Capitulo 7: Divorcio

«Yo vivía en la cabecera del río Yangtsé, tú en la desembocadura… ¿Cuándo se detendrá el agua? ¿Cuándo terminará esta angustia?»

Li Zhi Yi, siglo ix


El día que fui a cenar con él, el 21 de abril, Dong Yi acababa de regresar de Taiyuan, donde había visto a Lan.

Lo esperé en la puerta del restaurante Little Peking Duck House. Estaba preocupada. Casi todos sus amigos estaban relacionados con el Movimiento a favor de la Democracia y ya sospechábamos que la policía vigilaba a Liu Gang. Tenía miedo de que pudieran seguir a Dong Yi. Pero, por suerte, mis temores eran entonces infundados. Aquel miedo era nuevo para mí y me costó adaptarme a él, pero a medida que transcurrían los días me fui acostumbrando.

El Peking Duck House original era el restaurante más famoso de Pekín; sus precios eran astronómicos y había que reservar mesa con mucha antelación. Por tanto, las visitas al Duck House estaban restringidas únicamente a ocasiones especiales, como cuando me aceptaron en la Universidad de Pekín. Estaba situado cerca de la plaza de Tiananmen, en el centro de la ciudad, y llegar hasta allí le supuso a mi familia una excursión de más de dos horas. En cuanto elegimos el pato del escaparate, fue directamente al horno (este restaurante utiliza unos patos criados especialmente en una granja de las afueras de Pekín). El pato tardó veinte minutos en estar asado en su justo punto, con la piel roja y crujiente. Trajeron a la mesa el pato cortado en tajadas finas junto con una salsa de trigo dulce, largas tiras de cebolleta y unas tortas finas y calientes. Los huesos se le quitaban para elaborar sopa de pato. Nos servimos de los dedos para enrollar unas tajadas de pato, cebolleta y salsa en la torta antes de devorarlas todas con avidez. La salsa nos chorreaba por los dedos a cada bocado. Tenía un sabor divino.

El Little Peking Duck House fue la primera filial del Duck House original. Se abrió en 1988 en el distrito Haidian, al otro lado de la calle que pasaba frente al campus. Desde su inauguración, el restaurante se había convertido en el lugar favorito de los ejecutivos de las empresas tecnológicas cercanas, así como el de los estudiantes de la Universidad de Pekín. A pesar de los precios, siempre estaba lleno. Los que tenían dinero o algo especial que celebrar, acudían allí. El negocio iba viento en popa.

Pero aquella noche, lo que Dong Yi tenía que decirme fue más motivo de dolor que de celebración. Había regresado a Taiyuan con la intención de pedirle el divorcio a Lan.

En aquella época el divorcio era muy poco frecuente en China, pues el matrimonio se consideraba un deber familiar más que otra cosa. Hasta que las ideas occidentales sobre el amor y el matrimonio se introdujeron en China a principios del siglo xx, la única manera de librarse de un matrimonio desgraciado era la muerte. Pero en China los cambios van despacio y, en la República Popular, la ley sólo permitía el divorcio por consenso. Si se daban circunstancias especiales, tales como enfermedad mental o actividades contrarrevolucionarias, entonces se permitía el divorcio sin consenso.

Años atrás, cuando yo tenía unos siete años, un pintor famoso se había enamorado de su alumna y le pidió el divorcio a su esposa. La mujer no sólo se negó a concederle lo que pedía durante quince años seguidos, sino que además se las arregló para unir a todo el país en su apoyo. Al final, la reputación y la carrera del pintor quedaron arruinadas y la estudiante lo abandonó. Este caso inspiró incluso la creación de una Asociación de Mujeres que ayudaba a otras a vengarse de sus maridos «de corazón florido». Y las negativas a conceder los divorcios que pedían sus maridos resultaron poderosas. A diferencia de su equivalente en Occidente, una pareja china que no estuviera casada difícilmente podía hacer vida en común e, indefectiblemente, aún era peor cuando era la mujer la que quería el divorcio: no obtendría la simpatía de los hombres, y menos aún de las mujeres. En la mayoría de los casos, a la esposa la tacharían de mujerzuela o de «zapato roto», un insulto muy gráfico para una mujer. Los valores tradicionales chinos pesaban mucho más en una mujer. Debía ser obediente y someterse a su destino como esposa, fuera cual fuese. Cuando las hijas crecían, se les explicaba que una vez casadas tendrían que «seguir al gallo si se casaban con uno, o al perro si se casaban con uno». En el mejor de los casos, a una mujer divorciada se la señalaba con una marca negra para el resto de su vida. Pocos hombres querrían casarse con ella. Muchas de ellas eran expulsadas de la sociedad. Hubo una escritora que fue menospreciada por la sociedad la primera vez que se divorció. Cuando se divorció por tercera vez, la obligaron a abandonar el país y buscar asilo político en Alemania, sin más motivo que haberse divorciado tres veces.

