V. WHAT’S THERE TO LIVE FOR?

Elaine recordaría esas últimas tres semanas en Bogotá y en compañía de Ricardo Laverde como se recuerdan los días de la infancia, una niebla de imágenes distorsionadas por las emociones, una mezcla promiscua de fechas cardinales sin una cronología bien establecida. La vuelta a la rutina de las clases en el CEUCA -faltaban ya muy pocas, cuestión de afinar ciertos conocimientos o quizás de justificar ciertas burocracias- quedaba rota por el desorden de sus encuentros con Ricardo, que perfectamente podía esperarla detrás de un eucalipto cuando ella llegaba a casa o meterle una nota en el cuaderno y citarla en un café de mala muerte de la Diecisiete con Octava.

Elaine asistía invariablemente a las citas, y en la relativa soledad de los cafés del centro los dos se lanzaban miradas más o menos lascivas y luego se metían en un cine para sentarse en la última fila y tocarse por debajo de un abrigo largo y negro que había sido del abuelo, el héroe aviador de la guerra con el Perú. De puertas para adentro, en la casa estrecha del barrio de Chapinero, en el territorio de don Julio y la señora Gloria, siguieron adelante con aquella ficción en que él era el hijo de la familia de acogida y ella, la inocente aprendiz de turno; siguieron también, por supuesto, con las visitas nocturnas del hijo a la aprendiz, con los nocturnos orgasmos silenciosos.

Así comenzaron a llevar una vida doble, una vida de amantes clandestinos que no despertó las sospechas de nadie, una vida en la que Ricardo Laverde era Dustin Hoffman en El graduado y la señorita Fritts era la señora Robinson y a la vez su hija, que también se llamaba Elaine: eso debía significar algo, ¿no era demasiada coincidencia?

Durante esos pocos días bogotanos, Elaine y Ricardo protestaron cuantas veces fueron convocados contra la guerra de Vietnam, y al mismo tiempo asistían juntos y como pareja a fiestas organizadas por la colonia norteamericana en Bogotá, eventos sociales que parecían montados deliberadamente para que los voluntarios pudieran volver a hablar en su lengua, preguntar de viva voz qué habían hecho los Mets o los Vikings o sacar una guitarra y cantar, a coro y alrededor de una chimenea y pasándose al mismo tiempo un joint que se acababa en dos vueltas, la canción de Frank Zappa:


What's there to live for? Who needs the Peace Corps?


Las tres semanas terminaron el 1 de noviembre, cuando, a las ocho y media de la mañana, una nueva carnada de aprendices juraron lealtad a los estatutos de los Cuerpos de Paz, tras otras promesas y una declaración de vagas intenciones, y recibieron su nombramiento oficial como voluntarios.

Era una mañana lluviosa y fría, y Ricardo se había puesto una chaqueta de cuero que, al contacto con la lluvia, había comenzado a desprender un olor intenso. «Estaban todos», escribió Elaine a sus abuelos. «Entre los graduandos estaban Dale Cartwright y la hija de los Wallace (la mayor, ustedes se acuerdan). Entre el público asistente, la esposa del embajador y un señor alto y encorbatado que, me parece haber entendido, es un demócrata importante en Boston.» Elaine mencionaba también al subdirector de los Cuerpos de Paz de Colombia (sus gafas a la Kissinger, su corbata tejida), a las directivas del CEUCA e incluso a un funcionario aburrido de la Alcaldía, pero en ningún punto de la carta aparecía Ricardo Laverde. Lo cual, visto con la distancia de los años, no dejaba de ser irónico, pues esa misma noche, con el pretexto de felicitarla y al mismo tiempo de despedirla en nombre de toda la familia Laverde, Ricardo la invitó a comer al restaurante El Gato Negro, y a la luz de unas velas mal hechas que parecían a punto de caerse sobre los platos de comida, aprovechando el silencio que se hizo cuando el trío de cuerdas terminó de cantar Pueblito viejo, se arrodilló en medio del corredor por el que pasaban los meseros de corbatín y con más frases de las necesarias le pidió que se casara con él.


Como en una ráfaga, Elaine se acordó de sus abuelos, lamentó que estuvieran tan lejos y que a su edad y con su salud considerar siquiera el viaje fuera imposible, sintió una de esas tristezas que toleramos porque aparecen en momentos felices y, pasada la tristeza, se agachó para besar a Ricardo con fuerza.

Al hacerlo recibió el olor a cuero mojado de la chaqueta y la boca de Ricardo le supo a salsa meuniére. «¿Eso quiere decir que sí?», dijo Ricardo después del beso, todavía arrodillado y estorbando a los meseros. Elaine lloró al responder, pero lloró sonriendo. «Pues claro», dijo. «Qué pregunta tan estúpida.»


De manera que Elaine tuvo que postergar quince días su partida a La Dorada, y en ese tiempo cruelmente corto organizó, con la ayuda de su futura suegra (y después de convencerla de que no, no estaba embarazada), un matrimonio pequeño y casi clandestino en la iglesia de San Francisco. A Elaine le había gustado la iglesia desde el comienzo de su vida en Bogotá, le habían gustado sus gruesas paredes de piedra húmeda, y le gustaba también entrar por la puerta de la calle y volver a salir por la carrera, ese choque violento de la luz con la oscuridad y del ruido con el silencio.


El día antes del matrimonio, Elaine se dio un paseo por el centro (una misión de reconocimiento, diría Ricardo); al cruzar el umbral de la iglesia, pensó en el silencio y el ruido y la oscuridad y la luz, y sus ojos se fijaron en el altar iluminado. El lugar le resultó familiar ese día, no con la simple familiaridad de quien lo ha visitado antes, sino de una manera más profunda o más íntima, como si hubiera leído su descripción en alguna novela.

Se fijó en las llamas tímidas de velas y cirios, en las lámparas débiles y amarillas sujetas como teas a las columnas. La luz de los vitrales iluminaba a dos mendigos que dormían, las piernas cruzadas, las manos juntas sobre el vientre como las tumbas de mármol de un papa.

A la derecha, un Cristo de tamaño natural en cuatro patas, igual que si gateara; el día que entraba con toda su fuerza por la otra puerta le golpeaba la cara, y bajo la luz brillaban las espinas de la corona y las gotas de color verde esmeralda que el Cristo lloraba o transpiraba.

Elaine siguió adelante, caminó hacia el altar empotrado en el fondo por el corredor izquierdo, y entonces vio la jaula. En ella, encerrado como un animal en exhibición, había un segundo Cristo, de pelo más largo, piel más amarilla, sangre más oscura.

«Es lo mejor de Bogotá», le había dicho una vez Ricardo. «Te juro, junto a esto no hay Monserrate que valga.»

Elaine se inclinó, acercó la cara a la plaquita: Señor de la agonía. Dio dos pasos más hacia el pulpito, encontró una caja de latón y una nueva leyenda: Deposite aquí la ofrenda y se iluminará la imagen. Se metió la mano al bolsillo, encontró una moneda y la levantó con dos dedos, como una hostia, para que le diera la luz: era un peso, el sello oscuro como si hubieran pasado la moneda por el fuego. La metió en la ranura. El Cristo cobró vida bajo el breve chorro de los reflectores. Elaine sintió, o más bien supo, que iba a ser feliz toda la vida.


Luego vino la recepción, que Elaine atravesó entre brumas, como si todo le ocurriera a alguien más. La familia Laverde la organizó en su casa: doña Gloria le explicó a Elaine que había sido imposible, con tan poca anticipación, alquilar el salón de un club social o algún otro lugar más decente, pero Ricardo, que presenció la laboriosa explicación asintiendo y en silencio, esperó a que su madre se hubiera ido para decirle a Elaine la verdad.

«Están jodidos de plata», dijo. «Los Laverde tienen la vida empeñada.»

La revelación chocó a Elaine menos de lo que hubiera creído: mil señales dispersas a lo largo de los últimos meses la habían preparado para ella. Pero le llamó la atención que Ricardo hablara de sus padres en tercera persona, como si la bancarrota no lo afectara a él.

«¿Y nosotros?», preguntó Elaine.

«¿Nosotros qué?»

«Qué vamos a hacer», dijo Elaine, «lo de mi trabajo no da para mucho».

Ricardo la miró a los ojos, le puso una mano en la frente como si le tomara la temperatura.

«Es suficiente para un rato», dijo, «y después ya veremos. Yo en tu lugar no me preocuparía».

Elaine pensó que no, que no estaba preocupada. Y se preguntó por qué. Y luego le preguntó a él.

«¿Por qué no te preocuparías en mi lugar?»

«Porque a un piloto como yo nunca le falta el trabajo, Elena Fritts. Eso es así y no tiene vuelta de hoja.»


Más tarde, cuando ya los invitados se habían ido, Ricardo la condujo al cuarto donde se habían acostado la primera vez, la sentó en la cama (apartó a manotazos los pocos regalos de matrimonio) y entonces Elaine pensó que le iba a hablar de dinero, que le iba a decir que no podían irse de luna de miel a ningún sitio. No lo hizo. Le puso una venda en los ojos, un paño grueso y oloroso a naftalina que podía ser una bufanda vieja, y le dijo:

«De ahora en adelante no ves nada».

Y así, a ciegas, Elaine se dejó llevar escaleras abajo, y a ciegas oyó las despedidas de la familia (le pareció que doña Gloria lloraba), y a ciegas salió al frío de la noche y se subió a un carro que alguien más conducía, y pensó que era un taxi, y en el recorrido a quién sabe dónde preguntó qué era todo esto y Ricardo le dijo que se callara, que no se fuera a tirar la sorpresa.

Elaine sintió a ciegas que el taxi se detenía y que se abría una ventana y que Ricardo se identificaba y que lo saludaban con respeto y que se abría una puerta grande que hizo un ruido de metales.


Al bajarse del taxi, segundos después, sintió en los pies una superficie rugosa y una ráfaga de viento frío la despeinó. «Hay unas escaleras», dijo Ricardo. «A ver, despacio, no te vayas a caer.»

Ricardo le presionaba la cabeza como se hace para evitar que uno se golpee contra un techo bajo, como lo hacen los policías para que sus reos no se golpeen contra el marco de la puerta al meterlos a la patrulla. Elaine se dejó llevar, su mano tocó un material novedoso que pronto se transformó en un asiento y sintió algo rígido contra una rodilla, y al sentarse una imagen se figuró en su cabeza, la primera idea clara de dónde estaba y de lo que iba a suceder enseguida. Y lo confirmó cuando Ricardo comenzó a hablar con la torre de control y la avioneta comenzó a carretear, pero Ricardo sólo le dio permiso de quitarse la venda más tarde, después del despegue, y al hacerlo Elaine se vio de cara al horizonte, un mundo que nunca había visto antes bañado por una luz que nunca había visto antes, y esa misma luz bañaba la cara de Ricardo, que movía las manos sobre el tablero y miraba instrumentos (agujas que giraban, luces de colores) que ella no entendía.

