Epílogo

Lloró durante más de una hora.

Lloró en silencio, sin aspavientos, consciente de que su dolor y sus lágrimas no conmoverían a nadie, y sentado en el interior de su viejo automóvil, en el más apartado rincón del área de descanso de una solitaria carretera, dio rienda suelta a su desesperación puesto que se trataba del ser humano más desesperado que hubiera nacido hasta el presente.

No lloraba únicamente porque acabara de perder a la única mujer que había amado, lloraba también porque sabía a ciencia cierta que había perdido definitivamente el alma.

¿Y qué podía existir más importante que el alma?

Desde el día en que el Maligno le había confesado cuáles eran las auténticas razones de sus actos, tenía muy claro que no le quedaba esperanza alguna a que aferrarse.

Y muerta Doña Bárbara no le quedaba nada.

Tan sólo unos hijos que ya ni siquiera le necesitaban.

Se había precipitado tiempo atrás a un abismo aún más profundo que el más profundo abismo de los Andes ecuatorianos.

Y en su oscuro fondo no encontraría selvas, ni ríos, ni bestias.

No encontraría más que una impenetrable oscuridad y siglos de inimaginables sufrimientos.

Tenía derecho por lo tanto a llorar.

Más derecho que nadie.

De poco le servía, pero no encontraba forma de evitarlo.

Los años que le quedaran de vida serían de soledad, zozobra y amargura.

Luego…

Luego nada.

O algo mucho peor que nada.

Le serenó ver pasar una muchacha en bicicleta.

Se le antojó muy hermosa, con su rojiza melena al viento y sus desnudas piernas que pedaleaban con brío.

¿Hacia dónde iba por tan apartados parajes?

¿De dónde venía?

¿Por qué le sonreía en la distancia con sus dientes tan blancos?

Fue como un rayo de sol que surgiera de entre los densos nubarrones de una tenebrosa tormenta, pero tan sorpresivamente como apareció se perdió de vista entre los árboles.

Dejó a su paso un reguero de vida.

De juventud tal vez.

Probablemente en lo más profundo del bosque le esperaba un amante.

Quizá muy pronto retozaría desnuda entre unos fuertes brazos gimiendo de placer y arañando una espalda.

Alejó de su mente viejos recuerdos de cuando Doña Bárbara y él buscaban de igual modo la protección de un bosque.

¡Hacía ya tanto tiempo!

¡Tanto!

El futuro no había hecho aún su aparición en la distancia.

Los sueños no habían pasado a convertirse en pesadillas.

Por aquel entonces el presente continuaba siendo el único dueño de sus vidas.

Amar, reír, estudiar y conseguir un diploma que colgar en la pared era cuanto le pedían al destino.

Jamás aspiró a convertirse en salvador de la especie humana.

Jamás cruzó por la mente la idea de que algún día rechazaría el premio Nobel.

Jamás imaginó que llegaría un momento en que descubriría que en verdad poseía un alma inmortal y que acabaría por perderla definitivamente.

Jamás imaginó tampoco que su compañera de toda la vida desaparecería antes que él pese a que llevara tanto tiempo anunciándoselo.

No era justo.

Ella era más joven.

Y tenía muchas más razones para vivir.

Pero su maltrecho corazón había dejado de latir traicionándole del peor modo posible.

La amaba más que nunca, pero en determinados momentos la aborrecía por el simple hecho de que le hubiera dejado solo con su desesperación, su dolor y su impotencia.

Continuó llorando hasta que al fin hasta la última de sus lágrimas se secó y las manos dejaron de temblarle.

Al poco puso el vehículo en marcha, y arrancó muy despacio.

Volvía a casa; a una casa que de pronto había dejado de constituir un auténtico hogar.

Desde que ella se había ido ese hogar se había convertido en un helado conjunto de paredes y muebles.

Un lugar del que alejarse aunque tan sólo fuera a poder llorar mansamente en el área de descanso de cualquier carretera secundaria.

A los pocos minutos adelantó a la muchacha de la bicicleta que una vez más le sonrió al pasar.

Le siguió pareciendo extraordinariamente hermosa.

La observó por el retrovisor hasta que se convirtió en poco más que un punto en la distancia.

Nuevamente le entraron deseos de llorar, pero se mordió los labios, se aferró al volante y aceleró la marcha.

Diez minutos después lo vio llegar de frente.

Era rojo, rugiente y poderoso.

Amenazante.

Avanzaba por el centro de la calzada, como si se hubiera convertido en el único dueño del asfalto, y supo de inmediato que era la más cruel fatalidad quien la enviaba.

Se apartó cuando pudo, a punto incluso de deslizarse por el pequeño terraplén que se abría a su derecha, pero todo fue inútil.

A unos cien metros de distancia el veloz automóvil dio un brusco bandazo, derrapó como si la seca carretera se hubiera convertido de improviso en una pista de hielo y le arrolló de frente.

El terrible impacto resonó en el silencio de la tarde.

Los dos vehículos rodaron por el prado.

Tiempo después, nunca supo cuánto, Bruno Guinea avanzó tambaleante para concluir por recostarse contra un árbol y resbalar hasta quedar sentado sobre la hierba, puesto que las piernas se negaban a sostenerle.

