– ¿Puede determinar la causa? -intervino Ramiro.

El médico esperaba la pregunta con una sonrisa tentacular.

– Puedo adelantarme a lo que diga el forense, con muy poco margen de error. Sobre la mesilla de noche pueden ver un frasco de pastillas de Prozac, pero este hombre ha sido asesinado con estricnina. Es un veneno fulminante que actúa sobre la médula y los nervios motores y que es usado en rnedicina positivamente, pero a partir de cierta dosis produce lo que hemos visto.

El médico señaló el aspecto horrible de Conesal sin que las restantes miradas le secundaran.

– Y sospecho que dentro de ese frasco de Prozac todas las cápsulas están llenas de estricnina. Alguien que sabía su dependencia con el Prozac es el que ha hecho la faena.

– ¿La ha tocado usted?

– ¡Claro!

Ramiro se sobrepuso a su desesperación profesional y utilizó un pañuelo para coger el frasco y examinarlo al trasluz.

– ¿Cabe en cápsulas tan pequeñas la cantidad de estricnina suficiente para un efecto tan fulminante?

El médico aguardó una señal de acuerdo de Álvaro para emitir un juicio profesional.

– Depende de la cantidad de cápsulas. En teoría no se pueden tomar más de cuatro cápsulas de Prozac, pero cada cual hace de su capa un sayo. Es el estimulante de moda contra las depresiones.

– ¿Era su padre un depresivo?

– Era un ciclotímico. Pasaba de la depresión a la euforia.

– ¿Había tomado antidepresivos más enérgicos?

– Si se refiere usted a drogas estimulantes, cocaína, sí. Pero se asustó por derivaciones fatales de gente próxima y solía recurrir a estimulantes, vamos a llamarles, sanos.

Ramiro dejó la botella en la mesilla.

– Pues que no se toque más de lo que ya se ha tocado -advirtió el inspector Ramiro, pero la viuda siguió pasando las yemas de los dedos por el píe del difunto y el jefe superior de policía impuso respetuoso silencio a su subordinado. No quedó muy conforme Ramiro con la muda censura y siguió contemplando a la viuda y al médico como a peligrosos intrusos que ya habrían destruido pruebas y a los que nadie iba a meter en cintura. Álvaro vino en su ayuda, metió las manos por las axilas de su madre, la obligó a levantarse y la llevó casi a peso hasta el sillón tumbona en el que probablemente Lázaro Conesal había yacido algún tiempo porque permanecía una copa semivacía en la mesita adjunta, junto a una carpeta, y las zapatillas del financiero estaban perfectamente alineadas bajo la mesilla. Carvalho observó el redondel de humedad que se percibía en la bragueta del pijama y creyó oler a semen, como todos los demás, pero nadie lo dijo en voz alta porque quizá el semen huele igual que la estricnina y sólo los policías tomaron la iniciativa de hablar para anunciar la próxima llegada del forense y de la brigada técnica que tomaría las huellas y haría los cálculos precisos. El casi transparente Ramiro leyó lo que ponía sobre la carpeta situada junto a la copa, sin dar demasiada importancia aparente a su hallazgo. Se sacó un pañuelo del bolsillo y abrió la cubierta para leer lo que ponía la primera hoja. Cuando levantó la cubierta, Carvalho pudo leer el título: Informe confidencial grupo editorial Helios. Leguina tenía otras preocupaciones.

– Tenemos a quinientos invitados abajo, atrapados en el salón, sin poder salir y sin saber a ciencia cierta qué ha pasado, aunque todas las radios ya están dando la noticia y los que tienen teléfono portátil están en condiciones de saber lo que ha pasado.

La ministra compartía tristezas con la reciente viuda y reclamó a Leguina que la dejara en sus tareas consoladoras. Ramiro parecía no querer ni tener tiempo que perder.

– ¿Qué hacía su padre en esta habitación, en pijama, la noche en que se iba a conceder un premio de tanta importancia?

Álvaro se encogió de hombros, pero inmediatamente se dio cuenta de que su postura era insostenible y devolvió los hombros al lugar de partida.

– Bien. Lo cierto es que el premio lo daba exclusivamente mi padre. Sólo él sabía quién iba a ganar.

– ¿Y el jurado?

– Todo estaba pactado. Mi padre pidió a una serie de profesionales que se prestaran a ser miembros del jurado y así lo comunicó al Ministerio de Cultura cuando solicitó el permiso para concederlo. Casi nadie sabe quién formaba parte del jurado.

– Pero el jurado está reunido en alguna parte.

Álvaro tuvo un instante de perplejidad y musitó ¡es cierto! al tiempo que se levantaba y se daba un golpe con una mano en la cabeza.

– El jurado debe de seguir reunido esperando el veredicto. Están en una habitación secreta.

Inició ahora una marcha más precipitada que la anterior que sólo dejó en la cámara fúnebre al médico, el cadáver y su viuda ensimismada, con la cara convertida en un pastiche de maquillaje y rímel. El paso del joven obligaba a taconear a la ministra y a imitar la marcha atlética a todos los demás. Leguina le hizo una pregunta que sólo Carvalho percibió, así como la respuesta:

– Estaba deshecha esa mujer, ¿no?

– Deshecha sí, pero cuando me he acercado a consolarla me ha dicho que su marido era un hijo de puta.

Álvaro se sacó una llave del bolsillo de la chaqueta y la introdujo con decisión en la cerradura de una puerta tan anodina que no presagiaba nada.

– Ha podido ocurrir una desgracia -anunció el jefe superior antes de que la puerta se abriera y ante los visitantes apareciera el cuadro de seis hombres hechos y derechos contemplando una película española de los años cincuenta en la que el vecino del quinto se hace pasar por maricón para conseguir trabajo. Se entrecruzaron las sorpresas de los allí sentados, la mayor parte sin zapatos y con muchas copas alrededor y la de los recién llegados. Sobre la mesa no había ni un libro, ni algo parecido a un original de lo que pudiera llegar a ser un libro. El que prometía llevar la voz cantante del jurado preguntó a Álvaro:

– ¿Quién ha ganado?

– ¿No os habéis enterado de nada?

– ¿De qué? Tu padre dijo que se nos encerrara por fuera. ¿Dónde está tu padre?

Iba a contestar Álvaro, pero se interpuso el inspector Ramiro tras cruzar una mirada de inteligencia con el jefe superior de policía.

– ¿En ningún momento el señor Lázaro Conesal ha penetrado aquí para intercambiar alguna información con ustedes? Usted es el profesor Bastenier, si no me equivoco.

Los que aún no habían descubierto que aquel hombre en calcetines, con el cinto desabrochado, la corbata colgante y las mejillas coloradas por la parte alícuota de botellas de Bollinger que sobresalían de los cubos repartidos por la mesa y el suelo de la habitación era nada menos que Ricardo Bastenier, el más notable especialista en Literatura Comparada, cerebro recobrado tras haber sido llevado al borde de la fatiga en varias universidades norteamericanas, musitaron su nombre quedamente y adoptaron la normal disposición reverencial ante un cerebro español repatriado. Halagado Bastenier por haber sido reconocido por tan anónimo personaje recuperó parte de su vertebración.

– Don Lázaro vino a vernos, insistió en la necesidad de nuestra clausura y quedamos inútilmente a la espera de su reaparición. Por cierto, no les he presentado a mis eminentes colegas.

Y señaló a sus compañeros de habitación como si les invitara a saludar ante los aplausos del público.

– El profesor Yves Tyras, de la Universidad de Maguncia, especialista en la Generación de 1902; Cayetano Sirvent Mira, director del Centro de Estudios de Lingüística Estructural; Leonardo Inchausti, rector de la Universidad a distancia; Floreal Requesens, responsable del Atlas literario comparado de la Real Academia de la Lengua; Juan Sánchez Martialay, responsable de los estudios literarios de la Universidad Menéndez y Pelayo. Yo completo el sexteto del jurado base y Lázaro Conesal se reservaba el derecho al desempate.

Había tanta cultura y tantas universidades reunidas en aquel sanedrín de descalzados animados por una de las mejores marcas de champán, que los intrusos, a pesar de sus jerarquías, parecían cohibidos y en retirada hasta que la ministra de Cultura tomó la iniciativa de saludar a todos los sabios besándoles las mejillas, lo que acabó de encenderlas, mientras la dama revoloteaba entre ellos como una mariposa de desbordante policromía.

– Ya nos conocíamos, ministra -observó regocijado el que había sido presentado como responsables de los cursos literarios de verano de la Universidad Menéndez y Pelayo.

– Estuvimos hablando de Blasco Ibáñez y del arroz con costra de Elche o de Elx, como le llama usted.

El que acentuaba su rigidez y daba una total impresión de disgusto era el presidente del jurado que trataba de ponerse los zapatos y de recuperar el aspecto digno exigible al presidente del jurado del premio literario mejor dotado del mundo. Compartía estos gestos con miradas de aviso al joven Conesal, como si tratara de transmitirle un mensaje que por fin pudo hacer efectivo en un aparte.

– Vaya ridículo. Ya sabía que no funcionaría. En qué posición queda el jurado de un premio cuando ni siquiera yo, el presidente, sabe quién lo ha ganado. ¿Dónde se ha metido su padre?

Álvaro no le contestó. Se fue a por el jefe superior y le pidió permiso para dar la noticia al jurado. Consultado el inspector Ramiro opuso un vaivén de cabeza y serios reparos porque se perdía el factor sorpresa. ¿De qué factor sorpresa está usted hablando?, le respondió su superior, ofreciéndole el cuadro del jurado vencido por el Bollinger y una digestión de serpiente boa. Obtuvo el permiso Álvaro y se dirigió a los presentes:

– Señores, debo comunicarles una mala noticia.

– Desierto -espetó Requesens, el responsable del Atlas lingüístico-. Me lo temía.

– ¿De qué desierto habla usted? -inquirió suspicaz el inspector Ramiro.

– Del premio. Se ha declarado desierto. Todo ha sido una añagaza publicitaria, me lo temía. Las bases se redactaron de una manera tan sibilina que el premio puede declararse desierto y ahora quedamos todos los del jurado a la altura del betún. Y tú tienes la culpa, Bastenier, porque nos vendiste la moto.

– No utilices vulgarismos, Requesens.

– ¡Los utilizo porque me sale de los cojones! Que me tienes muy harto con tus maneras de cerebro recuperado y no hay tribunal de oposiciones en que no machaques a mis ayudantes o a la gente que ha hecho la tesis conmigo o bajo mi especial percepción de la literatura. Ahora me metes en esta degradante aventura, por cuatro piastras de mierda…

– No digas tonterías, Requesens -le riñó severamente Ricardo Bastenier sin darle opción a replicar y a continuación invitó a Álvaro Conesal a que prosiguiera su información.

– Mi padre ha sido asesinado.

Los seis jurados adquirieron un súbito aspecto de viudez desamparada y de voluntad indagatoria retórica.

– ¿Cómo ha sido?

– ¿Están ustedes seguros?

– ¿No será un corte de digestión?

– ¡Increíble!

Ramiro metió baza decididamente.

– Les invito a que no abandonen esta habitación a la espera del inevitable interrogatorio. Les ruego disculpen las molestias.

Volvieron a salir agrupados, pero Leguina les detuvo a medio corredor.

– Me parece que estamos haciendo el ridículo. No vayamos más en grupo porque esto se parece a las visitas médicas en los hospitales clínicos, el cá-tedro por delante y los alumnos tomando apuntes.

– También me recuerda las inauguraciones de cualquier cosa, pero falta la Reina o el Rey -apoyó la ministra.

– Me permito proponer un plan operativo -se permitió Ramiro y todos quedaron a la escucha-. Centralizamos el mando en la sala de personal y telemática y así las autoridades pueden pasar al comedor para tranquilizar a los asistentes, mientras tanto estableceremos un plan de interrogatorios con aquellas personas seleccionadas entre los invitados al acto.

– Interrogatorio es una palabra muy fuerte.

– Conversaciones indagatorias -corrigió Leguina y añadió-: Así pienso comunicarlo a la sala. Manténganos en todo momento informados, tanto a la señora ministra como a mí.

Marcharon las supremas autoridades seguidas de los escoltas y quedó Carvalho a la espera de instrucciones de Álvaro. Como no llegaban se plantó ante el grupo que aglutinaba el jefe superior, el inspector Ramiro, el jefe de personal y Álvaro Conesal.

– ¿A qué grupo me sumo?

Menos Conesal y el jefe de personal, los demás repararon de pronto en la presencia de Carvalho.

– ¿Y éste quién es?

– El detective privado, Pepe Carvalho. Había sido contratado especialmente por mi padre para un trabajo concreto en el transcurso de esta cena. Es indispensable que forme parte del equipo de investigación porque está en posesión de informaciones que tal vez puedan ser interesantes.

– ¿Conocía su padre las limitaciones indagatorias que deben respetar los detectives privados?

Álvaro se encogió de hombros y respondió a Ramiro:

– Vayan ustedes a preguntárselo.

– No tenemos ningún inconveniente en colaborar con un detective privado -sentenció el jefe de policía-. Pero deberíamos situarle en una función estricta.

– De eso nada. Yo tengo licencia para circular por donde crea conveniente y de momento me voy al comedor a ver lo que pasa allí.

– Yo me apunto. Luego nos encontramos en la sala de personal y telemática.

– Ramiro, sala de personal y telemática, ese nombre es más largo que un día sin tele. Dejémoslo en sala de personal, que para largo ya la noche se presenta de campeonato.

– Sí, señor.

Carvalho y Ramiro compartieron ascensor descendente y se estudiaron de soslayo. Carvalho pensaba que Ramiro era un producto de academia, tal vez algún master de criminología en alguna universidad extranjera pero no demasiado lejana y Ramiro sospechaba que Carvalho era un huelebraguetas cantamañanas, pero algún mérito le asistía porque lo había contratado Lázaro Conesal, que compraba lo mejor de lo mejor. El ascensor que bajaba al presidente de la Comunidad Autónoma, la ministra y su séquito les llevaba diez pisos de ventaja, pero luego fue fácil ponerse a la estela de los otros cuando entraban en el salón cerrado donde los vapores del tabaco, las indignaciones y los rumores alcoholizados componían una atmósfera enervante que Leguina respiró con gusto, como si el político novelista se metiera en un ámbito de ficción. No le faltaron preguntas a su paso, incluso intentos de retenerle tirándole de la manga de la chaqueta, pero siguió impertérrito hasta la tarima donde esta vez sí funcionó el micrófono para dar un comunicado suficiente.

– Señoras y señores, debo comunicarles que la situación está bajo control y esperamos que las molestias sean mínimas para todos ustedes. Lázaro Conesal, nuestro anfitrión, ha sido, al parecer, asesinado y es imprescindible que todos permanezcamos en nuestro sitio, tanto desde el punto de vista anímico y ético de estar donde debemos estar, como en el físico. Es decir, por favor, no se muevan de sus mesas ni traten de abandonar el salón hasta que la policía mantenga las imprescindibles conversaciones indagatorias. Para completar las informaciones derivadas de las listas de invitados, les rogamos que escriban su nombre, dirección, número de carnet de identidad, números de teléfono y lugares donde puedan ser hallados con facilidad en los próximos días y semanas.

– La vida imita a la literatura, querida Marga. Y fíjate cómo después de todo lo que hemos dicho sobre la novela policíaca, resulta que estamos viviendo una novela policíaca.

– Sinceramente, prefiero vivirla que leerla. Y especular a partir de esta propuesta sin precedentes. Por ejemplo. Lázaro Conesal ha sido asesinado porque había amenazado con un dossier que implicaba a las más altas instancias de la nación. Ya sabemos cómo utilizaba Conesal los dossiers. Le han matado. ¿Quién le ha matado?

– Las más altas instancias de la nación.

– Elemental. Eso es lo que pide el lector pasivo y adocenado que espera repetir la fórmula conocida, la receta del género. Pero ahí funciona la única válvula de escape de la servidumbre retórica de la literatura de género. Su única coartada si quiere acercarse, sólo acercarse, a lo literario.

– Lo li-te-ra-rio. ¿Por qué lo silabeas?

– Para resaltar la importancia de ese concepto. Si el lector espera el código preestablecido, hay que burlarlo y entonces la novela policíaca de género, por ejemplo, debe dejar de ser novela policíaca. Y un instrumento para conseguirlo es que el asesino no sea ni el esperado ni el no esperado, porque también es manido que el asesino sea el menos esperado.

– Entonces, ¿quién debe ser el asesino?

– Nadie. La novela policíaca perfecta es aquella en la que no hay crimen y por lo tanto no hay asesino.

– Ponme un ejemplo.

– No se me ocurre. Es una hipótesis de laboratorio. Pero al formularla, me tienta, siento algo que me dice: ahí está el camino y no en la instrumentalización del género para convertir la novela en instrumento de conocimiento social o psicológico, a la manera de Sánchez Bolín o de Patricia Highsmith por ejemplo. Yo detesto a Patricia. Me sabe mal que se haya muerto y todo eso, pero hemos de reconocer que se limitó a escribir aproximaciones balbucientes, y a veces babosas, a la literatura psiquiátrica.

– Siguiendo tu esquema, Lázaro Conesal no ha sido asesinado porque no se ha cometido ningún crimen.

– Probablemente.

– Entonces, ¿vamos a saber quién ha ganado el premio?

– No. Eso no. Eso sería vulgarizar la situación. Adelgazarla hasta la nada, más allá incluso de la transparencia.

Sagalés y su mujer se habían quedado solos en la mesa. Los demás habían pretextado los más diversos motivos para alejarse. No se miraban y bebían silenciosa y silenciadamente hasta que el escritor escupió más que dijo…

– No controlas lo que dices. Para ti se ha convertido en un deporte decir lo primero que se te ocurre en público, en presencia de cualquiera, tu número apesta: la distanciada mujer del distanciado escritor. Todo tiene un límite.

– No te perteneces ni a ti mismo.

– ¿Y qué?

– Pero bien me enviaste a que hablara con Lázaro. Bien sabías lo que querías y no te importaba lo que hubiera pasado o pudiera pasar entre nosotros.

Sagalés miraba preocupadamente alrededor por si alguien seguía la conversación. Allí estaba Manzaneque, de pie, a cinco metros, aparentemente desentendido, con una oreja en la conversación del matrimonio y la otra en la cháchara de la señora Puig que le enumeraba las bellezas de Cuenca y su maravillosa gastronomía entre la que destacaba el mortaduelo.

– El morteruelo, sí señora. Mi abuela hacía unos morteruelos memorables.

– Mortaduelo o morteruelo, es lo mismo. Está buenísimo.

El señor Puig había conseguido un aparte con Hormazábal y hablaban tenebrosamente sobre el futuro de aquella noche ya tan vencida y sobre el futuro económico de España. Urgía retirar cuanto antes la confianza al Gobierno socialista que dependía de los votos parlamentarios de los nacionalistas catalanes. El señor Puig insistía una y otra vez al presidente Pujol: No vale la pena respaldar a un Gobierno que está moribundo, president. Pero el presidente Pujol es muy suyo y desconfía de esos chicos del PP que pertenecen a una derecha que jamás, jamás ha reconocido la pluralidad de España y la razón del hecho diferencial de Cataluña. El mejor vendedor de libros del hemisferio occidental de España buscaba a un camarero que le facilitara agua del Carmen y un terrón de azúcar.

– Mi señora está algo mareada en el lavabo.

Sagalés le dijo que un pescador de calamares, de la mesa cuatro, llevaba un cordial en el bolsillo y a por él se fue el vendedor, aunque al encontrarse ante Sagazarraz no le pareció Un pescador de calamares y optó por asegurarse.

– ¿Se dedica usted a algo relacionado con el calamar?

– ¿Se me nota?

– Me han dicho que usted tiene un cordial. Mi mujer se ha mareado del disgusto por todo lo que está pasando.

– El cordial es suyo.

Ofreció generosamente la petaca de whisky que en primera instancia fue rechazada.

– La botella es de plata.

– Lo de dentro, no.

Y para demostrárselo bebió un largo trago hasta agotar el contenido, pero no se turbó por el precipitado final y rellenó la petaca valiéndose de una botella de Cutty Sark que el camarero le había dejado sobre la mesa previa propina.

– Su señora se merece un cordial mejor, pero el Cutty Sark puede sacarla del apuro.

– Pero sí esto es whisky.

– No es tan reparador como el de los monjes, pero el Cutty Sark está recomendado en los mejores monasterios de Escocia. Dígale a su señora que brinde por la muerte de Conesal. A todo puerco le llega su San Martín.

Partió el vendedor con su cordial y Sagazarraz pegó su cara a la de Beba Leclerq llorosa y con las ojeras como bolsillos liberados de un peso excesivo mientras su marido parecía querer embestirla.

– ¿Ni siquiera esta noche puedes sentir un poco de vergüenza y un poco de respeto hacia mí?

Pomares amp; Ferguson le hablaba a su mujer desde una distancia de dos metros y mantenía la actitud de un torero en pleno desplante al toro. El duque de Alba estudiaba desde lejos la pose del señorito jerezano y reflexionaba sobre la gestualidad humana embargado por una melancolía de ciclotímico que cada noche le asaltaba a las dos en punto de la madrugada. Se encharcó en ella a la espera de que le sirviera de aislante de intrusos dispuestos a exigirle una frase brillante con la que resumir la situación.

– Si ustedes han visto El ángel exterminador de Buñuel, no tienen un referente mejor, o bien

– Más allá de la literatura sólo cabe vivificar los argumentos, o bien

– No seas pelmazo y déjame a solas con mi perplejidad.

La primera se la había dicho a un matrimonio catalán cuyo apellido le sonaba a lata de conservas, la segunda a Mona d'Ormesson cuya pesadez aumentaba con el relente y la tercera a Mudarra Daoiz que atribuía lo sucedido a un extraño montaje político.

– No olvides, duque, que Conesal era el financiero más opuesto al pacto entre los catalanes y los socialistas. Representaba un dinero español y moderno, frente al dinero periférico y extranjerizante de los catalanes.

Alba dirigía su mirada ahora hacia la mesa donde languidecía la airada conversación entre Sagalés y su mujer. Ahora era Laura la que hablaba con vehemencia mientras la más vieja de las jóvenes promesas de la literatura española distraía su mirada por el cansado salón en el que los diseños voluntariamente pueriles se avejentaban por minutos hasta constituir un correlato objetivo dibujado por niños locos y suicidas. La imagen de los niños locos y suicidas ocupó las neuronas de Sagalés mientras su mujer hablaba:

«… y los niños locos y suicidas empezaron a pintar por las paredes las siluetas de los cadáveres de sus madres y roscones de brioche o de mierda de los que salía aroma de anís o peste de heces fecales sangrientas en forma de melena, mientras el coreógrafo les señalaba la ruta hacia el abismo aconsejándoles que avanzaran hacia él de puntillas, para no despertar a los dioses de la compasión…»

– Toda la vida he vivido a tu sombra, ¿recuerdas cuando me chupabas el coño y me decías irónicamente: Te voy a comer las fincas? No has hecho otra cosa. Detrás de tu carrera de premio Nobel sin lectores se han ido todas mis fincas y mi juventud, hijo de puta, joven promesa de nada, yo no soy ni joven, ni promesa, ni nada, sino la borracha que le va riendo las gracias a un genio insuficiente.

«… pero los niños tenían instinto de supervivencia y trataban de agarrarse a los dibujos de los árboles para retardar la caída en el abismo, con la excusa de la extrañeza de los colores, árboles verdes, azules, amarillos, rosas, fucsias y serpientes de boata con ojos de vidrios opacos…»

– Toda la vida martirizándome como un sádico por mi historia con Lázaro y has seguido martirizándome como un sádico hasta que fui a pedirle…

– ¿Te quieres callar? ¿Te quieres morir? ¿Quieres reventar?