Iban a la base de Palanquero, en Puerto Salgar, a pocos kilómetros de La Dorada: éste era su regalo de matrimonio, estos minutos pasados a bordo de una avioneta prestada, una Cessna Skylark que el abuelo le había conseguido al novio para efectos de impresionar a la novia.

Elaine pensó que era el mejor regalo imaginable y que nunca ningún voluntario de los Cuerpos de Paz había llegado en avioneta a su lugar de trabajo. Una ráfaga de viento los sacudió. Luego tomaron tierra. Es la nueva vida, pensó Elaine. Acabo de aterrizar en mi nueva vida.


Y así era. La luna de miel se confundió con la llegada al permanent site, los primeros polvos legítimos se confundieron con las primeras misiones de la nueva voluntaria: las primeras gestiones para llevar el alcantarillado a donde no lo había, las primeras reuniones con Acción Comunal. Elaine y Ricardo se permitieron el lujo, cortesía de la clase del CEUCA, de pasar un par de noches en una posada de turistas de La Dorada, rodeados de familias de Bogotá o de ganaderos antioqueños, y esos días les bastaron para encontrar una casa de una sola planta por un precio que parecía razonable.

La casa -una clara mejoría, ahora que eran matrimonio, con respecto a la piecita de Caparrapí- era rosada como un salmón y tenía un patio de tierra de nueve metros cuadrados que nadie había cuidado en mucho tiempo y que Elaine se puso de inmediato a recuperar. Descubrió que ahora, en su nueva vida, las mañanas habían cobrado una nueva personalidad, y se despertaba con las primeras luces sólo para sentir el frescor del aire de la madrugada antes de que el calor brutal empezara a devorar el día.

«Me baño temprano y con agua fría», escribió a sus abuelos, «yo que tanto me quejé del agua fría en Bogotá. Lo que uno usa para bañarse se llama totuma. Les mando una foto».


Durante los primeros días se proveyó de algo que se revelaría esencial: un caballo para ir a los pueblos vecinos. Se llamaba Tapaueco, pero el nombre le costó tanto trabajo a Elaine que acabó cambiándolo por Truman, y tenía tres velocidades: un paso lento, un trote y un galope de carreras. «Por cincuenta pesos al mes», escribió Elaine, «un campesino me lo cuida y me lo alimenta y me lo trae todos los días a las ocho de la mañana. Tengo ampollas en el trasero y me duelen todos los músculos del cuerpo, pero estoy aprendiendo a montar mejor cada vez. Truman sabe más que yo y me ayuda a aprender. Nos entendemos bien, y eso es lo que importa. Con caballo uno aprende a manejar mejor el tiempo. No hay que depender de nadie y es más barato. No soy uno de los Siete Magníficos, pero no pierdo el entusiasmo».


También se dedicó a hacer contactos: con la ayuda del voluntario saliente, un muchachito de Ohio que Elaine despreció desde el primer instante (tenía una barba de apóstol de película, pero carecía por completo de iniciativa), compiló una lista de treinta personalidades: ahí estaba el cura, los jefes de las familias más influyentes, el alcalde, los terratenientes de Bogotá y Medellín, una especie de poderes ausentes que tenían la tierra pero nunca estaban en ella, y vivían de ella pero nunca pagaban los impuestos que ella les causaba: Elaine se quejaba de esto en las noches, en su cama matrimonial, y luego se quejaba de que en Colombia todos los ciudadanos fueran políticos pero ningún político quisiera hacer nada por los ciudadanos.

Ricardo, que actuaba como si ya estuviera de vuelta de la vida, se divertía sin disimularlo y la llamaba ingenua y la llamaba cándida y la llamaba gringa incauta, y después de burlarse de ella y de sus pretensiones de misionera social, de Buena Samaritana para el Tercer Mundo, ponía una expresión de insoportable paternalismo y canturreaba, con pésimo acento, What's there to live for? Who needs the Peace Corps? Y cuanto más se indignaba Elaine, a quien el sarcasmo de la cancioncita había dejado de hacer gracia, con más entusiasmo la cantaba él:


I'm completely stoned, I'm hippy and I'm trippy, I'm a gypsy on my own.


«Go fuck yourself», le decía ella, y él entendía perfectamente.


Un par de días antes de Navidad, tras una larga y frustrante Junta con el médico local. Elaine llegó a casa muerta de ganas de darse un baño y quitarse del cuerpo el polvo y el sudor, y se encontró con que tenían visita. Estaba atardeciendo, las débiles luces de las ventanas vecinas comenzaban a encenderse. Ató a Truman al poste más próximo y, dando un rodeo, entró a la casa por el pequeño Jardín y la cocina, y mientras buscaba una coca cola en la nevera de lcopor le llegaron las primeras voces. Como venían del salón y no del cuarto, y como eran dos voces masculinas, supuso que se trataba de algún conocido que se había presentado por sorpresa para pedirle algo a la gringa. Ya había sucedido en varias ocasiones: los colombianos, se quejaba Elaine, creían que la labor de los Cuerpos de Paz era llevar a cabo todo lo que a ellos les daba pereza o les parecía difícil.

«Es la mentalidad de la colonia», solía decirle a Ricardo cuando hablaban del tema. «Tantos años acostumbrados a que otro les haga las cosas no se borran así.»

De repente la idea de saludar a una de esas personas, la idea de tener que cruzar una serie de banalidades y preguntar por la familia y los niños y sacar el ron o la cerveza (porque uno nunca sabía en qué momento del futuro esta persona podría ser útil, y porque en Colombia las cosas no se hacían por trabajo, sino por amistad real o fingida), le produjo un cansancio infinito. Pero entonces oyó un acento en una de las voces, un vago timbre le resultó familiar, y al asomarse, todavía sin ser vista, reconoció primero a Mike Barbieri y enseguida, casi de manera automática, a Carlos, el hombre del labio leporino que tanto les había ayudado en Caparrapí. Entonces los hombres debieron de oírla o sentir su presencia, porque los tres giraron la cabeza al mismo tiempo.

«Ah, por fin», dijo Ricardo. «Ven, ven, no te quedes ahí parada. Esta gente vino para verte a ti.»


Mucho tiempo después, recordando ese día, a Elaine no dejaría de maravillarla la certeza con que supo, sin ninguna prueba ni razón para sospechar, que Ricardo le había mentido. No, no la habían venido a ver a ella: Elaine lo supo en el instante mismo en que las palabras fueron pronunciadas. Fue un escalofrío, una incomodidad al estrechar la mano de Carlos sin que Carlos la mirara a los ojos, una cierta ansiedad o desconfianza al saludar en español a Mike Barbieri, al preguntarle cómo estaba, cómo le iban las cosas, por qué no había asistido a la última reunión departamental.

Ricardo estaba sentado en una mecedora de mimbre que habían conseguido a buen precio en el mercado de artesanías; los dos invitados, en bancas de madera. En el centro, sobre la lámina de vidrio de la mesa, había unos papeles que Ricardo recogió de un manotazo, pero en los cuales Elaine alcanzó a ver un dibujo desordenado, una especie de gran ectoplasma con la forma del continente americano, o con la forma que habría tenido un continente americano dibujado por un niño.

«Hola, ¿qué hacen?», preguntó Elaine.

«Mike viene a pasar Navidad con nosotros», dijo Ricardo.

«Si no te importa», dijo Mike.

«No, claro que no», dijo Elaine. «¿Y vienes solo?»

«Solo, sí», dijo Mike. «Con ustedes dos. no necesito a nadie más.»

Entonces Carlos se puso de pie y le señaló su banca a Elaine, como para cedérsela, y musitando algo que podía o no ser una despedida, y levantando una mano de dedos gordos, comenzó a caminar hacia la puerta.

Una gran mancha de sudor le bajaba por la espalda.

Elaine lo miró de arriba abajo y vio que su cinturón había pasado por encima de una trabilla y vio sus pantalones bien planchados y le llamó la atención el ruido que hacían sus sandalias y el tono grisáceo de la piel de sus talones. Milke Barbieri se quedó un rato más, el tiempo de beber dos rones con coca cola y de contar que un voluntario de Sacramento había venido a pasar Thanksgiving con él, y que le había enseñado a llamar por teléfono a Estados Unidos con un ham radio. Era magia, pura magia. Había que conseguir un radioaficionado aquí y un radioaficionado en Estados Unidos, gente amiga que estuviera dispuesta a prestar el aparato y hacer la conexión, y así uno podía hablar de inmediato con la familia sin pagar un dólar, pero tranquilos, era todo legítimo, nada fraudulento, o tal vez sí, un poco, pero qué importaba: él mismo había hablado con su hermana menor, con un amigo al que debía dinero e incluso con una novia de la universidad que alguna vez lo echó de su vida y que ahora, con el tiempo y la distancia, ya le había perdonado hasta los peores pecados. Y todo eso completamente gratis, ¿no era extraordinario?


Mike Barbieri pasó la Nochebuena con ellos, y también la Navidad, y también la semana siguiente, y también la Noche vieja y también el Año Nuevo, y el 2 de enero se despidió como si se despidiera de su familia, con ojos llorosos y abrazos emocionados y frases enteras dedicadas a agradecerles la hospitalidad, la compañía, el cariño y el ron con coca cola.

Fueron días largos para Elaine, que no conseguía entusiasmarse con estas fiestas sin bastones ni medias colgando de la chimenea y seguía sin entender muy bien en qué momento ese gringo desorientado se había instalado entre ellos. Pero Ricardo parecía pasársela de maravilla:

«Es mi hermano perdido», le decía abrazándolo.


Por las noches, con un par de tragos encima, Mike Barbieri sacaba la hierba y armaba un cigarrillo, Ricardo encendía el ventilador y los tres se ponían a hablar de política, de Nixon y de Rojas Pinilla y de Misael Pastrana y de Edward Kennedy, cuyo carro rompió el puente y se fue al agua, y de Mary Jo Kopechne, la pobre muchachita que lo acompañaba y que murió ahogada.

