IGUAL QUE UN COLIBRÍ

Arrebatada, repentina, inevitable, la felicidad cruza dejándonos el silencio como hacen los ángeles y las luciérnagas, igual que un colibrí o las hadas.

No se busca la felicidad, se encuentra. Aparece cuando menos la esperábamos y es huidiza, quebrantable, embaucadora. Como la luz de las mañanas, como el ruido del mar, como el amor desordenado, las hojas de los árboles o el azul de los volcanes.

Uno puede recontar sus momentos de felicidad, aunque no siempre pueda explicarlos y no a todos les resulten deseables. Quien se apasiona por el mar es feliz de sólo verlo, quien lo teme o le parece prescindible pasa frente a la orilla de su prodigio sin conmoverse. Quien juega a la lotería goza con el atisbo de un premio. Quien siente que su vida está signada por el azar vive jugando a la lotería, y entreverada con la diaria existencia se va encontrando la felicidad. A cualquier hora, como una gota de agua: en el aire o al fondo de un abismo.


Hará un mes que una voz pedregosa irrumpió en el teléfono a las dos de la mañana. Me preguntó si yo era yo. Dije que sí.

– Véngase rápido al puente Conafrut, su hijo chocó, se desbarató el coche.

– ¿Y él? -pregunté, volviendo a creer en el infierno.

– Él está bien, pero véngase rápido. Rápido.

Le pedí que me dejara oírlo, quise saber quién llamaba, pero del otro lado sólo respondió el aire oscuro de una ausencia.

Su papá y yo nos vestimos en segundos y salimos tras la voz creyendo en ella tanto como desconfiábamos. Casi sin hablarnos, con tal de no decir lo que íbamos pensando. Fuimos hasta la carretera a Toluca, anduvimos por su oscuridad como a tientas, tratando de recordar en dónde está el puente por el que hemos pasado tan pocas veces y con tanta luz como nuestro hijo lo tiene en la memoria de quien transita a diario la descabellada carretera.

Él y la voz que nos llamó debían estar del otro lado, llegando a la ciudad, no abandonándola. De lejos vimos el coche colgado de una grúa bajo las luces de una patrulla.

¿Y el hijo?

Un pánico mudo nos recorrió el cuerpo. Cruzamos la eternidad en tres kilómetros: y ahí estaba el hijo. Inmensamente vivo, entero, agitando los brazos. Y ahí estaba, indeleble, fortuita: la felicidad.

¿Cómo agradecer ese instante? ¿Qué premio de cuál lotería nos lo dio un jueves cualquiera? No se busca la felicidad: se encuentra.


Quizás lo más inquietante de todo lo suyo es que mil veces resulta imprevisible.

Ayer pasé la tarde sola en mi casa. A las nueve de la noche aún no había oído a nadie llegar. Estuve un tiempo largo frente a la computadora, entretenida con sus letras haciendo las mías. Ni un solo ruido. Semejante silencio comparado al trajín que agobia las mañanas me pareció una humilde manera de vislumbrar la felicidad.

Abrí el correo electrónico: varias cartas, dos contraseñas. Una fue de mi hermana: "ven a Puebla, caminaremos" dice. Y dice tanto. La pienso. Ella nunca pregonaría: "¡qué feliz soy!" Es mucho más enigmática y mucho más clara que eso: sabe hacer felices a otros. ¿Quién puede lo segundo sin lo primero?

Como a las diez un cansancio sin alas me cayó en los párpados. Terminaba otro día de lluvia. Apagué la luz de mi estudio. El perro se levantó de su rincón, adormilado y perezoso. Dos chispas negras le juegan en los ojos y con ellas lo mismo se entristece que se encandila. Me siguió moviendo la cola sin causa cierta. Tiene el don de los perros: me hace creer que traigo en mí su felicidad. ¿Qué mejor podría darme?

Iluminé la escalera, canté el final de un tango. Me lo sé mal, pensé, pero me gusta. Arriba los cuartos estaban a oscuras. Yo querría que los hijos tuvieran diez años y me llamaran al terminar la Historia sin fin, para ver por centésima vez cuando el niño vuela sobre el mundo montado en su blanquísimo perro dragón. Ahí estuvo entonces la felicidad: en ellos, en el niño, en el sonriente dragón volando sobre nuestras cabezas.

Pero mis hijos han crecido tanto que de seguro el niño del dragón ya tuvo un hijo. Y arriba los cuartos estaban oscuros. Caminé hasta la puerta del mío. "¿Ma?"; llamó la voz de la cineasta que es Catarina cuando usa los anteojos, y también cuando no. En la penumbra de su cuarto estaba viendo la tele, con medio cuerpo sobre el sillón y el otro medio recostado en su novio. Me la encontré sin más, sin saber que ahí estaba.

Hace tan poco tiempo que volvió dichosa, con una estrella pegada en la frente tras su primer día de colegio. Me la enseñó como una novedad. Yo supe, y sigo sabiendo, que ya la traía puesta el día que nació.

– ¿Cómo andan? -pregunté para ocultar el pueril regocijo con que los descubrí como a un tesoro inesperado.

– Estamos viendo La guerra de las galaxias hasta sabernos todos los parlamentos. Te invitamos -condescendió conmigo como si la chiquita fuera yo.

¿Qué podía ser su voz sino la inexpugnable felicidad? Y otra vez, como tantas, le vi una estrella en la frente.


Dos frases célebres tiene mi madre: "la vida es difícil" y "no todo se puede". Sin decírselo ni decírmelo, yo he pasado la vida intentado probar la improbabilidad de sus decires. He hecho de todo con tal de que todo se pueda, he puesto cara de que no me duele lo que sí me duele, de que fue muy fácil lo que resultó tan arduo. Una y otra vez he caído de bruces sobre las dos certezas clave de mi madre, sin por eso dejar de empeñarme en que no tenga razón.

Hace unos días me despedí de su paz y su jardín para volver a mi ajetreo. La vi como siempre: hermosa, con sus setenta y ocho años y su espíritu indómito.

– Sabes madre, creo que terminaré dándote la razón. No sé bien cuándo, de momento pienso seguir en mi empeño, pero a la larga, lo veo llegar, acabaré aceptando que no todo se puede y que la vida es difícil. Hasta mi último día les pondré matices y reparos a tus dos grandes certidumbres, pero acabaré dándote la razón.

– Porque la tengo hija. Ni modo -sentenció serena y sonriente. Y tras la sentencia vi sus labios y el rabito de sus ojos y vi en ellos la complacida felicidad de quien convence a la inconvencible: no se puede todo, la vi pensar, pero hoy pude contigo. La besé para decir adiós. Y me sentí torpe y necesariamente feliz.

El señor de la casa entró silbando. Trae en la cabeza diez periódicos, cuarenta conversaciones cruciales, setecientos pendientes. Oigo sus pasos llegar y me doy cuenta de lo atrasada que ando en mis arreglos para ir a la cena. Me pinto las pestañas espantando al sueño como a un mal pensamiento. Tengo un letrero enmarcado que advierte desde siempre: "si me corretean me tardo más". Él nunca le ha hecho ningún caso.

Oigo subir el silbido y la danza del silbante. Lo que sigue es un "vámonos" como una sentencia. En un segundo los pasos andan el camino entre la escalera y nuestro cuarto, y el señor de la casa detiene el silbido: "¿Qué crees? -dice-. Se suspendió la cena".

Suelto el rimel y recupero el alma. Que no todo se puede, dijo mi madre, pero a veces se puede lo imposible, digo yo. Y entra la felicidad: discreta, imperceptible casi, a dar su guerra tibia.

No se busca la felicidad: se encuentra.

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