III. La mirada de los ausentes

A las siete de la mañana siguiente me encontré bajando por la calle 80, con un café negro como todo desayuno, rumbo a las salidas occidentales de la ciudad. Era una mañana encapotada y fría, y el tráfico a esa hora resultaba ya denso y aun agresivo; pero no tardé demasiado en llegar a las fronteras de la ciudad, allí donde los paisajes urbanos cambian y los pulmones notan la brusca ausencia de la contaminación. La salida había cambiado con los años: vías amplias y recién pavimentadas que ostentaban el blanco refulgente de sus señalizaciones, esos pasos de cebra, la línea intermitente en la calzada. No sé cuántas veces hice de niño trayectos similares, cuántas veces subí a las montañas que rodean la ciudad para luego hacer un descenso drástico, y así pasar en cuestión de tres horas de nuestros dos mil seiscientos metros fríos y lluviosos al valle del río Magdalena, donde algunos lugares quedan por debajo del nivel del mar y las temperaturas pueden acercarse en ciertas zonas malhadadas a los cuarenta grados centígrados.


Era el caso de La Dorada, la ciudad que marca la mitad del camino entre Bogotá y Medellín y que suele servir a los que hacen ese recorrido de parada o lugar de encuentro o incluso balneario de ocasión.

En los alrededores de La Dorada, en un lugar que por la descripción parecía ajeno a la ciudad, a su ajetreo de pavimento y tráfico pesado, vivía Maya Fritts. Pero yo, en lugar de pensar en ella y en el azar que nos había puesto en contacto, me pasé las cuatro horas de trayecto pensando en Aura o, mejor, en lo que había ocurrido con Aura la noche anterior.


Después de tomarle dictado a Maya Fritts y de acabar con un mapa mal hecho sobre el reverso de una página (del otro lado estaban los apuntes para una de mis próximas clases: discutiríamos el derecho que tenía Antígona a violar la ley para enterrar a su hermano), Aura y yo habíamos cubierto la rutina de la noche de la manera más pacífica posible, haciendo la comida entre los dos mientras Leticia veía una película, contándonos nuestros días respectivos, riendo, tocándonos al cruzarnos en la cocina estrecha. Peter Pan, ésta le gustaba mucho a Leticia, y también El libro de la selva, y Aura le había comprado dos o tres shows de los Muppets, menos para darle gusto a la niña que por satisfacer ella sus nostalgias privadas, el cariño que le tenía al Conde Contar, el desprecio fácil que sentía por Miss Piggy. Pero no, no eran los Muppets lo que sonaba esa noche en la televisión de nuestro cuarto, sino una de aquellas películas. Peter Pan, sí: era Peter Pan lo que estaba sonando -«esta historia ha sucedido antes y volverá a suceder», decía el narrador anónimo que la presenta- cuando Aura, enfundada en un delantal de tela roja con el anacrónico rostro de Papá Noel, me dijo sin mirarme a los ojos:

«Compré una cosa. Recuérdame después que te la muestre.»

«¿Qué cosa?»

«Una cosa», dijo Aura.


Estaba removiendo algo en los fogones, el extractor de humo funcionaba a toda marcha y nos obligaba a levantar la voz, y la luz de la campana le bañaba el rostro con un tono cobrizo.

«Qué linda eres», le dije. «No me acostumbro.»

Ella sonrió, me iba a decir algo, pero en ese momento apareció Leticia en la puerta, silenciosa y discreta y peinada con una cola de caballo, el pelo castaño todavía mojado por el baño reciente. La levanté del suelo, le pregunté si tenía hambre, y la misma luz cobriza le dio en la cara: sus facciones eran las mías, no las de Aura, y eso siempre me había conmovido y decepcionado al mismo tiempo.


Esa idea estuvo curiosamente fija en mi cabeza mientras comíamos: que Leticia se hubiera podido parecer a Aura, hubiera podido heredar la belleza de Aura, y en cambio había heredado mis rasgos toscos, mis huesos demasiado gruesos, mis orejas demasiado visibles. Tal vez por eso estuve mirándola tanto cuando la llevé a la cama.


La acompañé un rato en la oscuridad de su cuarto, sólo rota por una lámpara en forma de globo que suelta una luz débil de color pastel y cambia de tono a lo largo de la noche, de manera que el cuarto de Leticia es azul cuando me llama porque ha tenido una pesadilla, y puede muy bien ser rosado o verde claro cuando me llama porque se le ha acabado el agua de su botellita. En fin: allí, en la penumbra de colores, mientras Leticia se quedaba dormida y el susurro de su respiración cambiaba, yo espiaba sus facciones y los juegos de la genética en su rostro, todas esas proteínas moviéndose misteriosamente para imprimir mi mentón en el suyo, mi color de pelo en el pelo de mi niña. Y en ésas estaba cuando se entreabrió la puerta y apareció una franja de luz y luego la silueta de Aura y su mano llamándome.

«¿Se durmió?»

«Sí.»

«¿Seguro?»

«Sí.»


Me llevó de la mano a la sala, nos sentamos en el sofá. La mesa del comedor estaba recogida ya y el lavaplatos sonaba en la cocina, su murmullo de vieja paloma moribunda. (No solíamos pasar tiempo en la sala después de la comida: preferíamos acostarnos en nuestra cama y ver una vieja sitcom gringa, algo ligero y alegre y balsámico. Aura se había acostumbrado a prescindir de los noticieros en la noche, y podía bromear acerca de mi boicot, pero comprendía bien la seriedad con que yo me tomaba aquello.

Yo no veía noticieros, era así de simple. Tardaría mucho tiempo en soportarlos de nuevo, en admitir de nuevo que las noticias de mi país invadieran mi vida. «Bueno, mira», me dijo Aura. Sus manos se perdieron del otro lado del sofá y volvieron a aparecer con un paquete pequeño envuelto en papel periódico.

«¿Es para mí?», le dije.

«No, no es un regalo», dijo ella. «O sí, pero es para ambos. Mierda, no sé, no sé cómo se hacen estas cosas.» La vergüenza no era un sentimiento que molestara con frecuencia a Aura, y sin embargo era eso, vergüenza, lo que le llenaba los gestos. Lo siguiente fue su voz (su voz nerviosa) explicándome dónde había comprado el vibrador, cuánto le había costado, de qué forma había pagado para que no quedara constancia de esa compra en ninguna parte, cómo había detestado en ese instante los muchos años de educación religiosa que le habían hecho sentir, al entrar a la tienda de la avenida 19, que cosas muy malas iban a sucederle como castigo, que con esa compra acababa de merecer un lugar permanente en el infierno.

Era un aparato de color violeta y de textura rugosa, con más botones y posibilidades que las que yo hubiera imaginado, pero no tenía la forma que yo le hubiera asignado con mi imaginación demasiado literal. Yo lo miraba (ahí, dormido en mi mano) y Aura me miraba mirarlo. No pude evitar que la palabra consolador, que también se usa a veces para este objeto, se me apareciera en la mente: Aura como mujer necesitada de consuelo, o Aura como mujer desconsolada.

«¿Qué es esto?», le dije. Una pregunta estúpida donde las haya.

«Bueno, es lo que es», dijo Aura. «Es para nosotros.»

«No», dije yo, «para nosotros no es».


Me puse de pie y lo dejé caer sobre la mesa de vidrio y el aparato rebotó ligeramente (después de todo, estaba hecho de materiales elásticos). En otro momento el sonido me hubiera causado gracia, pero no allí, no entonces. Aura me cogió del brazo.

«No tiene nada, Antonio, es para nosotros.»

«No es para nosotros.»

«Tú tuviste un accidente, no pasa nada, yo te quiero», dijo Aura. «No pasa nada, estamos juntos.»


El vibrador o el consolador violeta se veía medio perdido entre los ceniceros y los posavasos y los libros de la mesa, todos escogidos por Aura: Colombia desde el aire, un libro grande sobre José Celestino Mutis y otro reciente de un fotógrafo argentino sobre París (éste no lo había escogido Aura, se lo habían regalado). Sentí vergüenza, una vergüenza infantil y absurda. «¿Necesitas consuelo?», le dije a Aura. Mi tono me sorprendió incluso a mí.

«¿Qué?»

«Esto es un consolador. ¿Necesitas consuelo?»

«No hagas esto, Antonio. Estamos juntos. Tuviste un accidente y estamos juntos.»

