I

…con infantil placer y profunda emoción, no pudiendo citar el nombre de tantos otros que debieron de obrar como ellos y gracias a los cuales ha sobrevivido Francia, transcribo aquí sus nombres auténticos…

Marcel Proust, El tiempo recobrado

¿Pedirá el siberiano al cielo olivos, o el pro- venzal, klukwa?

Joseph de Maistre, Las veladas de San Petersburgo

Pregunté al escritor ruso por su método de trabajo, y me sorprendió que no tradujera él mismo sus obras, ya que hablaba un francés purísimo, con un asomo de lentitud debida a la sutileza de su mente. Me confesó que la Academia y su diccionario le dejaban muy frío.

Alphonse Daudet, Trente ans d París


1

Siendo aún niño, adiviné que esa sonrisa tan singular representaba para toda mujer una extraña pequeña victoria. Sí, un efímero desquite de todas las esperanzas frustradas, de la grosería de los hombres, de la escasez de cosas hermosas y auténticas en este mundo. De haber sabido expresarlo por aquel entonces, habría llamado a esa manera de sonreír «feminidad»… Pero mi lengua se ceñía a la sazón a palabras demasiado concretas. Me limitaba a contemplar los rostros femeninos en nuestros álbumes de fotos, y a atisbar esa chispa de belleza en algunos de ellos.

Porque aquellas mujeres sabían que, para salir guapas, tenían que pronunciar, unos minutos antes de que las cegase el fogonazo, esas misteriosas sílabas francesas cuyo significado pocas conocían: «pe-tite-pomme…». Como por ensalmo, la boca, en vez de tensarse con festiva placidez o de crisparse en ansioso rictus, formaba un gracioso redondel. El rostro entero se metamorfoseaba. Las cejas se arqueaban levemente y se alargaba el óvalo de las mejillas. Decían «petite pomme», y la sombra de una lejana y soñadora dulzura velaba la mirada, afinaba los rasgos, teñía la foto con una luz tamizada de tiempos pretéritos.

Las más diversas mujeres se habían dejado conquistar por esa magia fotográfica. Como aquella pariente moscovita, por ejemplo, en la única foto en color de nuestros álbumes. Casada con un diplomático, hablaba sin despegar los dientes y suspiraba de hastío aun antes de escuchar a su interlocutor. Pero, en la foto, yo detectaba de inmediato el efecto de la «petite pomme».

Observé su aureola también en el rostro de aquella desangelada provinciana, una tía de la que poco se sabía y cuyo nombre era evocado únicamente para referirse a las mujeres que se habían quedado sin marido tras la hecatombe masculina de la última guerra. Incluso Glacha, la campesina de la familia, exhibía esa milagrosa sonrisa en las pocas fotos que nos quedaban de ella. Había, en fin, todo un enjambre de jóvenes primas que hinchaban los labios intentando mantener, durante unos interminables segundos de pose, el fugaz sortilegio francés. Murmurando su «petite pomme», mantenían la creencia de que la vida venidera estaría entretejida tan sólo de esos instantes tocados por la gracia…

De tarde en tarde, en ese desfile de miradas y rostros se cruzaba el de una mujer de rasgos regulares y finos, de grandes ojos grises. En los álbumes más antiguos, donde aparecía joven, su sonrisa se impregnaba del discreto encanto de la «petite pomme». Luego, con la edad, en los álbumes cada vez más recientes y próximos a nuestra época, esa expresión se difuminaba y se cubría de un velo de melancolía y simplicidad.

Esa mujer, esa francesa extraviada en la nevada inmensidad de Rusia, era la que había enseñado a las demás la palabra que las favorecía. Mi abuela materna… Había nacido en Francia a comienzos de siglo, en el seno del matrimonio formado por Norbert y Albertine Lemonnier. El misterio de la «petite pomme» fue probablemente el primer mito que nos fascinara en nuestra infancia. Y también una de las primeras palabras del idioma que mi madre llamaba en broma «tu lengua abuelomatema».

Un día me topé con una foto que no hubiera debido ver… Pasaba las vacaciones en casa de mi abuela, en la ciudad próxima a la estepa rusa donde había recalado ella después de la guerra. Apuntaba un caluroso y lento crepúsculo de verano que bañaba las estancias de una luz malva. Esa iluminación un poco irreal se posaba en las fotos que yo examinaba ante una ventana abierta. Eran las más antiguas de nuestros álbumes. Las imágenes remontaban el cabo inmemorial de la revolución de 1917, resucitaban la época de los zares y, lo que es más, atravesando el sólido telón de acero de aquella época, me trasladaban tan pronto al pórtico de una catedral gótica como a las avenidas de un jardín cuya vegetación me dejaba perplejo por su infalible geometría. Me sumergía en la prehistoria de mi familia…

¡Y de pronto, esa foto!

La vi cuando, por pura curiosidad, abrí un sobre grande que encontré inserto entre la última página y la tapa del álbum. Era ese inevitable montón de fotos que no se consideran dignas de figurar en el áspero cartón de las hojas, paisajes que ya nadie acierta a identificar, rostros que no evocan afectos ni recuerdos. Ese montón del que, cada vez que cae en nuestras manos, decimos que habría que clasificar para decidir la suerte de esas almas en pena…

Allí, entre personas desconocidas y paisajes olvidados, la vi. Una joven cuya indumentaria contrastaba extrañamente con la elegancia de las figuras que se perfilaban en otras fotos. Vestía un chaquetón enguatado de un gris sucio y un chascás de hombre con las orejeras bajadas. Posaba estrechando contra su pecho a un bebé arrebujado en una manta de lana.

«¿Cómo pudo colarse», me preguntaba yo con estupor, «entre esos hombres de frac y esas mujeres con vestido de noche?» Y a su alrededor, en otras fotos, las majestuosas avenidas, las columnatas, las panorámicas mediterráneas. Su presencia resultaba anacrónica, fuera de lugar, inexplicable. Con ese aspecto sólo propio en nuestros días de las mujeres que en invierno se dedican a despejar los montones de nieve de las carreteras, parecía una intrusa que se hubiera inmiscuido en nuestro pasado familiar.

