II Jinete en la tormenta

Puedo inventar ahora , impunemente, para mi propia ternura y nostalgia, uno o dos recuerdos falsos pero no inverosímiles, no más arbitrarios, sólo ahora lo sé, que los que de verdad me pertenecen, no porque yo los eligiera ni porque se guardara en ellos una simiente de mi vida futura, sino porque permanecieron sin motivo flotando sobre la gran laguna oscura de la desmemoria, como manchas de aceite, como esos residuos arrojados a la playa por el azar de las mareas con los que el náufrago debe mal que bien arreglarse para urdir en su isla un simulacro de conformidad con las cosas. Hasta ahora supuse que en la conservación de un recuerdo intervenían a medias el azar y una especie de conciencia biográfica. Poco a poco, desde que vi las fotografías innumerables de Ramiro Retratista y fui impregnándome del rostro y de la voz y de la piel y la memoria de Nadia igual que una cartulina blanca y vacía se impregna de sombras grises y luces sumergida en la cubeta del revelado, empiezo a entender que en casi todos los recuerdos comunes hay escondida una estrategia de mentira, que no eran más que arbitrarios despojos lo que yo tomé por trofeos o reliquias: que casi nada ha sido como yo creía que fue, como alguien, dentro de mí, un archivero deshonesto, un narrador paciente y oculto, embustero, asiduo, me contaba que era.

Todavía me desconcierta la extensión del olvido, la magnitud de todo lo que he ignorado no ya sobre los otros, vivos y muertos, sino sobre mí mismo, sobre mi cara y mi voz en el pasado lejano, en los días finales de la primera mitad de mi vida, cuando me creía, acobardado y temerario, en las vísperas acuciantes de un porvenir que era falso y que también se ha extinguido. Pero ahora imagino cautelosamente el privilegio de inventarme recuerdos que debiera haber poseído y que no supe adquirir o guardar, cegado por el error, por la torpeza, por la inexperiencia, por una aniquiladora voluntad de desdicha abastecida de excusas y hasta de fulgurantes razones por el prestigio literario de la pasión. Le dije a Nadia: por qué no nos encontramos definitivamente entonces, cuando nada nos había gastado ni envilecido, cuando todavía no nos había manchado el sufrimiento. Pero en realidad no quiero modificar en su origen el curso del tiempo, sólo concederme unas pocas imágenes que pueden no ser del todo falsas, que tal vez estuvieron durante fracciones de segundo en mi retina y no llegaron a alcanzar la conciencia y sin embargo permanecen en alguna parte dentro de mí, en lo más hondo de la oscuridad y del olvido, avisándome de que lo que yo supongo invención en realidad es una forma invulnerada de memoria, de modo que si ahora imagino una mañana de hace dieciocho años en que la vi cruzar con su padre la puerta encristalada del bar Martos, a contraluz, caminando sobre la mancha de sol que brillaba en las baldosas y apenas reverberaba en la penumbra donde mis amigos y yo estábamos oyendo una canción de Jim Morrison o de John Lennon o de los Rolling Stones en la máquina de discos, si no logro definir su cara pero sí la orla deslumbrante de su pelo rojizo, si me atribuyo la sensación de curiosidad y extrañeza que entonces provocaban siempre en nosotros los forasteros, tal vez actúo como un adivino de mi propio pasado, y por eso me gana una emoción de verdad de la que hace mucho quedaron despojados esos recuerdos que ya no estoy tan seguro de que sean veraces, que se parecen a los cuadros rutinarios y a las fotografías enmarcadas de una casa en la que uno no desea vivir, despojos, no trofeos, innobles como reliquias degradadas por el escarnio, por el abandono y las telarañas, colgadas en capillas siniestras a las que nadie acude.

Puede que yo estuviera allí el día que llegaron, porque pasaba una parte considerable de mi vida en el Martos, escuchando discos extranjeros en cuyas letras trabajosamente descifradas intuía las palabras de una revelación sobre algo que estaba muy lejos de mí, que nunca alcanzaría y que sin embargo había nacido conmigo, bebiendo cañas de cerveza con la necesaria lentitud para que durasen lo más posible, fumando cigarrillos, con Martín y Serrano, a veces con Félix, que silbaba por lo bajo alguna melodía barroca y estaba como de visita, recostados contra la pared húmeda, entornando los ojos para hacer más intenso el efecto narcótico de la cerveza, del humo y la música, mirando tras los cristales a las mujeres que pasaban, a los viajeros recién llegados en el autocar de Madrid, al que le decían la Pava, por lo lento que era, a los que estaban a punto de marcharse y entraban en el Martos para comprar cigarrillos o beber un café, excitados, imaginábamos nosotros, por la proximidad de la partida, nerviosos, mirando sus relojes de pulsera y vigilando al conductor, que conversaba con el dueño en una esquina de la barra y hacia las tres y veinticinco, cuando nosotros también debíamos marcharnos al instituto, apuraba su cigarrillo con una última calada, se frotaba las manos y decía en voz alta, vámonos, y yo pensaba, quién pudiera.

En Mágina, entonces, aún llamaba la atención la llegada de un forastero, y no porque nos conociéramos todos, pues hacia el norte habían crecido primero barrios de casas pequeñas, corrales ínfimos y calles empedradas, y luego bloques de pisos que tenían garajes y cafeterías en los bajos, y cuyos ascensores, en los que entrábamos alguna vez para subir a la consulta de un médico, nos producían una admiración indiscernible de la claustrofobia y del callado terror. A los forasteros se les identificaba sin vacilación, y no me refiero sólo a los turistas aislados que llevaban pantalón corto y cámaras fotográficas que usaban enigmáticamente para tomar retratos de burros con serones y de palacios viejos que a nosotros nos parecían irrelevantes y en los que ni los gitanos de la calle Cortina habrían querido vivir. Hasta no hacía muchos años, la presencia de una pareja de turistas provocaba un alboroto de niños en la calle y de postigos abriéndose a medias para examinar esas figuras menos llamativas que ridículas, las mujeres con el pelo oxigenado y las picudas gafas de sol sobre las caras pálidas, los hombres, tan mayores, con las piernas blanquecinas y peludas al aire y cortos calcetines de colores brillantes, con camisas floreadas y abiertas que aquí parecían más propias de los payasos, de los maricones o de los idiotas detenidos en una infancia decrépita que de las personas en su juicio.

Alguna vez, en el barrio de San Lorenzo o en el de la Fuente de las Risas, donde quedaban todavía turbulentas cuadrillas de niños que emprendían feroces guerras a pedradas, una pareja de turistas acababa huyendo de una curiosidad silenciosa y hostil que inopinadamente se había convertido en persecución. Pero con el tiempo la ciudad fue acostumbrándose a ellos, en parte porque cada vez era más frecuente su llegada, y en parte también porque el exotismo de sus actitudes, de su vestuario y de las matrículas de sus coches se fue disolviendo en el cambio gradual de todas las cosas, que sólo a los muy mayores les pareció desconcertante e incluso amenazador. Había turistas igual que había coches en todas partes y a todas horas, televisores, semáforos, pollos gigantes, cocinas de gas, vajillas de duralex, cantantes de pelo largo y ademanes afeminados, como decían que era el hijo golfo del inspector Florencio Pérez, piscinas con trampolines olímpicos, camisas que nunca se arrugaban, edificios de ocho y hasta diez pisos y máquinas expendedoras de tabaco y de bolsas de pipas, que a más de uno le parecieron la señal de que estábamos viviendo en un mundo automático en el que muy pronto los robots suplantarían a los hombres.

Pero a los forasteros se les seguía distinguiendo con facilidad, aunque no tuvieran el pelo rubio ni llevaran cámaras al cuello ni usaran absurdos pantalones cortos. Ni siquiera hacía falta oírlos pronunciar las eses finales de las palabras: se les reconocía simplemente por la cara, pues alguien podía tener cara de no ser de Mágina igual que de estar enfermo o de haber bebido en exceso, y era fácil que se les atribuyeran vidas legendarias y fortunas cuantiosas, tal vez a causa de un vago sentimiento de inferioridad que nos inclinaba a suponer que más allá de nuestra colina y de la doble frontera del Guadalquivir y del Guadalimar se extendía un mundo ilimitado y próspero que a casi todos nosotros nos estaba prohibido, a menos que la suerte acompañara a la audacia o que aceptáramos cumplir en él tareas subalternas, no siempre más ingratas ni peor pagadas que las habituales aquí. A mi padre le rondaba la idea de vender la huerta y los olivos y emigrar a Benidorm o a Palma de Mallorca, donde consideraba posible encontrar un empleo de jardinero en algún hotel. Yo me colocaría de botones, decía, y en poco tiempo, con mi facilidad para los idiomas, perfeccionando mi habilidad para escribir a máquina con los diez dedos y sin mirar el papel, llegaría a convertirme en maître, palabra cuyo significado exacto él desconocía, pero que pronunciaba con reverencia, pues alguien, alguno de sus parroquianos del mercado, le había dicho que ser maître era hoy en día más que ser ingeniero o médico, con la ventaja de que no era preciso gastar la juventud y estropearse la vista estudiando en una capital. Me hablaba de gente que de tanto estudiar había caído enferma de palidez y acababa mirando el vuelo de las moscas en las celdas con azulejos blancos de los manicomios. Se acordaba de amigos y parientes suyos que se marcharon a Madrid, a Sabadell o a Bilbao cuando él era joven y que ahora vivían en pisos con calefacción y cuarto de baño, tenían paga segura y regresaban de vez en cuando a Mágina conduciendo sus propios automóviles. Hablaba con admiración y nostalgia de su primo Rafael, que había sido su mejor y casi su único amigo hasta el final de la adolescencia, y que ahora, veinte años después de salir huyendo del hambre y de la esclavitud del trabajo en el campo, era conductor de autobús en Madrid.

Pero se daba cuenta amargamente de la dificultad de triunfar fuera de Mágina. Salvo su primo Rafael y algún otro -porque la mayor parte de los que volvían a pasar las vacaciones aparentaban por vanidad o vergüenza una posición que nunca alcanzaron y se entrampaban para traer regalos a la familia y alquilar grandes coches que pasaban por suyos- sólo había triunfado de verdad un matador de toros, Carnicerito, torero más de arte que de valor, puntualizaba mi abuelo Manuel, que en unos pocos años había pasado de las capeas en las cortijadas a la vuelta al ruedo en Las Ventas, y a quien mi padre admiraba más aún porque era hijo de un carnicero que tenía en el mercado un puesto enfrente del suyo, de modo que lo había visto nacer, como quien dice, explicaba, halagado por el hecho de conocer a alguien muy célebre, y desde chico se le vio la afición. Ahora Carnicerito salía en la portada del Dígame -tenía la cara larga y el perfil grave y ensimismado, como Manolete- y algunas veces irrumpía en Mágina, en el paseo del León, en la calle Nueva, en la plaza del General Orduña, al volante de un Mercedes blanco y descapotado en el que se veía vibrar desde lejos la melena al viento de una rubia que sería, sin duda ninguna, forastera, y con la que a mediodía era posible verlo sentado en la terraza del Monterrey, una cafetería con barra de aluminio y paredes de moqueta azul recién abierta bajo los soportales, donde nosotros creíamos que sólo les estaba permitido sentarse a los ricos, a los forasteros y a las mujeres rubias que fumaban con las piernas cruzadas y descubiertas hasta más arriba de la mitad de los muslos.

Bajábamos del instituto y al vislumbrarlas desde lejos, en la mancha oblicua de sol que prolongaba la sombra del general hasta las losas de los soportales, se nos cortaba de antemano la respiración, y el vaticinio de sus piernas desnudas nos sumía en una fervorosa y desatada desdicha. Mujeres con grandes gafas oscuras, con un pañuelo a modo de diadema alrededor de la frente, con los labios pintados de rojo, de violeta, de rosa, con relojes de pulsera tan grandes como los de los hombres -no esos relojillos mínimos y medio hundidos en las mantecosas muñecas de las mujeres que conocíamos nosotros- pero con una correa muy ancha, de cuero negro, según una moda que resultó fugaz, pero que a nosotros nos parecía un signo de exotismo y de audacia. Fumaban cigarrillos extralargos con filtro, sosteniéndolos en el extremo de sus largos dedos con anillos y uñas rojas y ovaladas, muy largas también, como todo en ellas, los muslos, las melenas lisas y teñidas, las manos, los cigarrillos, hasta las sonrisas, las carcajadas que resonaban al mismo tiempo que el hielo tornasolado en los vasos y las pulseras en sus muñecas delgadas y casi frágiles, como sus picudos tobillos, en los que a veces relucía una tenue cadena de oro, como los curvados empeines que descendían hasta ajustarse al molde exacto de los tacones de charol.

En los veladores metálicos del Monterrey, a un paso de los hombres con oscuros trajes de pana que miraban el cielo en espera de lluvia y la estatua del general y el reloj de la torre con una paciencia mineral, parecían envueltas en una lujosa claridad de indolencia y de whisky, una bebida de la que hasta entonces sólo supimos que existía en las películas del Oeste, y si al pasar junto a ellas las mirábamos disimuladamente, con las cabezas bajas, con las carpetas de apuntes bajo el brazo, con la expresión ensombrecida por el deseo y el bozo, nunca encontrábamos sus ojos, ocultos tras las gafas oscuras, sino facciones tan rígidas como las de una esfinge, labios rectos y fríos, curvándose en el cristal de una copa o en torno al filtro de un cigarrillo que no olía sólo a tabaco rubio y a dinero, sino a jabón de baño y a piel no dañada por el trabajo ni el sol, dorada por la pereza en arenales junto al mar, en esa playas que se veían en las películas en tecnicolor y a las que la mayor parte de nosotros no habíamos ido nunca: incluso el mar tenía entonces en nuestra tierra de secano como un prestigio de invento reciente.

Sabíamos que eran forasteras no sólo porque fumaran en público y se sentaran en la terraza del Monterrey sino porque sus cuerpos parecían obedecer a otra escala, a una medida de longitud y de esplendor inaccesible para las mujeres de Mágina, a una calidad de indolencia y de tránsito, de provocación, indiferencia helada y aventura, como las mujeres del cine y las de aquellas revistas extranjeras de modas que compraban las madres de algunos de nuestros amigos. Que alguien de Mágina, Carnicerito, anduviera con ellas, que las mostrara como trofeos gloriosos en el asiento de piel de becerro de su Mercedes blanco, nos parecía oscuramente un desquite entre sexual y de clase, de modo que no lo mirábamos pasar con envidia, sino con orgullo, casi con la misma exaltación con que oíamos en los anocheceres de verano el estampido de los cohetes que anunciaban el número de orejas cortadas por él en alguna corrida. La gente se paraba en la calle y aplaudía, y hubo una tarde memorable en que se sucedieron cuatro cohetes y a continuación, después de un silencio en el que se extendía el humo y el olor de la pólvora, estalló por sorpresa un gran trueno que sacudió los cristales de todas las ventanas: Carnicerito, en La Maestranza, había cortado un rabo y lo habían sacado a hombros por la puerta grande. En la iglesia de San Isidoro, el párroco, don Estanislao, aguileño y huesudo como la estatua de san Juan de la Cruz que hay en el paseo del Mercado, vehemente taurino, interrumpió la misa al oír el último cohete, y cuando dio gracias a Dios por el éxito de Carnicerito, los fieles, desconcertados al principio, prorrumpieron en una cerrada ovación, según atestiguó Lorencito Quesada, corresponsal de Singladura, el diario de la provincia, en una crónica que al ser leída por el obispo le deparó al sacerdote entusiasta una sanción que hasta las personas más devotas de Mágina consideraron excesiva.

Ni que decir tiene, pensaban, que Su Eminencia era forastero, y que mal podía comprender lo que Lorencito Quesada llamaba lastimosamente la indiosincrasia de nuestra ciudad, tan volcada en su torero epónimo como en las procesiones de su Semana Santa y en su menesterosa artesanía del esparto y del barro, recién hundida por la invasión de las fibras y los cubos de plástico y el cristal irrompible, tan falta de celebridades y de relevancia en el mundo desde el siglo XVI, lejos del mar, de las carreteras nacionales y de las líneas importantes del ferrocarril, aislada entre los olivares como en medio del océano, tan inútilmente hermosa y tan ignorada que cuando se rodaban exteriores de películas en sus plazuelas y en sus callejones aparecía luego en el cine con otro nombre. Ni siquiera Carnicerito pudo escapar a la larga de ese maleficio que nos perseguía: al cabo de dos o tres temporadas triunfales, en las que no había domingo en que no se superpusieran a los toques de las campanas llamando a la última misa los cohetes que daban noticia de las orejas que cortaba, el número de sus corridas fue menguando tan paulatinamente como el de los estampidos, y dijeron que tenía mala suerte con los toros, que otros matadores, auxiliados por empresarios deshonestos, le tendían zancadillas, que había caído en manos de falsos amigos y de apoderados desleales. Se le seguía viendo en su Mercedes blanco, recostado, con sus trajes de colores claros, su pelo húmedo de brillantina, sus patillas largas, en los sillones de reluciente aluminio del Monterrey, y las mujeres forasteras y rubias fumaban junto a él y sostenían en sus manos largos vasos con bebidas doradas, pero en su expresión severa, en su cara fina y pensativa que cada vez se parecía más a la de Manolete, había ahora, contaban, una permanente amargura, tal vez el desengaño o la fatiga del éxito, de las cámaras de los fotógrafos, de la persecución de aquellas mujeres, a las que hasta de lejos se les veía que eran notorias lagartas y sólo buscaban de él su fama y su dinero, que lo debilitaban, decía mi padre, disipándole las fuerzas que le habrían sido tan necesarias para enfrentarse a los toros. Fuera de Mágina, de nuestras calles y oficios usuales, de la complicidad urdida por la sangre, el mundo era una selva cruel en la que sólo los canallas y los forasteros alcanzaban a sobrevivir. Fuera de su casa y renegado de los suyos un hombre en seguida se hundía en la depravación. En la mesa camilla, por la noche, mi abuelo Manuel me miraba muy serio y me decía: «A que no sabes en qué se parece un muchacho de bien a un teatro.» Cómo iba a no saberlo, si me lo había repetido mil veces. Pero me callaba, ya sin devoción, ya desdeñando aquella voz que no muchos años atrás había contenido todas las posibilidades de la maravilla y el misterio. «Pues que nunca se te olvide: un muchacho de bien se parece a un teatro en que se descompone con las malas compañías.»

El halago de los malos amigos, que sólo contarían con uno mientras tuviera cinco duros en el bolsillo, el resplandor turbio de los bares, la atracción de las mujeres que practicaban en los hombres incautos un vampirismo que los enloquecía y los acababa consumiendo, como a Carnicerito, la blandura que traía consigo la pereza y la comida no ganada duramente, no disputada palmo a palmo a la tierra hostil y al clima traicionero, los vicios que enfriaban la sangre, la temeridad de desear lo que no estaba destinado a nosotros: nos relataban los horrores de los años del hambre como enunciando una profecía que vagamente nos amenazaba a nosotros, los que no conocimos esos tiempos, los que no vivíamos el año cuarenta y cinco, el único de todo el siglo del que se acordaban por su número, cuando las semillas no germinaron en la tierra y en las ramas de los olivos no llegaron a florecer los racimos amarillos de las aceitunas, cuando a las recién paridas se les agriaba la leche y hasta a los hombres más colosales les aparecían manchas pardas en la piel y se les hinchaba el vientre de comer hierbas amargas y caían fulminados al suelo con los ojos en blanco, reventados por el hambre. Un cuarenta y cinco es lo que hacía falta que viniera, decían, para que supierais agradecer lo que tenéis, pan blanco y carne de pollo y no boniatos y algarrobas, lo que os hemos dado con el sacrificio de nuestra juventud y nuestra vida y ahora desdeñáis. Pues no podían entender que nos importara tan poco todo lo que nos habían ofrecido, que nada de lo que fue su mundo tuviera que ver con nosotros, ni la tierra, ni los animales, ni siquiera las canciones que a ellos les gustaban ni su manera de vestir ni de cortarse el pelo. Mientras nos reprendían, en el comedor, a la hora de la cena, mirábamos con indiferencia la televisión. No ponen fe, decían, mirándonos a los más jóvenes trabajar en el campo con desgana, con torpeza, con irritación, viéndonos terminar de cualquier modo una tarea que hubiera requerido lentitud y paciencia para volvernos cuanto antes a Mágina, para despojarnos de las ropas viejas que olían a sudor y estaban manchadas de barro o de polvo y lavarnos con agua fría y vestirnos de domingo, o peor aún, con vaqueros, pues llegó un tiempo en que también despreciamos los severos trajes que nuestras madres nos habían encargado en el sastre o comprado a plazos en El Sistema Métrico y ya no quisimos volver a ponernos corbata, ni siquiera el Jueves Santo ni el día del Corpus, y andábamos, decían, como adanes, con vaqueros y zapatillas deportivas, con el pelo casi tapándonos las orejas, como los vociferantes maricones de los conjuntos que salían en la televisión.

Eso buscábamos, cuando subíamos agrupados hacia la plaza del General Orduña con las manos en los bolsillos y los cuellos de los chaquetones levantados, como marineros o gángsters, mis amigos y yo, Serrano, Martín, Félix, todo lo que más miedo les daba a nuestros padres, miedo y una especie de aguda repugnancia física, buscábamos las malas compañías y el humo y las canciones en inglés que sonaban en el Martos, queríamos dejarnos el pelo tan largo que nos llegara a los hombros y fumar marihuana y hachís y LSD -suponíamos vagamente que el LSD también se fumaba-, queríamos viajar en autostop al otro extremo del mundo y hacia el fin de la noche oyendo con los ojos cerrados a Jim Morrison o subir una tarde a la Pava y no regresar nunca, o volver varios años más tarde tan cambiados que nadie nos reconocería, enmascarados por el pelo largo y la barba, con botas y chaquetones militares, con la cara de furia, experiencia y dolor de Eric Burdon, con camisetas como la que llevaba Jim Morrison en la portada de aquel disco que un día apareció en casa de Martín, llevado por su hermana, nos dijo, a quien se lo había prestado una amiga extranjera. Y nos sentíamos atrapados en la víspera interminable de la libertad y de la nueva vida, detenidos en un límite cuya oscuridad ulterior nos atraía tanto y nos daba tanto miedo como el olor y la cercanía de las mujeres, inaccesibles y próximas, sentadas junto a nosotros en una banca del instituto, tan cerca que nos rozaba el perfume limpio de su pelo y el aroma un poco acre a tenue sudor y a tiza que venía de ellas en las últimas clases, tan imposiblemente lejos como si pertenecieran a otra especie entre cuyas costumbres no estaba la de advertir que existíamos, al menos en el mismo grado que los tipos mayores que las esperaban al salir, los que las invitaban los domingos a gin tonics en la barra del Martos o entraban con ellas en la penumbra rosada de la discoteca que había al fondo del patio, cuya puerta acolchada nosotros nunca habíamos cruzado no sólo por falta de dinero, sino porque no conocíamos a ninguna muchacha que quisiera acompañarnos.

Pero eran las vísperas, al menos para mí, sólo me faltaba un curso para irme de Mágina, si me daban la beca, si obtenía las notas muy altas que me eran necesarias para conseguirla, y de antemano me despojaba del miedo y de la nostalgia, me veía subiendo al amanecer hasta la acera del Martos, que a esas horas estaría cerrado, llevando en la mano derecha la maleta en la que guardaba mi ropa, mis libros y mi máquina de escribir, mirando con desdén al pasar las mismas calles y casas que había estado viendo durante tantos años para ir al colegio de los Salesianos y luego al instituto, despreciándolo todo, sintiendo casi piedad por los que no se iban, por los hombres cabizbajos que a esa hora salieran hacia el campo con la brida de un mulo echada sobre los hombros, por los tenderos de guardapolvos grises que estarían levantando cortinas metálicas o disponiendo cajas de frutas en la acera, igual que mi padre en el mercado. Me iría, antes de un año, calculaba, en octubre, y cuando volviera, si volvía, yo también sería un forastero, un renegado, un nómada. Y ahora descubro, al cabo de dieciocho años, media vida después, que yo soy en parte ese desconocido en quien soñaba convertirme entonces, que tal vez, si me he encontrado con Nadia, no he sido del todo infiel a la solitaria locura de aquel adolescente a quien ya no se le parece mi cara.


Llegaron un mediodía de principios de octubre, recién terminada la feria, de la que aún quedaba un desbaratado recuerdo en las filas de bombillas y de faroles y banderas de papel colgadas sobre algunas calles, en el cartel de toros con el nombre de Carnicerito en el centro que les llamó la atención -especialmente todo a ella, que aún encontraba esas cosas exóticas- en la puerta de cristal del Consuelo, junto al cocherón sombrío donde por fin se detuvo el autocar, ahogándolos en humo de gasolina mal quemada, después de ocho horas interminables de viaje. Llegaron fatigados, sobre todo él, con sueño, porque habían salido de Madrid a las siete de la mañana, sin hambre, con un poco de náuseas por culpa de las últimas curvas de la carretera, que seguía siendo tan infame como en los recuerdos del comandante Galaz. Desde el segundo o el tercer día en Madrid, donde pasaron dos semanas, en un hotel más bien triste y oscuro de la calle Velázquez, ella había notado en su padre actitudes o síntomas que lo aproximaban a una vejez de la que hasta entonces lo consideró a salvo: tal vez, en parte, porque su manera tan anticuada de vestir, que era casi la norma en el suburbio universitario donde habían vivido hasta entonces, revelaba plenamente su anacronismo en España, donde observó con sorpresa que la gente obedecía la moda con una unanimidad desconocida para ella en América. Por primera vez se sorprendió a sí misma calculando cuántos años tenía, no porque hasta entonces lo hubiera creído más joven, sino porque lo veía fuera de tiempo e invulnerable a sus injurias, con esa edad invariable y heroica que los niños atribuyen a sus padres. Era un hombre alto, vertical, con el pelo gris y escaso en las sienes, con gafas de montura recia, y usaba todavía sombrero y pajarita y trajes oscuros que en el curso del viaje habían adquirido un punto de abandono. Desde la muerte de su mujer había empezado a beber de una manera discreta, pero también asidua y ostensible para ella, su hija, que a lo largo de la mayor parte de su vida había dedicado a él una atención pasional y exclusiva y advertía en su comportamiento, en su manera de mirar e incluso de mover las manos, turbulencias secretas de las que ni él mismo era consciente: veía en él el sentido y el peligro del mundo, la extensión del tiempo y el enigma de la simulación y el dolor, había crecido a su lado, la educaron sus palabras, le dieron un país irreal y un idioma arbitrario y un pasado al que eligió pertenecer aunque lo desconociera. En los Estados Unidos nadie lo habría tomado por norteamericano: pero en España el laconismo de sus gestos lo distinguía radicalmente de sus ex compatriotas, de manera que ni en un lado ni en otro era soluble su figura en las apariencias comunes de la multitud. Que ella recordara, no lo había sido ni en su propia casa, no parecía visiblemente vinculado a nada ni a nadie, ni siquiera a los objetos de su cuarto de trabajo, en el que por lo demás ni ella ni su madre tenían idea de a qué se dedicaba, cuál era el motivo de que le diera ese nombre. Afilaba cuidadosamente lápices con una cuchilla de afeitar, los ordenaba sobre la mesa, de mayor a menor, leía el New York Times o la Enciclopedia Británica, o libros de exploraciones geográficas y de ciencias naturales escritos en inglés, nunca libros ni periódicos españoles.

Una mañana, a principios de septiembre, en su casa de Queens, ella estaba sentada en la cocina y miraba el desayuno que iba enfriándose, porque la noche anterior él había llegado muy tarde y bastante bebido -que ella recordara, nunca volvió tarde ni bebió de ese modo mientras vivía su mujer-. Salió del cuarto de baño envuelto en un albornoz y oliendo a jabón y a crema de afeitar, pero también, a pesar de la ducha tan larga, a alcohol transpirado durante la noche, se detuvo junto a ella y le acarició fugazmente la cara, sin mirarla del todo, como pidiéndole perdón, se sentó frente a su plato de huevos revueltos y a su tetera enfriada, sacó las gafas del bolsillo del albornoz y se las puso con una especie de dificultad moral, tomó la taza entre las dos manos, sopló hacia ella, como si todavía humeara, volvió a dejarla en la mesa, con un aire súbito de desaliento y de vejez, casi de indignidad, sintió su hija, porque el albornoz le estaba demasiado corto, y le dijo (siempre hablaba con ella en español): «Qué te parece si nos vamos a España.»

Pero no fue una decisión repentina, un arrebato provocado por la culpabilidad o por un deseo íntimo de huida o de restitución: meses antes, sin decirle nada a ella, ni por supuesto a su mujer, que estaba ya internada en el hospital, había escrito a la embajada española para solicitar un pasaporte al que llevaba más de treinta años diciéndose a sí mismo que renunciaba para siempre. Tal vez ya lo tenía antes de que su mujer muriera, tal vez la proximidad de ese fin lo había animado a pedirlo. Pero eso pertenecía a una parte de él sobre la que su hija nunca quiso o supo hacerse preguntas, a una médula de soledad y al mismo tiempo de complicidad que a los dos les resultaba incómoda porque excluía a una mujer que había vivido tantos años con ellos sin dejar de ser una extraña, aunque fuera la esposa de uno y la madre de la otra, aunque los hubiera rodeado tan opresivamente como el aire en un día de calor y ocupado la casa en que los tres vivían con una eficacia y una capacidad de presencia que sólo descubrieron del todo cuando estuvo ausente y la casa se quedó como sepultada en un vacío abismal, y ellos dos incómodos en sus habitaciones de siempre, como huéspedes, como conspiradores remordidos por el éxito y la canallada de su confabulación. Que no fueran responsables de su enfermedad y de su muerte no los eximía de culpa sobre la estridente desdicha de su vida, hacia la que él mantuvo siempre la misma frialdad respetuosa que tal vez era su única forma de relación con el mundo, con los objetos y los seres humanos, a excepción de su hija. La enfermedad cardiaca que al final la mató se parecía en los últimos años a un lento y obstinado suicidio. Un día, muy cerca ya del final, la llamó a la cabecera de su cama y le dijo: «Él no quería que tú nacieras. Me pidió que abortara.» Murió, la acompañaron al cementerio, asistieron al funeral católico que ella había exigido en sus últimos días -con la sospecha desesperada y rencorosa de que ni después de muerta accederían a concederle un deseo- y desde que volvieron a la casa devastada para siempre por su ausencia ya no la nombraron más ni la recordaron en voz alta, y sólo hablaron de ella dieciocho años después, tan lejana como si no la hubieran conocido nunca, como si no hubiera acompañado al comandante Galaz durante una parte de su vida o no hubiera engendrado a esa mujer de ademanes nerviosos y melena rojiza que sostenía en una cama de hospital la mano helada y casi azul de su padre y lo asistía en la vecindad de la muerte con una ternura y una lealtad que había estado negándole desde que él acató la vejez y la inutilidad de toda memoria y todo orgullo y ella quiso desprenderse de la infancia y de la adolescencia con un gesto de coraje y crueldad. La primera noche que estuvieron solos después de la muerte de su madre ella fue al dormitorio y lo encontró fumando en la cama, junto a la lámpara encendida. Se sentó junto a él y le quitó cuidadosamente el cigarrillo de los dedos porque ya estaba casi consumido y la columna de ceniza iba a caerle sobre las solapas del pijama. Se quedó un rato junto a él, oyéndolo respirar, mirándolo a veces sin encontrar sus ojos, le apretó la mano, lo hizo tenderse, y luego se acostó a su lado y apagó la luz, acordándose de cuando era una niña y él se acostaba con ella para salvarla de los malos sueños. A la noche siguiente volvió a dormir junto a él, no le hacía preguntas y casi no lo rozaba, se quedaba encogida bajo las mantas, con la cara en la almohada, olía el humo de su cigarrillo, cuando notaba que iba a dejarlo en el cenicero de la mesa de noche ella apagaba al mismo tiempo la luz. Pero después él empezó a retrasarse por las noches, le hacía la cena y la dejaba tapada sobre la mesa de la cocina y se acostaba con un libro en las manos y mirando con frecuencia el despertador, inquieta sin motivo, sin preguntarse con detalle qué hacía, adónde iba ahora que se había jubilado en la biblioteca, que nunca desde que ella recordaba se había retrasado ni una sola noche. Se dormía antes de que llegara, pero en cuanto la llave se introducía en la cerradura abría los ojos, no encendía la luz, se hacía a un lado para dejarle sitio, procuraba no moverse, no oler a alcohol, a perfume denso y barato algunas veces. Llevaba más de un mes durmiendo de nuevo en su propia habitación cuando él le propuso que viajaran a España.

Habían volado de Nueva York a Madrid: el silencio sobre la mujer hacia la que ninguno de los dos sintió nunca algo parecido al amor se contagió sin que se dieran cuenta a todas las cosas. Pasaron quince días de septiembre en un hotel y él apenas le mostró la ciudad de la que había estado hablándole desde que tuvo edad para comprender palabras, juzgar fotografías, interpretar mapas de continentes y países. Se limitó a pasear algunas tardes junto a ella en silencio, bajando por Velázquez hasta Alcalá y el Retiro, señalándole en los atardeceres, desde la plaza de la Independencia, la perspectiva levantada y lejana de la Gran Vía, de la torre del Círculo de Bellas Artes, del edificio de la Telefónica, del que le había contado que lo utilizaban como punto de referencia los artilleros de las baterías franquistas que castigaban la ciudad desde el primer otoño de una guerra más mitológica para ella y mucho más familiar que las de Vietnam o Corea. Madrid había sido un nombre dotado de esa sonoridad definitiva que tienen algunos nombres en la infancia y un paisaje del heroísmo y de un sentido de la felicidad que se encarnaba misteriosamente en la figura de su padre y al mismo tiempo lo aislaba de la realidad exterior. De modo que la belleza de la ciudad en aquellos días de septiembre, su luz fría, sus verdes y azules de acuarela, el violeta de sus atardeceres, estremecido por la intermitencia de los letreros luminosos, la conmovieron sin sorprenderla, ofreciéndole la sensación, para ella desconocida, de pertenecer a ese lugar, de estar más vinculada a él que sí hubiera nacido, igual que su padre, en un primer piso del barrio de Salamanca, en una calle por la que sin duda pasaron más de una vez pero que él no quiso precisar, acaso muy cerca de una iglesia blanca y de cresterías góticas donde lo sorprendió una mañana de domingo, descubierto, respetuoso, arrodillándose en uno de los últimos bancos cuando sonó la campanilla de la consagración, inmovilizado de estupor cuando volvió la cara hacia un lado y la vio a ella, que lo había seguido sin que él lo advirtiera, y que al verlo detenerse dubitativamente ante la entrada de la iglesia y quitarse el sombrero y avanzar unos pasos por el corredor central como no atreviéndose a una profanación había notado que en unos pocos segundos su padre se le volvía un desconocido, ese hombre mayor, vestido de oscuro, con cautelosos andares, con espaldas anchas y rectas, que se parecía tanto a cualquiera de los otros que a esa hora se acercaban a la iglesia, llevando del brazo a mujeres con tacones altos y vestidos de entretiempo y estolas de piel. Era tan joven e ignoraba tantas cosas sobre él que no le fue posible darse cuenta de que a quien se parecía su padre aquella mañana era al hombre que podía haber sido si no hubiera roto para siempre, en Mágina, en las primeras horas nocturnas de una confusión que velozmente se desbocaría hacia la guerra, con el destino que le fue asignado desde que nació.

Lo vio solo en la iglesia, envejecido, ridículo en su apariencia de devoción, las dos manos pálidas posándose en la madera gastada del banco, el anillo de boda que era el recuerdo inerte de una mujer a la que nunca había querido, los labios moviéndose como si fingieran una oración, y todo él tan extraño en aquella penumbra, entre aquella gente, obesos militares con fajines morados y mujeres con velos translúcidos, hombres de trajes a rayas, bigotes finos y caras embotadas, y en el altar un cura que daba la espalda a los bancos de la iglesia y recitaba en latín. Estaban en uno de los últimos bancos, pero cuando entró ella hubo caras que se volvieron para mirarla y reprobar su presencia, su pantalón vaquero, sus zapatillas, su pelo suelto y largo, con reflejos de oro y de cobre bajo el temblor de la claridad de las velas. Se quedó de pie junto a su padre con un sentimiento casi de protección y él tardó un poco en volverse y en verla, y cuando lo hizo le sonrió y le apretó un instante la mano. Una música de órgano y un murmullo unánime de alivio crecieron cuando la misa terminó, pero su padre, en vez de salir, se sentó en el banco y fue mirando una por una las caras de los que pasaban en dirección a la calle, y cuando pareció que no quedaba nadie más siguió sin moverse, las manos unidas y blancas entre las rodillas, la expresión atenta y abatida, como si a cada minuto que pasara fuese aceptando más desoladamente la vejez «Vámonos», dijo ella, pero él, sin mirarla, negó con la cabeza, le hizo con la mano un gesto muy antiguo con el que solicitaba su paciencia, como cuando la llevaba al cine y ella estaba aburrida, siguió sentado mientras un sacristán recorría las naves laterales con un apagavelas. Entonces notó que su padre se ponía levemente rígido, que se contraía un poco, que sus dos manos se curvaban infinitesimalmente sobre sus rodillas, que retrocedía inmóvil a un círculo más escondido de su soledad: nadie más que ella habría podido notarlo, averiguaba las sensaciones de él tan simultáneamente como dicen que las perciben dos hermanos gemelos, pero lo veía alejarse aunque él le sonriera y le tomara otra vez la mano y la mirara con una expresión de fidelidad y gratitud que nadie más que ella pudo ver nunca en sus ojos. De la sacristía, al lado izquierdo del altar, estaba saliendo una lenta comitiva, el sacerdote que había dicho la misa vestido ahora con una sotana negra y reluciente, una mujer de pelo blanco y cabeza torcida en una silla de ruedas que empujaba un hombre de cara redonda, bigote y traje negro, y junto a la que avanzaba como montando guardia un militar más joven con la gorra de plato bajo el brazo derecho. Venían desde el fondo de la iglesia hacia la claridad del atrio con una solemne y opaca determinación, y a medida que avanzaban la luz del día daba un tono más blanco al pelo de la mujer en la silla de ruedas, como un halo de algodón que volvía más seco el rictus de su boca torcida, caminando con la acompasada lentitud de una procesión, agrupados, desafiantes, acorazados en sí mismos, como si posaran para una fotografía de familia y la individualidad de cada uno se cumpliera del todo en la manera en que caminaban sin separarse, el hombre del traje negro empujando suavemente la silla con las ruedas de caucho que se deslizaban con un rumor de ventosas sobre el pavimento, el militar a la derecha, ceremonioso y severo, con el brazo izquierdo doblado en ángulo recto y adherido al costado y la gorra tan perfectamente horizontal como una ofrenda, el sacerdote a la izquierda, sonriendo con una cierta abyección de criado, con la cabeza baja, murmurando tal vez palabras de despedida o de consuelo. La mujer parecía aislada por completo del mundo, no sólo de la iglesia, sino también de la compañía de los otros y del impulso que la conducía hacia la salida, como idiota, moviendo la boca en una especie de oración, con los labios pintados de rojo como una sonrisa superpuesta a su cara y al maquillaje blanco y rosado en los pómulos. Él, su padre, apenas volvió la cabeza cuando pasaron a su lado, y ella no pudo ver la expresión de sus ojos, pero olió a perfume eclesiástico y a loción de afeitar y a polvos de arroz y vio los ojos del hombre vestido de negro fijarse en ella y tal vez desearla con una mirada turbia y fugaz que había visto otras veces en desconocidos solitarios y de mediana edad, y condenarla al mismo tiempo sin posibilidad de absolución. Unos segundos más tarde ya no quedaba nadie en la iglesia y el sacristán daba una palmada desde el altar mayor que resonó en el espacio cóncavo y les ordenaba por señas que se fueran, sin miramientos, como un guardián atareado.

No le preguntó nada, se colgó de su brazo cuando salieron de la iglesia acordándose del orgullo con que hacía ese gesto a los doce o trece años, en mañanas de domingo más frías pero con una luz semejante, cuando acompañaban a su madre hasta la puerta de la iglesia y se quedaban paseando hasta que ella salía por avenidas de árboles que en otoño adquirían tonalidades azules y púrpura, llegando hasta un espacio abierto de marismas desde donde veían la silueta azulada de Manhattan, al otro lado de la lenta anchura marítima del East River, los tornasoles metálicos de las agujas de los rascacielos, las formas verticales de la ciudad alzadas sobre el agua como espejismos de la bruma. Se enganchaba de su brazo, apoyaba la mejilla en su hombro, rozándole la cara con la melena lisa y rojiza, y no necesitaba cruzar con él más que unas pocas palabras triviales en español para sentir que estaría a salvo de todo mientras siguiera formando parte de su alma. No le importaba saber tan poco sobre la vida que había tenido antes de llegar a América: lo veía como una figura sin pasado, solitaria y erguida en el vacío del tiempo anterior al nacimiento de ella, aislada de su trabajo en la biblioteca de la universidad y hasta de la figura simétrica pero distante de su madre, con la que hablaba durante las comidas sin mirarla a los ojos, educado y ausente, con un pliegue casi imperceptible de disgusto en un ángulo de la boca. Le traía regalos, juguetes de latón pintado, cuentos de Calleja, álbumes de cromos con las tintas gastadas, libros de fotografías en blanco y negro sobre un país que para ella fue hasta los dieciséis años tan íntimo e inaccesible, tan alejado de su experiencia diaria como las tierras por donde viajaban los héroes vagabundos cuyas aventuras le leía él para que se durmiera por las noches. Su imaginación se había educado en los recuerdos españoles de su padre: recuerdos detallados y asiduos, pero también impersonales, de los que él borraba cuidadosamente toda señal de emoción y toda referencia a su propia biografía, como si le mostrara un paisaje quedándose junto a ella para mirarlo, despojado de presencias humanas. Nunca le habló de sí mismo, ni siquiera cuando viajaron juntos a España, por un pudor o una timidez de los que sólo prescindió dieciocho años más tarde, en una residencia de ancianos de New Jersey, en los últimos días de su última vida, él, que tantas había tenido, que había transitado por ellas casi con la misma indiferencia con que se trasladaba de guarnición y de ciudad durante su juventud, cuando aún creía que a un hombre sólo le está permitido conocer una sola biografía, y que la suya estaba determinada ya hasta el día de su muerte: matrimonio, hijos, ascensos regulares en el escalafón, tedio, disciplina, retiro, decrepitud, aniquilación final tras la que no quedarían de él otras huellas en el mundo que unos cuantos diplomas y fotografías, algún rasgo en las caras envejecidas de sus hijos.

En el Retiro, aquel domingo, en un merendero a la sombra de los árboles, tan cerca del estanque que llegaba a la umbría donde ellos estaban una brisa húmeda, él la invitó a un vermú con berberechos y la observó, sin probar nada, con la misma atención con que la miraba inclinarse sobre las páginas ilustradas de un libro español cuando era una niña y estaba aprendiendo a leer y repetía dubitativamente cada sílaba rozando el papel con el dedo índice. Le gustaba el vermú, y como casi nunca había tomado alcohol la mareaba un poco, a pesar del sifón, y el sabor delicado de los berberechos le daba una felicidad en el paladar que desde entonces siempre asociaría a Madrid y a las mañanas indolentes de domingo. Untaba trozos de pan en el caldo tibio, se mojaba los dedos, se atrevía luego a chupárselos, imaginando la expresión de disgusto con que la habría mirado su madre, tomaba un sorbo más de vermú y se limpiaba los labios con una servilleta de papel y aunque no alzaba los ojos sabía que él la estaba mirando y que le sonreía. «¿Los conocías?», preguntó, y su padre, que había introducido un cigarro en la boquilla y se disponía a encenderlo, dejó el mechero sobre la mesa y le dijo distraídamente que no: a esa misma iglesia lo llevaban a él cuando tenía la edad de su hija, explicó, y se detuvo para encender el cigarrillo, había entrado en ella porque al pasar la reconoció de pronto y olió los cirios y escuchó las notas del órgano y fue por un instante como si tuviera diecisiete años y hubiera salido a pasear por la calle Velázquez con su uniforme de cadete. «Me pareció que los conocías», dijo ella, «y que te daba un poco de miedo que ellos te conocieran a ti». Su padre bebió un trago de vermú y sonrió antes de hablar, igual que hacía siempre cuando iba a mentirle y los dos lo sabían. «Soy muy viejo y hace muchos años que falto de Madrid. Ya no conozco a nadie.» Llamó con una palmada al camarero y tardó un rato en reunir las monedas que debía pagarle: le costaba aceptar y calcular el valor que ahora tenía el dinero en España, y le repugnaba tocar el perfil metálico y ennoblecido del general Franco, a quien había conocido en el casino de oficiales de Ceuta, comprobando que no le llegaba más arriba de los hombros.

«Quiero llevarte a Mágina», le dijo, en el mismo tono que si le hiciera una declaración impersonal. «Si te gusta la ciudad podemos quedarnos allí todo el invierno.» Tal vez necesitaba compensarla por algo, disculparse ante sí mismo por haberle mentido, por no ser ya o no haber sido nunca el héroe de su infancia. «Y qué haremos luego», dijo ella. «Podemos volver a América si tú quieres.» «Lo que yo quiero es vivir en tu país.» Él bebió un poco más de vermú y sacudió la ceniza de su cigarrillo con un gesto que pertenecía a una elegancia antigua, desconocida para ella, anterior a la guerra, y no hubo el más leve tono de tristeza en su voz. «Éste ya no es mi país. Ya no hay ninguno que lo sea.»

Eso había querido darle siempre: lo que él no tenía, todo lo que perdió sin saber cuánto iba a importarle, a pesar suyo: la transparencia del aire de Madrid, los azules de la sierra de Mágina, un golpe de viento con olor a barbechos mojados entrando por la ventanilla levantada de un tren, el habla de las mujeres en los mercados y de los hombres en los bares, los ojos de la gente, las miradas francas y hasta crueles de los desconocidos en las calles, la ropa colgada en los balcones desde donde llegaba la música de un programa de radio, el sabor del pan y el brillo crudo del aceite, todas las cosas banales y necesarias que a él nunca iban a serle restituidas y que ella echaba de menos sin haberlas conocido siquiera. Desde que llegó a Madrid estuvo huyendo de la sorda evidencia del desengaño y del fraude: nada más bajarse del avión todos los años de su vida en América se le desvanecieron como si hubiera pasado allí unas pocas semanas: pero poco a poco también se le fueron perdiendo los años más lejanos que había ido a buscar, y se vio despojado, tan absurdo como un turista al que le roban su documentación y su dinero y todo su equipaje, colgado en el vacío, sin expectativas ni nostalgia, sin más compatriota verdadera ni punto de referencia estable que su hija.

Tenía miedo cuando llegaron a Mágina: miedo a decepcionarla o a perderla, o a ser desenmascarado por su perspicacia. Bajó tras ella del autocar, viéndola moverse con una gracia fatigada entre los otros viajeros, más alta y más joven que ellos, intocada en su entusiasmo por el remordimiento o el dolor, con su pantalón vaquero muy ceñido y su pelo tan largo, los pómulos pecosos, el aire indudable de extranjera que le daban la forma del mentón y el tono de la piel, impaciente por recoger el equipaje y salir a la ciudad, atenta a él, enderezándole el lazo y limpiándole la ceniza de la chaqueta, haciéndole preguntas a las que él contestaba con una benevolencia que jamás había empleado en su trato con nadie. Pero sus ojos y su voz eran españoles, pensaba siempre con orgullo, el brillo de las pupilas y el acento de Madrid con que hablaba, heredado del suyo, y más ahora, cuando la excitaba tanto la inminencia de conocer la ciudad y le preguntaba cómo se sentía, si estaba cansado, si se acordaba de los paisajes que habían visto desde la ventanilla durante el viaje y de las calles por donde el autobús entró a la ciudad. Un hombre desaliñado y con aire de mansedumbre alcohólica que empujaba un carrito de mano se ofreció a llevarles el equipaje hasta un hotel que estaba muy cerca, el Consuelo, en la misma acera, apenas unos metros más allá. Salieron a la calle tras él y el comandante Galaz se quedó unos instantes desorientado por la intensidad de la luz y por la extrañeza de encontrarse en una ciudad que había recordado durante treinta y seis años y que ahora no reconocía: edificios altos, garajes, una avenida por la que discurría ruidosamente el tráfico. Era como haberse equivocado de ciudad, no tanto porque ésta no se pareciera a Mágina como por el hecho de que era exactamente igual a casi todas las que había atravesado el autobús desde que salieron de Madrid.

