Y de su muerte.

Había cavado su propia tumba.

Una tumba cuyo fondo se encontraba en los mismísimos infiernos.

Sabía muy bien que había alcanzado la cima de la gloria entre los vivos, quizá su punto más alto, pero al llegar a semejante lugar el círculo se cerraba y el paso siguiente le precipitaba indefectiblemente en las profundidades del Averno.

Ahora, lo único que necesita era olvidar.

Olvidar para siempre.

Cerró los ojos, permitió que el cansancio acumulado durante tantos días y tantas noches de insoportable tensión hiciera su trabajo y se quedó dormido.

Caía la tarde cuando advirtió que le rozaban ligeramente el hombro y no le sorprendió en exceso enfrentarse al sonriente rostro de Horacio Guayas.

— He venido casi a la carrera y no me he fatigado — fue lo primero que dijo—. Creo que tenía usted razón y estoy definitivamente curado.

— En ese caso, habrá pasado a la historia de la medicina.

— Usted habrá pasado a la historia de la medicina — le contradijo el ecuatoriano—. Yo habré pasado a la historia de los conejillos de indias. Pero con eso me basta… — Agitó la cabeza como si aún le costara trabajo admitir la realidad que estaba viviendo y al poco inquirió —: ¿Qué fue lo que me dio a beber?

El Cantaclaro tardó en responder, pero por último se inclinó levemente y escupió sobre la roca, para replicar casi de inmediato:

— Saliva.

— ¿Saliva? — se sorprendió su interlocutor sin esforzarse por evitar un claro gesto de repugnancia.

— Exactamente — replicó el español—. Saliva de murciélago hematófago. En ella se esconde el secreto.

— ¡No es posible!

— Lo es. No caí en la cuenta hasta que advertí el exagerado tamaño de sus glándulas salivares en relación con su cuerpo. Un ser humano produce casi dos kilos de saliva al día, lo que quiere decir que en aproximadamente un mes produce el equivalente a su propio peso. Pero en el Señor de las Tinieblas ese tiempo se reduce a menos de una semana. Eso me hizo comprender la importancia que debe tener en su metabolismo, y que en su exagerada excreción se ocultaba el secreto de su inmunología.

— Me cuesta admitir que algo tan sin importancia como la saliva pueda tener propiedades inmunológicas.

— Y a mí también — admitió sin el menor empacho Bruno Guinea—. Reconozco que pese a ser un profesional jamás me había detenido a meditar sobre sus múltiples funciones, pero ahora empiezo a sospechar que su labor no se limita a permitirnos humedecer los alimentos para que podamos digerirlos con más facilidad. Probablemente, en algunas especies animales, cuanto más primitivas mejor, la saliva cumple una misión preventiva o de asepsia, que el ser humano ha olvidado.

— Creo que no acabo de entender a qué se refiere.

— A algo que tenemos ante los ojos y a lo que no damos demasiada importancia. Cuando nace una cría muchas madres suelen lamerlas concienzudamente, y quizá no se deba al simple hecho de que les guste verlas acicaladas. Es muy posible que lo que ocurre es que su instinto les dicta que tienen que protegerlas, y que no existe mejor protección que la saliva.

— Eso es muy cierto — se vio obligado a reconocer Horacio Guayas—. Conozco mucha gente, sobre todo en el campo, que cuando se hacen una herida acostumbran lamérsela. En mi pueblo había una vieja de la que se aseguraba que su saliva curaba los furúnculos y la sarna.

— Recuerdo que una vez leí que el gran dios babilónico Marduk era el propietario de una saliva milagrosa de la que habían nacido todos los seres que poblaban la tierra, y de igual modo según la mitología nórdica la saliva de ciertos dioses poseía propiedades curativas. Las llamas y alpacas se defienden escupiendo puesto que su saliva es muy acida y en algunos animales de la selva llega a ser incluso venenosa.

Su acompañante tardó en responder puesto que parecía meditar con la vista clavada en la distante llanura, pero por último negó una y otra vez con la cabeza, a todas luces incrédulo:

— Todo eso lo admito, e incluso admito que sabemos muy poco sobre algo que tal vez tenga mucha más importancia de la que le hemos dado, pero de ahí a sostener que la saliva de un murciélago pueda curar el cáncer, media un abismo.

— ¡Tal vez! — fue la respuesta—. Pero si millones de años de evolución han conseguido que una determinada glándula de un minúsculo áspid sea capaz de producir el veneno suficiente como para matar diez caballos, por qué razón no podemos admitir que una determinada glándula de un minúsculo murciélago sea capaz de producir las enzimas que inmunicen de inmediato la sangre de la que se alimenta. Sin semejante defensa su especie no hubiera conseguido sobrevivir millones de años atacando a menudo a animales enfermos.

— ¿Luego se trata de una enzima?

— Un conjunto de ellas, tan complejo, que aún no he tenido tiempo de diferenciarlas y catalogarlas, pero de lo que no me cabe la menor duda es de que conforman un poderoso y bien entrenado ejército que sabe cómo eliminar casi instantáneamente a los peligrosos intrusos que amenazan la salud de ese bendito monstruo.

— ¿Y cuánto tiempo cree que tardará en diferenciarlas?

— No mucho — reconoció Bruno Guinea seguro de sí mismo—. Pero eso carece ya de importancia. Los cerrojos han saltado y la puerta está abierta. De ahora en adelante el trabajo se centra en aislar cada elemento, estudiarlo, e intentar sintetizarlo con el fin de que el día de mañana se puedan fabricar millones de cápsulas que devuelvan la salud a millones de enfermos.

— ¿Y eso significa la desaparición de todos los tipos de cáncer?

— Eso espero.

— ¡Dios sea loado! Y usted por haberlo conseguido. — El ecuatoriano extendió la mano y la colocó, con afecto y casi con devoción sobre el antebrazo de su interlocutor—. ¿Cómo se siente? — quiso saber.

— Aún no lo sé.

— Pues debería saberlo — fue la respuesta—. Porque si yo me considero en estos momentos el hombre más feliz del mundo, admito que tan sólo puede existir otro que se sienta más feliz que yo, y ése debería ser usted.

El Cantaclaro se puso en pie para iniciar, sin prisas y desnudo como estaba, el regreso al poblacho.

— ¡Debería…! — dijo—. Cierto es que debería considerarme el hombre más feliz del mundo, pero también es cierto que existen demasiadas cosas que me impiden serlo.

El amplio estudio-laboratorio resultaba ciertamente difícil de catalogar, puesto que ni su propio dueño hubiera sido capaz de determinar cuántas cosas útiles — y sobre todo inútiles — se amontonaban entre aquellas altísimas, desconchadas y vetustas paredes.

Pese al largo tiempo transcurrido, nada había cambiado.

Nada en absoluto.

Incluso la eternamente malhumorada Claudia Fonseca continuaba siendo exactamente la misma, puesto que no cesaba de refunfuñar mientras iba de un lado a otro cargando la cafetera o intentando inútilmente ordenar los legajos de manoseados documentos.

Cuando al cabo de unos minutos repicó el teléfono lo alzó de un golpe para responder con su brusquedad característica:

— ¡No! El doctor aún no ha llegado. — Bufó—. No tengo ni la más mínima idea a qué hora vendrá…

Colgó de un sonoro golpe y continuó con idéntica actitud agresiva hasta que hace su aparición Alejandro de León Medina quien inquirió amablemente:

— ¿Y Bruno?

— ¿Y yo qué coño sé? — fue la agria respuesta.

El recién llegado sonrió entre sorprendido e irónico.

— ¡Usted perdone! — dijo—. ¿Quién te ha pisado el rabo esta mañana…?

