I El reino de las voces

Sin que se dieran cuenta se les hizo de noche en la habitación de donde no habían salido en muchas horas, donde habían estado abrazándose y conversando en una voz cada vez más baja, como si la penumbra y luego la oscuridad que no notaban hubieran ido apaciguando el tono de sus voces pero no la avidez mutua de palabras, igual que se había apaciguado el modo al principio perentorio en que satisfacían y simultáneamente alimentaban su deseo, cuando regresaban caminando bajo la nieve y el frío de la taberna irlandesa donde habían almorzado, el pie descalzo de ella buscándolo con desvergüenza y sigilo bajo el amparo insuficiente del mantel, la casi persecución en el ascensor, ante la puerta, en el pasillo, en el cuarto de baño, la ropa arrancada con una delicada furia de impaciencia y las bocas mordiéndose mientras su doble respiración crecía en el calor de la habitación a media tarde, en la luz listada de las persianas que dejaban entrever al otro lado de la calle una hilera de árboles con las ramas peladas cuyo nombre ella no supo decirle y una fila de casas de ladrillo rojo con dinteles de piedra, con llamadores dorados y puertas pintadas de un negro brillante que a él le daban la tranquilizadora sensación de estar en Londres o en cualquier otra ciudad anglosajona y silenciosa, a pesar del ruido del tráfico que llegaba desde las avenidas, de las sirenas de los coches de la policía y de los camiones de bomberos, un pesado rumor que envolvía el núcleo de silencio en que los dos respiraban igual que la ciudad ilimitada y temible envolvía el espacio breve del apartamento, la cámara segura como un submarino en la que si se paraban a pensarlo era casi imposible que se hubieran encontrado, entre tantos millones de hombres y mujeres, de caras, de nombres, de gritos, de idiomas, de conversaciones telefónicas.

Vivían con naturalidad en el interior de una especie de milagro que ni siquiera habían solicitado ni esperado, casi desconocidos hasta unos días antes y ahora reconociéndose cada uno en la mirada, en la voz y en el cuerpo del otro, vinculados no sólo por la costumbre tranquila y candente del amor sino también por las voces y los testimonios de un mundo que irrumpía en ellos viniendo del pasado tan tumultuosamente como vuelve la savia a una rama que pareció muerta y seca durante todo el invierno, por la figura del jinete que cabalga a través de un paisaje nocturno, por las pupilas fijas en la oscuridad y en el vacío de una mujer emparedada que permaneció incorrupta durante setenta años, por el baúl de las fotografías de Ramiro Retratista y una Biblia protestante escrita en un inconcebible español del siglo XVI cuyas páginas recorrían ahora sus manos igual que las habían recorrido desde hacía más de cien años las manos de los muertos extraviados en la distancia y en el tiempo, sepultados al otro lado del mar, en una ciudad cuyo nombre les resultaba tan extraño decirse en aquel apartamento que les parecía situado en ninguna parte, Mágina, sus vocales rotundas como una luz de mediodía, sus duras consonantes tan cortadas en ángulos como las piedras en las esquinas de los palacios de piedra color arena, amarilla en el sol de la mañana, cobriza en los atardeceres, casi gris en los días de lluvia, en aquel invierno de su adolescencia que compartieron sin saberlo hasta el final, ella medio extranjera y recién llegada de América, con su pelo rojizo y su barbilla irlandesa, él hosco y callado y deseando marcharse a cualquier parte del mundo a condición de que no fuera Mágina, Madrid, París, Nueva York, San Francisco, la isla de Wight, cualquiera de las ciudades o países cuyos nombres leía de niño en el sintonizador iluminado de la radio y donde se oyeran esos idiomas que lo fascinaron mucho antes de que empezara a distinguir y a comprender el sonido de sus palabras, desvelado y solo en medio de la noche, buscando las emisoras extranjeras de onda corta, manejando el dial con la misma cautela que su padre cuando buscaba el himno de Riego en la Pirenaica, imaginando que su destino y la mujer de su vida estaban esperándolo en una ciudad a la que tal vez no iría nunca: ella nacida en un suburbio con casas de ladrillo rojo o de madera pintada de blanco a donde llegaban a veces las gaviotas y el viento húmedo de la bahía y el olor a muelle y a limo y educada en un inglés con acento de Irlanda y en el límpido español que se hablaba en Madrid antes de la guerra y le fue transmitido tan involuntariamente por su padre como la expresión obstinada y atenta de los ojos: él venido al mundo en una noche tempestuosa de invierno y a la luz de una vela, crecido en las huertas y en los olivares de Mágina, destinado a dejar la escuela a los catorce o a los quince años y a trabajar en la tierra al lado de su padre y de sus abuelos y llegada una cierta edad a buscarse una novia a quien sin duda habría conocido desde la infancia y a llevarla al altar vestida de blanco después de un noviazgo extenuador de siete u ocho años, él torpe, enconado, silencioso, rebelde, escribiendo diarios de furiosa desdicha en cuadernos de apuntes y odiando la ciudad donde vivía y la única clase de vida que había conocido y que legítimamente tenía derecho a esperar en nombre de otras vidas que le fueron anunciadas por las canciones, los libros y las películas, y mucho antes, cuando era niño, por las voces de la radio y los nombres de ciudades que veía en los mapamundis, alto ahora, cuando tuvo a Nadia delante de sí y no la supo recordar, a punto de cumplir diecisiete años y mortificado por la impaciencia de convertirse en un adulto, vestido siempre de oscuro, con un mechón de pelo negro sobre la frente que le ensombrecía la mirada, con pantalones vaqueros que para escándalo de sus padres no se quitaba ni siquiera los domingos y con un chaquetón azul marino abrochado hasta el cuello que tenía algo de uniforme maoísta, aunque era la guerrera de guardia de asalto que había estado guardada durante más de treinta años en el armario de su abuelo Manuel, escondida en el fondo, junto a los correajes y el canuto de estaño con el diploma de su nombramiento, junto a una caja de lata llena de billetes de banco que él mostraba con orgullo a sus amigos diciéndoles que eran dinero de la República: buscando siempre voces y canciones extranjeras en la radio, imaginando que se iba con una bolsa al hombro y que la carretera de Madrid se prolongaba infinitamente hacia el norte, hacia lugares donde él vivía de cualquier modo y se cambiaba de nombre y hablaba sólo en inglés y se dejaba crecer el pelo hasta los hombros, como cualquiera de los héroes a quienes reverenciaba, Edgar Allan Poe, Jim Morrison, Eric Burdon, tan desesperado por marcharse y no volver que no le importaría no ver nunca más ni a sus amigos ni a la muchacha de la que estaba enamorado entonces, con un amor hecho más de cobardía y literatura que de entusiasmo y deseo, tan legendario, doloroso y ridículo, como su propia vida y sus sueños de huida y los versos y las confesiones que escribía en los cuadernos de apuntes, en las horas muertas de clase en aquel instituto donde daba clases de literatura con una pesadumbre de vejación y destierro un profesor de Madrid al que rápidamente apodó el Praxis el más réprobo de todos los alumnos, un futuro teniente de la Guardia Civil que ya entonces fumaba grifa, aspiraba a decorarse los brazos con tatuajes legionarios y se llamaba Patricio Pavón Pacheco. Desconocidos, cruzándose en las calles de Mágina y tan extraños como si hubieran vivido a una distancia de siglos, habitados hasta la médula de su conciencia por las voces de sus mayores, herederos de un valor fracasado mucho antes de que ellos nacieran y modelados sin saberlo por hechos memorables o atroces de los que nada sabían, herederos involuntarios de la soledad, del sufrimiento y del amor de quienes los habían engendrado.

Se incorporó para buscar un cigarrillo en la mesa de noche y sólo entonces se dio cuenta de lo tarde que era al ver la hora en el despertador, y calculó instintivamente la hora que sería en Mágina. Ya habría amanecido, su padre estaría en el mercado ordenando la hortaliza húmeda y brillante sobre el mostrador de mármol, y tal vez se preguntaría de vez en cuando dónde estaba él, a cuál de esas ciudades a las que quería irse en la adolescencia lo habría llevado su oficio errabundo de intérprete. Miró el teléfono y se acordó con remordimiento de todo el tiempo que había pasado desde la última vez que habló con sus padres, encendió un cigarrillo y se lo puso a Nadia en los labios, acariciándole fugazmente la cara y el pelo, no quiso dar todavía la luz, aunque ya era medianoche, no tenía la sensación del paso de las horas ni la premura de hacer algo o de llegar a alguna parte. Por qué no nos encontramos entonces, le dijo, inclinándose sobre ella casi en la oscuridad, no hace unos meses sino dieciocho años, por qué nos faltó coraje, inteligencia, ironía y astucia, o al menos me faltaron a mí, qué niebla había en mis ojos que no me dejaba verte cuando te tenía delante. media vida más joven pero no más deseable que ahora, idéntica a sí misma, la imaginó queriendo imposiblemente recordarla, su cara irlandesa y sus ojos españoles y su melena castaña que se volvía roja cuando la deslumbraba el sol, su manera tan desahogada y vagabunda de andar, no sólo entonces, cuando sólo vestía zapatillas deportivas y pantalones vaqueros, sino también ahora, cuando se pone vestidos cortos y ceñidos y zapatos de tacón para que él la mire y la desee buscándola en el espacio cerrado del apartamento, porque si saliera vestida así a la calle se quedaría congelada, un vestido amarillo debajo del cual no había nada más que su piel y un tenue olor a espuma de baño, a perfume y a cuerpo femenino, pero también, al cabo de unos días, olía a él mismo, a su saliva y a su semen, los olores tan mezclados como los recuerdos y las identidades, como sus dos voces que enumeraban y celebraban en la penumbra de un tiempo sin horarios ni fechas: mañanas, atardeceres, noches y madrugadas en las que una luz incolora y luego azul se iba estableciendo en la habitación mientras él la miraba dormir, eligiendo en varios idiomas palabras para nombrarla igual que elegía las caricias que la condujeran gradualmente hacia el despertar, con un instinto tranquilo no de poseerla -porque nunca había sabido ni querido poseer lo que más le importaba- sino de halagarla y cuidarla, de borrar con el influjo de su paciencia y su asidua ternura todos los infortunios de su vida y hacer posible esa sonrisa perezosa que le brillaba en los ojos y en los labios cuando le rebosaba el gusto cumplido del amor, de verla dormirse otra vez en sus brazos y apartarse de ella con la precaución de que no se despertara para ir a la cocina y prepararle café, zumo de naranja, pan tostado y huevos revueltos, con la misma naturalidad que si hubieran vivido siempre juntos en ese apartamento que ella había compartido hasta unos meses antes con otro, con el ex marido cuyas fotos desaparecieron de la casa -él las buscaba, en accesos de celos, lacerado por el pensamiento de los hombres con los que ella había estado, como si le hubiera sido infiel antes de conocerlo- y con el hijo rubio que le sonreía, también a él, que al mirar sus fotos se sentía un intruso, en la mesa de noche, en el armario de los libros, junto a la máquina de escribir donde ella trabajaba, pero que se le hacía más presente cuando se asomaba con un poco de aprensión y pudor a su dormitorio vacío y miraba la cama con sábanas de colores y los juguetes alineados en las estanterías, superhéroes de los dibujos animados y barcos y motoristas y tiovivos de lata que ella había recibido de su padre y entregado a su hijo con un sentimiento de nostalgia sin pérdida y de perduración que a él le estaba vedado, porque no tenía hijos ni había considerado nunca la posibilidad de tenerlos y sólo ahora, cuando estaba enamorado de una mujer que había parido a uno, comprendía o sospechaba el orgullo de reconocerse en su existencia. Qué raro, pensaba, que alguien haya nacido de ella y la necesite más que yo. La dejó dormida, le apartó el pelo húmedo de la cara para besarle los labios, los pómulos y las sienes, bajó del todo la persiana del dormitorio y echó las cortinas para que no volviera a despertarla la luz de la mañana de invierno, y en el grabado del jinete que estaba colgado enfrente de la cama fue como si también cayera otra vez la noche y se avivara el fuego que alguien había encendido junto a un río y en el que unos tártaros sublevados contra el zar calentaban hasta el rojo vivo el filo del sable que en apariencia cegaría a Miguel Strogoff.

Quién es, se preguntó de nuevo, hacia dónde cabalga, desde cuándo, durante cuántos años y en cuántos lugares miró el comandante Galaz ese grabado oscuro del jinete con el gorro tártaro y el carcaj y el arco sujetos a la grupa, con la mano derecha casi vanidosamente apoyada en la cintura mientras la izquierda sostenía la brida del caballo, mirando no hacia el camino que apenas se distinguiría en la noche sino más allá de los ojos del espectador, desafiándolo a averiguar su misterio y su nombre. Recogió del suelo la bata de seda que ella se ponía al salir de la ducha y que se le deslizaba luego sobre la piel fresca y perfumada como los hilos del agua y estuvo oliéndola hasta que su respiración la humedeció, se preparó un café, miró el reloj de la cocina, que marcaba una hora inexacta, porque ella no se había molestado en cambiarla cuando los periódicos y las autoridades dieron el aviso, volvió al salón con la taza en la mano, puso muy bajo un disco de Bola de Nieve que habían estado escuchando la noche anterior, volvió a mirarla, quieto en el umbral del dormitorio, murmurando la letra de un bolero, con una atenta ternura que le reavivaba solitariamente el deseo y le desfallecía las rodillas, como si tuviera dieciséis años y estuviera viendo por primera vez a una mujer desnuda, dormida, con las piernas abiertas, con el edredón entre los muslos, cubriendo a medias el vello denso y rizado, afeitado justo en la orilla de las ingles, agradecido por la impunidad con que se le concedía el derecho a admirarla, a hundir golosamente en ella, para que despertara, la lengua o los dedos, blasfemo y devoto, Dog, Siod, Brausen, Elohim, pensaba, a una yegua del carro de faraón te he comparado, amiga mía, repitiendo en voz baja su nombre, Nadia, Nadia Allison, Nadia Galaz, cada vez con la inflexión de cada uno de los idiomas con los que se ganaba la vida, y luego, bajando los ojos, miró con ironía y orgullo y casi vanidad la consecuencia inmediata y arrogante de lo que estaba viendo, trújome a la cámara del vino y su bandera de amor puso sobre mí, leía ella en la Biblia que perteneció a don Mercurio, y para no caer en la tentación de volver a despertarla se puso los pantalones y volvió al lugar donde estaban el baúl de Ramiro Retratista y el resumen de todas las fotografías que había tomado en Mágina a lo largo de cuarenta años, desordenadas en el suelo, sobre los cojines del sofá, algunas de ellas apoyadas verticalmente sobre los lomos de los libros, en la estantería, junto a las fotos en color del hijo de Nadia. Se acordó de un baúl siempre cerrado que estaba en el desván de la casa de sus padres y en el que él se escondió una vez cuando tenía siete u ocho años, de los baúles providenciales que encontraban los náufragos de las novelas en las playas de sus islas desiertas: no percibía hechos ni objetos singulares, sensaciones irrepetibles, palabras sin resonancia, lugares aislados: a su alrededor, en su conciencia, en su mirada, hasta en la superficie de su piel, todas las cosas irradiaban vínculos en el espacio y en el tiempo, todo pertenecía a una secuencia nunca interrumpida entre el pasado y el presente, entre Mágina y todas las ciudades del mundo donde había estado o soñado que iba, entre él mismo y Nadia y esas caras en blanco y negro de las fotografías en las que era posible distinguir y enlazar no sólo los hechos sino también los orígenes más distantes de sus vidas. Con incredulidad volvió a verse sentado sobre un caballo de cartón, cuando tenía tres años, en la feria de Mágina, con un sombrero cordobés, con una camiseta de rayas, con pantalón corto, calcetines blancos y zapatos de charol, y le pareció mentira que fuese aquí, en otro mundo, tan lejos, donde recuperaba esa foto perdida y olvidada durante tanto tiempo. Vio a sus padres el día en que se casaron, vio a su bisabuelo Pedro sentado en el escalón de su casa, vio al inspector Florencio Pérez en su despacho de la plaza del General Orduña y al médico don Mercurio inclinando su cabeza decrépita sobre las grandes hojas de la Biblia, vio de nuevo la cara de la mujer emparedada en la Casa de las Torres y sus ojos alucinados por la oscuridad y la muerte, vio a su abuelo Manuel vestido con el uniforme de la Guardia de Asalto y pensó que ya era tiempo de ir regresando hacia Mágina, ahora que la ciudad no podía herirlo ni atraparlo, de regresar con Nadia para mostrarle los lugares que ella apenas recordaba y caminar abrazado a ella bajo los soportales de la plaza del General Orduña, por la calle Nueva, por el paseo de Santa María, por las calles empedradas que conducían a la plaza de San Lorenzo y a la Casa de las Torres, hablándole al oído, rozándole el pelo con los labios, estrechándola con una pasión y una certidumbre de pertenecerle que a los dieciséis años le había parecido imposible encontrar. Recordó el sonido del llamador en la casa de sus padres y sólo entonces tuvo conciencia exacta del gran abismo de lejanía que lo separaba de la ciudad donde había nacido: rascacielos, puentes de metal, paisajes industriales, aeropuertos, océanos, continentes nocturnos donde los ríos brillaban bajo la luna y las ciudades parecían estrellas de hielo, días y meses de viajes oblicuos sobre las manchas de colores puros de los mapamundis que él interrogaba de niño como asomándose desde un acantilado de vértigo a la extensión de la Tierra. Pero no sentía angustia, ni premura, ni miedo, como tantas veces, como casi siempre en su vida, ni el remordimiento sin motivo que lo había trastornado desde que tuvo uso de razón y que le hacía vivir pendiente de un posible castigo llegado a él bajo una forma casual de desgracia: había dormido pocas horas y notaba en sus miembros una fatiga sin peso, una disposición de indolencia que lo empujaba a volver a la penumbra y a los olores cálidos del dormitorio.

Cerró la puerta con cuidado, para que no entrara la luz del pasillo, escuchó la respiración de Nadia, que dormía con la boca entreabierta, se quitó los pantalones, se tendió de costado junto a ella, adhiriéndose a sus caderas y a la longitud de sus piernas flexionadas sobre el vientre, y cuando terminó de acomodarse y se quedó inmóvil, con los ojos cerrados, le pareció de nuevo que volvía a un refugio inviolable y que los sonidos de la ciudad y la luz de la mañana se apaciguaban en una quietud de media tarde o de anochecer perezoso y estático, igual que cuando se acostaban después de comer y les oscurecía sin que se dieran cuenta, conversando y acariciándose durante horas más anchas y serenas que las horas comunes, procaces, estremecidos, inocentes, con una mutua desvergüenza que les fortalecía la ternura, cómplices en el delirio y en la risa, callados de pronto, mirándose tensamente a los ojos, con asombro y pavor, como testigos de un prodigio simultáneo que los traspasaba, vencidos luego el uno sobre el otro, bruñidos de sudor, gastados de caricias. Entonces se oían respirar en silencio y las manos y los labios volvían a buscar, ya sin urgencia, los pies rozándose bajo las sábanas, como para comprobar y percibir toda la extensión del cuerpo todavía y siempre deseado, y las voces adquirían un tono de rememoración y secreto, el tiempo dilatándose en ellas como la corriente demorada de un río que desborda sus orillas en un delta de limo, y ellos tendidos, dejándose llevar, abandonados a un lento flujo de palabras, incorporándose a veces para buscar un cigarrillo en la mesa de noche, la cara y la melena de Nadia iluminadas por la llama del mechero, para traer una cerveza del frigorífico y compartirla en un vaso desbordado de espuma, hablando siempre, repitiendo palabras impresas en una Biblia polvorienta que tal vez excitaron un siglo antes los deseos de otros, las noches busqué en mi cama al que ama mi alma, busquélo y no lo hallé, enumerando nombres y canciones, oyéndolas de nuevo al cabo de muchos años con la repetida sorpresa de haber amado exactamente la misma música a la misma edad y de poseer de pronto un pasado común en el que sin conocerse ya estaban juntos. Fuera del día y de la noche, del calendario y el reloj, como supervivientes en una isla desierta, la isla de las voces, no sólo las suyas, sino también las que congregaban con la imaginación y la memoria, no sólo las palabras que decían sino las sensaciones recobradas y las imágenes que fluían en sus pupilas cuando no sabían seguro si estaban dormidos o despiertos, cuando Nadia se dormía durante unos minutos y sonreía con los ojos cerrados y le decía al despertar, he soñado con mi padre y con los dibujos de un libro de cuentos españoles que a él le gustaba leerme. Al dormirse soñaban que seguían conversando y que miraban de nuevo las fotos innumerables de Ramiro Retratista, y al abrir los ojos lo primero que veían era la penumbra de la habitación y la figura del jinete que cabalga por un paisaje donde muy pronto amanecerá o acaba de hacerse de noche, un viajero solitario y tranquilo, alerta, orgulloso, casi sonriente, que da la espalda a una colina donde se distingue la sombra de un castillo y parece cabalgar sin propósito hacia algún lugar que no puede verse en el cuadro, y cuyo nombre nadie sabe, igual que tampoco sabe nadie el nombre del jinete ni la longitud y latitud del país por donde está cabalgando.


Veo encenderse una a una las luces en los miradores de Mágina bajo un cielo liso y violeta en el que todavía no es de noche, las bombillas que parpadean y tiemblan en las esquinas de las últimas casas como llamas de gas y las lámparas que penden sobre las plazas y cuyos círculos de claridad oscilan cuando el viento zarandea los cables tendidos entre los tejados desplazando las sombras de las mujeres solitarias que caminan con la cabeza baja y la barbilla hundida en la toca de lana llevando una lechera de estaño o un badil de ascuas rojas tapadas con ceniza. Se abrigan con medias de lana, con zapatillas de paño negro, con rebecas abrochadas hasta el cuello sobre los delantales, avanzando inclinadas contra la noche o el viento, llegan a casa y todavía no encienden las luces y dejan en el portal el badil con las ascuas mientras buscan el brasero y lo llenan hasta la mitad de candela, y luego, esparciendo las ascuas sobre él, lo sacan al quicio de la puerta para que el viento del anochecer, tenue como una brisa marítima, lo encienda más rápido. No cuenta la memoria sino la mirada, veo en la penumbra fría ese resplandor que se hace más vivo a medida que la oscuridad va ganando la calle, huelo a humo y a frío, humo de ascuas doradas y rojas en el anochecer azul y de resina hirviente y leña mojada de olivo, huelo a invierno, a una noche de noviembre o diciembre en cuya quietud un poco desolada hay algo de tregua, porque hace días que terminaron las matanzas y aún no ha comenzado la aceituna, me acuerdo de una mujer de toquilla negra y pelo blanco recogido en un moño que se había vuelto loca y todas las tardes, al filo del anochecer, bajaba por la calle del Pozo caminando a pasos cortos muy cerca de la pared y robaba un adoquín de la obra que estaban haciendo en la Casa de las Torres y se volvía llevándolo escondido bajo la toquilla como si cobijara un gato, sonriendo, queriendo disimular, murmurando, como hablándole al adoquín, al gato inventado, al niño que decían que se le murió cuando era joven.

Los hombres han llegado hace rato del campo y han atado las bestias a las rejas mientras las descargaban y las desembardaban, han encendido las luces amarillas de los portales empedrados y de las cuadras calientes y olorosas a estiércol, fatigados y broncos, vencidos por la extenuación del trabajo, pero en las habitaciones donde las mujeres conversan en voz baja o guardan un atareado silencio con rumor de costura todavía permanece una media penumbra apenas iluminada por las bombillas de la calle y por la última claridad declinante del cielo, azulado y rojizo en las lejanías del oeste. Queda en la habitación, junto a la ventana cuyos postigos se cerrarán en cuanto se encienda la luz eléctrica, un residuo de blancura sin origen preciso que resalta como manchas las caras, las manos, los lienzos blancos de los bastidores, el brillo de las pupilas, ausentes en el aire, fijas en la calle donde suenan pasos y fragmentos singularmente claros de conversaciones, en la banda iluminada de la radio donde están los números y los nombres de las emisoras y de las ciudades y remotos países de donde algunas proceden, y una mano mueve despacio el sintonizador y la aguja se desplaza por los lugares de una geografía inaccesible hasta detenerse en una música confundida al principio con pitidos, con voces extranjeras, con un ruido sordo de papeles rasgados, la música de un anuncio o de una canción o de un serial, cómo es posible que haya gente dentro de esa caja tan pequeña, cómo se encogen de tamaño, por dónde logran entrar, por las ranuras, como hormigas, la voz de un locutor resuena solemne y casi amenazadora, «El coche número trece», declama, «novela original de Xavier de Montepin», y se oyen en el interior de la habitación los cascos lentos de un caballo y un chirrido de ruedas metálicas sobre adoquines azotados por la lluvia de un invierno extranjero y de otro siglo, de otra ciudad, no sólo cabe gente, también llueve en la radio y cabalgan caballos, París, dice el locutor, pero ya no sigo escuchando sus palabras, las borra la distancia o el ruido de los cascos de los animales que relinchan en la cuadra, se me alejan como si hubiera perdido la emisora y aún continuara moviendo en vano el sintonizador, mirando esa luz enigmática que procede del interior del aparato, una raya de luz como la que brilla debajo de una puerta, dentro de una casa cerrada en la que sólo habitan voces, todas las voces imposibles del mundo, la luz encendida en una ventana de la Casa de las Torres, donde vivió sola y enajenada la guardesa que encontré una vez la momia incorrupta de una mujer muy joven que según mi abuelo Manuel había sido cautivada y emparedada por un rey moro. Un coche de caballos baja por la calle del Pozo y las ruedas metálicas y los cascos resuenan con escándalo sobre el empedrado, y aunque no se ve a nadie tras las cortinillas los niños le cantan al pasar la canción de don Mercurio, «Tras, tras», «¿Quién es?», «El médico jorobeta, que viene por la peseta de la visita de ayer», desafiando al cochero de librea verde y subiéndose a las rejas para vislumbrar la cara amarillenta del médico tras las cortinillas de gasa negra que cubren como una urna fúnebre los cristales del coche. Desde tan lejos oigo esas voces como si me separaran de ellas las bardas de los corrales y veo la sombra furtiva de la mujer que acuna contra su pecho un adoquín y la del ciego a quien habían disparado dos cartuchos de sal a los ojos cuando era joven y reventaba caballos en galopes furiosos, oigo en la noche de invierno el rumor sordo y estático de la ciudad y lo asocio sin motivo al del tráfico, pero no es posible, en Mágina, en este invierno de un año que no sé calcular y que seguramente es anterior a mi memoria y también a mi vida apenas se escuchan motores de automóviles, y en cualquier caso estoy demasiado lejos para oírlos, como si pasara acodado en la borda de un velero frente a las luces de una capital portuaria que apenas se distinguen en el horizonte brumoso del mar. Lo único que puedo oír son los pasos de los hombres y de las caballerías, las ruedas de los carros, el eco metálico de los llamadores, los ladridos, las voces de las vecinas, las canciones que corean los niños para conjurar el miedo inmemorial a la llegada de la noche, ay qué miedo me da de pasar por aquí, si la momia estará escuchándome a mí, todo como enguatado de silencio, las campanas de las iglesias que tocan a oración o a funeral y hacen que las mujeres se persignen en sus habitaciones en penumbra, los mugidos lentos de las vacas que vuelven de beber agua en el pilar de la muralla y suben por la plaza de San Lorenzo, camino de los corrales, guiadas por hoscos vaqueros que les golpean el lomo con sus grandes bastones terminados en porra, y cuando enfilan la calle del Pozo se hace más fuerte el eco de sus pezuñas y los últimos niños que no han hecho caso de las llamadas de sus madres y todavía jugaban o se contaban historias bajo la luz de las esquinas se apartan por miedo a ser embestidos, se suben a las rejas, se esconden en los portales y cantan una canción para ahuyentar el peligro. Bao Bao, tírate a lo negro y a lo colorao, a lo blanco no, que está salao.

Cuando han pasado las vacas queda en la calle un olor caliente de vaho y de estiércol, una definitiva desolación nocturna que inexplicablemente agravan las luces en las ventanas de las oficinas, en las sombrías tabernas donde los hombres beben acodados en toneles de vino, más arriba, hacia el norte, más allá del ámbito vacío de la plaza del General Orduña, donde la esfera del reloj se ha iluminado al mismo, tiempo y con la misma tonalidad aceitosa que los balcones de la comisaría, en los escaparates de los comercios vacíos donde los dependientes, que tienen las manos tan blancas y suaves como los curas y se las frotan igual, recogen las telas sobre los mostradores de madera bruñida antes de cerrar y despedirse bromeando mientras se suben los cuellos de piel vuelta de sus chaquetones y se frotan con más ahínco las manos, ateridas por un frío suave de iglesia, los dependientes dóciles como sacristanes de El Sistema Métrico, que es la tienda de género y confección más grande de Mágina y está enfrente de la parroquia de la Trinidad, y donde ocupa un empleo ínfimo de recadero y chico para todo Lorencito Quesada, futuro periodista local con vehemencias de repórter, corresponsal en la ciudad del periódico de la provincia, Singladura, que se vende muy cerca, en el quiosco de la plaza, al que mi padre me mandaba todos los viernes para comprarle el Siete Fechas, que traía en la doble página central el relato ilustrado de un crimen. Pero no quiero alejarme tanto, vuelvo porque no me guía la mano caliente de mi madre y tengo miedo de perderme en esas calles desconocidas y abiertas por las que circulan automóviles negros, algunos de los cuales son conducidos por tísicos de bata blanca que secuestran a los niños para extraerles la sangre, veo de nuevo la calle del Pozo, empedrada y oscura, con largas bardas de corrales y dinteles de piedra, con zaguanes donde brillan mariposas de aceite bajo estampas de Nuestro Padre Jesús o del Sagrado Corazón, luego la plaza del Altozano, muy grande, con el edificio de la bodega donde el tío Antonio, hermano de mi abuela Leonor, vendía vino al pie de una cuba colosal que llegaba hasta las vigas del techo, veo la fuente junto a la que se reúnen todas las mañanas las mujeres locuaces con sus cántaros, conversando a gritos mientras esperan turno, dicen que en la Casa de las Torres ha aparecido el cuerpo incorrupto de una santa en una urna de cristal y que huele a agua de rosas o a perfume de iglesia. De noche la plaza del Altozano tiene algo de frontera y de abismo, batida por el viento frío, que sacude el círculo de luz de la única lámpara que la alumbra y trae desde los descampados del otro extremo de Mágina el sonido del cornetín que toca a oración en la puerta del cuartel de Infantería, cuyas ventanas horizontales y recién iluminadas le dan un aire de nave industrial erigida en el filo de los terraplenes, en el límite de la ciudad, contra el cielo cárdeno y rojo del oeste, frente al valle del Guadalquivir, cruzado por el último rescoldo blanco de los caminos que llevan al otro lado del río y a los pueblos de las laderas de la Sierra, manchas blancas en la azulada oscuridad: un hombre, el comandante Galaz, recién ascendido, recién llegado a Mágina, las mira desde la ventana de su dormitorio en el pabellón de oficiales cuando alza sus ojos fatigados del libro que ya no podrá seguir leyendo si no enciende la luz, mira sobre la mesa el libro cerrado y la pistola en su funda negra y aprieta las mandíbulas y cierra los ojos preguntándose cómo será la sensación exacta de morir, cuántos minutos o segundos dura el miedo absoluto. En la huerta de mi padre el tío Rafael, el tío Pepe y el teniente Chamorro hablaban muchas veces de él, me impresionaba ese nombre tan rotundo y tan raro que sólo era posible atribuir a un hombre imaginario, a un héroe tan inexistente como el Cosaco Verde o Miguel Strogoff o el general Miaja, el comandante Galaz, que desbarató él solo la conspiración de los facciosos, contaba el tío Rafael, mirándonos con sus pequeños ojos húmedos, que levantó la pistola en medio del patio, delante de todo el regimiento formado en la noche irrespirable de julio, y le disparó un tiro en el centro del pecho al teniente Mestalla y luego dijo, sin gritar, porque nunca levantaba la voz: «Si queda algún otro traidor que dé un paso al frente.»

Más que nunca me conmueve ahora ese nombre que no había vuelto a oír ni a decir desde la infancia, y lo veo a él, al ex comandante Galaz, muchos años más tarde, pero todavía sumergido en ese mismo tiempo estático de la distancia absoluta por donde los vivos y los muertos se mueven como sombras iguales, alto, un poco encorvado, con abrigo y sombrero, con un lazo en lugar de corbata, bajando por la calle ancha y desolada que ahora se llama avenida Dieciocho de Julio y en la que hace mucho que cortaron los grandes castaños que la poblaban en las mañanas de abril de un escándalo de pájaros, lo veo aproximarse despacio y sin voluntad ni nostalgia hacia el cuartel y detenerse al oír ya muy cerca el toque de oración en un anochecer de noviembre o diciembre, junto a esa casa en cuya planta baja hay ahora una taberna y cuya buhardilla, que antes se llamaba el cuarto de la viga, por una muy grande que le cruzaba el techo en diagonal, hace veinte años que está desalquilada, pues ya no hay nadie que quiera o acepte vivir en un lugar semejante. Se da cuenta de que se ha detenido por un impulso automático de su juventud, que ha estado a punto de ponerse firmes y de llevarse la mano derecha a la sien, como si no hubieran pasado treinta y siete años desde entonces, como si no hiciera media vida que no viste un uniforme y que no tiene una patria y una República a las que mantenerse leal, y cuando vuelve a caminar ya no sigue avanzando, por miedo no a la abstracta melancolía sino al llanto sin explicación ni consuelo, se da la vuelta y el viento frío le golpea la cara y le hace saber que tenía humedecidos los ojos, y lo veo subir lentamente hacia las calles más iluminadas del centro, a donde ya no llega el olor denso y fértil de la tierra invernal ni el ruido de las acequias que discurren junto a los caminos ocultas bajo malezas y cañaverales, tan hondas que da miedo aproximarse a su filo, a la espesura sin fondo en la que algunas veces se agitaban invisibles ratas o culebras que la imaginación convertía, sobre todo de noche, en caimanes y tigres, en serpientes pitón, en juancaballos voraces. Pero en los caminos del campo ya casi no queda nadie, salvo algún hortelano rezagado que lleva de la brida a un mulo con una carga de hortaliza, o un niño que se alivia las cuestas agarrándose a la cola del animal y se muere de sueño, de fatiga y de frío, o un hombre muy joven, mi padre, que calcula el tiempo que aún debe esperar para casarse y el dinero que le falta para poder comprar una becerra, mi padre adolescente, con la cara tan seria y la boca todavía infantil, con el pelo ondulado de hombre, aplastado con brillantina, sonriendo asustado a la cámara de Ramiro Retratista. Casi lo reconozco desde lejos, igual que de niño lo reconocía entre la gente del mercado por su manera de andar con un arrebato de admiración y ternura, aunque no viera su cara, pero no sé calcular su edad porque no distingo sus rasgos exactos ni tampoco las subdivisiones y enumeraciones abstractas de los años, y el tiempo de este anochecer no se parece al de mi vida de ahora, no fluye y se escapa como las horas y las semanas y los días de los relojes digitales y de los calendarios automáticos, gira huyendo y regresa en una tenue perennidad de linterna de sombras en la que algunas veces el pasado ocurre mucho después que el porvenir y todas las voces, los rostros, las canciones, los sueños, los nombres, sobre todo las canciones y los nombres, relumbran sin confusión en un presente simultáneo.

Me acerco a la ciudad desde muy lejos, desde arriba, como si soñara que viajo silenciosamente en un planeador, como cuando es muy tarde y hay que abrocharse el cinturón de seguridad y se descubren en un extremo de la noche las luces de un aeropuerto, y el tiempo retrocede ante mí en ondulaciones circulares, cambia a la misma velocidad que un paisaje tras la ventanilla del tren, y esa figura rezagada a la que he visto subir por el camino de Mágina es ahora mi abuelo Manuel que vuelve después de un año de cautiverio en un campo de concentración, lo veo de espaldas, anhelante, rendido, ha caminado durante dos días sin parar y ahora teme caer al suelo como un caballo reventado cuando está a punto de llegar a su casa, voy más aprisa, asciendo, lo adelanto, llego a la plaza de San Lorenzo mucho antes de que él aparezca junto a la primera esquina iluminada, veo el rectángulo de la plaza, más íntima de noche, los tres álamos que todavía no han cortado para hacer sitio a los automóviles, oigo una voz de mujer que llama a gritos a un niño, mi abuela Leonor, que llama desde el balcón a mi tío Luis, que no tiene miedo de las vacas ni de los ciegos ni de los aparecidos y se queda jugando en la calle aun después de que se haga de noche, veo la puerta entornada y la raya de luz que se extiende sobre el suelo de tierra apisonada y fría de humedad, y la mirada desciende y progresa sin obstáculo hasta el portal donde hay un arco encalado y sobre él una rueda de espigas secas cuya mágica finalidad de propiciar una buena cosecha me hace acordarme de las palmas amarillas que se cuelgan el domingo de ramos en los balcones para preservar a la casa del rayo. Pero sigo avanzando, nadie, ni yo mismo, me ve, reconozco en la sombra la disposición del segundo portal, la puerta de la cuadra, la puerta, muy pequeña, de la alacena con celosía que hay bajo el hueco de la escalera, y a la que tanto miedo me daba entrar, porque una vez vimos allí una culebra deslizándose alrededor de la gran tinaja hundida hasta la mitad en el suelo cuya boca se abría a una hondura de pozo donde brillaba y olía densamente el aceite. Empujo con suavidad y sigilo la tercera puerta, pero tal vez no es necesario, sin que yo la toque retrocede ante mí y el tiempo se bifurca como el agua de un lago, como en cortinajes sucesivos de niebla, veo la cocina, empedrada, con las paredes desnudas, tal vez con fotografías enmarcadas de muertos que sonríen tan rígidos como muertos etruscos, con las vigas pintadas de negro de las que penden racimos de uvas secas, y a un lado, casi de espaldas a mí, frente al fuego, hay un hombre de pelo blanco que acaricia el lomo de un perro cobijado entre sus piernas, mi bisabuelo Pedro Expósito, que murió antes de que yo naciera, que fue recogido de la inclusa por un hortelano muy pobre y se negó siempre a conocer a la familia que lo había abandonado cuando nació, que combatió en la guerra de Cuba y sobrevivió al naufragio en el Caribe del vapor donde volvía a España, que sólo fue fotografiado una vez, sin que él lo supiera, desde lejos, mientras estaba sentado en el escalón de la puerta, desde la ventana de la casa de enfrente, donde Ramiro Retratista había ocultado su cámara, a regañadientes, inducido, casi obligado por mi abuelo Manuel, que necesitaba una foto de todos los suyos para que le concedieran el carnet de familia numerosa y no podía obtenerla porque a mi bisabuelo, su suegro, no le daba la gana que lo retrataran.

Oigo las voces que cuentan, las palabras que invocan y nombran no en mi conciencia sino en una memoria que ni siquiera es mía, oigo la voz desconocida de mi bisabuelo Pedro Expósito Expósito que habla a su perro y le acaricia la cabeza mientras los dos miran el fulgor de la lumbre con una expresión parecida en los ojos, oigo contar que lo trajo de Cuba y que el perro era casi tan viejo como él: ya sé que no es posible, pero que una cosa fuera imposible no le parecía a mi abuelo Manuel motivo suficiente para dejar de contarla, más aún, le hacía preferirla, de modo que decía que el perro sin nombre de su suegro había vivido hasta los setenta y cinco años con la misma naturalidad con que explicaba que el rey Alfonso XIII le había pedido fuego una noche muy oscura en una callejuela del suburbio y que en la Sierra vivían unas criaturas mitad hombre y mitad caballo que eran feroces y misántropas y que en los inviernos de mucha nieve bajaban al valle del Guadalquivir exasperadas por el hambre y no sólo pisaban con sus cascos equinos las coliflores y las lechugas de las huertas, sino que llegaban al extremo de comer carne humana. La prueba de que los juancaballos existían, aparte del relato de algunos hombres aterrados que sobrevivieron a su ataque, estaba, labrada en piedra, en la fachada de la iglesia del Salvador, donde es verdad que hay un friso de centauros, de modo que si los habían esculpido en un lugar tan sagrado, junto a las estatuas de los santos y bajo el relieve de la Transfiguración del Señor, argumentaba sonriendo mi abuelo, muy hereje hacía falta ser para no creer en ellos. Oigo, tan lejos, en un lugar que él no sabe que existe, la voz de mi abuelo Manuel, incesante, engolada, barroca, su risa, que ya no volveré a oír aunque él todavía no esté muerto, su silencio de ahora, su corpulencia abrumada por la vejez, su inmovilidad junto a la mesa camilla y el brasero en la misma cocina, ahora con cielo raso, embaldosada, con un televisor en un rincón, con fotos en color enmarcadas que ya no llevan la firma en cursiva de Ramiro Retratista, la cocina iluminada por el fuego o por la llama de un candil donde mi bisabuelo Pedro habita otra estancia del tiempo, donde mi madre, que tiene diez años y no sabe que antes de una hora llamarán a la puerta y que cuando la abra se encontrará frente a un hombre desconocido y barbudo en quien al principio no podrá reconocer a su padre, se aproxima a él buscando el cobijo cálido y seguro de su cercanía para defenderse del frío, del desamparo, del miedo, para no oír esas voces infantiles que cantan en la calle la canción de la Tía Tragantía, hija del rey Baltasar, o cuentan en los corros la historia de la mujer fantasma que fue enterrada viva en un sótano de la Casa de las Torres y que a esa hora de la noche empieza a recorrer como una alma en pena sus salones con pavimento de mármol y sus galerías en ruinas y la cornisa de las gárgolas llevando un hachón encendido, muy cerca, ahí mismo, señalan, en el otro extremo de la plaza, y algunas noches que no puede dormir ella se asoma a la ventana de su habitación y cree ver esa luz moviéndose tras los cristales de los torreones, la cara del espectro, blanca y aplastada contra el vidrio, redonda, la imagina, con una blancura lunar, las facciones que nunca vio sino en los malos sueños y en los espejismos del insomnio y que desde su memoria se transmitieron intactas a la mía a través no sólo de su voz sino de la silenciosa intuición del terror que tantas veces percibí en sus ojos y en su manera cálida y desesperada de abrazarme, no sé cuándo, mucho antes de la edad en que se fijan los primeros recuerdos, cuando vivíamos en aquel desván al que llamaban el cuarto de la viga y ella miraba anochecer tras el balcón y oía el toque de corneta en el cuartel cercano mientras esperaba que llegara mi padre, tan afanado en el trabajo que siempre se le hacía de noche en los caminos umbríos de las huertas.

Ellos me hicieron, me engendraron, me lo legaron todo, lo que poseían y lo que nunca tuvieron, las palabras, el miedo, la ternura, los nombres, el dolor, la forma de mi cara, el color de mis ojos, la sensación de no haberme ido nunca de Mágina y de verla perderse muy lejos y muy al fondo de la extensión de la noche, contra un cielo que todavía es rojizo y morado en sus límites, no una ciudad y ni siquiera una patética conmoción de nostalgia que se dispersará tan rápidamente como el humo de una hoguera encendida una ventosa mañana de lluvia entre los olivos, sino una geografía de luces que tiemblan en la distancia como mariposas de aceite y se van quedando rezagadas en el horizonte del sur a medida que avanzo sin poder detenerme hacia la serranía horadada de túneles y de barrancos por donde cruza un expreso en dirección a Madrid, un tiempo que posee sus propias leyes tan ajenas a las del tiempo exterior como un país inaccesible a todos los extranjeros e invasores. Igual que en un avión cuando ha terminado el despegue y se oyen mecheros que encienden cigarrillos y cinturones de seguridad que se sueltan, cuando vuelvo la cara y miro por la ventanilla hacia el lugar donde estuvieron las luces de la ciudad que he abandonado y ya no veo nada más que la noche, también así, algunas veces, de pronto, ya no estoy en Mágina ni sé dónde encontrarla, pienso en mi abuelo Manuel y en mi abuela Leonor y sólo sé imaginarlos aniquilados por la vejez y derribados el uno contra el otro en un sofá tapizado de plástico y dormitando sin dignidad ni recuerdos frente a un televisor, se extinguen los nombres que fueron la savia de mi vida, se convierten en palabras inertes, sin sonoridad ni volumen, como trozos de plomo, y me invaden y me poseen las otras palabras, las mentirosas, las triviales, las palabras tortuosas y enfáticas que escucho en otro idioma por los auriculares de una cabina de traducción simultánea y repito tan velozmente en el mío que un instante después no me acuerdo de haberlas pronunciado y aturden mi oído y mi conciencia como un estrépito de motores o un zumbido de cables de alta tensión.

Sigo acordándome pero ya no es lo mismo, ahora no cuenta la mirada, sino la memoria impotente, no huelo a invierno y a lluvia próxima y a hojas empapadas pudriéndose entre los grumos oscuros de tierra, no me estremecen ni la felicidad ni el terror, no veo la plaza del General Orduña ni la estatua ni el reloj en la torre ni adivino tras las cortinas echadas en el balcón de la comisaría la sombra del inspector Florencio Pérez, que cuenta sílabas con los dedos mientras examina las fotografías de una mujer emparedada hace setenta años que alguien, Ramiro Retratista, acaba de dejar sobre la mesa de su despacho, las fotos que yo mismo, en otro país y en otro tiempo, he tenido en mis manos, y entonces cierro los ojos y me quedo inmóvil durante unos segundos y quisiera no ver ni oír ni oler ni tocar nada, nada que no me pertenezca y que no haya estado conmigo desde siempre, aunque yo no lo supiera, unos pocos nombres, algunas sensaciones, la cara de mi bisabuelo Pedro y de mi abuela Leonor y de mi madre en esa foto que creí extraviada para siempre y ahora guardo en mi cartera como un trofeo secreto, el olor del armario donde se guardaban una caja de lata con billetes de la República y la guerrera de guardia de asalto de mi abuelo Manuel, el tacto de la sombrilla de seda desgarrada que había en el fondo de un baúl, la sintonía lúgubre de un serial radiofónico, una copla de Antonio Molina, una canción de Jim Morrison que oíamos mis amigos y yo en la sinfonola del bar Martos, la cara de Nadia entonces, en el contraluz de una mañana de octubre, su mirada de ahora, su pelo oscuro con relumbres cobrizos brillando en la penumbra, cuando ha anochecido sin que nos diéramos cuenta y se incorpora para encender la luz y la retengo en mis brazos pidiéndole que espere un poco todavía, imaginándome que ahora mismo, en Mágina, se encienden las bombillas en las esquinas y se oyen en la quietud del aire las campanadas de la plaza del General Orduña y el toque mucho más lejano de la trompeta en el cuartel, imaginándome que oigo las ruedas del coche de don Mercurio y los aldabonazos de hierro en las grandes puertas cerradas de la Casa de las Torres y que me ha oscurecido mientras jugaba en la calle con mi amigo Félix y vuelvo a casa temiendo que aparezca tras una esquina iluminada el fantasma estrafalario y atroz de la Tía Tragantía. Pero no es verdad, descubro al mirar el reloj que brilla sobre la mesa de noche, ésta no es la hora de Mágina, y no sólo porque yo esté en otro continente y al otro lado de un océano, sino porque estos relojes no sirven para medir un tiempo que únicamente ha existido en esa ciudad, no sé cuándo, en todos los pasados y porvenires que fueron necesarios para que ahora yo sea quien soy, para que los rostros y las edades de los vivos y de los muertos se congregaran ante mí como en el baúl insondable de Ramiro Retratista, para que Nadia sucediera en mi vida.