Pasó el brazo por el hombro de su hija y ella le estrechó la cintura. No me acuerdo de nada, le dijo, no sé ni dónde estoy. Un poco antes de que llegaran al Consuelo se abrió la puerta de un bar y desde el interior vino una ráfaga de música que a ella le resultó instantáneamente familiar, el estribillo de una canción de los Rolling Stones, Brown sugar: nunca había esperado oír una de esas canciones en España, acostumbrada desde niña a asociar el país de su padre a los discos de los años treinta que algunas veces él escuchaba como una concesión algo avergonzada a la nostalgia. Le gustó verse abrazada a él en las cristaleras del bar, en medio de la hiriente luz del mediodía, y notó que el borracho triste que les llevaba el equipaje los miraba de soslayo con expresión de intriga, inseguro tal vez de que fueran padre e hija o asombrado de que caminaran por la calle abrazándose: casi nadie lo hacía por entonces en Mágina, sólo algunas parejas de forasteros o de novios voraces que se enredaban escandalosamente en los parques como serpientes pitón, según denunciaba el párroco integrista y taurino de San Isidoro. Sentía que al cobijarse en él al mismo tiempo lo estaba protegiendo de algo. Lo había cuidado desde mucho antes de que muriera su madre, lo había esperado por las noches y le había preparado la cena y la ropa limpia para el día siguiente mientras su madre bebía cócteles y fumaba cigarrillos sentada frente al televisor o permanecía encerrada con llave en su dormitorio, le ordenaba los libros y los papeles en su despacho, iba a buscarlo algunas tardes a la biblioteca universitaria donde trabajaba y volvía con él tomada de su brazo. Había en ella como una sólida disposición conyugal que se acentuó tras la muerte de su madre: en Mágina, en el hotel Consuelo, cuando lo vio sentarse en la cama y dejar las gafas y el sombrero en la mesa de noche y frotarse los ojos con las manos abiertas, como queriendo ocultar tras ellas su cara de fatiga, lo sintió más frágil que nunca, más incluso que cuando lo sorprendió reclinado e inhábil en el último banco de una iglesia de Madrid. Mientras ella deshacía el equipaje e iba distribuyendo la ropa en los armarios y los objetos de aseo en el cuarto de baño con la misma atención reflexiva y el mismo aire de perennidad que si fueran a quedarse allí el resto de sus vidas, su padre fumó despacio y luego se acercó a la ventana y sin descorrer los visillos se quedó mirando la avenida, las aceras sombreadas de árboles, el asfalto con un paso de cebra recién pintado y un semáforo que todavía no funcionaba, el edificio de ladrillo rojo de enfrente, con persianas de un verde suave y sanitario, que debía de ser una high school, pensó él, comprobando con desagrado que tardaba en acordarse de la palabra española. Al fondo, sobre las terrazas y los ángulos rectos de los bloques de pisos, vislumbró agujas de torres, y creyó escuchar entre el ruido del tráfico el reloj de la plaza del General Orduña: era como si aún no hubiera llegado de verdad a Mágina, como si el desaliento o la torpeza lo hubieran empujado a claudicar de su búsqueda cuando ya estaba casi en el fin del viaje: al emprender cada etapa, desde que dejó cerrada su casa de Queens y subió con su hija al taxi que los llevaría al aeropuerto Kennedy, se había sentido en el arranque definitivo del regreso, pero cada vez, en cada llegada, en cada nueva partida, no había encontrado la plenitud que se prometía a sí mismo sino una nueva postergación, una sequedad interior que jamás llegaba verdaderamente a conmoverse. Aeropuertos, estaciones de ferrocarril, hoteles, garajes donde arrancaban autobuses, ciudades entrevistas en una lejanía tan inalcanzable como la del horizonte. Ahora estaba en una habitación que podría encontrarse en cualquier ciudad, mirando una avenida y una fila de árboles y un edificio de ladrillo rojo que no podía asociar al nombre de Mágina, viendo sobre los tejados, como una línea azul de montañas remotas, los pináculos de algunas torres hacia las que ya no tenía empuje para caminar.

Cuando se volvió hacia el interior de la habitación el contraste con la luz de la calle le hizo verla casi a oscuras: le sorprendió que su hija estuviera allí, terminando de ordenar su ropa en un armario mientras cantaba por lo bajo una canción en inglés. No se acostumbraba a que hubiera crecido y madurado tanto en los últimos tiempos y a que hubiera en sus gestos y en la expresión de su cara una especie de gravedad jovial que estuvo siempre en ellos pero que se había acentuado tras la muerte de su madre. Sentía al mirarla una mezcla insensata de orgullo, incredulidad y pavor. Era inverosímil que esa muchacha hubiera sido engendrada por él, pero también lo eran casi todos los hechos de su vida desde una noche en que se abotonó serenamente el uniforme y se puso la gorra de plato delante del espejo en su dormitorio del pabellón de oficiales del cuartel de Infantería de Mágina y bajó despacio por las escaleras que conducían al patio y vio formado en él un batallón y escuchó las órdenes gritadas por otros hombres que hasta ese momento habían sido sus compañeros de armas y unos minutos después serían sus enemigos, sus víctimas o sus prisioneros. No había elegido arrebatadamente una causa, no lo habían cegado ni la pasión política, que le era indiferente, ni una voluntad de heroísmo heredada de sus mayores o inoculada en su inteligencia durante la guerra de África. Ni siquiera sabía entonces, en las primeras semanas de aquel mes de julio, en qué medida anidaba la desesperación en su alma como una enfermedad secreta. Tan sólo se dijo, mientras estaba afeitándose y oía en el patio las voces de mando y los taconazos de la tropa, que no podía tolerar que un grupo amotinado de capitanes y tenientes rompiera la disciplina desobedeciendo sus órdenes. Lo que ocurrió después no lo había previsto, y tampoco era responsabilidad suya: los disparos, los incendios, las multitudes, la sangre, los cadáveres con el vientre desgarrado y las piernas abiertas tirados por las cunetas y los terraplenes en los mediodías de bochorno, el entusiasmo y las esperanzas de vencer que nunca compartió.

«En qué estarás pensando»: su hija, parada frente a él, le alzaba la barbilla y le obligaba a mirarla. El color castaño claro de sus ojos era muy parecido al de las pecas de sus pómulos, y su pelo, negro en la penumbra, adquiría un resplandor de cobre cuando el sol lo alumbraba. «Si quieres podemos dar un paseo ahora mismo. Tengo ganas de enseñarte la ciudad, aunque quién sabe, a lo mejor me pierdo.» Sin decir nada ella le sonrió echando el pelo hacia un lado y lo besó en la mejilla, pero ya no tenía que alzarse sobre las puntas de los pies para hacerlo. Era tan raro de pronto que esa muchacha cincuenta años más joven que él fuera su hija y que ninguno de los dos tuviera otro vínculo perdurable en el mundo. El comandante Galaz se acordó sin remordimiento de la mujer con el cuello torcido que era empujada en una silla de ruedas sobre las losas de una iglesia, del hombre vestido de negro y del militar que sostenía en la mano izquierda su gorra de plato: se había fijado involuntariamente en las tres estrellas de capitán que había en su bocamanga. Cuántas vidas puede vivir un solo hombre, pensaba, cuántos azares, cuánto tiempo. Pero estaba seguro de que si en la más antigua de sus vidas no hubiera llegado a Mágina una tarde de abril ahora no existiría esa muchacha que él no había deseado que naciera y cuya sola presencia lo justificaba ante sí mismo. Comieron en el restaurante del hotel y luego, a media tarde, salieron a la calle tomados del brazo, dispuestos a caminar por la ciudad como una pareja de turistas excéntricos.


Sentado junto a la ventana , al final del aula, mirando hacia el patio donde hacían gimnasia las chicas, el libro de literatura abierto sobre el pupitre, porque estamos en la clase del Praxis, el deseo de salir de allí cuanto antes, el reloj que no avanza, el olor a tiza y a sudor de la clase, qué ganas de fumar, de que este tipo sin corbata se calle o al menos no diga praxis cada cuatro palabras y deje de fingir que no es un profesor sino uno de más de nosotros, qué urgencia por caminar despacio bajo los árboles que hay a la salida del instituto, con los libros en la mano, con el cigarrillo en la boca, y encontrarme con Marina, no para mirarla casi de soslayo, no para intercambiar unas palabras que apenas puedo pronunciar y seguir caminando luego y estar solo y marcharme a la huerta de mi padre, sino para esperarla, como otros esperan a sus novias, hacia las seis, en el Martos, después de poner unos discos en la máquina y de pedirme un café con leche, o mejor un cuba libre, escuchar Jinetes en la tormenta entornando los ojos para no ver nada más que el humo y oír ese rumor de lluvia y cascos de caballos, esa voz de Jim Morrison, mirar desde el fondo de la barra hacia las cristaleras de la entrada, por donde ella pasará camino de su casa o de quién sabe dónde, con su macuto de gimnasia y sus zapatillas de deporte, con el pelo recogido en una coleta, pero no para acercarme al cristal y verla pasar y morirme de tristeza y ni siquiera atreverme a morir de deseo, sino para saber que va a venir y esperar su llegada, oliendo a jabón de ducha y a colonia de madreselva, viéndola entrar en el Martos y acercarse a mí y besarme rápidamente en los labios con esa familiaridad de las pasiones fortalecidas por la costumbre, la clase de pasiones que seguiré metódicamente esperando y perdiendo a lo largo de la otra mitad de mi vida, la falda tan breve, las zapatillas blancas, los calcetines caídos de color malva que me gustan tanto, mostrando los tobillos, la piel morena de sus piernas, el verde húmedo de sus ojos tan grandes en la penumbra del bar, todo tan natural y tan imposible, yo sentado en el último banco de la clase y ella abajo, en el patio, ahora la distingo, con pantalón azul y camiseta blanca, la distingo con un estremecimiento entre la hilera de las chicas que corren siguiendo el ritmo que marca el silbato de la profesora de gimnasia y de hogar, a la que llaman la Medusa, y de la que dicen que le gustan las mujeres, veo sus pechos saltando bajo la camiseta, me van a sacar a la tarima para que lea un trabajo de literatura que no he hecho y yo estoy teniendo una suave y sigilosa erección, pensando en ella, viéndola correr por el patio de cemento, imaginando que estoy en el Martos y viene hacia mí y se adhiere a mi vientre mientras suena en la máquina de discos una canción bronca y golfa de los Rolling Stones, It's only rock'n'roll but I like it, pero de cualquier modo me gustan mucho más los Doors, no hay nadie como Jim Morrison, nadie que murmure o grite o escupa esas palabras, Riders on the storm, los jinetes cabalgando en una noche de tormenta, yo mismo, solo, fugitivo de Mágina, cabalgando en la yegua de mi padre, no hacia la huerta, sino hacia otro país, viajando en un coche por una carretera que no termina nunca, esa canción de Lou Reed, fly, fly away, márchate, vuela lejos, o la otra, la de Jim Morrison, viaja hacia el fin de la noche, toma la autopista hacia el fin de la noche, o esa que tanto le gusta a Serrano, desde que la oímos por primera vez en la máquina del Martos la está poniendo siempre, y pega el oído al altavoz porque dice que el bajo lo hipnotiza, la última que han traído de Lou Reed, take a walk on the wild side. Serrano y Martín me piden que les traduzca las letras, y cuando hay algo que no entiendo lo que hago es inventarlo, para que no sepan que mi inglés no es tan bueno como ellos imaginan y como yo mismo quisiera que fuese, y en cualquier caso la traducción casi siempre aniquila el misterio, porque lo que nos dicen esas voces no está exactamente en ellas sino en nosotros mismos, en nuestra desesperación y entusiasmo, y por eso muchas veces, cuando hemos fumado y bebido mucho, lo mejor es oír una canción que casi no tenga letra, una de Jimi Hendrix, por ejemplo, las distorsiones furiosas de la guitarra y esa voz lejana que está como perdiéndose siempre entre un vendaval, ese ritmo que nos excita y nos hace cerrar los ojos y olvidarnos de nosotros mismos y de la ciudad donde hemos nacido y adonde milagrosamente llega esa música que nació tan lejos, al otro lado de un mar que yo no sólo no he cruzado, sino que ni siquiera he visto.

Hablo de un extraño, de quien fui y ya no soy, del espectro de un desconocido cuya verdadera identidad sería lastimosa o ridícula si me encontrara frente a ella, si no hubiera extraviado, por ejemplo, los diarios que escribía entonces y pudiera leerlos otra vez, enrojeciendo de vergüenza, supongo, de lástima y piedad por él, yo mismo, y por su sufrimiento y sus deseos, por su amor absurdo y destinado al fracaso y su sentido tribal de la amistad. Es en la música donde tal vez lo encuentro, en las canciones de entonces que ahora vuelvo a oír y me conmueven igual que si el tiempo no hubiera pasado y aún fuera posible enaltecerlo o corregirlo, agregarle una sabiduría que nos fue inaccesible, una ironía y una felicidad que casi nunca, entonces y después, dejaron de ser imaginarias: jinetes en la tormenta, nosotros tres, imaginando que huimos, con nuestros sueños de San Francisco y de la isla de Wight y nuestras caras implacables de Mágina, jinetes en la tormenta que pasean los domingos por la plaza del General Orduña y la calle Nueva mirando a las muchachas con melancolía famélica y se gastan las pocas monedas que les dan jugando al futbolín en el salón Maciste, comprando Celtas cortos en los soportales, subiendo hacia el Martos para introducir en la ranura de la máquina nuestros últimos duros y cerrar los ojos bebiendo una cerveza e imaginando que fumamos marihuana y no un cigarrillo negro. A Félix no le gusta venir con nosotros al Martos, yo noto que se aleja de mí, le gusta el latín y la música clásica, y a mí el inglés y la música pop, cuando estamos agrupados junto a la máquina de discos como alrededor de un fuego que nos vivificara Félix pone cara de aburrimiento y lleva distraídamente el ritmo con el pie, no bebe cerveza, casi no fuma, no habla de mujeres, sólo piensa en sacar buenas notas para que le den la beca salario, porque su padre sigue inmovilizado en la cama y muy pronto morirá, y su madre los ha sacado adelante a él y a sus hermanos fregando suelos y escaleras en las casas de los señoritos. Félix va por la calle silbando tenuemente un adagio barroco y en seguida se despide de nosotros, se va a la biblioteca pública a traducir latín, parece que vive para eso, en su casa tiene siempre puesta la radio pero no oye «Los cuarenta principales» o «Para vosotros jóvenes», sino programas interminables de música clásica. A veces siento que es infiel a mí, a nuestro pasado en la calle de la Fuente de las Risas, cuando yo inventaba historias para contárselas únicamente a él, pero tal vez, me digo con remordimiento, la verdad es lo contrario, que yo le he sido infiel, que prefiero estar con Martín y Serrano, porque a ellos les gustan las mismas canciones que a mí y detestan ir a clase y vivir en Mágina y quieren dejarse el pelo largo y vestir vaqueros gastados con inscripciones hippies y fumar marihuana y hachís.

El Praxis dice que no quiere ser el típico profesor que hace preguntas y exige respuestas de memoria, que él busca otra manera de enseñar, otra praxis, repite, infaliblemente, y también dice mucho «en tanto en cuanto», si nos hace salir a la tarima es para entablar un diálogo de tú a tú, pero pregunta, vaya si pregunta: abre el cuaderno donde tiene apuntados nuestros nombres y yo me encojo instintivamente en la última banca como para evitar que me alcance un disparo, pero por esta vez hay suerte, porque ha caído otro, el de la banca que hay delante de la mía, Patricio Pavón Pacheco, que en los exámenes se sienta siempre a mi lado para copiarme, que no tiene idea de literatura ni de praxis ni de historia y ni siquiera de religión y falsifica certificados médicos para irse a fumar y a beber anís al Martos durante la hora de gimnasia, que en las clases de dibujo usa la regla y el compás para tocar una imaginaria batería mientras canta por lo bajo Get on your knees, de los Canarios, o esas canciones infectas que empiezan a sonar cuando se acerca el verano, lleva el pelo largo y escurrido de grasa y no se quita nunca en clase las gafas de sol con montura dorada y cristales verdes, usa camisetas entalladas y pantalones de pata de elefante y cinturones con ancha hebilla metálica y dice dedicar los domingos a seducir marmotas y fuma rubio mentolado y enciende los cigarrillos con un mechero de la Legión. Patricio Pavón Pacheco está orgulloso de su nombre, dibuja las iniciales en el interior de un círculo con el emblema hippie, le importa un rábano el instituto porque él lo que quiere es hacerse legionario y seducir extranjeras, dice que los veranos los pasa de camarero en Mallorca y que no da abasto a tirarse a tantas alemanas y suecas y holandesas como se le ofrecen, y alguna vez, disimuladamente, debajo de la banca, me muestra un pequeño envoltorio de papel de plata y lo deslía y se lo pasa fugazmente bajo la nariz y me invita a que lo huela, y ese olor dulce y penetrante que no se parece a ningún otro me estremece de miedo y de curiosidad, chocolate, me dice por lo bajo, con su voz salivosa, le das una calada a una mujer y se vuelve loca, sobre todo si lo mezclas con cubalibre y con rubio mentolado. El Praxis, en la tarima, ha dicho sus dos apellidos mirando hacia el fondo de la clase, como si no supiera a quién aludía, «Pavón Pacheco», y él, como si ya estuviera en la Legión y sonaran las primeras notas de su himno, se ha puesto en pie y ha levantado la mano y ha dicho, «Patricio», y ha salido contoneándose entre dos filas de bancas, más alto de lo que en realidad es gracias a la desmesurada plataforma de sus zapatos a la moda, con los pulgares en la hebilla del cinturón, sin molestarse siquiera en llevar su cuaderno de ejercicios, para qué, si no ha hecho la redacción sobre un poeta olvidado de Mágina que al Praxis le gusta mucho, se queda de espaldas a la pizarra con los brazos cruzados y las piernas abiertas, mirando de soslayo al profesor, sin quitarse las gafas, como un cantante en un escenario, y un minuto después, cuando ya ha cosechado un sermón del Praxis sobre algo que él llama la responsabilidad autoasumida, vuelve a su banca y antes de sentarse me sonríe y me parece que me guiña un ojo, petulante y feliz, con una desahogada vanidad de proxeneta. Al Praxis se le nota mucho que ha venido nuevo este año, se sienta en una banca cualquiera en vez de en la mesa del profesor y dice que quiere ser amigo nuestro y que al final de curso no haremos exámenes tradicionales, de todo lo cual obtuvo Pavón Pacheco la temprana consecuencia de que es un piernas, un botarate y un julái. Mientras el Praxis lee en voz alta unos versos sobre la guerra que no terminan nunca yo miro a Marina haciendo flexiones en el patio, y me marea la agitación de sus pechos debajo de la camiseta blanca, me imagino acariciándoselos, tomándolos en las palmas de mis manos, besando sus pezones, que en un sueño que tuve eran de color verde oscuro, como el maquillaje de sus párpados, y me da vergüenza, la misma que me queda después de masturbarme, vergüenza y sobre todo un dolor tan perpetuo como el de un enfermo crónico. Veo las espaldas de mis amigos en las bancas anteriores, los hombros hundidos, los codos sobre el libro, imaginando que estudian, igual que yo, Serrano se vuelve hacia mí y me hace un gesto, le da un codazo a Martín, nos sonreímos un instante como juramentados, y cuando el Praxis solicita tímidamente silencio vuelven a interesarse por el libro de texto y yo también miro el mío y escribo en él el nombre de Marina. Voy a cumplir diecisiete años y desde los catorce estoy enamorado de ella, y aunque somos compañeros de clase apenas hemos hablado cuatro o cinco veces, casi nunca fuera del instituto, desde luego, cuando nos cruzamos por la calle me dice adiós y si hay suerte me sonríe, se le nota que no acaba de verme, y casi lo agradezco, porque si me viera la indiferencia probablemente se convertiría en hostilidad, si me viera como yo me veo por las mañanas, en el trozo de espejo que hay colgado en la cocina, sobre la palangana donde me lavo con el agua que mi madre ha sacado del pozo antes del amanecer y calentado en el fuego, exactamente igual que lo hacían su madre y su abuela, qué pobreza, ni cuarto de baño tenemos, me lavo a manotadas con la misma furia con que se lavaban cuando yo era niño mis tíos, me peino, procurando que el pelo me cubra las orejas, miro mi nariz, que según mi abuela Leonor se parece al asiento de una bicicleta, me hago la raya, me echo el flequillo sobre los ojos, es inútil, siempre tendré cara de palurdo, cara de hortelano, de mocetón de Mágina, quién pudiera parecerse a Jim Morrison, o a Lou Reed, con sus gafas oscuras, sus chaquetas de cuero, su cara chupada, y no la mía, que es una cara de hogaza, una cara irremediable que no mejoran ni el flequillo sobre la frente ni las solapas subidas de mi guerrera azul marino de la Guardia de Asalto, que rescaté del fondo de un armario y me pongo como un gesto de insumisión contra mis padres, y lo peor es que aún quedan señales del grano morado que me salió en la punta de la nariz, es un tormento diario cuya virulencia luego no sabré recordar, el asco hacia uno mismo, la vejación de verse desnudo y saber que no se es deseado, la barba irregular, los granos en la cara, los cortes que me hago al afeitarme, las camisas a cuadros naranja y los jerseys de ochos que me hace mi madre, por no hablar de la vergüenza de los calzoncillos, cuando nos desnudamos para la clase de gimnasia, los calzoncillos blancos de tela que me llegan a la mitad de los muslos, cortados y cosidos por mi madre y mi abuela, enormes, como calzones de futbolista, hasta Martín y Serrano se ríen de mí, porque ellos usan calzoncillos modernos, de esos que en la televisión llaman slips, ceñidos a las ingles, por no hablar de la humillación de no saber saltar el potro ni ese artefacto temible al que llaman el plinto, echo a correr temblando y cuando he de impulsarme para dar la voltereta me quedo inmóvil como un mulo asustado, los pies hincados en el suelo, las manos colgando a lo largo del cuerpo, es inútil, nunca me atreveré, el profesor de gimnasia, don Matías, que también nos da formación del espíritu nacional, me grita y me llama cobarde y hasta me empuja, pero no puedo, no sé, soy tan torpe como los más gordos de la clase, el pelotón de los torpes, nos llama don Matías, y entonces yo me acuerdo de cuando mi padre me dice que me monte de un salto en la yegua y yo lo intento y me quedo colgado a la mitad, cayéndome ignominiosamente por el lomo, queriendo asirme a la crin, volviéndome hacia él con la cabeza baja para que no vea que he enrojecido, para no ver la decepción en su cara. «Qué poca sangre tienes», me dice, cuando no sé hacer algo que él quisiera que hiciese, cuando no subo de un salto a la yegua o no tengo fuerzas para ajustarle la cincha o para cargarme un saco de hortaliza a la espalda. Sin duda me lo repetirá también esta tarde, cuando llegue a la huerta y lo encuentre enojado porque he tardado mucho, sonará la campana del final de la clase, las chicas habrán desaparecido del patio, ella también, estarán duchándose y saldrán desnudas y envueltas en toallas húmedas al pasillo de los vestuarios, el pelo mojado sobre la cara, la piel reluciente, eso no sé imaginarlo, nunca he visto desnuda a una mujer, ni siquiera en fotografías, se pondrán blusas ligeras y pantalones vaqueros y zapatillas de deporte y saldrán a la calle con sus bolsas al hombro camino de cualquiera sabe qué citas con tipos mayores y más altos que yo, y si hay suerte me cruzaré con ella y me dirá adiós, y si no la hay saldré deprisa con mis libros bajo el brazo y ni siquiera esperaré a Martín y a Serrano ni me detendré a oír un disco en el Martos, porque mi padre está esperándome, tengo que llegar a casa cuanto antes y cambiarme de ropa, me tengo que poner botas y pantalones viejos y bajar lo más rápido que pueda hacia el camino de las huertas para ayudarle a mi padre a cargar la hortaliza en la yegua, para subirla luego al mercado, adonde él irá a vender mañana, antes de que amanezca, con su chaqueta blanca y esa sonrisa que para nosotros es desconocida, porque sólo la usa ante sus parroquianas, las mujeres que van todos los días a comprarle y le hacen bromas y le dicen, parece mentira, lo joven que estás. Y es cierto, lo pienso ahora, en el pasillo, cuando todavía suena la campana y se abren las puertas de todas las aulas y el aire se llena de voces y de olores femeninos, en el mercado parece mucho más joven que en casa o en la huerta, será porque mira y sonríe abiertamente y hay un timbre de jovialidad en su voz. Pero no sé quién es ni cómo es y sólo empezaré a comprenderlo cuando pasen los años y el odio y la necesidad de sublevarme contra él se extingan y empiece a descubrir lo mucho que nos parecemos.

Al salir de la clase he perdido a Martín y a Serrano, voy por el pasillo mirando de soslayo las piernas desnudas de las chicas, las más valientes, las que siguen desafiando el viento frío de las tardes de finales de octubre, casi todas llevan ahora medias o calcetines altos. Bajo las escaleras, arrastrado por un río de gente que irrumpe de las aulas en cuanto suena la campana, quiero ir más despacio para darle tiempo a que se vista y aparezca con su cara sin maquillar y su macuto al hombro pero los otros me empujan y en seguida estoy en el vestíbulo, busco a alguien, a Martín, a Serrano, que ya estarán esperándome enfrente del instituto, en la acera del Consuelo, fumando cigarrillos. En vez de marcharme hago como que me intereso por una lista de calificaciones clavada en el tablón de anuncios y mientras miro de soslayo hacia el corredor de los vestuarios de las chicas, salen algunas de sus compañeras, con el pelo mojado, con minifaldas y calcetines blancos y zapatillas de deporte, pero no ella, tal vez ya se ha ido, y entonces tengo un acceso de miedo y de celos, habrá salido corriendo para encontrarse con alguien, ese tipo alto y mayor y vestido de negro con el que la he visto algunas veces. Tengo que apresurarme, si no salgo rápido ya no la veré, no está en las escaleras, tampoco en el paseo, bajo los árboles, puede que haya ido al Martos, cruzo la calle sin mirar el semáforo, no sólo por impaciencia, sino por falta de costumbre, porque los han puesto hace muy poco, me asomo al bar del Consuelo, pegando la cara a la cristalera donde hay un cartel de Carnicerito de Mágina, pero Marina no está en la barra, veo fugazmente a un hombre mayor que parece forastero, con gafas, con pajarita, con un traje oscuro, el viento de la tarde de octubre huele a lluvia, paso junto a los cocherones de la Pava, de donde viene un olor nauseabundo y también excitante a gasolina y a neumáticos, entro en el Martos y nada más empujar la puerta de cristales se me sobresalta el corazón y me contrae el estómago un nudo de inminencia, estará aquí, pienso, casi puedo reconocer su perfume igual que lo reconozco cuando entro tarde a clase y todavía no la veo, pero no hay nadie en la larga barra de cinc, ni siquiera mis amigos, y las luces de la máquina de discos parpadean en la penumbra del fondo, está sonando una canción, Proud Mary, no la versión de los Credence, sino la de Ike y Tina Turner, en el aire vibran densamente la batería y el bajo, camino hasta el final, donde está la puerta que da a un pequeño jardín y luego a la discoteca – Acuario's- en cuya casi oscuridad mis amigos y yo no nos hemos internado nunca, y en uno de los divanes que hay contra la pared veo a una pareja que se abraza al amparo de la soledad y de la sombra, una melena negra, tal vez la de Marina, unas piernas desnudas a pesar del frío de la tarde de octubre. Sin darme cuenta me quedo mirándolos besarse, con alivio porque la chica no es Marina y también con envidia, porque yo nunca he besado ni abrazado a una mujer, mirando los muslos anchos de ella y la mano avariciosa y experta del tipo que los va recorriendo desde las rodillas y se introduce debajo de la minifalda y luego sube rudamente para estrujarle los pechos, y es al fijarme en el anillo que hay en esa mano y en la esclava de plata que brilla en la muñeca cuando descubro quién es él, aunque su cara sigue oculta entre el pelo de la chica, reconozco los pantalones de campana y los zapatos de plataforma y la grasienta melena con flequillo de Patricio Pavón Pacheco. No se ha quitado las gafas de sol y cuando se aparta de la boca de ella limpiándose los labios seguramente le cuesta trabajo distinguirme en medio de su verdosa oscuridad, me saluda, con su risa de mono, me invita a que me siente con ellos y pida algo de beber, un pippermint con hielo, me sugiere, señalando las dos copas de un verde translúcido que ni siquiera han probado, y me hace un gesto procaz de complicidad señalando a la chica, que tiene la cara basta y muy pintada y los pechos muy grandes y me sonríe de un modo que me desconcierta, como invitándome a algo y burlándose al mismo tiempo de mí. No es del instituto, seguro, ni tampoco extranjera, será una marmota, como dice Pavón Pacheco, que en los intermedios de las clases me muestra enigmáticos envoltorios de condones, me enseña palabras de tipo técnico, dice -nombres de posturas, de vicios o de enfermedades venéreas- y me da consejos sobre las mujeres que debo elegir: las marmotas tragan, las putas tienen buen corazón, enamorarse es una debilidad de maricones, todas las extranjeras vienen a España buscando lo mismo, lo malo es que casi ninguna llega a Mágina, se quedan todas en Mallorca o en la Costa Brava o en la Costa del Sol.

Tengo que irme, le digo, no me atrevo a preguntarle si ha visto a Marina, porque sospecho que se reiría de mí, cuando miro por última vez a la posible marmota se ha inclinado hacia la mesa para tomar su copa y veo la camisa entreabierta y la hendidura entre sus dos pechos blancos y apretados. Casi enrojezco, menos mal que las gafas verdes y la poca luz no permitirán que Pavón Pacheco descubra mi torpeza, les digo adiós y ya no me ven, porque están besándose otra vez, hundiendo cada uno la lengua en la boca del otro, lamiéndose las barbillas y los labios y respirando muy fuerte y como sofocados, ahora suena en la máquina una canción erótica que Pavón Pacheco me hizo traducirle y que según él es muy buena para arrimarse y meter mano, Je t'aime, moi non plus. Salgo a la calle acordándome de la cercanía y del olor de Marina cuando se sienta por azar a mi lado en alguna clase y no sé imaginar a qué sabrán sus besos, doy una vuelta por el parque, donde ya no queda nadie del instituto, en el reloj lejano de la plaza del General Orduña dan las seis y empiezan a sonar campanas en todas las iglesias de Mágina, apresuro el paso, resignado a no verla, take a walk on the wild side, pienso, las manos en los bolsillos y la mirada vigilante que se detiene a examinarme cuando paso junto a algún escaparate, imagino que ando como un lobo por una calle de Nueva York o de París, que vivo solo y tengo veinte años y no dieciséis, bajo por el callejón de Santiago hacia la calle Nueva, donde es posible que ella esté paseando con alguien, tal vez la veré un poco más adelante, en la calle Mesones, donde hay una heladería en la que la he visto algunas veces, pero la heladería ya ha cerrado, o en la plaza, a donde puede haber ido para comprar cigarrillos en los puestos de los soportales. Compro un Celtas, lo enciendo y me quedo un rato fumando mientras miro las carteleras del Ideal Cinema, los libros y los cuadernos bajo el brazo, las manos en los bolsillos, mi figura solitaria y ansiosa reflejada en las cristaleras del Monterrey, mis ojos volviéndose con un reflejo de angustia hacia la torre del reloj, donde ya son las seis y cuarto: aún no sé que voy a vivir así la mayor parte de mi vida futura, caminando solo por ciudades que únicamente se parecerán a Mágina en su desolación, buscando a alguien, un amigo o una cara de mujer que seguirá siendo más o menos la misma aunque varíen sus rasgos o el color de su pelo y sus ojos, acuciado por relojes que señalan obligaciones y límites, perdido, igual que ahora, que esa tarde de finales de octubre, mirándome de soslayo en las cristaleras de los bares o en los espejos de las tiendas, inventándome a mí mismo como a un personaje de novela o de cine que nunca acaba de pertenecer plenamente a una historia.

Bajo por los soportales, y al llegar a la esquina de la calle Gradas tengo la tentación de asomarme al salón Maciste, donde tal vez están jugando al billar mis amigos, pero se me ha hecho tarde, intolerablemente tarde, toda mi vida llevaré un cronómetro insomne en el interior de mi conciencia, descarto la posibilidad de encontrarlos y enfilo la acera del Rastro camino de la Cava y del barrio de San Lorenzo, si me doy prisa aún puedo llegar a la huerta de mi padre antes de que sea de noche. Las barberías, las tabernas con su olor a vino fermentado y sus letreros en forma de televisor, los coches aparcados entre las acacias que serán cortadas dentro de unos años, los hondos solares de palacios derribados donde se levantan armazones de pilares de hormigón y vigas metálicas, el semáforo recién instalado en el cruce del Rastro y de la calle Ancha, junto al que mucha gente se detiene todavía no para cruzar sino para ver cómo parpadea el diligente hombrecillo verde y se convierte en un hombrecillo rojo que espera con las piernas abiertas, las aceras más anchas y los jardines de la Cava, que bajan hacia los miradores del sur costeando la muralla y por donde todas las tardes se pasean las parejas de novios: andaba siempre por la ciudad sin mirarla, odiándola de tan sabida como la tenía, renegando de ella, creyéndola definitiva y estática y sin darme cuenta de que había empezado cruelmente a cambiar y que alguna vez, cuando volviera, ya casi no la reconocería. Iba a doblar la esquina de la calle del Pozo cuando miré sin atención hacia los jardines que rodean la estatua del alférez Rojas y vi a un hombre y a una mujer que venían hacia mí caminando entre los rosales y los macizos de arrayán. A la luz ya violeta y escasa del atardecer el dolor me permitió distinguir a Marina con más precisión que mis pupilas: aún llevaba los pantalones del chándal y las zapatillas deportivas, y en vez de un bolso colgaba de su hombro el macuto de gimnasia, pero se había dejado el pelo suelto y se cubría los hombros con una cazadora. Junto a ella iba un tipo mucho más alto a quien yo no había visto nunca. Andaban un poco separados, sin tocarse, él muy atento a algo que Marina le decía, ella moviendo las dos manos y mirándolas como para estar segura de la claridad de su explicación. Conocía ese gesto porque se lo había visto hacer en clase muchas veces. Me quedé inmóvil en la esquina durante unos segundos, viéndolos acercarse, seguro de que no me veían, distraídos por una conversación que de vez en cuando interrumpía la risa de Marina. No me verían aunque siguiera sin moverme cuando pasaran a mi lado, aunque ella detuviera un instante sus grandes ojos verdes en mí y sonriera y me dijera adiós. Volví la cara, bajé aún más la cabeza, caminé en dirección a mi casa sobre el empedrado de la calle del Pozo, y cuando oí de nuevo, sin volverme, la risa de Marina, sentí con un ensañamiento de celos y de humillación que estaba riéndose de mí, de mi cara, de mi desdicha, de mi amor, del barrio donde vivía y de la vida que llevaba.

En mi casa, en el comedor ya a oscuras, sentadas junto a la última claridad de la ventana, mi madre y mi abuela Leonor cosían escuchando en la radio el consultorio de la señora Francis. Entré sin decir nada, intoxicado de infortunio, dejé los libros en la mesa y no respondí cuando mi madre me dijo que me diera prisa en cambiarme, que iba a llegar tarde a la huerta. Subí a mi cuarto, puse en el tocadiscos una canción de los Animals, y mientras la oía y procuraba repetir la letra imitando el acento de Eric Burdon me quité los vaqueros y la guerrera azul y las zapatillas de deporte y me puse la ropa de ir al campo como si vistiera por obligación un uniforme indigno, las botas viejas y manchadas de barro seco, los pantalones de pana que olían a estiércol, un jersey grande y gris que había sido de mi padre. Gritaba en silencio, movía los labios como si la voz de Eric Burdon fuera mía, delante del espejo procuré poner su cara torva y temeraria y me eché el pelo por detrás de las orejas y me lo aplasté con agua para que mi padre no pensara que lo tenía demasiado largo, bajé corriendo las escaleras y salí a la plaza de San Lorenzo sin pararme ni a decir adiós. Pensaba, dentro de un año me habré ido, me prometía no regresar nunca, me juraba a mí mismo que si mi padre me preguntaba por qué había tardado tanto no le contestaría. Cuando llegué a la huerta ya era de noche, mi padre había terminado de cargar la hortaliza en la yegua y me miró sin decir nada cuando le conté que había tenido que quedarme hasta las seis y media en el instituto. Dentro de la casilla, alrededor de una lumbre de tobas de alcaucil, el tío Pepe y el tío Rafael y el teniente Chamorro liaban cigarrillos y se pasaban una botella de vino contándose historias de la guerra y acordándose del comandante Galaz. «Lo vi ayer», decía el teniente Chamorro, «os juro que lo vi». Pensé con desdén, con rencor, casi con odio, que estaban como muertos, que se pasaban así la mayor parte de sus vidas, impotentes, atados a la tierra, invocando fantasmas.


Despertó sin un solo residuo de fatiga o de sueño, un poco antes del amanecer, cuando aún había una oscuridad de noche cerrada en la ventana, y se quedó quieto, con los ojos abiertos, en una actitud de alerta sin motivo, escuchando tras la pared la respiración de su hija, que dormía en la habitación contigua. Pero estaba seguro de que lo había despertado algo, no un sobresalto del sueño sino un accidente de la realidad, y al moverse quería, como un cazador, que se repitiera ese mismo sonido ahora que él estaba en guardia y podía descubrir su naturaleza y su origen. Porque al despertar había notado un impulso de su juventud, la energía alarmada y súbita de los amaneceres de cuartel, y después el sosiego que tanto le complacía cuando era un cadete y al abrir los ojos comprobaba que aún no era inminente el toque de diana. Eso había soñado, pensó, que tocaban diana, que había vuelto al internado militar o a la academia y que si no saltaba rápidamente de la cama sería castigado. Encendió la luz de la mesa de noche, se puso las gafas y miró su reloj: eran las siete en punto. Y justo cuando el segundero alcanzaba la señal de las doce oyó un sonido muy lejano y muy débil que lo conmovió como si aún le durara el impudor de los sueños: estaban tocando a diana en el cuartel de Mágina, y el viento del oeste le traía esas notas tan debilitadas como si sonaran al fondo de la distancia del tiempo. Había dormido con la ventana abierta, porque antes de acostarse bebió más de lo que su hija hubiera aceptado y no quería que oliera rastros de alcohol cuando entrara a buscarlo: aún no circulaban automóviles, y en el silencio de la madrugada los sonidos tenían una claridad nítida y estremecida, como los colores de un paisaje a la luz de un día limpio de noviembre. Los pájaros en el parque próximo, las primeras campanadas de las iglesias, el reloj de la plaza del General Orduña, que dio las siete un poco después, cuando ya se había extinguido el eco de la corneta que tocaba diana y el comandante Galaz seguía inmóvil bajo las sábanas, imaginando el escándalo de pisadas de botas por las escaleras del cuartel, las caras de miedo y sueño de los soldados que corrían hacia la formación medio vestidos todavía, las gorras en la nuca, los cordones desatados, los más torpes quedándose atrás o arrollados por los otros, los gritos broncos de los cabos de cuartel y los sargentos de semana.

Caras sin afeitar, cabezas despeinadas, cuerpos mal aseados con olor a noche y a mantas y uniformes viejos, miradas de aburrimiento, de miedo, de melancolía, de hambre. La formación se cerraba con un ruido de botas y de manos abiertas golpeando los costados al unísono. En su dormitorio del pabellón de oficiales él también se levantaba a las siete, aunque no estuviera de servicio. Saltaba de la cama como si fuera una íntima vejación permitirse un instante más de pereza y hacía treinta flexiones rápidas y elásticas sin apoyar ni una sola vez el vientre en el suelo y luego se erguía de un salto y se daba una ducha de agua fría que lo incorporaba definitivamente a la lucidez cruel del despertar y la disciplina. A las siete y cuarto su ordenanza le servía el café, ardiente y sin azúcar, y solía encontrarlo inmóvil ante la ventana abierta, tal vez sosteniendo todavía la navaja de afeitar, limpiando lentamente su filo en una toalla, como si la navaja fuera un arma y la luz del amanecer el indicio de un ataque enemigo. Conservaba una memoria infalible para los nombres, y todavía se acordaba del último ordenanza que tuvo: Moreno, Rafael Moreno, un soldado flaco, con la nariz larga y fina, con las orejas grandes, con una atemorizada lentitud campesina en sus gestos. Dejaba el servicio de café sobre la mesa de pino donde había siempre una pistola en su funda y un libro forrado con papel de periódico, y antes de salir daba un desmañado taconazo y se cuadraba echando muy atrás la cabeza. «¿Ordena alguna cosa más, mi comandante?» «Gracias, Moreno, tráigame en seguida las botas.» Las botas limpias, relucientes de grasa, las hebillas bruñidas, la gorra de plato con una ligera inclinación a la izquierda calculada frente al espejo. En el cuarto de baño se vio despeinado y en pijama, con un rastro de barba blanca y gris, con la piel del cuello pálida y un poco descolgada. Para afeitarse bien se puso las gafas y procuró que el ruido del agua en el grifo no despertara a su hija. El orden inflexible de los objetos, de las palabras y las horas, de cada gesto singular, la mirada interrogando en el espejo algún signo de debilidad o de sueño, las yemas de los dedos deslizándose sobre la piel del mentón para comprobar que no había una sola aspereza, un descuido mínimo en el afeitado, el libro forrado para que nadie leyera su título y guardado bajo llave antes de salir, la atención detenida durante los últimos segundos en el valle donde amanecía, al otro lado de la ventana, en la figura del jinete sin nombre que cabalgaba de noche y cuyos rasgos parecían rejuvenecer con la claridad de la mañana. El tubo de luz sobre el espejo del lavabo le daba a su piel una blancura excesiva y acentuaba las arrugas a los lados de la boca y las bolsas de los párpados. Le olía a alcohol el aliento: al expulsarlo el espejo se empañó y dejó de ver su cara. La barbilla alta, las mandíbulas apretadas, la mirada al frente, enconada y vacía como un grito de mando. Ahora sería por lo menos general de división, y los domingos por la mañana, al terminar la misa, con su uniforme de gala y su fajín y la pechera brillante de condecoraciones, empujaría devotamente el coche de inválida de aquella mujer de pelo blanco y boca caída que ni siquiera lo había mirado al pasar junto a él. Su cabeza oscilaba como si ya no la sostuvieran los músculos del cuello, y tenía un rosario enredado en las manos. Qué alivio, en el cuartel de Mágina, despertarse en una cama donde estaba solo, en una habitación donde no había más que una mesa desnuda y una pequeña estantería y un grabado en la pared y a donde no entraba nadie más que él y su ordenanza, porque no tenía la costumbre, como otros oficiales, de invitar a los compañeros a beber y a jugar a las cartas y a hablar zafiamente de mujeres después del toque de silencio. Nadie sabía su secreto: carecía tan absolutamente de vocación militar como de cualquier otra vocación imaginable. Era como si desde que nació le hubiera faltado un órgano interno que los demás hombres poseían, pero cuya ausencia no era perceptible y podía hasta cierto punto ser disimulada con éxito. En lugar de ese órgano, una especie de víscera que segregaba orgullo y coraje y honor, el comandante Galaz imaginaba desde la adolescencia que tenía una oquedad de aire, un espacio oculto y vacío, como un cofre sellado que no contiene nada. Pero también hay hombres que viven con un solo riñón y cobardes que se vuelven héroes en un rapto de pánico. Para no ser descubierto había pasado la primera mitad de su vida cumpliendo con una exasperada precisión hasta las normas más ínfimas de la disciplina militar. En el internado, en la academia, en las guarniciones de la Península y de África donde estuvo sirviendo desde los veinte años, veía a otros permitirse negligencias a las que él nunca accedió. Bebía muy poco, fumaba al día cinco o seis cigarrillos, y los fumaba siempre a solas, en su habitación, no porque temiera alentar en los otros alguna sospecha de debilidad, sino porque el tabaco le procuraba un efecto narcótico al que únicamente en la soledad le parecía prudente abandonarse. El jefe de la guarnición, el coronel Bilbao, que había sido compañero de su padre, lo animaba siempre a buscar una casa en Mágina: no podía quedarse en ese cuarto del pabellón de oficiales que era más bien la celda de un monje; le convenía, para no estar tan solo, traerse pronto a su mujer y a su hijo, teniendo en cuenta además que ella estaba embarazada. El coronel Bilbao tenía el pelo blanco y encrespado y el cuello inclinado hacia adelante como un ave al acecho y la cara morada de coñac y embotada de insomnio. Su despacho estaba en la torre sur, bajo la terraza de los reflectores, y la luz de las ventanas que daban al valle y al patio del cuartel no se apagaba en toda la noche. A la cinco o a las seis de la madrugada dormitaba en su sillón de madera labrada con la guerrera floja y un hilo de saliva colgándole del labio inferior, grueso y rojo en la cara tan pálida como la desgarradura de una herida. Su asistente llamaba a la puerta del dormitorio del comandante Galaz y le pedía de parte del coronel que tuviera la bondad de acudir al despacho. «Galaz, si no fuera porque usted es tan amable de venir a hacerme compañía a estas horas ya me habría pegado un tiro.» La noche de julio en que se voló la cabeza el coronel Bilbao también parecía dormitar en su sillón con la guerrera desabrochada y la cabeza caída sobre el pecho, pero el hilo de saliva que le colgaba de la boca era rojo y espeso y había manchado un pliego de papel con el emblema de la guarnición donde el coronel sólo había escrito el nombre de la ciudad y la fecha. El coronel Bilbao tenía en Madrid una hija divorciada a la que suponía perdida en el activismo político y el libertinaje y un hijo inepto al que odiaba porque a los treinta años no era más que un sargento sin porvenir ni vocación. El coronel Bilbao dedicaba una parte de su insomnio a escribir a sus dos hijos cartas insultantes que no siempre rompía al amanecer. Sentado frente a él, el comandante Galaz bebía café y cortos sorbos de brandy y lo escuchaba en silencio. «Galaz, ¿sabe usted por qué tenemos hijos? Para que nuestros errores duren más que nosotros.»

Apagó la luz del cuarto de baño y cerró la puerta suavemente, terminó de vestirse con el mismo esmero que ponía cuando llevaba uniforme y se preparaba para asistir a un desfile solemne. La camisa limpia, doblada por su hija y guardada en un cajón, el chaleco, la americana, el pequeño escudo de la universidad en el ojal, la pajarita, el sombrero. Las madrugadas ya eran frías, pero descartó el abrigo como una innoble concesión a la vejez. Entró a tientas en el dormitorio de su hija: dormía de lado, abrazando la almohada, con la boca entreabierta y el pelo en desorden sobre la cara, tenuemente blanca a la luz del amanecer. Se removió bajo las sábanas, dijo algo en voz alta, unas palabras indescifrables que tal vez estaba soñando en inglés, y luego su cuerpo volvió a serenarse y se extendió un poco más sobre la cama. Hija mía, error mío, herencia mía no buscada ni merecida, que mirarás el mundo cuando yo esté muerto y llevarás mi apellido y una parte de mi memoria cuando ya nadie se acuerde de mí. Le dejó una nota en la mesa de noche: volvería antes de las nueve. Ahora los soldados estarían lavándose y haciendo las camas urgidos por los cabos de cuartel y dentro de unos minutos sonaría la corneta para la formación del desayuno, y luego vendría el aviso del cambio de guardia. En el bar del hotel bebió un té con leche. Su estómago ya no toleraba el café, pero le gustaba tanto olerlo que procuraba ponerse cerca de alguien que estuviera tomándose una taza. Pensó pedir una copa de aguardiente, pero temió que más tarde su hija le oliera el aliento. No le diría nada, pero lo miraría con un gesto de reprobación que era el único que había heredado de su madre: también había heredado de ella la forma de la barbilla y el color del pelo y de los ojos, pero no, por fortuna, la frialdad de su expresión. Vivió durante dieciocho años con una mujer en cuya mirada no había nadie, frente a dos pupilas tan objetivas como el cristal de un espejo, y ahora ni siquiera tenía que intentar olvidarla para no sentirse responsable de su desgracia, su enfermedad y su muerte. No era difícil olvidar, sino acordarse de ella. Algunas noches se despertaba creyendo oír los latidos de su corazón, que resonaban como golpes metálicos desde que le implantaron unas válvulas artificiales, como avisos de amenaza y chantaje. Luego los golpes se detuvieron en la habitación del hospital y fue como si alguien hubiera desconectado un televisor. Ni él ni su hija volvieron a encender el que ella siempre miraba, silencioso ahora e inútil como un mueble anacrónico, con su pantalla convexa y gris reflejando la sala que ella nunca más iba a limpiar con devoción neurótica y el sofá donde ya no estaba sentada, con su alto peinado rígido y su maquillaje excesivo, con una copa transparente en la mano.

Golpes metálicos resonando en el pecho de una mujer enferma como una torpe maquinaria que sostenía en ella el ritmo difícil de la vida: redobles de tambor y toques de trompeta a lo lejos, viniendo del oeste, traídos hacia él por el viento en el que había un olor a lluvia próxima. Frente a la entrada del cuartel ya se habría formado la guardia y un suboficial estaría izando la bandera. Salió del hotel y caminó despacio por la avenida, contra el viento, pasando junto a los garajes donde empezaban a levantarse las cortinas metálicas y los escaparates inmensos de las tiendas de coches y cruzándose con oficinistas madrugadores y ateridos, estudiantes que subían hacia el instituto, hombres del campo que llevaban de la brida sus bestias. En el lugar de la antigua estación ahora había un parque con una gran fuente en el centro: por las noches la veía iluminada desde su habitación, y el conserje le había explicado, con orgullo local, que no había en toda la provincia un chorro de agua que subiera tan alto o tuviera aquellos cambios de luces. Bajó hasta la calle Nueva, se detuvo en la esquina del hospital de Santiago, pensando continuar en dirección a la plaza del General Orduña, pero entonces vio frente a él una ancha calle con dos filas de castaños de Indias que descendía hacia el sur y parecía acabarse frente al mar. Las casas blancas a ambos lados eran más bajas que las copas de los árboles, y en lo más hondo, a la derecha, contra el perfil alto y brumoso de la sierra de Mágina, se veía sobre los tejados el depósito de agua del cuartel. «No tiene pérdida», le habían dicho una vez en la estación, «en cuanto llegue al final de la calle Nueva podrá ver el depósito». Vestía aquella mañana un traje de lino gris claro que le daba, junto al bronceado de Ceuta, un cierto aire de indiano. Llevaba una maleta ligera en la que no guardaba más que su uniforme con la estrella de ocho puntas recién cosida a las bocamangas, su correaje y su pistola, unos pocos libros forrados con papel de periódico, una muda de ropa interior. Pero estaba cansado del viaje y no tenía ganas de llegar tan pronto al cuartel y empezar la ceremonia extenuante de presentaciones, parabienes y saludos, el probable encuentro con viejos compañeros, los brindis con mediocre jerez en la sala de oficiales. Parecía mentira, le dirían, con entusiasmo, con envidia oculta y rencor, treinta y dos años y ya era comandante. En Ceuta, su mujer, cuando supo la noticia, compró dos benjamines de champán y rompió a llorar mientras brindaban, se atragantó y manchó su amplio vestido de embarazada. En cuanto encontrase una vivienda adecuada mandaría a buscarla: quién sabe cómo sería esa ciudad perdida a donde iba destinado, Mágina, qué incomodidades deberían ella y el niño soportar si desde el principio se marchaban con él. En los recuerdos y en los sueños algunas veces las confundía a las dos: la hija y esposa y madre de militares españoles, la bibliotecaria americana con la que se casó veinte años después por la exclusiva razón de que la había dejado embarazada la única vez que se acostó con ella. Algo tenían en común: las dos eran católicas, hacia ninguna de las dos había sentido nada que se pareciera al amor. Incluso hubieran podido intercambiar sin dificultad los reproches que preferían hacerle, el hábito de las lágrimas en los dormitorios oscuros y tras las puertas cerradas y del vengativo silencio. Se recordó liviano y solo, en la mañana de abril, en una ciudad desconocida, sin necesidad ni nostalgia de nadie, sin la obligación perpetua de simular y asentir, caminando por calles empedradas donde verdeaba la grama al sol oblicuo, dorado y tibio de las once, sentado luego en un café, en los soportales de una plaza donde había una torre y la estatua circundada de acacias de un general a quien él conocía, porque sirvió a sus órdenes en la guerra de África. El perfil de la estatua era singularmente fiel a su modelo: en la plaza de Mágina, como en las barrancas peladas de Marruecos, el general Orduña miraba hacia el sur con la altanería estupefacta de quienes ganan batallas por casualidad y no llegan a comprender en qué momento ni por qué motivo un confuso desastre se convierte en victoria.