El divorcio, por tanto, no era para los pusilánimes, y yo no había conocido personalmente a nadie que estuviera divorciado. Nunca pensé que Dong Yi contemplara una acción tan drástica; él era demasiado bueno y cariñoso como para pensar siquiera en hacerle daño a Lan. Al principio, me dijo, había planeado marcharse de China porque esperaba que sería más fácil divorciarse una vez estuviera en tierras lejanas. Me explicó que había solicitado plaza en universidades norteamericanas.

Pero ahora quería arriesgarlo todo. Ya no deseaba esperar más. Dong Yi no era de los que prometen mucho con palabras. Pero vi la promesa en sus ojos, la promesa de amor y felicidad que yo había estado esperando.

En el Little Peking Duck se estaba celebrando un banquete de bodas. El grupo ocupaba cuatro grandes mesas redondas y exigía la atención de muchas camareras. Cuando entramos Dong Yi y yo, el grupo empezaba a comer. El padre del novio, quien por tradición pagaba el festín, acababa de elegir los patos. Habían llevado cerveza y vino de arroz a las mesas y los novios iban pasando por ellas y brindaban con los invitados.

Dong Yi había cambiado su camiseta de la Universidad de Pekín por una elegante camisa blanca, y la luz que se reflejaba en la camisa y en su semblante hacía que sus facciones parecieran serenas. Mientras esperábamos el pato, Dong Yi me preguntó por los acontecimientos en Pekín desde que se había marchado. La muerte de Hu Yaobang y las rápidas protestas que siguieron habían pillado a todo el mundo por sorpresa en China. Dong Yi quería saber todos los detalles de lo que había ocurrido en el campus.

Me alegré de hablar del Movimiento Estudiantil y de discutir con Dong Yi el rumbo que podrían tomar las cosas. Hablar de ello me permitía no preguntarle sobre su viaje a casa ni saber si Lan había aceptado el divorcio. Estaba muy nerviosa. Me moría por saber y al mismo tiempo tenía mucho miedo de enterarme.

Al final, no obstante, ya sólo quedó un tema del que hablar: el viaje de Dong Yi a Taiyuan y Lan.

Los padres de Dong Yi vivían en Taiyuan, la capital de Shanxi, una provincia septentrional en la región del río Amarillo. Shanxi era un bastión para el Partido Comunista. El Ejército de Liberación Popular liberó Taiyuan en 1948, un año antes de la fundación de la República Popular. El abuelo de Dong Yi se contaba entre los que marcharon sobre la ciudad aquel día; se quedó para formar y luego dirigir el gobierno provincial. Su estancia se prolongó durante el resto de su vida. Tanto la madre como los tíos de Dong Yi se criaron en el complejo del gobierno provincial en Taiyuan.

Sin embargo, a finales de la década de 1980, Taiyuan continuaba siendo una pobre y atrasada ciudad del interior; la nueva era en China había tardado mucho tiempo en venir y todavía no había llegado a Taiyuan. El padre de Dong Yi quería volver a su ciudad natal, Guangdong, donde la reforma económica había conllevado la prosperidad de la gente, pero su petición se había perdido en algún sitio entre las pilas de papeleo. El tiempo pasa lentamente en Taiyuan, y los padres de Dong Yi seguían esperando que les concedieran permiso para trasladarse a Guangdong.

Dong Yi era la niña de sus ojos. Era el hijo bueno y honesto que le habían enseñado a ser, así como el mejor estudiante en el instituto y en la universidad. Tal como se espera de un hijo mayor, les había reportado honor y respeto entre amistades, colegas y conocidos. La aceptación de Dong Yi en el curso de posgrado en la Universidad de Pekín les proporcionó más orgullo y alegría que cualquier cosa que hubieran imaginado nunca.

Pero cuando Lan acudió a ellos llorosa y les dijo que Dong Yi se había enamorado de alguien en Pekín, se escandalizaron. Se sentaron a hablar con su hijo del honor y el respeto.

– Le dijiste que la amabas desde que teníais diecinueve años, ¿cómo has podido cambiar de opinión? Le has dado tu palabra a esa chica y, por lo que más quieras, tienes que cumplirla -dijo su padre-. No puedes ir y arruinar la vida de otras personas porque quieres a otra o porque deseas otra clase de vida. Un hombre sin honor es un hombre sin amigos ni nadie que le respete.

