Capítulo 8: La marcha

«Con la suficiente voluntad, podemos mover montañas con las manos.»

Cuento popular, año 200 d. C.


El editorial del Diario del Pueblo del 26 de abril señaló un momento decisivo para los estudiantes, cuando la palabra «anarquía» inflamó fuertes sentimientos en los campus de todo Pekín. De la noche a la mañana, la llama de la ira comenzó a arder entre cientos de miles de estudiantes y profesores. Naturalmente, este sentimiento era más intenso en la Universidad de Pekín.

A primera hora de la mañana del 26 de abril me despertaron unos gritos y un fuerte ruido. Miré a Eimin, que aún dormía, salté de la cama, me vestí y me dirigí a toda prisa hacia la ventana que daba al Triángulo. Vi que ya se había congregado allí una gran multitud. El cielo azul se había abierto paso entre las delgadas nubes con la promesa de un día cálido y soleado por delante.

De pronto se oyeron unos golpes nerviosos en la puerta y la voz de Li que gritaba: «¡Eimin! ¡Eimin!».

Eimin abrió la puerta en seguida. Li había venido para llevarlo a una reunión urgente en el departamento de psicología.

– Anoche, la Asociación Autónoma de Estudiantes decidió organizar una protesta masiva como respuesta al editorial -explicó Li mientras trataba de recuperar el aliento-. El presidente de la universidad ha pedido a todos los departamentos que discutan la situación y planteen una postura oficial por parte de la institución y el profesorado.

Eimin se marchó a toda prisa con Li. En cuanto se fueron, cerré la puerta con llave y bajé al Triángulo.

El Triángulo era un caos, nunca había visto un desbarajuste semejante. Durante la noche, los carteles recién colocados habían cubierto la pared en toda su longitud y aún se estaban poniendo más mientras yo miraba. A lo largo del muro, una multitud -que en algunos sitios formaba una hilera de cuatro en fondo- leía y discutía los carteles. De pie detrás del gentío, sólo veía los carteles adheridos en lo más alto de la pared; de vez en cuando tenía que ponerme de puntillas para continuar leyendo lo que ponía en su parte inferior. En una o dos ocasiones me tambaleé hacia delante por haber estado demasiado tiempo de puntillas. Las personas que tenía ante mí se volvieron, claramente irritadas, de modo que me disculpé y me fui a otro lugar.

Al cabo de un rato de dar vueltas por el Triángulo me sentí frustrada porque no podía leer la mayoría de carteles. Llegó más gente; algunos se abrieron camino a empujones por entre la multitud. Además, la muchedumbre se volvía cada vez más bulliciosa, la gente llamaba a los amigos, hablaban sobre los acontecimientos y discutían sobre los pros y los contras de los carteles de la pared.

«¡Esto es ridículo! -exclamé para mis adentros. Me sentía excluida de las opiniones de mis compañeros-. Tengo que meterme ahí.» Empecé a avanzar hacia la pared a empellones, haciendo frente a algunas miradas de enojo.

Pronto llegó más gente con nuevos carteles y se encontró con que ya no había espacio en la pared. «¡Allí!», gritó un joven que llevaba un cubo con gachas de trigo, la tradicional cola casera para pegar carteles. Los estudiantes que sujetaban las esquinas del cartel empezaron a correr. La multitud los siguió con rapidez. El joven que iba delante embadurnó generosamente con las gachas una de las paredes laterales del edificio del profesorado y se colocó el cartel.

Aquella vez me encontraba en una posición desde la que veía bastante bien. Lo leí:

«¿Qué hemos hecho mal? Dijimos la verdad en nombre del pueblo. Queremos erradicar la corrupción y los privilegios. Queremos el imperio de la ley, no del hombre. Queremos democracia, no una dictadura. Nos manifestamos pacíficamente. ¿En qué nos hemos equivocado? Padres, no estamos equivocados.»

– Wei -oí una voz que me llamaba en voz baja y me sobresalté. Me di la vuelta y vi a Chen Li de pie a mi espalda.

– Hola. -Me alegré mucho de verlo-. ¿Cuánto hace que estás ahí?