Pero ahora la calle que iba hacia el cuartel no se llamaba Catorce de Abril sino Dieciocho de Julio: la sórdida fecha tenía para él algo de conmemoración personal. Si no hubiera ido solo no se habría atrevido a bajar por ella: cómo explicarle a su hija que no tenía nostalgia de haber sido un militar, que lo que estaba buscando no era un escenario muerto y tal vez vergonzoso del pasado, sino la solución a un enigma imposible, el de su vida hasta los treinta y dos años, el de su entrega inflexible a una tarea que nunca le importó: la de llegar a ser lo que otros decidieron que fuese y aclimatarse desde el final de la infancia a la disciplina militar tan sin esfuerzo ni deseo como si no hubiera otro destino posible para él. Al cruzar la calle Nueva desde la esquina del hospital casi le arrebató el sombrero el viento que venía de las colinas de olivares del oeste. La pendiente le obligaba a caminar más aprisa y le concedía el sentimiento tranquilizador de no ser él mismo quien guiaba sus pasos. Parecía que la calle y el horizonte se ensanchaban y que eran más altos los castaños. Con las puertas de las casas abiertas de par en par las mujeres barrían y fregaban los zaguanes y algunos hombres con boinas y pellizas y pantalones de pana cinchaban mulos atados a las rejas y luego emprendían el camino del campo echándose sobre los hombros las riendas de cáñamo. Al bajar por la acera le llegaba el olor caliente de las cuadras y oía ráfagas de seriales y de canciones de la radio mezcladas con voces agudas de mujeres que apuraban a sus hijos porque se les estaba haciendo tarde para ir a la escuela. Niños con mandiles azules, con carteras al hombro, con el pelo mojado y aplastado, salían de los portales y se quedaban mirándolo con interés y recelo, igual que algunas mujeres que lo examinaban sin disimulo y sólo seguían barriendo cuando él había pasado. Pero ya no tenía aquel miedo absurdo a ser reconocido que estuvo inquietándolo los primeros días. Quién iba a conocerlo después de tantos años, a quién de los supervivientes de entonces podía importarle su regreso, si él mismo ya era otro, si ni siquiera tenía la sensación de volver. Tan desconocido como entonces, tan despojado, tan sereno, llegó al final de la calle, a la explanada desnuda frente al terraplén y al horizonte del valle, sumergido todavía en una niebla azul claro en la que se hundían como raíces colosales las estribaciones de la Sierra. A la derecha, al otro lado de las casas, se alzaba el volumen de piedra oscura del cuartel, con sus torreones en los ángulos, con los alféizares de ladrillo rojo, con el portalón abierto entre dos garitas con almenas y el escudo rojo y dorado del arma de Infantería. A la izquierda, hacia el este, se prolongaban por las laderas arboladas de las huertas las ruinas de la muralla antigua de Mágina, los tejados y las fachadas blancas de los miradores, las iglesias de los barrios del sur. Ésta sí era la ciudad que él había conocido, la que había ido descubriendo a lo largo de una mañana perezosa de abril, con las manos en los bolsillos de su pantalón de turista o de indiano, pues le habían guardado la maleta en aquel café de la plaza del General Orduña, con una secreta felicidad indolente que le era más valiosa porque hasta entonces apenas había sabido que existiera y no iba a durarle más que unas pocas horas. «Mi comandante, ya nos tenía preocupados, lo esperábamos a primera hora de la mañana, y el coronel Bilbao nos dijo que usted nunca se retrasa.» En cuanto vio a aquel teniente tan joven cuadrarse ante él y mirarlo con sus ojos fijos y fanáticos bajo la visera de la gorra supo que era un peligro. Pero eso fue más tarde, después de las siete, cuando ya anochecía. Se quedó dos horas sentado en el velador de los soportales, rodeado por el rumor de los grupos de hombres del campo que fumaban de pie y parecían esperar algo que no llegaba a suceder, se permitió, pues nadie iba a saberlo, una cerveza y un vermú, comió tranquilamente en una fonda de la calle Mesones, disfrutando de cada minuto memorable y trivial, mirando por la ventana a las mujeres que pasaban, bajó al azar por una calle con cafés y pequeñas tiendas de tejidos y se encontró de repente en una plaza que le pareció de una horizontalidad ilimitada, con palacios de piedra amarilla y escalinatas y patios con columnas de mármol y una iglesia al fondo que tenía una portada con bajorrelieves de centauros y estatuas de mujeres con los pechos al aire que sostenían escudos nobiliarios. Como en las ciudades marítimas, un abismo de azules se desplegaba al final de algunas calles orientadas al sur. De vez en cuando, entre el escándalo de las campanas, oía los toques lejanos de la trompeta del cuartel y un redoble de tambores monótonos. Pero, inexplicablemente para él, que había vivido siempre acuciado por los relojes y las obligaciones, no tenía prisa, y volvió hacia el centro de Mágina desviándose al azar por los callejones umbríos y las pequeñas plazas con acacias o álamos donde sólo escuchaba voces y ruido de cubiertos en el interior de las casas, cascos de caballerías, pasos igual de solitarios que los suyos. Al volver una esquina lo sorprendió una espadaña por donde la hiedra había trepado hasta alcanzar la cruz de hierro que la culminaba y la fachada de un palacio flanqueado de rudas torres medievales que tenía en el alero una fila de gárgolas. Luego no supo en qué lugar de la ciudad había encontrado la tienda del anticuario donde compró el grabado de Rembrandt que colgó aquella misma noche en su dormitorio del pabellón de oficiales. Andaba distraído y cansado, por culpa de la caminata tan larga y de la cerveza y el vermú, llevaba un rato queriendo orientarse y decidió que debía preguntar a alguien. La tienda ocupaba la planta baja de un palacio con los muros abombados y las piedras oscurecidas de humedad y de líquenes, y en el escaparate, tras la reja de una ventana, había un arcón viejo, un almirez de cobre, un jarrón agrietado de porcelana azul, un grabado sombrío, sin enmarcar, con los bordes gastados y curvándose hacia el interior como los de un pergamino. Un hombre joven cabalgaba sobre un caballo blanco por un paisaje nocturno. Había tras él la sombra boscosa de una montaña y el perfil de algo que parecía un castillo abandonado, pero el jinete le daba la espalda, con desdén, casi con vanidad, con la mano izquierda apoyada en la cadera, con una expresión de absorta serenidad y arrogancia en la cara tan joven. Era indudablemente un soldado, alguna clase de guerrero: llevaba un gorro que parecía tártaro, un arco y un carcaj lleno de flechas, un sable curvo y enfundado. El comandante Galaz, que no solía fijarse en la pintura ni en las antigüedades, se lo quedó mirando un rato en el escaparate y luego entró en la tienda y pagó por el grabado una cantidad mínima: él mismo se extrañó de hacerlo, porque carecía de la costumbre de hacerse regalos. Pero ya siempre lo llevó consigo y lo tuvo colgado frente a sí en todos los lugares donde vivió su vida futura y su destierro. Lo había traído ahora, en su equipaje escaso, guardado en un cilindro de cartón, lo desclavó otra vez y lo volvió a guardar en la misma funda el día en que decidió volver para siempre a América, y cuando su hija, dieciocho años más tarde, al día siguiente de su entierro, fue al almacén de la residencia de ancianos a recoger las cosas que le habían pertenecido, sólo encontró un baúl lleno de fotografías tomadas en Mágina, una Biblia en español y un cilindro de cartón en cuyo interior había media docena de diplomas militares y aquel grabado del jinete que cabalga temerario y sonámbulo en medio de la oscuridad.

No quiso continuar acercándose a la puerta del cuartel: ya oía, sobre la grava del patio, los pisotones de los soldados que hacían instrucción y las voces de mando de los suboficiales. A los sesenta y nueve años aún soñaba angustiosamente algunas veces que escuchaba el toque de diana y no tenía fuerzas para levantarse o carecía de una parte del uniforme, de modo que sería arrestado en cuanto el sargento de semana pasara revista. Pero se le hacía tarde, eran más de las nueve, cuando llegara al hotel su hija ya estaría cansada de esperarlo. Pensó mentirle cuando le preguntara a dónde había ido. Volvió aprisa, por las mismas calles, mirando apenas a su alrededor, un poco asombrado por su indiferencia. En recepción le dijeron que su hija estaba desayunando en el bar. La vio detrás de los cristales, recién duchada, con el pelo húmedo y la cara de sueño, ajena a él, conversando en la barra con alguien. Iba a empujar la puerta y la curiosidad y los celos instintivamente le hicieron detenerse: su hija hablaba con un hombre a quien él no conocía, no muy joven, de treinta y tantos años, le sonreía y se inclinaba con atención hacia él.


Me rebelaba en silencio contra ellos, bajando la cabeza, procurando no mirar a sus ojos, no ver sus caras endurecidas por la obstinación del trabajo y de la voluntad, por el estupor de no entender y la decisión de no aceptar lo que no comprendían y les daba miedo. El mundo había cambiado a su alrededor, había en casa televisión y frigorífico y cocina de gas y hasta un grifo de agua corriente en el patio, había tractores en el campo y máquinas de cavar y segadoras, pero en ellos la única novedad era el asombro, porque el recelo que ahora sentían no era sino una derivación del miedo de siempre, del terror vivido, aprendido y heredado, del hábito de hablar en voz baja y con medias palabras y no poseer más garantía de supervivencia que la mansedumbre y la reclusión inquebrantable en los lazos de sangre. De qué manera había cambiado todo, que rápido, como en esas películas en las que se ve a una pareja de granjeros pobres y recién casados que cortan y amontonan fatigosamente troncos en medio de un valle salvaje, y empiezan a construir una cabaña, y en seguida la cabaña está terminada y es invierno y sale humo por la chimenea, y en el interior, junto al fuego, la mujer amamanta a un niño rubio, y en un parpadeo de los ojos el granjero mísero va vestido con levita y sombrero blanco y conduce un coche de caballos por una alameda que no ha tardado ni dos minutos en crecer, y en el siguiente fotograma el niño que hace nada era amamantado es adulto y se despide de su madre para ir a la guerra, y vuelve de ella al cabo de varios años, y sus padres tienen el pelo blanco y lo reciben en el porche de una casa con columnas delante de la cual no hay un coche de caballos, sino un automóvil, y ya no hay manera de saber quién es el padre ni quiénes son los hijos ni de quién es el funeral que se celebra en un cementerio con césped unos segundos antes de que ascienda la música y aparezcan en la pantalla las palabras «The end». Pues a esa velocidad se transfiguraban las cosas, no ya en los relatos de los viajeros que venían de Madrid contando maravillas, sino en la misma Mágina, y a ellos les pasaba en la realidad igual que viendo las películas, que se les iba el hilo, que no reconocían los cambios de los personajes, que no alcanzaban a cubrir los tiempos eludidos entre los fotogramas ni a vincular el pasado inmediato con el vertiginoso presente. Que un niño de pecho se convierta en adulto en dos minutos de película ofendía el riguroso sentido de la verosimilitud de mis abuelos, pero no era más concebible que un guarnicionero al que habían conocido siempre cosiendo albardas y jáquimas en un portal fuera ahora un magnate de la ferretería, por ejemplo, o que un triste vendedor a comisión de máquinas Singer poseyera una cadena de tiendas de electrodomésticos y condujera un Dodge Dart. Todo era inverosímil: las familias en cuyos cortijos trabajaba mi abuelo en su juventud ahora estaban en la ruina, y sus palacios eran derribados para construir bloques de pisos. Los hijos desobedecían a los padres y abandonaban el campo para trabajar en la construcción, en los talleres de coches o de carpintería metálica; las mujeres fumaban en público y llevaban pantalones, los hombres se dejaban el pelo largo y parecían mujeres, a los cantantes no se les entendía, se estaba volviendo habitual el escándalo: contaban que un hijo del subcomisario Florencio Pérez, que iba para cura, abandonó de repente el seminario y se hizo comunista y ateo, y cuando vino a Mágina traía el pelo por los hombros y una barba sucia y enredada, así como una novia o amante extranjera con una falda tan corta que se le veían las bragas. «¡Casas de veinte pisos!», declamaba mi abuelo Manuel, «¡Cintas magnetofónicas! ¡Máquinas de varear los olivos!» Platos de duralex, muebles de formica que relegaron como una vergüenza a los pajares las pesadas mesas y aparadores y las sillas de anea en las que anidaban las chinches, neveras que enfriaban las cosas sin necesidad de cargarlas de hielo, estufas de butano, braseros eléctricos… Pero todo, en el fondo, era falso: la carne de los pollos gigantes sabía a paja, los huevos de las gallinas condenadas al insomnio en las granjas modernas tenían las yemas pálidas y no alimentaban, la leche de botella debilitaba a los niños, el butano era más venenoso que el humo de un brasero mal apagado y podía estallar como una bomba derrumbando casas enteras, la luz de los televisores podía dejarlo ciego a uno, los cantantes de la televisión en realidad no cantaban, sólo movían los labios y agitaban las caderas, la mitad de las noticias que daban en los telediarios eran mentiras, los americanos no habían llegado a la Luna, si se continuaba abandonando la tierra aquel simulacro de prosperidad se hundiría para devolvernos al año cuarenta y cinco, a los tiempos más negros del hambre.

Bajo el brillo como de tecnicolor que había adquirido el mundo ellos sospechaban la torva perduración de todas las viejas amenazas: no confíes en nadie más que en ti mismo y en los tuyos, no te señales nunca en nada, que no se te olvide lo que les pasó a tantos que se destacaron por ambición o imprudencia, o ni siquiera eso, que tuvieron mala suerte y fueron arrastrados cuando llegó la venganza como por una inundación: el vecino de la casa de al lado, o su hijo, aquel que vivía en Madrid y escribía en los periódicos y murió en un tiroteo con los guardias civiles, el pobre tío Rafael, que se pasó diez años en el servicio militar y volvió medio tísico y comido de piojos y de feroces sabañones que al cabo de casi treinta años seguían lacerándolo, el teniente Chamorro, asediado siempre por la policía, tan habituado como un ladrón a las humedades y a las humillaciones de la perrera. En la huerta, cuando el teniente Chamorro, en los descansos del almuerzo, hablaba de la revolución social y de la colectivización de la tierra, el tío Rafael lo escuchaba embobado y mi padre se quedaba mirándome de soslayo y yo lo notaba cada vez más incómodo. En invierno, hacia las diez de la mañana, comíamos embutidos y carne con tomate en la casilla, al calor de la lumbre, y en verano buscábamos la sombra fresca de un granado y mi padre me mandaba a buscar tomates, cebollas, pimientos y guindillas que yo lavaba bajo el chorro helado de la alberca y luego él cortaba en trozos menudos y aliñaba con aceite y sal en una fuente de barro, y el tomate carnoso y fresco y los trozos de pan untados en aceite tenían en el paladar un sabor inmediato de paraíso y de abundancia que otorgaba una sagrada materialidad a las invocaciones libertarias del teniente Chamorro: la tierra era pródiga y agradecía el trabajo honrado y cuidadoso, sólo algunos hombres rapaces la convertían en un infierno envenenado de necesidad y de usura, y alguna vez, en el porvenir, igual que en los primeros días de la humanidad, la única tarea noble sería el trabajo de las manos y el de la inteligencia, y el dinero y la explotación del hombre por el hombre se habrían olvidado. Mi padre, tan indiferente a la fatiga y a la somnolencia como al resplandor de aquellas profecías, se ponía en pie, limpiaba su navaja en el pantalón, daba una palmada. «Venga, a trabajar, que se os van las horas muertas diciendo tonterías.» El teniente Chamorro, viejo y digno, con su boina sucia y sus gafas graduadas, movía la cabeza mientras tapaba su fiambrera y respondía con palabras aprendidas en los ateneos de su juventud. «Protesto enérgicamente. El peor enemigo de la libertad y de la justicia no es la dictadura de Franco, sino la ignorancia de los pobres.» El teniente Chamorro había aprendido a leer y a escribir durante su servicio militar en el cuartel de Mágina, donde alcanzó el puesto de cabo mecanógrafo un poco antes de que empezara la guerra. Se enroló en las milicias que combatieron en la Sierra el avance de los facciosos desde la provincia de Granada, y con sorpresa suya descubrió que tenía aptitudes para la estrategia y el mando. Por iniciativa del comandante Galaz fue enviado a la Escuela Popular de Guerra de Barcelona, de donde salió con el grado de teniente de Artillería. Fue apresado en la retirada de Cataluña, pasó varios años en la cárcel y cuando lo soltaron volvió a Mágina para trabajar otra vez a jornal en el campo. Pero seguía leyendo cualquier libro que encontraba con la misma pasión con que había leído casi todos los de la biblioteca del cuartel, y tenía una máquina de escribir donde mecanografiaba con lentitud y paciencia recuerdos de su vida y prolijos tratados de economía libertaria cuyas hojas iba quemando por prudencia a medida que las terminaba. Algunas tardes y casi todos los domingos bajaba a la huerta con el tío Pepe y el tío Rafael para ayudar a mi padre. Si faltaba varios días seguidos era que lo habían llevado preso a la perrera, no porque hubiera conspirado, pues según decía ya le faltaban fuerzas y entusiasmo, y lo cansaban la inutilidad, la poca ventilación y el exceso de humo de las reuniones clandestinas, sino por costumbre, porque el general Franco iba a pasar cerca de Mágina camino de sus cacerías en la Sierra o porque se anunciaba la visita a la ciudad de un ministro o de un arzobispo. Entonces el subcomisario Florencio Pérez, que era amigo suyo de la infancia, iba a su casa con una expresión patética de contrición y de luto y le decía, sentado en la mesa camilla, tomando tal vez un dulce y una copa de aguardiente que la mujer del teniente Chamorro le ofrecía como a una visita de respeto: «Chamorro, no tengo más remedio, me veo en la triste obligación de cumplir con mi deber.»

Tres patas para un banco, decían ellos de sí mismos, el tío Pepe, el tío Rafael y el teniente Chamorro, bajando por el camino hacia la huerta de mi padre, el tío Pepe y el tío Rafael, que eran hermanos y no se parecían en nada, montados en un burro grande y resabiado que al menor sobresalto echaba las orejas hacia atrás y descubría los dientes, señal de que tenía la intención de morder, el teniente Chamorro en una burra diminuta que se quejaba en las cuestas como un ser humano bajo el peso de su dueño, al que le arrastraban los pies calzados con unas abarcas de goma de neumático. El tío Rafael era flaco y pequeño, no tenía suerte en la vida, se quejaba, nada le salía bien, compraba un burro y lo engañaban, se iba al servicio militar y lo soltaban siete años después, lo llevaron a la guerra y combatió en las batallas más feroces, en la ofensiva de Teruel los pies se le helaron y estuvo en nada que se los tuvieran que cortar, como al cojo que vendía pipas y alquilaba novelas y tebeos en la plaza del General Orduña. El tío Rafael vestía chaquetas viejas y jerseys de pobre, con los puños deshilachados, y aunque era muy limpio parecía siempre que llevaba sin afeitar varios días, se mataba trabajando sin fruto, su único hijo varón se le había ido a Madrid, dejándolo solo. El tío Rafael hablaba poco y muy bajo, como pidiendo perdón. El tío Pepe era alto, vigoroso y seco como un álamo en invierno, bajaba a la huerta con traje y chaleco de pana, sombrero de fieltro y unas botas de orejas que jamás estaban sucias de barro ni de polvo, hablaba con circunloquios doctorales, se detenía tan minuciosamente en los pormenores de cada tarea que acababa siendo un perfecto inútil, nunca tenía aire de fatiga, de malhumor ni de amargura, le daba palmadas animosas al tío Rafael, venga, hermano, no te pongas así, que tampoco será para tanto, lo admiraba todo, me señalaba con un cuidadoso dedo índice la punta del primer brote en las ramas todavía peladas de una higuera o un tallo ínfimo de trigo recién aparecido en la tierra, fíjate, sobrino segundo, parece que está muerta pero las semillas se mueven por dentro igual que las lombrices, consagraba horas de sosiego budista a liar cigarrillos o a recortar un trozo de badana para adherirlo al interior de la bota y que no le rozara los juanetes, se ponía a contar algo y nos exasperaba a todos, la más breve narración se le perdía en ramificaciones y en exactitudes, y cuando emprendía el relato de la noche en que se volvió de la guerra éste duraba casi tanto como aquella aventura: el tío Pepe se volvió de la guerra como quien se vuelve del campo porque lo ha sorprendido la lluvia. Lo alistaron casi al final, en Caballería, le dieron una sumaria instrucción, un fusil y un mulo y lo mandaron al frente. Del mulo todavía se acordaba: alto, decía, castaño oscuro, muy noble, con cara de bondad, iba montado en él, se hacía de noche, oía retumbar cañonazos, veía en las cunetas cadáveres de mulos y de caballos con los vientres abiertos y gusaneras en las vísceras, y él pensaba, hay que ver, con el apaño que me haría a mí en Mágina un animal así, tan absorto iba pensando en sus cosas que se fue quedando rezagado, y cuando quiso acordar era noche cerrada, se puso a llover, pensó que corría el peligro de constiparse, detuvo al mulo, le dio media vuelta y sin esconderse de nadie ni temer que lo detuvieran o lo fusilaran por desertor tomó el camino de Mágina, llegó al cabo de dos días, ató las riendas del mulo a la reja de su casa y cuando su mujer salió y le preguntó que de dónde venía él le dijo con toda naturalidad: de dónde voy a venir, pues de la guerra. «Por eso la perdimos», decía el teniente Chamorro, «por aquel desbarajuste que había en nuestro bando». Yo me cansaba de oírlos, terminaba rápidamente de almorzar y me iba bien lejos para fumar un cigarrillo sin que me viera mi padre. El teniente Chamorro no fumaba ni bebía ni entraba nunca en las tabernas, que eran pozos abiertos por el capital, decía, para ahogar en vino la rabia de los pobres. «¿Y qué ha sacado usted de todo eso, de tantas palabras y tantas penalidades?» Mi padre lo desafiaba, de pie ante él, más fuerte y más joven, con un orgullo íntimo que yo le conocía muy bien, el de haber adquirido su tierra sin ayuda de nadie y haber convertido en pocos años aquella huerta abandonada en una de las más fértiles de Mágina. La primera vez que me llevó a ella era una vaga extensión de tierra yerma, con las acequias borradas por malezas secas, con la casilla y los corrales en ruinas, con la alberca densa de ovas y casi desaparecida entre haces de juncos. Durante años lo sacrificó todo, vendió la casa de la Fuente de las Risas, se entrampó con usureros, trabajó desde el amanecer hasta mucho después de la caída de la tarde y hasta tuvo que humillarse ante mi abuelo Manuel para que nos admitiera indefinidamente en su casa de la plaza de San Lorenzo. Pero ahora la tierra desaparecía bajo un verdor como de selva geométrica y el agua brotaba sin límite por el chorro de la alberca y cada tarde, fuera invierno o verano, subíamos al mercado una gran carga de hortalizas, y criábamos cerdos y vacas y era posible que muy pronto tuviéramos una máquina de cavar y un Land Rover. Él, mi padre, era el dueño, y el teniente Chamorro, con aquellos gestos ceremoniales y aquellas palabras que sonaban a sermones, un peón a jornal. Lo admiraba por saber tanto y haber leído tantos libros, pero no quería dejar que delante de mí prevaleciera su ejemplo. «Pues lo que he sacado, a mi edad, es una salud mucho mejor que la vuestra, porque no meto en mi cuerpo esos venenos que vosotros tomáis. Y lo principal de todo, que voy con la cabeza muy alta, y no he engañado a nadie en toda mi vida ni he abusado de nadie, y no escondo mis ideas aunque me lleven preso y aunque sepa que moriré sin ver instaurada en esta tierra ingrata la instrucción pública y la justicia social. He dicho.» «Qué palabras», murmuró el tío Rafael. «Chamorro, has sido siempre un pico de oro»; el tío Pepe hizo ademán de abrazar al teniente Chamorro, pero él lo apartó echando a un lado la cara, y me pareció que debajo de los cristales de las gafas se limpiaba una lágrima. Era un hombre pequeño y fornido, a pesar de la edad, con la cara aplastada, con una vigorosa y delicada eficacia en el trabajo de la huerta. «Tú estudia mucho», me decía, «lee todos los libros que puedas, aprende idiomas, hazte ingeniero o médico o maestro, pero si subes gracias a tu esfuerzo y al sacrificio de tus padres no les vuelvas la espalda a los que no han tenido las mismas oportunidades que tú. Tu padre es un poco raro, y parece muy serio, pero aunque no te lo diga se muere de orgullo cuando le llevas notas altas. Dice que escribes a máquina con los diez dedos, que entiendes a los extranjeros y que puedes leer sin mirar al papel, como los locutores esos de la televisión. Estudia mucho pero aprende también a cavar y a regar y a coger aceituna y a ordeñar las vacas. El saber no ocupa lugar, y todo lo que tenemos viene de la tierra y del trabajo, y nunca sabe nadie lo que le traerá el día de mañana».

Creía con inquebrantable candidez en esas cosas: que el saber no ocupaba lugar, que el mundo era un pañuelo, que preguntando se llegaba a Roma, que la mejor lotería era el trabajo y la economía. Yo trabajaba junto a ellos, desde el amanecer los domingos y en los días de vacaciones, con una mezcla de involuntaria ternura y enconado desdén los veía rudos, monótonos, ignorantes, pero también leales y dignos en virtud de un instinto que sólo ellos poseían y les era tan propio como el color cobrizo de la piel o la aspereza y el vigor de las manos. Cuando mis compañeros, en vísperas de Navidad o a finales de mayo, aguardaban con una impaciencia nerviosa a que acabaran las clases, yo contaba los mismos días con desconsuelo, pensando que no vería a Marina, que tendría que madrugar y quedarme en los olivares o en la huerta desde que saliera el sol, limpiando cuadras, echando el pienso a las vacas y a los cerdos, arrancando patatas o cebollas o cavando la tierra o arrastrándome sobre ella para recoger aceituna. Al principio me dolían todos los huesos y se me levantaba la piel de las manos, pero luego la cara se me ponía morena y los brazos musculosos y notaba una energía desconocida en mi cuerpo y las palmas de mis manos adquirían una dureza semejante a la del cabo de una azada. Y por las noches, cuando volvía exhausto y me lavaba a manotazos con agua fría en la cocina, cuando me cambiaba de ropa y salía a buscar a mis amigos o a rondar la calle donde vivía Marina, me sentía a la vez fuerte y distinto a los otros, mayor que ellos, con una plenitud física mezclada de furia y de amargura que ellos no podían conocer. Las clases, los exámenes, me parecían obligaciones pueriles: no estudiaba, como otros, para que mi padre me comprara una bicicleta o me llevara de vacaciones a la playa, sino para ganarme un porvenir no atado a la tierra, para irme pronto de Mágina sin morirme de hambre. Cada uno de mis amigos había elegido ya su vida futura, y hasta el réprobo Pavón Pacheco estaba seguro de su porvenir como proxeneta y legionario. Martín quería ser científico; Serrano, que hasta los quince años había aspirado a ingresar alguna vez en la mafia, en calidad de pistolero, ahora quería convertirse en poeta o en guitarrista de rock; Félix se preparaba a conciencia para estudiar clásicas y lingüística y hacerse profesor. Pero no había nada que yo quisiera ser exactamente el día de mañana, como decían con reverencia mis mayores: no quería ser algo, sino ser alguien, una figura solitaria y novelesca concebida en la infancia, hecha irresponsablemente de personajes de películas, de aventureros de novelas y de tebeos, de desconocidos que pasaban por la plaza de San Lorenzo y a los que yo me quedaba mirando como si prefigurasen mi apariencia futura, la identidad escondida y cambiante que yo deseaba para mí, y a la que en los últimos tiempos había añadido el pelo largo y la barba y los viajes no por el centro de África ni por los mares del Sur en busca de islas desiertas sino por las carreteras de Europa y de los Estados Unidos. Quería ser algunas veces como el dueño del Martos, que recibía del extranjero aquellos discos imposibles de escuchar en la radio o de conseguir en las tiendas de Mágina: había sido, se contaba, marinero en un barco mercante, había vivido en Amsterdam, se había dedicado al contrabando en fronteras y puertos tropicales y ahora, hacia los treinta años, retirado de todo, cansado de aventuras, regentaba su bar y su discoteca como un antiguo forajido que se resigna a la nostalgia y a la legalidad. Quería cambiar a mi antojo de nombre, de ciudad, de país y de idioma, y mientras caminaba solo por las calles de Mágina o trabajaba en silencio en la huerta, al lado de mi padre, estaba inventándome de manera incesante pasados y porvenires, y había días y semanas enteras que dedicaba a la invención detallada de una sola vida, en París, por ejemplo, con diecinueve años, con una novia nórdica, descargando frutas en los mercados y escribiendo piezas de teatro del absurdo en una buhardilla, o en San Francisco, de batería de rock, viviendo con Marina, que había dejado un matrimonio infeliz en España y había subido a un avión transoceánico arrebatada de nostalgia por mí, y me buscaba entre los hippies de la ciudad, y pasaba hambre hasta encontrarme, y al final me veía por casualidad y casi no me conocía con mi pelo tan largo y mi barba parecida a la del batería de los Credence… Pero en algún momento cualquiera de esas vidas empezaba a aburrirme, notaba un hastío de la bohemia y del sexo que era frecuente en algunas novelas, vislumbraba una desconsolada vejez, y sin salir de la huerta de mi padre ni de mi cuarto en la plaza de San Lorenzo cambiaba por completo de vida, tenía veintisiete años, era corresponsal en Roma y bebía desengañadamente ginebra en una terraza de la Via Veneto, participando con fluidez y desgana en una conversación trabada en diversos idiomas, harto de mujeres cosmopolitas y de aventuras sexuales de una noche. Hubo temporadas en las que renuncié al rock y a las carreteras y fui comandante guerrillero en la sierra de Mágina, donde dirigía con éxito un atentado contra el general Franco, inspirándome con avidez plagiaría en las historias que contaba el teniente Chamorro, y luego entraba en la ciudad, por la calle Nueva, en un jeep descubierto, al frente de una columna de barbudos con estrellas rojas en las boinas y banderas rojas ondeando entre la multitud, sobre las torres de las iglesias, en el balcón de la comisaría, en el pedestal de la estatua otra vez derribada del general Orduña. Yo era un guerrillero frío, sereno, despiadado, con la expresión de Che Guevara en aquella foto que tenía en su habitación la hermana de Martín, que estudiaba segundo en la universidad y nos prestaba a veces discos tediosos de cantantes prohibidos y ejemplares de Mundo Obrero. Yo no tenía compasión con los fascistas hacinados en el patio del instituto -habilitado provisionalmente como campo de concentración-, ni participaba tampoco en las celebraciones tumultuosas de mis hombres. Ahora a quien plagiaba era al comandante Galaz de las narraciones del tío Rafael: alto, solitario, implacable en el mantenimiento de la disciplina y la justicia, me encerraba a solas en mi espartana habitación del cuartel general y nadie, ni mis amigos y lugartenientes -Félix, Martín, Serrano-, conocía el secreto que me atormentaba. Una noche, a oscuras, bajo la lluvia, montaba solo en un jeep y me dirigía a cierto chalet de la colonia del Carmen que gracias a mis órdenes expresas no había sido incautado. Bajaba de un salto junto a la verja, soportando con indiferencia militar la lluvia que me chorreaba por el uniforme, hacía sonar la campanilla. Se encendía una luz en el vestíbulo y una mujer joven, despeinada, con mal color pero muy hermosa todavía, Marina, salía a abrirme al jardín con un chal sobre los hombros. Teníamos preso a su marido, un notorio franquista, y bastaría mi firma para que saliera libre. Me suplicaba, con sus grandes ojos verdes anegados en llanto, como decían siempre en las novelas y en los seriales de radio, me juraba que su marido no era un conspirador, me prometía entregárseme, casi me arrastraba a su dormitorio. Tenía desabrochada la blusa y yo podía ver una luz macilenta el inicio de los pechos blancos que había visto desnudos y con los pezones pintados de verde oscuro en un sueño. Yo no le contestaba al principio. Dejaba la azada en el suelo y no seguía arrancando patatas de la tierra oscura y removida, y mi padre decía a mi lado, «pero hombre, que es para hoy, que se te van los pavos». La miraba fríamente a los ojos, ocultando todo el deseo, todo el sufrimiento y la ternura de tantas tardes en las aulas y en los pasillos del instituto, tantos años atrás. Sin decirle nada, hacía allí mismo dos llamadas de teléfono: una al campo de concentración, para pronunciar el nombre odioso de su marido -a quien ella, en lo más íntimo de su corazón, no amaba- y ordenar que lo pusieran inmediatamente en libertad. La otra a la frontera, para que los dejaran salir del país. Sacaba del interior de mi uniforme verde olivo un sobre y se lo tendía a Marina. Eran dos pasaportes. Los dejaba caer, mirándome con sus ojos nuevamente empañados de lágrimas, pero ahora de gratitud y acaso de amor. Me besaba en los labios, quería decirme algo, yo la hacía callar con un gesto, salía al jardín, donde aún diluviaba, dejaba entornada la verja, saltaba al jeep y lo ponía en marcha sin encender los faros y no me volvía para mirarla por última vez.

Te vas a quedar ciego de tanto leer, acabarás cazando moscas con la gorra, cómo pueden caberte en la cabeza tantas palabras, te quedarás sordo con esa música tan alta, qué piensas, que no te fijas en nada, que vas como alelado, se conoce que escribir a máquina te cunde más que coger aceituna. Vivía enfermo de palabras y voces, las palabras silenciosas de los libros y las voces de las canciones y de las emisoras extranjeras que sintonizaba después de media noche, atrapando a veces con un sentimiento de orgullo y de triunfo una frase entera en inglés o en francés, reconociendo nombres, imaginándome que era yo quien hablaba en un estudio iluminado, en el último piso de un rascacielos, imitaba sonidos y acentos con la felicidad de oírme convertido en otro, pero las voces que ahora más me trastornaban no eran las de las emisoras ni las de mis mayores, sino las que sonaban dentro de mí con la perpetua y sucesiva confusión de una radio cuyo sintonizador gira alguien buscando al azar. No quería ser algo, no quería tener una carrera y una novia y luego una esposa y dos o tres hijos y una oficina o un aula y una casa con televisión en color y cocina eléctrica y cuarto de baño, odiaba esa posibilidad con la misma furia con que odiaba quedarme en Mágina y trabajar en el campo, quería no estar atado a nada ni a nadie y no tener raíces, y vivir en la realidad de mi vida de adulto como vivía en las imaginaciones solitarias de la huerta. Ahora mis padres, mis abuelos y mis tíos eran sombras que murmuraban advertencias y recuerdos gastados por el tedio de su repetición. Sus horas de silencio y sus gestos de dolor me resultaban tan indiferentes como las carcajadas y las caras encendidas de sus celebraciones, y cuando llegaba el día del final de la aceituna y había en el campo grandes damajuanas de vino tinto y canastas de tortas de pimentón y las mujeres se morían de risa cantando coplas obscenas, o cuando terminaba la matanza o era el día de mi abuela Leonor y los portales y el corral de la plaza de San Lorenzo se poblaban innumerablemente de tíos y de primos, yo me quedaba al margen, con una botella de cerveza en la mano, emborrachándome con disimulo y suavidad, escapándome a mi cuarto del último piso para oír un disco en inglés y fumar un cigarrillo y para imaginarme que volvía a la ciudad muchos años después, barbudo y enigmático, al amanecer, con un petate de nómada al hombro, huraño y célebre, reconciliado en la distancia con ellos, acompañado por una amante rubia y extranjera con las piernas muy largas que provocaba el escándalo y la envidia en la vecindad.

Comía en silencio, me levantaba de la mesa en seguida, subía a mi cuarto como a la estancia más inaccesible de una torre. Si mi padre quería retenerme, mi madre intercedía en voz baja: «Déjalo, que tiene que estudiar.» «Pues no sé cómo puede estudiar con la habitación llena de humo y con el ruido de esa música.» Se quedaban sentados frente al televisor, en la habitación donde el reloj de pared al que solía darle cuerda por las noches mi abuelo llevaba años detenido, fijos en la fosforescencia azul de la pantalla, mirando con indiscriminado asombro el espectáculo continuo y fantasmal de los anuncios, de las películas y los noticiarios, y decían que no era bueno que el aparato se calentara y que esa luz podía hacer daño a los ojos. Mi padre durmiéndose en un sillón, agotado por sus madrugones inhumanos, mi abuela Leonor haciendo preguntas sobre el argumento de las películas o la identidad confusa de los personajes, mi madre con las manos siempre ocupadas en una labor de costura o de punto, mi abuelo Manuel adormilado, con ese aire de severidad y de agravio que se le iría acentuando a medida que se adentrara en la vejez. Mi abuela Leonor, cuando me levantaba, me pedía que me quedara un poco a su lado, me cogía la mano para que me sentara junto a ella, ya no hablas conmigo, me decía, ya no te acuerdas de cuando eras chico y me pedías que te leyera los tebeos, y yo qué iba a leerte, si casi no sé, y me lo tenía que inventar. Pero me agobiaba esa ternura porque recelaba en ella una trampa para devolverme a la docilidad de la infancia, y ya no me paraba a escuchar las historias de mi abuelo sobre la emparedada de la Casa de las Torres o la bravura de aquel batallón de la Guardia de Asalto que sucumbió entero en la cuesta de las Perdices, me desprendía de ellos, subía de dos en dos las escaleras, sin ver siquiera aquellas habitaciones por las que había deambulado de niño buscando fotografías en el interior de los cajones y objetos misteriosos en las alacenas, sin acordarme del miedo que me daba cuando iba a acostarme y se apagaba la luz y uno de mis tíos me cantaba desde abajo, «ay mama mía mía mía quién será, cállate hija mía mía mía que ya se irá». Me encerraba en mi cuarto, que tenía dos balcones, uno que daba a la plaza de San Lorenzo y el otro a la calle del Pozo y al horizonte abierto del valle del Guadalquivir y de la Sierra, y allí casi lograba sentir la exaltación de estar solo, ponía un disco muy alto, me tendía en la cama con una novela y un cigarrillo encendido, seguro de que nadie subiría a sorprenderme fumando, y ya estaba en mi buhardilla de París o en ese hotel de la frontera mexicana del que hablaba Eric Burdon en una canción: la alta cama de hierro, con los barrotes helados en las noches invernales, la mesa camilla, el baúl y el estante donde guardaba mis libros, mis cuadernos de ejercicios con tapas azules y mis diarios de monótona y exacerbada desdicha. Me asomaba al balcón y era tan intenso mi deseo de irme que de antemano lo veía todo como si estuviera recordándolo. La plaza ya sin árboles, con algunos coches aparcados, la luz amarilla del farol en la esquina de la Casa de las Torres, el pavimento de tierra apisonada donde tantas veces yo había jugado a las bolas o buscado insectos diminutos entre la grama. Pero algunas casas ya estaban deshabitadas, y no había parejas de novios hablándose en las puertas y acogiéndose a la penumbra de los zaguanes. Fumaba en el balcón y veía mi sombra proyectada en la plaza como la figura del héroe sin lealtades ni raíces en quien quería convertirme. En las noches de temporal, cuando el viento y la lluvia sacudían todos los cristales y los postigos de la casa, me imaginaba que vivía en un faro junto al mar, y me gustaba acordarme, encogido y caliente bajo las mantas y la piel de oveja que cubría la colcha, de la noche de invierno en que me contaron que nací. Llegaba al hotel de una ciudad fronteriza y nadie sabía mi nombre ni podía averiguar mi origen. No oía el tráfico ni las sirenas de la policía, como en la canción de Eric Burdon, sino los clamores de los pavos en los corrales de la vecindad y los llamadores en las casas de la plaza, no barrían el techo y las paredes los faros de los coches que pasaban como ráfagas por una autopista cercana, pero si cerraba los ojos y me dejaba adormecer por el tabaco y graduaba el volumen del tocadiscos podía escuchar truenos lejanos y un rumor de tormenta y cascos de caballos mientras surgía de la nada la voz de Jim Morrison cantando como una promesa y una letanía Riders on the storm.


Un nombre escrito en una cartulina, en la primera línea de un formulario, escondido entre docenas de nombres y apellidos y filiaciones y edades, en uno de los paquetes de fichas atados con una goma elástica que llevaba todas las semanas a la comisaría un botones del Consuelo, y que habría acabado en el incinerador o en las estanterías del sótano después de un examen reticente, aunque distraído, si el subcomisario Florencio Pérez no se empeñara en revisarlos aunque ya lo hubieran hecho sus subordinados. Decía subordinados por llamarlos de algún modo, porque en realidad vivía atemorizado por ellos, chuleado, ésa era la verdad, pensaba cuando la ira le permitía concederse una palabra innoble, encerrado en su despacho, asediado más bien, liando cigarrillos con mano un poco temblorosa frente al balcón que daba a la plaza del General Orduña y conjeturando endecasílabos que ya no iba a escribir, imponiéndose tareas monótonas y absorbentes, como aquella tan inútil de revisar una por una las fichas de los hoteles cuando ya las habían repasado los dos inspectores a sus órdenes, los de la secreta, les decían en Mágina, aunque no había nadie que no los conociera o que viéndolos por primera vez no dictaminara su condición de policías, policías modernos, eso sí, de nueva ola, como los curas de clergyman, pensaba el subcomisario con resentimiento y desdén, sin bigotes de cepillo, mirada ceñuda y trajes mal planchados y como de luto: los dos llevaban bigote, desde luego, pero eran bigotes feraces, caídos hacia las comisura de la boca, como los de un presentador de la televisión, con esa repulsiva y nada higiénica proliferación capilar que constituía para el subcomisario el signo más lacerante de los nuevos tiempos. Llevaban, al unísono, patillas largas y gafas de sol con los cristales verdes y en forma de pera, corbatas de lazo ancho, camisas con los picos de los cuellos monstruosamente largos, chaquetas de doble cruce con botones dorados y pantalones de pata de elefante, y en vez de los inveterados cafés con leche y carajillos de coñac que habían nutrido desde que el mundo era mundo o desde que el subcomisario recordaba las mañanas inhóspitas y las noches en blanco de los policías de Mágina, ellos cruzaban con arrogancia taurina la plaza del General Orduña y se acodaban en la barra de aluminio del Monterrey para tomar cañas con gambas a la plancha o cubalibres de ron, jugándose las convidadas a los chinos e intimando con las mujeres rubias que fumaban en los veladores de los soportales y con los hijos más perdidos de las mejores familias de la ciudad, entre los que también solía verse, con gran dolor del subcomisario, que aliaba a la afición taurina el patriotismo local y la preocupación por los desvíos de la juventud, a Carnicerito de Mágina, que había tenido una actuación más bien deslucida en la última feria de octubre y pasaba el invierno holgazaneando en los bares y dejando aparcado su Mercedes blanco en las zonas prohibidas, sin que los municipales se atrevieran nunca a ponerle una multa.

A él, al subcomisario Florencio Pérez, los inspectores le llamaban, con bochornosa franqueza, «el abuelo», le daban palmadas en la espalda, según la nueva moda de la espontaneidad, se interesaban afectuosamente por la fecha próxima de su jubilación: ¡había que dar paso a las generaciones jóvenes! Fumaban Winston de contrabando y redactaban impresentables informes enturbiados de siglas y de faltas de ortografía que el subcomisario ya ni siquiera se molestaba en subrayar con lápiz rojo. En la mesa camilla del teniente Chamorro, sentado frente a una copita de anís y un plato de borrachuelos, el subcomisario Florencio Pérez, ex combatiente, ex cautivo, ex secretario de la Acción Católica de Mágina, daba salida a su amargura: «Chamorro, no se me obedece, no se me tiene consideración, no se respetan mis canas. ¿No fui yo siempre abanderado de todos los avances de la criminología? ¿No he dedicado con abnegación ejemplar mi vida entera al servicio del Régimen? Pues ahora me apartan como a un retablo viejo» (y al decir lúgubremente esta última frase se dio cuenta con satisfacción fugaz de que le había salido un alejandrino: célebre o desconocido, uno era poeta desde que nacía, lo llevaba en la sangre).

De modo que llegaba por las mañanas después de tomarse el primer café con leche en el Royal, al principio de la calle Mesones, tosiendo con solemnidad cavernosa por culpa del primer cigarrillo liado, y al pasar junto a la cola de pueblerinos que habían llegado en los primeros autocares de línea para hacerse el carnet de identidad gozaba de un breve preludio de orgullo recobrado cuando los veía apartarse a su paso y dejar libre la puerta de la comisaría, con un murmullo de respeto, algunos hombres hasta se quitaban las boinas o los arcaicos sombreros que se habían puesto para venir a la capital de la comarca, y las mujeres usaban todavía pañolones negros y refajos de luto y no sabían firmar: olían a campo, a sudor, a penuria, como las muchedumbres feroces que solían invadir la plaza muchos años atrás, pero eran dóciles y se acercaban a las ventanillas con el mismo recogimiento que al confesionario, y cuando él, por hacer algo, y a espaldas siempre de los inspectores, accedía a rellenarles a algunos de ellos la solicitud de carnet y les indicaba con seca amabilidad la esquina del impreso donde debían trazar una de aquellas firmas laboriosas, los veía maravillarse de lo que él mismo llamaba la sencillez de su trato con los inferiores y lo anegaba un modesto acceso de felicidad evangélica, bienaventurados los mansos, pensaba, bienaventurados los limpios de corazón. Pero pasaba junto al cuerpo de guardia y los policías de uniforme gris miraban hacia otro sitio para no cuadrársele, y en cuanto a los inspectores prefería no verlos, andaba por el pasillo sombrío husmeando su olor a colonia Varón Dandy como un animal pusilánime que olfatea sus depredadores, temiendo encontrarse con alguno de ellos y no ser saludado con el debido respeto. Con frecuencia, a primera hora de la mañana había suerte, porque los inspectores no llegaban, como él, en cuanto daban las ocho en el reloj de la plaza, ya que según decían dedicaban las noches a practicar informaciones oculares por los locales de esparcimiento donde tenían su refugio los malhechores de la ciudad y a vigilar con sigilo los domicilios particulares en los que había fundadas sospechas de que celebraban reuniones clandestinas los elementos subversivos de la localidad, entre ellos el teniente Chamorro, de quien le constaba al subcomisario, y a cualquiera, que a las once de la noche estaba puntualmente dormido, después de echarle a su burra diminuta un buen pienso de paja mezclada con trigo abundante, beber un gran vaso de agua para limpiar el organismo y leer durante media hora en la cama algún libro de enseñanza y provecho.

Tenía sobre la mesa, que seguía siendo su arqueológica mesa de roble, pues le negaba resueltamente la entrada a su despacho a los muebles metálicos, los paquetes de fichas de los últimos dos meses, ordenados por hoteles y fondas. Era verdad que el turismo progresaba en Mágina, aunque decayera tanto después del verano y de la feria de San Miguel. En un artículo de Singladura lo había expresado con vehemencia Lorencito Quesada: el turismo era el nuevo maná del siglo veinte para estas tierras secularmente retrasadas. Había encendido su estufilla eléctrica, que le calentaba los pies en aquella nevera donde nunca daba el sol, por culpa de la sombra húmeda de la muralla, aunque nunca podría compararse al calor familiar de un brasero de orujo. Había rezado un padrenuestro frente al crucifijo colgado entre las fotografías del Caudillo y de José Antonio, y luego, tras un examen rápido de la plaza, de los soportales y de la estatua impávida del general -«…eternizan el bronce tus hazañas…»- se frotó las manos como siempre que tenía por delante una tarea placentera y se dispuso a dedicar las horas más tranquilas de la mañana a la revisión de las fichas de los transeúntes. Desprendía las gomas elásticas, ponía un montón de cartulinas a su izquierda, junto al pisapapeles de la basílica de Montserrat, las golpeaba por los cantos como un mazo de naipes para que no sobresaliera ningún pico, se olvidaba de todo, hasta del paso del tiempo y de los campanazos estremecedores del reloj de la torre, ya no oía el ruido cada vez más molesto del tráfico que entorpecía la plaza, se humedecía el pulgar de la mano derecha, inspeccionaba reflexivamente la primera ficha de todas, como para asegurarse de que no era una falsificación, y conforme iba leyendo nombres y fechas de llegada y salida y lugares de origen la imaginación se le iba hacia las ciudades y países de donde procedían los viajeros, pensando a veces con un poco de remordimiento tardío que él no había estado casi en ninguna parte, aunque en el fondo tampoco le importaba, dónde se podía vivir más a gusto que en Mágina, la Salamanca andaluza, como escribía siempre Lorencito Quesada, con el embrujo de sus calles, la nobleza de sus palacios, el esplendor de su Semana Santa, a la que no le hacía sombra ni la de Sevilla, la acendrada devoción y la austera sencillez de sus gentes, la majestad de sus iglesias, de ese hospital de Santiago al que todos reputaban como segundo Escorial. Y al cabo de una o dos horas, ya fatigado de leer nombres de desconocidos, pasaba las fichas con menos atención -había una separada de las otras, con una indicación que decía: «¡ojo!»: era la de un profesor que había llegado a principios de curso al instituto, y del que se tenía información fehaciente sobre sus actividades de proselitismo en la Universidad de' Madrid -, cuando vio de pronto aquel nombre escrito, y se subió las gafas sobre la nariz para estar seguro de que lo había leído correctamente. Al principio dejó la cartulina frente a él, sin mirarla de nuevo, aislada, tan singular al lado de las otras como la estatura de un hombre que sobresale de una multitud. Leyó de nuevo el primer apellido, Galaz, escrito a bolígrafo sobre una línea de puntos, con mayúsculas, como una arrogante afirmación, y comprobó que no podía tratarse de una coincidencia, porque el nombre y el segundo apellido eran los que él recordaba, y luego sus ojos se detuvieron en la firma y vio que no había cambiado mucho en los últimos treinta y siete años: era igual a la que había al pie de la orden mecanografiada que decretaba la puesta en libertad del detenido Florencio Pérez, y que él había guardado siempre en un cajón de su mesa de noche como recuerdo de los tiempos en que estuvo a punto de ser fusilado. La edad coincidía, y el lugar de nacimiento, Madrid, pero en el apartado de la profesión ponía bibliotecario, y su residencia actual era una ciudad de los Estados Unidos que se llamaba Jamaica, Queens: qué raro, él siempre pensó que Jamaica era un país del Caribe, pero cualquiera sabía, si el mapa del mundo no hacía más que cambiar, igual que todo, ahora los países variaban de nombre con la misma facilidad que los conjuntos de música moderna en los que cantaba su hijo menor, el que más disgustos le daba, el preferido en secreto, el hijo pródigo.