No había oído entrar a mi abuela, que posó la mano en mi hombro. Di un respingo y después, mostrándole la foto, le pregunté:

– ¿Quién es esta mujer?

En los ojos invariablemente serenos de mi abuela asomó una breve chispa de espanto y, adoptando un tono casi de despego, contestó con otra pregunta: -¿Qué mujer?

Callamos los dos, aguzando el oído. Por la habitación sonaba como un extraño aleteo. Mi abuela se volvió hacia lo que producía el ruido y exclamó con voz que me pareció alborozada:

– ¡Una calavera! ¡Mira, una calavera!

Vi una gran mariposa parda, una esfinge crepuscular que se agitaba, intentando penetrar en la engañosa profundidad del espejo. Me precipité hacia ella con la mano tendida, presintiendo ya en la palma el cosquilleo de sus aterciopeladas alas… Reparé entonces en el tamaño poco habitual de la mariposa. Me acerqué y no pude contener un grito:

– ¡Pero si son dos! ¡Son siamesas!

Las dos mariposas, en efecto, parecían pegadas entre sí. Y latían en sus cuerpos palpitaciones febriles. Para sorpresa mía, la doble esfinge no me prestaba la menor atención ni intentaba escabullirse. Antes de cogerla, pude ver las manchas blancas en su tórax: la famosa calavera.

No volvimos a hablar de la mujer de la chaqueta enguatada… Seguí con la mirada el vuelo de la esfinge ya libre; en el cielo, se escindió en dos mariposas, y comprendí, en la medida en que puede comprenderlo un niño de diez años, el porqué de tal unión. El desasosiego de mi abuela se me antojaba ahora lógico.

La captura de las esfinges acopladas me trajo a la mente dos recuerdos muy antiguos, los más misteriosos de mi infancia. El primero, que se remontaba a mis ocho años, se resumía en las palabras de una vieja canción que a veces mi abuela susurraba más que cantaba, sentada en su balcón, mientras, con la cabeza inclinada, remendaba el cuello o reforzaba los botones de una prenda. Los últimos versos de su canción, sobre todo, me dejaban como extasiado:

«…Y allí dormiríamos hasta el fin de los tiempos».

Ese prolongadísimo sueño compartido por dos enamorados rebasaba mi comprensión infantil. Yo ya sabía que cuando la gente moría (como aquella anciana vecina cuya desaparición me habían explicado tan bien aquel invierno) se dormía para siempre. ¿Como los amantes de la canción? El amor y la muerte se habían unido de esa extraña manera en mi joven cerebro. Y la melancólica belleza de la melodía contribuía a acrecentar esa turbación. El amor, la muerte, la belleza… Y ese cielo del atardecer, ese viento, ese olor de la estepa, los sentía como si, por obra de la canción, acabase de comenzar mi vida en aquel instante.

Me resultaba imposible ponerle una fecha al segundo recuerdo, que era lejanísimo. Ni siquiera había un «yo» preciso en su nebulosa, tan sólo una intensa sensación de luz, la aromática fragancia de las hierbas y esas líneas plateadas atravesando la densidad azulada del aire; muchos años más tarde las identificaría como telas de araña. Con todo, este recuerdo, inaprensible y confuso, me sería caro, pues llegué a convencerme de que se trataba de una reminiscencia prenatal. Sí, un eco que me venía de mi ascendencia francesa. Y en un relato de mi abuela hallaría todos los elementos de dicho recuerdo: el sol otoñal de su viaje a Provenza, el olor de los campos de lavanda y aun esas telas de araña ondulando en el aire embalsamado. Nunca me atrevería a hablarle de mi presciencia infantil.

El verano siguiente mi hermana y yo vimos llorar a nuestra abuela… Por vez primera en nuestra vida.

Mi abuela era para nosotros una suerte de justa y benévola divinidad, siempre equilibrada y de serenidad perfecta. Su historia personal, que desde hacía tiempo se había convertido en un mito, la situaba por encima de las tribulaciones de los simples mortales. No, no vimos ninguna lágrima. Tan sólo una dolorosa crispación en sus labios, pequeños temblores que le recorrían las mejillas, rápidos pestañeos…

Sentados en la alfombra cubierta de papeles arrugados, nos hallábamos inmersos en un juego apasionante: íbamos extrayendo unas piedrecitas de sus envoltorios blancos y las comparábamos: tan pronto aparecía un fragmento de cuarzo como un guijarro liso y agradable al tacto. En el papel había anotados nombres que nosotros, en nuestra ignorancia, interpretábamos como enigmáticas denominaciones mineralógicas: Fécamp, La Rochelle, Bayona… Dentro de uno de los envoltorios descubrimos incluso un fragmento ferroso y áspero, medio oxidado. Creímos leer el nombre del extraño metal: «Verdón»… Así pasaron por nuestras manos varias piezas de aquella colección. Cuando entró nuestra abuela, el juego ya se había animado. Nos disputábamos las piedras más bonitas, probábamos su dureza golpeándolas unas con otras, rompiéndolas en ocasiones. Las que se nos antojaban feas -como el «Verdón», por ejemplo- las arrojábamos por la ventana, a un arriate de dalias. Varios envoltorios quedaron destrozados…

La abuela se detuvo ante aquel campo de batalla sembrado de bultitos blancos. Alzamos los ojos. Fue entonces cuando las lágrimas parecieron asomar a sus ojos grises, lo justo para que su brillo se nos hiciese insoportable.

No, nuestra abuela no era una diosa impasible. También ella podía ser presa de una desazón, de un súbito desasosiego. ¡Ella, que tan serenamente avanzaba a nuestros ojos por el apacible curso de los días, también podía estar a punto de llorar alguna vez!

A partir de aquel verano, la vida de mi abuela me reveló facetas nuevas, inesperadas. Y sobre todo mucho más personales.