— ¡Me han pisado un huevo! — replicó la otra en idéntico tono furibundo antes de añadir —: ¿Tú crees que se puede hacer lo que está haciendo?

— Sus razones tendrá…

— No creo que exista razón alguna para comportarse como se comporta… — sentenció la enfermera—. Lo de anoche clama al cielo.

— ¡A mí me encantó! — admitió con la mejor de sus sonrisas el Canaima—. ¡Genio y figura hasta la sepultura…!

— ¡Sí…! Tú continúa aplaudiéndole cada vez que se comporta como un loco. Y es que en el fondo sois iguales.

— Agradezco el cumplido, pero no puedo aceptarlo — le hizo notar su interlocutor al tiempo que acudía a servirse una taza de café—. Te garantizo que yo hubiera actuado de muy distinta forma.

Claudia Fonseca le observó de reojo al inquirir:

— En ese caso ¿por qué le defiendes?

— Porque es mi amigo, le quiero y le admiro. La vida nos ofrece muy pocas posibilidades de tratar con alguien realmente excepcional, y cuando eso ocurre, lo único que debemos hacer es aceptarlo tal como es.

— ¡Se está pasando!

— ¿Y quiénes somos nosotros para opinar, querida? — quiso saber Alejandro de León Medina sin perder ni un ápice de calma—. No estamos en su lugar, nunca lo estaremos, y por lo tanto carecemos de elementos de juicio para determinar cuál es la actitud correcta.

— La suya no, desde luego… ¡Ese modo de despreciarlo todo!

— Bruno es incapaz de despreciar nada ni a nadie…

— Es lo que está haciendo.

— ¡Te equivocas…! — intentó hacerle reflexionar su interlocutor armándose de paciencia—. Imagínate que viene un tipo que pretende que te acuestes con él, pero a ti no te apetece y te limitas a indicarle amablemente que no estás por la labor… No creo que por eso le estés «despreciando».

— No me sirve el ejemplo…

— A las mujeres, con los ejemplos, os ocurre como con los vestidos… — pontificó con evidente sorna el Canaima—. Sólo os sirven aquellos que habéis decidido de antemano que os sirvan. Mi hermana siempre me pregunta qué vestido me gusta. Si le digo que el blanco, automáticamente replica que le sienta mejor el rojo, y si le respondo que el rojo, se inclina por el blanco. — Lanzó un resoplido con el que pretendía evidenciar su desconcierto—. ¡No sé para qué coño lo pregunta…!

— Quizá para corroborar que tienes un gusto pésimo…

— ¿Y te atreves a decírmelo a mí, que si a los veinte años hubiera decidido aceptar mis inclinaciones sentimentales, ahora sería un nuevo Balenciaga o un Yves Saint-Lauren?

— ¿Y por qué no Coco Chanel…?

— Porque a ésa le gustaban las mujeres…

Repicó de nuevo el teléfono y Claudia se apoderó de él para replicar tan ásperamente como tenía por costumbre:

— ¡No! Aún no ha venido… ¡Espere un momento…!

La puerta se había abierto para dar paso a Bruno Guinea, por lo que le hizo un gesto indicando el auricular, pero el recién llegado lo rechazó con la mano al tiempo que musitaba quedamente:

— No estoy para nadie…

— ¡Perdone…! — señaló la enfermera por el auricular—. Creí que era él, pero me he equivocado…

Colgó, permaneció unos instantes observando casi retadoramente a su «jefe», y por último masculló:

— Te creerás que has hecho una gracia…

— ¿A qué te refieres? — quiso saber el aludido.

— A tus declaraciones de anoche.

— ¿Y qué querías que hiciese?

— Lo que todo el mundo: aceptar.

— Todo el mundo, no… — intervino Alejandro de León Medina—. Sartre tampoco aceptó.

— ¡Tú calla que nadie te ha dado vela en este entierro! — le espetó Claudia Fonseca a la que se advertía cada vez más excitada—. Sartre podría hacer lo que le viniera en gana, pero Bruno, no…

— ¡Anda, carajo! ¿Y cuál es la diferencia?

— Que Sartre no era más que un escritorzuelo comunistoide que se ha quedado trasnochado, mientras que Bruno es el científico más grande de todos los tiempos…

El Cantaclaro, que acababa de colgar su chaqueta en el perchero y se estaba enfundando en el viejo jersey que en invierno acostumbraba a utilizar en el laboratorio, se volvió a observarla con una leve sonrisa:

— Ni Jean-Paul Sartre era un «escritorzuelo comunistoide que se ha quedado trasnochado», ni mucho menos yo el «científico más grande de todos los tiempos» — le reconvino—. Sartre fue un auténtico genio del pensamiento humano, mientras que yo no soy más que alguien que descubrió algo por pura casualidad.

— Pero ¿qué tonterías dices?

— Ninguna tontería… — fue la tranquila respuesta—. Y ya advertí muy claramente desde el primer momento, que no aceptaría ningún tipo de reconocimientos…

— ¡Pero es que el Nobel es el Nobel…!

— No es más que un premio instituido por alguien, personalmente bastante desagradable, y que se hizo muy rico inventando un explosivo que ha acabado con la vida de millones de seres humanos — le hizo notar Bruno Guinea sin inmutarse—. Y si hubiera aceptado el Nobel estaría menospreciando los premios que he rechazado hasta el presente, y que en su mayor parte han sido instituidos por gente mucho más digna de consideración.

— ¿Y por qué has despreciado esos otros, si como aseguras te lo han ofrecido gentes «dignas de consideración»?

— Porque cuando empiezas a aceptar premios o esos dichosos doctorados honoris causa no acabas nunca, puesto que existen cientos de rectores de universidad que perderían el culo por organizar una insoportable ceremonia de largas togas y sombreros ridículos con canto gregoriano incluido. — El Cantaclaro le guiñó un ojo con evidente picardía—. Si alguien quiere ofrecerme un homenaje que realmente agradezca, le basta con enviar el dinero que pensaba gastarse a la Fundación Horacio Guayas.

— ¿Por qué siempre Horacio Guayas? — quiso saber Alejandro de León Medina—. Él reconoce que te debe la vida, pero nunca has aclarado qué es lo que le debes tú.

— Lo que importa no es lo que le debo yo, sino lo que le debe la humanidad por haberse prestado a lo que se prestó y por haber invertido el dinero que invirtió. Fue el perfecto conejillo de indias y no debemos olvidar que en su valor, y en su dinero, está el comienzo de todo. ¿Quién más que él hubiera aceptado semejante sacrificio?

— Cualquier que tuviera la más remota esperanza de salvarse.

— Horacio no la tenía. Encerrado allí, a sabiendas que le iban a robar la poca sangre que le quedaba, no tenía posibilidad de abrigar ya esperanza alguna, pero le echó un par de cojones…

— Acabarás por hacer creer al mundo que quien encontró la solución fue él y no tú… — sentenció la enfermera—. Y lo único que conseguirás con eso, es que la gente acabe por olvidarse de ti.

— Que es lo que busca, querida mía… — le hizo notar Alejandro de León Medina en tono abiertamente burlón—. ¿O es que aún no te habías dado cuenta?

— Pero ¿por qué? — quiso saber ella—. ¿Por qué maldita razón alguien pretende hundirse en el anonimato tras haber alcanzado la cima del mundo.

Bruno que había comenzado a servirse un café, replicó con absoluta naturalidad:

— Porque «la cima del mundo» es un lugar inhóspito, en el que todos te observan. ¿Crees que aspiro a pasar el resto de mi vida bajo el objetivo de una cámara o respondiendo a preguntas idiotas?

