– ¿Son ciertas las insinuaciones de las revistas del corazón sobre los lazos sentimentales que la unían con Lázaro Conesal?

Beba cruzó las piernas y los ojos masculinos se volvieron cazadores por si se repetían secuencias cinematográficas o de desplegable de revista carnosa. Pero a Beba Leclerq le habían enseñado a cruzar las piernas desde que alcanzó la pubertad y las encabalgó provocando un sonido de tacto de precisión entre los dos muslos enfundados por las medias.

– Forma parte de mi vida privada y debo proteger mi intimidad. Soy una mujer casada. Tengo dos hijas adolescentes que este año participarán en el Baile de las Debutantes de Sevilla. ¿Usted cree que yo voy a entregarle, por las buenas, mi reputación?

– Usted se entrevistó esta noche con Conesal en su suite privada. ¿Acaso era usted una novelista candidata al premio?

– No. Ni siquiera escribo un diario.

– ¿Qué motivo tan urgente le llevó a verse con Conesal en una circunstancia tan poco adecuada como el fallo de un premio literario?

– Éste.

Entre dos de sus dedos carnosos pero largos, culminados por dos uñas tan perfectas que parecían postizas, Beba tendía un papel de aspecto doblado y redoblado, como si encerrara un mensaje imposible de descifrar. Ramiro lo leyó y sin inmutarse lo dejó a media distancia entre Carvalho y el mecanógrafo, para que lo leyera el detective y tomara nota el policía subalterno: «Tus relaciones con Lázaro Conesal serán probadas ante tu marido. Recuerda. Hotel Tres Reyes. Basilea. Continuará.»

– ¿Es un falso testimonio?

– Ni siquiera es un testimonio. Es una insidia. Una insidia que sólo ha podido salir del grupo que rodea a Lázaro. Es lo que he intentado meterle en la cabeza. Si hubiera sido una cosa de periodistas o lo hubieran publicado o el dueño de la revista nos hubiera vendido el favor de su silencio al precio que puede pagar Lázaro. Si esta insidia fuera fruto de una conspiración política con los servicios secretos por medio, la persona por acosar es Lázaro. Esta nota es una agresión personal a mí. Si se divulga soy yo la víctima. A Lázaro le aplaudirán y le pondrán una muesca más en su pistola de financiero que lo conquista todo, incluso a la mujer de Pomares amp; Ferguson, destacado miembro numerario del Opus Dei y posible candidato a la alcaldía de Jerez por el Partido Popular.

Carvalho asomó la voz:

– Ha dicho usted que había intentado meter en la cabeza del difunto señor Conesal la verdadera finalidad de esta nota. Que lo había intentado, ¿sin conseguirlo?

– La verdad es que no me hizo mucho caso.

– Por ejemplo, esta mañana él no quiso recibirla.

Beba no se dejó impresionar por el inesperado conocimiento de Carvalho y se replanteó el cruce de piernas con la misma precisión anterior.

– Ni ayer tampoco. Ni antes de ayer. Ni… Por eso he querido pillarle hoy.

– ¿Cómo se desarrolló la entrevista?

– Difícil porque yo me puse histérica ante su cerrazón. No le importaba el asunto. Estaba muy preocupado por otras cosas y dijo algo que me impresionó: Están a punto de meterme en la cárcel, tratan de hundir todo lo que he levantado y tú me vienes con un problema de cuernos de película española de los años cincuenta que está moviendo la resentida de mi mujer. ¿No te das cuenta de que el anónimo te lo ha enviado ella?

Reapareció Ramiro:

– ¿Qué le contestó usted?

– Que aunque fuera cosa de su mujer se trataba de una película española de los años noventa, de fin de milenio casi y que él y yo éramos los protagonistas. El odio de su mujer era temible. Tal vez compensaba lo mucho que le había querido y lo mucho que le había dado a Lázaro, desde que él empezó especulando con la poca o mucha fortuna de la familia de su mujer y con los Sagazarraz. Tanto a la familia de Milagros, los Jiménez Fresno, como a los Sagazarraz los ha dejado para el arrastre.

– Usted y su marido frecuentaban al matrimonio Conesal, es cosa sabida a causa de la prensa del corazón. Por lo tanto ustedes se conocían bien.

– Dentro de lo que cabe. Se trata de un conocimiento convencional basado en un vocabulario de doscientas o trescientas palabras.

– Puede saberse si usted y Conesal estuvieron alguna vez al mismo tiempo en el hotel Los Tres Reyes de Basilea. Ha pasado algo, señora. Han matado a un hombre y lo han hecho basándose en un conocimiento de sus costumbres, de lo que bebía, de lo que comía, de lo que tomaba para hacer frente a la presión que soportaba. ¿También usted toma Prozac?

– Mi marido, sí. Yo no soy depresiva.

– ¿Tomaba Lázaro Conesal Prozac?

– Yo qué sé.

– ¿Llevaba puesto el pijama Lázaro Conesal cuando se vieron esta noche?

El desconcierto había caído sobre Beba de repente, como si se le hubiera roto una línea interior de resistencia. Ramiro señaló una esquina del techo donde Beba pudo apreciar una minicámara de TV que podía estar captando lo que hablaban. Confusa e indignada aún recibió otra agresión moral de Ramiro:

– Todo el hotel está lleno de cámaras de televisión.

Beba suspiró rabiosa pero resignada.

– Bien. Sí. Llevaba pijama, pero puedo asegurarle que no se lo quitó, si es eso lo que le interesa.

– Tal vez no se lo quitó ante su presencia, pero hay evidencias de que tuvo relaciones sexuales poco antes de morir. ¿Sospechó usted la estancia de otra mujer durante su discusión en la habitación?

– Ni vi a esa mujer ni sospeché que pudiera estar allí mujer alguna.

Sito Pomares Ferguson caminaba como un torero irlandés rubicundo y con unos quilos de más. En cambio se sentó como un fardo, se llevó las manos a la cara y se echó a llorar. Respetó Ramiro sus sollozos e incluso el silencio que siguió, sin que el bodeguero retirara entonces las manos de la cara. Decía algo para sí, como una salmodia obsesiva y finalmente se sacó las manos de la cara y todos pudieron oír:

– Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Contempló a los cuatro pobladores de su calvario con una mirada comprensiva. Cristiana, pensó Carvalho.

– No pretendo que me comprendan. La incomprensión es providencial para que nuestro sacrificio sea más profundo. Oculto.

Ramiro no estuvo a la altura de la grandeza de Pomares Ferguson.

– Comprendo, y siento utilizar esta palabra, que usted quiera reservarse parte de su sacrificio para enriquecer su alma. Pero necesito que no lo oculte del todo. ¿Qué sacrificio ofreció a Lázaro Conesal esta noche?

– Fui a sacarle el diablo de dentro, pero no se rían, no se trata de exorcismos, sino de oponerle el testimonio de mi tranquilidad de espíritu. Me habían llegado rumores de unas supuestas relaciones de mi mujer con él y quise decirle tres cosas bien dichas. Que me daba pena que un hijo de Dios se pervirtiera, pero mucho más que lo hiciera desde la tibieza y la irresponsabilidad mundana. Te ofrezco, Lázaro, le dije, mi dignidad de marido a cambio de que reconsideres tu actitud, salves tu alma y nosotros nuestro matrimonio.

– ¿Qué le contestó Conesal?

– Se echó a reír.

– ¿Y cómo reaccionó usted?

De nuevo se compungía Pomares aunque Ferguson trataba de recomponerlo, pero no pudo y estalló en sollozos mientras proclamaba entrecortadamente:

– ¡Me cagué en todos sus muertos!

Evidentemente, juzgó Carvalho, aquel hombre proyecta el desequilibrio de su apellido compuesto a la inestable relación entre la forma y el fondo de su espiritualidad.

– Mis propósitos de apostolado interesado se vinieron abajo. No sé vencerme. El Fundador me habría contestado: ¿Acaso pusiste los medios? Estaba en juego mi honor, es cierto, pero ¿y el honor de Dios?

Cabeceó Ramiro demostrando una total convergencia con la pregunta que se hacía el bodeguero.

– En cualquier caso usted es un hombre que ha dado una prueba de entereza admirable. No sé qué hubiera hecho yo en su lugar. Lo confieso. Usted es una persona, por lo que sé, depresiva, que tiene que recurrir a los antidepresivos, como Conesal. Esto les unía.

– Sí. Lo habíamos comentado en alguna ocasión.

– Es decir, habían tenido un alto nivel de confianza.

– Así es. Hasta que descubrí lo que descubrí.

– La supuesta infidelidad…

– No. Nada de eso. Lo que incitó a cortar mis relaciones con Conesal fue su intento de penetración en mi empresa mediante la compra de las acciones de mi hermana Tota. Llegué a tiempo de impedirlo y me disgustó mucho que lo hubiera intentado sin comunicármelo, como si se hubiera aprovechado de nuestra relación para enterarse de dónde teníamos el talón de Aquiles. Mi hermana es una desgraciada que entra y sale de procesos de desprogramación de sectarismo religioso. Ni eso respetó Lázaro Conesal.

– No podemos pedir a todas las personas la misma estatura moral.

Ya se iba, recuperado el andar de lidia, cuando se volvió quiso dejar alguna luz en el ambiente.

– ¿Otra caída?… ¡Qué caída! ¿Desesperarte? No: humillarte y acudir, por María, a tu Madre, el Amor Misericordioso de Jesús. Un miserere y ¡arriba ese corazón!

Costó desvanecer los vapores ligeros del miserere pero Álvaro Conesal había solicitado entrar para comunicarles que uno de los retenidos, el editor Fernández Tutor, había tenido un ataque de nervios y podía repetirse de no darle prioridad en el interrogatorio.

– Prepárense para el espectáculo.

Fernández Tutor había perdido el sitio de la corbata, de la raya del peinado, incluso había perdido la mirada y la medida de la voz, aunque trataba de contenerse y dominar la situación por el procedimiento de no tirarse al suelo que era lo que le pedía el cuerpo.

– ¿Hasta cuándo, señores? ¿Hasta cuándo? ¡Tengo claustrofobia! No soporto ni un minuto más esta situación.

– Lamentamos mucho lo ocurrido, señor Fernández.

– Si me llama Fernández no sabré que soy yo. Me he llamado toda la vida Fernández Tutor.

– Disculpe, señor Fernández Tutor y tratemos de ser lo más breves posible. Váyase. Pero no al salón. Váyase a su casa. A usted no le necesitamos para una puñetera mierda.

Fernández Tutor estaba desconcertado y fue sustituyendo el ataque de nervios por el de indignación.

– Así que me paso aquí las horas más mortíferas de mi vida y todo para nada. ¡Ah, no! ¡Eso sería demasiado fácil!

No era amable el tono de voz de Ramiro. -¿Prefiere entonces declarar? -Claro. Inmediatamente. Breve pero inmediatamente,

– Bien. ¿A causa de qué se entrevistaron usted y Conesal esta noche?

– Soy editor de libros singulares, raros, mimados en todo el proceso de elaboración y estaba preparando colecciones selectas para el señor Conesal, que tenía un gusto exquisito y quería obsequiar a clientes o enriquecer el acervo de las bibliotecas de sus centros financieros y comerciales. Todo estaba un poco en el aire. Circulaban rumores sobre dificultades económicas terribles y me angustié.

– Después de la entrevista, ¿continuó angustiado?

– El señor Conesal me dijo: «Fernando, ponte a bien con los que van a ganar las próximas elecciones generales porque necesitarás subvenciones. Yo continúo en mi empeño, pero he de empezar a tomar posiciones. Descuida, lo nuestro sería lo último que dejaría caer.» Eso me dijo.

– Es decir, sí pero no, no pero sí.

– Exactamente.

– ¿Que representaría para usted una pérdida de este proyecto?

– La ruina.

Tenía la gestualidad en desbandada pero había reunido la suficiente entereza para confesar la raíz de su angustia y algo parecido a una nube de agua asomó a sus ojos mientras la nuez de Adán subía y bajaba como un émbolo. Ramiro le invitó a marcharse con una excesiva amabilidad y así hizo el editor mediante unos pasos de punta a talón que trataban de transmitir la imagen de un aplomo excesivo para la situación. Suspiró Ramiro.

– No soporto los hombres descompuestos. -Comprobó de reojo el efecto de sus palabras. Añadió-: Tampoco soporto a las mujeres descompuestas.

A salvo de cualquier acusación de sexismo trató a relajarse mediante movimientos gimnásticos de anciano chino. Los dos policías se miraron socarrones pero nada exteriorizaron. Carvalho era implacable contra la gimnasia pero tolerante con los gimnastas.

– Hace un calor insufrible, pero no creo que sea por culpa de la calefacción. Las palabras calientan el aire.

Se llevó las manos a la boca a manera de amplificador y gritó:

– ¡Marchando otro buitre! ¡Regueiro Souza!

Pero cuando Regueiro Souza se instaló en la silla el ambiente recuperó parte del hielo perdido desde la marcha de Hormazábal. El recién llegado les obsequiaba con la frialdad del que se dejaba interrogar por subalternos para ayudarles a cumplir con los deberes de subalternidad.

– Digamos que fui a ver a Lázaro porque apenas me había querido recibir durante el día, en una fase de despegue personal y de negocios que yo no tenía por qué tolerar. Además me interesaba por la suerte de una novela presentada, de un amigo mío, de hecho es una novela que yo le he inspirado, porque me gusta fabular a partir de las vidas que vivo y que viven los demás, incluso las que los demás viven en mí. ¿Quieren que les cuente el argumento?

Ramiro no expresó ningún entusiasmo pero se solidarizó con la tajante afirmación de Carvalho.

– Sí.

– Pues adelante.

– Es una novela sobre el mundo de los negocios. Entre banqueros y negociantes de rapiña, según el título que nos dedicó el señor Ekaizer. Una de esas aves de rapiña quiere desprenderse de su socio porque ya no le interesa en la etapa de crecimiento que vive en este momento. El rapiñero suele utilizar los dossiers sobre la vida privada de sus enemigos para chantajearles y dejarlos vampirizados en las cunetas de las autopistas de la modernidad. Consigue un dossier en el que se demuestra que su socio vive una doble vida sexual, esposo amantísimo y sin escándalos durante el día y homosexual de noche o durante los viajes al extranjero. Cuando más dura es la extorsión, el carroñero descubre que su propio hijo es uno de los amores del bisexual hombre de negocios y tiene que actuar en consecuencia. El chantaje se vuelve contra él y se suicida. Mi argumento entusiasmó a mi amigo novelista, escribió la novela, la presentó y yo quería saber si tenía alguna posibilidad de ganar.

Carvalho se trasladó a la zona de luz y Ramiro le dejó tiempo y espacio.

– El arte imita a la realidad.

Regueiro Souza asintió.

– ¿Sus relaciones amorosas se parecen a las de la novela que usted ha inspirado?

– ¿Se refiere usted a mis relaciones amorosas?

– Sí. A las reales. No a las noveladas.

– No sé si se da cuenta de lo que acaba de decir.

– Me doy cuenta.

– Si pone usted nombres posibles a los personajes de nuestra novela, ¿se da cuenta del resultado?

– Me doy cuenta.

– ¿Pretende usted ir tan lejos como su ayudante?

Ramiro estaba en plena operación de poner nombres reales a los personajes de la novela imaginada, pero Regueiro le frustró poniéndose en pie.

– A partir de este momento considero que debo negarme a declarar nada, a no ser que se explicite mi condición de retenido y yo pueda reclamar la presencia de mi abogado.

Le dejó ir Ramiro con un ademán pero la voz de Carvalho le detuvo:

– Sólo quisiéramos que facilitara mínimamente la investigación con un dato.

– Soy todo oídos.

– ¿Podría indicarnos el nombre del novelista concursante al que usted encargó la novela?

Regueiro sonreía de oreja a oreja cuando dejó el nombre en el aire.

– Ariel Remesal.

– Es de suponer que la novela la conozcan usted, Ariel Remesal y don Álvaro. ¿Alguien más?

Regueiro seguía dándoles la espalda y avanzaba parsimoniosamente para ganar la puerta.

– Se la di a leer a Milagros, la señora Conesal.

Ramiro le persiguió aceleradamente, le puso una mano en el hombro y le obligó a darle la cara con brusquedad.

– Prefiero que las personas me hablen con la cara no con el culo. ¿Por qué se la dio a leer a la señora Conesal?

– Quería que interesara en su lectura a su marido.

El rostro no sólo estaba maquillado, sino que era de una materia impenetrable. El policía le soltó el hombro y compuso un gesto de asco que tampoco inmutó al financiero. Fue sustituido por Ariel Remesal quien no se sorprendió cuando Ramiro le preguntó por su novela. Parecía alertado por Regueiro Souza y reveló que se presentaba con el seudónimo Ayax y el título Telémaco, aunque trató de minimizar el papel de Regueiro en el tratamiento de su novela.

– Es y no es un encargo. El argumento muy embrionario, apenas quince líneas, lo redactó él, pero mi trabajo ha consistido en convertir quince líneas de resumen argumental en una arquitectura narrativa de casi cuatrocientas páginas. Y no se trata esta vez de una escritura morosa, basada en la liberación de la masa verbal, para utilizar una paráfrasis de la liberación de la masa pictórica tal como proponía Kandinski. No. Es una escritura proteínica, proteína pura porque implica dar información sobre el poder del dinero que ha ocupado muy poco espacio en la literatura española. Somos tan primitivos que nos ha interesado literariamente el poder religioso o el político o el militar, pero el dinero, ¿qué lugar ocupa en la literatura española?

Carvalho tenía respuesta:

– Hay una excelente zarzuela dedicada al dinero.

– ¿Puede saberse cuál?

– Los gavilanes. La historia de un indiano que vuelve a su pueblo y trata de conquistar el amor de una zagala gracias a su dinero. El indiano es el barítono. Afortunadamente el tenor es un idealista y desprecia su oro y se lleva a la chica al grito de guerra de: Soy joven y enamorado / nadie hay más rico que yo / no se compra con dinero / la juventud y el amor.