Antes, su pasado se resumía en unos cuantos talismanes, en algunas reliquias familiares, como ese abanico de seda que me recordaba a una fina hoja de arce, o como el famoso «bolsito del Pont-Neuf». Según se decía en nuestra familia, lo había encontrado en dicho puente Charlotte Lemonnier a la edad de cuatro años. La niña corría delante de su madre, cuando se detuvo bruscamente y exclamó: «¡Un bolso!». Y más de medio siglo después, su cristalina voz resonó, con debilitado eco, en una ciudad perdida en medio de las ilimitadas tierras rusas, bajo el sol de las estepas. En ese bolso, de piel de cerdo con incrustaciones de esmalte azul en el cierre, guardaba mi abuela su colección de piedras de antaño.

Ese viejo bolso, uno de los primeros detalles que recordaba de su vida, significaba para nosotros la génesis del mundo fabuloso de su memoria: París, el Pont-Neuf… Una sorprendente galaxia en gestación que dibujaba sus contornos aún difuminados ante nuestros fascinados ojos.

Había además, entre esos vestigios del pasado (recuerdo el placer con que acariciábamos los cantos dorados y lisos de los libros rosas: Mémoires d’un caniche, La soeur de Gribouille…), un testimonio todavía más remoto. Una foto, tomada ya en Siberia, en la que aparecían Albertine, Norbert y, delante de ellos, en un entorno muy artificial -como lo es siempre el mobiliario en el estudio de un fotógrafo-, encaramada a una especie de velador muy alto, Charlotte, a la edad de dos años, con un gorro adornado con encajes y un vestido de muñeca. Esa foto montada en cartulina gruesa, con el nombre del fotógrafo y las efigies de las medallas que le habían concedido, nos intrigaba sobremanera: «¿Qué tiene en común esa preciosa mujer de semblante puro y fino, aureolado de sedosos rizos, con ese anciano cuya barba blanca está dividida en dos rígidas trenzas que parecen los colmillos de una morsa?».

Sabíamos ya que el anciano, nuestro bisabuelo, tenía veintiséis años más que Albertine. «¡Es como si se hubiese casado con su propia hija!», me decía mi hermana, escandalizada. Semejante unión nos parecía ambigua, malsana. Todos nuestros libros escolares abundaban en historias sobre matrimonios entre una muchacha sin dote y un anciano rico, avaro, ávido de juventud. Hasta tal punto que no concebíamos que pudiera darse otra clase de alianza conyugal en la sociedad burguesa. Tratábamos de descubrir en los rasgos de Norbert alguna viciosa malignidad o una mueca de mal disimulada satisfacción. Pero su rostro era sencillo y franco como el de los intrépidos exploradores que aparecían en las ilustraciones de nuestros libros de Julio Veme. Por lo demás, ese viejo de larga barba blanca tan sólo contaba en aquel entonces cuarenta y ocho años…

Por su parte, Albertine, supuesta víctima de las costumbres burguesas, no tardaría en encontrarse en el borde resbaladizo de una tumba abierta en la que empezaban a caer las primeras paletadas de tierra. Se debatiría con tal violencia entre las manos que la retendrían, lanzaría tan desgarradores gritos, que incluso el fúnebre tropel de rusos que había acudido a aquel cementerio, en una lejana ciudad de Siberia, se quedaría estupefacto. Aunque habituadas a la trágica brillantez que caracteriza los funerales rusos, a las lágrimas torrenciales y a las lamentaciones patéticas, esas gentes se quedarían atónitas ante la torturada belleza de la joven francesa. Albertine se revolvería al pie de la tumba gritando en su sonora lengua: «¡Arrojadme a mí también! ¡Arrojadme a mí también!».

Un terrible plañido que resonaría durante mucho tiempo en nuestros oídos infantiles.

– Es que ella… a lo mejor le quería… -me dijo un día mi hermana, que era mayor que yo. Acto seguido, se ruborizó.

Pero en esa foto de principios de siglo, más que la insólita unión entre Norbert y Albertine, la que despertaba mi curiosidad era Charlotte. Sobre todo los deditos de sus pies descalzos. Por simple ironía del azar o por cierta involuntaria coquetería, los tenía rígidamente doblados hacia la planta del pie. Tan anodino detalle confería a la foto, en definitiva harto vulgar, un singular significado. Sin acertar a expresar mi pensamiento, me limitaba a repetir para mis adentros con voz soñadora: «Esa niña encaramada, quién sabe por qué, a un extraño velador, un día de verano desvanecido para siempre, el 22 de julio de 1905, en un rincón perdido de Siberia. Sí, esa diminuta francesa que celebra ese día sus dos años, esa niña que mira al fotógrafo y por un capricho inconsciente crispa los dedos de los pies increíblemente pequeños, permitiéndome así penetrar en ese día, percibir su ambiente, su época, su color…».

Y cerraba los ojos, a tal punto me parecía vertiginoso el misterio de esa presencia infantil.

La niña era… nuestra abuela. Sí, era ella, la mujer que vimos aquella noche agacharse y, en silencio, ponerse a recoger los fragmentos de piedras desparramadas por la alfombra. Petrificados y contritos, mi hermana y yo nos quedamos arrimados a la pared, sin osar balbucir una palabra de disculpa o ayudar a nuestra abuela a reunir los talismanes diseminados. Adivinábamos que sus ojos, que no veíamos, estaban nublados de lágrimas…

La noche de nuestro juego sacrílego no veíamos ya frente a nosotros al hada bondadosa de antaño, la que nos contaba el cuento de Barba Azul o la Bella Durmiente, sino a una mujer sensible y agraviada pese a su fortaleza de ánimo. Vivía ese momento de angustia en que de súbito el adulto se traiciona, deja traslucir su debilidad, se siente como un rey desnudo ante los ojos atentos del niño. El adulto recuerda entonces a un funámbulo que acaba de dar un paso en falso y a quien, durante unos segundos de desequilibrio, tan sólo sostiene la mirada del espectador, molesto a su vez por poseer ese poder inesperado…

Cerró el «bolso del Pont-Neuf», lo llevó a su habitación y nos llamó para que nos sentásemos a la mesa. Tras un silencio, comenzó a hablar con voz serena y sosegada, en francés, al tiempo que nos servía té con sus ademanes habituales:

– Entre las piedras que habéis tirado, había una que me gustaría mucho recuperar…