– Desde que tú te has puesto aquí -respondió Chen Li con una sonrisa-. Pero pensé que te dejaría terminar de leerlo.

Ver allí a Chen Li, entre miles de desconocidos en una atmósfera política tan tensa, me pareció como encontrarme con un viejo amigo en un país extranjero. Aquella mañana me dio la impresión de que su dulce sonrisa era aún más reconfortante. No lo había visto desde nuestra excursión a la plaza de Tiananmen casi diez días antes. Quería contarle lo de mi beca para ir a Estados Unidos, pero decidí que no eran ni el momento ni el lugar adecuados.

– ¿Has tomado parte en las manifestaciones?

– Sí. De hecho estuve en la plaza de Tiananmen cuando el funeral de Hu Yaobang -dijo Chen Li mientras nos alejábamos del gentío que había junto a la pared.

– ¿Ah, sí? -en cuanto lo dije lo envidié por haber estado involucrado en las manifestaciones de una manera tan personal. Las imágenes que había visto en la televisión unos días antes aún seguían vivas en mi mente-. Cuéntamelo, por favor -le pedí con impaciencia, pues quería conocer en aquel mismo momento los detalles de aquel día en la plaza de Tiananmen. Por mediación de Chen Li, tuve la sensación de que yo también estaba relacionada personalmente con los tres valientes pero anónimos jóvenes que se arrodillaron en las escaleras de la Gran Sala del Pueblo.

En aquel momento mi estómago decidió recordarme ruidosamente que aún no había desayunado, lo cual me resultó violento. Chen Li se rió y me acompañó a comprar algo de comer en la tienda de la universidad. Entonces me habló de aquel día, de cómo había entrado en la plaza después de marchar por la ciudad durante horas, de cómo los ciudadanos de Pekín habían llevado comida y donativos a los estudiantes y de lo furiosos que se sintieron cuando el gobierno no quiso recibir la petición que presentaron. Me contó que cuando los tres jóvenes se pusieron de rodillas en las escaleras de la Gran Sala del Pueblo, muchos de los estudiantes que tenía alrededor lloraron.

– Nunca lo olvidaré -dijo Chen Li-. Allí, en ese preciso momento, me di cuenta de que nuestro gobierno ha traicionado la confianza de los jóvenes chinos. Tuve la sensación de que no ya sólo los estudiantes, tanto los que estaban en la plaza aquel día como los que se encontraban en otras partes en los campus de Pekín, sino también nuestro país había sido insultado. Sentí vergüenza porque soy miembro del Partido.

Miré a Chen Li. Los ojos le brillaban de la emoción. Se le empezó a entrecortar la voz.

– Chen Li, no te culpes por algo que no has hecho. Te uniste al Partido porque creías que era el partido del pueblo. Yo sigo creyendo que lo es. -Pensé en mis padres, que habían conservado la fe en el Partido a pesar de haber sufrido con la Revolución Cultural -. No todo el mundo es malo en el Partido; la mayoría de sus miembros, como mi abuelo y mis padres, son personas maravillosas que quieren hacer todo lo que puedan por el país.

Cuando salimos de la tienda había aumentado la temperatura. En el Triángulo la multitud era menos numerosa, puesto que cada vez más gente se iba a comer. Habían situado una cámara justo delante del comedor número tres; un equipo de informativos extranjero se preparaba para entrevistar a los estudiantes. Dos jóvenes de la Universidad de Pekín estaban amontonando ejemplares del Diario del Pueblo ante la cámara. Más abajo de la larga pared, otro cámara grababa escenas de gente leyendo los carteles.

«La pasada noche, la Asociación Autónoma de Estudiantes votó con una abrumadora mayoría a favor de convocar una manifestación masiva para mañana. Protestamos [contra] las acusaciones que se nos formulan. No queremos derrocar a nuestro gobierno ni provocar el caos en el país. Por el contrario, queremos prosperidad y libertad para el pueblo chino… El Movimiento Estudiantil no es la anarquía. ¡ La Constitución ampara nuestra manifestación pacífica!»

Me imaginé que el entrevistado sería un portavoz de la Asociación Autónoma de Estudiantes o uno de sus representantes.