No soportaba bien la ingerencia Ariel Remesal y pidió con la mirada mudas explicaciones sobre la intervención del que consideraba un subordinado del inspector. Como Ramiro no le contestara e incluso parecía cavilar sobre el sentido profundo de la romanza del tenor de Los gavilanes, el escritor se enfrentó a Carvalho.

– Las zarzuelas son estúpidas. El reflejo sentimental y canoro de una España agraria. En esos versos que usted ha recitado hay más mentiras que palabras.

– No se lo discuto.

– Yo he escrito una novela sobre la encarnación del poder financiero, encarnación, es decir, lo he plasmado en criaturas de carne y hueso, con todas sus contradicciones.

– ¿Ouroboros?

La intervención de Ramiro tampoco fue del agrado del escritor. No le gustaba que le interrumpieran.

– ¿Qué dice usted?

– Es el símbolo de la continuidad, del pez que se muerde la cola o la serpiente que se muerde la cola.

– Si usted lo dice…

– Bien. Agradecemos todos, a estas horas de la madrugada, las disgresiones relajantes como esa zarzuela, pero estamos saturados de tiempo y ya quedan pocas personas en nuestra lista. ¿Sabe usted a qué lista me refiero?

– Tratándose de un diálogo con la policía no puede ser otra que la lista de sospechosos.

– No. Nada de eso. La lista de las personas que tuvieron contacto personal esta noche con Lázaro Conesal. No se trata de inculpar a nadie, sino de ir creando un banco de información que pueda darnos una componente aproximada sobre lo ocurrido. Por ejemplo, ¿usted fue quien tuvo la iniciativa de ver a Conesal o fue al revés?

– Fui yo, por consejo del señor Regueiro Souza. Acababa de hablar con Lázaro y me dijo: Sube a verle que la cosa camina por el filo. No me dijo de qué filo, pero supuse que era el de la navaja. Normalmente estas frases hechas siempre son las mismas. Si me hubiera dicho: la cosa camina por el borde, lo hubiera interpretado como el borde del precipicio. Lógicamente.

– Lógicamente.

– Así es que me fui arriba. Allí estaba Conesal bebiendo y leyendo. Solo. Ni rastro de jurado. Ni rastro de premio. Además iba muy desastrado. Desconcertante. Le pregunté: ¿Oye? Pero ¿es que vais a dejar desierto el premio? Sonrió desde una cierta astucia y me contestó: Nada de eso. Pero ni siquiera lo que leía era un original, más bien parecía un informe de algo. Yo esperaba que abordara el tema de mi novela pero estuvo hablando de esto y aquello y me fui desmoralizando. Finalmente era yo el que tenía ganas de marcharme y él no se opuso, pero antes de salir me preguntó algo enigmático. Ariel, me dijo, la historia que cuentas en tu novela, ¿sabes a qué personajes reales encubre? Francamente yo no lo sabía. En ese sentido era responsabilidad de Regueiro Souza por ejemplo que la presión moral girara en torno a un chantaje por homosexualidad. Entonces empecé a atar cabos.

– ¿Ya los ha acabado de atar?

Si a Ariel Remesal le había caído mal la primera intervención zarzuelera de Carvalho ahora le caía mal todo el personaje.

– ¿Y si fuera así?

Carvalho pidió permiso a Ramiro para intervenir. El policía estaba cansado y se frotaba la cara con las manos, como si quisiera borrarse las facciones con un cierto odio. Sorprendentemente, Ramiro tenía facciones. De un manotazo, dio a Carvalho entrada de solista.

– Si fuera así, su novela podría ser leída como un instrumento de extorsión. Sospecho que el señor Conesal le advirtió de esta circunstancia y supongo que tuvieron una reunión movida.

– Si esto se convierte en un interrogatorio me lo tomo con todas sus consecuencias y sólo hablaré en presencia de mi abogado.

Ramiro le dejó marchar y empezó a dar vueltas por la habitación.

– Últimamente nos duran poco los entrevistados. O estoy cansado o me parece absurdo el sistema.

– Sabemos muchas cosas que no sabíamos y sólo nos quedan cuatro. Sánchez Bolín, el amante de los retretes, la borracha melancólica y el hijo de su padre.

Sánchez Bolín tenía los pies cansados de dar tantas vueltas por el salón recogiendo histerias y cábalas ajenas, tragándose las propias, así como se había tragado ingentes cantidades de pan con tomate que había repartido generosamente entre toda la clientela y personal de hotel tan posmoderno. También tenía los ojos y los oídos cansados, la atención fatigada, por lo que se dejó caer en el sillón como si fuera una patria.

– ¿Qué le dice a usted la palabra Ouroboros?

– Es una de las infinitas palabras que no me dicen absolutamente nada.

– ¿Se había presentado usted al premio Lázaro Conesal?

– Sí. Me he presentado bajo seudónimo con una novela de título provisional, Las tribulaciones de un ruso en China. Mi seudónimo, Mateo Morral.

– Usted es un escritor consagrado y por lo tanto no se habrá presentado a este premio a tontas y a locas.

– Usted lo ha dicho. Por eso me he presentado bajo seudónimo.

– ¿Necesitaba usted el premio? ¿Por satisfacción personal?, ¿por dinero?

– Evidentemente, por dinero. Estoy en una edad difícil en la que me supone un escritor rico e indestructible, pero quizá por eso pronto se me retirará el favor del público que hablará mucho de mí pero me leerá cada vez menos, hasta mi muerte. Luego, probablemente en torno al 2015 o el 2020, alguien me redescubrirá y mis herederos recibirán sustanciosos derechos de autor, pero yo ahora debo afrontar la decadencia en las mejores condiciones. Los derechos de autor que he percibido son muy notables pero las cuentas están pronto hechas. Suponga usted que yo vendo cien mil ejemplares de una novela a unas tres mil pesetas, operación de la que yo percibo por término medio el diez por ciento. Con esa excepcional venta yo puedo ganar unos treinta millones de los que el fisco se me queda la mitad y para escribir esa novela y percibir sus beneficios globales yo paso tres, cuatro, cinco años. Repártalo usted por mensualidades.

Como Ramiro no se decidía a repartirlos por mensualidades, Sánchez Bolín se puso a hacer cálculos mentales.

– Seamos generosos con los lectores. Treinta millones que se quedan en quince, a repartir en treinta y seis meses, es decir, en tres años. Sale una media de quinientas mil pesetas al mes, lo que da para vivir con dignidad, pero no para disponer de los ahorros suficientes para que una enfermera terminal te limpie el culo con una sonrisa en los labios y te diga: señor Sánchez Bolín, hace un hermoso día, los pajaritos cantan y las nubes se levantan.

– Pues si supiera usted lo que gano yo al mes…

– Pero usted por su mentalidad, por su supuesta mentalidad, se habrá rodeado de un entorno familiar convencional y no es éste mi caso. Yo soy solterón.

– Sí, pero a veces he pensado. ¿Qué va a ser de ti cuando no puedas trabajar? ¿Cuando no puedas valerte por ti mismo? Y además, debido a mi oficio, presencio la miseria humana y compruebo que los más miserables son los que más se enriquecen.

– Usted lo ha dicho. Igual le pasa a un escritor que contempla cómo puede hacer rico o pobre a un personaje y él se queda, las más de las veces, a dos velas.

– Eso no es justo.

Todo el mundo estaba de acuerdo en que no era justo y hasta los subalternos hacían sus cálculos sobre los quinquenios que constaban en su haber y la jubilación previsible.

– Además, en mi caso, acaba de entrar un nuevo manager editorial que se llama Terminator Belmazán que ha declarado la guerra biológica a todos los relacionados con la editorial que tengan una memoria histórica diferente a la suya. Para él la literatura española empieza el día en que él controla las cifras de ventas y devoluciones de la editorial.

– Pues si conociera usted a los jefes de personal que nos meten los del Ministerio del Interior… No tienen tampoco memoria histórica.

Carvalho, sabedor de lo que le gustaba a Sánchez Bolín era provocar situaciones al borde del absurdo, recordó los motivos de su asistencia.

– ¿Le reveló el señor Conesal si usted era el ganador?

– Todo lo contrario. Me llamó y me dijo que no ganaba, pero me ofreció un contrato fenomenal para escribir una autobiografía de él. Es decir, de hacerme pasar por Lázaro Conesal y redactar mi supuesta autobiografía. Nunca he hecho una cosa así, pero la oferta era tentadora.

– Usted que ha fabulado tantas novelas policíacas…

– No es exactamente mi género pero se acerca.

– Bien. De todo lo que se ha especulado, rumoreado, de todo lo que ustedes ya habrán dilucidado en el salón, ¿qué conclusiones se derivan? ¿Quién podría ser el asesino?

– Me cuesta mucho encontrar a los asesinos en la vida real. En las novelas siempre sé quién es el asesino, como sé también que siempre es el mismo.

– ¿Quién?

– El autor.

Aunque a Carvalho la respuesta le dejó caviloso, Ramiro la pasó por alto y ya recuperado de su angustia biológica y económica regresó a la investigación.

– Supongo que por tratarse de usted el señor Conesal le dio la negativa muy amablemente.

– Por tratarse de mí y de cualquiera. Conesal, no es que le haya tratado mucho, pero siempre era un hombre amable y razonablemente culto.

– ¿Qué quiere decir razonablemente culto?

– Lo suficientemente culto como para conocer el nombre de las cosas inútiles y lo suficientemente práctico para hacerse rico a pesar de la cultura y de saber el nombre de las cosas inútiles.

– ¿No observó usted nada que fuera sorprendente en el señor Conesal o en su entorno?

– La tristeza. El señor Conesal estaba hondamente triste y el premio parecía no importarle. Iba desaliñado. Yo tuve incluso una impresión más sorprendente. Como si no supiera quién iba a ganar el premio y como si no le interesara decidirlo. Al menos en aquel momento.

Así como Sánchez Bolín conservaba el sistema nervioso relajado, Oriol Sagalés mantenía el suyo como un árbol erguido pero tenso y una lengua demasiado empapada por el regusto del alcohol. Arqueó su ceja preferida y se predispuso a demostrar lo obvio, que era mucho más inteligente que quienes le interrogaban, aunque le inquietaba la presencia entre la penumbra de fondo de aquel experto en whiskies que había conocido en los servicios.

– Así como los fámulos del sistema, los periodistas, suelen acogerse al secreto profesional, permítame que yo me acoja a lo mismo. Si me he presentado al premio o no es cosa mía.

El policía mecanógrafo tendió el papel del fax a Ramiro y el inspector lo leyó con una cierta desgana.

– Oriol Sagalés. Tiene usted un curioso antecedente delictivo. Usted agredió en la librería Áncora y Delfín de Barcelona a un cliente y pretextó que la agresión se debía al hecho de que estaba comprando un libro titulado Lucernario en Lucerna, del que es autor usted mismo. Según consta en esta nota usted dijo que el autor es el único propietario de la obra y que cualquier aspirante a lector en realidad era un intruso en la propiedad ajena y un imbécil que trataba de vampirizar la inteligencia del autor.

– Exactamente. Yo vi cómo aquel indudable analfabeto compraba mi novela y al acercarse a caja preguntaba: ¿Está bien? ¿Me divertirá? Y aún habría podido aceptar tamaña usura mental, pero es que a continuación informó: Si no tengo un libro en las manos no puedo dormirme. Fui hacia él. Le advertí lealmente: Voy a pegarle dos hostias, señor mío. Y se las pegué.

– ¿Y el agredido?

– Tenía una fuerza barriobajera y sin elegancia. Trató de pegarme una patada en los cojones y como no lo consiguiera me la dio en la espinilla. No sé por qué da usted tanta importancia a esa peripecia.

– Es sorprendente que un escritor tan exigente con respecto a lo que escribe y a quien le lee, se presente a un premio literario como éste.

– La plana mayor de la más quintaesenciada literatura española se ha presentado a esa horterada que es el Planeta, desde Juan Benet a Mario Vargas Llosa y ésos son nombres conocidos, pero me consta que se han presentado bajo seudónimo novelistas opuestos por el vértice a la filosofía del premio y de la editorial. Yo, de haberme presentado, lo habría hecho al más hortera de los horteras, es decir, al más caro. Ya me vendo barato cuando escribo necrológicas. ¿Quiere que le componga una necrológica?

– ¿A santo de qué?

– ¿Cuál es su gracia?

– Antonio Ramiro, inspector del Cuerpo Superior de Policía.

– Ha fallecido Antonio Ramiro, inspector jefe del Cuerpo Superior de Policía que supo conservar el desorden gracias a la ley. Su afligida esposa, hijos, familiares agradecen los testimonios de pésame aportados por toda clase de policías y chorizos de variada condición…

– Pégale una patada en los huevos, Tonio -recomendó uno de los policías comparsas hasta entonces silencioso, pero el propio Ramiro le instó a que siguiera en silencio mientras observaba a Sagalés como si le viera por primera vez.

– ¿De qué habló con el señor Conesal esta noche?

– ¿He de deducir que me han espiado?

– Este hotel está lleno de circuitos cerrados de televisión.

La palidez de Sagalés tenía tres dimensiones e incluso le pesaba en la cara hundiéndole las mejillas y las arrugas junto a los labios. Carvalho opinó:

– Debería usted leer más novelas policíacas.

– En las de Conan Doyle, que son las que me gustan, no hay circuitos cerrados de televisión. -Se puso la ceja en ristre y pasó al ataque-. Bien. Si lo saben todo podrán comprender que mi conversación con Conesal no fue demasiado agradable. Le dije que puesto que se follaba a mi mujer y yo no, lo menos que podía hacer era darme el premio.

– ¿Qué relación tenía su mujer con Lázaro Conesal?

– Pregúntenselo a ella. Yo hablo por mí.

Un temblor en los párpados y los viajes que los ojos trataban de emprender para salirse ora por la derecha, ora por la izquierda fue descendiendo desde la cara a las manos pequeñas, aunque los dedos fueran largos y delgados, blancos, casi transparentes, una mano mal crecida.

– Su mujer también estuvo con Conesal.

– Me lo temía.

– ¿No lo sabía?

Sagalés ya tenía las dos cejas en posición de vértices y de pronto se levantó del sillón para proclamar:

– Quiero confesarlo todo. Si necesitan un asesino de Lázaro Conesal, aquí lo tienen. Oriol Sagalés.


Lázaro Conesal salió del ascensor y se encaminó hacia su suite. Le pesaba la cartera. Le dolía el hombro. El pecho, donde una sustancia gaseosa pero que sin duda sabría a sal pugnaba por salir. La palabra intervención le ocupaba el cerebro, pero todo su cuerpo se orientaba hacia la finalidad de la noche: tomar una decisión sobre el premio de novela Venice. El gobernador del Banco de España le había tendido el documento en el que debía estampar su firma, enterado y recibí por el que quedaba sustituida provisionalmente la dirección del Consejo de Administración del banco y se designaban nuevos administradores. Si hasta entonces había desbordado al gobernador a base de argumentos y sentido del humor, el papel a firmar le situaba en el territorio del silencio, de lo inapelable. Se había preparado durante dos años para este momento y sabía cómo responder en las semanas sucesivas, pero de momento debía prepararse para cambiar de imagen y aparecer como el vencedor acorralado y desautorizado. El sistema le había dicho, negro eras y negro volverás a ser y en cuanto ganó coche sus oídos se cerraron para la argumentación esperanzada de los abogados y sus manos exigieron el teléfono móvil. El presidente del Gobierno no estaba. El Rey no estaba. Para desconcierto de sus abogados, llamó al Papa y Su Santidad no podía ponerse. Tampoco Jacques Delors el que había sido presidente de la Comunidad Europea. ¿A quién más no podría comunicarle que acababa de suspender uno de los exámenes más determinantes de su vida? A la ONU.

– Remedios, déme el teléfono privado de Butros Gali, el Secretario General de la ONU.

– ¿A quién se refiere usted, don Lázaro?

Fue el momento escogido por el abogado para ponerle la mano sobre el brazo que sostenía el teléfono y decirle:

– Vuelve a España, Lázaro. A Madrid. A este coche. Enfríate.

– ¿Más todavía?

Pero le pidió a su secretaría que no llamara a Butros Gali, desconectó el teléfono y se refugió en el muelle respaldo del Bentley como si fuera un colchón, una patria, para cerrar los ojos y vivir entregado y confiado entre coordenadas propicias.

– Me están acorralando. Y tratan de hacerme creer que soy yo mismo el que me acorralo, la serpiente que ha acabado mordiéndose la cola estúpidamente. Ouroboros. Probablemente le dé el premio a una novela que se ha presentado bajo seudónimo y titulada Ouroboros, me gustó mucho cuando la comencé porque hacía una clarísima transposición de un premio literario que el autor suponía se parecería al mío. Ya estaba interesado por la trama cuando decidí dejarla para el final e ir eliminando las que no me gustaban. Esta noche, cuando llegue al Venice me dedicaré a terminar de leer Ouroboros. ¿Sabes qué quiere decir?

– No.

– Es el símbolo del círculo cerrado, que puede entenderse como continuidad fatal o como fluido que pasa por todo lo que vive intercomunicándolo.

Me lo explicó una de mis asesoras, Mona d'Ormesson que es muy letrada, muy pedante, muy simbolista. Quizá yo sea un círculo definitivamente cerrado, pero no vacío. Este círculo está lleno y dispongo en él de informaciones como para dejar a toda la clase dominante, política y económica en la más puta miseria. Voy a poner un ventilador ante toda la mierda que conozco y aquí no se salva ni Dios, ni siquiera ese estúpido gobernador del Banco de España que obra al diktat de todas las mafias del poder y los señores del dinero. Estos socialistas de pacotilla se cagan ante los señores del dinero. He conseguido ser lo que quería ser para que ahora venga esa colección completa de derrotados a llevarme con ellos a su tumba política. Cuando pierdan el poder no serán nada y en cambio yo me reharé de esta puñalada por la espalda y bailaré sobre sus esqueletos de cabrones. Dentro de unos meses, cuando ganen las derechas, toda esa gentecilla aupada sobre los tacones postizos del poder político serán cesantes, miserables cesantes que deberán volver a su mediocre existencia anterior y muchos de ellos ni eso. Entonces los iré recogiendo con una pala mecánica y los tiraré al vertedero más asqueroso de Madrid o les iré metiendo billetes de cinco mil pesetas en la boca hasta que revienten y los saquen por el culo. ¿Con quién se creen que tratan? ¿Con un chivo expiatorio que quieren exhibir para demostrar que han abandonado las prácticas de corrupción? ¡Fijaos si somos honestos que hemos inmolado al financiero símbolo del capitalismo especulativo, Lázaro Conesal! Quieren llevarme a rastras con una cuerda atada a mi cuello para escarnio de las masas. Quieren dar carnaza a la chusma para salvarse ellos del linchamiento. No saben lo que les espera. Los tengo más fichados que al Lute y sé incluso si follan con preservativo o si se las menea un chimpancé.