«El accidente lo tuve yo, no seas imbécil», dije. «El tiro me lo pegaron a mí.» Me calmé un poco. «Perdón», dije. Y luego: «El médico me lo dijo».

«Pero es que fue hace tres años.»

«Que no me preocupara, que el cuerpo sabe cómo hace sus vainas.»

«Hace tres años, Antonio. Lo que está pasando es otra cosa. Y yo te quiero, y estamos juntos.»

No dije nada.

«Podemos encontrar la manera», dijo Aura.

No dije nada.

«Hay tantas parejas», dijo Aura. «No somos los únicos.»


Pero yo no dije nada. Un bombillo de alguna parte se debió de fundir en ese momento, porque la sala estaba de repente un poco más oscura, el sofá y las dos sillas y el único cuadro -unos billaristas de Saturnino Ramírez que juegan, por razones que nunca he logrado descubrir, con gafas oscuras- habían perdido los contornos. Me sentí cansado y necesitado de un analgésico. Aura se había sentado de nuevo en el sofá y ahora tenía la cara entre las manos, pero no me pareció que estuviera llorando.

«Pensé que te iba a parecer bien», dijo. «Pensé que estaba haciendo algo bueno.» Me di la vuelta y la dejé sola, tal vez incluso a media frase, y me encerré en nuestro baño. En el estrecho armario azul busqué las pastillas, el tarrito de plástico blanco y su tapa roja que una vez Leticia había mascado hasta estropear, para gran alarma nuestra (resultó al final que no había descubierto las pastillas escondidas debajo del algodón, pero una niña de dos o tres años está en riesgo todo el tiempo, el mundo entero es un peligro para ella). A punta de agua de la llave me tomé tres pastillas, una dosis mayor de la recomendada o recomendable, pero mi tamaño y mi peso me permiten esos excesos cuando el dolor es mucho. Luego me di una ducha larga, cosa que siempre me alivia; para cuando volví a nuestro cuarto Aura dormía o fingía dormir, y procuré no despertarla o mantener la conveniente ficción. Me desvestí, me acosté a su lado pero de espaldas a ella, y luego ya no supe más: un sueño inmediato me cayó encima.


Era muy temprano, sobre todo para un Viernes Santo, cuando salí a la mañana siguiente. La luz todavía no llenaba el aire del apartamento. Quise creer que fue por eso, por la somnolencia general que flotaba en el mundo, que no desperté a nadie para despedirme. El vibrador seguía en la mesa de la sala, colorido y plástico como un juguete que Leticia hubiera extraviado por ahí.


En el Alto del Trigo una neblina dura bajó sobre los viajeros, repentina como una nube que hubiera perdido el rumbo, y la visibilidad casi nula me obligó a reducir tanto la marcha que las campesinas en bicicleta iban más rápido que yo. La neblina se acumulaba en el vidrio como rocío, de manera que era necesario usar los limpiaparabrisas aunque no hubiera lluvia, y las figuras -el carro de adelante, un par de soldados flanqueando la vía con sus metralletas terciadas, un burro de carga- surgían poco a poco entre aquella sopa lechosa que no dejaba pasar la luz. Pensé en aviones volando bajo: «Arriba, arriba, arriba». Pensé en la neblina y recordé el célebre accidente de El Tablazo, en los remotos años cuarenta, pero no recordé si había sido culpa de la visibilidad de estas alturas traicioneras. «Arriba, arriba, arriba», me dije. Y luego, al bajar hacia Guaduas, la neblina se levantó como se había posado, y de repente se abrió el cielo y un golpe de calor transformó el día: estalló la vegetación, estallaron los olores, aparecieron puestos de frutas a la vera del camino.


Comencé a sudar. Al abrir la ventana en algún momento, para comprarle a un vendedor ambulante una de las cervezas que se calentaban lentamente en una caja llena de hielo, mis gafas oscuras se empañaron con el golpe de calor. Pero el sudor era lo que más me molestaba. Los poros de mi cuerpo estaban, de repente, en el centro de mi conciencia.


Sólo pasado el mediodía llegué a la zona. Después de un trancón de casi una hora a la altura de Guarinocito (un camión con un eje roto puede ser letal en una vía de sólo dos carriles que carece de berma), después de que los farallones se alzaran en la distancia y mi carro entrara en la zona de las haciendas ganaderas, vi la rudimentaria escuelita que debía ver, seguí la distancia indicada junto a un gran tubo blanco que bordeaba la vía y giré a la derecha, en dirección al río Magdalena. Pasé junto a una estructura metálica donde alguna vez hubo una pancarta publicitaria, pero que ahora, vista desde lejos, era una suerte de gran corsé abandonado (unos cuantos gallinazos vigilaban la parcela desde los travesaños); pasé junto a un abrevadero donde bebían dos vacas, los cuerpos muy juntos, estorbándose y empujándose, las cabezas protegidas del sol por un escuálido techo de aluminio.


Al cabo de trescientos metros de una carretera despavimentada, me encontré pasando junto a varios grupos de niños de torso desnudo que se gritaban y reían y levantaban una nube de polvo suelto al avanzar. Uno de ellos alargó una mano pequeña y morena con un pulgar extendido. Me detuve, acerqué el carro a la berma; ya quieto, sentí de nuevo en la cara y en el cuerpo el golpe violento del calor de las doce. Sentí de nuevo la humedad; sentí los olores. El niño habló primero.

«Yo voy hasta donde usté vaya, don.»

«Voy para Las Acacias», le dije. «Si sabe dónde es, lo llevo hasta allá.»

«Pues entonces no me sirve, don», me dijo el niño sin perder ni un segundo la sonrisa. «Es metiéndose por ahí, mire. Ese perro es de ahí. No muerde, tranquilo.»


Era un pastor alemán negro y cansado con una mancha blanca en la cola. Notó mi presencia, levantó las orejas y me miró sin interés; luego dio un par de vueltas debajo de un árbol de mango, la nariz junto a la tierra y la cola pegada a las costillas como un plumero, y al final se acostó junto al tronco y comenzó a lamerse una pata. Le tuve lástima: su pelaje no estaba diseñado para estos climas.


Conduje un rato más, siempre debajo de árboles cuyo denso follaje no dejaba pasar la luz, hasta llegar frente a un portal de columnas sólidas y travesaño de madera del cual colgaba una tabla que parecía recién embadurnada con aceite para muebles, y en la tabla aparecía, pirograbado, el nombre soso y sin gracia de la propiedad. Tuve que bajar para abrir la puerta, cuyo pasador original parecía haberse atascado en su sitio en el principio de los tiempos; seguí avanzando un buen trecho sobre un camino abierto en el prado a fuerza de transitar por él, dos senderos de tierra separados por una cresta de hierba dura; y al final, más allá de un poste donde descansaba un gallinazo pequeño, llegué frente a una casa blanca de una sola planta.


Llamé, pero nadie apareció. La puerta estaba abierta: un comedor de vidrio y una sala de sillones claros, todo bajo el dominio de un ventilador cuyas aspas parecían animadas por una suerte de vida interior, de misión privada contra las altas temperaturas. En la terraza colgaban tres hamacas de colores vivos, y debajo de una de ellas alguien había dejado una guayaba mordida a medias que ahora se devoraban las hormigas.

Estaba a punto de preguntar de un grito si no había nadie en casa cuando oí un silbido, y luego otro, y me costó un par de segundos descubrir, más allá de las buganvillas que flanqueaban la casa, más allá de los árboles de guanábana que crecían detrás de las buganvillas, la silueta que movía los brazos como pidiendo auxilio.


Había algo monstruoso en aquella figura demasiado blanca de cabeza demasiado grande y piernas demasiado gruesas; pero no pude mirarla con la atención necesaria mientras caminaba hacia ella, porque toda mi concentración estaba puesta en no romperme un tobillo con las piedras o los desniveles del terreno, en no rasgarme la cara con las ramas bajas de los árboles. Detrás de la casa brillaba el rectángulo de una piscina que no parecía bien cuidada: un rodadero azul con la pintura dañada por el sol, una mesa redonda con el parasol plegado, la red de limpiar recostada a un árbol como si no hubiera sido utilizada nunca.