— No tienen por qué ser idiotas.

— La mayoría lo son, y si yo no respeto mi intimidad, ¿quién más va a respetarla? — quiso saber el Cantaclaro—. Es como ser puta o no serlo. No puedes pretender ser únicamente «un poco puta» cuando a ti te convenga.

Repicó el teléfono, lo observó un instante y se limitó a descolgarlo para depositarlo sobre la mesa al tiempo que lo señalaba con gesto despectivo:

— ¿Me imaginas todo el día con el auricular pegado a la oreja escuchando alabanzas y palabras de agradecimiento? — dijo—. Lo que hice, hecho está, y me alegra por todos aquellos a los que les he ahorrado infinidad de sufrimientos, pero mi vida es mía, y pretendo vivirla a mi manera. — Con la mano hizo un gesto hacia cuanto le rodeaba al concluir —: ¡Y mi manera es esta!

— ¿Y Alicia qué opina?

— Que continúa casada con el hombre con el que se casó, y con el que ha sido razonablemente feliz durante más de veinte años…

— ¿Y no crees que le debes algo? — quiso saber Claudia Fonseca—. ¿Que merece compartir tu triunfo?

— Siempre lo hemos compartido todo, lo bueno y lo malo — fue la respuesta.

— De eso doy fe — puntualizó el Canaima alzando la mano—. Y también doy fe de que Doña Bárbara prefiere vivir tranquila con el sencillo hombre de siempre, que con un genio al que se le hubieran subido los humos a la cabeza. Aparte de que, probablemente, su corazón no lo resistiría.

— ¿Estás seguro?

— Completamente. Hay a quien le gusta viajar con seis baúles, y quien prefiere hacerlo con un simple maletín. Bruno y Alicia son de estos últimos, porque lo que en verdad importa es el paisaje, no el equipaje.

Su compañero de universidad lo observó de arriba abajo para acabar por agitar la cabeza sonriendo burlonamente como si le costara trabajo aceptar lo que acababa de escuchar.

— Muy poético y muy inspirado te veo últimamente — dijo—. Pero… ¿y si nos dejáramos de chorradas y nos dedicáramos a trabajar?

— ¿Trabajar en qué?

— En intentar curar a la gente — fue la tranquila respuesta—. Que el cáncer haya sido vencido no significa que no existan otras enfermedades contra las que hay que continuar luchando aun a sabiendas de que no vamos a tener éxito. Continúo pensando que lo único que importa es andar caminos pese a que creamos que no nos llevan a ninguna parte…

— ¿Y por qué no te mudas de una puñetera vez al piso alto? — quiso saber Claudia Fonseca—. El gerente te ha ofrecido un nuevo laboratorio con los equipos más modernos, pero tú prefieres continuar trabajando en este cuchitril de mala muerte y con material antediluviano… ¿Por qué?

— Porque me gusta…

— Hace tres días llamó el director general de los Laboratorios Raiza asegurando que…

Bruno se apresuró a interrumpirle con un gesto.

— Lo que importa no es el material, sino las ideas — dijo—. «Loro viejo no aprende idiomas», y a veces ocurre que te conviertes en esclavo de un equipo demasiado sofisticado, lo cual te impide pensar…

— Eso es muy cierto — puntualizó un sonriente y siempre irónico Alejandro de León Medina—. Tal vez si Cervantes hubiera contado con un ordenador nunca hubiera escrito «El Quijote».

— Está claro que no sois más que un par de viejos chochos de los que conviene mantenerse lo más lejos posible… — sentenció convencida de lo que decía la enfermera—. ¡Anda y que os zurzan…!

Salió bruscamente cerrando de un portazo, y sus dos interlocutores permanecieron unos instantes en silencio hasta que al fin el Canaima señaló muy a su pesar:

— ¡Algo de razón tiene! Le sobra mal carácter y con demasiada frecuencia se pasa de rosca, pero te conozco hace mucho e incluso a mí me desconciertas… — Lanzó un silbido de admiración al exclamar —: ¡Eso de renunciar al Nobel manda cojones!

— ¿Y qué otra cosa podía hacer? — quiso saber su amigo—. ¿Aceptar un premio que no me merezco…?

— ¿Cómo que no te mereces? — protestó el otro—. Eres la persona de este mundo que más se lo merece. No sólo el Nobel de medicina, sino incluso los de la paz, y hasta te diría que el de economía…

— ¿El de economía…? — repitió Bruno Guinea a todas luces perplejo—. ¿De qué coño estás hablando?

— De auténtica economía. ¿Tienes una idea de los miles de millones que has hecho ahorrar a las seguridades sociales de todo el mundo con tu descubrimiento…?

— Muchos, en efecto, casi los mismos que les he hecho perder a las empresas farmacéuticas, pero sabes bien que el mérito no es mío.

— ¿De quién entonces?

— Eso no puedo decírtelo.

— ¿Por qué?

— Es un secreto que prometí no revelar.

— ¿Ni a tu mejor amigo?

— Ni aun a mi mujer… — insistió Bruno Guinea—. Tú eres de los pocos que saben que la idea de todo esto no partió de mí, y que el camino me había sido indicado, pero esto es todo lo que puedo decirte.

— ¿Acaso se trata de una revelación divina…?

— ¡En absoluto! Siempre estuvimos de acuerdo en que a Dios, si es que existe, no le preocupa en lo más mínimo que la gente se muera de cáncer, de hambre, en una cámara de gas o masacrada en cualquier guerra…

— Eso suena a blasfemia.

— Únicamente puede blasfemar quien cree en Dios, y tú y yo habíamos decidido que no creíamos en él.

— Pero tú has cambiado de opinión — le hizo notar sin sombra de acritud su interlocutor—. Recuerdo muy bien que lo dijiste hace tiempo, antes de viajar a Ecuador.

— Probablemente ahora acepto la existencia de un ser supremo que nos creó, pero que decepcionado por nuestras imperfecciones, decidió olvidarnos para irse muy lejos, a crear nuevas criaturas más de su agrado.

— ¡Tonterías!

— Tal vez no sean más que tonterías — aceptó su opositor—. Pero ¿qué otra explicación puedes darle al desamparo en que se encuentra la mayor parte de la humanidad? La miseria, la corrupción y la injusticia agobian a nueve décimas partes de los hombres, mujeres y niños de este mundo, y tan sólo un puñado de individuos de buena voluntad lucha contra ello.

— Siempre ha sido así.

— Y de ello me quejo — fue la respuesta seguida de una rápida pregunta—. ¿Si algún día fueras un ser dotado de poder absoluto permitirías el padecimiento del noventa por ciento de tus hijos sin intentar poner remedio?

— No puedo saberlo. No tengo hijos.

— Pero tienes un perro, y no permitirías que ni siquiera tu perro pasara hambre, o que el vecino le apaleara.

— ¿Adonde quieres ir a parar?

— A ninguna parte, pero si quieres que te confiese algo sorprendente, te diré que me sentía mucho más feliz cuando nadie me conocía y ni siquiera creía en Dios, que ahora que soy famoso, pero estoy convencido de la existencia de un ser supremo que me decepciona a cada instante.

— ¿Y eso lo dice aquel a quien se le ha concedido el increíble don de acabar con una de las peores lacras de la humanidad? — protestó ruidosamente Alejandro de León Medina—. ¿Alguien que si no está en la cima del mundo es porque no quiere, y que además tiene una esposa y unos hijos que le adoran?

— Exactamente.

— ¿Qué dejas entonces para los viejos homosexuales, pobres, anónimos y solitarios?

— La esperanza.

— ¿Qué esperanza?