El abogado fingía mirar el paisaje madrileño atardecido y sólo cuando las palabras eran demasiado crudas apretaba los ojos como si quisiera preservarlos de las imágenes que le entraban por las orejas. Conesal pasó entonces a la fase de dar instrucciones y el abogado aliviado fue tomando apuntes. Las citas a los socios afectados, los recursos previsibles quedaban en sus manos, pero Lázaro Conesal iba a poner en marcha aquella misma noche «El Radioyente».

– ¿No es prematuro que empieces con «El Radioyente»?

– Tus recursos leguleyos sólo nos permitirán ganar tiempo. En cuanto veamos que realmente vienen a por mí y no se contentan con las medidas expropiadoras se van a dar cuenta de lo que vale un peine. «El Radioyente» debe tenerlo todo preparado. Por otra parte quiero hacer trizas a Hormazábal y a Regueiro Souza. Sobre todo a Regueiro que me está extorsionando de cintura para abajo.

– ¿Qué quiere decir de cintura para abajo?

Cortó la curiosidad del abogado y le encareció que asumiera las consecuencias de una inmediata cita con «El Radioyente».

– En su calidad de jefe de seguridad y de personal puede hacer lo que le venga en gana. Quiero verle en mi habitación dentro de una hora.

– ¿A quién? -preguntó Álvaro, que se había incorporado al grupo.

– «El Radioyente.»

– ¿Un invitado?

– Eso es.

– Estuvimos repasando uno por uno los invitados.

– Pues no lo repasamos bien, Álvaro. Es un problema menor. Acostúmbrate a no malgastar ni palabras ni inteligencia con problemas menores.

– ¿Cómo ha ido lo del gobernador?

– Fatal.

– ¿No puedes explicármelo?

– Primero necesito explicármelo a mí mismo.

Y se metió en el ascensor dejando a Álvaro tenso pero con aquel rostro de hielo del que siempre hablaba su madre.

– Alvarito cuando peor se lo está pasando se mete en el iglú y se vuelve de hielo.

A medida que el ascensor le subía, más a solas se quedaba Lázaro con su angustia y ya en la suite, no sabía por dónde empezar. El Premio. Todo premio tiene un jurado y el jurado lógicamente ya debía estar reunido, cerrado a cal y canto, deliberante sin ninguna presión exterior, ni siquiera la de Lázaro Conesal, según habían pregonado los medios de comunicación y según repetirían mañana cuando fuera primera página el nombre del ganador y el título de la novela. A quince metros de su suite estaba la de los jurados y a ella se dirigió Conesal empuñando la llave maestra. Al abrir, los jurados fueron constatados en una fotofija que les describía expertos en llevarse canapés de caviar y salmón marinado a la boca, con una precisión de animales omnívoros de cóctel que les permitía capturar la presa a medio camino entre el sutil vuelo del brazo y el adelantamiento depredador del hocico, sin descomponer el gesto de personajes inteligentes, conscientes de que hemos venido a este mundo a hacer cosas más serias que comer canapés y beber champán Cristal Roederer.

– Hombre, Lázaro, dichosos los ojos. Nos has de informar sobre si fallamos el Nadal o el premio Loewe de poesía.

Zumbón estaba Bastenier el presidente del jurado, pero había cierta acritud, el reproche de Fioreal Requesens, el prestigiado redactor de un Atlas de cuya sustancia Conesal no se acordaba.

– A medida que pasan las horas percibo en mayor mesura la incongruencia de formar parte de un jurado que ni siquiera sabe quién se presenta al premio.

– ¿Les han pasado los resúmenes de las obras finalistas y la valoración crítica?

– Eso sí.

– Aténganse a ello y ya tendrán qué contestar a los periodistas cuando les pregunten si ha sido muy dificultosa la elección. Además, al día siguiente, el único que interesa es el ganador.

Floreal no estaba conforme.

– Si son ciertos los rumores sobre los autores que se han presentado será inevitable hablar de los que no hayan ganado. Este premio será más famoso por los que no hayan ganado.

Conesal se encogió de hombros.

– Todo premio se concede contra alguien o contra algo.

De uno de los bolsillos interiores de su americana sacó tantos sobres como miembros del jurado y los fue entregando uno a uno, sin atender el gesto de extrañeza con el que todos asumían el pago de sus servicios, del que ya tenían constancia pero que tomaban con dedos ágiles y el cerebro distante: ¿Qué hace usted? No sé si debo. ¡Ah! Pero ¿esto se paga? Algunos llevaban la teatralidad hasta el punto de rechazar el sobre levemente pero si Lázaro hacía el gesto de devolverlo a su lugar de origen lanzaban las manos como garras para apoderarse del estipendio, sin que los ojos testimoniaran avaricia. La avaricia iba por dentro, desde la íntima convicción de que el pagano era un ladrón de guante blanco, con la fortuna cimentada sobre un millón de muertos.

– Francamente, Lázaro. Nos aturde cobrar por no actuar de jurados.

– Tomadlo como una situación literaria -contestó Conesal a Bastenier y antes de dejarles con sus canapés y sus copas de champán, les recordó-: Cuando tenga decidido el ganador, seréis los primeros en saberlo. Hemos hablado repetidamente de la especial lógica de este premio. De mi lógica. No creo humillaros. Sabíais a qué jugabais.

– Por descontado, señor Conesal -le tranquilizó otro jurado que ya había metido el ojo por la ranura que sus dedos conseguían establecer en el sobre abierto.

– Todo acto cultural tiene su liturgia -dijo Lázaro al salir y les cerró la puerta desde fuera.

Anduvo los escasos metros que le separaban de sus aposentos, pero antes de meterse en ellos se asomó a la cristalera que perpetuaba el acantilado alzado desde el hall forestal. Empezaban a llegar algunos invitados y a vista de pájaro era imposible distinguirlos, salvo por el bracear o por la carencia de brazos. Los que avanzaban abriéndose camino con los brazos eran sin duda sus compañeros de carnada y los que no sabían dónde poner las manos y generalmente las ocultaban en los bolsillos eran los intelectuales. Desde las alturas todos aquellos seres le parecían de su propiedad, convocados a una finalidad de la que él era el dueño absoluto, hasta un premio Nobel se había prestado a adornar su premio, un premio de Lázaro Conesal, el hijo de un fondista de Brihuega, de la mejor fonda de Brihuega, eso sí, y quizá de sus alrededores. ¡Briocenses! ¡Brihuegos! ¡Briocenses! ¡Todos! ¡Contemplad cómo maneja el mundo desde la cumbre de su pirámide de cristal el hijo del Inocencio y la Fermina! ¡Aquel joven estudiante que durante los veranos trabajaba de contable en las canteras de yeso y acabó dueño de todas las constructoras del lugar y de buena parte de la provincia de Guadalajara! Lo único importante que había pasado en Brihuega eran las batallas de la guerra de Secesión y de la Guerra Civil y el nacimiento de Lázaro Conesal.

Permaneció en su observatorio con la frente y las palmas de las manos adheridas al frío cristal, desoyendo la llamada interior de encerrarse a preparar el desenlace del premio, interesado por los andares de los recién llegados, por el juego de la adivinación de quién era cada andar. Y se dio cuenta que uno de aquellos andares pertenecía a Altamirano que ganaba el ascensor sin duda para remontarse y volver a presionarle. Lázaro Conesal se apartó del cristal y comprobó que el pretendido Altamirano venía a por él, retrocedió hasta la puerta de la suite, se metió dentro y oscureció la habitación. Se tendió en el sofá del living con el brazo doblado sobre los ojos y sonrió satisfecho cuando Altamirano ante la puerta realizó toda clase de llamadas.

– ¿Lázaro? ¿Estás ahí?

Sí, estoy aquí tío plasta, pero no para ti. Todo lo que teníamos que decirnos ya está dicho. De pronto sonó una nueva voz más allá de la puerta.

– ¿Qué está usted haciendo aquí?

Era la voz de Sánchez Ariño, de «Dillinger», y Conesal reparó en el tono amedrentado de la respuesta de Altamirano.

– Buscaba al señor Conesal.

– Si no le contesta es que no está. Además, yo voy a entrar en la habitación para unas diligencias.

– Lo siento.

– Si ya lo ha sentido del todo, váyase.

– Oiga, no es para ponerse así. ¿Quién es usted?

– El que puede decirle que se vaya.

Pasaron dos o tres minutos y Sánchez Ariño llamó con los nudillos y pronunció su nombre en voz queda.

– Don Lázaro, soy yo.

Conesal abrió la puerta.

– Le he alejado un moscón.

– Bien hecho.

Sánchez Ariño permaneció en el umbral sin atreverse a entrar, porque Conesal no había encendido la luz y había recuperado la posición horizontal sobre el sofá.

– Pase. Pase y cierre la puerta.

Así lo hizo el jefe de seguridad y permaneció en la penumbra hasta que sus ojos se acostumbraron a distinguir los volúmenes y sobre todo el de su yaciente patrón.

– Siéntese si distingue una silla o lo que sea, pero no encienda la luz. Lo que hemos de hablar prefiero hacerlo a oscuras.

– Estoy bien de pie, don Lázaro.

– Sea. De esto no ha de enterarse nadie, ni siquiera mi hijo. Álvaro desconoce las funciones reales que usted ejerce en mi organigrama. Necesito que usted deje de ser Sánchez Ariño y vuelva a ser «Dillinger» en los años en que estuvo adscrito a los Servicios de Información y le llamaban «El Radioyente». Recuerde que almacenamos montones de dossiers de los que ustedes componían a través de las escuchas y de los seguimientos de políticos, financieros, periodistas, escuchas y seguimientos de cintura para arriba y de cintura para abajo.

– Lo tengo todo a buen recaudo, don Lázaro.

– Pues ha llegado el momento de filtrarlo. Monte usted una operación de camuflaje para que los dossiers, tal como yo los seleccione, lleguen a los medios de comunicación según el plan establecido en su día.

– Lo tengo todo en clave, don Lázaro. En veinticuatro horas lo puedo tener todo a punto y los enlaces en cuarenta y ocho.

– Pues eso era todo. Bueno. Todo no. Quiero basura, mucha basura sobre Regueiro Souza. Caiga quien caiga. Quiero que salgan todos sus líos de pederasta y muy fotografiado. Quiero que toda España recuerde esa cara de mona quemada.

– ¿Se encuentra usted mal, don Lázaro?

– ¿Por qué lo dice?

– Lo veo muy en caliente, don Lázaro, y usted no es así.

– Mal no es la palabra. Gracias por su interés. Váyase.

– ¿Quiere que le monte un servicio de seguridad en la puerta?

– No. Son muy pocos los que conocen la función de esta suite y he de bajar en seguida para recibir al presidente de la Comunidad Autónoma y a la señora ministra de Cultura.

Cuando «Dillinger» o «El Radioyente» se hubo marchado, Conesal recuperó la horizontal y la luz, pero la revelación de los objetos y de él mismo entre ellos le acentuó la depresión. Volvió a apagar la luz, a encenderla definitivamente y se fue hacia un sol burlón de hojalata situado a media pared que una vez desplazado dejó a la vista la puerta de una caja fuerte. Pulsó la combinación y la puerta se abrió como un tapón que liberara la presión ejercida por un montón de folios desde el interior, ni siquiera apilados regularmente. Cogió los papeles con las dos manos, leyó la primera hoja donde constaba el seudónimo del autor y el título provisional: Ouroboros y se disponía a sentarse en compañía del original cuando sonó el teléfono: La señora ministra estaba a punto de llegar, acompañada del todavía presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid, Joaquín Leguina. Conesal se cambió de traje, recuperó una cierta compostura ante el espejo de un gran cuarto de baño lleno de bombillitas de camerino de superestrella y se fue hacia el ascensor para ganar el hall y la puerta donde apenas se apostaban periodistas y cámaras de televisión para captar la llegada de un presidente de la Comunidad Autónoma que acababa de perder las elecciones y de una ministra que las perdería en la próxima convocatoria de elecciones generales. Acogió a Leguina con inteligencia y respeto, debido a su condición de intelectual y a la ministra con la efusión que ella misma le demostró al besarle las dos mejillas.

– Es usted el ministro más guapo que conozco.

– Pues no habla demasiado en mi favor.

La ministra reía con franqueza y Leguina ponía cara de circunstancias. Les hizo los honores hasta la mesa, pasó por encima de una mirada dura de su mujer y dejó a las autoridades bajo el cobijo de Álvaro.

– Aunque te dejo bien acompañada, ministra. Mi hijo Álvaro. Acaba de salir del MIT y necesita una guía espiritual cultural mediterránea, como tú, ministra. Recuerda, Álvaro, que la silla es prestada y en cuanto se emita el fallo, tú a tu sitio y yo al mío.

– He ganado con el cambio. Los hijos de los hombres guapos son aún más guapos que sus padres.

– Los hijos de los hombres ricos en cambio tenemos menos dinero.

No le gustaba que Álvaro se hiciera el pobre porque nunca lo había sido, no lo era y nunca lo sería, pero debía desaparecer de la sala y recuperar su mismidad, molestada porque le seguía de cerca el detective privado contratado por Álvaro y de cuyo nombre no conseguía acordarse. Milagros le retuvo por una manga.

– He tratado de localizarte.

– Quien te oiga va a pensar que no dormimos juntos.

– Regueiro me ha hecho llegar una novela horrible. Está en juego el porvenir de nuestro hijo.

– Podía haberlo pensado él antes.

– ¿No vas a hacer nada?

– Naufragio por naufragio me preocupa más el mío.

Hormazábal le salió al paso.

– Y de lo nuestro, ¿qué?

– ¿Tú crees que es el momento?

Otros se cruzaron en su camino felicitándole o pidiéndole información sobre el ganador.

– ¿Queréis conversación o saber el nombre del ganador? El jurado está reunido y me espera.

El detective privado se quedó en la puerta y Conesal se metió por el amplio pasillo de las boutiques dormidas camino de los ascensores del hall. Pero al pie del ascensor le esperaba el falso barman negro, Simplemente José, el hombre para todo.

– Quisiera hablar con usted sobre lo de mi hermana.

– Yo, no. Su hermana es una mujer adulta y ya le he dado toda clase de respaldos.

– Pero ella no quiere abortar.

– Es su problema.

El ascensor asolado era un refugio seguro que le llevaba a la añorada suite donde se esperaba a sí mismo, irritado por la obligatoriedad del teatro que había debido representar. Se quitó la corbata, los zapatos, la chaqueta y se tumbó de nuevo en el tresillo en busca de una postura que le permitiera reconocer a gusto su propio volumen y cuando ya la había encontrado percibió otra llamada en la puerta. Si era Altamirano otra vez le pillaba más entero y con ganas de echarle esta vez con su propia voz y manera. Pero en la puerta no estaba Altamirano sino una escritora con la que se había entrevistado hacía meses forzado por la presión de Marga Segurola: «Es la ganadora que te conviene, porque es el valor más antitético, tu otra cara de la luna. Figúrate, un ama de casa que escribe en sus ratos libres novelas que son casi pornográficas, pero de una gran dignidad de escritura.» Allí estaba aquella madre de familia escritora, con una pose de protagonista de novela de Gran Hotel, llena de vidas cruzadas y encuentros imposibles.

– Querido señor Conesal. ¿Soy inoportuna? No. ¿Podría concederme unos minutos?

Le abrió la posibilidad de apoderarse de la estancia y ella la aprovechó para dejarse caer grande y ancha sobre el sofá y taparse la cara con una mano para contener un sollozo. Pero se sobrepuso inmediatamente y ofreció los ojos húmedos pero valientes a la mirada desorientada de Conesal que realmente no sabía dónde mirar, ni dónde mirarla.

– Quisiera que usted me relevara el compromiso contraído.

– Perdone, pero no recuerdo.

– Usted me rogó que no me presentara al premio y me dio un anticipo a cambio. Lo interpreté como una genialidad por su parte, entonces, pero poco a poco me ha ido pareciendo una humillación.

– A los escritores más importantes de la Historia de la Literatura se les hubiera hecho un favor pagándoles para que no escribieran según qué cosas.

– Pero es que yo no le he hecho caso y he escrito mi novela. No. No es un título vacío entre las finalistas. Mi novela existe. Y es tan excelente, estoy tan contenta con ella, que puedo hacerle un favor por el simple hecho de que la considere como ganadora.

Si no interpretara el papel de escritora desparramada bajo el peso de su creatividad probablemente Conesal no se habría exasperado lo suficiente para preguntarle:

– Estoy calibrando qué favores podría usted hacerme a mí, señora. Y no acierto.

– Mi carrera literaria es limpia, sin concesiones. Nadie va a suponer que ha habido un cambalache. Mis novelas son productos auténticos, como mis hijos.

– Preferiría que me enseñara usted la fotografía de sus hijos que sin duda llevará en ese bolsito de mano.

– Tal como lo ha dicho usted suena a grosería.

– No sé por qué, ni siquiera le he propuesto que se acostase conmigo.

Se había puesto en pie movida por energías imprevistas y encendida abanicó la cara de Conesal con una mano abierta.

– Hubiera recibido una respuesta taxativa: No.

– Menos mal.

Entonces fueron sollozos como estampidos húmedos los que salieron de aquel cuerpo de walkiria ajada, previos a una carrerilla que la llevaba al infinito exterior donde se cruzó con un hombrón que parecía estar al acecho tras de la puerta.