En eso pensaba cuando llegué junto al monstruo blanco, pero para entonces ya la cabeza se había convertido en una máscara con velo, y la mano, en un guante de dedos gruesos. La mujer se quitó la máscara, se pasó una mano rápida por el pelo (castaño tirando a claro, cortado con intencionada torpeza, peinado con genuino descuido), me saludó sin sonreír y me explicó que había tenido que interrumpir la inspección de sus colmenas para venir a recibirme. Ahora tenía que volver al trabajo.

«Es una bobada que vaya a aburrirse esperándome en la casa», me dijo pronunciando todas las letras, casi una por una, como si la vida le fuera en ello. «¿Alguna vez ha visto un panal de cerca?»


De inmediato me di cuenta de que tenía mi edad, años más o menos, aunque no podría decir qué secreta comunicación generacional había entre nosotros, ni si eso existe realmente: un conjunto de gestos o de palabras o un determinado timbre de voz, una manera de saludar o de moverse o de dar las gracias o de cruzar la pierna al sentarnos, que compartimos con los otros miembros de nuestra camada.

Tenía los ojos verdes más claros que he visto nunca, y en su cara se daban cita la piel de una niña y la expresión de una mujer madura y trasegada: su cara era como una fiesta de la cual ya se han ido todos. No había adornos en ella, salvo por dos chispas de diamante (me pareció que eran diamantes) apenas visibles en los lóbulos estrechos.

Vestida con su traje de apicultora que ocultaba sus formas, Maya Fritts me llevó a un cobertizo que alguna vez pudo haber sido una pesebrera: un cuarto oloroso a estiércol de cuyas paredes colgaban dos máscaras y un overol blanco.

«Póngaselo», me ordenó. «A mis abejas no les gustan los colores fuertes.»


Yo no hubiera dicho que el azul de mi camisa era fuerte, pero no protesté.

«Yo no sabía que las abejas vieran en colores», le dije, pero ella estaba ya poniéndome un sombrero blanco en la cabeza y explicándome cómo se amarraba el velo de nylon de la máscara. Al pasarme los cordones por debajo de las axilas para abrocharlos detrás de la espalda, me abrazó como un pasajero al motociclista; me gustó la proximidad de su cuerpo (creí sentir la presión fantasma de sus senos sobre mi espalda) pero también la seguridad con que actuaban sus manos, la firmeza o la desvergüenza con que tocaban mi cuerpo. De alguna parte sacó otro par de cordones blancos, puso una rodilla en el suelo, me cerró con ellos las perneras del pantalón y me dijo, mirándome a los ojos sin pudor ninguno:

«Para que no lo vayan a picar en zonas sensibles».

Luego agarró una especie de botella de metal pegada a un fuelle amarillo y me pidió que la llevara, y se metió en los bolsillos un cepillo rojo y una palanqueta de acero. Le pregunté cuánto hacía que tenía este pasatiempo.

«De pasatiempo nada», me dijo ella. «Yo vivo de esto, mi querido. La mejor miel de la región, si no le importa que se lo diga yo.»

«Bueno, pues la felicito. ¿Y hace cuánto produce la mejor miel de la región?»


Me lo explicó de camino a las colmenas. También me explicó otras cosas. Y así supe cómo había llegado a instalarse en esta propiedad que era su única herencia.

«Mis padres compraron el terreno cuando yo nací, más o menos», dijo. De manera, comenté, que esto era lo único que le quedaba de ellos.

«Quedó plata también», dijo Maya, «pero me la gasté en abogados».

«Los abogados son caros», dije yo.

«No», me dijo ella, «son como los perros: huelen el miedo y atacan. Y yo era muy inexperta cuando comenzó todo. Hay que decir que alguien menos honesto me habría podido quitar todo».


Tan pronto como fue mayor de edad y pudo disponer de su vida, empezó a planear la manera de salir de Bogotá, y no había cumplido aún los veinte años cuando lo hizo definitivamente, renunciando a los estudios y peleándose con su madre por eso mismo. Para cuando salió por fin el juicio de sucesión, Maya llevaba ya una buena década instalada aquí.

«Y nunca me arrepentiré de haberme ido de Bogotá», me dijo. «No podía más, detesto esa ciudad. No he vuelto, no sabría decir qué pasa ahora, tal vez usted me pueda contar. ¿Usted vive en Bogotá?»

«Sí.»

«¿Nunca ha salido?»

«Nunca», dije. «Ni durante los peores años.»

«Ni yo. Me tocó todo.»

«¿Con quién vivía?»

«Con mi madre, claro», dijo Maya. «Una vida rara, ahora que lo pienso, las dos solas. Luego cada una escogió su camino, usted sabe cómo funcionan esas cosas.»


En 1992 puso en Las Acacias las primeras colmenas rústicas, una decisión por lo menos curiosa en una persona que, según su propia confesión, no sabía de apicultura más que yo en este momento. Pero aquellas colmenas apenas le duraron unos cuantos meses: Maya no soportaba tener que destruir los panales y matar a las abejas cada vez que recogía la miel y la cera, y en secreto le parecía que las abejas sobrevivientes escapaban llevando el mensaje a toda la región y un día, durante la siesta en la hamaca de la piscina, le caería encima una nube de aguijones vengadores.

Cambió las cuatro colmenas rústicas por tres de panales móviles, y nunca más tuvo que matar a una abeja.

«Pero de eso hace ya siete años», le dije. «¿No ha vuelto a Bogotá en todo este tiempo?»

«Bueno, sí. Para cosas de abogados. Para buscar a la señora aquella, Consuelo Sandoval. Pero nunca he pasado la noche en Bogotá, ni siquiera he dejado que la noche me coja en Bogotá. No lo soportaría, no soporto más de algunas horas.»

«Y por eso prefiere que los demás vengamos a verla.»

«Nadie viene a verme. Pero sí, así es la cosa. Por eso preferí que usted viniera.» «Entiendo», dije. Maya levantó la cara.

«Sí, creo que usted me entiende», dijo. «Cosas de nuestra generación, me imagino. Los que hemos crecido en los ochenta, ¿verdad? Tenemos una relación especial con Bogotá, yo no creo que sea normal eso.»


Las últimas sílabas de su frase quedaron ahogadas en un zumbido estridente. Estábamos a unos pasos del apiario. El terreno allí era ligeramente inclinado, y a través del velo no me quedaba fácil mirar dónde ponía los pies, pero aun así pude asistir al mejor espectáculo del mundo: una persona haciendo bien su oficio. Maya Fritts me tomó del brazo para que nos acercáramos a las colmenas de lado, no de frente, y con señas me pidió la botella que yo había cargado todo el tiempo. La levantó a la altura de la cara y accionó el fuelle una vez, para probar el mecanismo, y un fantasma de humo blanco salió por la boquilla y se disolvió en el aire. Maya metió la boquilla por una abertura de la primera colmena y volvió a oprimir el fuelle amarillo, una vez, dos veces, tres, llenando la colmena de humo, y luego quitó la tapa para fumigar de un golpe el interior. Yo di un paso atrás y me llevé un brazo a la cara, por puro instinto; pero allí donde había pensado encontrarme una revolución de abejas histéricas saliendo a picar lo que se cruzara en su camino, lo que vi fue todo lo contrario: las abejas estaban quietas y tranquilas, y los cuerpos se solapaban. El zumbido cedió entonces: casi fue posible ver las alas deteniéndose, los anillos negros y amarillos dejando de vibrar como si se les hubieran acabado las pilas.

«¿Qué les echó?», pregunté. «¿Qué hay en esa botella?»

«Madera seca y boñiga de vaca», dijo Maya.

«¿Y el humo las duerme? ¿Qué les hace?»


No me contestó. Con ambas manos levantó el primer panal y le dio una brusca sacudida, y las abejas drogadas o dormidas o atontadas cayeron en la colmena. «Páseme el cepillo», me dijo Maya Fritts, y lo utilizó para barrer delicadamente a las pocas tercas que se habían mantenido aferradas a la miel. Algunas abejas se subían a los dedos, daban vueltas entre las cerdas suaves del cepillo, un poco curiosas o quizás borrachas, y Maya se las quitaba de encima con un movimiento fino, el trazo de un pincel. «No, linda», le decía a alguna, «tú a tu casa». O bien: «Bájate de ahí, que hoy no estamos para jugar».