Más lejos todavía , más allá de su doble memoria personal, confabulada, insuficiente, todavía dispersa, en un tiempo al que difícilmente llega la imaginación y del que ni siquiera hay testimonio en el archivo de Ramiro Retratista, pero en el que anidan las raíces más antiguas del azar que tardaría un siglo, calculan, en engendrarlos y reunirlos, tan lejos que casi todas las voces que han transmitido lo que ahora saben o deducen hace mucho que se extinguieron, igual que las vidas de la mayor parte de los testigos y las víctimas y que la ciudad donde esperan encontrarse de nuevo, Mágina, que se llama igual que entonces pero que tal vez no reconocerían si pudieran verla tal como la vio el médico joven y recién llegado a quien secuestraron unos desconocidos en la medianoche de un martes de carnaval. No empujados por una vocación desinteresada de saber, sino por la mutua necesidad de encontrarse en los hechos que los precedieron y los originaron, nacidos de una suma de casualidades y desgracias y de una nada en la que saben que se disgregarán igual que sus mayores y que no les importa, eternos cuando se miran sobrecogidos de deseo y cuando se abrazan con los ojos abiertos y también fugaces como sombras en la duración indiferente del tiempo, Manuel y Nadia buscan en el baúl que Ramiro Retratista legó al comandante Galaz y se remontan en el curso de las voces hasta alcanzar el relato de esa noche y se preguntan qué parte de verdad ha podido sobrevivir al cabo de tantos años y de al menos tres narraciones separadas entre sí por espacios larguísimos de secreto y silencio. Lo que ocurrió una sola vez, lo que permaneció inexplicado durante setenta años y siguió actuando sin que lo supiera nadie sobre el orden oculto de los hechos, se degrada primero en la memoria del primer testigo y luego en las palabras escuchadas y atesoradas por Ramiro Retratista y transmitidas al comandante Galaz en un futuro en el que ya no vive nadie a cuyo testimonio sea posible recurrir: queda en los vivos lo que los muertos quisieron entregarles, no sólo palabras, conjeturas y fechas, sino algo que a ellos dos les importa ahora mucho más, una parte de los motivos de sus vidas, de la tarea asidua, colectiva, impremeditada y ciega que ahora es la forma de sus destinos. Y por eso encuentran, agradecen y saben, por eso miran fotografías y restablecen confidencias y actos, y cuanto más aprenden más miedo tienen de que algo de lo que sucedió hubiera ocurrido de otro modo, extinguiendo hace un siglo o treinta años o dos meses la trémula posibilidad de que ellos se encontraran.

Para no perderse en un laberinto de pasados deciden establecer el principio de todo en el testimonio más antiguo que poseen: el médico joven, tal vez hambriento, desvelado en su cama, sobresaltado cuando logra dormirse por el tumulto de la última noche de carnaval, por las broncas y melopeas de borrachos que celebran el entierro de la sardina danzando exasperadamente en torno a un ataúd de cartón y a un guiñapo enmascarado, en una plaza fangosa donde no hay más luces que las de las antorchas y los farolillos de papel y en cuyo centro no se alza todavía la estatua de un general, sino una fuente de tres caños en la que abrevan al amanecer las cabras y las burras de leche. Había llegado de Madrid tan sólo unas semanas atrás, urgido por la conveniencia de huir de una persecución política cuyos motivos nunca explicó porque tal vez ni para él mismo estaban muy claros, pero que acaso no eran ajenos a la desbandada de internacionales y republicanos que tuvo lugar tras el asesinato del general Prim en la calle del Turco. Había pasado una noche de mal sueño y de frío en el vagón de tercera de un tren que sólo llegaba hasta las primeras quebradas de Despeñaperros, y desde allí vino a la ciudad en un carretón más incómodo y lento que la peor diligencia y al cabo de casi otro día de viaje por desfiladeros y cañadas abiertas entre roquedales fantásticos y luego por un paisaje inhóspito de monte bajo, dehesas baldías y laderas de pizarra que poco a poco se convirtió en una extensión ilimitada de tierra roja y dunas de olivares que se volvían azules al atardecer.

Era de noche cuando el carretón lo dejó en la plaza que se llamaba entonces de Toledo, junto a los soportales sin luces, frente a la torre negra donde ni siquiera estaba todavía el reloj que los milicianos detuvieron a tiros medio siglo después. Dejó en el suelo su maletín de médico y la bolsa de lona donde guardaba el canuto de estaño con el título, los pocos libros que no había malvendido para costearse el viaje y la bata blanca cuyo carácter de novedad higiénica le ganaría, esperaba, junto a la barba, el vocabulario escogido y el fonendoscopio, la confianza de sus pacientes futuros. Se ajustó el hongo negro a las sienes, se echó sobre el hombro izquierdo, con ademán emprendedor, un pliegue de la capa, empezó a andar no sabía hacia dónde con una determinación apenas malograda por la fatiga, el frío y la incertidumbre. Allí mismo, en la plaza de Toledo, alquiló días después a una mujer medio ciega y muy sucia dos habitaciones tan ventiladas como vacías a las que asignó en seguida los títulos respectivos y más bien imaginarios de vivienda particular y consultorio. En la primera instaló una cama con el colchón de bálago y una manta que por su olor debía de proceder de una caballeriza, así como un espejo y una palangana, y en la segunda dispuso tras mucha reflexión una mesa con tarima de brasero, un biombo con dibujos orientales tras el cual imaginaba que se desvestirían rumorosamente las damas enfermas y un sillón de aire frailuno en el que se sentó a esperar vestido con su bata blanca, apoyando el codo en el filo de la mesa y la mano en el mentón, como si posara para una fotografía, fumando pensativamente cigarrillos medicinales mientras miraba la puerta, el biombo, su título enmarcado en la pared, el suelo de ladrillo, las manchas de humedad, volviéndose de vez en cuando hacia el balcón para examinar sin melancolía, porque era muy poco aprensivo, el aspecto arcaico y desconsolador de la plaza de Toledo, casas bajas y feas, como aplastadas o torcidas, soportales insalubres y umbríos, aquella torre oscura que prevalecía como un coloso decrépito sobre los tejados y aquella fuente que era más bien un abrevadero rodeado de barro y de estiércol.

Había publicado un anuncio en un diario que se llamaba EI Fomento del Comercio, y cada mañana releía su propio nombre y su título, no sin vanidad, mientras apuraba calmosamente un tazón de chocolate que le servía casi a tientas su patrona, una mujer arisca y caritativa que sospechando su necesidad no lo acuciaba con la exigencia del mísero alquiler, y que sin duda había adquirido el arte supremo con que espesaba y endulzaba el cacao en sus años de servicio en casa del párroco de la cercana iglesia de San Isidoro. Concluía el chocolate, se limpiaba los labios con un cernadero remendado, doblaba pulcramente el periódico, meneaba con un badil el mezquino braserillo y se disponía a esperar la llegada de algún enfermo, sin la menor sombra de desaliento o impaciencia y sin dudar nunca de sí mismo ni del éxito inminente de su pericia en la medicina, que en aquellas fechas, le dijo muchos años más tarde a Ramiro Retratista, era exigua, pues no sólo carecía de toda experiencia que no fuera la de asistir distraídamente a la disección de un cadáver amojamado y recosido cien veces, sino que sus conocimientos teóricos no pasaban de algunas máximas y descripciones anatómicas aprendidas de memoria para salir del paso en los exámenes que se celebraban de cualquier manera en las aulas turbulentas de la Universidad Central, más ocupadas en aquellos tiempos por las diatribas políticas y los furiosos motines que precedieron el triunfo de la Gloriosa que por las disertaciones de los catedráticos, muchos de ellos partidarios activos de la revolución o carcamales desconsolados por la ruina de la dinastía.

De modo que aprendió medicina mucho después de colgar en la pared de la habitación que llamaba consultorio su título de médico, cuando por fin se puso a leer en sus días de soledad y penuria los grandes volúmenes intactos que había traído de Madrid, no por afición, sino por aburrimiento, pues los periódicos que llegaban a Mágina de la capital, cuando llegaban, venían con un retraso arqueológico, y los que se publicaban en la ciudad no eran sino unas hojas lastimosas con poemas agropecuarios o patrióticos, anuncios de novenas y esquelas mortuorias. No había telégrafo, ni iluminación de gas, ni cafés, nada más que bodegas sórdidas que hedían a mosto fermentado: no había, por no haber, ni enfermos, o al menos él no tuvo noticia de que hubiera ninguno hasta esa noche de carnaval en que con tanta urgencia y tan malos modos se le requirieron sus servicios. Pero cuando eso ocurrió llevaba ya dos meses en Mágina, seguía sin poder mudarse la camisa con ribetes de mugre y vivía prácticamente de la caridad o la indulgencia de su patrona, que le servía con puntualidad su único alimento diario, el tazón de chocolate tal vez sustraído de la despensa parroquial, y se santiguaba y lo miraba de través con sus ojos cegatos cada vez que él le prometía el pago inmediato de los alquileres atrasados o se ofrecía a auscultarle el pecho a modo de compensación, con su celebrado fonendoscopio, aparato que hasta entonces no había tenido ocasión de usar sino en el examen siempre satisfactorio de su propio organismo.

De no haber sido por su carácter animoso, por sus imperturbables convicciones higiénicas, se habría sentido rápidamente estafado y desterrado, tan lejos de Madrid, de los cafés con orquestinas y mecheros de gas y de la palpitante actualidad política, pero él ofrecía a la adversidad y al desánimo una resistencia tan orgullosa como al frío, y del mismo modo que se paseaba todas las mañanas, hasta las más crudas y ventosas de aquel primer invierno de su vida en Mágina, sin taparse la boca con el embozo de la capa y respirando a conciencia el aire helado para que se le ventilaran los pulmones y se le oxigenara la sangre, así aguantaba la penuria y se sobreponía al tedio y aceptaba los rigores monacales de su soledad como circunstancias fortalecedoras del organismo y del espíritu, debilitados, se decía, por el desarreglo y la bohemia de la vida en Madrid y por los fervores enfermizos del sectarismo político. Otro en su lugar se habría rendido: incluso él mismo, si hubiera tenido a donde retirarse. Pero aquella falta absoluta de recursos tenía la virtud paradójica de no dejarle otra salida que la tenacidad, así que cada mañana siguió bebiéndose sus tazones de chocolate y poniéndose su bata blanca y mirando las paredes vacías y los dibujos del biombo y la puerta en la que no aparecía otra figura que la muy poco alentadora de la patrona medio ciega, y cada noche se desprendía de la bata antes de pasar a la otra habitación que sólo un optimista tan imbatible como él podía seguir considerando su vivienda particular, y se acostaba sobre el jergón de bálago y se cubría con la manta de mulo y con el levitín y con su chaqueta de viaje y la capa y hasta con la bata doctoral, pues a medida que avanzaba el invierno se hacía más insoportable el frío, sin que por eso hubiera nadie que atrapara un resfriado o un principio de pulmonía o al menos que tuviera la ocurrencia de acudir en busca de remedio a un médico pobre, joven y desconocido en la ciudad.

Pero actuaba como si supiera que al cabo de muy pocos años se habría convertido en médico de cabecera de la mejor sociedad y en confidente y aun en seductor de damas aprensivas, y sólo la llegada del carnaval lo puso algo melancólico, más que nada porque era refractario a todo júbilo colectivo y porque tenía un sentido casi hiriente del ridículo ajeno, y no podía menos que presenciar con desagrado la brutalidad de los excesos alcohólicos, lacra funesta de las clases humildes y obstáculo para su redención. Procuró no salir esos días, y la noche del martes se acostó imaginando con alivio el silencio del miércoles de ceniza. Había cerrado los postigos, pero encajaban mal y no impedían el paso del frío ni de las voces beodas que cantaban coplas indecentes en las que se escarnecía de manera unánime la majestad de don Amadeo de Saboya. Tardó en dormirse, contra su costumbre, y cuando le llegó el sueño vino enturbiado de máscaras de carnaval y tenebrosos callejones por los que andaba muerto de hambre y de ganas de orinar y perseguido por berlinas, postillones embozados y fogonazos de trabucos que tal vez eran la resonancia de los cohetes que estallaban bajo su balcón en la plaza de Toledo.

En el sueño sonaron tres golpes que volvieron a repetirse en la dudosa realidad cuando abrió los ojos y no supo todavía que estaba despierto. Oyó abrirse la puerta del consultorio que daba al corredor: no tenía llave, sino un pestillo que podía alzarse desde fuera con facilidad. Pensó confusamente que aún lo defendía la segunda puerta, la de su alcoba, bajo la cual se insinuaba ahora una raya de luz. Oyó pasos acercándose y quiso saltar de la cama y asegurar un cerrojo inexistente y no se movió. Al otro lado alguien sacudía sin cautela el pomo de la puerta. Empleó desesperadamente su voluntad en desear que no se abriera y en contener las ganas de orinarse. A medida que la puerta de cuarterones oscuros se deslizaba ante él un rectángulo tembloroso de luz y una sombra muy alta se extendieron hasta los pies de la cama. Un hombre con una capa de terciopelo que tenía en la oscuridad un brillo oleoso, con una chistera tan alta que debía inclinarse para no chocar con el dintel, con un antifaz amarillo que se adhería como un pañuelo a su nariz y a sus sienes y una gorguera de encaje blanco, sostenía en la mano izquierda una linterna sorda y esgrimía en la derecha algo que podía ser un bastón o una fusta. Dijo, no preguntó: «usted es médico», y él, incorporado a medias en la cama, sujetando la capa, el levitín, la chaqueta y la manta, para que no cayeran al suelo, con la misma sensación de ignominia con que se sujetaría el pantalón, pensó que esa voz le sonaba de haberla oído en alguna otra parte, tal vez en Madrid, y que quien quiera que fuese el hombre de la máscara había venido para pedirle cuentas de un delito en el que no estaba seguro de no haber participado con su complicidad.

«Vístase. Tiene que acompañarme», dijo la máscara, no en tono amenazador, y ni siquiera imperativo, sino con una seca autoridad no acostumbrada a la desobediencia ni al énfasis. Al ponerse en pie, no sin lamentar que un extraño descubriera que dormía vestido, vio que había alguien más en la otra habitación, una figura, pensó luego, en la que se advertía su condición inferior, tal vez de lacayo o cochero, de sicario sin escrúpulos. No llevaba antifaz, vio antes de que le vendaran los ojos, sino una máscara con greñas y bigotes de estopa y reventones carrillos de cartón. Decidió suponer que estaba siendo víctima de una de esas bromas a las que eran tan proclives en carnaval las imaginaciones pueblerinas. Mientras le ataban en la nuca las cintas de un antifaz que en lugar de aberturas para los ojos tenía dos ojos pintados pensó que iban a matarlo y se acordó con indiferencia de que a los condenados a garrote vil los encapuchaba el verdugo: le vino a la memoria una estampa patriótica del fusilamiento de Torrijos. El hombre de la fusta -ya con los ojos vendados supo que era él porque olía a jabón de lavanda y porque lo rozaba con los pliegues fríos y suaves de su capa- lo tomó del brazo casi con amabilidad y le hizo salir al corredor. Él mantenía la calma espiritual y hasta un residuo de entereza, porque nunca había sido asustadizo, pero las rodillas le temblaban y no notaba los músculos de las piernas: si el otro lo soltaba caería al suelo tan desmadejado como un muñeco de paja. Oyó con desconsuelo los ronquidos de su patrona, tan sonoros que más de una noche lo despertaban. Lamentó sinceramente que si lo mataban ahora no podría satisfacer su deuda con ella. Al bajar por el hueco estrecho de las escaleras su costado rozaba la cal de la pared y sonaban por delante los pasos broncos del hombre de la máscara de cartón: el del antifaz y la gorguera calzaba botines, y su mano derecha, que le tenía atenazado el codo, era a la vez suave, vigorosa y cruel.

Con una voz que a él mismo le pareció desagradablemente débil preguntó a dónde lo llevaban y no obtuvo respuesta. Su conciencia permanecía en un estado de incrédula expectación y casi duermevela, pero su cuerpo se encogía con el automatismo del pavor. Lo matarían en un coche cerrado, en una berlina de capota negra y ruedas rojas como aquella en la que viajaba Prim cuando le dispararon, lo llevarían a un solar de las afueras y sin quitarle el antifaz le pondrían en la sien o en la nuca el cañón de un revólver y él ni siquiera escucharía la detonación. Creyendo que aún faltaban algunos peldaños tropezó al llegar al zaguán, que estaba pavimentado con losas desiguales de piedra y olía a humedad y a bodega. Se descorrieron los cerrojos de la puerta de la calle y entró una bocanada de aire frío con diminutas agujas de agua nieve y un vendaval de matasuegras, carcajadas, tambores redoblando y canciones de borrachos. Con razón le repugnaba tanto el carnaval. Al salir tropezó de nuevo, ahora en el escalón, y el hombre de la capa negra lo sostuvo, y el lacayo o cochero se acercó tanto a él que le echó en la cara su aliento a cebolla y aguardiente. Para cualquiera que lo viese sería un borracho más, tambaleándose, con el antifaz torcido, derribado por el vino, sostenido a duras penas por sus cofrades de parranda. El aire de la noche le tonificó los músculos y le devolvió una lucidez narcotizada hasta entonces por la resignación, tan propia de los sueños, a la fatalidad y al absurdo. Debió de hacer un movimiento instintivo de huida, porque el antifaz de raso y la gorguera le rozaron la cara, y la voz del enmascarado más alto le susurró: «No trate de escaparse, no vamos a hacerle nada. Si hace lo que debe se alegrará de este encuentro.»

Sintió al mismo tiempo una gratitud efusiva y un terror ilimitado. En aquella voz no había amenaza, pero tampoco había piedad. Ahora caminaban más aprisa, bajando por los soportales, chocando bruscamente con cuerpos que avanzaban en sentido contrario y recibiendo palmadas y codazos y pisotones. Lo obligaron a torcer a la derecha, hacia la embocadura de pronto silenciosa y desierta de la calle Gradas. Entre la multitud se había sentido a salvo, aunque nadie habría reparado en él si de una cuchillada o de un tiro lo hubiera abatido, dejándolo caer como a un borracho sin remedio entre las piernas de las máscaras. Pero las voces se volvían poco a poco distantes y ya avanzaban sin chocar con nadie. Recordó que no había luz en esa calle tan estrecha, que iba a dar al claro de San Isidoro, donde había una fuente cuyo caudal escuchó al mismo tiempo que el chapoteo en el barro de los cascos de un caballo, que al sacudir la cabeza hizo sonar los arreos de un coche. «Ahora me harán subir poniéndome en los riñones el cañón de un revólver o la contera del bastón y el de las manos ásperas saltará al pescante y el otro se sentará a mi lado y no me soltará.» Verificaba sin sorpresa su capacidad de vaticinio: oyó abrirse y girar una portezuela y desplegarse un estribo. Entre los dos enmascarados lo empujaron hacia el interior del coche como a un paralítico o a un preso y él no se resistió. Lo hicieron subir casi en volandas y no notaba el peso de su cuerpo. La tapicería sobre la que lo obligaron con malos modos a sentarse era de un cuero muy suave y acolchado. Eso le dio una ligera esperanza de no encontrarse en poder de la secreta. Los coches de la secreta eran siempre innobles simones con el forro de los asientos reventado y olían a tabaco malo, a sudor antiguo y algo que se parecía a los orines rancios de gato. Junto a él respiraba el hombre del antifaz, que había corrido las cortinillas sobre los cristales y removía bajo la capa su poderosa corpulencia, inquieto todavía, vigilante, aliviado. El postillón arreó al caballo e hizo sonar su látigo en el aire, y el coche, singularmente cómodo, se deslizó con sigilo por la calle embarrada, oscilando al ritmo pausado de los cascos, gradualmente más veloces a medida que dejaban atrás la plaza de Toledo y se acercaban, calculó él, a los descampados del oeste, donde se levantaban más allá de las últimas casas, como gigantes solitarios en la oscuridad, la plaza de toros y el hospital de Santiago, cuyas torres puntiagudas eran lo primero que se veía de Mágina viniendo por el camino de Madrid.

Tragó saliva, respiró hondo, acopió indignación y severas palabras: «Caballero», dijo, «en el caso de que usted lo sea, cosa que a la vista de su comportamiento incalificable me creo autorizado a dudar…» Sin levantar la voz lo interrumpió el otro: «0 se calla o lo amordazo. Elija.» A los muertos les ataban las mandíbulas y les ponían monedas de a duro sobre los párpados cerrados. Si lo mataban, si lo dejaban tirado en un muladar, se quedaría con los ojos abiertos y la mandíbula inferior descolgada, como los que mueren de un síncope, con un hilo de sangre o de baba en el mentón. Ecuánime y desesperado, pensó en lo rara que era la vida y en lo extravagante del destino: uno llega por casualidad a una ciudad desconocida, abre un consultorio al que no acude nadie, se acostumbra a estudiar anatomía y a alimentarse de chocolate caliente y cigarrillos de hierbas, se acuesta una noche y al poco rato se lo llevan con los ojos vendados y el lugar de su muerte es esa ciudad que hace unos meses no sabía que existiera; uno muere a los veintitrés años como una mosca o una cucaracha, sacrificado tan vilmente como una gallina, y sólo una mujer vieja y medio idiota, aunque de buen corazón, lo echa de menos, y a los pocos días nadie se acuerda de él y es como si no hubiera pasado por el mundo.

En las afueras los cascos del caballo sonaban sin eco y el viento sacudía el coche y hacía vibrar los cristales de las ventanillas. Muy lejos, a su espalda, petardeaba un castillo de fuegos de artificio, y de vez en cuando venían rachas discordantes de música. Si le quitaban la venda antes de matarlo vería ascender y estallar los cohetes contra un cielo blanco del que muy pronto descendería en silencio la nieve, sobre la línea quebrada de los tejados y las torres. Pero era tan joven entonces que desconocía la fortaleza de su temple. Sin darse cuenta se arrellanaba en el confortable asiento de cuero e iba adquiriendo un cierto interés objetivo en lo que él mismo llamaría muchos años más tarde el desarrollo de los acontecimientos. ¿Podía alguien seriamente reputarlo de conspirador? Había trasnochado en los cafés escuchando peroratas ardientes, arrebatadoras y un poco ridículas, como tantos, había gritado vivas y mueras ante los sables y los morriones de los guardias y acudido a sótanos y reboticas de donde había que salir luego de uno en uno y mirando por encima del hombro sin avivar mucho el paso, pero nadie en su juicio podría suponerle vínculo alguno con los sospechosos del magnicidio de la calle del Turco. Se había quitado de en medio, desde luego, pero nada más que por prudencia, o porque en el fondo ya lo aburría aquella vida desordenada y haragana de Madrid. De modo, decidió, que o se trataba de un malentendido que rápidamente se esclarecería o de una broma algo siniestra, y en ambos casos -y aun en el tercero, el de que fueran a matarlo- no le cabía otra actitud posible que mantener la dignidad, así como una sobria y ofendida reserva. Así que cuando el otro le preguntó, como queriendo congraciarse con él, si le había apretado en exceso el nudo del antifaz, negó con la cabeza y se mantuvo en silencio, y cuando el coche se paró por fin y se abrió la portezuela rechazó la mano que tomaba la suya en la oscuridad, y tanteó con el pie en busca del estribo y permaneció bien erguido e inmóvil hasta que de nuevo lo tomaron por el brazo y lo guiaron por un lugar empedrado que a juzgar por la resonancia de los pasos debía de ser un callejón. Pues el coche, en vez de seguir alejándose por los barrizales de más allá del hospital, había regresado al interior de la ciudad después de dar algunas vueltas sin dirección precisa, calculadas sin duda para desorientarlo, y el postillón recobró el tiempo perdido azotando al caballo hasta obligarlo a un galope temerario, urgido por el hombre del antifaz, que daba golpes nerviosos y continuos con el bastón en el cristal de la ventanilla.

Aún le temblaba todo el cuerpo por los sobresaltos de la carrera. Por una puerta muy pequeña lo hicieron pasar a un corredor y luego a una escalera con peldaños de piedra de cuya incomodidad dedujo que correspondía a dependencias de servicio. Después pisó losas de mármol y oyó al otro lado de un ventanal cerrado o de unos cortinajes una orquesta que tocaba valses muy rápidos. «Paciencia», dijo la voz junto a él, «ya estamos llegando». Lo obligaron a detenerse y supo sin vacilación que estaba ante una puerta cerrada. El hombre del antifaz dio tres golpes pausados y la puerta se abrió, dejando pasar un perfume barato y una voz de mujer. Lo guiaron hacia el interior, y al mismo tiempo que la puerta se cerraba tras él oyó una afanosa respiración que parecía la de un animal. Cuando los dedos suaves del hombre le rozaron la nuca al deshacerle el nudo del antifaz notó a lo largo de la espalda un escalofrío. Entonces tuvo miedo de verdad, no a morir, sino a ver algo que dañara sus ojos más irreparablemente que una luz súbita. Estaba en una habitación de techo bajo, alumbrada por dos palmatorias, la habitación de una criada, y frente a él había una cama de hierro bajo cuyas sábanas se agitaba y se hinchaba y retorcía un cuerpo cuya forma precisa tardó en reconocer, aturdido todavía por la oscuridad, asustado, inmóvil, sin darse cuenta de que el hombre del antifaz estaba junto a él y le tendía su maletín de médico. Percibía las cosas tan fragmentariamente como si las viera reflejadas en las esquirlas de un espejo roto, como desenfocadas y desfiguradas por una lente absurda: dos manos pálidas y largas asiéndose a unos barrotes helados, dos muñecas translúcidas, unas piernas con las medias caídas hasta los tobillos que pataleaban y arrojaban al suelo las ropas de la cama, unos ojos azules con un brillo de espanto entre mechones negros, apelmazados y oscuros por el sudor, una cara sin labios, una respiración que henchía y mojaba un pañuelo atado alrededor de la boca, un vientre grande, abombado, obsceno bajo el camisón deshecho en jirones, sin ombligo, agitado y convexo y reluciendo de sudor, pero sobre todo los ojos que lo miraban con un terror más poderoso que un grito, las sienes azules y las dos manos enroscadas en los barrotes, hincándose en las palmas las uñas lívidas y manchadas de una sangre menos oscura que la que manaba entre los muslos y encharcaba las sábanas. Le dijo a Ramiro Retratista que aquélla fue la primera vez en su vida que vio parir a una mujer, y que cuando lo llevaron allí ya era demasiado tarde: una hora después, aterrado, exhausto, con los brazos desnudos y empapados hasta los codos de sangre, como un matarife, logró arrancar de aquel vientre convulso como un lodazal de vísceras el cuerpo violáceo de un niño que se había estrangulado con el cordón umbilical.


Distingo el eco de cada uno de los llamadores de la plaza de San Lorenzo tan exactamente como las voces y las caras de los vecinos, la distinta sonoridad con que las aldabas golpean en cada una de las puertas y hasta la manera peculiar con que llaman los hombres o las mujeres, los parientes o los desconocidos, los mendigos o los lecheros o los vendedores, y sé también cómo suenan los aldabonazos de la urgencia o del miedo en la quietud de la noche, cuando los golpes metálicos provocan en el interior de una casa rumores de despertar y pasos rápidos en las escaleras o una tensa expectación silenciosa en los dormitorios donde aún no se ha encendido la luz. No me hace falta asomarme para saber en casa de quién están llamando: oigo la resonancia poderosa del llamador de Bartolomé, cuyo matiz agudo se me antoja de oro, porque es el hombre más rico de la plaza y tiene grandes olivares y muleros que le hablan sin levantar la cabeza cuando los recibe aplastado en un sillón de mimbre en el portal, con los párpados sin pestañas entornados por una somnolencia de saurio y una colilla ensalivada de puro colgándole de la boca tan flojamente como le cuelga la papada. Oigo los golpes débiles de la pequeña aldaba de Lagunas, que es desmedrada como él y tan chillona, apresurada y confusa como su voz de eunuco, los golpes fuertes y severos del llamador de mi casa, que tienen la dignidad de la estatura y de la voz de mi padre y cuyo eco llega hasta el fondo del corral y se repite nítidamente en la fachada de la Casa de las Torres, el sonido muerto del llamador de la casa del rincón, paredaña a la nuestra, que permanece casi siempre mudo porque nadie vive en ella desde hace años, desde que el ciego Domingo González, que la había usurpado al final de la guerra, se marchó definitivamente enloquecido por la oscuridad y el terror y fue a refugiarse en una de las estaciones abandonadas junto al río.

Imagino que oigo sonar los llamadores en el aire quieto de la plaza, voces singulares y metálicas entre las voces de las niñas que cantan romances saltando a la comba y de los niños que juegan al rongo, a tite y cuarta, al mocho, a pía maisa, según la estación, porque cada época del año trae sus propios juegos y hasta sus narraciones y terrores, el miedo a los tísicos cuando arden en la noche las hogueras de San Antón, la amenaza de los Gorras que se han escapado en parvas feroces del orfelinato y que degüellan a los perros y apedrean a los niños con fulminantes guijarros, la presencia invisible de la Tía Tragantía que canta al otro lado de las esquinas su llamada de muerte la noche de la víspera de San Juan, el fantasma de la Casa de las Torres, cuyo rostro, imaginado tantas veces en los insomnios de la infancia, he visto casi treinta años después en una de las fotografías del baúl que el comandante Galaz se llevó a América y tal vez nunca abrió. No sólo repetíamos las canciones y los juegos de nuestros mayores y estábamos condenados a repetir sus vidas: nuestras imaginaciones y nuestras palabras repetían el miedo que fue suyo y que sin premeditación nos transmitieron desde que nacimos, y los golpes que da el aldabón en forma de argolla sobre las grandes puertas cerradas de la Casa de las Torres resuenan en mi propia conciencia al mismo tiempo que en la memoria infantil de mi madre, devolviéndola a la mañana de mayo en la que vio bajar por la calle del Pozo primero el carro de los muertos sin dignidad al que llamaban la Macanca y luego el coche negro del médico don Mercurio, tirado por el caballo Bartolomé y la yegua Verónica, conducido por un joven cochero de guardapolvo verde que se llamaba Julián y a quien yo conocí como un taxista calvo y hercúleo que algunas veces nos llevaba en nuestros viajes a la capital de la provincia, ese lugar donde había edificios muy altos y ciegos con gafas negras en las esquinas y médicos que tenían en la frente espejos atados con correas de cuero.

Mi madre estaba cosiendo en el zaguán, junto a la puerta entornada, en la penumbra que olía como las hojas de los álamos después de la lluvia, oyendo sin envidia, con una inconsciente sensación de lejanía, las voces de las niñas que saltaban a la comba en la plaza, y luego, casi sin advertirlo, oyó que se hacía el silencio, que un ruido metálico abolía las voces o las amortiguaba hasta el murmullo y que se abrían postigos de ventanas en la calle del Pozo. Las ruedas de hierro crudo bajaban rebotando sobre el empedrado, y el látigo del conductor restallaba en el aire sin que se hiciera más veloz el paso de la mula sonámbula que tiraba de aquel carro de augurios, cuyo solo nombre inexplicable, la Macanca, ya era una amenaza, como otros nombres y palabras que ella oía sin entender pero sabiendo instintivamente que deparaban un seguro infortunio. Pensó que la Macanca traería el cuerpo muerto de su padre, que lo habían matado o había fenecido de hambre en ese sitio que su abuelo Pedro Expósito llamaba el campo de concentración, y que ella imaginaba como una llanura desierta y cercada con alambre espinoso que su padre recorría como alma en pena entre olivos estériles, con su capote militar sobre los hombros, con su uniforme desgarrado y azul de la Guardia de Asalto, héroe solemne de las fotografías y de los embustes que inventaba sin el menor propósito de mentir y víctima de una incorregible inocencia que lindó muchas veces con la estupidez y la locura: la noche de un sábado de finales de marzo las tropas enemigas habían ocupado Mágina, y a la mañana siguiente, sin hacer caso de nadie, él se puso su uniforme de gala y echó a andar tranquilamente hacia el hospital de Santiago, porque le tocaba guardia, y nada más llegar vio que habían cambiado la bandera que ondeaba sobre la fachada y lo hicieron preso y tardó más de dos años en volver. Él era un hombre de palabra, él nunca había hecho otra cosa que cumplir con su obligación, y como no había recibido contraorden su deber era presentarse a las ocho, y con la gorra de plato ligeramente ladeada y los hombros tranquilos y la botonadura que a mi madre se le antojaba de oro abrochada hasta el cuello salió a la calle y le hizo adiós con la mano a su hija antes de doblar la esquina de la plaza, una mañana fría y nublada de marzo que a ella le parecía remota, porque aún no había aprendido a medir el tiempo, a subdividir en semanas, meses y años la eternidad estática y sin modificaciones de la infancia. «Manuel, con razón tienes la cabeza tan grande», le dijo Leonor Expósito al despedirlo en el umbral, y mi bisabuelo Pedro, que casi nunca hablaba, había acariciado la cara de mi madre humedeciéndose los dedos con sus lágrimas y le había murmurado al oído, en el mismo tono de voz en que le hablaba a su perro: «Hija mía, tu padre es un imbécil.»

Dejó en la silla la costura y no se atrevió a asomarse a la puerta, no sólo porque le daba miedo la Macanca, sino porque su madre le tenía prohibido que la abriera del todo. Ésa había sido su vida de los últimos años, su vida entera, desde que tuvo capacidad de recordar, zaguanes empedrados, cuartos en penumbra y puertas entornadas a las que le prohibían asomarse, voces irreales en la calle, donde se desplegaba una selva de peligros, los bombardeos, los disparos sueltos, las furiosas estampidas de hombres y mujeres que gritaban levantando puños y armas, los desconocidos que ofrecían caramelos a las niñas o llevaban al hombro un saco que tal vez contenía una cabeza cortada, los vagabundos, los soldados fugitivos, los moros que al atardecer bajaban en dirección al manantial de la muralla para lavar sus ropas danzando sobre ellas con sus grandes pies negros y descalzos y luego se arrodillaban sobre una manta extendida y levantaban los brazos y humillaban la cabeza gritando cosas en un idioma que no parecía hecho de palabras y era que estaban rezando. Pero oía tan cerca las ruedas de metal que la venció la tentación de entreabrir los visillos de la ventana que daba a la calle del Pozo justo cuando pasaba el carro en forma de ataúd, que tenía en la parte de atrás un pestillo exactamente igual a los que cierran los hornos. Lo conducía un hombre pálido que tenía cara de tísico o de ahorcado redivivo y daba tumbos asido con la mano derecha a la barra del pescante y esgrimiendo en la izquierda un látigo de cuero que usaba con saña inútil contra las ancas huesudas de la mula. Cuando alguien se quitaba la vida no iba a recoger su cuerpo el coche con crespones de luto de la funeraria, sino el carro vil de la Macanca, que no lo llevaba a los patios cristianos del cementerio, sino al otro lado de los bardales sin cruces del corral de los Matados. También aparecía en tiempos de epidemia, o cuando se había cometido un crimen, o cuando se encontraba en una cuneta el cadáver de alguien y no se sabía quién era ni si había muerto confesado. Así que si ahora entraba en la plaza de San Lorenzo era la señal de una desgracia: en el silencio súbito mi madre oyó las ruedas, los cascos de la mula, los latigazos, como si ya resonaran dentro de su casa, y ahora sí se atrevió a asomarse a la calle, enajenada por el miedo, hipnotizada y temeraria, imaginando que el carro se detenía ante su puerta y que el cochero tensaba la rienda y bajaba del pescante y fijaba en ella sus ojos de enfermo, las pupilas que ni ella ni nadie se atrevía a mirar. Pero no se detuvo, y ahora mi madre la veía desde atrás, un largo catafalco pintado de negro pasando junto a los álamos y las puertas cerradas, en la plaza vacía, parándose por fin con crujidos de herrumbre frente al portalón de la Casa de las Torres, bajo los relieves de gigantes encadenados que sostenían borrosos escudos de armas y las gárgolas que asomaban sobre los aleros un gesto unánime de voracidad y terror. Vio en la plaza ventanas entreabiertas y caras de mujeres ávidas que se hacían señales de balcón a balcón. También su madre, Leonor Expósito, salió de la cocina secándose las rojas manos en el delantal, la miró con enojo y asiéndola de un brazo la hizo volver al zaguán y cerró la puerta con la misma terminante premura que cuando sonaban las sirenas y había que esconderse a toda prisa en la bodega. Cruzó corriendo los dos portales en busca de su abuelo Pedro, que estaba, como ella suponía, en el corral, sentado junto al pozo, acariciando el lomo de su perro, pelado por la vejez, y contándole tal vez en voz baja historias de la guerra de Cuba o ejemplos de la estupidez de su yerno, que en lugar de deshacerse del uniforme y esconderse temporalmente, como tantos, o de ponerse una camisa azul y vitorear a las tropas de moros y requetés en la calle Nueva, se había ajustado los guantes blancos y la guerrera de las guardias de gala para que los recién llegados invasores lo detuvieran y lo encarcelaran con la debida dignidad.

Cuando vio venir a la niña, Pedro Expósito dejó de conversar con el perro: eso era lo que hacía, pero únicamente cuando estaba a solas con él, le decía algo y se quedaba en silencio mirando las pupilas tristes del animal, que parecía atender a sus palabras y darle la razón con los movimientos del hocico, y si llegaba alguien mi bisabuelo le hacía una rápida señal de cautela y el perro miraba con indiferencia al intruso, como retándolo a descifrar un secreto que no le pertenecía. Abuelo, dijo mi madre, tan excitada que se le entrecortaban las palabras, salga usted, que parece que ha pasado algo, que ha venido el carro de los muertos. El viejo le sonrió sin decir nada, como si no la entendiera, contemplándola desde la lejanía de su edad con una expresión que era exactamente la misma que había en los ojos del perro, y luego la invitó a acercarse con un gesto de la mano, con hospitalidad y ternura, como si le bastara llamarla para conjurar cualquier maleficio que la amenazara. Pasó su brazo derecho sobre los hombros de mi madre estrechándola suavemente contra él y le acarició la cara sin apenas tocársela, como si fuera ciego y dibujara de memoria sus rasgos. No tengas miedo, le dijo, que no viene por ti.

Entre todas las voces que conocía sólo aquella la rescataba del miedo y le sonaba siempre libre de oscuridad y mentira. La voz de su padre, que ahora sólo podía recordar en sueños de los que su propio llanto la despertaba, se convertía muchas veces en un escándalo de ira. De pronto lo oía gritar sin entender por qué y procuraba ocultarse, y desde su escondrijo -las faldillas de una mesa, la espalda de un sillón, la proximidad acogedora y el olor a pana antigua y a tabaco de su abuelo- seguía escuchando insultos y tremendas blasfemias, patadas y correazos que silbaban en el aire tras una puerta cerrada. La voz de su madre, cuando le hablaba a ella, solía tener la frialdad de una orden o la amargura de una queja, cuando no un matiz de ironía que aún iba a lacerarla muchos años después de que se alejara de la infancia, de la que tal vez le ha quedado no la memoria de un paraíso inexacto que ella no conoció, sino el tormento secreto del miedo y de la incertidumbre que tal vez yo heredé de ella igual que la forma de la cara y el color de los ojos. Pero al menos tenía siempre consigo la voz de su abuelo Pedro, que le hablaba a una parte de su alma anterior a toda posibilidad de recuerdo, porque la había estado oyendo desde que se dormía en la cuna con las habaneras que él le murmuraba. De noche le bastaba oírla en una habitación contigua o tan sólo imaginarla para que se desvanecieran las otras voces de la oscuridad, las salmodias de las brujas y los cuentos atroces del tío Mantequero, los silbidos de las bombas, los motores que se detenían antes del amanecer junto a las puertas de las casas y los golpes violentos en los llamadores, la letanía de la madre y la hija que oyen desde la cama los pasos del asesino que viene a degollarlas. Ay mama mía mía mía quién será, cantaban al anochecer en los corros, bajo las bombillas recién encendidas, cállate hija mía mía mía que ya se irá, y esas palabras, que a nadie parecían atemorizar más que a ella, se las repetía monótonamente su memoria cuando estaba acostada, y era inútil que se tapara la cabeza con las mantas y que rezara para defenderse el Señor mío Jesucristo, porque los crujidos en la escalera eran los pasos de alguien y el ruido de la carcoma en las vigas del techo o de las ratas en el pajar era el aviso de que alguien venía horadando los muros de la casa cerrada, alguien acercándose con la fatalidad del mecanismo de un reloj, ay mama mía mía mía quién será, el hombre que vino a decirles que su padre estaba en la cárcel, cállate hija mía mía mía que ya se irá, los que llamaron a la casa del rincón y se llevaron a Justo Solana en una furgoneta negra, el cochero de la Macanca, con su cara de verdugo o de muerto, el médico jorobado, don Mercurio, que visitaba a sus enfermos en uno de los últimos coches de caballos que se vieron en Mágina y que parecía de antemano enviado por la funeraria.

Dice mi madre que el coche de don Mercurio irrumpió esa mañana en la plaza de San Lorenzo unos minutos después que el carro de los muertos indignos, negro y decrépito como la figura de su dueño, con su capota de cuero gastada por casi todos los soles y los inviernos del siglo, con sus cristales rajados por las ondas de las explosiones, con sus cortinillas de una gasa como de velo de viuda tras las que mi abuelo Manuel dijo haber visto una noche la cara de una joven, lo cual le dio motivo para inventar pormenores legendarios sobre la virilidad de don Mercurio, que según él se mantuvo intacta y batalladora hasta que el médico cumplió un siglo. Pero mi madre no vio el coche todavía, no esperó a descubrir por el sonido de un llamador en casa de quién había anidado la desgracia. Permaneció en el corral, al amparo del brazo de su abuelo, que aún reposaba en sus hombros, tan silenciosa como el perro, compartiendo la misma certeza de protección que les deparaba a los dos la voz de Pedro Expósito, que ahora acariciaba la cabeza del animal y le decía, no te preocupes tú, que tampoco vienen por nosotros.

Venían por alguien que acababa de tener una mala muerte en la Casa de las Torres, oyeron decir, a través del pozo, en el patio de los vecinos. Durante la noche algunos habían oído una sorda explosión que estremeció los cristales de todas las ventanas y que atribuyeron por costumbre a aquellas bombas olvidadas que seguían estallando traidoramente en los descampados y en los solares de ruinas. Venían por un albañil que se había ahorcado, le contó a Leonor Expósito una mujer que se detuvo un instante junto a la ventana y siguió corriendo para unirse al grupo temeroso que ya se estaba formando alrededor de la Macanca y que se abrió para dar paso al coche de don Mercurio tan respetuosamente como si hubiera llegado el trono de una procesión. Alguien dijo que el albañil no se había quitado la vida, sino que se partió el cuello al caer de un andamio, y que al principio lo creyeron muerto y por eso mandaron a llamar a la Macanca, pero que luego notaron que le quedaba un hilo de vida y a toda prisa avisaron a don Mercurio, pues no había otro médico en Mágina que pudiera remediar un caso tan desesperado. Y mi madre y mi bisabuelo supieron que había aparecido el coche de don Mercurio en la plaza de San Lorenzo porque hasta ellos llegó, por encima de los bardales y los emparrados, la canción que le cantaban los niños cuando lo veían acercarse.

– Tras, tras. -¿Quién es?

– EI médico jorobeta

que viene por la peseta

de la visita de ayer.