– ¿Cómo se atreve a hablarle así a mi mujer? Todo su dinero me lo paso por el sobaco. Es usted un grosero.

Era uno de esos varones preñadores y con mucha barba, de acusado mentón y tipo apolíneo.

– Váyase antes de que mi servicio de seguridad le saque a patadas. Mamarracho.

Aunque era más alto que Conesal se aupó sobre las puntillas para alzarse amenazador.

– No está usted hablando con un don Nadie. Yo soy un ingeniero de puentes y caminos.

– ¿Cuánto gana al día? ¿A la hora? ¿Al minuto? ¿Sabe usted cuánto gano yo al segundo? Tanto que no puedo perderlo hablando con un novelista consorte. ¡Largo!

La indignación de Conesal se había convertido en furia que le hizo abalanzarse sobre el primer cenicero que encontró y lo lanzó con todo el impulso de su cuerpo contra el ingeniero de puentes y caminos. Se retiró el ingeniero sin cambiar el paso y Conesal se quedó dueño del campo, pero agitado y con ganas de cambiar de actitud y de piel. Se quitó la chaqueta, el corbatín, los zapatos, a manotazos. Recuperó el original de la caja fuerte y se dirigió al dormitorio con el fajo de folios en las manos y abrió un frigorífico excesivo para una suite de hotel. Se sirvió dos botellines de whisky con hielo y bebió la mitad del contenido del vaso de un solo trago. Recuperaba la normalidad cuando sonó el teléfono. Le pedía audiencia el señor Puig.

– Pásele el teléfono, por favor. ¿Quimet? De qué va la cosa. Bueno. Sube.

Contempló el fajo de folios y volvió al living para meterlo en la caja de caudales solar. Silbó una melodía y paseó a lo largo y ancho de las dos estancias, considerándolas un solo espacio, a zancadas cada vez más amplias y enérgicas hasta que le detuvo la llamada a la puerta. Quimet Puig era todo manos y ¿Qué tal? con las vocales abiertas hasta el infinito y su cordialidad de vendedor.

– ¡Qué fiesta, chico, tú, es demasiado! Todo lo que montas es colosal, colosal.

– ¿Una copa?

– No quiero más copas, tú, que luego vienen los sustos de la presión y mi mujer está a la que salta. No le gusta ser viuda, tú, qué quieres que te diga, con lo que me gustaría a mí ser viuda y rica.

Ya estaban sentados y la pierna de Conesal montada sobre la otra se movía incontrolada como dando patadas a la distancia que le separaba de Puig que divagaba sobre los invitados y sobre una entrevista que había tenido por la mañana con los Valls Taberner.

– Los dos a la vez, ¿eh? He podido con los dos a la vez.

– Quimet. Perdona, pero todavía he de ultimar lo del premio y me gustaría saber…

– Perdona, chico, es tanta la alegría que me da hablar contigo que se me había ido el santo. Bien. Tú sabes mejor que yo que la situación política está mal y que el Gobierno se aguanta por los votos de Pujol, por los catalanes, como vosotros decís. Yo estoy en condiciones de decirte casi la fecha en que se va a producir la ruptura y los socialistas no tendrán más remedio que convocar elecciones anticipadas. -No era todo el discurso preparado, pero Conesal siguió expectante, sin incitarle a que continuara-. Tú tampoco estás en un buen momento.

Conesal asintió con la cabeza.

– Pero yo soy de los que confían en tu capacidad de recuperación. Mira, chico, para serte sincero. Esta mañana los Valls Taberner no daban ni veinte duros por tu suerte y yo les he dicho: los que creáis que Conesal está muerto y enterrado os vais a quedar con un palmo de narices cuando comprobéis la buena salud que tiene ese cadáver. Así mismo se lo he dicho. Tal como te lo estoy diciendo, tú. -Conesal se lo agradeció mediante una sonrisa y un lento, melancólico cierre de ojos-. Me gustaría saber cómo quedan nuestras cositas, maco. Todo eso que teníamos entre manos.

Conesal le enseñó las manos.

– Eso queda fuera del capítulo de la intervención del Banco de España.

Puig parpadeó lo suficiente como para que Conesal supiera que desconocía la intervención.

– ¿Habrá intervención?

– La habrá. Pero yo ya había puesto a salvo todo lo de la inversión hotelera de Cabo Sur y allí te están esperando miles y miles de agujeritos para que tú instales tus retretes.

– No es que desconfiara de ello, Lázaro, maco, pero vivimos tiempos difíciles y las apariencias engañan más que nunca. Para acelerar los trámites yo te he traído este compromiso escrito avalado por un acta notarial, porque hasta ahora todo eran palabras y nuestra amistad, seguro, quedará, pero las palabras son palabras.

Se sacó varios folios de una inusitada faldriquera que llevaba en el interior de su esmoquin lila.

– Lo firmaré con tu pluma, si me la dejas.

– Me cuesta más dejarte la pluma que la mujer.

A pesar de la aparente distensión, Puig no quitó ojo a la rúbrica de Conesal. Le entregó una copia del documento y se metió las restantes en el bolsillo de gala.

– Mira, me gusta Madrid porque siempre que vengo hago un buen negocio.

– ¿Decías algo sobre la fecha exacta de ruptura?

– El 17 de julio, si Dios quiere.

– Creo que Dios querrá.

Conesal se sumió en cálculos mentales ante la mirada beatífica y casi cariñosa de Puig, S. A.

– No paras de pensar, Lázaro, es que no paras.

– Lo sabes de buena fuente.

– La fuente.

– ¿Del propio Pujol?

Puig asintió. Se incorporó y posó su mano en la rodilla de la pierna levantisca del otro.

– Te dejo, chico, y cálmate. Ésta es tu noche. Esta noche serás como el Rey de Suecia. En cuanto a lo de las elecciones anticipadas, tú ya sabes que yo formo parte del círculo de empresarios de confianza de Pujol y hace tiempo que se lo decíamos: manda a hacer puñetas a los socialistas, Jordi, que ya ni te sirven ni nos sirven para nada. Ésos son unos muertos y unos gafes. No saben ni hacer trampas.

Ya a solas, Conesal recupera el original y consigue sumergirse en una lectura sesgada, cada página leída en diagonal, deteniéndose cuando le sorprenden alguna situación o frase. Pero no están dispuestos a dejarle a solas y esta vez es la voz de Hormazábal la que le impone la necesidad de verle inmediatamente.

– ¿Por qué?

– Por razones obvias. Creo que todavía somos socios.

– Si tú lo dices… Sube.

Y Hormazábal se apodera del living y no le quita ojo al montón de folios que yace sobre una mesita de centro.

– ¿Todavía leyendo?

– Leer una novela es lo más previsible que hay. Lees página sí y página no hasta la cincuenta. Luego te lees el final y vas avanzando la lectura, dos páginas sí, dos páginas no, para retomar el final. Ya está.

– Toda una teoría. Pero no es de novelas de lo que quiero hablarte. Corren ya informaciones, más que rumores, sobre el batacazo que te va a dar el Banco de España. Creo que es una información que deberías compartir con tu socio.

– Sospecho que esa información la dominas mejor tú que yo. El gobernador se ha demostrado tan conocedor de mis actividades que sólo gente muy próxima a mí podría haberle informado.

– ¿He de ser yo, precisamente?

– ¿Por qué no? Regueiro Souza, por ejemplo, se cae conmigo y con los socialistas. Pero tú te has salvado a tiempo. ¿Qué te han dado? Tengo una gran curiosidad por conocer el precio de mi cabeza, ¿qué te han dado a cambio?

– Los trueques nunca son tan nítidos. Tu cabeza ya no le importa nada a nadie y tu capacidad de maniobra tú mismo la has autoanulado pasándote de listo. Creo que te has creído un hombre de negocios de película o de novela.

– ¿Te crees a salvo? En veinticuatro horas te puedo dejar para el arrastre.

Hormazábal ríe con discreta contención y prosigue el duelo de mordeduras visuales con Conesal.

– Si te refieres a tus famosos dossiers, los que pudieran afectarme, los tengo neutralizados.

Ahora es Conesal quien sonríe abiertamente, pero los ojos de Hormazábal no vacilan, presienten un farol.

– ¿Seguro?

– ¿Qué?

– ¿Que tienes mis dossiers neutralizados?

– Seguro.

– ¿También el asunto de la ruina de tu cuñado, del hermano de tu mujer? ¿Cómo le sentaría a Alicia la evidencia de que su propio marido envió a la mierda y al suicidio a su hermano?

Hormazábal ha puesto la cara impenetrable y piensa. De momento no necesita responder con rapidez, pero Conesal es consciente de que tiene un buen bocado entre los dientes.

– Y si no te importa la que pueda armarte Alicia, ¿qué pensarán tus hijos que idolatraban a su tío?

Es un suspiro a presión lo que Hormazábal deja en la habitación al iniciar la marcha, dar la espalda a su socio y de cara a la puerta preguntar:

– Mis hijos tienen la inteligencia fría. Todos los jóvenes inteligentes de hoy tienen la inteligencia fría. Es una hornada. Pero, en cualquier caso. ¿Es negociable?

– Hoy no. Mañana será otro día. En cualquier caso arréglate como puedas, pero en una semana quiero ver tu nombre borrado de todos los documentos que todavía nos unen.

– Lo de mi nombre es fácil. Tú lo tienes más difícil. ¿De cuántos documentos te gustaría borrar el nombre?

¿De cuántos documentos le gustaría borrar el nombre? De ninguno. Le gustaba asumir su condición de vencedor acorralado y finalmente triunfador cuando todo el mundo quedara salpicado y la venganza de Lázaro Conesal pasara a la historia de las catástrofes morales del país. Una firma en un documento le separaba de un proceso lógico que empezaba a parecerle anticuado, necesariamente sustituible por la agresividad sin retorno. Le habían forzado pero se sentía a gusto en el nuevo papel. La novela que tenía entre las manos se convertía en una entidad abstracta irreal y empezó a tomar notas sobre cosas por hacer, junto a otros referentes a pasajes de la lectura. Escribió Ouroboros y rodeó la palabra con un círculo, pero a la puerta llamaba cualquiera y ahora se presentaba escotada, arrugada, policrómica, encantadora, la señora Puig.

– Dos minutitos, Lázaro, dos minutitos.

Pero fue un cuarto de hora de explicación de las virtudes de la novela de su protegido, un tal Sagalés, una novela que no se podía leer en diagonal porque siempre te parecía estar en la misma secuencia.

– Es una novela en la que los personajes tardan veinte páginas en subir una escalera y cuando orinan parece como si tuvieran próstata literaria.

No le había gustado el comentario a la Sociedad Anónima de Puig y tal como vino se fue entre caracoleos, supuestas complicidades, afinidades compartidas. Decididamente no seguía leyendo la novela y la depositó otra vez en la caja fuerte antes de contestar al teléfono. ¿Andrés Manzaneque? ¿Y ése quién es? Pero la situación empezaba a divertirle y animó alegremente al recepcionista.

– Que suba y a partir de este momento, hasta las doce en punto de la noche, que suba quien lo pida.

Manzaneque iba disfrazado de un escritor que le sonaba, le sonaba como escritor y como maricón inglés paridor de frases oportunas: Lo más profundo del hombre es la piel, por ejemplo. Manzaneque era más cursi que un guante. Cursi garabateó sobre la hoja llena de anotaciones y bebió su segundo whisky doble al tiempo que le ofrecía algo al joven.

– Esta noche sólo podría beber ambrosía.

– Puedo escribir los versos más tristes esta noche -respondió Conesal dispuesto a enfangarse en lo cursi y ya le esperaba el adolescente sensible con los ojos cerrados bajo el flequillo y los labios rosados que musitaron con voz de locutora de radio:

– Sucede que me canso de ser hombre.

– ¿Y cómo es eso?

– También es un verso precioso de Neruda. Usted está triste. Yo también. Esta noche puede ser una gran noche. Me muero de impaciencia por saber si los reflectores proclamarán mi nombre: Andrés Manzaneque y el título de mi novela Reflexiones de Robinson ante un bacalao, ése es el título real, aunque usted la habrá leído con el título de presentación al premio: La indefensión.

– En efecto, así que usted es el autor de La indefensión. Está usted indefenso. Yo, también. Todos estamos indefensos.

– Nacemos indefensos -dijo Manzaneque con los ojos llenos de lágrimas.

– Morimos indefensos -cerró el círculo Conesal y respiró a fondo para sacarse del pecho la sensación de insoportabilidad de la situación, pero Manzaneque recibió el aire de aquel suspiro como la sustancia misma de la angustia.

– No puedo decirle nada, Andrés, querido. La deliberación del jurado es lenta, ardua. Sí puedo decirle una cosa. De poder decidir yo el ganador, me gustaría que fuera como usted.

Y Manzaneque se ha levantado y consigue asir la punta de los dedos de una de las manos de Conesal y se la besa, sin humedad, un beso seco y breve que no implica posesión, sino el roce de una caricia delicada.

– Ganar es lo de menos. Lo importante es haberle conocido. Esta noche pensaba suicidarme. Saltar desde lo más alto de este hotel sobre las calaveras de los invitados.

– ¡Suicidarse pudiendo ganar el Cervantes en el próximo milenio!

Manzaneque le cogió una mano otra vez, se la besó sonoramente esta vez, la retuvo entre las suyas y nada dijo como despedida. Gilipollas, pensó Conesal en cuanto le perdió de vista, pero no se rió de él como se había prometido mentalmente, tal vez porque ya tenía en la puerta a Mona d'Ormesson que hablaba, hablaba sobre la necesidad de que él le recomendase sobre seguro quiénes podían cotizar en una Fundación sobre la generación de 1936, un proyecto perseguidor que la D'Ormesson exhibía cada vez que se veían.

– A propósito, Lázaro. ¿Qué te parece financiar un revival Max Aub? Se vuelve a hablar de Max Aub y creo que sería una excelente ocasión esta noche para anunciarlo. Además, fíjate que coincidencia, en la sala está el duque de Alba, ex jesuíta y recuerda aquel fragmento tan precioso de La gallina ciega, cuando van a ver a Max Aub distintos intelectuales y uno de ellos, un jesuita, se presenta como una avanzadilla de la Teología de la Liberación. Genial la escena y me recuerda aquella máxima de Ovidio: Quod nunc ratio est, Ímpetus ante fuit. Lo que ahora es razón, antes fue impulso. Te tengo que hablar mucho, mucho, mucho de mis trabajos sobre la materia órfica en los poemas primitivos ingleses. Me tienes muy abandonada, Lázaro. A ver, ¿qué has apuntado en ese papelito?

Mona recogió la hoja llena de apuntes y sus ojos se fueron hacia la palabra Ouroboros rodeada de un círculo.

– Ouroboros. Fantástico. ¿Te inclinas por esta novela? Ya te dije que el título tiene una significación simbólica suprema. ¿Por qué no abres la plica con vapor de agua? El seudónimo del autor también es prometedor: El barón d'Orcy.

– No me interesa saber quién la ha escrito.

– Pero tendrás que revelar el nombre. Un premio literario de verdad se concede con seguridad. Siempre se conocen los nombres importantes que esconden las plicas.

– Ya llegará su momento.

En cuanto Mona se marchó con sus andares de modelo algo fondona, Conesal llamó por teléfono y pidió la presencia de Julián Sánchez Blesa. El hombre llegó con la afilada nariz oliendo a derecha e izquierda, como si temiera una encerrona y dejó una carpeta sobre la mesa del living.

– No me parecía el lugar más adecuado.

– ¿Eres el único representante de tu editorial?

– Entre los directivos sí.

– ¿Un vendedor de libros es un directivo?

– Controlo toda la zona occidental de ventas.

– ¿Qué te parece el momento para hacer una oferta de compra?

– La producción para librerías flojea porque hay mucha competencia, pero las ventas domiciliarias de libros gordos y caros, eso es un fortín. Te puedes beneficiar de las luchas internas por el poder y de lo que tú hayas podido enterarte por tu cuenta.

– Lo suficiente como para poder mover una pieza hacia el jaque. ¿Cómo se llama ese falso jaque que lo parece y que no es el mate?

– El ajedrez no es lo mío. Lázaro, por lo que más quieras, sé discreto. Temo que se sepa que tu informe lo he hecho yo.

– ¿Te gustaría ser el jefe de ventas de un Gran Grupo Multimedia Lázaro Conesal?

– Coño, Lázaro. Qué cosas preguntas.

– Pero un grupo multimedia multinacional, capaz de proyectarse sobre varios países al mismo tiempo, de plantearse Europa y América como un mercado inmediato. -Lo de América olvídalo de momento.

– En cada país latinoamericano, por más pobre que sea, empieza a haber un millón de ricos.

– Esos ricos no compran libros.

– Ya tengo el pie metido en diarios, cadenas de radio, televisión. Todo el poder se va a quedar sin cara si yo quiero quitársela. ¿Qué es el poder hoy día sin imagen?

– Tú sabrás, Lázaro. Pero no me comprometas. Me puedo ir a la calle.

– ¿Qué ganas al año?

– Oscila. Treinta, treinta y cinco millones.

– Dinero de bolsillo. Si te despiden, yo te contrato y ese dinero que ganas al año lo das para obras de caridad.

– Lo sé, paisano, pero tú eres un jugador. Recuerdo las timbas de dominó en el figón de tu abuelo.

Conesal tomó el teléfono y pidió a su interlocutor que subiera Marga Segurola, luego se volvió hacia Julián falsamente interesado por la conversación.

– Tenías mala suerte. Siempre te tocaba el seis doble.

Siempre le tocaba el seis doble y al jovencillo Julián se le afilaba la cara y la ficha se convertía en negro objeto de manoseo que Lázaro controlaba para irle impidiendo el paso. Le vio marchar encorvado, no por el peso de la culpa, sino porque todos los Sánchez Blesa habían ido siempre encorvados, genéticamente condicionados por generaciones de cobijadores de cepas, los mejores de la comarca, requeridos incluso desde Valladolid y otros cultivos de la Ribera del Duero.

Marga Segurola no llegó encorvada, pero parecía una chapa sobre la moqueta, anhelante y extrañamente tímida.