El mismo procedimiento -la extracción de los panales, la barrida de las abejas, los diálogos cariñosos- se repitió en las demás colmenas, y mientras tanto Maya Fritts miraba todo con los ojos bien abiertos y de seguro tomaba notas mentales de cosas que veía y que yo, profano, era incapaz de ver. Les daba la vuelta a los marcos de madera, los miraba del derecho y del revés, un par de veces volvió a utilizar el humo de la botella, como si temiera que alguna abeja indisciplinada fuera a despertarse a destiempo, y yo aproveché para quitarme un guante y poner la mano en el chorro, sólo por saber un poco más acerca de aquel humo frío y oloroso: el olor, que tenía más de madera que de boñiga, permanecería en mi piel hasta bien entrada la noche. Además, quedaría para siempre asociado a la larga conversación con Maya Fritts.


Después de revisar las colmenas, después de devolver ahumadores y cepillos y palanquetas a sus lugares en el cobertizo, Maya me llevó a la casa y me sorprendió con una lechona que sus empleados habían estado cocinando toda la mañana para nosotros. Lo primero que sentí al entrar fue el alivio instantáneo del cuerpo, que se había acostumbrado sin chistar al calor del mediodía, pero que al recibir ese golpe de sombra y aire fresco se dio cuenta por fin de cuánto había sufrido antes, metido en el overol y los guantes y la máscara. Tenía la espalda empapada de sudor y la camisa pegada al pecho, y mi cuerpo pedía a gritos un consuelo cualquiera.

Dos ventiladores, uno sobre el salón y otro sobre el comedor, giraban furiosamente.


Antes de sentarnos a almorzar, Maya Fritts sacó de alguna parte una caja y la trajo al comedor. Era una artesanía de mimbre del tamaño de una maleta pequeña, con una tapa rígida y fondo reforzado, y en cada extremo llevaba una manija o asa tejida para poder levantarla mejor, cargarla mejor. Maya la puso en la cabecera de la mesa, como un invitado, y se sentó en la cabecera opuesta. Entonces, mientras se servía la ensalada en un cuenco de madera, me preguntó qué había llegado a saber de Ricardo Laverde, si había llegado a conocerlo a fondo.

«No mucho», le dije. «Fueron unos meses solamente.»

«¿Le molesta recordar estas cosas? Por lo de su accidente, digo.»

«Ya no», dije. «Pero es como le digo, no sé gran cosa. Sé que quería mucho a su madre. Sé lo del vuelo de Miami. No sabía de usted, en cambio.»

«¿Nada? ¿Él nunca habló de mí?»

«Nunca. Sólo de su madre. Elena, ¿no?»

«Elaine. Se llamaba Elaine, los colombianos le cambiaron el nombre por Elena y ella se dejó. O se acostumbró.»

«Pero Elena no quiere decir Elaine.»

«Si supiera», me dijo, «cuántas veces la oí explicar eso».

«Elaine Fritts», dije. «Para mí debería ser una extraña, y no lo es. Es raro. Bueno, usted sabrá lo de la caja negra.»

«¿Lo del cassete?»

«Sí. Yo no tenía manera de saber que estaría hoy aquí, Maya. Habría tratado de quedarme con esa cinta. No creo que hubiera sido tan difícil.»

«Ah, por eso no se preocupe», dijo Maya. «Yo la tengo.»

«¿Cómo?»

«Claro, ¿qué esperaba? Es el avión donde murió mi madre, Antonio. Yo me demoré un poco más que usted. En encontrar la cinta, quiero decir, la casa de Ricardo y la cinta. Usted me llevaba ventaja, usted que lo acompañó al final, pero bueno, busqué y al fin llegué, tampoco es culpa mía.»

«Y Consu le dio la cinta.»

«Me la dio, sí. Y ahí la tengo. La primera vez que la oí quedé destrozada. Tuve que dejar que pasaran días enteros antes de volverla a oír, y con todo y eso me parece que he sido muy valiente, otra persona la habría guardado para no oírla nunca más. Pero yo sí, yo sí volví a oírla, y luego ya no he parado. No sé cuántas veces, veinte o treinta. Al principio pensaba que volvía a ponerla para encontrar algo en ella. Luego me he dado cuenta de que la pongo precisamente porque no voy a encontrar nada. Papá la oyó una sola vez, ¿verdad?»

«Que yo sepa.»

«Ni me puedo imaginar lo que sintió.» Maya hizo una pausa. «La adoraba, adoraba a mi madre. Como las buenas parejas, claro, pero con él era especial. Por lo que se fue.»

«No entiendo.»

«Pues que él se fue y ella siguió siendo la misma de antes. Quedó como paralizada en su memoria, por decirlo así.»


Se quitó las gafas, se llevó dos dedos (una pinza) a los lagrimales: el gesto universal de los que no quieren llorar. Me pregunté en qué parte de nuestro código genético están esos gestos que se repiten en cualquier parte del mundo, en todas las razas y todas las culturas, o casi. O tal vez no era así, pero el cine ubicuo nos lo había hecho creer. Sí, eso también era posible. «Perdón», decía Maya Fritts. «Todavía me pasa.» En la piel pálida de su nariz apareció un rubor, un repentino resfrío.

«Maya», le dije, «¿le puedo hacer una pregunta?».

«A ver.»

«¿Qué hay ahí?»


No tuve que aclarar a qué me refería. No miré la caja de mimbre al hablar, no la señalé de ninguna manera (ni siquiera con la boca, según suelen hacer algunos: frunciendo los labios y moviendo la cabeza como un caballo). Maya Fritts, en cambio, miró hacia el otro lado de la mesa y me habló con la mirada fija en el puesto vacío.

«Bueno, es para eso que le pedí venir», dijo. «A ver si puedo explicárselo bien.»

Hizo una pausa, rodeó el vaso de cerveza con los dedos pero no llegó a llevárselo a la boca. «Quiero que me hable de mi padre.» Otra pausa. «Perdón, eso ya se lo dije.» Una pausa más. «Mire, yo no llegué a… Yo era muy pequeña cuando él… En fin, quiero que me cuente de sus últimos días, usted que los vivió con él, y quiero que lo haga con todo el detalle posible.»


Entonces se puso de pie y trajo la caja de mimbre, que debía de pesar lo suyo porque Maya tenía que cargarla apoyándosela en el vientre y poniendo una mano en cada manija, como la batea de ropa sucia de una lavandera de otro siglo. «Mire, Antonio, el asunto es así», dijo. «Esta caja está llena de cosas sobre mi padre. Fotos, cartas que le escribieron, cartas que él escribió y que yo he recuperado. Todo este material lo he conseguido yo, no es que me lo haya encontrado por la calle, me ha costado un esfuerzo. La señora Sandoval tenía muchas cosas, por ejemplo. Tenía esta foto, mire.» La reconocí de inmediato, por supuesto, y la hubiera reconocido aun si alguien hubiera recortado o eliminado la figura de Ricardo Laverde. Ahí estaban las palomas de la plaza de Bolívar, ahí estaba el carrito de maíz, ahí el Capitolio, ahí el fondo gris del cielo de mi gris ciudad. «Era para su madre», dije. «Era para Elaine Fritts.»

«Yo sé», dijo Maya. «¿Usted ya la había visto?»

«Él me la mostró, acababa de tomársela.»

«¿Y le mostró otras cosas? ¿Le dio algo a usted, una carta, un documento?» Pensé en la noche en que me negué a entrar en la pensión de Laverde. «Nada», dije. «¿Qué más hay?»

«Cosas», dijo Maya, «cosas sin importancia, cosas que no dicen nada. Pero a mí tenerlas me tranquiliza. Son la prueba. Mire», dijo, y me mostró un papel timbrado. Era una factura: arriba, a la izquierda, estaba el logotipo del hotel, un círculo de un color indefinido o indefinible (el tiempo había hecho de las suyas sobre el papel) sobre el cual se distribuían las palabras Hotel, Escorial y Manizales. A la derecha del logotipo, el siguiente texto formidable:


Las cuentas se cobran el viernes de cada mes y el pago debe ser inmediato. Sin alimentación no se acepta. A quien ocupe un cuarto le cobrará el Hotel como mínimo un día.


Luego constaban la fecha, 29 de septiembre de 1970, la hora de llegada de la huésped, 3:30 p. m., y el número de la habitación, 225; sobre la cuadrícula que seguía, escrita a mano, la fecha de salida (30 de septiembre, se había quedado sólo una noche) y la palabra Cancelada. La huésped se llamaba Elena de Laverde -me la imaginé dando su apellido de casada para quitarse de encima a cualquier acosador potencial- y durante su breve estadía en el hotel había hecho una llamada y comido una comida y un desayuno, pero no había utilizado el servicio de cablegramas, lavandería, prensa o automóvil. Una página sin importancia y a la vez una ventana a otro mundo, pensé. Y esta caja estaba llena de ventanas semejantes.