Y con ese mismo tono neutro, siempre en francés, aunque durante las comidas (por los amigos o los vecinos que solían presentarse sin avisar) hablábamos las más de las veces en ruso, nos contó el desfile de la Grande Armée y la historia de la piedrecita oscura llamada «Verdón». Apenas entendíamos lo que nos relataba, pero nos fascinó sobre todo su tono. ¡Nuestra abuela nos hablaba como a adultos! Nosotros tan sólo veíamos a un guapo oficial con bigote que se despegaba de la columna del desfile victorioso, se acercaba a una joven apretujada en medio de una multitud entusiasta y le ofrecía un pedacito de metal oscuro…

Después de cenar, inspeccioné, provisto de una linterna, el arriate de dalias de la parte delantera de la casa, pero no di con el «Verdún». Lo encontré a la mañana siguiente, en la acera: una piedrecilla ferrosa rodeada de colillas, cascos de botella y regueros de arena. En cuanto lo miré, pareció desgajarse de tan trivial vecindad, cual meteorito procedente de una desconocida galaxia y a punto de confundirse con el guijarro de una alameda…

Y así, adivinamos las lágrimas soterradas de nuestra abuela y presentimos el lugar que ocupaba en su corazón aquel lejano enamorado francés que precediera a nuestro abuelo Fiódor; sí, un apuesto oficial de la Grande Armée, el hombre que deslizara en la mano de Charlotte la rugosa esquirla del «Verdún». Tal descubrimiento nos llenaba de confusión. Nos sentimos ligados a nuestra abuela por un secreto al que no había tenido acceso ningún otro miembro de la familia. Tras las fechas y anécdotas de nuestra vida familiar, ahora oíamos surgir la vida en toda su dolorosa belleza.

Por la noche, nos reunimos con nuestra abuela en el balconcillo. Cuajado de flores, parecía suspendido sobre la cálida bruma de las estepas. Un sol cobrizo y ardiente acarició el horizonte, permaneció un rato indeciso y se esfumó con premura. Titilaron en el cielo las primeras estrellas. Con la brisa de la noche ascendieron hasta nosotros fuertes y penetrantes fragancias.

Guardábamos silencio. Aprovechando la última luz, nuestra abuela zurcía una blusa extendida sobre sus rodillas. Luego, cuando el aire se impregnó de tinieblas ultramarinas, alzó la cabeza, abandonando la labor, con la mirada perdida en la brumosa lejanía de la llanura. Sin atrevemos a romper su silencio, le dirigíamos de cuando en cuando miradas furtivas: ¿nos haría alguna nueva confidencia, todavía más secreta, o nos leería sin más, con la ayuda de la lámpara de pantalla color turquesa, algunas de las páginas de Daudet o de Julio Veme que solían acompañar nuestras largas veladas de verano? Estábamos pendientes, sin confesárnoslo, de su primera palabra, de la entonación con que la pronunciaría. En nuestra espera -el espectador atento al funámbulo- se entreveraban una curiosidad bastante cruel y un vago malestar. Nos daba la impresión de tender una trampa a aquella mujer, sola frente a nosotros.

Ella, sin embargo, no parecía advertir nuestra tensa presencia. Sus manos seguían inmóviles sobre sus rodillas, su mirada se fundía con la transparencia del cielo. Un asomo de sonrisa le iluminaba los labios…

Poco a poco nos abandonamos a ese silencio. Asomados a la barandilla, abríamos los ojos de par en par intentando abarcar el mayor retazo de cielo posible. El balcón oscilaba levemente, hurtándose a nuestros pies, comenzando a planear. El horizonte se acercó, como si nos abalanzáramos hacia él a través del hálito de la noche.

Encima de la línea del horizonte vislumbramos un pálido espejeo; semejaban pequeñas olas de lentejuelas en la superficie de un río. Incrédulos, escrutamos la oscuridad que invadía nuestro balcón volador. Sí, una masa de agua oscura refulgía en el fondo de las estepas, subía, difundía el áspero frescor de las grandes lluvias. Su manto parecía irradiar progresivamente una luz mate, invernal.

Veíamos ahora brotar de aquella fantástica marea las negras moles de los edificios, las agujas de las iglesias, los postes de los faroles… ¡Una ciudad! Gigante, armoniosa pese a las aguas que inundaban sus avenidas, una ciudad fantasma emergía ante nuestros ojos…

De pronto reparamos en que desde hacía ya un rato nos hablaba alguien. ¡Nos hablaba nuestra abuela!

– Por aquel entonces tendría yo casi vuestra edad. Era el invierno de 1910. El Sena se había convertido en un auténtico mar. Los parisienses circulaban en barca. Las calles parecían ríos; las plazas, grandes lagos. Y lo que más me sorprendía era el silencio…

Oíamos, en nuestro balcón, ese silencio soñoliento del París inundado. El chapotear de las olas al paso de una barca, una voz apagada en el extremo de una avenida sumergida.

La Francia de nuestra abuela surgía de las aguas cual brumosa Atlántida.

2

– ¡Hasta el presidente de la República se vio obligado a tomar comidas frías!

Era el primerísimo comentario que resonó en la capital de nuestra Francia-Atlántida. Imaginábamos a un venerable anciano -que conjugaba en sus rasgos la noble prestancia de nuestro bisabuelo Norbert y la solemnidad faraónica de un Stalin-, un anciano de barba cana, sentado ante una mesa tristemente alumbrada con una vela.

La noticia la había traído aquel hombre de unos cuarenta años, mirada vivaz y aspecto decidido, que aparecía en los álbumes más antiguos de nuestra abuela. Arrimando la barca a la pared de una casa, izaba una escalera y trepaba hasta una de las ventanas del primer piso. Era Vincent, tío de Charlotte y periodista del Excelsior. Desde que comenzara el diluvio, recorría las calles de la capital en busca del acontecimiento del día. Las comidas frías del presidente eran uno de esos acontecimientos. Y desde la barca de Vincent se había tomado la pasmosa foto que contemplábamos en un recorte de periódico amarillento: tres hombres en una precaria embarcación cruzando una amplia extensión de agua jalonada de edificios. El pie de la foto rezaba: «Los señores diputados dirigiéndose a la sesión de la Asamblea Nacional»…

Vincent, tras encaramarse al antepecho de la ventana, saltaba a los brazos de su hermana Albertine y de Charlotte, que se alojaban en su casa durante su estancia en París… La Atlántida, silenciosa hasta entonces, se llenaba de sonidos, de emociones, de palabras. Cada noche, los relatos de nuestra abuela iluminaban algún nuevo fragmento de ese universo sepultado por el tiempo.