Al final Elaine, exhausta, se iba a dormir. Para ella, como para los campesinos de su zona de influencia, la última semana del año no era de vacaciones, y durante esos días siguió saliendo de casa tan temprano como pudiera para llegar a sus citas. Cuando volvía en la tarde, sucia y frustrada por la falta de progresos y con las pantorrillas adoloridas por las horas pasadas sobre Truman, Ricardo y Mike la esperaban con la comida ya medio lista. Y tras la comida, la misma rutina: ventanas abiertas de par en par, ron, marihuana, Nixon y Rojas Pinilla, el Mar de la Tranquilidad y cómo cambiaría la vida, la muerte de Ho ChiMinh y cómo cambiaría la guerra.


El primer lunes hábil de 1970 -un día seco y duro y caluroso, un día de tanta luz que los cielos parecían blancos y no azules-, Elaine salió montada en Truman y en dirección a Guarinocito, donde estaban construyendo una escuela y ella iba a hablar de un programa de alfabetización que los voluntarios del departamento habían comenzado a coordinar, y al doblar una esquina le pareció ver de lejos a Carlos y a Mike Barbieri. En la tarde, al regresar, Ricardo le tenía la noticia: le habían conseguido un trabajo, se iba a tener que ausentar un par de días. Se trataba de traer unos televisores de San Andrés, nada más simple, pero iba a tener que dormir en destino. Así dijo, «en destino». Elaine se alegró de que ya le comenzaran a salir trabajos: tal vez, después de todo, no iba a ser tan difícil ganarse la vida como piloto.


«Todo va bien», escribió Elaine a principios de febrero. «Claro, es mil veces más fácil volar un avión por instrumentos que lograr la cooperación de los políticos de pueblo.» Añadió: «Y más siendo mujer». Y después: Una cosa aprendí: ya que la gente de los pueblos está acostumbrada a que los manden, comencé a comportarme como un patrón. Lamento mucho decir que la cosa da resultados. Así logré que las mujeres de Victoria (es un pueblo de por aquí) exigieran al médico una campaña de nutrición y de salud dental.

Sí, es raro ver las dos cosas Juntas, pero alimentarse sólo con aguapanela le destroza los dientes a cualquiera. Así que por lo menos eso he logrado. No es mucho, pero es un comienzo.

Ricardo, eso sí, está feliz. Como un niño en una tienda de juguetes. Le comenzaron a salir trabajos, no muchos, pero suficientes. Todavía no tiene las horas para ser piloto comercial, pero eso es mejor, porque cobra más barato y lo prefieren por eso (en Colombia todo es mejor si se hace por debajo de cuerda). Claro, lo veo menos. Se va tempranísimo, vuela desde Bogotá y esos trabajos se le comen el día. A veces hasta le toca dormir en su casa vieja, en la casa de sus padres, a la ida o a la vuelta o ambas. Y yo aquí sola. A veces es desesperante, pero no tengo derecho a quejarme.


Entre los días de trabajo de Ricardo pasaban semanas de ocio, de manera que en las tardes, cuando Elaine llegaba de sus frustrantes intentos por cambiar el mundo, Ricardo había tenido tiempo de aburrirse y de volverse a aburrir y de empezar a hacer cosas en la casa con su caja de herramientas, y la casa tomaba el aspecto de una constante obra gris. En marzo Ricardo le construyó a Elaine un baño en el patio de tierra, ya convertido en pequeño jardín: un cubículo de madera adosado a la pared exterior de la casa que le permitía a Elaine sacar una manguera y darse una ducha bajo el cielo nocturno. En mayo construyó un armario para guardar sus herramientas, y le puso un candado inexpugnable del tamaño de una baraja para desanimar a cualquier ladrón. En Junio no construyó nada, porque estuvo ausente más de lo acostumbrado: tras conversarlo con Elaine, decidió volver al Aeroclub para sacar la licencia de piloto comercial, lo cual le permitiría llevar carga y, lo más importante, pasajeros. «Así vamos a dar un paseo en serio», dijo.

La obtención de la licencia le implicaba casi cien horas más de vuelo, aparte de diez horas de instrucción en doble comando en avión, así que se iba durante la semana a Bogotá (dormía en su propia casa, recibía noticias de sus padres, daba noticias de su vida de recién casado, todos brindaban y se alegraban) y regresaba a La Dorada en la tarde del viernes, en tren o en bus y una vez en taxi fletado.

«Con lo que cuesta», dijo Elaine.

«No importa», dijo él. «Quería verte. Quería ver a mi esposa.»


Uno de esos días llegó pasada la medianoche, no en bus ni en tren y ni siquiera en taxi, sino en un campero blanco que invadió con el escándalo de su motor y la potencia de sus luces la tranquilidad de la calle. «Pensé que no venías ya», le dijo Elaine. «Es tarde, estaba preocupada.» Hizo un gesto hacia el campero blanco. «¿Y eso de quién es?»

«¿Te gusta?», le dijo Ricardo.

«Es un campero.»

«Sí», dijo él. «¿Pero te gusta?»

«Es grande», dijo Elaine. «Es blanco. Hace ruido.»

«Pues es tuyo», dijo Ricardo. «Feliz Navidad.»

«Estamos en junio.»

«No, ya es diciembre. No se nota porque el clima es el mismo. Ya tendrías que saber, tú que te las das de colombiana.»

«Pero de dónde viene», dijo Elaine, marcando las consonantes. «Y cómo podemos, cuándo…»

«Demasiadas preguntas. Esto es un caballo, Elena Fritts, lo único es que va más rápido y si llueve no te mojas. Ven, vamos a dar una vuelta.»


Era un Nissan Patrol modelo 68, según supo Elaine, y el color oficial no era blanco, mucha atención, sino marfil. Pero estas informaciones le interesaron menos que las dos puertas traseras y el compartimiento de pasajeros, un espacio tan amplio que una colchoneta se hubiera podido poner en el suelo. Salvo que eso no hubiera sido necesario, porque el campero tenía dos bancas plegables de cojinería beige en las que podía acostarse un niño sin incomodidad ninguna. El asiento delantero era una especie de gran sofá, y allí se acomodó Elaine, y vio la palanca de cambios larga y delgada que salía del suelo y su perilla negra con las tres velocidades marcadas, y vio el tablero blanco y pensó que no era blanco, sino marfil, y vio el timón negro que ahora Ricardo comenzaba a mover, y se agarró a una barandilla que encontró sobre la guantera.

El Nissan empezó a moverse por las calles de La Dorada y pronto salió a la carretera. Ricardo dobló en dirección a Medellín.

«Las cosas me están yendo bien», dijo entonces.


El Nissan dejó atrás las luces del pueblo y se hundió en la noche negra. Bajo las luces nacían los árboles frondosos de la vereda, un perro de ojos brillantes que pasaba asustado, un charco de agua sucia que soltaba un destello. La noche era húmeda y Ricardo abrió las rendijas de la ventilación y un soplo de aire cálido entró en la cabina.

«Las cosas me están yendo bien», repitió.

Elaine lo veía de perfil, veía la expresión intensa de su cara en la penumbra: Ricardo trataba al mismo tiempo de mirarla a ella y de no perder el control sobre un camino lleno de sorpresas (podía haber otros animales distraídos, hundimientos de la calzada que más parecían pequeños cráteres, algún borracho en bicicleta).

«Las cosas me están yendo bien», dijo Ricardo por tercera vez. Y Justo cuando Elaine estaba pensando me quiere decir algo, Justo cuando había llegado a asustarse por la revelación que se le venía encima como saliendo de la noche negra, Justo cuando estaba a punto de cambiar de tema por vértigo o por miedo, habló Ricardo con un tono que no abría espacio a la duda:

«Quiero tener un hijo».

«Pero tú estás loco», dijo Elaine.

«¿Por qué?»

Elaine comenzó a manotear. «Porque tener un hijo cuesta plata. Porque yo soy una voluntaria de los Cuerpos de Paz y la plata me alcanza para sobrevivir apenas. Porque primero tengo que terminar el voluntariado.» Voluntariado: la palabra le costó un trabajo horrible a su lengua, como una carretera llena de curvas, y por un momento pensó que se había equivocado. «A mí me gusta esto», dijo entonces, «me gusta lo que hago».

«Puedes seguir haciéndolo», dijo Ricardo. «Después.»

«¿Y dónde vamos a vivir? No podemos tener un hijo en esta casa.»

«Pues nos cambiamos.»

«Pero con qué plata», dijo Elaine, y en su voz hubo algo parecido a la irritación. Le habló a Ricardo como se le habla a un niño terco.

«Yo no sé en qué mundo vives, dear, pero esto no se improvisa.» Se agarró el pelo largo con las dos manos. Luego buscó en un bolsillo, sacó una banda elástica y se cogió el pelo en una coleta para refrescarse la nuca sudorosa. «Tener un hijo no se improvisa.»


Ricardo no respondió. Un silencio denso se hizo en la cabina: el Nissan era lo único audible, el rugido de su motor, la fricción de las ruedas contra la calzada rugosa. Al lado del camino se abrió entonces una pradera inmensa.

A Elaine le pareció ver un par de vacas acostadas debajo de una ceiba, el blanco de sus cueros rompiendo el negro uniforme del pasto. Al fondo, sobre una bruma baja, se recortaban los farallones. El Nissan se movía sobre el pavimento desigual, el mundo era gris y azul por fuera del espacio iluminado, y entonces la carretera entró en una suerte de túnel marrón y verde, un corredor de árboles cuyas ramas se encontraban en el aire como un gigantesco domo. Elaine recordaría siempre aquella imagen, la vegetación tropical rodeándolos por completo y ocultando el cielo, porque fue en ese momento que Ricardo le contó -esta vez con los ojos fijos en la carretera, sin mirar a Elaine para nada, más bien evitando su mirada- de los negocios que estaba haciendo con Mike Barbieri, del futuro que tenían esos negocios y de los planes que esos negocios le habían permitido hacer.

«Yo no improviso, Elena Fritts», dijo. «Todo esto me lo he pensado durante mucho tiempo. Todo está planeado hasta el último detalle. Otra cosa es que tú no te hayas enterado hasta ahora de los planes, y eso es, bueno, porque todavía no te tocaba. Ahora ya te toca. Te voy a explicar todo. Y luego me vas a decir si podemos tener un hijo o no. ¿Trato hecho?»

«Sí», dijo Elaine. «Trato hecho.»

«Bueno. Entonces déjame que te cuente lo que está pasando con la marihuana.


