Primera aventura en el mar

E1 primer viaje de mi vida, que tuvo lugar un tiempo antes del viaje a Rusia que os acabo de relatar, fue por mar.

Mi tío solía decirme en esa época -en que aún estaba en competencia con las ocas y no se sabía si la pelusa rubia que me cubría la barbilla se convertiría en barba o en plumón- que ya por entonces eran los viajes mi único interés.

Esta afición a los viajes desde tan temprana edad debe achacarse a mi padre, quien había pasado la mayor parte de su juventud viajando, y acostumbraba amenizar las charlas con relatos de algunas de sus muchas aventuras.

Yo aprovechaba cada oportunidad que se me presentaba de convencer a mi padre para que me dejase emprender un viaje. Por desgracia, todos mis esfuerzos fracasaban: si alguna vez lograba hacer ceder poco a poco a mi padre, mi madre y mi tía se resistían a la idea con más fuerza que nunca.

Cierto día, por uno de esos inexplicables juegos del destino, vino a visitarnos un pariente materno del que muy pronto supe convertirme en favorito. Con frecuencia, me decía que yo era un joven sumamente gallardo e inteligente, y que haría todo lo que estuviera a su alcance para ayudarme a obtener el favor de mis padres en cuanto a emprender un viaje. Dicho y hecho, luego de una serie de discusiones y consideraciones por parte de ambos bandos, se decidió que lo acompañaría en uno de sus próximos viajes a Ceilán, país donde su tío había sido gobernador durante muchos años.

Zarpamos de Amsterdam con una importante misión encargada por el Alto Poder de los Estados Holandeses, y puede decirse que nuestro viaje fue tranquilo y sin grandes particularidades, aunque pasamos por una feroz tempestad que me veo obligado a mencionar, por las consecuencias maravillosas que produjo.

Se desencadenó precisamente cuando habíamos echado el ancla frente a una isla para aprovisionarnos de agua dulce y leña, y con tanta violencia que arrancó e hizo volar por los aires una gran cantidad de árboles. Era cosa maravillosa ver cómo esos enormes árboles, a pesar de su enorme peso, se mantenían suspendidos en el aire a tal altura que apenas si se los distinguía. Una vez calmada la tormenta, sin embargo, todos los árboles volvieron a caer verticalmente y echaron raíces con gran velocidad, de forma tal que era imposible advertir el menor vestigio de los daños causados por el vendaval. Solamente uno de los árboles, el más grande de todos, fue una excepción. En el momento de la tormenta se hallaban en él un buen hombre y su mujer, recogiendo pepinos, que en esas latitudes crecen en los árboles. El asombrado matrimonio realizó su travesía aérea con tanta tranquilidad como el carnero de Blanchard, pero modificó con su peso la trayectoria del árbol, que en vez de caer vertical, cayó de costado.

El Cacique de la isla, temiendo morir sepultado bajo las ruinas de su morada, había abandonado su palacio junto a la mayor parte de sus súbditos. Ahora, una vez calmada la tormenta, regresaba a través de los jardines cuando el árbol, cayendo a toda velocidad, lo aplastó y, por fortuna, lo mató al instante.

– ¿Por fortuna ha dicho?

Sí, por fortuna, porque debo decir que.el Cacique era, con todo respeto, el más repugnante y déspota de los tiranos, y los habitantes de la isla eran por su causa, sin excepción, los seres más desventurados del planeta. Enormes cantidades de víveres se echaban a perder en sus almacenes, mientras el pueblo moría de hambre.

Para demostrarle al matrimonio su gratitud por el involuntario servicio prestado, el pueblo erigió en caciques al recolector de pepinos y su esposa.

Después de reparar nuestro barco de los daños sufridos durante la tormenta, nos despedimos de los flamantes monarcas de la isla y continuamos nuestro viaje hasta arribar a Ceilán, aproximadamente seis semanas más tarde.