Y también, aquel tesoro oculto. La maleta llena de viejos papeles que, cuando nos aventurábamos bajo la gran cama de la habitación de Charlotte, nos inquietaba por su masa obtusa. Abríamos las cerraduras, levantábamos la tapa y… ¡cuántos papelajos! La vida adulta, exhalando todo su hastío y su inquietante seriedad, nos cortaba la respiración con su olor a polvo y a cerrado… ¿Podíamos siquiera imaginar que nuestra abuela, en medio de aquellos vetustos periódicos, de aquellas cartas que ostentaban inimaginables fechas, encontraría para enseñárnosla la foto de los tres diputados en su barca?

…Fue Vincent quien transmitió a Charlotte la afición a esas ilustraciones periodísticas y la incitó a coleccionarlas recortando en los diarios esos efímeros reflejos de la realidad. Con el tiempo -debía de pensar Vincent-, cobrarían otro relieve, al igual que esos objetos de plata teñidos por la pátina de los siglos.

Durante una de aquellas veladas en las que el fragante hálito de las estepas lo llenaba todo, la réplica de un transeúnte, bajo nuestro balcón, nos sacó de nuestras ensoñaciones.

– Que sí, te lo juro, que lo han dicho en la radio: ¡ha salido al espacio!

Y otra voz, dubitativa, contestaba alejándose:

– ¿Me tomas por idiota, o qué? «Que ha salido…»

¡Pero si ahí arriba no hay nada adonde se pueda salir! Es como saltar de un avión sin paracaídas…

Esta discusión nos devolvió a la realidad. En torno a nosotros se extendía el enorme imperio, que se lanzaba con especial orgullo a la exploración del insondable cielo que se erguía sobre nuestras cabezas. El imperio y su temible ejército, sus rompehielos atómicos que destripaban el Polo Norte, sus fábricas, que no tardarían en producir más acero que todos los países del mundo juntos, sus campos de trigo que ondulaban desde el mar Negro hasta el Pacífico… Y esa estepa sin límites.

Y en nuestro balcón, una francesa nos hablaba de la barca que cruzaba una gran ciudad inundada y se arrimaba a la pared de un edificio… Reaccionamos, tratando de comprender dónde estábamos. ¿Aquí? ¿Allá? En nuestros oídos se apagaba el susurro de las olas.

No, no era la primera vez que experimentábamos tal desdoblamiento. Vivir con nuestra abuela implicaba ya sentirse en otro lugar. Cuando la abuela cruzaba el patio, nunca iba a sentarse en el banco de las babuchkas, esa institución sin la que resulta impensable un patio ruso. Ello no quitaba para que las saludara muy amistosamente, preguntara por una de ellas si llevaba varios días sin verla, o les hiciera algún pequeño favor, explicándoles, por ejemplo, cómo quitarles a los lactarius salados ese regusto un poco ácido… Pero mientras les dirigía tan amables palabras, permanecía de pie. Y las viejas conversadoras del patio aceptaban esa disparidad. Todo el mundo comprendía que Charlotte no acababa de ser una babuchka rusa.

Eso no quería decir que viviera aislada del mundo o que tuviera algún prejuicio social. A veces, de niños, muy temprano, nos despertaba un grito sonoro que retumbaba en medio del patio.

– ¡La leche!

Entre sueños, reconocíamos la voz y sobre todo la inimitable entonación de Avdotia, la lechera, que venía del pueblo vecino. Las amas de casa bajaban con sus lecheras y se dirigían hacia los dos enormes recipientes de aluminio que aquella vigorosa campesina cincuentona acarreaba de casa en casa. Un día me despertó su grito y no volví a dormirme… Oí cerrarse suavemente nuestra puerta y unas voces que penetraron en el comedor. Al poco, una de ellas susurró con placentero abandono:

– ¡Ah, qué bien se está en tu casa, Chura! Es como si estuviera tumbada en una nube…

Intrigado por esas palabras, miré tras la cortina que separaba el comedor de nuestra habitación. Avdotia estaba echada en el suelo, con los brazos y las piernas en cruz, los ojos entornados. Todo su cuerpo -desde los pies descalzos cubiertos de polvo hasta el cabello desparramado- se solazaba en un descanso profundo. Sus labios entreabiertos dibujaban una sonrisa distraída.

– ¡Qué bien se está en tu casa, Chura! -repitió muy quedo, dirigiéndose a mi abuela con ese diminutivo que solía utilizar la gente para sustituir su insólito nombre.

Adiviné el cansancio de aquel corpachón femenino desplomado en medio del comedor. Comprendí que Avdotia sólo podía permitirse semejante abandono en casa de mi abuela. Sabía que allí nadie la regañaría ni lo interpretaría mal… Terminaba su extenuante ronda doblada bajo el peso de los enormes recipientes. Y cuando se acababa la última gota de leche, subía a casa de «Chura», con las piernas entumecidas y los brazos pesados. El suelo siempre limpio, desnudo, conservaba un grato frescor matinal. Avdotia entraba, saludaba a mi abuela y, tras quitarse sus botazas, se estiraba en el suelo. «Chura» le llevaba un vaso de agua, se sentaba a su lado en un pequeño taburete, y hablaban en voz baja hasta que Avdotia se veía con fuerzas para ponerse de nuevo en camino…

Aquel día, oí algunas de las palabras que mi abuela dirigía a la lechera mientras ésta permanecía postrada en su venturoso abandono. Las mujeres evocaron las faenas agrícolas, la cosecha de trigo sarraceno… Y me quedé perplejo al oír hablar a Charlotte de esa vida del campo con perfecto dominio de la materia. Pero sobre todo porque su ruso, siempre muy puro, muy delicado, no desentonaba en absoluto con la lengua desenfadada, ruda y gráfica de Avdotia. La conversación derivó también hacia el inevitable tema de la guerra: el marido de la lechera había muerto en el frente. Cosecha, trigo sarraceno, Stalingrado… ¡Y esa noche la abuela iba a hablarnos del París inundado o nos leería unas páginas de Héctor Malot! Noté que un pasado lejano, oscuro -un pasado ruso, en esta ocasión-, despertaba de las profundidades de su vida de antaño.