De un empujón llevó la mesa huevo frito contra el vientre de su mujer y utilizó la distancia ganada para ponerse en pie e ir al encuentro de Manzaneque del que se apoderó por el procedimiento de pasarle un brazo sobre los hombros.

– Aunque no lo parezca, querido poeta, príncipe de Cuenca, yo leo a los jóvenes, por más que me guste juguetear con su inmaculada inocencia. ¿Qué te parece lo que nos está ocurriendo? Será una excelente materia literaria para dentro de treinta años. Tú vivirás para escribirlo.

– A mí no me va lo rememorativo.

– Porque aún tienes deseos. Luego vivirás años de tensión dialéctica entre la memoria y el deseo y finalmente sólo te quedará la memoria. Será el momento de escribir una novela sobre lo que está ocurriendo, aquí y ahora.

– Puede ser. Pero más que el argumento, a mí lo que me interesa son las estrategias.

– A ver. A ver.

– Las estrategias narrativas, mejor dicho la originalidad de la estrategia narrativa, porque todo está dicho y en cambio hay mucho que hacer en el terreno de la estrategia narrativa. ¿Me sigues?

– Te sigo, maestro.

– No te burles.

Sagalés no supo reaccionar a tiempo. Manzaneque había depositado su cabeza sobre su pecho y refregaba su sien izquierda contra la corbata de seda natural que se movía como aguja de brújula a tenor de las intenciones del mejor novelista gay de Cuenca.

– Es intolerable que te dejes hablar así por tu mujer.

– Forma parte del equilibrio matrimonial. Hoy me insulta ella a mí, mañana la insulto yo a ella. La inevitable guerra de sexos que lleva, como todas las guerras, al borde del abismo y es entonces cuando se precisa la negociación.

Retiró el brazo sobre Manzaneque y con el hombro le forzó a que despegara la cabeza de su pecho. Melancólico pero emocionado, el joven musitó para que sólo Sagalés pudiera oírle.

– Todas las tías son unas pedorras y unas marujas.

Tenían al duque de Alba ante ellos, le costó a Manzaneque recomponerse, pero no a Sagalés que arqueó su mejor ceja para exclamar:

– El duque de Alba, supongo…

El duque enarcó la primera ceja que se prestó a ello y fingió no conocerle:

– ¿Tengo el gusto?

Andrés Manzaneque irrumpió en el diálogo:

– Claro que le conoce, es Sagalés, el autor de Lucernario en Lucerna, una de las novelas más prometedoras de la década.

– ¿De la presente década? Creo recordar incluso haberla leído. La novela naturalmente no transcurre en Lucerna.

– ¿Cómo lo ha deducido?

Era Sagalés quien estaba amargamente interesado.

– Porque cuando se busca un juego de palabras entre Lucerna y lucernario generalmente en la novela no pasa nada en ningún sitio. Creo recordar que es una novela que arranca de la contemplación de un pie a la luz que baja de un lucernario de una ciudad probablemente turca. Burma, según creo.

– Exacto.

– Y ese pie a la luz del lucernario fuerza al protagonista a jugar con el sentido de las palabras imaginando que podría estar en Lucerna.

– Va bien.

– Pero estar en Lucerna o no estar, es lo de menos. Va por ahí la cosa. Muy bellamente escrita. Definitivamente sí, la he leído.

La amargura de Sagalés se había trocado en alivio y agradecimiento.

– No estoy en deuda porque yo he leído todo lo que usted ha publicado y me divierten mucho sus cada vez más distanciadas colaboraciones en El País.

– Debe de ser el único que se divierte leyéndolas. Seguiremos hablando Sagalés y…

– Yo soy Andrés Manzaneque, un escritor de Cuenca.

– Afortunada circunstancia.

Prosiguió Jesús Aguirre su ducal marcha, pero esquivó a tiempo la mesa donde Ariel Remesal y Fernández Tutor parecían hablar de cocina editorial y literaria.

– ¿Has visto al muchachito de Cuenca? Ya se ha pegado a un escritor instalado y al duque. En el origen de todo escritor hay una fase larvaria, parasitaria a la sombra de los ya instalados frente a los que se siente fascinación y prepotencia biológica, que luego se convierten en odio genético. La literatura. La literatura. Lo que ha ocurrido esta noche puede ser una catástrofe. La muerte de Conesal me deja con el culo al aire.

Ariel Remesal propició con el aletear de sus párpados la confidencia que necesitaba emitir el bibliófilo.

– Habíamos empezado un ambicioso proyecto de reunir mil primeras ediciones de obras significadas que Lázaro quería exhibir en la inauguración de su fundación en Salamanca. Me he pasado dos años trabajando en ello y estaba a la mitad de mi tarea.

– La familia continuará la tarea.

– No tengo ni un contrato y no me fío de Alvarito. Detrás de esta aparente sumisión ante su padre hay un Edipo que siente una gran afinidad por la madre, a la que considera una víctima del despotismo de su padre. Y además, Lázaro era muy generoso. Le producía un placer extraordinario presumir de gustos refinados ante la pandilla de advenedizos del nuevo dinero. Con estas garantías, yo podía contratar lo mejor de lo mejor. Cada encuadernación vale un potosí y ya no queda gente tan loca por estas cosas. Estoy a punto de tirar la toalla. Nada vale la pena. Puta suerte.

Estalló en sollozos el bibliófilo. Ariel Remesal sintió vergüenza por la situación.

– Tranquilízate, hombre, no todo está perdido.

– Decididamente éste es un país lleno de enterradores. Fíjate tú en cómo llora desconsoladamente aquel tipo, el bibliófilo, y estoy convencida de que en vida despotricaba del difunto. En España la gente muerta se vuelve buena.

– Es el tema de aquella novela tuya tan bonita, A veces, por la mañana. Es tu novela que más me ha gustado.

La mejor novelista ama de casa no acogió con total agrado el cumplido de su marido.

– No comprendo el porqué de esa preferencia.

– Sé que no te gusta elegir una de tus propias obras.

– Es como si yo te dijera con respecto a nuestros hijos, Dolly me parece que es la que ha salido mejor, lo cual significaría que Alberto y Chon nos han salido mal o no tan bien.

– Una cosa son los niños y otra las novelas.

– Pues a mí me duele que me distingas una novela de otras. Yo las he escrito con el mismo rigor, con el mismo cariño, con toda mi alma.

– Lo sé, Alma, corazón, lo sé. Tú todo lo escribes con toda el alma. Pero yo puedo tener alguna preferencia.

– ¿Alma? ¿Corazón? ¿Qué es esto? ¿Un bolero? ¡No hagas juegos de palabras con mi nombre! Eso es machismo, sexismo y no me vuelvas a decir que alguna de mis obras es mejor que las demás. O es como si yo me fuera a ver uno por uno todos los puentes que has hecho y te dijera, mira este puente bien, pero los demás, pues hay de todo.

– Pero vida, un puente es una obra material, cuya bondad o maldad es objetivable, son cosas. En cambio las obras de arte, y tus novelas lo son, admiten la valoración subjetiva. Qué quieres que te diga, a mí A veces, por la mañana me chifla y en cambio Cal y Canto pues me cuesta, me cuesta porque me parece una situación inverosímil.

– ¿Qué tiene de inverosímil la situación de Cal y Canto?

– Yo nunca he visto a tres viudas en un velatorio del marido de una de ellas contar sus tres vidas y resultar que están condicionadas por el hombre al que están velando.

– Pero es que tú tienes menos imaginación que un borrico y además nunca has sido viuda.

– No te enfades.

– Ha llegado el momento en que un premio Nobel de Literatura se abra paso -exclamó de pronto el premio Nobel de Literatura, la barbilla y las papadas en ristre, puso en pie su delgada y elevada estatura lastrada por el excesivo vientre y se dirigió al lugar ocupado por las autoridades. A su estela se situó Mudarra Daoiz que le iba encimando.

– ¡Hemos sido invitados como académicos y se nos trata como presuntos asesinos!

El avance del premio Nobel hacia la ministra y el presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid creó cierta expectación y también Hormazábal se movilizó hacia el epicentro del encuentro donde ya empezaba la breve pero tajante perorata del Nobel.

– Señora ministra, señor Leguina. Yo me voy.

– Comprendo su crispación. Si pudiera yo también me iría. Los premios literarios son estúpidos y si resultan fallidos consiguen ser tan estúpidos como la política.

– No le pido que comprenda mi crispación, ni nada de nada. Dilecto Leguina, me limito a informarle que me voy.

Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. Mudarra Daoiz corrió hacia la mesa donde le aguardaba su mujer y la instó a que cogiera el bolso y le siguiera.

– Nos vamos. Si un académico se va, los demás no debemos quedarnos.

Sánchez Bolín negociaba con un camarero un resopón para entretener las horas y el cuerpo y no atendió el requerimiento solidario de Mudarra.

– ¿Nos sigue?

– Es que yo no soy académico.

– Pero es un hombre de bien y los hombres de bien no merecemos ser tratados como asesinos.

– Acabo de pedir unos fiambres, pan, tomate, sal y aceite y no voy a desairar al camarero.

– Lo de los fiambres lo entiendo, pero lo del pan, el tomate, el aceite, la sal… ¿Va a ponerse a cocinar?

– Le he preguntado al camarero si sabía hacerme un pan con tomate y no sabe, por lo que le he pedido los ingredientes y me lo haré yo.

– Ahora lo entiendo todo. Se trata del famoso pan con tomate a la catalana y le quiero recordar que cuando el genial Borges, durante su última estancia en Barcelona, fue informado de que ése era el plato nacional catalán, comentó: ¡Qué miseria!

– Si me dan a escoger entre Borges y el pan con tomate elijo a Borges, desde luego. Cada cosa a su hora, Mudarra.

– Ustedes viajan con la aldea a cuestas. Incluso usted que, me consta, no es catalán de lengua ni de raíces. Pero nada hay peor que el mestizo agradecido. Vamos, Dulcinea.

– ¿Te han dicho que nos van a dejar salir?

– Si el Nobel sale, yo salgo.

– Tú sentadito y a esperar a ver qué pasa.

El Nobel había llegado a la puerta y al ver cómo le salían al paso policías de paisano les enseñó la solapa donde lucía una insignia y le abrieron paso aunque finalmente pudo más la duda de lo que habían visto que la impresión de poder que inspiraba el fugitivo y le dieron el alto.

– Un momento, señor, por favor. Nadie puede salir de la sala sin permiso de la autoridad.

– A esa autoridad me refiero. Yo soy una autoridad. Yo soy académico de la Lengua y premio Nobel de Literatura.

– Ya me lo parecía a mí, pero tenemos órdenes estrictas.

– ¿Estrictas?

– Rigurosamente estrictas.

– Entonces, ante el sentido de lo estricto me rindo y no quiero ser un factor de indisciplina.

Volvió sobre sus pasos dignamente y fue a por su mesa donde, pura curiosidad, le esperaban Mudarra, Dulcinea y Mona d'Ormesson.

– Me han rogado que me quede. Así mañana nadie podrá decir que el premio Nobel de Literatura huyó del escenario del crimen y me dice la imaginación que buen provecho puedo sacar de esta circunstancia que reúne a tal colección de pusilánimes en el velatorio obligado de un cadáver invisible.

Mona d'Ormesson traía noticias frescas. Carmen, es decir, la ministra, le había confesado de mujer a mujer que la situación era insostenible y que pronto se haría una selección del personal que debiera quedarse para ser interrogado y del que podría regresar a sus casas.

– Pues ahora aunque me echen, no me voy -afirmó el premio Nobel.

– Pero qué Narciso es este hombre, por Dios. Yo me quedo porque soy muy curiosa y me encanta chismorrear. Yo me iré la última.

Le había traído el camarero el tentempié a Sánchez Bolín y los compañeros de mesa cernieron su atención sobre el ritual de la elaboración del pan con tomate. Partió el escritor las hortalizas por la mitad, frotó cada medio tomate sobre las rebanadas de pan hasta que lo empaparon de pulpa, jugo y pepitas. Obedecía a una técnica especial consistente en romper la pulpa del tomate con los cantos de costra de la rebanada y así era más fácil repartirla sobre la superficie y cuando consiguió uniformar la plataforma de un color rosado la sazonó con sal y añadió un chorro de aceite a lo largo y ancho del territorio propicio, para finalmente oprimir con dos dedos los cantos de la rebanada para que el aceite empapara bien la totalidad.

– ¿Y está bueno eso? -preguntó la señora del académico.

– Es curioso, simplemente, Dulcinea. Curioso y patriótico para los catalanes. Pero usted que es mestizo, querido Sánchez Bolín y autor al que las más veces aprecio, ¿cómo es posible que se solace con este emblema de patriotería?

– Mudarra, tiene usted ante sí un prodigio de koyné cultural que materializa el encuentro entre la cultura del trigo europea, la del tomate americana, el aceite de oliva mediterráneo y la sal, esa sal de la tierra que consagró la cultura cristiana. Y resulta que este prodigio alimentario se les ocurrió a los catalanes hace poco más de dos siglos, pero con tanta conciencia de hallazgo que lo han convertido en una seña de identidad equivalente a la lengua o a la leche materna.

– ¡Qué banalidad!

– Hasta tal punto asistimos a un prodigio cultural que nosotros los mestizos, los charnegos, los inmigrantes catalanizados, adoptamos el pan con tomate como una ambrosía que nos permite la integración.

– ¡A mí me chifla el pan con tomate! -proclamó Mona d'Ormesson con tanta convicción que fueron varios los que se acercaron a la mesa donde Sánchez Bolín seguía frotando rebanadas y se estableció una progresiva demanda de degustación, tan insistente que tuvo que ponerse Mona como pinche de Sánchez Bolín y los camareros debieron ir y venir renovando existencias en aquella milagrosa multiplicación de los panes y los tomates que suscitaba la formación primero de un círculo de invitados famélicos y después de un turno de recepción del maná que Mona regulaba a voz en grito. Tal fue el tumulto establecido en torno a los improvisados cocineros que desde las alturas de las autoridades se sospechó empeño distinto y fue enviado Carvalho a valorar lo que sucedía. Volvió el detective dando golosos bocados a una rebanada de pan con tomate que le había ofrecido Sánchez Bolín.

– Están haciendo pan con tomate.

– ¡Me encanta el pan con tomate! -no pudo reprimirse la señora ministra y alguien se ofreció para ir a buscarle su parte.

– ¡Un pedacito de nada! ¿Quieres, Joaquín? Fíjate si son salvajes los valencianistas anticatalanes que en algunos restaurantes y bares de Valencia lo llaman «Pan con tomate a la valenciana». ¿Un pedacito, Joaquín?

No estaba Leguina por la labor y en su ayuda vino el jefe superior de policía como comisionado del parecer de los que montaban guardia en la sala de personal. Le acompañaba el médico del hotel con una cara de satisfacción impropia de una situación como aquélla.

– Las primeras observaciones indican que ha muerto víctima de la estricnina, tal como adelantó el doctor, y no hay otra muestra de violencia que la postura del cadáver, condicionada por la acción del veneno. No hay señal de lucha.

– ¿Tampoco de lucha amorosa?

La intervención de Carvalho turbó el ya de por sí turbado semblante del jefe superior de policía y aumentó el entusiasmo del médico.

– ¿A santo de qué este comentario?

– En el pijama del cadáver, a simple vista, se apreciaba una notable mancha de semen, exactamente en la zona de la bragueta.

No le había gustado al jefe superior que la revelación se hiciera en presencia de la ministra, pero a su lado el médico se puso a aplaudir tan sonoramente que fueron varias las cabezas que se volvieron hacia ellos.

– Bravo. Es usted un buen observador. Llevaba en la bragueta del pijama un chorrete inmenso mezcla de semen y flujo vaginal. El señor Conesal esta noche había mojado.

Carvalho observó la reacción de Álvaro. Mientras en el rostro de los demás había aparecido una mueca de rechazo o repugnancia, el suyo parecía un cubito de hielo. En cambio el jefe de policía era pura desazón.

– Es un dato que conocemos pero que no debe propagarse. El problema consiste en hacer una lista de los que deben ser interrogados, sin que podamos ya dejar que se vayan los otros porque puede haber interconexiones y entramar a estas quinientas personas a partir de mañana no va a ser fácil.

Álvaro se había situado tras el jefe superior y le envió a Carvalho con la mirada un silencioso ruego para que interviniera. El detective se sacó dos folios doblados del bolsillo, los extendió y examinó valorativamente la lista escrita con una letra obediente a una formación escolar en la caligrafía de perfiles y gruesos.

– Una lógica elemental, por lo que respecta a los que están aquí dentro, es que sólo pueden ser implicados en el asesinato los que salieron de la sala un tiempo suficiente para realizarlo.

– ¿No han podido matarlo desde fuera?

– Evidente. Pero el problema de ustedes consiste en hacer una selección de la gente que estaba aquí. Para eso la retienen. Implicados en el encuentro, fuera estaban los miembros del jurado inútil en una habitación cerrada desde fuera por el propio Conesal y todo el género humano que hoy pudiera encontrarse en Madrid.

– ¿Quién ha contabilizado los que salieron de este salón?

Carvalho levantó el dedo y luego lo dirigió a la lista de nombres que figuraba en los dos folios desplegados. El jefe superior de policía se echó a reír.

– Parece desconocer que estamos en tiempos modernos y que hay un circuito de televisión que debe haber grabado a todos los que se han movido por el hotel. Bastará seguir las filmaciones para descubrir quiénes entraron en la suite de Conesal.

Álvaro intervino sin poner emoción en sus palabras.

– Cuando mi padre estaba en la suite ordenaba que se cortase ese circuito. No quería que se fiscalizaran las entradas y salidas.

Veía una montaña ante sí el jefe superior porque fingió sudores y manos para restañarlos.

– ¿Partimos de cero entonces?

– Partimos de esta lista.

Casi sin pedirle permiso, el jefe de policía tomó los folios de la mano de Carvalho y leyó en voz alta lo allí escrito:

La gorda y el gordo que hablan en verso,

el amante de retretes, el fabricante de retretes,

la mujer del fabricante de retretes,

la borracha melancólica,

el vendedor de diccionarios,

el hijo de su padre,

Fernández y Fernández,

el adolescente sensible,

la novelista con las varices,

el marido varicoso,

el amante del whisky,

la sacristana,

Sánchez Bolín,

Daoíz y Velarde,

el ejecutivo de acero inoxidable,

el chulo armado,

la dama duende,

el marido es el último en enterarse.

Sólo Álvaro Conesal miraba a Carvalho con respeto. Los demás temían ser víctimas de una broma.

– ¿A santo de qué este jeroglífico? Yo sólo reconozco al señor Sánchez Bolín, todo lo demás es metáfora y a estas horas de la noche me joden las metáforas.

– No olviden que yo desconozco el nombre de la mayor parte de la gente que está aquí, salvo el del señor Sánchez Bolín, el del académico y las autoridades. Pero me atrevo a señalarles uno por uno a los personajes que responden a estos nombres.

– No hace falta. -Era Álvaro quien había intervenido y ante la sorpresa general, apostilló-: Para mí esas metáforas no tienen secretos. Para empezar, «El hijo de su padre» soy yo.

– ¿Alguien de aquí se llama Carvalho?

Dos guardias de seguridad del hotel contemplaron al detective con desconfianza en cuanto se identificó.

– Hemos detenido a un tipo con aspecto de quinqui o de skin head que dice conocerle a usted.

– Precise. Un quinqui es un quinqui y un skin head es un skin head.

– Va vestido como un golfo y no sé qué dice de Dios nos pille confesados. Va con una señora que asegura ser su madre, pero les tenemos retenidos porque el tipo no nos gusta nada.

– Dios nos pille confesados.

A Álvaro no le gustaba la derivación del asunto y Carvalho siguió a los dos guardias hasta un almacén de bebidas situado en el trasero del bar. Allí estaba el hijo de Carmela esposado y Carmela entre llorosa y vociferante contra el guardia de seguridad que les vigilaba.

– Pero ¿es que hay un disfraz legalizado? ¿Por qué mi hijo parece un sospechoso y a usted no le detienen con la cara de mafioso que tiene?

– Calla madre, que ahí llega tu tronco.

La madre reparó en la aproximación de Carvalho y hombre y mujer se estudiaron a través de un parapeto de quince años. Carvalho recordó la consigna de los comunistas que le recibieron en Barajas: Entre usted en aquella cafetería y verá a una chica sentada leyendo Diario 16. Se presenta y ella le acompañará. Ella estaba combinando bocaditos de porra con traguito de cortado. Tenía las piernas bonitas aunque un poco delgadas y el flequillo le permitía empezar la cara en dos ojos espléndidos, ojerados, patéticos como su delgadez a lo Audrey Hepburn subrayada por el atuendo negro y lila. Las piernas ahora seguían siendo bonitas pero más carnosas dentro de unas medias negras transparentes, la frente despejada, demasiado alta, ya no imponía la presencia de unos ojos que seguían siendo bonitos aunque algo cargados por unas ojeras moradas que se habían abultado, pero que tal vez por origen o por la circunstancia seguían pareciéndole patéticas.

– Son amigos míos -les identificó Carvalho.

El vigilante permanente abrió las esposas del muchacho y escapó de la esperable bronca de Carmela, como escaparon los otros dos guardias para dejarles a solas. Carvalho y Carmela trataban de retroceder por el túnel del tiempo, pero cada cual tenía el suyo y no se encontraban. Carvalho esperaba la mano de ella, pero la mujer se alzó sobre sus zapatos de tacón medio y le besó las dos mejillas. El chico no les dejó tiempo de saludarse convencionalmente.

– He convencido a mi madre para venir al Venice, a ver si le encontrábamos. Nos metemos en la selva y salen los zulúes y nos cogen. Pero esto, ¿qué es? ¿Es cierto que le han dado un corte al forrao ese, al tragón de Conesal? Pues me querían hacer comer el marrón y menos mal que iba con mi mengui que tiene pinta sanera, de lo contrario me dan un homenaje y a comerme el consumao.

Salieron al hall y Dios nos pille confesados silbó:

– Me cago en el copón ¡qué guai! Guapo el garito, tío. Cuando les cuente a mis troncos que casi he visto cómo rajaban al gominolo ese, con el pelo lleno de lefa y que me han cogido los maderos como si yo fuera el cuchillero, se les va a caer la pesa en los pantalones.

Carvalho miró a Carmela en demanda de auxilio.

– Dice que cuando le cuente a sus compinches que casi ha visto cómo mataban a Lázaro Conesal y que la policía ha pensado que podía ser el asesino, se van a cagar en los pantalones.

– Más o menos, tía. Invítame a un güisqui, anda, porque aquí no se puede encender un nevadito en presencia de tanto madero, ni echarse al jaco o al chocolate, o rular un mai, además tengo un clavo de no te menees. Pero el sitio es de película, de puta madre y un día traigo a mi guarra para que desfile.

Carmela cerró los ojos resignada y prosiguió con la traducción simultánea.

– Tía soy yo.

– A eso llego. Lo del whisky también lo entiendo.

– Tener un clavo es tener resaca. Un nevadito es un cigarrillo de cocaína y costo, jaco o chocolate pues imagínatelo, la mierda de la droga, igual que rular un mai, es decir lías un porro, un cigarrillo de hachís. Su guaira es su chica, una monada y un día la traerá para que se pasee entre tanta maravilla. Oye, el signo de mi vida es traducirte las cosas del argot. ¿Recuerdas aquellos tíos tan majos que traducían Las tesis de abril de Lenin al cheli?

– Eran otros tiempos. Quizá también el mes de abril era diferente.