Como entre sueños distinguió la figura de un jovenzuelo que aparecía, tendido bocabajo a poco más de veinte metros de distancia.

No le hubiera sorprendido descubrir que estaba muerto.

Más sorprendente parecía constatar el hecho de que él mismo no lo estuviera de igual modo.

Le dolía cada músculo y cada hueso, le dolía el cabello e incluso los pensamientos, pero advirtió que a pesar de la indescriptible brutalidad del golpe respiraba con relativa normalidad y descubrió, en cierto modo admirado, que su mente parecía estarse volviendo cada vez más lúcida.

Su cochambroso utilitario no era ya más que un montón de chatarra.

El deportivo rojo se había convertido en un amasijo de hierros con las ruedas al aire y las puertas y el maletero curiosamente abiertos, como si se tratara de un gigantesco abejorro que hubiera caído con las alas extendidas, súbita víctima de un poderoso insecticida.

No había rastros de sangre.

Ni una gota de sangre por parte alguna.

Era como si hubiera volado por los aires para ir a caer sobre la mullida hierba, tal vez reventado por dentro, pero sin que ni un solo trozo de metal, ni tan siquiera una esquirla de cristal, le hubiera producido el más mínimo rasguño.

Pero sangraba por dentro, de eso estaba seguro.

Era médico y años de experiencia le gritaban que algo, en lo más profundo de su cuerpo, tenía que haber sufrido las consecuencias de tan devastadora colisión.

El hombre, un muchachito, de camisa clara sobre la que tampoco se distinguía mancha alguna de sangre, continuaba inmóvil, cadáver ya sin duda, y resultaba en cierto modo ilógico que hubiese sido el conductor del vehículo más seguro y resistente el que hubiese llevado la peor parte en un choque frontal.

Si en realidad su único ocupante estaba muerto lo lógico sería que él mismo no tardara en estarlo.

Aquel debía ser el momento de mirar hacia atrás con el fin de intentar hacer un postrer balance de su vida, pero renunció a ello.

No deseaba hacer un recuento del pasado, le aterrorizó la posibilidad de mirar hacia el futuro, y optó por tanto por la sencilla solución de quedarse muy quieto en el presente, consciente de que en el presente se encuentra la única verdad, puesto que ni nos miente la memoria ni nos induce a engaño la imaginación.

Cerró los ojos y no vio nada.

Nada en absoluto.

Infinidad de relatos surgidos de la pluma de prestigiosos autores solían referirse con harta frecuencia a la incalculable cantidad de imágenes y recuerdos que cruzan por la mente de un ser humano cuando se encuentra a punto de morir, pero resultaba evidente que en cuanto cerraba los ojos Bruno Guinea tan sólo se enfrentaba al hecho de que estaba pensando en que «algo» tenía que aparecer obligatoriamente en su cerebro cuando lo cierto era que en su cerebro no aparecían ni imágenes ni recuerdos.

Tal vez ya estaba muerto.

Pero su cuerpo astral no mostraba interés por abandonar por el momento su cuerpo físico.

Continuaba allí, sentado bajo un árbol, cerrando los ojos para no ver nada o abriéndolos de tanto en tanto para limitarse a ser testigo de tamaño desastre.

Caía la tarde y cientos de pájaros acudieron, como si se tratara de una diminuta plaga de langosta, a posarse en el enorme castaño que se alzaba al otro lado de la corta explanada.

Todos al mismo.

¿A qué se debía tanto alboroto y discusión en un desmedido afán por ocupar una determinada rama de un determinado árbol cuando existían tantos otros castaños por las proximidades?

Absurda pregunta cuando tal vez se encontraba a punto de exhalar el último suspiro, y sin embargo en aquel delicado momento se le antojaba una cuestión de indiscutible trascendencia: ¿Por qué misteriosa razón todos los pájaros se peleaban por dormir en el mismo castaño?

Algo brilló a lo lejos.

Un soplo de vida, tal vez un rayo de esperanza.

El metálico manillar de una bicicleta que se aproximaba velozmente.

Era como una bocanada de aire fresco que descendía de las montañas.

Más joven y más hermosa que nunca, con su rojiza cabellera al aire y sus piernas desnudas.

Pero ya no sonreía.

Apoyó su frágil montura contra un matorral y acudió a acuclillarse frente al hombre que la observaba.

— ¿Cómo te encuentras? — quiso saber.

— No tengo ni idea — fue la sincera respuesta.

— ¿Dónde te duele?

— Pregúntame más bien dónde no me duele. — El Cantaclaro hizo un leve gesto hacia el conductor que permanecía inmóvil en el centro del prado al inquirir —: ¿Está muerto?

— Lo está.

— ¿Cómo puedes saberlo?

— Lo sé.

— ¿Sin tan siquiera comprobar si respira? — se sorprendió.

— No te preocupes por él. A estas horas ya se está quemando en el infierno.

De improviso Bruno Guinea tuvo la abrumadora y desagradable sensación de que había perdido cualquier tipo de control sobre su propia mente. Por último, casi con un susurro inquirió:

— ¿Qué has querido decir con eso?