«¿La prueba de qué?», dije.

«¿Perdón?»

«Usted dijo antes que estos papeles son la prueba.»

«Sí.»

«Pues eso. La prueba de qué.»


Pero Maya no me contestó. En cambio siguió revolviendo los documentos con la mano y me habló sin mirarme. «Todo esto lo conseguí hace poco», me dijo. «Averigüé nombres y direcciones, escribí a Estados Unidos diciendo quién soy, negocié por carta y por teléfono. Y un día me llegó un paquete con las cartas que mamá escribió cuando llegó a Colombia por primera vez, allá por el 69.


Así ha sido con todo, una labor de historiadora. A mucha gente le parece absurdo. Y no sé, no sé muy bien cómo justificarlo. No he cumplido treinta años y ya vivo aquí, lejos de todo, como una solterona, y esto se ha vuelto importante para mí. Construir la vida de mi padre, averiguar quién era. Eso es lo que estoy tratando de hacer. Claro, no me hubiera metido en nada de esto si no me hubiera quedado así, sola, sin nadie, y tan de repente.

La vaina comenzó con lo de mi madre. Fue tan absurdo eso… A mí la noticia me llegó aquí, yo estaba en esta hamaca donde estoy ahora, cuando supe que se había estrellado el avión. Yo sabía que ella iba en ese avión. Y tres semanas después, lo de mi padre.»

«¿Cómo se enteró?»

«Por El Espacio», me dijo ella. «Salió en El Espacio, con fotos y todo.»

«¿Fotos?»

«Del charco de sangre. De dos o tres testigos. De la casa. De la señora Sandoval, la que me habló de usted. Del cuarto de él, y eso fue muy doloroso. Un periódico amarillista que yo siempre había despreciado, siempre había despreciado sus viejas empelotas y sus fotos morbosas y sus textos mal escritos y hasta su crucigrama, que es demasiado fácil. Y la noticia más importante de mi vida me llega por ahí. Dígame que no es irónico. Pues eso, fui a comprar algo a La Dorada y ahí estaba el periódico, colgando junto a los balones de playa y los juegos de caretas y aletas para turistas de tierra caliente. Después, un día cualquiera, me di cuenta. Pongamos que era sábado (yo estaba desayunando aquí, en la terraza, y eso sólo lo hago los fines de semana), sí, digamos un sábado, me di cuenta de que me había quedado sola.


Habían pasado ya meses y yo había sufrido mucho y no sabía por qué sufría tanto, si llevábamos mucho tiempo separados, viviendo cada uno por su cuenta. No teníamos una vida en común ni nada que se le pareciera. Y eso fue lo que me pasó: que estaba sola, me había quedado sola, ya no había nadie entre mi muerte y yo. Ser huérfano es eso: no hay nadie por delante, uno es el siguiente en la línea. Es su turno.

Nada cambió en mi vida, Antonio, yo llevaba muchos años sin ellos, pero ahora ellos ya no estaban en ninguna parte. No sólo no estaban conmigo: no estaban en ninguna parte. Era como si se hubieran ausentado. Y como si me miraran, sí, esto es difícil de explicar, pero me miraban, Elaine y Ricardo me miraban. Es dura, la mirada de los ausentes. En fin, usted ya se imagina lo que vino después.»

«Siempre me ha parecido muy raro», dije.

«¿Qué cosa?»

«Pues que la esposa de un piloto se haya matado en un accidente de avión.»

«Ah. Bueno, no es tan raro cuando uno sabe ciertas cosas.»

«¿Como qué?»

«¿Tiene tiempo?», me preguntó Maya. «¿Quiere leer algo que no tiene nada que ver con mi padre y al mismo tiempo tiene todo que ver?»


De la caja sacó una revista Cromos con un diseño que yo no conocía -el nombre en letras blancas sobre un recuadro rojo- y una foto a colores de una mujer en vestido de baño, las manos puestas delicadamente sobre un cetro, la corona haciendo equilibrio sobre su pelo hinchado: una reina de belleza. La revista era de noviembre de 1968, y la mujer, según me enteré de inmediato, era Margarita María Reyes Zawadzky, señorita Colombia de ese año. La portada traía varios titulares, letras amarillas sobre el fondo azulado del mar Caribe, pero no tuve tiempo de leerlos, porque los dedos de Maya Fritts ya estaban abriendo la revista en una página marcada con un postit amarillo.

«Hay que tratarla con cuidado», me dijo Maya. «El papel no dura nada en esta humedad, yo no sé cómo ha aguantado tantos años éste. Bueno, aquí está.»


LA TRAGEDIA DE SANTA ANA,


era el titular de cuerpo generoso. Y luego un reclamo de pocas líneas: «Treinta años después del accidente aéreo que marcó a Colombia, Cromos rescata en exclusiva el testimonio de un sobreviviente». El artículo aparecía al lado de un aviso del Club del Clan, y me pareció gracioso, porque varias veces había escuchado a mis padres hablar de ese programa de televisión. Una jovencita dibujada tocaba la guitarra sobre la leyenda Televisión limitada. «Un mensaje dirigido a la juventud colombiana», se jactaba el aviso, «no está completo si no incluye el Club del Clan».


Iba a preguntar de qué se trataba aquello cuando mis ojos cayeron sobre el apellido Laverde, desperdigado por las páginas como las huellas de un perro con patas sucias. «¿Quién es este Julio?»

«Mi abuelo», dijo Maya. «Que en el momento de los hechos todavía no era mi abuelo. Ni era mi abuelo ni nada, tenía quince años.» «Mil novecientos treinta y ocho», dije. «Sí.»

«Ricardo no está en este artículo.»

«No.»

«No ha nacido todavía.»

«Le faltan unos cuantos años», dijo Maya.

«¿Entonces?»

«Entonces le pregunto: ¿tiene tiempo? Porque si está de afán yo lo entendería. Pero si quiere saber de verdad quién era Ricardo Laverde, comience por aquí.» «¿Quién lo escribió?»

«Eso no importa. No sé. No importa.» «Cómo que no importa.»

«La redacción», dijo Maya, impaciente. «Lo escribió la redacción, un periodista cualquiera, un reportero, no sé. Un tipo sin nombre que un día llegó a la casa de mis abuelos y comenzó a hacer preguntas. Y luego vendió el artículo y luego siguió escribiendo otros. ¿Qué importa, Antonio? ¿Qué importa quién lo escribió?»

«Pero es que no entiendo», dije. «Qué es esto.»


Maya suspiró: fue un suspiro caricaturesco, como el de un mal actor, pero en ella parecía genuino, igual que genuina era su impaciencia. «Esto es el relato de un día», dijo. «Mi bisabuelo lleva a mi abuelo a una exhibición de aviones. El capitán Laverde lleva a su hijo Julio a ver aviones. Su hijo Julio tiene quince años. Luego va a crecer y se va a casar y va a tener a un hijo y le va a poner Ricardo. Y Ricardo va a crecer y me va a tener a mí. No sé qué es tan difícil de entender. Esto es el primer regalo que le hizo mi padre a mi madre, mucho antes de que se casaran. Yo lo leo ahora y entiendo muy bien.»

«Qué cosa.»

«Que le haya regalado esto. Para ella fue un gesto ostentoso y hasta un poco arribista: mire lo que escriben de mi familia, mi familia sale en la prensa, etcétera. Pero luego se fue dando cuenta. Ella era una gringa perdida que estaba saliendo con un colombiano sin entender gran cosa ni de Colombia ni del colombiano. Cuando uno es nuevo en una ciudad, lo primero es conseguir una guía, ¿cierto? Bueno, pues eso es este artículo de 1968 sobre un día de treinta años atrás. Mi padre le estaba entregando a mi madre una guía. Sí, una guía, por qué no pensarlo así.

Una guía de Ricardo Laverde. Una guía de sus emociones, con todas las rutas bien marcadas, y todo.»

Dejó un silencio y añadió:

«Bueno, usted dirá. ¿Le pido una cerveza?»