Cuando Dong Yi contrajo matrimonio, le dieron un gran banquete y los ahorros de toda su vida. Querían que Lan tuviese lo mejor que pudieran ofrecerle. Querían que Lan supiera que contaba con su apoyo y su cariño. Dong Yi lo comprendía. Toda su vida había tratado de estar a la altura del ejemplo de su padre. Cada vez que pensaba en los años que se había pasado su padre barriendo calles durante la Revolución Cultural, se preguntaba si él habría sido tan valiente, si hubiera renunciado a tantas cosas por su honor. Respetaba a su padre aún más; el honor era algo que uno no debía tomarse a la ligera. Y las promesas estaban para cumplirlas.

Pero Dong Yi no era feliz. Vivía prácticamente en Pekín y ocupaba su tiempo libre en debates políticos con personas como Liu Gang. Poco a poco, Dong Yi y Lan sintieron que su afinidad, afecto y ternura se iban socavando. Las grietas entre los dos se habían ensanchado. De modo que no es de extrañar que, cuando estuvo en Taiyuan, le resultara difícil tratar el tema del divorcio con Lan. Pero había decidido hacerlo cuando dejó Pekín, me dijo, durante el viaje en tren hacia su casa. Contempló el amanecer desde su ventana: «El sol asomaba por las colinas amarillas del Gran Norte, la luz dorada parecía ascender desde los campos para ir a tocar el cielo en lo alto». Mientras despuntaba el día, Dong Yi previo un nuevo comienzo en su vida. Vio el inicio de su nueva existencia, tan hermoso y glorioso como la mañana en el exterior del tren. Quería gritarles a los campos y las colinas de su niñez. Sintió que la fuerza del renacimiento lo impelía a abrazar la vida.

Pero entonces el tren llegó a Taiyuan y la ciudad se cernió sobre él. A medida que el autobús lo iba acercando cada vez más a su casa, empezó a sentir retortijones y a dolerle el estómago. Parecía que alguien le estuviera dando puñetazos en el abdomen una y otra vez. Se sintió mareado y empezó a perder, poco a poco, la fuerza que lo había empujado hasta allí desde Pekín.

Cuando Lan volvió del trabajo y lo encontró esperando, estuvo tan contenta y emocionada que se arrojó en sus brazos.

– ¿Por qué no me dijiste que venías? ¿Cuánto tiempo te vas a quedar?

Entonces se fijó en su rostro, blanco como el papel. Inmediatamente le preparó su sopa de fideos troceados favorita e insistió en que se terminara todo el cuenco. Cuando se acostaron, ella le tomó las manos, le besó el pecho y los labios; estaba muy tierna y sensual aquella noche, como si nunca hubiera habido ninguna distancia entre ellos. Le hizo el amor a su marido por primera vez en muchos meses. Después, Dong Yi yació en la oscuridad, inmóvil. Probó sus propias lágrimas. Había perdido todo el coraje que había traído de Pekín.

Tumbado en la cama al lado de su esposa, Dong Yi se acordó de la última vez que había querido dejar a Lan. Ella fue a ver a los padres de Dong Yi, a los suyos, a sus amigos y a todo el mundo que conocía. Él me contó que había visto a esa frágil y delicada mujer luchar desesperadamente para salvar su relación. Pensó que tal vez fuera mejor rendirse en aquel momento, pues Lan nunca le concedería el divorcio.

– Al día siguiente, cuando Lan se fue a trabajar, yo estuve mirando el álbum de fotos -dijo Dong Yi.

Allí estaba la foto de la boda, hecha en el estudio de un establecimiento fotográfico del centro de la ciudad. Lan estaba preciosa en el retrato, pero él tenía un aspecto hosco y desdichado. Recordó que se habían pasado horas en el estudio, mientras Lan se maquillaba y decidía las poses. Al final tuvieron una gran discusión. Él se sintió tan frustrado que lo único que quería era marcharse de allí.

Dong Yi se preguntaba cómo había podido llegar tan lejos con Lan. Lamentaba no haber dejado las cosas como estaban el verano de hacía dos años. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo lejos que estaban el uno del otro: él cada vez más interesado en la política y el mundo exterior, y ella centrada en la rutina doméstica. Me miró desde el otro extremo de la mesa.

– Wei -dijo-, me di cuenta de que había cometido un error, pero cuando regresé a Pekín ya era demasiado tarde.