Esa misma canción la había cantado mi abuela Leonor cuando era niña, y ya entonces parecía tan antigua como el romance de doña María de las Mercedes: aún perduraba en mi infancia, veinte años después de la muerte del médico, que ya debía de ser nonagenario cuando se descubrió la momia de la mujer emparedada. Pero me han contado que lo más raro no era la ligereza de simio disecado y mecánico con que se movía ni la precisión infalible de sus diagnósticos, sino su lejanía del presente, sus trajes y sus modales y su capa de principios de siglo, el coche de caballos llamados estrafalariamente Verónica y Bartolomé con que recorría la ciudad fuera de día o de noche, pues por muy a deshoras que alguien acudiera en su busca siempre lo encontraba como recién vestido y dispuesto, el plastrón negro ceñido al cuello alto de celuloide, la capa de terciopelo con vueltas rojas y el maletín al alcance de la mano, el caballo y la yegua enganchados al tiro y el cochero somnoliento y veloz murmurando por lo bajo acerca de la mala vida que le daba don Mercurio, pero siempre vestido con su guardapolvo verde y su gorra de plato, que se quitaba con respeto de sacristán al entrar en una casa donde yaciera un muerto o un enfermo muy grave. Según mi abuelo Manuel, don Mercurio había inventado una pócima que le garantizaba la inmortalidad. Desde uno de los balcones del primer piso, oculta tras las macetas de geranios, mi madre se acuerda de que pudo ver al fondo de la plaza, junto al portalón de la Casa de las Torres, cómo aquel anciano pulcro, diminuto y torcido, saltaba del coche como un muelle antes de que Julián extendiera el estribo, y le dio miedo, aun tan de lejos, su cara tan pálida y la orografía de su cráneo pelado, que el médico, de quien se decía que fue en su juventud un seductor fulminante de señoras del gran mundo, cubrió en seguida con una chistera, tocándose el ala con una discreta inclinación para saludar al inspector Florencio Pérez, al forense y al escribiente del juzgado, que habían salido del interior de la Casa de las Torres para recibirlo. Amarillo y alto como una estatua que nadie se atrevía a mirar, el conductor de la Macanca fumaba en su pescante, mirando al cochero de don Mercurio desde su insana soledad de verdugo o de reo y sin duda comparándose a él con rencor. Dos guardias de uniforme gris empujaban hacia atrás a las vecinas más audaces o más maledicentes, y entre ellas daba saltos de mono y gritos de papagayo el sabandija Lagunillas, que muchos años después, cumplidos los ochenta, canijo e imberbe como un niño disecado, dio en el antojo de casarse, y puso anuncios en Singladura solicitando una novia joven, honesta y hacendosa, y mintiendo tan descaradamente acerca de su propia edad y su buena presencia que cuando una viuda incauta respondió al anuncio, fue a visitarlo y lo vio en el portal mugriento de su casa, echó a correr hacia la calle del Pozo como si huyera de un fantasma. Las vecinas ansiosas de novedad se encararon a los guardias, pero el portalón se cerró con una definitiva resonancia de lápida y nadie pudo averiguar nada hasta varias horas después, cuando la guardesa, desobedeciendo las órdenes de la policía, contó en la cola de la fuente del Altozano que en una cripta de aquel palacio abandonado desde hacía medio siglo había aparecido el cuerpo incorrupto de una muchacha. Guapísima, dijo la guardesa, como una artista de cine, y rápidamente se corrigió, como una estampa de la Virgen, vestida de dama antigua, morena, con tirabuzones, con un vestido de terciopelo negro, con un rosario entre las manos, una santa martirizada en secreto, emparedada en el sótano más hondo de la Casa de las Torres, tras un muro de ladrillo que la explosión de una granada derribó por azar. Y añadió en días sucesivos, en las colas populosas de la fuente y en los lavaderos de la muralla, que ahora se explicaba las voces que algunas veces la sobresaltaron por las noches, susurros y llantos como de ánima del purgatorio que ella atribuía al miedo de vivir sola en aquel caserón con torreones y saeteras de castillo y que no eran sino avisos de la santa que la estaba llamando. Gabriela, ven, le decía la voz, Gabriela, que estoy aquí, pero ella, cobarde, no quería escuchar y escondía la cabeza debajo de la almohada, y no se lo contaba a nadie para que no la tomaran por loca. Una vez, en la fuente del Altozano, mi madre oyó a la guardesa imitando la voz de la santa, prolongando con una cadencia fúnebre el final de las palabras, como en los seriales de la radio, y aquella noche, en su dormitorio, desde cuya ventana podía ver a la luz de la luna la fachada de la Casa de las Torres y las sombras oblicuas de las gárgolas, le pareció que a ella también le llegaba la queja de aquella voz, y se imaginó que la oscuridad donde permanecían abiertos sus ojos era la del sótano donde la muchacha fue emparedada. Recordó que la explosión había retumbado en el subsuelo de la plaza una hora antes del amanecer, pero no con un estrépito como el de las bombas que arrojaban los aviones, sino más bien como la onda expansiva de un terremoto, y se extinguió tan rápido que muchos que dormían creyeron al despertarse que la habían sonado. La guardesa dijo que fue derribada violentamente de la cama y que vio estremecerse sobre su cabeza la bóveda de piedra de la habitación donde dormía, y salió a los corredores invadidos de escombros temiendo morir sepultada bajo el caserón que tal vez ahora sí se hundiría definitivamente, después de más de cuarenta años de abandono y tres de bombardeos. Pero cuando bajó al patio ya se había restablecido el silencio, y no advirtió ninguna modificación en el aspecto usual de sus ventanas sin cristales y sus arcos en ruinas, de modo que también habría creído en la posibilidad de un sueño o de un breve terremoto si no hubiera visto surgir de la boca de uno de los sótanos una columna de polvo tintado de violeta por la luz difusa del amanecer.

Era una serial, dijo luego, no a don Mercurio ni a los policías, de cuya piedad desconfiaba, sino a las vecinas que durante unas semanas volvieron a dar crédito a sus narraciones absurdas, un signo del cielo, un aviso de la santa que no quería seguir más tiempo oculta a la veneración de los católicos, y al notar con vanidad la expectación de las mujeres que por escucharla ya ni se cuidaban de vigilar su turno en la cola de los cántaros revivía aquel amanecer en que vio levantarse la columna de polvo o de humo y se armó de valor para caminar hacia el arco que daba paso a los sótanos, a donde nadie, que ella supiera, había bajado en más de medio siglo, desde que abandonó la casa el último superviviente de la familia que la había poseído durante cuatrocientos años y sólo quedó en ella la antigua guardesa, su madre, de quien heredó no sólo el puesto, sino hasta la condición temprana de viuda y la tendencia a una solitaria excentricidad gradualmente contaminada de beatería y de locura. Pero no era cobarde, no podía serlo viviendo como vivía en aquel laberinto de corredores con techumbres de maderámenes podridos en los que anidaban murciélagos, de patios con pozos ocultos bajo la maleza y salones de bailes y túneles frecuentados por gavillas de ratas tan saludables y veloces como conejos, siempre sola, con un racimo de llaves grandes como aldabas atado a la cintura con una cuerda de cáñamo que parecía un cíngulo de penitencia, rodeada de gatos feroces y leales, alumbrándose de noche con un fanal de barco, pues no tenía luz eléctrica más que en las habitaciones de la torre sur que le servían de vivienda. Antes de bajar a los sótanos para buscar el origen del humo o de la voz que la llamaba se echó sobre los hombros una especie de tabardo austrohúngaro exhumado tal vez de un arcón donde se guardaban los disfraces de carnavales remotos, se enfundó unas grandes botas de agua que fueron de su difunto y cogió el farol y un cayado de vaquero que más de una vez le había servido para amenazar a los niños que se colaban en la casa jugando al castillo de irás y no volverás y a los vagabundos que saltaban las bardas de los corrales traseros con la intención de refugiarse de una noche de frío o de lluvia. Tanteando con el cayado los peldaños desiguales bajó muy cautelosamente hasta adentrarse en una estancia subterránea que tenía bóvedas como de aljibe y en la que se oían con precisión siniestra los arañazos y roces de las grandes ratas que escapaban hacia los rincones en sombras. A pesar de su hondura y de las tinieblas, el sótano no olía a humedad, sino a aire seco y rancio, como el interior de un armario cerrado durante mucho tiempo, y cuando la guardesa deshacía las telarañas que le cerraban el paso la sofocaba el polvo cernido y picante que se desprendía de ellas.

Pero a medida que se adentraba en el pasillo central de los sótanos a lo que empezó a oler más intensamente fue a pólvora, y luego, casi en el último recodo, olió a sangre y vio con asco una cosa peluda y sangrienta adherida a la pared y tardó un segundo en darse cuenta de que era la cabeza arrancada de un gato: algo más allá estuvo a punto de pisar una masa de vísceras que todavía palpitaban, y aproximando la luz al muro cóncavo de granito vio manchas dispersas de sangre y jirones de carne trizada y fragmentos de madera y de metal humeante. Entonces se acordó: hacía un par de años, unos soldados vinieron a la Casa de las Torres diciendo que traían órdenes de convertirla en cuartel o almacén, se bajaron de una camioneta mostrándole un papel manchado de aceite y de mugre y empezaron a descargar cajas y a alborotárselo todo. Pero ella los amenazó con su cayado y le dio un golpe tremendo en el lomo a uno de los hombres de uniforme, que se negaba a hacerle caso, y les gritó tales maldiciones que la cara se le descompuso hasta parecerse a las gárgolas de los aleros. Los soldados se reían de ella, pero sólo eran tres y es posible que no supieran manejar las armas que llevaban y que ni siquiera estuviesen cargadas. Recogieron a toda prisa las cajas y se apresuraron a subir a la camioneta, perseguidos por la porra infalible y las maldiciones de la guardesa, y la pusieron en marcha jurándole que volverían para fusilarla. No esperó a verlos irse: cerró el portón con tres vueltas de llave y aseguró los cerrojos y la tranca tan gruesa como un palo mayor, menos feliz por su victoria que irritada por el descaro de aquellos intrusos que ni siquiera se vestían como los militares de verdad. Pero de una de las cajas se les había caído una granada de mano, y ella, después de examinarla con atención y un poco de pavor, la guardó lo más hondo que pudo, en el último sótano, imaginando tal vez que podría usarla para defenderse si regresaban los soldados, encastillándose en la Casa de las Torres como el señor feudal que la edificó, un turbulento condestable Dávalos que se había sublevado contra el emperador Carlos V en tiempos de los comuneros. Y cuando más olvidada tenía el arma de su improbable resistencia, uno de los gatos salvajes que la obedecían como halcones de presa habría pisado o mordido la espoleta de la granada de mano y provocado la explosión que lo desintegró instantáneamente, que conmovió los cimientos de la Casa de las Torres y derribó parte de un muro de argamasa y adobe que tapaba el rincón más oculto del sótano, descubriendo a la luz del farol una cara blanca y polvorienta que parecía flotar en la penumbra, como la cara de un fantasma que surge de noche en un cristal, como una virgen de cera vislumbrada al fondo de un capilla donde arden débilmente los cirios. Me estaba mirando como si se hubiera asomado al hueco de la pared, dijo la guardesa, me miraba y me decía que no me asustara, que ella era muy buena y no iba a hacerme nada. Porque si al principio dijo que le pareció haber oído en sueños la voz de la santa, después fue agregando detalles que magnificaban el milagro, y la voz soñada se convirtió en una voz real que huía de los labios sellados, muy suave, como el susurro desfallecido de una enferma, no en vano había pasado la santa diez o doce siglos escondida en la oscuridad, sentada en un sillón como una dama de visita, con los ojos azules abiertos y fijos en el muro, inmóviles en un insomnio eterno, deslumbrados unas horas después por el magnesio de Ramiro Retratista, que perpetuó sus pupilas alucinadas y muertas en las fotografías para que ahora yo pueda mirarlas y viaje como en una secreta máquina del tiempo a una plaza sombreada de álamos que ya no existen y reconozca y recuerde voces que suenan en la infancia de mis padres y ecos de llamadores golpeando puertas de casas en las que no vive nadie desde hace muchos años.


Las voces perdidas de la ciudad, los testigos tenaces, postergados, desconocidos, los que contaron y guardaron silencio, los que dedicaron años al recuerdo o al odio y los que eligieron la apostasía y el olvido: esquelas mortuorias colgadas en los escaparates de los comercios de la plaza del General Orduña y de la calle Nueva, ancianos aburridos que juegan al dominó y conversan bajo el estrépito de un televisor en el hogar del pensionista, que toman el sol en los jardines devastados de la Cava, pisando cristales de botellas rotas y jeringuillas de plástico, o dormitan junto al brasero en comedores con muebles de tapicería sintética o en los pasillos lóbregos del asilo, voces recordadas de muertos y caras impasibles de muertos en vida. Voces de Mágina que nadie escuchará, que se van extinguiendo una por una como las luces de las calles después del amanecer, rostros salvados del cataclismo lento del tiempo por la vana lealtad de Lorencito Quesada y su inepto entusiasmo y por la cámara de Ramiro Retratista, que guardó en un baúl todas sus fotografías innumerables y lo entregó al comandante Galaz como si presintiera la inminencia de un naufragio, como quien entierra un tesoro antes de huir de una ciudad amenazada.

Voces, caras sin nombre, figuras quietas en el tiempo, caras de muertos, de verdugos, de inocentes, de víctimas: el inspector Florencio Pérez, que jamás aclaró ni un solo crimen ni obtuvo una sola confesión ni se atrevió a publicar con su propio nombre los versos que escribía; el teniente Chamorro, diplomado por la Escuela Popular de Guerra de Barcelona, preso durante catorce años por auxilio a la rebelión militar, liberado y preso de nuevo al cabo de veintidós días de libertad porque nada más salir de la cárcel tuvo la delirante ocurrencia de irse a la sierra de Mágina con una cuadrilla de libertarios armados con escopetas de perdigones para ejecutar al Generalísimo, que estaba allí cazando ciervos o asistiendo a un retiro espiritual de capellanes castrenses; Manuel García, gastador de la Guardia de Asalto, convicto de rebelión por haberse presentado reglamentariamente en el hospital de Santiago unos minutos después de que se izara en la fachada la bandera roja y amarilla; el ciego Domingo González, fugitivo de Mágina en mayo de 1937, salvado de morir porque se escondió bajo un montón de paja y porque alguno de los que estaban persiguiéndolo palpó su cuerpo con las puntas de una horca de estiércol y en lugar de atravesarlo o de revelar su presencia dijo a los otros milicianos que ya podían irse, que no había nadie en el pajar: juez togado más tarde, que firmaba con serenidad condenas de muerte y ni siquiera tuvo clemencia con su ex amigo y paisano el teniente Chamorro: juez inflexible y coronel retirado que volvió a Mágina y se fue a vivir a la casa de la plaza de San Lorenzo donde había vivido el viejo Justo Solana, jinete misántropo que recibió un día dos disparos de sal en los ojos y se quedó ciego y pasó el resto de su vida temiendo que el hombre que lo había cegado cumpliera su amenaza y volviera en la oscuridad para matarlo; Ramiro Retratista, fotógrafo y triste y enamorado de una muerta, exiliado voluntario de Mágina, náufrago tardío en Madrid, en la plaza de España, retratista de novios pobres en viaje de bodas, de recién casados de provincias que sonreían tomados del brazo ante las estatuas de don Quijote y Sancho Panza. Y Lorencito Quesada, insigne repórter y veterano dependiente de El Sistema Métrico, decano en Mágina de los corresponsales de prensa, radio y televisión, biógrafo voluntarioso y siempre fracasado de los hombres eminentes de Mágina y su comarca, corresponsal de Singladura, investigador de misterios policíacos y sobrenaturales, de los poderes telepáticos y de las visitas al valle del Guadalquivir de mensajeros de otros mundos, autor de un serial en cinco entregas sobre el Enigma de la mujer emparedada o El misterio de la Casa de las Torres, pues ambos titulares le parecían sugestivos y tardó mucho en decidirse por uno de ellos, decisión en todo caso inútil, ya que después de algunas semanas febriles de trabajo y de insomnio el director de Singladura rechazó las treinta páginas que él le había enviado y que nunca se llegaron a publicar.

Fue Lorencito Quesada quien descubrió y quiso revelar al mundo, o a Mágina, las memorias inéditas del inspector y luego subcomisario Florencio Pérez, y quien buscó, sin fruto alguno, dinero y patrocinio para publicarlas, movido por un entusiasmo que jamás conoció el desaliento ni el éxito. Puede que nadie más que él en la ciudad tuviera noticias o sospechas de la vocación literaria del policía jubilado, que se había pasado la vida escribiendo versos y enviándolos, firmados con seudónimo, a casi todos los concursos de la provincia, obteniendo muy de tarde en tarde alguna flor natural que nunca recogió, por falta de valor y exceso de vergüenza, por un temor lacerante al ridículo que se le fue agravando con los años y lo llevó, casi en el lecho de muerte, a la tentación de quemar toda su obra tan laboriosamente mecanografiada en los reversos de los formularios oficiales, igual que había hecho o mandado hacer Virgilio. Hasta la época de su jubilación siempre se había abstenido de la prosa, por considerarla, como le confesó una vez a Lorencito Quesada, un género menor, pero cuando se quedó sin nada que hacer y se supo amenazado por una desidia y una melancolía que proliferaban sombríamente sin la distracción diaria del trabajo tuvo la ocurrencia de emprender la redacción de sus memorias, y entonces, si no las ganas de vivir, se le acentuó el miedo supersticioso a la muerte, pues temió que le llegara antes de que diera fin al relato de su vida. Era viudo, vivía en casa de una hija cuyo marido, un magnate de los videoclubes locales, lo desdeñaba abiertamente, tenía otro hijo inspector en Madrid, y un tercero, el menor, que de muchacho iba para seminarista, pero que inexplicablemente se echó a perder, se dejó el pelo por los hombros y decidió convertirse en vocalista de conjunto moderno. Cuando se jubiló, el subcomisario había esperado en vano que sus antiguos subordinados le rindieran un emotivo homenaje, o al menos que le regalaran una placa conmemorativa. Pero sólo Lorencito Quesada, atento a todo, le dedicó un artículo en Singladura, y él le escribió una carta de lacrimosa gratitud, guardó el recorte en una carpeta azul y se encerró en aquella especie de trastero donde su hija y su yerno lo tenían confinado con una máquina de escribir de segunda mano y un paquete de solicitudes en blanco del carnet de identidad que había sacado de la comisaría no sin un cierto sonrojo. Sólo cuando se puso seriamente a escribir se dio cuenta con estupor y desconsuelo de que no le había ocurrido casi nada en la vida. Así que la tarea que había imaginado agotadora se reveló muy pronto liviana y trivial, y en apenas un año de escribir todos los días tuvo contados los setenta de su vida entera, y una mañana, veinte minutos después de sentarse ante la máquina, ya había llegado al momento justo que estaba viviendo, de manera que se quedó un rato pensativo, revisó desganadamente las anotaciones de los últimos días, puso una nueva hoja en el carro y empezó tranquilamente a contar sus recuerdos del día siguiente, con una cierta sensación primero de irrealidad y luego de fraude, como si se permitiera una trampa menor en un solitario, y después siguió escribiendo cada vez con más desenvoltura e incluso alegría, y contó el regreso de su hijo menor, la oveja negra de su casa y la amargura de su vejez, que venía arrepentido, con el pelo cortado, con corbata y pidiéndole perdón, después de vivir durante varios años en una comuna de Ibiza, y luego un viaje a Madrid en el que paraba en la misma pensión donde solía hospedarse antes de la guerra y navegaba en barca por el Retiro y comía gambas a la plancha en la taberna del Abuelo y daba gracias al Cristo de Medinaceli por el regreso de su hijo pródigo: cuando murió, a principios de junio, sus memorias llegaban a los primeros días de la siguiente Navidad, en vísperas del homenaje que el Círculo Cultural y Recreativo de Mágina le ofrecía en el teatro Ideal Cinema con motivo de sus bodas de oro con la policía y la literatura.

A medida que el manuscrito se aventuraba en el porvenir y en la mentira iba volviéndose más lujosamente detallado, a diferencia de la narración de los hechos reales, en la que se advertía una apresurada o desengañada sequedad: el hallazgo de la mujer incorrupta no ocupaba más de media holandesa y carecía de toda revelación sorprendente, ya fuera porque el inspector había olvidado los pormenores o porque, como sospechó literariamente Lorencito, poderosos intereses ocultos lo seguían obligando cuarenta anos después a mantener el secreto. Ya entonces, en los primeros tiempos de su carrera, tenía el inspector la cara ensimismada de pena y laboriosa arrogancia que muestra en las fotos de Ramiro Retratista y que se mantuvo invariable hasta su vejez. «Míralo», dice Nadia, acordándose, reconociéndolo, casi con ternura, aunque hace dieciocho años que lo vio por primera y única vez, cuando ya era un viejo policía desolado que se negaba al oprobio de la jubilación. Separa la fotografía de las otras, se la muestra a Manuel, que permanece tras ella en silencio y ha empezado suavemente a abrazarla, sus dos manos buscando bajo la blusa. «No cambió nunca», dice Nadia, tenía la cara como hecha de rudo cartón, el pelo hincado hasta la mitad de la frente, planchado hacia atrás con brillantina y levantándose rebelde en tiesos mechones que no había modo de domar, las cejas como un doble arco negro, las facciones cuadradas y blandas, el labio inferior grueso y caído del que le colgaba siempre una colilla de picadura apagada, el mentón siempre oscuro, aunque se afeitaba dos veces al día, una cara imposible, pensaba él con dolor, tan imposible como su nombre, Florencio Pérez Tallante, un nombre tan desastroso para policía como para poeta, una ruina y una losa de nombre. Ramiro Retratista lo fotografió en el mismo lugar donde lo vería Nadia muchos años más tarde y casi en la misma actitud, sentado tras la mesa, bajo el crucifijo y la estampa de Nuestro Padre Jesús y el retrato de Franco, el teléfono a su derecha y la escribanía a su izquierda, la mano en la barbilla, como si quisiera parecerse a la efigie de un hombre pensativo. Estaba aburriéndose y contando sílabas con los dedos en su despacho de la plaza del General Orduña, junto a la torre del reloj, cuando un guardia entró para decirle que una mujer con aire y maneras de loca había venido a dar parte de la aparición de un cadáver no identificado, seguramente el de un cautivo del dominio rojo, sepultado tras el martirio en el sótano infame de alguna checa clandestina. Como primera precaución, y sin haberla visto ni escuchado todavía, el inspector Florencio Pérez, partidario siempre de medidas enérgicas, ordenó el arresto inmediato de la mujer delatora, pero cuando el guardia salía para cumplir la orden, que al propio inspector le había parecido de una sequedad y decisión admirables, la puerta del despacho se abrió del todo y la guardesa irrumpió en él, alzando el brazo derecho en un atrabilario arriba España y agitando tan ruidosamente como una cadena de penal el manojo de llaves que traía atado a la cintura. «Iba a avisarle al párroco de San Lorenzo», dijo tumultuosamente, sin dar tiempo ni a que el inspector pusiera en práctica un rapto de indignación, «pero me acordé de que ya no hay, y me dije, Gabriela, da parte en la perrera, que aquello es más autoridad».

Que a la comisaría le llamaran en Mágina la perrera sumía al inspector Florencio Pérez en un estado próximo a la mortificación: que una mujer desmelenada, con un ruinoso tabardo sobre los hombros, un manojo de llaves y unas hediondas botas de agua se colara en su propio despacho a esa hora tranquila de la mañana que él solía consagrar dulcemente a no hacer nada y a medir endecasílabos, le hablara a gritos y no diera muestras de miedo a su autoridad, pronunciando de paso la palabra perrera, estuvo a punto de producirle un colapso cardíaco. Un mediocre puñetazo en la mesa tuvo la virtud de volcar el cenicero sobre las hojas de los expedientes -entre las cuales solía esconder el inspector borradores de sonetos-, pero no mejoró en nada su opinión de sí mismo. No servía para ese trabajo, solía confesarle a su amigo de la infancia, el teniente Chamorro, a quien de vez en cuando se veía en la luctuosa obligación de detener, le faltaba carácter. «Señora», dijo, levantándose, limpiándose la ceniza que le manchaba el pantalón y las solapas, como a don Antonio Machado, «compórtese o la encierro por desacato y tiro a un pozo la llave». «Eso hicieron con ella», dijo la guardesa, cuyo aliento olía fétidamente a goma y a alcantarilla, como las botas de agua, «la encerraron en un calabozo y no tuvieron que echar la llave, porque le tapiaron la puerta para que no saliera nunca más». «Hombre, eso tampoco es», murmuró humanitariamente el guardia, pero no tan bajo que el inspector no lo oyera: «Usted habla cuando se le pregunte, Murciano», dijo con severidad, «salga y espere mis órdenes». El guardia tenía cara de campesino y carecía de porte para llevar un uniforme que le venía grande, y cuando adoptaba la posición de firmes el tres cuartos gris le caía a lo largo de su cuerpo mezquino como un lastimoso faldón. «¿Entonces no me llevo a esta mujer en calidad de detenida?» «En calidad de nada, Murciano», dijo el inspector, irritado porque un subalterno se apropiara de las queridas fórmulas del lenguaje oficial, «salga usted y no me caliente la cabeza, que ya le diré yo lo que hay que hacer cuando haya procedido al interrogatorio». «¿Así que no me va a encerrar en la perrera?» La guardesa volvió a acercarse al inspector, las manos juntas, como si rezara, como si estuviera a punto de caer de rodillas: «Si ya lo decía yo, si tiene cara de bueno, si parece un chiquillo», «¡Señora!» El inspector se puso en pie, comprobando una vez más que no era tan alto como se imaginaba en momentos pasajeros de euforia, y su segundo puñetazo en la mesa le deparó un agudo dolor en la mano, pues había golpeado el filo metálico de un pisapapeles que representaba la basílica de Monserrat. Lo sopesó mecánicamente, acordándose con inquietud de la facilidad con que cualquier objeto podía ser usado como arma homicida. «Siéntese», volvió a dejar el pisapapeles en la mesa, «cállese, no diga nada mientras yo no le pregunte, y hágame el favor de hablar con el debido respeto».

Pero era inútil, pensaba, nadie le tuvo nunca consideración, ni los delincuentes ni los subordinados, nadie, ni sus hijos, que después de su muerte le entregaron a Lorencito Quesada sus memorias sin mirarlas siquiera, como papel viejo que se regala a un trapero. Para tranquilizarse, el inspector lió un desmañado cigarrillo y mientras pasaba la lengua por el filo engomado del papel se quedó mirando, al otro lado de los cristales del balcón, la estatua del general Orduña, a quien esa misma mañana había empezado a escribirle un soneto. «El bronce inmortal de tus hazañas», murmuró con disgusto, pero sin rendirse, «el bronce inmemorial de tus hazañas». Con los dedos de la mano izquierda tamborileaba en el cristal contando las sílabas, tan absorto, tan desesperado por las dificultades de la rima que tardó en darse cuenta de que la guardesa, a sus espaldas, continuaba hablando sin esperar sus preguntas, sin el menor respeto a su autoridad: «… morena, sí señor, pero con los ojos azules, muy grandes, como si estuviera asustada. como se quedan las personas cuando les da un aire y ya no hablan ni conocen, con la raya en medio, como las damas antiguas, con moñetes y tirabuzones, con un vestido negro de mucho escote, negro o azul marino, o morado, no pude verlo bien porque el hueco está muy oscuro y yo no he querido abrirlo más para no tocar nada hasta que ustedes dispongan, y lleva un escapulario al cuello, en eso sí que me he fijado, yo creo que es un escapulario de Nuestro Padre Jesús…»

«Atronando de gloria las Españas», decidió el inspector, sin ver ni oír a la guardesa, «el fuego del valor en las entrañas». «Y de cuerpo pues será como usted, poquita cosa, pero muy concertada, aunque tampoco la he visto bien, porque parece que está sentada en un sillón, ni asomarme adentro he querido, por miedo a estropear algo, a los muertos no hay que tocarlos hasta que el juez diga que los levanten, claro que ella no está tendida, y a mí me parece que tampoco está muerta, cómo va a estarlo, si tiene la piel tan suave como un melocotón, pero muy pálida, eso sí, como la cera, será porque esas damas he oído yo decir que tomaban vinagre…» «¡Del olvido las torvas espadañas!», casi gritó de entusiasmo el inspector, y temiendo no acordarse luego de un endecasílabo tan indiscutible volvió a su escritorio y lo anotó en el margen de un oficio, fingiendo que apuntaba algún detalle de la declaración de la guardesa. Una hora después, extenuado por la imposibilidad de no seguir repitiendo en silencio palabras absurdas terminadas en «añas» y de lograr que la guardesa ajustara su narración a un orden cronológico, el inspector Florencio Pérez oprimió enérgicamente varios timbres, sostuvo dos conversaciones telefónicas colgando luego el auricular con la adecuada violencia, se puso la gabardina y el sombrero y dio orden de preparar un automóvil adscrito al parque de la comisaría, al objeto de presenciarse con la mayor prontitud en el lugar de los hechos, según explicó más tarde en un informe cuya redacción le costó más desvelos que la primera estrofa del soneto al general Orduña, a la cual añadió en los sótanos de la Casa de las Torres un verso que terminaba en «telarañas», por las muchas que tuvo que apartar con infinita repugnancia de su cara y sus manos cuando procedió a la detenida inspección ocular de lo que llamó en su informe el escenario del crimen, no tanto porque creyera que se había cometido uno como por el escrúpulo de no repetir al cabo de sólo cuatro líneas «el lugar de los hechos».

En sus memorias constan los nombres de los testigos que bajaron con él al sótano donde había aparecido la mujer incorrupta: el médico don Mercurio y su cochero Julián, el forense Galindo, Medinilla, el escribiente del juzgado, que con los años llegó a regentar una opulenta gestoría y a convertirse en procurador en Cortes por el tercio sindical, el guardia Murciano, la guardesa contumaz, y por último Ramiro Retratista y su ayudante Matías, que era sordomudo desde que pasó un día entero sepultado bajo los escombros de una casa hundida por un obús. Para escarnio del inspector, en cuanto llegó don Mercurio, a quien por cierto nadie había llamado, los otros se inclinaron con reverencia unánime ante su autoridad y a él dejaron de verlo, como si no existiera, como si no fuera él quien ostentaba en ese momento y en la Casa de las Torres la máxima jerarquía. «Se trata de un caso insólito de momificación», dijo el forense cuando la guardesa cerró las puertas de la calle y las voces de la vecinas se escucharon con la lejana confusión de un zureo de palomas. «No creo que sea más insólito que yo mismo», dijo don Mercurio, parado junto al inspector como si no lo viera, admirando distraídamente las columnas de mármol y los arcos inseguros del patio: «A mi edad comprenderán ustedes que de lo que más entiende uno es de momias.» «Por la ropa que lleva yo diría que fue emparedada hará sesenta o setenta años.» En los casos desesperados el inspector Florencio Pérez procuraba restablecer su tambaleante autoridad con un matiz científico. «¡Sesenta años!», la guardesa gritó como si reprobara una blasfemia, haciendo sonar amenazadoramente el manojo de llaves. «Sesenta siglos más bien, desde que hicieron la casa. Sería cautiva de los moros…» «No diga usted disparates, señora», Medinilla, el escribiente del juzgado, que era soplón de la secreta, esgrimió ante la guardesa su cartapacio abierto y la estilográfica con la que hacía como que tomaba notas, «que yo aquí lo apunto todo, y luego consta».

Caminaban sorteando estatuas despedazadas y montones de escombros sobre los que crecían malvas y jaramagos, y al llegar al hueco abovedado bajo la escalinata con peldaños de mármol los pasos y las voces adquirieron una resonancia de cripta. «Cuidado con los escalones», dijo la guardesa, «que son muy traicioneros». Bajó delante el inspector, que llevaba una poderosa linterna con acanaladuras cromadas, y ya nadie habló, ni la guardesa, mientras cruzaban sótanos y corredores que conducían a otros sótanos idénticos, ocupados por muebles grandes como catafalcos y armazones podridos de carruajes barrocos. Cuando la linterna alumbró el nicho que un albañil había descubierto del todo la guardesa se santiguó con un rápido garabateo piadoso y todos, salvo don Mercurio, se mantuvieron a una cierta distancia, mirando las sombras que desplazaba sobre los muros el círculo de luz, en medio de los cuales, como una imagen de cera en una hornacina, con la majestad de una estatua egipcia de advocación desconocida, con las manos cruzadas sobre el regazo de un vestido a la moda del Segundo Imperio y la nuca apoyada en un sillón de respaldo muy alto, la muchacha incorrupta miraba al vacío con sus ojos azules a los que la linterna arrancaba destellos de vidrio. Pero no había en ella nada sobrecogedor, sino más bien una especie de naturalidad imperturbable, como si en vez de llevar setenta años emparedada se acabara de sentar en el sillón de un gabinete para recibir con sosiego a sus amigos más íntimos, que por respeto no se le acercarían hasta no ser llamados uno a uno por ella.

Sin volverse, como un cirujano absorto en la dificultad de una operación, don Mercurio requirió sus gafas, su maletín, la luz. A su lado, muy atento, obedeciendo instantáneamente los gestos de sus manos, Julián se inclinaba para mirar a la muchacha y obligaba a los otros a guardar la distancia que seguía apartándolos de don Mercurio. Era Julián quien sostenía ahora la linterna, pues el inspector Florencio Pérez se la había entregado con una docilidad que él mismo consideró íntimamente imperdonable, y durante más de un minuto, hasta que la guardesa encendió su farol de petróleo, sólo la figura de la muerta, resplandeciente y lívida, con el cabello polvoriento brillando en torno a su cara como una gasa negra, permaneció fuera de la oscuridad que envolvía a los otros, sombras cobardes que se rozaban sin reconocerse y se oían respirar mientras la silueta pequeña y jorobada de don Mercurio se movía despacio ante el nicho iluminado, haciendo rápidos ademanes como de liturgia o de conjuro con sus dedos extendidos, que rozaban sin tocarla la cara de la momia y al enredarse a uno de los bucles de sus sienes levantaron una tenue nube de polvo que hizo toser al medico y a su ayudante.

«Observe, Julián», dijo don Mercurio, «que esta joven no se resistió al emparedamiento. ¿La encerraron aquí después de narcotizarla y cuando despertó fue presa de un colapso que ni siquiera le dio tiempo a un movimiento de pánico? Examine las falanges de sus dedos – y don Mercurio se quitó las gafas de pinza y adhirió al cuévano amarillo de su ojo izquierdo una lupa diminuta, aunque muy potente: todos los enterrados vivos presentan en la exhumación señales muy parecidas. Unas gastadas, falanges rotas, torsión antinatural de los miembros. Ojos desorbitados, mandíbulas abiertas, desencajadas por los gritos de terror. Esta señora o señorita no. Observe su posición: tranquilidad perfecta. Las singulares condiciones ambientales de esta cripta obraron el prodigio que a esa pobre mujer le ha parecido un milagro. Un hecho infrecuente, pero no excepcional, como muy bien saben los arqueólogos y las autoridades eclesiásticas. ¿Qué me dice, Julián?» Al cochero la sabiduría de don Mercurio le producía a veces una felicidad muy próxima a la congoja del llanto: «Qué me va a parecer, que es usted una eminencia, don Mercurio.» «No me dé coba, Julián, que ya tengo un pie en la frontera del gran enigma y me son indiferentes las vanidades del mundo. Hechos, Julián, facts, que dicen los ingleses.» «Prudencia, don Mercurio», dijo Julián, mirando de soslayo a los otros, «que hay por aquí mucho partidario de las potencias del Eje». Don Mercurio acercó ahora su lente a una pupila de la muchacha muerta, como un oftalmólogo que le examinara la vista. «Llevo un cuarto de siglo siendo aliadófilo, Julián. No querrá usted que a un paso de la tumba me haga partidario del Kaiser.» «Si ya no hay Kaiser, don Mercurio», dijo el escribiente, que se les había acercado con su instintiva cautela de soplón, «ahora quien manda en Alemania es el Führer».

«Pues vaya diferencia», el médico ni siquiera se volvió. Requiriendo a Julián para que aproximara más la lámpara había rozado los pómulos de la momia con el dedo índice de la mano derecha y se frotaba su yema lenta y delicadamente con la del pulgar para percibir con exactitud la textura del polvo que lo manchaba, sutil como el de las alas de una mariposa. Parecía que estuviera tocando el mármol de una estatua o la superficie de un lienzo que temiera dañar con el roce de sus dedos, incluso con la cercanía de su aliento. Con la punta de un pañuelo limpió la medalla que relucía en el escote de la muerta y sopló muy suavemente en el pequeño cristal que protegía una imagen color sepia de Cristo coronado de espinas. Luego dio unos pasos atrás, siempre mirando a la muchacha, y al devolver la lupa a Julián, que la guardó escrupulosamente en el maletín, antes de ajustarse de nuevo sobre la corva nariz los lentes de pinza, se frotó los ojos y por un momento pareció mucho más viejo y más débil, como si una fatiga repentina le acentuara la joroba o estuviera a punto de sufrir un desmayo. Julián, que adivinaba en seguida sus estados de ánimo y las vacilaciones alarmantes de su salud, entregó al inspector la linterna y dejó en el suelo el maletín, preparándose para sostener con discreción aquel cuerpo tan liviano como un muñeco de paja, arrimándose a él, como hacía otras veces, para evitar que se cayera, porque temía que si dejaba que don Mercurio se deslizara hasta el suelo se le desarmaría para siempre. Pero el médico sólo tanteó imperceptiblemente el aire en busca del brazo de su cochero, y al encontrarlo cerró en torno a él su mano derecha con una fuerza que ya no era más que pura obstinación, y un segundo más tarde, como si al apretarle el brazo hubiera recibido una parte del vigor de su pulso, volvió a erguir la cabeza, se puso el sombrero e hizo frente con su irónica gallardía de siempre a las miradas interrogativas y un poco amedrentadas de los otros.

«En mi opinión», dijo, «y a reservas de lo que tenga que decir mi docto colega, a quien al fin y al cabo corresponde el dictamen del foro, lo más prudente sería no mover el cuerpo. Como usted, tan acertadamente, mi querido inspector, conjeturaba, esta joven fue emparedada aquí hace unos setenta años. Lo sé, para mi desgracia, porque me acuerdo de que así se vestían las jóvenes de buena familia en mi primera juventud. ¿Y quién nos asegura que no se deshará en polvo cuando intentemos trasladarla, por mucho cuidado que pusiéramos? Le supongo al tanto, inspector, de los trabajos del llorado egiptólogo mister Cárter, a quien por cierto tuve el honor de ser presentado hace mucho años en Madrid. Momias que se mantuvieron en perfecto estado de conservación durante cuatro milenios pueden quedar dañadas irreparablemente por una claridad excesiva, un cambio brusco de temperatura o un aire ligeramente húmedo».

El inspector Florencio Pérez hubiera querido decir algo, pero un acceso de gratitud hacia don Mercurio y hacia Howard Cárter, de cuyos trabajos carecía de toda noticia, pero cuya muerte le pareció de pronto una tragedia irremediable, le atenazaba la garganta, y tuvo miedo de que si hablaba le saliera aflautada la voz. «Yo vi una película sobre eso», oyó decir a su lado al escribiente Medinilla. La maldición de la momia. Pero quien salía era Boris Karloff.» «Sugiero, pues -don Mercurio ni miró al escribiente-, que se haga venir a un fotógrafo, se precinte este sótano y se solicite la ayuda de expertos mejor equipados que nosotros, por el bien de la ciencia, ya que no por el de esta señorita, a quien a estas alturas calculo que le dará igual que hayamos interrumpido su eterno descanso.» «Amén», dijo con reverencia la guardesa. Y el inspector, que llevaba un rato cincelando un endecasílabo («las lívidas facciones de ultratumba») y se sentía rescatado del oprobio por la consideración de don Mercurio, decidió llegado el momento de recobrar la iniciativa que le correspondía. «Murciano», dijo con una voz tan educada como terminante, «hágame el favor de avisar a Ramiro. Y que no se olvide de traer el magnesio». «A la orden. -Murciano se cuadró-. ¿Le digo al de la Macanca que se vaya?» «Y que no vuelva», intervino rápidamente la guardesa. «Si se refiere usted al vehículo del depósito -el inspector agradeció la ocasión de demostrar a don Mercurio su dominio del idioma- puede decirle al conductor que de momento no hay necesidad de sus servicios.» «Bien dicho. Al cementerio, con los muertos, que ésta es una casa cristiana.» La guardesa hablaba tan cerca de la cara del inspector que se la salpicó copiosamente de saliva. «En cuanto a usted, señora – eufórico, tranquilo, casi beodo de autoridad y confianza en sí mismo, el inspector se limpió la barbilla con un pañuelo y miró a la guardesa fijamente a los ojos -, me va a hacer el favor de dejarme a solas con estos caballeros.» «Asunto confidencial», dijo el escribiente, afectando una chulería de zarzuela, «top secret».

Julián acompañó a la guardesa y a Murciano y volvió en seguida trayéndose el farol. Al alumbrar por sorpresa y antes que ninguna otra la cara de don Mercurio de nuevo le pareció mucho más vieja que unas horas antes, y empezó a pensar que el médico sabía algo que ocultaba a los demás y advirtió en él una pesadumbre que hasta entonces no le había conocido, como una abdicación de su acerada voluntad y un abandono íntimo al desengaño de morir. «Sabe quién es y no lo dirá a nadie, la conoció cuando ella estaba viva y los dos eran jóvenes.» Pero le daba miedo pensar eso, le hacía darse cuenta de lo inconcebiblemente viejo que era don Mercurio y de los abismos de experiencia y de horror que guardaría en su memoria después de tres cuartos de siglo viviendo diariamente junto a la enfermedad, el dolor, la miseria, la agonía, después de haber presenciado varias guerras y asistido al nacimiento y luego a la degradación y a la muerte de tantos hombres y mujeres que ya no existían, caras violáceas rompiendo a llorar entre los turbiones de sangre y las vísceras derramadas de mujeres que gritaban con las rodillas abiertas, caras inmóviles, recién tachadas por la muerte sobre una almohada que todavía huele al sudor del miedo y a los medicamentos ya inútiles. Pensó que para don Mercurio los vivos y los muertos serían sombras semejantes, simulacros de juventud y belleza y vigor gangrenados sordamente por la corrupción y amenazados siempre por la cuchillada del sufrimiento: sin duda él mismo, Julián, y el forense, y el inspector, y el escribiente del juzgado, eran más ajenos para don Mercurio que aquella muerta de hacía setenta años, y el tiempo presente en el que todos ellos respiraban le parecería un espejismo o un teatro de sombras como las que proyectaban la linterna y el farol de petróleo, un futuro tan lejano de su juventud que no podría atribuirle aunque quisiera la consistencia indudable de la realidad.

Así los vio al llegar Ramiro Retratista, fotógrafo oficioso de la policía, cinco sombras inmóviles junto a un nicho alumbrado desde el suelo por un farol de petróleo, menos reales y perdurables en su imaginación que la cara y la mirada de aquella mujer cuyo retrato póstumo mostró al comandante Galaz más de treinta años después como queriendo convencerlo de que él no había inventado la historia de su hallazgo. Le avisaron, dijo, igual que siempre que aparecía un cadáver, él retrataba lo mismo a los vivos que a los muertos, cargó la cámara en el sillín de su motocicleta alemana, le ordenó por señas al ayudante sordomudo que montara en el sidecar llevando en brazos el trípode y él se puso sus gafas de aviador y arrancó en dirección a la Casa de las Torres, y cuando al fin lo guiaron al sótano y preguntó expeditivamente que dónde estaba el muerto oyó la voz desagradable del escribiente Medinilla: «No es un muerto. Es un cadáver en estado de momificación.»

Pero no podía ser una momia, pensó Ramiro Retratista cuando le vio de cerca la cara, mientras su ayudante desplegaba el trípode y situaba en los lugares adecuados los focos de magnesio, era una señorita muy joven aunque un poco antigua, mírela usted, le dijo al comandante Galaz, sosteniendo la fotografía con sus manos ya temblonas de viejo, muy tranquila y muy bella, con los pómulos anchos y los ojos abiertos, con el pelo recogido en rodetes y tirabuzones, y hasta le pareció que tenía algo de color en las mejillas, apenas una pincelada, como en los retratos coloreados a mano, y que sus ojos de muerta lo estaban mirando como las mujeres de verdad no lo miraron nunca, porque no lo veían, las mujeres no se paran a mirar al retratista, explicó, están pensando en el caballero al que le enviarán su foto con una dedicatoria elegante, cariñosa o apasionada, según. Se fijó en la cara, y pensó que era lozana y redonda, ya que había leído esos dos adjetivos en una novela, y luego sus ojos descendieron tímida y respetuosamente hacia el cuello que parecía de cera y vieron la medalla con la imagen piadosa en la que por un momento creyó notar una imperceptible respiración de catalepsia. Fue él, Ramiro, el único que se atrevió a tomar entre sus dedos la medalla, procurando que los demás no lo advirtieran, le dio la vuelta y vio que al otro lado no había una estampa religiosa, sino la foto de un hombre muy joven, con bigote y perilla, como Gustavo Adolfo Bécquer, le dijo al comandante Galaz. Vio también, justo en el lugar donde el comienzo de los senos ahuecaba levemente el escote, el filo de algo que parecía una hoja de papel doblada muchas veces. Se echó hacia atrás, mirando siempre aquellos ojos como de pálido vidrio azul escarchados de polvo e invariablemente fijos en los suyos, corrigió la disposición de los focos, moviendo las manos casi a la misma velocidad que su ayudante, con el que mantenía en silencio copiosas diatribas, escondió la cabeza bajo la cortinilla de felpa negra de la cámara, que se pareció entonces a la joroba de don Mercurio, y cuando iba a pulsar la arcaica pera de goma del disparador, al ver la imagen invertida de la muchacha muerta, creyó que también él se había vuelto ingrávidamente del revés, y deseó sin consuelo que el fogonazo del magnesio le devolviera a ella la vida al relucir en sus pupilas, al menos durante las décimas de segundo que tardaría en extinguirse.


Me acuerdo del invierno y del frío, del azul absoluto en las mañanas de diciembre y el sol helado en la cal de las paredes y en las piedras amarillas de la Casa de las Torres, me acuerdo del vértigo de asomarme a los miradores de la muralla y ver delante de mis ojos toda la hondura de los precipicios y la extensión ilimitada del mundo, las terrazas de las huertas, las lomas de los olivares, el brillo quebrado y distante del río, el azul oscuro de las estribaciones de la Sierra, el perfil de estatua derribada del monte Aznaitín, de cuyas laderas colgaban caseríos blancos y donde por la noche brillan luces como velas de iglesias y faros de automóviles solitarios que cruzan la oscuridad como reflectores antiaéreos y aparecen y desaparecen entre las hileras de olivos y en las curvas de la carretera. En la transparencia delirante del aire las cosas más lejanas adquieren una exactitud de cristales de hielo. Señalaban hacia aquellas montañas y decían que al otro lado estuvo el frente de la guerra, y que el viento del sur traía algunas veces los truenos retardados de una batalla remota. Sobre ese horizonte volaban de vez en cuando aviones enemigos que casi nunca se acercaron a Mágina y apenas eran reflejos metálicos de sol en la claridad del mediodía. De allí, del otro lado de la Sierra, venían los viajeros y los fugitivos, por esas veredas que ascienden desde el valle vino caminando mi abuelo Manuel cuando salió del campo de concentración y en una ladera junto al río recibió Domingo González los dos tiros de sal que lo dejaron ciego: por las camadas de esos olivares subió hacia la ciudad arrastrándose como un perro malherido. Hacia esa única dirección se orientaban todos los caminos posibles, más allá de los terraplenes sin vías del ferrocarril que nunca existió y de la corriente cenagosa del Guadalquivir, en aquellos roquedales que se volvían cárdenos al anochecer habitaban los juancaballos y tenían sus sanatorios los tísicos, que algunas veces venían a Mágina en furgonetas negras cargadas de grandes bidones vacíos de cristal que rebosaban de sangre cuando emprendían el regreso, sangre humana extraída con largas agujas de acero que ellos manejaban con guantes de goma y se limpiaban luego en los faldones de sus batas blancas, sangre de niños que tardaban en volver a casa cuando ya era de noche y veían abrirse la portezuela de un automóvil negro y una mano pálida que los reclamaba ofreciéndoles un caramelo o una onza de chocolate. Luego encontraban sus cuerpos lívidos en un muladar o en el arcén de una carretera y en los brazos o en el cuello les quedaba la señal morada de la aguja que les bebió lentamente la sangre. Veíamos pasar de lejos un ataúd blanco y alguien aseguraba que en su interior yacía, vestido de comunión, con un rosario y un libro con las tapas de nácar entre las manos, un niño atrapado por los tísicos. De vez en cuando se corría la voz por los patios de la escuela o en los corrillos de la plaza de San Lorenzo, han llegado los tísicos, alguien había visto sus largos coches funerarios o escuchado al pasar el ruido con que chocaban entre sí los bidones de vidrio, alguien había estado a punto de que lo atraparan y había huido desprendiéndose de las manos rapaces y frías con guantes de goma y de las caras cubiertas con mascarillas tras las que se oía una respiración sofocada por la avaricia de sangre, y entonces, durante unos días, hasta que el terror se esfumaba igual que había aparecido, nadie se atrevía a quedarse en la calle después del atardecer ni a desviarse del camino hacia la escuela, y mirábamos con espanto los pocos automóviles que circulaban todavía por la ciudad, y se extendía sobre los callejones y las plazuelas de nuestro barrio un silencio prematuro que era como la niebla tenue y violeta que manchaba el aire en cuanto el sol se ponía en las tardes de invierno, un silencio de augurio, poblado por los fantasmas nacidos del miedo de varias generaciones sucesivas, por el eco de los cerrojos y de los llamadores en las puertas, por los pasos de los desconocidos, los borrachos, los asesinos y los locos que perduraban en la memoria acobardada de Mágina y en las palabras siempre clandestinas o ambiguas de nuestros mayores, escoria del miedo y de las desgracias de la guerra.

