligro extremo se le une el encanto añadido de lo clandestino. A un lado, la masa de una montaña. Una vida que el funambulista conoce. Al otro, un universo de nubes tan lleno de lo desconocido que hasta le resulta vacío. Demasiado espacio. A sus pies, un cable de acero. Nada más. Sus ojos captan lo que se levanta frente a él y que no es más que la parte superior de la torre norte del World Trade Center. Sesenta metros de cable por delante. El camino está trazado. Philippe Petit está a 400 metros de altura, entre las dos Torres Gemelas, verano de 1974.

Paul Auster aún recuerda con intensidad y emoción la mañana de 1974 en que su amigo el funambulista Philippe Petit «le hizo un regalo de una asombrosa e indeleble belleza a Nueva York». Ese día, Philippe Petit, después de meses de preparativos clandestinos, tendió por sorpresa un alambre de acero entre las torres gemelas del World Trade Center y fue de una azotea a la otra, cruzó el vacío en una larga travesía del aire que duró cuarenta y cinco minutos inmortales.

Que recordemos mucho más la destrucción de las torres gemelas que aquel acto artístico de gran belleza que tuvo lugar un cuarto de siglo antes en el mismo escenario es, en el fondo, algo bien comprensible, pues hubo un mortal desastre aquel 11 de septiembre. Pero eso no quita que sería genial si, en lugar de arrinconar tanto la memoria de la belleza, estuviéramos hechos de otra materia y fuéramos capaces de recordar con la misma intensidad que la destrucción la poesía extraordinaria del gesto del funambulista Philippe Petit el día en que alcanzó las nubes en lo alto del World Trade Center.

Alcanzar las nubes es el libro en el que Philippe Petit cuenta detalladamente la historia de la gran aventura que terminó el día en que al sur de Manhattan realizó su más grande actuación aérea: el día en que, venciendo al vértigo («guardián del abismo» lo llama), entró en contacto directo con los dioses al cruzar de una azotea a otra en lo más alto del cielo y del aire de Nueva York.

De lo que es capaz un hombre. Pero la gran acción -siempre hay un lado cómico en toda gran acción- se gestó en realidad en un lugar muy pequeño, en el invierno de 1968, en París, en la sala de espera de un dentista. Philippe Petit apenas tenía dieciocho años cuando, con dolor de muelas y estilo ya funámbulo, hojeó un París Match en el que se decía que estaban terminando de construir las torres gemelas de Nueva York y que éstas superaban en un buen número de metros a la pobre Tour Maine-Montparnasse. Parecía que le estuvieran diciendo que las dos torres de Nueva York eran inalcanzables. Philippe arrancó la hoja de la revista y salió corriendo de la sala de espera de aquel dentista, y a partir de entonces pasó a vivir con su obsesión por tender un cable entre las dos torres y cruzarlo. Viajó a Nueva York y durante meses comenzó a inspeccionar las posibilidades de subir clandestinamente una madrugada hasta la azotea de la torre sur del World Trade Center y hacerlo provisto de todo para la proeza: cuerdas de polipropileno y nylon, aparejos de poleas con gavillas, cables de acero de varios diámetros, vigotas con cuerdas de fibra, cinturones de seguridad, guantes de obra, destornilladores y llaves inglesas.

Cuando años más tarde, en 1974, en la aduana de Nueva York un policía le preguntó por qué llevaba todo aquello en el equipaje, Philippe Petit contestó:

– Oh, no es nada. Soy funámbulo, y estoy aquí para tender un cable entre las torres gemelas del World Trade Center.

El policía respondió con una larga y sonora carcajada y con un ademán le invitó a entrar en Estados Unidos.

Tras su ilegal travesía del aire, los periodistas le preguntaban a coro en la comisaría por qué lo había hecho, y contestó espontáneamente: «Cuando veo tres naranjas hago malabarismos, cuando veo dos torres, ¡camino!»

De Alcanzar las nubes -que he leído poniéndome muchas veces en el lugar de Philippe Petit y sintiendo entonces un vértigo infinito- difícilmente olvidaré un momento, curiosamente uno de los pocos que no relaciono con el vértigo físico, sino con un sentimiento de misterio y al mismo tiempo de vértigo anímico, interior. Un hecho pavoroso, cargado de extraño significado, como una premonición de la altura del vértigo del propio rascacielos en construcción. Un hecho pavoroso visto en retrospectiva, es decir, visto después del 11 de septiembre. Se trata del momento extraño en que Petit está haciendo las primeras inspecciones para ver si será posible realizar su actuación por sorpresa y percibe un H. A., es decir un «hecho aislado», que así es como los antropólogos llaman en sus informes a cualquier hallazgo atípico en su campo. Philippe Petit está subiendo las escaleras de las plantas más altas de la torre sur y le parece que ha habido un terremoto, que luego ve que en realidad ha sido una sacudida, una sacudida interior. En cuestión de segundos, los escalones de metal empiezan a trepidar bajo sus pies. Luego las barandillas a las que se agarra vibran levemente. No, no tan levemente. Los escalones, las barandillas y su cuerpo han traspasado su temblor a los tabiques del hueco de la escalera y todo el edificio empieza a estremecerse. A través de la obra le llega el grito de la torre: su estructura de acero que se dilata y se encoge, que se retuerce y aplasta, ha dejado escapar una queja de dolor.