Y le contó. Le contó del cierre, el año anterior, de la frontera mexicana (Nixon buscando liberar a Estados Unidos de la invasión de la hierba); le contó de los distribuidores cuyo negocio había quedado entorpecido, cientos de intermediarios cuyos clientes no daban espera y que comenzaron entonces a mirar hacia otros lados; le habló de Jamaica, una de las alternativas más a mano que tenían los consumidores, pero sobre todo de la Sierra Nevada, del departamento de La Guajira, del valle del Magdalena. Le contó de la gente que había venido, en cuestión de unos cuantos meses, desde San Francisco, desde Miami, desde Boston, buscando socios idóneos para un negocio de rentabilidad asegurada, y tuvieron suerte: encontraron a Mike Barbieri.

Elaine pensó brevemente en el Jefe de voluntarios de Caldas, un episcopaliano de South Bend, indiana, que ya había boicoteado los programas de educación sexual en zonas rurales: ¿qué pensaría si supiera? Pero Ricardo seguía hablando. Mike Barbieri, le decía, era mucho más que un socio: era un verdadero pionero. Les había enseñado cosas a los campesinos. Junto con otros voluntarios versados en agricultura, les había enseñado técnicas, dónde sembrar mejor para que las montañas protejan las matas, qué fertilizante usar, cómo separar los machos de las hembras. Y ahora, bueno, ahora tenía contactos con diez o quince hectáreas regadas de aquí a Medellín, y era capaz de producir unos cuatrocientos kilos por cosecha.

Les había cambiado la vida a estos campesinos, de eso no tenía la menor duda, estaban ganando mejor que nunca y con menos trabajo, y todo gracias a la hierba, a lo que estaba pasando con la hierba. «La meten en bolsas de plástico, meten las bolsas en un avión, pongámoslo más fácil, un bimotor Cessna. Yo recibo el avión, lo llevo lleno de una cosa y me devuelvo trayendo otra. Mike paga unos veinticinco dólares por kilo, pongamos. Diez mil en total, y eso sólo si la calidad es la máxima.

Por mal que a uno le vaya, en cada viaje se vuelve uno con sesenta, setenta mil, a veces más. ¿Cuántos viajes se pueden hacer? Tú saca las cuentas. Lo que te quiero decir es que me necesitan. Yo estaba donde tenía que estar cuando tenía que estar, y fue un golpe de suerte. Pero ya no se trata de suerte. Me necesitan, me he vuelto indispensable, esto no ha hecho más que comenzar. Yo soy el que sabe dónde se puede aterrizar, dónde se puede despegar. Yo soy el que sabe cómo se carga uno de estos aviones, cuánto soporta, cómo se distribuye la carga, cómo camuflar depósitos de combustible en el fuselaje para hacer vuelos más largos. Y tú no te imaginas, Elena Fritts, tú no te imaginas lo que es despegar de noche, el golpe de adrenalina que es despegar de noche entre las cordilleras, con el río abajo como una lámina de aluminio, como un chorro de plata fundida, el río Magdalena en las noches de luna es lo más impresionante que pueda verse. Y no sabes lo que es verlo desde arriba y seguirlo, y salir al mar, al espacio infinito del mar cuando todavía no ha amanecido, y ver amanecer en el mar, el horizonte que se enciende como si fuera de fuego, la luz que lo deja a uno ciego de lo clara que es.

Todavía no lo he hecho más que un par de veces, pero ya conozco el itinerario, conozco los vientos y las distancias, conozco las manías del avión como si fuera este campero que tengo entre las manos. Y los demás se están dando cuenta. De que puedo despegar este aparato donde quiera y aterrizado donde quiera, despegarlo en dos metros de ribera y aterrizado en un desierto pedregoso de California. Soy capaz de meterlo por los espacios que dejan los radares: no importa lo pequeños que sean, mi avión cabe ahí. Un Cessna o el que tú me pongas, un Beechcraft, el que sea. Si hay un hueco entre dos radares, yo lo encuentro y por ahí meto el avión. Soy bueno, Elena Fritts, soy muy bueno. Y voy a ser mejor cada vez, con cada vuelo. Casi me da miedo pensarlo.»


Un día de finales de septiembre, durante una semana de aguaceros prematuros en que las quebradas se desbordaron y varios caseríos sufrieron emergencias sanitarias, Elaine asistió a una reunión departamental de voluntarios en la sede de los Cuerpos de Paz de Manizales, y estaba en medio de un debate más bien agitado sobre la constitución de cooperativas para los artesanos locales cuando sintió algo en el estómago.

No logró ni siquiera llegar a la puerta del salón: los demás voluntarios la vieron ponerse de cuclillas con una mano en el espaldar de una silla y la otra agarrándose el pelo y vomitar una masa gelatinosa y amarillenta sobre el suelo de baldosas rojas. Sus colegas trataron de llevarla a un médico, pero ella se resistió con éxito («no tengo nada, cosas de mujeres, déjenme en paz»), y unas horas más tarde estaba entrando de incógnito en el cuarto 225 del hotel Escorial y llamando a Ricardo para que viniera a recogerla, porque no se sentía capaz de subirse a un bus intermunicipal.


Mientras lo esperaba salió a dar una vuelta por los alrededores de la catedral, y acabó sentándose en una banca de la plaza de Bolívar y viendo pasar a los niños de uniforme, a los viejos de ruana, a los vendedores con sus carritos. Un muchacho joven con un cajón debajo del brazo se le acercó para ofrecerle una embetunada, y ella asintió sin palabras, para no delatarse con su acento.

Barrió la plaza con la mirada y se preguntó cuánta gente diría al mirarla que era gringa, cuánta diría que llevaba apenas más de un año en Colombia, cuánta diría que se había casado con un colombiano, cuánta diría que estaba embarazada. Después, con los zapatos de charol brillando tanto que el cielo manizalita se reflejaba en la puntera, volvió al hotel, escribió una carta en papelería membreteada y se recostó para pensar en nombres. Ninguno se le ocurrió: antes de darse cuenta, se había quedado dormida. Nunca se había sentido tan cansada como esa tarde.


Cuando despertó, Ricardo estaba a su lado, dormido y desnudo. No lo había sentido llegar. Eran las tres de la madrugada: ¿qué tipo de porteros o vigilantes tenían estos hoteles? ¿Con qué derecho habían dejado entrar a un extraño sin avisarle? ¿De qué manera había probado Ricardo que esa mujer era su esposa, que él tenía derecho a ocupar su cama? Elaine se puso de pie con la mirada fija en un punto de la pared, para no marearse. Se asomó por la ventana, vio una esquina de la plaza desierta, se llevó una mano al vientre y lloró con un llanto callado. Pensó que lo primero que haría al llegar a La Dorada sería buscar una casa de acogida para Truman. porque montar a caballo estaría prohibido durante los meses siguientes, tal vez durante un año entero. Sí, eso sería lo primero, y lo segundo sería ponerse a buscar otra casa, una casa para la familia.

Se preguntó si debía avisar a su jefe de voluntarios, o incluso llamar a Bogotá. Decidió que no era necesario, que trabajaría hasta que su cuerpo se lo permitiera, y luego las circunstancias dictarían su curso. Miró a Ricardo, que dormía con la boca abierta. Se acercó a la cama y levantó la sábana con dos dedos. Vio el pene dormido, el vello ensortijado (ella lo tenía liso). Se llevó la mano al sexo, luego otra vez al vientre, como para protegerlo. What's there to live for?, pensó de repente, y tarareó en su cabeza: Who needs the PeaceCorps? Y luego se volvió a dormir.


Elaine trabajó hasta cuando ya no pudo más. Su vientre creció más de lo esperado en los primeros meses, pero, aparte del cansancio violento que la obligaba a hacer siestas largas antes del mediodía, el embarazo no modificó sus rutinas. Otras cosas cambiaron, sin embargo. Elaine comenzó a estar consciente del calor y de la humedad como nunca lo había estado; de hecho, comenzó a estar consciente de su cuerpo, que dejó de ser silencioso y discreto y se empeñó de un día para el otro en llamar la atención desesperadamente sobre sí mismo, como un adolescente problemático, como un borracho.

Elaine odió la presión que su propio peso ejercía sobre sus pantorrillas, odió la tensión que aparecía en sus muslos cada vez que subía cuatro escalónenos de nada, odió que sus areolas pequeñas, que siempre le habían gustado, se agrandaran y se oscurecieran de repente. Avergonzada, culpable, comenzó a ausentarse de las reuniones diciendo que no se sentía muy bien, y se iba al hotel de los ricos para pasar la tarde en la piscina por el solo placer de engañar a la gravedad durante unas horas, de sentir, flotando en el agua fresca, que su cuerpo volvía a ser la cosa liviana que había sido toda la vida.


Ricardo se dedicó a ella: sólo hizo un viaje durante todo el embarazo, pero debió de ser un cargamento grande, porque regresó con un maletín de tenista -cuero sintético de color azul oscuro, cremallera dorada, una pantera blanca saltando desde abajo- repleto de fajos de dólares tan limpios y luminosos que parecían de mentiras, papeles impresos que fueran parte de un Juego de mesa. No sólo iba repleto el maletín, sino también la funda de la raqueta, que en este modelo venía cosida al exterior como un compartimiento separado. Ricardo lo guardó bajo llave en el armarlo que él mismo había construido y un par de veces al mes subía a Bogotá para cambiar los dólares por pesos.

A Elaine la llenó de atenciones. La llevaba y la traía en el Nissan, la acompañaba a los controles médicos, la miraba subirse a la pesa y veía la aguja dubitativa y anotaba en un cuadernito el nuevo resultado, como si la anotación del médico fuera a ser imprecisa o menos fidedigna. También la acompañaba a trabajar: si había que construir una escuela, él agarraba de buen grado una paleta y ponía cemento en los ladrillos, o llevaba recebo de un lado al otro en una carretilla, o arreglaba con sus propias manos la malla rota de un colador; si había que hablar con la gente de Acción Comunal, él se sentaba al fondo de la habitación y escuchaba el español cada vez mejor de su esposa y a veces aportaba la traducción de una palabra que Elaine no recordara.


En cierta oportunidad Elaine debió visitar a un líder comunitario de Doradal, un hombre de bigote frondoso y camisa abierta hasta el ombligo que, a pesar de su locuacidad de culebrero paisa, no lograba la aprobación de una campaña de vacunación contra la polio. Era una cuestión de burocracias, las cosas iban lentas y los niños no podían esperar.

Se despidieron con una sensación de fracaso. Elaine se subió al campero con trabajo, apoyándose en la manija de la puerta, agarrándose del espaldar del asiento, y ya estaba bien acomodada cuando Ricardo le dijo:

«Espérame un momento, ya vuelvo».

«¿A dónde vas?»

«Ya vuelvo, ya vuelvo. Espérame un segundo.»

Y lo vio entrar de nuevo y decirle algo al hombre de la camisa abierta, y entonces los dos se perdieron tras una puerta.