Me acuerdo de la luz húmeda y dorada tras los días de lluvia y del verde de la hierba recién aparecida en los intersticios de empedrado y de la intensidad con que el sol relucía en ella y me veo a mí mismo desde mi distancia y mi estatura de adulto buscando insectos para guardarlos en una caja de cerillas que me aplicaba luego al oído escuchando el roce mínimo sobre el cartón de sus antenas y sus patas, siempre solo, salvo cuando estaba con mi amigo Félix, siempre mirando de lejos los juegos de los otros, asustado por ellos, que se maltrataban ferozmente entre sí y perseguían con saña a los débiles, a los pequeños y a los tontos, escondiéndome tras la ventana del portal para espiar sin peligro sus juegos y sus conversaciones, imaginándome aventuras que agrandaban el tamaño de los lugares y las cosas, que convertían los mínimos tallos de hierba en árboles de un bosque y los insectos en criaturas prehistóricas como las que había visto en el cine y el portalón cerrado de la Casa de las Torres en la muralla de un castillo, siempre esperando algo que no sabía lo que era, la llegada de mi padre o de mi abuelo Manuel, que vendrían del campo trayendo de reata a un mulo cargado de aceituna, de hortaliza o de forraje, y olerían a barro y a pana y a hierba segada, el regreso de mi madre, de la que me decían que estaba en un hospital y aparecía de pronto cuando ya casi me había olvidado de ella, parada en el umbral de una puerta, desconocida al principio, porque estaba más delgada y más pálida, inclinándose hacia mí para levantarme del suelo y oprimiéndome contra su pecho blando y cálido, llorando en silencio, limpiándome las lágrimas con un pañuelo que sacaba del mandil y que también tenía un olor de enfermedad y hospital.

No veo su cara de entonces, me acuerdo de su pelo canoso y de sus facciones envejecidas de ahora y no quiero imaginarla, igual que no quiero pensar que mi padre no es invulnerable al tiempo ni acordarme de mi abuelo Manuel y de mi abuela Leonor varados en un sofá como en la sala de espera de la muerte, pero alguna vez, cuando la llamo por teléfono desde algún lugar que ella no sabría identificar en los mapas, desde una lejanía que ella sólo puede concebir si la asocia a los paisajes de los sueños y de las películas, oigo su voz y es la misma voz que tenía cuando era mucho más joven, y agradezco su ternura ofrecida y su acento de Mágina y reconozco en ella la inocencia y la angustia, el tono con que me despertaba en las mañanas de invierno cantándome romances mientras abría los postigos y barría las baldosas y tendía las camas. Ésa era la voz que tenía antes de que yo naciera: no la voz de alguien cuya existencia se resume en el hecho de que es mi madre sino la de esa muchacha que tiene un lazo en el pelo y sonríe a la cámara con los labios apretados para que no se le vean los dientes y la de la mujer que posa en escorzo con un vestido de novia, con una manera de mirar y sonreír ladeando la cabeza que quiere parecerse involuntariamente al gesto con que posaban entonces las artistas de cine, apartando con la mano derecha una cortina tras la que se ve una balaustrada y un lánguido jardín francés que tal vez fue pintado hacia los años veinte por don Otto Zenner, apóstol en Mágina de la fotografía de estudio, antecesor y maestro de Ramiro Retratista.

No me acuerdo de su cara y huyo de la culpabilidad de imaginarme cómo será ahora mismo su vida, el progreso de la vejez, el dolor de las articulaciones, la dificultad de subir las escaleras, de mantener limpia la casa, ella sola, sin la ayuda de nadie, de cargar la leña para encender el fuego antes del amanecer, de cuidar y vestir y lavar a mis abuelos, la ciega obligación del trabajo a la que se ha inmolado desde que tuvo uso de razón, siempre obedeciendo a otros, siempre temiendo su crueldad o lacerada por su indiferencia, no creyendo jamás que merecía algo, que habría sido posible vivir de otro modo. Prefiero oír su voz tan joven en el teléfono y no pensar que tiene una vida exterior a la mía en la que apenas ha conocido algo más que el miedo, el trabajo, la necesidad y el dolor. Me despido, cuelgo el teléfono, me desprendo de la nostalgia y del remordimiento y me quedo mirando la ventana de la habitación del hotel o el vestíbulo del aeropuerto desde donde la he llamado para no imaginar la penumbra triste de mi casa, para no verla a ella, que aún sostiene en la mano el auricular como si no se resignara a no seguir escuchándome, como si el pitido de la línea fuera un valioso indicio de que yo todavía estoy al otro lado. Huyo en secreto, cumplo con una ficticia aplicación mis tareas, converso en dos o tres idiomas igual que si viajara por países o vidas a los que no pertenezco, sin un minuto de retraso entro en la cabina de traducción que me ha sido asignada, compruebo el micrófono, los auriculares, eludo la tentación de encender un cigarrillo, oigo una voz que habla y procuro repetir en español sus palabras sin que me importe lo que dicen, mientras escucho y hablo con un acento cuidadoso y neutral miro por los cristales de la cabina hacia una sala donde hombres y mujeres vestidos con una uniformidad que siempre se me antoja tan irreal o tan futurista como las expresiones de sus caras y el brillo de los tubos fluorescentes gesticulan y mueven los labios en un silencio de peces o dormitan o se aburren con los cables grises de los auriculares colgándoles alrededor de la barbilla como adornos quirúrgicos.

Y mientras escucho palabras que no me importan y busco equivalencias con un automatismo instantáneo oigo detrás de esas voces y de la mía propia otras voces que vuelven y que parecen hablarme al oído como si fueran ellas las que suenan en el interior de los auriculares acolchados, monótonas, escondidas, tan fieles como los latidos de mi sangre, diciéndome que vuelva, anunciándome que no han dejado de existir en el instante en que yo cuelgo con alivio un teléfono, que han seguido sonando en la casa y en la plaza sin álamos y en las calles de donde yo me marché con el propósito enconado de no volver nunca, hace exactamente la mitad de mi vida. Ya hay timbres y no llamadores de metal en las puertas, la Casa de las Torres es ahora una escuela de artes y oficios, ya están vacías casi todas las viviendas de la plaza y el piso de tierra ahora es de cemento y han terminado de derribar la casa del rincón, que fue la primera donde no vivió nadie y estuvo años cayéndose, la que era de aquel hombre que mataron, dice mi madre, te acuerdas, donde vivió después aquel ciego que se volvía cada pocos pasos y levantaba el bastón y sacaba una pistola amenazando al aire. Pero en el interior de la casa que sigo llamando mía al cabo de tantos años sé que reina ahora la misma penumbra de cuando caminaba solo por las habitaciones en las tardes de invierno y buscaba fotografías y objetos misteriosos bajo la ropa blanca guardada en las cómodas y tras los cristales con visillos de las alacenas, cuando pasaba todo el día en la casa desierta con mi abuela Leonor porque mi abuelo y mis padres se habían marchado al amanecer a la aceituna y espiaba los sonidos de la calle esperando oír los cascos de los animales y las ruedas de los carros y los pasos de los aceituneros que volvían al filo de la noche trayendo consigo como un rumor de ejército fracasado, la puerta abriéndose al aire frío y al escándalo de las voces, los hombres descargando a los mulos sudorosos y el olor a estiércol, a tierra, a hierba, a tela de saco y a jugo de aceitunas machacadas, mi madre despeinada, envuelta en un chal negro con los filos manchados de barro, con las manos ásperas y los dedos desollados de recoger del suelo las aceitunas, mi abuelo entrando en la plaza de San Lorenzo con aire episcopal sobre un burro aplastado por su corpulencia, dando órdenes que estremecen la casa, muy alto, infatigable, iracundo, jovial, exigiendo la cena, volcando el agua helada de un cántaro sobre una palangana, lavándose la cara a manotazos en la cocina donde el puchero de la cena ya hierve junto al fuego. Yo me siento a su lado, le alcanzo un ascua con el pequeño badil de mover el brasero para que encienda un cigarrillo, miro sus manos abiertas y posadas como raíces en las rodilleras de pana de su pantalón, espero su voz, le pido que me cuente algo, que me hable de la mujer emparedada en la Casa de las Torres, que imite los aullidos de los lobos en la sierra de Mágina, cuando él la cruzaba de noche camino del heroísmo y de la guerra, y me sonríe y fuma despacio y empieza a contar procurando que lo oiga mi abuela Leonor, que lo interrumpe con ira y le dice que miente más que ve y duerme con los ojos abiertos, que sólo tiene en la cabeza pájaros y fantasías, que es mentira que él encontrara aquella momia en la Casa de las Torres, porque cuando apareció ella se acuerda de que todavía estaba preso, tanto presumir de buena memoria, le dice, y lo que te conviene se te olvida.

Pero yo he visto sus fotografías escondidas en los cajones y duplicadas ahora en el baúl que Nadia examina a mi lado pidiéndome que asigne nombres a las caras que vemos, que calcule fechas y vínculos y le cuente historias que pueblen únicamente para nosotros dos el espacio vacío de nuestro pasado común, inventado, imposible, y al encontrar la foto de mi abuelo Manuel firmada en el último año de la guerra por don Otto Zenner lo veo tal como mi imaginación me lo exaltaba cuando veía su retrato en los cajones prohibidos, como lo recuerda mi madre bajo la luz de su infancia, no una tiesa figura en blanco y negro sino un hombre más alto que ningún otro que ella conociera, rubio y grande con su uniforme azul y su gorra de plato, alzándola vertiginosamente en el aire para darle un beso antes de marcharse como todos los días a ese cuartel de donde una vez no volvió porque lo habían detenido. Yo lo he escuchado contar con una voz caudalosa y dramática el sacrificio de un batallón entero de guardias de asalto en la cuesta de las Perdices y he aprendido de él palabras que resplandecían en mi desconocimiento como hogueras o relámpagos en la oscuridad, guerra, batallón, acabamiento del mundo, ametralladora, ofensiva, escalinata, comunismo, carro de combate, yo he encontrado entre las ropas de su armario una guerrera azul con botones dorados y un correaje y una pistolera negra que olía intensamente a cuero y que me dio tanto miedo como si contuviera todavía un revólver, yo he abierto una caja de lata y he visto en su interior grandes fajos de billetes morados y he pensado con inquietud y orgullo que mi abuelo esconde un tesoro ganado hace mucho tiempo en una guerra, esa de la que se acuerdan siempre los mayores y que yo asocio oscuramente a las guerras de las películas y a las de los tebeos, y cuando mi abuelo nombra ante mí al general Miaja imagino una cara redonda con una blandura como de miga de pan y cuando se refiere a alguien llamado don Manuel Azaña me acuerdo de los tebeos de Hazañas Bélicas que alquila en la plaza del General Orduña un hombre con las piernas cortadas.

Cuelgo el teléfono y sé que cuando mi madre vuelva al comedor lo verá sentado en un sillón como un buda voluminoso y decrépito, como un mueble arcaico que nadie se atreve a desplazar, los ojos lacrimosos y azules absortos en el televisor o en la pared o en el puro vacío, los hombros montañosos caídos hacia adelante, como si gravitara sobre ellos una pesadumbre geológica, las manos en el regazo o en el filo curvo de la mesa, nudosas y torcidas como raíces de olivo, con manchas pardas en el dorso violáceo, inútiles para otra cosa que no sea levantar las faldillas sobre sus piernas reumáticas para guardar con avaricia el calor del brasero, que siempre le parece escaso, aunque mi madre acabe de remover con el badil las ascuas de orujo y arda al mismo tiempo el fuego en la chimenea, que le enciende el color en su cara congestionada e impasible pero no llega a vencer el frío alojado en las médulas de sus huesos y en las articulaciones de sus rodillas, endurecidas por la inmovilidad, tan frágiles que le parece que van a quebrarse y que no podrán sostenerlo cuando logra incorporarse después de varias tentativas gradualmente angustiosas en las que no permite la ayuda de nadie y avanza palmo a palmo apoyándose en el bastón, en la mesa, en los espaldares de las sillas, respirando como si tuviera en los bronquios telarañas o piedras, deslizando con prudencia lentísima las suelas de goma de sus zapatillas sobre las baldosas, asiéndose luego a la baranda que cruje cuando empieza la tarea agotadora y eterna de subir las escaleras, después de medianoche, cuando ya han terminado los programas de la televisión y mi madre la apaga y le dice que a qué espera para acostarse. Con esa voz ahora tan débil que yo no reconozco en el teléfono murmura buenas noches y mi madre, que se quedará a tejer punto, o a intentar la lectura difícilmente silabeada de un periódico, o a esperar que yo llame desde un país donde aún es de día, le contesta, si Dios quiere, y lo ve alejarse por el portal bajo el agobio de la anchura de baúl de sus hombros, le recuerda que dé la luz, no vaya a caerse, que tenga cuidado en la escalera, que no lo corre nadie, muy pronto ya no podrá subirla sin ayuda y habrá que ponerle una cama en la planta baja, porque ella es incapaz de sostener ese cuerpo tan desmadejado y tan grande que cada día pesa más. No se queda tranquila hasta que no escucha el conmutador de la luz en el piso de arriba y luego la puerta del dormitorio, los pasos que ahora suenan sobre su cabeza y el crujido del somier cuando el cuerpo se desploma en la cama, despertando acaso a mi abuela Leonor, que se acostó más temprano y reniega medio dormida contra él, porque por culpa suya, igual que todas las noches, seguramente va a desvelarse, no como él, que dice que no duerme, pero que en cuanto cae en la cama empieza a roncar como un cetáceo y ya no se despierta hasta muy avanzada la mañana, cuando el brasero de ascuas y la lumbre encendida por mi madre al amanecer hayan caldeado el comedor de donde ni él ni mi abuela se moverán en todo el día, sentados el uno junto al otro en el sofá de plástico marrón, severos e inmóviles como esos muertos de las fotos de principios de siglo, rígidos, agraviados, silenciosos, como si ya no vivieran en este mundo del que les da terror que se los lleve la muerte, atónitos, sumidos en una indiferencia vigilante y tal vez rencorosa, dejándose vencer cada pocos minutos por un sueño intranquilo del que despiertan con el sobresalto de haber podido morir mientras estaban dormidos. Durante el sueño la cabeza de mi abuelo Manuel va cayendo hacia atrás y se le descuelga la quijada inferior, y a través de los párpados entornados se le ve el blanco sin pupila de los ojos, que entonces parecen ojos de muerto o de ciego, y el aire silba entre sus dientes postizos, de los que tan orgulloso estaba hace veinte años, cuando acababan de ponérselos y adquirió una sonrisa feroz de tan desmesurada, como si por error hubieran injertado en su cara de siempre la boca de otro hombre mucho más joven o la carcajada de una máscara. Entonces se quitaba la dentadura para mostrar su maravilla a la admiración de los vecinos o para desconcertarnos a mis primos y a mí, nos sacaba la lengua por debajo del rosa crudo de las falsas encías, haciendo así que pareciera que tenía dos bocas superpuestas, una tensa y cerrada y amenazadora con su doble fila de dientes iguales, la otra blanda y de burla, con la punta de la lengua asomando entre el labio inferior y la ortopedia de la encía.

Pero ya apenas sonríe y casi no habla, tan aletargado en el silencio como en la pantanosa inmovilidad de su cuerpo cada día más pesado y más torpe, hinchado de tanto comer y de no moverse, un día le va a dar algo malo, le decía mi madre la última vez que fui a verlos, en un paréntesis apresurado entre dos viajes, no coma usted tanto pan, no moje esas sopas tan grandes en el aceite de las ensaladillas, pero él no hace caso, le dura todavía el miedo al hambre, como a todos ellos, finge que duerme cuando le regañan, y lo cierto es que muchas veces se queda dormido con el plato delante, la papada caída sobre el cernadero blanco que le atan al cuello para que no lo manche todo, pues le tiemblan mucho las manos y al llevarse la cuchara a la boca derrama la mitad. Él, que para mí fue el héroe de todas las aventuras, que se defendió a tiros cuando unos encapuchados quisieron robarle el sobre con mensajes secretos que le había confiado el comandante Galaz para que lo entregara personalmente y respondiendo con su vida al general Miaja, que aterrorizó con sus gritos y con el silbido de su cinturón la infancia de sus hijos, ahora deja resignadamente que mi madre lo afeite, que le ate al cuello el babero, que le ponga sobre los hombros una toquilla de punto para que la espalda no se le enfríe, pero lo que no permite es que le ayude nadie cuando entra en el cuarto de baño, y así lo deja todo, dice mi madre, le han comprado un recipiente con un tubo de plástico para que orine dentro pero se niega a usarlo o tal vez lo intenta y no puede, por culpa del temblor de las manos, de manera que cada vez que se levanta y cruza la habitación y abre la puerta del retrete pasan minutos larguísimos durante los cuales mi abuela y mi madre prestan una atención angustiada al menor ruido que escuchan, parece que tarda mucho, no se le oye, le habrá dado algo, un ataque, un desvanecimiento, y cuando no está en la casa mi padre se imaginan con terror qué ocurriría si resbalara en las baldosas del baño y se cayera, cómo podrían levantarlo, a quién le pedirían ayuda, si en la plaza de San Lorenzo están vacías la mitad de las casas y no vive nadie que sea joven y fuerte en las que permanecen habitadas. Quién queda todavía: la viuda de Bartolomé, que era en mi infancia una mujer opulenta y con la cara cremosa de pinturas y ahora está ciega y paralítica; Lagunillas, que tiene ochenta y cuatro años y una cara imberbe de niño disecado y vive en compañía de un perro y una cabra y para a los desconocidos por la calle preguntándoles si no conocerán por casualidad a una mujer hacendosa y honrada que esté buscando novio; un hombre triste y de ojos claros que se quedó viudo hace poco y no habla con nadie: ése es ahora el lugar que fue el centro de mi vida, el corazón del barrio de callejones empedrados y casas blancas de cal donde bullían voces de pregoneros y relinchos de caballos y donde las bandas populosas de niños emprendían tremendas guerrillas a pedradas o jugaban a procesiones y a películas y se subían a buscar nidos a las copas de los álamos y se colaban en las escalinatas y en los sótanos de la Casa de las Torres en busca de una momia fantástica y huían perseguidos por los alaridos de la guardesa y por los molinetes que hacía con su porra de vaquero, donde se oían al asomarse a los brocales de los pozos las conversaciones de los vecinos y llegaban en las noches quietas de agosto las voces y las tempestades del cine de verano y el clamor de los aplausos con que eran recibidos al final de las películas las cabalgatas victoriosas de los héroes. Junto a esas puertas clausuradas se reunían en los amaneceres de invierno las cuadrillas de aceituneros, y bajo ese suelo de cemento todavía están las raíces de los álamos cortados y la tierra dura y desnuda donde cavábamos los agujeros para jugar a las bolas y donde hincábamos la lima y trazábamos los cuadros numerados de la rayuela y del rongo, junto a esas esquinas desiertas donde ahora las luces son tan débiles como en el pasado se sentaban a tomar el fresco por las noches los grupos de vecinos y yo permanecía muy atento a sus palabras sin entenderlas casi nunca y miraba las paredes contra las que se aplastaban cabeza abajo salamanquesas inmóviles cuya saliva maléfica tenía la propiedad de dejar calvo a quien bebiera agua de un cántaro en el que ellas hubieran escupido.

Aunque no quiera estoy volviendo, aunque habite en idiomas extraños y me esconda en ellos como en una falsa identidad y camine por ciudades cuyos nombres ellos sólo han leído en las bandas iluminadas de aquella radio donde oíamos las novelas y las canciones de Antonio Molina y de Juanito Valderrama, aunque Nadia no esté tendida a mi lado en la oscuridad y me estreche por la espalda y me diga al oído cuéntame cómo eran, cómo vivían, cómo se imaginaban la forma del mundo, cómo pudieron entender y aceptar que tú te marcharas, de dónde pudieron obtener el coraje y la inocencia necesarios para sobrevivir sin rencor y no ser manchados por el sufrimiento. Entonces mi voz repite para ella lo que me contaron otras voces y me parece que le estoy hablando no de mi propia vida, sino de otro tiempo mucho más lejano del que no es posible que yo haya sido testigo, a no ser que ese pronombre esconda más de una identidad o se dilate más hondo y más lejos que mi conciencia y que mi torpe memoria igual que mi cuerpo algunas veces se pierde y se confunde en el suyo y ya no sé a quién de los dos pertenecen las manos o los labios o la respiración o la saliva. Quién recuerda y quién habla, quién veía al ciego Domingo González bajar por la calle del Pozo tanteando el empedrado y las rejas de las ventanas con la contera del bastón y llevando siempre escondida la mano derecha en el bolsillo del abrigo donde abultaba una pistola o un guijarro, quién escuchaba a medianoche, desvelado en su dormitorio, los pasos de ese hombre que pasaba junto a nuestra puerta rozando las paredes y se detenía ante la suya y sacaba una llave muy grande con la que tardaba unos minutos intolerables en abrir, murmurando mientras tanto en voz baja, volviéndose por miedo a que los pasos que resonaban en su oscuridad fueran los del hombre que lo había dejado ciego y ahora regresaba para matarlo, de quién es el recuerdo o el sueño de haberse extraviado una noche por plazas desconocidas entre hombres que sostenían antorchas y banderas y llevaban camisas blancas y pañuelos rojos al cuello, quién ve la cara de mi abuelo Manuel sucia de barba y amarilla de terror y de hambre y adherida a las rejas de una prisión, quién lo busca una madrugada de lluvia corriendo a lo largo de una fila de camiones que tienen los faros encendidos y los motores en marcha y bajo cuyas lonas chorreantes se agrupan sombras de prisioneros esposados. Una de las primeras noches de la guerra mi madre, que tenía seis años, se perdió en la calle y fue arrastrada por la multitud que corría hacia los descampados del cuartel y mi abuela Leonor pasó varias horas de angustia buscándola por toda la ciudad, chocando con hombres y mujeres que gritaban cosas que ella no atendía, escuchando disparos. Tres años más tarde fue a llevarle a mi abuelo una cesta de comida al convento donde lo tenían encerrado y vio faros de camiones que emprendían la marcha y le dijeron que en alguno de ellos iba su marido. Corrió de uno en uno buscándolo entre las caras que miraban la lluvia bajo las lonas, repitiendo su nombre con la voz rota y ahogada por el estrépito de los motores y los gritos de mando, pero los camiones fueron alejándose y cuando ya no tuvo fuerzas para seguir corriendo vio las luces rojas del último y se figuró que había visto a mi abuelo haciéndole señas con la mano, como si se despidiera o la llamara. Sólo entonces tuvo miedo de verdad, porque hasta esa madrugada nunca creyó que pudieran matarlo, si él no ha hecho nada, se decía, al ver llorar a las otras mujeres, si él nunca se ha metido con nadie, ni ha robado ni matado, lo soltarían cuando se dieran cuenta de su error, no era posible que a un hombre lo encarcelasen por nada, nada más que por cumplidor y un poco charlatán, eso sí, la lengua lo perdía, al contrario de ella, que siempre prefirió callar, como su padre, que en los últimos años de su vida eligió el silencio como si se retirara a una casa de paredes inviolables de aire en la que vivía solo con su perro, hablándole en voz baja, abrumado no por la vejez sino por la vergüenza inextinguible y secreta de no haber conocido a sus padres y de llamarse Expósito Expósito: también ella, a los ochenta y cinco años, más de un siglo después de que mi bisabuelo fuera abandonado en la inclusa, conserva intacto el dolor de la injuria, igual que se acuerda todos los días de un hijo que se le murió de unas fiebres a los seis meses de nacer y de la noche en que vinieron a decirle que no esperara levantada a su marido porque lo habían hecho preso.

Lo guarda todo dentro de sí misma vigilante y callada como si no hubiera ninguna herida que el tiempo pudiera mitigar. Maldice a los canallas de los seriales sudamericanos de la televisión con la misma furia con que maldecía hace treinta años a los malvados de voz oscura y metálica de las novelas de la radio y a los de aquellos folletines que mi abuelo nos leía en las noches de invierno. La veo sentada en el sofá, con su bata azul marino, con su toquilla azul sobre los hombros, casi ciega, con un ojo escarchado por una catarata, con el pelo blanco y la cabeza todavía erguida por el mismo orgullo ensimismado que tiene en las fotografías de su juventud, con los pómulos pronunciados y anchos que daban a sus facciones una belleza arcaica, extendiendo la mano para tocarme el pelo y la cara y reconocerme con una precisión que la mirada ya no le permite, diciéndome, te acuerdas cuando eras chico y me pedías que te leyera por las noches, preguntándome dónde vivo y con quién, por qué no vienes casi nunca, cómo es posible que te quepan en la memoria tantas palabras y que puedas entender lo que dicen esos extranjeros en la televisión. A quién ve ella ahora mientras roza el mentón áspero de un hombre y no puede reconocer con la memoria de sus manos una cara infantil, de quién se acuerda cuando pregunta por mí y no le dicen que tal vez a esas horas estoy viajando en un avión para que el miedo no le impida dormir, a quién atribuye la voz que escucha de tarde en tarde en el teléfono, que sostiene rígidamente junto a su cara sin aceptar del todo el hecho inexplicable de que le permita hablar con alguien que está ahora mismo al otro lado del océano. La recuerdo parada en el escalón, junto a la puerta entornada, asomándose a la calle que ya no pisa casi nunca, las manos juntas en el regazo, apoyada en mi madre, mirándome mientras subo a un taxi y diciéndome adiós mientras piensa que ésta puede ser la última vez que me ve. Porque es el miedo lo que más firmemente sigue aliándome a ellos: en cualquier parte, cada vez que me sobresalta el timbre de un teléfono en mitad de la noche me despierto temiendo oír una voz que me diga que uno de ellos acaba de morir.


Vería la cara formándose delante de sus ojos, primero tenues líneas grises y luego manchas todavía indecisas bajo las ondulaciones del líquido del revelado, en la penumbra rojiza del laboratorio, encerrado tras una espesa cortina negra y una puerta que su ayudante sordomudo tenía prohibido abrir, en la cámara oscura, le decía don Otto Zenner, su maestro, que era algo espiritista, en el lugar de los misterios, donde la ciencia de la luz obraba su milagro y de la nada y del agua y de las sales de plata surgían las caras y las miradas de los hombres, perfilándose en el blanco de la cartulina y en la transparencia del líquido como si los dibujara una mano invisible o los convocara una silenciosa llamada inapelable: vio surgir la figura cada segundo más precisa de la muchacha emparedada y se acordó de un grabado o de la fotografía de un cuadro que había visto en el archivo de don Otto, una mujer dormida o ahogada y casi flotando en el agua inmóvil de un lago, tan pálida como ésta y peinada igual y con un vestido semejante, Ofelia, se llamaba, era lo único que había entendido de la leyenda escrita al pie, que estaba en alemán, pero aquélla tenía los ojos cerrados y ésta miraba fijamente, lo miraba desde el fondo del lavabo que usaba para revelar como si respirara bajo el agua y en el interior de la muerte, como había mirado durante setenta años y sigue haciéndolo al cabo de otro medio siglo en la fotografía que le hizo Ramiro Retratista, la única ampliada y enmarcada de todo su archivo, perdida entre la muchedumbre de las otras, sepultada en ellas y bajo la tapa del baúl donde permaneció en su nuevo tránsito por la oscuridad, como una estatua rescatada de un monumento funerario que yace luego durante décadas en los almacenes de un museo.

Fue al revelar los negativos obtenidos en la Casa de las Torres cuando Ramiro Retratista comprendió la abrumadora magnitud de la belleza de la mujer incorrupta, y como no encontraba términos de comparación en la realidad ni estaba familiarizado con la pintura se acordó de las mujeres retratadas por el insigne Nadar, en cuyo ejemplo lo había educado don Otto Zenner: esa delicada firmeza de la mirada y de los rasgos, esa inmutable elegancia que desdeñaba el tiempo y se establecía en él con una majestad irónica y severa. Le pareció que pertenecía como ellas a un mundo y a un tiempo que no eran ni habían sido nunca el mundo y el tiempo de los vivos, aunque tampoco de los muertos, porque los muertos no existen ni tienen cara ni mirada, o al menos eso decían los detractores del espiritismo, ciencia o superstición a la que Ramiro Retratista había sido adepto durante algunos años y que abandonó en parte porque se supo víctima más bien idiota de impostores que la tergiversaban y en parte por miedo a no poder dormir y a volverse loco, especialmente desde que encontró entre los papeles de don Otto Zenner un álbum donde venían supuestos retratos de fantasmas tomados a principios de siglo por un fotógrafo espiritista de Maguncia. Lo que más miedo le daba al mirar aquellas fotos de muertos era lo exactamente que se parecían a las de los vivos, y eso agravó en él una tendencia gradual a confundirlos entre sí. Veía a alguien posando en su estudio y antes de esconder la cabeza bajo la cortinilla ya se imaginaba la cara que tendría en la foto cuando estuviera muerto, y sólo se olvidaba de ese vaticinio lúgubre cuando miraba a través de la lente la figura invertida: entonces el caballero solemne o la dama vanidosa o el jerarca mutilado con boina roja y condecoraciones se convertían en equilibristas absurdos que intentaran mantener cabeza abajo toda su irrisoria dignidad. De tanto ver a la gente del revés tras el objetivo de su cámara acabó perdiendo el respeto por toda autoridad y adquirió una secreta irreverencia, y cuando iba por la calle y se cruzaba con un militar de alta graduación, con un capellán belicoso o una señora de mantilla y abrigo con cuello de astracán, al mismo tiempo que los saludaba con una mansa inclinación de cabeza se los imaginaba automáticamente caminando del revés y contenía con dificultad un ataque de risa. Con los años fue empezando a sentir hacia el género humano un desapego de médico acostumbrado a ver en la pantalla de los rayos X la fosforescencia del esqueleto, y cuando examinaba una foto recién hecha pensaba que a la larga sería, como todas, el retrato de un muerto, de modo que lo intranquilizaba siempre la molesta sospecha de no ser un fotógrafo, sino una especie de enterrador prematuro: eso le pasaba por haber vivido tan solo, le dijo con melancolía al comandante Galaz, por haberse dedicado más a mirar que a vivir y no haber tenido otra compañía que la de aquel sordomudo que era en gran parte un resucitado, pues lo habían dado por muerto cuando lo sacaron de entre los escombros de la casa recién bombardeada donde sucumbieron sus padres y abrió los ojos en el ataúd unos minutos antes de que lo cerraran, y desde entonces no volvió a decir una palabra ni dio muestras de escuchar nada, y vivió en el silencio como en una botella de formol, con un aire eterno de zangolotino cada vez más embobado, servicial, inquietante, apacible, mirando a Ramiro Retratista con ojos de búho, deambulando por el estudio y por el sótano donde estaban el laboratorio y el archivo con una expresión continua de asombro y pavor, como si viera en el aire las caras de los muertos de las fotografías.

Vio surgir bajo el líquido tintado levemente de rosa la boca, el pelo, la sonrisa, la mirada, las manos, el escote, la mancha brillante del escapulario, como un jugador de billar que admirara pasivamente la culminación de una casualidad inesperada o de su recién descubierta maestría, sumergió con reverencia los dedos hasta tocar la cartulina por sus bordes agudos, temiendo mancharla o borrar con un gesto el milagro de aquella aparición, la colgó, todavía chorreando, con unas pinzas de tender, salió ofuscado del laboratorio y en la habitación contigua el sordomudo estaba mirándolo con su fijeza de vaca o de mulo, como si hubiera sabido de antemano que él iba a salir y qué cara tendría cuando apareciera, se dejó caer en el sillón de su mesa de trabajo, que había sido de don Otto Zenner, como todo en el estudio, las cámaras y los forillos pintados y los bustos de hombres célebres, hizo una abatida señal con la mano derecha y el sordomudo, con diligencia sigilosa, puso en marcha el gramófono y trajinó en la alacena hasta encontrar lo que ya sabía que él estaba esperando, la botella, una de las últimas, de un licor alemán cuyo nombre impronunciable sonaba como un salivazo y que tenía la virtud de deparar a quien se atreviera a probarlo una borrachera fulminante. Cuando don Otto Zenner abandonó su oficio y su estudio y se marchó de Mágina para volver a su país y unirse a las divisiones blindadas del Reich aún quedaba en el sótano media docena de garrafas que él había guardado previendo la escasez que inevitablemente traería consigo la victoria próxima del bolchevismo. Había sido pintor bohemio y doctrinario en vísperas de la guerra europea, en la que alcanzó el grado de sargento, y después del armisticio, o de la vergonzosa claudicación, como él precisaba en los cafés, con gran vehemencia de erres y de puñetazos sobre las mesas de mármol, abandonó los pinceles por la fotografía y abrió estudio en Berlín, pero al cabo de unos meses de incertidumbre y penuria emprendió un lento viaje hacia el oeste huyendo de la segura invasión de las hordas asiáticas -que habían ejecutado a los Románov y muy pronto inundarían la Europa desguarnecida tras la ruina de los imperios centrales- para encontrar refugio, aunque nunca sosiego, pues siempre temió que lo alcanzara la riada inminente del Ejército Rojo, en esta pequeña ciudad parcialmente amurallada y como ajena a las turbulencias del mundo en la que muy pronto obtuvo con su arte un reconocimiento, muy cercano a la gloria, que jamás habría alcanzado en la ingrata y humillada Alemania de Weimar.

También la moto con sidecar y las gafas de aviador que se ponía para manejarla Ramiro Retratista pertenecieron a don Otto, y hasta el percherón de madera con crines amarillas y ojos de cristal donde se subían los niños para fotografiarse con un sombrero cordobés. «Todo te lo dejo. Si no vuelvo serás mi heredero y mi apóstol», le había dicho don Otto al despedirse inopinadamente de él, cuando supo que las divisiones Panzer habían invadido Rusia y decidió en un trance de delirio patriótico cruzar de nuevo y en sentido contrario toda la anchura de Europa para unirse a los ejércitos victoriosos del Reich. En la estación, vestido con su uniforme de la guerra del catorce, que había guardado durante más de veinte años en el maletón que trajo de su país, la cabeza cubierta con el casco puntiagudo y recién abrillantado y la máscara antigás colgada reglamentariamente al cuello, se despidió con un abrazo paternal y castrense de Ramiro Retratista, su discípulo, su primer y único aprendiz, casi su hijo adoptivo, le exigió juramento de perseverancia en el arte sublime de la fotografía de estudio y subió al correo de Madrid después de dar un taconazo, perdiéndose luego, mientras saludaba a la romana desde una ventanilla, entre el humo negro de la locomotora, y posiblemente también en la demencia senil y en los vapores ya irreversibles del schnapps, pues aunque nunca volvió a saberse nada cierto de él dijeron que su expedición a las estepas de Rusia había concluido en Alcázar de San Juan, donde estuvo retenido por embriaguez y escándalo en el cuartelillo de la Guardia Civil hasta que unos loqueros a los que embistió con el pincho de su gorro prusiano mugiendo en alemán se lo llevaron al manicomio de Leganés o al de Ciempozuelos.

Hasta que don Otto se marchó, Ramiro sólo les había dado rápidos tientos a escondidas a las botellas de aguardiente. Fue al quedarse solo cuando empezó a imitar sin premeditación los peores hábitos de su maestro, sentándose cada noche en el sótano para mirar las caras de muertos de sus fotos del día, bebiendo schnapps y escuchando discos alemanes en los que sólo había, para su fervor y su desgracia, música de Schubert, canciones tristísimas acompañadas de piano y fragmentos de obras de cámara que se sabía de memoria porque los había estado oyendo desde que entró como aprendiz sin prestarles atención, igual que oiría la lluvia o los ruidos de la calle. La imposibilidad de renovar las provisiones de aguardiente lo salvó del alcoholismo, pero de Schubert ya no pudo curarse, ni siquiera cuando los discos estuvieron tan gastados que más que oír la música la adivinaba o la recordaba entre los saltos y las crepitaciones de la aguja, igual que un ciego recuerda colores cada vez más distorsionados por el olvido y la oscuridad.

Tal vez el efecto de Schubert no habría sido tan pernicioso sin el hallazgo de la muerta incorrupta en la Casa de las Torres, que vino a coincidir con un período particularmente luctuoso en el estado de alma de Ramiro Retratista, hombre de carácter débil y brumoso -saturnal, decía él-, que aun sin el influjo traicionero del licor alemán tendía a la tristeza y a la conmiseración de sí mismo, y que vivió los años posteriores al final de la guerra sumido en una pesadumbre como de perpetuo anochecer de domingo. Dio en imaginarse como un vencido humillado por la cobardía, como un artista solitario, incomprendido, abocado a la vida menesterosa y bohemia, a una muerte aleccionadora y patética en plena juventud, perdido y olvidado en esta mezquina provincia donde no sólo el éxito era imposible, sino también el fracaso, al menos la categoría de fracaso que hubiera querido para sí, grande, sublime, con un énfasis de ópera y de suicidio romántico, sin esa modorra como de brasero y mesa camilla con que la gente fracasaba en Mágina, poetas con nómina del municipio que cincelaban sonetos tras una ventanilla de arbitrios, compositores que escribían penosas suites para banda y coro parroquial, poetas párrocos y sacristanes y hasta poetas policías, como el inspector Florencio Pérez, si era verdad ese rumor insistente que circulaba sobre él, tan ignominioso en ciertas conversaciones de café como si se murmurara de su hombría, artistas con trienios y cartilla de familia numerosa y certificado de adhesión, pintores que administraban droguerías y guardaban como valiosas condecoraciones recortes ínfimos del periódico de la provincia… Él, Ramiro, los retrataba a todos, vanidosos y erguidos ante los focos del estudio, colgando cabeza abajo como murciélagos en el visor de su cámara, apoyando con aire de reflexiva gravedad el codo en el filo de la mesa y el dedo índice en la mejilla, delante de un telón con balaustradas y perspectivas de jardines y junto a una columna con un busto en escayola de algunas de las celebridades germánicas que había venerado don Otto mientras estaba en su juicio. Encapuchado y oculto como un espía bajo la cortinilla de la cámara, tras la impunidad del ojo de vidrio que sorprendía gestos involuntarios y miradas ansiosas, Ramiro Retratista presenciaba con un creciente desengaño la vacua vulgaridad de las celebridades locales que acudían a su estudio, la belleza amañada o idiota de las mujeres, la fatalidad de la gordura, la calvicie, la estupidez, la decadencia, y cuando por la noche se sentaba a escuchar a Schubert y a beber schnapps y repasaba una a una sus últimas fotografías buscando alguna que le pareciera digna de los grandes artistas del siglo pasado que don Otto le había enseñado a admirar, sólo encontraba caras banales o feroces o patéticas que ni siquiera el sublime Nadar habría logrado ennoblecer. Hacía un gesto y el sordomudo, que estaba siempre mirándolo sin parpadear desde una respetuosa distancia, como un monaguillo gordo y obediente, le llenaba el vaso vacío, llegaba el final del disco y le ordenaba que lo devolviera al principio, a la arrasadora pesadumbre de aquel cuarteto titulado La muerte y la doncella, que era el que más le gustaba de todos los de Schubert y le hacía acordarse infaliblemente de una foto de bodas tomada varios años atrás, cuando aún era ayudante de don Otto. Se ponía a buscarla, entorpecido por la ofuscación del alcohol y la vehemencia destructiva de la música, pero aunque no la encontrara se acordaría exactamente del hombre vestido de militar y de la novia que se apoyaba en su brazo, muy delgada, con los ojos claros y grandes y la piel casi translúcida en las sienes, con el pelo corto y castaño, don Otto Zenner le había dicho que parecía de perfil una dama del Renacimiento: supieron luego que al día siguiente de su noche de bodas se asomó a un balcón porque había oído un tiroteo en los tejados y una bala perdida la mató. Borracho de aguardiente y de música Ramiro Retratista miraba a aquella mujer que estaba en vísperas de la muerte cuando él mismo le hizo su fotografía de bodas y alcanzaba un paroxismo simultáneo de desdicha y felicidad que se hizo crónico y mucho más virulento desde que vio formarse en la cubeta del revelado la cara de la muchacha incorrupta. El título de su disco preferido se le antojó entonces profético: la muerte y la doncella. Pensó esa noche, comparando la fotografía nupcial y la que tomó por encargo del inspector Florencio Pérez, que las dos mujeres se parecían y que estaban unidas por un destino común. La muerta de 1937, ¿no sería una reencarnación de la otra, no habría repetido casi setenta años después el entusiasmo y luego la expiación de un amor culpable, no se habría levantado sonámbula de la cama y caminado hacia el balcón al escuchar la voz seductora de la muerte, igual que la emparedada de la Casa de las Torres y la doncella de Schubert?

Le temblaban las manos, miraba sucesivamente los dos rostros bajo la lámpara de su mesa de trabajo y los encontraba cada vez más iguales, le dijo con malos modos al sordomudo que se fuera a dormir. Era muy imaginativo y muy tímido y desde los quince o los dieciséis años vivía recluido en una confortable castidad de seminarista laborioso. Su trato íntimo con las mujeres reales era más difícil y mucho menos placentero que el que mantenía con ciertas señoritas de pelo cortado a lo garzón, como decían en Mágina, que fumaban desnudas y adoptaban extravagantes posturas sicalípticas en un juego de postales traídas de Berlín por don Otto Zenner. Les había sido temporalmente infiel cuando conoció la muerte súbita de la novia retratada por él unas horas antes, y las olvidó del todo, como amistades vergonzosas o vanos amores de la adolescencia, cuando las pupilas de la muchacha incorrupta parecieron mirarlo y brillar avivadas por el reconocimiento. Guardó las fotos, se prohibió un último vaso de schnapps, porque al ponerse en pie notó que se tambaleaba, detuvo el gramófono, dio vueltas sin sosiego en la oscuridad del insomnio y cuando logró dormirse en el sueño oía La muerte y la doncella, pero no en cuarteto, sino en una versión orquestal que nunca había escuchado, y la muchacha iba cobrando forma ante él a medida que avanzaba la música, con la misma lentitud acuática con que la había visto aparecer en el líquido del revelado. Se despertó cuando la voz le murmuraba al oído su nombre, Ramiro, Ramiro Retratista, en un tono en el que jamás le había hablado una mujer. Dos noches más tarde, exasperado por el insomnio, salió de su casa con la cautela de un ladrón y anduvo sin rumbo por las plazas vacías y los callejones de Mágina, queriendo no acercarse al barrio de San Lorenzo, sabiendo que aunque no quisiera acabaría internándose en él, como si lo empujara la música que seguía sonando en su imaginación o lo llamara la voz que había pronunciado tan dulcemente en el sueño su nombre. Llevaba en el bolsillo interior de la gabardina, oculta como un arma, una linterna eléctrica, e iba provisto de una petaca de aguardiente y de sus gafas de aviador con montura de caucho, tal vez con la intención absurda de usarlas como antifaz si se le presentaba algún apuro. El alcohol y la soledad de la noche le concedían una temeridad irresponsable y arbitraria, una sonámbula disposición de aventura que en las mañanas de resaca solía convertirse luctuosamente en abatimiento y contricción. A la pesadumbre de Schubert se agregaba aquella noche la necrofilia blanda de un bolero del negro Machín titulado Espérame en el cielo que había escuchado unas horas antes en la radio. Estaban apagadas las bombillas de las esquinas y no vio ninguna luz en las ventanas de las casas, como en los tiempos todavía no muy lejanos de las alarmas antiaéreas. Sólo la luna alumbraba muy débilmente la ciudad, sólo él, Ramiro Retratista, parecía habitarla. En la plaza del General Orduña ni siquiera estaba iluminado el balcón del inspector Florencio Pérez. Bajó por la calle del Rastro, ahora Queipo de Llano, costeando las casas adheridas a la muralla, dobló, estremeciéndose, con igual nerviosismo y vergüenza que las pocas veces que se había atrevido a visitar un prostíbulo, la esquina de la calle del Pozo, en la encrucijada batida por el viento del Altozano y de los descampados de la Cava, y al volverse veía tras él su larga sombra de Fantomas beodo y oía el eco de sus pasos sobre el empedrado. Pero no, no era el eco lo que oía, eran los pasos lentos de otro hombre cuya sombra apenas se despegaba de las paredes, y Ramiro Retratista se ocultó en el quicio de una puerta y lo vio acercarse con la fatalidad de una aparición, los pasos retumbando en su cerebro encharcado de alcohol y aboliendo la música, los violines de Schubert y la voz ovina del negro Machín, los pasos y también otro ruido insistente que no alcanzaba a distinguir, un ruido menudo, continuo, seco, mezclado a un roce cada vez más cercano, la punta metálica de un bastón que golpeaba las esquinas y los bordillos de las aceras y se volvía un redoble cuando chocaba contra las rejas de alguna ventana: un hombre caminaba muy despacio y frotaba la tela de su abrigo contra la cal de las paredes y llevaba un bastón, un ciego, sin duda, pero qué hacía un ciego a esas horas por las calles de Mágina, por qué estaba siguiéndolo a él.

Un escalofrío de miedo sacudió a Ramiro Retratista y casi le devolvió la lucidez, pero se hundió aún más en el hueco de la puerta donde se protegía e introdujo la mano en el interior de su abrigo para buscar el consuelo de la petaca de aguardiente, y con un solo trago recobró todo el esplendor de la música y toda la niebla de la borrachera. No debía hacer ruido, ni siquiera respirar, el ciego ya estaba a unos metros de él y si se descuidaba, si se movía aunque fuera un milímetro, sería descubierto, los ciegos tienen un oído sobrenatural y parece que adivinan lo que ocurre cerca de ellos, huelen a los extraños, como los animales. Oirá los latidos de mi corazón, pensó Ramiro Retratista, pero no eran latidos, sino pasos, los que él estaba escuchando, los pasos de aquel hombre, el roce de su abrigo contra la pared, los golpes secos de la contera del bastón, y ese rumor sordo que venía con él, como si estuviera rezando, como si murmurara letanías mientras caminaba. Vio la sombra ante él durante unos segundos, el brillo vago de unas gafas y el de la puntera metálica que tanteó el escalón donde él estaba subido y casi tocó sus zapatos, la masa lenta y opaca del ciego que oscilaba en la acera y se quedó quieto un instante, a un paso de Ramiro Retratista, volviéndose un poco hacia él mientras el bastón se movía en el aire como si tanteara un obstáculo y apartándose luego con una lentitud inhumana y eterna, como una estatua animada con zapatos de bronce. Al llegar a la plaza de San Lorenzo los pasos adquirieron una resonancia más exacta, y Ramiro sólo se movió cuando escuchó una llave girando en una cerradura y luego una puerta que encajaba de golpe. El ciego vivía muy cerca, en alguna casa de la plaza, tras alguno de los tres álamos desnudos cuyas ramas alcanzaban las ventanas más altas. Se concedió otro trago, se frotó las manos ateridas, volvió a oír en su imaginación toda la impetuosa melancolía del cuarteto de Schubert. Sobre el portalón de la Casa de las Torres se proyectaban amenazadoramente las siluetas de las gárgolas. El edificio ocupaba una manzana entera, y Ramiro supuso que no le sería difícil entrar en él escalando las tapias medio derruidas de los corralones traseros.