— La de que algún día Dios regrese desde los confines del universo con la firme intención de redimirse.

— ¿Redimirse o redimirnos?

— «Redimirse», porque los seres humanos ya estamos más que hartos de que nos rediman — sentenció Bruno Guinea convencido de lo que decía—. Cada vez que alguien lo intenta salimos malparados. Es Dios quien tiene que pedir perdón por su olvido y hacer propósito de enmienda, no nosotros.

— ¡Curiosa teoría que tiempo atrás te hubiera llevado a las hogueras de la Santa Inquisición!

— Pero lógica — le hizo notar su interlocutor—. Cuando las ovejas se descarrían, tanta culpa tienen ellas por abandonar el redil, como el pastor por no haber sabido cuidarlas.

— Eso es muy cierto.

— ¡Naturalmente! Y creo que va siendo hora de que dejemos de adorar al pastor pidiéndole perdón a todas horas, para empezar a exigirle responsabilidades por no hacer bien su trabajo.

— ¡Éste es mi Bruno! — exclamó alborozado el Canaima al tiempo que lanzaba al aire un fajo de papeles—. Has llegado muy alto, tanto como no había llegado nadie nunca, pero continúas siendo el mismo muchacho descarado, lenguaraz, combativo e inconformista que conocí en la facultad…

— ¿Y por qué tendría que haber cambiado?

— Porque el triunfo cambia a la gente, y son pocos los que tienen las agallas suficientes como para asimilarlo sin inmutarse.

— Asimilar el fracaso te enseña a asimilar el triunfo, y yo fracasé durante muchos años… — le hizo notar su compañero de universidad—. Y ahora dejemos ese tema, y cuéntame qué has averiguado sobre esas mutaciones…

— ¡Poca cosa…! — fue la sincera respuesta—. Ese jodido virus se mantiene estable durante semanas, pero de pronto, y sin razón que lo justifique, cambia. No intervienen factores externos, como pudieran ser la luz, la temperatura o la humedad, pero tengo la impresión de que posee un cierto tipo de inteligencia que le advierte que si continúa demasiado tiempo inmutable encontraríamos la forma de destruirle…

— ¿Una especie de mecanismo que le da la voz de alarma? — quiso saber Bruno Guinea.

— ¡Más o menos! — admitió su interlocutor—. A veces da la impresión de que se trata de una fiera que sabe que tiene que moverse continuamente si no quiere que la atrapen, pero como carece del espacio físico necesario, opta por camuflarse cambiando de aspecto e incluso de características.

— Muy curioso…

— E increíblemente escurridizo el muy cabrón, pero quiero suponer que con tu experiencia y un poco de…

Su amigo se apresuró a interrumpirle con un brusco gesto de la mano que colocó ante él como si se tratara de un policía.

— ¡Alto ahí! — ordenó—. ¡Olvídate de la experiencia…! La experiencia no siempre es útil.

— Pero ¿qué burradas estás diciendo ahora? — protestó el otro—. ¿Qué sería de nosotros sin la experiencia? La experiencia es el resultado lógico de todos nuestros conocimientos.

— ¡De acuerdo…! — admitió el Cantaclaro que había ido a tomar asiento en su lugar predilecto, el alféizar de la ventana—. Desde el día en que nacemos vamos llenando nuestras maletas de «experiencia», y cuando nos enfrentamos a un problema que se nos ha presentado anteriormente, aplicamos nuestra famosa experiencia y lo resolvemos… ¿Es así o no es así?

— Así es.

— Pero se da la circunstancia de que ahora nos estamos enfrentando a un puñetero virus que nos presenta problemas que desconocíamos, y frente a los cuales esa experiencia se convierte en un pesado lastre.

— ¿Por qué?

— Porque nos empuja a buscar en la memoria soluciones que no están allí, y que por lo tanto nunca encontraremos.

— Creo que empiezo a entender lo que quieres decir… — se vio obligado a reconocer Alejandro de León Medina.

— Me alegra, porque, a mi modo de ver, pretender basarlo todo en el estudio, el conocimiento y la experiencia, viene a ser algo así como intentar atravesar la jungla con un baúl de libros a la espalda. El peso de los libros nos hundirá en el fango.

— Muy gráfico. Y muy convincente. Tan Cantaclaro como en tus mejores tiempos.

— Es bueno no perder facultades.

— ¿Qué propones entonces?

— Intentar avanzar por esa selva sin cargar con baúles y teniendo siempre la mente abierta a ideas nuevas que nos permitan encarar cada problema sin prejuicios de ningún tipo.

— ¿Y eso cómo se consigue?

— Echando mano de la imaginación e incluso de la pura intuición — fue la respuesta—. Sentándonos a meditar sobre cómo evitar que ese jodido virus sufra de pronto una nueva mutación que nos deje otra vez en blanco, y demostrando que somos más astutos que él y sabremos adelantarnos a su jugada.

— Pero esto no es una partida de póquer… — argumentó su oponente.

— Tal vez sí, o tal vez no. Pero lo único que he aprendido en toda esta historia es a ver las cosas desde el ángulo opuesto a como solía verlas.

— ¿Y cuál sería, en este caso particular, el ángulo opuesto?

— No estoy muy seguro, pero quizá no deberíamos obsesionarnos preguntándonos qué es lo que hace que el virus sufra una mutación, sino plantearnos las razones por las que durante un cierto tiempo opta por no cambiar.

— ¿Y eso adonde nos llevaría…?

— Probablemente a ninguna parte, pero a menudo me planteo que uno de los grandes problemas de la humanidad es que siempre pretende llegar a alguna parte.

— Lógico, digo yo.

— No tanto, porque cuando un camino lleva a «alguna parte» te encuentras con que alguien ha estado allí con anterioridad. Pero si decides ir «a campo traviesa» puede que te pierdas, pero también puede que llegues a donde nadie ha llegado nunca.

— ¿Fue así como encontraste la solución a los tumores malignos?

— Fue así como me indicaron que buscara y dio resultado.

— ¿Quién?

— Alguien que me hizo ver que las soluciones más sencillas suelen ser las más difíciles de encontrar porque demasiado a menudo el ser humano se empeña en complicarse la existencia. Es el fruto de siglos de oscurantismo en el que mentes retorcidas basaron su poder en hacernos creer que todo era demasiado confuso y misterioso.

— Tú ahora estás intentando hacerme creer que todo es confuso y misterioso… — le hizo notar el Canaima sin el menor deje de acritud en la voz—. Te refieres a «alguien» que al parecer te dijo lo que tenías que hacer para librar a la humanidad de la más terrible de sus lacras, pero admites que no puedes confesarle quién es ni tan siquiera a Doña Bárbara, con la que compartes tres hijos, la cama y todos los secretos… ¿Qué puede existir más confuso y misterioso que un secreto que ni siquiera puedes rebelar a la mujer que lleva años demostrando que te ama y que puedes confiar en ella?

— Nada.

— ¿Entonces…?

Su interlocutor se limitó a encogerse de hombros evidenciando la magnitud de su impotencia.

— ¿Entonces…? Admito que es un secreto que tendré que llevarme a la tumba.

— ¿Sabes que malas lenguas empiezan a asegurar que en realidad la idea del murciélago se la robaste a uno de tus pacientes?

— ¿Y por qué no la había expuesto él?

— Porque estaba en fase terminal y murió al poco tiempo?

— ¡Ojalá hubiera sido así…! ¡Dios! ¡Cómo lo facilitaría todo!

— ¿Tan difícil es?

Bruno Guinea descendió del alféizar de la ventana, acudió a tomar asiento en su viejo butacón, colocó el auricular del teléfono en su sitio y asintió con un escueto ademán de cabeza.