Imposible no pensar que un hombre, el funambulista Philippe Petit, fue advertido vagamente por el propio edificio de lo que un trágico día -que todo el mundo hoy recuerda- sucedería.

Hace muchos años, dormí una noche en la casa de Carlos Barral en Calafell. Es una historia ya lejana. Dormí en un sofá de la sala de estar de la planta baja, cerca de la chimenea y de la puerta de entrada. Cuando hace tres años supe que la casa de Yvonne y Carlos Barral se había convertido en Casa Museo, recordé que había dormido allí, y me llegó de pronto la conciencia brutal del inexorable paso del tiempo. Parecía casi increíble, pero había vivido lo suficiente como para haber dormido en lugares que ahora ya eran museos.

Luego, un día, vi la casa de los Barral en la televisión, y vi el sofá, y supe que se hacían allí visitas que se programaban desde el ayuntamiento. No sé por qué el resto de aquel día me pareció dominado por una extraña furia que parecía estar despojando de sus colores a las cosas. Por la noche, desperté algo alterado creyendo que dormía en el sofá de los Barral y los visitantes del museo me miraban como muertos vivientes. Completamente ya despierto en mitad de la noche, me dio entonces por pensar que la literatura no tenía ninguna relación con la realidad, y que para confirmarlo bastaba el ejemplo de la casa de Calafell y sus visitas programadas. Qué lejos estaba la literatura de Barral de esas visitas y del sofá convertido en pieza de museo y del reportaje de televisión que había visto por la mañana. Viendo aquel reportaje, me había parecido observar que en realidad la literatura, por muchos esfuerzos que hagan, nunca podrá aparecer en la televisión. Esto, sin ir más lejos, ya lo había notado cuando los de TV3 fueron a la feria del libro de Frankfurt y ya desde el primer momento vi que la literatura no aparecería en sus imágenes. Es más, vi que no sabían dónde encontrarla y filmarla, dónde estaba ni qué era. Y también que no tenían la menor relación con ella. La buscaban por todos los pabellones de la feria y acababan plantando la cámara ante lo primero que les parecía que podía ser literatura: un dibujante de cómics firmando libros, un cineasta que había adaptado novelas, una señora que leía a Jordi Pujol.

Pero la literatura siempre ha tenido su autonomía plena y su propio sentido, sus relaciones, su coherencia íntima y un código interno infinitamente serio. Y tiene una casa propia en un lugar extraño, que no se parece al museo de Calafell ni a la feria de Frankfurt, sino a ese palco parecido a un sofá que hay en el Gran Teatro de Oklahoma del que nos hablara Kafka; un palco que, por poco que miremos bien, acabaremos descubriendo que no es exactamente un palco, sino el escenario mismo: un escenario con una balaustrada que avanza en amplia curva hacia el vacío.

La velocidad de las cosas, que diría Rodrigo Fresán. Parece que haya transcurrido una infinidad de tiempo desde aquel marzo de 2002 en que, en un ordenador ajeno, sentí que había quedado fascinado por Internet o, más concretamente, por el narrador de historias que se ocultaba en el buscador de Google. ¿Quién iba a decírmelo a mí, que tanto me había resistido a la Red?

Al día siguiente me compraba un ordenador, Internet por módem vía teléfono y Windows 98. Pero todo esto es hoy memoria extrañamente ya muy lejana. Y raro es decirlo, pero siento que respiro con una pulsión constante de lejanía, como si viviera a finales del XXI. Y es que todo, incluso lo más moderno, se me vuelve enseguida antigualla y recuerdo bien lejano.

«Je me souviens d’Internet», que diría Perec.

Podría yo perfectamente decir lo mismo.

El pasado día de San Esteban, caminando por la rué de Rome de París, me dediqué a imaginar que me encontraba en Barcelona y que, tratando de vencer el aplastante aburrimiento de tanta fiesta navideña sin tregua, me dedicaba a confeccionar un catálogo de las veces en mi vida que me había despedido a la francesa. A medida que iba imaginando esto, fui viendo que el catálogo se me hacía peligrosamente infinito, pues no paraba de recordar despedidas que podían inscribirse en la tradición del sans adieu (sin adiós), que es la expresión francesa que en el lenguaje coloquial español del XVIII se acuñó en la forma despedirse a la francesa, aunque en este caso para reprobar a alguien que, sin despedida ni saludo alguno, se retirara de una reunión.