El rockero seguía su discurso:

– Algo emporrado sí que estoy. Y este espacio me inspira. Es sideral, tío, esas palmeras vampirizadas, me inspira todo un montón. Yo soy músico, aunque no tengo ni guaira idea de solfeo. Pero tengo imaginación musical. Tres acordes, un ritmo, le meto la batera y el bajo y chin-ta-chín, la cosa funciona, colega, y uno se convierte en brucespinguer.

El barman negro del cóctel bar era más negro, ennegrecido por el sueño, del que gozaba con la cabeza entre los brazos acodados sobre la barra. Se resignó a servirle un cubata de vino con cerveza a aquel punki, probablemente un racista de mierda, un antinegro.

– Es guai que un charol te sirva una pochola. A mí los charoles me caen de puta madre. Ojo. Yo de racista nada. Yo me parto la jeta por defender a los charoles, incluso a los moracos.

Aunque las miradas de Carmela y Carvalho se buscaban, el chico no les dejaba espacio ni tiempo y Álvaro llegó con el deseo irrechazable de que Carvalho estuviera presente en los interrogatorios de Ramiro.

– He llegado a un pacto con el jefe superior. Le deja asistir a los interrogatorios. Le he dado la lista de equivalencias entre sus metáforas y los nombres reales. Le pido sólo una cosa. Que haga lo posible para que yo pueda declarar el último.

Partió Álvaro y Carvalho no sabía cómo decirle a Carmela que aún quedaba noche para recuperar el tiempo perdido. Pero una vez más Dios nos pille confesados estaba al quite:

– Tranquilo, tío. Yo me bebo dos pocholas más. Me doy un garbeo por este garito y me voy a sobar. Mi madre te esperará. Tiene noche de tango, tío.

Carmela cerró los ojos afirmativamente. Tenía noche de tango.


Álvaro anunciaba el espectáculo con los labios susurrantes junto a una oreja de Carvalho: A mi padre le encanta conceder entrevistas en público. Se crece. Las dos muchachas superaban su nerviosismo gorgojeando sobre lo imprevisible de la tecnología y poniendo a prueba una y mil veces un magnetofón portátil recién comprado. Lázaro Conesal no hacía el menor esfuerzo por ayudarlas y se limitaba a ajustarse la corbata, comprobar la presencia exacta de sus gemelos heráldicos, mirar ora el magnetofón ora a la rubia, facción por facción, como un antiguo vopo en la frontera de Alemania Democrática, detalle por detalle de una perfecta anatomía adolescente, resumida cual emblema en la poderosa trenza rubia contenida sobre la espalda como una reserva de virtud dorada de diosa aria criada en La Moraleja. La rubia era consciente de su atractivo, la morena de su carencia y lo compensaba iniciando la entrevista y llevando la voz cantante en su transcurso.

– Señor Conesal, el Gobierno dice que la economía va bien. ¿A usted qué le parece?

– No recuerdo para qué revista trabajan ustedes.

– No es una revista, es como una monografía sobre las actitudes del poder financiero en España, a editar en cuadernos F y S.

– ¿F y S? ¿Fenergán y Sindicato? ¿Farináceos y Solsticio?

– Fe y Secularidad, dentro de la editorial Sal Terrae.

Conesal estudió a la rubia como si la examinara y a la vez la juzgara.

– Sal Terrae. La sal de la Tierra. ¿Son ustedes monjas? ¿Es usted monja?

La rubia le plantó cara entonces.

– Tanto como usted fraile.

Pero no era su papel y resolvió sustituir a la morena en la función de sagaz e implacable entrevistadora.

– Puede aparecer como una contradicción el que ustedes digan que la economía va bien y cada vez irá mejor y que en cambio cada vez haya más parados estables y más sufrimiento social en consecuencia.

– Si la economía va bien, ¿a quién le importa que las personas vayan mal?

Las muchachas no estaban preparadas para tamaña agresión ética y Lázaro Conesal tuvo piedad de ellas.

– No hay mal que cien años dure. Piensen ustedes que la burocracia soviética llegó a situar también la economía por encima de la persona. Había que cumplir los planes quinquenales independientemente de que aportaran bienestar económico a las personas. Obedecían a una lógica burocrática y si se había decidido fabricar treinta billones de corchetes, pues se fabricaban. Y más o menos la cosa funcionó hasta que la burguesía creada por el sistema y los profetas de los derechos humanos empezaron a sembrar cizaña y a decir que las personas estaban por encima de la economía. La finalidad capitalista es muy parecida, pero no está orientada a que a los burócratas les salgan las cuentas, sino a que nos salgan a los que controlamos el sistema. A los ciudadanos emergentes.

– Pero Europa se encrespa. El paro puede llevar a la protesta social y a nuevas rebeliones primitivas -objetó la rubia tornasol mientras cruzaba las piernas enfundadas en medias negras.

– Europa se encrespa, dice usted. ¿De qué Europa me habla como supuesto sujeto colectivo encrespado? De momento todo eso es carnaza informativa, materiales de deshecho mediático. Con el tiempo el mal sueño depredatorio capitalista termina. Los obreros europeos se rendirán y volverá a ser más rentable producir en Europa que en Corea. Los inversores iremos viajando como los apátridas o los jugadores de ruleta, poniendo nuestro dinero en los números más propicios.

La morena izó la bandera generacional.

– ¿Vamos a vivir instalados en la perpetua incertidumbre? A nosotros nos llaman la generación X, al parecer estamos condenados a sufrir esa incertidumbre, a ser una perpetua incógnita por despejar, ¿qué podemos esperar?

– Con ustedes no termina el alfabeto. Peor lo tendrán las generaciones Y y Z. En cuanto a la incertidumbre, creo lo mismo que Galbraith, cada ideología se ha mezclado tanto con la otra que al final asistimos a la era de la incertidumbre, en contraste con las grandes certidumbres del pensamiento económico del siglo diecinueve. En el fondo participo de la calificación pesimista y melancólica de la economía como la viera Carlyle: los economistas son respetuosos profesores de la ciencia lúgubre. Lo importante es salvarse individualmente, ser el menos cadáver de un mercado de presuntos cadáveres.

Las dos suscribieron la misma duda atacante.

– Y eso es inalterable, ¿no se pueden cambiar las tendencias de la realidad?

– Los instrumentos para transformar la realidad son los terremotos, la iniciativa privada, las instituciones internacionales, el Estado, el Cine y la Literatura. La iniciativa privada española en el terreno de la economía, la política y la sociedad civil constituye tres vías miserables, inoperantes y memas. Tal vez por eso me dedico cada vez más a la literatura, porque no es que transforme la realidad, la sustituye por otra, según la real gana del escritor y de ahí la financiación del premio Lázaro Conesal. Recuerden el himno a la Libertad de Schiller, musicado por Beethoven. Si no consigues la felicidad en la tierra, búscala en las estrellas. La literatura es el único instrumento solvente de reordenar la realidad sin empeorarla. Una vez estaba yo hablando con un gobernador del Banco de España, de cuyo nombre no quiero acordarme, y él me exponía la virtud del programa económico socialista. Le dije que podía ser idéntico a un programa económico de la nueva derecha y lo aceptó. Entonces, le pregunté: ¿en qué se diferencia un programa de derechas de uno de izquierdas? Me contestó que en que las izquierdas defienden el aborto y los conciertos de rock duro y las derechas no. Pero eso se ha terminado. Las derechas inteligentes, aunque digan lo contrario, son partidarias del aborto y de los conciertos de rock. Es cierto que la revolución conservadora es una involución redistributiva, pero aquel que no se sume, será devorado por ella. Siempre hay que subirse al carro de las revoluciones para sobrevivirlas. Quién sabe si esta revolución, que es una contrarrevolución, no será la última contrarrevolución y después llegue el momento de cambiar las cosas. Espero no vivir para verlo y si vivo prefiero estar entonces en situación de cambiarlas yo y no de que me las cambien.

– Pero eso consagra la legitimidad constante de la desigualdad.

– Puesto que hay un contrato social implícito o explícito, la desigualdad carece de legitimidad social, es una cuestión moral y por lo tanto estúpidamente condenable, como el estupro, pero existe y lo que hay que procurar es que afecte a los demás. El estupro existe, lo que tienen ustedes que procurar es no ser sus víctimas. Suena a chiste y probablemente lo sea. La desigualdad bien entendida empieza por uno mismo. Yo prefiero ser vencedor, sobre todo en una sociedad mansa en la que el pobre cada vez más piensa que lo es porque se lo merece y en cualquier caso que el Estado es quien debe resolverle la papeleta.

– ¿No teme una explosión social contra la corrupción, contra los escándalos económicos y morales derivados del terrorismo de Estado? ¿Ya era así cuando era niño? ¿Qué quería ser cuando fuera mayor?

– Yo no he traicionado nada ni a nadie. Soy un abogado del Estado y doctor en Derecho Administrativo con muy buenas notas que jamás se metió en líos rojeras mientras fui a la universidad. Los rojos me caían simpáticos pero me parecían condenados a dejar de ser rojos y simpáticos. El sistema se los acabaría tragando como si fueran donuts. Primero fueron comunistas de distinta marca y diseño que tenían soluciones totales y finales felices para todo. Los que no han cambiado de camisa, ahora se han convertido en moralistas y denuncian la maldad intrínseca del capitalismo sin ofrecer ninguna alternativa. Quieren un capitalismo con rostro humano después de haber fracasado en pos de un socialismo con rostro humano. El socialismo fracasó cuando trató de humanizarse. ¿Por qué ha de ser humano el capitalismo? ¿Qué es lo humano, señoritas? Navidad y los villancicos. Pero el capitalismo no tiene por qué ser humano, ni tener otra ética que la eficacia de la razón orientada hacia la acumulación de un máximo de beneficios en las manos más responsables. Los escándalos y las crisis se corresponden a la naturaleza del capitalismo, son la regla, no la excepción. Galbraith lo ha dicho claramente. La especulación y la cultura del pelotazo, tan cínicamente condenadas por todos los que la promueven y se benefician de ella, corresponden al corazón del sistema. ¿Sabe usted lo que es la tulipomanía? En la Holanda del siglo diecisiete los tulipanes eran escasos y podía cambiarse un tulipán por dos caballos nuevos, pero cuando desapareció la moda de poseerlos, los propietarios de tulipanes se encontraron con una simple flor sin valor de cambio. Sólo tenían valor de uso. Menos mal, porque gracias a aquel origen especulativo hoy día el tulipán forma parte de la cultura y de la economía holandesa.

– Y este egoísmo personal y de clase emergente, como la califica usted, convertido en una regla de conducta internacional, ¿no puede generar una tensión irreparable entre el Norte y el Sur?

A la rubia la encendía la relación de dominación Norte-Sur. Tenía la cara pecosa arrebolada y le brillaban unos ojos que iluminaban aquella barricada contra el ogro del capitalismo salvaje instalado en el piso veintiséis de la Torre Conesal. Alvarito se mesaba las manos y la sonrisa, mientras Carvalho sentía una progresiva ternura por aquella rubia que vivía en la clandestinidad, sin atreverse a asumir, gozar su rubiez. Lázaro Conesal dirigió la respuesta hacia ella, definitivamente desentendido del magnetofón.

– Me excluyo de esa conjura expiatoria de oponer el Sur lacerado al Norte lacerador. No me interesa el Sur lleno de monos portadores de Sida. Ni siquiera me interesa el plato predilecto de algunas etnias: comer sesos de mono a la brasa, una barbacoa de primates. Me interesa el Este, que ofrece profesores de música como criados y licenciadas en Ciencias Exactas como criadas o entretenedoras de cabaret en Estambul. Han abandonado el zoológico comunista para entrar en la jungla capitalista. Vuelvo a interesarme exclusivamente por el Este y el Oeste. El Sur no existe. Es un imaginario o un cementerio de la buena conciencia de la izquierda. Hemos terminado. Supongo…

La rubia cerró el magnetofón crispada y dejó caer la espalda bruscamente contra el respaldo del sillón. Desde allí dirigió una mirada a la vez furibunda y desnuda contra el tiburón de las finanzas y Conesal en cambio le sonrió desvalidamente al tiempo que le tomaba una mano, gesto que desconcertó a la morena, en pleno ajetreo subalterno de recoger los útiles de la entrevista. El financiero miró y remiró la mano de la muchacha.

– ¿Juegas a paddle-tennis?

– ¿Cómo lo sabe?

– ¿Tienes una pista de paddle-tennis en tu casa?

La rubia estaba desconcertada y a la morena se le escapaban los cables y las risitas de complicidad. Conesal cejó en su acoso y se recostó en su sillón gerencial. Desde allí dijo con un hilo de voz grave:

– Me gustaría volver a hablar de todo lo hoy hablado, pero de tú a tú, sin tener que asumir el tipo de animal de zoológico en que me habéis encasillado. ¡Vamos a ver al tiburón de Conesal! ¿Qué tal he hecho de tiburón?

– Yo diría que lo es -dijo la rubia secante, en pie, iniciando la retirada, pero antes de seguir a su compañera sacó una tarjeta de un bolsito demasiado raído para ser cierto y la dejó ante los ojos del financiero.

– Ahí tiene mis señas. Le haré llegar la primera versión de la entrevista, por si quiere comentárnosla.

– Gracias por la tarjeta, pero sé dónde vives.

Reflexionaba al parecer desentendido Conesal mientras las muchachas se marchaban, pero cambió de opinión y de posición inmediatamente para levantarse y casi abalanzarse sobre las chicas, retener a la rubia e intercambiar con ella unas frases secretas que primero la pusieron a la defensiva y luego la hicieron reír antes de asumir un compromiso. Quedó pensativo el financiero y Álvaro intervino de gesto y palabra, poniéndose en pie para tomar la tarjeta y opinando:

– No paras de ligar.

– Ya me conoces. Es pura imaginación. Además, esta muchacha me recordaba a tu madre cuando la conocí en la Ciudad Universitaria. La Pasionaria de Derecho la llamaban y a mí me divertía escandalizarla con mi sistemático pensamiento de derechas. Mujeres. Siempre quieren redimir a alguien. A un tío de izquierdas. A otro de derechas. Al mundo entero. Me han dicho que ha estado aquí Beba.

– Ha estado y le he dicho lo que me dijiste.

Ahora Conesal fingía descubrir la presencia de Carvalho en el despacho e interrogaba a su hijo sobre la sustancia o accidente del intruso.

– Pepe Carvalho, el detective de Barcelona.

Carvalho tuvo la posibilidad de oponer un tour de force entre la mano posesiva, ancha, dura pero no cálida del financiero y la propia, que salió bastante bien del intento de estrujamiento.

– No puedo perder ni un minuto. Me espera el gobernador del Banco de España, aún he de considerar los últimos detalles del premio y luego vendrá lo que vendrá. Charlaremos mientras almorzamos. ¿Ya está el almuerzo en marcha?

– Lo está. ¿Te interesa saber de qué restaurante?

– Un zumo de pomelo y un filete, vuelta y vuelta. No puedo distraer el paladar. He de morder mucho esta tarde.

– Pues para ese viaje…

No se le había escapado a Conesal el mohín de disgusto que apareciera en la cara de Carvalho y pasó a fingir entonces un imprescindible interés por su invitado, como si se tratara del próximo objetivo de su vida.

– Presiento que mi menú no le ha gustado.

– No lo comparto.

– ¿Lo desaprueba?

– Es usted muy suyo, pero yo en su lugar, de tener pendiente una visita con el gobernador del Banco de España procuraría ir desde una sensación de dominio de la situación, dominio imposible de establecer si uno se ha tomado un vaso de zumo de pomelo, probablemente de lata, y un filete a la plancha o a la parrilla, vuelta y vuelta. En último extremo le aconsejo que sea a la parrilla y algo grueso. Un filete de buey de unos trescientos gramos, por ejemplo.

– ¿Es usted un especialista en higiene alimentaria?

– Sólo en higiene mental.

– El zumo de pomelo hubiera sido natural, porque el barman, entre otros atributos, es el intendente de mi salud y está al tanto de lo que tomo. Pero, sea, aconséjeme un menú previo a un encuentro con el gobernador del Banco de España.

Carvalho ganó tiempo mientras examinaba la expresión irónica, condescendiente, casi divertida del financiero y finalmente emitió un veredicto, como si fuera la ficha más adecuada encontrada por la memoria de un ordenador.

– Como entrante una combinación de verduras y mariscos serios, por ejemplo, unas ostras. Recuerdo un glorioso minestrone de ostras de Girardet que usted podría reconvertir en un minestrone de cangrejos de río, regado con un Ribera del Duero blanco o un Albariño o un Penedés, porque es importante que ante una comida de tan altos negocios usted registre variedad de gustos, desde la evidencia casi absoluta de que el señor gobernador del Banco de España va a tomarse unas judías tiernas cocidas aliñadas con aceite y una tortilla a la francesa muy hecha. A continuación algo barroco y sabroso, al estilo del brioche de tuétano y foie que yo probé en Jockey hace años, acompañado de un Rioja Alta, por ejemplo un 904 o un Centenario. Es posible que usted acumule la tentación de tener mala conciencia por haber abusado de la cantidad y la calidad y es aconsejable entonces un postre restaurador de la buena conciencia: frutas de bosque, por ejemplo. Sin nada. Ni vinos acompañantes, ni zumos, ni natas. Eso sí, café, un habano de reglamento y una copa de aguardientes viejos, de coñac para arriba. No cometa la tontería de tomarse un orujo o un licor de frambuesa. Los excelentes aguardientes blancos son coloquiales. Después de una comida de matrimonios o entre amigos. Para negociar con el gobernador del Banco de España no hay nada como un Armañac o un Calvados.

Conesal repasaba mentalmente el menú y no tuvo más objeción que decir:

– No fumo.

– Usted se lo pierde y el gobernador del Banco de España se lo gana. Después de un Partagás Grand Connaisseur las victorias están aseguradas y sobre todo sobre un personaje que tiene cara de abstemio.

– ¿Conoce usted al gobernador?

– Creo haberlo visto en un No-Do.

– ¿En qué No-Do? El No-Do ya no se emite en democracia.

– Bueno, en la televisión. Es lo mismo.

– No se fíe de las apariencias. Los gobernadores del Banco de España, engañan. -Se dirigió entonces a su hijo que contemplaba a Carvalho con un gran respeto-. ¿Qué se puede hacer para cumplir los consejos de tu detective privado?

Álvaro había tomado nota y emitió un veredicto.

– Veremos lo que pueden hacer en Jockey, puesto que el menú se inclina por ahí. Yo no me atrevo a estas horas a violentar las pautas de otros restaurantes.

– Pues ponte de acuerdo con el señor Carvalho y mientras tanto me voy al squash.

Carvalho empezaba a tener apetito y tras la salida del financiero se lo dijo abiertamente a Álvaro.

– Si se va al squash va a volver a las tantas y a mí la acción me despierta el apetito.

– En este edificio hay un Health Club a disposición de los altos cargos. En total unas veinte personas que disponen de llave propia para acceder al gimnasio, piscina, sauna, sala de masaje y vestuarios. Sólo mi padre tiene una hora siempre libre para él y es precisamente ésta, de una a dos. Normalmente la emplea para jugar a squash con algún invitado. Hoy tiene a uno de sus socios, Iñaki Hormazábal, pero no se quedará al almuerzo. Mi padre es un maniático de los niveles de relación: Hormazábal muy bien para jugar a squash, pero no le apetece como compañero de mesa.

– ¿Comeremos nosotros tres?

– Mi padre hubiera querido que asistiera la señora de Pomares amp; Ferguson, Beba Leclerq, pero no es posible. En cambio nos hemos librado de que asista Mona d'Ormesson, una auténtica pelmaza, pero a mi padre le divierten las mujeres pedantes. Bueno, las que no son pedantes también. Mi padre sostiene que una mujer sentada a la mesa relaja mucho más que un buen vino. Sobre todo si es la única mujer de la mesa y no es la propia.

– ¿Qué opina su madre de todo eso?

– Mi madre hace mucho tiempo que no opina sobre cuanto se refiere a mi padre.

– ¿Y él se lo agradece?

– Mi padre no agradece lo que le regalan.

– Toda esa inmensa sabiduría, ¿procede de cuna o su padre la aprendió en los libros?

– Mi abuelo paterno tenía una fonda en Brihuega.

– ¿Su padre no ha escrito algún manual de cómo ser rico a pesar de no serlo?

– Un día u otro lo escribirá. Mientras concierto el almuerzo, ¿le apetece darse una vuelta por el Health Club?

– De momento déjeme bajar otra vez en la parada del bar. Me espera un barman muy acogedor.

Pero el barman no estaba solo. De pie, con la espalda apoyada en la barra, un hombre calvo, de cara mal subrayada por una barba rala y descuidadamente cana. Esa misma barba en el rostro de Lázaro Conesal hubiera parecido de anuncio de cómo prefabricar las mejores barbas canosas de este mundo, pero en la de aquel individuo más parecía barba de segunda cara. En cambio compensaba lo irresoluto de su aspecto con la decisión espasmódica con que tragueaba del vaso lleno de whisky de buen color. Señaló Carvalho el contenido del vaso del nuevo cliente.

– Lo mismo que este señor.

– Glendeveron, cinco años. Una edad de whisky que sólo debe admitirse en el aperitivo. La mejor edad del Glendeveron es la de doce. Un malta ligero, que huele a turba…

A pesar de las consideraciones sabias de Simplemente José, el bebedor calvo y canoso le escuchaba como si se tratara de un molesto telón de fondo verbal.

– Lázaro de Tormes, cállate ya, hijo, que no me puedo beber a gusto este whisky con agua que me has dado. Debe ser agua del Tormes, me figuro.

– Que no tiene agua, señor Sagazarraz.

– Pues lo parece. ¿Me recibe ese tío o no me recibe?

Ni siquiera había advertido la presencia de Álvaro.

– Saga, mi padre no puede recibirte.

El hombre clavó unos ojos rómbicos y aguados en la condescendiente mirada del delfín. Harto de tanto aguante de miradas se despegó de la barra y acercó el rostro de Álvaro al suyo por el procedimiento de cogerle por las solapas y acercarle el busto.

– No ha nacido el tío con los suficientes cojones como para negarle una audiencia a Justo Jorge Sagazarraz.

– Saga. No te pases y vete a dormir la mona.

El llamado Saga ganó espacio con respecto al joven y desde cierta distancia lanzó una bofetada que ya chocó blanda contra el brazo interpuesto. El otro brazo de Álvaro Conesal se había convertido en puño que dio contra la sien del hombre, lo suficiente como para hacerle perder el equilibrio y quedar sentado en el suelo. Permaneció allí sorprendido. Contempló a Álvaro Conesal y Carvalho de abajo arriba, levantó una mano, chasqueó los dedos.

– A ver quién me baja el whisky.

Se lo bajó Carvalho y Justo Jorge Sagazarraz bebió un largo sorbo sentado sobre la moqueta con las piernas abiertas. Álvaro estaba fastidiado e hizo un gesto de complicidad al barman que ya tenía el walkie talkie en la mano y se dirigía a algún centro lejano de poder. Carvalho seguía la precipitada marcha del joven cuando se cruzaron en la puerta con dos guardias de seguridad que iban a recoger lo que quedaba del presunto borracho.

– Le acompaño al Health Club y desde allí arreglo lo del almuerzo.

Dos pisos más arriba. Una terraza cubierta de gravilla, un sendero de piedra granítica y al final un seto de árboles encerraba el espacio deportivo a treinta pisos sobre el nivel de Madrid.

– ¿Quién era el bebedor de whisky?

– Justo Jorge Sagazarraz, un naviero casi arruinado, bueno arruinado, en declive. Mi padre metió dinero en su negocio hace algunos años pero lo está retirando porque es previsible una caída en picado de la industria pesquera y si no se pesca, ¿para qué sirven los barcos? No es mal tipo, pero está obsesionado con mi padre y le llora todo el día, siempre que puede le recuerda aquellos tiempos en que cerraban para ellos los bares de Alemania hasta el amanecer.