Le dije que sí, una cerveza, muchas gracias. Y comencé a leer. «Bogotá estaba de fiesta», así comenzaba el texto. Y luego:


Ese domingo de 1938 se celebraban los cuatrocientos años de su fundación, y la ciudad entera estaba llena de banderas. El aniversario no era ese día exactamente, sino un poco después; pero las banderas ya estaban por toda la ciudad, pues a los bogotanos de esa época les gustaba hacer las cosas con tiempo.

Muchos años después, recordando ese día aciago, Julio Laverde hablaría sobre todo de las banderas. Recordaría a su padre llevándolo a pie desde la casa de la familia hasta el Campo de Marte, en el barrio de Santa Ana, que en esa época era menos un barrio que un descampado y quedaba más bien apartado de la ciudad. Pero con el capitán Laverde no había la más remota posibilidad de que uno agarrara un bus o aceptara un aventón; caminar era una actividad noble y honorable y moverse sobre ruedas, una cosa de nuevos ricos y plebeyos. Según Julio, el capitán Laverde se pasó el trayecto entero hablando de las banderas, repitiendo que un bogotano de verdad tenía que saber el significado de su bandera y proponiéndole a su hijo pruebas constantes de cultura urbana.

– ¿No les enseñan estas cosas en el colegio? -decía-. Es una vergüenza. Adonde va esta ciudad en manos de estos ciudadanos.

Y entonces lo obligaba a recitar que el rojo era símbolo de libertad, caridad y salud, y el amarillo de justicia, virtud y clemencia. Y Julio repetía sin chistar:

– Justicia, clemencia y virtud. Libertad, salud, caridad.


El capitán Laverde era un héroe condecorado de la guerra con el Perú. Había volado junto con Gómez Niño y Herbert Boy, entre otras leyendas, y había tenido un comportamiento distinguido en la operación de Tarapacá y en la toma de Güepí. Gómez, Boy y Laverde, éstos eran los tres nombres de que se habló después siempre que se quiso hablar del papel de las Fuerzas Aéreas Colombianas en la victoria. Los tres mosqueteros del aire: uno para todos y todos para uno. Aunque no siempre eran los mismos los mosqueteros. A veces se trataba de Boy, Laverde y Andrés Díaz; o de Laverde, Gil y Von Oertzen. Eso dependía de quién contara la historia. Pero el capitán Laverde siempre estaba allí.


Pues bien, esa mañana de domingo, en el Campo de Marte, se había programado una revista de aviación militar para celebrar el aniversario de Bogotá. Era un evento fastuoso como el que hubiera armado un emperador romano. El capitán Laverde se había citado allí con tres veteranos, amigos que no veía desde el armisticio porque ninguno de ellos vivía en Bogotá, pero tenía, además, otras razones para asistir a la revista. Por una parte, había sido invitado a la tribuna presidencial por el mismísimo presidente López Pumarejo. O casi: el general Alfredo De León, muy cercano al Presidente, le había dicho que al Presidente le daría mucho gusto contar con su ilustre presencia.

– Imagínese -le decía-, una figura como usted que ha defendido nuestros colores contra el enemigo agresor, un hombre como usted a quien debemos la libertad de la patria y la integridad de sus fronteras.


El honor de la invitación presidencial era entonces otra de las razones. Pero había una razón añadida, menos honrosa pero más perentoria. Entre los pilotos que iban a volar estaba el capitán Abadía.


César Abadía no había cumplido los treinta, pero ya el capitán Laverde había vaticinado que aquel jovencito de provincias, delgado y sonriente y que a pesar de su corta edad contaba unas dos mil quinientas horas de vuelo, se iba a convertir en el mejor piloto de máquinas livianas de la historia colombiana. Laverde lo había visto volar durante la guerra con el Perú, cuando el capitán no era capitán sino teniente, un jovenzuelo de Tunja que daba lecciones de valor y dominio a los más experimentados pilotos alemanes. Y Laverde lo admiraba como se admira desde la simpatía y la experiencia: la simpatía de saber que uno también es admirado y la experiencia de saber que uno tiene la que al otro le falta.

Pero lo que le importaba a Laverde no era ver él mismo las reputadas hazañas aéreas del capitán Abadía: lo que buscaba y deseaba era que las viera su hijo. Para eso llevaba a Julio al Campo de Marte. Para eso le había hecho atravesar Bogotá a pie y entre banderas. Para eso le había explicado que iban a ver tres tipos de aviones, los Junker, los Falcon de la cuadrilla de observación y los Hawk de la cuadrilla de caza.

El capitán Abadía volaría un Hawk 812, una de las máquinas más ágiles y veloces jamás inventadas por el hombre para las duras y crueles tareas de la guerra.

– Hawk quiere decir halcón en inglés -le dijo el capitán al joven Julio, al tiempo que le desordenaba con la mano el pelo corto-. Tú sabes lo que es un halcón, ¿no?


Julio dijo que sí, que lo sabía bien, que muchas gracias por la explicación. Pero habló sin entusiasmo. Iba mirando el pavimento, o tal vez mirando los zapatos de la multitud, las cincuenta mil personas con que ya se habían topado y entre las cuales ya se mezclaban. Los abrigos rozándose, los bastones de madera y los paraguas cerrados chocando y enredándose, las ruanas que dejaban una estela de olor a lana virgen, los uniformes militares de hombros engalanados y pechos cubiertos de medallas, los policías en activo que caminaban con paso lento entre la gente o que la observaban desde arriba, montados en caballos altos y mal alimentados que iban dejando en lugares impredecibles un azaroso rastro de excrementos hediondos… Julio nunca había visto tanta gente junta. En Bogotá nunca se había reunido tanta gente en un mismo lugar y con un mismo propósito.

Y tal vez fue el ruido que hacía la gente, sus saludos entusiastas, sus conversaciones a gritos, o tal vez los olores mezclados que despedían sus alientos y sus ropas, el caso es que Julio se sintió de repente metido en un carrusel que giraba demasiado rápido, sintió que los colores sabían a algo amargo y que tenía pasto en la lengua. -Estoy mareado -le dijo al capitán Laverde.


Pero Laverde no le hizo caso. O mejor, sí le hizo caso, pero no para preocuparse de su mareo sino para presentarle a un hombre que ya se acercaba. Era alto, tenía bigote a lo Rodolfo Valentino y vestía uniforme militar.

– General De León, le presento a mi hijo -dijo el capitán. Y luego le habló a Julio-: El general es el prefecto general de seguridad.

– General prefecto general -dijo el general-. Ojalá le cambiaran el nombre al puesto. Mire, capitán Laverde, me manda el Presidente para que lo lleve a su sitio, es que en esta marabunta es tan fácil perderse.

Ése era Laverde: un capitán a quien venían a buscar generales en nombre del Presidente.


Y así fue como el capitán y su hijo se encontraron caminando hacia la tribuna presidencial un par de pasos por detrás del general De León, tratando de seguirlo, de no perderlo de vista y de fijarse al mismo tiempo en el mundo extraordinario de las celebraciones. Había llovido la noche anterior y quedaban charcos aquí y allá, y si no había charcos había parches de barro donde los tacones de las mujeres se quedaban clavados. Eso le sucedió a una jovencita de bufanda rosada: perdió un zapato, éste de color crema, y Julio se agachó para recuperarlo mientras ella, coja y sonriente, se quedaba paralizada como un flamenco. Julio la reconoció. Estaba seguro de haberla visto en las páginas sociales: era extranjera, le parecía, hija de negociantes o de industriales. Sí, era eso, la hija de unos empresarios europeos. ¿Pero quiénes eran? ¿Importadores de máquinas de coser, fabricantes de cerveza? Trató de encontrar el nombre en su memoria, pero no tuvo tiempo de hacerlo, porque ya el capitán Laverde lo agarraba del brazo y lo hacía subir por los crujientes peldaños de madera que llevaban a la tribuna presidencial, y por encima del hombro Julio alcanzó a ver cómo la bufanda rosada y los zapatos crema empezaban a subir las otras escaleras, las de la tribuna diplomática.


Eran dos estructuras idénticas y estaban separadas por una franja de terreno ancha como una avenida, como cabañas de dos niveles construidas sobre pilotes gruesos, la una puesta al lado de la otra pero las dos mirando hacia el terreno baldío sobre el cual pasarían los aviones. Idénticas, sí, salvo por un detalle: en el medio de la tribuna presidencial se levantaba un mástil de dieciocho metros de alto donde ondeaba la bandera colombiana.