Dejé de confeccionar mi abrumador catálogo mental cuando, al llegar al Boulevard Haussmann, me concentré ya sólo exclusivamente en la expresión sans adieu, que tan de moda estuvo a lo largo del XVIII entre la gente de la alta sociedad de Francia cuando era costumbre retirarse sin despedirse del salón donde tenía lugar una velada, y hacerlo sin tan siquiera saludar a los anfitriones. Parece que llegó a tal extremo este hábito, que era considerado un rasgo de mala educación lo contrario, saludar en el momento de marcharse. A todo el mundo le parecía bien que uno, por ejemplo, mirara el reloj de la casa con signo de impaciencia y diera a entender que no tenía más remedio que irse, pero jamás se veía con buenos ojos que se le ocurriera saludar antes de ausentarse.

En realidad -acabé pensando- despedirse a la francesa debería seguir siendo considerada una forma muy elegante de partir, pues si no decimos ni una palabra de despedida seguramente eso se debe al inmenso agrado que nos produce la compañía con la que estamos y con la cual tenemos el propósito de volver: si nos vamos sin decir palabra es porque decir adiós significaría una muestra de desagrado y ruptura.

De noche, en el hotel, reparé en que las víctimas de esa expresión peyorativa cambian de una lengua a otra: el español que se despide sin decir adiós lo hace a la francesa; el inglés que se va sin decir adiós también (french leave), pero el francés que se va sin despedirse lo hace a la inglesa: filer à l'anglaise.

Llovía en París, y la noche se presentaba incierta. Volví a la ingente labor de repasar mi historial de despedidas y me vino enseguida a la memoria el día en que me despedí de Claudio Magris en la puerta del Hotel Condes de Barcelona. Veníamos de almorzar y habíamos bajado por el Paseo de Gracia y me despedí efusivamente porque, como se hospedaba en aquel hotel, di por sentado que se quedaba allí. Nos abrazamos, nos despedimos, y seguí bajando por el Paseo de Gracia, pero muy poco después vi con sorpresa que seguía caminando al lado de Magris. Tal vez él había creído que era yo el que se quedaba en aquel hotel o que me disponía a enfilar la calle Mallorca y por eso me despedía. El hecho es que Magris pensaba seguir bajando por el Paseo de Gracia porque, como pronto yo vería, se dirigía a un establecimiento en la esquina con la calle Valencia. Y claro, había seguido caminando, tal como tenía previsto.

Marchamos los dos en extraño silencio y cuando llegó a esa tienda de la calle Valencia, tanto él como yo, incapaces de resolver el embrollo, nos despedimos a la francesa, lo cual me pareció lo más atinado, pues -pensé como si fuera un nativo de los mares del Sur- a fin de cuentas los saludos ya han tenido lugar.

Y digo lo de nativo porque ese día me vino a la memoria algo que cuenta Robert Louis Stevenson (Cuentos de los mares del Sur) que le ocurrió la mañana en que, tras haberse saludado con los indígenas de una de las islas Gilbert, se vio obligado por falta de viento a esperar tres días en el pequeño puerto de la isla. Durante esos tres días, los indígenas permanecieron escondidos detrás de los árboles y no dieron señales de vida, porque los saludos ya habían tenido lugar.

Mis saludos con Magris habían tenido ya lugar frente al Condes de Barcelona y, a partir de aquel momento, ya no nos quedó nada que intercambiar, y creo que hicimos muy bien en recorrer en silencio -cual indígenas de los mares del Sur- el resto del camino que nos quedaba, y aún más en no repetir la escena de la despedida. Sin duda, unos nuevos abrazos efusivos habrían sido, en aquellas circunstancias, simplemente ridículos.

Nada me parece tan plúmbeo como los domingos y como las despedidas de fin de año. Tienen la mala sombra de recordarnos el paso inexorable de los días a pesar de que el Tiempo no sabe que pasa el tiempo. En los domingos, por ejemplo, hasta respirar se convierte en un lamento. Y es que en los domingos uno siente que han dejado de existir las relaciones entre las personas y las actividades de cualquier tipo. En los domingos padecemos el tiempo y es como si todos contuviéramos el aliento y probáramos a ver cómo será el más allá. Los domingos son una enfermedad no visible, como un mal interior, una enfermedad moral. Los domingos son espantosos. Pero aún hay algo peor: las celebraciones de fin de año. Nos recuerdan, al igual que los domingos, que ha pasado una semana más, en este caso, un año. Nos recuerdan el paso del tiempo y, encima, tenemos que festejarlo. Este 2007 me deja una sensación de desagrado notable. En París, creo estar en un lugar apropiado para darle el portazo que se merece, dejarlo ahí sin un adiós, despedirlo a la francesa. O, mejor dicho, a la inglesa. Filer à l'anglaise. No se merece nada mejor este año.

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