– Te he llamado, Marga, porque creía que tenía un compromiso adquirido contigo.

– Que me dirías personalmente, antes de anunciar el fallo, si me dabas o no el premio.

– No te lo doy. Pero voy a compensarte. Tú y Altamirano me habéis ayudado mucho a este montaje y quiero que me asesores de ahora en adelante para abrirme camino en el mundo intelectual. Quiero montar un salón, a la manera francesa de comienzos del siglo diecinueve. Quiero que los intelectuales vengan a comer caviar, a beberse las mejores cosechas de champán y un día a la semana abriré mis salones para que los estudiantes de pintura puedan admirar mi colección de Arte. He leído en un libro que en la Rusia zarista había dos grandes coleccionistas que así lo hacían y cuando ganó la revolución cedieron sus obras a los museos públicos. Al Ermitage, por ejemplo.

– Uno lo hizo de buen grado porque era un rico de izquierdas. Se llamaba Mozorov.

– Un rico de izquierdas. ¡Qué horterada!

– Lázaro, ¿a quién le vas a dar el premio? Piensa que este premio puede nacer muerto si el ganador no lo llena. Llenar un premio de cien millones de pesetas no es tan fácil.

– Sea quien fuere el ganador no será el mismo después de haber ganado cien millones de pesetas y se paseará por el mundo envuelto por la mejor aura, la que emite el oro.

– Yo además soy una mujer. Un valor añadido que daría que hablar.

– Tú eres rica, Marga.

– ¿Ahora vas a discriminar por la riqueza? ¿Le vas a dar el premio a un novelista de Cáritas?

– Ya tienes el poder literario, ¿además quieres la Literatura?

– Yo sé cómo se escribe, Lázaro, y la mayor parte de escritores, no.

– Tú entras en mis planes, pero tu novela, no.

La noche prometía y la puerta a la otredad del Venice se había convertido en un horizonte lejano por el que se acercarían muchos forasteros en demanda de la gloria literaria o de la limpieza de honor como la que le exigía el señorito de Jerez, Pomares amp; Ferguson, con los brazos separados del cuerpo, las piernas abiertas, para aumentar su envergadura de supermán blando.

– Lázaro, vengo a salvar mi honor y tu alma.

Conesal no temía los ataques de cuernos. No era el primero que afrontaba en la vida y se limitó a esperar acontecimientos más allá del monólogo de Sito Pomares.

– Te ofrezco, Lázaro, mi dignidad de marido a cambio de que reconsideres tu actitud, salves tu alma y nosotros nuestro matrimonio.

Le pareció tan cómico que se echó a reír. Pomares apretó los dientes, hinchó las venas del cuello, cerró los puños hasta blanquear sus nudillos y gritó histéricamente:

– ¡Basta! ¡Me cago en tus muertos, joputa!

Pero estaba roto por su propia histeria. Conesal le dejó en el living, se encerró en el dormitorio y se tumbó en una chaise longue situada junto a una mesilla y una lámpara de pie para hojear el informe sobre el grupo Editorial Helios. Estaba alerta a la reacción de Pomares y oyó sus pasos alejándose pero no el de la puerta al cerrarse. La habría dejado abierta como en un acto de estúpida venganza. Para Lázaro bien abierta estaba, de par en par a lo que quisiera concederle la noche petitoria, la larga cola de los monstruos letraheridos. Y no le dio tiempo a solazarse con la situación porque el editor Fernández Tutor preguntaba ¿con permiso? ¿estás ahí, Lázaro? ¿puedes recibirme? Pero no esperó respuesta y apareció de pronto en el dormitorio como un huésped que se hubiera equivocado de habitación, de hotel, de día y allí se le cayó la audacia del cuerpo porque casi le temblaba la mirada cuando pedía disculpas.

– Lo siento, Lázaro. No sé si debía. Estaba la puerta abierta.

– No debías, pero ya que estás aquí, habla. ¿También tú quieres saber el nombre del ganador? ¿También tú te has presentado al premio?

– No, Lázaro, ya conoces cuán distante estoy de la vanidad de escribir. Mi propósito es salvar la cultura literaria en peligro por el canibalismo del mercado. Ya me conoces. Y de eso se trata. Tal vez te pille en un mal momento, Lázaro, pero quería decirte que podías contar conmigo, en estos momentos, precisamente en estos momentos.

– ¿De qué momentos se trata?

– No quiero meterme donde no me llaman, pero se habla de tus dificultades económicas, de ese acoso innoble, innoble, Lázaro, lo digo aquí y donde sea necesario, al que te someten estos bastardos para salvar su propio culo.

– Gracias. Lo tendré en cuenta.

– Te hablo con el corazón en la mano. Nuestros proyectos editoriales, ¿recuerdas? Ahora son lo de menos. Supongo.

– Supones bien.

– Me partes por la mitad. Había puesto en este proyecto todo mi patrimonio, pero lo primero es lo primero.

– Yo de ti me pegaría al nuevo poder. Tal vez tengan ambiciones culturalistas, sin duda, las tienen. El poder necesita la cultura como las sepulturas las siemprevivas. Seguro que un proyecto como el tuyo…

– Como el nuestro, Lázaro, como el nuestro.

– Bien. Como el nuestro. Seguro que les interesa. Yo no me cierro de banda pero tienes toda la razón. No es el momento.

– No es el momento. Lo comprendo.

Pero no se iba. Y hacía pucheros. Y lloraba. Y los sollozos no le dejaban hablar con la respiración controlada.

– Para ti es calderilla. Para mí es la ruina.

– ¿Y la belleza del intento? Tú mismo me has dicho muchas veces que la realización de cualquier sueño envilece el sueño. Tómatelo como un sueño incumplido y precisamente por ello maravilloso.

Se llevó consigo el sueño roto. Conesal estaba eufórico. La rotura de convenciones que le habían parecido fundamentales le producía una sensación de liberación. Podía hacer lo que quisiera. Pasar de Mr. Hyde al Dr. Jeckyll y viceversa sin pócimas ni motivos aparentes, ya no debía disimular ante nadie el profundo desprecio que sentía contra todos los que se consideraban alguien a base de ningunarle. Ni siquiera tenía por qué disimular que Regueiro Souza le repugnaba, le producía malestar físico que se hubiera introducido en su habitáculo con una mirada socarrona.

– ¿Has leído ya la novela Telémaco?

– Lo suficiente para no considerarla.

– Haces mal, es de Arielito Remesal, un novelista seguro, de los que ya tienen su público. Además cuenta una historia verdadera de alta corrupción del dinero y el sexo.

– Me ha parecido una estupidez desde la página once.

– ¿Y la doce?

– Ya no he continuado.

– Te la tendrás que tragar, Lázaro, como yo he tenido que tragarme la campaña de desprestigio con la que me has mantenido a raya o a tus pies durante estos últimos diez años. Eres un carroñero y acabarás comiendo tu propia carroña.

– Te voy a hundir, Celso, te voy a hundir.

– ¿En qué sustancia? ¿En la miseria? Cuando se publique la novela de Remesal tú te hundirás en una sustancia peor. En tu propia mierda. -Y ya se iba cuando consideró que todavía no lo había dicho todo-. Le he dejado leer la novela a tu mujer. Tal vez ella pueda hacerte entrar en razón. Convencerte de que pases de la página doce.

– A todos los efectos, caiga quien caiga, nunca pasaré de la página doce y ándate con cuidado.

Lejos, lejos ya y ojalá que para siempre, la silueta perversa, amariconada y maligna de Regueiro Souza, Conesal decidió centrarse en la preparación de la ceremonia del Premio: «Señoras y señores, conceder un premio literario es mucho más que lanzar el nombre de un autor o proponer la lectura de un libro privilegiado. Significa escoger una acción creativa y ponerla en movimiento hacia sus receptores. En cierto sentido es participar en la misma creación. Si he dotado este premio con una cantidad inusitada no es porque considere que la creatividad tiene precio, sino porque sólo aquella creatividad que tiene precio se instala en el cerebro y en el corazón de la humanidad consumista. Muchas veces se ha dicho que el dinero no tiene corazón ni patria. Yo quiero que el dinero tenga corazón, cerebro y patria. El corazón que le lleva a procurar felicidad, el cerebro que le conduce a fomentar su propia necesidad y la patria de los inteligentes… ¡La Inteligencia!» Pero antes debía atar los cabos sueltos y pidió que subiera Sánchez Bolín, el escritor inasequible al desaliento que al decir de Altamirano se había pasado toda la vida persiguiendo la Literatura, sin que Altamirano se comprometiera sobre si la había alcanzado. Sánchez Bolín llegó con la corbata descentrada, los pantalones demasiado cortos porque había engordado y debía cambiar de altura del cinturón o de pantalones. Se subía las gafas con un dedo en busca de un lugar óptimo que no había encontrado desde que se puso gafas por primera vez. ¿Cuándo? Probablemente antes de la guerra. Antes de la guerra de Corea.

– La admiración que siento por usted me fuerza a comunicarle personalmente que aunque su novela me parece de las más estimables, no va a ser la ganadora. Por descontado que en ningún caso voy a revelar el secreto de su plica.

– Haga lo que quiera. Todo el mundo sabe que me he presentado. De hecho, ¿quién no se ha presentado? Todas las tribus se han presentado: los realistas, los ensimismados, los policíacos, los minimalistas, los umbilicales, los de la ruta del bacalao. Incluso se han presentado los que nunca se presentan.

– ¿Necesitaba usted el dinero?

– Usted es la única persona que puede preguntarle a alguien si necesita cien millones de pesetas.

– Puede ganarlos de otra manera. ¿Qué le parece una novela titulada Autobiografía de Lázaro Conesal?

– Excelente título.

– Cien millones de pesetas y le doy una información, se lo aseguro, que nadie más puede darle.

– ¿Debería dejarle bien a usted?

– Me basta con que me deje interesante y algo misterioso.

– Eso es fácil. Pero no podría aceptarlo si debiera dejarle como un personaje positivo. Usted no es un héroe positivo.

– Siempre queda el recurso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde.

– En eso soy un experto.

– ¿Acepta?

– Cien millones de pesetas es una cantidad muy estimable, pero si usted le resta el diez por ciento de derechos de mi agente literario y el cincuenta y seis por ciento que me quita Hacienda, se me queda en muchísimo menos que la mitad. Por esa cantidad yo puedo escribir una novela de éxito con los personajes que quiera, no con usted.

– Serán cien millones limpios. Aparte el tanto por ciento de su agente y los impuestos.

– Lo consultaré con mi agente. Señor Conesal, no me tome por un escritor pesetero, pero es que estoy en esa edad tonta en la que se me supone un escritor instalado, casi rico, del que incluso la crítica habla bien, pero por cansancio, sin demasiado entusiasmo, como se habla bien de algo demasiado obvio. Puedo pasar por una época dura en la que se me retire el favor del público, que sin duda me será devuelto cuando me muera, pero no inmediatamente. Los escritores tenaces solemos pasar unas postrimerías en el purgatorio y luego nos resucitan los redactores de tesis doctorales o los hispanistas o los especialistas en ediciones críticas. Lo que nos va muy bien es que se cree una pequeña industria a nuestra costa a base de doctorandos, simposios, subvenciones para una revisión. No creo que a mi costa se consiga una industria vindicatoria póstuma a lo García Lorca, Joyce o Proust, para no hablar de esos chicos tan comentados como Shakespeare o Cervantes que tuvieron la inmensa suerte de vivir una Edad de Oro y eso es casi la garantía de eternidad. En cambio ya veremos quién lee, lo que se dice leer, al plasta de Joyce dentro de cincuenta años, cuando los lectores del futuro se muestren más descreídos que los de hoy. Nunca más se leerá con veneración y por lo tanto nunca más se escribirá con veneración. Por otra parte me ha salido un nuevo manager editorial, un Terminator, Terminator Belmazán, completamente convencido de que no hay escritor que treinta años dure y yo ya voy para cuarenta años de escrituras.

– Le contrato para nuestra novela y le hago la vida imposible a ese advenedizo, «Terminator». Si usted quiere compro la editorial y le echo a la calle.

– Terminator Belmazán es el nombre de guerra y huida con el que se le conoce en las editoriales.

Se iba rumiando la tentadora oferta después de haber imaginado ya algunas aproximaciones.

– ¿Qué le parece si empiezo así la novela: «Me llamáis Lázaro Conesal desde hace demasiado tiempo…»

Pero le había quedado alguna duda enquistada y la expresó ya con medio cuerpo en el pasillo.

– ¿Qué piensa hacerle a «Terminator»? ¿No irá usted a matarlo?

– Hay muchas maneras de matar.

– Es que si le despide de mi editorial le contratarán en otra.

– Tendré en cuenta el detalle.

Parecía marcharse satisfecho y Conesal se tumbó en la chaise longue del dormitorio hojeando el informe sobre el grupo Helios y jugueteando con la hoja donde había garabateado Ouroboros, a la espera de la próxima visita sorpresa. Del sombrero de copa del Venice salían fantasmas variopintos, convocados o voluntarios como Oriol Sagalés que entró en la habitación sin mirarle, como si no valiera la pena mirarle y farfulló palabras en un tono ofensivo que él le obligó a repetir.

– No he entendido lo que me ha dicho.

– Que ya que se folla a mi mujer podría darme el premio.

Conesal consideró que debía cambiar de actitud. Se levantó, se acercó a Sagalés y le lanzó un puñetazo que al ladear el otro la cabeza le dio en la oreja. El escritor dio un salto atrás y al ganar distancia compuso la defensa según el boxeo más ortodoxo, pero Conesal se lo tomó como una payasada y salió del dormitorio desentendiéndose de él. Dedujo que se había marchado por el silencio que le llegaba, pero cuando se asomó desde el dormitorio, Sagalés seguía allí, cabizbajo, con las piernas abiertas, las espaldas cargadas, los puños cerrados, el flequillo de envejecido joven colgándole sobre los ojos. Pasó a su lado rumbo a la puerta. Sabía dónde iba pero no se lo quería decir a nadie. Lázaro Conesal había empuñado el teléfono y Sagalés le dijo con la boca torcida:

– No llames a tus policías. No te voy a tocar. El médico me ha prohibido tocar mierda.

Pero Conesal empleaba el teléfono para pedir que rogaran a la señora Sagalés que subiera a verle. Laura llegó urgente, dramática, propicia. Se le abrazó y se besaron resucitando la gestualidad de una antigua pasión.

– Tu marido acaba de salir.

Laura se apartó de su cuerpo. Lo examinó a distancia como detectando las huellas del encuentro.

– ¿Qué te ha hecho? Borracho es muy violento.

– Me he permitido pegarle un puñetazo.

Conesal apresó con sus labios la boca de la mujer sin permitirle opinar sobre lo que había ocurrido y ella se entregó a la caricia y después dejó que las manos del hombre le apresaran todo lo que sobresalía de su cuerpo, como si tratara de amasarla y recomponerla a su medida.

– Espera. Espera.

Pero él la empujaba hacia el dormitorio y le retiró el abrazo para dejarla caer sobre la cama mientras empezaba a desnudarse. Laura había reptado sobre el cubrecama para sentarse contra el respaldo y abrazar sus piernas dobladas con los brazos. Desde allí gritó:

– ¡Espera! ¡Lázaro! ¡Espera!

Conesal estaba desnudo, pero la voz de la mujer le detuvo y le hizo sentirse ridículo. Se acostó a su lado mirando al techo, con un brazo como almohada y el otro alargando la mano que le permitiera cubrirse el sexo. No se atrevía a mirarla, pero sabía que ella le estaba contemplando con la antigua ternura y no tardaría en acariciarle el cabello como siempre y en decirle que siempre había sido un ansioso.

– Todo lo quieres en seguida.

– ¿En seguida? Han pasado veinte años de lo nuestro. ¿Cómo puedes soportar a ese imbécil?

– He invertido demasiado en él. Tiempo. Dinero. Cariño. Compasión. Pero estoy harta. ¿Recuerdas lo que me pediste hace dos años, cuando me citaste en Bruselas?

– ¿Fue en Bruselas?

Ella le pegó un bofetón suave.

– No seas grosero. Sabes perfectamente que fue en Bruselas. Entonces me llamabas de vez en cuando y me decías: Señora, tiene usted un billete en la terminal aérea con la clave… La espero el lunes doce en… Bruselas, Dakar, Colombo… ¡Llegué a ir a Colombo! Pero fue en Bruselas donde me pediste que me quedara contigo.

– Y tú me dijiste que él no podría soportarlo, que era como un niño, que se mataría.

– Entonces me importaba mucho.

– ¿Ahora?

Ella no se dio tiempo a contestar y se desnudó diestramente para luego pasar sobre el cuerpo del hombre y besarle pequeñamente desde los ojos hasta los pies, dejando en el pene un roce que lo puso en erección y a ella alegre.

– ¡Eres el de siempre!

– Soy Ouroboros, el mito de la serpiente que se muerde la cola, de la continuidad. Hoy me han dicho que la cultura del pelotazo y la economía especulativa se había acabado y que aquel huevo había generado serpientes como yo, pero que yo era una serpiente que acabaría mordiéndose la cola. El que así me hablaba era un mandado del gobernador del Banco de España, que desconoce el mito de Ouroboros, la serpiente que se muerde la cola, el símbolo de la continuidad. Aparentemente me estaba diciendo que en mi fin está mi principio, pero en realidad me devolvía a mis orígenes. Tanto morder a los demás para finalmente morder mi propia cola.

– ¿Lo de la serpiente es una insinuación fálica?

Cabalgó su pubis sobre el pene erecto hasta decidirse a ser penetrada y se movió la mujer hasta el agotamiento, para caer rendidas sus humedades sobre las del hombre que la acogió como si se le desplomara encima una patria. Lázaro le acariciaba los cabellos, sobre la aprehensión de descubrir que tenía las raíces canosas, mal teñidas. Habló a la oreja de la mujer, quedamente:

– He tenido un día horrible. Vienen a por mí.

– He leído cosas.

– Voy a morir matando.

– ¿Qué hablas de morir?

El rostro de ella estaba sobre el suyo, emergiendo de los cabellos desordenados, con el rímel corrido y los labios maltratados por los besos y los mordiscos.