Años después, hablando de lo sucedido ese día, Julio llegaría a decir que esa bandera, puesta precisamente en ese espacio, le había causado desconfianza desde el primer momento. Pero es fácil decir esas cosas cuando ya todo ha pasado.


El ambiente era el de una fiesta mayor. Las ráfagas de aire traían olores de fritanga, la gente llevaba en la mano bebidas que terminaban antes de subir. Cada tablón de las dos escaleras estaba lleno con la gente que no había cabido en las tribunas, y también el espacio de terreno entre las dos escaleras. Julio se sintió mareado y lo dijo, pero el capitán Laverde no lo oyó: caminar entre los invitados era difícil, había que saludar a los conocidos y al mismo tiempo despreciar a los advenedizos, cuidarse mucho de desairar a alguien a la vez que se cuidaba uno de honrar con el saludo a quien no debía.

Abriéndose paso entre la gente, sin despegarse un instante, el capitán y su hijo ganaron la baranda. Desde allí Julio vio a dos hombres de pelo escaso que conversaban con aire circunspecto a pocos metros del mástil, y a éstos sí que los reconoció enseguida: eran el presidente López, vestido de colores claros y corbata oscura y gafas de marco redondo, y el presidente electo Santos, vestido con colores oscuros y chaleco claro y gafas de marco redondo también. El hombre que salía y el hombre que entraba: el destino del país resuelto en dos metros cuadrados de una construcción de carpintería. Una pequeña muchedumbre de gente prestante -los Lozano, los Turbay, los Pastrana- separaba el palco de los presidentes de la parte trasera de la tribuna, digamos del nivel superior, donde estaban los Laverde.

Desde la distancia, por encima de la muchedumbre prestante, el capitán saludó con la mano a López, López le devolvió el saludo con una sonrisa que no enseñaba los dientes, y entre los dos se hicieron señas mudas de encontrarse después porque ahora la cosa comenzaba. Santos se dio la vuelta para ver con quién se hacía señas López; reconoció a Laverde, inclinó levemente la cabeza, y en ese momento aparecieron en el cielo los trimotores Junker y arrastraron con su estela todas las miradas.


Julio estaba absorto. Nunca había visto maniobras de tanta complejidad a tan poca distancia. Los Junkers eran pesados, y su cuerpo veteado les daba un aspecto de grandes peces prehistóricos, pero se movían con dignidad. Cada vez que pasaban, el aire desplazado llegaba como olas a la tribuna, despeinando a las damas que no llevaban sombrero. El cielo nublado de Bogotá, esa sábana sucia que parecía haber cubierto la ciudad desde su fundación, era la pantalla perfecta para la proyección de esta película. Sobre el fondo de las nubes pasaban los tres trimotores y ahora los seis Falcon, como de un lado al otro de un gigantesco teatro. La formación era de una perfecta simetría. Julio olvidó por un instante el sabor amargo de la boca y su mareo desapareció y su atención se perdió en los cerros orientales de la ciudad, su silueta brumosa que se extendía al fondo, larga y oscura como la de un lagarto dormido. Sobre los cerros estaba lloviendo: la lluvia, pensó, no tardaría en llegar hasta aquí. Los Falcon volvían a pasar y se volvía a sentir el remezón del aire. El estruendo de los motores no alcanzaba a ahogar los gritos admirados de las tribunas. El disco traslúcido de las hélices en movimiento soltaba breves estallidos de luz cuando el avión dibujaba un giro. Entonces aparecieron los cazas. Salieron de ninguna parte, asumieron de inmediato una formación de golondrinas migratorias, y de repente era difícil recordar que las criaturas no estaban vivas, que había alguien al mando. «Es Abadía», dijo una voz de mujer. Julio se dio la vuelta para ver quién había sido, pero entonces las mismas palabras se repitieron desde otro lado de la tribuna: el nombre del piloto estrella se movía entre la gente como un mal rumor. El presidente López levantó un brazo marcial y señaló el cielo.

– Ahora sí -dijo el capitán Laverde-. Aquí viene lo de verdad.


Junto a Julio había una pareja de unos cincuenta años, un hombre de corbatín a lunares y su mujer, cuya cara de ratón no ocultaba que alguna vez había sido bella. Julio escuchó que el hombre decía que iba a acercar el carro. Y escuchó también a su esposa: «Pero qué bobada, quédate aquí y vamos después, te vas a perder lo mejor». En ese momento, el escuadrón pasó volando a poca altura frente a la tribuna y enfiló hacia el sur. Los aplausos estallaron, y Julio aplaudió también. El capitán Laverde se había olvidado de él: su mirada estaba fija en lo que sucedía en el cielo, los peligrosos diseños que tenían lugar allá arriba, y entonces Julio comprendió que tampoco su padre había visto nunca nada semejante.

«Yo no sabía que cosas así se podían hacer con un avión», diría Laverde mucho después, cuando el episodio fuera revivido en reuniones sociales, o en cenas familiares. «Era como si Abadía hubiera suspendido las leyes de la gravedad.» Volviendo desde el sur, el caza Hawk del capitán Abadía se apartó de la formación, o más bien fueron los demás Hawks los que se apartaron, dispersándose como un ramillete. Julio no supo en qué momento se quedó solo Abadía, ni dónde se habían metido los otros ocho pilotos, que desaparecieron de repente como si la nube se los hubiera tragado. Entonces la nave solitaria pasó por primera vez frente a la tribuna haciendo un rollo que arrancó gritos y aplausos. Las cabezas la siguieron y la vieron serpentear y volverse sobre sí misma y regresar, esta vez volando más bajo y a más velocidad, dibujar un nuevo rollo con las montañas como fondo, luego perderse de nuevo en los cielos del norte, luego volver a aparecer en ellos, como surgiendo de la nada, y enfilar hacia las tribunas.

– ¿Qué está haciendo? -dijo alguien.

El Hawk de Abadía venía en línea recta hacia donde estaban los asistentes. -Pero qué hace ese loco -dijo alguien más.

Esta vez la voz vino desde abajo, desde alguno de los acompañantes del presidente López. Sin saber por qué, Julio miró en ese momento al Presidente y lo vio aferrado con ambas manos a la baranda de madera, como si no estuviera en una construcción bien plantada sobre la tierra, sino en un barco en altamar. Volvió a sentir el sabor acre en la boca, el mareo, y además un repentino dolor en la frente y detrás de los ojos. Y fue entonces que el capitán Laverde dijo, en voz baja y para nadie, o sólo para sí mismo, con una mezcla de admiración y envidia, como quien observa a otro resolver un enigma:

– Caray. Quiere coger la bandera.


Lo que siguió después ocurrió para Julio como fuera del tiempo, como una alucinación producida por la jaqueca. El caza del capitán Abadía se acercó a la tribuna presidencial a cuatrocientos kilómetros por hora, pero parecía flotar inmóvil en el mismo lugar del aire fresco; y a pocos metros dio un rollo en el aire y luego otro -rizar el rizo, lo llamaba el capitán Laverde-, y todo en medio de un silencio de muerte. Julio recordaría cómo tuvo tiempo de mirar a su alrededor, de ver las caras paralizadas por el miedo y el asombro, y las bocas abiertas como si gritaran. Pero no había gritos: el mundo se había callado. En un instante Julio comprendió que su padre tenía razón: el capitán Abadía había buscado terminar sus dos rollos pasando tan cerca de la bandera ondeante que pudiera coger la tela con la mano, una pirueta imposible dedicada al presidente López como un torero dedica un toro. Todo eso lo comprendió, y tuvo tiempo aun de preguntarse si los demás lo habían comprendido también. Y entonces sintió en los ojos la sombra del avión, cosa imposible porque no había sol, y sintió un soplo que olía a algo quemado, y tuvo la presencia de espíritu para ver cómo el caza de Abadía daba un salto extraño en el aire, se doblaba como si fuera de caucho y se precipitaba a tierra, destrozando al caer las tejas de madera de la tribuna diplomática, llevándose por delante la escalera de la tribuna presidencial y reventando en pedazos al chocar contra el prado.