En cuanto el estudiante hubo contestado algunas preguntas delante de la cámara, el operador volvió el objetivo hacia el montón de ejemplares del Diario del Pueblo. Unos cuantos estudiantes prendieron fuego a los periódicos. Un joven tomó una hoja ardiendo de la pira y la agitó frente a la cámara al tiempo que gritaba ante el micrófono que le tendían:

– ¡Todo esto son mentiras!

– ¡Quemad las mentiras! ¡Quemad las mentiras! -vociferaron otros estudiantes.

En aquel momento trajeron más ejemplares del Diario del Pueblo, que fueron arrojados al montón que ardía. Las llamas eran cada vez más altas y las chispas saltaban por los aires. Noté el calor que irradiaba hacia mí.

Entonces llegó un comunicado formal de la Asociación Autónoma de Estudiantes: «Mañana tendrá lugar una importante manifestación de estudiantes de todas las instituciones de enseñanza superior de Pekín. La manifestación comenzará a las ocho de la mañana. Esperamos que todos nuestros compañeros estudiantes estén preparados».

– Deberíamos sumarnos a la marcha de mañana -dije, notando que el calor del fuego reflejaba el de mi excitación.

Sentí un repentino impulso de formar parte de lo que estaba ocurriendo y cierta culpabilidad por no haber estado con mis compañeros en las marchas anteriores. Chen Li y yo decidimos encontrarnos a la puerta de su residencia a las siete y media de la mañana e ir juntos desde allí a la puerta sur.

Por la noche, cuando Eimin regresó, me habló de las discusiones que habían sostenido los miembros del profesorado. En su mayoría, los profesores estaban preocupados por la rápida escalada del conflicto. Tenían miedo de que la manifestación del día siguiente pudiera empeorar aún más la ya frágil situación y suponer un grave peligro para los estudiantes.

– ¿Así pues, el profesorado no apoya la manifestación? -pregunté.

Dijo que la universidad consideraba mejor respuesta que los profesores y algunos intelectuales destacados escribieran una carta abierta a Deng Xiaoping pidiéndole que se cambiaran la redacción del editorial del Diario del Pueblo y el término «anarquía».

– También asistí a una reunión en nombre del departamento de psicología en la universidad. Por eso he llegado tan tarde -explicó Eimin. La universidad, que consideraba demasiado polémica la manifestación del día siguiente, había pedido a los estudiantes que mantuvieran la calma y obraran con cautela y moderación.

Le dije que había acordado asistir a la marcha con Chen Li. Primero Eimin se sorprendió, luego se preocupó.

– Está claro que si quieres ir, yo no puedo impedírtelo. Pero quiero que lo pienses con mucho detenimiento. -Siguió diciendo que admiraba el coraje de los estudiantes pero que creía que la suya era una batalla perdida. No creía que unos cuantos miles de estudiantes pudieran ir en contra del poder del gobierno chino y del ejército sin que la situación se volviera muy peligrosa-. El ejército y la policía irán bien preparados y os estarán esperando. Si mañana vas, te estarás oponiendo de manera directa a la dirección del Partido. Piensa en Estados Unidos. Podrían impedirte abandonar el país perfectamente.

Seguimos discutiendo sobre el tema durante un rato hasta que, al cabo de una hora, en el informativo de la noche, como si alguien quisiera confirmar los temores de Eimin, la Corporación Central de Radiodifusión de China y la Televisión de Pekín transmitieron los «Diez Preceptos para las Manifestaciones» de la Municipalidad de Pekín. Advertían de graves consecuencias a quienes tenían intención de participar en la manifestación del día siguiente.

Aquellas emisiones ensombrecieron el campus de la Universidad de Pekín. Por primera vez durante el Movimiento, los estudiantes se enfrentaban a la posibilidad real de peligro o incluso a la muerte. Pero estaban decididos. Aquella noche, muchos de ellos redactaron sus últimas voluntades. Algunas de aquellas declaraciones se colocaron en el Triángulo el 27 de abril, cuando la marcha salía del campus.

«Recuérdame, Universidad de Pekín.»

«Por favor, mamá, perdóname. Tengo que ir. Tu hija te quiere, pero también ama a su país.»