– ¿Mantienes lo que me pediste en Bruselas?

Tardó demasiado tiempo en contestar, el suficiente para que ella desmontara y se dejara caer a su lado.

– Retiro la pregunta.

– Claro que lo mantengo.

Pero tampoco el tono de voz era el que hubiera deseado y cuando se predisponía a ser más convincente le llegó una voz insidiosa desde la entrada.

– ¿Don Lázaro? -Tras la voz unos pasos y otra pregunta-. ¿Molesto?

Conesal cogió precipitadamente un pijama de debajo de la almohada y se lo puso a la patacoja mientras clamaba:

– ¡Un momento!

Lo tuvo justo para calzarse los zapatos y llegar a la puerta separadora del dormitorio del living justo para detener el avance de Mudarra Daoiz. El académico estiró el cuello para tratar de distinguir mejor la silueta de la mujer a contraluz que trataba de protegerse con el cubrecama.

– Teníamos una conversación pendiente, don Lázaro.

– Pero hombre, precisamente ahora…

– He tenido una idea que creo brillante y que puede solucionar el problema que sin duda le aturde. Todo premio tiene un imaginario. Decimos Goncourt, Planeta, Nadal y nos imaginamos una serie de componentes que connotan el premio. De la primera concesión del premio Venice depende el imaginario futuro. ¿Qué espera la gente?

– Lo ignoro.

– Un show. Un triunfador show. Un escritor consagrado al que usted habrá comprado por cien millones de pesetas. Yo creo que mi candidatura es justamente lo contrario. ¿Qué soy yo? La Academia. El representante del templo de la literatura. Un científico de las palabras, de la historia de las palabras. Premiarme significa ligar para siempre el imaginario del premio a La Literatura, con mayúsculas.

– La suerte está echada, señor Daoiz.

– ¿Ya hay ganador?

– No es usted aunque reconozco los méritos de su novela.

Respiró profundamente el académico y se llevó una mano al corazón.

– ¿Es usted cardiópata?

– No puedo asegurarlo, pero últimamente esta vieja máquina no marcha acorde con mis deseos.

– Hoy día el corazón es sólo un problema de fontanería. Yo tomo una aspirina infantil todos los días porque es un excelente vasodilatador que no causa molestias estomacales.

– Todo el mundo toma aspirinas últimamente. ¿Ha de ser infantil, precisamente?

– Son las más inocentes.

– Tendré en cuenta su consejo.

Despidió al académico hasta la puerta, pero no consiguió que se fuera inmediatamente.

– A propósito, está muy adelantado, don Lázaro, el proyecto de nombrarle Doctor Honoris Causa en la universidad en la que ejerzo. El rector contempla con entusiasmo tal posibilidad.

– Dígale que sabré corresponderle y atenderé con suma urgencia su petición de un Laboratorio Mediático.

– Don Lázaro. Los medios de comunicación se han convertido en la única realidad posible y todos vivimos dependientes de sus sombras, como los personajes del Mito de la caverna de Platón.

– Un referente muy oportuno.

Al asomarse al pasillo para verificar la marcha de Daoiz, creyó ver una falda acampanada de mujer que se retiraba buscando la ocultación. Quedó en el umbral esperando que se confirmara su visión y en cuanto el académico fue carne de ascensor, Beba Leclerq brotó de entre las sombras iluminada por sus joyas y su espléndida rubiez. Correteó sobre sus altos tacones para impedir que el hombre le cerrara la puerta, pero Conesal la dejó abierta y se contentó con meterse en el living para comprobar que estaba cerrada la comunicación con el dormitorio donde presumía la progresiva irritación acosada de Laura.

– Te he perseguido días y días. Eres un inconsciente. Mira.

Le tendía un papel redoblado que Conesal rechazó, pero que ella leyó en voz alta:

– Alguien lo sabe todo. Conoce incluso nuestro encuentro en el hotel Tres Reyes de Basilea.

– Podías habérmelo comunicado por teléfono.

– Me has dicho mil veces que tienes los teléfonos pinchados. Has de hacer algo.

Conesal aceptó el papel, lo desdobló y tras leer el contenido se lo devolvió a Beba.

– Es prematuro. Debe enseñar mejor las cartas. Además, intuyo quién puede ser.

– ¿Quién?

– Mi mujer. Está menopáusica y me reprocha todo lo que le pasa, incluso la menopausia. Y si no es ella, cualquiera de la competencia profesional o política. Madrid es una ciudad infestada de informadores y yo tengo una instalación detectora de posibles escuchas que me hayan instalado. Aquí ni siquiera tolero que me observen desde mi propio circuito cerrado de televisión. No hagas caso del anónimo. Parece de película española de los años cincuenta.

– Si es de tu mujer más bien sería una película de los noventa. Pero imagina que Sito se entera.

– Sito está enterado. Ha venido a pedirme que me arrepienta.

Beba tenía que caerse en alguna parte y depositó todas sus esperanzas en el sofá del tresillo, pero Conesal le cerró el paso.

– Beba. He de vestirme y bajar a comunicar el nombre del ganador. Aplacemos esta conversación hasta mañana o hasta nunca. Tu Sito ya lo sabe, ¿qué puedes temer?

– ¿Y mis hijas? ¿Cómo voy a mirar a la cara de mis hijas?

Mientras tanto ocultó su propia cara entre las manos y así salió seguida del silencio de Conesal que parecía impulsar su huida. Regresó el hombre al dormitorio donde Laura ya estaba vestida.

– ¿Te vas?

Ella lloraba y siguió llorando mientras ganaba la salida.

– ¿Qué te pasa?

– El hotel Tres Reyes de Basilea. Por lo visto te encanta el hotel. A mí también me citaste allí.

– Laura.

Conesal la retuvo y ella se dejó abrazar.

– Nos hemos acercado y alejado a lo largo de más de treinta años. ¿Vas a tener celos? ¿Tengo yo derecho a tenerlos?

Ella asintió en silencio y se marchaba a pesar de que Conesal le retenía una mano.

– ¿No querías pedirme algo para tu marido?

Ofendida y humillada, la mirada y la boca de Laura.

– ¿Por quién me tomas y por quién le tomas? Realmente eres la serpiente que se muerde la cola.

¿Hubiera querido retenerla? ¿Quién no teme perder lo que ya no ama? ¿Dónde lo había leído y convertido en su vacuna sentimental? Ya a solas consultó el reloj y se lanzó urgencias a sí mismo.

– Pero ¿a qué estás esperando?

Dudaba sobre el paso inmediato a dar, se sentía sucio dentro del pijama humedecido en la bragueta y maquinalmente cogió el informe sobre el grupo Helios como si fuera a premiarlo y al darse cuenta de su acto equívoco, regresó al living en pos de la caja fuerte. Alguien llamaba a la puerta y al abrirse allí estaba Ariel Remesal lleno de ojos.

– ¿Vas a dejar el premio desierto? ¿Es ése el ganador?

Le señalaba el informe que aún llevaba en la mano mientras se colaba en la habitación.

– ¿Dónde están los originales? ¿Y el jurado? ¿Has leído mi novela?

– Lo suficiente.

– Preferible que la publicaras tú, ¿no? Así la gente no podría especular sobre los personajes. Nadie iba a tirar piedras sobre su propio tejado y mucho menos tú.

– Desde luego.

– ¿Y lo dices así? No te afecta la historia.

– Ariel, por favor, vete.

– Regueiro me ha dicho que me esperabas.

– Te ha mentido.

– Tú y él os acordaréis de ésta.

Y se marchó como un gángster de las literaturas periféricas. Al fin solo. Conesal se sentía fatigado y volvió al dormitorio en busca del estimulante para sus cansancios. Las cuatro pastillas de Prozac eran como un fetiche. Se las tomara a la hora que se las tomase del día. Siempre antes de las derrotas y las victorias presentidas. Pero no estaba en la mesilla de noche el frasco habitual. Ni tampoco en el botiquín del cuarto de baño. Ni sobre la repisa que respaldaba los lavabos. Cogió el teléfono y marcó el número del bar.

– ¿Lazarillo? Te has olvidado de reponerme el frasco de Prozac. Sube en seguida.


La borracha melancólica tenía el blanco de los ojos llenos de topos de sangre, sudadas las raíces de los cabellos vencidos sobre los ojos, volcado el escote, martirizados los brazos anchos de tanto amasárselos con las manos. Miraba hacia los cuatro lados de la habitación como sorprendida de haber sido atrapada, pero desde la resignación de una persona a la que se le ha caído la noche y la vida encima. Laura Ordeix Segura, nacida en Valencia, profesora de Estadística en la Universidad de Barcelona, casada con Oriol Sagalés desde 1975.

– El año en que murió Franco, sí.

Nada ni nadie le había exigido la coincidencia pero ella había querido comunicarla.

– Yo soy mayor que mi marido. Siete años, creo. Siete años. Antes no se notaba. Ahora un poco. O mucho, mucho, ¿verdad?

En efecto, había acudido a ver a Lázaro Conesal porque él se lo había pedido y si no se lo hubiera pedido también habría ido a hablar con él.

– Tuvimos una relación amorosa al final de los años sesenta, de hecho incluso hablamos de vivir juntos pero él se marchó a Alemania y a Estados Unidos para sus masters y sus cosas y yo no tuve valor de dejar a mis padres solos. Eran agricultores acomodados, muy mayores y yo su única hija.

Cuando volvió aprovechábamos cualquier circunstancia para vernos o cuando yo viajaba a Madrid, escasamente o cuando él pasaba por Barcelona. No. Nunca llegó a conocer a Oriol. Era nuestra relación. Yo tampoco trataba de compartir los recuerdos de mi marido, su vida privada, bastante he hecho ayudándole a escribir y a sobrevivir. Mi marido es la gran esperanza blanca de la joven literatura española, pero y pronto tendrá cincuenta años, creo. Nunca sé las edades de los demás. Sólo conozco la mía exactamente. Cincuenta y dos años. Dos más que Lázaro Conesal. Es mi sino. Ser mayor que los hombres que me atraen.

– ¿De qué manera ha ayudado a escribir y a vivir a su marido?

Laura se echó la melena hacia atrás, quería tener los ojos y la boca al descubierto cuando dijera:

– Desde pasarle primero a máquina y ahora al ordenador sus manuscritos hasta venderme todas las tierras que me dejaron mis padres para que él pudiera dedicarse únicamente a escribir. Es un hombre de talento, de mucho talento, pero es como un niño malcriado que se cree merecidamente el centro del mundo. Ni siquiera ha querido que tuviéramos hijos. Dice que él es mi hijo. Hace años me hacía gracia, pero a partir del momento en que cumplí cincuenta años, ninguna.

– ¿Sabía usted que se había presentado al premio Venice?

– Sí.

– ¿Habló usted a Lázaro de la candidatura de su marido?

Suspiró profundamente y quiso dar impresión de la máxima veracidad por el procedimiento de abrir los ojos hasta desorbitarlos y silabear espaciadamente las palabras.

– No. Oriol llegó a pedirme que lo hiciera. Estaba nerviosísimo y cargado de mala conciencia. ¡Él, que tanto había denostado los premios literarios! Me hacía reproches a mí, como si yo me hubiera arruinado por mi culpa y ahora tuviéramos apuros económicos porque no he sabido conservar el patrimonio de mis padres. Se tomaba concursar a este premio como un atraco anarquista a un banco y no le importaba ningún procedimiento, ni siquiera que estuviera por medio mi antigua historia con Lázaro. Le constaba que Lázaro seguía sintiendo algo por mí y no se planteaba si yo le correspondía. Es como un niño que instrumentaliza todo lo que le rodea para conseguir el éxito. Un perverso polimórfico, que en ciertos aspectos no ha llegado a la edad de la razón. ¿Por qué les ha dicho que él mató a Lázaro Conesal? ¿No se hacen esta pregunta? Dudo que lo haya matado, pero esta noche quiere salir de este lugar como un triunfador, si no obtiene el premio, lo conseguirá asesinando al hombre más temido y más odiado de España. Fabulará que ha actuado como Judith ante Holofernes o como Charlotte Corday ante Marat.

– Usted se vio con Conesal y dice que no le pidió que premiara a su marido.

– No. Yo le dije a Oriol que sí, que se lo pedí, pero no lo hice. No podía empezar a hacer trueques con Conesal y él ni siquiera se refirió a que mi marido fuera concurrente. Le encontré angustiado, tristísimo, en demanda de ayuda, como tratando de reconstruir el clima de aquellos años en que éramos inocentes. Todo se le estaba hundiendo. «Soy la serpiente que se muerde la cola, Laura.» El símbolo de la serpiente que se muerde la cola aparecía una y otra vez. Según parece se le había ocurrido por la tarde durante una reunión de altura que había tenido con el gobernador del Banco de España en la que le había comunicado que quedaba intervenida la Banca Conesal. Pasaba de la fiereza a la depresión.

– ¿Eso ha sido todo?

– Casi todo.

– Siento tener que hacerle una pregunta que pertenece a su privacidad, señora, pero el giro que ha dado a los hechos la autoacusación de su marido puede llevarla a un examen médico embarazoso.

– ¿De qué se trata?

– ¿Hizo usted el amor con Lázaro Conesal?

– Sí.

– ¿Se lo dijo a su marido?

– Sí, pero no le expliqué el verdadero sentido de lo que había hecho. Oriol tenía mala conciencia porque creía que me había utilizado para ganar el premio y de esa mala conciencia pasó a la irritación y a suponer que yo era capaz de acostarme por los cien millones de pesetas del premio. Entonces exploté y le dije que sí, que por su culpa me había acostado con Lázaro, que era un macarrón, un miserable macarrón en la vida y en la literatura.

Carvalho hizo una valoración a la alta de aquella mujer y comprendió que Lázaro Conesal se hubiera metido en ella como en una patria.

– Hicimos el amor, bueno, él. Estaba compulsivo y además fuimos interrumpidos por una serie de pedigüeños del premio. Tuvo que ponerse un pijama que había bajo la almohada para no salir desnudo.

– Usted conocía la costumbe de Lázaro Conesal de tomar estimulantes.

– Le he visto tomar toda clase de estimulantes y en el pasado no hacía el amor sin que los dos tomáramos dos rayas de coca cada uno.

– Ahora tomaba un fármaco legal e inocente que se llama Prozac.

– En efecto. Durante dos encuentros que tuvimos el año pasado ya se había habituado y me cantó sus excelencias. Me dijo que había una serie de productos y marcas sine qua non para ser un moderno y uno de ellos era el Prozac.

– Usted pasó al dormitorio y por lo tanto pudo ver la caja de Prozac sobre la mesilla de noche.

– No recuerdo ninguna caja de Prozac. No creo que la hubiera. Y me acordaría porque en una mesilla está el teléfono ocupándola casi totalmente y en la otra dejé mis joyas.

– ¿No había ninguna caja de estimulantes en el dormitorio del señor Conesal?

– No. No creo.

Ramiro interrumpió de pronto el interrogatorio y se fue hacia la puerta. Hablaba enérgicamente con el policía portero y se quedó allí hasta que trajeron a Sagalés enmarcado entre dos policías diríase que gemelos y aleros de baloncesto. Laura se echó a llorar cuando vio a su marido y tenía los ojos cerrados por las lágrimas y los cabellos cuando Ramiro le preguntó a Sagalés:

– ¿Cómo asesinó al señor Conesal?

– Le envenené.

Ramiro no parecía afectado por la revelación.

– ¿Le puso arsénico en el café?

– No. Le metí un tóxico en las cápsulas de Prozac que solía tomar todos los días.

Laura lloraba a voz tendida y Ramiro puso cara de haber encontrado al asesino. Pero la voz de Carvalho rompió el ambiente de conformismo que había rodeado al presunto reo.

– ¿De qué veneno llenó las cápsulas?

– ¿De qué veneno? ¿Eso importa? De veneno. Del más fuerte que encontré.

– ¿Dónde? ¿En qué farmacia lo compró?

– Tengo una familia muy diversa y no carezco de primos que poseen laboratorios farmacéuticos. Los Sagalés Bel, rama carnal con nosotros, los Sagalés Dotras. Los venenos curan o matan, no lo olviden.

– ¿Qué veneno, señor Sagalés?

– ¡Y yo qué sé!

Ramiro le pidió a Laura que siguiera los pasos de su marido pero le prohibía cruzar una palabra con él.

– Está en curso la orden judicial de detención y usted ya puede movilizarse buscándole un abogado.

Sagalés rechazó el intento de abrazo de su mujer y salió acompañado por dos policías de paisano como salían de su celda los condenados por el Terror camino de la guillotina. Laura le seguía como una Dolorosa. Ramiro se revolvió hacia Carvalho e interpretó su mueca escéptica.

– ¿No cree que haya sido él? ¿Y el detalle del Prozac? ¿Cómo es posible que no estuviera la caja en la mesilla de noche?

– Tal vez lo haya hecho, o tal vez su mujer le relatara las costumbres de Conesal y pensara lo mismo que pensó el asesino, pero que no lo materializara. ¿Por qué no nos supo decir el nombre del veneno?

– Imagine que el señor Sagalés quiere cometer el asesinato y acude a sus primos con la excusa de una visita informal. ¿Y esto qué es? Un veneno muy fuerte que puede matar a un elefante. Pues ya está. Aprovecha cualquier descuido para agenciarse una porción y adelante.

– Cierto. Podría haber sucedido así. Pero no deja de ser un error técnico desconocer el nombre del veneno que utilizas. Además queda una importante cuestión. O la sustitución del frasco del Prozac verdadero por el falso la realizaron él o su mujer Laura o, ¿cómo hizo llegar ese botellín tóxico a la mesilla de noche y cómo le quitó a Conesal el Prozac auténtico?

– La señora Sagalés ha dicho que allí no había ninguna caja. Claro que pudo haberla traído después su marido o puede mentir ella. Pero esa caja debió llegar con la suficiente naturalidad como para que Lázaro Conesal se tragara las pastillas sin sospechar.

Los inspectores de la puerta avisaron que había tumulto en el comedor y tras ellos irrumpieron el jefe superior, Leguina y la ministra con cansados rostros negociadores.