No tenía miedo de que lo sorprendiera la guardesa. Estaba tan intoxicado por el aguardiente, el insomnio, la música y los espectros de las fotografías que no tenía miedo de nada ni se daba cuenta de su borrachera, y empezó a pensar que la sombra que lo había asustado unos minutos antes habría sido una figuración originada por la oscuridad. Ya no necesitaba recordar la melodía de Schubert ni intentaba silbarla, la sentía circular por su sangre mezclada con el alcohol, caudalosa, inapelable, tensándose en agudos como si estuviera a punto de quebrarse antes de llegar a su límite, apaciguándose luego, cuando casi le había paralizado el corazón, en unos instantes de serenidad que poco a poco anunciaban el regreso de la tormenta del dolor, el luto y la osadía. No recordaba luego cómo descendió simultáneamente a los sótanos de la Casa de las Torres y a las honduras submarinas de su propia alma enajenada por el schnapps y conmovida por la música. Se encontró frente al nicho donde seguía sentada la muchacha, con los ojos abiertos, con las manos juntas en el regazo, como si hubiera velado esperándolo a él. Le pareció un poco más pequeña y como desdibujada por el halo polvoriento de sus tirabuzones, reducida a una escala ligeramente inferior a su tamaño natural, menos hermosa y temible que en las fotografías, casi hogareña, desanimada, aburrida. Ahora que estaba frente a ella no sabía qué hacer y entre las tinieblas de la borrachera empezó a deslizarse un sentimiento todavía muy débil de inutilidad y ridículo. Mirados tan de cerca, sus tirabuzones parecían de estopa deshilachada, como los de las muñecas, y sus pupilas tenían una turbia opacidad, como si padeciera cataratas, y en las comisuras de sus labios había diminutas incisiones o arrugas que le recordaron las de esas mujeres cuyo maquillaje se estropeaba bajo los focos del estudio. Le tocó la cara con un desasosiego de profanación y la notó tan seca y tan fría y con una textura tan arenosa como la de las piedras del sótano. Pero su mirada, ahora visiblemente muerta y ciega, lo seguía atrapando, y el olor a polvo que despedían su ropa y su pelo lo mareaban como esos perfumes de adormideras que según había leído usaban las mujeres fatales. Le rozó la cara, los labios entreabiertos, el cuello, aproximó los dedos al escote y notó el filo de una hoja de papel. Era preciso extremar el cuidado, tenía que tranquilizarse para evitar que las manos le siguieran temblando. Le dio la espalda, por respeto, y bebió un poco de aguardiente, se frotó los dedos juntos y extendidos, como un ladrón que se dispone a averiguar la combinación de una caja fuerte. El papel podría pulverizarse cuando intentara desdoblarlo. Lo extrajo y lo abrió con la misma delicadeza con que separaría las alas de una mariposa disecada, pero no pudo evitar que se rompiera por los cuatro dobleces. No veía bien, se le juntaban las letras por culpa del schnapps, la luz de la linterna estaba debilitándose, muy pronto se apagaría del todo, y entonces qué, no encontraría la salida, se perdería por los sótanos golpeándose como un ciego contra las esquinas, derrumbaría muebles viejos y armazones de carrozas, lo descubriría la temible guardesa y al cabo de unas horas estaría condenado a la vergüenza pública y tal vez a la cárcel, ya imaginaba la cara impasible y lúgubre del inspector Florencio Pérez, la ruina de su estudio, la mendicidad, el asilo de indigentes. Como tempestades hostiles la música y el miedo le sacudían la conciencia, la música creciendo hasta la explosión definitiva del consuelo y el llanto, el miedo asediándolo como la oscuridad que apenas desvanecía la linterna, y en el centro, delante de sus ojos, en el recuerdo de un sueño y de una foto perfilándose bajo el líquido brillante y rojizo del revelado, la muchacha insepulta, desamparada y proscrita en el sótano de la Casa de las Torres, guardando entre sus senos de yeso un mensaje clandestino de amor que volvía a la luz después de tres cuartos de siglo y que Ramiro Retratista no leyó esa misma noche, sino a la mañana siguiente, después de despertarse en el jergón del laboratorio oliendo a vómito y a productos químicos y escuchando el chirrido de la aguja que giraba en el gramófono y parecía hendirle con obstinación circular el cerebro. Había dormido sin quitarse el abrigo ni las gafas de aviador, que no recordaba haberse puesto, y junto a su cara estaba la petaca vacía de aguardiente, que arrojó al suelo de un manotazo para evitar las náuseas. Consiguió abrir lentamente su mano derecha agarrotada y encontró en ella cuatro fragmentos iguales de un papel basto y amarillo. El regreso de la Casa de las Torres se había borrado de su memoria: eso era lo peor que tenía el aguardiente, le explicó al comandante Galaz, que lo despojaba a uno de horas enteras de su vida. Lo último que recordaba era el miedo a quedarse encerrado a oscuras en el sótano, los maullidos de un gato, la sombra inmóvil de un coche de caballos. Subió al estudio, donde el sordomudo se lo quedó mirando con la misma asustada tranquilidad con que vería a un muerto salir de su tumba, le ordenó por señas que se fuera, y sin quitarse todavía el abrigo ni las gafas de caucho, que por culpa de la transpiración alcohólica de toda la noche se le adherían pegajosamente a las sienes, se derrumbó en la silla de la pequeña habitación que usaba como archivo y dispuso ante sí, bajo una lámpara muy potente, los cuatro pedazos de papel. Ponme como un sello sobre tu corazón, leyó al fin, cuando pudo ordenarlos, y le pareció que mientras leía escuchaba de nuevo aquel cuarteto de Schubert y que la música de las palabras escritas con una floreada caligrafía masculina reavivaba su sangre y lo sumía en un naufragio de ternura sin explicación y lástima de sí mismo, como un signo sobre tu brazo; porque fuerte es, como la muerte, el amor; duro, como el sepulcro, el celo; sus brasas, brasas de fuego, llama fuerte. Las muchas aguas no podrán apagar el amor ni los ríos lo cubrirán. Devastado por la resaca, cegado por las lágrimas, gimiendo como un becerro, Ramiro Retratista comprendió sin contrición ni esperanza que el gran amor de su vida era una mujer que había muerto emparedada treinta años antes de que él naciera. Pero ya no volvió a verla, le dijo al comandante Galaz como si le hablara de una mujer a la que había conocido viva: dos o tres noches después apuró una de las últimas botellas de aquel aguardiente de don Otto y se armó otra vez de valor y regresó a la cripta por los mismos pasadizos, pero su linterna sólo pudo alumbrar un nicho vacío.


Miro sus caras y tengo la sensación de que nunca los he conocido verdaderamente, de que nunca he sabido cómo eran, quiénes son fuera y lejos de mí, de qué se acuerdan, qué saben, cómo vivían en las edades oscuras del hambre y del terror, no hace siglos, sino años, no muchos, un poco antes de que yo naciera, cuando mi padre y mi madre se casaron y apenas tenían para pagar el alquiler de la buhardilla donde se fueron a vivir ni las fotografías que les hizo Ramiro Retratista, sin acordarse tal vez de que ya los había retratado cuando eran niños y llevaban escrito en la inocencia de sus caras todo el desamparo de su porvenir, mi padre con chaqueta y corbata y pantalón corto posando junto a una columna sobre la que hay un galgo de escayola, mi madre con alpargatas blancas y calcetines oscuros y un lazo en el pelo, con doce o trece años, llevando en brazos a uno de sus hermanos menores, sonriendo a la sombra de mi abuelo Manuel, junto a su estatura de árbol, ya sin el uniforme de la Guardia de Asalto, que estaría colgado desde mucho tiempo atrás en el mismo armario donde yo lo descubrí, calvo, sin el tupé rubio que aún tenía en su foto de bodas, con pantalones y chaleco de pana y una camisa sin cuello abrochada bajo la barbilla, solemne, como si al posar hubiera recordado que alguna vez fue gastador y seducía a las mujeres con sólo mirarlas bajo la visera de su gorra de plato, pasando su brazo derecho sobre el hombro de mi abuela Leonor en un gesto inusual de ternura, mirando de soslayo, con un poco de rencor, a mi bisabuelo Pedro, que no sabe que están haciéndole una fotografía, que se ha sentado como todas las mañanas de sol en el escalón y tiene entre las piernas a su perro sin nombre. Las caras de mis tíos, sus cabezas rapadas, sus rodillas de hambrientos y sus calcetines caídos, aquellas chaquetas de adultos que usaban, arregladas por mi abuela en noches sin dormir, cuando ya todos se habían acostado y no tenía que tejer las sogas y los capachos de esparto que le desollaban los dedos tan cruelmente como las aristas heladas de los grumos de tierra en las mañanas invernales de aceituna, mujeres y niños avanzando pesadamente de rodillas bajo las ramas de los olivos para recoger uno por uno los pequeños frutos negros, duros y fríos como balas, arrodillados sobre la tierra áspera o sobre el barro, irguiéndose con las manos en los riñones en un claro entre dos filas de olivos, mirando hacia adelante, hacia la hilada de árboles grises que los hombres golpean con sus varas de brezo provocando una granizada violenta de aceitunas sobre los mantones extendidos. No sé imaginar ni inventar y ya casi no puedo acordarme de sus palabras y es posible que no tenga ocasión de pedirles que me sigan contando, cómo era el campo de concentración donde te llevaron, le preguntaba a mi abuelo, qué sentía uno al saber que era fácil que lo condenaran a muerte, cómo es tener entre las manos un fusil y tenderse en una trinchera y mirar hacia el otro lado en busca de una cara o de una rápida silueta sobre la que disparar. «Yo cerraba siempre los ojos», decía el tío Rafael, «y era tan malo disparando que aunque no los hubiera cerrado no habría podido darle a nadie, me temblaban las manos y las rodillas nada más oler la pólvora, se me nublaba la vista y veía doble o triple el punto de mira y pensaba, hay que ver, si a mí no me han hecho nada esos que hay en la otra trinchera, qué iban a hacerme, si ni siquiera los conozco, así que cerraba los ojos y apretaba el gatillo y me decía, que sea lo que Dios quiera, pero me daba rabia cuando me paraba a pensarlo, hombres como castillos jugando al tiro al blanco y marcando el paso en vez de trabajar en lo suyo».

De eso hablaban a veces, del sentimiento del absurdo, de su incapacidad de comprender: les decían, «hay que tomar esa colina», y pensaban que aunque desalojaran al enemigo de ella no iban a tomarla, porque la colina seguiría exactamente en el mismo sitio, más pelada, estéril por las bombas, manchada de sangre, poblada de cadáveres sin rostro con las piernas abiertas y las vísceras derramadas sobre los calzoncillos sucios, pero en el mismo lugar, repetía moviendo la cabeza el tío Rafael, sin que nadie pudiera llevársela ni hacer nada de provecho con ella. Pero no tenían miedo, las cosas ocurrían demasiado aprisa para que lo tuvieran, tenían hambre, cuentan, les picaban los piojos y las chinches, se morían de frío bajo los capotes o los mareaba el calor bajo los cascos de acero, les hacían daño las botas militares, los martirizaban los sabañones, se acordaban de la cosecha que no podrían recoger ese año por culpa de la guerra y escribían a la luz de un candil cartas difíciles y ceremoniosas a sus mujeres o a sus padres, o se las dictaban a otros, apreciable Leonor, espero que al recibo de la presente estés bien, yo sigo bien a Dios gracias, escribía mi abuelo en una carta que encontré en su mesa de noche, y no hablaba de la derrota ni del terror a un juicio sumarísimo sino del tiempo que hacía o de lo que se acordaba de ella y de sus hijos en aquel lugar que yo imaginaba como los campos de concentración de las películas, barracones alineados, literas de tablas desnudas, torretas de vigilancia con reflectores y altavoces, alambradas eléctricas, nada de eso era verdad: cientos, miles de hombres deambulando como sombras por una accidentada extensión de rastrojos y olivos, me dijo cuando aún no había perdido la memoria o el gusto de contar, rodeada por una cerca de tablones y estacas como una dehesa, vigilada por un nido de ametralladoras, sin edificaciones ni campos de instrucción, sin un solo cobertizo donde refugiarse de la lluvia o del frío. Dormían en el suelo, bajo las ramas de los olivos, arrimándose a los troncos o a las protuberancias de las raíces, tirados sobre la tierra en las noches de calor, días y semanas y meses dando vueltas como viajeros perdidos, arracimándose y peleando entre sí cuando volcaban ante ellos los sacos de pan negro, mirando negrear en el suelo y entre las ramas las aceitunas que nadie había cosechado durante cuatro o cinco años, envilecidos por el hacinamiento, por el hambre y el tedio, esperando siempre una carta o un salvoconducto o una sentencia de muerte o de cadena perpetua, escribiendo si sabían hacerlo y si encontraban un lápiz y una hoja de papel: se despide tuyo affmo. este que lo es, tu marido, Manuel, la rúbrica tan fantasiosa como su voz o sus gestos, la letra inclinada, prolija, revelando el esfuerzo que le costaba elegir y transcribir cada palabra, el lápiz tan pequeño que casi desaparecía entre sus dedos, la breve punta humedecida de saliva, las palabras medio borradas después de tanto tiempo, desfiguradas de faltas ortográficas, me contarás como va por allí la cosecha aquí ha llovido mucho y están cargados los olivos pero nadie la coge y es una lástima, y ella, mi abuela, en Mágina, tan definitivamente lejos de donde él estaba porque no sabía calcular la distancia, oía los pasos y el silbato del cartero que venía por la calle del Pozo y corría hacia la calle antes de que sonaran al mismo tiempo el llamador y el silbato, sobrecogida de esperanza y de miedo, porque la mayor parte de las veces el cartero pasaba de largo, y además no era imposible que si se detenía fuese para notificarle una desgracia, que lo habían matado, que no iba a volver, igual que no volvió nunca el viejo de la casa del rincón, la que ocupaba ahora aquel ciego que no hablaba con nadie. Oía los golpes en el llamador y era como si resonaran dolorosamente en su estómago vacío, más arriba, en el centro de su pecho, abría la puerta y se quedaba con el sobre entre las manos que acababa de secarse en el mandil, leía con dificultad su propio nombre, Leonor Expósito, reconociendo con alivio la letra de él, miraba el remite, rasgaba con mucho cuidado el sobre y se quedaba mirando las misteriosas palabras, sin descifrar bien la escritura y sin poder entender la mitad de lo que él le decía, leyendo sílaba a sílaba en voz alta, mordiéndose los labios de humillación y de impaciencia, como cuando eran muy jóvenes y él la pretendía escribiéndole cartas copiadas de un manual de caligrafía y de correspondencia sentimental, comercial y amistosa. Al principio se las devolvía todas sin abrir, porque ésa era la costumbre, pero cuando empezó a aceptárselas muy pocas veces las abría, no sólo porque apenas supiera leer, ya que siempre habría encontrado a alguien que lo hiciera por ella, sino porque no imaginaba que pudiera existir alguna relación entre su propia vida y las palabras escritas, a las que en todo caso atribuía un poder maléfico: por obra de aquel diploma que aún seguía guardado en el armario él había dejado de trabajar en el campo para vestir un uniforme azul con botones dorados y quedarse en poco tiempo tan pálido de cara como un oficinista; los hombres que le avisaron de que él estaba preso le trajeron una carta dentro de un sobre amarillo; para visitarlo en la primera cárcel donde estuvo tenía que mostrar un papel al que llamaban salvoconducto; y ahora le hacía falta otro papel para que lo dejaran salir del campo de concentración. Su padre, Pedro Expósito, que era el único hombre a quien ella admiraba en la vida, no sabía escribir ni leer, y declaraba con huraño orgullo que él jamás había trazado una cruz ni estampado la huella de su dedo pulgar al pie de un documento. Y a su marido, a mi abuelo Manuel, fueron las palabras las que le hicieron perderse, no la lealtad ni el sentido del deber, únicamente el brillo de las sonoras palabras que tanto le gustaban, ruido y aire, murmuraba con desprecio mi bisabuelo hablándole a su perro, al que tal vez lo aliaba sobre todas las cosas el hábito común del silencio.

Dónde habrás aprendido a usar tantas palabras, la he oído decirle cada vez que lo sorprendía contándome alguna historia de cautividad o de heroísmo, riéndose de él, quién le mandaría hablar tanto y meterse tan sin juicio en las vidas de otros en vez de ocuparse de la suya, siempre acuciada de quebrantos y alimentada de palabras y embustes, de credulidad y de soberbia, para acabar luego así como te ves, le dice, medio inválido de tanto trabajar sin fruto ninguno, nada más que la miseria de una pensión que parece de lástima, y menos mal que te reconocieron los años como guardia de asalto, que si no de qué íbamos a comer. Uncidos como siameses el uno al otro por la vejez extrema y el miedo a la muerte y por una mezcla impredecible de rencor y compasión miran pasar las horas y los días frente al televisor y en los últimos tiempos dice mi madre que ya no discuten ni se echan en cara los agravios que a pesar del olvido tal vez los siguen envenenando como sustancias letales que actúan en la sangre sin que lo sepa la conciencia. Cuarenta y nueve años después del día en que salió del campo de concentración sin más hacienda que un capote viejo y un hato en el que llevaba un par de botas, un chusco negro y duro y una longaniza de carne de caballo, mi abuelo Manuel, ahora mismo, en Mágina, logra ponerse en pie con una lentitud mineral y tantea el suelo con la contera de goma del bastón y mira a una distancia inaccesible las puntas de sus pies, que avanzan centímetro a centímetro sobre las baldosas, y el dolor de las plantas le trae la imagen fragmentaria de alguna caminata olvidada, la sensación de que los pies van a abrírsele como si los partiera una cuchilla, de que las piernas y el cuerpo entero y la conciencia se deshacen en légamo porque desde hace muchas horas es de noche y él no ha dejado de caminar desde que amaneció, no sabe cuándo ni hacia dónde, sólo que no ha comido y que el camino no se acaba nunca bajo sus pies ni delante de sus ojos, una vereda perdida en alguna serranía, una carretera recta que el sol parece aplastar contra la llanura, un horizonte de colinas azules donde se extraviará cuando caiga la noche, sin más luz que la brasa del cigarro, sin oír durante muchas leguas nada más que sus pasos y el tintineo del cascabel atado a la jáquima del mulo. Era así como le gustaba contar, le digo a Nadia, explicándolo todo, inventándolo, la oscuridad de la noche, el aullido de los lobos, el brillo de un cigarro encendido, el cascabel que yo oía tan vividamente como si hubiera ido con él en aquellos viajes a través de la Sierra, circunstancias triviales que adquirían en su voz una cualidad tenebrosa de augurios. Se ha acordado del cascabel porque ha oído moverse una cucharilla en un vaso, el de la medicina que le ha preparado mi madre y que él no sabrá beber sin derramársela casi entera en la barbilla y en el pecho, pero eso le ha pasado siempre, dice mi abuela Leonor, nunca ha sabido beber jarabes ni medicinas ni leche, pero lo que es el vino no se le pierde ni una gota, aunque lo bebiera en porrón, mira tú qué misterio.

En su memoria, como en uno de esos sueños livianos tan fácilmente interferidos por la realidad, la cucharilla que mueve mi madre se transmuta en el sonido monocorde de un cascabel y la fatiga de sus piernas lo devuelve sin que él mismo lo sepa a una de sus expediciones al otro lado de aquella sierra azul que me señalaba con un ademán enfático desde la cima de su estatura, hablándome de aquellos tiempos en que se buscaba furtivamente la vida con el estraperlo, otra palabra indescifrable que aprendí de sus labios, comprando patatas y judías y trigo en aldeas y cortijadas remotas para venderlo todo luego en Mágina, no a lo grande, como su vecino Bartolomé, que disponía de capital y de influencias y en unos años dobló su fortuna, sino con tan pocos medios y tan acobardado por el peligro de que lo atrapara la Guardia Civil que nunca tuvo la menor posibilidad de salir de pobre y ni siquiera de pagar sin agobios los plazos del mulo que había comprado al emprender el negocio, y que una noche de invierno acabó reventado bajo una carga excesiva en el repecho más difícil de un camino al que llamaban la cuesta de los Gallardos, dejándolo a merced de la nieve y de los lobos, que olían desde lejos la sangre vomitada por el animal -en los relatos de mi abuelo Manuel siempre era de noche y llovía o nevaba y se oían los rugidos del viento o de las fieras -. Pero no sabe si está recordando o sueña todavía, da un paso más, se apoya en el bastón y teme que se quiebre, no distingue entre el recuerdo y el sueño, entre las imágenes de su propia conciencia y las que ve moverse en torno suyo o en el televisor: en su memoria se han roto las fronteras y las subdivisiones del tiempo, y este momento en el que vive ahora mismo carece de realidad o de verosimilitud, tal vez porque a los rostros y a las cosas les falta un relieve preciso, surgen sin motivo, desaparecen sin explicación, como los objetos que examina y derriba un niño de meses, como alguna vez llego y me desvanezco yo mismo, su nieto mayor, entro en la habitación y lo beso y le pregunto cómo está y de repente me mira como si se asombrara de no reconocerme, sonríe y se deja besar pero íntimamente desconfía de que yo sea quien le dicen que soy, y cuando quiere mirarme para confirmar su sospecha o vuelve a abrir los ojos después de dormir unos minutos resulta que ya no estoy en la habitación, que han pasado días o semanas en ese instante de sueño, pregunta por mí y mi abuela le dice, pero Manuel, parece mentira, ¿no te acuerdas que se fue de viaje, que has hablado con él hace un rato por teléfono?

No es que no se acuerde, es que no sabe o no quiere regir la disposición de su memoria: ve imágenes detalladas y absurdas como fragmentos de sueños, está mirando a mi madre que limpia el hule ante él con un paño mojado y de pronto quien se inclina sobre una mesa desnuda es otra mujer, mi abuela Leonor cuando era muy joven y acababan de casarse y lo enloquecía de deseo el resplandor blanco de su piel y la caliente suavidad de sus muslos. Sonríe entonces muy tenuemente, con los ojos entornados y húmedos y un gesto amargo de agravio en la boca cerrada, como si vislumbrara durante unos segundos los paraísos de su vida y se diera cuenta de lo lejos que están, el amor de las mujeres, la soberbia y el coraje de su juventud, la música de los desfiles cuando marcaba el paso por una calle soleada y alzaba los ojos hacia los balcones donde aplaudían muchachas acodadas sobre banderas tricolores. Cuarenta y nueve años después de emprender el regreso hacia Mágina desde los corralones del campo de concentración sueña o recuerda que camina de noche y está tan cansado que a veces se duerme sin que sus pasos se detengan, tan vívidamente se sueña a sí mismo caminando que a pesar de la fatiga y del hambre siente de nuevo el vigor de sus piernas subiendo desde los talones como un flujo de savia, el gozo del aire limpio en los pulmones, el olor a hinojo y a tomillo y a noche húmeda de octubre. «Veinticuatro horas estuve andando sin parar», me decía: ha decidido que no se detendrá hasta que llegue a Mágina, y para avivar el paso imagina que desfila, como en las paradas del catorce de abril, la cabeza alta, el codo en ángulo recto junto al costado izquierdo para sostener la culata del máuser, me explicaba, usando una azada como fusil, la mano derecha llegando con energía hasta la altura del hombro, la respiración acompasada, aspirando el aire por la nariz para matar los microbios y expulsándolo siempre por la boca: con su uniforme puesto era más gallardo que nadie, pero lo de marcar el paso nunca se le dio bien, se distraía mirando a las mujeres con vestidos claros y escarapelas tricolores que aplaudían el desfile, sobre todo a los gastadores, los más altos, los primeros de todos.

Sonríe y tal vez no sabe por qué, abre los ojos del todo y no recuerda el sueño del que ha despertado, mira a su alrededor y tampoco reconoce la habitación donde está, se palpa las piernas bajo las faldillas y las nota rígidas de frío, así que no puede ser él ese hombre que camina infatigablemente de noche y marca el paso con un hatillo al hombro en lugar de un fusil, pisando la grava de la carretera con unas alpargatas que no se quitará hasta que las suelas se le hayan gastado, pues quiere reservar para las veredas de la Sierra las botas que le ha cambiado un preso por su ración de tabaco. Se muere de sueño, de cansancio y de hambre y no quiere detenerse ni comer todavía la poca longaniza que le queda ni el chusco negro que apenas ha mordido dos o tres veces desde que echó a andar, cualquiera sabe lo que tardará todavía en llegar a Mágina, cuándo verá a lo lejos el perfil de sus torres sobre la colina y la muralla, el Guadalquivir, la llanura, los olivares, el verde reluciente y húmedo de los granados en las huertas. Se quedaba dormido caminando y lo despertaba de pronto el golpe de su cara contra la tierra, se incorpora y no sabe dónde ésta, en un sueño dentro de otro sueño, en la carretera sin luces que lo llevará más tarde o más temprano a Mágina, en una habitación grande y caldeada donde suena la música de un programa de televisión y una voz que tarda en identificar lo reprende, pero Manuel, será posible, otra vez te has dormido.

Pero no duerme, no quiere dormir, sólo camina y marca el paso y sigue buscando en la negrura del cielo los primeros indicios del amanecer, le parece mentira haber sido tan joven, un día y una noche caminando como si lo empujara la corriente de un río, sin comer apenas, hablando para no dormirse, cantando flamenco por lo bajo con aquella voz que se parecía a la de Pepe Marchena: lo llevaba dentro, en cuanto bebía dos copas de aguardiente y escuchaba palmas animándolo se arrancaba por derecho, entonando bajo, o rompiendo en un grito como Miguel de Molina, y con el cante y el alcohol se le olvidaba todo y volvía a casa borracho y sin un céntimo, pero no iba a ser todo doblarse sobre la tierra desde que Dios amanecía y encerrarse a la caída de la noche como los animales en la cuadra. Eso mi abuela Leonor no quería entenderlo, por muy tarde que llegara lo esperaba despierta y le llamaba golfo, sinvergüenza, borracho, como si él anduviera siempre por ahí y no se matara trabajando por el pan de sus hijos. De haber podido elegir su destino le habría gustado ser cantaor, aunque lo de guardia tampoco estaba mal, colocación para toda la vida y paga del gobierno, cartilla del economato, tarjeta gratis para los tranvías, y luego lo que más le gustaba, el respeto del uniforme, el halago de que las mujeres se lo quedaran mirando por la calle, tan alto como un artista de cine, lo recuerda mi madre, con el mentón ceñido por el barbuquejo y aquella voz de autoridad que ponía, vamos, circulen, abran paso, respeten el orden de la cola o me veré obligado al uso de la fuerza, quién iba a decirle a él que de mozo de mulas llegaría a gastador de la Guardia de Asalto.

Y de repente la catástrofe, como si un rayo lo hubiera partido cuando más a gusto se encontraba en la vida, a pesar de la escasez de los últimos meses de la guerra y de los rumores sobre el desmoronamiento de los frentes. A él eso ni le iba ni le venía, pensaba con su imperturbable suficiencia de siempre: ¿había hecho él algo malo? ¿Se había manchado las manos de sangre? «El que algo teme algo debe, Leonor», le dijo a mi abuela el último domingo de su libertad, «y como yo no he hecho nada de lo que deba avergonzarme no me pienso esconder». Todo en vano, todo perdido para siempre desde aquella mañana en que se lo llevaron esposado como a un criminal, con sus botas limpias, sus guantes blancos y su uniforme de gala, a él, que nunca se metió en nada, que hasta estuvo a punto de que lo fusilaran aquella vez que los milicianos ocuparon el cortijo donde había trabajado hasta el principio de la guerra y la señora, que lo quería mucho, lo llamó a su palacio de Mágina y se le hincó de rodillas y le dijo, llorando con tales veras que en nada estuvo que le contagiara las lágrimas: «Manuel, por lo que más quieras, tú no eres como esos ingratos, ve al cortijo y habla con ellos a ver si puedes salvar algo, que yo te sabré corresponder.» Pero cuando llegó aquellos vándalos ya habían incendiado la casa y no pudo rescatar del incendio más que unos pocos libros y unas cucharillas de plata, así como un busto bendecido de Nuestra Señora del Gavellar, patrona de Mágina, que se llevó oculto bajo la chaqueta, y no faltó mucho para que le dieran un tiro o lo arrojaran a la lumbre, no por lacayo del capital y traidor a su clase, como los milicianos le decían, sino por idiota, dijo mi abuela Leonor al verlo con la ropa chamuscada y la cara negra de tizne, como recién salido de las calderas de Pedro Botero, quién te manda, le gritaba, qué se te había perdido a ti en el cortijo, haberle dicho a la señora que bajara ella misma a defender lo suyo, si tanto aprecio le tenía.

Engolaba la voz y adquiría un pesado aire de afrenta, una sonrisa amarga de desengaño o de desdén que tal vez había aprendido de los galanes del teatro: él, aunque pobre, no tenía más carrera ni patrimonio que su honra, y no podía negarse a la súplica de una mujer. Si él estaba de parte de algo era del orden, y le gustaron siempre los desfiles y las ceremonias y se emocionaba leyendo en El Debate los discursos de Gil Robles, aunque también los de Julián Besteiro y los de Azaña. El 15 de abril del treinta y uno se le saltaron las lágrimas leyendo en ABC la carta de Alfonso XIII a los españoles, pero lloró igual cuando en el balcón del ayuntamiento vio izarse la bandera tricolor, y hubiera llorado de entusiasmo si hubiera visto entrar en Mágina a los moros y a los requetés. No lo podía remediar, todos los himnos le erizaban el vello, escuchaba un discurso o miraba una bandera o leía un artículo y se le llenaban los ojos de lágrimas, y acababa aplaudiendo con la misma entrega en un mitin anarcosindicalista que en el sermón de un capellán ultramontano. No había fervor que no se le contagiara ni arenga que no le pareciera admirable, y cuando presenciaba una diatriba política en la barbería adoptaba sucesivamente y con igual virulencia el punto de vista de cada uno de los oradores, y si le pedían que leyera en voz alta se mostraba de acuerdo con los artículos de fondo de todos los periódicos. Declamadas o escritas, las palabras ejercían sobre él un efecto euforizante parecido al del vino, así que regresaba tan mareado de la barbería como de la taberna y terminaba la lectura de dos periódicos hostiles entre sí sumido en una confusión semejante a la de una resaca de licores mezclados.

La universalidad de su entusiasmo pobló mi infancia de desconocidos admirables: don Santiago Ramón y Cajal, don Miguel de Unamuno, don Alejandro Lerroux, don Juan de la Cierva, Largo Caballero, el Lenin español, don Niceto Alcalá Zamora, don Miguel Primo de Rivera, Millán Astray, el general Miaja, el comandante Galaz, Azaña, los héroes del Plus Ultra, Madame Curie, a quien le atribuía el invento benéfico de los aparatos de radio, Roosevelt, Stalin, el doctor Fleming, Mussolini, Adolfo Hitler, y hasta el emperador de Abisinia, cuyo exilio le costó a mi abuelo Manuel lágrimas tan sinceras como el heroísmo de los italianos que lo derrocaron, y a quien llamaba Jaime Selassie, o el Negrus, imaginando que el color de su piel era el motivo del apodo que le daban en las crónicas internacionales. Las palabras esdrújulas y los latiguillos verbales relucían como joyas en su imaginación, y llamaba a la Guardia Civil «La Benemérita», aunque algunas veces se le enredaban las sílabas, y «La ciudad condal» a Barcelona, y sabía que las turbas de las que hablaban los periódicos de derechas eran multitudes amotinadas y que la Sociedad de Naciones estaba en Ginebra, si bien nunca logró entender un mapa. Se le confundían las líneas de las fronteras y los ríos tan insolublemente como las cantidades de una suma, y cuando yo quise explicarle en el mapa de mi enciclopedia escolar dónde estaba Mágina se negó a creerme: no podía ser tan pequeña y estar tan perdida y tan lejos del mar, si él lo había visto una mañana desde la cumbre del monte Aznaitín, desde lo más alto de la Sierra, tan cansado de andar que ya creía que iba a morirse, unos minutos antes de volver sus ojos hacia el norte y ver como un espejismo el valle del Guadalquivir cubierto por un océano inmóvil de niebla violeta sobre la que se levantaba como una isla muy distante la colina de Mágina.

Tal vez está acordándose de ese amanecer cuando los ojos se le quedan fijos en el vacío y le brillan de lágrimas y no hace caso o no escucha si le preguntan en qué piensa. Nota demasiado tarde la humedad que le rebosa de los lacrimales, que se desliza luego por las mejillas sin que él pueda detenerla, paralizado en el sofá, como si hubiera perdido la potestad de mover sus manos adormecidas al calor del brasero, de buscar un pañuelo y detener esas dos lágrimas de las que se avergüenza en secreto como de una vejación, como si se hubiera orinado en los pantalones: eso sí que no, pensará, al menos todavía, hasta cuándo, ojalá muera antes. Como un avaro que desconfía más de quien tiene más cerca tal vez guarda para sí mismo sus instantes de lucidez y los aludes de recuerdos parecidos a sueños y a jirones de fábulas que irrumpen en la monotonía del estupor y la amnesia igual que fulgores visuales en la memoria de un ciego. Preferirá que no sepan, que no sospechen que todavía razona y que ha adquirido la potestad de presenciar los menores hechos de su vida con una clarividencia que nunca tuvo mientras le sucedían y que ahora no quiere compartir con nadie por avaricia y orgullo y también por miedo a que las palabras la degraden. Nunca volverán a decirle que ha inventado lo que cuenta, porque ahora sólo se lo cuenta a sí mismo y obtiene una satisfacción sombría al pensar que las cosas que vio y no le fueron creídas cuando las relataba perecerán con él como tesoros tragados por el mar. Nadie oirá nunca más las palabras que aún suenan en su imaginación como débiles ecos de las que tantas veces pronunció en voz alta, a nadie volverá a contarle que una noche muy oscura de invierno un hombre le pidió lumbre y vio a la luz del mechero que era Alfonso XIII, ni que una vez encontró entre la maleza de la orilla del río el esqueleto de un juancaballo, ni que él fue uno de los hombres que acompañaban al difunto don Mercurio cuando se descubrió en la Casa de las Torres aquella momia que unos días después robó alguien, él sabía quién… Y entonces, cuando advertía nuestra expectación, se quedaba callado, muy serio, con la cabeza baja, apretando los labios, como si lo agobiara la posesión de un secreto que a pesar suyo le era imposible revelar y que en cualquier caso no merecían los testigos incrédulos de su narración. Sigue contando, le pedía yo, un poco más, todavía no es hora de acostarse, quién robó la momia, por qué la habían emparedado. Sonreía mirándome con satisfacción y malicia, vigilaba la puerta por miedo a que apareciera en ella mi abuela Leonor y empezara a reñirle, chasqueaba la lengua, se pasaba la mano por la boca. Y añadía luego, cuando ya iba a acostarse, después de haberle dado cuerda al reloj de pared con una llave que guardaba en el bolsillo del chaleco y con la que yo estaba seguro de que regía el curso del tiempo: «No habiendo más asuntos que tratar, se levanta la sesión.»


Ponme como un sello sobre tu corazón, como un signo sobre tu brazo, dice Nadia, recita, con el libro cerrado entre las manos, la gastada Biblia de los protestantes españoles con sus páginas de una densidad arenosa que don Mercurio le dejó a Ramiro Retratista en su testamento sin que él supiera por qué, imaginando una tardía extravagancia del médico, un signo de su improbable conversión en el lecho de muerte, como algunos pertinaces ateos a los que solía referirse en sus conversaciones de mesa camilla y rosario el inspector Florencio Pérez, apocado adalid del perdón evangélico y de la Adoración Nocturna, en una de cuyas sesiones trabó conversación con él aquel joven tan animoso y dócil que tanto prometía, Lorencito Quesada, supervisor de los futbolines de Acción Católica y dependiente inveterado -inveterarlo, decía él- de los almacenes El Sistema Métrico, los primeros que implantaron en Mágina la numeración decimal, corresponsal de Singladura, diario provincial del Movimiento, autor del volumen siempre inédito sobre los Hombres y Nombres de Mágina, donde tenía previsto que se reprodujeran las Cien Mejores Fotografías de Ramiro Retratista, entre las cuales no hay ninguna que alcance la majestad sobrecogedora de la que le hizo al médico don Mercurio unos meses antes de su muerte, meses o semanas, de eso Lorencito no estaba seguro, y no pudo estarlo porque cuando fue a consultar la fecha exacta con Ramiro éste había desaparecido sin dejar dirección, y el sordomudo, Matías, su ayudante de siempre, que ahora conducía tan ufano como un auriga un minúsculo isocarro dedicado al transporte de piensos, tampoco pudo darle ningún indicio de adónde se había marchado su maestro: se encogió de hombros, sonriendo, con aquella sonrisa idiota de felicidad con la que había despertado hacía treinta y tantos años de la catalepsia: ni él ni nadie sabía el paradero del fotógrafo, salvo el comandante Galaz, pero también éste desapareció entonces por segunda y última vez y casi nadie lo notó, igual que casi nadie, salvo Ramiro Retratista, el inspector Florencio Pérez y el teniente Chamorro, había notado su regreso a la ciudad, convertido en un extranjero que usaba en lugar de corbatas anticuadas pajaritas de profesor norteamericano y vivía tan retirado en su chalet de la colonia del Carmen como habría podido vivir en el suburbio de Nueva York de donde procedía. Sólo de él se despidió Ramiro, de él y de su hija, aquella chica pelirroja y callada, y luego supo Lorencito Quesada que el fotógrafo lo había estado visitando a lo largo de los últimos meses que los dos pasaron en la ciudad, contándole sus secretos más escondidos como a un confesor, sin que el ex comandante -que tal vez era ex coronel en realidad- lo interrumpiera nunca ni le preguntara el motivo de sus confidencias, siempre callado y atento, con una cortesía lejanamente militar, ofreciéndole tazas de té que Ramiro no probaba, porque no tenía costumbre, y copas de coñac que apuraba con la misma urgencia con que había bebido en los últimos años de su juventud el aguardiente alemán de don Otto Zenner, asintiendo en silencio cuando él le mostraba fotografías antiguas, aquella que le tomó la noche en que el comandante formó a las tropas en la explanada del ayuntamiento y se cuadró ante el alcalde anunciándole la lealtad de la guarnición de Mágina al orden constitucional de la República, y también las otras, las que casi nadie había visto, el retrato de don Mercurio y el de la muchacha emparedada, el de la novia que moriría de un tiro en la frente a las pocas horas de su boda. También le enseñó la Biblia de tapas negras que había heredado del médico, y luego la guardó en el baúl que Matías trasladó en su isocarro a casa del comandante como un legado embarazoso y más bien absurdo que él, por delicadeza, no supo rechazar, aunque no entendiera la razón de que Ramiro Retratista lo hubiera elegido para entregárselo, tal vez porque imaginaba que el comandante Galaz lo guardaría siempre y no tendría la menor tentación de abrirlo y de examinar su contenido, tan inmune a la curiosidad como a la más ínfima deslealtad o traición.

Absuelto, locuaz, educadamente borracho, casi heroico, sin quitarse, por miedo a contraer un enfriamiento, el abrigo y la bufanda azul marino que tanto le consolaba el cogote, Ramiro Retratista se recostaba en el sofá del comandante y miraba sin distraerse el jardín poblado de hojas secas y de gatos sin dueño o el grabado de aquel jinete que cabalgaba de noche junto a una montaña en cuya cima había una torre y hablaba como no había hablado nunca, como si sólo entonces tuviera la ocasión o el derecho de decir en voz alta todas las palabras que había guardado a lo largo de su vida, bebiendo sorbos tímidos y continuos de coñac y suspirando sin pudor, constituyéndose a sí mismo en el personaje secundario, aunque fundamental, de una historia que no estaba seguro de que le perteneciera, despojándose de ella igual que había decidido desprenderse de su estudio y de todo su archivo para irse más ligero de Mágina, para instalarse definitivamente en un fracaso tan apetecido y confortable como la jubilación, lejos de todo, en una ciudad donde no lo conociera nadie, donde ni él mismo pudiera encontrar en cada rostro y cada esquina informes apremiantes sobre su pasado, sobre la larga estafa de su vida, donde las caras que viera por la calle no fuesen recordatorios o sombras de las que atesoraba en su archivo como una onerosa memoria que lo mantenía desalojado de la suya. Tenía que averiguar quién era ella, le dijo al comandante Galaz, rondó en vano a la guardesa de la Casa de las Torres y a los vecinos desconfiados y hostiles de la plaza de San Lorenzo y luego, como último recurso, porque le daba escalofríos entrar en la perrera, acudió al inspector Florencio Pérez, pero no obtuvo ninguna explicación, probablemente porque el inspector carecía de ella, lo recibió como alelado en su despacho de la comisaría, asomado a medias al balcón que daba a la plaza del General Orduña, oculto tras los visillos, mirando a los hombres ociosos que se congregaban en los soportales y alrededor de la estatua, con un gesto vigilante y absorto, tamborileando con los dedos de la mano derecha en la pared y en su propio pantalón y en su escritorio, con un ritmo de una monotonía sin sosiego que a Ramiro lo ponía nervioso, el inspector no dejaba quietos los dedos ni atendía a lo que le contaban, como si estuviera en otra parte, como un poeta en busca de una rima difícil o un detective misántropo a punto de descubrir la clave de un misterio. El inspector, dijo Ramiro, habría querido ser como aquel detective gordo de las novelas que lo averiguaba todo sin moverse de su habitación, nada más que cavilando, deduciendo, penetrando en el espíritu de cada uno de los habitantes de Mágina. Como criminólogo y funcionario que era -y por reñida y fehaciente oposición, no como otros que él conocía y que subieron más alto en el escalafón sin más méritos que el color azul de la camisa remangada y el vibrante taconazo con que se presentaban al tribunal-, la delación y la tortura le parecían al inspector Florencio Pérez procedimientos tal vez necesarios, pero en todo caso indignos, de una rusticidad tan lamentable como el arado romano y el calzado de esparto, y hubiera querido suplirlos con los avances de la ciencia, el puro rigor del intelecto deductivo y los prodigios de la telepatía, del hipnotismo y los detectores de mentiras. Pero si en Mágina la agricultura y el comercio padecían un atraso medieval, ¿era extraño, le dijo melancólicamente al fotógrafo, que las fuerzas de orden público debieran recurrir en el cumplimiento de las tareas que la ley les asignaba a métodos tan rudimentarios como los de los tribunales de la Inquisición? ¡Micrófonos camuflados en alfileres de corbata, suspiró, cámaras cinematográficas ocultas en lugar de chivatos mugrientos y de ojos torcidos, suero de la verdad y no bofetadas y amenazas, silla eléctrica en vez de garrote vil!

«Insondables enigmas sin respuesta», anotó velozmente antes de guardar en un cajón de su escritorio la foto que acababa de entregarle Ramiro Retratista, y se encogió de hombros y su cara larga y quejumbrosa pareció descolgarse como la máscara de una fiesta fracasada: «Pregúntele a don Mercurio», le dijo, «puede que él sepa algo». «¿Le ha preguntado usted?» Ramiro pensaba en la foto que el inspector acababa de guardar, imaginando que el cajón del escritorio era una nueva sepultura, una afrenta añadida a la ocultación y el olvido. «A mí no me dirá nada. Se lo prohíbe su credo masónico.» Desde el balcón de su despacho el inspector podía ver, al otro lado de la plaza, las ventanas del consultorio de don Mercurio, con los visillos siempre echados, y luego su mirada descendía hacia los soportales, a donde los hombres empezaban a llegar cuando el sol transparente y frío del invierno del hambre daba en ellos, de uno en uno al principio, todavía solos y callados, con las cabezas bajas y las gorras caladas, quietos bajo el sol, en el filo de la acera, golpeando el suelo con los pies para quitarse el frío, las caras medio ocultas tras las bufandas y desdibujadas por el vaho espeso de las respiraciones y el humo de los cigarrillos, aguardando siempre, mirando la torre del reloj y la estatua del general Orduña y el edificio lóbrego de la comisaría con una especie de enconada paciencia que los hacía parecer al mismo tiempo invulnerables y vencidos, vigilantes y dóciles. Conforme se dilataba el espacio iluminado por el sol y retrocedía la sombra de la muralla y de la torre los hombres se iban agrupando en corros de los que ascendía un vaho más espeso y común y una sonoridad amortiguada y poderosa de voces que llegaban al despacho del inspector convertidas en un rumor monótono. Se olvidó de que Ramiro Retratista aún estaba con él y le dio la espalda frotándose las manos ateridas, pues nunca entraba en calor en aquel edificio tenebroso donde el sol no daba sino cuando se ponía y que por estar adherido a la torre y a un ángulo de la muralla recibía de ellas una humedad que se adueñaba del inspector subiendo desde los pies y calando poco a poco hasta el interior de los huesos, a pesar de los calcetines de lana y los calzoncillos tobilleras de felpa que usaba en secreto, no sin un sentimiento de vergüenza y ridículo muy semejante al que le producía su invencible afición a los versos, pues no estaba seguro de que la poesía y los calzoncillos largos fueran compatibles con la autoridad.