El día de la marcha, el 27 de abril, empezó como un auténtico día de primavera cualquiera, soleado, radiante, con los pájaros cantando alegres bajo el sol de la mañana. Los árboles que se arqueaban sobre el camino que conducía a la puerta sur empezaban a echar brotes, con unas diminutas y tiernas hojas verdes, y el aire era fresco. Chen Li llevaba puestos unos vaqueros y una chaqueta liviana de color piedra. Yo llevaba un grueso jersey rojo encima de una camisa blanca.

Nos encontrábamos entre millares de manifestantes que salían de la Universidad de Pekín. A cada lado del camino había más estudiantes que observaban y gritaban con entusiasmo. Algunos de ellos se habían subido a los árboles para tener mejor panorámica.

Chen Li y yo caminábamos al frente de la marcha. Al pasar por la puerta sur, me di la vuelta y vi una fila tras otra de manifestantes que caminaban juntos, desdibujando las divisiones entre las filas. Las banderas rojas de los departamentos y de la universidad destacaban contra el fondo azul del cielo. No veía dónde terminaban los estandartes y las pancartas. Y debajo de ellos había una masa de gente.

Por encima de nuestras cabezas, en lo alto de las paredes de la puerta sur, había cerca de un centenar de estudiantes sentados, apretujados unos contra otros. Al otro lado del camino se hallaban cientos, si no miles de ciudadanos de a pie que observaban con solemnidad. Al torcer por la calle Haidian hicimos la señal de la victoria a los espectadores.

Los organizadores de la manifestación iban corriendo de un extremo a otro de las filas, unas veces nos decían que fuéramos más deprisa y otras que aminorásemos la marcha. Chen Li y yo nos encontrábamos cerca de la cabeza de la manifestación, donde una bandera roja y el estandarte de la Universidad de Pekín ondeaban al fresco viento primaveral.

– ¡Una manifestación pacífica de estudiantes no es anarquía! -grité al unísono con Chen Li y mis compañeros manifestantes.

Miles de ciudadanos de Pekín se alineaban a uno y otro lado de las calles en tanto que otros observaban las columnas que avanzaban desde las ventanas de sus apartamentos. El calor del sol primaveral y la excitación de marchar unida a mis compañeros me hizo sentir viva de un modo que nunca había experimentado.

«Primavera, ¡qué estación tan hermosa», pensé.

De la muerte y la pobreza surge la vida.

Miré los álamos temblones que echaban brotes.

Intercambié sonrisas con Chen Li mientras seguíamos al líder de nuestra sección, que caminaba hacia atrás, vuelto hacia nosotros, gritando por el megáfono: «¡No nos da miedo derramar nuestra sangre y dar nuestra vida!».

Me entusiasmaba formar parte de la vida y la renovación. Miré por delante de mí y vi estudiantes que desfilaban llevando el paso, banderas que ondeaban en lo alto por encima de sus cabezas. Miré hacia atrás y vi a decenas de miles de personas que hacían lo mismo. El entusiasmo de mi generación hizo que la exaltación corriera por mis venas. «¡Habrá un nuevo mundo!», pensé.

Dos grupos de estudiantes iban corriendo tomados de la mano a cada lado de nuestra columna. Nos dijeron que lo hacían para evitar que alguien ajeno a la manifestación de la Universidad de Pekín entrara en las filas; siempre existía a posibilidad de que la policía secreta utilizara la marcha para desacreditar a los estudiantes.

Entre dichos estudiantes distinguí un rostro que me era familiar, el de Cao Gu Ran, un antiguo compañero de clase que estaba haciendo un curso de posgrado en psicología. No lo había visto desde el día en que nos licenciamos, hacía casi un año. Lo saludé con la mano y nos hicimos a un lado con Chen Li.