El mundo estalló. Estalló el ruido: el de los gritos, el de los taconeos sobre los suelos de madera, el ruido que hacen los cuerpos que huyen. Estalló, allí donde el avión había caído, una nube negra que no parecía humo, sino ceniza densa, y que se mantuvo en su lugar más tiempo del que hubiera debido. Del lugar del impacto salió una onda de calor brutal que mató en segundos a los que estaban más cerca, y a los demás les dio la impresión de calcinarse en vida. Los que mejor suerte tuvieron pensaron que morían de asfixia, porque el calor consumió durante un momento demasiado largo todo el oxígeno del aire. Era como estar en un horno, diría después uno de los presentes. Al desprenderse la escalera de la tribuna, el entablado cedió y cedieron las barandas y los dos Laverde cayeron a tierra, y fue entonces, diría Julio mucho después, que comenzó el dolor.

– Papá -llamó, y vio al capitán Laverde incorporarse para tratar de auxiliar a una mujer que había quedado atrapada bajo los maderos de la escalera, pero era evidente que la mujer ya estaba más allá de todo auxilio-. Papá, tengo algo.


Julio escuchó la voz de un hombre que llamaba a una mujer. «Elvia», gritaba, «Elvia». Y enseguida Julio vio al tipo del corbatín a lunares, el que había ido a recuperar el carro, caminando entre los cuerpos caídos, pisándolos a veces y a veces tropezando con ellos. Ahí estaba ese olor a quemado, y Julio lo identificó: era el olor de la carne. Entonces el capitán Laverde se dio la vuelta y Julio vio, reflejado en su cara, el desastre de lo que le había ocurrido. El capitán Laverde lo tomó de la mano y comenzaron a caminar para alejarse de la catástrofe, buscando la forma de llegar a un hospital lo antes posible. Julio ya había comenzado a llorar, menos por el dolor que por el miedo, cuando pasó junto a la tribuna diplomática y vio dos cuerpos muertos, y reconoció en uno de ellos los zapatos crema. Luego perdió el sentido.


Despertó horas más tarde, adolorido y rodeado de caras preocupadas, en una cama del hospital San José.


Nadie supo nunca como ocurrió, si el avión se rompió en el aire o si fue cosa del choque. Lo cierto es que Julio recibió un escupitajo de aceite de motor en plena cara, y el aceite le quemó la piel y la carne y fue una suerte que no lo matara, como les sucedió a tantos otros.

Cincuenta y siete muertos quedaron después del accidente: el primero de ellos fue el capitán Abadía. Se explicaba que la maniobra había producido una bolsa de aire; que el avión, después del doble rollo, había entrado en un vacío; que todo eso causó la pérdida de altura y de control y la caída inevitable. En los hospitales, los heridos recibían esas noticias con indiferencia o con extrañeza, y escuchaban que el erario se haría cargo de enterrar a los muertos, que las familias más pobres recibirían de la ciudad un auxilio y que el Presidente había visitado a todas las víctimas la primera noche. Al joven Julio Laverde, por lo menos, sí que lo visitó. Pero él no estaba despierto en ese momento y no se percató de la visita. Se la contaron sus padres con todo detalle.


Al día siguiente, su madre se quedó con él mientras su padre asistía a los funerales de Abadía, del capitán Jorge Pardo y de dos soldados de caballería acantonados en Santa Ana, todos enterrados en el Cementerio Central después de un desfile que incluyó a varios representantes del Gobierno y a lo más granado de las fuerzas militares de Tierra y Aire. Julio, acostado sobre el lado bueno de la cara, recibía inyecciones de morfina. Veía el mundo como desde un acuario. Se tocaba la venda esterilizada y se moría por rascarse, pero no se podía rascar. En los momentos de más dolor odiaba al capitán Laverde y luego rezaba un padrenuestro y pedía perdón por los malos sentimientos. Pedía también que no se le infectara la herida, porque le habían dicho que lo hiciera. Y luego veía a la joven extranjera y empezaba a hablar con ella. Se veía con la cara quemada. A veces ella también tenía la cara quemada y a veces no, pero siempre tenía la bufanda rosa y los zapatos crema. En aquellas alucinaciones la joven le hablaba de vez en cuando. Le preguntaba cómo estaba. Le preguntaba si sentía dolor. Y a veces le preguntaba:

¿Te gustan los aviones?


La noche estaba cayendo. Maya Fritts encendió una vela olorosa para espantar a los zancudos. «A esta hora salen todos», me dijo. Me pasó una barra de repelente y me dijo que me echara en todo el cuerpo, pero sobre todo en los tobillos, y al tratar de leer la etiqueta me di cuenta de la violencia con que estaba oscureciendo. Me di cuenta también de que no había ya posibilidad ninguna de que yo volviera a Bogotá, y me di cuenta de que Maya Fritts se había dado cuenta también, como si los dos hubiéramos trabajado hasta ahora en el entendido de que yo pasaría la noche aquí, con ella, como su huésped de honor, dos extraños compartiendo techo porque no eran tan extraños, después de todo: los unía un muerto.

Miré el cielo, azul marino como uno de esos cielos de Magritte, y antes de que se hiciera de noche vi los primeros murciélagos, sus siluetas negras dibujadas sobre el fondo. Maya se puso de pie, instaló una silla de madera entre dos hamacas, y sobre la silla dispuso la vela que había encendido, una pequeña nevera de icopor repleta de hielo troceado, una botella de ron y una de coca cola. Volvió a acostarse en su hamaca (un movimiento diestro para abrirla y subir al mismo tiempo).

La pierna me dolía.


En cuestión de minutos estalló el escándalo musical de los grillos y las chicharras y en algunos minutos más ya se había calmado de nuevo, y sólo quedaban algunos intérpretes aislados aquí y allá, interrumpidos de vez en cuando por el croar de una rana perdida. Los murciélagos aleteaban a tres metros de nuestras cabezas, saliendo y entrando de sus refugios en el techo de madera, y la luz amarilla se movía con los soplos de brisa suave, y el aire era tibio y el ron entraba bien en el cuerpo.

«Pues hay alguien que no va a dormir hoy en Bogotá», dijo Maya Fritts. «Si quiere llamar, hay un teléfono en mi cuarto.»

Pensé en Leticia, en su carita dormida. Pensé en Aura. Pensé en un vibrador del color de las moras maduras.

«No», le dije, «no tengo que llamar a nadie».

«Un problema menos», dijo ella.

«Pero tampoco tengo ropa», dije yo. «Bueno», dijo ella, «eso lo podemos arreglar».


La miré: sus brazos desnudos, sus senos, su mentón cuadrado, sus orejas pequeñas de lóbulos estrechos donde brillaba una chispa de luz cada vez que Maya movía la cabeza. Maya tomó un trago, se puso el vaso sobre el vientre, y yo la imité.

«Mire, Antonio, el caso es éste», dijo entonces: «Necesito que usted me cuente de mi padre, cómo era al final de su vida, cómo fue el día de su muerte. Nadie vio las cosas que vio usted. Si todo esto es un rompecabezas, usted tiene una ficha que nadie más tiene, no sé si me explico. ¿Me puede ayudar?». No contesté de inmediato. «¿Puede ayudarme?», insistió Maya, pero yo no contesté.

Se apoyó en un codo, cualquiera que haya estado en una hamaca sabe lo difícil que es apoyarse en un codo, se pierde el equilibrio y se cansa uno enseguida. Me hundí en la hamaca de manera que me envolvió el tejido oloroso a humedad y a sudores pasados, a una historia de hombres y mujeres acostándose aquí tras bañarse en la piscina o trabajar en la propiedad. Dejé de ver a Maya Fritts.

«Y si yo le cuento lo que usted quiere saber», dije, «¿usted va a hacer lo mismo?». De repente estaba pensando en mi cuaderno virgen, en aquel signo de interrogación solitario y perdido, y unas palabras se esbozaron en mi mente: Quiero saber.

Maya no respondió, pero en la penumbra la vi acomodarse en su hamaca como lo estaba yo, y no necesité nada más. Comencé a hablar, le conté a Maya todo lo que sabía y lo que creía saber sobre Ricardo Laverde, todo lo que recordaba y lo que temía haber olvidado, todo lo que Laverde me había contado y también todo lo que había averiguado tras su muerte, y así permanecimos hasta las primeras horas de la madrugada, cada uno envuelto en su hamaca, cada uno escrutando el techo donde se movían los murciélagos, llenando con palabras el silencio de la noche cálida, pero sin mirarnos nunca, como un cura y un pecador en el sacramento de la confesión.

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