La fascinante desconocida le observó de medio lado y de nuevo apareció en sus labios la cautivadora sonrisa en el momento de inquirir con absoluta naturalidad:

— Tantos años como hace que nos conocemos y aún no eres capaz de reconocerme.

— ¿El Maligno? — Ante el mudo gesto de asentimiento, el desconcertado Bruno Guinea añadió perplejo —: ¿El Maligno en pantalón corto y bicicleta?

— Yo siempre me adapto al ritmo de los tiempos y cualquier medio de transporte es bueno para llegar en el momento justo. — Sonrió una vez más—. Y rara vez me retraso a la hora de cobrar mi premio.

— ¿Significa eso que vienes a llevarme contigo?

— Sí y no.

— ¿Sí y no?

— Eso he dicho.

— ¿Y a qué juegas? — fue la agresiva pregunta—. O me muero y me llevas contigo, o no me muero y me quedo aquí sentado. Nunca he sabido de nadie que esté «sí muerto» y «no muerto». O ni tan siquiera «levemente muerto».

— Te equivocas. Cuando me llevo a alguien siempre está «sí muerto» en lo que se refiere al cuerpo, y «no muerto» en lo que se refiere al alma, porque es ése el momento justo en el que los seres humanos se dividen en sus dos auténticas esencias: la corporal y la espiritual.

— Siempre me negué a aceptarlo.

— Pues así es como ocurre. Dentro de unos minutos estarás físicamente muerto pero nadie podrá evitar que tu alma continúe más viva que nunca.

— ¡Para lo que me va a servir!

— ¡Cualquiera sabe! ¿Para qué crees que estoy aquí?

— Para llevarme contigo, tú misma lo has dicho.

— Cierto. Pero para conseguirlo no era necesario sudar tanto pedaleando por esa dichosa carretera. Estoy aquí por algo más.

— ¿Y es?

— Que me irrita sobremanera que la muerte sea siempre quien decida cuándo he de cargar con un alma. — Agitó graciosamente su fastuosa cabellera para inquirir en tono agrio —: Mi intención era que continuaras sufriendo en vida unos cuantos años más, pero como de costumbre esa bruja histérica me ha arruinado los planes.

— ¿Realmente te molesta que te haya entregado mi alma para siempre?

— Naturalmente que me molesta. Y mucho.

— ¿Por qué, si al fin y al cabo eso es lo que siempre has querido?

— ¿Y cómo puedes saber tú, o ella, qué es lo que siempre he querido? — inquirió la soberbia criatura con un mohín casi infantil—. ¿Desde cuándo puede nadie presumir de conocer mis intenciones? Ya te lo dije en una ocasión: «Si los caminos del Señor son inescrutables, los míos lo son mucho más.»

— ¿Y a qué viene ahora eso? — protestó el herido—. Dentro de unos instantes te vas a apoderar de mí por el resto de la eternidad, y lo menos que podrías hacer es permitir que muera en paz dedicando el escaso tiempo que me queda a recordar por última vez a los seres que amo.

— Recuerda que continúo siendo el Maligno.

— ¿Y no te apetece dejar de hacer la puñeta aunque sea unos minutos? Empiezo a creer que no te echaron del Paraíso por rebelde; debieron echarte por plasta.

— ¡Me encanta!

— ¿Te encanta ser un plasta?

— ¡No! Me encanta que con un pie ya en la tumba, sigas siendo el Cantaclaro. — La muchacha lanzó un sonoro resoplido, aventuró una especie de amargo gesto de resignación y concluyó con un cierto deje de tristeza —: Echaré de menos estas charlas. Ha sido lo más estimulante que me ha sucedido durante el último siglo.

— ¿Es que a donde voy no podremos hablar?

— Desgraciadamente no.

— ¡Pues sí que estamos buenos! ¿Y a qué se debe esa absurda ley del silencio?

— No existe ninguna absurda «ley del silencio» — fue la amarga respuesta—. Lo que ocurre es que a donde tú vas, a mí no me dejan entrar porque cuando me expulsaron fue para siempre.

— No acabo de entenderte.

— Empiezas a parecerme más tonto de lo que yo creía. — La muchacha extendió la mano y le acarició suavemente la mejilla al añadir —: No voy a llevarte conmigo; no sería justo, puesto que en un momento dado me hiciste un gran favor, y está claro que soy mala, pero no injusta ni desagradecida. — Su espectacular sonrisa se extendió de oreja a oreja—. Además — dijo —, me consta que pronto o tarde acudirían a exigirme que devolviera un alma que nunca me ha pertenecido, ni nunca me pertenecerá, y prefiero no tener que pasar por la humillación de tener que devolverla. — Se puso lentamente en pie y se encaminó sin prisas hacia el punto en que había dejado la bicicleta, pero en el momento de subir a ella se volvió para guiñarle un ojo y comentar —: Ha sido una lástima porque creo que en el fondo esto podría haber constituido el nacimiento de una larga y hermosa amistad…


Madrid-Lanzarote

Abril de 2001

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