Aventuras durante su cautiverio

A pesar de todo mi valor, así como de la rapidez y destreza de mi caballo, no todo fueron rosas para mí en la guerra contra los turcos. Mis desgracias llegaron hasta el punto de caer prisionero de ellos y, lo que todavía es peor, ser vendido como esclavo.

No obstante lo humillante de esta situación, no puede decirse que mi trabajo fuera inusitadamente duro, aunque sí era de lo más extraño. Todas las mañanas debía llevar al prado las abejas del Sultán, cuidarlas durante el día y, al oscurecer, conducirlas de nuevo a sus colmenas. Una tarde eché de ver que me faltaba una abeja, y muy pronto descubrí que un par de osos la habían atacado y querían destriparla para sacarle la miel. Mi única arma era un hacha de plata, símbolo que distingue a los jardineros y campesinos del Sultán. Tomando mi hacha, se la arrojé a los osos para asustarlos y obligarlos a huir. De esta manera conseguí, en efecto, espantar a los osos y salvar a la abeja bajo mi custodia, pero quiso la mala fortuna que lanzara el hacha con tanta fuerza que, muy lejos de detenerse, continuó su vuelo hasta caer nada menos que en la luna.

¿Cómo iba a recuperar mi hacha? No había ninguna escalera a mano y mucho menos una suficientemente elevada.

Recordé entonces que el guisante de Turquía crece con increíble velocidad y con igual rapidez alcanza extraordinaria altura. En el acto, planté un guisante que de inmediato germinó, brotó, empezó a crecer, y en un abrir y cerrar de ojos fue a enroscar uno de sus zarcillos precisamente en uno de los cuernos de la Luna.

Trepando con gran celeridad por el largo tallo, llegué sin inconvenientes al astro, pero no era tarea fácil encontrar un hacha de plata en un lugar donde todo es de plata. Finalmente, la hallé en medio de un montón de paja. Decidí entonces regresar, pero descubrí consternado que el calor del Sol había marchitado el tallo de mi escala vegetal y lo había vuelto tan quebradizo que, descender por él, era arriesgarse a romperse la cabeza. ¿Qué podía hacer en semejante apuro?

Recordé entonces la paja sobre la cual había encontrado mi hacha y trencé con ella una cuerda de la mayor longitud posible. Até uno de sus extremos a uno de los cuernos de la Luna y descolgándome por ella emprendí el regreso. Me sostenía con la mano derecha y llevaba el hacha en la izquierda. Cuando llegué al extremo inferior, corté con el hacha la parte superior de la cuerda, por encima de mi puño, la anudé a la punta inferior-de la que me sostenía- y reanudé el descenso. Repitiendo esta operación unas cuantas veces, pude distinguir, debajo de mí, los campos del Sultán. Me debía encontrar tan sólo a dos leguas del suelo cuando la improvisada cuerda, cediendo a mi peso, se quebró. Por el golpe que me di al caer contra el suelo quedé medio aturdido. Al recuperar la conciencia, descubrí que el impacto de mi cuerpo sobre la tierra había producido un hoyo de varios metros de profundidad, en cuyo fondo me encontraba. Pero como la necesidad es muy buena consejera, pronto se me ocurrió que podía fácilmente excavar una escalera con mis uñas, que tenían un largo de cuarenta años. Así pude volver a ver la luz del día.

Habiendo pasado por esa experiencia, decidí que sería mejor buscar una manera de liberarse de los osos. Pronto ideé una. Unté con miel la lanza de un carro y me escondí en las cercanías, al acecho, durante la noche. A poco llegó un oso atraído por el olor de la miel. Comenzó a lamer con tanta glotonería que pronto acabó por tragarse todo el palo, que le atravesaba las fauces, el estómago y el vientre hasta salirle por el agujero trasero. Cuando la lanza asomó, introduje en el orificio de la punta una clavija, de forma tal que la bestia no tenía manera alguna de retirarse, y así lo dejé hasta el día siguiente. El Sultán, que casualmente se paseó por esos campos, durante la mañana, casi murió de risa al ver al oso así capturado.

No pasó mucho tiempo hasta que rusos y turcos hicieron las paces, y fui enviado de nuevo a San Petersburgo junto con otros muchos prisioneros de guerra. Una vez allí, tomé licencia y dejé Rusia precisamente en el momento en que se gestaba la gran revolución que estalló hará unos cuarenta años y en la cual el Emperador, aún en pañales, así como sus padres, el Duque de Brunswick, el general Munich y tantos más, fueron deportados a Siberia.

Recuerdo que aquel invierno fue extraordinariamente frío en toda Europa, tanto que hasta al mismo Sol le salieron sabañones y todavía se pueden ver las marcas en su cara.

Como es de suponer, yo también sufrí las consecuencias del frío y mi viaje de vuelta fue mucho más penoso que el de ida.

Mi hermoso corcel lituano había quedado en manos de los turcos, de manera que muy a mi pesar me vi obligado a viajar en posta. Nos encontramos de pronto en un angosto camino flanqueado por altísimos arbustos y terraplenes. Conociendo los peligros que tal situación implicaba, sugerí al conductor que hiciera sonar su cuerno, a fin de evitar que otro carruaje se nos acercara en dirección contraria. El hombre intentó poner en práctica mi consejo, pero por más que sopló y sopló con todas sus fuerzas, no logró hacer salir el más leve sonido del cuerno. Esto, que en un principio era tan sólo un misterio inexplicable, se transformó pronto en motivo de inquietud, cuando advertimos que venía a nuestro encuentro otro coche que abarcaba todo el ancho de la senda. A toda prisa eché pie a tierra y, tomando primero la precaución de desenganchar los caballos, cargué a mis espaldas el carruaje y salté por encima de los arbustos y el terraplén, que tendría cuando menos nueve pies de altura. Luego, de otro salto, pasé por encima del otro carruaje y volví a depositar el nuestro en el camino. Rápidamente, regresé hasta donde se encontraban nuestros dos caballos y, cargando uno bajo cada brazo, repetí mis saltos. Después los enganché de nuevo al carruaje y así pudimos continuar tranquilamente nuestra marcha hasta la próxima posada. Uno de los caballos, sin embargo, no pareció muy apegado a los deportes aéreos, ya que a mitad del segundo salto comenzó a cocear de tal manera que estuvo muy cercano a lastimarme. Afortunadamente, pude meter sus patas traseras en los bolsillos de mi casaca, inmovilizándolo.

Al llegar a la posada, nos dispusimos todos a descansar y a recuperarnos de nuestra aventura. El conductor colgó su cuerno de un clavo de la chimenea y tomamos asiento. Entonces, para asombro de todos los presentes, el cuerno comenzó a sonar solo. Pronto el estupor dejó paso a la explicación racional: las notas que el conductor había intentado emitir inútilmente se habían congelado en el interior del cuerno, y ahora salían de a poco, al calor de la chimenea. De esta manera, gozamos durante una buena media hora del sonido del cuerno, sin necesidad de que nadie se lo llevara a los labios.

Creo que ésta fue la última aventura de mi viaje a Rusia que merece ser relatada.

Muchos viajeros prolongan sus relatos apelando a la fantasía. Sería entendible que mis lectores desconfíen de la veracidad de mis aventuras. Si hubiera alguien que dudase, le pediré con gran dolor, por su desconfianza, que se retire antes de que comience a narrar mis aventuras en el mar, pues son aún más extraordinarias aunque igualmente verídicas.

Загрузка...