Pero más valía no seguir por ahí, pues la congoja le entraba en seguida, y luego no había modo de librarse de ella, era como un dolor de cabeza que no se quita en todo el día, como aquella obsesión por las rimas imposibles que lo trastornaba en su juventud. Fue hacia el balcón con la ficha en la mano, sin acordarse de encender de nuevo el cigarrillo que se le había apagado en los labios, oyó pasos cerca y con precaución instintiva la guardó en el bolsillo de la chaqueta, por miedo a que uno de los inspectores la viera, la misma clase de miedo que lo impulsaba en otro tiempo a esconder bajo llave sus versos. Miró una por una las figuras que cruzaban la plaza como si de un momento a otro fuera a aparecer en ella el comandante Galaz, alto y viejo, vestido de paisano, pero reconocible, seguro, acompañado por una hija de dieciséis años, tan sereno y distante como cuando ocupaba el despacho donde estaba ahora mismo el subcomisario. Así que no era un muerto, como tantos otros, ni un fantasma cada vez menos recordado: estaba en Mágina, pasaría más de una vez bajo aquellos balcones, confundido entre la gente de los soportales, quizá se habría cruzado con él en la calle Nueva, aunque era imposible que lo recordara, el subcomisario Florencio Pérez le había hablado una sola vez, recién salido de la prisión, cuando su amigo Chamorro le dijo que tenía el deber de ir a darle las gracias. Pero como había estado, daba por supuesto que el comandante Galaz seguía en Mágina, en el hotel Consuelo, y era posible que ya se hubiera ido, sacó la ficha y buscó en ella el día de salida, pero el espacio estaba en blanco: tenía que llamar al Consuelo, pero era preciso que lo hiciera sin identificarse, quién sabe lo que pensarían de aquel huésped si la policía se interesaba por él. Volvió a sentarse ante su mesa, se levantó para cerrar con llave la puerta, se arrepintió de hacerlo y la abrió otra vez, no fueran a despachar con él los inspectores y pensaran cualquier cosa al encontrarla cerrada, qué apocamiento y qué nervios, parecía mentira, el jefe de la policía de Mágina atribulado por el miedo a sus inferiores, toda la vida así, había cosas que no se remediaban con la edad, que iban a peor, como la falta de carácter. Levantó el auricular del teléfono, volvió a posarlo en la horquilla, de pronto tenía calor y apagó la estufa, lió con torpeza un pitillo, miró de nuevo el nombre y la firma y la fecha de llegada, hacía casi dos meses, lo normal era que el comandante y su hija ya se hubieran marchado, y de cualquier modo eso a él qué le importaba, después de tanto tiempo: seguro que no había venido para conspirar, así que él no faltaba a su deber si no ordenaba que lo siguieran, y tampoco podría decir nadie que amparaba a un enemigo del Régimen si separaba aquella ficha de las otras y la hacía pedazos muy pequeños y los tiraba a su papelera.

Buscó en la guía el número del Consuelo, y cuando lo había marcado y estaba oyendo la señal sacó un pañuelo y se lo puso delante de la boca, como los secuestradores en las películas, para que no pudieran reconocer su voz: si alguien entraba entonces colgaría inmediatamente y diría que estaba resfriado: valiente espectáculo, a su edad, en su despacho, imitando a los forajidos del cine. Una voz contestó, pero él hablaba tan bajo que el otro debió de pensar que se trataba de una broma o de una equivocación, y estuvo a punto de colgar. Dijo, tras aclararse la garganta y guardar el pañuelo, que era un amigo del señor Galaz. Al principio el recepcionista no se acordaba del nombre. Dijo que buscaría en el registro. El subcomisario Florencio Pérez, con el auricular humedecido por el sudor de su mano, miraba con desasosiego la puerta del despacho. Por fin volvió la voz: el señor Galaz y su hija se habían marchado del hotel hacía casi un mes, y no dejaron dicho adónde. Colgó con un sentimiento de alivio y de impunidad que a los pocos minutos y para su sorpresa se había convertido en desengaño, en apatía, en aburrimiento. En su papelera los trozos diminutos de cartulina lo sobresaltaron como una acusación. Rompió con desgana algunos formularios y los tiró encima. Sin duda estaba volviéndose irreparablemente viejo: ya tenía nostalgia hasta de los peores meses de su juventud, de aquellos días turbulentos de persecuciones y amenazas en que las turbas se apostaban a la salida de misa para apedrear a los fieles, cuando estalló el Movimiento, cuando parecía seguro que la guarnición de Mágina se sumaría a él, cuando de pronto, en unas horas de una noche de insomnio, todo se desbarató y él tuvo que empezar a esconderse sin haber cometido otro delito que la valiente proclamación de su ideario y de su fe, como escribió luego en sus memorias, aquellas que tan en vano se empeñó en publicar después de su muerte el incansable Lorencito Quesada. Qué habría hecho durante tantos años aquel hombre, por qué caminos inimaginables del destierro había llegado a convertirse en bibliotecario y a vivir en los Estados Unidos: por qué volvía ahora, por qué había tardado tanto.

Se acordaba de su estatura y de sus briosos ademanes militares, pero no de su cara: pensó inventar un pretexto y hacerle una visita a Ramiro Retratista, que sin duda guardaba en su archivo alguna foto del comandante Galaz. Pero le daba aprensión ir al estudio de Ramiro, y también un poco de remordimiento, porque cuando casó a su hija le había encargado el reportaje de bodas a un fotógrafo de la competencia, que los hacía en color. Además, desde que no era obligatorio el blanco y negro en las fotografías de carnet de identidad y se había instalado un fotomatón en una esquina de la plaza, el estudio de Ramiro se estaba quedando sin sus clientes más seguros, y el subcomisario, cada vez que se encontraba con él, sentía una mezcla atosigante de culpabilidad y compasión, muy parecida a la que le inspiraban los vendedores del mercado de abastos a los que nadie les compraba. Les compraba él, desde luego, los sábados por la mañana, y cuando volvía a casa y su mujer inspeccionaba las hortalizas mustias y la carne más bien averiada que había traído en el cesto lo llamaba inútil y le decía que si tuviera lo que tienen los hombres e hiciera valer su autoridad volvería al mercado a exigir la devolución de su dinero.

No fue al estudio de Ramiro Retratista: se le partía el alma con sólo ver el escaparate donde aún quedaban unas pocas fotos polvorientas de reclutas y de rancias parejas de novios, así como un retrato grande, pero también antiguo, de Carnicerito de Mágina, tomada el día de su alternativa: se había publicado en el Dígame, y aún podía verse su recorte amarillento en algunas tabernas de la ciudad. Ahora donde la gente iba a retratarse era a un establecimiento nuevo de los soportales que tenía un letrero luminoso, «Fotoimagen 2000», y un escaparate tan ancho como los de las tiendas de electrodomésticos en el que resplandecían audaces fotos en color, tomadas a veces desde ángulos tan raros que al subcomisario le daba mareo quedárselas mirando: las parejas de novios aparecían envueltas en una bruma rosada, o sonriendo en el interior de una televisión, o sobrevolando con los brazos extendidos la torre bulbosa del Salvador, entre las nubes, como en la portada de un disco de música moderna. «No entiendo nada», pensaba, y se lo dijo aquella noche al teniente Chamorro. «No entiendo la poesía que hacen ahora, si es que puede dársele ese nombre a lo que no respeta las sagradas normas del metro y de la rima, no entiendo los cuadros que pintan ni las canciones que cantan ni las palabras que dicen en los bares, por no entender no entiendo ni el lenguaje que ahora se usa en los informes policiales. Nada más que siglas, Chamorro. ¿No podíais simplificar un poco los nombres de vuestras organizaciones políticas? Yo creo que ni vosotros mismos os entendéis, y aunque me esté mal decirlo también nos confundís a nosotros. Y al fin y al cabo todos buscáis lo mismo, digo yo, que es derribar al Régimen…» El subcomisario Florencio Pérez, cuando iba a visitar a su amigo sin la obligación de detenerlo, lo hacía a escondidas, dando vueltas primero por los callejones del barrio de San Lorenzo, procurando que ya hubiera oscurecido y que nadie lo viese. «No me calientes la cabeza, Florencio, que te veo venir. Tú sabes que yo he repudiado siempre por igual la mentira de la política y la esclavitud de la religión.» El subcomisario tomó un bocado de borrachuelo, bebió un sorbo de anís y empezó a hablar con la bola dulce y harinosa en la boca, soltando pizcas de saliva y de azúcar. «¡No compares, Chamorro, y no sigas por ahí, que me voy a enfadar!» «¡Y tú no hables con la boca llena, que me pones perdido! Parece mentira, hombre, con lo fino que eres y lo bien que te criaron, y no puede uno acercarse a ti cuando estás comiendo.» La mujer de Chamorro entró de la cocina para poner paz entre ellos. Lo hacía siempre que oía levantarse las voces. «Venga, Florencio, una copita más y otro borrachuelo, que tienes mala cara esta noche.» «Y tráele un cenicero», dijo magnánimo el teniente Chamorro, «se está muriendo de ganas de fumar y no se atreve a pedirme permiso». Él bebía agua fresca: no le gustaba la del grifo, y la traía en cántaros de la fuente de la Alameda, en el pequeño serón de su burra quejumbrosa. El subcomisario Pérez se apresuró a sacar la petaca y el librillo automático de papel y lió ávidamente un cigarro. Pensaba que su amigo tenía rarezas de santo y austeridades de las que él no era capaz. Pero se había jurado que no le diría nada sobre su descubrimiento de aquella mañana: cuando él sellaba sus labios ni el suplicio más atroz lograría que quebrantara el silencio: como los mártires cristianos en las mazmorras de Nerón, como los cautivos en las checas. Pero el anís, los borrachuelos, el brasero tan caliente bajo las faldillas, la hospitalidad de aquella casa, infaliblemente despertaban en él la tentación de sincerarse. «No sé lo que me pasa, Chamorro», dijo, después de expulsar una bocanada que llenó de humo la habitación. «Pues qué te va a pasar, hombre -el teniente Chamorro tosía y agitaba las dos manos para apartar el humo-, que eres un beato.» «Lo que soy es un mierda, con perdón de tu mujer, que no me habrá oído. Lo que me pasa es que no tengo carácter, ni autoridad, ni nada. Mi hijo menor, que parecía tan bueno, que me iba a dar la alegría de abrazar el sacerdocio, ahí lo tienes, donde quiera que esté, con esas melenas y esas barbas de salvaje y drogándose y revolcándose en la promiscuidad, cantando a gritos como un pagano de la selva. Mi hija, cuando voy a su casa, me manda a por perejil, o a por vino, me pongo a mi nieto en las rodillas para jugar al caballito y se ríe de mí, o se aburre y se baja y me dice que lo deje ver tranquilo los dibujos animados. Mi hijo mayor, desde que es subcomisario y está destinado en Madrid, me mira por encima del hombro. Y si es mi mujer ni te lo cuento, Chamorro. Le pido que me acompañe a la novena de la Virgen y me contesta que con lo que tiene rezado ya le sobra, y que la humedad de la iglesia no es buena para su reuma.» Lo confortaba escucharse a sí mismo, cuidar con igual esmero su vocabulario que su flagelación. El teniente Chamorro se limpió las pizcas de borrachuelo de la cara y vertió un poco más de anís en la copa, alejando mucho de sí la mano que sostenía la botella, como por miedo al contagio. «¿Y qué me ha faltado a mí en la vida?», continuó el subcomisario: «lo tuve todo, con modestia, pero sin privaciones, con la estrechez de aquellos tiempos, estudios, suerte, hasta gané una guerra. Imagínate que hubieran ganado los tuyos en vez de los míos. Tú serías ahora general, o gobernador, algo muy grande. Y yo ¿qué soy?» «Un beato, Florencio, un beato tremendo.» «Católico, Chamorro, católico, apostólico y romano, a fuer de buen español.» El teniente Chamorro dio un golpe con los nudillos en la mesa: «Ya empezamos, hombre. Y yo entonces, porque no voy a misa ¿soy turco?»

No le diría nada: se lo había jurado a sí mismo, tenía tan sellados los labios como si lo obligara el secreto de confesión. Miró el reloj: ya eran las diez. A las diez y media como máximo tendría que estar de vuelta en su casa. Pero hacía frío y viento en la calle y en la mesa camilla del teniente Chamorro estaba uno en la gloria, con aquel brasero ardiente de candela, que cuando lo removían con la paleta envolvía la habitación entera en un calor tan dulce como el de las mantas, con aquellos borrachuelos tan en su punto y aquel anís que los empapaba en la boca y les ayudaba tan suavemente a deshacerse y a bajar al estómago. Pero si no se lo decía a su amigo Chamorro, que conoció al comandante Galaz, que sirvió a sus órdenes, que intercedió ante él para que soltaran de la cárcel a aquel joven policía devoto, pero inofensivo, atrapado por equivocación entre una gavilla de conspiradores falangistas ¿a quién más se lo podría decir? Se puso tan serio que se le alargó un poco más la cara, miró en dirección a la cocina, donde fregaba platos la mujer de Chamorro, le hizo a éste una seña para que cerrara la puerta, para que se acercara un poco más a él. «Chamorro, júrame que si te cuento una cosa no se la repetirás a nadie.» «Yo no juro, porque no creo en Dios.» El subcomisario gesticuló de impaciencia y estuvo a punto de decirle a su amigo que aunque no lo creyera aún podía salvarse, y que él rezaba todas las noches para que volviera al seno de la Iglesia, aunque fuese en su lecho de muerte, como tantos ateos, como don Mercurio, aquel médico masón, pero se contuvo, porque ya era tarde, y porque se moría de ganas de romper su propio juramento. «Pues prométemelo por tu honor, Chamorro.» «Prometido.» El subcomisario había liado otro cigarrillo. Procuró echar poco humo, pero era inútil, su mujer se lo decía, echaba más humo que nadie, más que una locomotora, atufaba la casa. Puso voz misteriosa: «Alguien que tú y yo conocemos y que hacía muchos años que faltaba de Mágina ha estado aquí. Yo lo he descubierto. Y no me preguntes quién es, porque no estoy seguro de que deba decírtelo.» El teniente Chamorro apartó el humo como si fuera una cortina y se echó a reír. «El comandante Galaz. El que te salvó la vida cuando los tuyos armaron la que armaron. Y tú nos pagaste cruzando las líneas para pelear contra nosotros.» No podía creerlo: hasta su mejor amigo lo defraudaba, hasta un proscrito sabía tanto como el jefe de policía. Hizo lo posible por fingir que sólo había revelado una parte del secreto: «Ha sido difícil, pero estamos recobrándole la pista. Parece que al irse de aquí después de unas semanas continuó viaje hacia el sur…» El teniente Chamorro se puso en pie con un gesto terminante y fue a abrir la ventana: el humo azul y gris se agitaba y salía velozmente hasta perderse en la oscuridad, desplazado por el aire frío. «No te canses, Florencio, ni me cuentes embustes. No tenéis que buscarlo porque él no se esconde. Y además no se ha ido de Mágina. Vive en un chalet de la colonia del Carmen.»


Cómo es posible que ni siquiera ahora, cuando ella me lo cuenta, me acuerde de nada, que no me quede ni un indicio de lo que sin duda vi y olvidé, el jardín abandonado donde tomaban los gatos el sol en las mañanas de invierno, saltando entre las hojas secas y empapadas que cubrían la grava o quedándose inmóviles como gatos egipcios en lo alto de la tapia junto a la que yo pasé tantas veces, cuando me atrevía a acercarme a aquel barrio donde yo pensaba que sólo vivían millonarios para rondar la casa de Marina, que estaba tan cerca. Era el barrio de los chalets, la colonia del Carmen, al noroeste de la ciudad, junto a la carretera de Madrid, en el límite de los descampados donde se alzó solitariamente durante muchos años el colegio de los Salesianos y donde después empezaron a construir bloques de pisos. Allí imaginaba yo que vivían misteriosamente los ricos, los médicos, como el padre de Marina, los abogados, los ingenieros, en casas ocultas detrás de tapias encaladas o de verjas de hierro y rodeadas de cipreses y setos de arrayán, casas con timbres y cuartos de baño y placas doradas en las puertas; que esa gente invisible viviera tan lejos de mi barrio, en el otro extremo de la ciudad, era sin duda una prueba de la lejanía que les otorgaba el dinero: en los anocheceres de verano se oía el rumor de los aspersores y de las máquinas de cortar el césped, y si uno daba vueltas por allí olía a jazmines y a celindas y a hierba mojada y lo sobresaltaban los ladridos de los perros: risas y voces, conversaciones tranquilas en sillones de hierro pintados de blanco, olor de cloro y chapoteos de cuerpos en las piscinas que no podían verse desde la calle.

Nadia se ríe y dice que exagero: no habría ni tres piscinas en toda la colonia. Eran casas pequeñas, de una sola planta casi todas, con jardines modestos, muchos de ellos agostados por el polvo y el humo de la carretera. Las agrandaba mi imaginación acuciada por la extrañeza de aquellos lugares en los que sólo podía considerarme un buscador furtivo, y también, lo pienso ahora, un vago resentimiento de clase. De modo que no veía lo que estaba delante de mis ojos, pero tuve que verla a ella, seguro que la vi, y ni siquiera me fijé, cegado por la obsesión estéril de un amor que buscaba sordamente su plenitud en la imposibilidad y el fracaso, como tantas veces antes y después en mi vida: es mentira que uno, aunque esté despierto y camine y hable, vea las cosas, es mentira la certidumbre del recuerdo consciente. Me cruzaría con ella y con su padre, lo sé porque ella sí me vio, porque no iba con los ojos vendados, dice que me veía andar a solas por las calles de tapias bajas y acacias con mis pantalones vaqueros y mi chaquetón azul y mi flequillo negro y ondulado sobre la frente, y que le llamaba la atención mi manera tan artificiosa y literaria de fumar, el cigarrillo colgando de una esquina de la boca en mi cara redonda de diecisiete años, y la mirada oblicua y ansiosa de mis ojos, y que por eso, cuando volvió a verme, no tardó ni cinco minutos en recordar.

Pero ella entonces, al contrario de mí, lo miraba todo con la fijeza ávida del deslumbramiento, estaba viviendo en la ciudad que había imaginado desde que era una niña, por primera vez en su vida había cruzado en un avión el Atlántico y todo lo que veía desde que aterrizó a este lado del océano era para ella un tranquilo prodigio, vivía una indolencia perpetua, unas vacaciones que no parecía que tuvieran fin, en un presente que se prolongaba día tras día sin exigencias ni amenazas, lejos de América, de la casa donde había agonizado su madre con una válvula artificial en el corazón que sonaba como un tambor en el silencio de las noches de insomnio, al otro lado de un tabique. Veía por la ventana de su dormitorio las luces de Manhattan, a donde la llevaron de niña muy pocas veces, tan pocas que sólo conoció bien la ciudad mucho más tarde y nunca dejó de sentirse en ella extranjera, igual que en todas partes: eso tenemos en común, una mezcla perpetua de incomodidad y desahogo, una predisposición a establecernos en los lugares durante media hora o diez días como si fuéramos a quedarnos para siempre o de vivir en ellos muchos años sin perder la sensación de provisionalidad ni la apetencia de nomadismo, de paréntesis entre viajes y vidas y tránsitos de un idioma a otro. De niña sabía que a su madre y a las amigas de su madre tenía que hablarles de una manera y a su padre de otra, pero no que algunas veces hablaba en inglés y otras en español. Sabía desde que fue a la escuela y empezó a jugar con otras niñas y a visitar sus casas que no era del todo idéntica a ellas, y sólo muy tardía y laboriosamente descubrió que la médula de la diferencia radicaba en su padre, y eso al mismo tiempo la desconcertaba y la hacía sentirse orgullosa de él: su padre no tenía el pelo rubio y la cara colorada, no hablaba gangosamente a gritos, no tomaba de la mano a su madre ni recibía a las visitas con una sonrisa tan escandalosa como una carcajada. Su padre no tenía amistad con ningún hombre del vecindario, ni les servía bebidas en el jardín, ni se ponía pantalones cortos las tardes de verano para regar el césped o encender la barbacoa. Se parecía más bien a los abuelos de otras niñas, sobre todo a los que hablaban inglés con un acento extranjero muy fuerte, pero eso a ella le parecía un mérito y no una desventaja, tal vez porque entonces distinguía muy vagamente la juventud de la vejez, y en cualquier caso prefería esta última. Su padre no iba en coche al trabajo, sino caminando, ni siquiera sabía conducir, y esto también lo distinguía de los otros padres, y algunas veces, desde que ella tuvo ocho o nueve años, la llevó con él en tren a Manhattan, a apartamentos de escaleras sombrías, en casas de ladrillo rojo, donde había otros hombres que eran como él, no sólo porque hablaban español, sino porque se vestían de manera parecida y tenían expresiones semejantes en sus caras y ponían discos que ella se sabía de memoria porque los escuchaba en su casa. Aún ahora no puede oír algunos pasodobles, En el mundo, o Suspiros de España, sin que se le humedezcan los ojos y se le ponga un nudo en la garganta: se ríe de sí misma, está segura de que la encuentro ridícula, pero no lo puede remediar, ni quiere, oye los arrebatos de la orquesta y la voz brava y oscura de Concha Piquer y no le hace falta acordarse de aquellos viajes en tren a Manhattan y de su mano oprimida por la mano caliente y grande de su padre para que la traspase una nostalgia impúdica y un sentimiento de felicidad y desamparo, aquellos apartamentos con muebles arcaicos y platos de cobre y fotografías españolas en las paredes, los tocadiscos donde sonaban himnos republicanos y canciones de Miguel de Molina, los hombres y las mujeres que estaban sentados ceremoniosamente en los sofás dejando en el suelo o sobre las mesas las tazas de té y las copas de jerez y saliendo a bailar, enlazándose por la cintura con una delicadeza que ella sólo había visto allí, nunca en los raros parties que celebraba su madre, sacándola a ella algunas veces y enseñándole a mover los pies mientras su padre, que jamás bailaba, la miraba sonriendo desde una esquina del salón, callado, orgulloso de ella, con un vaso intacto en la mano, siguiéndola con los ojos mientras asentía a las palabras de alguien.

Intuía con un orgullo precoz y sin necesidad de explicación que aquellos hombres y mujeres a los que visitaba con su padre no eran como los demás, y que sus casas tenían algo de islas cerradas y también inseguras en medio de una vasta realidad cotidiana que también para ella resultaba hostil, aunque era la única que conocía. Regresaban en el último tren y su madre ya estaba acostada, pero no había retirado la copa y la cubitera con el hielo derretido que estaba en una mesa baja enfrente del sofá ni había apagado la televisión. Se ponía con sigilo el pijama, se cepillaba el pelo, se lavaba los dientes. Acodado en la puerta del cuarto de baño, su padre tenía la misma leve sonrisa que le había brillado en los ojos durante la fiesta: una sonrisa que apenas le curvaba los labios, que tal vez sólo existía para que ella la viera. Le daba un beso, le decía en español buenas noches, se acostaba sin apagar la luz y esperaba con los ojos cerrados a que él entrara, se lo pedía en silencio. Él llamaba quedamente a su puerta y cuando se acercaba a la cama traía un libro español en las manos. Escuchaba su voz mientras iba durmiéndose y le parecía que estaba haciéndose cada vez más débil y que al mismo tiempo decrecía la luz hasta que un silencio rumoroso de voces y una oscuridad sin terror la envolvían. Ya estaba dormida, pero notaba en la cara el embozo que él le había subido y luego el beso que le daba en la frente y la mano en su pelo y por fin los pasos que iban alejándose y el ruido callado de la puerta. Soñaba con los dibujos de los cuentos que él le había leído: y algunas veces con el hombre a caballo y el bosque y el castillo en tinieblas de aquel grabado que él tenía en la pared de su estudio.

La imagino habituándose poco a poco a las calles y al invierno de Mágina, guiada al principio por su padre, aventurándose luego a caminatas solitarias que alguna vez la llevaron sin duda al barrio de San Lorenzo, a la calle del Pozo, donde se la quedarían mirando las vecinas, tal vez mi madre o mi abuela Leonor mientras barrían la puerta y rociaban el empedrado con el agua de fregar, cruzándose conmigo, subiendo luego, al volver, por la plaza del General Orduña y la calle Trinidad hasta la Torre Nueva, donde se encendía de noche la fuente luminosa, paseando por la acera del instituto, a la hora en que sonaba la campana y se abrían las puertas y mis amigos y yo cruzábamos la avenida Ramón y Cajal para oír discos y beber cañas en el Martos. La puedo distinguir entre las chicas que salen con bolsas de gimnasia a la espalda o cuadernos y libros abrazados contra el pecho, y no sólo por la forma de su cara y el color de su pelo, sino porque camina de otro modo, sin contonearse, como ellas, porque no lleva bolso y no va maquillada y parece más joven que las muchachas de su edad. Pero tal vez no la imagino, tal vez mi memoria es más lúcida que yo y la estoy recordando, no exactamente a ella, sino a una de las muchachas extranjeras que aparecían de vez en cuando en Mágina y que llevaban consigo el mismo aire de inaccesible libertad y promesas que me embargaba al oír canciones en inglés en la máquina del Martos. Marina y sus amigas usan zapatos de tacón, se ponen rímel en las pestañas y cremas en la cara, se sombrean los párpados, se depilan las cejas, van todos los viernes por la tarde a la peluquería: ella camina entonces igual que ahora, con una naturalidad indolente, deteniéndose a mirar cualquier cosa y olvidándose entonces de la dirección en la que iba, lleva botas vaqueras o zapatillas deportivas y una cazadora que le está un poco grande. Pasa junto a la puerta del instituto, tal vez me ve cruzar ante ella y le suena mi cara, piensa que se le está haciendo tarde y que ya es hora de ir a casa para prepararle a su padre la cena: anochecerá pronto y ha empezado suavemente a llover. Choca con alguien, se vuelve para disculparse y lo hace en inglés, es un hombre al que ha visto antes, pero ahora mismo no se acuerda, un hombre de unos treinta y tantos años, con chaqueta de pana, con corbata, con gafas, con una cartera negra de profesor. Y yo, que no la he visto y ni siquiera sé que existe, que en ese momento introduzco una moneda en la máquina del Martos y voy a sentarme junto a mis amigos con una cerveza en la mano para escuchar una canción de Jimi Hendrix -Martín empieza a mover rítmicamente la cabeza y consulta unos apuntes de química, Serrano aspira un cigarrillo con los ojos entornados y deja que el humo vaya saliendo despacio de su boca, con ese gesto que según nos han dicho ponen los fumadores de hachís, Félix está como en otro mundo, aburrido de esa música que no llega a gustarle-, siento ahora celos al imaginar ese encuentro, y quiero que ella no choque con ese hombre o se disculpe y no lo reconozca: nos vimos en el Consuelo, dice él, sonriendo, a principios de octubre, los dos acababan de llegar a la ciudad y se hospedaban allí, tú me dijiste que esperabas a tu padre, que temías que se hubiera perdido, porque había salido antes de que te despertaras y te dejó una nota diciendo que volvería a las nueve, y ya eran las diez: estaban en la barra, tomándose un café con leche, él nervioso, le dijo, señalando por las cristaleras hacia el instituto, al otro lado de la calle, iba a ser su primer día de trabajo y aunque ya tenía varios años de experiencia siempre era difícil empezar un nuevo curso en una ciudad extraña, con alumnos desconocidos, con profesores tal vez poco hospitalarios, siempre le pasaba lo mismo, llegaba a un instituto y no se reprimía a la hora de expresar sus opiniones y los compañeros le volvían la espalda. De modo que ahora se alegraba mucho de verla, porque en estos dos meses se acordó muchas veces de ella, preguntándose si se habría acostumbrado a la ciudad y al país, viniendo de tan lejos, de los Estados Unidos, la capital del imperio, dijo, echándose a reír, repitiendo una broma que ya había formulado con una cierta cautela la primera vez. Miró el reloj, tenía prisa pero le daba tiempo a invitarla a un café, y ella se encogió de hombros y le dijo que sí, la aturdía un poco la velocidad de sus palabras pero llevaba mucho tiempo sin hablar más que con su padre y con las mujeres de las tiendas, y su padre últimamente tampoco hablaba mucho, prefería pasear solo y regresar cuando ella estaba acostada: pero no dormía, desde que era niña no podía dormirse hasta que él no llegaba a casa, permanecía despierta, con la luz apagada, y miraba las agujas fosforescentes del despertador cuando oía abrirse la verja y luego la puerta de entrada, vigilando sus pasos, notando que él no encendía las luces y que chocaba con los muebles y se quedaba mucho rato en el cuarto de baño y luego caía sordamente en la cama.

Cruzaron la avenida, y ella propuso al azar que entraran en el Martos, pero él dijo que no, que en ese bar había siempre mucho ruido y además solía estar lleno de alumnos. Fueron al Consuelo, así repetirían su primer encuentro, dijo él, riéndose, el gran hijo de puta, el luchador ejemplar, el héroe de la praxis y de las condiciones objetivas, que nos dejaba fumar en los exámenes y usar libros y apuntes, con su olor a tiza en los dedos y sus campechanos paquetes de Ducados, desplegando su palabrería ante ella como la cola de un pavo real, considerando de soslayo sus muslos, sus caderas, sus pechos sin sostén, bajando el tono de la voz para confesarle que él era un represaliado político, que lo habían boicoteado en la universidad y por eso tenía que ganarse la vida en institutos de provincias, sin contar los años pasados en el exilio, desde el sesenta y tres al sesenta y nueve. «Mi padre ha pasado más de treinta», dijo ella: inmediatamente se arrepintió de confiar en un desconocido, y se sintió incómoda, insegura, un poco desleal, impaciente por irse. Pero la sonrisa del otro, José Manuel, se llamaba, los amigos le decían Manu, se agrandó al escuchar esas palabras que ella, ahora apretando los labios, mirando con nerviosismo el reloj, hubiera preferido no decir, y se inclinó más hacia adelante, encaramado sobre un taburete, acodado en la barra, rozándole casi las rodillas, las manos, echándole el humo en la cara cuando encendió un cigarrillo negro. Miraba a un lado y a otro, se inclinaba hacia ella bajando la voz, pero el bar estaba casi vacío, con poca luz: ella tenía que contarle, tenía que presentarle a su padre, probablemente se sentirían solos en España, desorientados, aislados de la lucha que aquí seguía manteniéndose aunque muchos en el exilio creyeran que no, que todo el país estaba idiotizado por la televisión, los toros, el desarrollismo y la Iglesia: incluso sectores importantes de la Iglesia, a él le constaba, se estaban alineando en posiciones democráticas, y hasta algunos militares, y empresarios no monopolistas, de modo que muy pronto iba a producirse un cambio irreversible en la correlación de fuerzas.

Ella sonreía, nerviosa, sin atreverse, por cortesía, a mirar otra vez su reloj, sin entender nada, ninguna de esas palabras tan ajenas a su español antiguo, aunque advirtiendo, eso sí, las miradas de él que no iban a encontrarse con sus ojos, que descendían hacia sus ingles ceñidas por el pantalón vaquero o se instalaban en un punto indeterminado del aire para dirigirse con cautela a sus pechos. Le parecía guapo, tenía el pelo negro ya un poco canoso y más bien largo, los ojos oscuros y brillantes, las manos grandes, con las yemas de los dedos manchadas de nicotina y de tiza, pero no la atraía, aún no, me ha dicho, la desconcertaba, porque nunca había estado a solas con un hombre de esa edad, y porque estaba segura que a su padre no le gustaría si lo viera, no le gustaba la gente que hablaba y sonreía demasiado. Lo imaginaba solo y esperándola, sentado en el sofá del comedor, sin encender la luz, aunque estaba lloviendo y ya anochecía, mirando él también su reloj y el grabado del jinete colgado en la pared, y pensó que debía irse y no se movió del taburete, aturdida por las palabras del Praxis y por los movimientos de sus manos como por los pases magnéticos de un hipnotizador, así se recuerda todavía ahora, callada, fascinada, escuchándolo, y aunque se burla de su indulgencia de entonces no elude por completo el dolor, por qué no apareciste justo en ese momento, me dice, por qué tardé tanto en decirle que tenía que irme y no me negué a que me llevara a casa en su coche, un ochocientos cincuenta gris, de eso sí que me acuerdo, viejo y abollado, con matrícula de Madrid, con pegatinas de campings europeos en el cristal trasero, aparcado siempre frente al instituto. Salieron a la calle resguardándose de la lluvia bajo los aleros de las casas, ella con la cremallera de la cazadora abrochada hasta el cuello y las solapas levantadas, parada junto al coche mientras esperaba a que el Praxis le abriera, repitiéndole luego que no tenía que molestarse, porque su casa estaba muy cerca, queriendo evitar todavía que su padre la viera bajarse del coche de un desconocido, pero no podía hacer nada, igual que cuando estaba sentada en el taburete y pasaban los minutos y no se decidía a marcharse. Recobraba con un poco de halago y de satisfacción una potestad que hasta entonces le pareció irrisoria: la de atraer a los hombres, la de advertir, con una perspicacia de la que ellos carecían, la inseguridad que les deparaba el deseo, esas miradas oblicuas, esa especie de cobardía congénita que los encerraba en la timidez o los empujaba torpemente al descaro. El interior del coche olía a humo de tabaco y a la derecha del volante había un cenicero medio abierto y lleno de colillas. José Manuel, Manu, el Praxis, se disculpó por la suciedad, puso en marcha el motor, comprobó con irritación que las varillas del limpiaparabrisas apenas funcionaban, enfiló la avenida de Ramón y Cajal hablándole de un mes de mayo en París de hacía cuatro o cinco años sobre el que ella no sabía casi nada, pidiéndole detalles sobre sublevaciones y disturbios raciales y marchas contra la guerra de Vietnam en las universidades americanas, aunque parecía saber de todo mucho más que ella, la anonadaba, lo sabía todo, había estado en todas partes, había vivido ambiguas aventuras de conspiración en países del este de Europa, había regresado clandestinamente a España, y durante meses o años se movió con documentación falsa. Conducía distraídamente, con brusquedad y torpeza, volviéndose para mirarla, sin atender al tráfico escaso de la noche de invierno, rozándole los muslos cuando movía el cambio de marchas, y al indicarle ella que torciera a la derecha para llegar a la colonia ya era tarde, bajaban a toda velocidad junto a la muralla de piedra del hospital de Santiago, y el coche sólo se detuvo en la esquina de la lonja con un brusco ruido de frenos, porque se había puesto roja la luz del semáforo. «Siempre me pasa lo mismo, perdona, me pongo a hablar y se me olvida que estoy conduciendo.» Los focos que iluminaban la fachada y las torres del hospital tenían entre la lluvia una tonalidad anaranjada y triste que es para mí la luz de los domingos por la noche en ese extremo de Mágina, al final de la calle Nueva, en esa zona desierta y definitivamente inhóspita donde se daban la vuelta los matrimonios dignos y aburridos, las parejas de novios y los grupos de muchachas para regresar en dirección a la plaza del General Orduña, para no seguir avanzando hacia el desamparo nocturno de la carretera que llevaba a la capital de la provincia: sólo iban más allá parejas abrazadas que buscaban la sombra, más allá de la piscina y de la gasolinera, cuyas luces blancas tenían algo de límite entre la ciudad y lo desconocido. Ella le dijo que no importaba, que la dejara allí, incluso buscó la palanca de la puerta y quiso abrirla y bajarse, ya no llovía y con sólo caminar unos pocos minutos llegaría a casa, pero no se bajó, habría bastado una palabra, un movimiento de la mano, uno de esos gestos impremeditados y vulgares que condenan o salvan la vida de uno. Pero entonces yo ya estaba perdida, me ha dicho, y miraba la calle tras el cristal del coche con la misma distancia con que la miraría alguien que ha sido raptado, un preso con la cara adherida a la tela metálica del furgón celular. Focos anaranjados, faroles amarillos en las esquinas, parejas lentas de novios bajo los paraguas, campesinos rezagados que volvían del campo llevando de la brida a sus bestias. Las manos grandes del Praxis asieron con una especie de vehemencia el volante cuando giró sin precaución a la derecha. «Indícame por dónde es, te dejaré en la misma puerta de tu casa.» Las varillas del limpiaparabrisas habían despejado un doble semicírculo en el sucio cristal y ahora veía frente a ella la carretera y los últimos edificios, y tuvo miedo no de que el coche continuara avanzando en línea recta más allá de la gasolinera, sino de desear que eso ocurriese, sentada en la oscuridad junto a un desconocido que le hablaba sin mirarla y le rozaba los muslos con su mano derecha, preguntándose qué hora sería, con la sensación de que había pasado mucho tiempo desde que salieron del Consuelo y de que se deslizaba vertiginosamente inmóvil hacia una clase de experiencia en la que no contaría con el abrigo de una voluntad anclada en la figura y en la sabiduría de su padre. Pero era eso, en el fondo, lo que más la atraía: no el hombre de treinta y tantos años que procuraba sigilosamente tocarla y se apartaba en seguida como si hubiera recibido una pequeña descarga eléctrica sino un poderoso sentimiento de riesgo y de soberanía en el que no contaba con nadie más que con ella misma. Señaló una de las últimas calles laterales, por aquí mismo, dijo, a la derecha, y el Praxis rápidamente obedeció, ahora sí subían hacia la carretera de Madrid y la colonia del Carmen, y al ver de lejos las tapias blancas de los chalets y las altas siluetas de los árboles sintió un alivio en el que había algo de decepción, el miedo le pareció de pronto pueril y el tiempo, en su reloj de pulsera, recobró su forma y su duración usuales, no era medianoche, no había huido ni perdido nada, eran apenas las ocho, la hora a la que regresaba muchas tardes, y posiblemente su padre no estaría en casa, o no le habría dado importancia a su retraso, abstraído en un libro o en un periódico, levantando un instante los ojos cuando ella entrara para mirarla por encima de las gafas, en el comedor con muebles viejos y alquilados entre los que se movía con una tranquila actitud de huésped satisfecho, casi de propietario, que no tuvo nunca en su casa de América.

Pero la luz estaba encendida, y los visillos descorridos, y la mancha de claridad se extendía a través del pequeño jardín inundado de hojas por los primeros vendavales del invierno hasta llegar a la verja. Vio a su padre de pie tras la ventana del comedor, y deseó que el Praxis no saliera del coche, aunque ahora no sentía desconfianza ni atracción hacia él. A ninguno de los dos se le ocurría una despedida convincente. Él apagó el motor y detuvo los limpiaparabrisas ya inútiles y en el silencio incómodo que no sabían romper escucharon el rumor poderoso del viento invernal entre los árboles de la colonia. Vuelto a medias hacia ella encendió un cigarrillo y la llama del mechero iluminó una cara que ya no parecía joven: la cara de alguien dotado de la vida y la experiencia remota de los hombres maduros. Pensó que la iba a besar y que tal vez no se negaría: se acordó de otras despedidas semejantes, junto al porche de madera blanca de su casa de Queens, compañeros de la high school que la traían de una fiesta en los coches de sus padres y que al intentar ávida y confusamente besarla le dejaban en la boca un sabor agrio de cerveza y tabaco. «Bueno», dijo, sonriendo, con un exceso anglosajón de formalidad, tendiéndole una mano en el espacio angosto del coche, como si hubiera salido a despedirlo al vestíbulo, ya sí tengo que irme». ¿Habría sido más correcto invitarlo a entrar, al menos para darle la ocasión de agradecer el ofrecimiento y rechazarlo con una disculpa? Pero sospechaba, dentro de su confusión, que si lo invitaba a entrar él aceptaría, y no podía imaginarse entonces el encuentro con su padre, el modo en que éste lo miraría de arriba abajo con un creciente desagrado por su desaliño y su locuacidad. Vagamente acordaron que volverían a verse: él estrechó su mano sin retenerla más de unos segundos y no puso en marcha el motor ni encendió los faros hasta que no la vio desaparecer al otro lado de la verja. Sabiendo que era observada cruzó la calle más erguida, consciente de su estatura y de su paso, del ritmo con que movía sus caderas, tan incómoda como si llevara zapatos altos de tacón. Mientras empujaba la verja pensó volverse hacia el coche que aún no se había movido para decir adiós con un gesto de la mano, pero entonces escuchó con alivio el motor y vio su sombra y los barrotes proyectados por los faros sobre la grava del jardín. De nuevo en la oscuridad, que olía a tierra húmeda y a hojas podridas, abrió la puerta de la casa y frotó las suelas de las botas contra la alfombra donde ponía «Bienvenidos». Al colgar su cazadora en la percha del vestíbulo comprobó que el abrigo y el sombrero de su padre aún estaban mojados: sin duda él también acababa de volver y no había tenido tiempo de inquietarse por su ausencia. Si él le preguntaba decidió no mentirle: pero su padre no le preguntó. Estaba sentado en el sofá, junto a una mesa baja donde había una lámpara encendida y dos copas de coñac, de espaldas a la ventana, con un libro sobre las rodillas y una pequeña estufa eléctrica cerca de los pies, y no parecía el mismo hombre cuya silueta oscura había visto ella unos minutos antes asomada al jardín. Pero ya conocía el modo rudimentario en que disimulan los hombres y se dio cuenta de que esa actitud era falsa: la había esperado de pie junto a la ventana, había visto el coche e intentado vislumbrar la cara del conductor, al oír que se abría la puerta de la verja se había apresurado a sentarse de nuevo en el sofá y a fingir que estaba tan absorto leyendo que ni siquiera advirtió su llegada. La luz de la lámpara acentuaba su perfil agudo y sus rasgos angulosos y enjutos, sus cejas espesas, la doble arruga vertical a los lados de la boca. En la penumbra de la habitación se hacía más cerrada la noche por la que cabalgaba el jinete del grabado. Su padre alzó los ojos del libro, por encima de las gafas, y como hacía siempre que ella llegaba se las quitó para esperar un beso, sonriéndole. Sentada muy cerca de él, en un brazo del sofá, le tocó la cara con sus dedos fríos y le dijo que en seguida iba a ponerse a prepararle la cena. Le preguntó qué estaba leyendo: había notado que al aproximarse ella su padre volvía el libro boca abajo y lo deslizaba hacia el ángulo más apartado de la mesa. Como en broma él retuvo su mano: no era algo que a ella pudiera interesarle. Ágilmente, riendo, como cuando era niña y jugaban a pelearse, alargó la mano libre y obtuvo lo que buscaba y se apartó de él hacia el otro extremo de la habitación. Pero no se trataba de un libro: eran dos fotografías con marcos de cartulina y protegidas con papel de seda, cada una de ellas con una firma en cursivas doradas en el margen inferior derecho, dos erres mayúsculas y enlazadas como en el emblema de los Rolls Royces, Ramiro Retratista, leyó. Su padre, serio de pronto, le pidió que se las devolviera. Ella encendió la luz del techo para verlas mejor y levantó el papel de seda que protegía la primera: un militar joven, retratado en escorzo, con la gorra de plato un poco ladeada y una estrella de ocho puntas sobre la visera, sonriendo apenas bajo un bigote muy fino. En la segunda, que era sin duda una instantánea, el mismo militar, mirando hacia arriba desde el tramo intermedio de una escalinata, permanecía en posición de firmes y tenía la mano derecha extendida junto a la sien. Tardó en reconocer a su padre porque era la primera vez en su vida que veía imágenes de su juventud.


Había sonado el timbre y al oírlo pensó que sería su hija quien llamaba, pero le extrañó, porque ella nunca se olvidaba las llaves, igual que no se olvidaba de recoger la ropa sucia del cuarto de baño ni de retirar cada noche antes de acostarse los ceniceros o las copas, con un sentido del orden natural e instintivo, que la circundaba en la casa como el olor de la colonia que usaba, sin esfuerzo, sin premeditación, del mismo modo que otras personas fomentan el desorden con su sola presencia. Entraba en su dormitorio cuando ella no estaba, no por esa turbia curiosidad policial de un padre hacia su hija adolescente, sino para complacerse a solas y sin las limitaciones del pudor en la ternura de que ella existiera, veía su ropa en el armario, sus libros alineados en una estantería, sus discos, que él íntimamente detestaba, los pares de zapatillas deportivas y de botas, la ropa interior y las camisas y jerseys doblados en los cajones, y le gustaba el limpio olor femenino y el orden en el que parecían cobijarse todas las cosas, y cada pormenor le confirmaba su amor hacia ella y la gratitud por la fortuna que había tenido al engendrarla, al asistir a su crecimiento y a su aprendizaje, al haberla inducido tal vez, involuntariamente, a poseer una serena actitud de certidumbre que se manifestaba en la disposición de los objetos que le pertenecían tan indudablemente como en los rasgos de su cara o en su manera de mirar.

Pero había sonado el timbre otra vez, era posible que ella hubiera vuelto y que al detenerse ante la verja se diera cuenta de que olvidó las llaves al salir, se disculparía cuando él le abriera, y se levantó del sofá y pensó que nada más entrar vería el cenicero colmado y la botella de coñac sobre la mesa de la lámpara, reprobando en silencio esos indicios de desorden. Él mismo fue así en otro tiempo, aunque con una crispada obsesión de la que ella carecía, un maniático del lugar exacto de las cosas, de las superficies pulidas, de los uniformes abrochados sin una sola arruga, correas relucientes, botas charoladas, habitaciones desnudas, mesas sin un rastro de ceniza, papeles clasificados en los cajones, filas de soldados que revisaban sus ojos como la cinta métrica de un agrimensor. Desde lejos, desde la barandilla de la galería a la que se asomaba con desgana el coronel Bilbao, la formación era una especie de milagro geométrico, un rectángulo de cabezas y hombros y una oleada simultánea de brazos que se dirigían a las culatas de los fusiles y piernas que se ponían rígidas sobre la grava: pero de cerca se veían las caras, los rasgos de estupidez y de pobreza, la mugre y el desgaste de los uniformes, los ojos con legañas, con una inmóvil desesperación por huir de la que nadie más que él parecía darse cuenta. Pero también él lo olvidaba, o cerraba los ojos para no ver que el orden de la guarnición y de las filas de soldados era una maquinaria implacable de sumisión y desdicha, como el de una oficina o una fábrica o un tajo de segadores. Se había acostumbrado a no saber, a no mirar más allá de cierto límite, a no imaginar que existía otro mundo a un paso del cuartel donde la gente no llevaba uniforme ni caminaba en línea recta y marcando el paso. Había conocido desde niño una sola forma de vivir y no se le ocurría que pudiera haber otras, que él pudiera no haber sido un militar. No amaba el Ejército, pero tampoco amaba a su primera novia el día que se casó con ella, y nada de eso le impidió ser un oficial modélico ni un marido escrupulosamente fiel. El mundo exterior lo desconcertaba. La mayor parte de los militares con los que trataba le parecían incompetentes o absurdos, pero podía distinguir grados en su nulidad o en su estupidez: al menos los entendía, mientras que a los civiles los encontraba incomprensibles, como si vivieran en otro país o tuvieran costumbres que sería preciso estudiar no para imitarlas sino para deducir las normas de su comportamiento. Durante años le pasó lo mismo con los americanos, y no sólo porque le costó habituarse a su inglés, sino porque no lograba predecir sus reacciones ni calcular con un poco de tranquilidad lo que estarían pensando mientras lo miraban a los ojos. Únicamente lo serenaba o lo disculpaba la apariencia del orden: un objeto fuera de lugar lo sobresaltaba como un ruido de carcoma en la noche o la primera grieta que anuncia la ruina de una casa, y por eso cuando pasaba revista a una dependencia o a una formación los oficiales inferiores se quedaban paralizados de miedo, en posición de firmes, pues no pasaba por alto ni la menor deficiencia y lo examinaba todo como si llevara una lupa o un microscopio, el polvo bajo las camas, la limpieza de las cocinas, el brillo y la eficacia de las armas, y como nunca anunciaba de antemano sus visitas de inspección los oficiales y los suboficiales del cuartel de Mágina perdieron desde su llegada la negligente rutina en la que habían vivido los últimos años, consentida por la misantropía alcohólica del coronel Bilbao y favorecida por la ausencia de jefes intermedios: en la cantina de los soldados ya no había papeles ni restos de comida tirados en el suelo, el calabozo fue desinfectado y encalado, los camareros de la sala de oficiales usaron otra vez chaquetillas y guantes blancos, los jergones del cuerpo de guardia volvieron a tener sábanas limpias y los centinelas de descanso ya no se quejaban del olor a caballo de las mantas ni del martirio de las chinches. Pero no era, como sospechaban algunos de sus enemigos, un militar filántropo, o uno de aquellos oficiales politizados que simpatizaban abiertamente con la tropa: cuidaba del cuartel y de los hombres a su mando como se habría ocupado de mantener a punto un automóvil si el azar impasible de su vida lo hubiera destinado al trabajo de chófer, con la misma indiferencia y perfección con que llevaba a cabo todos los actos obligatorios de su vida, y jamás se le habría ocurrido un gesto de familiaridad con un soldado, no por desprecio, sino por un sentido de la jerarquía idéntico al que le inducía a abstenerse de la más mínima falta de consideración hacia un superior. Cruzaba la puerta de una compañía y el cuartelero rígido, que al oír el paso rápido de sus botas se había apresurado a tirar el cigarrillo y a alisarse el uniforme, anunciaba con un grito su aparición, y en el interior se oía un rumor unánime de botas y de manos con las palmas abiertas golpeando costados, y aparecía el capitán o el suboficial de más alta graduación y se le cuadraba con un ímpetu olvidado hasta entonces en el cuartel. Él no mandaba descanso en seguida, respondía tranquilamente al saludo, veía el nerviosismo o el miedo del capitán o del sargento de semana y lo dejaba firme casi un minuto entero, mirándolo a los ojos, complacido por la brusca suspensión de todo movimiento que provocaba su llegada, y luego exigía que se lo mostraran detalladamente todo, desde las armas hasta el orden y la limpieza de la furrielería y los libros de contabilidad de la oficina, con una actitud no amenazadora, pero sí impenetrable, que desconcertaba a sus subordinados más que un grito o que la promesa de un arresto, con una distancia sin altanería que descartaba de antemano cualquier posibilidad de confabulación o indulgencia. En la sala de oficiales y en la de suboficiales se murmuraba sobre su dureza inflexible y su orgullo: se atribuía a despreciables influencias políticas la rapidez de su carrera. No confraternizaba con nadie, no participaba en las murmuraciones usuales sobre un próximo levantamiento militar, no visitaba el casino ni el prostíbulo, no se le pudo atribuir una querida, no entraba a la sala a tomar una copa cuando salía de servicio: incluso no parecía que saliera nunca, ni que tuviera otra vida fuera del cuartel ni más aficiones que el cumplimiento neurótico de las ordenanzas y la lectura de enciclopedias sobre estrategia militar cuyos volúmenes alineados en la biblioteca del cuartel nadie había abierto en los últimos veinte años. Hablaba con fluidez idiomas extranjeros, contaban, había pasado dos años en una academia militar de Inglaterra, la misma a la que asistió de joven, durante su destierro, el rey don Alfonso XII, explicó con orgullo, en un brindis celebrado en su honor, el coronel Bilbao. Salvo el día de su llegada, nadie recordaba haberlo visto de paisano. Estaba casado, tenía un hijo, esperaba otro, pero pasaban las semanas y su mujer no venía a reunirse con él. El coronel Bilbao, tan desdeñoso con todos, tan encerrado siempre en su despacho de la torre, lo mandaba llamar a cualquier hora del día o de la noche y se quedaban horas enteras conversando. Entre los oficiales su único defensor era el teniente Mestalla: joven, nervioso, entusiasmado, fanático, adicto a la gimnasia, a las marchas, a los ejercicios de tiro, a las duchas de agua helada. El tedio de aquella guarnición de tercer orden, la frustración y el alcohol no habían tenido tiempo de gastarlo. Castigaba con fría brutalidad a los soldados torpes o cobardes, los humillaba si no se atrevían a saltar el potro o eran incapaces de trepar por una cuerda, y ansiaba parecerse al comandante Galaz, salvar a la patria, combatir en una guerra para ascender en seguida o recibir a título póstumo una laureada. «Mi comandante, perdone el atrevimiento, pero debo decirle que antes de que usted llegara esto parecía más que un cuartel un balneario para viejos reumáticos.» Tan excesivamente joven, con su desprecio petulante hacia lo que él llamaba la vida civil, con ese temblor de las mandíbulas apretadas cuando se quedaba inmóvil ante una formación. No pestañeó cuando el comandante Galaz desenfundó tranquilamente su pistola y le apuntó al pecho, pero las mandíbulas le temblaban como si mordiera una presa. Disparó contra él como contra un espejo que le devolviera una imagen monstruosa de sí mismo: lo hizo apenas una hora antes de que le tomaran esa foto que su hija no hubiera debido ver, una de las dos que le trajo, enmarcadas en cartulinas con un filo dorado, aquel hombre del impermeable azul marino, la bufanda y la boina, que dijo llamarse Ramiro y haberlo conocido antes de la guerra y se quedó parado ante él, sin atreverse a entrar todavía: sonó por segunda o tercera vez el timbre una tarde de noviembre y al asomarse a la ventana del salón el comandante Galaz vio que era un desconocido y no su hija quien había llamado.