Se odiaba a sí mismo por haber esperado tanto tiempo. Se retiró a su antiguo mundo y se casó con Lan tal como ella y, a su parecer, todos los demás querían.

Durante los últimos dos años había soportado la falsa vida que se había creado. Dijo:

– Pero las paredes se me venían encima y quise abandonar el mundo de mi mujer, irme tan lejos como pudiera.

A medida que transcurrían los días, en Taiyuan, Dong Yi recuperó paulatinamente la fortaleza. La inevitable decisión llegó despacio pero con claridad; debía explicarle a Lan cuáles eran sus verdaderas intenciones. Lan estaría mejor si sabía la verdad, se dijo a sí mismo. Divorciarse era lo más indicado si ya no había amor en su matrimonio.

– Era domingo. Lan tenía planeado que fuéramos de compras. Le pedí que nos quedáramos y le comuniqué mi decisión. Quedó conmocionada; no se había dado cuenta de que fuera tan desdichado. Comenzó a llorar. Yo sentía su dolor. Quería detener sus lágrimas. Entonces fue cuando Hu Yaobang murió de repente. Leí con avidez todo lo relativo a las manifestaciones estudiantiles y lo vi todo por televisión. Pensé en ti, en Liu Gang, en la profesora Li Shuxian y los demás. No tuve ninguna duda de que China estaba llegando a una encrucijada. «Algo hermoso y emocionante está ocurriendo allí y yo quiero tomar parte en ello», me dije. De modo que pensé -añadió sinceramente- que éste no era momento de estar pendiente de nuestras vidas privadas, sobre todo cuando se trata de un divorcio que llevará tiempo. Mi tutor ya me ha pedido que haga un doctorado con él -prosiguió-. De manera que no voy a ir a Estados Unidos este año. Tampoco voy a regresar a Taiyuan. Tal vez vaya a Estados Unidos el año que viene. -Me tomó las manos-. No te preocupes. Cómete la sopa de pato. Se está enfriando.

Vi claramente que su corazón estaba dividido entre las dos mujeres que había en su vida. Me pregunté si la muerte de Hu Yaobang simplemente no le habría proporcionado una excusa para eludir un problema al que no estaba preparado para enfrentarse. Entonces me obligué a dejar de pensar esas cosas. Necesitaba confiar en él… ¿Dónde estaría el amor sin confianza?

También pensé en Eimin. «Los dos estamos en apuros -me dije-. ¿Qué voy a hacer?»


No se dieron más clases: las aulas estaban vacías; las tizas, olvidadas sobre los escritorios; las sillas, acumulando polvo. Los estudiantes de la Universidad de Pekín se habían declarado en huelga. Desde el 15 de abril, Eimin había seguido acudiendo diligentemente a sus conferencias, al despacho y al laboratorio. Aunque también se pasaba las tardes en el Triángulo leyendo los carteles y escuchando las alocuciones públicas de los activistas, no se vio envuelto en el revuelo como todos los demás estudiantes.

– Ya estuve bastante involucrado en movimientos políticos en mi época, ahora lo único que quiero es llevar a cabo mi investigación, dar mis clases y vivir mi vida en paz.

No podía decir que entendiera sus motivos, pero lo que sin duda sí comprendía eran sus circunstancias. Al inicio de la Revolución Cultural fue tan activo como cualquier otro muchacho de catorce años en China. Con sus amigos y los Guardias Rojos, quiso «tomar el poder» de la antigua clase dirigente. Pero un día, un grupo de Guardias Rojos fue a su casa y se llevó a su padre. Le ataron las manos a la espalda, le pusieron un sombrero alto y le colgaron del cuello un enorme cartel en el que decía «miembro de los negros». Luego lo sacaron a rastras de su casa, lo hicieron desfilar por las calles de Nanjing y lo llevaron a una ejecución de palizas públicas en la plaza central. La paliza duró toda la noche. Cuando a la mañana siguiente Eimin y su madre lograron llevarse al profesor a casa, éste estaba cubierto de sangre y apenas podía andar. Tenía la ropa hecha jirones, la cara pintada con tinta negra y le habían afeitado la mitad del cráneo. Muchos de los Guardias Rojos que lo golpearon aquella noche eran antiguos alumnos suyos.