Avdotia se levantó, besó a mi abuela y reemprendió su camino, que la llevaba a través de los campos infinitos, bajo un sol de estepa, en una telega ahogada en el océano de espigadas hierbas y flores… Cuando salió de la estancia, la vi tocar con sus gruesos dedos de campesina, y con vacilante precaución, la fina estatuilla que reposaba sobre la cómoda de nuestro vestíbulo: una ninfa de cuerpo chorreante y envuelta en sinuosos tallos, esa figurita de comienzos de siglo, uno de los escasos vestigios del pasado milagrosamente preservados…

Por sorprendente que pueda parecer, gracias al borracho del pueblo, Gavrilych, pudimos entrever esa otra vida insólita que llevaba dentro nuestra abuela. Era Gavrilych un hombre de quien temíamos hasta su tambaleante figura cada vez que aparecía tras los álamos del patio. Un hombre que desafiaba a los milicianos interrumpiendo la circulación de la calle principal con el caprichoso zigzag de sus andares, un hombre que echaba pestes contra las autoridades y que, con sus atronadores juramentos, hacía temblar los cristales y barría a la hilera de babuchkas de su banco. Sin embargo, ese mismo Gavrilych, cuando se cruzaba con mi abuela, se detenía y, procurando contener el aliento cargado de vapores de vodka, balbucía con profundo respeto:

– ¡Buenos días, Charlota Norbertovna!

Sí, era el único del vecindario que la llamaba por su nombre francés, si bien ligeramente rusificado. Pero además recordaba, no se sabía cómo ni desde cuándo, el nombre del padre de Charlotte, y creaba ese exótico patronímico -«Norbertovna»-, el summum de la cortesía y de la obsequiosidad en sus labios. Se le iluminaban los ojos turbios, su cuerpo de gigante recobraba un precario equilibrio, su cabeza esbozaba una serie de movimientos un poco desordenados, y obligaba a su lengua macerada en alcohol a ejecutar este número de acrobacia sonora:

– ¿Sigue usted bien, Charlota Norbertovna?

Mi abuela le devolvía el saludo y hasta intercambiaba con Gavrilych unas palabras no carentes de implícitas intenciones educativas. El patio, en esos momentos, cobraba un aspecto muy singular: las babuchkas, expulsadas por la tempestuosa entrada en escena del borracho, se refugiaban en la escalinata de la casona de madera situada frente a nuestra casa, los niños se escondían tras los árboles, a las ventanas se asomaban rostros entre curiosos y asustados. Y en la palestra, nuestra abuela charlaba con un Gavrilych amansado. Este, por lo demás, no tenía un pelo de tonto. Hacía tiempo que había comprendido que su función rebasaba la borrachera y el escándalo. Se sentía en cierto modo imprescindible para el bienestar psíquico del patio. Gavrilych se había convertido en un personaje, una figura original, una curiosidad: el portavoz del destino imprevisible, peregrino, tan caro a los corazones rusos. Y de repente se topaba con aquella francesa, con la apacible mirada de sus ojos grises, elegante pese a la sencillez de su vestido, delgada y tan distinta de las mujeres de su edad, de las babuchkas a quienes Gavrilych acababa de expulsar de su nido.

Un día, intentando decirle a Charlotte algo que no se redujera a un simple saludo, carraspeó, cubriéndose la boca con su manaza, y rezongó:

– Pues sí, Charlota Norbertovna, usted tan sola, aquí, en nuestras estepas…

Gracias a tan torpe frase pude imaginar (cosa que no había hecho hasta entonces) a mi abuela en nuestra ausencia, en invierno, sola en su habitación.

En Moscú o en Leningrado todo habría sido distinto. El abigarramiento humano de la gran ciudad habría difuminado la singularidad de Charlotte. Pero había recalado en aquella pequeña ciudad, Saranza, ideal para vivir días idénticos los unos a los otros. Su pasado seguía estando intensamente presente, como si lo hubiera vivido la víspera.

Tal era Saranza: petrificada, en el confín de las estepas, en un profundo pasmo frente al infinito que se abría ante sus puertas. Calles serpenteantes, polvorientas, que trepaban siempre colinas arriba, y cercados de madera sobre el verdor de los jardines. Sol, soñolientas perspectivas. Y transeúntes que asomaban por el extremo de una calle y parecían acercarse eternamente sin llegar nunca a nuestra altura.