– No se puede aguantar por más tiempo a la gente. Le pido por favor que deje marchar a los que no van a ser interrogados. El premio Nobel está arengando a las masas y predica una invasión pacífica de este cuarto.

– Sólo nos falta un testimonio, pero aún puede quedar implicado alguien de los aquí reunidos. No podemos dejarles marchar del lugar de los hechos sin un mínimo de seguridad. Luego las chapuzas me las atribuirían a mí.

– Ramiro, asumo mi responsabilidad en presencia del presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid en funciones y de la señora ministra. El jefe de Gobierno exige un memorándum previo para dentro de media hora y para media hora después ya he convocado una rueda de prensa. El hotel está rodeado de las televisiones de medio mundo y de público que se ha enterado de lo sucedido por la radio. Tengo el oído taladrado por los gritos que me han pegado los directores de los diarios que no saben qué decir en las ediciones que están ya imprimiendo. Le doy un cuarto de hora, Ramiro y que caiga sobre mí esta cruz. ¿Quién le queda?

– Álvaro Conesal.

– Voy a avisarle -advirtió Carvalho y salió de la habitación morosamente, sin perderse el litigio entre Ramiro y su jefe.

– No le garantizo que no tenga que hacer algún flash back.

– Pero ¿quién se cree usted? ¿Almodóvar?

Carvalho precipitó los pasos cuando salió de la estancia y se acercó al comedor donde las masas se arremolinaban en torno del Nobel.

– ¡Dígase si se tercia que todos somos asesinos y como tales quedamos retenidos por la Justicia, pero no se nos toquen los cojones con moratorias que esconden la falta de capacidad de decisión del desgobierno socialista!

Aplaudían hasta los socialistas y los paniaguados del socialismo, mientras Sánchez Bolín intentaba imponer su brindis con la copa de cava alzada.

– ¡Por la caída del régimen!

Carvalho rescató a Álvaro. El Nobel era el más aplaudido, pero Álvaro era el más interrogado. Caminó junto al muchacho hacia el interrogatorio, pero le detuvo a unos metros de la puerta.

– Usted es mi cliente y quiero ser honesto con usted. Le espera una pregunta especialmente desagradable.

Álvaro tragó saliva y aplazó un tiempo la respuesta.

– Lo supongo, ¿la novela de Ariel Remesal?

– Sí.

– Iñaki es un hijo de puta.

– ¿Eso es todo?

– Casi todo. Supongo que usted ya se habrá enterado de que los sexos no son sólo dos.

– ¿No le parecen suficientes?

Álvaro no transmitía irritación, incluso parecían sonreírle los ojos. Carvalho había cumplido y le abrió camino hasta la puerta por la que salía un airado jefe superior de policía y las restantes autoridades. El jefe superior de policía iba repasando en un murmullo las frases que había tramado para tranquilizar al público: «Si han podido esperar una eternidad, ¿no podrán esperar treinta minutos?…» Álvaro atendió el requerimiento de Ramiro y arrugó la nariz porque la habitación olía a humanidad cansada.

– Los acontecimientos se precipitan y debo concluir mi encuesta cuanto antes.

– Realmente los ánimos están muy excitados.

– Usted salió frecuentemente del salón y finalmente se contabiliza una ausencia más amplia, al final de la cual volvió con la noticia, primero retenida, de que había encontrado a su padre muerto.

La cabeza de Álvaro dijo sí.

– Más o menos. Mi padre se sintió mal y tuvo tiempo de llamar al médico. Ahí empezó la cadena de descubrimientos.

– Cuando confirmó la defunción bajó al comedor, se lo dijo confidencialmente al señor Carvalho y a su madre de usted. Bien, conozco, por sus manifestaciones previas, todo lo referente al descubrimiento del cadáver, pero me gustaría saber a través de sus labios tres cosas, sólo tres cosas que me parecen importantes. Primera: ¿conocía usted la causa de la profunda depresión que su padre padecía esta noche?

– Sí. Acababa de tener una entrevista con el gobernador del Banco de España y mañana o pasado mañana se sabrá que todo el sector bancario de nuestros negocios ha sido intervenido.

– ¿Pudo su padre suicidarse ante el miedo a arruinarse?

Álvaro se echó a reír para sorpresa de los presentes. Carvalho se limitó a cerrar los ojos.

– Mi padre no estaba arruinado. Era demasiado rico para arruinarse. Es demasiado rico para arruinarse.

– Se me ocurre que el número de personas que odiaban a su padre no caben en este salón.

– Apenas si caben en España, sumadas a las que lo idolatran.

– ¿Y usted? ¿Le odia? ¿Le idolatra?

– Le odié cuando me tocó odiarle. Ahora me era no sólo indiferente sino inverosímil.

– ¿Inverosímil?

– Exactamente. Inverosímil quiere decir poco creíble. Mi padre me parecía poco creíble como padre e incluso su existencia me parecía poco creíble, como si fuera fruto de un guión de cine que me había implicado a mí. Sin ganas. Creo que tenía otras dos preguntas.

– ¿Relaciona usted el asesinato con la proclamación del premio?

– Totalmente. Se buscaba un escenario grandioso, multiplicador y éste lo era.

– Pero imagínese que mañana aparece la noticia de su ruina o de lo que sea, ¿no es también un escenario grandioso?

– Probablemente quien lo haya matado desconocía sus problemas económicos o no le importaban.

– ¿Alguien parecido a usted? A usted no le importan los problemas económicos de su padre.

– Me afectan, pero no me importan.

Ramiro pestañeó como si estuviera ametrallando a Álvaro Conesal.

– ¿Sabe usted lo que acaba de decir? ¿Sabe que de seguir este criterio quedan fuera de sospecha todos los candidatos a asesino por el lado de los negocios o la política?

– No necesariamente, pero es probable.

Ramiro estaba indignado contra todo y contra nada, daba paseos, miraba el reloj, cabeceaba, pero había prometido tres preguntas y sólo había hecho dos.

– ¿Quién iba a ganar el premio?

– No lo sé. No me importaba demasiado. Presencié toda clase de tráficos de influencia y algunos trataron incluso de utilizarme a mí. Finalmente cumplí con mi deber, ayudé a montar este show y eso fue todo.

– ¿Conocía la novela presentada por Ariel Remesal y encargada por Regueiro Souza?

– La sospechaba.

– ¿La sospechaba? ¿Eso es todo?

– La sospechaba. He dicho lo suficiente. No la he leído, pero la sospechaba.

– ¿No le molestaba la idea de que esa novela la leyera su padre?

– Soy partidario de la libertad de lectura. Mi padre era un ser vivo con sus propios problemas de supervivencia biológica y mental. Igual que yo. Quizá conociera el contenido de la novela, pero no, no la había leído, de lo contrario me habría hecho algún comentario y además mi padre conocía mi homosexualidad, aunque sin duda no le habría gustado saber que mi primera relación se produjo con Regueiro Souza. Mi padre era tan egocéntrico que lo hubiera interpretado como una agresión sexual a su persona. Mi padre sólo leyó, y no creo que acabara, la novela ganadora, o mejor dicho, la que iba a ganar.

– El señor Regueiro Souza nos ha dicho que entregó una copia de la novela a su madre de usted.

– Celso es muy extravertido. Sobrestimaba el miedo que mi padre podía sentir ante mis vicios privados.

– Su padre murió porque alguien sustituyó el contenido de las cápsulas de Prozac por un veneno fulminante, alguien que pudo incluso hacer la sustitución en otro momento, puesto que su padre llevaba las pastillas encima o las tenía en su domicilio.

– Mi padre disponía de reservas de Prozac en todos los lugares donde previera instalarse, la suite del Venice uno más. Era un problema de intendencia, como los batines de seda o las botellas de whisky.

– Es decir, que esas pastillas sólo pudieron ser manipuladas o sustituidas aquí. Pero ni siquiera es forzoso que esa manipulación o sustitución se hiciera hoy.

– Sí. Ayer mi padre durmió aquí y tomó Prozac de ese mismo frasco. La sustitución debió de hacerse hoy.

– Señor Conesal, he hablado con todos cuantos salieron de este salón para ponerse en contacto con su padre y de todo lo que no entiendo hay algo que me es especialmente inexplicable. Su padre convoca un premio y la noche misma de la concesión no sabe quién va a ganarlo, no se encuentran los originales finalistas y es de prever que haya un ganador. Su padre escribió unas notas enigmáticas y envolvió con un círculo la palabra Ouroboros. ¿Qué le dice esta palabra?

– Nada especial, que yo sepa.

Ramiro se encogió de hombros. Álvaro podía marcharse y el jefe superior de policía comunicar que la fiesta había terminado.

– Le comunico que he hecho detener al señor Oriol Sagalés como presunto autor del asesinato. Lo digo porque puede circular en cualquier momento y no quiero que se sorprenda.

El rostro de Álvaro era de escepticismo o de desilusión. Ni Ramiro supo aclararlo, ni Carvalho, que le acompañó de retorno al salón sin esperar ni ofrecer una palabra. El jefe superior de policía se metió en la habitación con sus hombres y Álvaro afrontó el retorno al comedor seguido de Carvalho.

– ¿Cómo está la cosa, Álvaro?

La pregunta la había hecho alguien en concreto pero parecía que la habían hecho todos los presentes, menos un extraño orfeón compuesto en torno de la mesa donde permanecía el Nobel realmente existente, que además actuaba de director polifónico secundado por el académico Daoiz y el escritor Sánchez Bolín.


Los estudiantes navarros

cuando van a la posada

lo primero que preguntan

chin pon jódete patrón saca pan y vino,

chorizo y jamón

¡y un porrón!


Que adonde se acuesta el ama.


Leguina se había aflojado la corbata, estaba con los codos desparramados sobre una mesa en la que sólo le hacía compañía la ministra.

– Tengo ganas de que tome posesión de una vez el nuevo presidente. El poder a veces no corrompe pero te convierte en una esponja, en lo más parecido a una esponja que absorbe lo que le echen. Lo que más deseo en este mundo es recuperar el esqueleto.

La ministra le dedica sonrisas cariñosas consoladoras de cesantes.

– Yo también tengo ganas de volver a mi tierra y vestirme como me dé la gana sin que me miren como a un bicho raro. Aquí en Madrid todas las mujeres visten de beige.

– Es que los valencianos tenéis otro sentido del color.

– Y de la estética, Joaquín. Porque aquel asno que se llamó Unamuno dijo que nos ahogaba la estética, pero es que aquí a todo el mundo le ahoga el requesón. ¡Es que hay una mala leche en Madrid, Leguina!

– ¿Qué te gustaría ser cuando fueras mayor?

– Marchante de pintores y viajar mucho. Descubrir nuevos talentos. Vivir un año en Bali.

Leguina contemplaba torvamente a todos los presentes.

– Qué lástima que eso de la revolución sea mentira y no se pueda acabar con tanto chorizo. En España no hay los suficientes trigales para el pan que se necesita para tanto chorizo. Seguro que este lío lo han montado Mario Conde y Pedro J. Ramírez.

– ¡Por la caída del régimen!

Elevaba su copa y su brindis un hipercalórico Sánchez Bolín, propuesta que secundaron educadamente Leguina y la ministra, pero que acogió con frialdad el premio Nobel realmente existente.

– No me toque usted a Su Majestad que es alto y rubio y cualquier presidente de la República sería calvo, regordete y tan bajito que levantaría el polvo de los caminos cuando se pegara pedos, como usted.

Mudarra Daoiz prefería continuar la vena canora y desafinaba unas veces atipladamente y otra cual barítono de fondo una versión de Antonio Machado musicada por Serrat.

Caminante no hay camino,

se hace camino al andar.


La única persona viva que le secundaba era su esposa, dotada de mejor voz y entonación, pero el duque de Alba decidió abandonarles acompañado por Mona d'Ormesson, determinado a caminar entre mesas llenas de cadáveres a los que ya no les quedaba ni indignación. Allí estaba Beba Leclerq con la mirada perdida en un lugar del salón que sólo ella veía y su marido contemplaba obsesivamente un vaso como si fuera a embestirlo. Aquel novelista jovencito hablaba por los codos con Marga Segurola, extrañamente receptiva, no así Altamirano que había sacado un libro del bolsillo y lo leía ávidamente ajeno a cuantos chuzos cayeran a su alrededor.

– ¿Qué estás leyendo?

Le mostró el libro: Poesía y Estilo de Pablo Neruda, Amado Alonso.

– Es una edición vamos a llamarla de bolsillo de Sudamericana del año 66.

– ¡1966! Yo entonces era un joven jesuíta que estudiaba en Frankfurt y organizaba encuentros entre marxistas y católicos.

– ¿Quién recuerda ahora a los grandes humanistas de la República, Amado Alonso, Sánchez Albornoz, Américo Castro, Cansinos Asens, Guillermo de Torre…? En 1936 este país empezó a ser peor para siempre.

– Hay países que nacen para hacer la historia y otros para padecerla.

Mona cogió por el brazo al melancólico duque y apostilló:

– Eso no es de la escuela de Frankfurt, duque, eso es de Nietzsche.

– Sea de Nietzsche o de Perico de los Palotes, es una verdad como un templo. He tenido la santa paciencia de esperar durante los veinte años de la Transición que este país fuera normal, abandonara el cultivo de la perversa diferencia metafísica propiciada por aquel generalote de espíritu miserable. Y no se ha producido el milagro. Modernidad, sí, pero con caspa y sarro.

– Duque, duque, te traiciona tu nostalgia del ancien régime.

– Tú lo has dicho, Mona. Deberíamos ponernos de acuerdo para volver a empezar bien la Modernidad. El siglo dieciocho. Después de Carlos tercero, un nuevo impulso ilustrado, un enciclopedismo español. Las revoluciones hay que hacerlas a tiempo y lo peor que le puede ocurrir a una revolución es el destiempo como a la Soviética. Llegó demasiado pronto. La finalidad histórica de la Revolución Soviética sólo será posible en el próximo siglo y condicionada por la necesidad de sobrevivir, de repartir lo que nos dejen a escala planetaria todos estos tiburones planetarios.

– Está vacante la plaza de Lenin, duque.

– Chi lo sa.

Pasó el duque ante la mesa de los financieros distantes que no se hablaban y consumían sus bebidas con la melancolía con la que los extravertidos descubren que la realidad no les merece.

– Ése sí que lo tiene bien. Duque consorte, rentas y primera página cuando quiere -comentó Regueiro Souza. Hormazábal localizó con la mirada al objeto de su comentario y sonrió conmiserativamente.

– Estos aristócratas no duran ni veinticinco años. Son puro museo.

El mejor vendedor de libros del hemisferio occidental español trataba de venderle a Sanitarios Puig, S. A. una colección completa de enciclopedias Helios.

– La gente se cree que sólo disponemos del Diccionario enciclopédico, pero el concepto de lo enciclopédico va más allá. ¿Sabía usted que disponemos de textos enciclopédicos de la Ciencia, el Arte o la Historia, elaborados a partir de la obra de un millar de premios Nobel?

– ¿Tantos premios Nobel hay?

– Un montón. Piense que no sólo están los de Literatura, los más conocidos, sino también los de Ciencias o Economía o la Paz o la Pintura.

– ¿Hay premios Nobel de Pintura? -preguntó la señora Puig tan escandalizada como interesada.

– Como si los hubiera. ¿Acaso Picasso no es como un premio Nobel?

– Bajo ese punto de vista, desde luego. ¿Aún tenemos para rato?

El suspiro desesperanzado de la señora Puig se parecía al que emitían Marga Segurola y Alma Pondal, reunidas para sancionar la maldad literaria de los tiempos.

– Cuando yo veo a estos chicos minimalistas que con una novela de ciento cincuenta folios, y ni eso, en los que se limitan a escuchar discos y a transcribir de una manera naturalista una vida tonta y decadente, son jaleados como la esperanza de la literatura española es que me descompongo.

– Marga, contra Franco estábamos mejor. Eramos una sociedad civil con esqueleto crítico, estábamos contra, pero queríamos fervientemente algo, la democracia. Ahora sólo sabemos que no podemos querer nada realmente importante como era acabar con una dictadura.

– Desconocía tus actividades antifranquistas, Alma.

– Mi conciencia era antifranquista pero poca práctica pude hacer porque yo era muy niña, recién salida de las monjas, en seguida casada, traslados de mi marido, los niños, la literatura como consuelo, como inmenso consuelo, ¡qué inmenso consuelo es la literatura!

– ¿Recuerdas esa opción que Semprún se plantea en La Literatura o la Vidal Para mí no hay opción. ¡La Literatura!

– Tú puedes decirlo porque no tienes hijos, pero sí los tuvieras sabrías que la Vida, su vida, la vida de tus hijos es lo más importante y que no puedes vivirla por ellos.

– Sería contraproducente -aclaró el mejor ingeniero de puentes y caminos de España.

– Desde luego, desde luego -concedió Marga y añadió-: No me voy a oponer al criterio de los especialistas. Por cierto, se rumorea que la policía ha retenido a Sagalés, ese joven escritor catalán.

– ¿Joven? Pero si es de mi edad.

– Es que tú eres muy joven, Alma. ¡Has hecho tantas cosas en tan poco tiempo!

– Joven o viejo que se lo queden y nos dejen marchar a los demás -opinó el ingeniero con sentido práctico. Pero a Marga aún le restaba una cita literaria.

– Quizá sin saberlo hayamos vivido lo que Aristóteles llama una anagnorisis, concepto que Northrop Frye analiza con rigor en La estructura inflexible de la obra literaria. Dice Frye que la anagnorisis es el sentido de una continuidad lineal o participación en la acción desde diferentes perspectivas. En los relatos policíacos cuando descubrimos quién lo hizo, el punto de anagnorisis es la revelación de algo que antes constituía un misterio. El lector conoce ya lo que está a punto de ocurrir, pero desea participar en la terminación del diseño.