Eimin cayó en desgracia de la noche a la mañana. Se convirtió en un «cabrón de los negros». Después de mandar a su padre al campo de trabajo, su familia fue separada y a Eimin lo enviaron a una Comuna Popular del norte de China. Ni siquiera allí pudo estar tranquilo. Los Guardias Rojos que dirigían el campamento le decían que «comiera estiércol» y le asignaban las peores tareas. No había mucho que comer, aparte de bollos de maíz y sopa de arroz diluida. Hasta al cabo de un año de haber llegado al campamento, Eimin no hizo un amigo, un soldado retirado que vivía en el pueblo. Su amigo le enseñó Kung Fu. Cada noche, concluida la jornada de trabajo en los campos y después de que todo el mundo se hubiera ido a la cama, Eimin practicaba los movimientos de Kung Fu en el exterior. A la luz de la luna, rodeado sólo por el silencio y la gruesa capa de nieve, encontraba paz y fortaleza. Cerró su corazón al resto del mundo y juró no volver a participar en ningún otro movimiento nunca más.

Eran estas historias sobre el pasado de Eimin las que me impedían hablarle de Dong Yi. Eimin no se fiaba de la gente. Yo era la única persona, aparte de su padre, en quien confiaba plenamente. No podía traicionarle y destruir aquello. En muchos sentidos yo lo quería, en particular su fuerza y su voluntad de vencer y triunfar sobre la adversidad de su juventud.

Pero entonces parecía haber una exigua posibilidad de que Dong Yi y yo pudiéramos estar juntos, algo que yo había deseado durante mucho tiempo. Algo en lo que había perdido tantas veces la esperanza que no quería volverla a perder. Ahora bien, la elección que se me presentaba era cruel, pues por primera vez en la vida me encontraba ante un verdadero dilema. Empecé a entender a Dong Yi y lo difíciles que eran sus decisiones.

Decidí decirle a Dong Yi que prefería verle menos, en lugar de más como él quería, y que necesitaba tiempo para decidir qué hacer. Estaba aprendiendo que no vivimos en un vacío, aislados de los demás, y que nuestros actos afectan a las personas de nuestro entorno. Me hacía falta encontrar el momento adecuado y las palabras adecuadas para tomar la decisión adecuada.

Tampoco quería pasar mucho tiempo con Eimin, de modo que volví a casa de mis padres. Pasaba gran parte del día preparándome para mi marcha a Estados Unidos, lo cual significaba que debía cumplimentar la solicitud para que me concedieran el pasaporte. Por las tardes leía los carteles que colgaban los alumnos de la universidad en la que mi madre daba clases. El creciente conflicto entre los estudiantes y el gobierno me proporcionó, de manera conveniente, distracción y espacio para respirar, lejos de mis propios problemas.

Dos días después del funeral de Hu Yaobang, el 22 de abril, más de cincuenta mil estudiantes boicotearon las clases en treinta y nueve centros universitarios pequineses. Al mismo tiempo, los estudiantes de la Universidad de Pekín instalaron una emisora de radio estudiantil en el edificio número veintiocho, al lado del Triángulo. Algunos de mis amigos aparecieron como organizadores del Movimiento. Mi amiga Li, que iba dos años por delante de mí en psicología y que a la sazón cursaba el segundo curso de posgrado, tomó parte activa en la emisora de radio transmitiendo comunicados, noticias, discursos grabados de estudiantes activistas y mensajes de apoyo de padres, ciudadanos de Pekín y amigos que vivían en el extranjero.

Mientras los estudiantes se organizaban en Pekín, algunos de ellos viajaron a otras provincias para obtener apoyo. Durante la Revolución Cultural, los Guardias Rojos al principio utilizaron este método de establecer una red de conexiones -Chuanlian, o enlace- para divulgar la revolución. Por aquel entonces viajaban en tren a todos los rincones del país, iban a las fábricas, oficinas, escuelas y Comunas Populares. En esos momentos, los estudiantes de la capital se servían del mismo método para informar a otros de lo que ocurría en Pekín. Era la manera en que la información -aparte de la que permitían los medios de comunicación controlados por el Estado- se transmitía en China. Dos estudiantes de Pekín visitaron la universidad de mi hermana Xiao Jie, en la provincia de Shandong. Los alumnos de ese centro no tardaron en boicotear también las clases.

En el campus de la Universidad de Pekín, cada día se colocaban carteles nuevos. Los profesores que eran como la profesora Li Shuxian del departamento de física se declararon claramente en favor de los estudiantes, en tanto que otros ofrecían consejos sobre cómo promover el Movimiento. Los periodistas extranjeros acudieron entonces al campus: entrevistaban a los estudiantes y fotografiaban y grababan en vídeo sus actividades.