La casa de mi abuela se hallaba en los aledaños de la ciudad, en el lugar llamado «el Calvero del Oeste»: esa coincidencia (Oeste-Europa-Francia) nos hacía mucha gracia. Era un edificio de tres plantas, construido en los años diez, que debía inaugurar, según el proyecto de un ambicioso gobernador, toda una avenida que ostentara la impronta del estilo moderno. Sí, el edificio era una lejana réplica de aquella moda de comienzos de siglo. Parecía como si todas las sinuosidades, perfiles y curvas de aquella arquitectura, tras brotar de su fuente europea, hubieran fluido, debilitadas, desvaídas, hasta penetrar en las profundidades de Rusia; y, bajo el gélido viento de las estepas, ese fluir se hubiera estancado en los extraños ojos de buey ovalados, en los tallos de rosal cincelados que ornaban las entradas de las casas… El proyecto del gobernador ilustrado había quedado en nada. La Revolución de Octubre cortó de raíz esas decadentes tendencias del arte burgués. Y el edificio -una estrecha franja de la avenida soñada- había pasado a ser único en su género. Además, tras numerosos retoques, tan sólo conservaba una sombra de su estilo inicial. Fue sobre todo la campaña oficial de lucha «contra los excesos arquitectónicos» (de la que fuimos testigos siendo muy niños) la que le asestó el golpe de gracia. Todo parecían «excesos»: los obreros arrancaron los tallos de los rosales, condenaron los ojos de buey… Y como siempre surgen personas que se aplican en poner excesivo celo a cuanto se les encomienda (gracias a ellas triunfan de verdad las campañas), el vecino de abajo se afanó en arrancar de la pared la broza arquitectónica más flagrante: dos bonitos rostros de bacantes que se sonreían melancólicamente a ambos lados del balcón de nuestra abuela. Para ello, se vio obligado a realizar arriesgadísimas maniobras, encaramado en el antepecho de su ventana con una larga herramienta de acero en la mano. Los dos rostros se desprendieron uno tras otro de la pared y fueron a parar al suelo. Uno de ellos se rompió en mil fragmentos tras estrellarse contra el asfalto; el otro, siguiendo una trayectoria diferente, se hundió en el tupido arriate de dalias, que amortiguó su caída. Por la noche, lo recuperamos y lo trasladamos a casa. A partir de entonces, durante nuestras largas veladas veraniegas en el balcón, aquel rostro de piedra nos contemplaba con su mustia sonrisa y sus tiernos ojos desde las macetas floridas, y parecía escuchar los relatos de Charlotte.

Al otro lado del patio, cubierto por el follaje de tilos y chopos, se erguía una casona de madera de dos pisos, de oscuros y recelosos ventanucos, renegrida por el paso de los años. Ese tipo de construcción, y otros similares, era lo que quería eclipsar el gobernador con la grácil luminosidad del estilo moderno. En aquella casona, que se remontaba a dos siglos atrás, vivían las babuchkas más folklóricas, directamente surgidas de los cuentos, con sus gruesos chales, sus rostros mortalmente lívidos, sus manos huesudas, casi azules, posadas en las rodillas. Siempre que penetrábamos en aquella oscura morada, se me pegaba a la garganta el olor áspero, denso, pero no del todo ingrato, que flotaba, estancado, en los atestados pasillos. Era el olor de la vida pretérita, tenebrosa y sumamente primitiva cuando se enfrenta a la muerte, el nacimiento, el amor, el dolor. Una suerte de clima opresivo, pero lleno de una extraña vitalidad; comoquiera que fuera, el único que casaba con los habitantes de la enorme isba. El hálito ruso… En el interior, nos sorprendía el número y disimetría de las puertas, que se abrían a habitaciones sumidas en una humosa penumbra. Yo percibía, casi físicamente, la densidad carnal de los seres cuyas vidas allí se entremezclaban. Gavrilych vivía en el sótano, que compartía con tres familias. La angosta ventana de su habitación se hallaba a ras de suelo y, desde la primavera, la obstruían los hierbajos. Las babuchkas, sentadas en su banco a escasos metros, dirigían de cuando en cuando inquietas miradas hacia allí, pues no era raro ver aparecer entre esos tallos, por la ventana abierta, la ancha cara del «escandalizador». Su cabeza parecía brotar de la tierra. Pero durante esos instantes de contemplación, Gavrilych permanecía siempre tranquilo. Echaba el rostro hacia atrás como si quisiera contemplar el cielo y el refulgente crepúsculo en las ramas de los álamos… Un día en que nos aventuramos hasta el desván de la gran isba negra, bajo su tejado caldeado por el sol alzamos el pesado batiente de una buharda. En el horizonte, un aterrador incendio abrasaba la estepa; el humo no iba a tardar en eclipsar el sol…

La revolución, en definitiva, había conseguido una única innovación en aquel apacible rincón de Saranza: despojar de su cúpula a la iglesia, que se alzaba en uno de los extremos del patio. Habían eliminado también el iconostasio y lo habían sustituido por un gran lienzo de seda blanca; se trataba de una pantalla, confeccionada con las cortinas requisadas en uno de los pisos del edificio «decadente». El cine La Barricada se hallaba listo para recibir a los primeros espectadores…

Sí, nuestra abuela era esa mujer que podía hablar tranquilamente con Gavrilych, la mujer que se oponía a todas las campañas y que, un día, nos dijo con un guiño, refiriéndose a nuestro cine: «Esa iglesia decapitada…». Y vimos elevarse por encima del achaparrado edificio (cuyo pasado ignorábamos) la esbelta silueta de un bulbo dorado y una cruz.

Esos pequeños detalles, mucho más que su indumentaria o su físico, nos revelaban la peculiaridad de Charlotte. Por lo que respecta al francés, lo considerábamos más bien nuestro dialecto familiar. Al fin y al cabo, cada familia tiene sus pequeñas manías verbales, sus tics lingüísticos, su argot íntimo, sus apodos, que jamás traspasan el umbral de una casa.

La imagen de nuestra abuela estaba tejida con esas anodinas rarezas: originalidad a los ojos de algunos, extravagancias para otros. Hasta el día en que descubrimos que una piedrecita cubierta de óxido podía perlar sus pestañas de lágrimas y que el francés, nuestra jerga doméstica, podía -por la magia de los sonidos- arrancar de las negras aguas tumultuosas una ciudad fantasmagórica y devolverla lentamente a la vida.

Aquella noche, Charlotte, de ser una señora de oscuros orígenes no rusos, pasó a ser mensajera de una Atlántida sepultada por el tiempo.

3

Neuilly-sur-Seine se reducía a una docena de casas de rollizo. Auténticas isbas con tejados cubiertos de delgadas traviesas plateadas por las intemperies invernales, ventanas embutidas en marcos de madera finamente cincelados, cercas en las que se secaba la ropa. Las jóvenes acarreaban, con ayuda de una pértiga, cubos llenos de agua de los que caían algunas gotas en el polvo de la calle principal. Los hombres cargaban pesados sacos de trigo en una telega. Un rebaño desfilaba, con perezosa lentitud, camino del establo. Oíamos el sordo tintineo de las esquilas, el canto ronco de un gallo. En el aire flotaban los gratos efluvios de un fuego de leña: el olor de la cena ya próxima.

