LA PLAZA MAYOR

Recuerdo, con la claridad que empieza a tener lo entrañable cuando lo evocamos, la primera vez que la vi. Cerrada por los cuatro costados, al mismo tiempo misteriosa y nítida, secreta y sabida desde mucho antes de mirarla.

Me detuve en una de las puertas, como quien se detiene a descubrir un mundo que reconoce. Había llegado a España por primera vez, pero al pisar la plaza sentí como si estuviera de vuelta. Me estremeció de golpe el caprichoso vuelco que sale de uno mismo y a uno mismo regresa diciendo: aquí ya estuve.

Para mí: una mexicana que habla español, que ha crecido entre iglesias del barroco, pirámides altivas y plazas con cuatro lados, descendiente segura de quienes fundaron ciudades con el deseo de refundar el mundo, hija a medias de españoles cuya patria era un sueño con dos patrias, hija descreída de un pasado que ambiciona y le espanta, llegar a España, por primera vez, fue como recuperar un mundo que ya me pertenecía.


Algo de mí había estado antes en el centro de la Plaza Mayor. No sé si la cabeza o los pies de algún tatarabuelo, si la enagua o las fantasías de una bisabuela blanquísima. No sé si el ansia aventurera de un hombre que al ir a comprar habas, ahí donde antes estuvo el mercado más inquieto y festivo, dio con otro que le propuso irse de viaje para tener entre las manos algo más que un puchero a la semana. No sé si el temor o la audacia de una mujer prodigando su adiós como quien canta, si la imaginación de un niño o el sueño de un gitano. No sé qué de todo lo que intuía o si todo eso me hizo decir sin más: aquí ya estuve, este lugar fue mío desde antes de mirarlo, y bajo el cielo rectangular de esta plaza en silencio ya anduvieron mis pies.

Austera, ambiciosa, brillante, con los rincones sucios y el olor a guardado que aún tenía la España en letargo de mil novecientos setenta y seis, la plaza sabía secretos y oía canciones de antes, la plaza estaba segura de que un futuro habría, la plaza era bellísima como la misma vida.

No me pude mover de aquel cobijo, toda la tarde la pasé mirándola. El rectángulo de cielo azul se fue haciendo naranja y después plúmbeo, hasta que le brotaron las estrellas.

Qué lugar para reconocerse, para temer, para esperar las alas y el valor. ¿De dónde sacará fuerzas un sitio tan estrecho, tan construido adrede como para cercarnos, tan falto de horizonte para ser promisorio y ambiguo como el mar? ¿En cuál de sus ventanas, en qué ángulo estrecho, entre qué puerta y qué puerta estará este deseo de quedarse y dejarla que otros sintieron antes que yo?


Volví al día siguiente. Volví todos los días de esa semana, a mirarla y mirarla sólo para mirarla. ¿Quién cruzó por aquí antes de resolver que su vida continuara a la sombra de dos volcanes remotos? ¿Cuál de estas ventanas se abrió para buscar más allá del océano? ¿Las flores de qué balcón invocaba la mujer que procreó al padre de la madre de mi madre? ¿O al abuelo de la madre de mi padre? ¿Quién de todos aquellos que duermen en mi sangre soñó bajo estos muros hace ya cuántos años? No lo sabía. No lo sabré nunca. Pero me bastó y me basta con imaginar que la plaza lo sabe. Por eso me convoca y guarece. Por eso, cada vez que estoy en Madrid, vuelvo a la plaza como a una parte de mí misma.

Desde aquel primer día se convirtió en mi talismán. Ni una promesa me ha hecho jamás la majestad que alberga, y mil me ha cumplido sin que se las pidiera. Con los años se ha vuelto aún más hermosa, más radiante, más viva.

El corazón de la España que me he ido encontrando desde que la encontré, que me llevo y me traigo cada vez más acaudalado, pasa siempre por la plaza y le agradece los privilegios, vuelve a nombrarlos, sonríe con el íntimo recuerdo de cada uno.

Sin embargo, he visitado la Plaza Mayor menos veces que amores tengo bajo su sombra. Mi paisaje del alma está tramado con la índole de estos amores. Está hecho con las voces y la compañía que no hubiera alcanzado a soñar, menos aún a pedir, la primera tarde que llegué a España.

Lo creo cada vez con más fuerza y más abandono. Este aire también es mío, aquí he encontrado cómplices excepcionales y anhelos que me abrazan como algo suyo. No en balde he venido a buscarlos.

Guardo para mí sus nombres, los bendigo, son el inaudito tesoro que me confirma a diario cuánta razón tenía la plaza cuando me hizo sentir, hasta siempre, parte del mundo que señorea y abriga.

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