– ¿Por qué Alemania?

– Mi padre hizo un master de gestión industrial en Düsseldorf y a ese curso asistía también Justo Jorge Sagazarraz. Entonces era el heredero de una empresa saneada y ahora es el presidente de una sociedad en bancarrota.

Mientras el delfín iba a encargar el almuerzo, Carvalho entró en la sala de squash y tras el cristal blindado pudo presenciar el partido entre Lázaro Conesal y un hombre fibroso y también calvo, al parecer de la colección completa de calvos que rodeaban a Lázaro Conesal, que respondía con un juego musculado y elegante a los feroces embates de su partenaire. Conesal jugaba como si fuera aquélla la última pelota de su vida y el hombre calvo le respondía con precisión técnica y frialdad cerebral. Ganaba el hombre fibroso y calvo, pero Conesal seguía arremetiendo con todo el cuerpo contra la pelota desafecta.

– Finalmente he conseguido un pacto con Jockey. He hablado personalmente con Alfonso y he conseguido un menú que se acerca a sus cánones: extracto de pescados ahumados con ostras a la hierbabuena, pichones de Talavera rellenos al estilo Jockey y milhojas de mango con helado de jengibre. El postre es algo más enérgico, pero me ha desaconsejado los frutos silvestres en esta época. Como vinos nos aconseja un Sancerre blanco para el primer plato, Viña Real Oro del 85 para el segundo y un Pedro Ximénez Viña 25 para el postre.

Se relamió Carvalho el cerebro y devolvía sus ojos al juego cuando comprobó que el rostro de Álvaro se alteraba ante un recién llegado, un hombre alto, el rostro tenso y diríase que plastificado.

Sin esperar el acercamiento del muchacho, abrió la puerta de cristal que comunicaba con la sala de squash y se apoderó de la pelota que estaba a punto de devolver el hombre calvo. Lázaro Conesal, enardecido por el juego, pasó a increparle mientras su compañero daba la partida por concluida, salía de la pista y recogía su toalla abandonada sobre un banco de listones. Se encaminó hacia la sala de duchas y al pasar junto a Álvaro enarcó las cejas dirigiendo la cabeza hacia la pareja que formaban Lázaro Conesal en chandal y sudado con aquel hombre evidentemente maquillado que se había interpuesto en su camino sin decir nada y que ahora vociferaba con las voces distorsionadas por la reverberación del cubo cerrado. Álvaro contestó al gesto de irreversibilidad del hombre calvo con un encogimiento de hombros que ya empezaba a serle familiar a Carvalho y que lo podía expresar todo, incluso la indiferencia. Se abrió la puerta del recinto de la pista y hasta los oídos de Carvalho llegó sólo una frase que el intruso dirigía a Lázaro Conesal.

– Si os creéis que me vais a putear estáis muy equivocados.

No le hizo caso su interpelado y le dio la espalda para salir y seguir los pasos de su partenaire repitiendo el gesto de inevitabilidad al pasar junto a su hijo al tiempo que mascullaba:

– ¿Para qué están los servicios de seguridad?

– Has de ser tú quien se aclare sobre el derecho de admisión.

Siguió Conesal hacia la ducha y los vestuarios, pero le iba a la zaga el hombre irritado que de momento se detuvo a la altura de Álvaro.

– ¿Qué le has dicho a tu padre sobre el derecho de admisión?

– ¿Admisión? ¿Dimisión? ¿Intromisión? ¿Por qué te parece a ti, Celso, que he hablado de admisión?

El recién llegado no sabía si continuar la clarificación con Álvaro o seguir a los otros hacia el vestuario, por fin se decidió por hacer las dos cosas.

– Conmigo te puedes ahorrar la sorna. Yo me cago en todos los masters que puedas tener, niñato de mierda. A tu edad yo ya había ganado millones de pesetas de los años sesenta y tú ni siquiera te has pagado ese jersey de maricón que llevas.

Hizo mutis tras el rastro de los jugadores y Álvaro no se lo impidió. Carvalho le dirigió una pregunta muda sobre si consideraba debía intervenir.

– Déjele. Todo el mundo está muy nervioso. El que jugaba a squash con mi padre es su socio más importante, Iñaki Hormazábal, el llamado «calvo de oro» o el «asesino de la Telefónica».

– ¿Mata a la gente en las cabinas?

– La mata por teléfono. Es especialista en comprar holdings en apuros para desguazarlos y revenderlos por partes. Siempre por teléfono.

– ¿Y el cabreado ese que les ha seguido hasta la ducha? ¿Un voyeur?

– ¿Lo dice por el maquillaje? No. Es Celso Regueiro Souza, otro del grupo aunque ya está liquidando todas sus acciones. Va maquillado porque sufrió un accidente facial cuando trataban de robarle unos mafiosos en Miami. No sé qué le echaron a la cara pero le quedó en carne viva. Ése era muy amigo del Gobierno y mi padre se asoció con él para que le abriera la puerta con los socialistas. Ahora tienen problemas los socialistas y mi padre, por lo tanto Regueiro ya no sirve para una puñetera mierda.

Regueiro Souza salió de los vestuarios dando un portazo y dirigiéndose otra vez contra Álvaro.

– ¿Dónde se ha metido el calvo?

– Se ha marchado.

– La madre que le parió.

Se detuvo ante Álvaro, le sonrió, le pasó un dedo por los labios que el joven retiró instintivamente y partió en pos del fugitivo. Cuando Lázaro Conesal salió del vestuario parecía un recién nacido que olía a colonia total. No reflejaba el menor conflicto ni reciente ni remoto y ni siquiera preguntó por Regueiro. Sí estaba interesado por la comida y se alegró mucho cuando se enteró de que Alfonso el cocinero de Jockey había resuelto el desafío imaginativo planteado por Carvalho. Volvieron a utilizar el ascensor para regresar a la zona del bar y comedor y allí seguía Sagazarraz, lo que provocó un gesto de fastidio en el financiero. Pero tan bebido estaba el visitante que ni advirtió el paso de Lázaro Conesal y sí el de su hijo con el que trató de pegar la hebra inútilmente. Ya a salvo en el comedor, Conesal dejó de parecer un niño oloroso para volver a ser un tiburón airado.

– Pero ¿quieres decirme cuánto pagamos al mes en seguridad para tener que soportar que se metan en mi vida este par de descerebrados, antes Regueiro Souza y ahora Sagazarraz?

– No me explico que siga aquí Sagazarraz. He dado órdenes expresas de que lo sacaran los de seguridad, pero con amabilidad. Tú les diste unas normas de paso libre y se las toman al pie de la letra. Éste debe de haber salido por una puerta y entrado por la otra.

– Pues les quito lo de paso libre y ya está. No quiero ni verles a cincuenta kilómetros a la redonda.

– Tú mismo.

– ¿Lo desapruebas?

– No lo entiendo. De Celso Regueiro dependes porque todavía tiene derecho a veto en algunas operaciones y necesitas su firma. Si quieres que le eche, lo haré con mucho gusto porque es un personaje insultante y zafio. Lo de Sagazarraz es más fácil de solucionar, aunque me tiene dicho que lleva en la agenda los teléfonos de todos los diarios y revistas que podrían disfrutar con sus informaciones.

– Ése no sabe ni dónde tiene la agenda. Vive todo el día en una nube de whisky o de orujo.

– Pero sus abogados sí saben dónde tiene la agenda.

Conesal respiró más agobiado por su hijo que por sus perseguidores y acogió con fastidio el acercamiento del barman.

– Don Lázaro, ¿dispondría de unos minutitos para mí?

– Unos minutitos, José, unos minutitos.

Se hizo el aparte y algo inconveniente le diría simplemente José porque Conesal le dio la espalda bruscamente desentendiéndose de él.

– Dígale a su hermana que hable con mi mujer o con quien quiera. Pues vaya.

Al llegar a la altura de su hijo y Carvalho se explayó con Álvaro.

– ¿Esa chica aún está por aquí?

– Tú me dijiste que no la despidiera pero que no fuera demasiado visible hasta…

– No la despidas pero la quiero invisible del todo. En casa y cobrando. De momento. Y si quiere hablar con tu madre que se tomen un té juntas, pero no aquí.

Luego buscó refugio en una recordada complicidad con aquel hombre recién llegado cuyo apellido no recordaba.

– Usted es el gourment, ¿verdad? ¿Su nombre?

– Carvalho.

– Eso es, Carvalho. ¿Aprueba el menú de Alfonso Dávila?

– Habrá que probarlo.

– De eso se trata.

Como si tuviera telepatía apareció en la puerta la reencarnación de Lázaro de Tormes, pero ahora vestía de perfecto camarero de restaurante cinco tenedores. Se sentaron los dos Conesal y Carvalho a la mesa y Simplemente José les ofreció aperitivos que los anfitriones rechazaron y Carvalho aceptó.

– Un fino. Pero sorpréndame con la marca. No me abrume con los de siempre.

Tenía respuesta el restaurador para aquel desafío e, interesado, Lázaro Conesal se sumó a la fiesta.

– Pues si va a sorprender al señor Cabello, sorpréndame también a mí.

– Carvalho, papá, Carvalho.

– ¿Usted, don Álvaro, también se suma al aperitivo?

– No, gracias.

Se frotaba las manos satisfecho el financiero y le guiñaba el ojo a Carvalho como a un compinche que viniera de lejos y le prometiera compañía de por vida. Jugueteó luego con el menú impreso en una cartulina y se lo tendió a Carvalho como una ofrenda.

– Extracto de pescados ahumados con ostras a la hierbabuena, pichones de Talavera rellenos al estilo Jockey y milhojas de mango con helado de jengibre. ¿Qué tiene que decirme?

– Espero probarlo.

Se presentó el camarero con un Moriles frío y tapas de chanquete tan sutiles que parecían espuma de mar frita.

– Pregunta de lego a experto. ¿Un pescado frito antes de un entrante de ahumados y ostras, no desentona?

– Si se tratara de un surtido de pescado frito convencional sí, porque absorbe mucho aceite y se empaparía el paladar. Por más que el aceite en el estómago siente bien, si no es refrito, para cualquier digestión posterior. Pero el chanquete no es casi pescado. Es tan etéreo que el aceite lo perfuma más que lo fríe.

– Cada día se aprende algo. En casa siempre hemos comido bien pero con esa solidez con la que comen las burguesías españolas, sin demasiada información ni cultura gastronómica, es más, con un cierto pudor como si el comer bien fuera pecado. Excelente este Moriles. ¿Recuerdan aquella cuña radiofónica? La elección es bien sencilla, o Moriles o Montilla.

Consultó el reloj y le perseguía el tiempo por lo que agitó el brazo en el aire, evidente reclamo a la aceleración de la comida. No le quitó ojo a Carvalho cuando olía los alimentos a distancia, los probaba, alternaba la bebida de los vinos.

– ¿Podría usted adivinar lo que hemos comido? ¿Cómo se ha hecho?

– No del todo, pero en el entrante es fácil adivinar la combinación de gusto entre el ahumado, las ostras, la hierbabuena y una punta de nuez moscada. Es una combinación excelente la de la concreción casi obsesiva del ahumado con la ligereza marina de la ostra e igual combinación se establece entre la nuez moscada, un sabor tan determinado, y la de la hierbabuena, un sabor tan abierto.

Lázaro dirigía a su hijo cabezazos de afirmación que Álvaro no contestaba, ni siquiera parecía estar escuchando a Carvalho.

– Los pichones de Talavera rellenos estilo Jockey dependen no sólo del punto de la carne, porque el pichón se vuelve harinoso si está demasiado cocido, sino del equilibrio del relleno que parece fácil de conseguir, pero no es así. La trufa puede poner malicia exquisita en cualquier relleno, pero también arruinarlo. Hay sabores que bloquean el paladar más que estimularlo. Y en cuanto al milhojas de mango con helado al jengibre que aún no he terminado, he de confesarle que admiro la arquitectura de los postres, pero no me conmueven. Tal vez sea una cuestión de memoria histórica. Pertenezco a la generación del plato único. Aun así, confieso que me parece excelente.

– Pues ahí le he pillado, porque yo soy un experto en postres e incluso los cocino. Dile, Álvaro, a este señor cómo me salen las tartas de manzana.

– Tú crees que te salen excelentes.

– ¿Y no es así?

– Casi nunca.

– Pero ¿será posible?

Padre e hijo ponían cara de haber repetido la broma hasta el hartazgo, sobre todo Álvaro parecía saturado y no quiso Carvalho exagerar su regocijo. Se limitó a sonreír tal vez desmesuradamente y prefirió dedicarse a la copa de un excelso Pedro Ximénez Viña 25. A Conesal se le habían ablandado los esfínteres, a su hijo no. El chico estaba constantemente vertebrado, discretamente tenso y Carvalho tuvo curiosidad por saber cómo se comportaba cuando su padre y el entorno de su padre dejaban de ser el referente de su vida. Lázaro Conesal apenas probó el jerez y se dejó caer contra el respaldo de la silla sin descuidar una mirada de reojo a un reloj sin duda carísimo pero de apariencia discreta.

– ¡Ah! No hay nada como una buena comida en compañía inteligente. ¿Se dejaría contratar sólo para explicarme el menú que como? Véase la importancia de la cultura, es decir, del patrimonio del saber en la degustación. Desde la cultura gastronómica se paladean mejor los guisos y de la misma manera desde la cultura plástica se paladea mejor una exposición. Hay que conseguir pertenecer a esa raza blanca que conoce todo lo necesario para paladear todo lo que se pone a su disposición. Pero hay que saber que esa sensación es pasajera y que luego los negros vuelven a su color y los blancos también, incluso en mi situación mestiza. ¿Ustedes saben qué es un blanco que tiene el alma negra? Si se tiene el alma negra se es negro hasta las últimas consecuencias, sin paliativos ni coartadas. Hace algún tiempo leí un artículo en El País, un artículo de Manolo Vicent, amigo mío, siempre compro cuadros en la galería de su mujer, Mapi, en el que se preguntaba si el presidente del Gobierno, Felipe González, era blanco o negro. Era una clasificación que le había aportado Mario Conde, aquel financiero tan especulativo que luego fue acusado de especulador. Las palabras que se parecen suelen ser peligrosísimas entre sí. Por ejemplo, no es lo mismo ser un oportunista que tener sentido de la oportunidad. Pues bien, contaba Vicent que Mario Conde le había dicho: «Yo soy un negro que sabe que es negro. Mariano Rubio, entonces gobernador del Banco de España, y Carlos Solchaga, ministro de Hacienda a la sazón, se creen que son blancos, pero son negros. Felipe González es un negro como yo y tampoco se olvida nunca que es negro.» Era una reflexión muy brillante, muy inteligente pero mal asumida por el propio formulador, Mario Conde, porque llegó a creer que una mezcla de audacia y dinero podían blanquearle y conseguirle un lugar en esa oligarquía formada en las cumbres por nieves perpetuas, por las sucesivas nieves perpetuas que se apoderan de las cimas del poder. La oligarquía está llena de arqueologías que representan las sucesivas oleadas de nuevos ricos, desde la época de la tribu y la horda y sólo van quedando los que consiguen engancharse a las nieves anteriores. Mario Conde, por ejemplo, no lo consiguió. Era un negro. Como decía el articulista Vicent, sólo eres blanco de veras si tu bisabuelo se duchaba todos los días… ¿Se duchaba todos los días su bisabuelo, señor…?

– Carvalho. No. Probablemente mi bisabuelo no se duchó nunca. Viviría en una aldea gallega. Creo que era cantero, como mi abuelo paterno. En los años cuarenta aún se lavaban mediante barreños de agua extraída del pozo. No había agua corriente. Negro. Mi bisabuelo era un negro. ¿Y el suyo?

– También. Mi padre fue el primero de la dinastía que cometió el error de considerarse blanco. Yo soy negro. Pero además un negro amenazado por los más blancos del lugar porque hasta ahora no han podido conmigo. Lea esta fotocopia, por favor.

La fotocopia la tenía ya en la mano Álvaro, como si conociera exactamente la secuencia y su ritmo. El titular ya le ahorró a Carvalho cualquier lectura: «Lázaro Conesal, ¿tras los pasos de Mario Conde? Tal vez el rico más influyente de España pase por la cárcel de Alcalá Meco al igual que el ex presidente de Banesto.» Conesal calculaba el efecto de la información sobre Carvalho, pero aquel hombre parecía dispuesto a no exteriorizar sus emociones y devolvió la hoja sin ningún comentario.

– Fatalmente tengo que enterarme de lo que pasa mediante un oleoducto de fotocopias. Hace siglos que no he pisado la calle como un ciudadano normal. Ni siquiera puedo irme a tomar un pincho a cualquier tascorro porque llegaría rodeado de guardias de seguridad. Puedo hablarle con franqueza, señor…

– Carvalho -apuntó Álvaro.

– Señor Carvalho, puedo hablarle con franqueza porque no pierdo nada haciéndolo. Yo esta noche temo una provocación. Ya he resistido toda clase de zancadillas subterráneas y dispongo de medidas disuasorias, aunque uno de estos días van a encausarme judicialmente como hicieron con Mario Conde o Javier de la Rosa. Otros dos negros. Ya no convenimos para las reglas del juego y servimos en cambio como carne de catarsis, en aras de la purificación de un sistema triunfal que quiere ir por el mundo con la cabeza muy alta. Resulta sumamente divertido que el capitalismo, sin enemigos, descubra que sus enemigos son los capitalistas. Algo parecido a lo que le ocurrió al comunismo. Bien. Mi imagen es importante. Sigo siendo uno de los referentes sociales más vigentes, pero me he arriesgado a meterme en un terreno proceloso: el premio literario mejor dotado del mundo. Un patinazo en este territorio puede serme fatal. La composición del público de esta noche puede dividirse en tres grandes sectores: gentes de letras, ricos de diversas procedencias y políticos, no muchos, porque huelen mis problemas y no quieren que se les caigan encima. Vayamos por partes. Entre los de letras puede haberse colado algún provocador, aunque mi asesora, Marga Segurola, la conocida informadora literaria, me ha hecho una lista representativa de las diversas tribus del sector, tribus que he ratificado con Altamirano, sin duda el crítico más reputado de España. Yo empleo una palabra catalana, no es la única, aunque yo sea de Brihuega, para denominar a todos los drogodependientes de las letras. Los catalanes les llaman lletraferits, es decir, letraheridos. Yo dispongo de una colección completa de letraheridos que me han asesorado en este caso y con anterioridad. La Segurola y Altamirano como críticos y celestinas de premios, Mona d'Ormesson como puente entre el poder institucional cultural y la beautiful people lectora, Ariel Remesal representa la mesocracia letraherida, los escritores corporativizados etecé, etecé, etecé, Tutor es un bibliófilo que se mueve por las cuevas de las subvenciones como Alí Babá y los cuarenta ladrones. También he invitado a muchos escritores y ni hay que decir que entre esa gente está el ganador del premio: cien millones de pesetas. Tampoco creo que corra ningún riesgo de parte del sector político, poco presente en la sala, en tiempos de transición del poder socialista al de derechas, cuidando mucho las maneras de caer y las maneras de subir. No creo que se haya colado ningún suicida.

– Ciento por ciento controlado -corroboró Álvaro.

– Entonces nos quedan los ricos. Hemos cursado cincuenta invitaciones selectas y sólo hemos recibido veinte aceptaciones significadas dentro del mundo del dinero, dinero dinero, es el criterio que yo tengo cuando hablo de ricos. De cinco mil millones para arriba como dinero de bolsillo. De esos ricos asistentes no puedo confiar en ninguno, pero menos que en ninguno en cuatro que usted deberá controlar a lo largo de la velada.

Álvaro también estaba preparado para la ocasión y le tendió una carpeta dentro de la cual había cuatro fotografías y sendos currículos compactos. Tres de aquellas caras las conocía y la que más la del borrachín que se había presentado como naviero, el naviero Sagazarraz. También estaba allí en la muerte plana de la fotografía el compañero de squash de Lázaro Conesal, su socio, Hormazábal era su nombre. Y la tercera reconocida pertenecía al hombre que había interrumpido la partida de squash tan vehementemente, Regueiro Souza. Repasó mentalmente cuanto había hablado Conesal, apostillado o apuntado su hijo y algo no encajaba en el razonamiento.

– No entiendo cómo reduce tanto el espectro de posibles agresores. ¿Por qué han de ser los escritores, los ricos o los políticos? ¿Qué le parece si la provocación viene de los periodistas o de los camareros?

Conesal se echó a reír sin ganas de avasallar al detective.

– Los camareros son de la plantilla del hotel. Los tengo totalmente controlados y los periodistas que vendrán esta noche son los dedicados a que florezcan las artes y las letras. También habrá algún periodista político, sobre todo tertulianos de radio o algún director de periódico o de emisora, pero saben que en mi mano están muchos dossiers para que ocupen sus primeras páginas, créditos para que puedan pagar sus nóminas, créditos blandos para que puedan hacer algún negociete y hacerse algo ricos o influencias para que reajusten sus cuotas a la seguridad social o sus impuestos atrasados. No. No le dé más vueltas. Esos cuatro. Vigíleme usted a esos cuatro.

A Carvalho le faltaba por saber quién era un pelirrojo guapo pero de facciones algo abotargadas. Se lo señaló a Álvaro.

– Pomares amp; Ferguson, el bodeguero de Jerez.

– ¿El marido de la rubia?

Lázaro Conesal parpadeó incómodo y reclamó airado la mirada de su hijo. No era amiga aquella mirada, irritado a su vez Álvaro por la irritación de su padre.

– Normalmente pido a mis clientes que se sinceren conmigo, dentro de lo que cabe. También me gustaría saber por qué han recurrido a mí teniendo a su disposición, si quiere, hasta a todo el Mosad. Pagando, san Pedro canta.

El financiero con un ademán instó a su hijo a que hablara.

– Ha sido idea mía, señor Carvalho. Tenía noticias de su existencia y de las peculiaridades de su vida, su historia, sus méritos. Es usted un hombre que tiene estudios universitarios bastante solventes y una biblioteca consecuente, pero quema libros. Ha sido comunista, pero también agente de la CÍA. No cree en el sistema pero lo sirve ayudando a eliminar a los que matan o roban.

– Un momento. Yo no ayudo a eliminar a nadie. Yo cumplo un servicio privado y detecto, si puedo, a quien mata o roba, pero a continuación entrego mis conclusiones al cliente, no al Estado, no a ninguna institución represiva.

– Bien, allá cada cual con sus coartadas éticas. Yo creí y creo que usted dispone de matices importantes para situarse ante lo que puede ocurrir hoy con mayores estrategias que la policía convencional o nuestro servicio de seguridad privado. No tememos por la vida de mi padre. No es eso. Para solucionar este problema bastaría vigilarle a él y mantenerlo bajo siete llaves. No. Hay que vigilar discretamente lo que se cuece en ese salón, prever por dónde puede saltar la chispa.

– La chispa -apostilló Lázaro Conesal sin demasiado interés y en cambio consultó sobresaltado el reloj y casi al mismo tiempo sonó el teléfono que Álvaro tomó rutinariamente. Todo estaba a punto para que Conesal marchara al encuentro del gobernador del Banco de España. Antes de partir derivó la mirada por todos los presentes y todos los objetos del salón, como si hiciera un inventario o quizá se asía a las personas y los objetos que controlaba antes de saltar al abismo, de pasar por el Getsemaní del encuentro con el gobernador del Banco de España. El más reciente era aquel extraño detective privado gourmet y quema libros que su hijo le había aportado.