«Pero tendrá usted que investigar quién se la ha llevado», dijo Ramiro Retratista, «habrá cómplices, seguro que hay testigos, en esa plaza las mujeres siempre están mirando a todo el que pasa por allí». El inspector no lo oía, prefería no oírlo para no sentirse radicalmente imbécil, fumaba examinando las caras mal afeitadas y pálidas de hambre, rígidas de ira, hurañas, embotadas, casi nunca desconocidas para él, caras de presuntos sospechosos, de agitadores, de cobardes, de mutilados sin pensión, de pobres sin remedio, de haraganes, de idiotas, de tísicos, imaginando noveleramente la posibilidad de proveerse de unos prismáticos y de averiguar conversaciones leyendo los movimientos de los labios, como contaban que hacía el ayudante sordomudo de Ramiro Retratista. Desde la atalaya de su balcón, en el primer piso de aquel edificio tan ignominiosamente llamado la perrera -y no sin razón, tuvo el atrevimiento de pensar, frotándose las manos martirizadas por los sabañones-, el inspector cobraba a veces una cálida certidumbre de soberanía, como si al tomar posesión de su cargo lo hubiera tomado también del mundo que abarcaban sus ojos y que se resumía satisfactoriamente para él en la plaza del General Orduña. Vigilaba los grupos que se formaban y se deshacían como estudiando las corrientes del mar, auscultaba el rumor de las voces, las expresiones de los rostros, los gestos de las manos, buscando posibles indicios de ira colectiva y de peligro de sublevación, y si veía espesarse un corro en torno a alguien que hablaba con aspavientos y moviendo muy rápidamente los labios, lo sacudía un reflejo inmediato de alarma, un recuerdo borroso de muchedumbres amotinadas y vendavales de banderas y puños agitándose en esa misma plaza donde el murmullo de ahora sonaba como un rescoldo apagado de los gritos y los himnos de entonces, rugidos de las turbas rencorosas, según había escrito él mismo en aquel soneto al general Orduña que tantos desvelos y malas noches le dio y que ahora dormía en la carpeta de un expediente, silencioso y cubierto de polvo, como el arpa de Bécquer, como el cuerpo incorrupto de esa mujer por la que tan ávidamente le seguía preguntando Ramiro Retratista, como todos los sonetos y octavas reales y redondillas y décimas o espinelas que llevaba escritos en su despacho, en las primeras horas ociosas de la mañana, y que nunca se decidiría a imprimir, qué dirían sus superiores si le descubrieran esa debilidad, peor aún, qué miedo podría infundirles a los detenidos, qué respeto iba a tenerle el personal a sus órdenes si un día lo premiaban con una flor natural, ya imaginaba la risa equina del guardia Murciano y el escarnio de las suposiciones desviadas, será que el inspector es maricón. Nada más que imaginarse el sofoco, las risas contenidas en el cuerpo de guardia cuando él pasara escaleras arriba camino de su despacho, se le acentuó el picor de los sabañones, y para darse ánimos miró con severidad a Ramiro Retratista, enlazó enérgicamente las dos manos e hizo crujir las articulaciones de los nudillos, gesto que le confería una serenidad instantánea desde que advirtió que asustaba a los presos durante los interrogatorios, tal vez porque lo oían como un aviso del crujido de sus propios huesos.

«No le diga a don Mercurio que ha estado conmigo», dijo. «Y será mejor que salga por la puerta trasera, no vaya a ser que él lo vea y piense que va usted de mi parte.» Sintiendo la vejación de compartir el camino sórdido de los delatores Ramiro Retratista salió a un callejón que daba a las espaldas de la torre y volvió muy deprisa a la plaza del General Orduña, fatigado por la amargura de tener que ganarse la vida tratando a aquella gente a la que seguía considerando de manera confusa el enemigo, aunque él, le dijo al comandante Galaz, nunca entendió de política, tan sólo tenía una nostalgia sentimental de otros tiempos en los que había sido más feliz y más joven, antes de que el hambre y los apagones nocturnos y los pesados desfiles de uniformes y sotanas ensombrecieran las calles de Mágina, cuando no faltaba el trabajo en el estudio de don Otto Zenner y él no tenía que hacer fotos como un buhonero entre las barracas de la feria ni que acudir al depósito para retratar caras de muertos, qué diría don Otto si pudiera verlo, si volviera a Mágina con el juicio recobrado y descubriera que su discípulo, casi su ahijado, su apóstol, abandonaba de vez en cuando el sanctasanctórum del estudio para instalarse los domingos en una esquina de la plaza del General Orduña junto a un caballo de cartón a ver si alguien se decidía a pedirle una foto ecuestre de sus hijos pequeños.

Cruzó la plaza mirando caras de supervivientes y de muertos futuros, eludiendo la estatua fusilada del general Orduña, que tenía, sobre su dosel de alegorías militares, un aire de cadáver recién salido de la tumba varios días después del entierro, con un ojo de bronce vacío, horadado por un disparo, con el pecho y el cuello picoteados de balazos y el ademán invencible, la cabeza alta en dirección al sur, a los terraplenes de la Cava y los azules lejanos de la Sierra. A dondequiera que volvía sus ojos no encontraba rasgos invariables y figuras detenidas en ese presente sin tiempo donde creen vivir casi todos los hombres, sino huellas malogradas o pervertidas de un origen en el que tal vez no faltó la inocencia y augurios de una veloz degradación que concluiría no muchos años más tarde en la vejez y en la muerte, en la nada absoluta sin más recuerdo o consuelo que las fotografías y los nombres labrados en el mármol falso de los nichos, los pequeños medallones ovales que se incrustaban en ellos tras un vidrio convexo para que los supervivientes no olvidaran del todo, como aquel retrato que había en el reverso del escapulario de la mujer incorrupta, el de un hombre muy joven, se acordaba, con perilla negra y rígidos bigotes, quién sería, en qué habitación oscura o sótano o armario de la ciudad tenía alguien escondida a la momia, para qué, únicamente ella, a salvo de la corrupción y vencedora del tiempo, más real en la imaginación y en la mirada de Ramiro Retratista que todos esos hombres y mujeres junto a los que pasaba en los soportales, con un brillo de serenidad o ensimismado deseo en sus pupilas que sería inútil buscar ahora en los ojos de los vivos, ponme como un sello sobre tu corazón, le había escrito alguien, como un signo sobre tu brazo. Cada vez que Ramiro se repetía en voz baja esas palabras sufría un acceso de celos y de desolación, y cuando las dijo ante don Mercurio, en la habitación que había sido el consultorio del médico a lo largo de tres cuartos de siglo, sintió un remordimiento de deslealtad, como si al pronunciarlas se hubiera vuelto repentinamente indigno de aquella cálida fiebre que la aparición del rostro de la muchacha bajo el líquido del revelado despertó en él, reviviéndolo, devolviéndole un simulacro de plenitud y fervor que era del todo ajeno a su experiencia de la realidad y sólo había presentido en la música y en algunos sueños, en algunas miradas de mujeres que lo sobrecogían en su retardada y lejana adolescencia, en la efusión vulgar de las canciones que escuchaba en la radio y que algunas veces interpretaban en Mágina las animadoras que venían al café Royal, en la calle Gradas, donde muchos años después estuvo el salón Maciste, una negra jovial y sudorosa que bailaba claqué y a la que llamaban la Mulata Rizos, una señorita rubia, con falda corta y tacones de corcho que cantaba con una voz muy aguda y muy dulce una canción de Celia Gámez, si me quieres matar mírame.

Julián, el cochero de librea verde, el secretario, el ayuda de cámara, lo hizo pasar al consultorio del médico, tan diminuto y encogido al otro lado de su mesa que tardó un poco en verlo, distraído por el desorden de los millares de libros que ocupaban las paredes y el suelo y de los arcaicos aparatos sanitarios que entorpecían el paso como en el almacén de un abandonado Museo del Progreso o en uno de esos laboratorios de doctores lunáticos que se ven en las películas. Julián apartó a un lado un biombo polvoriento con dibujos de pájaros y don Mercurio, que estaba leyendo con ayuda de su lupa en un libro muy grande, hizo un desganado ademán como de bienvenida o de fastidio, su mano derecha alzándose hacia Ramiro Retratista con una especie de trémula bendición eclesiástica, mucho más viejo que unos días antes, cuando se encontraron en la cripta de la Casa de las Torres, más viejo o más desaliñado, sin el cuello duro y la pajarita, sin el colorote que debía de darse en las mejillas antes de salir, con un batín tan fláccido como una cortina desgastada por el sol y un bonete de terciopelo en la cabeza, con los ojos fijos, redondos e impávidos, como los de un gallo de corral, abriéndose y cerrándose con veloces parpadeos mecánicos, magnífico y temible en su decrepitud igual que un mendigo asiático, pensó Ramiro acordándose de una fotografía que había visto en un álbum de don Otto Zenner, esculpido por las sombras de la habitación como en un retrato tenebrista.

Lo invitó a sentarse frente a él agitando en el aire su mano amarilla, lo escrutó en silencio durante algunos minutos, tan impasiblemente como atendió luego a sus preguntas, moviendo la cabeza, la nariz húmeda y picuda, que casi le rozaba la barbilla cuando contraía la boca desdentada, más viejo que cualquier otro hombre en este mundo, con una astucia de difunto prematuro y burlesco, mostrando fugazmente entre los labios una lengua aguda y muy roja, como de ave o de reptil: claro que la había conocido, dijo, pero hasta entonces no la había visto más que una sola vez, viva todavía, acaso a punto de morir, en la madrugada remota de un martes de carnaval que en la imaginación de Ramiro, a medida que escuchaba, fue cobrando un torvo romanticismo de litografía y de folletín, el médico joven secuestrado por unos desconocidos con capas negras y máscaras, el brillo bajo la lluvia y las antorchas de la capota de un coche de caballos, los cascos resonando sobre los adoquines, el caserón a donde don Mercurio había vuelto setenta años después y en cuyos sótanos se quedó paralizado al ver la misma cara intacta que sólo vio aquella noche, la mujer joven y aterrada que al cabo de varias horas de agonía dio a luz un niño estrangulado por el cordón umbilical. A él luego volvieron a vendarle los ojos y lo hicieron subir otra vez al coche de caballos y después de darle muchas vueltas por los callejones para que se desorientara lo dejaron con las primeras luces del día en la plaza del General Orduña, que entonces se llamaba de Toledo, ahí atrás, dijo don Mercurio, señalando sin volverse hacia la ventana con los postigos entornados, y él mismo se quitó el antifaz y vio alejarse rápidamente el coche en dirección a la Corredera, los cristales con las cortinillas echadas y un postillón de chistera negra y capa con esclavina haciendo restallar el látigo sobre el lomo del caballo, en el silencio de la plaza desierta. «Y hasta hoy», concluyó don Mercurio: «quién iba a decirme que tardaría setenta años en saber adónde me llevaron».

Pero quién era, repetía Ramiro, por qué fue emparedada, por quién. Juró que el secreto nunca saldría de sus labios, que él no tenía nada que ver con los siniestros chivatos de la perrera: si de vez en cuando trabajaba para el inspector Florencio Pérez era porque no tenía más remedio, para ganarse la vida en esos tiempos en los que si a nadie le quedaban ganas de mirarse a la cara a quién iba a ocurrírsele el deseo de perpetuarla en una fotografía. Él siempre estuvo con los leales, declaró en voz muy baja, él desobedeció las órdenes de don Otto Zenner y en la noche candente de un sábado de julio corrió al ayuntamiento con gran riesgo de su vida y se abrió paso a codazos entre la multitud para tomar una instantánea del comandante Galaz cuando subió la escalinata de mármol dejando formado a su batallón de Infantería en la plaza de Vázquez de Molina y se cuadró delante del alcalde, que no acertaba a decir nada y sonreía y temblaba de miedo, porque se imaginaba que los militares habían venido a detenerlo.

«Se oyeron cosas hace muchos años», dijo don Mercurio. Había escuchado a Ramiro Retratista con el desinterés de un muerto por los asuntos y las confidencias de los vivos. «Pero no puedo asegurarle que aquellas murmuraciones se refirieran a la misma mujer, ni que tuvieran fundamento. Por entonces la gente era muy aficionada al teatro de verso y a las novelas de don Manuel Fernández y González. He oído que en estos tiempos luctuosos el cinematógrafo sonoro y los seriales radiofónicos causan estragos semejantes. Y ahora que lo pienso, ¿no será usted una de sus víctimas, mi joven amigo?» Las pupilas de don Mercurio se volvieron más dilatadas y brillantes entre los rugosos párpados sin pestañas, adquiriendo aquella intensidad fanática que les hacía parecerse tanto a las de un gallo de corral. Se inclinó sobre la mesa, indicándole con un gesto de hipnotizador a Ramiro que se acercara un poco más a él, le apresó la muñeca derecha con dos dedos tan precisos y helados como pinzas de acero, hundiéndole su pequeño pulgar en el punto exacto donde se notaba con más viveza el latido de la sangre, tomó de entre las páginas del gran libro de tapas negras en el que había estado leyendo su lupa con empuñadura de plata y sus ojos, mientras examinaba la cara de Ramiro, adquirieron un tamaño desaforado y una expresión monstruosa, como la de los ojos de esos pulpos que el fotógrafo había visto alguna vez en las pescaderías del mercado. Él, que a tantos muertos había retratado en el depósito, tenía la sensación de estar asistiendo a su propia autopsia, pasivo y vulnerable como un cadáver ante el examen indiferente del médico. «No se moleste, don Mercurio, si yo me encuentro como nunca», dijo, con la mano todavía aprisionada sobre la mesa, queriendo sonreír. Cuando don Mercurio lo soltó tenía una mancha morada en la muñeca y el corazón le latía mucho más de prisa. Esperó sus palabras tan ávidamente como habría aguardado la sentencia de un juez, o más bien la predicción de un adivino.

«Me lo temía, lo supe en cuanto lo vi. Pulso arrítmico, palidez excesiva e insana, iris dilatados, lacrimales enrojecidos. Falta de luz solar y de ejercicio físico y tendencia exacerbada a los desahogos del espíritu. Inhalación habitual de vapores tóxicos y alimentación desordenada, con dosis insalubres de alcoholes destilados. Sueño intranquilo y tardío, ausencia absoluta de expansiones carnales, a no ser algún esporádico recurso a las artes de Onán, no tan perniciosas como asegura la moral eclesiástica, pero sí insuficientes para el equilibrio de un organismo adulto. Semen retentum venenum est, amigo mío. El celibato, se lo digo por experiencia, aunque en mi caso, como usted comprenderá, sea una experiencia arqueológica, requiere para no ser nocivo el contrapeso de un moderado libertinaje. Pero me va pareciendo que usted es más casto que el casto José.» «No crea, don Mercurio, que aquí donde me ve yo también tengo corrido lo mío», dijo Ramiro Retratista, pero a él mismo le pareció inverosímil su embuste, no sólo porque no sabía mentir, sino porque aun en el caso de que supiera hacerlo estaba seguro de que el médico era capaz de adivinarle el pensamiento como un temible quiromante que viera en las líneas de sus manos y en la mirada triste y cobarde de sus ojos todo su pasado y también todo su porvenir, su censurable afición a las postales sicalípticas de don Otto Zenner, el miedo y la desdicha que le deparaba siempre la proximidad de las mujeres, su amor insensato por la fotografía de una momia. «Pero siga contándome, don Mercurio», dijo, temiendo que el médico hubiera empezado a perder la memoria, «me decía usted no sé qué de una leyenda».

Le pareció que el médico tardaba en recordar, o que lo fingía, por desgana. Concluido el examen de la salud de Ramiro Retratista, don Mercurio volvió a encogerse al otro lado de la mesa, jorobado, diminuto, decrépito, con su batín de tela de cortina y aquel bonete como de caricatura de usurero, con los ojos fijos y brillantes bajo la línea hirsuta de las cejas, hundidos en la doble sombra de los cuévanos que ya muestran la forma indudable de la calavera: así lo fotografió Ramiro Retratista unos días o unas semanas después, convencido de que entre todas las caras de Mágina la suya era la única que merecía la inmortalidad de un retrato. Está sonriendo, con su cara de pájaro disecado echada hacia adelante y las dos manos unidas sobre un gran libro con las tapas de cuero negro, tal vez el mismo que Nadia y Manuel han encontrado en el baúl de Ramiro Retratista, pero tiene la boca un poco torcida como por una apoplejía, y en su mirada hay una fijeza de pavor. «Leyendas», dijo con desprecio, escupiendo la palabra con su pequeña lengua rosada, «novelas por entregas»: un conde viejo y misántropo que vivía en la Casa de las Torres tan aislado como en un castillo medieval, casado con una mujer mucho más joven que él, asistido perpetuamente en sus devociones por un capellán que casi era también su ayuda de cámara, tal vez un pariente suyo de una rama empobrecida a quien él le costeó los estudios eclesiásticos. «De modo que ya tiene usted el decorado y el reparto», dijo don Mercurio con sorna cavernosa, «salones de bóvedas, candelabros encendidos, portalones que crujen, el aristócrata feudal, la dama hermosa y encerrada, el capellán apuesto. Barítono, soprano y tenor, coro de criados viejos y fieles y de vecinas chismosas. La dama muy pálida asomándose como una aparición a la ventana más alta de la torre, el capellán tomando a solas con ella el chocolate cuando el marido tirano se encuentra inspeccionando sus posesiones rurales, baldías, por supuesto, hipotecadas hasta la veleta del último palomar. De pronto el capellán desaparece y no vuelve a saberse nada de él, dicen que era un sinvergüenza y que ha muerto en una riña de tahúres o que ha tenido que ocupar a la fuerza una parroquia en el arzobispado de Filipinas. Al poco tiempo, el viejo aristócrata y su esposa también salen para un viaje muy largo. Dicen que ella ha enfermado de tisis aguda y que el esposo ha malvendido su palacio y sus últimas fincas para pagarle la estancia en un sanatorio de los Alpes. Pero también dicen que no es seguro que fuese ella quien subió al coche de caballos con su marido, porque llevaba cubierta la cara con un velo negro, y hubo a quien le pareció menos alta, o más gorda de lo que recordaban, aunque casi nunca la habían visto. Y aquí termina la historia, amigo mío. No hay último acto, o se ha extraviado el último pliego del folletín. ¿Mató el conde Dávalos a su esposa joven y adúltera y al capellán que había hecho doblemente escarnio de sus votos y de la lealtad debida a su señor? ¿La emparedó en el sótano de la Casa de las Torres y compró el silencio de la criada que se puso su vestido y su capa de viaje y se cubrió la cara con un velo para hacerse pasar por ella? Amigo mío, novelas por entregas, barbas de estopa, mazmorras de cartón». La risa amarga de don Mercurio sonó como una tos muy seca: hundió la barbilla en el pecho, alzó luego los ojos despacio, mirando oblicua y fijamente a Ramiro Retratista, que había empezado a notar en él un olor a polvo tan rancio como el de la momia. Don Mercurio abrió el libro al azar y usó la lupa para leer en voz alta, siguiendo las líneas con un curvado dedo índice: «Como el que toma la sombra y persigue al viento es aquel que mira en sueños. La visión de los sueños es una cosa que se parece a otra, y como una semejanza de rostro delante de otro rostro. Del inmundo, ¿qué cosa saldrá limpia? Y del falso, ¿qué cosa verdadera?» «Pero no es un sueño, don Mercurio, esa mujer estaba allí, usted y yo la hemos visto, y ahora la han robado.» El médico no le respondió. Se lo quedó mirando, las dos manos unidas sobre las anchas hojas del libro, le sonrió con un aire fatigado de piedad o de burla, volvió a ponerse la lupa ante el ojo derecho y fue bajando el dedo índice a lo largo de la misma página donde había leído hasta encontrar lo que buscaba: «Yo muchas cosas he visto en mi peregrinación, y más cosas entiendo de las que puedo decir.»


Cuando llegaba el buen tiempo , en las tardes de abril, cuando flotaba el polen en el aire dorado y quieto de la plaza y los hombres traían del campo ramas recién florecidas de olivos cuyos brotes amarillos, de un amarillo más intenso y limpio que el de los jaramagos, eran examinados como el primer augurio de la cosecha futura, mi bisabuelo Pedro se sentaba a tomar el sol en el escalón, con su perro echado entre las piernas, y los dos presenciaban en un silencio impasible los juegos de los niños y el paso de los hombres y de los animales, el desfile diario de la gente nómada y desconocida que no pertenecía a nuestras calles ni tampoco a Mágina y declamaba sus pregones con acentos extraños, los afiladores gallegos que hacían sonar sus flautas mientras llevaban del manillar una bicicleta que plantaban luego en el suelo en posición invertida para girar la piedra de asperón con el impulso de la rueda, los traperos que pedían a gritos alpargates viejos y pieles de conejo, los hojalateros cetrinos que parecían recién chamuscados en un horno, en las calderas de Pedro Botero, los temibles carboneros de cara negra y brillantes ojos de africanos, los manchegos con blusas negras y romanas al hombro que llevaban quesos en sus blancos sacos de lona, y que llamaban siempre a casa de Bartolomé, porque era el único en toda la plaza que tenía dinero para comprarles sus quesos grandes y rudos como panes, los mendigos solitarios y huraños, los mendigos rezadores, los matrimonios viejos de mendigos que hacían sonar una escudilla de lata cantando al unísono las letanías de la Virgen del Pilar y la canción de Rocío, ay mi Rocío, manojito de claveles, los ciegos que recitaban romances de milagros y crímenes guiados por sus lazarillos, niños de cabeza pelada bajo la boina y chaquetas de adulto con los bolsillos desfondados y un brazal de luto en la manga, los vendedores de tiestos y cántaros con sus burros enjaezados de amarillo y de rojo, los arrieros blasfemos, los gitanos colchoneros y paragüeros, los que cambiaban garbanzos crudos por garbanzos tostados, los cabreros y vaqueros que bajaban con sus manadas al pilar de la muralla dejando a su paso un hedor de estiércol y una polvorienta sequedad de barbecho, los campesinos tan pobres que ni siquiera tenían una bestia y subían del campo doblados bajo una carga de leña o un saco de aceituna rebuscada en los olivares de otros, de hortaliza o de hierba.

Pero no es mi madre ahora, soy yo quien recuerda, quien enumera para Nadia y para mí mismo las figuras de ese tiempo sin fechas que su imaginación tiende a situar en otro siglo, no en la memoria y en la vida de alguien que tiene aproximadamente su misma edad y que se abraza estrechamente a ella para hablarle al oído en la fatigada oscuridad de una noche de amor mientras muy lejos, al otro lado del océano, en la cima de una larga colina que parece mucho más alta si se la mira desde la orilla del Guadalquivir, el sol lleva varias horas brillando sobre los tejados pardos y las torres color arena de Mágina, sobre las fachadas y las tapias blancas del barrio de San Lorenzo y la maleza y el musgo que coronan las bardas y los cobertizos de los corrales abandonados, como una escenografía intacta de la que desertaron hace tiempo los actores y el público dejando sin embargo en el aire el estremecimiento de sus voces, igual que cuando acaba de hacerse de noche y todavía queda en el silencio un rescoldo de los sonidos del día: la flauta monótona del afilador, las esquilas de las ovejas, el pregón agudo del hojalatero, los golpes en los llamadores de las casas, las voces de los niños que aún siguen jugando a la luz de las bombillas a pesar de que hace rato que sus madres los llamaron para que volvieran. Un viejo aparecía todas las tardes a la misma hora doblando la esquina de la Casa de las Torres y avanzaba encorvado hacia la calle del Pozo, porque vivía un poco más arriba, en la de los Hortelanos, y al llegar frente a mi bisabuelo soltaba el saco para tomar un respiro, se limpiaba el sudor y le decía: «Pedro, ya no quedamos más que tres y don Mercurio», y luego se echaba otra vez su carga a la espalda y seguía caminando a pasos breves y lentos, parecía que en cualquier momento iba a caer desfallecido bajo el peso liviano de su saco de hierba, porque era el hombre más viejo que mi madre había visto nunca, con las rodillas curvadas y temblorosas, con las manos moradas, con los ojos húmedos y los párpados tan caídos que mostraban el rojo crudo de los lacrimales, con una expresión de animal abandonado en las pupilas. Le preguntaba a su abuelo por qué aquel hombre le decía todas las tardes lo mismo, pero él no le contestaba, le sonreía y le acariciaba las mejillas y continuaba absorto en algo que ella no podía descubrir, en la contemplación de los tejados de la plaza o de las copas de los árboles o de las caras de los desconocidos que pasaban, siempre callado, pero no hostil hacia ella, mirándola rociar de agua el empedrado frente a la puerta de la casa y barrerlo luego con la misma desenvoltura de mujer adulta con que llevaba en brazos a sus hermanos menores o se arrodillaba con un trapo empapado en la mano para fregar las losas del portal: la miraba, se acuerda ella, con dolor y ternura, la vio crecer mientras él permanecía sentado inmutablemente junto al fuego o en su silla baja del corral o en el escalón de la puerta, y ella nunca pensaba que pudiera morir alguna vez, que se volviera con los años tan frágil y patético como aquel hombre que pasaba todas las tardes junto a su casa con un saco de hierba a la espalda y se detenía jadeando para decirle, unos meses después: «Pedro, ya no quedamos más que dos y don Mercurio.» Le preguntó a su madre, pero Leonor Expósito se encogió de hombros y le dijo que ella tampoco comprendía esas palabras, eran cosas de viejos: no le gustaba hablar de la juventud de su padre, tal vez porque sabía muy poco de ella, pero sobre todo por la vergüenza de acordarse de que no tenía apellidos legítimos, recién nacido lo abandonaron en la inclusa, y le pusieron Pedro por el día en que fue recogido por las monjas y Expósito Expósito como una doble injuria de la que era inocente pero que iría con él, adherida a su nombre, hasta que se muriera, y que ella, mi abuela, transmitiría a sus hijos en el segundo apellido, una mancha que no puede borrarse, le decía teatralmente mi abuelo Manuel cuando quería herirla, cuando llegaba bebido de la taberna y la golpeaba y buscaba a sus hijos por las habitaciones azotando las paredes y los muebles con la hebilla de su cinturón, grande y brutal, desconocido, tan amenazador como los gigantes de los cuentos, sentía mi madre, oyendo sus pasos que hacían temblar las escaleras y las baldosas de los dormitorios mientras se quedaba escondida y sin respiración bajo una cama o bajo las faldillas de una mesa, tapándose los oídos con las manos y apretando los dientes para no escuchar los gritos, los correazos y el llanto, o junto a su abuelo Pedro, cobijada entre sus piernas igual que su perro sin nombre.

Creció así, sometida por el miedo, alimentada por él, temiendo siempre la inminencia de la desgracia y el castigo, conmovida por las canciones de la radio y por las fotografías de galanes en blanco y negro que veía al pasar en las carteleras de los cines, pues hasta mucho tiempo más tarde, cuando tuvo novio formal, no pudo ver ninguna película, y aun entonces sus padres la obligaban a ir escoltada por sus hermanos menores, que la llamaban a gritos desde el gallinero y les tiraban a ella y a su novio, mi padre, cañamones y cáscaras de pipas, y los seguían por la calle Nueva cuando se paseaban, sin tomarse nunca del brazo, casi sin dirigirse la palabra, rígidos con sus ropas de domingo, callados y torpes, inhábiles para decirse las palabras que decían los hombres y las mujeres en las películas y en las novelas de la radio, las que él mismo le escribía en sus cartas de amor cuando la estaba pretendiendo. Tenía ya dieciséis o diecisiete años y el miedo infantil se había trasvasado intacto a las incertidumbres de la adolescencia, el miedo y también el sentimiento de no merecer nada y de vivir para siempre en una perpetua postergación en virtud de la cual le estaban prohibidos los deseos y los modestos privilegios que pertenecían a las otras muchachas, las mismas a las que había visto jugar en la plaza de San Lorenzo tras los visillos de las ventanas o desde la puerta entornada de su casa y que ahora salían los domingos con zapatos de tacón y con los labios pintados y no enrojecían bajando la cabeza cuando un hombre las miraba. Se levantaba antes de amanecer, traía del último corral una brazada de palos para encender la lumbre, temblaba de miedo cuando oía en las escaleras los pasos y la tos de su padre, le preparaba la fiambrera con su comida para el campo, les calentaba la leche a sus hermanos, medio dormidos todavía, obedeciendo al padre con un terror silencioso, resignados a no ir a la escuela y a trabajar hasta la noche con una furia desesperada de adultos, sacando el estiércol de la cuadra, aparejando a los mulos, cargando en ellos las azadas o las varas, ya vestidos para siempre de hombres, con chaquetas viejas y boinas y pantalones de pana. Sacaba agua del pozo, preparaba los cántaros para ir a la fuente antes de que se llenara de mujeres, ponía frente al fuego la silla donde un poco después se sentaría su abuelo, que se levantaba un poco más tarde para no encontrarse con su yerno, y cuando Pedro Expósito bajaba ya le tenía preparado un tazón de leche caliente y un gran pedazo de pan que él compartía con su perro, ofreciéndoselo desmigado en la palma de la mano, sentados los dos al calor de la lumbre, indescifrables y viejos, mirándola moverse sin tregua para fregar los platos sucios o barrer la cocina, para traer otra brazada de leña a la lumbre, muy frágil, la imagino, con su pelo ondulado y su cara redonda, como en las fotografías, frágil y enérgica, debilitada por el hábito del hambre y la crueldad del trabajo, con esa gravedad excesiva que hubo en todos ellos desde el final de la infancia, con alpargatas de lona, con un mandil de su madre atado a la cintura, haciendo las camas demasiado altas para ella y limpiando el polvo y vaciando los orinales, levantando luego a sus hermanos más pequeños, lavándoles las caras y vistiéndolos para ir a la escuela mientras mi abuela Leonor tejía con velocidad incesante esteras de esparto en el portal y mi bisabuelo se quedaba mirando las ascuas de la lumbre como si viera en ellas la extensión infinita de su vida, las catástrofes y los resplandores, la oscuridad de su origen y de las penalidades que pasó en la guerra de Cuba.

Pero él nunca hablaba de eso, y cuando pienso en todas las voces que han modelado mi imaginación noto entre ellas la ausencia de la suya y no soy capaz de intuir cómo sonaba, lenta, supongo, muy suave, dice mi madre, hablaba tan bajo que era muy difícil entenderlo, con el mismo sigilo con que se movía o se quedaba tan quieto durante muchas horas que era posible olvidar que aún estaba allí, sentado en el escalón de la puerta, con las manos enlazadas sobre las rodillas, con una brizna de paja o de hierba entre los labios, y esa mirada lejana que se ve en la foto de Ramiro Retratista y que oculta su memoria tan definitivamente como mientras vivía la ocultó su silencio: dormitorios lóbregos en un orfelinato, amaneceres de desconsuelo infantil, agua fría en la cara, manos frías de monjas y rumores de tocas, hace más de un siglo, en un tiempo sin huellas que sin embargo extiende sus hilos desde la oscuridad para llegar a mí y es una parte en la urdimbre de mi vida, el hombre y la mujer que lo adoptaron cuando tenía cinco o seis años y a los que llamó siempre sus padres, incluso cuando alguien vino a decirle que si quería conocer a su verdadera familia heredaría mucho dinero y no tendría que seguir trabajando a jornal en el campo: imagino la expresión de su cara y el modo en que miraron sus ojos al emisario, primero sin responder nada, sin creer del todo lo que estaba escuchando, luego ladearía un poco la cabeza, miraría al suelo, con un gesto tal vez parecido al que tiene en la única foto que le hicieron en su vida, y diría muy suavemente: «A mi familia ya la conozco. Los que me abandonaron no son nada mío.»

Le digo esas palabras a Nadia y mi voz es una resonancia de la voz nunca escuchada de mi bisabuelo Pedro y de la de mi madre, que tal vez las había aprendido de la suya, o de mi abuelo Manuel, tan aficionado a las frases sonoras. Igual que cuando estoy en una cabina de traducción, mi voz es un eco y una sombra de otras que me hablan al oído: pero ésta, tan remota, no se pierde ni se deshace en el vacío y en la confusión de las palabras, perdura entre ellas con un brillo de metal, con el calor de un ascua todavía ardiendo bajo las cenizas. Eso queda de la vida entera de un hombre, su cara en una foto que él no hubiera permitido que le hicieran y unas pocas palabras dichas en voz baja que decidieron irrevocablemente su porvenir. No sólo eso: también la silenciosa bondad y el tranquilo coraje, el modo en que se quedaba mirando a su nieta y la llamaba con un gesto de la mano y le acariciaba el pelo y la cara, y una fiera determinación de callar cuando se abatió sobre él el doble cataclismo de la vejez y de la guerra. En la casa de al lado, la del rincón, donde vivió el ciego González, había vivido siempre el único amigo de mi bisabuelo Pedro, que combatió en Cuba junto a él y fue fusilado sin explicación a los pocos días de que entraran en Mágina las tropas, cuando mi abuelo Manuel ya estaba preso. En los demorados atardeceres de abril y de mayo, cuando dejaban de oírse los chillidos de las golondrinas y los vencejos cruzaban como aviadores suicidas entre las gárgolas de la Casa de las Torres, el viejo que venía del campo con su saco de hierba se paraba junto a mi bisabuelo y se limpiaba la frente con un pañuelo sucio antes de decirle: «Pedro, ya sólo quedamos dos y don Mercurio.» Una tarde, cuando ya tenía diecisiete años, mi madre logró entender por fin el significado de esas palabras monótonas, viendo aparecer al viejo en la esquina de la plaza al mismo tiempo que escuchaba el toque de difuntos en las campanas de Santa María. El hombre dejó el saco en el suelo, más fatigado y con los ojos más enrojecidos que nunca, hizo un gesto en la dirección de donde venían las campanadas y dijo: «Pedro, doblan por don Mercurio. Ya no quedamos más que tú y yo. Te acuerdas, si no llega a ser por él nos come la fiebre en aquellos pantanos»: aquel hombre dedicaba los últimos años de su vida a llevar la cuenta de los supervivientes de la guerra de Cuba que iban muriéndose en Mágina, y tal vez cuando supo que don Mercurio, que los había asistido en un hospital de La Habana, acababa de morir, miró a mi bisabuelo Pedro con una insoportable sensación de soledad, porque ya eran dos extraños en el mundo de los vivos y la próxima vez que llegara la muerte para reanudar el exterminio de la quinta del noventa y cuatro tendría que elegir a uno de los dos.

Dice mi madre que una tarde aquel hombre no apareció: desde que comprendió el vínculo que lo unía a la vida de su abuelo ella empezó a espiar en secreto su llegada, temiendo no verlo, y si estaba en las habitaciones altas de la casa se asomaba de vez en cuando a uno de los balcones en busca de su figura encorvada, o bajaba al portal y con cualquier pretexto permanecía cerca de su abuelo mientras el sol aún brillaba en las veletas de la Casa de las Torres y envolvía a las gárgolas en una luz rojiza, y al principio, los primeros días de su desaparición, quiso pensar que aquel hombre tal vez habría variado su camino, o que estaba enfermo, y más de una tarde, en la distancia y en la claridad confusa, lo confundió con otro, pero aunque ni ella ni su abuelo se dijeron nada un día se cruzaron sus ojos cuando él se levantó del escalón y entró despacio en el portal oscurecido y los dos supieron lo que estaban pensando, y desde entonces Pedro Expósito no volvió a salirse a la puerta para tomar el sol y casi dejó de hablar hasta con su perro. Fue entonces cuando mi madre empezó poco a poco a aceptar con lucidez y cobardía la posibilidad inconcebible de que su abuelo no tardaría mucho en morir, que desaparecería imperceptiblemente del mundo, del escalón donde se sentaba, del corral, de su silla de anea junto al fuego, igual que ese hombre había desaparecido sin rastro de una cierta hora de la tarde y de una esquina de la plaza de San Lorenzo. Y notaba con remordimiento que ya había empezado a alejarse de él por una ley despiadada que separa sin remedio a los vivos de los muertos igual que a los enfermos de los sanos y traza entre ellos una frontera invisible que ni el amor ni la compasión ni la culpa pueden quebrantar. Él la miraba ya desde el otro lado de ese límite, con una pudorosa expresión de piedad y renuncia, imaginando tal vez como recuerdo doloroso y futuro el rápido final de su adolescencia y su ingreso en la vida definitivamente cruel de las mujeres y los hombres adultos: adivinaba mirándola su timidez y su terror, el disgusto que le producía verse en los espejos, su incapacidad de no sufrir y de atreverse a desear lo que hubiera merecido. Habría querido protegerla como cuando era una niña y se cobijada entre sus rodillas, pero tampoco había sabido o podido proteger a su hija Leonor, y había padecido como una lenta humillación el desgaste de su belleza y de su juventud, aniquiladas por los partos continuos, el trabajo sin recompensa ni alivio y la brutalidad y la sinrazón de mi abuelo Manuel, a quien una vez le dijo: «Estás matando a mi hija con cuchillo de palo.» Ahora miraba a su nieta y veía repetirse en ella la cara predestinada de una víctima, pero estaba tan fatigado ya de la monotonía del dolor que sólo deseaba perentoriamente morir.

Cuando mi padre llegara de visita las primeras veces lo examinaría en silencio como a un probable enemigo: un muchacho muy serio, que la había rondado preceptivamente durante varios meses sin dirigirle la palabra, que se había detenido todas las noches debajo de su balcón y le enviaba cartas copiadas sin duda del mismo manual de donde las había copiado treinta años antes mi abuelo, no por falsedad ni por amor a la literatura sino porque era eso exactamente lo que había que hacer. Cuándo se conocieron, cuándo detuvo él por primera vez sus ojos en ella, por qué la eligió: grupos de muchachas tomadas del brazo paseando por el Real y por la calle Nueva las tardes de domingo, yendo con velos blancos a la misa de Santa María, volviendo a casa antes de que se hiciera de noche, desalentadas, con los pies doloridos por los zapatos de tacón, cubriéndose la boca con la mano cuando se reían. Para ella, que no salía casi nunca, subir a la plaza del General Orduña y a la calle Nueva sería como visitar otro mundo más parecido al cine que a la realidad, un vértigo de aventura y de promesas relucientes y amargas que no iban a cumplirse. La melena rizada, con la raya a la izquierda, un lazo o una flor de trapo en el pelo, la sonrisa insegura de quien aprieta los labios para que no se le vean los dientes, esa cara a la que dicen que se parece tanto la mía. Nadia mira la foto y sonríe al compararla en silencio conmigo. Las cejas, dice, la barbilla, los ojos, la negrura del pelo. Le gusta reconocer los rasgos que ama en alguien que no soy yo: igual que la memoria y que las palabras que decimos, tampoco nuestras caras nos pertenecen del todo. Lo entiendo ahora, cuando veo la mirada y los pómulos de Nadia en una foto de su padre, cuando reconozco una sombra o un rastro de su identidad en esas fotos de su hijo que hay repartidas con un cierto aire engañoso de azar por las habitaciones de la casa.

Pero estoy seguro de que ella nunca había pensado que un hombre pudiera elegirla: el amor era algo que les ocurría a otras mujeres, a las primeras muchachas de la vecindad que encontraron novio y dejaron de salir para siempre con sus amigas, a las mujeres de las canciones y de las novelas de la radio cuyos nombres decía el locutor en los programas de discos dedicados, el día de San Valentín. Postales con corazones atravesados por flechas y nubes de color rosa donde se tendían como en un colchón amorcillos que guiñaban un ojo, rimas en cursiva, galanes de pelo planchado y bigote de pincel que se arrodillaban ante señoritas como de otro siglo en pérgolas muy parecidas a las que se veían en los jardines pintados de Ramiro Retratista. Conversaciones en voz baja y risas sofocadas durante las clases de costura, en la cola de la fuente o en las cuadrillas de aceituneras, miedo y vergüenza y deseo humillado en la amenazadora penumbra de los confesonarios, junto a una celosía donde murmura penitencias una voz que no parece del todo masculina. Por la noche, antes de acostarse, cuando ya estaban apagadas todas las luces de la casa y sólo se oía el rumor de los animales en la cuadra, se acercaba temblando al balcón de su dormitorio y entreabría cautelosamente un postigo para ver aquella silueta inmóvil en la plaza, su sombra diagonal bajo la luz de la bombilla de la esquina, la lumbre del cigarro. Había escuchado sus pasos cuando bajaba por la calle del Pozo, había sabido con una temerosa incredulidad que era él, lo conocía de vista, era hijo de un hortelano y vivía cerca de allí, en la calle Chirinos, cerca y lejos a la vez, porque era más allá del Altozano, y esa plaza, tan grande y tan sombría de noche, tan batida por el viento durante los temporales, era como una tierra de nadie que separaba los dos barrios contiguos, el de San Lorenzo y el de la Fuente de las Risas, como si aún perdurara intacta la franja de la muralla medieval en la que hasta hace siglo y medio se abría la puerta gótica de la calle del Pozo. Se llamaba Francisco, lo conocía porque era amigo de su hermano mayor, mi tío Nicolás, algunos domingos los había visto juntos por la calle Nueva, iban siempre con otro un poco más pequeño que ellos, el primo Rafael, que fue el último de los tres en peinarse con el pelo hacia atrás y en usar pantalón largo. He reconocido sin vacilación a mi padre en una foto del archivo de Ramiro Retratista que nunca vi en mi casa, y al encontrar entre tantas caras en blanco y negro de muertos y desconocidos de Mágina sus rasgos tan próximos todavía a la infancia y sin embargo tan inalterablemente destinados a trazar su cara de adulto he sentido la misma íntima certeza de que entre todos los hombres sólo él era mi padre que cuando lo veía de niño conversando con otros o atendiendo a una nube de parroquianas locuaces en su puesto del mercado, alto y joven, con el pelo ya blanco, con una desconcertante jovialidad que no manifestaba casi nunca a los suyos, con una chaqueta blanca que a mí me parecía más limpia que la de todos los demás vendedores, de un blanco que brillaba con la misma blancura recién lavada de los tallos de las acelgas dispuestas sobre el mostrador de mármol.

Están sentados los tres en la moto con sidecar de Ramiro Retratista, seguramente una tarde de la feria, a principios de octubre, mi padre y su primo Rafael y mi tío Nicolás, mi tío en el sillín, fingiendo que conduce, y mi padre y su primo en el sidecar de dos plazas, de espaldas a un paisaje alpino pintado minuciosamente sobre un lienzo de lona por don Otto Zenner. Con las gafas de aviador en la frente y la mandíbula adelantada y ansiosa mi tío Nicolás se inclina sobre el manillar como si de verdad corriera contra el viento, y sus ojos tienen una expresión asustada y fanática. Mi padre y su primo Rafael se aferran a los pasamanos cromados del sidecar como sacudidos por el ímpetu de la carrera, parece que no pueden quedarse quietos ni contener la risa, agárrate, primo, diría Rafael, que vienen curvas, no corras tanto, Nicolás, que nos matamos, y Ramiro Retratista, humillado fotógrafo callejero por necesidad, tendría que sacar la cabeza de la cortinilla y pedirle al ayudante sordomudo que no disparase todavía el flash, desalentado, reprimiendo la ira, que os estéis quietos, hombre, que va a salir movida, eso le pasaba por rebajarse a hacerle fotos a aquella chusma de la feria en lugar de quedarse en el estudio a esperar la visita de gente principal, damas de cuello largo y caballeros de bigote retorcido y chaleco con reloj que habían posado veinte años atrás ante don Otto con la misma dignidad inmóvil con que posarían para un retrato al óleo, no esos zangalitrones de pelo crespo y aceitoso y manos ásperas que olían a estiércol y a sudor y se le reían en la cara, Ramiro, que te miro, decía el primo Rafael, sacando la cabeza y ocultándola en seguida tras el hombro de su primo. De los tres él es quien tiene más cara de niño, peinado con raya todavía, y no con el pelo aplastado hacia atrás, el único que ríe abiertamente y no exhibe un cigarrillo en la mano izquierda – llevarlo en la derecha era costumbre de mujeres y de maricones- con un inseguro ademán de jactancia: le bastaba la felicidad de haberse puesto un pantalón largo y de haber ido a la feria con su primo Francisco, hacia quien sentía esa lealtad apasionada y devota que surge con la adolescencia y se extingue casi al mismo tiempo que ella, y estaba tan contento que ni se acordaba de su padre, el tío Rafael, quien por culpa de una cadena de azares desgraciados llevaba diez años en el servicio militar, pues iba a licenciarse cuando empezó la guerra, combatió en ella en primera línea y al terminar lo alistaron los franquistas otra vez de recluta, ya que la mili con los rojos no valía, con lo orgulloso que él estaba de haber servido a las órdenes del comandante Galaz. «Rafael», le decían los bromistas canallas a su hijo, «¿dónde está tu padre?», y él contestaba: «en el Servicio», previendo resignadamente las carcajadas que vendrían a continuación: «Pues ya que se espere un poco y os licenciáis juntos.»

En la foto mi padre tiene el pelo ondulado y muy corto y sonríe igual que ahora, con la misma reserva de solitario y emboscado: cumpliría muy pronto catorce o quince años y aún no sabía que iba a enamorarse de la hermana de su amigo Nicolás, y su piel ya era casi tan oscura y sus manos tan fuertes como las de sus mayores, pues desde que tuvo diez años había trabajado en las huertas a la par de los hombres, y el orgullo se le nota en la cara, una confianza tranquila en sí mismo, una precoz severidad que el rancio traje de adulto y la sonrisa acentúan y que tal vez no procede de su envaramiento ante la cámara. Tenía prisa por crecer cuanto antes, por buscarse una novia y ahorrar lo suficiente para comprar una vaca y luego un caballo y una huerta que tuviera mucha agua y fuera sólo suya, no como la de su padre, que era arrendada. Lo miro y comprendo que ya entonces lo acuciaba el deseo que tan en vano quiso transmitirme muchos años después, convertirse en un hombre disciplinado y respetable y trabajar para sí mismo, comprar vacas y olivos y tener un hijo varón que le ayudara siempre: pero en la pensativa ambición que noto en su cara de adolescente no hay rastro de desmesura o de soberbia, sólo una certidumbre innata de su voluntad, que no distinguía lo deseable de lo necesario ni albergaba sueños que el tiempo y la constancia no pudieran cumplir.

Porque la infancia había terminado tan prematuramente para ellos que luego casi no recordaban haberla conocido: fueron apartados de la escuela por la llegada de la guerra y un día descubrieron que faltaba el padre en la casa y que para sobrevivir tenían que abandonar los juegos en la calle igual que unos meses atrás habían abandonado las aulas y aprender la disciplina de un trabajo que les rompía los huesos y les desollaba las manos con el trato de las sogas y de las azadas y les aplastaba los hombros bajo las cargas de leña o de estiércol o de aceituna que los hombres ausentes ya no podían levantar. Crecieron en la incertidumbre de la guerra y en la penuria del racionamiento y se aclimataron a ellas como si fueran los atributos naturales de la vida, se hicieron fuertes y tenaces antes de que se les endurecieran los huesos, se les quemó la piel cuando aún no habían empezado a afeitarse, adquirieron una coriácea gravedad que muy pronto les hizo parecer mayores de lo que eran y que ya nunca perderían, y sólo muchos años después, cuando han notado que envejecen antes de tiempo, descubren que no en su memoria, sino en el dolor de las rodillas y en la desconcertante fragilidad de sus vértebras, ha perdurado la injuria de una temprana expulsión de la que ni siquiera se quejaron cuando la sufrían, aletargados en el fatalismo y en la irrealidad de la infancia, como cuando los despertaban antes del amanecer para que fueran al campo y bajaban medio dormidos por los caminos de las huertas llevando al hombro una hoz o una azada que apenas sabían manejar.