Cuatro días después, cuando le llegó la noticia a Elaine de que la campaña había sido aprobada en tiempo récord, una imagen se figuró en su cabeza: la de Ricardo metiéndose una mano al bolsillo, sacando un incentivo para funcionarios públicos y prometiendo más. Hubiera podido confirmar sus sospechas, confrontar a Ricardo y exigirle confesiones, poro decidió no hacerlo. El objetivo, al fin y al cabo, se había conseguido. Los niños, pensar en los niños. Los niños eran lo importante.


Desde las treinta semanas de embarazo, cuando ya el tamaño de su barriga se convirtió en un obstáculo para su trabajo, Elaine obtuvo un permiso especial del Jefe de voluntarios y luego una licencia emitida por la dirección de los Cuerpos de Paz en Bogotá, para la cual tuvo que enviar por correo un informe médico redactado mal y a las carreras por un jovencito que hacía su año rural en La Dorada y que quiso, sin ningún conocimiento de obstetricia ni justificación médica ninguna, hacerle una revisión genital. Elaine, que para ese momento de la cita ya estaba medio desnuda, se opuso y hasta llegó a enfadarse, y lo primero que pensó fue que no podía decirle nada a Ricardo, cuya reacción era imprevisible. Pero después, regresando a casa en el Nissan, mirando el perfil de su marido y sus manos de dedos largos y vellos oscuros, sintió un ramalazo de deseo. La mano derecha de Ricardo descansaba sobre la perilla de la palanca de cambios; Elaine la agarró de la muñeca y abrió las piernas y la mano entendió, la mano de Ricardo entendió.


Llegaron a la casa sin hablar y entraron de prisa como ladrones, y cerraron las cortinas y pusieron la tranca en la puerta trasera, y Ricardo se desnudó dejando la ropa tirada por el suelo y sin que le importara que se le llenara de hormigas. Elaine, mientras tanto, se acostaba de medio lado sobre las sábanas, de cara a la cortina blanca, al recuadro iluminado que se formaba en ella. La luz del día era tan fuerte que hacía sombras a pesar de que las cortinas estuvieran cerradas; Elaine se miró el vientre grande como una medialuna, la piel lisa y templada y la línea violeta que la cruzaba de arriba abajo como pintada con un plumón, y vio las sombras difusas que sus senos hinchados hacían sobre la sábana. Pensó que nunca jamás sus senos habían hecho sombras sobre nada y entonces sus senos desaparecieron bajo la mano de Ricardo.

Elaine sintió que sus pezones oscurecidos se cerraban al contacto de esos dedos y luego sintió la boca de Ricardo en su hombro y luego se sintió penetrada desde atrás. Así, acoplados como las piezas de un Estralandia, hicieron el amor por última vez antes del parto.


Maya Laverde nació en la clínica Palermo de Bogotá en julio de 1971, más o menos al mismo tiempo que el presidente Nixon utilizaba por primera vez las palabras guerra contra las drogas en un discurso público. Elaine y Ricardo se habían instalado tres semanas antes en casa de los Laverde, a pesar de las protestas de Elaine:

«Si la clínica de La Dorada es buena para las madres más pobres», decía, «no veo por qué no va a ser buena para mí».

«Ay, Elena Fritts», le decía Ricardo, «por qué no nos haces un favor y dejas de cambiar el mundo todo el tiempo».

Luego los hechos le dieron la razón a él: la niña nació con un problema intestinal que fue necesario operar de inmediato, y todos estaban de acuerdo en que una clínica rural no hubiera tenido ni los cirujanos ni los instrumentos de neonatología necesarios para garantizar la supervivencia de la criatura.

Maya permaneció en observación varios días, metida en una incubadora cuyas paredes habían sido transparentes en tiempos remotos, pero ahora estaban rasgadas y opacas como los vasos que se usan demasiado; cuando era hora de darle el pecho, Elaine se sentaba en una silla junto al aparato y una enfermera sacaba a la niña y se la ponía entre los brazos.

La enfermera era una mujer madura de caderas anchas que parecía demorarse a propósito cuando cargaba a Maya entre sus brazos. Le sonreía con tanta dulzura que Elaine sintió celos por primera vez, y le maravilló que algo así -la presencia amenazante de otra madre, la salvaje reacción de la sangre- fuera posible.


Poco después de que la niña recibiera el alta, Ricardo tuvo que hacer un nuevo viaje. Pero todavía era muy pronto para el traslado a La Dorada, y la idea de que Elaine y su hija se quedaran solas lo llenaba de espanto, así que Ricardo propuso que se alojaran en Bogotá, en casa de sus padres, al cuidado de doña Gloria y de la mujer de piel oscura y larga trenza negra que flotaba como un fantasma por la casa limpiando y ordenando todo a su paso.

«Si te preguntan, les dices que llevo flores», le dijo Ricardo. «Claveles, rosas, hasta orquídeas. Sí, orquídeas, eso queda bien, las orquídeas se exportan, todo el mundo lo sabe. Ustedes los gringos se mueren por las orquídeas.»

Elaine sonrió. Estaban acostados en la misma cama estrecha en que habían hecho el amor la primera vez. Era de madrugada, la una o las dos; Maya los había despertado llorando de hambre, gritando con su vocecita nasal y delgada, y sólo pudo calmarse al cerrar su boca diminuta alrededor del pezón erecto de su madre. Después de mamar se había quedado dormida entre los dos, obligándolos, para abrirle un espacio, a ponerse de canto sobre la cama en peligroso equilibrio; y así se quedaron, con medio cuerpo fuera de la cama, cara a cara pero a oscuras, de manera que apenas si alcanzaban a distinguir la silueta del otro en la penumbra.

El sueño se les había ido por completo. La niña dormía: Elaine sentía su olor a polvos dulces, a jabón, a lana nueva. Levantó una mano y recorrió la cara de Ricardo como una ciega y entonces comenzaron a hablar en susurros. «Quiero ir contigo», dijo Elaine.

«Un día», dijo Ricardo.

«Quiero ver qué haces. Saber que no es peligroso. ¿Me lo dirías si fuera peligroso?»

«Claro que sí.»

«¿Te puedo preguntar una cosa?»

«Pregúntame una cosa.»

«¿Qué pasa si te cogen?»

«No me van a coger.»

«¿Pero qué pasa si te cogen?»

La voz de Ricardo cambió, hubo en ella un falsetto, algo impostado. «La gente quiere un producto», dijo. «Hay gente que cultiva ese producto. Mike me lo da, yo lo llevo en un avión, alguien lo recibe y eso es todo. Le damos a la gente lo que la gente quiere.» Se quedó en silencio un segundo y añadió: «Además, la cosa va a ser legal tarde o temprano».

«Pero es que me cuesta imaginarte», dijo Elaine. «Cuando no estás trato de pensar en ti, qué estarás haciendo, en dónde, y no puedo. Y eso no me gusta.»


Maya soltó un suspiro tan breve y callado que tardaron un instante en saber de dónde había venido. «Está soñando», dijo Elaine. Vio a Ricardo acercar su cara grande -su mentón duro, su boca gruesa- a la cabeza diminuta de la niña; lo vio darle un beso sin ruido, y luego otro. «Mi niña», lo oyó decir. «Nuestra niña.» Y entonces, sin transición ninguna, lo vio comenzar a hablar de esos viajes, de una hacienda ganadera que llegaba hasta el Magdalena y en cuyos potreros hubiera podido construirse un aeropuerto, de un Cessna 310 Skynight que de unos días para acá había sido la montura preferida de Ricardo. Así decía:

«Mi montura preferida. Este modelo ya no lo hacen, Elena Fritts, esa criatura va a ser una reliquia antes de que nos demos cuenta».

Le habló también de la soledad que sentía cuando estaba en el aire, y de lo distinto que era un avión lleno de carga de un avión vacío: «El aire se enfría, hay más ruido, uno se siente más solo. Aunque haya alguien. Sí, aunque haya alguien». Le habló de lo inmenso que es el Caribe y del miedo que da perderse, el miedo que da la mera idea de perderse en una cosa tan grande como el mar, incluso a alguien que, como él. no se pierde jamás. Le habló de la desviación que debía tomar al acercarse a Cuba -«Para que no me tumben a bala pensando que soy gringo», dijo-, y de lo familiar, lo curiosamente familiar, que le resultaba todo a partir de ahí, como si regresara a su casa en lugar de estar a punto de aterrizar en Nassau.

«¿En Nassau?», dijo Elaine. «¿En las Bahamas?»

Sí, dijo Ricardo, la única Nassau que hay, y siguió diciendo que allí, en el aeropuerto, ante los controladores que veían sin ver (su visión y su memoria convenientemente modificadas por unos cuantos miles de dólares), lo esperaba una pickup Chevrolet del color de las aceitunas y un gringo fortachón, igualito a Joe Frazier, que lo llevaba a un hotel donde el único lujo era la ausencia de preguntas.


La llegada ocurría invariablemente los viernes. Después de pasar dos noches allí -dos noches cuya función era no levantar sospechas, convertir a Ricardo en un millonario más que llega a pasar el fin de semana con amigos o amantes-, después de dos noches de vivir encerrado en un hotel sin gracia, tomando ron y comiendo arroces con pescado, Ricardo volvía al aeropuerto, volvía a admirarse de la ceguera de los controladores, pedía permiso para despegar hacia Miami como cualquier millonario que regresa a casa con su amante, y en minutos estaba en el aire, pero no en dirección a Miami, sino dando un rodeo y entrando por las playas de Beaufort y sobrevolando un diseño de ríos dispersos como las venas en un diagrama de anatomía.

Después era cuestión de cambiar la carga por los dólares y volver a salir y tomar rumbo al sur, rumbo a la costa Caribe de Colombia, rumbo a Barranquilla y las aguas grises de Bocas de Ceniza y la serpiente marrón que se mueve sobre el fondo verde, rumbo al pueblo del interior, ese pueblo puesto allí, entre dos cordilleras, puesto en el amplio valle como un dado que se le ha caído al jugador, ese pueblo de clima insoportable donde el aire caliente le quema a uno las narices, donde los bichos son capaces de romper un mosquitero a mordiscos, y adonde Ricardo llega con el corazón en la mano, porque en ese pueblo lo esperan las dos personas que más quiere en el mundo.

«Pero las dos personas no están en ese pueblo», dijo Elaine. «Están aquí, en Bogotá.»

«Pero no por mucho tiempo.»

«Están francamente muertas de frío. Están en una casa que no es la suya.»

«Pero no por mucho tiempo», dijo Ricardo.