– ¿Por qué quema libros, señor Cabello?

– Si quiere una respuesta brillante, porque no me han enseñado a vivir tan bien como a usted.

– ¿Y una respuesta sincera?

– Porque no me han enseñado a vivir tan bien como a usted.

Levantó el millonario el dedo índice y musitó un casi inaudible Okay. Carvalho creyó ver una cierta curiosidad maligna en la mirada que Álvaro dirigió a su padre cuando abandonó el comedor, pero cerró los ojos cuando se dio cuenta de que Carvalho había captado aquella expresión y cuando los abrió volvía a ser un anfitrión solícito que ofreció a Carvalho repetir una copa de Armañac. No se hizo rogar el detective, que saboreó el brebaje y luego lo dejó caer dentro de su cuerpo con cuidado, como si quisiera seguir mentalmente el recorrido del alcohol orientándolo por la ruta menos dañina. No se puede beber con miedo, se dijo Carvalho y se añadió, no se debe vivir con miedo. Álvaro Conesal encendía un puro largo y sólido que había sacado de un humidor, al tiempo que se lo ofrecía a Carvalho.

– ¿Tan decisiva es la reunión con el gobernador?

– No será la última. De hecho estamos iniciando un tour de force que puede acabar mal o catastróficamente.

No parecía afectarle la opción.

– ¿No le importa el resultado?

– No. Son resultados que afectarán a la vida y a la historia de mi padre, no a la mía. Mi vida empieza al día siguiente de la catástrofe. Mi vida empieza al día siguiente de cualquier cosa que le pase a mi padre.

No apretaba los dientes, pero sí los ojos contra los de Carvalho, para no dejarle el menor beneficio de duda. Le estaba diciendo: Soy un hijo con problemas. Mi padre ha de morir para que yo viva o simplemente, mi padre ha de arruinarse para que yo viva o a mi padre le ha de pegar dos hostias el gobernador del Banco de España para que yo respire. Carvalho le enseñó las cuatro fotografías de los altamente peligrosos.

– Cuénteme la teoría de los niveles. Su padre puede jugar con este hombre a squash y ser su socio, pero le teme. ¿Por qué?

– Iñaki Hormazábal nunca es incondicional de nada ni de nadie y tenemos pruebas de que ha pasado información confidencial a gentes próximas al Gobierno y a políticos de la oposición que pueden ser Gobierno dentro de pocos meses. Mi padre hasta ahora ha ganado la batalla de la imagen y esta noche hay una escaramuza decisiva.

– Los conflictos con Sagazarraz ya me los ha contado. ¿Y éste?

– Éste se hunde. Regueiro Souza. Aportó al grupo sus buenas relaciones con el Gobierno que nos permitieron pujar por empresas reprivatizadas a precios de ganga, pero ha salido implicado en demasiados líos de corrupción y se hunde con el Gobierno. Mi padre juega con él al gato y al ratón. De momento mi padre es el gato.

– ¿Sólo de momento?

– Digamos que Regueiro tiene claves secretas que podría hacer jugar.

– ¿Y éste?

Álvaro no estaba cómodo ante la foto de aquel hombre joven robusto, pecoso.

– Es una historia personal. Éste es el marido de la mujer que usted vio.

– Un marido que sospecha.

– Más que sospechar, le consta.

– ¿Y cómo lo digiere?

– El problema no es tanto él como ella. Beba se ha enamorado de mi padre y de su histeria depende la de su marido. Últimamente Beba está muy histérica. A mi padre todas las mujeres se le ponen histéricas. Él provoca esa histeria. ¿No le ha hablado el barman de la historia de su hermana? Él se autollama Simplemente José y ahora vive de la historia de su hermana, Simplemente María, una azafata de la empresa que según parece ha quedado en estado por culpa de mi padre.

– ¿Se llama la chica realmente María?

– Tal como suena. Y él se llama José, simplemente José.

O le cansaba la conversación o era realmente la hora de partir hacia el Venice para conocer el lugar de lo que podía ocurrir, informó Álvaro sin paliativos y esta vez viajaron a bordo de un Lotus Ford pilotado por el chico Conesal. Antes de llegar al Venice, Álvaro se metió por una de las urbanizaciones colaterales a la Castellana y se detuvo ante un chalet con vocación no ultimada de estilo francés alpino residente en Madrid.

– Recogeremos a mi madre.

Aquel muchacho era tan educado que ni siquiera tocó el claxon. Salió del coche y se valió del contestador automático conectado al circuito televisivo para reclamar a su madre. La salida de la mujer fue casi inmediata. Pero venía cargada de agravios y entre la madre y el hijo hubo un intercambio de frases duras que Álvaro trataba de cortar indicando la presencia de un extraño en el interior del coche. Carvalho reconoció en ella a la mujer angulosa que había visto dialogando con la azafata rubia y llorosa a las puertas del despacho de Lázaro Conesal. Era una cincuentona delgada sin maquillar que vestía ropa deportiva y subrayaba sus canas con un plateado excesivo. No parecía la mujer de Lázaro Conesal, ni siquiera la madre de Álvaro. Estaba echa una furia y Carvalho pulsó el resorte para que descendiera el cristal automático y captar lo que quedara de disputa.

– Tu padre es como Atila. La hierba no vuelve a crecer por donde él pasa.

– No es el momento, mamá.

– ¿Cuándo será el momento? ¿Por qué eludes la cuestión? Yo ya no cuento. Pero ¿cuándo irá a por ti?

Álvaro le señaló el coche para que ella viera por fin que eran observados. La obligó a acercarse y Carvalho salió del vehículo para saludarla.

– Mi madre, Milagros Jiménez Fresno. Pepe Carvalho.

Cedía Carvalho el asiento delantero a la dama, pero ella eligió sentarse detrás.

– Me fastidian los cinturones de seguridad.

Suspiró aliviada en cuanto se instaló en el asiento trasero y su hijo puso en marcha el coche.

– No sé cómo las aguanto. Sólo hay una cosa peor que una mujer rica y tonta. Treinta mujeres ricas y tontas.

– ¿Erais treinta?

– Treinta y una, hijo, exclúyeme a mí.

– Perdona. No eres tonta pero eres rica.

– En casa el único rico es tu padre. ¿Le veré esta noche?

– ¿Cómo no vas a verle si asistís los dos a la concesión del premio?

– Pues mira que yo no sé si ir. Tu padre siempre está rodeado de fascistas, explotadores y putas.

Álvaro dejó de mirar el recorrido para echar sobre su madre una sonriente mirada de reproche.

– Iré si me haces un favor.

– Hecho.

– La reunión de hoy era por lo del Rastrillo y cada año vienen escritores a firmar sus libros para que no se diga que sólo vendemos objetos para beneficencia. Quiero que me ayudes a hacer una lista de escritores equilibrada. Estas necias no salen del repertorio de escritores vinculados a ABC. Vosotros, tu padre y tú, que ahora traficáis en Literatura, a ver si me ayudáis a compensarlas. Tenéis de todo, ¿no?

– Tenemos de todo. Un repertorio completo. Derechas, izquierdas, centros, altos, bajos, gordos, catalanes, leoneses, leídos, no leídos.

– Ahora bien, yo estaré atenta. No me vais a dar el pego, ¿usted escribe, señor…?

– Carvalho. No. Yo quemo libros.

Se estableció el silencio en el asiento trasero.

Álvaro estaba al borde de la risa pero mantenía el volante con una elegancia de chófer de nacimiento. Detuvo el coche ante la que parecía ser mansión de los Conesal oculta por una espesa y alta tapia de ladrillos morados y su madre se metió en ella apresurada, pretextando tiempos imposibles, arreglos imprecisos y sin atreverse a decirle nada a aquel extraño tan cortante, quemador de libros. Uno de los muchos fascistas que rodeaban a su marido. Fascistas, explotadores y putas. Bastaron tres manzanas para llegar ante el Venice y el Lotus Ford apenas si tuvo tiempo de ponerse en marcha. En cuando Alvarito apretó el pedal ya estaban ante aquel templo griego de color rosa rodeado por cuatro torres cilindricas para sendos ascensores que subían y bajaban estuvieran vacíos o llenos, como émbolos simbólicos de la rutina y la tenacidad de un edificio de servicios, alertó Álvaro al que se le notaba satisfecho con el edificio y su conceptualidad, palabra que repitió varias veces.

– Los posconceptualistas se han empeñado en buscar un arte fugaz, la instalación, impracticable y condenado a desaparecer y la arquitectura hotelera es la única salida porque implica lo rutinario de la escenificación del vivir lejos de casa. Más coincidencias para la magia de la coincidencia entre la rutina del servicio y la angustia del cliente desidentificado, imposible. ¿Ha observado usted la inquietud con la que el cliente de un hotel aguarda que se compruebe su reserva previa? Si no figura en esa lista puede llegar a dudar de su propia identidad. ¿Ha figurado usted alguna vez en las listas de espera de un aeropuerto? ¿No se ha angustiado?

– Hace ya muchos años tuve un excelente profesor de Literatura francesa que se llamó Joan Petit. Un día me explicó la diferencia entre la angustia metafísica de unos tíos que se llamaban existencialistas y la angustia concreta de los ciudadanos de a pie. La angustia concreta es que la sientes cuando llama a tu puerta la policía o el cobrador de la luz y no tienes la Historia clara ni dinero para pagar.

Carvalho obvió que Álvaro le miraba con curiosidad porque las escaleras del supuesto Partenón rosa les habían llevado hasta un hall que parecía una selva birmana y de entre las lianas, las palmeras liofilizadas, los árboles sombríos y asombrados, emergían los rótulos de Armani, Gucci, Bulgari, Ferré e incluso el de una sucursal de Tiffany's que Lázaro Conesal había financiado sólo por el prestigio de coleccionista de los mejores horizontes de este mundo. Los cuatro ascensores subían y bajaban con la cara hacia la Castellana, como con ganas de marcharse hacia Burgos y las espaldas interiorizadas dentro de aquel hall selvático, tan alto como los treinta pisos del hotel, enseñaban los secuestrados en el interior vigilados por un ascensorista disfrazado de ascensorista de entreguerras, de entre qué guerras no importa, se dijo Carvalho, pero nada hay tan característico como los vestuarios y los gestos en los períodos de entreguerras. Todavía inquieto por la escenografía siguió a su guía hasta una habitación tan normal que le aburrió nada más verla. En el diseño de aquella estancia no había intervenido la mirada lúdica de ningún diseñador de prestigio. Tal vez la había diseñado algún ciego dotado de cierta memoria visual. La habitación tenía vocación de seria y uniformada, hasta el punto de que parecía amueblada por unos grandes almacenes, prueba evidente de subalternidad, avalada por el hecho de que allí estaba el reposo de la seguridad del hotel, junto a otra estancia en la que las terminales de televisión y telefonía introducían el decorativismo sideral e irreal de la telemática. Pero en el ámbito uniformado de nada y de nadie, se tejían y destejían conversaciones entre una docena de hombres de parecida edad y cara, tan parecidos entre ellos que no valía la pena mirarles de uno en uno. Las pantallas de los monitores transmitían información de lo que ocurría en todos los puntos generales del hotel y se podía seleccionar cualquier sector si desde allí llegaba la señal de alarma.

– El programa permite desconectar sectores según convenga. Mi padre, por ejemplo, cuando se hospeda en este hotel no tolera que el circuito controle la zona de su suite, porque a veces no quiere dejar constancia de quién le visita. Hoy, por ejemplo, se meterá en su suite y quedará desconectada la zona del entorno.

El rostro de uno de los empleados se coló en la memoria de Carvalho y empezó a revolverla. Es el jefe de seguridad y de personal del hotel, le informó Álvaro. La búsqueda dio resultado. Entre las fichas destruidas de su mente salió la vivencia en penumbra que compartía con aquel individuo. El jefe de seguridad había sido uno de los más duros policías políticos de la dictadura en su fase terminal, con la edad suficiente para que se le recordaran torturas sin que fueran demasiadas, y con un cierto prestigio de policía ecléctico, posmoderno, de los primeros en comprender que la justicia y la injusticia, la legalidad y la ilegalidad, la guerra y la paz estaban pasando de la iniciativa pública a la privada. Era hielo lo que emitían sus ojos cada vez que el joven Conesal les refería el cometido de Carvalho, un comodín, con libertad de instalación por todo el ámbito de la concesión del premio, sin autoridad sobre nadie, a no ser que por intermedio de él, Álvaro Conesal, las observaciones de Carvalho se convirtieran en medidas. Álvaro emitía estas explicaciones pacientemente, ante el evidente disgusto del jefe de personal, una cara y una actitud que Carvalho quería reconocer y no podía hasta que Álvaro pronunció el nombre. Era obligación, recalcó Álvaro, del jefe de personal y seguridad, Sánchez Ariño, mantener a la policía informada sobre la libertad de movimientos del detective privado. Sánchez Ariño, alias «Dillinger», aquel joven policía fascista de la etapa inicial de la Transición, capaz todavía entonces de infiltrarse en grupos de extrema izquierda y luego patearles el hígado. Carvalho recordó de pronto aquellos ojos saltones vigilantes al lado del comisario Fonseca, en el transcurso de su investigación en el caso de Asesinato en el Comité Central, «Dillinger», un jovenzuelo turbio especialista en los movimientos de infiltración de la KGB en el Universo, ahora provocaba un aparte con Álvaro Conesal para decirle algo privado. Una esquina de una oreja de Carvalho captó una pregunta de «Dillinger» dirigida a Conesal Jr.

– Así éste, ¿de qué viene? ¿De mirón?

– Exactamente, de voyeur.

Cualquier policía que haya pertenecido a la Brigada Político Social conserva una mirada detectora de comunistas y Carvalho se sintió examinado como si lo fuera y devuelto por lo tanto a treinta años atrás cuando lo era y tenía que soportar miradas como aquélla. Muchas veces había pensado en la angustia, la frustración, la mala leche de los anticomunistas en un mundo en el que apenas quedaban comunistas y cómo debían por lo tanto aprovechar a los supervivientes para conservar la propia identidad. Álvaro percibió la inquina de fondo del jefe de personal.

– El señor Carvalho tiene libertad de movimientos por expreso deseo de mi padre.

– No faltaba más.

Si Carvalho hubiera tenido diez años menos le habría pegado una patada en la bragueta pero consideró cuánto duraría el altercado violento con «Dillinger» y no se sentía seguro de sí mismo. Pidió permiso para dar una vuelta por su cuenta según un plano de distribución de las dependencias del Venice y lo primero que comprobó fue que el gran salón comedor donde iba a celebrarse la cena y el anuncio del fallo del jurado disponía de una gran entrada y de una salida de menor dimensión, pero también considerable. La salida iniciaba un circuito por la sección de tiendas menores y llevaba hacia dos de los ascensores que comunicaban con las plantas. La entrada comunicaba con el espectacular hall selvático y sus selectas tiendas que aportaban al huésped la impresión de comprar en Tiffany's en plena selva tropical. En cualquier caso la decoración predisponía a vivir una aventura de niños entre objetos y señales dibujados puerilmente, como si el diseño hubiera sido encargado por una manada de niños melancólicos perdidos en la selva. ¿Cómo se llamará este estilo?, se planteó Carvalho cuando todo le recordaba el diseño del perro mascota de la Olimpiada de Barcelona, pero el melancólico Cobi tenía una estructura aplastada, fugitiva de sí misma. Aquí, cuanto le rodeaba era una burla de su función. Por ejemplo, las mesas eran como huevos fritos. ¿De quién había sido la idea de aquella decoración? En principio, Carvalho se la atribuía a Álvaro, pero después de escuchar a su padre tal vez fuera un capricho del financiero, dispuesto a recuperar el diseño del mundo de su infancia. Aquel hombre interpretaba continuamente un papel que le había resultado rentable en los últimos quince años, durante el aventurerismo modernizador, cuando bastaba el referente modernidad y el verbo modernizar para abrir toda clase de puertas. Pero Carvalho sabía detectar el desgaste de las poses, tal vez porque cada vez era más consciente de su propio desgaste, de la progresiva flaccidez de una musculatura que le había hecho sentirse irónicamente poderoso durante dos décadas y desde esa capacidad de autocomprensión detectaba el deterioro muscular de Lázaro Conesal, por más que estuviera en una fase inicial y aún no hubieran aparecido los nuevos modelos de conducta sustitutorios. Se quedó al pie de los ascensores por si le venía la pulsión de subirse a ellos, como cuando ascendió en el ascensor exterior del Fenimore en San Francisco, hacía más de treinta años, en busca del buffet sueco del restaurante del último piso. Hacía treinta años de todo y pronto haría cuarenta años de casi todo. Cuando regresaba hacia la central de seguridad del hotel percibió la silueta de «Dillinger» en el umbral de la puerta, realzada por las luces interiores. Fumaba y le observaba, con las narinas posiblemente excitadas ante el olor de un antagonista. Se apartó sin demasiadas ganas cuando Carvalho se introdujo en la habitación por si estaba Álvaro. No estaba y ya volvía a sus andaduras libres para evitar la encerrona con el jefe de personal cuando sintió que le silbaba a su espalda. No estaba para responder silbidos y continuó su marcha hasta que la llamada tuvo voz humana.

– ¡Eh! ¡Usted! No recuerdo su nombre.

Nadie recordaba su nombre en aquella empresa.

– Carvalho. Pepe Carvalho.

– Su nombre me suena y no sé por qué, ¿nunca nos hemos encontrado?

– Yo casi no me muevo de Barcelona.

– Pues yo a usted le tengo visto.

– ¿Ha pertenecido a la Brigada Político Social?

Cerró los ojos y los abrió con los interrogantes y el recelo puestos.

– ¿Por qué me lo pregunta?

– Tal vez me tuvo como cliente. ¿No era usted la mano derecha de aquel tipo, el comisario Fonseca?

Miró «Dillinger» a su alrededor comprobando que estaban lejos de la posibilidad de audición de los demás y aun así bajó la voz.

– ¿Y si fuera así, qué pasa? Yo era muy joven y colaboré con el comisario Fonseca, él y yo éramos fíeles servidores del Estado, con dos cojones, nosotros y el Estado.

– En efecto, sus cojones eran muy conocidos.

– ¿Qué tiene usted que decir de mis cojones?

– Me refiero a los del Estado.

– Ahora le recuerdo, por el tono zumbón. Usted se paseó por Madrid allá por los años ochenta, cuando mataron al secretario general del PCE. Usted era el huelebraguetas rojo que contrató el PCE. Han cambiado los tiempos, amigo. ¿Qué tal le sentó el hundimiento del comunismo?

– Muy bien ¿y a usted?

– Pues yo añoro a los comunistas y puedo decirle que me he metido en la iniciativa privada porque no vale la pena ser policía si no quedan comunistas.

– Se gana más en lo privado.

– Dónde va usted a parar. Y no hablo por mí, porque don Lázaro es muy generoso y siempre tiene detalles extras: que si vete a hacer un par de trajes, «Dillinger», o vete quince días de masajistas a Tailandia, que te veo muy reprimido, «Dillinger».

Pero incluso los compañeros que se han pasado a la iniciativa privada normal ganan el doble que los que siguen dependiendo del Estado. El Estado es un patrón seguro pero tacaño. Y todavía los que trabajan contra el terrorismo han tocado hasta ahora pela de los fondos reservados y siempre pueden hacer un apaño. Pero ahora eso de los fondos reservados se ha puesto muy mal, muy mal, porque estos socialistas son unos chorizos y unos piernas se han llenado los bolsillos con fondos reservados. ¿No queríais democracia? Pues os la vamos a meter hasta por el culo. En mis tiempos lo de los fondos reservados era sagrado y secreto y además el propio sistema represivo los hacía menos necesarios porque todo estaba bajo control. Pero luego, con tantas libertades y tantas mandangas pues hay que tirar del botín para tapar y abrir bocas y que si pinchar un teléfono aquí y otro allá. No es que yo esté en contra de la modernidad y sea partidario de aquella época en que a base de cuatro hostias y dos patadas en los huevos bien dadas, el Estado inspiraba respeto. Pero también hay un límite para tanto legalismo y tanto leguleyo.

– Cada época tiene su moral.

Presintió «Dillinger» que acababa de ganar un amigo. Los abultados ojos glaucos del policía se abrieron y una sonrisa total aligeró los amontonamientos de las facciones torturadas.

– Me lo ha quitado usted de la boca.

Y se echó a reír con una risa atiplada que trasladó a Carvalho por el túnel del tiempo, aquella risa que había indignado a Fonseca en el despacho de la Dirección General de Seguridad, año 1980. ¿De qué te ríes tú, eh? Pero luego Fonseca también se había echado a reír. ¿Por qué? Era por algo que había dicho Fonseca, algo irónico. «La democracia que no se escoñe. Desde luego.» Eso les había oído reír. Probó suerte.

– Sobre todo que no se escoñe la democracia.

– ¡Me cago en la leche!

Pero a pesar de que trataba de aferrarse a su exclamación para contener la risa no pudo contenerse y estalló en carcajadas convulsas de vez en cuando interrumpidas por el lema:

– ¡Me cago en la leche!

Álvaro recién llegado no conocía el origen de tamaña confraternización. Su vestuario había cambiado. Llevaba una chaqueta oscura, casi de esmoquin, ajados pantalones tejanos y una pajarita violeta le permitía tener la poderosa nuez de Adán en posición descanso.

– Mi padre está al llegar. Quiere encerrarse con los ejemplares seleccionados y apenas tendrá tiempo para que le consultemos nada. La seguridad queda en sus manos, señor Sánchez Ariño, aunque calcule que vendrán los escoltas de las personalidades oficiales. Le insisto en que el señor Carvalho tiene libertad de movimientos. Para evitar problemas de potestades, usted lleva el mando del operativo, pero le repito que cualquier decisión de Carvalho ha de pasar por mí y a mi vez se la transmitiré a usted.

– A mandar, don Álvaro.

«Dillinger» tenía alma de torturador público y esclavo privado. A Carvalho le suscitaba una vieja y renovada irritación por lo que se apartó de él y Álvaro le siguió.

– ¿No le gusta Sánchez Ariño?

– Ya lo conocía. Cuando le conocí le llamaban «Dillinger» y era una joven promesa de los policías torturadores del franquismo. En su caso tenía mérito porque se había apuntado a aquel oficio en los últimos años de la dictadura, sin nada en el pasado ni en el futuro que le justificara. Ahora veo que ha prosperado.

– Conoce su oficio.

– ¿Sigue torturando?

– No. Mantiene el orden en torno de mi padre, un hombre bajo toda clase de presiones y amenazas. Es uno de los amenazados por ETA. ¿Se imagina el botín que representaría, un secuestro de mi padre?

– Normalmente bebo para recordar y como para olvidar. Necesito una copa.

Álvaro dirigió mecánicamente una mirada a la posición teórica del hígado de Carvalho, una mirada que a Carvalho se le clavó como un cilicio en su punto más vulnerable, pero ya sólo le quedaba la capacidad de decidir cuándo tomaba o no una copa y ningún master en esto o aquello le iba a tocar los cojones del hígado que son los cojones más sensibles del cuerpo humano. Se encaminó decididamente al bar del hotel que escenificaba la sala de máquinas del submarino amarillo de los Beatles, en el supuesto caso de que los submarinos amarillos tengan sala de máquinas. Había bebido tanto al mediodía y tan buenas cosas que quiso seleccionar el gusto que dominaba en su boca. Whisky. Pero estaba cansado imaginativamente de tomar whisky y se autoengañó pensando que un trago largo con hierbas, las que fueran, no sería una agresión contra su hígado. Todas las hierbas son medicinales. Le pidió al barman un mojito y sólo cuando se lo sirvió captó que el barman era negro y cubano por la forma como se sentaba en las palabras, pero falsamente negro y falsamente cubano. Era Simplemente José que se reía contenidamente para que no se le resquebrajara el maquillaje.