Habrían transcurrido unos quince días desde nuestra llegada, cuando recibí del hijo mayor del gobernador una invitación para una partida de caza. No hace falta decir que accedí prontamente y con muy buena voluntad. Era mi amigo un hombre alto y robusto, perfectamente acostumbrado a las elevadas temperaturas de aquel clima. Yo, en cambio, no tardé mucho en sentirme fatigado aunque no hubiera hecho grandes esfuerzos, y al momento de llegar a la selva ya había quedado bastante rezagado.

Me disponía a sentarme para tomar un respiro a orillas de un río que había llamado mi atención, cuando oí gran ruido a mis espaldas. Me di rápidamente vuelta y vi con horror a un gran león que se acercaba a mi extenuada persona, con la evidente intención de devorarme sin siquiera pedirme permiso. Mi escopeta estaba cargada con perdigones, pero como no tenía tiempo ni para cambiar la carga ni para pensar demasiado, decidí hacer fuego para ver si al menos lo espantaba. Pero al apuntarle, la fiera debió adivinar mis intenciones, ya que se lanzó de un salto sobre mí, sin darme tiempo a oprimir el gatillo. Dejándome guiar más por el instinto que por la razón, intenté lo imposible: huir.

Giré para salir corriendo y -aún tiemblo al recordarlo- descubrí a pocos pasos a un gigantesco cocodrilo, que ya abría, para devorarme, las más grandes mandíbulas que jamás se hayan visto.

No hace falta ser muy imaginativo para ver lo horrible de mi situación: detrás de mí, un furioso león; enfrente, el más enorme cocodrilo; a mi izquierda, un río de rápidos; y a la derecha, un precipicio que según supe más tarde, era hogar de serpientes venenosas.

Confundido ante la variedad de peligros y la difícil situación, caí al suelo. Lo único que esperaba era sentir de un momento a otro los dientes del león o las mandíbulas del cocodrilo. Pero, pasados unos segundos, escuché un fuerte y violento ruido, aunque ningún dolor. Me atreví a levantar levemente la cabeza, y descubrí con sorpresa que el león, al saltar sobre mí, había caído en las fauces abiertas del cocodrilo. Sin perder tiempo, me puse de pie y con mi espada corté la cabeza del león, cuyo cuerpo sin vida cayó a mis pies. Acto seguido, empujé con la culata de mi escopeta la cabeza del león hasta lo más profundo de la garganta del cocodrilo, que tardó muy poco tiempo en morir asfixiado.

Minutos después llegó mi compañero, quien había vuelto por mí, alarmado por tan prolongada ausencia. Luego de felicitarme largamente por el feliz producto de mi jornada, procedimos a medir las piezas, descubriendo que el cocodrilo medía nada menos que cuarenta pies parisienses y siete pulgadas.

A nuestro regreso, relatamos la aventura al gobernador, quien envió al lugar un carro y los hombres suficientes para traer las bestias. Con la piel del león, me hice confeccionar una cantidad de bolsas para tabaco que repartí entre mis amigos de Ceilán. La piel del cocodrilo fue disecada y hoy constituye una de las mayores atracciones del Museo de Amsterdam, donde el guía relata la historia completa. Debo aclarar que el buen hombre suele agregar gran cantidad de detalles de su invención, que degeneran la historia y afectan gravemente su credibilidad.

Suele decir, por ejemplo, que el león recorrió al cocodrilo en toda su longitud y que al asomar su cabeza por el otro extremo le fue cortada la misma por el Ilustrísimo Barón (así acostumbra llamarme), quien al mismo tiempo seccionó tres pies de la cola del reptil. El cocodrilo -continúa el guía- sintiéndose humillado por la amputación, se dio la vuelta y se tragó la espada del Barón, con tanta fuerza que se le clavó en medio del corazón, provocando su muerte.

No hace falta decir, señores, que tales exageraciones ofenden mi modestia. Nos hallamos en una época de escepticismo, y no sería extraño que la gente que no me conoce, erróneamente impresionada por las charlatanerías del guía, diera en descreer de la totalidad de mis aventuras, cosa que ofendería en grado sumo mi honor de caballero.

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