La noche del 25 de abril, los programas de radio y televisión nacionales emitieron el texto principal de un editorial que iba a aparecer al día siguiente en el Diario del Pueblo. El editorial, que según el parecer de mucha gente era la opinión de Deng Xiaoping, se titulaba: «La necesidad de una clara postura contra la anarquía». Decía así:

«Este movimiento es una conspiración bien planeada. Su intención es la de confundir a la gente y sumir el país en la anarquía. Su verdadero objetivo es rechazar el liderazgo del Partido Comunista Chino y el sistema socialista. Se trata de una lucha política muy grave que preocupa a todo el Partido y toda la nación.»

Aquella tarde había ido a ver a Eimin pronto. Sentada ante el televisor en su habitación, no podía creer lo que escuchaban mis oídos. Era la primera vez que vivía de cerca una lucha política, y estaba horrorizada. Eimin, al haber experimentado de primera mano la crueldad y la maldad de la Revolución Cultural, no tenía ninguna duda de que aquello era el preludio de una severa represalia.

– Me temo que no hay más. El editorial ha calificado el Movimiento de anarquía. Ésa es la evaluación oficial del Partido, y el Partido nunca cambiará de forma radical su apreciación. Los estudiantes tienen que retirarse si quieren evitar un final desastroso.

Eimin estaba realmente preocupado. Creo que fue a partir de ese momento cuando se involucró, por muy a regañadientes que lo hiciera. Sabía lo que el castigo podía significar en China y no quería que eso les sucediera a sus inocentes e ingenuos estudiantes.

Fuimos al Triángulo, donde la gente ya había empezado a congregarse. Se expusieron distintas opiniones: unos pedían una retirada, otros pedían cautela. Algunos estudiantes querían que la recién formada Asociación Autónoma de Estudiantes presentara una moción para obtener una respuesta. A medida que transcurría la tarde fue acudiendo cada vez más gente al Triángulo. Entonces llegó una carreta de madera. Un joven, de pie en ella, exhortaba a la gente a no retirarse y a seguir adelante hasta que la democracia triunfara en China. Dijo a la multitud que el día anterior se había creado la Asociación Autónoma de Estudiantes para representar a todas las universidades de Pekín. Terminó con la ya habitual consigna: «¡El Movimiento no es "la anarquía"!».

Se trataba de Feng Congde, uno de los líderes estudiantiles. Al parecer había estado reuniendo a estudiantes por todo el campus para que asistieran a una reunión de urgencia aquella noche en el Triángulo. La emisora estudiantil empezó a transmitir el editorial del Diario del Pueblo. Los miles de personas que había entonces congregadas en el Triángulo estallaron en rugidos de protesta. Me acerqué a saludar a Feng Congde. Estaba casado con mi antigua compañera de habitación Chai Ling, a quien hacía mucho tiempo que no veía. Quería saber qué tal le iban las cosas.

– ¿Cómo está tu esposa? -le pregunté.

– Muy bien. De hecho, va a venir a la reunión más tarde.


Fue casi un accidente que Chai Ling se convirtiera en mi compañera de habitación. Había pasado de geología al curso superior al mío. Era la primera vez que se autorizaban ese tipo de traslados en la Universidad de Pekín. Mucha gente tenía sus reservas acerca del nuevo sistema, pues creía que el traslado permitía que las personas que no sacaran una nota lo bastante alta en los exámenes de ingreso a la universidad pasaran a departamentos más deseables.

En aquella época, psicología requería una de las notas de acceso más altas de la Universidad de Pekín; por consiguiente, el sentimiento hacia los trasladados era particularmente hostil en dicho departamento. Nadie quería compartir habitación con ellos.

Yo había sido la rara desde que entré en la universidad. Había nueve chicas en mi clase, una más de las que podía albergar una habitación y, en consecuencia, siempre había una que tenía que compartir dormitorio con las chicas de otro curso. Como había estado sola desde los doce años, en el internado, no me importó ser la elegida. Así pues, pasé el primer año compartiendo habitación con las estudiantes de último curso, y el año siguiente con las de primero. Las chicas de mi clase se alojaban unas cuantas puertas más allá del pasillo, pero rara vez las veía fuera de las aulas.

Naturalmente, cuando llegaron las trasladadas me pidieron que compartiera el dormitorio con ellas. El departamento consideraba que, puesto que hasta el momento no había tenido un grupo estable con el que compartir habitación, era poco probable que me importase que volvieran a cambiarme, esta vez con las estudiantes que se habían trasladado. No me importó en absoluto: estaba acostumbrada a ser una intrusa.