Un cobrador tal vez, un vendedor a domicilio, con una especie de boina de plástico que hacía juego con el impermeable y una flaca cartera de plástico negro bajo el brazo, la clase de cartera donde se guardaban facturas modestas o documentos de gestoría. Esperaba debajo de un paraguas, aunque llovía muy poco, con un aspecto más bien patético de docilidad y paciencia, como un cobrador infortunado. Se enredó lastimosamente con el paraguas, la cartera y la boina cuando quiso descubrirse y tenderle la mano al comandante y buscar algo en sus bolsillos, todo al mismo tiempo, y el paraguas mal cerrado cayó al suelo y la mano que se dirigía hacia la boina se detuvo y quiso rescatar la cartera que también se caía, sujeta por el codo. Sacó la otra del bolsillo, pero tampoco pudo estrechar con ella la mano del comandante Galaz porque tenía algo entre los dedos, una pequeña tarjeta de visita. Su cara redonda, con una gran papada que abrigaba cuidadosamente la bufanda, tenía una ajada desolación infantil, aunque sin duda no era mucho más joven que el comandante Galaz, pero era una cara con blanduras femeninas, temblorosa, casi imberbe, una de esas caras lunares que en vez de madurar se reblandecen y debilitan con los años. Como un viajero desesperado que no acierta a subir su equipaje a un tren ya en marcha se quitó la boina y la guardó arrugada en un bolsillo, abandonó el paraguas en el suelo, le entregó la cartera al comandante Galaz, como intentando poner método al desastre, buscó otra vez la tarjeta de visita, que se le había perdido, la encontró mojada y arrugada entre los pliegues de la boina de plástico, murmuró su nombre, acertó a sonreír, resoplando suavemente, como si en el último minuto hubiera alcanzado el tren.

«Claro que usted no se acuerda de mí, después de tantos años, tampoco es que habláramos mucho, la verdad es que hablar, lo que se dice hablar, sólo hablamos una vez, cuando usted fue a mi estudio para hacerse aquella fotografía de uniforme, bueno, tampoco era mi estudio, entonces yo trabajaba para don Otto Zenner, que en paz descanse, mi maestro, pero aquel retrato sí que me acuerdo de que se lo hice yo, cuando usted acababa de llegar a Mágina, le pregunté que si era un retrato oficial o familiar y usted me dijo que las dos cosas, que se lo iba a enviar dedicado a su señora, y al verlo el otro día por la plaza del General Orduña me sonó su cara y en seguida me acordé, será por mi trabajo pero yo tengo una memoria muy buena para las caras, y la de usted no ha cambiado mucho, lo natural, claro, con los años, y me dije, Ramiro, sería un detalle que le llevaras esa foto al comandante Galaz, y entonces me acordé de la otra, es mucho peor, claro que es una instantánea, yo me había comprado entonces una cámara portátil con mis ahorros, y un flash moderno, sin que don Otto lo supiera, don Otto decía que esa manera de hacer fotos era un insulto a nuestro arte sublime, y me iba por ahí a retratar a la gente que veía por la calle, como los repórters internacionales, y aquella noche en que estalló el Movimiento me tiré a la ciudad con mi cámara y me dije, Ramiro, ésta va a ser una noche histórica, decían que los del cuartelillo de la Guardia Civil estaban sublevados, y que ustedes, los militares, iban a salir del cuartel para tomar el ayuntamiento, la plaza estaba llena de corros de gente y ya se veían armas y banderas, se había declarado la huelga general, y don Otto me ordenó que atrancara la puerta y cerrara los postigos, porque los bolcheviques intentarían asaltarnos de un momento a otro, yo lo obedecí, lo dejé en el laboratorio, borracho, escuchando himnos alemanes en su gramófono, y me escapé por la puertecilla de atrás, hacía un calor tremendo, ya era de noche y aún subía fuego de las piedras, me encaminé al cuartel a ver lo que pasaba y entonces vi un gentío que venía de allí, los militares ya han salido, me contaron, en una columna de coches y camiones, parece que van hacia el ayuntamiento, estaban abiertos los balcones de todas las casas y las luces encendidas y se oían muy alto las emisoras de radio, así que en lugar de al cuartel fui a la plaza de Santa María, y logré entrar en el ayuntamiento, rodeado de gente, todo el mundo hablaba a gritos y se oía una música muy fuerte en la radio, un desbarajuste, pero nos callamos todos al oír los motores de los camiones de ustedes, yo me asomé a una ventana de la planta baja, en una oficina que estaba llena de papeles tirados en el suelo, y vi llegar los camiones, se alinearon en la plaza, delante de la iglesia de Santa María, y empezaron a bajar los soldados, yo estaba muerto de miedo, pero no paraba de hacer fotos, pensaba que si moría esa noche a lo mejor se salvaba por casualidad la película y me recordaban como a un héroe, y luego salí al patio y me asomé a la escalinata donde estaba el alcalde y lo vi subir a usted, solo, con la pistola al cinto, sin prisa pero con mucha energía, sin mirar a nadie, y el alcalde, a mi lado, temblaba de miedo, suponía que usted iba a detenerlo o a matarlo, y entonces usted se paró en el segundo o en el tercer escalón y se cuadró, y yo disparé la cámara y no oí lo que usted decía, pero aquí tiene la foto, una copia, y la otra también, la primera, en cuanto lo vi me dije, Ramiro, a lo mejor es una impertinencia de tu parte, pero seguro que al comandante Galaz le gustará tener estos recuerdos.»

Hablaba sin levantar los ojos, gordo y tímido, hundido en el sofá, sin quitarse el abrigo que llevaba debajo del impermeable ni la bufanda bien doblada para que le protegiera la garganta y el pecho de cualquier peligro de enfriamiento, con las rodillas juntas y la cartera de plástico en el regazo. Se había resistido a entrar, él no quería ser una molestia, tan sólo había venido para entregar aquellas fotos, pero el comandante insistió, no por verdadero interés, sino por cortesía, y Ramiro Retratista volvió a disculparse al entrar en el vestíbulo y dio profusamente las gracias cuando el comandante le ayudó a desprenderse del impermeable, era un honor para él ser recibido en aquella casa, pero no quería molestar, se sentaría nada más que un momento, y lo hizo al principio en el borde del sofá, con la cartera entre los brazos, disponiéndose a abrirla, no le parecía correcto aceptar una copa, pero negarse con insistencia era una falta de buena educación, así que bebió un poco de coñac, con aire de continencia, apenas mojándose los labios, y poco a poco se fue hundiendo en el sofá y bebía a tragos más largos, aunque protestaba cuando el comandante se disponía a servirle un poco más, no le sentaba bien la bebida, se le subía muy pronto a la cabeza y hablaba más de la cuenta, pero empezó a encontrarse más a gusto, sin miedo ya a las corrientes de aire, con el calor del coñac en el estómago y arrebolándole la cara y el de la estufa eléctrica tan cerca de los pies. No tenía costumbre de beber, y aún se acordaba con remordimiento de las feroces borracheras solitarias que le deparaba en otro tiempo el aguardiente alemán de don Otto Zenner, pero tampoco tenía costumbre de hablar y aquella tarde, casi sin darse cuenta, sació las ganas retardadas de hacerlo, y aunque el comandante no hablaba mucho más que el sordomudo Matías le sonreía de un modo que a él lo animaba a no detenerse, sirviéndole de vez en cuando un poco más de coñac, asintiendo a sus palabras con las manos enlazadas sobre las rodillas, en una actitud que a Ramiro le parecía la más propia de un caballero que él hubiera visto nunca, la cabeza erguida, la frente alta, los ojos claros y atentos bajo la sombra de las cejas, aquel aire tan viril que le daban las dos arrugas verticales a los lados de la boca, el traje de sport, la pajarita, los zapatos recios y elegantes: calculó que sería un poco más viejo que él, pero la vejez no lo había abatido ni le había desfigurado los rasgos, porque éstos, más que por la carne o por la piel, estaban definidos por los huesos, modelados en una dureza como de pedernal que permanecería indestructible hasta que se muriera. Las arrugas de la frente se le acentuaron cuando miró las fotografías, pero no sonrió con esa satisfacción automática de quien contempla su cara. Miró primero la foto hecha en el estudio, se pasó una mano larga y pálida por el mentón, no se acordaba de cuándo se la hizo, aunque sí del motivo, su mujer le había pedido una foto con el uniforme nuevo, con la estrella de comandante en la gorra de plato y en la bocamanga, y él quizá se la envió después de escribirle una dedicatoria en el margen, y luego supo, por una carta de ella, que la había enmarcado y la había puesto sobre el piano vertical del salón, y que se la mostraba al niño para que no olvidase la cara de su padre y le diera besos como a una estampa religiosa. Durante cuánto tiempo la habría conservado, qué habría hecho con ella cuando le dijeron que él había traicionado a los suyos y destruido su carrera, que estaba al otro lado, no sólo de las fronteras establecidas por la guerra sino también de las que trazaban implacablemente la decencia y el honor, la lealtad a la familia, a la religión y a la patria, a todas las palabras que él había obedecido sin fervor, pero con una entrega absoluta, con una dedicación sin fisuras, hasta aquella noche de julio en la que fue tomada la segunda fotografía, ya convertido, en ese mismo instante, en un desertor y un apóstata, en un renegado para el que no podría haber indulgencia o perdón. Imaginaba el llanto, los gritos, la mujer hinchada y sudorosa apartando la foto de todas las demás que había sobre el piano y tirándola al suelo y pisándola hasta romper el cristal en añicos, cortándose con una esquirla aguda cuando se inclinara para recogerla y mirar de nuevo la sonrisa invariable y desgarrarla o quemarla literariamente en la hornilla de la cocina, desmayada tal vez, víctima simultánea de su traición política y de su deslealtad sentimental, caída pesadamente al suelo con su vientre a punto de abrirse en el parto de un hijo al que él ya no conocería, el oficial de treinta y seis años que caminaba junto a una silla de ruedas por el pasillo central de una iglesia de Madrid.

Se puso las gafas para ver más claramente el rostro de su juventud. Oía hablar a Ramiro Retratista, lo miraba con asidua atención, sin hacerle caso, sin creer del todo que sus palabras aludían a él. No asociaba esa cara con ningún recuerdo, no la encontraba parecida a la que veía cada mañana y cada noche en el espejo, y no sólo porque fuera la de un hombre mucho más joven, sino porque lo consideraba tan extraño a sí mismo como un hijo cuyo comportamiento no supiera explicarse. El correaje, la guerrera con las condecoraciones de África, el bigote tan fino, la gorra de plato ladeada, la sonrisa tan preceptiva como las insignias del arma de Infantería cosidas junto al botón más alto que le ceñía el cuello. Pero ni siquiera entonces era él ese hombre de la fotografía, el que veían y admiraban o temían los otros, el que recibía las confidencias del coronel Bilbao y las vacuas novedades del teniente Mestalla, y menos aún el héroe a quien unos pocos vencidos siguieron recordando en Mágina muchos años después de la guerra, una sombra pertinaz y todavía no abolida, descubría con sorpresa, casi con fastidio, resucitada y alzada de nuevo desde el interior de una cartera de plástico por ese pobre hombre sofocado por la calefacción y el coñac que seguía hablando y se pasaba la mano blanda y sudorosa bajo la bufanda de lana. «Qué orgulloso estará de usted su padre, Galaz»: el coronel Bilbao, a las cuatro de la mañana, daba vueltas por su vasto despacho adornado con banderas y anaqueles de armas, con la guerrera desabrochada, con las manos atrás y la cabeza blanca abatida sobre el pecho, estremeciendo con los tacones de sus botas el piso de madera encerada. «Su padre, sobre todo, pero también su suegro el general, y su esposa, esa chica tan guapa. La conozco desde que era una niña. Cuando supe que se había comprometido con usted me alegré como si fuera mi hija.» El coronel Bilbao dejó de pasear y apoyó las dos manos en el respaldo labrado de un sillón, mirando al comandante Galaz tras un mechón de pelo blanco. «Le diré una cosa, Galaz, y le exijo que no la repita nunca, o mejor todavía, que la olvide en cuanto la oiga, porque es el dolor más grande de mi vida. Mi hija es una golfa y mi hijo un inútil, un sargento que por sus propios méritos no pasará de subteniente, si llega. Son mi vergüenza, Galaz. Y lo miro a usted y pienso, ojalá él fuera mi hijo. Lo he pensado siempre, desde que usted era un cadete y su padre me contaba sus calificaciones tan brillantes y su comportamiento ejemplar… Puede retirarse, Galaz, le estoy robando horas de sueño, y usted es joven y necesita dormir.» Él no se permitía ninguna familiaridad con el coronel, aunque éste lo alentara: se puso en pie, se cuadró junto a la puerta, dijo: «¿ordena usía alguna cosa más, mi coronel?», y volvió a su dormitorio por la galería que rodeaba el patio, conteniendo las ganas de encender un cigarrillo, postergando unos minutos el placer de fumar para permitírselo cuando estuviera solo, tendido en su estrecha cama militar, de espaldas a la ventana por donde se veía el valle azul oscuro del Guadalquivir, mirando en la penumbra el grabado del jinete, con el que había ido adquiriendo al cabo de unas semanas una especie de confianza secreta: tampoco sobre ese hombre joven sabía nadie nada, y la expresión de su cara era un enigma tan definitivo como el de su identidad y el de los lugares donde estuvo el grabado antes de que llegara al escaparate de aquel anticuario donde él lo encontró.

Se había olvidado de la presencia de Ramiro Retratista: lo oyó toser brevemente, pudorosamente, como una señora de visita, apartó los ojos de las fotografías y los alzó sobre las gafas enarcando las cejas pero no encontró los suyos, fijos en las dos manos gordas y enlazadas sobre la cartera de plástico vacía: desde que dejó de ser un militar no había advertido en ningún hombre esa actitud de sumisión, que ahora lo irritaba, y acaso entonces también, aunque no se permitiera a sí mismo la franqueza de reconocerlo. «Yo creo que en Mágina no sabe nadie que ha vuelto usted», dijo Ramiro, sin levantar los ojos, «nadie se acuerda ya de nada, pero yo sí, a lo mejor por mi trabajo, me paso los días mirando fotos antiguas y ordenándolas, porque me ha prometido un periodista, Lorencito Quesada, usted no lo conoce, que va a organizar una exposición de mi obra patrocinada por el ayuntamiento, y que lo publicarán luego todo en un libro, Hombres y nombres de Mágina, del ayer al mañana, o algo parecido. Bueno, Lorencito no es periodista de verdad, trabaja de dependiente en El Sistema Métrico, pero escribe mucho en Singladura, aunque se queja de que nunca le pagan, lo hace por vocación, y tiene muchas amistades en el ayuntamiento, y hasta en la policía, es íntimo del subcomisario Florencio Pérez, y yo le digo, pero hombre, Quesada, porque no le gusta que le llamen Lorencito, a quién le van a interesar esas fotos tan rancias, y él dice que son un tesoro, un documento histórico. Y lo que son es una amargura. Imagínese que abro una caja y me pongo a mirar fotos y pienso, éste ya está muerto, y éste también, y el de más allá, y de la mayor parte de los nombres no me acuerdo ni yo mismo, aunque lo peor no es eso, lo peor es salir a la calle y quedarse mirando las caras de la gente y pensar, a éste lo retraté yo cuando era un niño, esa gorda con granos era una mujer escultural cuando fue a mi estudio hace treinta años, ese viejo que anda doblado sobre el bastón se hacía fotos para regalárselas a sus amantes. Una tristeza, se lo digo yo, y lo peor es que parece que nadie se da cuenta, que no saben que envejecen, que engordan, que se les cae el pelo, que se van a morir. Claro que usted es un caso excepcional, si me permite decírselo, por eso no me costó ningún trabajo reconocerlo en cuanto lo vi en la plaza del General Orduña, el otro día, que estaba usted mirando las carteleras del Ideal Cinema, lo vi de perfil y me dije, Ramiro, ese hombre es el comandante Galaz, no ha cambiado en tantos años, aunque tenga menos pelo, con perdón, y se le haya puesto casi blanco, y yo sé lo que me digo, me he pasado la vida fijándome en las caras de la gente.» Rechazó una nueva dosis de coñac, ya sí que era verdad que se iba, claro que volvería, si al comandante no le molestaba, y no le diría a nadie que lo había visto, entre otras cosas porque hablar, lo que se dice hablar, no hablaba con nadie, es decir, le hablaba a su ayudante, Matías, que estaba sordomudo por culpa de una explosión, a lo mejor el comandante se acordaba, le pusieron de mote el Resucitado, y él no lo había despedido más que nada por caridad, pues aparte de ser más bien inútil ya entraban muy pocos encargos en el estudio, pero qué iba a hacer el pobre si él cerraba, pedir limosna o descargar hortalizas en el mercado de abastos.

Lo ayudó a ponerse el impermeable, le entregó el paraguas, que ya se le olvidaba, lo acompañó a la puerta, asintiendo sin desagrado a sus palabras, le estrechó la mano gorda y débil junto a la verja, animándolo a volver, y Ramiro Retratista se deshacía en expresiones rancias de gratitud y monótonas disculpas, cualquier cosa que necesitara no tenía más que pedírsela, el archivo estaba a su disposición, y si a su hija le apetecía encargarse un retrato él se lo haría con mucho gusto, la vio con él por la calle, era una muchacha muy guapa, un retrato de los de verdad, de los antiguos, en blanco y negro y con sus contraluces escultóricos, como los que hacía en sus mejores tiempos don Otto Zenner, como los retratos inmortales de Nadar. Volvió muchas veces a lo largo del invierno, con su impermeable y su paraguas y su boina de plástico, con la bufanda cruzada sobre el pecho y bien pegada al cogote, para evitar lo que él llamaba la resfrialdad del clima de Mágina, con su cartera vacía de cobrador: siempre anunciaba que no se quedaría más de media hora y que sólo bebería una copita de coñac y acababa yéndose de noche y consumiendo sorbo a sorbo media botella, y una tarde de abril trajo en la cartera una fotografía de una mujer muerta y emparedada hacía más de un siglo, bebió más de la cuenta y le confió al comandante Galaz el gran secreto de su vida: tal vez avergonzado, dejó de ir durante varias semanas, y cuando volvió, una tarde perfumada y calurosa de mediados de mayo, vino tras él un isocarro inverosímil de reparto de piensos compuestos de cuya cabina en forma de huevo emergió a duras penas un hombre rubicundo y casi esférico que sonreía con placidez vacuna y hacía gestos delicados y rápidos con sus manos de hércules. Matías, el Resucitado, ex ayudante ya de Ramiro Retratista, que había cerrado el estudio en cuanto pudo encontrarle esa colocación y gastado la mitad de sus ahorros en comprarle el isocarro, abrió la portezuela de atrás y sacó de ella sin esfuerzo visible un tremendo baúl y se lo cargó al costado para dejarlo luego en el vestíbulo del comandante Galaz. «Me voy de Mágina, amigo mío, me marcho para siempre de esta ciudad ingrata», dijo Ramiro Retratista, sentado otra vez en el sofá, mirándose las manos enlazadas sobre las rodilleras de un anticuado pantalón de entretiempo. «Pensaba quemar mi archivo, porque ni me van a hacer la exposición ni el libro ni nada, ya sabía yo que ese Lorencito era un bocazas, un simple, un botarate, pero me he dicho, Ramiro, el único hombre con sensibilidad que hay en Mágina es el comandante Galaz, por qué no le regalas a él la obra humilde de toda tu vida…»


Fue Pavón Pacheco quien lo contó en clase, quien primero difundió el rumor de que el Praxis tenía un lío, una extranjera medio pelirroja, poca cosa, decía con menosprecio de experto, torciendo la sonrisa, él los había sorprendido un martes por la noche en una de aquellas discotecas cimarronas de los pueblos próximos adonde iban paletos con el cogote rojo y agrietado por el sol, enfermeras lagartas, criadas golfas y casados adúlteros que bebían whisky, fumaban rubio americano y hacían un lamentable ridículo en la pista de baile, ya que no eran tan jóvenes como hubiesen querido y pertenecían a la generación del pasodoble y de las casas de putas con mesa camilla y palangana. Y allí estaba el Praxis, nos dijo Pavón Pacheco, teníais que haberlo visto, con esa cara de fraile que pone al recitar poesías, arrimándose a la pelirroja en un diván de eskai granate, tan engolfado en ella que ni siquiera le devolvió el saludo, o se hizo el loco, escondidos en el rincón más sombrío de la discoteca, un martes por la noche, cuando no había casi nadie, sólo ex peones de albañil y ex dependientes enriquecidos por el auge de la construcción, del comercio de coches o de electrodomésticos. Estaba claro que querían ocultarse, y a Pavón Pacheco no le extrañaba, la tía era menor de edad, seguro, él no le echaba más de diecisiete años, pocas tetas, la cara pecosa, el tipo de ligue que podía buscarse un pasmado como el Praxis. Pero nosotros no le dimos mucho crédito, en parte porque ya estábamos acostumbrados a no creernos sus embustes sobre proezas sexuales y orgías con grifa o con aspirina disuelta en Coca-Cola, y sobre todo porque casi nunca, a lo largo del curso, vimos al Praxis con ninguna mujer, salvo un lunes por la mañana en que llegó al instituto acompañado por una morena de pelo corto y gafas redondas con montura dorada que tenía todo el aire de una profesora de bachillerato, una de las relativamente jóvenes que se ponían pantalones y fumaban, a diferencia de las otras, las percheronas hacendosas de la Sección Femenina. «Iba a casarse con él», dictaminó Pavón Pacheco, «pero lo pilló en la cama con la pelirroja y lo ha mandado a hacer gárgaras. Las acostumbras mal y pasa eso, te escupen en la cara».

Al principio Nadia casi no se acuerda de aquella discoteca, dice que iban a muchos lugares parecidos, en el coche de él, donde a veces había, en el portamaletas, o debajo de los asientos, paquetes de propaganda clandestina que él debía entregar o recoger de noche en los sitios más raros. Así fue como todo empezó, me cuenta, por un fajo de octavillas o de periódicos oculto en una caja de galletas, un sábado luminoso y frío de diciembre ella salió de casa para ir al mercado y cuando bajaba hacia la calle Nueva por el callejón de Santiago él apareció en su coche, bajó la ventanilla sucia, le preguntó que adónde iba y se ofreció a llevarla, muy sonriente, como la otra vez, pero también muy nervioso, fumaba sin parar y se impacientaba en los semáforos, no le miraba de soslayo los pechos y los muslos, y al llegar al mercado, cuando se bajaron del coche, miró con disimulo en torno suyo y comprobó que lo dejaba bien cerrado, era muy viejo pero no tenía otro, le explicó, y había acabado por tomarle cariño, después de tantos viajes por las carreteras de Europa. Los sábados por la mañana, el día de la venta grande, el mercado de abastos de Mágina tenía un escándalo y un hormigueo de zoco, había almacenes de mayoristas de frutas y churrerías y tabernas en los callejones de alrededor, y puestos de vendedores ambulantes de hortalizas, de especias, de macetas, de cubos de plástico, de mantelerías de tejidos sintéticos y vajillas de duralex, y en aquella época también de zambombas y de figuras de belén, y cuando se entraba al interior de sus grandes naves con vigas y columnas de hierro y mostradores de mármol la luz de la calle se convertía en penumbra y los gritos del exterior se apaciguaban en un vasto murmullo de pasos y voces amplificado por la resonancia de las bóvedas. «Tanto que habláis de las obras de Primo de Rivera y de Franco», decía en la huerta el teniente Chamorro: «Pues ese mercado lo hizo para vosotros la República.»

Olía intensamente a pescado, a hortaliza fresca, a pimienta, a embutidos, a vísceras, a humaredas de churros, y la confusión de todos los olores adquiría a última hora de la mañana una ligera densidad de putrefacción. Él le abría paso entre la multitud tomándola del brazo, como guiándola por los callejones de una medina musulmana: se acordaba de la luz blanca, de los colores planos, de las superficies de linóleo y de plástico de los supermercados de América y notaba aquí una excitación de los sentidos que llegaba a aturdirla de felicidad: el rojo de las carnes sobre los mostradores, el verde oscuro y húmedo de los montones de cebollas y acelgas, el blanco intenso de las coliflores, el brillo de las escamas del pescado, la sangre de una cabeza de cordero recién cortada de un hachazo, la luz espesa y dorada en un chorro de aceite vertido en una botella a través de un embudo, el olor a vinagre y tomillo de una orza de aceitunas, y sobre todo la simultaneidad delirante de colores y olores, de gritos agudos o broncos de pescaderas y hueveras, de pregones de vendedores ambulantes, de aleteos de pájaros perdidos entre las vigas de las bóvedas, bajo las claraboyas opacas de suciedad. Me cuenta ese recuerdo que también yo poseo y quiero incluirla a ella en la galería de figuras que me quedan de entonces, como si trucara una fotografía de grupo para añadirle una cara, porque ahora sé que aquella mañana en que el Praxis la llevó al mercado yo estaba allí y pude verla y la he olvidado: con una chaqueta blanca de mi padre, de pie tras el mostrador de su puesto de hortalizas, atontado por las voces de las mujeres, pesando patatas o cebollas o coliflores en la balanza y no acertando a cobrar el precio exacto de cada cosa ni a dar el cambio con la rapidez de mi padre, se te habrán ido la mitad sin pagarte, me decía él, te ven cara de poco espabilado y abusan de ti: mi padre estaba enfermo, le había dado un dolor en la columna vertebral y no podía moverse de la cama, y era tan raro verlo acostado que yo me acordaba de cuando vivíamos en el cuarto de la viga y su primo Rafael, sentado junto a su cabecera, me hacía animales de cartón con las cajas de las medicinas. Pero no quiero que ella interrumpa su narración, le pido que siga, que me cuente qué ocurrió en aquel encuentro con el Praxis, me pasa igual que a ella cuando me pregunta cosas sobre las mujeres con las que he estado y al principio me resisto a contestarle, que tengo celos y sin embargo quiero saber. Él le había pedido que no le llamara José Manuel, sino Manu, pero a ella le sonaba raro y excesivamente familiar, señalaba las cosas y él le iba diciendo sus nombres españoles y le ayudaba a pedirlas, y dice que vio una cara que le parecía conocida y se acordó de haberla visto varias veces por la calle, en la acera del Consuelo, o en la misma colonia del Carmen, cerca de su casa, un muchacho más o menos de su edad que iba siempre con un chaquetón azul marino, un pantalón vaquero, un jersey de cuello alto, que fumaba sin quitarse el cigarrillo de la boca y hundía las manos en los bolsillos del pantalón y tenía un flequillo de pelo muy negro y ondulado sobre la frente: como suele sucederle a quien camina a solas por una ciudad extraña, se fijaba mucho en las caras de los desconocidos, y cuando volvía a verlos intentaba tenazmente acordarse de dónde los había visto la primera vez: y le pareció tan raro, me dice, verme de pronto en un puesto del mercado, con la chaqueta blanca de vendedor, pero con el mismo aire desvalido y sombrío que cuando daba vueltas por la colonia del Carmen en busca de Marina, desesperado de no verla, escondiéndome si aparecía por sorpresa, rojo de pronto, acobardado, ridículo. Dice que el Praxis me saludó, supongo que con una cierta campechanía solidaria, pues sabía el motivo de que yo hubiera faltado a clase en la última semana, y que luego le preguntó quién era yo, un alumno excelente, hijo de trabajadores del campo, su padre está enfermo y él no puede venir al instituto estos días, pero yo he conseguido que el claustro le aplace los exámenes trimestrales. Estaba anocheciendo en la huerta, habíamos terminado de recoger y de lavar la hortaliza, los sacos y las canastas rezumantes de agua fría estaban ordenados junto a la alberca, y el tío Pepe y el tío Rafael ya liaban cigarrillos, yo tenía las manos enrojecidas y heladas después de haber ayudado a desprenderles el barro a las patatas y a las cebollas recién arrancadas de la tierra, mi padre me dijo que le pusiera el serón a la yegua y la bajara a la alberca para cargar la hortaliza, abrazó un saco muy grande de coliflores y lo estaba levantando con su brío temible para alzarlo hasta el lomo de la yegua cuando se quedó doblado y encogido y empezó a chillar de una manera que yo no había escuchado nunca, como si fuera un animal herido y no un hombre, tenía la cara roja y los dientes apretados, el tío Pepe y el tío Rafael tiraron los cigarrillos y vinieron corriendo, y yo permanecí inmóvil, muerto de miedo, paralizado de espanto, viendo a mi padre doblarse bajo el peso del saco y caer sobre el barro, junto a los cascos de la yegua, retorciéndose de dolor. Salí al camino y logré que un Land Rover que volvía a los olivares en busca de una carga de aceituna lo llevara a Mágina: no paraba de chillar, con los ojos cerrados y mostrando los dientes, yo le pasaba la mano por la cara congestionada y sucia de barro y él apretaba dolorosamente mi brazo y seguía gritando y retorciéndose, pensaba que se iba a morir, que el dolor lo había abatido tan violentamente como un rayo, y la imaginación, como siempre, huía del presente y se me disparaba hacia el futuro, ya me veía a mí mismo en su entierro, con un brazalete negro en la manga del traje, condenado a seguir trabajando la tierra para sostener yo solo a mi familia, y me importaba más ese ciego porvenir que el sufrimiento y la muerte de mi padre. «Tiene las vértebras gastadas», dijo el doctor Medina esa noche, después de que el practicante le pusiera una inyección, cuando ya dormía y no chillaba, pero sus gritos seguían sonando como un eco en toda la casa, en mi imaginación despavorida, aún cierro los ojos y los oigo y no puedo soportar tanto dolor, tanta vergüenza y tanta culpa. El doctor Medina hablaba en voz alta a su lado, seguro de que no podía despertarse: mi madre se retorcía las manos sobre el delantal y tenía los ojos empequeñecidos por el llanto. «Este hombre lleva trabajando como un animal desde que era niño. Es muy fuerte, pero no ha podido resistir, y el desgaste de las vértebras no tiene remedio. La única cura es que no siga trabajando en el campo, o por lo menos que no levante grandes pesos, y sobre todo que no vaya solo a trabajar. Puede que el ataque se repita mañana o que tarde cinco años, pero volverá. Y si está solo cuando vuelva el dolor imagínense qué será de él.»

Ya no podría irme de Mágina: ya no sería corresponsal, ni intérprete, ni guerrillero en Bolivia, ni batería de rock, ni escritor de novelas experimentales o de teatro del absurdo. De hecho ya ni siquiera podía ir por las tardes al Martos ni a los billares del salón Maciste ni veía en clase a Marina. Por la mañana, muy temprano, me despertaba mi madre, desayunaba rápidamente en la cocina, junto al fuego, y me iba al mercado, tiritando de frío por las calles desiertas, con la chaqueta blanca de vender doblada bajo el brazo. A mediodía, cuando regresaba a casa, entraba en el dormitorio de mi padre a enseñarle la recaudación: unos pocos billetes de veinte duros, monedas sueltas, ni la mitad de lo que él ganaba habitualmente. «A las mujeres hay que meterles las cosas por los ojos, hay que gastarles bromas y animarlas a comprar, y sobre todo hay que tener mucho cuidado, porque si pueden te engañan.» Pero me moría de aburrimiento y de vergüenza y me quedaba callado detrás del mostrador, y el puesto de mi padre, que cuando él vendía estaba siempre rodeado de mujeres con bolsas de la compra, ahora permanecía casi siempre desierto, y las mujeres se iban con otros vendedores, o me compraban muy poco. Lo que más vergüenza me daba era pensar que me viera Marina, un sábado por la mañana, cuando no había clase y ella iba con su madre al mercado, la madre teñida de rubio, vestida de colores claros, con ese aspecto de tardía juventud que a su misma edad ya habían perdido las mujeres de mi familia y de mi barrio. Creía verla de lejos y me entraban ganas de esconderme bajo el mostrador. Por la tarde, hacia las tres y cuarto, cuando mis amigos ya estarían oyendo discos en el Martos, yo terminaba de comer, me ponía la ropa del campo, aparejaba la yegua y me iba a la huerta, y por el camino abajo, montado en ella, murmuraba letras de canciones, Riders on the storm, Hotel Hell, The house of the raising sun, Brown sugar, pero no viajaba a cien kilómetros por hora y a través del desierto en dirección a San Francisco, sino que cabalgaba por una vereda entre las huertas y los sembrados de Mágina sobre una yegua vieja, y al final del camino estaba el cobertizo donde ya esperaban el tío Pepe, el tío Rafael y algunas veces el teniente Chamorro, y hasta que caía la noche era preciso trabajar sin sosiego para que a la mañana siguiente pudiera abrirse otra vez el puesto en el mercado y continuara mi suplicio secreto, el sentimiento de que un azar sin misericordia me negaba la vida que deseaba y merecía, la que otros gozaban con una naturalidad que a mí me hacía verlos muy lejanos, más felices que yo, dotados de un privilegio inalcanzable.

Pero sigue contando, le digo a Nadia, por qué me haces hablar siempre de mí: su presencia se cruza con la mía durante unos minutos y luego vuelve a apartarse, sin que los dos sepamos nada el uno del otro, sin que suceda la casualidad de que nos encontremos, tan próximos, casi rozándonos, y a una distancia de invisibilidad y de abismo, un adolescente de chaqueta blanca parado tras el mostrador de un puesto de frutas y una muchacha de pelo largo y rojizo que lleva una bolsa de compra y va acompañada por un hombre que le dobla la edad, que le descubre hermosas palabras españolas, que al salir del mercado le quita la bolsa de la mano y la carga en el maletero de su coche, donde hay una caja de cartón envuelta en hojas de periódico y atada con cuerdas: ella nota que desconfía de algo, y sospecha que en sus maniobras de cautela hay mezclado un cierto instinto escénico, el mismo que le hace hablarle a ella siempre en un tono bajo de voz y contarle sus viajes y sus experiencias clandestinas dejando sin explicar algunos pormenores, de modo que la precaución de no decir más de la cuenta acaba convirtiéndose en una sugerencia de secretos mayores, demasiado graves para ser revelados. En ese mismo instante, en la plena luz de la mañana de diciembre, junto al mercado de Mágina, está ocurriendo algo que a ella la inquieta más porque no sabe lo que es: el Praxis, José Manuel, aún no se decide a llamarle Manu, ni se decidirá, ha comprobado los nudos del cordel que ata la caja de cartón, ha mirado a un lado y a otro antes de cerrar con llave el maletero, ha entrado en el coche con una naturalidad demasiado fluida para no ser falsa y ha esperado a que ella se siente para encender el motor. Fuma, tamborilea en el volante con los dedos mientras espera a que pase un burro cargado hasta una altura inverosímil de jaulas de pollos, sonríe sin contestar nada cuando ella le pregunta si está preocupado, si le pasa algo. Ahora advierte que no se ha afeitado esta mañana y que los puños y el cuello de su camisa tienen un cerco oscuro: no ha dormido, es posible que ni siquiera se haya acostado. Cruzan la Corredera, la plaza del General Orduña, la calle Mesones y la calle Nueva, pero en vez de girar a la derecha en el hospital de Santiago para llevarla a la colonia él continúa en línea recta, hacia la salida de la ciudad, y ella vuelve a sentir por un momento el mismo sobresalto que la otra noche. Pero ahora es de día y no tiene miedo de este hombre, ha pensado mucho en él desde la última vez que lo vio, aunque sin echarlo excesivamente de menos, ha descubierto que empezaba a aburrirse en Mágina y que a veces la irrita el ensimismado laconismo de su padre, quien ahora casi sólo habla con ese hombre de impermeable azul marino y boina de plástico que viene a visitarlo dos o tres veces por semana, y en los últimos días, sin proponérselo, sus caminatas han ido derivando hacia la acera del instituto y el parque de la fuente luminosa: incluso una tarde, hacia las seis, entró al Consuelo y se sentó a beber una Coca-Cola en un taburete junto a las cristaleras: sonó una campana estridente y empezaron a salir grupos de alumnos con libros, carpetas de apuntes y bolsas de gimnasia, y luego profesores que se despedían en la entrada y se marchaban con aire cansino por la acera, pero a él no lo vio, puede que no tuviera clase esa tarde, las luces fueron apagándose en las ventanas del instituto y un bedel cerró la puerta y se alejó guardando un gran manojo de llaves en el bolsillo del abrigo. Ha creído ver varias veces su coche, pero no está segura, porque es de un modelo y de un color que se repiten mucho en la ciudad, y esta mañana, al encontrarlo por sorpresa, se ha conmovido mucho más de lo que ella misma podía imaginarse, ha descubierto que no se acordaba de su cara ni del metal exacto de su voz, le ha gustado ver de nuevo sus manos grandes y nerviosas sobre el volante y percibir ese olor a pana, a tabaco negro y a tapicería sintética que hay dentro del coche. Permanece más bien indiferente, desde luego, como el otro día, pero esta mañana se acomoda con más familiaridad en el asiento y no piensa aún que debe volver a casa cuanto antes para preparar la comida. Han dejado atrás los últimos bloques de pisos, la piscina, las tapias del colegio de los Jesuitas, la gasolinera: él disminuye bruscamente la velocidad y tuerce en un desvío, detiene el coche entre un grupo de árboles. Para el motor, se vuelve hacia ella, acodado en el volante, está segura de que va a decirle algo, a contarle un secreto, el motivo de que no se haya afeitado ni cambiado de ropa esta mañana. Enciende un cigarrillo y ella cree advertir que la mano le tiembla.

«Tengo un favor que pedirte. No debería hacerlo, pero me he pasado la noche dándole vueltas y buscando otra alternativa y no he podido encontrarla. A nadie puedo pedirle ayuda más que a ti. Verás, es un poco difícil explicarlo pero me parece que estoy en peligro. Te costará trabajo entenderlo, al fin y al cabo tú no has vivido nunca en España, y en tu país, como decía Churchill, cuando alguien llama a las cinco de la madrugada es el lechero. Afirmación muy discutible, pero bueno. El caso es que anoche, cuando volvía a casa, un poco tarde, porque había tenido que recoger algo en un pueblo de por aquí, vi frente al portal a uno de los dos sociales que hay en Mágina. En otras circunstancias habría actuado con normalidad: estoy fichado, ellos me conocen, me vigilan de vez en cuando y ya está, incluso si hay mala suerte pueden hacerme un registro y encerrarme unos días. Pero ayer era distinto. Los documentos que llevo en el coche, en esa caja de cartón, son extremadamente importantes. Por razones de seguridad no puedo devolvérselos a los mismos que me los entregaron ni correr el riesgo de que la policía me los coja. Así que imagínate la noche que he pasado, vine a esconderme aquí y no he dormido ni un cuarto de hora, encogido en el asiento de atrás, con un frío de muerte. Pensé quemar los papeles, pero sería una catástrofe. El favor que quiero pedirte es muy sencillo, y no te lo pediría si creyera que te pongo en peligro. A ti en Mágina no te conoce nadie, y no creo que mucha gente se acuerde de que nos ha visto juntos. Guárdame la caja en tu casa durante unos días. Recuerdo que me dijiste que detrás del jardín hay un aljibe seco. Guárdala allí, sin que la vea tu padre. Cuando haya pasado el peligro yo te avisaré. ¿De acuerdo? O, como decís vosotros: ¿O. K.?»

Se echó a reír forzadamente, afectuoso, pedagógico, como cuando nos explicaba a nosotros las trampas ideológicas de la literatura burguesa, la escritura como praxis, decía, y Pavón Pacheco agregaba un palote a la hilera donde llevaba la cuenta de las veces que repetía esa palabra. Ella asintió, excitada por la conciencia del peligro, por la proximidad de ese hombre que fumaba a su lado y sonreía y estaba jugándose la vida y confiaba tanto en ella que le había contado su secreto, poniéndose desde ahora en sus manos, aliándola a su destino de clandestinidad y persecución, pero no en una habitación oscura, en mitad de la noche, sino a plena luz del día, en una mañana transparente de invierno. Imaginó que la detenían y que no confesaba, que él la enviaba a un viaje con una maleta llena de documentos prohibidos: que iba a visitarlo a la cárcel y lo encontraba con una ceja partida, con barba de varios días, con la piel morada por los golpes. Volvieron a la ciudad y ya veía de otro modo las calles y los rostros de la gente, presintiendo amenazas en la tranquilidad diaria de la vida, en los coches que veía por el espejo retrovisor, en los conductores que se detenían junto a ellos en un semáforo y la miraban fugazmente desde el otro lado de las ventanillas. Cerca de la colonia, en un descampado, al amparo de una tapia en ruinas, se bajaron del coche y él guardó la caja en una gran bolsa de plástico y le dijo que no se preocupara, que no intentara ponerse en contacto con él ni se acercara al instituto. Le sorprendió que la caja fuese tan liviana: sacó del asiento posterior su bolsa de la compra, y con las dos manos ocupadas se quedó frente a él, sonriendo, sin saber qué decirle, imaginando que era necesaria una severa despedida. Él cerró de un golpe el maletero, luego la puerta de atrás, miró en torno suyo, despeinado por el viento, alto y casi heroico en la llanura baldía y atravesada de zanjas abiertas por las excavadoras, consultó su reloj, pareció que iba a ponerse en seguida al volante, pero dio unos pasos hacia ella, se detuvo, le puso las manos en los hombros, con un ademán de aliento y de orgullo, la atrajo hacia él, buscando con su mano derecha la nuca, recorriendo con las yemas de los dedos el nacimiento del pelo, y ella mientras tanto no se resistía ni se abandonaba, le llegaba su aliento, cercano y cálido en el aire frío de diciembre, echó a un lado la cabeza y la besó torpemente en la boca, con avidez y premura, agitando la lengua entre los labios separados de ella, y luego se apartó, mirándola como si estuviera arrepentido, como si lo desconcertara no haber sido rechazado o recibir un beso más rápido y sabio que el suyo, entró en el coche, lo arrancó y dio la vuelta para marcharse en dirección contraria, sacando la mano izquierda por la ventanilla en un gesto de adiós.

Estoy tendido junto a ella, me escuece que lo besara como si yo la hubiese visto hacerlo, la escucho con los ojos cerrados y la veo caminando de espaldas a mí por las calles silenciosas de la colonia del Carmen, con el pelo liso y tan largo que tenía entonces cayendo sobre los hombros de su cazadora de piel, con una bolsa en cada mano, apretando las asas hasta que le dolían los nudillos, sin volver la cara hacia atrás, hacia mí, con la humedad de la lengua masculina todavía en su boca, con una expresión de serenidad y cautela que tal vez es la misma que yo veré muchos años después. Deja las bolsas en el suelo, busca las llaves y abre la verja, ahora el corazón le late más aprisa, teme que su padre le pregunte por esa caja de cartón y no sepa inventar rápidamente una mentira, pisa con los tacones de sus botas vaqueras la grava del jardín, las hojas secas que se arremolinan con la huida de los gatos sin dueño que tomaban el sol, no ve a su padre tras la ventana del comedor, desea que no esté, pero no quiere confiarse, deja la bolsa de la compra en los peldaños de la entrada, y con la otra en la mano da la vuelta a la casa muy cerca de la pared, abre la trampilla del aljibe, que chirría intolerablemente, la sobresalta un ruido a su espalda, es un gato salvaje que al volverse ella escapa con un bufido, esconde la bolsa, procurando que no pueda verse desde fuera, echa el cerrojo, asegura el candado, vuelve a la puerta de entrada y mientras cruza el vestíbulo llama a su padre en inglés, Daddy, advirtiendo entonces que es una expresión demasiado infantil y sin saber todavía que ya no volverá a usarla, pero él no le contesta, su abrigo no estaba en la percha del recibidor, mira el grabado del jinete y piensa por primera vez que él también tiene cara de guardar un secreto, y cuando su padre llega una hora después ya está a punto de terminar la comida y ha preparado para él una coctelera de dry martini. Pero desde ahora los actos invariables de su vida en común, la ternura con que se besan en las mejillas al encontrarse o despedirse, el modo en que se miran mientras están conversando, la delicadeza con que ella le prepara una copa o le sirve la comida o retira de la mesa baja de la lámpara un cenicero lleno, contienen una parte de simulación, una médula de deslealtad y silencio que los dos intuyen y a la que ninguno de los dos aludirá sino después de muchos años. En la casa hay un teléfono que sólo suena cuando alguien llama por equivocación, y ella, que hasta ahora no reparó en su existencia, ahora lo mira como presintiendo la inminencia de un timbrazo súbito. Piensa en la caja de cartón escondida en el aljibe y se acuerda de esos asesinos de las novelas policíacas que viven con el desasosiego de que sea desenterrado el cadáver de su víctima. Por las noches no puede dormirse ni cuando ya ha oído regresar a su padre, da vueltas en la oscuridad, la agobia el calor de las mantas, enciende la lámpara, abre desganadamente un libro y lo cierra en seguida y siente la tentación de salir con sigilo a la parte trasera del jardín y de examinar a la luz de una linterna el contenido de la caja, que imagina maravilloso y temible, custodiado por una maldición letal, como los tesoros de los cuentos de Calleja que su padre le leía en América. Algunas veces percibe dentro de su boca un sabor crudo y masculino, distinto al que dejaron en ella los muchachos que de vez en cuando la besaron, mucho más fuerte, con una intensidad de deseo y peligro, con una plenitud que excluye el juego y afirma el deseo. Una mañana no puede vencer la tentación de subir hacia el instituto y delante del edificio silencioso y de las puertas cerradas se da cuenta de que han empezado las vacaciones de Navidad. Por la noche se encienden en la calle Nueva arcos de bombillas, y en la plaza del General Orduña hay un abeto iluminado y adornado con grandes bolas de colores metálicos, y un gran letrero de luz intermitente, con los colores de la bandera nacional, cuelga sobre los balcones de la comisaría. En la niebla de los anocheceres helados vuelven del campo cuadrillas de aceituneros, Land Rovers y tractores con las ruedas manchadas de barro, reatas de mulos cargadas con varas de brezo y sacos de aceituna. El olor que predomina en la ciudad a finales de diciembre es un olor a tela áspera de saco, a ropa espesa y húmeda, a aceitunas machacadas por las grandes piedras cónicas de los molinos de aceite, que permanecen abiertos hasta media noche, con reflectores encendidos que alumbran montañas de aceitunas entre un escándalo continuo de voces broncas de hombres, relinchos de animales de carga, motores de Land Rovers. Caminando por las últimas calles de la ciudad ella se cruza con los grupos de aceituneros que vuelven del campo con sus ropas viejas y embarradas y sus caras de fatiga, y tal vez ve entre ellas la mía, y se acuerda de la mañana en que fue al mercado con el Praxis. Yo vuelvo a casa con la cuadrilla de mi padre, con el tío Rafael, el tío Pepe y el teniente Chamorro, demasiado exhausto para recitarme letras de canciones en inglés y hasta para imaginarme vidas futuras, y cuando entro en la cocina, donde hierve en la lumbre el puchero de la cena, mi madre y mi abuela Leonor me cuentan que mi padre ya está mucho mejor, que el muy insensato se ha ido solo a la huerta, estaba sin vida por volver al trabajo, ni siquiera se ha tomado hoy las pastillas que le mandó el doctor Medina, parece que tarda demasiado y ellas tienen un disgusto muy grande, mira que si le ha dado el ataque y está tirado como un animal sobre la tierra. Tengo prisa, tengo ganas de ir a buscar a mis amigos y de rondar por la calle Nueva y la colonia del Carmen a ver si hay suerte y veo a Marina, me lavo a manotadas de agua fría, la piel de la cara se me ha oscurecido y parezco mayor porque hace días que no me afeito, tengo las manos endurecidas por la vara con la que me he pasado todo el día golpeando las ramas de los olivos y me duelen intolerablemente los riñones y los brazos, pero no quiero pararme a descansar, si fuera por mí ni siquiera cenaría, subo de dos en dos las escaleras hasta mi cuarto del último piso y mientras me pongo ropa limpia escucho un disco a todo volumen, la voz salvaje de Jim Morrison, Break on through to the other side, y la música acaba de revivirme, me desprende de la fatiga y de la realidad como si me arrojara al oírla a las aguas tumultuosas de un río. Entonces oigo el llamador, me sobresalta el miedo a que ese claxon que resuena en la plaza de San Lorenzo sea el de un coche donde traen a mi padre, me asomo a la escalera y escucho con alivio su voz, tan fuerte y rotunda como siempre, igual que antes de que el dolor lo derribara. De nuevo soy un proscrito y un vagabundo sin raíces ni vínculos con nadie, ceno en silencio, mirando la televisión, sin hacer caso de mi abuelo Manuel, que se queja de la poca aceituna que hay esta temporada y recuerda con las mismas palabras de todos los años cosechas antiguas de una abundancia mitológica, el año de la cosecha grande, dice, cuando las ramas de los olivos se quebraban y la aceituna duró hasta Semana Santa, los años feraces de antes de la guerra, cuando llovía de verdad, no como ahora, que de tanto ir a la luna y trastear el cielo con cohetes habían estropeado el mecanismo de las estaciones. Siempre la desesperante repetición de los mismos embustes y los mismos recuerdos, como si vivieran uncidos a una memoria circular en la que el tiempo no progresaba y en la que yo también sería atrapado si no huía cuanto antes. Me levanto de la mesa sin tomar el postre, mi padre me mira con reprobación, me dice que mañana mismo tengo que ir a cortarme el pelo, que no vuelva tarde, que hay que madrugar, no le contesto, salgo y cierro de un portazo y lo oigo llamarme pero no me da la gana de volver, subo por la calle del Pozo como si anduviera indolente y temerario por las aceras de Nueva York, imitando en voz baja el acento de Lou Reed, take a walk on the wild side, aunque la verdad es que no entiendo ni la mitad de lo que dice, y tal vez paso junto a Nadia y no la veo, no sé que ella también busca a alguien y que sin sospecharlo apetece la desdicha con una determinación idéntica a la mía.