Cao Gu Ran llevaba su uniforme favorito: un chándal azul marino y zapatillas deportivas. Tenía la tez morena y áspera. No era una persona alta, mediría un metro sesenta y cinco, pero sí musculosa. Desde que había empezado en la universidad, mantenía su cuerpo cuidadosamente en forma corriendo muchos kilómetros cada día. Una vez le pregunté si no hacía demasiado ejercicio, pero me respondió que el ejercicio no era nada comparado con el trabajo en el campo que solía llevar a cabo en casa. Cao Gu Ran provenía de una pobre localidad de campesinos de la provincia de Hunan, donde la educación era escasa y la mayor parte de los niños sólo cursaban estudios primarios. Nunca supe lo que había tenido que hacer para lograr una de las mejores puntuaciones de su provincia en los exámenes de ingreso a la universidad. Sus padres nunca lo visitaron en Pekín porque no podían permitírselo, pero sabía que Cao Gu Ran vivía su vida en la Universidad de Pekín como si ellos estuvieran allí con él cada día. Quería que se sintieran orgullosos, cosa que consiguió licenciándose con calificaciones muy altas y convirtiéndose en estudiante de posgrado en la mejor universidad de China.

– No puedo creer que seas tú -dijo Cao Gu Ran, jadeando mientras corría-. ¿Qué haces aquí?

– Lo mismo que tú -repliqué alegremente-. Me alegro de ver a un viejo amigo, sobre todo hoy.

Le presenté a Cao Gu Ran a Chen Li.

– ¡Una petición para el pueblo! -gritamos todos al tiempo que continuábamos la marcha.

Resultaba que Cao Gu Ran también había participado activamente desde el principio en la huelga y las manifestaciones. Al igual que Chen Li, se hallaba en la plaza de Tiananmen el día del funeral de Hu Yaobang. La actuación de los tres valientes jóvenes en las escaleras de la Gran Sala del Pueblo también lo indujo a implicarse aún más.

– Pero hoy las cosas son distintas -dijo Cao Gu Ran -. El editorial del Diario del Pueblo ha puesto a la gente en pie de guerra. No podemos permitirnos realizar más acciones espontáneas. Tenemos que estar más organizados.

– ¿Cómo puedes organizar a decenas de miles de personas? -preguntó Chen Li.

– O a cientos de miles. El número de estudiantes en toda la enseñanza superior es enorme -contestó Cao Gu Ran -. Va a ser difícil. De momento, la organización abarca el ámbito de cada departamento. En psicología tenemos nuestros representantes de los manifestantes, gente de seguridad y organizadores de apoyo logístico.

– ¿Qué crees que ocurrirá hoy? -le pregunté recordando mi discusión con Eimin la noche anterior.

Mi antiguo compañero de clase me advirtió que, después de que todos los estudiantes hubieran desafiado el editorial y las advertencias, estaba seguro de que tendría lugar una demostración de fuerza por parte del gobierno. Él preveía serios enfrentamientos.

– Da igual lo que pase, ahora estoy aquí y me quedaré hasta el final. Si me sucediera algo personalmente, sólo espero que mis padres lo entiendan. Les he escrito una carta explicándoles por qué hago esto, y mi compañero de habitación la echará al correo por mí si no regreso.

Sus palabras me llegaron al alma, pues sabía lo mucho que significaba para sus padres y ellos para él. Empecé a sentir la enormidad de lo que estábamos intentando casi como un peso físico sobre mi persona.

– Yo también creo que hoy va a suceder algo gordo en algún punto de nuestro recorrido -dijo Chen Li-. Por esa razón hoy existen más motivos que nunca para que no deje de ser una manifestación pacífica. No debemos dejar que se nos suba la sangre a la cabeza. No podemos darle ninguna excusa al gobierno para que haga uso de la fuerza.

De pronto nos detuvimos. Acabábamos de pasar por delante de la Universidad Popular y aún se veía el cruce de la Tienda de la Amistad, un establecimiento pensado para compradores extranjeros. Se había congregado allí una enorme multitud de miles de espectadores. Algunos de ellos gritaban: «¡No peguéis a los estudiantes!». A unos veinte metros de distancia vimos que dos coches policiales, seis furgonetas y cinco filas de miembros de la Policía Armada Popular con sus uniformes de color verde oscuro bloqueaban la calzada. La cabeza de la manifestación se había detenido frente a frente con la policía. Cesaron los gritos y, de repente, se hizo un extraño silencio entre las filas de estudiantes.