Quiero imaginarme los días de su pubertad y saber qué sintió las primeras veces que miraba a mi madre y comprendo que es una tarea imposible, que no sólo me la vedan el desconocimiento y el anacronismo, sino también el pudor. Casi nunca hemos tenido una conversación verdadera: casi nunca me ha hablado de sí mismo. Cuando yo era niño me señalaba la cicatriz de una sangría que tiene en el cogote y me contaba que se la había hecho el alfanje de un moro en las guerras de África. Sé de él lo que he visto en sus fotografías, casi lo mismo que puede saber Nadia mirándolas. Ese aire de orgullo, soledad y decencia, esa manera de inclinarse con solicitud y ceremonia hacia mi madre en una de sus fotos de bodas. Casi diez años más joven de lo que yo soy ahora mismo, hermético y seguro, con un presentimiento de frialdad en su mirada y en sus labios. Se inclina hacia ella y le sonríe porque Ramiro Retratista le ha dicho que lo haga. Soy incapaz de imaginarlo vencido por una pasión que no sea la de su soledad y la de su trabajo, necesitando a alguien o echándolo de menos, desvelado por el recuerdo de una mujer, acariciando a mi madre y diciéndole una palabra de ternura en aquella habitación donde se mudaron al casarse y donde yo nací, el cuarto de la viga, tan cerca del cuartel que medían las horas según los toques de corneta. Lo que me desconcierta no es saber tan pocas cosas sobre él: es la certeza de que mi ignorancia es de antemano tan irremediable como si ya estuviera muerto. Pero podría marcar un número de teléfono y preguntarle, y sé que no seré capaz de hacerlo ni cuando esté frente a él y nos hayamos quedado solos en la mesa del comedor, solos y callados, mirando la televisión mientras mi madre, en la cocina, friega los platos y me prepara un café. Una vez, por la radio, me oyó traducir un discurso de no sé qué jerifalte extranjero. Oye la radio siempre, tiene un transistor que lleva consigo al campo y que guarda bajo la almohada cuando se acuesta, y lo primero que hace al levantarse, a esas horas inhumanas a las que se levanta para ir al mercado, es encender la radio en la cocina y oír las noticias mientras se prepara un café y disfruta del silencio de la casa donde todos duermen todavía. Aquella vez me dijo: «Nunca te había oído hablar tanto rato seguido.»

Tampoco él sabe casi nada de mí: qué pensaría si viera a Nadia, cómo hablaría con ella, levantaría mucho la voz, porque es extranjera, está convencido que con los extranjeros y por teléfono hay que hablar muy alto para que lo entiendan a uno. Cuando tenía once años, después del final de la guerra, sembraba yerbabuena junto a las acequias de la huerta para vendérsela luego a los moros de las tropas de ocupación, que la usaban para perfumar el té. Ahorraba una parte de su mínimo beneficio con la intención de comprarse alguna vez una vaca y gastaba el resto en cigarrillos de matalahúva y en entradas de gallinero para las actuaciones de las compañías de revista, que llegaban a Mágina en la feria de octubre y en las semanas siguientes al final de la aceituna, cuando había dinero en la ciudad y los hombres no estaban tan cansados que se caían de sueño después de la cena. Lo imagino subiendo a toda prisa de la huerta las tardes de domingo, igual que yo mismo muchos años después, impaciente por lavarse a manotazos de agua fría en la palangana de la cocina y vestirse con su traje de adulto y peinarse con brillantina frente a un trozo de espejo, subiendo luego con sus amigos, mi tío Nicolás y su primo Rafael, en dirección a la plaza del General Orduña, haciendo sonar jactanciosamente en los bolsillos algunas monedas, mirando las piernas de las muchachas y oliendo el rastro de perfumes intensos y vulgares que dejaban como una promesa en el aire al pasar junto a ellos. Lo veo salir de su casa de noche, después de descargar la hortaliza en el mercado, seguro al fin de su hombría, recién afeitado tal vez, deteniéndose en la esquina del Altozano para encender un cigarrillo, menos nervioso que resuelto, encaminándose hacia la calle del Pozo con las manos en los bolsillos del pantalón, el cigarro en un ángulo de la boca y los lentos andares masculinos de los hombres del campo, con las piernas un poco arqueadas, bajando hacia la plaza de San Lorenzo no para hablarle a mi madre ni para llamar a su casa, a donde sólo entrará al cabo de dos o tres años, sino nada más que para hacerle saber, a ella y a los suyos y a las vigilantes vecinas, que la ha elegido y que seguirá viniendo cada noche hasta que ella conteste a una de sus cartas, hasta que acceda a cruzar unas palabras con él cuando se encuentren en la calle Nueva un domingo, o en el claustro de Santa María, al salir de misa, sin mirarlo a los ojos, desde luego, sin contestarle nada al principio, procurando no enrojecer, haciendo como que no lo ha visto: él repite cada noche el mismo camino y ella espera oír sus pasos y no deja encendida la luz de su dormitorio para que él no vea su silueta inmóvil tras las cortinas, y los dos saben que han aceptado y emprendido el cumplimiento de un ritual en el que ni la voluntad ni los sentimientos intervienen demasiado al principio, un juego estricto, previsible, atravesado de incertidumbre, de paciencia y también de dolor, de una formalidad tan rancia como la de las cartas que él ha de escribirle y que ella tardará varios meses en contestar, insegura, inclinándose sobre la hoja rayada de papel como un niño en el pupitre de la escuela, apenas sabe escribir porque las clases se interrumpieron al principio de la guerra y cuando ésta terminó ya era demasiado tarde para reanudarlas: usan los dos al escribirse palabras que no entienden y que no pertenecen al mundo en el que viven, polvorientos arrebatos de un romanticismo abolido hace un siglo, estimada srta., ruego encarecidamente a Vd. se sirva otorgarme el favor de una conversación amistosa en la que la pondré al tanto de la honradez de mis sentimientos hacia Vd., que tanto arraigo han encontrado en el fondo de mi corazón. Alguna noche dejaría encendida como una seña la luz del dormitorio, y una o dos semanas después lo esperaría tras la reja de una ventana de la planta baja, y después de la primera conversación, desesperadamente entorpecida por la severidad y el silencio, seguirían hablándose durante meses sin que él se atreviera a rozarle las manos asidas a los barrotes, y luego haría un ademán de tomárselas y ella las retiraría como temiendo quemarse, y los dos fingían que estaban encontrándose a escondidas de todos, y si mi abuelo Manuel llegaba a la plaza a esa hora de la noche él se retiraba rápidamente y mi madre cerraba los postigos, quién era, le preguntaba amenazante, con quién hablabas, con nadie.

Luego, con la misma apariencia de casualidad con que habían empezado a hablarse en la ventana, él llegaba una noche y la encontraba medio asomada al quicio de la puerta, con los brazos cruzados sujetando las mangas de la rebeca echadas sobre los hombros y los pies juntos en el escalón, y desde entonces era allí donde hablaban, noche tras noche, sin que se cerrara del todo la puerta, para que desde el interior pudieran vigilarlos, conversaciones murmuradas y monótonas, tentativas de caricias, silenciosos rechazos, los hermanos menores vigilando desde los balcones o desde el interior del portal y mi abuelo llamándola cuando miraba con un gesto reflexivo el reloj de pared y consideraba que ya estaba haciéndose tarde: un día, puede que al cabo de dos o tres años, él se ponía corbata y se afeitaba más cuidadosamente y solicitaba el privilegio de entrar en la casa. No me cuesta nada imaginarlo, tan serio, sin sonreírle a ella, sentado en la mesa camilla, rehuyendo las miradas inquisitivas de mis abuelos y de mi bisabuelo Pedro y esperando las preguntas rituales, qué intenciones llevaba, de qué medios disponía para casarse con ella. Con el tiempo se fue quedando hasta más tarde, y es posible que alguna vez sus rodillas o sus manos buscaran las de mi madre bajo las faldillas de la mesa, y que escuchara el folletín que mi abuelo leía después de cenar y conversara con él sobre la cosecha de aceituna o sobre la lluvia: ése era el modo en que habían sucedido siempre las cosas, con la lentitud impersonal y la asfixiante etiqueta de una ceremonia, y ni a él ni a ella se les pasaba por la imaginación ninguna otra posibilidad, igual que la siega no podía ocurrir más que en verano y la vendimia en septiembre y la aceituna en invierno, sin que fuera posible alterar el orden de las cosechas o acelerar su llegada. Seis o siete años después del primer encuentro en la ventana de la planta baja, cuando todos sus gestos y todas sus palabras ya habían adquirido una pesadumbre de tedio conyugal y cada uno seguía siendo tan desconocido para el otro como la primera vez que se vieron, se fijaba el día de ir a confesar y el día de la boda y a ella la ganaba de antemano, supongo, un sentimiento confuso de decepción y de pavor. Su madre y ella se quedaban hasta después de medianoche bordando las mantelerías de la dote, preparando las sábanas y las toallas y la ropa blanca con sus iniciales. Él le dijo que después de casarse tendrían que vivir algún tiempo en una habitación alquilada: seguiría trabajando en la huerta de su padre, conseguiría un puesto en el mercado, compraría una vaca de leche con el dinero que había ido guardando desde que les vendía manojos de hierbabuena a los moros por unos pocos céntimos. Sus padres les compraron muebles ceremoniosos y oscuros que probablemente nunca iban a usar y que no les cabían en la habitación, un crucifijo grande, una santa cena en relieve con marco de caoba, dos pequeñas pilas de agua bendita para colgarlas a los lados de la cama nupcial, copiosas vajillas que permanecerían siempre guardadas en el aparador, un juego de café cuyas tazas fueron rompiéndose sin que las emplearan nunca, cuchillos y cucharas y tenedores con baño de plata y con sus iniciales grabadas que perderían rápidamente el falso lustre de su brillo. Días antes de la boda todas las piezas de la dote se exhibieron en la habitación más amplia de la casa y todas las vecinas de la calle del Pozo y de la plaza de San Lorenzo entraban a admirarlas y felicitaban a mi madre. Frente a un prisma cóncavo de espejos, en casa de la modista, se probaba el vestido de novia mirándose a sí misma de soslayo con recelo y vergüenza, igual que mira en las fotografías nupciales que le hizo Ramiro Retratista en su estudio, delante de un jardín francés torpemente pintado, con estatuas blancas y setos de arrayán, bajo un cielo en blanco y negro de atardecer literario.

Acaso intuyó, en sus últimas noches de insomnio en casa de sus padres, que una vez más iba a ser estafada, y no supo por qué ni imaginó que su vida habría podido ser de otro modo: se iría a vivir al otro lado de la ciudad, casi del mundo que ella conocía, más allá del Altozano, de la Fuente de las Risas, de las calles donde había pasado la infancia. Al lugar donde iba a mudarse, cerca del cuartel y de la fundición, le llamaban en Mágina el Lejío: pensaba que allí no conocía a nadie, que anochecería antes y que el viento soplaba con más ímpetu que en los callejones empedrados de San Lorenzo. Tuvo una nostalgia intolerable y prematura de su madre, de sus hermanos pequeños, de su abuelo y del perro sin nombre, y se juró que iría a verlos sin falta todos los días, que no iba a permitir que se volvieran extraños para ella. Llevaba casada menos de un mes cuando una noche oyó pasos que subían por la escalera del cuarto de la viga y luego golpes en la puerta y la voz de su hermano Luis que la llamaba. Su abuelo Pedro acababa de morir. Murió después de cenar, sentado todavía a la mesa, inclinó la cara sobre el pecho como si fuera a dormirse y se desplomó despacio hacia un lado, con la boca abierta, respirando muy fuerte durante unos segundos. No habrían notado que estaba muerto si el perro no hubiera roto escandalosamente a ladrar, alzando sus patas delanteras hasta tocarle la cara, como si quisiera despertarlo, escondiéndose luego entre sus piernas mientras emitía un gemido que siguió repitiéndose hasta que unos días más tarde el perro también murió, no en la casa, sino en el cementerio, ovillado sobre la tumba de mi bisabuelo Pedro Expósito.


Una emoción inaccesible en el fondo del tiempo y estremeciendo a la vez el instante mismo que ahora vive con ella: eso quiere contarle, no recuerdos ni palabras sino unas pocas imágenes que ahora vuelven a él con un delicado poderío, sin mediación de su voluntad, sin que las traiga la nostalgia, a la que se ha vuelto inmune, emanadas de su ternura hacia Nadia, como resonancias de nombres y prolongaciones de caricias en dirección al pasado, aunque tampoco le gusta esa palabra, le parece inexacta, probablemente mentirosa, no puede ser pasado lo que está viviendo ahora mismo en él, es el mismo presente que nota latir con una apaciguada suavidad en el pulso de Nadia, cuando la abraza por la espalda y toma entre las dos manos sus pechos, mi amado es para mí un manojico de mirra que reposará entre mis tetas, lee ella en la Biblia que perteneció a don Mercurio, cuando desliza los dedos hacia el interior de sus muslos y ese latido íntimo que perciben las yemas humedecidas sube como una tenue descarga eléctrica hasta su corazón y se acompasa a él y les aviva otra vez el deseo, cuando le acaricia las rodillas y se las besa y desciende para tocar sus pies y besárselos y vuelve a encontrar el latido bajo la piel tensa del tobillo, cuán hermosos son tus pies en los calzados, oh hija de príncipe, dice, ella o él, se les olvida o no distinguen de quién de los dos son las sensaciones, las palabras, las manos, el abrazo que los enreda cuando se curvan y se extienden el uno sobre el otro, hilos de seda envolviéndolos y brillando en un contraluz de mañana instantánea y a la vez remota, los hilos amarillos que tejían los gusanos de seda cuando empezaban a delimitar casi invisiblemente todavía su capullo, las hojas húmedas de las moreras, le cuenta Manuel, envueltas en un trapo mojado para que se mantuvieran lozanas, recogidas al pie de los grandes árboles que había en las calles próximas al cuartel: él era un niño cobarde y no los escalaba hasta llegar a la copa, él y su amigo Félix se quedaban mirando a los niños mayores y audaces que trepaban como simios y que alcanzaban las ramas donde habían brotado las hojas más tiernas. Ellos, Félix y él, recogían del suelo las que habían desperdiciado los otros, las alisaban una sobre otra como si fueran las estampas de una colección, verde oscuro y brillante, un verde húmedo con olor a savia y a jugo de mora machacada, tenían los gusanos de seda en cajas de zapatos que forraban por dentro con hojas de morera.

Nadia sonríe, se incorpora, impaciente, espera, dice, yo me acuerdo de eso, le aprieta la mano, él ve su espalda desnuda, su melena despeinada sobre los hombros, la piel de ese color canela que es como un rescoldo de soles bajo los que nunca vivió, y entonces recobra una sensación casi violenta y perdida, un olor que no se parece a ningún otro, el de los gusanos de seda, más vívido porque nunca hasta ahora mismo lo había recordado, y con él un relámpago de su infancia: una vez su padre apareció en casa con una caja de zapatos que tenía varios agujeros en la tapa, uno de aquellos regalos que le hacía de vez en cuando sin motivo, y al tomarla en sus manos ella notó que no pesaba, la abrió y vio las hojas de morera y los pequeños gusanos blancos moviéndose despacio sobre sus nervaduras: le dio miedo al principio y casi un poco de asco, pero luego su padre le explicó que en España los niños criaban esos animales, compraban hojas de morera para ellos, se las cambiaban cuando empezaban a marchitarse o cuando los gusanos las habían mordido hasta dejar nada más que los nervios, y luego los veían tejer su capullo y esconderse en su interior y esperaban semanas a que de aquel copo amarillo de seda surgiera una mariposa muy gorda y torpe con las alas blancas que ponía racimos de diminutos huevos blancos de los que al año siguiente nacerían otros gusanos, al principio casi invisibles, como filamentos negros que se movían apenas, luego creciendo y engordando mientras devoraban las hojas verdes con sus infinitesimales dentelladas, volviéndose más lentos y pesados al fin, eligiendo un rincón de la caja, o el abrigo de una hoja seca, para tejer muy lentamente un capullo. Y ahora, cuando está contándoselo a Manuel, se queda callada y se toca suavemente el labio inferior con los dedos índice y corazón extendidos, lo hace siempre que intenta recordar algo difícil, y se pregunta dónde pudo encontrar su padre aquellos gusanos, tal vez en Chinatown, imagina, dónde encontraba las muñecas de celuloide y los juguetes españoles de lata que estaba siempre regalándole, y los pequeños volúmenes de cuentos de la Editorial Calleja, a qué tiendas perdidas de Nueva York habían ido a parar aquellos despojos de vidas españolas que él recobraba en sus caminatas solitarias por la ciudad con la esperanza o el propósito de que volvieran a existir en la infancia y luego en la memoria de su hija, para ofrecerle sigilosamente una patria íntima, orgullosa y limpia de desgracia y tinieblas que sólo existiría en su imaginación: cuentos de Calleja con los cuadernillos descosidos, aventuras de Celia, la niña republicana a la que él pensó que Nadia se parecía cuando tuvo seis o siete años, motoristas de hojalata pintada de colores brillantes, grandes libros con fotografías de paisajes que para ella tenían una irrealidad más llamativa que los dibujos animados, gusanos de seda y hojas de morera, un país inventado por el desarraigo perpetuo y el dolor sin palabras ni queja de su padre. A los pocos días se olvidó de echarles de comer, oyó por encima de las voces del televisor los gritos de su madre y al entrar en el salón donde ella estaba siempre sentada la vio de pie, chillando, alzando la mano que sostenía su copa, de puntillas, mirando hacia un brazo del sofá, como si hubiera visto a un ratón: dos gusanos listados de negro agitaban sus cabezas diminutas sobre la tapicería de cuero, y su madre se los señaló acusadoramente, con aquella expresión de asco y de catástrofe que le torcía los labios pintados, dejó la copa y fue a la cocina, pero en lugar de encerrarse en ella, o en el cuarto de baño, volvió con un badil y unas pinzas de depilar que usó para recoger los gusanos y luego los arrojó a la taza del retrete y giró varias veces con furia el mando del depósito de agua, cuyo gorgoteo se mezclaba al ruido confuso de su llanto.

Pues no les basta mirarse y saber quiénes son con una certeza y un orgullo que nunca hasta ahora habían conocido, como si fueran cada uno el único espejo posible de la cara del otro y también la única figura que sus ojos han deseado mirar: quieren encontrarse en el tiempo en el que aún no se conocían y en el mundo en que ninguno de los dos había nacido, y les parece que en todo lo que averiguan y se cuentan, lo que despierta tan simultáneamente en ellos como la intensidad casi dolorosa con que se les revelan reinos desconocidos de sus cuerpos gastados por el amor y revividos más allá del límite del entusiasmo, del miedo y del desvanecimiento, hubo desde el origen un impulso de predestinación o un azar que sin que ni ellos ni nadie lo supiera los protegía y los preservaba, los fortalecía en el infortunio, en la soledad, en la equivocación y el destierro, nacidos cada uno en un extremo del mundo y sin la menor posibilidad no ya de conocerse sino de poseer algo en común, tal vez sólo las tonalidades azules de los paisajes que veían en la distancia de los días más claros: Nadia el perfil de Manhattan al otro lado del East River, Manuel los picos de la sierra de Mágina más allá de los olivares y del Guadalquivir.

Ésa fue la primera lejanía que vieron sus ojos: ahora se da cuenta de que ha sido modelado y educado por ella en la misma medida que por las voces de sus mayores, y que tal vez aprendió de ambas disciplinas ese desasosiego de descubrir siempre lo que está un poco más lejos, de ir más allá de donde llega su mirada y de donde puede remontarse su propia memoria. De la mano de su padre, cuando empezaba a andar, bajaba por la calle Trece de Septiembre o Dieciocho de Julio y llegaba hasta el terraplén desde donde se veía toda la amplitud diáfana y azulada del valle. Le daba vértigo mirar las ventanas del cuartel orientadas al sur y el gran depósito de agua, alzado sobre un armazón de hierro, donde contaban que una vez se había ahogado un recluta. Los muros del cuartel, que en su flanco sur se levantaban al filo mismo de los terraplenes, eran tan altos como los de los castillos que debían escalar los héroes de los cuentos, y tras ellos había vivido o vivía aquel hombre de quien oyó hablar a sus mayores desde mucho antes de tener uso de razón, el comandante Galaz, una figura imaginaria y poderosa con botas altas y pistola al cinto, tan mitológica como don Manuel Azaña o como el general de bronce que había en la plaza del Reloj. En las noches de invierno, a punto de dormirse, oía entre los silbidos del viento la corneta del cuartel que tocaba a silencio. Ve a su madre muy joven, inclinada sobre él en el cuarto de la viga, ve el techo de cañizo y de barro, como el de un pajar, la mesa camilla junto a una ventana por donde siempre entra un sol amarillo y estático de cuya claridad forman parte, como si estuvieran hechos de la misma materia simultáneamente visual y sonora, el ruido de los pájaros en las copas de los castaños de Indias y las canciones de las niñas que saltan a la comba en los demorados atardeceres de abril y de mayo, cuando al salir de la escuela aún quedan varias horas de sol. Pero ahora no está siendo poseído por los recuerdos de otros: como si se acercara nadando a una orilla y extendiera cobardemente el pie hacia el fondo del agua y tocara la arena, pisa la primera tierra firme que de verdad le pertenece, honda todavía, insegura, casi inaccesible, dilatada y fiel como la extensión de un paraíso. Sobre un aparador, en una cima horizontal que sus manos no alcanzan, hay tazas de café con dibujos de peces de un color crema muy suave y pequeños animales hechos con el cartón recortado de las cajas de medicinas. Inmóvil contra la pared extiende sus alas un pájaro de porcelana y él pasa horas mirándolo desde la cuna y extrañándose de que no emprenda el vuelo como los otros pájaros que ve cuando está sentado en su sillón junto a la ventana. Pero todo está muy alto y muy lejos, como sombras proyectadas sobre el techo que cruza en diagonal una viga, como la cara de su padre cuando él abraza sus rodillas y extiende las manos hacia arriba y apenas alcanza a tocarle el cinturón.

Lo que ha oído contar y lo que casi no recuerda se confunden en las regiones más antiguas de su memoria como la tierra y el cielo en el horizonte nocturno. «Tú naciste el año de los hielos grandes», le han contado, y esas palabras, que se refieren a su propia vida, le parece que aluden a un tiempo muy anterior no sólo a ella, sino a toda existencia humana, una edad tan oscura y tan deshabitada como los primeros siglos del mundo. En pleno día su padre está tendido en la cama y él comprende que esa presencia es una irregularidad en el orden inmutable de las cosas, igual que el olor a medicinas y a alcohol quemado en un recipiente de metal que permanece en el aire cuando ya se ha marchado ese hombre temible, gordo, calvo, con bigote negro, al que llaman el médico, el doctor Medina. Bajo la cabecera de la cama la cara de su padre es amarilla contra el embozo blanco, amarilla y gris en el mentón. Llega otro hombre y se queda sentado junto a la cama. Le sonríe a él mientras lo coge en brazos, y él siente que no pesa, lo sienta en sus rodillas, toma entre sus manos una caja de medicinas y unas tijeras y los dedos y las tijeras brillantes se mueven un rato de manera confusa y al final hay en la palma de la mano del hombre no una caja alargada de cartón sino un perro ladrando, con el hocico tan agudo como el otro perro que el movimiento de los dedos del hombre proyectan sobre la cal de la pared. «Primo, anímate», oye decir, «yo esperaré a que te pongas bueno y te vendrás conmigo a Madrid, aquí no hay más que miseria». El hombre sigue sonriendo y de sus manos y de los filos agudos y brillantes de las tijeras surge otro animal, ahora un burro con las orejas levantadas, con un serón y dos cantaritos de papel. Él juega en el suelo con esos animales y luego abre los ojos y se incorpora en la cuna y entonces es casi de noche y las figuras blancas, azules y verdes de los animales de cartón están alineadas inalcanzablemente sobre el aparador, desfilando entre las tazas con dibujos de peces. Desfilan y no se mueven, igual que el pájaro de la pared, que está volando y permanece siempre inmóvil. Junto a la cama el aire es tan caliente como la cara de su padre. Había caído malo, le dijeron después, y estuvo varios meses con fiebres, y para pagar las medicinas y las visitas del médico tuvo que vender la vaca que había comprado al casarse, y no pudo emigrar con su primo Rafael, que había encontrado una colocación muy buena en Madrid. El primo Rafael iba a verlo todas las tardes, cuando volvía del campo, llegaba con los pantalones todavía manchados de barro y oliendo a forraje y estiércol, no como el médico, que le daba más miedo aún porque olía a medicinas y a colonias y a la llama azul del alcohol y tenía las manos blancas y suaves como las de los curas y como las de aquella señora que le daba un beso con los labios pintados cuando él iba con su padre a llevarle la leche. Mientras hablaba, sentado a la cabecera de la cama, el primo Rafael tomaba una caja de la mesa de noche y unas tijeras y en la palma de su mano brotaba un animal de cartón: un perro ladrando, un gato con los bigotes erizados, un burro de aguador, un caballo al galope. Habían crecido juntos y ahora iban a separarse por primera vez, pero el primo Rafael retrasaba su viaje, encontrarían una colocación para los dos, y si compartían un cuarto en la misma pensión ahorrarían más rápido y podrían llevarse antes a la familia a Madrid. Era mentira que en Barcelona o en Alemania hubiera más trabajo: cómo iba a haberlo, si Madrid era la capital. En Madrid, si uno se ponía malo, le pagaba las medicinas el seguro, y seguía cobrando el jornal hasta que se curaba, y había grifos de agua corriente en todas las casas y cocinas de gas y los cuartos de baño tenían azulejos hasta el techo. En el mundo, muy lejos de Mágina, estaban ocurriendo cosas extraordinarias: había aviones a chorro, cuyo rastro en el cielo se volvía rosado en los atardeceres, máquinas de cavar, de segar el trigo y hasta de recoger la aceituna sin que cientos de hombres tuvieran que partirse la columna vertebral a cambio de una paga miserable, nada más que dándole a un botón, había satélites que daban la vuelta al mundo en un día y muy pronto ir a la Luna sería más cómodo y más rápido que ir de Mágina a la capital de la provincia en el coche de línea. Un día, en vez de con sus ropas del campo, el primo Rafael llegó vestido de traje y corbata, y él se fijó en que las muñecas peludas le sobresalían mucho de los puños de la chaqueta, y oyó que sus zapatos negros hacían un ruido raro cuando andaba. Esperó a que las manos y las tijeras empezaran a moverse, pero esa vez permanecieron quietas sobre las rodillas, sobre la tela a rayas del pantalón del primo Rafael, que era como el del traje de su padre que estaba colgado en el interior del armario. El primo Rafael le dio dos besos en la cara a su padre, que apenas pudo incorporarse sobre la almohada, y luego le estrechó la mano a su madre y le dio un beso a él, alzándolo vertiginosamente hasta que su cabeza rozó el techo, y cuando volvió a pisar algo aturdido las baldosas la mano del primo Rafael puso algo en la suya: la abrió y no había en ella un animal diminuto, sino un caramelo de menta con su envoltorio de papel encerado.

Pero ese lugar sin tiempo, sin formas precisas, sin nexos de sucesión entre los objetos, los rostros, las palabras aisladas y las sensaciones, es a la vez un escenario en las vidas de sus padres que sin duda no se pareció al paraíso que él guarda. Quisiera preguntarles y sabe que no lo hará. Le pregunta a Nadia, mirando las fotos de su hijo: cómo será para él al cabo de los años este tiempo en el que nosotros dos vivimos, qué le quedará de este apartamento, para él sin duda ilimitado, cómo se acordará de los edificios oscuros al otro lado de la calle donde empiezan a encenderse poco a poco las luces. Tal vez tampoco se atreverá a pedir que le cuenten, por timidez o por miedo, por el pudor de imaginar la juventud de sus padres y el grado de deseo que había dentro de cada uno de ellos en el instante en que lo concibieron. Pues es posible que en el nacimiento de uno no haya intervenido el amor: al final de todo, en su origen, Manuel ve una gran boca de oscuridad, de desamparo y tal vez de sufrimiento, un dolor que le fue impreso para siempre en su alma al nacer, mucho antes, una de las primeras noches que pasaron sus padres en el cuarto de la viga, más raro aún de imaginar porque él no existía, y porque casi no quiere atreverse, qué pensaron o dijeron al quedarse solos del todo por primera vez desde que se conocían, después de subir en silencio las escaleras hasta el último piso y de cerrar la puerta de la buhardilla en la que habían almacenado a duras penas sus muebles recién adquiridos, olorosos todavía a barniz y a madera, el aparador, la cama nupcial, el crucifijo, las fotografías de la boda con la firma dorada de Ramiro Retratista, el relieve en estaño y no en plata de la Santa Cena, el armario de la ropa y el de la cristalería, la mesa grande y las seis sillas tapizadas que nunca usarían por una especie de respeto, como si correspondieran, igual que el juego de café y la vajilla de loza, al comedor de otros, de una familia de fantasmas.

No sabe o no quiere imaginarlo, se aparta de Nadia y va de nuevo a la habitación donde está el baúl de Ramiro Retratista, mira con indiferencia la luz atardecida tras las persianas, oye el estremecimiento del tráfico en las avenidas, lejano y continuo como una catarata, busca entre las fotografías la de la boda de sus padres y se queda un rato mirándola a la luz de la lámpara, sobre la mesa de trabajo de ella, la misma foto que está colgada ahora mismo en una pared de la casa de Mágina, en ese cuarto que llaman el salón y donde nunca entran, porque es allí donde siguen estando también el aparador y el mueble de la cristalería y la mesa rodeada por sus seis sillas solemnes. Examina de cerca las caras jóvenes de sus padres, que ya tienen ese aire abstracto de época de las fotografías un poco antiguas de los desconocidos, como si al cabo del tiempo hubieran perdido su identidad singular para convertirse en figuras alegóricas de un pasado extinguido. Interroga a ese hombre y a esa mujer desde una distancia de treinta y seis años y quiere averiguar por la expresión de sus miradas y por el modo en que sonríen y se rozan las manos lo que ellos nunca le dirán, ni a él ni a nadie: inocencia, recelo, orgullo, soledad, temor, y tal vez también un poco de brutalidad y torpeza, un grito contenido y un jadeo violento en la oscuridad. Mira los ojos de su padre en la foto: cuando están juntos, las pocas veces que él ha ido a Mágina en los últimos años, los dos eluden mirarse abiertamente. Mira los ojos de un hombre de veinticinco años que en el día de su boda, en el estudio de Ramiro Retratista, erguido al lado de la novia, inmóvil en un escorzo artificioso ante un jardín francés, no concede descanso a la tensión de sus músculos ni suaviza la expresión de sus pupilas, fijas no en la cámara sino en los solitarios impulsos de su voluntad, aprieta las mandíbulas, casi no sabe o no puede sonreír, igual que no sabe o no puede extender con naturalidad su brazo derecho sobre los hombros de ella, que está sentada como en el centro de su gran falda de raso brillante y quiere mostrar sin éxito una sonrisa de felicidad nupcial congelada en sus labios, imitando sin darse cuenta las sonrisas de las actrices de cine, de las mujeres que aparecen en las postales que se envían los novios el día de San Valentín y en las portadas de las revistas de modas. Ahora su padre tiene el pelo blanco y la cara más hinchada, y la edad le ha aflojado los rasgos, pero lo sigue reconociendo en esa foto de su juventud, igual que en las que ha visto de su adolescencia, por el modo en que miran sus ojos, por la pasión, para él desconocida, que brilla con una intensa frialdad en ellos, con un orgullo silencioso, disciplinado y sin esperanza: quién ha sido, quién es ahora de verdad, en qué medida siente fracasados o desperdiciados sus sueños, cómo es y qué piensa cuando está solo.

Apenas hablaba con ella, ni con nadie, salvo con su primo Rafael, se iba al mercado cuando todavía era de noche, regresaba hacia las dos de la tarde y comía en silencio, sin decirle nunca si le agradaba la comida que ella le había preparado en la cocina común, porque no tenían sitio ni para un infiernillo en su cuarto alquilado, se quitaba la chaqueta blanca de vender y se ponía la ropa vieja de ir al campo, y antes de que ella hubiera retirado los platos y el mantel encendía un cigarrillo y se marchaba de nuevo, y volvía muy tarde, después de haber llevado la hortaliza al mercado y repartido la leche de la vaca que había comprado con sus ahorros meticulosos de diez años, cenaba y volvía a marcharse, para beber un vaso de vino con su primo Rafael y visitar a su madre, y ni siquiera le dijo nada ni cambió la expresión indescifrable de su cara cuando ella le anunció, muerta de miedo, que estaba embarazada, cuando empezó a tener mareos y náuseas y le resultó intolerable el olor del pescado y el del agua sucia en los fregaderos, cuando empezó a pensar que no sabía tratarlo ni cocinar para él y que probablemente tampoco sabría parir un hijo sano y varón que le ayudara en su trabajo. Estaba siempre sola, en aquel barrio extremo donde no conocía a nadie, lejos de la plaza de San Lorenzo, de sus hermanos, de su madre, no se atrevía a salir por miedo a que él volviera inesperadamente y no la encontrara, y se avergonzaba de su propia desolación igual que de su vientre cada vez más hinchado, de sus andares tan torpes, de la dificultad con que subía las escaleras hasta su buhardilla, de las miradas y las risas de las mujeres en el lavadero y en la cola de la fuente, miraba su foto de novia colgada en la pared y le daba tanta vergüenza como mirarse en un espejo, y procuraba no hacerlo para no verse como tal vez él la vería, la cara redonda y las cejas pronunciadas, la boca tan parecida a la de su padre, los dientes desiguales y débiles, se comparaba con las otras mujeres, con su propia madre, cuya belleza lamentaba dolorosamente no haber heredado, pensaba que no sabía reír a carcajadas y hablar en voz alta y moverse como ellas, y lentamente se iba hundiendo en una desdicha que ella sentía como culpabilidad y amenaza de castigo y de desgracia inminente, igual que cuando estaba en casa de sus padres y tenía miedo de todo, de no hacer las cosas como se le habían ordenado, de que por un descuido suyo muriera uno de sus hermanos pequeños, de que llegara su padre y se quitara la correa y la emprendiera a golpes contra ella.

Pasaba el día esperándolo, pero cuando escuchaba y reconocía sus pasos en la escalera temblaba de miedo, miedo a su presencia, a sus palabras tanto como a su silencio, a su previsible frialdad y a su brusco deseo, incluso al olor a tabaco de su aliento y a forraje y a sudor de su cuerpo, pero sobre todo a la soledad impenetrable que lo envolvía como una niebla helada detrás de la cual ocultaba sus propósitos: comprar una huerta y una casa, abandonar la vejación de aquel cuarto alquilado, poseer vacas y olivos y vender más hortaliza que nadie en el mercado, aunque a veces, de pronto, parecía olvidarse de aquel porvenir que había calculado desde que a los once años les vendía yerbabuena a los moros de Franco y hablaba de dejarlo todo y de marcharse de Mágina, como estaban haciendo tantos otros que él conocía, que se iban a Barcelona o a Alemania o a Francia y ya no regresaban, como iba a marcharse su primo Rafael. Pero se quedaba en silencio, rehuyendo la mirada de ella, dejaba la cuchara en el plato que apenas había probado y miraba por la ventana única de su habitación hacia los tejados de Mágina, apretando los labios, fingiendo que no la oía cuando ella le preguntaba si era que no le había gustado la comida, estarían duros los garbanzos, les faltaría sal, estarían salados, era incapaz de sostener ni la más débil certidumbre sobre sus propios actos, y pensaba con terror que él estaba arrepentido de haberse casado, que si estuviera solo, como su primo Rafael, se marcharía en seguida a uno de esos lugares donde ni la fatiga ni la penuria existían, deslumbrantes países y ciudades de edificios tan altos como las chimeneas de las fábricas que se veían a veces en los noticiarios del cine, donde los hombres vestían batas blancas y limpios monos azules y las mujeres usaban pelucas rubias y gafas de sol y fumaban impúdicamente cigarrillos con filtro mientras en sus cocinas tan blancas como las salas de los hospitales trabajaban para ellas las lavadoras y las neveras eléctricas y las hornillas de gas.

Empezó a tener miedo de que él no quisiera a su hijo. Su madre, Leonor Expósito, que había parido a siete, se quedó mirando las manchas pardas de su cara y le predijo sin vacilación que iba a ser un niño. Temió entonces que le naciera muerto, o tan débil que muriera al poco de nacer, o que su leche fuera escasa o de poca sustancia y no le bastase para alimentarlo. En los últimos meses del embarazo, si pasaba un rato sin notarlo moverse la aterraba la posibilidad de que se le hubiera muerto por culpa de una mala postura. La sospecha de una culpa adquirida involuntariamente y el temor a un castigo sin explicación actuaban sobre su alma como un perpetuo chantaje: desde antes de nacer el niño ya era un nuevo rehén de su desgracia. Él nunca la tocaba, incluso había dejado de mirarla, apartaba los ojos para no ver la hinchazón de su cuerpo. Tampoco hacía preguntas sobre los síntomas o las probables fechas del final. Seguramente no era cruel: tan sólo incapaz de cualquier gesto o palabra de ternura. Cerca de ella se replegaba en sí mismo y se le volvía más desconocido que cuando la rondaba por las noches en la plaza de San Lorenzo, más extraño y más inaccesible en la medida en que ahora estaba junto a ella y compartía algunas horas de su vida en aquella habitación en la que les era imposible no rozarse y se tendía a su lado en la oscuridad y se quedaba instantáneamente, casi brutalmente dormido, respirando con la boca abierta, con las piernas separadas, ocupando casi toda la cama, dejándoles a ella y a su gran vientre deforme en cuyo interior latía y se agitaba el niño apenas un filo sobre el que no podía descansar, todas las noches desvelada, por miedo a tenderse boca abajo durante el sueño y aplastar el cuerpo que se removía dentro del suyo con roces acuáticos como de aletas de peces, echada boca arriba, con los ojos tan abiertos que acababan doliéndole, fijos en los haces de cañas y en las manchas de yeso del techo abuhardillado, tan bajo que la sofocaba, como si se hubiera despertado en el interior de una sepultura, igual que aquella mujer de la que hablaba su padre, que la enterraron viva y se volvió loca al despertar arañando el forro acolchado del ataúd, o como aquel sordomudo que trabajaba de ayudante de Ramiro Retratista, al que encontraron vivo y con los ojos abiertos cuando retiraban los escombros de la casa bombardeada donde sucumbieron sus padres. Por la ventana sin cortinas entraba una difusa claridad que se iba acentuando con las horas de insomnio, y ella se encogía poco a poco y se sentía aplastada por el peso del vientre y procuraba no moverse, casi no respirar, por miedo a que él se despertara, y al ver primero la sombra y luego la mancha de su rostro en la almohada pensaba que si encendiera en ese instante la luz no reconocería sus rasgos, que por uno de esos errores monstruosos que son tan frecuentes en las pesadillas se había acostado con un hombre que no era su marido y ni siquiera alguien a quien ella hubiese conocido alguna vez, una figura sin facciones, una cara maleable de sombras, como la de la criatura que se escondía en su vientre, con ojos y miembros y dedos que no eran del todo humanos, pero que al menos no le daban miedo, había germinado en su vientre y se alimentaba de su sangre, tenía un corazón que estaba siempre latiendo al compás del suyo, mucho más tenuemente, pero sacudido por los mismos espantos y apaciguado a veces por la misma quietud, tan frágil que un movimiento brusco podía aniquilarlo, tan próximo a ella como una voz que le hablara al oído, como la de su abuelo Pedro, que ahora mismo, en el desamparo de la noche, bajo la tierra de aquel corralón al que su padre llamaba con ironía siniestra el cortijo de los callados, estaría muerto y podrido, reducido a huesos y a piel seca y a mechones de pelo blanco adheridos al cráneo, o inalterable, pensaba con más miedo aún, incorrupto, sólo que con las uñas extraordinariamente largas, como decían que estaba la mujer emparedada a la que encontraron en un sótano de la Casa de las Torres, tantos años atrás, se acordaba, cuando ella era una niña y su abuelo vivía y su padre estaba en el campo de concentración, cuando aún no conocía a este hombre silencioso y severo que ahora dormía junto a ella, con ese sueño tan profundo y tan ofensivo para los que no pueden dormir. El insomnio se le fue haciendo definitivo a medida que se acercaba la fecha del parto, esperaba en la oscuridad como cuando era niña y se escondía bajo las mantas porque había escuchado el crujido de los peldaños y estaba segura de que un asesino o un muerto revivido subía por la escalera para degollarla, ay mama mía, mía, mía, quién será, cállate hija mía, mía, mía, que ya se irá. No eran pasos, pero sí latidos cada vez más fuertes, dolorosas patadas, protuberancias súbitas que tocaba en la lisa hinchazón de su piel, crujidos y roces de pequeñas patas en sus vísceras y también encima de su cabeza, sobre el techo de cañas, ruidos de cañas y silbidos del viento que levantaba las tejas y traía al amanecer redobles de tambores y toques de corneta, casi el eco de los pasos de los soldados sobre la grava del cuartel, el viento y la lluvia en las noches feroces de aquel invierno en el que con tanta frecuencia se iba la luz porque decían que el temporal derribaba los postes y los cables, y él dormido a su lado, indiferente como un fardo, o tal vez despierto y fingiendo que dormía, eso le daba más miedo aún, respirando y silbando con la boca abierta y las piernas separadas, vencido por un cansancio que no conocería en muchos años recompensa ni tregua. Un día su madre vino a verla desde aquella región lejana y añorada de la plaza de San Lorenzo, se la quedó mirando y le dijo con una aterradora naturalidad: «Se te ha descolgado el vientre. Ya mismo vas a parir.» Hubiera querido pedirle que se quedara con ella, pero no se atrevió, le dijo que se encontraba muy bien y que no tenía miedo, que él vendría en seguida, con el mal tiempo ya no iba por las tardes al campo. Y desde la alta ventana y la mesa camilla con el brasero recién removido que en la memoria de su hijo serán para siempre dos atributos indelebles del Edén vio a su madre caminar contra el viento y volverse hacia ella para decirle adiós, envuelta en uno de aquellos grandes chales de lana negra que usaban las mujeres para ir a la aceituna, encorvada, buscando el abrigo de las esquinas, vulnerable bajo los cables de los que pendían las lámparas del alumbrado público, bajo las ramas desnudas y estremecidas de los castaños de Indias, y se acordó de algo que le decían de niña y que ella misma habría de repetir a su hijo en los días de viento: Ve por mitad de la calle, no vaya a ser que te caiga una teja.»

Pero él no venía, notaba relámpagos agudos de dolor en las ingles y una quietud no habitual en el vientre, si el niño ya no se le movía era porque estaba encajado, le había dicho su madre, oyó el toque de fajina en el cuartel y luego la sirena de las dos y media en la fundición y seguía sin verlo aparecer en las esquinas despobladas de la calle, se le habría hecho tarde en el mercado, y tal vez se había ido directamente a la huerta de su padre, sin pararse a comer, algunas veces parecía no necesitar ni la comida ni el sueño, como si fueran debilidades que a un hombre no le valía la pena permitirse. Pero adónde podía ir si el viento y la lluvia batían en aquella tarde prematuramente oscurecida las calles de Mágina con una furia que le hacía acordarse de las tormentas que provocaban naufragios en el cine, si las ramas más altas de los árboles se volcaban sobre los tejados y los cristales de la ventana temblaban como si fueran a romperse en astillas. Oía silbar el viento en el interior de la casa, en las junturas de las puertas, en los huecos de las chimeneas, y le parecía que el techo temblaba sobre su cabeza y que empezaban a moverse las baldosas que pisaba y también los muebles de la habitación, se movían girando, muy lentamente al principio, luego con el vértigo del ojo de un huracán, desvaneciéndose en manchas y en rápidas sensaciones de color, como las columnas de polvo que ascienden durante una tormenta de verano, estaba de pie, junto a la ventana, con la cara apoyada en el cristal, vigilando la calle donde él no aparecía, y tuvo que aferrarse con las dos manos al filo de la mesa y que buscar casi a tientas una silla sobre la que se derrumbó muy despacio su cuerpo cada vez más pesado. No podía desmayarse ahora, si caía al suelo aplastaría al niño, si perdía el conocimiento estaría en una cama de hospital cuando se despertara y le dirían que su hijo había nacido muerto, por culpa suya, por la debilidad de sus miembros y su falta de coraje, extendió las manos hasta tocar la moldura de los pies de la cama y logró incorporarse y llegar hasta ella, atravesada ahora de parte a parte por un dolor que le cortaba el aliento, incapaz de gritar, mordiéndose los labios que mojaban sus lágrimas y una saliva como de llanto infantil, se echó de lado en la cama y el dolor cesó durante unos segundos, logró tenderse boca arriba, hincando los codos y los talones en la colcha, se quedó inmóvil frente al techo tan bajo donde rugía ásperamente el viento, esperando que volviera el dolor, las dos manos en el vientre, como si quisiera contener el derrame de sus intestinos y la hemorragia caudalosa de su sangre. Notaba punzadas, mordiscos entre las ingles, relámpagos, cuchilladas lentas de dolor, imaginaba que el niño estaba abriéndose paso entre sus vísceras con arañazos de gato, que se ahogaba y se desesperaba y se detenía jadeando, igual que ella, anegado en sudor, impulsado de nuevo por una rabia más tenaz que la del viento, veía ante sus ojos el vientre como una montaña bajo cuyo peso iba a sucumbir y mordía gimiendo la colcha y hundía la cara en la almohada húmeda de sudor, de saliva y de lágrimas, de la sangre de sus labios heridos. El viento creció hasta convertirse en un grito no del todo humano que sonaba dentro de la habitación, un grito de mujer, pero nunca había oído gritar de ese modo y tardó en darse cuenta de que se estaba oyendo a sí misma. Advirtió como en sueños que decrecía la luz y que los muebles iban convirtiéndose en manchas oscuras, tanteó la cabecera de la cama hasta alcanzar la mesa de noche, el borde frío y agudo del cristal, el cable de la lámpara, pero sus dedos no tocaban el interruptor, derribaron algo que cayó al suelo con un estrépito de desastre, y entonces empezó a sonar un timbre que hería sus oídos con la misma crueldad que el dolor en el vientre, había tirado el despertador y cuando él volviera la reñiría, pero tenía que pararlo, era preciso que ese timbre dejara de sonar o ella se moriría o se volvería loca, se arrastró hacia el borde de la cama, con la misma sensación de peligro que si se asomara a un precipicio, extendió la mano derecha hasta tocar las baldosas, pero sus dedos se movían en el aire sin encontrar la superficie curvada y metálica del despertador, y era incapaz de volver la cabeza y de distinguirlo con sus ojos, ahora el timbre sonaba justo entre sus dos sienes, dentro de ella, la atravesaba en línea recta de un tímpano a otro igual que las agujas del dolor atravesaban de parte a parte su vientre: de pronto el timbre se detuvo, se abrió la puerta y ya era de noche. Alguien la miraba desde muy alto, una cara desconocida y muy pálida, alumbrada a rachas por la claridad convulsa que venía de la calle, y que al inclinarse sobre ella, mientras repetía su nombre, se agrandó como si la viera reflejada en una lente convexa: lo conoció por su aliento tan cálido, por la aspereza de las manos que le acariciaban la frente y le apartaban el pelo empapado, no por su voz, que tenía una tonalidad extraña de cobardía, delicadeza y ternura, tranquila, le oyó decir, no te preocupes, mandaré a alguien que avise a tu madre y a la comadrona, estáte quieta, no te muevas, no tengas miedo, temblando él también, despavorido, recogiendo del suelo el despertador, pulsando en vano el interruptor de la lámpara, será posible, dijo, ahora se ha ido la luz. Cuando él se incorporó quiso retenerlo a su lado, no te vayas, repetía, no me dejes morirme, pero él se desprendió de sus manos diciendo que volvería en seguida y al quedarse sola y extender los brazos en su busca sintió que empezaba a hundirse en una tempestuosa oscuridad, como si las aguas y el viento la tragaran, arrastrada hacia el fondo bajo el peso del vientre, hendida por el dolor como por un hachazo certero que divide en dos mitades el tocón de un olivo, sintiendo que se desangraba y que se le iba la vida entre los muslos mientras la cama y el suelo y el techo y las paredes de la casa se estremecían con las sacudidas del viento que arrancó aquella noche árboles de raíz y derribó los postes y los cables de la luz dejando a la ciudad entera en una oscuridad de terror y desastre que a muchos les hizo recordar los apagones que seguían a las alarmas antiaéreas. Oyó de nuevo voces, pero los latidos de su corazón las ahogaban, vio una luz acercándose en el aire escarchado por las lágrimas e inundado por un brillo de sudor, la llama de una vela sobre una palmatoria azul, y una mano que la sostenía, reconoció la cara de Leonor Expósito y el tacto de sus dedos, notó manos brutales que la abrían hundiéndose en ella como las manos de los matarifes en los lebrillos de sangre, empuja, le decían, casi le gritaban, pero estaba segura de que si seguía empujando la mataría el dolor, apretó los dientes, cerró los ojos, había algo que brotaba rompiéndola, que de una manera súbita empezó a deslizarse con una suavidad tan líquida que la empujaba al desvanecimiento, caras y cuerpos moviéndose en la penumbra, apareciendo y borrándose a la claridad escasa de la vela, confundiéndose con las sombras quebradas que se alargaban en el techo mientras ella cerraba otra vez los ojos y oía el crujido de sus dientes y seguía empujando hasta perder del todo el conocimiento en un delirio desgarrado y final. Cuando volvió en sí una cosa morada y sangrienta colgaba boca abajo suspendida delante de la luz, como un animal todavía palpitante al que le hubieran arrancado la piel, ínfimo, vulnerable, oscilando, no una cara con rasgos sino tan sólo una boca abierta como una desgarradura que emitía un llanto mucho más débil que los embates y los silbidos del viento en una noche invernal de hace treinta y cinco años.