Noches de invierno, a finales de año, los escaparates de la calle Nueva y del Real iluminados hasta muy tarde, altavoces con villancicos en los soportales de la plaza del General Orduña, las acacias adornadas con bombillas intermitentes, la estrella de Belén sobre la torre del Reloj, los grupos de mujeres caminando muy aprisa con paquetes envueltos en papel de regalo, un brillo de luces en el asfalto húmedo y en los adoquines, una fría oscuridad como alojada en las calles laterales, donde no había tiendas de juguetes ni hileras de bombillas, sino los mismos portales cerrados y las tabernas sombrías donde se emborrachaban los bebedores de siempre, los antiguos, los de vino blanco y aguardiente a granel, boinas torcidas y faldones al aire. Buscaba a mis amigos, iba al salón Maciste, subía hasta el Martos, pero tal vez se habían ido al cine y esa noche ya no podría verlos, caminaba por la calle Nueva entre el agobio de la gente y de los villancicos, odiando las caras que veía y la ciudad en la que estaba encerrado como un preso en el patio de una cárcel, con los pasos medidos en cualquier dirección, con un hastío insoportable de rostros embotados por una felicidad tan nauseabunda como una cucharada de jarabe o de aceite de ricino, buscando a Marina, que tal vez se había ido a pasar las vacaciones a otra ciudad, alejándome hasta más allá de las últimas luces de la calle Nueva para subir a la avenida desierta de Ramón y Cajal y aventurarme en la colonia del Carmen y atreverme a llegar a su casa, donde no había luces encendidas ni ladraban los perros: nos acordamos del mismo invierno en la misma ciudad y es como si una parte de nuestras dos vidas, la de Nadia y la mía, consistiera en una sola y duplicada desolación, y cada uno posee y cuenta los recuerdos del otro, la búsqueda de alguien que aparece y se pierde como un espejismo, la soledad en medio del gentío, la huida hacia las calles mal iluminadas y hacia los confines desiertos donde alcanzaba su insoportable plenitud la desdicha enfática de la adolescencia.

Igual que Marina, él volvió a Mágina cuando empezaron de nuevo las clases en el instituto. Ella estaba en su cuarto, tendida en la cama, sin ganas de leer ni de escuchar música, sonó el teléfono en el comedor y se incorporó de un salto, su padre la llamó. Es para ti, le dijo, tendiéndole el auricular, dejó sobre la mesa el periódico que había estado leyendo y desapareció tan discretamente que ella no se dio cuenta hasta que oyó cerrarse la puerta del vestíbulo. No había vuelto todavía cuando ella salió con una gran bolsa de plástico en la mano, repitiendo mentalmente, para tranquilizarse, el nombre de una calle, el número de una casa, la letra de un piso donde él ya estaba esperándola. Llamó al timbre, oyó un roce de pasos, él estaría viéndola, diminuta y cóncava, a través de la mirilla, más nervioso que ella tal vez, mucho más inseguro, necesitando fingir que tenía demasiada experiencia para ser vulnerable. Pero no quiero que Nadia me siga contando, incluso me niego a imaginar lo evidente, lo que esa tarde sucedió y volvió a repetirse muchas veces hasta mediados de junio, no sólo el temblor de los primeros abrazos y la impaciencia de manos y lenguas en el camino ya indudable hacia el dormitorio: tampoco el juego turbio y angustioso de una clandestinidad que no era únicamente política, ni las previsibles canciones que él le hizo escuchar, ni todos los sueños degradados por la palabrería y la mentira. La miro desnuda y reclamándome en la media luz de un anochecer o de una madrugada insomne y no puedo soportar la evidencia de que otros hombres han estado con ella y les ha sonreído al tenderles sus brazos separando los muslos igual que me recibe a mí. Hasta ahora nunca supe que el amor quiere prolongar su dominio hacia el tiempo en que aún no existía y que se pueden tener celos feroces del pasado.


Un acto, dijo, apretando la mano de ella sobre su pecho descarnado y hundido, áspero de vello blanco, agitado por una lenta respiración laboriosa, la cara vuelta hacia su hija desde la cabecera de la cama que ella misma había elevado con una manivela, postrado, inaccesible, tranquilo en su casi agonía, diciéndole ahora lo que debió o quiso decirle hacía diecisiete años, lo que entonces prefirió callar no porque lo hubiera decidido sino porque de todas sus costumbres la más arraigada era el silencio: también, a veces, las palabras son actos, decisiones brutales, gestos imposibles, y él podría cifrar la mayor parte de su vida no en lo que dijo o en lo que hizo sino en lo que calló y dejó de hacer. Ahora, tan a destiempo, tan demasiado tarde que hablar en voz alta era lo mismo que imaginar palabras o soñarlas, se abandonaba a una larga y borrosa declaración interrumpida a veces por la asfixia, confusa de delirio, como un manuscrito parcialmente ilegible por la dificultad de la caligrafía y las manchas que han desleído en algunas zonas la tinta, y todas sus vidas anteriores y cada uno de los hombres que había sido a lo largo de ellas confluían como corrientes de voces tributarias en su narración y en la figura ya póstuma con que se entregaría a la muerte. El descendiente ejemplar de una dinastía gloriosa de militares españoles, el joven oficial rápidamente ascendido a capitán en los últimos avatares de la guerra de África, el diplomado en la academia de Sandhurst, el yerno de un general con título nobiliario y esposo de la hija de militares más atractiva y distinguida de Ceuta, el austero comandante de treinta y dos años que apenas bebía y no fumaba nunca en público y consagraba sus horas fuera de servicio a la lectura de enciclopedias científicas en la biblioteca del cuartel, el renegado de los suyos, el héroe de los diarios republicanos de Mágina en los primeros meses de la guerra civil, el desterrado en Orán y luego en México y por fin en los Estados Unidos, el bibliotecario de una universidad modesta de Nueva York, el galanteador sin convicción de una compañera de trabajo ya un poco mustia, aunque diez años más joven que él, entristecida por un divorcio previo y una larga abstinencia sexual, católica, entregada confusamente una noche, embarazada, casi a los cuarenta, mordiendo el pañuelo con que se había secado las lágrimas en el café donde se lo confesó, donde habían bebido alguna copa al principio, por las tardes, al salir del trabajo, el esposo y padre ya tan maduro que su única hija americana parecía su nieta, el pulcro y todavía fuerte jubilado que alquiló durante menos de un año un chalet en las afueras de Mágina: su nombre invariable, el que le habían asignado cuando nació para otorgarle un destino, abarcaba una pluralidad de identidades casi del todo extrañas entre sí: la vida de cualquier hombre, le dijo a Nadia, podía llegar a ser tan larga que cupieran en ella varias biografías enteras, y sin embargo ahora, en el final, sólo era un viejo desaseado y tendido en una cama de hospital que aspiraba desesperadamente el aire con la boca abierta y hablaba en voz baja y creía seguir hablando cuando perdía el hilo de sus palabras igual que un hombre perezoso y dormido cree en sueños que se ha levantado y sale a la calle y camina con lucidez y determinación hacia el trabajo.

Apresada por su mano, ávida de oírlo, su hija se inclinaba sobre él, pero no siempre podía entender el murmullo monótono que le fluía de los labios, las palabras españolas pronunciadas en aquel hospital entre gritos lejanos de enfermos y ecos de nombres repetidos por los altavoces en inglés. Un acto, dijo, o soñó que decía, un solo acto verdadero, el más mínimo, el más desconocido, puede cambiar la rotación del mundo y detener el sol y hacer que se derrumben las murallas de Jericó: se quedaba callado, fatigado de hablar, y las palabras seguían brotando en su delirio, por fin asiduas, obedientes a su voluntad, no un ademán grandioso, no una palabra violenta que resuene bajo una cúpula, sino algo mucho más simple, tan simple como la química del agua o la vertical de la caída de un objeto, como la geometría que ordena en un cuadro súbito y perfecto tras un solo grito de mando a un batallón de soldados, un hombre que ha obedecido durante muchos años y en menos de diez segundos decide que ya no obedecerá, y no sólo lo decide, sino que lo cumple, con incertidumbre y terror, pero al mismo tiempo con una convicción invencible, o que está frente a una mujer y extiende esa mano que permanecía inmóvil y como paralítica y aprieta la mano de ella, así, como aprieto yo la tuya ahora mismo, ese es el misterio más grande, el único, y él sólo lo descubrió en Mágina y ya no fue nunca más quien había sido hasta entonces, el misterio de los actos no soñados o deseados o imaginados, prescritos en las ordenanzas, detallados en los manuales de comportamiento, sino los que irrumpen en medio de la realidad como la llamarada de un incendio, los inauditos, los inesperados, los que modifican para siempre la materialidad de las cosas. Le sudaba la mano y permitió que ella desprendiera la suya, la extendió abierta y alzada delante de su cara, como para cubrirse de la luz que entraba por la ventana, una mano abierta y untada en lodo rojo hace diez mil años que todavía mancha la pared de una cueva, eso es un acto para siempre, un espasmo de amor o de indiferencia o de odio que engendra a un ser humano, igual que yo te engendré a ti, dijo, y por un instante volvió a sonreírle con su cara indestructible y severa de veinte años atrás: actos, no palabras, no miserables deseos ni sueños ni libros ni películas, la mordedura de una hormiga en un pedazo de pan, el trabajo de alguien que arranca el fruto de la tierra, el coraje aterrado de un hombre que salta de una trinchera y no sabe que está siendo un héroe, la temeridad de no repetir nunca más una cadena de gestos que parecían minerales y eternos. Eso me importa, nada más, eso era lo que quería decirte, y hasta eso es ya inútil, pero me da lo mismo, tú no me puedes entender, ni nadie que no vaya a morirse dentro de unos días, aunque a lo mejor tú sí, tú has sentido siempre lo que yo sentía y lo has sentido al mismo tiempo que yo: lo único que yo decidí y cumplí hasta el final en toda mi vida, el único acto verdadero, el que la cambió definitivamente y para siempre, fue disparar contra un teniente fanático que había desobedecido mis órdenes, matarlo sin vacilación ni remordimiento mientras me miraba a los ojos y estaba tan cerca de mí que yo oía rechinar sus dientes apretados y notaba el temblor de sus mandíbulas.

Se quebró todo en una noche, en un solo minuto, una raya trazada en el tiempo, una hendidura al principio más delgada que un cabello en una superficie de cristal o una grieta invisible en la pared de una torre, en la fortaleza hermética de su disciplina y en la tensión nunca apaciguada de su manera de vivir obedeciendo día tras día y de la mañana a la noche un catálogo tan minucioso de gestos sin sentido que le permitían la sensación tranquilizadora de entregarse a una actividad sin resquicios de pereza o de duda, ajena a los azares y a las incertidumbres de la vida real, la que sucedía al otro lado de los muros del cuartel, donde la gente no marcaba el paso ni vestía uniforme ni ocupaba lugares y peldaños exactos en una jerarquía tan prolija como la de las castas en la India. Había al menos dos hombres dentro de él, uno que era, según le gustaba a él mismo imaginar, un autómata perfecto, una copia prodigiosamente culminada de un ser humano, con imitaciones de ojos que brillaban y parecían mirar y de cabellos y piel, una especie de doble o de ayuda de cámara más leal todavía que el soldado Rafael Moreno, el ordenanza, un modelo de caballero militar, como decía el coronel Bilbao, una figura hecha de materiales misteriosos que escondía en su interior mecanismos sutiles, simulacros de pulmones, de corazón, de vísceras, duplicaciones de estados de ánimo y de sentimientos y actitudes que tal vez eran reales en los otros, el valor, la obediencia, la bondad, el orgullo, el amor a la patria y a la familia y a los hijos, el respeto a los superiores, la franqueza con los iguales, la rectitud y la autoridad hacia los subordinados, la desconfianza hacia todo lo que procediera del exterior, del mundo turbulento y real, de la vida civil. Se despertaba por las mañanas y el doble hacía acto de presencia antes de que el ordenanza abriera la puerta y pidiera permiso para entrar con la bandeja del café: cobraba forma visible en el espejo del lavabo, revelado, como una cara impresa en un negativo, por el agua fría, por el jabón y la navaja de afeitar, que iban poco a poco dibujando sus rasgos sobre el óvalo en blanco de la otra cara que nadie veía. Pero aún quedaban zonas inseguras, un gesto de debilidad o de apatía en la boca, un brillo demasiado penetrante en los ojos recién salidos del sueño, y había que vigilarlo y que comprobar su perfección antes de salir, como comprueba un actor japonés los pormenores infinitos de su maquillaje, de su peluca y de su vestuario, y cuando a las ocho en punto el comandante Galaz cruzaba un tramo de pasillo y bajaba las escaleras hacia el patio, golpeando las baldosas con los tacones resonantes de sus botas, el doble ya había adquirido una identidad absoluta que nadie, ni su dueño, podría desenmascarar, y los soldados de guardia se cuadraban a su paso y los mandos inferiores se apresuraban a tirar sus cigarrillos y a ajustarse el correaje y revisar con algo de pánico el brillo de sus botas.

Sólo su padre desconfió siempre de él, le dijo a Nadia: de modo que también él tuvo un padre a quien acaso se parecía su cara en el final de su vejez y una inimaginable infancia a principios de siglo. Mi padre, tu abuelo, dijo, desconfiaba de mí porque había sido un niño introvertido y de mala salud y no me gustaba montar a caballo y me aburría en los desfiles y me hacían llorar los disparos de salvas. Y siguió desconfiando cuando ingresé en el internado militar y obtuve las calificaciones más altas, no sólo en historia, en geografía y matemáticas, sino también en gimnasia, me abrazaba el día de final de curso cuando yo regresaba del estrado con mi diploma y las medallas de buen comportamiento prendidas en la pechera del uniforme de cadete, pero yo notaba en sus ojos, a veces húmedos de orgullo paternal, con esa caballeresca y contenida emoción que él llamaba, me acuerdo, laconismo castrense, que sospechaba algo oculto bajo mi comportamiento impecable, una tendencia vergonzosa que alguna vez se revelaría, más temprano o más tarde, cuando él estuviera más desprevenido, como un centinela que ha velado durante toda la noche y que al amanecer cierra los ojos un instante y ya está perdido. Me miraba muy fijo, aunque yo no lo viera sabía que estaba mirándome con una interrogación alarmada en los ojos, me miraba así desde la tribuna de honor de la academia durante un desfile y por encima de las botellas y los vasos en el comedor de nuestra casa, y cuando él mismo me entregó el despacho de teniente y nos cuadramos el uno frente al otro antes de estrecharnos la mano con un vigor idéntico al que él usaría con los otros alumnos sus ojos me escrutaron con más violencia que nunca, con pavor, como si a medida que yo cumplía paso a paso todos los episodios de mi educación para convertirme en lo que él había determinado y exigido fuera creciendo el peligro del desastre inminente: no imaginaba cuál, porque carecía por completo de imaginación, y la suplía con una capacidad febril de expectativa, era incapaz de creer que no hubiera ningún motivo que justificara su temor, pero esa misma falta le parecía ya un augurio, tanto más desesperante porque al no sospechar su origen no podría prever un remedio o un antídoto para cuando llegara el desastre. Lo que lo alarmaba era la falta de fisuras en mi obediencia, la pulcritud tan absoluta de mis actos, de mis palabras, hasta de mi uniforme, que sólo podía ser, pensaba él seguramente, la apariencia ocultadora de alguna perversidad, de algún desorden tan oscuro que su portador, yo mismo, su hijo, el primogénito del general Galaz, dedicaba todas las facultades y las astucias de su alma a esconderlo. «¿No te emborrachas nunca con tus compañeros? ¿No vas con mujeres…? Seguro que sí, no me mientas, yo también soy un hombre y he sido joven como tú. Lo único que sí te pido es que tomes precauciones higiénicas… ¿no serás un pervertido? Te conviene buscar novia, no digo yo que ahora mismo, porque eres muy joven todavía, sólo que lo vayas pensando, que te fijes, sin prisa, con mucho tiento, chicas no faltan por aquí, y que cuando la hayas elegido la respetes, pero eso no quita que de vez en cuando te permitas un desahogo, es ley de vida, una función corporal, necesaria, imprescindible para un organismo sano, tú me entiendes, para un hombre normalmente constituido, aunque todos sabemos que hay aberraciones, y en el ejército como en cualquier otro sitio, por desgracia, pero a eso no es a lo que yo iba, un poco de distracción, salir los sábados por la noche con tus compañeros, y si no estás de pase una buena parranda alguna vez no hace daño, pero eso sí, como un reloj a retreta, ni una falta de puntualidad en tu hoja de servicios, ni una mancha, hijo mío…».

Involuntariamente imitaba la voz ruda de su padre, se oía a sí mismo y le parecía que la voz de aquel hombre muerto hacía más de medio siglo se encarnaba en la suya, desfigurándola tanto que su hija no la reconocía, igual que su cara olvidada volvía ahora a su memoria claudicante y se le presentaba en los espejos, en el que ella le ponía delante cuando terminaba de afeitarlo, el mismo que acercarían a su boca cuando su aliento ya no pudiera empañarlo. Pero por fortuna el general Galaz no vivió para conocer el cumplimiento de todos sus vaticinios, la irrupción del desastre y de la vergüenza que aniquilaron la carrera militar de su hijo y mancharon para siempre su nombre, y con él la gloria de todos sus mayores, los capitanes y coroneles y brigadieres Galaz, cuyas fotografías y retratos al óleo poblaban las paredes de su casa. El general Galaz murió, como había vivido, temiendo lo peor y al mismo tiempo enaltecido de orgullo, unos días después de que su hijo alcanzara el grado de comandante, cuando ya le había dado un nieto varón que haría perdurar su apellido y faltaban unos pocos meses para que le diera otro, y ahora no importaba que fuera una niña: esa cosa creciendo en el vientre de ella, pensaba de vez en cuando el comandante Galaz en su retiro de Mágina, mientras mandaba una formación o leía en su cuarto tendido en la cama y con un cigarrillo entre los dedos, concediéndose una claudicación secreta a la pereza, esa criatura innominada, sin sexo, sin rasgos humanos todavía, con membranas, con arborescencias de venas azules bajo el blando cráneo translúcido, con una forma indeterminada y acuosa de animal submarino, latiendo en la negrura y dilatándose en su concavidad, como un pulpo o un pez de grandes ojos idiotas, esa criatura extraña y temible que sin embargo había sido originada por él, en una sórdida noche conyugal de la que ni siquiera se acordaba, en un acto tan despojado de emoción o sentido como los acoplamientos ciegos de los animales inferiores, sangre de su sangre, decían con reverencia, sangre y vida que sin él no hubieran existido y de las que no podría renegar: antes del amanecer, en el cuartel de Mágina, en el preludio ya sofocante del día de su deshonra y su heroísmo, el comandante Galaz se despertó estremecido de terror porque había soñado que una criatura acuosa como un pulpo lo estaba mirando, y el despertar no lo alivió: la criatura existía, aunque él no quisiera acordarse de ella, aunque hubiera encargado a su doble que escribiera cartas y enviara fotografías dedicadas y se interesara afectuosamente por la salud de su esposa y le mintiera que seguía buscando una casa adecuada en la ciudad, si bien tal vez era más razonable esperar a que pasaran los calores de julio, Mágina era un horno en verano, y ni siquiera había hospital militar. No se levantó aún, tenía abierta la ventana que daba al valle del Guadalquivir pero no entraba por ella ni un poco de brisa, en toda la noche no se había estremecido el aire quieto y caliente, y la luz de la luna sobre los barbechos y los olivares añadía al calor una consistencia caliza. Permaneció acostado, desnudo, contra su costumbre, con los ojos abiertos, fijos en el techo muy alto donde empezaba a notarse una cierta claridad sin origen preciso, pensando en la criatura, que no sólo había estado en su sueño, sino que verdaderamente existía en la realidad, acordándose del cuerpo hinchado y sudoroso que ahora mismo estaría revolviéndose en la gran cama conyugal de la que él desertó con alivio hacía tres meses: una mano posada en el vientre podría percibir ya los movimientos de la criatura, golpes bruscos, sinuosas ondulaciones de reptil: en el estetoscopio se oirían con seca claridad los latidos del corazón, muy rápidos, desacompasados, como un galope veloz o un tamborileo de los dedos nerviosos sobre una lámina de metal, como pequeños pasos, como si aquella cosa se le estuviera acercando desde tan lejos, de día y de noche, infatigable, igual que el jinete del grabado, desde la ciudad donde ella la sentía crecer y esperaba la previsible carnicería bendecida de su advenimiento, las rodillas flexionadas y los muslos abiertos sobre una camilla, las manos enguantadas y ensangrentadas del médico y sus antebrazos desnudos como los de un carnicero, la criatura roja y sucia brotando entre la sangre y las heces y levantada luego por los pies a la luz de una lámpara que exageraba el brillo del sudor y el rojo caudaloso y oscuro de la hemorragia. Se puso en pie de un salto, se tendió boca abajo en el suelo, se incorporó rígidamente sobre las palmas de las manos y las puntas de los pies y empezó a contar en voz alta las flexiones que hacía, sin descansar nunca el vientre en las baldosas. Y luego los abrazos ofuscados de la familia de ella, los parabienes del médico, con la frente todavía sudorosa y las tres estrellas de capitán cosidas en la bata blanca, las felicitaciones en el cuartel, el brindis por el recién nacido en la sala de oficiales, la caja de farias ofrecida a quien quisiera tomar uno, incluso a los camareros, que no obstante solicitarían permiso antes de hacerlo. «Con su permiso, mi comandante, pero un día es un día.» Y él, su doble, estrechando manos y recibiendo palmadas sonoras en la espalda y pensando, mientras miraba aquellas caras, que alguna vez la de su hijo recién llegado al mundo se parecería a ellas, que le aguardaba la misma vida y la misma corrupción y que nadie sino él mismo, su padre, el autómata que lo suplantaba, habría sido cómplice y culpable de su existencia y su segura idiotez o desgracia.

Pero estaba todo tan lejos, era tan fácil quedarse imaginariamente tendido en la cama, con el cerrojo echado, con una noche graduada y propicia en la ventana abierta, en el valle blanco y azulado de luna, todo tan infinitamente lejano de él como los rastrojos incendiados y las luces diminutas que temblaban en la ladera de la Sierra y los faros de algún automóvil solitario que brillaban con destellos intermitentes en los caminos abiertos entre los olivares, como los silbatos de los trenes nocturnos que pasaban a la orilla del río y avanzaban más lentamente al emprender la subida de la colina de Mágina. Sería el otro, el autómata a cuya sombra él se acogía como a una vestidura que lo volviera invisible, quien bajaría al patio del cuartel unos minutos después de las ocho para recibir las novedades de los capitanes y pasar revista a las compañías formadas y volverse despacio y acercarse al lugar rezagado donde esperaba el coronel Bilbao y cuadrarse ante él y decirle, a la orden de usía, mi coronel, sin novedad en el batallón. Nada podía cambiar esa mañana, ni nunca, eso pensaba yo, le dijo a Nadia, y ni siquiera le hacía falta pensarlo para estar seguro de que todo se repetiría, del mismo modo que a nadie le hace falta pensar que el sol no se detendrá en medio del cielo o que los edificios junto a los que camina no van a caer derribados de golpe. A las siete y cuarto en punto su ordenanza le había traído el café caliente y las botas recién embetunadas, justo cuando él se estaba terminando de afeitar, a las siete y media examinó y firmó una relación exhaustiva de uniformes y armas que le había entregado la tarde anterior el cabo Chamorro, a las ocho menos diez terminó de fumar el primero de sus seis o siete cigarrillos diarios acodado en la ventana y tiró la colilla al precipicio vertical sobre el que se levantaba el muro sur del cuartel, a las ocho y media, después de la formación del desayuno, tomó un segundo café en el bar de oficiales y fingió que no advertía el silencio que se había hecho cuando él entró ni la cobarde hostilidad en las mismas caras de todos los días, a las nueve abrió enérgicamente la puerta de las oficinas del batallón y caminó hacia su despacho sin mirar a los suboficiales administrativos y a los escribientes que permanecían de pie junto a las mesas llenas de papeles, a las nueve y cinco, frente a su escritorio, bajo el retrato oficial desde donde parecía mirarlo la cara triste y bulbosa del presidente de la República, abrió con llave un cajón y trató de reanudar la carta mediada que había guardado en él la tarde antes, pero el autómata se negaba aquella mañana a escribir y la pluma resbalaba en la mano húmeda de sudor.

Nada sucedería, pensaba, nada más que el calor y el tedio de la mañana del sábado, el ruido de las máquinas de escribir al otro lado de las mamparas de cristal translúcido que separaban su despacho de la oficina común, los papeles, las hojas de permisos que debía firmar, los toques de corneta a las horas prescritas, los gritos de los suboficiales que dirigían con desgana la instrucción, el sonido acompasado de las botas sobre la grava del patio y el de los fusiles al golpear el suelo o los hombros de los soldados, se prohibía rigurosamente pensar en los posibles signos de alteración o desorden que había venido percibiendo en los últimos tiempos, reuniones a deshoras en la sala de oficiales, visitas de civiles notoriamente armados con revólveres bajo las chaquetas de verano que entraban en el cuartel por la puerta trasera, conversaciones interrumpidas en el comedor cuando aparecía él, rumores sobre una próxima huelga general, sobre quemas de cosechas y motines en los cortijos del valle, política, decía con desprecio cuando alguien se atrevía a preguntarle su opinión, bulos inventados por gente ociosa que no sabe atenerse a la neutralidad militar, le contestó hacía dos o tres noches al coronel Bilbao, que a las tres de la madrugada hizo que lo llamaran para preguntarle oblicuamente cuál sería su actitud si se produjera una intervención del Ejército. Pero también el coronel había cambiado, ya no daba vueltas por su despacho con la guerrera abierta, las manos a la espalda y la cabeza caída sobre el pecho, ya no lo miraba con aquella devoción de padre fracasado que a él le hacía sentirse tan incómodamente un impostor. En la formación general de las mañanas, cuando él se le cuadraba para darle novedades, el coronel Bilbao apartaba los ojos y respondía sin convicción a su saludo, y luego regresaba en seguida a su despacho y se encerraba en él y había veces en que el capitán ayudante no le permitía el paso al comandante Galaz, diciéndole que el coronel estaba hablando por teléfono o que tenía una visita de mucho protocolo.

Guardó de nuevo la carta en el cajón, sin saber aún que era la última y que nunca terminaría de escribirla, se permitió, contra su costumbre, un segundo cigarrillo, adormecido por el calor, por el humo, por el ruido de las máquinas de escribir y de las aspas de los ventiladores, acordándose del sueño en el que había visto a la criatura, decidió bajar por sorpresa a las cocinas para inspeccionar el orden y la limpieza del almacén, necesitaba no interrumpir la cadena usual de los actos ficticios, no abandonarse a la pereza, no permitir que el doble o el autómata bajara la guardia, inmovilizado por el desconcierto y el pánico. Una figura borrosa apareció tras el cristal y vio moverse el pomo de la puerta, aplastó el cigarrillo y guardó el cenicero, se irguió apoyando los codos en el filo de la mesa: era el cabo Chamorro, pequeño y miope, con un portafolios bajo el brazo, con unas gafas redondas de montura barata, disciplinado y rudo, con una vulgaridad campesina en sus gestos y en su manera de llevar el uniforme. No era de fiar, le había dicho el teniente Mestalla, se le habían encontrado en su taquilla libros de propaganda libertaria, pero escribía a máquina más rápido que nadie y no cometía faltas ortográficas, a diferencia de la mayor parte no sólo de los oficinistas sino también de los mandos. El comandante Galaz simpatizaba vagamente con él, pero se había guardado siempre de manifestarlo, porque era tan incapaz de tratar espontáneamente a un inferior como de permitirle confianzas a un criado. El cabo Chamorro le presentó una relación minuciosa y seguramente imaginaria de soldados presentes en el cuartel y raciones de rancho y él hizo como que la revisaba y la firmó, ésa era otra de sus tareas ficticias y ocupaba un lugar secundario pero no desdeñable en el equilibrio del mundo, los nombres copiados una y otra vez por orden alfabético, las cantidades exactas pero también falsas de carne o legumbres o aceite, el precio al céntimo de cada artículo y la suma detallada de todo, ilusoria y perfecta como la apariencia de disciplina y de valor de una columna de soldados en posición de firmes. Pero aquella mañana el cabo Chamorro no se marchó en seguida después de guardar los papeles en el portafolios. Se quedó parado frente al comandante, y éste lo notó y prefirió fingir que no se daba cuenta, y como el cabo no se decidía a salir y le daba vueltas nerviosamente a la gorra entre las manos el comandante lo miró con frialdad y le dijo, gracias, Chamorro, con una entonación indiferente y a la vez imperiosa que abolía sin posibilidad de discusión la presencia del cabo: así de educadamente se le ordena a un criado que abandone una habitación, y un momento después, como si la orden lo volviera invisible, el criado ya no está. Pero el cabo Chamorro seguía sin moverse. El cuello de su camisa estaba sucio y él olía a sudor y a pobreza. «Mi comandante», dijo, «con su permiso de usted tengo una cosa que decirle, a lo mejor usted pensará que es meterme en lo que no me importa, así que si quiere arrestarme o mandarme a las cuadras estará en su derecho, pero haga el favor de oírme antes, usted anda siempre en lo suyo y me parece, con perdón, que no se da cuenta de muchas cosas, pero uno, aunque no quiere, oye lo que no debe, o lo que otros no quieren que oiga, y yo he oído hablar de usted al capitán Monasterio y al teniente Mestalla, en la biblioteca, que ya es raro, aunque esté mal decirlo, creían que estaban solos, pero yo los oí, ayer tarde, hablaban no sé qué de un telegrama cifrado que había venido de Melilla, y dijeron que el único del que no estaban seguros cuando llegara la hora de la verdad era de usted, y que si hacía falta se lo llevaban por delante. Y anoche no vea usted la que cogieron en la sala de oficiales, aunque esté feo decirlo, mi comandante, oían lo que contaba la radio sobre lo del ejército de África y brindaban, a lo mejor a usted le llegaron las voces hasta su dormitorio, un camarero amigo mío me ha dicho que el capitán Monasterio sacó la pistola y habló de subir a detenerlo a usted mientras dormía. Muerto el perro se acabó la rabia, eso dijo, mi comandante.»

No dijo nada, no varió la expresión de su cara ni hizo una sola pregunta. Desconcertado por su silencio, sofocado de calor, el cabo Chamorro se atrevió a limpiarse la frente con un pañuelo sucio y permaneció firme ante él, mirándose las puntas de las alpargatas, con el portafolios bajo el brazo y la gorra sudada entre las manos. Seguramente lo imaginaba invulnerable, o resignado a la capitulación o al suicidio, o aliado en secreto con los conspiradores. Después de un breve silencio en el que siguieron escuchándose las máquinas de escribir y las aspas de los ventiladores, el comandante dijo, «gracias, Chamorro», y el cabo salió tan confundido del despacho que olvidó repetir la fórmula de despedida. Una hora más tarde lo vio cruzar serena y decididamente entre las mesas alineadas de la oficina, y creyó que cuando pasara junto a él lo miraría, pero el comandante Galaz salió como si no viera ni escuchara a nadie, con la cabeza alta y los ojos fríos y orgullosos de siempre, con su impecable uniforme de verano, su pistola al cinto y sus botas relucientes, dejando tras de sí un olor a cuero engrasado y flexible y a loción de afeitar. Va a hacer algo, pensó el cabo Chamorro, convencido de que aquella actitud de energía y eficacia ocultaba una determinación irremediable, va a contarle al coronel lo que yo le he dicho y dentro de unas horas el teniente Mestalla y el capitán Monasterio estarán arrestados en el cuarto de banderas. Pero cuando sonó el toque de fajina y los soldados formaron en el patio aún no había ocurrido nada, y el cabo Chamorro apenas vio de lejos al comandante Galaz: aquella tarde supo con alarma que estaban cancelados todos los pases de salida, y su amigo Rafael Moreno le dijo que no había visto al comandante y que la puerta de su habitación estaba cerrada con llave.

Se abrió a las diez y media de la noche. Las seis horas que permaneció encerrado en ella le parecieron luego al comandante Galaz tan largas como los treinta y dos años anteriores de su vida. Había entornado los postigos de la ventana y en la penumbra dorada y sofocante como polvo de trigo lo aplastaba el silencio de la tarde de julio, una quietud pesada y mentirosa de siesta, un deseo innoble de dormirse empapado en sudor. No haré nada, dijo en voz alta, no ocurrirá nada. Aprendió esa tarde que la suma de los hábitos repetidos por un hombre tiene la contundencia abrumadora de un glaciar. No sentía miedo, sino una ira sin objeto ni destinatario preciso que se volvía contra él mismo convertida en rencor. Fumaba acodado en la mesa donde había un libro y una pistola en su funda, y frente a él, en la pared, estaba el grabado del jinete polaco, la cara joven y tranquila, la sonrisa fría, la mano izquierda apoyada en la cadera, como en un frívolo ejercicio de equitación. Un acto, uno solo, los dedos que desabrochan la correa de la funda, la mano que avanza sobre la mesa y envuelve la culata, que levanta suavemente la pistola y sitúa el cañón en la sien y el dedo índice que busca el gatillo y lo oprime poco a poco hasta que retumba el disparo en el techo alto de la habitación. Recordó estampas de militares fracasados y heroicos, oficiales encerrados en una habitación a los que les era concedida la posibilidad de una muerte honrosa. Recordó la pistolera negra de su padre, más temible cuando estaba vacía, olvidada tal vez sobre un aparador. El último acto digno de un soldado, cuando lo ha perdido todo y no le queda una esperanza razonable de seguir viviendo con honor: oficiales condenados a muerte y despojados de sus insignias en ceremonias infames se negaban a que les vendaran los ojos y exigían el derecho a mandar el pelotón de fusilamiento. El comandante Galaz se imaginó firme y temerario frente a una línea de fusiles, o encerrado en aquella misma habitación y poniéndose en la boca abierta el cañón de la pistola, no en la sien, como en los libros, porque un disparo en la sien no siempre anula la posibilidad de la supervivencia o de una agonía miserable y ridícula. Los suicidas son torpes, le había dicho un médico de Mágina, el doctor Medina, la mayor parte de los suicidas mueren por equivocación o torpeza, con una indignidad de animales desangrados.

Palabras, le dijo a Nadia con desprecio medio siglo después, cuando por fin se disponía a enfrentarse a su muerte verdadera e invocaba con ironía y casi piedad al joven oficial que ya no estaba seguro de haber sido, literatura y cobardía, la tentación tan poderosa como el calor de julio de resignarse y aceptar, de quedarse cobijado en la sombra de su vida ficticia mientras el autómata o el doble cumplía su vocación abyecta de obediencia y los hechos exteriores seguían sucediendo con la misma fatalidad implacable con que avanza un glaciar o prolifera un cáncer o crece y va adquiriendo rasgos humanos una criatura en el interior de una placenta, igual que progresaba la tarde cegadora de julio hacia el anochecer y la sierra de Mágina, agigantada a mediodía por la vibración del aire y casi desleído su azul en el cielo blanco de calina, cobraba otra vez volúmenes y perfiles exactos. Se dio cuenta de que era como un paralítico, dijo, de que la tregua ilusoria que se había concedido al encerrarse con llave en la habitación no detenía el tiempo ni el curso de los actos de otros, y por primera vez en su vida lo desconcertaba la evidencia de que sólo había sabido ejercer su voluntad en el vacío. Un paralítico, repitió, tan incapaz de todo movimiento verdadero como ahora mismo, escuchando pasos por los corredores, estrépito de armas, de confusos partes radiofónicos mezclados con interferencias y ráfagas de himnos, de tachundas triunfales, motores de camiones que se ponían en marcha en los cobertizos, gritos en el patio, y yo inerte, igual que ahora, sentado en la mesa, con la pistola y el libro frente a mí y un cigarrillo quemándose entre mis dedos, el minutero sonando perceptiblemente en su reloj de pulsera, las campanas de la torre dando las nueve en la plaza del General Orduña, los pasos acercándose y los golpes en la puerta de su habitación, y él quieto, en la penumbra, mirando la cara del jinete, observado por él, ya sin complicidad, con un tranquilo escarnio, cientos o millares de hombres en el interior del cuartel y en las calles de Mágina moviéndose como eficaces insectos en la maquinaria acuciante de la realidad y sólo él inmóvil, paralizado, fumando cigarrillos, no aniquilado por el peligro de morir ni por la indignación contra los conspiradores sino por la sorpresa de no ser de pronto quien creía que era, quien había sido imaginariamente tantas veces, alguien erguido sobre el esfuerzo ciego y permanente de la voluntad, dotado del privilegio de ordenar y regir sin más armas que el tono bajo y frío de su voz y la intensidad de su mirada.

Ya estaba oscuro cuando se levantó, sin creer del todo en lo que hacía, impulsado por una inercia en la que no había nada de decisión ni de orgullo. Se desnudó, cerró los ojos bajo el agua tibia de la ducha, se secó tan meticulosamente como si en ese acto único residiera la justificación de su vida, afiló la navaja de afeitar, examinó luego la piel de su cara para estar seguro de que no quedaba ni un residuo de barba, pero en ningún momento pensaba en lo que haría después, como un hombre que camina por la cornisa de un edificio y sabe que si abre los ojos se precipitará en el vacío. Se puso un uniforme limpio, abrillantó las botas, el correaje, las hebillas metálicas, cargó con cuidado la pistola y se la ajustó a la cintura, se puso la gorra de plato delante del espejo, salió al corredor donde no había nadie y luego a la galería exterior que circundaba el patio. Brillaban luces eléctricas en todas las ventanas, como en los edificios de una ciudad despertada a medianoche por un terremoto. Los soldados se estaban agrupando desordenadamente en compañías, con los cascos de acero y el armamento completo, y los cabos primeros y los suboficiales gritaban órdenes furiosas. En alguna parte redoblaba sin descanso un tambor y sonaba a todo volumen un disco viejo de marchas militares. Con el casco torcido sobre la cabeza y el fusil en las manos el cabo Chamorro vio a lo lejos al comandante Galaz, que caminaba hacia la torre donde estaban encendidas las luces del despacho del coronel Bilbao. Iba tranquilo, braceando despacio, con la mirada al frente, como si no viera lo que sucedía en el patio y no oyera los gritos ni el rumor de ganado de los hombres ni el estruendo de los camiones que calentaban motores en los cobertizos. Bajo la luz amarilla y violenta de los reflectores la figura solitaria del comandante Galaz tenía un aire más bien patético de fragilidad y obstinación. Sentía que cada paso que daba era una proeza y que caminaba anestesiado o en sueños y en realidad no estaba moviéndose. En la antesala del despacho, el capitán ayudante, que tenía inclinada la cabeza sobre un aparato de radio donde sonaba inequívoca y chillona una voz militar, se cuadró delante de la puerta y le dijo que el coronel no podía recibirlo. No hizo un ademán para apartarlo, tan sólo lo miró y el capitán ayudante se hizo a un lado, y la puerta se abrió sin que el tuviera conciencia de haberla empujado. Sobre la mesa del coronel había una botella mediada de coñac y un gran teléfono negro que ya estaba sonando cuando entró el comandante. Pero no parecía que el coronel escuchara el timbrazo hiriente y repetido cada pocos segundos, o que pudiera ver algo o escuchar cualquier otra cosa. Tenía desabrochada la guerrera y se le habían formado oscuras manchas de sudor en las axilas, le caía sobre la frente un mechón blanco y húmedo y olía a coñac y a transpiración. Durante un segundo parecía que el teléfono había callado: inmediatamente volvía a sonar, con estridencia monótona, casi con saña y desesperación. Pero el coronel no lo veía, ni veía tampoco al comandante Galaz. Miraba fijo la botella de coñac y la volcaba sobre un vaso de cristal opaco que se derramaba sobre los papeles de la mesa y las solapas abiertas de la guerrera cuando la mano morada e insegura lo acercaba a los labios. «Mi coronel», dijo, «mi coronel», en el mismo tono que si estuviera hablándole a un hombre medio dormido. El teléfono dejó de sonar. El coronel Bilbao lo miró, sorprendido por el silencio, y luego sus ojos se movieron tan lentamente como si se arrastraran sobre los papeles de la mesa hasta encontrar la botella y el vaso y luego la cara del comandante Galaz. Por un instante casi le sonrió como otras veces, con una avergonzada devoción de padre incompetente y beodo, y la cabeza se le volvió a descolgar sobre el pecho y la mano tanteó en busca del vaso vacío y lo volcó. «Una copa, Galaz», dijo, sin encontrar la suya, manoteando como un ciego, «déjelos que se maten entre sí, que no quede ni uno». El teléfono empezó a sonar otra vez, con una monotonía infatigable de cólera. Desde el patio venía un redoble de tambores. El coronel Bilbao derribó de manotazo involuntario el teléfono y se escuchó en el auricular una lejana voz metálica y luego un pitido intermitente. Cuando el comandante Galaz salió del despacho ya no había nadie en la antesala. Arrancó el cable de la radio que el capitán ayudante había dejado encendida al marcharse. Nadie en los corredores iluminados ni en las oficinas, nadie más que él en la escalinata de mármol por donde bajó al patio oyendo resonar como ecos de disparos los tacones de sus botas. Ahora los redobles de tambor y el paso unánime de los soldados que maniobraban para alinearse frente al arco de salida ahogaban las órdenes y los insultos rutinarios de los oficiales. Sentía que avanzaba en dirección a una muralla en movimiento. Un capitán dio el grito de alto y el batallón se detuvo. El teniente Mestalla, con el sable al hombro, estaba al frente de una compañía cuyo capitán se había dado de baja por enfermedad unos días antes. Era el capitán Monasterio quien mandaba la formación. Ahora sólo se oían sobre la grava los pasos del comandante Galaz. Cientos de caras iluminadas por los reflectores y muy parecidas entre sí lo estaban mirando acercarse. «¡Capitán Monasterio!», dijo en voz alta y clara: nadie lo había oído nunca gritar. El capitán Monasterio se volvió lentamente hacia él, que seguía acercándose, los brazos oscilando junto a las caderas, la mitad de la cara tapada por la sombra de la visera de la gorra, los tacones de sus botas aplastando la grava con un ritmo metódico. «A la orden de usted, mi comandante, sin novedad en el batallón», el capitán Monasterio se cuadró, gordo y sudoroso, con una mirada fija de cobardía y de odio que era idéntica a la de todos los oficiales y suboficiales de la primera fila: el comandante Galaz, solo y firme frente a todos ellos, sin más defensa que su arrogancia y su pistola, recordó la sensación de saltar sobre una trinchera y oír a su alrededor silbidos de disparos. «Capitán Monasterio», dijo, «ordene derecha y descanso y luego rompan filas». El capitán Monasterio había dejado caer la mano y volvió la cara hacia los otros oficiales, como pidiéndoles desesperadamente ayuda. La presencia inmóvil y compacta de las hileras de soldados tenía el espesor de un muro contra el que chocaran las voces. El teniente Mestalla salió de la formación y dio unos pasos hasta llegar a la altura del capitán Monasterio. Era demasiado joven y demasiado soberbio y ya no tendría tiempo de corromperse ni aprender. Su admiración fanática hacia el comandante Galaz se había transmutado en odio con esa rapidez extrema con que cambia el sentido de los afectos en las adolescencias retardadas sin que varíe la locura de su intensidad. «Nadie va a ordenar rompan filas», dijo, y el esfuerzo del desafío y del grito le quebró la voz. «Póngase firme, teniente»: el comandante Galaz habló tan bajo que sólo el teniente Mestalla y el capitán Monasterio oyeron lo que decía. El teniente Mestalla separó un poco más las piernas y se cruzó de brazos. «Yo no obedezco a un traidor.» Mientras desabrochaba la funda de su pistola el comandante Galaz seguía mirándolo a los ojos. Apretaba los dientes y un leve espasmo nervioso le estremecía las mandíbulas. El comandante Galaz sacó la pistola, le quitó el seguro, vio una geometría inmóvil de caras y miradas detenidas en él, volvió a decirle en voz baja al teniente Mestalla que se pusiera firme, pero las piernas siguieron separadas y los brazos cruzados retadoramente sobre el pecho y el teniente no miró ni una vez la pistola que se alzaba en dirección a él. Permaneció erguido unos segundos al recibir el disparo, que provocó en la formación un sobresalto unánime, un movimiento parecido al del agua de un lago donde se arroja una piedra. Cayó sentado, abrazándose el vientre, mirando al comandante Galaz con más sorpresa que terror, y nadie se movió ni se acercó a él en los minutos larguísimos que duró su agonía. Dos horas más tarde las tropas salieron en camiones del cuartel abriéndose paso entre los grupos de gente que lo rodeaban, subieron por la avenida del 14 de Abril, cruzaron la calle Nueva y la plaza del General Orduña, donde el ruido de los motores ahogó en un silencio de expectación y acaso de miedo los gritos de una muchedumbre armada de hoces, palos y horcas y banderas rojas que retrocedía separándose ante la luz de los faros. Los camiones se detuvieron en la plaza de Santa María, ante la fachada del ayuntamiento, donde había gente en los balcones y estaban encendidas todas las luces. Mirando fríamente a los ojos al capitán Monasterio el comandante Galaz le ordenó que formara con rapidez el batallón y le diera novedades. Pasó revista luego a las filas inmovilizadas y tensas en posición de firmes tan lentamente como si el tiempo y la realidad no contaran. Les dio la espalda, corrigió con las puntas de los dedos la inclinación de su gorra de plato y abrochó la funda de su pistola, y mientras caminaba solitario y erguido hacia la escalinata del ayuntamiento se extrañó del silencio y le pareció el preludio de un balazo que le acertaría en la espina dorsal. Estaba seguro de que iba a morir, le dijo a Nadia, casi lo esperaba, con una oculta avidez sin temor. Hacia las seis de la madrugada, después de una noche de borrachera y de insomnio, todavía solo en el cuartel, el coronel Bilbao, que había escrito el encabezamiento de una carta dirigida tal vez a uno de sus hijos, se abotonó la guerrera, se ajustó el correaje y se disparó un tiro en la boca.