Cuatro días después llegó a recogerlas. Aparcó el Nissan en frente de la verja y del murito de ladrillo, se bajó de prisa como si estuviera interrumpiendo el tráfico y abrió para Elaine la puerta del campero. Ella, que llevaba a Maya envuelta en pañolones blancos y con la cara cubierta para que no le entrara un viento, pasó de largo.

«No, adelante no», dijo. «Las mujeres vamos atrás.»

Y así, sentada en uno de los asientos replegables con la niña en brazos y los pies apoyados en el otro asiento, mirando a Ricardo desde atrás (los vellos de su nuca, debajo de la línea del pelo bien cortado, eran como las patas triangulares de una mesa), recorrió el camino a La Dorada.

Sólo se detuvieron una vez, a medio camino, en un restaurante de carretera donde tres mesas vacías los miraban desde una terraza de cemento pulido. Elaine entró a un baño y se encontró con un óvalo abierto en el suelo y dos huellas que le señalaban dónde poner los pies; orinó acuclillada, agarrándose la falda con ambas manos y sintiendo el olor de su propia orina; y allí se dio cuenta, no sin cierto sobresalto, de que era la primera vez desde el parto que no había más mujeres alrededor. Estaba sola en un mundo de hombres, Maya y ella estaban solas, y nunca antes lo había pensado, llevaba más de dos años en Colombia y no lo había pensado nunca.


Cuando bajaron al valle del Magdalena y estalló el calor, Ricardo abrió ambas ventanas y la conversación dejó de ser posible, así que fue en silencio que recorrieron la recta hacia La Dorada. Aparecieron las llanuras a ambos lados, los farallones como hipopótamos acostados, las vacas pastando, los gallinazos trazando círculos en el aire y viendo y oliendo algo que Elaine no olía ni veía. Sintió que una gota de sudor, luego otra, le bajaban por el flanco y morían en su cintura todavía gruesa; Maya también había comenzado a sudar, así que le quitó las mantas y acarició con un dedo los muslos rollizos, los pliegues de la carne pálida, y se quedó un instante mirando esos ojos grises que no la miraban, o bien que miraban todo con la misma desatención alarmada.

Cuando levantó la vista de nuevo vio un paisaje que no reconoció. ¿Habían pasado la entrada al pueblo sin que se diera cuenta? ¿Tenía que hacer algo Ricardo antes de llegar a casa? Lo llamó desde atrás: «¿Dónde estamos, qué pasa?». Pero él no le contestó, o el ruido no permitió que escuchara la pregunta.


Habían abandonado la carretera principal y ahora se internaban entre los pastizales, siguiendo una trocha abierta por el paso mismo de los carros, metiéndose entre árboles que no dejaban pasar la luz, bordeando un terreno marcado por cercas: estacas de madera -algunas tan inclinadas que casi tocaban el suelo-, alambres de púas que, cuando estaban templados, servían de percha a pájaros de colores. «¿A dónde vamos?», dijo Elaine, «la niña tiene calor, quiero darle un baño».

Entonces el Nissan se detuvo y, en ausencia del viento, se sintió en la cabina el golpe inmediato del trópico.

«¿Ricardo?», dijo ella.

Él se bajó sin mirarla, le dio la vuelta al campero, le abrió la puerta. «Baja», le dijo.

«¿Para qué? ¿Dónde estamos, Ricardo? Yo tengo que llegar a casa, tengo sed. la niña también.»

«Baja un segundo.»

«Y tengo ganas de hacer pipí.»

«No nos demoramos», dijo él. «Baja, por favor.»

Ella obedeció. Ricardo le alargó la mano, pero entonces se dio cuenta de que Elaine tenía las manos ocupadas. Entonces le puso la mano en la espalda (Elaine sintió el sudor que le mojaba ya la camisa) y la condujo al borde de la trocha, donde la cerca se convertía en un marco de madera, un cuadrado hecho de troncos finos que hacía las veces de puerta. Con gran dificultad Ricardo levantó la estructura para hacerla girar.

«Entra», le dijo a Elaine.

«¿A dónde?», preguntó ella. «¿A este potrero?»

«No es un potrero, es una casa. Es nuestra casa. Lo que pasa es que no la hemos construido todavía.» «No entiendo.»

«Son seis hectáreas, hay salida al río. Pagué la mitad ya y la otra mitad se paga en seis meses. Comenzamos a construir cuando tú sepas.»

«¿Cuando sepa qué?»

«Cómo quieres que sea tu casa.»

Elaine trató de mirar tan lejos como pudiera y se dio cuenta de que sólo la sombra gris de la cordillera le cortaba la vista. El terreno, su terreno, estaba ligeramente inclinado, y allá, detrás de los árboles, comenzaba a bajar como una colina hacia el valle abierto, hacia la ribera del Magdalena.

«No puede ser», dijo. Sintió calor en la frente y en las mejillas y supo que un rubor le había subido a la cara. Vio el cielo sin nubes. Cerró los ojos, respiró hondo; sintió, o creyó sentir, un soplo de viento en la cara. Se acercó a Ricardo y lo besó. Brevemente, porque Maya había comenzado a llorar.


La nueva casa tenía paredes blancas como el cielo del mediodía y una terraza de suelo liso y baldosines claros, tan limpios que uno podía ver una fila de hormigas bordeando la pared.

La construcción tardó más de lo esperado, en parte porque Ricardo quiso participar en ella, en parte porque el terreno carecía de servicios, y ni siquiera los sobornos generosos que Ricardo distribuía a izquierda y derecha contribuyeron a acelerar la llegada de la luz eléctrica y del acueducto (el alcantarillado era imposible, pero en cambio allí, tan cerca del río. fue fácil abrir un buen pozo séptico).

Ricardo construyó una caballeriza para dos caballos, por si a Elaine le daba en el futuro por volver a montar; construyó una piscina y mandó ponerle un rodadero para Maya, aunque la niña ni siquiera caminaba aún, y mandó sembrar carretos y ceibas allí donde no había sombra, y observó impávido cómo, a pesar de las protestas de Elaine, los obreros pintaban de blanco la parte inferior de los troncos de las palmeras.

También construyó un cobertizo a doce metros de la casa, o lo que él llamaba un cobertizo a pesar de que sus paredes de cemento fueran tan sólidas como la casa misma, y allí, en ese calabozo sin ventanas, en tres armarios que se cerraban con candado, guardaría las bolsas herméticas llenas de billetes de cincuenta y de cien dólares bien atados con bandas elásticas.


En 1973, poco antes de la creación de la Drug Enforcement Agency, Ricardo mandó a pirograbar, en un tablón, el nombre de la propiedad: Villa Elena.

Cuando Elaine le dijo que estaba muy bien, pero que no tenía dónde poner un tablón de ese tamaño. Ricardo hizo construir un portal de ladrillo, dos columnas cubiertas de estuco y de cal y un travesaño entejado con tejas de barro, e hizo colgar el tablón del travesaño con dos cadenas de hierro que parecían sacadas de un naufragio. Después mandó poner una puerta de madera pintada de verde del tamaño de un hombre con un pasador bien aceitado.

Era un añadido inútil, pues bastaba con meterse entre los alambres de púas para entrar en la propiedad, pero a Ricardo le permitía irse de viaje con la sensación -artificial y hasta ridícula- de que su familia quedaba protegida.

«¿Protegida de qué?», le decía Elaine. «¿Qué nos va a pasar por aquí, si todo el mundo nos quiere?» Ricardo la miró con ese paternalismo que ella detestaba y le dijo:

«Eso no va a ser así toda la vida».

Pero Elaine se dio cuenta de que quería decirle otras cosas, le estaba diciendo otras cosas también.


Mucho más tarde, recordándolos para su hija o para sí misma, Elaine tendría que aceptar que los tres años siguientes, los tres años monótonos y rutinarios que siguieron a la construcción de la casa de Villa Elena, fueron los más felices de su vida en Colombia. Apropiarse de la tierra que Ricardo había comprado, acostumbrarse a la idea de que fuera suya, no fue fácil: Elaine solía salir a caminar entre las palmeras y sentarse en el bohío y tomarse un jugo frío mientras pensaba en el tránsito de su vida, en la distancia insondable que se abría entre sus orígenes y este destino. Luego empezaba a caminar -aunque fuera a pleno sol no le importaba- en dirección al río, y veía desde lejos las haciendas vecinas, los campesinos de chanclas hechas con viejos neumáticos cortados que iban arriando el ganado a gritos, sus voces propias e inconfundibles como verdaderas huellas dactilares.


La pareja que ahora trabajaba para ella había vivido hasta entonces de arriar el ganado de otro. Ahora le limpiaban la piscina, mantenían la propiedad entera en buen estado (arreglaban los goznes de las puertas, eliminaban un nido de alimañas en el cuarto de la niña), le preparaban el viudo de pescado o el sancocho de los fines de semana. Caminando entre los pastizales, dando pasos fuertes porque había oído que así se espantaba a las culebras. Elaine se alegraba de haber podido trabajar por el bienestar de esos campesinos, aunque lo hubiera hecho menos tiempo de lo previsto, y entonces, como una sombra, como la sombra de un gallinazo volando demasiado bajo, se le cruzaba por la cabeza la idea de haberse convertido ahora en lo mismo que, como voluntaria de los Cuerpos de Paz, había combatido hasta el cansancio.


Los Cuerpos de Paz. Elaine volvió a tomar contacto con las oficinas de Bogotá cuando creyó que podía dejar a Maya en buenas manos y volver a trabajar; por teléfono, el subdirector Valenzuela escuchó sus explicaciones, la felicitó por su nueva familia y le dijo que lo llamara en unos días, cosa de comunicarse con Estados Unidos y no violar el protocolo.

Cuando Elaine lo hizo, la secretarla de Valenzuela le dijo que el subdirector había hecho un viaje de urgencia, que la llamaría a su regreso, pero los días pasaron y la llamada no se produjo.

Elaine no se dejó intimidar, y un día buscó ella misma a la gente de Acción Comunal, que la recibió como si ni un día hubiera pasado, y empezó en cuestión de horas a trabajar en dos nuevos proyectos: una cooperativa de pesca y la construcción de unas letrinas.

Durante las horas que pasaba con los líderes comunitarios -o con los pescadores, o tomando cerveza en las terrazas de La Dorada porque así se hacían los negocios- dejaba a Maya con el niño pequeño de su cocinera, o la llevaba al trabajo para que jugara con otras criaturas, pero no se lo decía a Ricardo, que tenía opiniones muy claras sobre la mezcla indiscriminada de clases sociales.