— Mucho más de lo que puedas imaginar, y tal vez la solución a una parte de mis problemas estribe en aceptar que, en efecto, la idea me la dio un moribundo.

— Pero tú y yo sabemos que no es así.

— ¡No! Desde luego que no es así.

— Eso quiere decir que te verías obligado a mentir.

— Probablemente.

— ¿Y qué dirían Doña Bárbara y los chicos si aquel de quien se sienten tan orgullosos mintiera y además dicha mentira le hiciera quedar ante los ojos del mundo como un canalla capaz de robarle a un moribundo algo tan valioso como la idea que ha permitido acabar con el cáncer?

— Aprietas demasiado.

— Yo soy el único que puede apretarte cuando quiera, Cantaclaro — replicó Alejandro de León Medina sin perturbarse—. Lo soy por la amistad que nos une y por lo mucho que tú me has apretado cuando estaba a punto de derrumbarme y me asaltaban casi a diario ideas de suicidio. Ahora sé muy bien que nunca me contarás la verdad, pero tampoco quiero que me cuentes mentiras.

— Nunca lo he hecho.

— ¡Ni nunca se te ocurra hacerlo…! — fue la severa advertencia no carente de un leve tono de humor—. Sea cual fuere tu secreto, lo respetaré sin volver a mencionar el tema, pero empiezo a creer que sería oportuno pensar en algo que aleje de una vez todas esas maledicencias.

— Me importan un carajo.

— No lo dudo, pero ten en cuenta que existe tu familia, tus amigos, el hospital, e incluso un país que se siente sumamente orgulloso de que haya sido un español quien ha puesto fin a la peor de las plagas que aterrorizaban a la humanidad.

Bruno Guinea torció el cuello, observó a su compañero de universidad de medio lado y señaló sonriente:

— Te apuesto lo que quieras a que esas primeras voces maledicientes hablan preferentemente español.

— Siempre has sido un ventajista al que le gusta apostar sobre seguro.

— Lo sé, aunque por desgracia en esta ocasión aposté sabiendo que iba a perder.

— ¿A qué te refieres?

— A nada en particular, pero se me está ocurriendo una idea que tal vez acabe con esa maledicencia… Haz correr la voz de que te he confesado que tuve un sueño en el que se me apareció la Virgen de Lourdes, que fue quien me rebeló el secreto.

— ¡No me jodas! ¿Y quién va a creérselo?

— Los mismos que se creen que alguien que jamás había puesto el pie en la Alta Amazonia y jamás había visto un murciélago vampiro, tuvo la intuición de que el casi desconocido «Desmodus Rotundus» había desarrollado una serie de proteínas capaces de acabar con un montón de enfermedades.

— ¡Difícil me lo pones!

— ¿Resultaría más fácil si en lugar de la Virgen de Lourdes dijéramos que se trató del mismísimo Satanás en persona?

— Lo dudo.

— ¿Por qué?

— Porque resulta comprensible que algo así lo hiciera una virgen, no el Demonio.

— En eso tienes razón… — reconoció de inmediato Bruno Guinea—. Curar a los enfermos es cosa de vírgenes, no de demonios…

Alejandro de León Medina se puso en pie dispuesto a marcharse, pero antes de hacerlo apoyó ambas manos en la mesa y se inclinó hasta colocar su cara a menos de medio metro de la de su interlocutor para espetarle en un tono de evidente malhumor:

— Te conozco hace demasiado tiempo como para no saberme de memoria todos tus jodidos trucos. — Lanzó un bufido de indignación—. Y algo me dice que en estos momentos estás echando mano a uno de ellos.

— ¡Listo el chico!

— ¡Estoy de acuerdo! El chico es lo suficientemente listo como para darse cuenta de que le están haciendo trampas, aunque aún no haya sido capaz de averiguar dónde se esconde la trampa… — Le apuntó acusadoramente con el dedo antes de encaminarse a la puerta—. ¡Pero no te preocupes! — añadió en un tono levemente amenazante—. Aún no han conseguido engañarme nunca durante demasiado tiempo. Pronto o tarde averiguaré la verdad.

Su amigo de siempre sonrió de oreja a oreja.

— Me encantaría que fueras capaz de hacerlo — dijo—. De ese modo yo no habría roto mi promesa y podríamos hablar de ello, ya que en el fondo es lo que estoy deseando. Necesito tu consejo más que nada en este mundo.

La mujer observaba, ausente y pensativa, cómo el mar rompía con violencia contra el acantilado que se abría a sus pies lanzando al aire nubes de espuma entre las que revoloteaban las gaviotas, sorprendida y admirada por el hecho de que el pescador que se sentaba en una roca no fuese arrancado con violencia por las olas.

Al poco se escucharon pasos a sus espaldas, por lo que se volvió con gesto de desagrado, pero su expresión cambió de inmediato y se alzó como impulsada por un resorte del pequeño banco de piedra en que se sentaba, para casi abalanzarse con los brazos abiertos sobre el recién llegado.

— ¡Benditos los ojos! — exclamó alborozada—. ¡Cuánto honor para esta humilde casa!

— ¡Benditos los ojos! — fue la respuesta en casi idéntico tono—. ¡Qué milagro conseguir dar contigo! ¿De quién te escondes?

— De todos y de nadie… — fue la rápida respuesta—. Pero de ti, menos que nadie.

— Pues me ha costado Dios y ayuda encontrarte.

— Nunca se me pasó por la mente la idea de que quisieras verme… — replicó con absoluta naturalidad doña Leonor Acevedo—. Ahora eres un hombre importante; probablemente uno de los más importantes del mundo.

— Y que sin embargo no puede hablar abiertamente más que contigo.

— Me halagas.

Bruno Guinea se limitó a encogerse de hombros al tiempo que iba a tomar asiento en el banco de piedra y le hacía un gesto con la mano para que se acomodara a su lado.

— Es la pura verdad, y lo sabes — dijo.

Ella obedeció para apoderarse de inmediato de la mano y sostenerla entre las suyas como muestra de innegable cariño.

— ¿Cómo se encuentra tu mujer? — quiso saber en primer lugar.

— No demasiado bien, para qué voy a mentirte. Mi mayor temor es que en cualquier momento pueda fallarme, y me consta que eso acabaría de hundirme.

— ¡Lo siento en el alma! La otra noche, al verte en la televisión imaginé que tal vez querrías verme, pero luego consideré que se trataba de una estúpida presunción por mi parte. — Le miró a los ojos al inquirir —: ¿Por qué lo hiciste?

— ¿Renunciar al Nobel? Me sorprende que tú me lo preguntes — le hizo notar el Cantaclaro—. Eres la única persona que conoce mis auténticas razones.

— Te lo has ganado. Es un premio al esfuerzo y el sacrificio, y tú has hecho el mayor sacrificio que nadie haya imaginado nunca.

— Moralmente no podía aceptarlo. Lo entiendes, ¿verdad?

— No del todo. Ya que el futuro se te presenta tan horrendo, ¿por qué no tratas al menos de disfrutar del presente…?

El aludido tardó en responder, atento como estaba a las evoluciones del pescador que saltaba de roca en roca con el fin de llegar sano y salvo a tierra firme, y cuando al fin comprobó que parecía estar fuera de peligro inquirió:

— ¿Sinceramente crees que ese tipo de premios mitigaría un ápice el dolor y la amargura que me invaden…? Únicamente ante ti puedo mostrarme tal como soy, y hasta qué punto vivo inmerso en el desasosiego y el terror más absoluto.

— Lo entiendo, pero opino que te estás encerrando demasiado en ti mismo al renunciar a todo.