– Don Lázaro se descojona cuando me ve hacer de barman negro en esta barra y un sobresueldo no viene mal en estos tiempos.

El vaso helado sobre la frente le sacó del estupor, pero le dejó instalado en una sensación de farsa excesiva para sus ganas de farsa. De pronto tuvo ganas de volver a casa. Allí estaba Biscuter preguntándole cómo le iba por Madrid y se prometió explicárselo detalladamente en cuanto regresara a Barcelona. Le asaltaba la sensación de extranjería de animal de hotel y el miedo a no saber autocontenerse, beber demasiado y luego vivir esa situación últimamente tan habitual de no recordar escenas enteras de la vida inmediata, como si el alcohol se las hubiera llevado secuestradas a un lugar situado en la cloaca de su conciencia. Se lo consultaría a un médico. ¿Por qué últimamente me olvido de lo que hago cuando he bebido con una cierta, necesaria ansiedad? Pero estaba protagonizando una secuencia profesional muy bien pagada y convenía conservar todas las luces, no seguir bebiendo.

– Otro mojito, por favor.

– Sí, señol.

Le respondió con perfecto acento cubano, pero más allá del supuesto color negro de las facciones, allí estaba Simplemente José.

– Sí, señol. ¿Le gusta mi acento, señol? A don Lázaro le encanta que me disfrace y le gusta mucho mi número de barman hispanista negro.

A través del vaso que se llevó a los ojos vio cómo entraba en el bar Celso Regueiro, con el rostro maquillado apenumbrado y una tensión parecida a la de la mañana. Buscaba a alguien y Carvalho sintió curiosidad por saber a quién. Salió del bar y Carvalho tras él sin abandonar el segundo mojito que le enfriaba la mano placenteramente a lo largo del seguimiento de un Celso Regueiro obsesivo. Se adentró por el pasillo que comunicaba los salones de convenciones ahora vacíos y definitivamente anochecidos y empujó una puerta que al abrirse le devolvió una bocanada de luz eléctrica que parecía esperar la liberación. Se metió en la habitación y dejó la puerta entreabierta, lo suficiente para que Carvalho se acercara y pudiera ver a través qué sucedía dentro. Era un pequeño despacho del que sólo podía apreciar un fragmento de mesa, un sofá circulante capitoné tras ella y en el sofá Álvaro Conesal con la punta del culo apoyada en el canto del sillón y las piernas unidas depositadas en el sobre de la mesa. Regueiro no decía nada. Álvaro se levantó con lentitud y sonreía. Regueiro dio la vuelta a la mesa y quedó frente a frente del muchacho, entonces le pasó un brazo por la cintura y le besó en la boca con gula, mientras el cuerpo de Álvaro se dejaba sostener, abandonado, por el brazo que el hombre pasaba por su cintura. Carvalho se retiró de su observatorio y desanduvo lo andado mientras consumía el resto del vaso. Al desembocar en el hall botánico coincidió con la llegada del amo de todo. Lázaro Conesal entraba encuadrado entre sus guardaespaldas hablando quedamente con un individuo portador de cartera que avanzaba a su lado y le escuchaba con gravedad. Pero Conesal repartía su vehemente explicación con el viaje de su mirada por todos los puntos cardinales en busca de algo o de alguien. Mientras escuchaba la réplica de su partenaire, pulsó una clave en un teléfono de bolsillo y prosiguió su disposición esquizofrénica a retener la atención de su interlocutor sin perder la ansiedad por lo que esperaba. Por fin Álvaro emergió de detrás de Carvalho y se metió en el espacio marcado por los guardaespaldas y escuchó el final de la conversación de su padre con el otro hombre que se despedía y abandonaba el hotel con pasos cortos y ligeros, impropios de la pesadez del maletín. El financiero informaba ahora a su hijo y Álvaro parecía concentrado en lo que oía pero nada exteriorizaba si le impresionaba o no, en cambio su padre hacía esfuerzos para autocontrolarse pero movía la mandíbula como si fuera una quijada, como si masticara las palabras. Después desoyó la propuesta de su hijo de pasar por la sala de personal y le hizo gestos de que iba a tomar un ascensor para trasladarse a los pisos superiores. Álvaro se encogió de hombros y Lázaro Conesal fue hacia el elevador acompañado por dos de los guardaespaldas. Pero no les dejó acompañarle y subió como único pasajero en una ascesis a los cielos de ejecutivo acerado, tieso, con las piernas suavemente abiertas como para resistir el peso del hotel colosalista, progresivamente empequeñecido a medida que subía a los cielos, pero al final el viaje no le pareció a Carvalho una culminación, sino como una amenazadora pérdida de tamaño bajo el peso de la estatura del hotel y cuando el ascensor se convirtió en una cajita improbable colocada en la cima del hotel, Lázaro Conesal ya no era nadie, nada.

– ¿Va sin escolta?

– Hay servicio de seguridad en cada planta. Pero está muy cansado y muy saturado. Le conozco. Cuando está así no se soporta ni a sí mismo.


Atravesaron el comedor sin detenerse, porque había clima de motín y en torno de Leguina y la ministra se concentraba el grupo más numeroso exigiendo una explicación.

– ¡Como digno remate a las mamarrachadas de la era socialista, sólo nos faltaba este secuestro de intelectuales!

Leguina había perdido la paciencia.

– ¿Quién le ha engañado a usted diciéndole que era un intelectual?

Fueron varios los dispuestos a abuchear ante la cara de aburrimiento del presidente de la Comunidad Autónoma en funciones mientras la señora ministra respondía con reconvenciones irónicas, tratándoles como a niños.

– Piensen que viven una situación única en sus vidas.

Carvalho marchaba en pos de Ramiro, pero ante la puerta de la habitación destinada a los interrogatorios, el inspector le cortó el paso.

– Confío en sus dotes de observación, pero yo quiero presionar a los testigos. Vamos a dar por sentado que sus movimientos han sido registrados por el circuito cerrado de televisión. Usted y yo sabemos que no es así, pero casi nadie conoce la imprevisión cometida. Otro dato importante es el Prozac. Sólo alguien valedor de los hábitos de Conesal podía urdir la sustitución de las cápsulas de Prozac por otras llenas de estricnina. Pero tampoco podemos sistematizar la pregunta porque cada interrogado la divulgaría al salir y los siguientes estarían prevenidos.

Carvalho estuvo de acuerdo. El despacho del gerente del hotel se estaba transformando en comisaría de lujo cuando entraron Ramiro y Carvalho y el policía empezó a pegar palmadas para que se aceleraran los trámites de situar en su sitio la máquina de escribir, la grabadora y para que se ajustaran las luces que eran demasiado delimitadoras.

– No se puede interrogar con luz de quirófano. Quiero luz de puticlub.

Por más que se probaron distintas combinaciones no era posible conseguir luz de puticlub y Ramiro iba poniéndose de pésimo humor.

– Vamos a acabar jugando a la petanca. Esa luz cenital, ¿no hay manera de quitar esa bombilla?

Tuvo que venir el especialista en mantenimiento del hotel y tras una serie de extirpaciones consiguió una luz ambiental basada en el claroscuro, salvo una potente lámpara empotrada en el ángulo izquierdo del techo convertida en el ojo de Dios enviando sobre aquella habitación del Venice un rayo de gracia santificante. La bombilla se había enquistado en el techo y no se podía sacar. Ante los gestos de impotencia del electricista, Ramiro se subió a una silla armado de un martillo y le pegó un martillazo al ojo iluminado. Cayó al suelo una galaxia de cristalitos.

– Pasen la factura a la Jefatura Superior. Y ahora venga la lista.

El propio Ramiro llegó hasta la puerta guardada por dos policías donde esperaba Álvaro Conesal.

– Hagan llegar al salón la petición de una declaración voluntaria, de cara a despejar la situación y sin carácter vinculante. Si alguien quiere hacerlo en presencia de su abogado nos han jodido, pero hay que quitarle gravedad al asunto. Cuanto antes se presten, antes se irán. Usted que sabe traducir las metáforas de su detective puede ser el introductor.

Se dirigió severo a sus colegas.

– Y vosotros con amabilidad que estos que van a entrar no son unos piernas. Mejor que os calléis.

Volvió Ramiro al interior donde Carvalho se había sentado en la mesa, con una pierna apoyada en el suelo y la otra cabalgante. Los dos subalternos estaban ante la máquina de escribir y la grabadora con resignación acentuada por el presagio de una noche interminable. A Ramiro le gustaba la luz conseguida.

– Esto es otra cosa.

Un policía entró en la habitación, le entregó una tira de papel de fax y volvió a marcharse. Ramiro la leyó y se la metió en el bolsillo.

– He pedido los antecedentes de la lista de sospechosos y sólo el señor Oriol Sagalés tiene. Una chorrada.

Chasqueó los dedos en dirección a la puerta donde permanecía atento uno de los inspectores y éste transmitió a Álvaro Conesal que ya podían comenzar las citaciones. Tardaba en llegar el primero y Ramiro impaciente recuperó la puerta donde se dio casi de bruces con Lorenzo Altamirano. Hizo como si no le viera y exigió a Álvaro:

– Vaya usted preparando a los siguientes para que no haya tiempos muertos.

Luego invitó a Altamirano a pasar y a sentarse. El crítico sudaba y en cuanto ocupó la silla destinada comprobó que sobre su frente alta, blanca, perlada caía un molesto chorro de luz. Retrocedió el culo cuanto pudo para escapar al rayo de la muerte y consiguió que quedara más allá de su nariz, sobre su bragueta, pero aun así ofendía la luminosidad a unos ojos maltratados por veinte mil libros leídos. Miró al policía en demanda de auxilio, pero Ramiro sólo parecía solidario de palabra.

– Va a ser todo muy fácil, señor Altamirano.

El gordo que hablaba en verso, leyó Carvalho en sus notas mientras reproducía mentalmente pedazos de la conversación entre Altamirano y su compañera, que había captado durante los barridos de sonido de sus paseos de peripatético desconocido. Fue Carvalho quien preguntó.

– ¿Ha venido a la cena acompañado de Marga Segurola?

Altamirano adoptó una pose más de testigo de cargo que de colaborador de la voluntad de saber de aquel policía peripatético.

– No exactamente. De hecho hemos coincidido en la mesa por expresa voluntad de los organizadores, aunque nuestros oficios se parezcan. Yo soy crítico literario y Marga Segurola es en realidad una experta literaria que ejerce de consultora de editoriales, españolas y extranjeras, revistas literarias, programas culturales de radio y televisión. Es lo más parecido que hay a una posible conseguidora mediática y yo soy un crítico literario in sensu estricto.

Ramiro quiso recuperar el protagonismo.

In sensu estricto. Muy bien. Creo haber leído algunas de sus críticas, con plena satisfacción, por cierto.

– Muy amable por su parte.

– ¿Qué le unía a usted con Lázaro Conesal y con esta convocatoria en concreto?

– Yo realizaba algunos servicios para Conesal.

No le había agradado confesarlo, como no le agradaba confesar que no le agradaba confesarlo.

– ¿Se ha de saber públicamente?

– ¿Por qué?

– No me gustaría. Aunque no tengo nada que esconder, en el medio no estaría bien visto que yo apareciera como una especie de mentor literario del señor Conesal. De hecho yo fui quien le recomendó a una serie de escritores para este premio, para que juzgara sobre seguro y le ayudé a montar la compleja mecánica de esta representación. También le organicé un jurado a la medida de lo que quería.

– ¿Qué quería?

– Ser el único juez del premio.

– ¿Usted ha leído las novelas presentadas?

– No. Ni siquiera sé quiénes son los finalistas, ni me consta que me hiciera caso en la selección de escritores que le aconsejé.

– ¿Conserva usted esa selección?

– No. Pero recuerdo algunos nombres.

– Por favor, ¿estaban sus elegidos en el salón esta noche?

– No. Ni uno de los cinco escritores premiables presentes en la sala. Alma Pondal, Ariel Remesal, Andrés Manzaneque, Oriol Sagalés, Sánchez Bolín eran de mis preferidos. En cuanto los he visto he comprendido que eran los escogidos por Lázaro. Mis otros recomendados habían saltado de la lista.

– ¿Cuántos había recomendado usted?

– Once. Siempre recomiendo once escritores, sea la selección que fuere.

– ¿Por qué?

La palidez de Altamirano se vio sustituida por una súbita coloración y tardó en poner en marcha las palabras.

– Por motivos complementarios y a veces sorprendentemente complementarios. Once son los jugadores de un equipo de fútbol, ¿no es cierto?

Ramiro se creyó en situación de pedir una asesoría irónica a Carvalho.

– Creo que es así, ¿no?

Carvalho asintió inapelablemente.

– Bien. Pero no es el único motivo. El once es un número cargado de significación simbólica. Según la simbología el diez es el número de la plenitud y el once implica exceso, desmesura, el desbordamiento de cualquier orden, también representa conflicto y la apertura a una nueva década. ¿Comprenden? Por eso san Agustín afirma que el número once es el escudo de armas del pecado. Según una concepción teosófica el once es un número inquietante, porque sumados los dos números que lo hacen posible, el uno y el uno… hacen dos. El dos.

– ¿Qué le pasa al dos?

– Es el número nefasto de la lucha y la oposición. El once es el símbolo de la lucha interior, de la disonancia, de la rebelión, del extravío, de la transgresión de la ley, del pecado humano, de la rebelión de los ángeles.

Altamirano había ido elevando el tono de su voz y ahora parecía vaciado y satisfecho de sí mismo. Ramiro no sabía por dónde continuar. Carvalho pensaba en los esfuerzos intelectualistas que tienen que hacer algunos para disimular que les gusta el fútbol, pero acudió en ayuda del policía.

– ¿Le explicó su teoría del once al señor Conesal?

– Sí y estaba entusiasmado. Me dijo: Lorenzo, ésa ha de ser la tensión interna de la literatura. Y añadió: ¿Tú sabes que en las sociedades secretas de la masonería se clavan once banderas? Me explicó que se clavaban en dos grupos de cinco más una, en representación simbólica de las dos hornadas de fundadores: cinco y cinco.

– ¿Y el uno?

– Está clarísimo. El uno es la fusión de los dos grupos de cinco. Refleja la unidad, la síntesis masónica.

Carvalho parecía muy satisfecho por lo escuchado y reparó en si Ramiro había salido de su desconcierto. No había salido.

– Tenían ustedes conversaciones muy profundas.

– Lázaro era un hombre de plurales intereses culturales.

– Usted esta noche trató de hablar con él.

Era la pregunta que Altamirano temía y la que esperaba Ramiro para volver a meterse en situación.

– ¿Era tan urgente hablar con él?

Altamirano trató de cruzar las piernas, pero apenas si pudo montar una sobre la otra con la ayuda de las manos y la presión de un apéndice sobre otro se transmitió al bajo vientre y al estómago. No respiraba a sus anchas y devolvió las piernas a su sitio original. Sudaba más que al comienzo y se pasó una mano por la cara.

– Hay circuito cerrado de televisión, ¿no?

– Sí -se adelantó Carvalho.

– Bien. Entonces habrán comprobado que no pude hablar con Conesal.

– No pudo hablar, ¿de qué?

– Quise encarecerle que no hiciera ninguna tontería. No me gustaban los candidatos que había en la sala. Cualquiera de ellos como ganador era decepcionante, ni siquiera darle el premio al más consagrado, Sánchez Bolín, hubiera satisfecho los deseos del mecenas. Digamos que tenía una idea platónica de ganador, imposible de cumplir.

– ¿Quién era su candidato?

– Un escritor latinoamericano. No puedo decirle más.

– ¿Había concursado?

– No había conseguido acabar la novela a tiempo, pero eso no es un problema porque entre el fallo y la publicación median dos meses, quizá tres, tiempo más que suficiente para acabarla. De hecho Conesal me debía este consejo y mi observación. Yo le había ayudado hasta esta noche y en cierto sentido el premio era un desafío que me había obligado a tragarme muchos sapos. Cien millones de pesetas es una desvergüenza. No creo que ninguna novela del mundo valga esa cantidad. Ni cinco mil. Ni una peseta. El valor en literatura es emblemático, nunca monetario y puestos a buscar un valor emblemático a la altura de los deseos poéticos de Conesal, la novela ganadora debiera reunir unas características que yo tengo en el imaginario y que yo aconsejé a mi candidato. Me hizo una novela a la medida sobre la historia de un fracaso en la búsqueda de un yacimiento de oro en el Perú a fines del siglo dieciocho. Pero por lo visto, Conesal no me hizo caso.

– No le hizo caso y esta noche no pudo hablar con él. Resulta sorprendente que usted estuviera en contra de parte de los escritores que usted mismo había seleccionado.

– Un crítico con voluntad de universalidad, que se convierte en un referente de toda la sociedad literaria española, ha de seleccionar teniendo en cuenta hasta cierto punto a quién se lee. Siempre se filtra si has escogido a éste y rechazado a aquélla. Pero yo tengo mis gustos. Insobornablemente. Y es lo que trataba de decirle a Lázaro.

– No pudo verle. ¿Pudo hablar con el jurado?

Altamirano se echó a reír.

– El jurado era una simple representación. Era un jurado potemkiniano. Una fotografía de jurado. No decidía nada.

A Ramiro no se le ocurría nada más, el policía mecanógrafo tenía cara de tedio. Carvalho pensó que, efectivamente, Altamirano hablaba en verso y era posible que hubiera matado en verso. De momento el inspector dio el asunto por concluido y el crítico había alcanzado un extraño estado de paz que le permitió sacar una conclusión moral.

– Los ricos son diferentes.

– Sí. Tienen más dinero -opuso Carvalho desde la zona de sombra.

– Esa respuesta es de Hemingway -reconoció Altamirano, asombrado de aquella cita literaria que le llegaba desde la penumbra. Carvalho sin salir de las sombras contempló cómo Ramiro despedía al crítico y le encarecía que se animara.

– Hay que levantar ese ánimo, señor Altamirano. Tómese unas pastillitas de Prozac.

El crítico puso cara de asco.

– Yo me levanto el ánimo consiguiendo primeras ediciones en las librerías de viejo y tomándome un buen Rioja de vez en cuando.

Reentró Ramiro siguiendo a la novelista de las varices, mientras leía en el papel el nombre traducido por Álvaro Conesal de la metáfora de Carvalho.

– Señora Alma Pondal. He de confesarle que he leído una de sus novelas, A veces, mañana…

A veces, por la mañana.

– Eso quería decir. Me ha gustado mucho. Mi esposa es una gran admiradora de su obra.

La dama blanca y ancha, de piel transparente surcada por venillas azules, especialmente reticuladas en las sienes, se había sentado con toda la majestad de sus faldas largas y no parecía afectada por la luz que le daba en pleno rostro. Ni siquiera parpadeaba.

– No necesitamos demasiadas respuestas porque no tenemos excesivas preguntas. Usted se ha entrevistado con el señor Conesal a lo largo de la noche. Nos consta. Y quisiéramos saber por qué.

La escritora contempló primero a los mecanógrafos, luego a Ramiro, finalmente a Carvalho como una madre joven consciente del apuro que pasan sus hijos y les dedicó una sonrisa propicia, confiad en mí que soy vuestra colaboradora, ¿quién os puede tratar mejor que una madre con las piernas llenas de varices secas y por secar, las cicatrices de su maternidad?

– Lázaro Conesal me reclamó. Un camarero me pidió que subiera a las dependencias de nuestro anfitrión y así lo hice. Pensé que me iba a anticipar el fallo, bien para felicitarme, bien para consolarme. Yo he participado en este premio.

– ¿Dónde está el original de su novela?

No asumió la pregunta con tranquilidad y respondió con otra pregunta.

– ¿No obra en su poder?

– No.

Carvalho fue más allá.

– La novela se ha esfumado. Usted podrá facilitarnos una copia.

La madre había aumentado de edad y de jerarquía biológica. Habló como una madre habla a sus hijos.

– He de ser sincera con ustedes. Mi novela no existe. Altamirano me pidió que me presentara al premio y pocos días después, hace de eso cinco meses, Lázaro Conesal me ofreció diez millones de pesetas por no escribir la novela, pero por fingir que me presentaba. Así lo hice. Me presenté con el lema «Cantores de Viena» y con un título no tan supuesto, puesto que será el de mi próxima novela: Triste es la noche.

Ramiro daba vueltas en torno a su madre adoptiva.

– Usted cobra, supongo, por no escribir una novela. Pero la noche del premio, Lázaro Conesal la llama. ¿Por qué? ¿Para qué?

Seguía subiendo la madre por la escala biológica, envejecía por momentos y desde la dignidad de una vieja madre con derecho a conservar su entidad respondió:

– Eso es cosa mía.

– Lamento decirle que está muy equivocada, aunque también le asiste el derecho de negarse a contestar y convertir esta conversación en un interrogatorio convencional en presencia de un abogado. De hecho queremos darles toda clase de facilidades para salir cuanto antes de aquí.

Ella tenía ya preparada la actitud y las palabras. Cruzó las manos sobre el halda, miró fijamente al inspector y dijo:

– Me propuso que me acostara con él.

Las miradas de los allí reunidos, sin excepción establecieron complejas asociaciones de ideas entre los diez millones que Conesal le había dado por no escribir una novela, su aspecto físico de dama guapa pero demasiado maltratada por la maternidad y la propuesta de fornicación a cargo de un hombre que podía pagar diez millones de pesetas a condición de que no escribiera una novela.

– Naturalmente le dije que no.

– ¿Dónde se produjo ese ruego y esa negativa?

– No fue un ruego. Fue una zafia orden, como si lo diera por hecho. Pasó casi sin transición de pedirme ver una foto de mis hijos que yo siempre llevo en el bolso a pedirme que me acostara con él. Él estaba en una suite del piso veintipico, muy excitado, aunque su agresividad era meramente verbal y cuando yo me opuse taxativamente se calmó y me dijo algo a la vez enigmático e intolerable.

– ¿Qué le dijo?

– Menos mal. Se limitó a decirme eso y a desentenderse de mí.

– ¿Llevaba puesto el pijama? -Por descontado que no. Si lo hubiera visto en pijama ni siquiera habría entrado en la suite.

– ¿Cabe atribuir la excitación de Lázaro a un exceso de estimulantes? Creo que tomaba Prozac. -El Prozac no produce esos efectos. Yo lo tomo porque tengo tendencia a las depresiones.

Ramiro se colocó frente a ella, mirándole a la cara cuando le preguntó:

– ¿Sabía usted que su marido también se entrevistó con Conesal a lo largo de la noche?

No. No lo sabía. Y no era evidente que lo supiera o todo lo contrario. Con la misma estudiada perplejidad aceptó que el diálogo había terminado y no tuvo tiempo de cruzar ni una palabra con su marido que la sustituía en el interrogatorio y trataba de leer algo en su cara tensa. Ramiro captó la imposible comunicación de aquel cruce de miradas y nada más sentarse el ingeniero Roberto Murga, el marido varicoso, varón de azulado rasurado, preñador profundo, encorbatado con aguja de oro y mesador vigoroso de puños de camisa blanca con gemelos con iniciales, le espetó:

– ¿Qué quería usted de Lázaro Conesal esta noche?

Tomó aire el ingeniero, arqueó las cejas y plantó cara al detective.

– Salir de dudas.

– ¿Vio usted a don Lázaro antes que su mujer o después?

No sabía que su mujer se hubiera entrevistado con Conesal pero trató de disimularlo.

– Sin duda antes. Ella estaba muy nerviosa por lo excepcional de la situación. No sabía a qué carta quedarse. ¿Ganaba el premio? ¿No lo ganaba? Altamirano le había dicho que era el candidato mejor situado.