Volvió a usar el inglés, para no privar de su lengua a su propia hija, y Maya abandonaba el español con naturalidad perfecta cuando le hablaba a ella, entrando y saliendo de cada una de sus lenguas como se sale y se entra de un juego. Se había convertido en una niña viva y despierta y desvergonzada: tenía cejas largas y delgadas y una desfachatez en las maneras que desarmaba a cualquiera, pero tenía también un mundo propio, y solía perderse entre los carretos y reaparecer de nuevo con una lagartija en un vaso de vidrio, o completamente desnuda tras haber dejado sus ropas, por solidaridad, encima de un huevo.

Fue por esos días que Ricardo, al regresar de uno de sus viajes a las Bahamas, le trajo como regalo un armadillo de tres bandas en una jaula repleta de mierda fresca. No explicó nunca cómo lo había conseguido, pero se dedicó varios días a contarle a Maya las mismas cosas que, visiblemente, le habían contado a él: el armadillo vive en huecos que abre con sus propias garras, el armadillo se enrolla sobre sí mismo cuando tiene miedo, el armadillo puede pasar más de cinco minutos debajo del agua.

Maya miraba el animal con la misma fascinación -la boca entreabierta, las cejas arqueadas – con que escuchaba a su padre. Después de un par de días de verla madrugar para darle de comer al animal, de verla pasar las horas acurrucada junto a él con una mano tímida sobre el caparazón rugoso, Elaine le preguntó:

«Y bueno, ¿cómo se llama tu armadillo?».

«No tiene nombre», dijo Maya.

«¿Cómo que no? Es tuyo. Tienes que ponerle un nombre.»

Maya levantó la cara, miró a Elaine, parpadeó dos veces. «Mike», dijo entonces. «Se llama Mike el armadillo.»


Y así fue como Elaine supo que Barbieri había venido de visita un par de semanas atrás, mientras ella andaba gestionando proyectos sin futuro con el jefe departamental. Ricardo no le había dicho nada: ¿por qué? Se lo preguntó tan pronto pudo, y él cerró el tema con cuatro palabras simples: «Porque se me olvidó».

Elaine no lo dejó de ese tamaño: «¿Pero a qué vino?», dijo.

«A saludar, Elena Fritts», dijo Ricardo. «Y puede que venga otra vez, así que no te sorprendas. Como si no fuera amigo nuestro.»

«Pero es que no es amigo nuestro.»

«Mío sí es», dijo Ricardo. «Mío sí es.»


Tal como lo había anunciado Ricardo, Mike Barbieri volvió a visitarlos. Pero las circunstancias de la visita no fueron las mejores. Durante ese mes de abril de 1976. la temporada de lluvias se había convertido en un desastre civil: en los barrios de invasión de todas las grandes ciudades había casas viniéndose abajo y sepultando a sus ocupantes, en las carreteras de montaña los derrumbes cortaban el tráfico y aislaban a los pueblos, y en un caso se dio la paradoja cruel de que un caserío entero, que no tenía sistemas de recogida, se quedó sin agua potable mientras le caía encima un diluvio de proporciones bíblicas. El río La Miel se desbordó y allí acabaron Elaine y Ricardo ayudando a abrir zanjas para evacuar el agua de las casas inundadas.

Desde la pantalla del televisor, las encargadas del pronóstico del tiempo les hablaban de los vientos alisios, de un desorden en las corrientes del Pacífico, de los huracanes de nombres imbéciles que ya comenzaban a formarse en el Caribe, y de la relación que todo aquello sostenía con los aguaceros que asolaban Villa Elena, trastocando las rutinas de la casa y también las de sus vidas domésticas, pues la humedad era tal que la ropa lavada no se secaba nunca y los desagües se atascaban con hojas caídas e insectos ahogados y la terraza llegó a inundarse tres o cuatro veces, de manera que Elaine y Ricardo tuvieron que levantarse en mitad de la noche a defenderse, desnudos salvo por los trapos y las escobas, del agua que ya empezaba a invadir el comedor.

A finales de mes Ricardo tuvo que hacer uno de sus viajes, y a Elaine le tocó lidiar sola con la amenaza del agua. Luego de hacerlo volvía a la cama para tratar de dormir un poco más, pero nunca tuvo éxito, y acababa encendiendo el televisor para ver, como hipnotizada, una pantalla donde llovía otra lluvia, una lluvia eléctrica y en blanco y negro cuyo ruido estático tenía sobre ella un curioso efecto sedante.


El día en que tenía que llegar Ricardo pasó sin que Ricardo llegara. No era la primera vez que sucedía -demoras de dos días y hasta de tres entraban dentro de lo aceptado, el negocio de Ricardo no carecía de imprevistos-, y no había que preocuparse por eso. Después de comer un arroz con pescado y unas tajadas de plátano frito, Elaine acostó a Maya, le leyó unas páginas de El Principito (las del cordero dibujado, que a Maya le hacían morirse de la risa) y, cuando la niña se dio la vuelta y se quedó dormida, Elaine siguió leyendo por inercia. Le gustaban las ilustraciones de SaintExupery y le gustaba, porque le hacía pensar en Ricardo, el pasaje en que el Principito le pregunta al piloto qué es esa cosa y el piloto le dice: «No es una cosa. Eso vuela. Es un avión. Es mi avión». Y estaba leyendo la reacción alarmada del Principito, el momento en que le pregunta al piloto si entonces él también cayó del cielo, cuando oyó un motor y una voz de hombre, un saludo, un aviso. Pero al salir no se encontró a Ricardo, sino a Mike Barbieri, que había llegado en moto y empapado de pies a cabeza, el pelo pegado a la frente, la camiseta pegada al pecho, las piernas y la espalda y el interior de los antebrazos cubiertos de gruesos escupitajos de barro fresco.

«¿Pero tú sabes qué hora es?», le dijo Elaine.

Mike Barbieri estaba parado en la terraza escurriendo agua y frotándose las manos. El morral de color verde militar que traía se había quedado a su lado, tirado en el suelo como un perro muerto, y Mike miraba a Elaine con una expresión vacía en la cara, como la de estos campesinos, pensó Elaine, que miran sin ver.

Al cabo de un par de segundos largos pareció despertarse, salir del sueño en que lo había sumido la travesía.

«Vengo de Medellín», dijo, «nunca me imaginé que me cogiera un aguacero así. Se me van a caer las manos de puro frío. No sé cómo puede hacer tanto frío en un sitio tan caliente, el mundo se está acabando».

«De Medellín», dijo Elaine, pero no era una pregunta. «Y vienes a ver a Ricardo.»

Mike Barbieri iba a decir algo (ella se dio cuenta perfectamente de que iba a decir algo) pero no lo hizo. Su mirada dejó de fijarse en ella y le pasó por encima como un avión de papel; Elaine, al darse la vuelta para ver de qué se trataba, se encontró con Maya, un pequeño fantasma de camisón de encaje. En una mano la niña llevaba un peluche -un conejo de orejas muy largas y tutu de bailarina que alguna vez había sido blanco-, y con la otra se quitaba el pelo caoba de la cara.

«Hello, beautiful», le dijo Mike, y a Elaine la sorprendió la dulzura de su trato.

«Hello, sweetie», le dijo ella. «Qué pasa, ¿te despertamos? ¿No puedes dormir?»

«Tengo sed», dijo Maya. «¿Por qué está el tío Mike?»

«Mike vino a ver a papá. Vuelve a tu cuarto, ya te llevo agua.»

«¿Ya llegó papá?»

«No. no ha llegado. Pero Mike vino a vernos a todos.»

«¿A mí también?»

«Sí, a ti también. Pero es hora de dormir, dile adiós, otro día se ven.»


«Adiós, tío Mike.»

«Adiós, linda», dijo Mike.

«Duérmete tranquila», dijo Elaine.

«Está grandísima», dijo Mike. «¿Cuántos años tiene ya?»

«Cinco. Va a cumplir cinco.»

«Qué barbaridad. Cómo pasa el tiempo.»


El lugar común molestó a Elaine. La molestó más de lo debido, la enfadó casi, fue como una afrenta, y enseguida la molestia se convirtió en sorpresa: por la desmesura de su reacción, por la extrañeza de la escena con Mike Barbieri, por el hecho de que su hija lo hubiera llamado tío. Le pidió a Mike que esperara ahí. porque el suelo de la casa era demasiado resbaloso para entrar mojado y corría el riesgo de hacerse daño: le trajo una toalla del baño de servicio y fue a buscar un vaso de agua en la cocina.

El tío Mike iba pensando, what's he doing here, y también lo pensaba en español, qué carajos está haciendo aquí, y de repente ahí estuvo de nuevo la canción aquella, what's there to live for, who needs the Peace Corps. Al entrar en el cuarto de Maya, al respirar su olor que era distinto a todos los olores, sintió un deseo inexplicable de pasar la noche con ella, y pensó que más tarde, cuando Mike se hubiera ido, se la llevaría cargada a su cama para que la acompañara hasta la llegada de Ricardo.


Maya se había vuelto a dormir. Elaine se agachó Junto a la cabecera de la cama, la miró, acercó la cara, respiró su aliento.

«Aquí está tu agua», le dijo, «¿quieres un poco?».

Pero la niña no dijo nada. Elaine le dejó el vaso en la mesita de noche, al lado de un carrusel de cuerda donde un caballo con la cabeza rota trataba, lenta pero incansablemente, de alcanzar a un payaso. Y luego volvió a la entrada.

Mike estaba manipulando la toalla vigorosamente, frotándose los tobillos, las pantorrillas.

«La estoy llenando de barro», dijo al ver llegar a Elaine. «La toalla, digo…

«Para eso es», dijo Elaine. Y luego: «Entonces viniste a ver a Ricardo».

«Sí», dijo él. La miró, la misma expresión vacía. «Sí», repitió. Volvió a mirarla: Elaine vio las gotas que le bajaban por el cuello, la barba que chorreaba como un grifo dañado, el barro. «Venía a ver a Ricardo. Y parece que no está, ¿verdad?»

«Tenía que llegar hoy. A veces le pasan estas cosas.»

«A veces se retrasa.»

«Sí, a veces. No vuela precisamente por itinerario. ¿El sabía que tú venías?»

Mike no contestó de inmediato. Estaba concentrado en su propio cuerpo, en la toalla embarrada. Fuera, en la noche oscura, en esa noche que se confundía con los farallones y se volvía infinita, había vuelto a desgajarse otro aguacero.

«Pues creo que sí», dijo Mike. «A ver si el confundido soy yo."