— Odio verme rodeado de gente a la que en el fondo aborrezco porque comprendo que son dueños de su vida, y lo que es más importante: de su vida eterna — fue la respuesta que denotaba un dolor muy profundo—. Incluso el pordiosero más hambriento posee algo de lo que yo carezco, y cuanto más importante me hacen sentirme, más miserable me siento. — La voz sonó ahora como un desesperado lamento—. ¡Estoy asustado, Leonor! Tan asustado como un niño en mitad de la noche más negra.

— ¿Y por qué no intentas buscar ayuda?

— ¿Dónde?

— En Dios. Tú y yo sabemos, y con una certeza que nadie más ha tenido anteriormente, que en verdad existe… ¡Ve en su busca!

El Cantaclaro negó con firmeza:

— ¡No puedo! Si intentara romper mi compromiso volveríamos a los comienzos.

— ¿Qué pretendes decir?

— Que si ahora me volviera atrás probablemente la enfermedad reaparecería bajo la apariencia de uno de esos malditos virus que desarrollan defensas contra los antibióticos, y todos los logros conseguidos acabarían en la basura. ¡No! Por desgracia, Dios continúa sin ser el remedio.

— No me gusta oírte hablar así…

— ¿Y de qué otra forma puedo hablar…? Si no fuera porque de ese modo adelantaría mi suplicio, hace tiempo que me habría suicidado…

— ¡Por los clavos de Cristo! ¡No digas tonterías!

— ¿Tonterías? Por desgracia, incluso ese postrer recurso al que los más desesperados acaban aferrándose como remedio a todos sus males, me está vedado.

— No te entiendo.

— Pues no resulta difícil de entender, porque tienes ante ti al hombre más desgraciado que haya existido nunca. El más glorioso de los desdichados, ya que para él ni tan siquiera la muerte significa el descanso.

La voz de la buena mujer sonaba conmovida al señalar:

— ¡Algún camino habrá…!

— Todos los caminos nos aproximan a la tumba, y en mi caso la tumba no es por desgracia el fin, sino el principio de mis males.

— ¿Y qué puedo hacer por ti más que implorarle al Señor para que interceda y acepte que la magnitud de tu sacrificio merece no un terrible castigo, sino una maravillosa recompensa?

— Nada, puesto que ni siquiera él, si es que se aviniera a escucharte, sería capaz de romper la reglas del juego. Yo sabía bien lo que hacía, lo hice a conciencia, y no quiero volver atrás ni que otros lo hagan por mí, si con ello se corre el riesgo de que la enfermedad vuelva a establecerse entre nosotros.

— ¿Luego no está definitivamente erradicada? — quiso saber Leonor Acevedo en un tono que mostraba a las claras su temor.

— Lo estará mientras yo cumpla con mi parte del trato. Y pienso hacerlo.

— ¿Aun a sabiendas de que ese terror es incluso peor que un cáncer, puesto que te está matando en vida?

— Aun así. Nadie me puso una pistola en el pecho a la hora de tomar mi decisión. Tuve mucho tiempo, todo el que pasé en aquella maldita selva, para reflexionar, y por lo tanto fue una opción libre, serena y meditada. Negarlo significaría engañarme a mí mismo.

— Lo que nunca he entendido, es por qué razón tuviste que ir a la selva. ¿Acaso «él» no te había dado la solución?

— Me había indicado las pautas a seguir, pero siendo como es, le gusta complicar las cosas. Sabía muy bien que cuantos más esfuerzos hiciera y más calamidades pasara buscando a aquel asqueroso bicharraco, más me aproximaba a mi propia perdición, y eso le divertía. Cada noche me preguntaba, ¿por qué hago esto si me estoy destruyendo? Pero cada mañana volvía a intentarlo, y supongo que él disfrutaría viéndolo… Maquiavélico, ¿verdad?

— Demoníaco sería la palabra exacta, pero si las cosas son como dices mereces no sólo el Nobel sino un millón de premios más.

— Eso no es cierto y lo sabes… En el fondo no soy más que el portavoz del Maligno, que por alguna extraña razón que aún no he conseguido descifrar, me eligió para sus fines.

— ¿Fines…? ¿A qué clase de fines te refieres?

— No tengo la más mínima idea, pero de lo único que estoy convencido es de que mi alma no vale el increíble precio que se ha pagado por ella.

— Tienes el alma más noble que conozco… — sentenció Leonor Acevedo segura de lo que decía.

— ¡Bobadas! — fue la respuesta—. Cierto que me considero una buena persona, pero no un ser tan excepcional como para que el mismísimo Satanás se haya molestado en tentarme. He tenido mucho tiempo para pensar y cuanto más vueltas le doy, más me convenzo de que algo oculta.

— ¿Como qué?

— ¡Te repito que no lo sé! He intentado estudiar todo lo que se ha escrito sobre Lucifer, y estoy convencido de que el personaje que vino a verme nada tiene que ver con el repelente y ridículo macho cabrío de los aquelarres. Incluso le ofende que los retraten de una forma tan populachera y burda. Si Lucifer es un auténtico «ángel», hecho a imagen y semejanza del Creador, que se rebeló en defensa de la autodeterminación de los seres humanos, tiene que estar por encima de tan estúpida parafernalia, y tiene que ser por lo tanto mucho más inteligente de lo que ha demostrado en su relación conmigo.

Doña Leonor Acevedo que se había puesto en pie aproximándose peligrosamente al borde del acantilado, para observar ahora cómo el pescador trepaba cargado con su caña y su cesto, se volvió a mirarle de frente al inquirir:

— ¿Pretendes decir que todo ha sido un engaño?

Él hizo un gesto con la mano que pretendía ser tranquilizador:

— ¡En absoluto! Te repito que estoy convencido de que mientras yo cumpla mi parte del trato, él cumplirá la suya.

— ¿Entonces…?

— He llegado a la conclusión de que persigue algo más importante que mi alma, y que está fuera de mi comprensión.

— Me asustas…

— ¿A ti? — se sorprendió Bruno Guinea—. ¿Qué puede asustarte tras haber estado con un pie en la tumba, y haber hablado cara a cara con el mismísimo Demonio?

— ¡Muchas cosas…! Entre ellas estos años de gracia que me han sido concedidos… O los que aún están por venir.

— ¿A qué te refieres?

— A que yo era una enferma terminal que agonizaba rodeada por el amor de una familia unida, compacta y embargada por el dolor, mientras que ahora soy una mujer sana que advierte cómo esa familia se rompe en pedazos sin poder hacer nada. A veces creo que aquél era el momento perfecto para morir en paz, pero que a estas alturas «se me pasó el arroz».

— ¡Qué insensatez…! Lo que importa es vivir.

— ¿A sabiendas de que tu marido se ha convertido en un político corrupto, y tu hijo mayor anda metido en drogas? Ésta ya no es mi familia, Bruno. No la familia que formé, y que reunía, llorando, en torno a mi lecho de muerte. ¡Había sufrido tanto y me faltaba ya tan poco, que fue una pena no haberme ido para siempre aquel día, convencida de que dejaba atrás una obra bien hecha, con lo que mi paso por este mundo tenía una justificación! — Volvió a tomar asiento para colocar su mano sobre la pierna de su interlocutor e inquirir ansiosa —: ¿Cómo puedo justificar ahora no haber sabido evitar que mi marido acepte sobornos multimillonarios por autorizar que se construyan pantanos inútiles?

— No lo sabía. Y lo lamento.