Las estudiantes trasladadas sabían que estaban de más y que no eran bienvenidas, de manera que anduvieron con pies de plomo al entrar en su nuevo hogar. Eran extremadamente amables y encantadoras, y observaban con cautela las reacciones de los demás antes de hablar. Era como si todas nosotras estuviéramos en alguna prolongación de las clases de psicología, con las nuevas estudiantes temerosas de dar un paso en falso. Bueno, casi todas.

Chai Ling era pequeña, con la cara redonda y unos ojos penetrantes, pero amables. Siempre llevaba el pelo corto, rozándole las mejillas. Era independiente, rebelde y, en ocasiones, desagradable. Nunca parecía sentir temor de decir lo que pensaba, y lo hacía con una voz curiosamente suave y aguda.

Como tenía que ponerse al día en muchas cosas de su nueva licenciatura, Chai Ling asistía a algunas clases con nosotras, además de seguir las de su propio curso. A veces pasábamos la mayor parte del día juntas, intercambiando apuntes y ayudándonos con las tareas. A pesar de su tardío comienzo en psicología, Chai Ling progresó con rapidez y al cabo de un año, en el examen del curso de posgrado, obtuvo suficiente puntuación para que le concedieran una plaza.

Por desgracia, los profesores no estaban contentos con ella, probablemente a causa de su personalidad díscola. En el departamento había muchos que la consideraban una persona con la que era difícil trabajar y, por tanto, no querían aceptarla. Al final, tras persistentes súplicas por parte de Chai Ling, el departamento accedió a dejar que lo decidiera el profesor con quien ella quería estudiar.

Para entonces, Chai Ling se había mudado a una pequeña habitación que había en un rincón del pasillo y yo estaba por fin con mis compañeras de clase después de otra redistribución de dormitorios. Un día vino a verme.

– Wei, tú eres la mejor de tu clase, todos los profesores te quieren. Por favor, ¿podrías hablarle de mí a la profesora Wang? La verdad es que me encantaría estudiar emociones humanas con ella.

Fui a ver a la profesora Wang y hablé en defensa de Chai Ling, pero se mostró inflexible: no pensaba trabajar con aquella alumna. Me sentí fatal cuando le conté a Chai Ling el resultado de mi conversación con la profesora Wang. Así pues, era inevitable que, cuando el departamento accedió por fin a admitir a Chai Ling en el programa de posgrado bajo la supervisión de otro profesor, ella rechazase la oferta y dijera que prefería estudiar en otro sitio que con un profesor que no hubiese elegido ella.

Unos meses más tarde se matriculó en el curso de posgrado de la Universidad Normal de Pekín.

Mucha gente del departamento -incluyéndome a mí- quedó sorprendida por su decisión y creía que estaba siendo obstinada e inflexible y que, como resultado de ello, sufría innecesariamente.

Unos meses después de licenciarse, Chai Ling se presentó en la habitación de mi residencia. Me la había encontrado un par de veces en el campus cuando acudía a visitar a su novio, Feng Congde.

Me alegré de verla. Hablamos de su nueva vida como estudiante de posgrado y de qué le parecía la Universidad Normal de Pekín. Entonces dejó caer la bomba: Feng Congde y ella se habían casado. En aquella época, en China, la gente tenía que esperar a terminar su carrera universitaria y a cumplir veintitrés años para contraer matrimonio. Chai Ling acababa de cumplir los veintitrés.

– No tenía ni idea de que os hubierais casado -me disculpé, porque me había referido a Feng como a su novio, y en seguida me apresuré a felicitarla.

– Hemos alquilado una vivienda fuera del campus -dijo-. Tienes que visitarnos.

Era poco común por aquel entonces que la gente corriente alquilara habitaciones a particulares. Nadie tenía propiedades, y alquilar un inmueble propiedad del Estado era ilegal. Había oído hablar de gente que lo hacía, pero se arriesgaba a acabar en la cárcel. La mayoría de estas personas eran granjeros que habían ido a la ciudad a trabajar, que no tenían otra alternativa y estaban demasiado desesperados como para que les importara el castigo. Pero Chai Ling no pertenecía a aquel grupo de desesperados. Los estudiantes de posgrado que estaban casados vivían en sus propias residencias, lo cual se consideraba una generosidad, pues casi todo el mundo tenía que esperar, a veces durante años, a que su cuadrilla le asignara una vivienda. Muchos jóvenes tenían que seguir viviendo con sus padres y sus abuelos.

Por tanto, el comportamiento poco convencional de Chai Ling me impresionó y me intrigó al mismo tiempo; aquella era una nueva forma de vivir con la que nunca me había encontrado, de modo que acepté gustosamente ir a hacerle una visita.