El jefe superior de policía volvía al salón rodeado de un séquito grave pero aparentemente satisfecho y consiguió avanzar bajo los reflectores de la televisión y las amenazas de los micrófonos. Los fotógrafos daban empujones a los periodistas de la radio porque les ocultaban la imagen de las personalidades y en torno a la llegada de los policías al lugar donde les aguardaban Leguina y la ministra se organizó un zafarrancho de combate. Leguina y la Alborch parecieron delegar en el jefe superior la responsabilidad del momento y el hombre se fue ufano a por la tarima donde el micrófono esperaba desde hacía seis horas la noticia del ganador del I Premio Venice-Fundación Lázaro Conesal. Esta vez sirvió para que el funcionario proclamara con gran satisfacción que la fiesta había terminado.

– Se han cubierto los objetivos previstos por las fuerzas de seguridad y las autoridades que en todo momento han mantenido el control sobre la situación. Pueden marchar a sus casas.

– En este país todo termina en un parte de guerra -se quejó Sánchez Bolín al primero que encontró. Puig, S. A. se rió mucho por la ocurrencia y trató de saber con quién se jugaba la conversación y los pasos que le devolvían a la normalidad.

– Usted, ¿escribe o trabaja?

Sánchez Bolín miró neutralmente a aquel hombre tan excesivamente encantador, capaz de mantener la sonrisa llena de dentadura y la mano sobre su brazo y le contestó:

– Trabajo.

Había cola y empujones para abandonar cuanto antes el regusto de la fiesta abortada y ya iba de boca en boca la noticia de que el escritor Oriol Sagalés permanecía retenido por la policía. Los tertulianos radiofónicos debían comentar todo lo ocurrido ante los micrófonos de sus respectivas emisoras y apenas les quedaban dos horas para desperezarse y encontrar una argumentación crítica. Pero ¿contra quién?, ¿contra qué? ¿Contra los premios literarios? ¿Contra la estricnina? ¿Contra Sagalés?

– Hablad mal de los socialistas. Tenéis el éxito asegurado. Hablad mal de mí -les ofrecía Leguina retador.

– El crimen puede ser la más completa de las Bellas Artes -opinaba el mejor novelista y poeta gay de las dos Castillas a quien quisiera retener sus opiniones, pero eran tantas las prisas por abandonar el comedor que ya sólo le quedaba como interlocutor el naviero borracho, entre dos cabezadas y dos regüeldos de su perplejo estómago, incapaz de comprender cómo había podido almacenar tanto alcohol desde el mediodía.

– Tienes toda la razón, chico. Sobre todo si no te matan a ti.

– ¡Hay tantas maneras de que te maten!

– Sólo hay una, muchacho. Que te maten.

Había nacido una gran amistad y Sagazarraz se puso en pie apoyándose sobre un brazo de Andrés Manzaneque. Así consiguió el naviero de barcos dedicados a la pesca del calamar ponerse en pie, dar los primeros pasos y los segundos utilizando a su joven compañero como muleta. Pero nada más llegar a las puertas del hotel, Sagazarraz se desplomó en lo alto de la escalinata con la exactitud del plomo y de la retaguardia dé los fugitivos. Manzaneque repescó a un médico y a Terminator Belmazán que acudieron a su llamada. El médico desabrochó el cuello de la camisa del caído, le palpó las venas del cuello, le tomó el pulso. Estaba evidentemente muerto y los tres únicos testigos de lo sucedido reaccionaron profesionalmente. El médico habló de no tocar el cadáver, Terminator Belmazán señaló al yaciente como si se lo ofreciera a Manzaneque.

– Ahí tienes un best seller. Te lo ofrezco a ti porque tienes mucho futuro por delante. Te garantizo el premio Almansa.

Fue cuando el mejor novelista y poeta gay de las dos Castillas recuperó de pronto el fragmento de Oscar Wilde que había querido rememorar a lo largo de toda la noche y se lo recitó a Belmazán.

Y sin embargo, cada hombre mata lo que ama, sépanlo todos. Unos lo hacen con una mirada de odio. Otros con palabras que acarician. El cobarde con un beso. El valiente con una espada. Unos matan su amor cuando son jóvenes, otros cuando son viejos. Algunos lo estrangulan con las manos del deseo, otros con las del oro, los mejores utilizan un cuchillo, porque asilos muertos se enfrían en seguida…

Álvaro y Carvalho habían esperado la vaciedad total del comedor y lo atravesaron, así como el hall bajo las palmeras dormidas aunque muertas, para buscar refugio en el bar. Fue allí donde Carvalho vio al falso negro con los ojos llenos de telarañas y el tinte amenazado por el sustrato blanco. También estaban las dos mujeres. Una era Carmela que dormitaba en una esquina del sofá que marcaba el perímetro de toda la estancia, con los brazos cruzados sobre el bolso y la boca ligeramente abierta. La otra era la madre de Álvaro que se levantó para abrazarse a su hijo. Estaba conmovida y asustada.

– Álvaro. Tú estás a salvo. Eres lo único importante que me queda.

Él no estaba ni conmovido ni asustado y lo exteriorizó sacándosela de encima con enérgica suavidad. Parecía estar acostumbrada la mujer al distanciamiento de su hijo y volvió a dejarse caer en su asiento jugueteando con la mirada con los pocos asideros que le ofrecía el bar casi vacío.

– No puedo velar a tu padre. Me horroriza ese aspecto, esa horrible muerte, ese horrible cuerpo que le ha quedado. No me parece él.

– Es él, mamá, es él.

– Ha muerto tan horriblemente como ha vivido. Tan horriblemente como era. Sin saberlo. Nunca me pidió todo lo que yo podía darle.

Álvaro se había situado más allá de la barra y estaba sirviéndose, prescindiendo del falso camarero negro en pleno decoloramiento. Carvalho no quiso despertar a Carmela y se acodó en el mostrador para compartir lo que bebiera el muchacho. Ron, tónica, mucho hielo, lima. Estaba bueno y era refrescante. Carvalho distrajo la mirada sobre el camarero y éste le correspondió abriendo desmesuradamente los ojos para exagerar el contraste del blanco de sus ojos.

– ¿A qué hora le subió las pastillas de Prozac a don Lázaro?

Los ojos del falso camarero negro se abrieron hasta la desmesura, pero luego se cerraron, como tratando de consultar un reloj mental interior. No se apartaban de los de Carvalho como preguntándole: ¿Por qué te metes en lo que no te importa? ¿Qué te he hecho yo para que me preguntes esto? ¿No te he dado conversación y buen whisky?

– ¿No era usted el jefe de intendencia? ¿No era usted el encargado de que no faltara el whisky ni el Prozac?

– A las once y media aproximadamente. Fue a causa de una llamada interior desde el teléfono directo que el señor Conesal tenía en su suite. Había observado que no estaba allí la caja de Prozac.

– Usted es su proveedor habitual.

– Sí.

Carvalho hizo un gesto como entregándole a Álvaro al culpable, pero al muchacho sólo le quedaba cansancio. Fue Carvalho quien le preguntó al barman:

– ¿Por qué? ¿Por qué lo ha hecho? ¿Ha sido por lo de su hermana?

– Por lo de mi hermana, ¿qué?

– Las pastillas contenían veneno.

Los buenos barman deben acoger con frialdad la acusación indirecta de que pueden ser el asesino, pensó Carvalho, pero en el aplomo del falso negro había otro componente que se hizo sonrisa negra. Ahora Simplemente José le hablaba inplacablemente a su señorito:

– La caja de pastillas me la dio su madre, don Álvaro. Me dijo que había notado que su padre no las tenía en la mesilla de noche y me las dio para cuando él las reclamara. Si usted recuerda me acerqué a la mesa durante la cena abandonando mi habitual puesto de trabajo. Su madre me había hecho llamar.

Esta vez Carvalho se separó de la barra y pensó qué debía decir. El cansancio le caía encima como una catarata de relente y madrugada. No debía decir nada. Simplemente despedirse. Le tendió una mano a Álvaro que él le estrechó sin entender por qué se la tendía, ni por qué se la estrechaba.

– Asunto terminado. Me vuelvo a Barcelona. ¿Quién me acompaña al aeropuerto?

Simplemente José se estaba quitando la negritud con un delantal.

– Yo lo haré. El aire fresco me desvelará.

Carvalho removió el cuerpo de Carmela hasta despertarla. De reojo veía todas las heridas de la noche grabadas en el rostro hierático y arrugado de la madre de Álvaro y al muchacho con la cabeza entre las manos y los codos sobre la barra.

– Me llevan al aeropuerto. Vente conmigo, Carmela.

Había cara de susto en el rostro de Carmela, resucitado de entre los sueños.

– ¿A qué aeropuerto? ¿Qué pasa?

– ¿No recuerdas que nos despedimos en un aeropuerto hace quince años?

Carmela lo recordaba y se dejaba conducir por Carvalho hacia la salida donde se mezclaron con el último reguero de invitados a la desbandada. Se hablaba de un muerto, de dos muertos y vieron partir una ambulancia que Carvalho supuso llevaba los restos de Conesal. Al pie de la escalinata del Venice un coche de la policía esperaba a un huésped, el personaje de la noche y del día, Sagalés, el novelista desairado que asesinó a Conesal por despecho literario y sexual. El inspector Ramiro estaba junto a la portezuela con los brazos cruzados sobre el pecho y al ver que Carvalho y una acompañante femenina se situaban a unos metros, como a la espera de un taxi, hizo una señal amistosa hacia el detective y luego lo pensó mejor y fue a su encuentro.

– Sigo sin entender cómo Sagalés sustituyó el frasco de cápsulas normales por el de las cápsulas adulteradas. A no ser que mienta su mujer cuando dice que el frasco no estaba en la mesilla de la habitación cuando la compartió con Conesal.

– Hágame caso. No se encariñe con el detenido. Le va a durar poco. Déjele vivir por una noche el sueño de ser un falso culpable, el falso culpable más notorio de la Historia de la Literatura Española. Todos estos escritores son iguales. Gente normal que tiene más miedo que los demás a que nadie sepa lo que piensan y lo que sienten. Son exhibicionistas frustrados. Si tuvieran cojones se irían por los parques con la desnudez cubierta por una gabardina y enseñarían sus encantos a las muchachas o a los muchachos en flor. Pero como no se atreven, escriben para seducir. Seguro que dentro de unos años a Sagalés le saldrá una novela sobre lo que hoy le ha ocurrido. Pero mañana por la mañana usted lo verá todo más claro.

– ¿Me está usted diciendo que un detenido convicto y confeso no es el culpable?

– Le estoy diciendo que ya es de día.

El Jaguar frenó ante Carmela y Carvalho. Al volante iba el hombre para todo, fresco como una rosa marchita regenerada por una ducha rápida, impecable dentro de su uniforme de chófer almirante suizo y con la piel más blanca que nunca. Cuando Carmela se sintió dentro del coche exclamó:

– ¡Guai! ¡Qué cosa más guapa! Debuten. ¿Y adónde me llevas si se puede saber?

– A un avión particular que nos llevará hasta Barcelona. Te invito unos días en mi casa. Esta noche no hemos podido hablar y tenemos una conversación pendiente desde 1980.

– Pero bueno, ¿usted ha oído esto?

El chófer lo había oído pero como si nada.

– O sea que te vas hace quince años. Nos decimos cuatro cosas tristes al pie de un avión de Iberia y vuelves en un avión privado, ¿tuyo?

– No.

– Que ni siquiera es tuyo y me propones que me vaya a Barcelona, como si nuestra despedida hubiera ocurrido hace una hora y yo estuviera en condiciones de cambiar de ciudad, de vida porque te lo pide el cuerpo.

– Se cambia de vida así o no se cambia.

– ¿Y aquella novia que tenías? ¿Y tu socio, o lo que fuera?

– Charo me abandonó hace unos tres años. Quizá cuatro. Vive en Andorra. Ha dejado la prostitución y trabaja de recepcionista de hotel. Biscuter trata de emanciparse, de encontrar sus razones para vivir al margen de ser mi ayudante para todo. Sólo mi vecino Fuster sigue siendo Fuster, pero está muy asustado porque todos sus amigos van teniendo infartos de miocardio. Es imposible emborracharse con él. Ni siquiera mi ciudad es mi ciudad. Los Juegos Olímpicos la han convertido en una desconocida para mí. Es como si sobre ella hubieran pasado aviones fumigadores que han matado todas las bacterias que rae permitían sobrevivir.

– ¿Y por qué no te quedas tú en Madrid?

– Madrid fue la capital de un imperio por casualidad. Ahora es la capital de un inmenso cansancio. En Barcelona en el fondo nunca nos pasa nada. Todo lo que nos pasa es por culpa de Madrid. Esta ciudad vuestra siempre está llena de un millón de personas raras. En 1945 de un millón de cadáveres. En 1980 de un millón de chalecos. Ahora de un millón de nuevos ricos.

– Pues qué quieres que te diga, a mí Barcelona me parece una ciudad sosa y en Madrid se ven mucho más claras las contradicciones del capitalismo salvaje. Además mañana tengo mucho que hacer. Trabajo en la sección de refugiados de la ONU por las mañanas. Por la tarde tengo reunión en SOS Racismo y luego debo coordinar un grupo sobre la ayuda a Chiapas. Yo, como ayer. Mientras haya hijodeputas en el mundo, yo, como ayer.

– El avión es casi tan bonito como este coche y lo viviremos para ti y para mí solos.

– Qué quieres que te diga, este coche me da corte. ¿De qué raza es?

– Un Jaguar.

– Pues será un Jaguar o lo que tú quieras, pero a mí me da corte.

Apoyada sobre el respaldo del asiento, Carmela estudiaba a aquel antiguo desconocido y Carvalho leyó en sus ojos un sorprendido diagnóstico comparativo con el que sin duda ella había establecido quince años antes.

– Estás cansado.

– La noche ha sido larga.

– No rae refiero a la noche. Estás cansado. Sea de noche o sea de día. Mañana por la mañana seguirás estando cansado.

– Es probable.

– Quédate.

– También estoy cansado para quedarme. Siento haberte presionado. Si quieres el chófer te lleva a casa antes de acercarme al aeropuerto.

– Me gusta despedirte en los aeropuertos.

Carmela tenía cuarenta años y de pronto a Carvalho le pareció casi una muchacha, una muchacha que le regalaba su compañía hasta el momento de una despedida que la liberaría de una querencia enquistada. Ella seguía estudiándole y él no fue capaz de devolverle la investigación, recorriendo uno por uno los detalles de su anatomía sazonada. Había conseguido reunir los quilos de más que Carvalho le había exigido, pero cada despedida tiene su melodía secreta y así como había sonado para él quince años antes, esta vez la despedida sólo convocaba el silencio de los deseos y finalmente el de la memoria. Hace quince años ella habría secundado la locura de subirse a un avión para dos, de madrugada, casi de amanecida, porque las claridades se colaban por los cielos altos de Madrid.

– ¿De quién es el coche? ¿Y el avión?

– De Lázaro Conesal.

– ¿Del muerto? ¡Qué grima! ¿Trabajabas para él?

– Hoy. Sólo hoy.

– Pues vaya día para empezar a trabajar para Lázaro Conesal. A esto se llama trabajo precario.

– Estoy cansado, tienes razón. De mí mismo en parte. Además este país cansa. Esta gente cansa. No sé por qué, pero supongo que ser suizo u holandés o francés debe de ser mucho más relajado. Tengo ganas de irme una temporada y he aceptado un encargo en Buenos Aires. Te gustaría la historia. Encontrar a un desaparecido.

– ¿Todavía quedan desaparecidos?

– Un desaparecido residual, voluntario. Alguien que ha querido desaparecer, pero cuya historia se relaciona con la de los desaparecidos bajo la Junta Militar.

Carmela le observaba atentamente.

– Es curioso. Me estás hablando como si nunca se hubiera interrumpido nuestra conversación y a mí me parece lo más natural de este mundo.

– ¿No te gustaría ir a Buenos Aires conmigo?

– Pero bueno, ¡tú eres una agencia de viajes!

El chófer enseñó sus credenciales y los guardianes del aeropuerto le permitieron seguir hasta el pie del Père Lachaise. Para Carvalho era un pájaro familiar que le esperaba para el último viaje. El chófer le entregó una carpeta y un sobre en el momento de despedirse.

– Me lo ha dado el señorito Álvaro para usted.

Se cuadró el chófer barman hispanista falsamente negro.

– Aquí tiene a su disposición a Simplemente José.

Carmela le siguió maquinalmente hasta la escalerilla, pero tanto Carvalho como ella tenían ganas de concluir la escena. Se besaron las dos mejillas y en el viaje de las caras los labios se rozaron, pero ni el hombre ni la mujer hicieron ningún esfuerzo para ultimar el encuentro de las bocas.

– Que no pasen quince años.

– No. No pasarán quince años.

A punto de meterse en el avión se volvió para despedirse de ella, pero Carmela le daba la espalda avanzando hacia el Jaguar que la devolvería a casa, a Dios nos pille confesados, a sus militancias altruistas, a todas las militancias altruistas necesarias en el final del segundo milenio y Carvalho no esperó a que se volviera antes de subir al coche, se metió en el avión y recibió un saludo relajado del mismo piloto de la madrugada anterior. Las azafatas avanzaban majestuosas por el pasillo central, irreales, como si fueran hologramas de sí mismas, pero no le tentaron esta vez los canapés ni la carta de vinos excelentes, ni siquiera el whisky. Se sentía saturado de alcohol, palabras y sensaciones y cuando el avión empezó a remontarse abrió el sobre que le había hecho llegar Álvaro a través de Simplemente José, el hombre para todo. Era un cheque. El resto del dinero acordado. Una azafata le dejó a mano la edición de un diario recién cocido.

Lázaro Conesal asesinado antes de poder fallar

el premio Venice.

La policía ha detenido al escritor Oriol Sagalés

como sospechoso del crimen.

Fallece de la impresión uno de los invitados:

el naviero Justo Jorge Sagazarraz.

El tercer titular le llenó el alma de compasión hacia sí mismo y pidió a una de las azafatas que le sirviera un whisky doble.

In memoriam -añadió enigmáticamente. Pero le atraía sobre todo abrir la carpeta adjunta y al hacerlo se encontró con el original de una novela. Empezó a leerla. Apenas tres páginas. Hasta que se dio cuenta de que ya la había vivido:

Ouroboros. Novela. Barón d'Orcy.

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