— ¡Pues imagínate cómo lo lamento yo al advertir cómo se desmorona el edificio que tanto me costó levantar! Mucha gente se pregunta qué siente un político cuando se deja corromper, pero muy poca se pregunta qué siente quien descubre que el hombre con quien duerme, y al que ha dado tres hijos, se ha convertido en un canalla que se deja comprar. ¡Duele! ¡Te juro que duele más que el cáncer más doloroso! — Lanzó un hondo suspiro—. Yo soy casi la única que puede asegurarlo.

— ¿Por qué me lo habías ocultado?

— ¿Y qué iba a hacer? Cuando me enteré el mal estaba hecho y el dinero en Suiza… ¿De qué me servía involucrarte en algo que ya no tiene solución?

— Tengo amigos…

— Pero se trata de un grupo de presión muy poderoso que no dudaría en destruirte si sospecharan que podrías constituir una amenaza para sus intereses, y yo te estoy demasiado agradecida como para ponerte en peligro. — Negó una y otra vez—. ¡No vale la pena! El mundo está lleno de cerdos semejantes…

— Con los que por lo visto tendré que compartir el resto de la eternidad.

— Con la diferencia que ellos tendrán que convivir con sus remordimientos y tú no.

— ¿Y quién crees que se siente más desgraciado…? — quiso saber Bruno Guinea—. ¿El condenado que sube al cadalso sabiendo que es culpable, o el que sube sabiendo que es inocente?

— No lo sé, pero recuerdo que hace años un reo norteamericano asesinó a cuatro reclusos de la cárcel en que se encontraba, y cuando le preguntaron por qué lo había hecho se limitó a replicar que odiaba la idea de que le ejecutaran sin motivo.

— También yo opino que es peor que a la crueldad del castigo se sume la crueldad de la injusticia, pero insisto en que no me quejo. Sabía lo que hacía y acepto mi destino, pero no puedo evitar que sienta curiosidad por averiguar qué era lo que en verdad pretendía el Demonio.

El pescador, un pelirrojo de espesa barba que aparecía sudoroso y empapado, hizo al fin su aparición como si su cabeza emergiera del azul del cielo, lanzó un resoplido, dejó la caña y el cesto sobre una piedra y tras sonarse los mocos sonoramente inquirió sonriente:

— ¿O sea que nunca ha confiado en mis buenas intenciones?

— En lo más mínimo — replicó el Cantaclaro con absoluta naturalidad.

— ¿Sabía que era yo? — pareció sorprenderse el recién llegado.

— Desde que lo vi sobre aquella roca. Nadie que aprecie en algo su vida se arriesgaría de ese modo… — Se volvió a Leonor Acevedo para aclararle —: Es Lucifer, que se divierte a su modo cambiando de aspecto.

— Ya me había dado cuenta.

— Pues no parece asustada… — señaló el pescador que había ido a tomar asiento sobre una roca para encender un cigarrillo y comentar como si estuviera hablando del estado del mar—. Resulta evidente que pierdo facultades a marchas forzadas.

— ¿Por qué habría de asustarme, si usted mismo me aseguró que no tenía nada que temer mientras mantuviera la boca cerrada?

— Porque soy el Maligno. ¿Le parece poco?

— Resulta evidente que usted no ha estado meses agonizando de resultas de un cáncer terminal — fue la tranquila respuesta—. Si hubiera pasado por esa experiencia y supiera que ya no puede volver, ni el peor de los demonios le asustaría, sobre todo sabiendo como sé que tengo la conciencia tranquila. Estoy a bien con Dios, y eso me libera de cualquier temor.

— Admito que le asiste toda la razón. La mayoría de la gente se asusta imaginando que trato de perderles, cuando la experiencia demuestra que se bastan y sobran para perderse solos. En el árbol de la vida son más los frutos que caen por su propio peso que los que arranca el dueño. En el caso de su marido, por ejemplo, yo no he tenido nada que ver, aunque admito que en la actualidad la mayor parte de las compañías petroleras, eléctricas y cementeras trabajan para mí.

— ¿Qué pretende decir con eso de que trabajan para usted?

— Que dada su fabulosa capacidad de corromper, constituyen una especie de ente autónomo dentro de mi organización. Me ahorran mucho trabajo, aunque admito que desprecio sus métodos. Se me antojan demasiado rastreros.

— ¿Me está tomando el pelo?

— Sólo un poco — fue la humorística respuesta del pelirrojo que exhibía una sonrisa realmente encantadora—. Les he estado escuchando, y entiendo sus dudas, al tiempo que agradezco que no me consideren vulgar y chapucero. No estoy acostumbrado a las alabanzas, en especial cuando lo que se ensalza no es mi poder, sino mi inteligencia.

— ¿Luego yo tengo razón y pretendía algo más que mi alma? — intervino Bruno Guinea.

— ¡Naturalmente…! Está en lo cierto al asegurar que su alma no vale el escandaloso precio que he pagado por ella. Ninguna lo vale.

— ¿Y por qué se complace en hacerle sufrir de esta manera? — quiso saber Leonor Acevedo.

El aludido la observó sorprendido y casi de inmediato replicó:

— ¿Yo? ¿Qué interés tendría en hacerle sufrir? ¿Qué me importa lo que sufra nadie en vida?

— ¿Ah, no?

— ¿Acaso le importa a usted que una hormiga esté sufriendo en este momento entre esa hierba? ¿O que un canguro muera en Australia? Ni tan siquiera piensa en ello, de la misma manera que yo no pienso en ningún ser humano en particular. Ni al bien ni al mal nos preocupa el presente, téngalo por seguro.

— ¿A qué viene entonces todo esto? — quiso saber Bruno Guinea.

— A que con vistas al futuro, las cosas cambian. Recuerde la célebre frase: «La mies es mucha, y los operarios pocos.» Desde que esa frase se pronunció la humanidad se ha centuplicado, mientras que yo continúo con el mismo número de «operarios».

— ¿Pretenderá hacerme creer que le faltan demonios?

— ¿Acaso imagina que nos reproducimos como los seres humanos? — respondió con una pregunta el interrogado—. Cierto que somos inmortales, pero cierto también que somos asexuados, por lo que no ha nacido ni un solo demonio desde el malhadado día en que nos expulsaron del Paraíso.

— ¡Esto es increíble…! — no pudo evitar exclamar el Cantaclaro—. Debo estar soñando.

— ¡Y yo…! — admitió doña Leonor Acevedo—. Jamás se me habría ocurrido pensar que los demonios fueran asexuados.

— Los teólogos se pasaron siglos discutiendo sobre el sexo de los ángeles — sentenció el pescador—. Pero que yo sepa ninguno de ellos se pronunció nunca sobre el sexo de los ángeles caídos.

— Eso es muy cierto.

— ¡Y tanto que lo es! Siempre se habla de una «legión de demonios», pero ¿de qué sirve una legión frente a los seis mil millones de habitantes que pululan en la actualidad por el planeta? En el rato que llevamos hablando se han cometido más de trescientos asesinatos, docenas de violaciones, incontables actos de pederastia y millones de pecados de toda índole… El trigo de la maldad nace, crece y madura, pero a la hora de recogerlo faltan brazos y por ello tengo que mostrarme imaginativo a la hora de apoderarme de la mayor parte de la cosecha…

— ¿Perdiendo tanto tiempo con una sola espiga como ha perdido conmigo? — inquirió un desconcertado Cantaclaro.

— No se trata de una sola espiga, ya que esa única espiga me va a permitir recolectar millones de otras espigas.

— ¿Cómo…?

— ¿De verdad quiere saberlo…?

— ¡Naturalmente!

— Le advierto que le va a doler.

— Hace tiempo que por su causa crucé las últimas fronteras del dolor.