Ahí estaba, el momento que habíamos estado esperando. Era casi mediodía y el sol brillaba con tanta intensidad que su luz empezaba a ser cegadora. La visión se me hizo borrosa, se mezclaron el color del cielo azul y del árbol que reverdecía; la gente que había de pie a un lado de la calle se volvió gris. Pero al mirar al frente, con el corazón latiéndome desbocado, vi con claridad las caras de los policías. Tenían rostro, lo mismo que los jóvenes que había a mi lado, pero no me imaginaba cuáles eran sus pensamientos o sentimientos. Eran unos rostros inexpresivos, y por ello me dio la impresión de que eran como alienígenas venidos de otro planeta.

Nos quedamos allí en silencio durante tal vez unos cinco minutos, que a mí me parecieron una eternidad. Me acordé de la historia que me había contado mi madre sobre cómo la policía y los reservistas del ejército habían golpeado brutalmente a los manifestantes en la plaza de Tiananmen trece años antes, cuando se congregaron para llorar a Zhu Enlai. Me pregunté si los policías que tenía frente a mí también llevaban barras de hierro. ¿Serían tan crueles, a plena luz del día, como lo fueron sus predecesores trece años antes en una noche oscura? Pensé en mis padres, que no sabían que estaba allí. No podía quitarme sus caras de la cabeza, por mucho que intentara no pensar en ellos. De pronto me pregunté si volvería a verlos.

«¡Policías, abrid paso! ¡Policías, abrid paso!», gritaban los ciudadanos que había junto a la calzada. Un gran grupo comenzó a avanzar hacia la policía. Al mismo tiempo, nuestra columna se puso en movimiento. Los estudiantes que iban en cabeza enlazaron los brazos. El cordón policial retrocedió, pero no se rompió. Cao Gu Ran y sus compañeros trataban desesperadamente de evitar que los ciudadanos que se abalanzaban hacia la policía irrumpieran en la manifestación. La policía empujó. La gente gritaba, pero yo ya no oía nada. Lo único que oía eran los latidos de mi corazón y el sonido de nuestros pasos sobre el asfalto. Chen Li me rodeó el brazo izquierdo con su derecho.

Otra oleada de estudiantes se acercó por detrás. Noté la presión y el sabor del ácido que me subía del estómago. Pero mis pies siguieron andando. Mi cuerpo se echó hacia delante. Agarrados de los brazos, volvimos a cargar contra la policía. Me acerqué tanto al cordón policial que pude mirar directamente a los ojos a uno de sus miembros. Nos miramos fijamente y fuimos dando empujones de un lado a otro mientras me obligaban a retroceder.

Para sorpresa de todos los que estaban allí aquel día -y también por fortuna-, la policía no llevaba armas. Al final, los agentes no pudieron resistir la presión de la masa de gente que se abalanzaba contra ellos, se abrió una brecha y atravesamos el bloqueo policial.

Los miles de espectadores prorrumpieron en aclamaciones. «¡Larga vida a los estudiantes!», gritaban. La gente se asomaba a los balcones y lanzaba comida, dinero, papeles de colores y tiras de tela como muestra de su apoyo. Todos los integrantes del frente de la marcha, incluidos Chen Li y yo, dimos saltos de alegría. La policía en seguida se retiró a sus furgonetas. Mientras se retiraban, algunos de ellos cambiaron unas sonrisas, manifestando por gestos que no podían hacer nada. La aparentemente interminable columna de manifestantes pasó a toda prisa.

Cuando empezamos a avanzar de nuevo, con los brazos entrelazados, cantamos La Internacional en alta voz. Dos personas del equipo médico se acercaron a toda prisa con un botiquín de primeros auxilios. Las cruces rojas de las cintas que llevaban en la cabeza relucían intensamente bajo el sol de primavera. A un chico que estaba tres filas por delante de nosotros se lo llevaron a un lado de la calle para tratarlo. En el siguiente cruce se unieron a nosotros más millares de estudiantes de otras universidades. Banderas y pancartas convergieron. El sonido de los gritos y los cánticos resonaba por los edificios y las calles de Pekín.

– ¡Habrá un nuevo mañana! -gritábamos.

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