Pero no la miraba al hablar: se frotaba el cuerpo con la toalla y tenía esa expresión ausente, un gato lavándose a golpes de lengua. Y entonces Elaine pensó que Mike era capaz de seguir secándose hasta el final de los tiempos si ella no hacía algo.

«Bueno, ven y te sientas y te tomas algo», le dijo entonces. «¿Un ron?»

«Pero sin hielo», dijo Mike. «A ver si me caliento, no puede ser el frío que hace.»

«¿Quieres una camisa de Ricardo?»

«Pues no es mala idea, Elena Fritts. Así te dice él, ¿no? Elena Fritts. Una camisa, sí, no es mala idea.»


Y así, enfundado en una camisa que no era suya (de mangas cortas y a cuadros azules sobre fondo blanco, un bolsillo en el pecho cuyo botón se había caído). Mike Barbieri se bebió no uno sino cuatro vasos de ron.

Elaine lo miró hacer. Se sentía cómoda con él: sí, eso era, comodidad. Era la lengua, quizás, el regreso a la lengua, o eran quizás los códigos que compartían y la desaparición, mientras estaban juntos, de la necesidad de explicarse que siempre había con los colombianos. Estar con él tenía algo de indudable familiaridad, como volver a casa. Elaine también bebió y se sintió acompañada y sintió que Mike Barbieri también acompañaba a su hija.

Hablaron de su país y de la política de su país como lo habían hecho años antes, antes de que Maya existiera y antes de que existiera Villa Elena, y se contaron historias de sus familias y también noticias recientes, y hacerlo era cómodo y agradable, como ponerse un buen saco de lana una tarde de invierno. Aunque no era fácil saber de dónde salía el placer de hablar del billete de dos dólares que acababan de sacar en su país, de las celebraciones por los doscientos años de la independencia, de Sara Jane Moore, la mujercita despistada que había tratado de matar al Presidente.


Había dejado de llover y de la noche entraba una brisa fresca y cargada con los olores de los arbustos. Elaine se sentía ligera, se sentía en familia, de manera que no lo dudó un instante cuando Mike Barbieri le preguntó si no tenía una guitarra por ahí y en cuestión de segundos estaba afinándola y poniéndose a cantar canciones de Dylan y de Simón y Garfunkel.

Debían de ser las dos o tres de la mañana cuando sucedió algo que no chocó a Elaine (pensaría después) como hubiera debido chocarla. Mike estaba cantando la parte de America en que la pareja se sube a un bus Greyhound cuando se oyó un ruido afuera, a lo lejos, en la noche quieta, y los perros comenzaron a ladrar. Elaine abrió los ojos y Mike dejó de tocar, y los dos se quedaron callados, oyendo el silencio.

«Tranquilo, por aquí no pasa nada», dijo Elaine, pero Mike ya se había puesto de pie y había buscado el morral verde militar que había traído y del morral había sacado una pistola grande y plateada, o que le pareció a Elaine grande y plateada, y había salido al aire libre, levantado la mano y disparado dos tiros al cielo, uno, dos, dos estallidos.

La primera reacción de Elaine fue proteger el sueño de Maya o neutralizar su desconcierto o su miedo, pero al llegar en cuatro zancadas al cuarto de la niña la encontró dormida, hundida en un sueño imperturbable y ajena a todos los ruidos y a todas las preocupaciones, era increíble. Para cuando volvió al salón, sin embargo, ya algo se había roto en el ambiente. Mike se estaba justificando con una frase enrevesada:

«Si antes no era nada, ahora sí que menos».

Pero Elaine había perdido las ganas de seguir oyendo la canción del bus Greyhound y la New Jersey Turnpike: se sintió cansada, había sido un día largo. Se despidió y le dijo a Mike que se quedara en el cuarto de huéspedes, la cama estaba tendida, mañana podían desayunar juntos.

«Quién sabe, hasta puede que con Ricardo.»

«Sí», dijo Mike Barbieri. «Con algo de suerte.»


Pero cuando despertó. Mike Barbieri se había ido. Una nota, eso era todo lo que había dejado, una nota en una servilleta, y en la nota tres palabras en tres renglones: Thanks, Love, Mike. Más tarde, recordando esa noche rara y confusa, Elaine sentiría dos cosas: primero, un odio profundo hacia Mike Barbieri, el odio más intenso que había conocido nunca; y segundo, una suerte de admiración involuntaria por la soltura con que aquel hombre había atravesado la noche, por la gigantesca impostura que había llevado a cabo durante tantas horas tan íntimas sin delatarse ni por un momento, por la serenidad incombustible con que había pronunciado esas últimas palabras. Con algo de suerte, pensaría Elaine, o más bien las palabras se repetirían en su mente sin descanso, con algo de suerte, eso le había dicho Mike Barbieri sin que se le moviera un músculo de la cara, hazaña digna de un Jugador de póquer o de un aficionado a la ruleta rusa, porque Mike Barbieri sabía perfectamente que Ricardo no iba a volver a Villa Elena esa noche y lo había sabido desde el comienzo, desde su llegada en moto a la casa de Elaine Fritts. De hecho, había venido precisamente para eso: para avisarle a Elaine. Había venido para decirle que Ricardo no iba a llegar. Bien lo sabía él.


Bien lo sabía él, que había venido a ver a Ricardo días antes para hablarle del nuevo negocio que no podían perderse, para convencerlo de que los cargamentos de marihuana eran plata de bolsillo comparado con lo que ahora podrían ganar, para explicarle qué era aquello de la pasta de coca que estaba llegando de Bolivia y de Perú y cómo unos lugares de magia lo transformaban en el polvito blanco y luminoso por el cual todo Hollywood, no, todo California, no, todos los Estados Unidos, de Los Ángeles a Nueva York, de Chicago a Miami, estaban dispuestos a pagar lo que hiciera falta. Bien lo sabía él que tenía el contacto directo con esos lugares, donde unos veteranos de los Cuerpos de Paz. que acababan de pasar tres años en el Cauca y en Putumayo, se habían convertido de la noche a la mañana en expertos en éter y en acetona y en ácido clorhídrico, y donde se armaban ladrillos de producto que podrían alumbrar un cuarto oscuro con su fosforescencia.

Bien lo sabía él, que había echado números en un papel con Ricardo y calculado que un Cessna cualquiera, si se quitaban los asientos de pasajeros, podía cargar unas doce tulas repletas de ladrillos, unos trescientos kilos en total, y que, a cien dólares el gramo, un solo viaje podía producir noventa millones de dólares de los cuales el piloto, que tantos riesgos corre y tan indispensable resulta para la operación, podía quedarse con dos. Bien lo sabía él, que había escuchado el entusiasmo de Ricardo, los planes de hacer este viaje y este viaje solamente y después retirarse, retirarse para siempre, retirarse del pilotaje de carga y también de pasajeros y de todo pilotaje que no fuera de placer, retirarse de todo menos de su familia, millonario para siempre antes de la treintena.

Bien lo sabía él.


Bien lo sabía él. que acompañó a Ricardo en el Nissan a una hacienda sin límites visibles en Doradal, poco antes de llegar a Medellín, y allí le presentó la parte colombiana del negocio, dos hombres de bigote y pelo ondulado y negro que hablaban con voz suave y daban la impresión de sentirse muy a gusto con su conciencia y después de saludar a Ricardo lo atendieron y lo agasajaron como nunca antes nadie lo había agasajado ni atendido.

Bien lo sabía él, que estaba Junto a Ricardo cuando los patrones le enseñaron la propiedad, los caballos de paso fino y las caballerizas lujosas, la plaza de rejoneo y los establos, la piscina como una esmeralda tallada, los prados que la mirada no llegaba a abarcar.

Bien lo sabía él, que ayudó con sus propias manos a cargar el Cessna 310R, que con sus propias manos sacó las tulas de una LandRover negra y las puso en el avión, que no se pudo contener y acabó dándole a Ricardo un abrazo fuerte, un abrazo de camaradas de verdad, sintiendo al dárselo que nunca había querido tanto a un colombiano.

Bien lo sabía él, que vio despegar el Cessna y lo siguió con la mirada, su figura blanca sobre el fondo grisáceo de las nubes que ya amenazaban lluvia, y lo vio hacerse más y más pequeño hasta desaparecer en la distancia, y luego se subió a la LandRover y dejó que lo llevaran a la carretera principal donde cogió el primer bus que pasó en dirección de La Dorada. Bien lo sabía él.


Bien lo sabía él, que doce horas antes de llegar a Villa Elena había recibido la llamada que le dio la noticia y, en tono perentorio y luego amenazante, le exigió explicaciones. Y él no pudo darlas, claro, porque nadie podía explicarse que a Ricardo lo esperaran los agentes de la DEA en el punto mismo de su aterrizaje, ni que no se dieran cuenta de su presencia los dos distribuidores -uno de Miami Beach, otro de la zona universitaria de Massachusetts- que esperaban en una Ford de platón cubierto para llevarse la carga que Ricardo había traído.

Se decía que Ricardo fue el primero en notar que algo andaba mal. Se decía que trató de regresar a la cabina, pero debió de entender que el esfuerzo era inútil, pues nunca podría poner el Cessna en movimiento a tiempo para escapar. De manera que echó a correr por la pista hacia los bosques que la rodeaban, perseguido por dos agentes y tres pastores alemanes que acabaron por darle caza treinta metros bosque adentro.

Ya había perdido en el momento de lanzarse a correr, era evidente que ya había perdido, y por eso nadie se explicó lo que sucedió enseguida. Es posible pensar que fue por miedo, una reacción a la vulnerabilidad del momento, a los gritos amenazantes de los agentes y a sus propias armas empuñadas, o quizás por desconsuelo o por rabia o por impotencia. Desde luego, Ricardo no pudo pensar que disparar un tiro suelto lo ayudaría en algo, pero eso fue lo que hizo, echando mano de una Taurus calibre.22 que había comenzado a cargar en enero: fue un tiro suelto y solo un tiro, disparado hacia atrás sin esfuerzos por apuntar ni voluntad de herir a nadie, con tan mala suerte que la bala atravesó la mano derecha de uno de los agentes, y esa misma mano enyesada bastaría después, durante el juicio por tráfico de drogas, para agravar la pena, aunque se tratara de una primera ofensa.

Ricardo soltó la Taurus al entrar al bosque y lanzó un grito, dicen que lanzó un grito, pero los que lo oyeron no entendieron lo que dijo. Cuando lo encontraron los perros y el segundo agente, que venían un poco rezagados, Ricardo estaba tirado en un charco fresco con un tobillo roto, las manos negras de tierra, las ropas estropeadas con resina de pino y la cara desfigurada por la tristeza.

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