La habitación que había alquilado formaba parte de una de las casas tradicionales con patio interior, situada dentro del distrito de Haidian, al otro lado de la calle del campus de la Universidad de Pekín. Chai Ling me condujo a través de patios estrechos y largos callejones. Allí, las familias residían en unas casas pequeñas con patio cuya existencia ignoraba, rodeadas por un laberinto de paredes. Se acercaba la hora de cenar y había humo por todas partes, pues muchas familias preparaban la comida en los patios en cocinas de carbón. Por encima de nuestras cabezas, el cielo estaba oscuro y cubierto de nubes densas. Los vientos de otoño habían empezado a refrescar las tardes.

Aquél era un mundo distinto al de la Universidad de Pekín, con distintas generaciones de una misma familia viviendo juntas, niños que corrían alborozados por el patio, la colada tendida en las cuerdas y el agua de desecho vertida en las calles. Mientras caminábamos me pregunté cómo Chai Ling y Feng Congde habían encontrado aquel lugar. ¿Y por qué preferían vivir allí en vez de hacerlo en un hermoso campus en el que la universidad organizaba minuciosamente todos los aspectos de la existencia?

Al cabo de unos diez minutos ya estaba del todo perdida. Seguimos caminando otros diez minutos y al fin llegamos a la casa. Había una anciana agachada en la baja entrada, cocinando. O las nubes que había en lo alto se habían hecho más densas, o la casa era muy oscura, pero lo cierto es que apenas veía más allá de dos metros ante mí. Aflojé el paso por miedo a tropezar. Chai Ling me presentó a su casera, cuya amplia sonrisa dejó ver que le faltaban algunas piezas dentarias. Charlaron alegremente sobre cómo les había ido el día. Me sorprendí al ver a Chai Ling tan a gusto con la anciana; me sentí muy fuera de lugar, sin saber qué decir. Desde los doce años había vivido entre las paredes de internados y universidades de élite, y sabía muy poco de la vida al otro lado de aquellas paredes.

Entramos en la habitación de Chai Ling, tan oscura que tuvo que encender la luz, una bombilla desnuda que colgaba del techo. Una cama de matrimonio, dos baúles, un escritorio y dos sillas constituían el único mobiliario. Al cabo de unos instantes, en cuanto reunimos lo necesario para cocinar, salimos de nuevo al patio, donde Chai Ling empezó a encender su pequeña cocina de carbón. Cuando prendieron las llamas, se inclinó para soplar el carbón del interior. El humo se elevó y dificultó aún más la visión.

Le pregunté cómo había encontrado el lugar y me dijo que había sido a través de unos amigos. La casera había perdido a su marido hacía poco y necesitaba dinero.

– ¿No te preocupa que te descubran?

– No -contestó, y me explicó que cada vez había más gente que tenía que hacerlo. El gobierno no podía pillarlos a todos-. Pero, naturalmente, te agradecería que no se lo contaras a nadie.

Le pregunté qué le gustaba de vivir allí. Respondió que la vida era más real fuera de la torre de marfil que dentro de ella. Se sentía a gusto estando con personas como su casera y recibiendo una lección de humildad de la vida real y de los problemas reales.

Cocinó un par de platos sencillos y un poco de arroz. Feng Congde no podía comer con nosotras porque aquella tarde tenía una clase. Charlamos de los viejos tiempos y del futuro. A las diez tuve que despedirme porque no tardarían en cerrar la puerta de mi residencia, así que le di las gracias por la invitación y por la cena y me apresuré a regresar.

Permanecí despierta durante horas después de que hubieran apagado las luces en la residencia. Hacía mucho rato que mis compañeras de habitación se habían acostado, y Wei Hua, como siempre, hablaba en sueños. Pero seguía recordando mi visita a Chai Ling y la cabeza se me llenaba de imágenes, conversaciones y mis propios pensamientos. Conocí a Chai Ling hacía más de un año, y desde entonces no había cambiado. En realidad, se había afirmado en su resolución de no permitir que nadie le dijera cómo debía vivir su vida.

Tal vez fueran aquella decisión y aquellas ansias de libertad las que iban a proporcionarle el coraje para alzarse y luchar por la causa estudiantil.


No vi a Chai Ling hasta el día siguiente. Para mi sorpresa, mi antigua compañera de habitación tenía un aspecto más joven y radiante, el entusiasmo daba vida a su mirada. Ardía con la determinación de luchar por la democracia en China.

La mayor de las batallas entre el pueblo y el Partido Comunista estaba tomando forma rápidamente.

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