Está sonando una canción y no sé desde dónde me llega ni cuál es su título, una voz quejumbrosa y familiar aunque no sepa de quién es ni cuánto tiempo hace que no la oía, la he encontrado moviendo al azar el dial de la radio mientras conduzco de noche y en seguida reconozco el ritmo del bajo y repito la letra, ha empezado a oírse en la máquina de un bar, en una calle de Mágina, o en una habitación de la casa futura de Nadia, en una pluralidad de lugares y tiempos que la música vuelve simultáneos, y en los segundos que tardo en acordarme del cantante y del título revivo como a tientas una tarde de junio despojada todavía de su fecha exacta, pero no de una vigorosa sensación de entusiasmo y de pérdida, de pesadumbre de verano próximo, un dolor sin alivio hecho con los mismos materiales de la felicidad, un perfume de madreselva y unos ojos verdes sombreados de rímel, unas piernas morenas y desnudas, de tobillos delgados, un cuerpo acariciado en los sueños, vislumbrado de lejos en las calles de la ciudad o en el patio del instituto, rozado con fugacidad y deseo en una banca, o en el tumulto a la salida de la clase, con los pormenores que luego excitan el insomnio, la transparencia de una camisa que revela los tirantes del sujetador, esa cabeza inclinada sobre la que se derrama el pelo negro y esa penumbra de la blusa donde resplandece un temblor de carne blanca y cálida y apretada, Otis Redding, me acuerdo, y la canción es My girl, yo voy silbándola un domingo de finales de mayo o principios de junio, a la caída de la tarde, viendo al final de la calle Nueva un ocaso rojizo que brilla en los azulejos de las cúpulas del hospital de Santiago, he dejado a mis amigos jugando al billar en las honduras lóbregas del salón Maciste y he salido a la calle Gradas y luego a la plaza del General Orduña con el presentimiento imperioso de que voy a ver a Marina, y ellos ya ni se extrañan, acostumbrados a mis rarezas, aburridos de mi silencio: dice Martín, burlándose, que se me ha puesto cara de cantante melódico, y Félix que estoy en los sitios como si ya me hubiera ido de ellos, pero no puedo evitarlo, y menos ahora, que han acabado las clases y sólo veo a Marina en el instituto durante los exámenes, procuro sentarme cerca de ella, algunas veces en la misma banca, y otras en la de atrás, le veo los muslos morenos y ceñidos por la minifalda y la blusa entreabierta y la dejo copiarme o le digo en voz baja las respuestas que ella no sabe, incluso una mañana, el viernes pasado, nos encerramos juntos en un aula vacía para preparar el examen de inglés, y le chocaba mi pronunciación americana, aprendida en los discos, se fijaba sonriendo en mis labios y curvaba golosamente los suyos, y de tenerla tan cerca y oler su perfume ligeramente ácido y ver su boca y su lengua tan húmeda apareciendo entre los labios pintados empecé a sentir una excitación parecida al mareo, vacío en el estómago y debilidad en las rodillas, y por miedo a que advirtiera la prueba evidente de lo que me sucedía crucé las piernas y me aproximé un poco más al filo de la mesa, pero eso fue peor, porque encontré las suyas, y en vez de echarnos hacia atrás las mantuvimos juntas, y entonces, más hondo que el perfume y que el olor del champú y del jabón de baño, noté otro olor que no sabía definir ni nombrar, aunque tuviera a mi disposición alguna burda palabra suministrada por Pavón Pacheco, y pensé con secreta avidez y vergüenza en lo que hallarían mis manos si se deslizaran muslos arriba y traspasaran el filo tenso de las bragas, y Marina, que hasta ese momento había sido poco más que una presencia intangible hecha a partes iguales de asombro, de onanismo y de literatura, como casi todas las mujeres a las que he amado después en mi vida, salvo una, la última, se convirtió para mi solivianto en una mujer verdadera y carnal, con pechos que podían acariciarse y apretarse, con bragas tal vez humedecidas y secreciones y olores que no procedían de un perfume de color dorado y nombre poético sino de la evidencia de un cuerpo que existía tan materialmente como el mío y podría ser tocado y besado y mordido si yo seguía acercándome a ella y ponía mis labios en su boca y derribaba los libros y las hojas de apuntes para estrecharla contra mí, para hundir mi cara en sus pechos y mi mano en sus muslos y perderme en la mirada de sus grandes ojos verdes, de un verde agreste y húmedo, como una umbría de agua y de vegetación en una tarde de verano, un verde transparente que brillaba más por el contraste con la piel morena de su cara, ese moreno suave de las piscinas y el dinero, el pelo negro y la sombra verde oscuro del maquillaje de sus párpados: fue tan sólo un instante, el tiempo inasible que transcurre entre dos campanadas de reloj o dos timbrazos de un teléfono, el vértigo que precede a un salto que al final no se dará, y cuando terminó todo volvió a ser imposible y yo fui de nuevo aniquilado por la cobardía y la desdicha. La sonrisa aún duraba en los labios de Marina, pero había cambiado la expresión de sus ojos, y ahora me miraba otra vez como si no acabara de verme, como ve una mujer de diecisiete años a un tipo de su misma edad, con una naturalidad asexuada y tal vez compasiva, sus piernas ya separadas de las mías debajo de la mesa, su voz nasal, de hija de médico que vive en un chalet, pronunciando con descuido unas palabras inglesas, preguntándome qué iba a hacer cuando terminara el curso, adónde iría de vacaciones, por qué carrera me había decidido. Me pareció que había un tono de nostalgia en sus palabras al hablar de un futuro en el que seguramente no volveríamos a vernos, y pensé decirle que la iba a echar mucho de menos, que no podía soportar la idea de no encontrarme con ella todas las mañanas en el instituto, pero las cosas que imaginaba nunca cobraban el sonido de mi voz ni la consistencia de la realidad, y cuando sonó en el pasillo el timbre que anunciaba el examen de inglés salí con ella en silencio y me decía que iba a atreverme a invitarla a una cerveza en el Martos, pero no me atreví, tan fácil como hubiera sido, y no sólo por el miedo y casi la certeza de que me diría que no, sino porque era incapaz de concebir la posibilidad de que ocurrieran las cosas que más desesperadamente deseaba.

Y ahora me marcho como un sonámbulo del salón Maciste oyendo a mi espalda los golpes nítidos de las bolas de billar y el belicoso estrépito de los futbolines y la luz de la tarde y el olor de las acacias y del agua en la plaza del General Orduña se agregan al recuerdo de la mirada de Marina y a la voz de Otis Redding escuchada al pasar bajo un balcón abierto o en la radio de un coche para ofrecerme la seguridad insensata de que estoy a punto de verla y de que la habría perdido si me hubiera quedado unos minutos más con mis amigos. Me miro en el escaparate de esa tienda nueva de fotos que hay en los soportales, compruebo con satisfacción que el flequillo me cae sobre los ojos y que el pelo me tapa las orejas, me veo delgado y ágil con mi pantalón vaquero, mis zapatillas deportivas y mi blusa negra, casi me parezco de lejos a Lou Reed en la luna del escaparate, aunque me haría falta una cara más chupada y unas gafas oscuras. No recuerdo por qué razón, llevaba más dinero que de costumbre aquel día: compro unos cuantos cigarrillos rubios en el puesto de ese hombre con las piernas cortadas que estuvo en la guerra con el tío Rafael, huelo uno de ellos, pasándolo despacio bajo la nariz, el papel tan suave, el olor penetrante y delicado del tabaco americano, el mareo que da, ya lo dice Pavón Pacheco, la vida buena es cara, hay otra más barata, pero eso no es vida: me lo pongo en los labios, vuelvo a mirarme en el escaparate, vigilo a mi alrededor por miedo a que me vea algún conocido de mi padre, subo a la calle Nueva, sin encender aún el Winston, porque es un placer muy caro y hay que administrarlo, y presiento con emoción y pavor que cada paso que doy me aproxima a ella, la veré dentro de unos minutos, irá sola y me dirá que había salido en mi busca, que se ha pasado el fin de semana esperando una llamada de teléfono, le propondré con el desapego de los tipos adultos que venga conmigo a tomar una cerveza y a oír algún disco, y cuando esté sonando Take a walk on the wild side en la máquina del Martos le iré traduciendo en voz baja la letra y me acercaré tanto a su cara que sin darse cuenta ya estará besándome. La imaginación se apresura por delante de mí, yo aún voy caminando por la acera de la calle Mesones donde acaban de abrir la heladería de Los Valencianos y una parte enajenada y ansiosa de mi alma ya ha entrado en el porvenir y está viendo la verja de la casa de Marina, viéndola a ella, perfeccionando los detalles de una de mis mentiras preferidas, las que no cuento a nadie más que a mí mismo: nos hemos citado por teléfono, he marcado sin nerviosismo ni error el número de su casa desde una cabina, he llegado a la colonia del Carmen silbando perezosamente My girl y en cuanto he tocado el timbre ella ha salido al jardín con una falda muy corta y una sombra verde oscuro alrededor de los ojos, con esa manera tan dispuesta de andar y esa mirada llena de promesas que tienen las mujeres cuando acuden a una cita. Tanto deseo en vano, hacia tantas mujeres, durante tantos años, tantas figuraciones y propósitos y fervores estériles, confinados a la imaginación, alimentados y envenenados por ella, derribados por el desengaño, el dolor y el ridículo, sobrevividos en canciones que devuelve intactas el azar, en páginas cuadriculadas de diarios que sólo una confusa piedad hacia lo que he sido no me deja romper, irrevocables decisiones que nunca se convirtieron en actos y perduran como fantasmas de la voluntad mucho después de que el sentimiento que las dictó se haya extinguido.

Pero hay algo en ese atardecer de domingo que antes no existía, una sensación de premura y despojo que ha ido creciendo a medida que se acercaba el final del curso. Se ha adelgazado la consistencia de las cosas y los colores son ahora más vivos bajo una luz ya de verano, y los olores más intensos, el tiempo discurre con una desconocida liviandad y parecen más breves las clases y los días y hasta las canciones, una moneda en la ranura de la máquina de discos y en menos de tres minutos se acaba la música, y con ella la exaltación de tanta ternura imaginada, la plenitud furiosa de las guitarras y la batería, tantas afirmaciones y huidas y búsquedas demasiado perentorias para que alguien o algo las satisficiera. Y en esa urgencia detenida, en la repetición de caminatas, canciones, exámenes, encuentros fugaces con Marina, días tachados en los calendarios, aprendíamos lentamente y por primera vez que nuestras vidas de siempre estaban a punto de cambiar, y había delante de nosotros fechas definitivas y pasos que ya no tendrían vuelta. Era, aquella tarde de domingo, con las heladerías ya abiertas y las muchachas vestidas de colores claros, con un azul de postal en el cielo de Mágina, sobre las casas de cal blanca y las torres doradas por el sol, el descubrimiento inaudito de que algunas cosas ocurren por última vez: en la semana siguiente habría un último examen en el instituto, y cuando pasara el verano y terminaran los días tibios de la feria de octubre ya no volveríamos nunca más a las aulas. Viviríamos otras vidas en ciudades lejanas, y el tiempo habría perdido su tediosa eternidad circular, la rotación de los cursos, de las cosechas, de los trabajos en el campo, hasta de los paisajes amarillos, ocres, verdes, azulados, que habíamos visto sucederse en el valle del Guadalquivir desde antes de tener memoria o uso de razón. Desde ahora el tiempo era una línea recta que se prolongaba en dirección al porvenir y al vacío, como en las canciones con ritmo de blues y velocidad de viaje en coche por una carretera que nos gustaban tanto, y yo sentía que acaso estaba repitiendo por última vez la caminata de siempre hacia el hospital de Santiago y la colonia del Carmen en busca de Marina: pensaba en el futuro tan próximo, en mi vida en Madrid, miraba desde el final de la calle Nueva la carretera sin misterio donde terminaba la ciudad y regresaban a mí el miedo y la excitación de mirar junto a Félix, cuando éramos niños, desde los terraplenes de la calle Fuente de las Risas, el valle ilimitado y los picos de la sierra de Mágina sabiendo que más allá de las montañas azules que una vez había atravesado a pie y muerto de fatiga y de hambre mi abuelo Manuel, y por la que se volvió tranquilamente de la guerra el tío Pepe montado en un mulo, había otras llanuras, otras ciudades mucho mayores que la nuestra, y después ríos cuyos nombres ignorábamos y cordilleras más altas y mares de un azul tan oscuro como el de los planisferios: iba buscando a Marina aquella tarde y ya me veía solo y extraviado en una calle de Madrid y era como cerrar los ojos de noche y soñar que alzaba el vuelo y que veía en el fondo de la oscuridad luces de casas que temblaban como velas, bombillas encendidas en las últimas esquinas de ciudades sin nombre, boscosos archipiélagos iluminados por la luna con reflejos metálicos.

Era domingo, tenía dinero en el bolsillo, me imaginaba solitario y audaz. En un bar al que íbamos de vez en cuando porque en su máquina de discos había dos o tres buenas canciones pedí un cubalibre y estuve oyendo a Janis Joplin cantar Summertime. Sentado al final de la barra, junto a las cristaleras, veía al otro lado las casas de la colonia, la calle por donde salía Marina todas las mañanas para subir al instituto. Era un bar triste y más bien sucio, uno de esos bares inexplicables que permanecen abiertos en una zona poco frecuentada de la ciudad y en los que no entra casi nadie. Pero me gustaba oír allí a Janis Joplin, que en aquella máquina era una rareza, su voz furiosa y quemada entre los discos de Manolo Escobar, de Fórmula V o de Porrina de Badajoz, incluso había uno mucho más antiguo, Soy minero, de Antonio Molina, que nada más sonar me hundía en una congoja y en una felicidad inconfesables, como las canciones de Joselito, qué vergüenza y qué rabia. Me gustaba sobre todo estar solo y saber que no me conocía nadie en un barrio tan distante del mío, y labrarme, con la ayuda del cubalibre, del cigarrillo americano y de la música, una identidad misteriosa, arbitraria y futura: un tipo que bebe y fuma acodado en una barra de cinc, que mira por la ventana con la misma curiosidad neutral de un forastero y cruza el bar en dirección a la máquina iluminada de naranja y de rosa y elige de nuevo una canción en inglés sin quitarse el cigarrillo de la boca. Agradecía como un grito de aliento y de complicidad la rabia póstuma de Janis Joplin, llegada a Mágina y a aquel bar y a mi vida quién sabe por qué suma de azares, venida desde otro mundo donde hacía mucho tiempo que dejó de escucharse, pues no me daba cuenta entonces de que la mayor parte de las voces que oía en los discos eran voces de muertos, y de que las promesas de libertad fulgurante que venían a ofrecerme se habían extinguido varios años atrás. Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Otis Redding, estaban muertos cuando a nosotros nos revivían sus discos, de Eric Burdon y de Lou Reed nos dijeron que eran muertos en vida, aniquilados por la heroína y el alcohol, las canciones de los Beatles que más nos gustaban pertenecían a un pasado lejano, que había existido cuando nosotros sólo oíamos las novelas de Guillermo Sautier Casaseca y esas canciones de Antonio Molina que me seguían deparando a traición una dulzura insoportable. Íbamos a llegar tarde al mundo, pero no lo sabíamos, nos preparábamos avariciosamente para asistir a una fiesta que ya había terminado, yo entornaba los ojos y aspiraba el humo del cigarrillo rubio y notaba el efecto del cubalibre y el remoto verano anunciado por Janis Joplin y desmentido por su desastre y su muerte se dilataba ante mí como un candente paraíso de desarraigo y de viaje, cabellos largos y guitarras y sexo: en Madrid, en Nueva York, en San Francisco, en un bar donde yo estaría acodado en la barra y escuchando a Janis Joplin, aparecería Marina, y el temple de la experiencia y la temeridad del alcohol me empujarían hacia ella, no hacia un noviazgo tímido y tedioso, no hacia el matrimonio, la estabilidad y los hijos, sino hacia una celebración salvaje y libertaria del deseo. Queremos el mundo y lo queremos ahora, decía una canción de Jim Morrison que me sobrecogía como un anuncio de apocalipsis.

Apuré el cubalibre. Pregunté cuánto valía, conté el dinero que llevaba y pedí otro más. Puse Summertime por tercera vez y cuando volvía a mi lugar de la barra vi a Marina al otro lado de la calle. Pensaba tanto en ella, era tan incapaz de recordar su cara, que cuando la veía tardaba un poco en reconocerla: con el pelo recogido cambiaban sus facciones, parecían más anchos sus pómulos y sus ojos más grandes, era otra y ella era misma, y esa modificación, como la que sucedía cuando llevaba pantalones después de varios días de ponerse una falda, agregaba al reconocimiento del amor el aliciente de lo inesperado, la codiciosa intuición de que en una sola mujer hay varias mujeres, un prisma sucesivo de perfiles y miradas que uno desearía distinguir y atesorar para que la monotonía no gastara nunca su atención insaciable. Aun de lejos advertí que iba muy pintada, que esperaba a alguien, que parecía menos joven que en el instituto. La vi quieta en la acera, con un bolso al hombro, tan inaccesible y súbita como una figuración de mi deseo, con los pechos altos y las caderas ceñidas y los muslos desnudos en el atardecer todavía luminoso de junio, y me gustó tanto que me quedé paralizado, igual que la otra mañana, cuando estaba como un idiota frente a ella en un aula vacía recitando verbos irregulares ingleses y me llegaba el olor denso de su cuerpo sin que yo me atreviera a sostener su mirada ni a adelantar un poco más mis rodillas. El personaje tan laboriosamente edificado por mí con el auxilio del alcohol y la música se desvaneció igual que arde un guiñapo de paja: ya era de nuevo yo mismo, nadie, yo soy aquel que por la noche te persigue, cantaba Martín burlándose de mí cuando me sorprendía merodeando por la colonia del Carmen. Miraba hacia donde yo estaba pero no me veía, tal vez se estaba viendo a sí misma en las cristaleras del bar. Bebí un poco más de cubalibre, un hombre desesperado y maduro que se entrega al alcohol, mareado ya, casi borracho, invisible, espiando a Marina desde un bar sombrío donde ya era de noche, acordándome ahora de la voz de Otis Redding, de la manera dulce y terminante en que sonaban las trompetas, como si anunciaran la llegada de una mujer y la culminación de una cita, My girl.

Muy pronto ya no estuvo sola: el mismo tipo alto de otras veces, tan sólo tres o cuatro años mayor que yo pero a una distancia tranquila y humillante de mi adolescencia, de mis granos en la cara y de mi timidez sin remisión, sonriente, con los rasgos duros, como definitivos y forjados, no como yo, que tenía la cara y el cuerpo a medio hacer, según me decía mi abuela Leonor: los vi besarse, no en la boca, qué alivio, sino en las mejillas, un beso en cada una, como hacían los que regresaban en vacaciones de la universidad, seguro que el tipo estudiaba en Granada o en Madrid o había terminado ya la carrera y hasta tenía coche o una moto rugiente y llevaba a Marina abrazada a su cintura, su vientre y sus pechos adheridos a él y su pelo negro y largo al viento. Al menos no se cogieron de la mano. Los vi subir por Ramón y Cajal y sin que mediara una decisión de mi voluntad pagué los cubalibres y salí tras ellos. Ahora yo era el espía de la canción de Jim Morrison o un pistolero sentimental y despiadado que persigue por los callejones turbios y los clubs a la mujer sin escrúpulos que lo engaña con su peor enemigo. Iba por la otra acera, rozando la pared, no sólo por precaución, sino porque no tenía costumbre de fumar rubio americano y beber cubalibres, lejos de ellos, pero no tanto que no pudieran descubrirme si se volvían, aunque me daba igual, estaba algo borracho y era invisible, murmuraba imitando la voz de Jim Morrison, soy un espía en la casa del amor, conozco el sueño que estás soñando ahora mismo, conozco tu miedo más secreto y profundo, sé la palabra que anhelas escuchar, lo sé todo. Poco a poco me iba ganando la desolación de los anocheceres de domingo, más intensa en las calles anchas y despobladas de aquella zona de la ciudad, entre garajes cerrados, bloques de pisos y escaparates de tiendas de coches, una desolación sedimentada desde los domingos inacabables de la infancia y hecha de aburrimiento y de vacío, de miedo a las primeras clases de los lunes, agravada minuto a minuto por la declinación de la luz y la llegada de la noche: ya se encendían las primeras farolas sobre la avenida y parpadeaba el ámbar en los semáforos, y cuando Marina y el intruso que caminaba junto a ella se internaron en el parque Vandelvira ya resplandecían en la claridad tenue del final de la tarde los chorros de agua luminosa de la fuente y venía hacia mí una brisa húmeda: los perdí entre los setos y los árboles, temí que estuvieran besándose en un banco, o que hubieran abandonado el parque sin que yo lo advirtiese, pero no, los vi muy cerca, sentados en la glorieta que circundaba la fuente, de espaldas a mí, un brazo del tipo sobre los hombros de Marina, su mano rozándole la nuca erguida y el nacimiento del pelo, con descuido, como sin interés, mientras ella, de perfil, le contaba algo y se reía: era un hijo de puta, desde luego, un hipócrita, se aprovechaba de su ingenuidad y de sus pocos años e intentaba abusar brutalmente de ella, que lo rechazaba despeinada y gritando, y entonces intervenía yo, lo golpeaba en la cara, le daba un rodillazo en las ingles, con una maniobra sucia él me echaba arena en los ojos y un grupo de amigos suyos que andaban rondando por allí se le unían para darme una paliza con las cadenas de sus motos, me resistía como un tigre, mordía, golpeaba, arañaba, caía sin conocimiento al suelo, y cuando volvía a abrir los ojos Marina estaba pasándome un pañuelo humedecido por la cara tumefacta y se abrazaba a mí con sus ojos verdes relucientes de ternura y de lágrimas, de arrepentimiento y gratitud. Al cabo de unos minutos ella se levantó y dio unos pasos hacia la fuente, contoneándose mucho, casi bailando, será puta, murmuré con rencor y vergüenza de mí mismo, se volvió hacia él y estuvo a punto de verme. Clandestino, ridículo, sin dignidad, encogido tras el tronco de un árbol, vi su silueta perfilada contra los chorros azules, verdes y amarillos del agua, que iluminaban su cara con tonalidades fugaces, la vi acercarse de nuevo a él, oscilando sobre unos zapatos muy altos, aquellos zuecos con la suela de corcho que llevaban entonces las mujeres, y extender las dos manos ante sí, como si interpretara una canción. Para mi dolor y mi escarnio distinguía su risa entre el ruido del agua, veía el brillo de sus pómulos maquillados y adivinaba la expresión de sus ojos, pensando que ninguna mujer me había mirado nunca así, que esa mirada me pertenecía y me estaba siendo robada por los ojos de otro.

Al levantarse él la abrazó. Caminaron tomados por la cintura, la cabeza de ella reclinada en su hombro, los rizos sueltos de su pelo acariciándole la cara, imaginé, con la misma exactitud que si tocaran la mía, oliendo su perfume como si fuera yo quien la estaba abrazando. Decidí que no la miraría nunca más: cuando llegara mañana al examen de literatura con el Praxis me sentaría en una banca alejada de ella, y si me pedía que me pusiera a su lado le contestaría lacónicamente que no. Me volveré ahora mismo, iré a buscar a mis amigos, beberé con ellos hasta perder el juicio y la memoria, volveré tambaleándome a casa, con el cigarrillo colgado de los labios, desengañado, cínico, sin esperar nada del amor ni de nadie, dispuesto a marcharme sin que nadie sepa adónde. Salieron del parque y ya era de noche: paseaban muy despacio por la acera del instituto, se besaron mientras esperaban que cambiara al verde el semáforo, y yo supe, todavía oculto, indigno como un merodeador, que cuando cruzaran la calle entrarían en el Martos y que yo no tendría voluntad para no seguirlos. Me engolfaba como en un éxtasis de sufrimiento en la humillación atroz de no ser deseado, en una ciénaga de novelerías y de versos de Bécquer y de estribillos masoquistas. Los vi entrar en el Martos y esperé unos minutos en la otra acera, dando vueltas junto a la verja del instituto, fumando mi penúltimo cigarrillo americano. Crucé la calle como si me dirigiera hacia la consumación de un acto inhumano o heroico que trastornaría mi vida: estaba menos borracho de alcohol que de palabras. Tras la barra, el dueño del Martos me saludó como a un cliente de confianza: haría como él, me enrolaría en un barco y buscaría el olvido en la ginebra y en las mujeres de los puertos. No miré hacia el fondo, hacia el lugar íntimo donde estaba la máquina de discos y desde donde venía ahora una pestilente canción sentimental, no sé si de Nino Bravo o de Mari Trini: seguro que el tipo la había puesto para ella, seguro que ésa era la música, por llamarla de algún modo, que a los dos les gustaba. Marina solía decirme que lo malo de las canciones en inglés era que no se entendían, imbécil, pensé ahora, como si hiciera falta. Resuelto a todo, pedí otro cubalibre. Había mucha gente en la barra esa noche, parejas de novios que tomaban raciones y vermús cogidos de la mano y ruidosas pandillas envueltas en humo y en risas excitadas, pero al fondo, cerca de la máquina, sólo estaban sentados ellos dos, el tipo con su cara odiosa de chulería adulta y experiencia, Marina tan maquillada que le relucían los pómulos con un brillo de aceite, con las piernas cruzadas, sosteniendo un cigarrillo con los extremos de los dedos y bebiendo de un vaso con hielo: por un momento la vi desde fuera del amor, durante unos segundos dejé de quererla. Miraba en dirección a mí pero no me veía. El tipo se puso en pie, se acercó a la máquina, muy alto, con los hombros anchos y las manos en las caderas, un chulo de mierda, se inclinó sobre el panel iluminado donde estaban los títulos de las canciones y echó una moneda, ya verás lo que pone, me dije: volvió junto a Marina y ella lo atrajo hacia sí extendiendo su mano con las uñas pintadas y entonces empezó a sonar una canción espantosa, de Demis Roussos, una canción que le taladraba a uno los oídos, We shall dance, pero a ella debió de gustarle mucho, porque siguió la melodía moviendo los hombros y echando a un lado la cabeza como si perteneciera a un coro bondadoso, estúpido y feliz, el que sonaba en el disco acompañando a aquel gordo de barriga opulenta bajo la túnica de flores. Ya casi no sentía celos, sino rabia, hacia ella y hacia el tipo y hacia Demis Roussos, y más que nada hacia mí, por estar enamorado de una mujer a la que le gustaban esas canciones y esa clase de seductores repulsivos, por estar espiándola y emborrachándome solo en la barra del Martos en vez de andar por ahí con mis amigos, con razón se burlaban de mí y huían de mis confidencias tristes y de mi premeditado aire de desesperación.

Pero no me iba, no hacía nada, sólo beber y lacerarme con aquella música y con las torpes carcajadas que oía a mi alrededor como una niebla alcohólica, y encendía mi último cigarrillo y miraba de soslayo entre el humo a las dos figuras que se abrazaban en el rincón más oscuro del Martos: me sobresalté de pronto, se marchaban, Marina estaba en pie y se alisaba la falda, pasarían a mi lado y me sería imposible fingir que no los había visto, iba a ponerme rojo, seguro, colorado de humillación y de vergüenza, no me quedaba tiempo para huir. Pero no se iban, el tipo abrió la puerta de cristales que daba al jardín y a la discoteca Acuario's y la dejó pasar delante a ella, a quién pensaba engañar con galanterías semejantes, y desde el interior vino retumbando un ritmo de batería y de bajo. Era tarde, más de las diez, yo no iba a cruzar esa puerta, no me quedaba dinero para pagar la entrada, incluso no estaba seguro de poder sostenerme cuando bajara del taburete y perdiera el apoyo de la barra. Me veo a mí mismo entrando en aquel pequeño jardín con las plantas iluminadas desde abajo por tubos fluorescentes y empujando por primera vez en mi vida la puerta acolchada de una discoteca con el mismo temblor con que pisaría el umbral de un prostíbulo. No vi nada al principio, ningún portero me pidió que pagara una entrada, me envolvió un ritmo denso que golpeaba en la oscuridad rojiza como un corazón entre los blandos tejidos del pecho y cuando empezaron a oírse las trompetas reconocí la canción que estaba sonando: My girl, pero no la cantaba Otis Redding, sino los Rolling Stones. Vi divanes tapizados de un rojo muy oscuro, espejos, luces giratorias que me daban vértigo, camisas blancas que fosforescían, lentos cuerpos abrazados y en pie que casi no se movían. Di unos pasos sin ver el suelo ondulado que pisaba, vi a Marina durante menos de un segundo bajo una luz verdosa y luego roja, la sombra de su cuerpo confundida con la sombra del otro, los brazos colgados de su cuello, las caderas moviéndose muy lentamente contra él, la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. Una voz me llamó: «¡Pero qué sorpresa, madre mía, si es mi amigo el políglota! ¿Cómo es que no estás estudiando para el examen de mañana?» En una especie de cubículo, turbiamente alumbrado por una luz que fluía debajo de la mesa, Pavón Pacheco se arrellanaba con la suficiencia de un gángster, recostado como en un trono en la pared acolchada, rodeando con sus brazos a dos mujeres de pechos grandes y caras chupadas, de edad indefinible, con un aire al mismo tiempo de adolescencia enferma y depravada madurez, provocado sin duda por la ambigüedad de la luz, el maquillaje excesivo y el brillo vacuo y vehemente de los ojos. Había con ellos alguien más, un hombre, pero estaba medio oculto en la sombra, únicamente se veían sus dos manos, que manejaban con velocidad y sigilo un pequeño montón de tabaco y una hoja de papel de fumar. «Siéntate con nosotros, políglota, que te voy a presentar a estos amigos.» Yo no veía bien las caras, desfiguradas por la luz amarilla que subía del suelo, no alcancé a oír los nombres, tan sólo me fijé en que una de las mujeres no llevaba sujetador y en que el hombre que parecía estar liando un cigarrillo tenía una serpiente tatuada en cada uno de sus antebrazos, nervudos y pálidos. «Un lejía», dijo Pavón Pacheco con orgullo al presentármelo, «un caballero legionario recién llegado de Melilla». Las dos mujeres me miraban y se reían entre sí tapándose la boca y daban manotazos y mordiscos a Pavón Pacheco, cuyas dos manos se alargaban simultáneamente hacia los escotes. Una de ellas dijo, «pero si tiene cara de niño», y tardé un poco en darme cuenta de que hablaba de mí y en ponerme colorado, pero ya casi no me acuerdo de lo que ocurrió desde entonces, empezó a oírse a Roberta Flack cantando Killing me softly with his song y yo miraba con disimulo inútil a Marina y al tipo que se abrazaba a ella y le hundía la cara en la nuca y le aplastaba las nalgas con sus dos manos abiertas y me sentía morir no suavemente sino con una lentísima crueldad, las dos mujeres se reían simultáneamente abriendo mucho sus grandes bocas pintadas y dándose palmadas en las rodillas mientras los dedos incansables de Pavón Pacheco buscaban bajo sus faldas y sus blusas, yo tenía en la mano un cubalibre que no recordaba haber pedido y que en cualquier caso no podría pagar, el legionario de los antebrazos tatuados me ofrecía un burdo cigarrillo muy ancho en un extremo y muy delgado en el otro, que ardía mal y despedía un humo resinoso. Pavón Pacheco me lo quitaba de los labios diciéndome, «pero no lo fumes así, hombre, que no es un Celtas», y me enseñaba cómo debía fumarlo, con una larga aspiración, igual que aspiraban sus pipas de opio los chinos de las películas, reteniendo mucho rato el humo, expulsándolo muy despacio, con los ojos cerrados, cobijándolo en el interior de la mano ahuecada, pero yo apenas podía fijarme ya en nada, percibía una espesa aleación de música, de humo dulce, de carcajadas y alcohol y olores y penumbra, me moría de risa sin recordar el motivo y veía agrandarse frente a mí las bocas de aquellas dos mujeres, que mostraban unos dientes estropeados y mezquinos, y distinguía en la blancura temblona de sus pechos leves venas azules, tenía el paladar estragado de tabaco y ginebra y cada vez que chupaba uno de aquellos cigarrillos notaba como un roce de lija en la garganta, me atragantaba, hablaba rápidamente en inglés y las dos mujeres se reían y las palabras que yo mismo pronunciaba se alejaban vertiginosamente hacia atrás, como las chispas de un cigarro que alguien sostiene en la ventanilla abierta de un coche disparado a doscientos kilómetros por hora, saliendo de Mágina en mitad de la noche, viajando sin tregua en una dirección desconocida. De pronto noté que me sudaban las manos, que tenía gotas heladas de sudor en la frente, sonaba una música rápida y violenta que me golpeaba en las sienes como los guantes de un boxeador encarnizado, Pavón Pacheco, el legionario y una de las mujeres habían saltado a la pista y bailaban como poseídos, ya no oía a Roberta Flack ni veía a Marina, y la otra mujer estaba hablándome y sus palabras se me perdían una fracción de segundo antes de que llegara a entenderlas, llevaba gafas graduadas, de culo de vaso, unas gafas atroces, y yo no había reparado en ellas hasta ese momento, o tal vez era que acababa de ponérselas, me decía que a ella también le gustaba mucho leer libros, pero que no tenía tiempo, con aquella vida, qué vida, le pregunté, pero iba a morirme, si no salía y respiraba aire fresco iba a vomitar, allí mismo, sobre la mesa y las copas, sobre la moqueta fluorescente en la que brillaban puntos rojos y amarillos de luz, tenía que levantarme y me faltaban las fuerzas, pero ya estaba en pie, avanzaba tambaleándome y sin ver dónde pisaba entre un enredo de cuerpos que se movían en la oscuridad al ritmo de la música como una de aquellas gusaneras que aparecían en la huerta entre los grumos de estiércol, iba a morirme de asco, imaginaba cualquier cosa y la veía, vi un instante a Marina retorciéndose entre unos brazos masculinos, crucé el jardín iluminado entre un rectángulo de muros tan altos como los de un pozo y luego mi mano se deslizó a lo largo de la barra del Martos y giró el pomo de una puerta y me encontré solo y extraviado en el aire frío de la noche, sin saber dónde estaba ni hacia dónde podría dirigir mis pasos, parado en medio de la calle, con las piernas abiertas, viendo mi larga sombra delante de mí, escuchando con un residuo último de lucidez las campanadas de las doce que sonaban en la plaza del General Orduña. Volví a oírlas, las conté otra vez y sonaron nada más que cinco. Pero tiritaba de frío y ya no estaba en la puerta del Martos, sino en un lugar que me costó reconocer, sentado en un escalón de piedra lisa y helada, apoyando la nuca contra la madera áspera de una puerta. Bombillas en las esquinas, un rumor de hojas de árboles movidas por un viento imperceptible, una casa con dos torres muy altas y un alero de gárgolas. Estaba en la plaza de San Lorenzo, echado contra la puerta de mi casa, acababan de dar las cinco de la mañana y yo no sabía cómo pude llegar hasta allí ni cuánto tiempo llevaba tiritando de frío en el escalón. Se me habían borrado de la memoria las cinco últimas horas, lo último que recordaba eran las campanadas de las doce y el terror a que mi padre me estuviera esperando levantado. Oí un ruido de pasos, un cerrojo que se descorría, los goznes de una puerta. Una luz amarilla proyectó mi sombra sobre la tierra apisonada de la plaza. Mi padre, muy alto frente a mí, con su pelo canoso, con su chaqueta de vender bajo el brazo, acababa de levantarse para ir al mercado y estaba mirándome con incredulidad y desprecio, como si no pudiera soportar el asombro por la vergüenza que sentía.


Nadia se echa a reír , desconcertada al principio, halagada por los celos retrospectivos de él, que se parecen tanto a los suyos, entorna los ojos castaños y se toca ligeramente los labios con las yemas de los dedos, está queriendo acordarse con detalle de algo o encontrar unas palabras que sean tan exactas como el metal claro de su voz y sonríe en silencio, aprieta los labios, adelanta un poco el mentón, traga saliva, él ya conoce esos gestos y sabe que preludian un tranquilo monólogo, y al mirar tan de cerca su cara pensativa y delgada entre la ancha melena que le llega a los hombros desnudos se pregunta cómo fue cuando tenía diecisiete años y llevaba el pelo largo y liso y partido por la mitad y la frente descubierta, en qué se parecían a los de la mujer de ahora los rasgos de la muchacha medio norteamericana que llegó a Mágina con la de que iba a descubrir el país perdido y la oculta biografía de su padre y acabó comprobando después de unos pocos meses que los lazos íntimos de su mutua lealtad se les habían extraviado a los dos en el viaje desde América y que era tan imposible su restitución como una marcha hacia atrás en el tiempo, hacia el momento no percibido por ella, aunque sí por él, pues llevaba años esperándolo, como el vigía de una fortaleza en el desierto que ha empezado a ser sitiada mucho antes de que se distinga la primera silueta lejana del primer enemigo, en que se bifurcaron sus dos vidas, no porque apareciera alguien, el hombre que le arrebataría a su hija, sino porque surgieran en ella los estigmas de la mujer futura en la que sin saberlo ya estaba convirtiéndose, la que permanecería soberana y joven en el mundo cuando él, su padre, declinara en dirección a la muerte y se perdiera en ella exactamente igual que si no hubiera vivido nunca.

Pero ella no podía imaginar entonces la intensidad desesperada y lacónica del amor de su padre. La descubrió mucho tiempo después, en una residencia de ancianos de New Jersey, durante cada uno de los días que tardó en llegarle una muerte serenamente deseada, cuando él le contó por fin las vidas que había vivido antes de que naciera ella y volvieron a mirarse como no se miraban desde aquel único invierno que pasaron juntos en Mágina. El hombre alto y enérgico de cuyo brazo iba ella por los aeropuertos y luego por los vestíbulos de los hoteles y las calles luminosas de Madrid le parecía ahora un jubilado monótono y más bien egoísta que pasaba las tardes sentado en un sofá con una chaqueta vieja, unas gafas de leer y una copa al alcance de la mano y mantenía desganadas conversaciones en voz baja con otro anciano prematuro, el fotógrafo gordo que hasta el mes de abril no se quitó el abrigo y la bufanda por miedo a las corrientes de aire. La incomodaba notar detenidos en ella los ojos claros e inquisitivos de su padre, alojados en la sombra de sus cejas espesas, le hacía temprano la comida para poder irse cuanto antes, fregaba rápidamente los platos y ordenaba con descuido la cocina y el comedor, algunas veces se olvidaba de vaciar los ceniceros y salía a toda prisa, no sin pintarse antes los labios y los ojos, y su padre, sentado en el sillón, con las gafas caídas sobre la nariz aguileña y un libro o una copa en la mano, la miraba irse en silencio o le decía adiós con una pesadumbre mal disimulada por la sonrisa de siempre, la que los había aliado por encima de todo y sin necesidad de palabras hasta una noche cualquiera del invierno anterior, cuando ella volvió un poco más tarde de lo habitual y no le contó dónde había estado y él no hizo ninguna pregunta y supo con sólo mirarla que todo lo que había esperado y temido desde que ella alcanzó la pubertad estaba empezando a ocurrir. Alguna vez se iría para siempre como se iba ahora cada tarde, adulta, extraña, maquillada, transfigurada no por las formas de sus caderas y sus pechos sino por la posesión de un secreto que a él le era inaccesible y lo confinaba gradualmente en la impotencia asombrada y quejumbrosa de la vejez.

A las dos y media ya estaba en la calle, cuenta Nadia, muchas veces ni siquiera comía para alargar unos minutos más el tiempo de la cita, subía hacia el instituto, con la esperanza de verlo desde la otra acera o en el interior de algún bar adonde hubiera ido para beber una cerveza con sus compañeros, pero si lo veía por la calle no se acercaba a él, ni siquiera le decía adiós, era una norma de seguridad, o una precaución de adúltero inhábil, pero a ella, sobre todo al principio, no le importaba obedecerla, le gustaba verlo entre los demás, singular y secretamente suyo, más alto que los otros, con su pelo rizado y canoso y sus grandes manos moviéndose en el calor de una charla trivial: incluso alguna tarde, a la hora de salida, había caminado en dirección contraria a los grupos de alumnos que abandonaban el instituto y lo había visto venir conversando con alguien y casi enrojecer apartando los ojos de ella. Le gustaba pensar que compartían una aventura tan clandestina como el activismo político, una intimidad hermética tras la puerta cerrada del piso que él tenía alquilado en un edificio nuevo al norte de la ciudad, en una calle fea y anónima que aún no estaba asfaltada, y donde no era fácil que se fijaran en ellos. Tenía una llave, la escondía por las noches debajo del colchón o en una bolsa de maquillaje recién adquirida, la llevaba bien escondida y apretada en la palma de la mano cuando subía en el ascensor y cruzaba el pasillo oloroso a pintura reciente y a madera nueva, y si él no había llegado aún se tendía a esperarlo en el sofá y fumaba uno de sus cigarrillos negros, escuchando con impaciencia el ruido del ascensor y los pasos de los vecinos, apagando el cigarrillo y poniéndose en pie cuando oía la llave de él en la cerradura para verlo en el umbral en cuanto la puerta se abriera, su pelo rizado y canoso, su chaqueta de pana, el aire de fatiga con que dejaba en el suelo la cartera negra, la sorpresa inagotable y la avidez con que la miraban sus ojos y le oprimían la cintura las manos que luego dejaban en su cara y en su boca un olor a tiza y a nicotina, una certeza delicada y absoluta de predilección. En América, el año anterior a su viaje, había estado con jóvenes de su misma edad que la besaban y la tocaban y se tendían sobre ella en el asiento trasero de un coche como si no tuvieran tiempo ni capacidad de verla, como si les diera igual que fuera ella o cualquier otra la muchacha a quien acariciaban con nerviosa premura: y a ella le ocurría casi siempre lo mismo, la empujaba una curiosidad abstracta, como ajena a su cuerpo, rápidamente borrada por la fugacidad y la decepción. Al abrazarla él decía su nombre y la miraba a los ojos. «No deberías venir a estas horas, seguro que te ha visto alguien»: pero ya estaba derribado y vencido por el deseo, pues nunca había creído que pudiera ofrecérsele sin condiciones ni límites un cuerpo como el que iba descubriendo codiciosamente al despojarla de la ropa, aquella resplandeciente desnudez vertical que se le había acercado la primera noche y que surgía cada vez como intocada y limpia de sus pantalones vaqueros caídos en el suelo y de las bragas y la blusa y los calcetines rojos de lana. Miraba de soslayo el reloj que había dejado sobre la mesa de noche, a las tres y cuarto como máximo tenía que levantarse, se daba una ducha rápida, se vestía angustiosamente mientras ella permanecía cansada e inmóvil en la cama, abrazando un almohadón, a las tres y veinticinco salía otra vez con su chaqueta de pana oscura y su cartera, y muchas veces, cuando volvía de clase, a las seis, ella estaba dormida, desnuda bajo las mantas, o intentando leer uno de sus libros de bolsillo y de aficionarse a las canciones sudamericanas y francesas que a él le gustaban, perezosa, sonriendo, muestra siempre los dientes al sonreír, blancos y fuertes entre la curva roja de los labios, entorna los ojos brillantes bajo las pestañas y se le forman dos pliegues a los lados de la boca, sus facciones adquieren una expresión de salud y de burla, dispuesta para el amor, con una franqueza sin duda desconocida para él hasta entonces y no siempre tranquilizadora. En las tardes y los anocheceres prematuros del final del invierno él le enseñó la lentitud, aunque es posible que también la aprendiera al mismo tiempo que la inventaba para ella, la persiana bajada, porque en el piso no había cortinas que graduaran la penumbra, la lámpara en el suelo, cerca de la cama, una canción de Jacques Brel en el tocadiscos y su voz en el oído de Nadia repitiendo la letra, con un acento impecable, imaginaba ella, y traduciéndosela luego mientras le ponía su cigarrillo en los labios y le besaba los hombros, el cuello, los pómulos pecosos, ne me quitte pas, y reanudaba muy lentamente las caricias, como si derramara sobre ella todos los saberes de la experiencia y de la admiración, cuidadoso, literario, devoto, recitándole letras de canciones francesas y versos de Neruda, con accesos de desvarío que la arrastraban a una violenta y estremecida revelación de sí misma y paréntesis de callada tristeza, al final, ya recostado en la almohada y fumando de nuevo, voluntariamente, sinceramente enigmático, dejándole entrever en sus palabras la sombra de la imposibilidad y la separación, un pasado de infortunios y peligros heroicos, de mujeres memorables encontradas y perdidas en el curso de una sola noche. Cuando ella miraba el reloj y empezaba a vestirse él ponía en el tocadiscos una canción de Joan Manuel Serrat: «Te levantarás despacio, poco antes de que den las diez…»

«Era como una película», dice Nadia, riéndose, no de él, sino de sí misma, «como una de aquellas películas francesas que a él le gustaban y que yo no había visto». Al paso de los años se ha ido volviendo más cautelosa y más sabia, ya no confía igual que antes en su resistencia solitaria al dolor, pero ha afianzado su ironía y no ha perdido ni uno solo de los gestos de entonces, la costumbre de sentarse en la cama abrazada a un almohadón, su manera ensimismada de hablar, tocándose los labios con las yemas de los dedos cuando no encuentra la palabra o el giro exacto que busca, la indolencia gustosa, la falta absoluta de sentido del tiempo, la risa súbita que le ilumina los ojos antes de romper nítidamente en su voz. Se da cuenta de que Manuel lleva un rato callado y deja de reír y de hablarle del otro, le toma la cara entre las manos, aprieta contra él su vientre cálido y sus muslos. «Me recuerdas a mi padre», dice, «él también tenía celos y callaba, prefería no saber, igual que tú, celos y miedo a que me pasara algo malo, al fin y al cabo era un español a la antigua y quería preservar la honra de su hija, aunque él no le diera ese nombre, le llamaría juventud o inocencia y estaba seguro de que yo sola no sabría protegerme, y a ti te pasa más o menos lo mismo, te imaginas que fui deslumbrada y engañada por un seductor veinte años mayor que yo, te lo cuento y quieres salvarme, subir a una máquina del tiempo como al corcel de un caballero medieval y rescatarme cuando estaba a punto de ser ultrajada. Pero nadie me engañó, y menos José Manuel, o el Praxis, como le llamabas tú, y si hubo alguna mentira la inventé y me la conté yo misma y me la creí porque yo quise creerla, porque me apetecía y me excitaba, cómo iba a engañarme él, si era transparente, aunque él pensara lo contrario, aunque se sintiera culpable por no decirme la verdad y por estar siéndole infiel a su compañera y a sus principios, se marchaba todos los fines de semana a Madrid y no me decía que allí estaba con otra mujer, como si yo no me diera cuenta nada más que mirándole la cara que traía los lunes, pero me daba igual, por lo menos al principio, quería tenerlo y lo tenía, estaba segura de que si me comparaba con otra era yo quien salía ganando, y no me importaba que fuera la vanidad y no el amor lo que le hacía seguir conmigo, iba a esperarlo a su piso y abría la puerta con mi llave, miraba sus papeles y sus libros, tenía cientos de ellos apilados en el suelo, contra la pared, pero a mí no me sonaban los títulos de casi ninguno de ellos ni los nombres de los autores, salvo dos o tres, y me abrumaban, me sentía un poco idiota, como si no hubiera leído ni un solo libro en mi vida, o al menos ninguno de los que eran imprescindibles para él, usaba también ese adjetivo para referirse a las películas y los discos que le gustaban. Yo le registraba los cajones, aunque él me lo tenía prohibido, pero ya sabes lo curiosa que soy, hasta le encontré una foto enmarcada de su mujer que había escondido en el fondo del armario, a lo mejor volvía a ponerla en la mesa de noche cuando yo me marchaba, una cara carnosa, un poco mustia, ya sabes, con melena corta y gafas redondas, no su mujer, su compañera, cuando por fin se atrevió a hablarme de ella decía esa palabra con reverencia, como para disuadirme de que yo la insultara, no estamos casados pero precisamente por eso mi compromiso con ella es más sincero y más fuerte, eso me dijo la última vez. Pero me gustaba mucho, aunque no fuera por las razones que él creía, me gustaba que me llamara por sorpresa a medianoche y me llevara a tomar una copa fuera de Mágina, en algún bar de la carretera, o a cenar con un grupo de camaradas suyos en una cortijada, algunas veces a la luz de un candil, les decía que yo era la hija de un militar republicano exiliado y yo me sentía orgullosa no sólo de mi padre, que estaría en casa esperándome sin poderse dormir, sino también de él, y pensaba que para aquella gente era una compatriota y no una extranjera, porque yo también les ayudaba, aunque él casi nunca me lo permitía, por miedo a comprometerme, se quedaba muy serio y me decía, cuanto menos sepas mejor para ti. Pero como actor era bastante malo, igual que la mayoría de los hombres, y poco a poco empezó a irritarme no que me mintiera, sino que lo hiciera tan mal, cuando le daba el ataque de responsabilidad o de culpa se inventaba reuniones para no estar conmigo, me llamaba con mucho misterio para decirme que había peligro y que no fuera al piso, y cuando volvió de las vacaciones de Semana Santa estuvo varios días muy serio, me abrazaba con desesperación y luego se apartaba de mí con esa vergüenza que os da a los hombres si no estáis a la altura de vuestra vanidad, le preguntaba qué piensas, y él decía que nada, vuelto de espaldas a mí, y a lo mejor al día siguiente ya parecía el mismo de antes y me llevaba en el coche a cenar en un merendero junto al río, pero en mitad de la conversación volvía a poner aquella cara tan seria, como de estar agobiado por problemas que yo no podía entender, a lo mejor se imaginaba que estaba actuando en una película sueca o francesa en la que pasan minutos y minutos sin que nadie diga nada y a mí me daban ganas de soltarle una bofetada y exigirle que me dijera de una vez lo que no se atrevía a decirme, pero no, yo fingía que no me daba cuenta y él se quedaba ya toda la noche con aquella cara de víctima o de canalla atormentado, y entonces comprendí que si no había cortado ya conmigo era porque prefería esperar al fin de curso para que todo acabara sin necesidad de una ruptura abierta. No quería hacerme daño, claro. Nunca quieren hacerlo. Como si bastara una mentira para suavizar ese horror de que a uno lo dejen».