– ¿Le consta a usted que su mujer se presentaba al premio?

– ¿Cómo no iba a constarme? Mi mujer me lo consulta todo.

– ¿Qué le respondió Conesal cuando usted le preguntó por sus intenciones sobre la novela de su esposa?

– Adoptó una actitud muy extraña. Se echó a reír y me preguntó por mis trabajos. Para qué compañía trabajaba. Cuánto ganaba. Si percibía tantos por ciento sobre presupuestos de obras. Que qué opinaba de la penetración de multinacionales extranjeras en la industria del cemento. Yo le dije que era un ingeniero de puentes y caminos al servicio del Estado y que por lo tanto cobraba un elevado sueldo pero dentro de los límites del alto funcionariado, habida cuenta de que estoy considerado, modestia aparte, uno de los mejores.

– ¿No le aclaró Conesal sus intenciones sobre la novela de su mujer?

– La verdad es que no y salí un poco desanimado del encuentro. Por eso no le dije nada a Mercedes, perdón, Alma. Mercedes no soporta que la llamen Mercedes.

– Usted ha dicho que vio antes que su esposa a Conesal. Luego ella le contó que le había visto. ¿Qué le transmitió su esposa de esa conversación?

Probablemente diseñaba puentes y caminos velozmente pero mentía con lentitud.

– No recuerdo demasiado bien.

– En eso estoy de acuerdo, porque su mujer parece ser que se vio con Conesal antes que usted y no después.

Salió del sótano de su escasa aunque torturada imaginación.

– He de serles sincero. Yo no sabía que Alma y Lázaro Conesal se habían visto.

– ¿Ha leído usted la novela de su esposa concursante al premio?

– Desde luego.

– ¿Cómo es posible que la haya leído si esa novela no está escrita?

– ¿Qué dice usted, señor mío? ¿Si no está escrita cómo es que…?

– ¿Cómo es que su mujer ya ha recibido un anticipo de diez millones?

Mientras el ingeniero ponía en orden alfabético su sistema interior de verdades y señales de alarma, Ramiro cambió de tercio y Carvalho le aplaudió mentalmente. Aquel poli no era tan previsible como se había imaginado.

– ¿Dónde le recibió Lázaro Conesal?

– En una suite.

– ¿Iba en pijama?

– No. Pero me sorprendió su laxitud e iba vestido de una manera que no indicaba que estuviera a punto de fallar un premio tan importante. La verdad es que quedé muy aturdido, volví al salón y no me atreví a decirle nada a mi mujer sobre el encuentro.

– Ni ella a usted sobre el suyo. Secretos de familia.

La mano de Ramiro señalaba el camino de la puerta al tan alto como cabizbajo ingeniero y de allí brotó como una superestrella del marketing, el fabricante de sanitarios Puig, alegre como unas castañuelas nocturnas, con una ancha sonrisa de dentadura postiza y ademanes de fumador de puros capaz de repartir habanos a todo el mundo. Pero no llevaba puros en las manos venosas que ofreció a sus cuatro contertulios y como un contertulio más se sentó con la sonrisa puesta y la calva canosa al desnudo bajo la luz.

– ¿De qué hablaron usted y Lázaro Conesal esta noche?

– Somos amiguitos. Muy amiguitos y quise pegar la hebra como se dice en castellano o petar la xarrada como se dice en catalán. Miren ustedes, mi maestro en managerismo fue un gran publicista catalán que se llamaba Estrada Saladich, que nos tenía dicho: Un negociante, contra lo que pueda parecer, es un ser humano y si llegas al ser humano, puedes hacer buenos negocios. ¿Me explico? Yo fui a ver a Lázaro y le dije: Lázaro, cómo estás, maco, porque teníamos tanta confianza que yo mezclaba palabras en catalán y él las entendía y se reía mucho. Le había tenido infinidad de veces invitado en mi finca de Llavaneras y era yo quien le había puesto en relación con el círculo más sólido del dinero catalán, no se crean, en Cataluña hay dinero, dinero repartido y sólido, pero en pequeñas cantidades, eso sí, entre gentes muy solventes. Y a Lázaro, aunque se le atribuía una cierta frivolidad financiera, le encantaban los empresarios pequeños, tenaces, sólidos, como yo. A cambio él nos daba información. Mira, Quimet, me dijo en cierta ocasión, la información se distribuye por círculos y esos círculos se van estrechando entre el más amplio que abarca a los que saben pocas cosas y el círculo más pequeño, que abarca a los cuatro o cinco que lo sabemos todo. Pues bien, Quimet, yo lo sé casi todo. Y a eso iba. Hablar con Lázaro era una delicia y estuvimos en plena cháchara mientras la gente aquí abajo venga sufrir y venga especular, si ganará zutano, si ganará mengano. A mí, de verdad, estas reuniones me aburren, a pesar de que yo he leído mucho, mucho en mi juventud. Yo me he leído la trilogía de Gironella sobre la guerra civil, más de cuatro mil páginas, cuatro mil ¿eh?, que pronto está dicho. Pero a mi mujer le encantan estos actos culturales porque ella sí es muy lectora y va a todas las conferencias y conoce a un montón de intelectuales que de vez en cuando me trae a casa y no es que me sepa mal, pero no tengo demasiada conversación con ellos. En general los intelectuales saben pocas cosas interesantes que afecten a la vida normal.

Casi no había respirado mientras hablaba a pesar de su edad, entre los sesenta y cinco y los setenta años, y tras tomar aire se predisponía a continuar cuando Carvalho intervino desde su penumbra.

– ¿Qué información especial iba usted a buscar?

– Especial, especial, nada. Hablar por hablar.

Carvalho ganó la zona de la luz y puso cara de pocos amigos.

– ¿Qué era tan urgente? ¿Qué era imprescindible que hablaran usted y Conesal esta noche?

– Urgente, urgente, es mucho decir. Lo cierto es que yo a veces he servido de puente entre el empresariado catalán y Conesal u otros hombres del dinero serio de la capital y todo el mundo sabe que la situación política del país es delicada. Sin ir más lejos, la suerte del gobierno socialista depende de los votos de los diputados catalanes de Convergencia i Unió y esos votos son muy sensibles a lo que pensamos los empresarios catalanes de la situación política y de la política de alianzas.

– Es decir, que usted esta noche hizo de correo político.

– Yo soy apolítico ¿eh?, pero en cierto sentido sí. Habíamos hablado esta tarde, por teléfono, a última hora. Pero hoy no puedes confiar en los teléfonos, están pinchados o intervenidos vete a saber por qué grupo de espías públicos o privados.

– ¿Estaba muy afectado Lázaro Conesal por su conversación con el gobernador del Banco de España?

Tanto Puig como Ramiro contemplaron a Carvalho con respeto.

– Veo que están bien informados. Sí. Fue una entrevista tormentosa, así me lo dijo más o menos en clave cuando le llamé desde el hotel, a punto de salir para este premio y quedamos en hablar de tú a tú, en un aparte. Como así hice.

– Lázaro Conesal estaba con la espada contra la pared.

– Peor.

El señor Puig se había vuelto conciso, sus ojos se habían achicado, su sonrisa ya era escasa y su esqueleto se había revertebrado.

– Y usted le dijo que los empresarios catalanes habían decidido retirar su apoyo al Gobierno, le dio la fecha concreta y él se lo agradeció mucho porque esa información le permitía jugar sus bazas.

– Tal vez sí. A partir de este momento no seré tan generoso con lo que diga. Aunque hayan grabado mediante circuito televisivo mi entrevista con Conesal, recuerdo muy bien lo que dije y lo que no dije, porque me temía una encerrona típica de Lázaro. Lo grababa todo. Puedo comprometer a otra gente y al Honorable señor presidente del Gobierno de la Generalitat de Cataluña.

– Comprendo su discreción.

– Mi maestro, Estrada Saladich, solía decir: El hombre es esclavo de sus palabras y amo de sus silencios. ¿Me necesitan para algo más?

Carvalho pasó a Ramiro el expediente de la respuesta y éste volvió a encarecer el ritual de costumbre que Puig escuchaba con su sonrisa totalmente recuperada.

– Han sido ustedes muy gentiles. Tengan. Tengan.

Repartió sendas tarjetas de visita a los cuatro restantes pobladores de la habitación y se retiró tras una suave inclinación de chambelán de una corte improbable. Le siguió enérgicamente Ramiro y parlamentó con los guardianes exteriores y con el propio Álvaro. La señora Puig esperaba su turno, pero Ramiro parecía pedir un salto en el programa. Volvió con su verdad secreta y no la comunicó a Carvalho. ¿A quién habría elegido Ramiro como continuador de la lista? Si de él dependiera hubiera reclamado dos nombres, quizá tres, Hormazábal, Sagazarraz, Álvaro Conesal. No le defraudó el policía público. No estaba tan mal la policía pública. El «calvo de oro», el «asesino de la Telefónica», Hormazábal, calculador pero relajado a aquellas horas ya de la madrugada. Las dos exactamente. Sí, era socio de Conesal en algunos negocios, pero también tenía sus propias expectativas financieras y estaba en curso una separación de intereses motivada por dificultades previsibles en la situación estratégica de Conesal.

– ¿Me lo puede usted traducir al castellano?

– Creo hablar en castellano, aunque quizá no en castellano policial.

– Eso será.

– En cambio suele entenderme el jefe superior de policía, con el que comparto campo de golf y conversación.

– Los jefes, sobre todo los jefes políticos, suelen ser más listos que los subordinados y juegan mucho mejor al golf.

Admirable, pensó Carvalho y le envió un aplauso mental a Ramiro.

– Bien. Lázaro tenía un grave problema de relación con el Banco de España. Era un estratega formidable, pero tal vez para tiempos más estables. En plena liquidación de la filosofía triunfalista de un Gobierno amedrentado por los escándalos de corrupción, el Banco de España no podía tolerarle un agujero de más de quinientos mil millones de pesetas en la entidad bancaria que regentaba.

– Usted es corresponsable de ese agujero.

– Ya no. Esta mañana, mientras jugábamos a squash, le he comunicado que me he ido desprendiendo de los lazos que me unían con su entidad financiera.

– Usted veía venir la catástrofe.

– Digamos que tenía menos motivos para autoengañarme que Lázaro. En cualquier caso él disponía de una capacidad de reacción personal, es un hombre riquísimo, pero habría de pasar por malos ratos porque el Gobierno no estaba dispuesto a hacer la vista gorda una vez más. No puede hacerlo.

– En la entrevista que tuvieron, Lázaro Conesal le reprochó el que le hubiera abandonado.

– Más o menos.

– Pero eso ya le constaba. ¿Qué más le reprochó después del encuentro con el gobernador del Banco de España?

– Estaba convencido de que parte de la información en poder del gobernador se debía a mis filtraciones. Craso error. El Gobierno tiene su propio sistema de escuchas y Lázaro debía saberlo porque él dispone de topos dentro de los servicios secretos oficiales. Incluso es posible que usted esté rodeado de topos dentro del cuerpo superior de policía.

Ramiro estudiaba a Hormazábal. El policía había aprendido a sostenerle la mirada, a fingirse tan entero como aquel ricacho de mierda y alcanzó un tono de voz tranquilo cuando preguntó:

– ¿Qué tipo de amenaza le formuló Lázaro Conesal? ¿Qué sabía de usted?

– Nada que yo no tuviera bajo control.

El «calvo de oro» había salido del círculo del acoso y ponía un pie ante los del paseante Ramiro, obligándole a dar un paso atrás y ponerse a la defensiva.

– Usted comprenderá que cuando yo muevo un alfil pongo a cubierto al rey y a la reina.

– Pero él le amenazó.

– Digamos que me advirtió.

– ¿Cómo acabó el encuentro?

– Civilizadamente. Me dio un plazo de una semana para liquidar todos nuestros vínculos. Yo le comuniqué que ya todo estaba en curso y apenas necesitaba tres días.

– No envidio sus vidas, no señor. Han de estar agotados, constantemente entre la excitación y la depresión. ¿Toma usted algún reconstituyente? ¿Alguna medicación?

– Una aspirina infantil todos los días y deporte. La aspirina infantil es un vasodilatador formidable. Eso es todo.

– ¿Era Conesal tan austero como usted?

– No. Conesal no era austero en nada. Era un ansioso. Tuvo una etapa de cocainómano, aunque últimamente lo había dejado.

– ¿Tomaba algún sustitutivo?

– Lo desconozco. No éramos íntimos.

Esperó Ramiro a que el «calvo de oro» se fuera para buscar compañía y consejo junto a Carvalho.

– Es imposible. Es imposible que un hombre tan astuto, receloso, informado como el Lázaro Conesal que nos describen no estuviera al tanto de las maniobras de su principal socio. No entiendo demasiado de estas marañas, Carvalho, pero ¿cómo es posible que en tres días se deshaga toda una trama de negocios comunes?

Carvalho asintió corresponsable de aquel razonamiento, pero ya entraba la señora Puig que no se correspondía a lo que Ramiro había imaginado tras la metáfora «la mujer del fabricante de retretes». La madurez de la señora Puig se deshacía en anuncio de vejez a pesar del evidente esfuerzo por conservarse bien y por vestirse como una vamp de película de Hollywood revival de los años cincuenta, la última década que produjo modelos de vamp.

– He de agradecerles el poder vivir una experiencia tan interesante. Esto es un interrogatorio, ¿no? A mi hijo Josep Maria le hicieron uno a comienzos de los años setenta, cuando estaba en la universidad y militaba con los marxistas leninistas. Fue terrible, pero muy emocionante. No habla mucho de aquella experiencia pero más de una vez me ha confesado que le sirvió de mucho. «A la verdad por el error», es su lema y ahora es el brazo derecho de su padre en los negocios y además un hombre interesado por. todo, que quizá algún día pueda meterse en política, presidir la patronal. ¡Qué sé yo! Me encanta la gente joven y eso que mi hijo ya está por encima de los cuarenta, aunque me ven a mí y, ¿verdad que no se lo creen? Sean amables, por favor.

– Desde luego, señora.

– Asombroso, señora.

– Desde luego.

Se sumaron los dos subalternos a la iniciativa de Ramiro y sólo Carvalho permaneció en silencio aunque adoptó una expresión amable por si la dama le miraba. Le miró.

– Usted esta noche se vio con Lázaro Conesal.

– ¡Dios mío! ¡Me han descubierto!

Rió cantarinamente y miró maliciosamente a todos los presentes.

– Adivina, adivinanza, ¿qué buscaba la señora Puig en la suite privada del señor Conesal? Caballeros, porque ustedes son unos caballeros, ¿y mi reputación?

Ramiro no contestó, pero mantuvo la seriedad en su rostro como un referente para que la señora Puig lo tomara en cuenta.

– Bien, comprendo que a estas horas de la noche no estén para bromas. Fui a ver a Lázaro para pedirle una recomendación, así de sencillo. Yo creo que sería de justicia que ganara el premio un eminente escritor catalán, Sagalés, un joven escritor genial, minoritario, que tal vez sólo podemos leer muy pocos, pero muy selectos lectores. Miren, y está mal que lo diga yo que pertenezco a una familia de industriales y comerciantes desde el siglo pasado, pero en Literatura y Arte lo bueno es lo minoritario. Hace muchos años, cuando García Márquez publicó Cien años de soledad lo leí y me maravilló. ¡Qué prodigio! Pero unos meses después me enteré de que había vendido trescientos mil ejemplares. Tate. Si le leen trescientas mil personas ya no puede ser tan bueno. Y eso que conozco a Gabo y le he guisado más de una vez un anos amb fesols i naps, un plato valenciano que le encanta.

– ¿Qué le contestó Conesal?

– Debía de estar de mal humor o de demasiado buen humor, porque a veces los extremos se tocan. Me dijo, ¿Sagalés? ¡Ah, ese chico cuyos protagonistas tardan veinte páginas en subir una escalera! Me pareció una poca soltada, qué quieren que les diga.

– ¿Una poca soltada? ¿Qué quiere decir eso?

– Una chorrada -tradujo Carvalho desde su penumbra.

– ¿Es usted catalán?

– Vivo y trabajo en Cataluña.

– Entonces es usted catalán y se lo digo yo que me llamo Borrell de primer apellido y Riudetons de segundo y mi marido Puig Llagostera y todo así hasta el siglo yo qué sé.

– ¿No le dijo nada más Conesal?

– La verdad es que lo encontré algo desatento, él que siempre era un amor de persona, con prisas para no sé qué y sorprendentemente desastrado. Otra poca soltada. ¿Cómo se puede fallar un premio con el aspecto aquel tan horrible que tenía?

Y ya desde la puerta quiso contestar su propia pregunta, pero no se le ocurrió nada y se llevó la pregunta sin respuesta. A Carvalho empezaban a sonarle demasiados ruidos a lo largo del interrogatorio.

– Me gustaría debatir su interés por saber si estaba o no en pijama Lázaro Conesal. Comprendo que hay un antes y un después del pijama, aunque también se puede suponer un numerito de Conesal. Algunos le solicitaron audiencia, pero otros fueron requeridos por él. Bastaría fijar un horario y hasta ahora no lo hemos hecho.

– Hasta que no lo fije el forense no es posible utilizar ese antes y después del pijama. Algo llevaba en la cabeza Conesal con respecto al premio.

– Un premio del que no consta ningún original y en el que sí nos consta que financió una no presentación.

– Respete mi método, Carvalho. Yo voy interrogando y me suministran las piezas de un puzzle. Algunas piezas sobran y poco a poco voy haciendo la selección. Hoy quiero coger a los testigos en fresco. Mañana, Dios dirá.

Respetó Carvalho que fuera convocado Andrés Manzaneque, pálida flor anocturnada, marchita la rosa fulard en su garganta y ojeras moradas por el martirio de una ansiedad evidente en sus manos sudorosas y en perpetuo vuelo. En efecto. Se había presentado al premio respetando una cláusula privada que le exigió la escritora Marga Segurola: garantizar ante notario que sólo existía una prueba impresa de la obra y un disquete que se entregaba al mismo tiempo.

– Pero yo aún escribo con una Olivetti manual. Hay una relación rítmica entre el pensar y el escribir que puede traicionar el instrumento mecánico. Un procesador de textos es demasiado rápido y luego el ejercicio de corregir deviene perverso, distanciado, como si estuvieras esculpiendo una obra ajena.

– Usted se encontró con Lázaro Conesal en su suite. ¿Acaso le reclamó él?

– No. No pude resistir la impaciencia. Pasaban las horas. No se sabía nada. Salí para cazar alguna noticia y una florista me dijo que el estado mayor del premio estaba en la planta veintiséis. Allí me fui y casi por casualidad di con la suite donde permanecía Conesal.

Se le estranguló la voz y se llevó una mano primero al pecho y luego a los ojos.

– Perdonen que me emocione pero fue un encuentro tan humano…

La palabra humano provocó un cierto desmayo muscular en Ramiro, pero se rehizo inmediatamente.

– El señor Conesal estaba muy triste. Se estaba tomando una bebida que no pude identificar, pero no era la primera. Me dijo que era la noche más triste de su vida y utilizó una metáfora que me llegó al corazón: Manzaneque, puedo escribir los versos más tristes esta noche. ¿Comprenden? Es difícil que ustedes conozcan la procedencia de esta cita.

– Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda -sentenció Ramiro y no pudo evitar buscar con los ojos la aquiescencia de Carvalho. La tuvo.

– Fue uno de los primeros libros que quemé en mi chimenea.

Carvalho consiguió concentrar la atención de todos.

– Es mi vicio. Quemo libros.

– ¿Cómo es posible? ¿Cómo se puede quemar un libro?

– Primero lo destrozo y luego lo quemo.

Era algo más que desprecio lo que expresaba la mueca de Manzaneque y los demás trataban de resituarse en el mundo y en la habitación.

– Dejemos de lado las aficiones del detective Carvalho y cuéntenos los términos de su participación en el premio y de su conversación con el señor Conesal.

– Fui invitado a presentarme al premio. Yo ya tenía casi acabada una novela sobre el desencanto de la generación X vivido por un joven poeta de mi edad que decide dejar un lugar seguro en la vida cultural de su ciudad natal e irse a Madrid. Allí cae en la cultura del bacalao y las tribus urbanas, pero no lo vive desde ese desasimiento y contraliteratura de un Loriga o un Mañas o un Grasa. Yo respeto la tradición literaria, la herencia lingüística y aunque mi novela es de corte realista descarnado, reivindico el patrimonio de la lengua también para la generación X.

– Usted entregó esa novela.

– La remití por un mensajero a las señas indicadas y esperé acontecimientos. Hace un par de días supe que se me citaba a este acto e induje que yo era finalista, pero a lo largo de la noche la frialdad de la gente, el hecho de que no circulara ni un rumor me angustió primero, me deprimió después y finalmente provoqué el encuentro con Conesal. Miren. Ya no me importa ganar el premio o no. Todo lo vale ese maravilloso acto de sinceración que me ha salvado del suicidio, porque esta noche yo he estado a punto de tirarme desde el piso más alto de este edificio. Se lo he comunicado a Conesal y me ha dicho una cosa maravillosa, maravillosa. ¿A que te dan el premio Cervantes o el Nobel antes de que cumplas setenta años? ¿No crees que vale la pena cumplirlos? No. No ha sido por el premio, pero ese efecto distanciador de la promesa de futuro, de la esperanza de futuro, del futuro como esperanza, me ha devuelto el ánimo.

– ¿Le dijo algo de su novela el señor Conesal?

– Mi novela se titula Reflexiones de Robinson ante un bacalao y Conesal se ha limitado a decirme que le ha parecido una espléndida tensión dialéctica entre dos momias: la de Robinson, el joven que llega a Madrid, Robinson Borgia para ser más exactos y la del bacalao salado, metáfora de la cultura del bacalao de la generación X, esa que vive entre las ruinas de la inteligencia que jamás tuvo, en Costa Polvoranca. Cabal. ¡Qué percepción! De eso se trataba. Los dos a remojo de noche y de lágrimas, Robinson y el bacalao.

– ¿Le dio esperanzas?

– Me dio el Cervantes -respondió Manzaneque iluminado, altivo, con los ojos llenos de lágrimas de gozo y generosidad. Ramiro no sabía a dónde mirarle y continuó el interrogatorio de lado.

– ¿Le ha sorprendido algo en su diálogo con Conesal?

– Me ha sorprendido el amor.

– Claro. Es lógico. Pero le ha dicho algo el señor Conesal que pudiera traducir un estado de ánimo inusual, temor, angustia, amenaza. ¿Iba en pijama?

– No me di cuenta. Creo que no. Sólo le diré que cuando me he ido le he besado la mano.

– Eso es todo. Puede marcharse.

El amante del whisky penetró con una parsimonia controlada, evaporado el whisky sin dejar otra huella que el enrojecimiento del blanco de los ojos. Explicó en seguida el motivo de su evidente satisfacción.

– Un hijo de puta menos. Si cada día desapareciera un hijo de puta de la envergadura de Lázaro Conesal, este país mejoraría mucho. Los pequeños hijos de puta no cuentan. Los que cuentan son esos que están en condiciones de hundir a los demás, sean quienes fueren.

– ¿Con ese estado de ánimo se prestó a venir a la fiesta?

– He venido a poner esto.

Lo que parecía un vientre impropiamente abultado en aquel cuerpo magro se adelgazó en una décima de segundo, el tiempo que tardó Sagazarraz en sacar una salchicha de tela que fue desplegando sobre el suelo de la habitación. Una pancarta lo ocupó totalmente y podía leerse: Lázaro Conesal es el enemigo público número uno. Las letras parecían dibujadas por un profesional. El naviero las contemplaba satisfecho y asumía que los demás también, a pesar de que Carvalho le demostraba una cierta conmiseración que no tardó en comprobar.