El extraño pescador les observó con detenimiento, pareció dudar, pero al fin optó por lanzar al abismo la colilla de su cigarrillo al tiempo que con un gesto de la cabeza indicaba a Leonor.

— ¡De acuerdo! — dijo—. Pregúntele a ella.

— ¿A mí? — Se sorprendió la pobre mujer—. ¿Qué tengo yo que ver con todo esto?

— Lo suficiente, puesto que conoce mejor que nadie las respuestas.

— No le comprendo.

— Es muy sencillo… ¿Qué pasó el día que le diagnosticaron que tenía un cáncer terminal?

— Que me invadió una profunda desesperación.

— ¿Y luego?

— ¿Luego? ¿A qué se refiere?

— ¿Qué fue lo primero que hizo en cuanto se serenó…?

— No lo recuerdo.

— Le refrescaré la memoria. Lo primero que hizo fue correr a la iglesia. Volvió a una iglesia en la que no había puesto los pies desde que bautizó a su último hijo, y le pidió ayuda a alguien a quien había olvidado hacia demasiados años.

— Eso es cierto.

— ¡Y tan cierto! Mientras fue feliz se mantuvo alejada de Dios, pero en cuanto le vio las orejas al lobo corrió de nuevo al redil. Buscó consuelo y protección, y si entonces hubiera muerto lo habría hecho en paz consigo misma y con su creador… ¿Me equivoco?

— Me temo que no.

— Pues lo mismo ocurre con millones de personas.

— ¿Qué es lo que ocurre con millones de personas? — quiso saber Bruno Guinea que parecía no entender nada de cuanto se estaba diciendo.

— Que cuando mueren de improviso, y por lo tanto cruzan la línea divisoria con la conciencia cargada de pecados de los que no han tenido tiempo de arrepentirse descienden directamente a los infiernos. Ésa es mi cosecha, gloriosa y abundante. Pero en los últimos años, y debido a que han convertido este precioso mundo en un basurero, el cáncer constituía una de las principales causas de mortandad, hasta el punto de que pasó a convertirse en mi peor enemigo, ya que dejaba a sus víctimas demasiado tiempo para pensar.

— ¡Inaudito!

— Pero cierto. Hace tiempo que había llegado a la conclusión de que la mayor parte de las personas que morían tras una larga enfermedad acostumbraban a ponerse a bien con Dios.

— ¿Se está refiriendo al cáncer?

— ¡Exactamente! El cáncer obligaba a meditar al enfermo, que no alcanzaba a entender por qué razón unas determinadas células de su propio cuerpo se rebelaban y acababan por destruirle pese a que ello trajera aparejada su propia destrucción. — Se volvió a doña Leonor Acevedo para inquirir casi agresivamente —: ¿Acaso no era eso lo que pensaba en su agonía?

La aludida asintió muy a su pesar.

— A menudo no podía evitarlo, y eso era, quizá, lo peor que tenía aquella maldita enfermedad — dijo—. No se le podía echar la culpa a un virus, o a una bacteria, o a cualquier causa externa, y desesperaba comprender que éramos nosotros mismos los que la estábamos generando.

— Los cuerpos se suicidaban sin respetar los mandatos de la mente… — sentenció el Demonio disfrazado en esta ocasión de pescador—. E incluso a mí, que he tenido tiempo más que de sobra para estudiarlo, me costaba trabajo entender lo que pasaba por la cabeza de un enfermo que advertía cómo se iba descomponiendo irremediablemente. ¡Debía ser terrible!

— Lo era, se lo aseguro.

— Si me hubiera sido dada la capacidad de sentir compasión, tal vez la hubiera sentido por quienes pasaban por semejante suplicio, pero siendo quien soy, lo único que me inquietaba era que la mayoría de los enfermos que dedicaban mucho tiempo a mirar en su interior acababan por descubrir que además de células malignas, poseía un alma igualmente enferma.

— ¿Y eso le perjudicaba? — quiso saber Bruno Guinea.

— ¡No puede imaginar cuánto! — admitió el otro—. Y cada día más, porque con las porquerías que les dan de comer y de beber, y la mierda de aire que respiran, la incidencia del cáncer se estaba disparando hasta el punto de convertirse en una auténtica plaga.

— Una plaga de gentes a las que se les estaba dando demasiado tiempo para mirar en su interior y descubrir esa alma enferma.

— ¡Usted lo ha dicho!

— ¿Y llegó a la conclusión de que resultaba mucho más conveniente que se curaran los cuerpos para que de ese modo no se curaran las almas?

— Más o menos…

— Es lo más canallesco que he oído en mi vida… — sentenció una indignada Leonor Acevedo.

— Por si lo ha olvidado le recuerdo que continúo siendo el Maligno, y una vez más le repito que me tiene sin cuidado cómo o de qué se muera la gente… — El pescador hizo un gesto hacia la cesta que había dejado en el suelo—. Ahí hay muchos cangrejos, pero nadie sería tan estúpido como para perder su tiempo pescándolos cuando las cascaras están vacías.

— ¿Y me eligió como instrumento? — El otro asintió con un decidido ademán de cabeza—. ¿Y por qué yo?

— Porque era médico, era honrado y estaba obsesionado con la muerte de su madre. Yo no podía presentarme en público ofreciendo graciosamente la solución a tan espantoso mal. Alguien descubriría mis verdaderas intenciones. Pero nadie sospechó nunca de usted.

— ¿Cómo se puede ser tan canalla y tan retorcido?

— ¡Siendo el mismísimo Demonio, por supuesto! — El fingido pescador dejó escapar una divertida carcajada—. Mi actual apariencia no debe hacerles olvidar mi auténtica naturaleza. Ya le he dicho en más de una ocasión que a mí me tiene sin cuidado que la gente sea feliz o desgraciada en esta vida. Tampoco me importa que sufra o no en el momento de morir, con tal de que no le quede demasiado tiempo para pedir perdón, puesto que la mayoría tiene muchas razones para pedirlo… Yo únicamente voy a lo mío.

— ¿Y ahora cree haber conseguido una gran victoria?

— A las pruebas me remito. — Hizo un gesto hacia Leonor Acevedo—. Ella ha vuelto a olvidarse de Dios, y como ella millones de seres humanos, puesto que cada día el mundo está más loco, con más vicios y mayores tentaciones. Proliferan las drogas, aumentan los accidentes, los ricos mueren cada vez más corrompidos y los pobres cada vez más desesperados. ¿Y quién sale ganando…? ¡Yo!

Siguió un largo silencio durante el cual tanto Leonor Acevedo como Bruno Guinea parecían estar meditando sobre lo que acababan de escuchar, y al fin este último comentó en tono de profunda amargura:

— Lo sabía… Sabía que había algo más detrás de toda esta farsa, pero jamás imaginé que se tratara de un plan tan elaborado y maquiavélico. ¡Dios bendito! ¿Qué va a ser ahora de mí?

El pescador le observó con evidente sorna para replicar en tono inflexible:

— ¿De usted? ¿Qué quiere que le diga? Quien juega con fuego acaba abrasándose. — Chasqueó la lengua al tiempo que se encogía de hombros—. Y recuerde: un trato es un trato. Si lo cumple, cumplo. Si lo rompe, lo rompo y ya conoce las consecuencias.

— No lo romperé.

— Estoy seguro de ello… — Hizo un simpático gesto de despedida con la mano—. Y ahora he de irme — dijo—. Procure disfrutar del tiempo que le quede aceptando todos lo premios que le quieran dar… — Recogió su cesto y su caña, y se alejó sin prisas al tiempo que comentaba —: Y tenga siempre presente algo importante: «Si los caminos del Señor son intrincados, los del Maligno lo suelen ser aún más…»

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