Y entonces fue cuando de verdad empezó a necesitarlo con una devoradora urgencia física y tuvo lucidez para medir el arrebato en que vivía, un fervor acrecido al transmutarse en insatisfacción y luego en sufrimiento, una agobiante incapacidad de no pensar en él o de cumplir las costumbres y las obligaciones diarias, la limpieza de la casa, el orden de su habitación, la compra, la comida, la conversación cada vez más difícil con su padre, que se convertía dolorosamente para ella en una figura inerte cuando no en un posible acusador. Era ella quien llegaba ahora después de medianoche y quien no encendía la luz al cruzar el comedor camino de su dormitorio, y él quien permanecía despierto esperándola y no hacía preguntas a la mañana siguiente. Tendida en su cuarto, con el pestillo echado, alguna tarde en que José Manuel le había avisado por teléfono para que no fuera a verlo, oía a su padre hablar en voz baja con aquel fotógrafo gordo que ahora llevaba, en vez del impermeable azul marino y la gorra de plástico, un lastimoso traje de entretiempo, y desplazaba hacia ellos una parte de la impaciencia y la rabia que le había provocado la cancelación de la cita. Se imaginaba hablándole fríamente al otro, burlándose de su cobardía, provocándole un deseo que ya no iba a satisfacer, viendo en sus ojos la incapacidad masculina de aceptar el rechazo. Se complacía amargamente en recapitular las pruebas de su vanidad, su palabrería, el gusto con que se escuchaba a sí mismo cuando creía estar maravillándola a ella, sus manías verbales, praxis, en tanto en cuanto, imprescindible, el desasosiego y hasta el miedo que se apoderaban de él si ella emprendía en el amor alguna imperiosa iniciativa. Sonó el teléfono y se puso en pie tan rápidamente como la primera vez que él la llamó. Pero tampoco ahora se dio prisa en salir: se miró en el espejo, esperando que su padre golpeara la puerta, tardó un poco en contestar, como si hubiera estado dormida, en el comedor le sonrió a Ramiro Retratista y le dijo buenas tardes antes de ponerse al teléfono, y el fotógrafo hizo ademán de levantarse y se le cayó de las rodillas un libro muy grande que parecía una Biblia y una foto antigua de mujer. «…Y de ese modo descubrí que las palabras de aquella carta estaban sacadas del Cantar de los Cantares», le oyó contarle a su padre mientras ella aceptaba una cita para esa misma noche, no en el piso, sino en una taberna sórdida y proletaria de los Miradores, detrás de la iglesia del Salvador, un sitio con carteles de Carnicerito, cubas de vino bronco y anaqueles de botellas estriadas donde sonaban en una radio mugrienta confusos programas de flamenco que parecían estar siendo emitidos diez o quince años atrás: no había letrero en la puerta, pero la taberna tenía un nombre brutal, Nadia no logra acordarse, era el apodo del dueño, un apodo feroz, se pasa la lengua por los labios. Matamoros, dice, pero sabe que no, y es Manuel quien recuerda, Ahorcamonos, y los dos se echan a reír, él también fue allí algunas veces con sus amigos, cuando entre todos sólo reunían el dinero suficiente para una botella de vino blanco y malo, y les llamaba la atención ver entre los albañiles de cara enrojecida y los borrachos lívidos y de pelo aplastado a algunos barbudos con libros bajo el brazo que se sentaban con las cabezas muy juntas en las mesas del fondo, detrás de una cortina sucia.

Cuando la levantó, con una pegajosa sensación de repugnancia en los dedos, él aun no había llegado. La primera vez que estuvo allí, una noche de invierno en la que el viento batía los árboles oscuros de los miradores, le pareció un lugar opresivo, pero también caliente y abrigado, casi novelesco, con aquellas caras sombrías que la miraban fijamente y que le hicieron acordarse de los guerrilleros de boina calada, cejas peludas y piel cobriza y aceitosa que le ayudaban a Gary Cooper en Por quién doblan las campanas. Ahora la taberna le pareció nauseabunda y patética y se enojó con él por haberla elegido y luego consigo misma por hacerle caso. En la radio Juanito Valderrama cantaba El emigrante. Olía a humo de picadura y de Celtas, a ropa sudada y a madera empapada en vino agrio. Cómo la mirarían, piensa Manuel, cuando la vieran sola y extranjera y tan joven en aquel lugar donde no entraban mujeres, donde las caras y las voces y hasta el sonido de la radio y la luz de las bombillas desnudas tenían una turbiedad rancia, un anacronismo de miseria antigua que tal vez ella no podía notar tan crudamente como nosotros, y que a los tipos recién venidos de la universidad, desertores transitorios del Monterrey y de los bares sólo para socios de la calle Nueva que frecuentaban sus padres, les resultaba proletario y exótico. Entró sin mirar nada más que un instante hacia la barra, atemorizada y resuelta, y las pupilas beodas que la siguieron mientras cruzaba hacia el reservado tenían la misma consistencia pegajosa que la cortina y la madera de la mesa donde se sentó, apoyando la espalda en la cal húmeda de la pared, frente a la puerta, como si vigilara la llegada de un enemigo. Él vino tarde, disculpándose, con la chaqueta bajo el brazo, con la cartera negra en la mano, abultada de libros y de hojas de examen, ya habían empezado los finales y se pasaba noches en blanco corrigiendo, aunque él no creía en el sistema, lo encontraba rígido y sobre todo injusto, pero a ver quién cambiaba la rutina de los profesores, y la de los alumnos, desde luego, acostumbrados a copiar apuntes y a repetir de memoria nombres y fechas, el próximo lunes tenía examen con los del último curso y había decidido permitirles que consultaran libros y animarlos a que expresaran sus opiniones personales. Movía las manos frente a Nadia, con ademanes rápidos de prestidigitador, echado hacia adelante, los codos apoyados en la mesa, como si estuviera en un aula. Pero no paro de hablar, dijo, advirtiendo el silencio indiferente de ella, incómodo ante su mirada, que ahora lo traspasaba como una mano que se extiende para descubrir la inconsistencia de una sombra. Encendió un cigarrillo, dio una palmada, llamó al tabernero por su nombre, le sonrió cobardemente a ella al preguntarle qué iba a beber: nada. Él pidió media de vino del país. Se puso muy serio y por fin la miró abiertamente a los ojos. Saber de antemano lo que estaba a punto de escuchar no lo hizo menos doloroso para ella, pero sí más humillante, porque asistía a una representación mediocre, en la que no había ni una sola palabra que no hubiera sido repetida y gastada muchas veces, por ese mismo hombre y por otros, en cualquier idioma y en cualquier lugar, palabras de cobardía masculina, de sinceridad embustera y tortuosa, de compasión indeseada, de arrepentimiento y consuelo y futura lealtad a pesar de todo. Eso era lo que distinguía ella al escucharlo, no frases que se enlazaban entre sí sino palabras aisladas y viles, dañinas como agujas, suaves, venenosas, comunes, y tras ellas un desasimiento de la realidad y un dolor tan pesado como un bloque de plomo, que volvía casi trivial el motivo que lo provocaba y también al hombre ahora educado y extraño que movía las manos ante ella o hendía nerviosamente con la uña del dedo índice la superficie áspera de la mesa, hablándole con una entonación condolida y un poco paternal mientras al otro lado de la cortina se oían voces lentas de borrachos y coplas flamencas y en el exterior, a unos pasos de ella, duraba un anochecer estático de principios de verano y en el aire tibio y tenuemente azul, sobre los muros con escudos y la cúpula de bronce del Salvador, se cruzaban en vuelos fulminantes los vencejos. No quería seguir viendo aquella cara de justificación y penitencia, de mentira y de culpa, no quería oír las palabras que él seguía diciéndole, con la cabeza baja y la mirada huidiza, como si confesara, nunca más, recuerdo imborrable, deber, arrebato, sinceridad, coherencia, compañera, en tanto en cuanto, vida por delante. Descubría que ni la lucidez ni el desprecio mitigaban el dolor y que seguía siendo intolerable aunque lo ocultara el instinto de la dignidad. Salieron de la taberna y se negó a que él la llevara a su casa en el coche. Parados el uno frente al otro, como aquel día de diciembre en que ella aceptó guardarle la caja de cartón, él le acarició la cara con una especie de temerosa vehemencia en los dedos y le repitió el estribillo de una canción que habían escuchado juntos muchas veces: «On n'oublie rien de rien, on n'oublie rien du tout.» «Vete a la mierda», dijo Nadia, apartándose con un gesto ofendido y huraño que le devolvió por un instante el orgullo, y cuando lo miró otra vez vio una expresión de estupor o de lástima hacia sí mismo en sus ojos y en su boca, como si le suplicara, como si fuera él quien había sido abandonado, quien no podía soportar el dolor.

Nunca más volvió a verlo. Vio el ochocientos cincuenta con matrícula de Madrid pasar despacio a su lado y alejarse por la plaza de Santa María y siguió caminando con la mirada en las losas y los pulgares asidos al cinturón de sus vaqueros. Cruzó sin pausa ni fatiga la ciudad entera hasta la colonia del Carmen, sin ver nada ni pensar nada, diciendo en voz baja insultos en español y en inglés que surgían de sus labios con la misma fluidez sin voluntad con que avanzaban por delante de ella las punteras de sus zapatillas blancas, rítmicas, indiferentes, hipnóticas, llevándola por aceras y plazas adoquinadas que ella no veía, junto a escaparates iluminados y portales oscuros, entre un difuso rumor de figuras humanas y motores de coches, de canciones oídas al pasar en los bares, tras una niebla de carcajadas y voces. Se recuerda caminando siempre en la noche perfumada de junio, tendida en su dormitorio, la cara contra la almohada y los brazos colgando a los lados de la cama, saliendo al comedor para buscar cigarrillos cuando creía que su padre ya estaba dormido, odiándolo por su corrección anglosajona, por su apariencia de frialdad, mirándose al amanecer en el espejo, con las pupilas afiladas de insomnio y un cerco rojizo en los párpados, con una punzada en los riñones tan furiosa como un dolor de muelas, fea y pálida, muchos años mayor al cabo de una sola noche, revolviéndose, negando, decidida a no permitir la indignidad y a no dejar sin castigo la mentira: fue a la tarde siguiente cuando revivió, se acuerda de que era una tarde vacía y silenciosa de sábado y de que su padre no estaba, se dio un largo baño caliente, sumergió la mano bajo el agua y la fue subiendo por los muslos y cuando los apretó sobre ella hasta que le dolieron las ingles ya era la mano de él la que estaba tocándola. Se cepilló el pelo, se puso las bragas y el sujetador que él prefería y se maquilló pensativamente antes de vestirse, apenas una sombra en los ojos y un poco de carmín en los labios, eligió una falda y una blusa de colores vivos, unos tacones bajos. No quería seducirlo de nuevo, sino desafiarlo. Atravesaba en pocas horas varias edades de su vida futura, empujada por el vaticinio de una conciencia de sí misma que sólo poseería del todo diecisiete años después. No llevaba bolso: la llave del piso le hería la palma de la mano. Pulsó el timbre antes de abrir, y cuando empujó la puerta aún no había descartado la posibilidad de encontrarse con él. Sin encender la luz del pequeño vestíbulo lo llamó: por el modo en que sonaba su voz supo que no estaba y que seguramente no vendría. Recorrió el pasillo sin cuadros ni lámparas, el comedor, el dormitorio con las persianas echadas, con el tocadiscos en el suelo y un cenicero lleno de colillas sobre los libros apilados en la mesa de noche. En el cuarto de baño olió intensamente una toalla y un frasco destapado de loción de afeitar. Todo permanecía igual que la última vez, cinco o seis tardes antes, pero en la inmovilidad de las cosas ella notaba un cambio más definitivo porque era invisible. Sin que se modifique su apariencia exterior un lugar o un rostro pueden volverse desconocidos y hostiles. Iba por las habitaciones como anestesiada, con los ojos secos y el corazón sobresaltado cada vez que oía el ruido del ascensor o unos pasos, o el motor del frigorífico que se ponía en marcha en la cocina. Buscó en el armario la foto de la mujer de la melena corta y las gafas redondas, pero ya no estaba. La chaqueta de pana osciló levemente en su percha y ella buscó en los bolsillos y encontró un billete del Metro de Madrid, el capuchón de un bolígrafo y un paquete casi vacío de Ducados. Encendió uno y para aliviar el mareo se tendió en la cama, doblando bajo la nuca la almohada que olía fuertemente a él. Pensaba, repetía en voz baja: no siento nada, no estoy aquí, no he venido a esperarlo. Se quitó los zapatos y al flexionar las rodillas la falda amplia del vestido quedó recogida entre sus muslos. Lo veía aproximarse despeinado y desnudo, triunfal en su virilidad tan rápidamente recobrada, vanidoso, asombrado de ella, arrodillándose en la cama, ascendiendo, mientras en el tocadiscos sonaba a poco volumen una canción muy lenta y en un rincón ardía una vela que daba un brillo tembloroso de aceite al sudor de los cuerpos: ahora la cera derretida cubría el cuello de la botella y el disco de Jacques Brel tenía una leve capa de polvo, y un rastro ofensivo de sudor duraba en las sábanas que él no había cambiado.

Llevaba dos noches sin dormir. Cerró los ojos, se cobijó de cara a la pared, las rodillas en el vientre, los puños cerrados sobre el pecho, el oído atento a los ruidos de la calle, que le llegaban desde esa tranquila lejanía de las primeras tardes del verano, negándose a llorar, cruelmente obstinada en la inmovilidad y en la espera, minuto a minuto, aplastada por la lentitud gratuita y enrarecida del tiempo que sólo impone el insomnio con la misma eficacia que el dolor. Supo que iba quedándose dormida como habría notado gradualmente los efectos paralizadores de un veneno o de la inyección de un anestésico. Despertó en la oscuridad, distinguiendo poco a poco las rayas de luz eléctrica que filtraba la persiana. Era de noche y ya estaban encendidas las farolas de la calle. «Te levantarás despacio», recordó, «poco antes de que den las diez». Tenía mal cuerpo y le pesaba tanto la cabeza como si antes de dormirse hubiera bebido y fumado mucho. El olor de las colillas en el cenicero le dio náuseas. Encendió la luz inhóspita del techo, se quedó un rato sentada en la cama, conteniendo el mareo, los codos en las rodillas y la cara en las manos, moviendo de un lado a otro la cabeza, como si se meciera a sí misma, mirando las baldosas y sus pies descalzos entre la celosía de los dedos cruzados. Ponerse en pie, calzarse, oprimir el botón del ascensor y bajar a la calle era una secuencia de gestos imposibles. Entonces sonó el timbre de la puerta y ella apartó las manos de la cara con un acceso indeseado de temor y alegría que desbarataba todos los propósitos de su dignidad. Pero no era él, no podía serlo, él no llamaría al timbre de su propia casa. Decidió esperar: sin duda alguien llamaba por error. Cualquiera que fuese volvía a tocar el timbre, ahora muchas veces seguidas, con impaciencia o ira, golpeaba también la puerta con los puños. Salió descalza al pasillo escuchando el roce de sus pies en las baldosas y los breves crujidos de sus articulaciones. Ahora los golpes hacían temblar la madera de la puerta y no eran sólo golpes de puños, sino de algo más duro y terminante, un pesado objeto de metal. Levantó la tapa de la mirilla y no vio nada: una voz que murmuraba muy bajo le pareció durante una fracción de segundo la voz de él diciendo su nombre. La luz del corredor se apagó. Cuando volvió a encenderse apareció en la mirilla una cara diminuta y convexa, con ojos abultados y bigotes larguísimos, con una boca que se abrió desmesuradamente al gritar. «Abran», escuchó, y los golpes redoblaron en la puerta, «policía». Retrocedió en la oscuridad hasta que su espalda encontró la pared, tenía de pronto unas ganas furiosas de orinar y todo su cuerpo temblaba inconteniblemente, las manos, el mentón, las rodillas, se fue encogiendo contra la pared como si el terror la disminuyera de tamaño y los golpes vibraban en su nuca igual que en el tabique donde la apoyaba, y cuando la puerta se abrió violentamente después de un ruido de arañazos en la cerradura y la luz del corredor irrumpió en el vestíbulo los policías la encontraron acuclillada en un rincón, mirándolos con los ojos muy brillantes y abiertos entre el pelo en desorden que le tapaba la cara.

Se nos ha olvidado cómo eran aquellos cabrones de sociales, dice Manuel, o hemos preferido no acordarnos: eran jóvenes, eficaces, brutales, de una chulería calculada y grosera, tan estridente como el color de sus camisas y el tamaño de sus corbatas y de las pistolas que esgrimían. Mientras uno de ellos, el que parecía mayor y más cruel, registraba las habitaciones derribando a patadas las pilas de libros y pisando los papeles y los discos tirados en el suelo, el otro, más delgado, tal vez más joven, con el pelo castaño y las patillas un poco más cortas, la condujo a ella al sofá apretándole dolorosamente un brazo y sin dejar de mirarla guardó la pistola en la sobaquera y le preguntó por él. «Si te portas bien no vamos a hacerte nada. Mi compañero es un poco bruto, así que será mejor que procures no irritarlo. No tenemos nada contra ti, por ahora. Así que será mejor que nos digas donde está tu amigo. Estás nerviosa, a que sí. ¿Quieres un cigarrillo?» Se lo estaba encendiendo cuando el otro salió del dormitorio. Los botones del chaleco parecían a punto de reventarle sobre el torso hinchado por la ira. Adelantó una mano en la que llevaba todavía la pistola, cogida por el cañón: todo su cuerpo se encogió en el sofá al sentir que iba a ser golpeada con la culata y casi percibir el sabor de la sangre en su boca. Pero no pueden hacerme nada, pensaba, yo no soy española: era como decirse «estoy soñando» en medio de una pesadilla y no lograr sin embargo que se desvaneciera el peligro. Los dedos blancos y crueles como los de un cirujano se cerraron en torno a su barbilla, hundiéndose en la piel, oprimiéndole las mandíbulas: la hizo levantar la cara y mirarlo tan de cerca que le rozaban los labios los pelos negros del bigote. La saliva le olía a tabaco rubio, y la piel a colonia. Le hablaba como escupiéndole, ella nunca había oído en español palabras tan obscenas, le daban tanto miedo como la boca húmeda del policía y el metal reluciente de la pistola. El pulgar y el índice de la mano que había levantado su cara ahora le mantenían torcidos los labios, y el hombre hablaba mirándola a los ojos, haciendo preguntas sucias que celebraba con una carcajada, eligiendo insultos que ella no había oído hasta entonces, amenazas precisas como una cuchillada. «No era nadie el tipo. Encima de rojo corruptor de menores. Y ahora se larga y si te he visto no me acuerdo, así que tú, además de puta, tonta.» «Venga, hombre, déjala ya, ni que fueras su padre.» El otro policía la ayudó a levantarse y le puso un nuevo cigarrillo en los labios. Se acomodó junto a ella en el asiento posterior del coche donde la llevaron a la comisaría. No pensaba en José Manuel, sino en su padre, con un sentimiento feroz de culpabilidad y lejanía lo imaginaba esperándola en la casa de la colonia del Carmen, acostado, sin poderse dormir, contando, igual que ella, las campanadas del reloj de la torre. No la llevaron a una celda, como había supuesto, a un lugar pequeño y lóbrego con un jergón y un ventanuco enrejado. La hicieron pasar a una oficina común, con una mesa y un archivador metálico y una silla de madera donde le ordenaron sentarse, en medio de la habitación, bajo una lámpara de luz muy blanca. En la pared había un retrato de Franco y un calendario con una fotografía en color de la Virgen del Gavellar, patrona de Mágina. La dejaron sola mucho tiempo, y cuando volvió a abrirse la puerta, a su espalda, el policía que entró fue el de las patillas más largas y el bigote más espeso, ahora con la corbata floja y en mangas de camisa. Usaba tirantes y no se había quitado la sobaquera, pero ya no llevaba la pistola. Se quedó de pie, junto a ella, apoyando un codo en el respaldo de la silla, repitiéndole metódicamente los mismos insultos y amenazas, ahora en voz baja, casi al oído, como si le hiciera una confidencia, una babosa proposición. Con el mismo gesto de la vez anterior, que sin duda usaba habitualmente con los detenidos, le oprimió la barbilla con el pulgar y el índice torciéndole el labio inferior y la obligó a levantar la cara hacia él. La voz fue de nuevo sonora y brutal: «Serás todo lo americana que quieras, pero como no cantes ahora mismo tú no te vas de aquí sin una manta de hostias.» Le soltó la cara y ella sostuvo su mirada. El terror se había ido convirtiendo en una especie de resignación o sorda indiferencia. Entonces se abrió la puerta y sin entrar en el despacho el otro policía le hizo una señal a su compañero. «El viejo ha venido», le oyó decir, «quiere que se la lleves ahora mismo». «¿El viejo? ¿A estas horas? No me jodas, hombre, dile que se vaya a dormir, que la tengo en el bote.» «No veas como se ha puesto, si parece otro. Me he hecho el loco y me ha amenazado con una sanción.»

De mala gana el policía más corpulento la tomó por la muñeca y la hizo cruzar un pasillo con puertas de cristales cerradas y subir una escalera. En un despacho con muebles envejecidos y oscuros un hombre de sesenta y tantos años, de pelo crespo y gris, con la cara cuadrada y el labio inferior grueso y caído, la invitó a sentarse frente a él y le dijo secamente al policía que los dejara solos. «Pero, jefe, si estaba al caer, si la hemos cogido como quien dice in fraganti. El subcomisario Florencio Pérez tuvo por fin un rasgo de carácter y dio un puñetazo rotundo encima de la mesa: «Usted se calla y obedece y si quiere hablar me pide antes permiso. Y ahora hágame el favor de salir.» Ni un gallo en la voz, ni el más leve temblor en el labio. El policía se encogió ostensiblemente de hombros e hizo un gesto de desdén, pero cuando iba a salir sus ojos se encontraron con los del subcomisario y no se atrevió a cerrar de un portazo. «No se preocupe, hija mía, no le va a pasar nada. Son jóvenes y los pierde la imprudencia, pero lo que es a mí, con mis años, no les tolero que me falten al respeto. Puede irse ahora mismo a su casa. Es muy tarde, así que imagino que su padre estará preocupado por usted.» Se levantó y era más bajo de lo que parecía cuando estaba sentado. Con una galantería rancia y algo desmedrada le cedió el paso en la puerta y la tomó delicadamente del brazo mientras bajaban al vestíbulo. Al pasar junto al despacho de los inspectores irguió los hombros y alzó la barbilla. Hacía fresco en la plaza del General Orduña, y resonaban en ella el agua de la fuente que hay al pie de la estatua y las voces de los taxistas que conversaban frente al edificio de la comisaría. El subcomisario Florencio Pérez, llevando aún a Nadia del brazo, se acercó a uno de ellos, alto y nudoso, con los hombros muy anchos y una cabeza grande y pelada: «Julián, me va a hacer usted el favor de llevar a esta señorita a su casa. En la colonia del Carmen, ella le indicará el número.» Le abrió él mismo la puerta trasera, se inclinó un poco al dejarla pasar y ella pensó que iba a besarle la mano. «Señorita, disculpe por todo, y preséntele mis respetos a su padre.» Ni una duda, ni una palabra en falso, ni una concesión. «¿Lo conoce usted?», dijo Nadia, ya subida en el taxi. «Nos conocimos hace mucho tiempo. Pero seguramente él no se acordará de mí.» El taxi negro y grande arrancó y el subcomisario Pérez lo siguió mirando hasta que desapareció tras la esquina de la calle Mesones. A la luz del vestíbulo de la comisaría lió con el pulso firme un cigarrillo, sin perder ni una hebra, pasó golosamente la punta de la lengua por el filo engomado y echó a andar fumando camino de su casa, a pasos cortos, con las manos atrás, con la cabeza alta y el humo saliéndole a chorros por la nariz, calculando el embuste que iba a decirle a su mujer cuando se tendiera junto a ella en la cama y las palabras con que al día siguiente se lo contaría todo a su amigo Chamorro.


Fueron las vacaciones más largas , las más odiosas de mi vida, y no acabaron con el fin del verano. Un ministro lunático del general Franco había decidido que el curso no empezara en octubre, sino en enero, así que debimos postergar durante tres meses inacabables nuestra huida de Mágina. Sólo Serrano no esperó: ni siquiera había esperado a que terminara el curso. Para amargura de su padre, dejó de ir a clase y de cortarse el pelo a mediados de mayo, y en junio se marchó en autostop a una ciudad de la costa, dispuesto a hacerse barman, seductor de extranjeras y batería de rock. Martín y yo elaboramos vagos propósitos de unirnos a él, pero ni su padre ni el mío nos dieron permiso, y nuestro plan de escapar cualquier noche subiéndonos a un mercancías en la estación de Linares se fue quedando atrás a medida que el calor de julio progresaba y nosotros nos acomodábamos a las costumbres tediosas de las vacaciones: en el desván de su casa Martín pasaba los días haciendo tentativas de experimentos químicos y escuchando discos, y yo me iba por las mañanas a la huerta y volvía de noche, después de subir la hortaliza al mercado. El tío Pepe, el tío Rafael y el teniente Chamorro bajaban algunas veces a ayudarnos. El tío Rafael, que sólo en verano no vivía martirizado por los sabañones, acababa de comprarse, no sin graves quebrantos, un burro grande y fuerte, muy dócil, de pelaje castaño, y lo acariciaba y le hablaba como a un hijo y aseguraba que era la alegría de su casa, no como el otro que tuvo, el que mordía, el que le vendió un sinvergüenza aprovechándose de su candidez. Un domingo de julio, por la mañana temprano, cuando ya habíamos recogido con la fresca varias canastas de higos y tomates y estábamos almorzando a la sombra de una higuera, el teniente Chamorro nos contó que el comandante Galaz y su hija se habían marchado de la ciudad y tal vez de España. «País desgraciado», dijo, en el tono de voz que tanto admiraban el tío Pepe y el tío Rafael, «sus mejores cabezas acaban siempre en el destierro». «Y aquí no quedamos más que los melones», murmuró el tío Rafael, como si respondiera a una letanía. «Pues éste ya mismo se nos va a ir también», dijo el teniente Chamorro señalándome. «A ver, nene, háblanos en inglés.» Me daba vergüenza, pero en secreto era muy vanidoso de mi facilidad para los idiomas, y les recité lo más rápido que pude la letra de Riders on the storm. Dejaron de comer y me miraban con la boca abierta. «Qué mérito», dijo el tío Pepe, «qué mérito más grande». «Igual que nosotros», el tío Rafael movió tristemente la cabeza, «que no sabemos ni hablar en español». «No es lo mismo», dijo el teniente Chamorro, «su padre se ha sacrificado para que tenga estudios, y nosotros a su edad ni nos acordábamos del poco tiempo que fuimos a la escuela. ¿O es que se os ha olvidado de lo mala que estaba la vida entonces?» «Y tú por lo menos sabes leer bien y hasta escribes a máquina. Pero anda que yo, que es mirar un periódico y se me juntan las letras, y ya lo veo todo negro y me quedo dormido. Por eso me engaña cualquiera. Me dicen, Rafael, lee y firma, y yo hago como que leo y firmo sin enterarme de nada.» El tío Rafael ataba su burro a la sombra del cobertizo y le mezclaba mucho trigo a la paja del pienso. Lo cargaba muy poco, no fuera a quebrársele, y de vez en cuando abandonaba el trabajo para ir a verlo, como un padre reciente. Una tarde de septiembre fue a una viña por una carga de uvas y mientras las cortaba dejó al burro alado al tronco de un álamo. Estalló una tormenta y un rayo hendió el álamo por la mitad y carbonizó el burro. Cuando el tío Rafael llegó corriendo en medio de una granizada feroz sólo quedaban intactas la jáquima y las herraduras. Le dio un enfriamiento que se complicó en pulmonía y el tío Rafael se murió de fiebre y de tristeza unas semanas después. En el velatorio, el tío Pepe, con traje negro, con sombrero negro, con un gran brazalete negro en la manga derecha, dejaba correr las lágrimas por sus mejillas altas y huesudas y repetía sin consuelo: «Un santo, mi hermano Rafael era un santo.»

Por las noches, cuando dejaba a la yegua encerrada en la cuadra y me lavaba en el corral, iba a reunirme con Martín y Félix en una taberna próxima a la puerta de Granada que se llamaba La Cueva Árabe y tenía una terraza desde la que se divisaba todo el valle: ardían líneas amarillas de fuego en los rastrojos y se veían parpadear como estrellas lejanas las luces de las aldeas de la Sierra. Casi todos los discos que había en la máquina eran muy malos, salvo uno de Led Zeppellin, Whole lotta love, pero daban el vino muy barato y en la terraza corría fresco y se escuchaba el ruido del agua en las acequias de las huertas y el viento en las higueras y en los granados. Echábamos de menos a Serrano: le teníamos envidia, sobre todo Martín y yo, y en el fondo de nosotros mismos sentíamos vergüenza por no haberlo acompañado. Félix daba clases particulares de latín y de griego, desde las nueve de la mañana a las ocho de la tarde, sin otro descanso que el de la comida. Su padre llevaba diez años inmovilizado en la cama, y su madre sufría tales dolores en las piernas que ya le era imposible seguir fregando suelos y escaleras, y eso que desde que se inventaron las fregonas, decía, ya no era un trabajo tan arrastrado como antes. Pero Félix parecía confortablemente adaptado a la adversidad y a la pobreza: nunca, y lo conocía desde los seis años, lo oí quejarse, nunca perdía aquella íntima y serena sonrisa que lo hacía parecer un poco lejos de todo, pero no extraviado, como yo, sino instalado en un reino apacible y exclusivamente suyo que sin duda se fortaleció con su devoción por el latín, la lingüística y la música clásica, tres saberes igual de impenetrables para mí. Me desconcertaba que no se hubiera enamorado nunca: no podía creerlo cuando me confesaba que desconocía la tristeza y el entusiasmo excesivo. Él también se marchaba en octubre, pero no a Granada, como Martín, ni a Madrid, como yo, sino mucho más cerca, al colegio universitario de la capital de la provincia. Decía juiciosamente que resultaba más barato y que así podía estar más cerca de sus padres. Fue el único de nosotros que no se desesperó cuando supimos que el curso empezaría en enero. Con curiosidad, con una cierta mirada de condolencia y de burla, me preguntaba por mi amor a Marina: qué siente uno, por qué elige a una mujer y no a otra. Al querer explicárselo yo me acordaba de cuando éramos niños y le contaba historias que iba inventándome a medida que hablaba. Pero prefería que mis amigos no me nombraran a Marina. Se había ido, como todos los veranos, a Benidorm, pero ya no volvería en octubre, y antes de irse la habíamos visto pasear por la calle Nueva del brazo de aquel tipo al que yo seguía odiando, y sentarse con él en la terraza del Monterrey, tomada de su mano, haciéndole cariños ridículos, casi domésticos, como si ya estuvieran casados y fueran felices.

No conseguía recordar dónde había estado aquella noche de domingo entre las doce y las cinco, pero ya no me preocupaba, aunque mi padre estuvo una semana sin hablarme. Al día siguiente, mientras esperábamos a que el Praxis llegara para entrar al examen de literatura, Pavón Pacheco me guiñó un ojo, como a un cómplice, y yo me puse colorado y procuré no acercarme a él. En cuanto al Praxis, no se presentó. Dijeron que estaba muy enfermo en Madrid y fue otro profesor el que nos puso el examen de literatura. Sin estudiar casi nada terminé el curso con notas muy altas: era seguro que me darían la beca. Ya no rondaba por la colonia del Carmen, y si alguna noche subía con Martín y Félix por las calles cercanas al instituto me daba la sensación un poco triste de que habían pasado años y no meses desde que acabó nuestro último curso. Veía llegar algunas noches el autobús de Madrid y notaba una emoción temerosa y ávida en la boca del estómago: yo también iba a irme, y Madrid y la universidad serían el primer paso de una vida entera de pasiones y viajes. Ni a mí mismo me lo confesaba, pero me moría de miedo. En el comedor de mi casa, mirando las catástrofes del telediario, mi abuelo Manuel, que tenía ya setenta años y seguía trabajando vigorosamente en el campo, suspiraba y decía: «Hay mucho malo por el mundo.» Veía reportajes sobre exploraciones espaciales y aseguraba que todo era mentira. «Muy bien», concedía, «han llegado a la Luna: ¿pero me quieres explicar por dónde han entrado?» Durante las transmisiones del Tour de Francia se lo llevaban los demonios: hombres como castillos, en lo mejor de su vida, y en vez de trabajar en algo de provecho se extenuaban como idiotas corriendo en bicicleta. Bebía en la comida algún vaso de vino más de la cuenta, se le encendía la cara y ya no paraba de hablar hasta que mi abuela Leonor, sentada junto a él, le daba un pellizco en el costado. «Manuel, que no te entra la lengua en el paladar, que te bebes un vaso de vino y te da por enhebrar embustes y ya no hay quien te pare.»

Aquel año, en la feria de octubre, no toreó Carnicerito de Mágina: se había estrellado con su Mercedes blanco contra un árbol, en una recta sin peligro de la carretera de Madrid. Iba solo en el coche, pero en la huerta y en mi casa se habló de la influencia de las malas mujeres, de la bebida, de los amigos golfos, y mi abuelo, muy serio, con los ojos azules empañados de llanto, porque a medida que envejecía se le agravaba la facilidad para las lágrimas, declaró: «Dime con quien andas y te diré quien eres», y me miró a mí, y yo supe en seguida lo que iba a preguntarme a continuación: «A que no sabes en qué se parece un muchacho de bien a un teatro.» Mi abuela Leonor le dio un pellizco fulminante y mi madre y mi hermana se taparon la boca para contener la risa y respondieron a coro al mismo tiempo que él: «¡En que se descompone con las malas compañías!» Lorencito Quesada escribió en Singladura que el entierro del diestro de Mágina había sido una imponente manifestación de duelo. Ofició el funeral don Estanislao, el párroco taurino de San Isidoro, y cuando salió el ataúd de la iglesia, cubierto con el capote y la montera del malogrado orfebre del estoque -fueron días de luctuosa gloria para nuestro reportero local, que sólo entonces vio en primera página una crónica firmada por él, si bien, por mala idea o por descuido, no figuraban más que las iniciales de su nombre- repicaron al unísono todas las campanas de Mágina, y estalló una batería de cohetes, como si Carnicerito hubiera cortado juntas al morir todas las orejas que no logró en las corridas de sus últimos años. Se acordó erigirle por suscripción pública una estatua y el ayuntamiento convocó un certamen poético en su honor: para sorpresa de todos, no se llevó el premio ninguno de los autores consagrados de la ciudad (que, en opinión de Quesada, era vivero de poetas) sino alguien cuyo nombre no llegó a saberse, pero que ganó por unanimidad el entusiasmo del jurado con un soneto anónimo que luego fue inscrito al pie de la estatua en una lápida de mármol artificial. Los más celebrados fueron los dos últimos versos:

Desde Mágina alumbra las Españas

el brillo cegador de tus hazañas.

Lorencito Quesada comparó en Singladura el misterio del poema sin firma con otros enigmas insondables de la Humanidad: el de la autoría del Lazarillo y del Romance anónimo, el de la identidad del Soldado Desconocido y de los arquitectos posiblemente alienígenas que edificaron las pirámides de Egipto. En enero, el día de mi cumpleaños, mi padre me enseñó en Madrid la hoja del periódico donde aparecían el soneto anónimo y el artículo de Lorencito Quesada, junto a una foto muy borrosa del acto de inauguración del monumento a Carnicerito, en el que apenas hubo discursos y no llegó a tocar la banda de música, mi padre no sabía si por culpa de la desidia de las autoridades o porque les duraba todavía el disgusto que se habían llevado con la muerte del almirante Carrero Blanco. La estatua, aunque de cuerpo entero, tampoco era gran cosa, y mi padre no acababa de encontrarle el parecido ni aprobaba el lugar donde decidieron instalarla: un pequeño jardín casi en las afueras de Mágina, medio perdido en una de las anchas encrucijadas de asfalto que ya desbordaban la ciudad por el norte.

Yo llevaba tan sólo unos pocos días en Madrid, en una pensión modesta y aseada de la calle San Bernardino, muy cerca de la plaza de España, y ya me acordaba de Mágina como si hubiera pasado mucho tiempo desde que me marché: sentía, inconfesablemente, desamparo y nostalgia, sobre todo al anochecer, cuando me sentaba ante un libro de texto y miraba por la ventana las paredes húmedas de un patio de luces por donde subían voces de conversaciones familiares y olores de guisos. Llevaba patillas largas y bigote, y cuando mi padre llegó ya tenía las mejillas sombreadas de barba: una barba irregular, algo escasa, que tal vez se acabaría pareciendo a la de Che Guevara. Pensé afeitármela cuando mi padre llamó por teléfono a la pensión y me dijo a gritos que vendría a pasar conmigo el día de mi cumpleaños. La noche antes, delante del espejo, con la brocha espumosa en una mano y la cuchilla en la otra, me armé de valor y decidí que no me afeitaría. Mi padre llegó, me dio un abrazo largo y un beso en cada mejilla, me apartó de sí para ver si había adelgazado o si tenía ojeras y no me dijo nada de la barba. Traía un gran paquete de embutidos y borrachuelos preparado por mi madre y lo guardó él mismo bajo llave en mi armario: en Madrid había mucho sinvergüenza, y yo era un infeliz, de modo que debía ir con cien ojos abiertos para que no me engañaran ni me robaran.

Examinó la habitación: era pequeña, dijo, pero cómoda, aunque tuviera el inconveniente de recibir sólo aire viciado, mucho mejor que los cuartos de las pensiones donde él había dormido durante los viajes que había hecho a Madrid en su juventud. Lo impresionó el cuarto de baño: dijo que en cuanto él pudiera haría instalar uno parecido en nuestra casa de Mágina. Había llegado muy temprano, en el expreso, y yo me quedé dormido y no fui a Atocha a esperarlo. Inmune a la fatiga de la noche en el vagón de segunda y a la falta de sueño, apareció en la pensión con el mismo aire de fortaleza jovial y juventud con que llegaba todas las madrugadas al mercado de abastos, vestido tan cuidadosamente como cuando iba a un entierro, con su abrigo gris y su corbata, con unos zapatos grandes y negros que crujían al andar. «Pero hombre, a la hora que es y todavía tienes pegados los ojos.» Lo llevé a desayunar a la cafetería de abajo y me preguntó qué era lo que yo había pedido: era la primera vez que veía un croissant. Él pidió buñuelos, y yo le dije, corrigiéndolo, que en Madrid les llamaban churros. Juzgó que en cualquier caso no tenían comparación con los buñuelos de Mágina. Estábamos sentados el uno frente al otro, en una mesa pequeña de plástico rojo, y yo lo veía rudo, más bien incongruente entre los habituales de la cafetería, con su abrigo gris de hombreras tan anchas, sus modales inseguros y ceremoniosos y sus manos grandes y agrietadas, oscuras, con los dedos muy anchos, posadas sobre el plástico rojo de la mesa con un vigor lento y torpe. A los cuarenta y cinco años ya tenía el pelo blanco, pero muy fuerte todavía, ondulado, brillante, como en las fotos de su boda. Sonreía, se limpiaba los labios con una servilleta de papel, me miraba cortar el croissant con cuchillo y tenedor y se le notaba un cierto orgullo. «Hay que ver», dijo, «dieciocho años, si me parece que fue ayer cuando naciste. Hacía tanto frío en el cuarto de la viga y tú eras tan poca cosa que pensábamos que te nos ibas a morir. Tu madre, la pobre, ya sabes cómo es, te veía tan chico y se echaba a llorar. Me parece que te estoy viendo cuando te lavó la comadrona, a la luz de una vela. Hacía tanto viento que se habían caído los postes de la electricidad. Creíamos que el techo saldría volando. Fue el año de los hielos grandes. Se helaron la mitad de los olivos de Mágina. A la vaca que teníamos se le cortó la leche y el becerro murió de hambre.»

Yo nunca lo había oído recordar nada en voz alta: sabía de memoria todo lo que estaba contándome, porque me lo habían repetido muchas veces mi madre y mi abuela Leonor, pero yo no pensaba que a él le importaran los recuerdos, o que pudiera invocarlos con aquella fijeza de ternura y de pudor en los ojos. Y sin embargo eso no me hacía sentirme próximo a él: me desconcertaba, instintivamente me retraía y lo dejaba hablar con la cabeza baja, incómodo, para no mirarlo. Era una mañana de domingo nublada y sin lluvia, y las fachadas de Madrid, oscurecidas por el humo de los coches, tenían la misma grisura monótona del cielo. Yo me acordaba de las paredes blancas de Mágina, del brillo del sol en las piedras color arena de los palacios antiguos. Bajamos a la plaza de España y mi padre dobló el cuello hacia arriba y se apoyó en mi hombro para admirar la altura de la Torre de Madrid. Me explicó con satisfacción los detalles de su viaje en el Metro, el transbordo en Sol, lo atento que iba a los nombres de las estaciones para no pasarse, el cuidado que tenía al subir y bajar de los trenes, la precaución necesaria de guardar la cartera en un bolsillo interior para que no se la robaran. Fingí interesarme por la huerta y por la cosecha de aceituna: me dijo, como decían todos los años, que la cosecha era un desastre porque ya no llovía como en otros tiempos. Se sorprendió al ver los olivos de la plaza de España: se acercó a ellos con el mismo asombro con que habría saludado a un paisano, tocó una rama, arrancó un cogollo de hojas curvas y afiladas y lo estudió con desdén en la palma de su mano: eran olivos enfermos, envenenados por el humo de la gasolina y la proximidad de la gente. Antes de que se inventaran los pesticidas, los olivos sólo podían plantarse a una cierta distancia de los lugares habitados. «Les pasa lo que a mí», dijo, se quedó mirando las estatuas de don Quijote y Sancho y tiró el cogollo al estanque, «que se ponen mustios donde hay mucha gente». La figura de Sancho le gustó: «¿A que se parece un poco al teniente Chamorro? Y la burra es igual que la suya.» Venía un viento muy frío del parque del Oeste. Se abotonó el abrigo, se frotó las manos, dijo que seguro que me iba a resfriar con los vaqueros y el anorak azul marino. «Por lo menos el cogote sí que lo llevarás caliente»: era una manera de decirme que tenía el pelo demasiado largo.

Subimos por la Gran Vía, casi desierta a aquella hora, con tan poco tráfico que parecía desolada y más ancha, ilimitada hacia lo alto, hacia los edificios de Callao y las marquesinas descomunales de los cines. «He pensado que voy a vender la huerta», dijo mi padre después de un rato de silencio. Sentía al mirarlo que se había modificado la escala del mundo: yo era más alto que él, pero sobre todo lo empequeñecían las dimensiones de Madrid, porque hasta entonces yo únicamente lo había visto en Mágina, en los mismos lugares que fueron magnificados por la mirada de la infancia. «Yo solo ya no tengo fuerzas para tanto trabajo, y dice el médico que cualquier día puede darme otra vez el dolor.» No me hacía un reproche por haberlo abandonado: se rendía melancólicamente a la evidencia del cambio de los tiempos, aceptaba que ya no era joven y que mi porvenir no iba a parecerse al que él imaginó. Pero yo no sabía qué decirle ni cómo pasar a solas con él un día entero, un domingo largo y vacío que iba a durar hasta que esa noche, a las once, lo despidiera en el tren. Era un andarín incansable: le propuse que fuéramos caminando hasta el Retiro. Junto a la boca de Metro de Callao se detuvo a mirar el mapa de Madrid y sacó del bolsillo un papel donde tenía apuntada una dirección: «A ver si eres capaz de llevarme a estas señas. Se me ha ocurrido que podemos hacerle una visita a mi primo Rafael.»

Conseguí no enredarme demasiado con los itinerarios de Metro y de autobús, y al cabo de dos horas una camioneta nos dejó en una plaza sin asfaltar de Leganés. Ahora sólo faltaba encontrar la casa. «Tú no te preocupes. Si no sabes ir podemos preguntar. Preguntando se llega a Roma.» El primo Rafael vivía en un bloque de diez pisos, rodeado de zanjas, de pilas de tubos de uralita, de huertos abandonados y devastados por las excavadoras. En medio de un lodazal había una casilla como la de nuestra huerta, con pesebres bajo un cobertizo, pero con las tejas hundidas y los marcos de las ventanas arrancados. «Séptimo B. Aquí es», dijo mi padre, y movió los hombros y se ajustó la corbata. Noté que había pasado miedo en el ascensor, y que disimulaba delante de mí. El piso del primo Rafael era pequeño y sombrío en la mañana invernal: el pasillo olía a comida, y en la pared había una imagen de Jesús Nazareno bajo un tejadillo de plástico con dos faroles diminutos. Él y mi padre se abrazaron, y luego su mujer, despeinada, con un mandil sucio, con zapatillas viejas y calcetines de lana, salió de la cocina y nos besó a los dos y nos dijo que si queríamos tomar una copa de anís y unos borrachuelos de Mágina. Un muchacho alto y con el pelo largo cruzó fugazmente desde la terraza a una habitación interior y el primo Rafael le ordenó que viniera a saludarnos. «Venga, hombre, dale un beso a los primos.» Era más o menos de mi edad, pero tenía el pelo más largo y más granos que yo. Nos rozó la cara sin mirarnos y volvió a desaparecer, y en seguida se oyó tras una puerta cerrada una canción bronca de Slade. En el comedor, sobre el sofá de plástico donde mi padre y yo nos sentamos, había un tapiz de ciervos, y a su lado una foto enmarcada del tío Rafael. «Primo, qué lástima de mi padre, con lo bueno que era. Miro el retrato y me parece que va a hablarme.»

El primo Rafael nos preguntó metódicamente por toda la familia, se interesó por los estudios que yo había empezado, dijo que para cualquier cosa que me hiciera falta ya sabía dónde estaba él, lamentó que su hijo no quisiera estudiar, se pasaba los días encerrado en su cuarto y oyendo esa música que lo dejaba a uno sordo: me preguntó si me acordaba de cuando vivíamos en el cuarto de la viga y él iba a ver a mi padre y me hacía figuras de animales recortando las cajas de las medicinas. «Hay que ver, primo, con lo chico que era, y ya está hecho un hombre.» Se acordaron de cuando eran niños y cazaban ranas en las albercas de las huertas: había tanta hambre que ésa era la única carne que probaban. «Y no era nadie tu padre, ahí donde lo ves. Sembraba yerbabuena en las acequias y luego se la vendía a los moros de Franco para que hicieran té, y con lo que ganaba nos íbamos los dos a ver las compañías de revista.» Conservaba intacto el acento de Mágina. Miraba a mi padre con el mismo entusiasmo con que debía de mirarlo cuando la diferencia de edad, dos o tres años, lo convertía en un modelo y casi en un héroe. «Tenías que haberte venido a Madrid cuando me vine yo, primo, y dejarte del campo y de tanto sacrificio. Mira yo: ocho horas, y las extras aparte, vacaciones, paga de Navidad y del 18 de julio, y sin tener que mirar al cielo a ver si llueve o si no llueve.» Pero había en su voz, en su cara más ajada que la de mi padre, una tristeza como la del pasillo y los muebles de su casa y la luz nublada del domingo, un principio de malestar parecido al de alguien que está pensando siempre en las molestias de una enfermedad sobre la que no habla. Se ensimismaba, aunque siguiera atendiendo a lo que nosotros decíamos, escuchaba con disgusto el volumen de la música en la habitación de su hijo y en seguida se apresuraba a servirnos un poco más de anís, y luego más cerveza, y patatas fritas, y aceitunas machacadas de Mágina, aderezadas con tomillo, teníamos que quedarnos a comer, y mi padre, en lugar de volverse esa misma noche al sinvivir del mercado y de la huerta, podía pasar unos días en su casa, nos enseñaría todo Leganés, nos llevaría a un bar que era de unos paisanos, recorreríamos gratis todo Madrid en autobús, por algo él era un conductor veterano en la empresa. «Primo, no veas el dinero que ha hecho aquí la gente. Ríete tú de don Juan March y de la familia del general Orduña. ¿Has visto todos estos bloques de pisos? Pues hace nada eran huertas, y no puedes figurarte los millones que les dieron a los hortelanos. Pero ve uno esas máquinas llevándoselo todo por delante y le da no sé qué.»

Comimos unos platos tremendos de arroz con pollo condimentado a la manera de Mágina y luego fuimos a tomar café a un bar donde había una estampa de la patrona, una gran fotografía de Carnicerito y un cartel turístico en color en el que se veía la plaza del General Orduña. Anochecía cuando el primo Rafael nos acompañó a la parada de la camioneta. Le dijo orgullosamente al conductor que éramos familia suya y no tuvimos que pagar el billete de regreso a Madrid. Siguió hablando mientras esperaba a que nos fuéramos, con su viveza triste, con un aire de contrariada bondad que le hacía parecerse a la foto de su padre, en la que yo había observado la firma de Ramiro Retratista. «Primo, ¿a que no sabes que lo vi el otro día en la plaza de España? Me acerqué a saludarlo, pero no me conoció. Estaba con una de esas máquinas grandes de retratar a los turistas y a las parejas de novios. ¿Te acuerdas cuando nos retratamos en la feria subidos a su moto?» Las puertas de la camioneta se cerraron y el primo Rafael se quedó en la parada diciéndonos adiós con la mano hasta que lo perdimos de vista. Mi padre se removía en el asiento, miraba el reloj, estaba ansioso por llegar a tiempo a la estación. Eran las seis, faltaban cinco horas para la salida del tren, pero la sangre le quemaba, decía siempre, no podía remediar el miedo angustioso a llegar tarde. Desde el otro lado del pasillo, en el autobús, yo lo veía de perfil contra la ventanilla por donde se deslizaba un paisaje abismal de construcciones de hormigón y barriadas nocturnas, inquieto, digno, reconocido y previsible en cada uno de sus actos, en su manera de consultar el reloj o de acomodarse los hombros del abrigo, mirando absorto los faros que venían en dirección contraria, los semáforos intermitentes en la charolada oscuridad del asfalto, las ventanas iluminadas en los pisos más altos de los edificios. Una vez estábamos viendo en la televisión un documental sobre la guerra de Cuba y apareció la fotografía de una multitud de hombres con uniformes rayados que se congregaban en el muelle de La Habana junto a las pasarelas de un vapor. «¿Tú ves a toda esa gente?», me dijo, y yo pensé que iba a hablarme de mi bisabuelo Pedro Expósito: «Pues todos están muertos.» Cuando avisaron por los altavoces la salida del tren nosotros llevábamos ya más de una hora en Atocha. Junto al estribo, muy nervioso, queriendo sin duda contener el miedo a que el tren se marchara sin él a pesar de todas sus precauciones, me abrazó y me besó, me pasó la mano por el pelo revuelto, me dijo que comiera bien, que estudiara, que me levantara temprano, que no me metiera en política. Luego abrió la cartera y me entregó dos billetes de mil. Lo hizo con discreción, pero no sin sugerirme, por la lentitud pensativa de su gesto y la gravedad de su cara, que yo estaba en Madrid contra su voluntad y que le había costado mucho ganar aquel dinero. Subió enérgicamente al estribo en cuanto oyó el silbato. Asido a la barra, seguro de que ya no perdería el tren, dijo que iba a pedirme un solo favor. «Por lo que más quieras, aféitate esa barba.» Seguí distinguiéndolo por su pelo blanco entre las cabezas asomadas a las ventanillas cuando el tren se alejó, y luego, aliviado y un poco remordido por su ausencia, salí a la noche y al frío y a las luces distantes de Madrid.

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