– Muy mal ha de estar el capitalismo español para que vayan ustedes poniéndose pancartas.

– Sabía que esta pancarta le haría mucho daño esta noche. Hoy quería enseñar el rostro de mecenas y yo iba a joderlo vivo.

Ramiro indicó con un gesto que enrollara la pancarta y luego se la entregó a uno de sus auxiliares.

– Ya no va a necesitarla.

– No. Ni ese traidor tampoco. Ha hundido el negocio de los Sagazarraz después de todo lo que hicimos por él, sobre todo mi padre. Cuando le conocí no pasaba de ser un abogadillo que trataba de ser abogado técnico del Estado y estudiaba un master en Düsseldorf. Yo también seguía el mismo curso y me deslumbró, hasta el punto de que se lo recomendé a mi padre y allí empezó la carrera del brillante Lázaro Conesal, tramitando pedidos internacionales de nuestros barcos congeladores. Luego montó una serie de empresas de comercialización basadas en nuestros productos y en nuestro crédito, hasta que se sintió seguro de sí mismo y ya con la red montada se dedicó a la importación de mercancía de la competencia. Utilizó sus chalaneos políticos para importaciones ya de por sí en el límite de la legalidad y que luego la superaban plenamente con la complicidad de gentes de la administración perfectamente untadas.

– ¿Cuándo sucedió eso?

– A fines de los años setenta.

– Han pasado casi veinte años. ¿Pretendía usted un ajuste de cuentas?

– El hombre es el único animal que tropieza dos y tres y trescientas veces en la misma piedra. Hace unos cinco años volvimos a encontrarnos en una regata. Él concurría con su yate y yo iba en el barco de unos amigos conserveros. Tenía una personalidad envolvente cuando quería y me echó los tejos. Luego comprendí que lo había hecho porque conocía la delicada situación de mi empresa, que no podía abordar el proceso de renovación de flota y de concentración que está exigiendo una competencia salvaje en la explotación de la pesca. Me hizo una oferta de ensueño: respaldaba un plan de renovación de utillaje y de absorción de navieras pequeñas con problemas, mediante créditos concedidos por un banco panameño en el que tenía una participación cualitativa. Es decir, el paquete de acciones que condicionaba un determinado bloque de poder frente a otro. Hicimos la operación y hace seis meses, cuando creíamos estar en la salida del túnel, resulta que el banco panameño ha quebrado, no tenemos dinero para hacer frente a los créditos y Conesal no sólo ya no tenía nada que ver con el banco sino que nos consta que nos metió en esta operación para hundirnos, en cambalache con otros navieros para eliminarnos como competencia. Tuvimos unas palabras hace dos semanas y me contestó cínicamente que si yo era tonto en 1978, ¿por qué habría de dejar de serlo en 1995? Me he pasado todo el día tratando de hablar con él, de encontrar una solución. No ha sido posible. Por fin me he decidido a lo de la pancarta. Quería tenderla en el momento en que Lázaro fuera a comunicar el fallo, pero ese momento no llegaba nunca.

– Y entonces usted fue a por Lázaro Conesal.

– ¿Quién le ha dicho a usted eso? Yo no sabía dónde estaba. Además llevaba encima un colocón que me impedía pensar más allá de mi vientre abultado por la pancarta.

– Pero usted salió del comedor, según consta en los detectores pertinentes y trató de ver a Lázaro Conesal.

Fingía la estupefacción o estaba estupefacto.

– Yo sólo quería colgar la pancarta en el piso de arriba, colgando sobre el hall, para que todo el mundo la viera al salir del acto, pero esta mierda de arquitectura moderna no colaboró. No había manera de atar la pancarta a lado alguno y regresé al salón dispuesto a armarme de paciencia. Fue entonces cuando empezó a circular el rumor de que había pasado algo.

– ¿No rebasó usted el primer piso cuando salió para poner la pancarta?

– No recuerdo bien. Creo que vagabundeé algo. Tal vez subí algún piso más, pero luego me centré en el primero porque era desde donde la pancarta era legible. La hemos hecho en familia. Mi mujer. Mis hijos y yo.

– Demasiado bien hecha.

– La chica estudia diseño gráfico. -Estalló en sollozos.

– Ha de superar esta depresión. Usted sabe muy bien que Conesal era un depresivo y tomaba medicación. Prozac creo que se llama el medicamento.

A Sagazarraz la observación de Ramiro le pareció surrealista.

– Yo me automedico con las mejores reservas de whisky del mundo.

Y salió de la estancia sin pedir permiso a los policías. Ramiro pensaba en voz alta:

– Estos tiburones disponen de sicarios para todo. Para espiar a sus enemigos. Para dar una paliza a alguien que se cruza en su camino. Para almacenar dossiers y sin embargo se reúnen en familia para hacer una pancarta, como si jugaran al palé o rezaran el Santo Rosario, pero ¿habráse visto?

– Realmente permanecemos muy lejos de los objetivos de modernidad. Han cambiado los estuches de las cosas, pero las cosas siguen siendo prácticamente las mismas.

Estaban tan de acuerdo Ramiro y Carvalho que parecía el final feliz de una película imposible y que además aún no había terminado. Como si fuera un lanzador mecánico de bolas para un entrenamiento de tenis o de béisbol, Álvaro ya les había metido en la habitación la sacristana, por los muchos latinajos que Carvalho le había detectado. Mona d'Ormesson tenía ganas de acabar cuanto antes, desdeñosa de que una conversación con policías pudiera establecer un vínculo de comunicación.

– Sí. Subí a ver a Lázaro. No tenía otro motivo que interesarme por la disposición de algunos asistentes al acto para suscribir una fundación que llevo entre manos.

– ¿Benéfica?

– No. Cultural. Creo que hay una laguna muy importante en la cultura española y es el conocimiento de la generación de 1936 que ha quedado sepultada bajo el prestigio y la mitología de la del 27. Escritores tan notables como Barea, Vivancos, Rosales, Sender, Max Aub, de los dos bandos de la contienda civil, no tienen su generación y si en España un escritor no entra en una generación no existe. Lázaro era muy receptivo a estas ideas y admiraba mucho a un escritor prácticamente olvidado, Max Aub. Hablamos sobre Max Aub.

– Precisamente esta noche hablaron sobre un tal Max Aub.

– Sí. También sobre mis estudios sobre la materia órfica. Pero preferentemente sobre Max Aub.

La voz de Carvalho pasó a primer plano:

– ¿Recuerda usted algún fragmento concreto de la conversación?

– ¿Acaso es usted un especialista en Max Aub?

– No. Pero soy un especialista en conversaciones.

El enojo se convirtió en dos cejas dibujadas y arqueadas sobre los ojos exactamente redondos de la sacristana.

– Le he recordado que en la sala estaba el duque de Alba, ex jesuíta, Aguirre de nombre cuando vestía de paisano, y como ya teníamos lo del 36 y a Max Aub entre manos, nos hemos solazado rememorando un fragmento de La gallina ciega de Max Aub, ese libro documento sobre su regreso a España, todavía la España de Franco y sus encuentros con la sociedad civil y cultural antifranquista o afranquista. Especialmente una conversación que sostiene con un joven jesuíta progresista, partidario del padre Arrupe, que le dice: No se puede ser sacerdote si no se es hombre.

Sacristana tenía que ser.

– Es más. Ese sacerdote le cita a un cura guerrillero, a Camilo Torres, y hace una descripción de lo que debe ser un sacerdote que a Max Aub, deliciosamente y con esa mala leche que le caracteriza, le parece la descripción de un comisario político. De risa. Y Lázaro se reía con ganas. Mona, me dijo, yo quiero ser el comisario político de la Teología de la Explotación. Lázaro tenía mucho esprit.

– ¿Iba en pijama Lázaro Conesal?

– ¿Cómo iba a ir en pijama si estaba a punto de fallar el premio literario?

– ¿Qué le hace pensar que tuviera el premio decidido?

– Me enseñó unas notas cabalísticas y un círculo que encerraba una palabra.

– ¿Qué palabra?

– Ouroboros.

Era consciente del efecto desestabilizador de su palabra. Estaba radiante ante el desconcierto que presumía y les daba tiempo para que se recuperaran y acudieran en peregrinación reconociendo su ignorancia de funcionarios lerdos, necesitados de que ella les desvaneciese el enigma. Pero Ramiro se sacó del bolsillo de la chaqueta un papel doblado y se lo tendió.

– ¿Era éste?

– Sí, éste era el papel. Aquí puede leer que pone lo que le he dicho: Ouroboros.

– ¿Una charada?

Ramiro había rebuscado una palabra a su juicio importante, tan importante como ouroboros. ¡Charada!

– De eso nada. Una charada es un acertijo consistente en adivinar una palabra descomponiéndola en partes que forman por sí solas otras palabras.

Ouroboros es una palabra preciosa que traduce el mito de la serpiente que se muerde la cola y que encerrada sobre sí misma simboliza un ciclo de la evolución. Da la idea de movimiento, continuidad, autofecundación, perpetuo retorno. O también el encuentro fatal de los contrarios, el Bien y el Mal, para constituir el círculo de la vida. El día y la noche. El yin y el yang. El cielo y la tierra, relacionable con Urano el dios del cielo a partir del cual pudo engendrarse la tierra.

– Ouroboros. ¿Es una palabra gallega?

Chasqueó Mona la lengua contra los dientes y el paladar superior en prueba de desestimación y con voluntad de humillar a Ramiro.

– De gallega nada. Es una palabra de raíces griegas, ouro, que quiere decir, 'cola' en griego, recogida en el Codex Marcianus del siglo segundo después de Cristo y algunos especialistas en simbología la presentan como la variante emblemática de Mercurio o de Hermes, los dioses dúplex, de la doble conducta.

– Ouroboros. Ya tenemos ganador. O quizá Conesal había escrito la palabreja en un momento de euforia. ¿Le notó usted exultante? ¿Se había tomado su dosis diaria de Prozac?

– Él no sé. Yo sí.

Se explayó sarcásticamente Ramiro cuando Mona abandonó el lugar.

– La única serpiente que se muerde la cola es esta tía. Imaginaos casados con una mujer así.

– O que te salga así la suegra.

Rieron los policías tratando de relajarse, pero Carvalho no les aplaudió la gracia, sino que permanecía concentrado, tratando de penetrar en aquel círculo que unía los contrarios, como el Bien y el Mal y los continuaba, los concatenaba. Algo había querido decir Conesal con aquella elección de la palabra y el símbolo Ouroboros y se mantuvo en esta reflexión cuando la silla la ocupó el vendedor de diccionarios que confesó llamarse Julián Sánchez Blesa, ser el mejor vendedor del hemisferio occidental español, no sólo de Editorial Helios, su empresa, y ser natural de una pedanía cercana a Brihuega, por lo que tenía muy buena entrada con don Lázaro.

– ¿Tan buena entrada como para facilitarle esto?

Ramiro le tendía el informe sobre Helios, S. A. y luego lo hojeó ante la reserva del vendedor, mostrándole los índices de ventas y tendencias del mercado del libro, para terminar señalándole la conseja que figuraba en la portada: Informe Confidencial. Al mejor vendedor de libros del hemisferio occidental español le temblaban las manos cuando tomó el informe, lo examinó y lo devolvió con el temblor aún más evidente.

– Yo no le di ningún informe a don Lázaro. Fue un encuentro de paisanos y de hombres de negocios porque he recibido un pedido de quinientas colecciones de libros de la editorial para la que trabajo, a un precio razonable, porque don Lázaro quiere enriquecer las bibliotecas de sus oficinas, tanto de las bancarias como de otros negocios que tiene.

– Había que hablar de eso hoy.

– Se amontonaban las horas. Me aburría. Me ha tocado una mesa de esnobs, sentía claustrofobia y me he dicho, ¿por qué no vas a ver al paisano?

– ¿Por qué le invitó precisamente a usted?

Julián reconoció terreno seguro y se le paralizaron las manos y los codos que le ayudaban a mesarse la cara, el pelo, la nariz, el cogote.

– En mi editorial recibimos diferentes invitaciones, una por sección y la que llega a la de vendedores del hemisferio occidental suelo aprovecharla yo. Siempre. Hoy y cualquier otro día porque me van bien para relacionarme con escritores, editores, otros vendedores. Esta salsa a mí me favorece, me da ideas, me inspira campañas y argumentos de venta. Además, el presidente de mi editorial no contempla con buenos ojos los movimientos de Conesal hacia el mundo cultural, no quería aparecer esta noche ni tampoco que lo hiciera ningún representante de los sectores literarios y administrativos. De hecho yo soy el representante de Editorial Helios a todos los efectos.

Ramiro volvió a poner en las manos de Julián el informe y el temblor volvió a salir de su escondite.

– Abra la carpeta, por favor, y lea lo que pone en la primera página.

El vendedor se sacó las gafas que llevaba en el bolsillo superior de la chaqueta y leyó.

– «Para la estrategia de opa agresiva contra el grupo Helios.» Eso dice.

– Usted trabaja para el grupo Helios.

– Cierto.

– ¿Qué resultado daría un análisis comparativo de estas notas manuscritas y su letra, señor Sánchez?

– Probablemente mi letra se parezca a ésta, aunque la mía es más descuidada. En cualquier caso no tengo por qué aceptar que yo le di ese informe a Lázaro Conesal.

– Usted visita a Lázaro Conesal. Alguien le mata y a continuación descubrimos en el lugar del crimen una carpeta que afecta a su editorial, con una nota manuscrita en una letra que se asemeja a la suya como una gota de agua a otra gota de agua. ¿Le parece absurda esta relación causa y efecto?

Ponía ojos astutos el vendedor y se había encerrado en su concha de galápago curtido en miles de visitas domiciliarias: «Tengo la solución para el problema del atraso escolar de su hijo. ¿Y cómo sabe usted que mi hijo tiene atraso escolar? Lo que importa es que yo tengo la solución, señora, ¿conoce usted la existencia de la Gran Enciclopedia Temática Helios?»

– No estoy aquí para responder a esa pregunta. No sé de qué causas ni de qué efectos me habla. Mucha gente puede demostrar que me unían lazos de paisanaje y podríamos decir que de amistad con Lázaro Conesal. El señor Conesal quería introducirse en el mundo editorial, más allá del dinero que ya había metido en publicaciones y cadenas de radio y televisión. Lo lógico es que se asesore por un experto. Yo soy el mejor vendedor de libros del hemisferio occidental español. Ahí sí hay una relación causa y efecto.

– ¿Estaba Editorial Helios amenazada por una opa agresiva ejercida por el señor Conesal o algo por el estilo?

– No me consta. Opa agresiva imposible porque Ja editorial no cotiza en Bolsa. Pero es conocido que la editorial ha asumido demasiados riesgos de crecimiento y se habla de que está negociando un balón de oxígeno de inversionistas extranjeros. Sería lamentable que un importante grupo editorial español se viera penetrado por capital extranjero. No digo nada que no pueda leerse hoy mismo en el diario de información económica Cinco Días.

– Y si se metía Conesal todo quedaba en casa, ¿es ése su criterio?

– El de Conesal, sin duda, el mío me lo reservo.

Carvalho no quería alterar los avances de recomposición del puzzle tal como la tramaba Ramiro, pero todo le parecía excesivamente rutinario, se dejaba a los interrogados demasiado territorio personal donde poder mover sus recelos a la defensiva. Incluso una persona tan evidentemente segura de sí misma como Marga Segurola dejaba la cara ante ellos y se parapetaba tras una línea de seguridad desde la que contestaba vaguedades. En efecto, había acudido a una llamada de Conesal porque en cierto sentido ella era la responsable del montaje de la noche.

– Lázaro me había pedido consejo sobre la composición de los invitados. Se temía, como así ocurrió, un boicot de los editores y que este boicot arrastrara a los escritores de cada cuadra. No hay demasiados escritores nativos que repartirse. Apenas una docena son realmente comerciales y apenas cinco o seis, noticia. Lázaro lo tenía muy claro: quiero un escritor que sea noticia y que sea comercial, porque el público desea que cien millones de pesetas vayan a parar a un consagrado. Yo no era de la misma opinión.

– Supongo que de todo esto hablaron antes de esta noche. ¿Por qué entonces la solicitud de la entrevista?

– No veía claro ganador.

No parecía decir la verdad pero la percepción de Carvalho no parecía ser la de Ramiro que dio por buena la respuesta.

– ¿Usted veía claro ganador?

– Ustedes sabrán quién ha ganado. Habrán hablado con el jurado.

– Tenemos una ligera idea.

La mujer salió de su línea defensiva. Las dos tetas anchas parecían dos pulmones situados por encima de la pechera de encaje de su vestido azul. Carvalho recordó de pronto un fragmento de la conversación entre Marga y Altamirano captado al comienzo de la noche.

– Usted podría ser la ganadora.

Toda la atención y la ansiedad respiratoria de Marga se revolvió hacia Carvalho.

– ¿Podría serlo? ¿Eso es todo? ¿Acaso Lázaro cambió de opinión?

No le importaba ir demasiado lejos, porque creía que ese viaje la llevaba a ser la ganadora del primer premio Venice y casi todo le estaba permitido.

– ¿No pensaba concedérselo cuando se vieron?

Ramiro había tomado el relevo de Carvalho. Su rostro incoloro, inodoro e insípido empezaba a inquietar a Marga pero ya estaba dando un salto mortal en el aire y no podía volver atrás.

– No. Me llamó para decirme que no me lo daba. Que encontraba la novela inmotivada. Que estaba muy bien escrita, cargada de buena literatura, pero que le parecía ya leída, una buena novela sobre el adiós a la infancia. ¿Cuántas buenas novelas se han escrito sobre el adiós a la infancia? Yo no estaba de acuerdo, pero él tenía la sartén por el mango. Me irritaba un poco el papel de juez supremo desde la seguridad que le daba que la novela fuera mía pero los cien millones suyos.

Carvalho reveló en el laboratorio de su memoria otro fragmento de la conversación entre Marga y el crítico.

– ¿Necesitaba usted vender su obra por cien millones de pesetas? ¿No es una contradicción con respecto a lo que piensa sobre la relación entre dinero y buena literatura?

– Esa relación es comprobable en los demás. No tiene por qué serlo en mi caso. Yo le ofrecía mi carrera. Si ganaba perdería mi papel de Sibila literaria, esa reconfortante sensación de sentirme la Gertrudis Stein de varias generaciones.

¿Llegó a ser violenta la conversación que sostuvieron?

– Conesal no se ponía nunca violento con los intelectuales. No lo necesitaba. Trató de comprarme. Me dijo que si no me daban el premio sabría cómo recompensarme. Y así quedó la cosa. Salí de la suite pensando que el premio no sería mío, pero ahora…

– No se haga ilusiones. Nada indica que usted pueda ganar, ni todo lo contrario.

– ¡El muy hijo de puta ha sido muy capaz de dársela a ese académico insoportable!

– ¿Se refiere usted al premio Nobel?

– Pensó en darle el premio al Nobel realmente existente, pero cuando le hizo la oferta le contestó que él sólo se presentaba a premios literarios dotados con doscientos millones de pesetas. Que ésa era su tarifa para premios de millonarios y medio millón para inaugurar mesas de billar. A Lázaro le hizo mucha gracia pero lo descartó. Consideró la posibilidad de prestigiar el premio y dárselo a otro académico. Conocía bastante bien a Mudarra Daoiz, uno de los académicos que había tocado para hacerse con un sillón de la Real Academia, más adelante. Lázaro tenía una gran ambición en el terreno intelectual institucional y estaba a un paso de que le nombraran miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

Ramiro se sacó del bolsillo un frasco de Prozac que Carvalho no tenía inventariado. Se lo mostró a Marga.

– ¿Gusta?

– ¿Me invita a Prozac, como quien invita a un porro?

– Creo que es un estimulante de moda.

Ramiro sacó una cápsula, la sopesó en la palma de una mano y la lanzó bruscamente al interior de su boca abierta. Carvalho pestañeó pero Marga Segurola no.

– Con que académico de Ciencias Morales y Políticas.

La pregunta que se imponía no la podía contestar Marga Segurola. Ella esperaba la prolongación del interrogatorio, pero Ramiro pidió que pasara el académico Mudarra Daoiz y la mujer tuvo que dejar su puesto. Lívido y de habla lenta el académico informó que estaba al borde de la lipotimia porque muchas habían sido las emociones de la noche y no eran horas de acumularlas.

– Me pueden dar las tantas de la noche en mi laboratorio de palabras y ensueños, pero no en situaciones tan tensas, más allá de la vida, instalados en la muerte evidente de Lázaro Conesal. ¡Tanto infortunio!

Otro que hablaba en verso. Carvalho se sentía empantanado en tantas palabras.

– Hay serios indicios, señor Mudarra, de que usted podía haber ganado el premio esta noche.

– Podía, es cierto. Pero yo no envié mis naves a luchar contra estos elementos. Me he pasado toda mi vida escribiendo sobre la obra de los demás, detalladamente, detallistamente y al mismo tiempo escribía mi novela, la novela, desde la inocencia creadora del primer novelista y desde la sabiduría del último novelista. Era mi primera novela después de haber, desguazado cientos, seleccionadas entre las más perfectas. ¿Quién como yo para conseguir ese ensamblaje entre lo primero y lo último?

– ¿ Ouroboros?

Pero la intuición de Ramiro no se corroboró.

– ¿Qué dice usted?

– Ouroboros. Un símbolo. El de la continuidad.

– Quizá no me he expresado bien. Traté de exponerle al señor Conesal mi punto de vista sobre la conveniencia de que concediera el premio a alguien que representaba el sentido de la inmortalidad, un académico, un académico en el sentido real, de los pies a la cabeza. Pero probablemente el señor Conesal tenía puesta la intención en un ganador que conviniera a sus estrategias múltiples.

– ¿Sospecha que diera el premio a alguien por conveniencia estratégica? ¿Estrategia política? ¿Económica?

– Se lo diré sin ambages. Creo que se lo quería dar a un catalán y no pienso decirle nada más. No puede obligarme a revelar lo que es una intuición, no una sospecha.

– Una intuición basada en algo.

– Claro.

– En algo que le dijo Conesal o que usted vio. ¿Llevaba pijama el señor Conesal?

– En efecto. Una curiosa manera de predisponerse a comunicar el fallo del premio mejor dotado de la literatura universal.

– Tal vez nos ahorraría usted muchas molestias a los demás y a usted mismo si clarifícase lo que vio u oyó durante su encuentro con el señor Conesal.

– Se dice el pecado pero no el pecador. Por lo que vi puedo asegurarle que el señor Conesal estaba siendo la víctima, propicia, por cierto, de algo parecido al tráfico de influencias.

– Señor Daoiz, está usted a media frase de decirnos todo lo que sabe.

Suspiró el académico especialista en diminutivos en la prosa barroca y alejó de sí el aire, la ansiedad, la discreción.

– Una mujer estaba con él y Lázaro iba en pijama. No vi quién era pero vi la silueta de una mujer desnuda en la alcoba, a contraluz probablemente de la luz de la mesilla de noche.

– ¿No vio quién era?

Dijo que no con los ojos, la boca firmemente cerrada, los brazos bruscamente cruzados sobre su pecho y se retiró tan débilmente como había llegado. Ramiro miraba y remiraba la lista de metáforas de Carvalho, como si dudara con la carta a quedarse. Beba Leclerq. Rubia y ojerosa, un poco ensanchada por la madrugada, en un dulce punto de maceración que hizo pestañear a Carvalho e impuso un elevado respeto masculino en la sala. Con la voz algo quebrada, Ramiro le expresó su pesar por la pregunta que se veía obligado a hacer, pero cuando la hizo la voz se había vuelto de acero.

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