Háblame, dice Nadia , al cabo de unos minutos de silencio en los que su respiración se hizo más suave y pareció que estaba quedándose dormida, la sacude un estremecimiento y se cobija desnuda contra mí y sus dedos rozan mi cara en busca de los párpados para saber si he cerrado los ojos: me ha dicho que al principio, las primeras noches, le daban miedo el silencio y los ojos cerrados, temía que si dejaba de oír mi voz o de ver mis pupilas me convirtiera súbitamente en un extraño, como cualquiera de los hombres borrosos con los que había estado en noches fugaces antes de encontrarme, y ésa era también la razón de que mientras nos abrazábamos siempre me mirara con una fijeza próxima a la alucinación y de que si yo cerraba mis ojos en la furia del deseo o en el alivio simultáneo de un placer que al principio tuvo algo de inmolación y de dolor ella me los abriera con las yemas de los dedos, acariciándome los párpados, lamiéndolos, alzándomelos casi con violencia para no dejar de ver mis pupilas y saber que era yo quien estaba en ese instante con ella. Háblame, dice, murmura en mi oído, abrazada a mi espalda, estrechándose contra mis caderas y enredando sus muslos en los míos como si mi cuerpo fuera el molde exacto del suyo, y luego, a la mañana siguiente, mientras fumamos después del desayuno, me explica que anoche se dio cuenta de que al pedirme que le hablara lo estaba haciendo en el mismo tono de voz en que se lo pedía a su padre, y con la misma sensación de secreto y cobijo, y también de que no es la nostalgia lo que la ha inducido a repetir ese tono y a ovillarse contra mí como cuando era niña y no lograba dormirse y su padre se quedaba sentado junto a ella en la cama, sino un poderoso sentimiento de felicidad sobrevivido de entonces, intacto ahora en su alma y en el sosiego de su cuerpo y hasta en el modo en que las sábanas limpias y el edredón liviano y mi presencia envuelven su piel, más suave ahora que nunca, me dice, se toca y no se reconoce, como si el tacto de mis manos hubiera contagiado las suyas del mismo modo misterioso en que al verse a sí misma en los espejos se ve a través de mi mirada: no añora algo que tuvo y perdió, me dice, siente con estupor y gratitud que no ha perdido nada, que lo que ahora posee permaneció siempre con ella y la sostuvo sin que lo supiera y le ha permitido mantenerse a salvo de la dispersión y la locura y esperar sin saber qué esperaba y haber tenido la sagacidad y el instinto precisos para reconocer aquel don cuando ha aparecido de nuevo, cuando emergió de ella y se manifestó como un relámpago en la presencia de alguien.

Me pide que siga hablándole, no quiere dormirse todavía, aunque nada le gusta más, dice, sonriéndome desde el otro lado de la mesa, los labios entreabiertos y rojos y su ancha melena todavía despeinada, que presenciar casi en la oscuridad el modo en que me rindo al sueño: yo, tan nervioso siempre, tan tenso y al acecho, me vuelvo grande y pacífico junto a ella, desnudo, con las piernas abiertas, respirando muy suave, tan abandonado al acto de dormir como me abandono algunas veces a los halagos y a las indagaciones de su boca. La oigo medio en sueños, sonrío y abro los ojos, le aparto de la cara el pelo que me rozaba los muslos, me la quedo mirando y la atraigo hacia mí, le digo que he soñado con ella durante unos segundos, que he visto a mi padre subiendo a caballo por el camino de las huertas, que en unos pocos instantes he vuelto a la casa donde viví entre los tres y los ocho años, en una calle de Mágina cuyo nombre, para mí tan común, le da a ella una sensación de amplitud y verano, la Fuente de las Risas.

Oigo mi voz lenta y oscurecida por el sueño, y aunque he vuelto a despertarme del todo las palabras me traen poderosas sensaciones visuales que fluyen delante de mis ojos tan detalladamente como la figura del jinete colgada enfrente de nosotros, las palabras no cuentan, invocan, la memoria es una mirada pura y arcaica que me convierte en un testigo inmóvil de lo que estoy diciendo, y me oigo hablar igual que me oye Nadia, abrazado a ella en la serenidad de un viaje que sólo ahora he sabido o me he atrevido a emprender, cobijado y en paz, abandonado entre la conciencia y el sueño, como cuando iba con mis padres al cine y me asombraban en la pantalla el tamaño y los colores de las cosas y a punto de dormirme mi madre me tomaba en sus brazos y yo me iba durmiendo con los ojos entornados mientras veía la película, como cuando salíamos tarde de casa de mis abuelos, una noche de invierno, el frío de la calle me daba en la cara, recién salido del calor del brasero, de tanto sueño que tenía se me doblaban las piernas, y mi padre me cogía en brazos y me envolvía la cara en una bufanda de lana y me decía, cierra la boca, no vaya a entrarte el frío, la lana suave y picante humedecida por el vaho del aliento, la felicidad de ser llevado y abrigado y de ir mirando las luces en las esquinas y en el interior de las casas, en los comedores de donde viene el rumor de platos y conversaciones de la cena, de programas de radio donde sonaban pasodobles taurinos, los pasos de mis padres resonando en la calle vacía mientras me conducen al refugio seguro, blando y caliente de mi cama, las casas más altas de noche, sobrecogedoras como siluetas de gigantes, y en el duermevela del niño que apoya la cara en el hombro de su padre las voces y las imágenes de la visita inmediata disgregándose ya en materiales de sueños, un hule donde está dibujado el mapa de España y Portugal, una habitación a oscuras donde arde una mariposa de aceite sobre el mármol de una mesa de noche en recuerdo de las ánimas del purgatorio, una alacena con rejilla de alambre cuyo interior huele a especias y a tajadas de lomo sumergidas en manteca y de la que saldrá un lobo con las fauces abiertas en el transcurso de una pesadilla. Era, igual que ahora, la delicia y la intriga de extrañarlo todo y de no ser casi nada y casi nadie, una presencia al margen de las vidas de los mayores, que hablaban en torno a la mesa camilla o a la lumbre en un idioma todavía muy poco conocido y en una dimensión inaccesible del espacio, la mesa donde apoyaban los codos y cuya superficie yo apenas alcanzaba a ver alzándome de puntillas, los aparadores donde ponían las cosas para que yo no las tirara, las estanterías más altas de la alacena, la repisa sobre la que estaba la radio, muy grande, iluminada de noche, con algo de capilla o de sagrario, el reloj de pared cuya puerta abría mi abuelo todas las noches para darle cuerda ceremoniosamente con una llave tan dorada como el péndulo que yo miraba hipnotizado a través del cristal, viendo durante un segundo mi cara borrosa en su bruñida superficie y escuchando el ritmo de sus engranajes. Era vivir una vida clandestina en un reino de gigantes, hecho colosalmente a la medida de su estatura, moviéndome por lugares que ellos pisaban y no veían, tan lejanos y altos, ceñudos, deshechos por el trabajo, complacientes conmigo o silenciosos de ira, incomprensibles, misteriosamente dignos de piedad, tan severos y enigmáticos en sus conversaciones que yo espiaba con la misma impunidad que un gato y sin comprender mucho más de lo que un gato habría comprendido, arrodillado en los rincones, persiguiendo una pelota o una bola de goma bajo las tarimas de los braseros, queriendo alzarme para abrir una puerta, colándome donde ellos no me veían en los dormitorios con las cortinas echadas, en los graneros donde jugaba a nadar en un océano de trigo, en las cámaras con orzas olorosas a manteca y aceite y jamones crudos enterrados en sal, en las mismas habitaciones que ellos ocupaban y que para mí eran varias veces más grandes, con las paredes mucho más altas, con las oquedades de sombra mucho más temibles. Gateaba entre sus piernas, me introducía bajo las faldillas escuchando sus relatos sin fin sobre las cosechas y la guerra o una cualquiera de sus admoniciones, ten cuidado, no vayas a quemarte en el brasero, no te asomes a la puerta de la calle, no te acerques al gato, que te puede arañar, apártate de la lumbre, vete de la cocina, que puedes quemarte con el aceite de la sartén, no prendas papeles en la lumbre, que te mearás por la noche, no arrastres latas a patadas, que se morirá tu madre, no le des vueltas al paraguas, no dejes monedas en la mesa cuando vas a comer. Alzaba las faldillas, miraba en torno a la mesa el conciliábulo irreal de varios pares de piernas y de zapatos, veía los ojos fosforescentes del gato, que me miraba como si reconociera a un semejante y se frotaba contra las piernas de alguien, tal vez mi madre o mi abuela Leonor, y las brasas candentes bajo la ceniza tenían un resplandor de diamantes o de lava, sobre todo cuando alguien removía el brasero con la paleta y provocaba una incandescencia que me hacía acordarme de las erupciones de volcanes que había visto en el cine. Algunas mujeres se ataban a las piernas cartones con cintas de goma para que el calor del brasero no les llenara la piel de unos sarpullidos que llamaban cabrillas. Cerrando los ojos jugaba a que era invisible, escondiéndome en un baúl vacío del pajar jugaba a que estaba muerto o no había nacido o me había marchado de mi casa y podía oír sin embargo sus conversaciones sobre mí, su angustia por mi muerte o mi ausencia, oía pasos acercándose, oía la voz de mi madre o de mi abuela Leonor que me llamaban por todas las habitaciones de la casa, desde el portal, subiendo por las escaleras, temblando yo al oírlas acercarse, igual que los héroes de las películas cuando estaban escondidos en la selva y los perseguían los malvados con cintas negras en el pelo, dientes apretados y blancos y espadas curvas de piratas malayos, o golpeando tambores febriles en las aventuras de Tarzán, que me gustaban sobre todo por las piernas blancas y desnudas y los pies descalzos de Jane, me daban ganas de levantarle la breve falda de piel, de introducir mi mano en su escote tan cálido, no tienes remedio, dice Nadia riéndose, espiaba y juzgaba a los mayores como a los habitantes de esos mundos muy lejanos de la Tierra en los que sucedían algunas novelas de la radio y películas en blanco y negro cuyo recuerdo no me dejaba luego dormir, decidía en secreto no atender sus llamadas porque me había cambiado de nombre, elegía ser un niño perdido en un bosque y amenazado por un lobo y unos minutos después yo era el lobo o el árbol de copa inalcanzable bajo el que el niño dormía, me transmutaba en un jinete, en una serpiente, en un juancaballo, me tendía debajo de la cama y cerraba los ojos y era aquella mujer a la que según mi abuelo habían enterrado viva en el cementerio, subía a las habitaciones más altas y al abrir una alacena era mi abuelo o el médico don Mercurio y la pistola de juguete o el almirez que llevaba en la mano eran una lámpara de petróleo con la que iba a alumbrar a la emparedada de la Casa de las Torres.

Nos habíamos mudado del cuarto de la viga y ahora vivíamos en una casa que se me antojaba inacabable, en otra calle que daba a los terraplenes de las huertas y al valle del Guadalquivir, pero yo casi nunca me asomaba a la puerta, y cuando lo hacía era para sentarme en el escalón a esperar a mi padre, quieto siempre, dócil, paciente, cobarde, mirando con envidia y terror a los otros niños desconocidos que jugaban, mordiendo un hoyo de pan y aceite rebosante de azúcar o una onza de chocolate. El chocolate había que comérselo muy despacio, bocados chicos y mucho pan, repetía mi madre, no sólo para que durara más, sino porque si uno se lo comía demasiado aprisa podía hacerle daño en el estómago. En todas las cosas usuales se escondían propiedades maléficas: el agua demasiado fría del botijo podía matarlo a uno de calenturas, entre el musgo de los tejados se criaban serpientes venenosas que algunas veces caían a la calle y a las que sólo podía inmovilizar y volver inofensivas el quinto hijo de una descendencia de varones, si uno era capaz de contar todas las estrellas en una noche de verano lo mataba Dios, si no se apagaba el brasero antes de irse a dormir la candela soltaba un humo que envenenaba a la gente dormida. Todos los niños de la calle me parecían más grandes que yo, y si me invitaban a jugar con ellos era para engañarme, decía mi madre, para quedarse con mis bolas relucientes de níquel o con los tebeos recién comprados del Capitán Trueno que miraba apasionadamente mucho antes de aprender a leer. Aún no conocía a Félix, que era casi tan callado y tan miedoso como yo, que vivía al fondo de un corral de vecinos, en unas habitaciones umbrías en las que nunca me atreví a entrar, porque en una de ellas estaba siempre acostado su padre, inválido, rígido sobre la cama, quejándose del dolor que le había paralizado los huesos y que lo estaba matando tan despacio que tardó veinte años en morir. Me asomaba a la puerta, esperaba sentado, notando el frío de la piedra en las nalgas, pero el tiempo era eterno, mi padre no venía nunca, cuando se encendían las luces en las esquinas y el aire estaba oscuro y olía a humo y se escuchaban las campanas de la oración en las iglesias y los balidos de las cabras que volvían del campo era que mi padre estaba a punto de volver y que iba a empezar la novela en la radio, entraba en casa, en el portal empedrado, me asomaba con miedo al corredor de sombra que daba a las cuadras y al corral, olía a piedra húmeda y a estiércol, era como la boca de aquel túnel por el que caminaba un niño en una película, y el suelo era de piedra, no de losas ni de adoquines, sino una superficie ondulada de piedra viva, eso le decían, nacida y crecida allí como una criatura mineral, brillante de humedad como el lomo de una ballena, saltaban chispas cuando la golpeaban los cascos del caballo, ya en la noche cerrada, cuando mi padre había venido y volcaba en el portal una carga de hierba que llenaba toda la casa de un olor a savia y a tallos segados. Había espigas que pinchaban las manos y unas flores verdes que llamaban panecitos o plátanos y que dejaban en la boca un jugo muy dulce, pero no era bueno comer hierba, ni los tallos más tiernos, al que comía hierba se le hinchaba el vientre y se caía muerto en mitad de la calle, como en el año del hambre, decían, y yo imaginaba inacabablemente todo un año angustioso sin comer, un año que entonces contenía el tiempo inmóvil de la eternidad. Exploraba la casa, invisible, sin que mi madre lo supiera, porque en realidad no era yo quien estaba allí ni ellos eran mis verdaderos padres, me deslizaba en la penumbra mientras mi madre, sentada junto a la ventana, cerca de la radio iluminada, cosía algo, el hilo tenso extendido hacia arriba y la punta de la aguja brillando entre sus dedos, la luz verdosa de la radio, la luz azulada de la hornilla de gas, el invento del siglo, había dicho mi abuelo Manuel cuando la vio, un adelanto prodigioso, ya no hacía falta levantarse al amanecer para traer leña de la cuadra ni soplar hasta quedar exhausto, y la casa no se llenaba de olor a humo, el olor de la pobreza, decían, una mañana mi padre volvió del mercado antes de su hora de costumbre y con él venía un hombre vestido con un mono azul que traía una gran caja de cartón y de su interior salió aquella cosa blanca que resplandecía y que luego empezó a despedir fuego, no el fuego amarillo, naranja, rojo y violento de la leña, sino un fuego de color azul, una lumbre circular, domesticada, muy tenue, que se encendía aproximándole una cerilla, que silbaba antes de brotar y dejaba un olor muy pesado en el aire: había que tener mucho cuidado, les oí decir, que el niño no toque los mandos, que no se os olvide nunca apagarlo, porque nos envenenaríamos y nos moriríamos todos, como aquella mujer de la que contaban que había muerto mientras dormía por culpa de una hornilla de butano, se le olvidó apagarla y el gas estuvo saliendo toda la noche, silbando, como una serpiente, subiendo despacio por las escaleras, como esa niebla letal que mataba a los egipcios en «Los diez mandamientos». Un día me llevaron de la mano a una casa en la que ya se habían congregado todas las vecinas y mi madre me tomó en brazos para que viera un mueble nuevo instalado sobre un aparador: una especie de radio, forrada de madera brillante, con botones blancos y una pantalla gris y convexa que de pronto se inundó de una luz que hería los ojos y en la que apareció, como en un cine diminuto, una mujer rubia que leía sin mirar las hojas de papel desplegadas ante ella y pronunciaba todas las eses. Se produjo un parpadeo de blancos y grises, la mujer rubia ya no estaba, se veía a un matador hincando el estoque en la cerviz de un toro y todas las vecinas aplaudieron.

Me gustaba esa palabra que tanto decían, los adelantos, aunque avisaban que todos ellos estaban llenos de peligros, pero el peligro parecía la condición más habitual del mundo, no acercarse a los gatos para que no arañaran, ni a los cascos de los caballos y los mulos, porque podían aplastarle a uno la cabeza, no ponerse bajo los aleros en los días de viento, porque una teja podía matarlo a uno o porque una víbora podía caer al suelo y picarle en el tobillo, o peor aún, introducirse en la casa e ir en busca del calor de un cuerpo dormido y esconderse entre las mantas y las tocas de lana de un niño, no beber el agua donde hubieran escupido las salamanquesas, no descansar a la sombra en invierno para que no le diera a uno una pulmonía, no exponerse a los pasos de aire, que lo dejaban a uno idiota y con la boca torcida y los ojos vueltos, no aceptar los caramelos de los desconocidos, que podían ser tísicos en busca de la fresca sangre infantil, no respirar el aire inundado de gas, no tocar los enchufes, no mirar demasiado tiempo hacia ese aparato que yo no había visto nunca, pero del que decían que estaba en la casa opulenta de Bartolomé, en la plaza de San Lorenzo, un aparato que era igual que el cine, aunque mucho más pequeño y sin colores donde se veían las corridas de toros y los discursos de Franco. La televisión, contaban, se veía gracias a unos polvos blancos y grises que había en el interior de la pantalla, y esos polvos eran muy dañinos para los ojos, como el azufre que hacía brillar de noche los números y las agujas del despertador que había en la mesa de noche de mis padres. Pero uno no estaba seguro de que esas cosas existieran, todo era conjetural e improbable, y cuando algo sucedía tenía un aire de excepción y al mismo tiempo de naturalidad, estar solo en la oscuridad de la noche y pensar en lobos y no poder dormirse y soñar luego con ellos, estar despierto y recibir la luz del sol en los ojos y escuchar los chillidos de las golondrinas que habían anidado en el balcón, ver las caras inmensas en la pantalla del cine de verano y escuchar las voces de las novelas de la radio, los cascos de los caballos, la furia del viento, las ruedas de un coche deslizándose entre la lluvia, y todo eso escondido en el interior del aparato de donde fluía una luz verdosa, tras las cortinillas de crochet, creciendo o apagándose según girara uno el mando del volumen o el de las emisoras, la aguja negra moviéndose entre palabras que poco a poco era posible descifrar sílaba a sílaba y en voz alta, Madrid, Londres, París, Lisboa, Andorra, Su Excelencia el Jefe del Estado, Su Santidad el Papa, Manolo Escobar, Fidel Castro, el presidente de los Estados Unidos, Manuel Benítez el Cordobés, la capa de Luis Candelas, la canción del Cola Cao.

Oía siempre, espiaba sin comprender, aceptaba terrores y prodigios, me inventaba identidades maleables, nombres falsos, amigos que no existían, impunemente me aproximaba al círculo de los mayores y aprendía poco a poco a descifrar sus historias y a repetir palabras sonoras que decían, la aceituna, la televisión, la vaca recién parida, el acabamiento del mundo, los ciclones, la guerra, Azaña, el general Miaja, el comandante Galaz, don Juan Negrín, Franco, Ama Rosa, Juanito Valderrama, Guillermo Sautier Casaseca, Cinemascope, Avecrem, gas butano, Madrid, la momia emparedada, los adelantos, la operación, el hospital. Algunas veces no existía para nadie y exploraba solo la casa y encontraba tesoros tras la puerta del pajar y llanuras blancas de polvo debajo de las camas y selvas incandescentes en el fuego y otras veces era arropado hasta la barbilla, llevado en brazos, alzado más alto que una cumbre hasta el lomo de un caballo, cobijado en un chal, contra el pecho caliente y blando de mi madre, guiado de la mano por calles en las que me perseguía siempre el miedo a los niños mayores o a perderme o a escuchar la voz de la Tía Tragantía o de la momia de la Casa de las Torres, despertado antes del amanecer para llevarme a alguna parte, a casa de mi abuela Leonor, donde la comida sabía de otro modo y las sábanas estaban más frías y tenían un olor distinto, para subirme a un coche negro y grande conducido por un hombre de huesos protuberantes en el cráneo pelado que se llamaba Julián y recorría durante un tiempo infinito una carretera entre olivares y se detenía ante un edificio de ladrillo rojo con corredores habitados por monjas que no ponían los pies en el suelo, que se deslizaban sobre las baldosas como una pluma empujada por el aire y abrían una puerta blanca al otro lado de la cual había una mujer desconocida, acostada, con el pelo húmedo a los dos lados de la cara y los ojos ansiosos, mi madre. Confusamente notaba que había pasado mucho tiempo sin verla, que estaba enferma, que la había olvidado, pero se incorporaba en la cama de barrotes blancos y fríos y me apretaba contra ella, y aunque su pecho era igual de blando parecía más caliente y olía de otro modo, como el cuarto de la viga cuando a mi padre le ponían inyecciones, olía a alcohol y a desgracia, olía a miedo, ahora lo sé, a terror y hospital.

No hay motivos, ni cronología, ni estados intermedios. Acostado junto a Nadia, a una hora de la madrugada que no sé precisar, porque me falta voluntad para volverme hacia la mesa de noche donde está el despertador, a punto de dormirme del todo o de recobrar la conciencia, siento la misma pereza absoluta que cuando estaba un poco enfermo y con fiebre y no me mandaban a la escuela y me abrigaban subiéndome el embozo hasta la nariz y las fotografías que he visto en el baúl de Ramiro Retratista se agregan a mis sueños como las imágenes de una película que estuviera viendo mientras me dormía, figuras inmóviles cuyos labios empiezan a moverse y adquieren una voz que sin darme cuenta es la mía mientras le hablo a Nadia, sonámbulos los dos, rendidos hasta más allá del límite de la fatiga y el deseo, buscándonos aún, acariciándonos con delicada cautela. Nunca he hablado tanto de mí mismo, como le hablo a ella, tan despacio, tan detalladamente, con la misma lentitud con que mis dedos le entreabren la boca o el sexo o le untan los pezones de saliva, quiere saber cosas de mí en las que ni siquiera yo he pensado, y entonces me doy cuenta de que por primera vez en mi vida soy yo quien cuenta y no quien escucha, quien cuenta no para inventar o para esconderse a sí mismo, como cuando Félix y yo teníamos seis o siete años y me pedía que le contara historias o como cuando estaba solo en la huerta de mi padre y distraía las horas contándome en voz alta una vida falsa y futura, sino para explicarme todo lo que hasta ahora tal vez nunca entendí, lo que oculté tras las voces de otros. Ahora es mi voz la que escucho, hablando durante horas, hablándole a Nadia, y tengo la sensación de que la oigo yo mismo en una cinta grabada hace mucho tiempo o está sonando sin que yo sepa de dónde viene en los auriculares de una cabina de traducción. Yo soy, a través de Nadia, el testigo de mi propia narración, es ella quien reclama mi voz y quien la revive con la misma asidua ternura con que sus dedos rondan mi piel y quien modela a mi alrededor un espacio y un tiempo donde no hay nadie más que nosotros y en el que fluyen sin embargo todas las voces y todas las imágenes de nuestras dos vidas.

Pienso en la extrañeza de entonces, en la desarmada inocencia con que mis ojos presenciaban el mundo. El día es una eternidad vertiginosa de luz en los terraplenes de la calle Fuente de las Risas y cuando cae abruptamente la noche es para siempre, todas las cosas ocurren en un presente sin vaticinios ni recuerdos. Estoy jugando solo en la calle, ante la puerta entornada de mi casa, y de pronto sube un frío húmedo de la tierra y cuando mi padre vuelva del campo traerá consigo la plenitud de la noche y el olor de la hierba. Me muestra una cicatriz que tiene en el cuello y me cuenta que se la hizo la espada de un moro en una batalla de la guerra. Recorro las habitaciones de la casa en busca de mi madre, que tal vez ha ido a la tienda, y como no la encuentro supongo con angustia y resignación que no voy a verla nunca más. Estoy con ella, en la sala oscura de un cine, no en Mágina, sino en la capital de la provincia, y en la pantalla veo rostros de un tamaño abrumador y cuerpos cortados por las piernas que sin embargo caminan. Veo o sueño a un niño dormido y desnudo sobre una piel de oveja y una serpiente se desliza por un túnel de piedra arenosa y el niño se revuelve sin despertar y yo cierro los ojos porque sé que la serpiente va a picarle y que tal vez ese niño soy yo. Mi madre está hablando con una vecina y de pronto me aprieta contra su pecho y rompe a llorar y la vecina dice dos palabras que no entiendo: cometa y fin del mundo. Mi padre está acostado, con la cara muy blanca, más que la tela de la almohada, y sobre la mesa de noche hay frascos de medicinas y pequeñas cajas de cartón que han sido recortadas hasta adquirir formas de animales: un perro de orejas caídas, un burro con su serón, un gato con los bigotes retorcidos. Estoy jugando en una casa que no es la mía y de pronto extraño a mi madre y sé que no va a venir si la llamo. Estoy acostado en una cama extraña, frente a una puerta de cristales con visillos más allá de la cual hay una habitación que me da miedo: una mesa muy larga, de madera brillante, y sobre ella un perro de escayola con la lengua hacia afuera, y a su alrededor seis sillas tapizadas de verde en las que se me antoja que hay sentados seis hombres invisibles. Alzo la cabeza al oír una voz y mi madre viene hacia mí, sonriente y cambiada, me estrecha en su regazo y me toca con las manos frías la cara llena de lágrimas. Un hombre que ha venido y se ha sentado junto a la cabecera de la cama donde está acostado mi padre aunque es de día abre su mano derecha y en la palma hay un caramelo envuelto en un papel de color verde, y el sabor del caramelo en la boca es más verde aún, picante, muy intenso, el aire se vuelve fresco al entrar en la nariz. Es de día y de pronto es de noche. Estoy en el cuarto de la viga y unos hombres sacan por la ventana los muebles y luego estoy en el corral de nuestra casa en la Fuente de las Risas, mirando una hilera de hormigas rojas que suben por el tronco de un granado. Los granos son rojos como las cabezas de las hormigas. Las hojas de la higuera sueltan una leche blanca y picante que me escuece los ojos cuando los froto con los dedos manchados. Estoy jugando en la calle con un indio de goma que tenía mi madre en el bolsillo del mandil cuando apareció en la puerta donde un segundo antes no estaba y la sombra de alguien desconocido se inclina sobre mí y luego la cara y ya no tengo el indio. Veo a un niño flaco, parado frente a mí, con los ojos grandes y la cabeza pelona, con un mandil como el mío. Mi madre habla con la suya, que tiene las rodillas amoratadas y rojas bajo el borde de la falda, y dice: «Éste es el Félix, a ver si os hacéis amigos.» Veo una caja de lata con dibujos de puentes y de mujeres con moños y sombrillas y al abrirla descubro un tesoro en billetes de banco, y más al fondo, en el armario, toco un cinturón y una funda de cuero con forma de pistola, pero la abro y está vacía. Veo un caballo de cartón que tiene los ojos grandes y quietos como ese niño llamado Félix y cuando me acerco a tocarlo alguien grita, en broma, «¡que te muerde!», y aparto la mano y escucho las carcajadas de mi abuela Leonor, que luego se repiten en un sueño. Se ha ido la luz mientras subía las escaleras, y una voz desde abajo, la de uno de mis tíos, murmura, ay mama mía mía mía, quién será, cállate hija mía mía mía, que ya se irá. En el sueño mi abuela Leonor y las vecinas de la calle ríen sin parar en la plaza de San Lorenzo y cada vez son más pequeñas y más gordas y tienen las bocas más grandes. Me despierto y no hay nada en la oscuridad. Eso mismo veía la mujer a la que emparedaron en la Casa de las Torres. Estoy de pie, en la oscuridad, sobre una superficie muy alta, una mesa, y hay contra mi pecho un cristal tan helado como el de las ventanas en los días de invierno. Extiendo las manos y no hay nada, ni arriba ni abajo, ni día ni noche. Una mano toca la mía y oigo las voces de mi madre y de mi abuela, que hablan con alguien como si yo estuviera dormido y dicen una palabra que no entiendo y que me da mucho miedo: radiografía. Ahora hay tanta luz que tengo que cerrar los ojos y un hombre de bata blanca que no huele como los hombres de mi familia está mirándome y su cabeza tiene alrededor una cinta de goma y en su frente hay un espejo redondo en el que veo mi propia boca abierta. Tengo frío en el pecho y a veces tengo mucho calor y mucha sed, una sed desesperada que me impide despegar la lengua del paladar y pedir agua. Mi madre me tiene en brazos junto a una puerta de cristales escarchados, y una mujer vestida de blanco me sonríe y me habla y yo sé que me miente y me arranca de los brazos de mi madre y me lleva al otro lado del cristal, donde está el médico con esa lámina de cristal o de acero en la frente que parece un ojo muy grande. En los descampados de la Fuente de las Risas Félix y yo removemos la tierra húmeda y grumosa buscando hormigas aladas. Alzan el vuelo y brillan en la mañana dorada y azul como fragmentos de cristal. Mi madre me lleva de la mano y no sé hacia dónde y estoy muerto de terror. En un escaparate hay una carroza de juguete, con cuatro caballos de color verde y un soldado que sostiene un látigo. He oído decir que antes de que yo naciera había carro de los muertos tirado por caballos y que un jinete los hacía galopar a latigazos. El nombre de ese carro me daba más miedo que la palabra tísico o la palabra hospital: la Macanca. Tengo en brazos a un gato pequeño y rubio que jugaba conmigo bajo la mesa camilla mientras los mayores hablaban muy por encima de nosotros y sin que nadie me vea lo encierro en un cajón donde hay cuchillos y cucharas y un artefacto metálico con mango rojo que sirve para batir huevos y que a veces uso yo como un arma de película. Mi madre tira de mí por un pasillo muy largo y mi mano sudada se escurre entre la suya y me quedo parado entre dos baldosas, un pie en una baldosa blanca y otro en una baldosa negra. No sé dónde estoy, pero no es en Mágina, y me va a ocurrir algo. En el corral de una casa donde hay ruedas amontonadas de coches mi amigo Félix come puñados de tierra oscura. La tierra sabe amarga y se deshace en la boca como una onza de ese chocolate que tiene dibujada a una Virgen. Bajo el envoltorio de colores algunas veces encuentro estampas de aventuras o de artistas de cine que huelen intensamente a cacao. Abro cajones y están vacíos. Abro cajones donde hay hojas amarillas de periódicos. Me gusta abrir cajones y mirar debajo de la ropa doblada para encontrar fotografías. Mi madre dice que ese hombre de pelo blanco que está sentado en un escalón y acaricia el lomo de un perro era su abuelo: qué raro, ella no es una niña y tiene o ha tenido abuelo, igual que yo, pero dónde está ahora, se lo pregunto y no me quiere contestar. A veces los mayores se quedan callados y no responden las preguntas. Abro un cajón y un gato con el pelo erizado salta sobre mí y me araña las manos y la cara y lo veo todo rojo, como cuando me oculto tras la cortina roja del cuarto de mis padres y no contesto si me llaman. Estoy atado a un sillón con correas y el hombre del espejo en la frente sostiene debajo de mi boca una palangana de sangre. El suelo donde estoy sentado junto a Félix mientras comemos tierra está frío y húmedo y sé que dentro de poco se encenderán las luces y será de noche y oiremos la trompeta del cuartel. Cuando la tierra está fría y huele a humo viene mi padre montado sobre un mulo y es que ya es de noche. Algunas veces la noche es más grande y azul y la luna está en el aire y también en el agua de las albercas. En las noches azules se ven desde el terraplén luces que tiemblan en la lejanía, se oyen las voces y la música del cine de verano y en el cielo hay un camino blanco y una luna amarilla sobre los tejados que parece una cara. Estoy tendido en una cama cuando abro los ojos y no sé dónde estoy, pero sobre la mesa de noche hay una carroza de juguete con cuatro caballos y un soldado que maneja un látigo. Cerca de mí dice una voz: «ya está volviendo de la anestesia», y siento que me duermo pensando en esa última palabra, que tiene el olor del hospital y un sabor amargo de medicina. Cuando tengo sueño mi madre dice, vámonos al cine de las sábanas blancas, y yo la creo porque pienso en la sábana blanca y vacía que hay frente a nosotros cuando aún no se ha apagado la luz. En el cine todo el mundo está callado y huele a la superficie roja y suave de las butacas o a pipas de girasol o a galanes de noche y no se ve nada en la pantalla, que es una sábana blanca. Luego en la pantalla es de día y más arriba y a su alrededor es una noche de verano sobre la que permanece inmóvil la cara de la luna, que se parece a la cara de mi madre. Dicen operación, dicen hospital, dicen sanatorio, próstata, penicilina, radiografía, anestesia. Las piernas con medias negras de la madre de Félix aparecen junto a nosotros, su mano con la manga enlutada lo levanta del suelo, le golpea la cara y la boca abierta de Félix está manchada de saliva, de tierra y de mocos. Dicen palabras que poco a poco voy reconociendo y empiezo a comprender, aunque a veces tengan significados imposibles, dicen matar el tiempo y yo imagino a un hombre encorvado que maneja un cuchillo contra la oscuridad, dicen estrella de cine y veo en el cine a oscuras y en la pantalla negra una luz que la cruza en diagonal como las estrellas fugaces en las noches de verano, dicen tirar la casa por la ventana y veo la ventana de nuestra cocina en la calle Fuente de las Risas y a mi padre investido de una estatura hercúlea que arranca la reja y levanta en sus manos una maqueta de la casa y la tira a la calle donde se rompe sobre el empedrado con un estrépito de cristales y de tejas. Hablan entre sí, cuentan, no paran nunca de contar, mi abuelo Manuel me sienta en sus rodillas, junto al fuego, se quita la boina y su calva brilla bajo la luz como la panza de un cántaro, sonríe y me dice, quieres que te cuente un cuento recuento que nunca se acaba con pan y pimiento, y yo le digo que sí o que no y él repite una y otra vez lo mismo hasta exasperarme, no te he dicho que me digas que sí o que no, sino que si quieres que te cuente un cuento recuento que nunca se acaba con pan y pimiento, o se me queda mirando y mueve la cabeza y dice con aire pensativo, bueno, hombre, bueno, así que tú eres el guarda de don Juan Moreno, y si le contesto que no vuelve a decir, bueno, hombre, bueno, pues yo pensaba que eras el guarda de don Juan Moreno. Sueño voces, las oigo a todas horas en la radio, venidas de no sé dónde, del interior del aparato, me subo a una silla para alcanzar su repisa y trato de mirar bajo ese resquicio por donde fluye al anochecer su luz verdosa queriendo descubrir quién se oculta dentro, cómo es posible que baste mover suavemente el sintonizador para que se sucedan voces de hombres y mujeres, canciones que algunas veces no se entienden, como las palabras de las emisoras extranjeras, aventuras que tienen lugar en los mares del Sur o en las calles de París, para que suene el estrépito del mar con más fuerza que en el interior de una caracola y la lluvia y el viento y los truenos de una tormenta, para que relinchen y galopen caballos y aúllen los lobos como en los relatos que me cuenta mi abuelo. Oigo las voces, les atribuyo caras, oigo el mar y lo veo con el mismo color azul oleoso y brillante que tiene en las películas, y que ya para siempre me gustará más que el color de los océanos verdaderos, oigo nombres de ciudades y de mujeres y me conmueve un amor desconsolado y simultáneo por ellas, discos dedicados, a la señorita más guapa de Mágina de parte de su novio, al niño Paquito Puga en el día de su primera comunión, oigo pitidos y murmullos semejantes a los ecos que suenan en una iglesia desierta y distingo voces que no puedo comprender, en idiomas extraños que a mi abuela le dan mucha risa, hay que ver, dice, lo raro que habla esa gente, con lo fácil y lo claro que hablamos nosotros, aprendo a distinguir la ironía en la voz de mi abuela Leonor y el miedo y la ternura en la de mi madre, que me despierta todas las mañanas cantando romances y canciones de Concha Piquer y del negro Machín mientras friega los suelos y hace las camas en el dormitorio contiguo, abro los ojos, escucho su voz, que ya había estado oyendo en los últimos minutos de sueño, sé que cuando entre a mi dormitorio va a descorrer las cortinas y a decirme mientras me sacude suavemente, las mañanitas de abril, gustosas son de dormir, y las de mayo, ni fin ni cabo, mientras del otro lado del balcón viene una luz de un amarillo de polen y un aleteo de golondrinas. Oigo las voces de las niñas en la calle, los pregones de los buhoneros que pasan, las palabras en latín que resuenan en la penumbra cóncava y fría de la iglesia, descubro que las voces pueden sonar también en el silencio, estoy tendido de noche en la oscuridad e imagino que oigo mi propia voz contándome una historia que me ha contado mi abuelo o que se repite la letanía temible de la madre y la hija que escuchan los pasos de su asesino o la de la Tía Tragantía, esa giganta vestida de harapos que ronda las esquinas sin luces en las primeras noches del verano, yo soy la tía Tragantía, hija del rey Baltasar, el que me oiga cantar no vivirá más que un día y la noche de San Juan.

Me tapo los oídos por miedo a escuchar esa canción, pero el insomnio de la noche está poblado de rumores que parecen palabras susurradas en un idioma extranjero, me escondo bajo las sábanas, me tapo la cabeza con la almohada, oigo mi sangre y mi respiración, imagino que yo soy ese niño dormido al que va a picar una serpiente, que los pasos suben en mi busca y no puedo despegar los labios para llamar a mis padres, en el silencio de la calle permanece el eco de las últimas canciones que cantaron las niñas antes de retirarse a sus casas, ay qué miedo me da de pasar por aquí, si la momia estará escuchándome a mí. Cuando salimos de casa de mi abuela Leonor y estoy casi dormido en brazos de mi padre miro el volumen sombrío de la Casa de las Torres y su portalón cerrado y sus ventanales vacíos y pienso en el fantasma de la mujer a la que enterraron viva, y cuando subimos por la calle del Pozo en dirección al Altozano (me han tapado la boca con la bufanda de lana, y la chaqueta de mi padre y sus manos huelen a tabaco y a tierra húmeda y a hierba segada) oigo acercarse unos pasos y unos golpes de bastón que me obligan a cerrar los ojos como cuando estoy vislumbrando una pesadilla, porque sé que si los abro veré bajar por la acera a ese hombre ciego que lleva un abrigo muy grande y unas gafas negras y camina rozando las paredes con su mano extendida. Luego Félix me pide que le cuente una historia de miedo, sentados al atardecer en el escalón de su casa, mirando los juegos brutales de los otros, y yo le hablo de la mujer emparedada y del ciego al que le dispararon a los ojos dos balas de sal y del niño que dormía sin saber que se le estaba acercando una serpiente. Siempre quiere que le siga contando, y cuando se me acaban las historias que le he oído a mi abuelo las continúo inventando peripecias nuevas mientras hablo, acordándome de películas y de ilustraciones de libros: he descubierto que los libros están llenos de palabras y de voces silenciosas, lo sé porque mi abuelo abre de vez en cuando un gran volumen que guarda en la caja del reloj y es como si levantara la tapa de un baúl lleno de palabras. El libro tiene los cantos requemados, y mi abuelo me explica con orgullo que lo rescató de la hoguera a donde los milicianos habían arrojado todos los libros y los muebles del cortijo donde trabajaba cuando estalló la guerra. «Una gracia que hiciste», dice mi abuela Leonor, «que un poco más y te tiran también a ti a la lumbre». Cuando estoy solo busco el libro y lo pongo sobre la mesa igual que mi abuelo y recorro las páginas buscando las palabras que él dice en voz alta, pero yo sólo veo signos que no puedo descifrar, me humedezco el pulgar, como hace él, para pasar las páginas, sigo las líneas con el dedo índice de mi mano derecha, busco los grabados, que me impresionan más que las imágenes de una película, coches antiguos con los faros encendidos corriendo por una carretera al filo de un precipicio, mujeres vestidas con sombreros de plumas y abrigos de pieles, malvados con la nariz aguileña y la cara torcida que sostienen revólveres. Le hablo a Nadia en voz baja y miro frente a nosotros el grabado del jinete y aunque sé que es imposible tengo la sensación de que lo he visto hace muchos más años de lo que yo creía, en una de las páginas con los filos requemados de aquel libro que leía mi abuelo Manuel, la misma sensación de aventura y de sueño, de lejanía y viaje hacia la oscuridad por un sendero montañoso, mi abuelo atravesando la sierra de Mágina en una noche de tormenta estremecida por los aullidos de los lobos y los relinchos de los juancaballos, Miguel Strogoff perseguido por los tártaros en el primer libro que me compraron cuando supe leer, mi padre subiendo a caballo de la huerta cuando ya están encendidas las luces y apareciendo en una esquina de la calle Fuente de las Risas. Dejo a Félix, voy corriendo hacia él, descabalga de un salto, me levanta en sus brazos, noto su barba áspera en mi cara cuando me da un beso, me alza un poco más y me sienta sobre la albarda del caballo, me da miedo y vértigo, casi me caigo, soy un inútil y él seguramente lo sabe desde que nací, me dan terror los animales, hasta las lagartijas, pero él me sostiene y me pone las riendas en la mano y entonces yo también soy un jinete y me imagino que cabalgo por una película, perseguido por los indios, diciéndole adiós a Félix con la mano, un adiós muy rápido, para no caerme al suelo.

Y es ahora, mientras le hablo a Nadia, mientras las palabras vienen a mis labios tan involuntariamente y tan sin tregua ni orden como las imágenes de un sueño, cuando surge ante mí un recuerdo intacto y perdido, no un recuerdo, sino algo más poderoso y material, la sensación de ir montado en un caballo detrás de mi padre, abrazado a su cintura, apretando, porque él me lo ha dicho, las piernas y los talones contra el lomo, sintiéndome llevado y protegido por su fortaleza, dejando atrás las últimas cuestas empedradas de Mágina y descendiendo por un camino entre trigales verde claro y jaramagos: voy con él e imagino que cabalgamos hacia una aventura leída en los libros, sé que tengo ocho o nueve años y que dentro de poco abandonaremos la casa en la Fuente de las Risas y nos iremos a vivir con mis abuelos a la plaza de San Lorenzo, he visto a mi padre quedarse absorto por las noches delante de un papel en el que traza números de manera incesante, los he oído hablar de mudanza y de tierra y de miles de duros y he sabido que algo estaba a punto de sucedemos, algo más grande que la llegada de la radio o de la hornilla de butano. Bajamos por el camino, mi padre detiene el caballo junto a una casa pequeña que tiene hundido el tejado, baja de un salto, tiende la mano hacia mí y me dice que salte, no me atrevo, noto en su cara el desagrado, me ayuda a bajar, ata el caballo al tronco de un álamo seco. La casa está en ruinas, las veredas y las acequias están borradas por la hierba, el agua verde oscuro de la alberca apenas puede verse bajo las ovas y los juncos. Más allá de las terrazas abandonadas de la huerta se extienden las olivares que bajan hasta la orilla del río y en el sol de la tarde vibra el azul puro de la Sierra. Mi padre enciende un cigarrillo, pasa su mano derecha por mi hombro, me lleva por veredas umbrías bajo las copas de las higueras donde se agita con el viento suave un escándalo de pájaros. Ahora recuerdo el modo en que pisaba aquella tierra abandonada, el entusiasmo secreto con que arrancaba una mata de mala hierba y apretaba en su mano los grumos adheridos a la raíz, en cuclillas, con el cigarro en la boca, mirándome con una sonrisa de felicidad, de pasión e inocencia que hasta entonces yo nunca había visto en sus labios y en sus ojos: tenía treinta y dos o treinta y tres años y el pelo recio y ya casi blanco acentuaba la juventud de su cara cobriza. Tal vez si no hubiera visto en el baúl de Ramiro Retratista las fotografías que le hicieron cuando yo no había nacido no podría acordarme ahora de la expresión de su cara ni entender que aquel día, al pisar la tierra que había comprado y removerla con sus manos y dejarla escurrirse entre sus dedos estaba tocando la materia misma del mejor sueño de su vida.

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