Y es que nuestra abuela ya nos había dicho un día, hablando de su ciudad natal:

– Bueno, Neuilly por entonces era un simple pueblo…

Lo había dicho en francés, pero nosotros sólo conocíamos los pueblos rusos. En Rusia un pueblo es necesariamente un rosario de isbas -la misma palabra derevnia procede de derevo, «el árbol, la madera»-. La confusión duró tiempo pese a las aclaraciones de los relatos posteriores de Charlotte. Al oír el nombre de Neuilly, de inmediato se nos aparecía el pueblo, con sus casas de madera, su rebaño y su gallo. Y cuando Charlotte, al verano siguiente, nos habló por vez primera de un tal Marcel Proust, «por cierto, lo veíamos jugar al tenis en Neuilly, en el Boulevard Bineau», nos imaginábamos a aquel dandi de lánguidos ojazos (la abuela nos había enseñado la foto)… ¡en medio de las isbas!

La realidad rasa se transparentaba con frecuencia bajo la frágil pátina de nuestros vocablos franceses. El presidente de la República no escapaba a un toque estaliniano en el retrato que de él trazaba nuestra imaginación. Neuilly aparecía poblado de koljosianos. Y en el París que se liberaba lentamente de las aguas latía una emoción muy rasa: ese fugaz respiro tras un cataclismo histórico más, ese júbilo por haber concluido una guerra, por haber sobrevivido a sanguinarias represiones. Erramos por sus calles aún húmedas, cubiertas de arena y de fango. Los habitantes apilaban ante sus puertas muebles y ropas para que se secasen, como hacen los rasos a finales de un invierno que comienza a parecerles eterno.

Y luego, cuando París resplandeció de nuevo en el frescor de su aire primaveral, cuyos efluvios adivinábamos intuitivamente, un mágico convoy arrastrado por una locomotora enguirnaldada aminoró la marcha y se detuvo a las puertas de la ciudad, ante el pabellón de la estación de Ranelagh.

Un hombre joven vestido con una sencilla guerrera se apeó del tren y avanzó por la alfombra púrpura extendida a sus pies. Le acompañaba una mujer, también muy joven, con un vestido blanco y una boa de plumas. Un hombre de más edad, con traje de ceremonia, soberbio bigote y una hermosa banda azul cruzada en el pecho, se separó de un impresionante grupo congregado bajo el pórtico del pabellón y se dirigió al encuentro de la pareja. El suave viento acariciaba las orquídeas y los amarantos que adornaban las columnas, haciendo ondular las plumas del sombrero de terciopelo blanco que lucía la joven. Los dos hombres se estrecharon la mano…

El señor de la Atlántida emergida, el presidente Félix Faure, recibía al zar de todas las Rusias, Nicolás II, y a su esposa.

La pareja imperial, rodeada de la élite de la República, nos guiaba a través de París… Varios años más tarde nos enteraríamos de la auténtica cronología de tan augusta visita: Nicolás y Alejandra habían viajado allí no durante la primavera de 1910, después del diluvio, sino en octubre de 1896, es decir mucho antes del renacer de nuestra Atlántida francesa. Pero poco nos importaba ese dato real. Para nosotros sólo contaba la cronología de los largos relatos de nuestra abuela: un día, en el tiempo legendario en que éstos transcurrían, París emergía de las aguas, brillaba el sol, y en el mismo momento oíamos el lejano pitido del tren imperial. Este orden de los acontecimientos nos parecía tan legítimo como la aparición de Proust entre los campesinos de Neuilly.

El estrecho balcón de Charlotte planeaba en el aromático hálito de la llanura, en la linde de una ciudad dormida, escindida del mundo por la silenciosa eternidad de las estepas. Cada noche se asemejaba a un fabuloso matraz de alquimista en el que el pasado experimentaba una asombrosa transmutación. Los elementos de esa magia nos resultaban no menos misteriosos que los componentes de la piedra filosofal. Charlotte desplegaba un viejo periódico, lo acercaba a la lámpara de pantalla color turquesa y nos leía el menú del banquete celebrado en honor de los soberanos rusos a su llegada a Cherburgo:

Potage

Bisque de crevettes

Cassolettes Pompadour

Truite de la Loire braisée au sautemes

Filet de Pré-SaU aux cépes

Cailles de vigne a la Lucullus

Poulardes du Mam Cambacérés

Granités au Lunel

Punche a la romaine

Bartavelles et ortolans truffés rótis

Pâté de foie gras de Nancy

Salade Asperges en branches sauce mousseline

Glaces Succés

Dessert [1]

¿Cómo podíamos descifrar tan cabalísticas fórmulas? ¡Bartavelles et ortolans! ¡Caiües de vigne a la Lucullus! Nuestra abuela, comprensiva, buscaba equivalentes citándonos productos, muy rudimentarios, que todavía se encontraban en las tiendas de Saranza. Nosotros paladeábamos fascinados esos manjares fabulosos realzados por el brumoso frescor del océano (¡Cherburgo!), pero había que partir ya en pos del zar.

Al igual que él, cuando entramos en el palacio del Elíseo nos dejó sobrecogidos el espectáculo de aquella masa de fracs negros que se petrificaron a su llegada: ¡pensar que eran más de doscientos senadores y trescientos diputados! (Los mismos que apenas unos días atrás, según nuestra cronología, acudían a la sesión de la Asamblea en barca…) La voz de nuestra abuela, siempre sosegada y un tanto soñadora, cobró en ese momento un timbre dramático:

– Como podéis imaginar, allí se encontraron frente a frente dos mundos contrapuestos. Mirad la foto; lástima que el periódico lleve tanto tiempo doblado… ¡Sí, el zar, un monarca absoluto, reunido con los representantes del pueblo francés, los representantes de la democracia!…

A nosotros se nos ocultaba el sentido profundo de esa confrontación. Pero distinguíamos ya, entre las quinientas miradas fijas en el zar, aquellas que, sin ser malévolas, se negaban a participar del entusiasmo general, y que, sobre todo, en virtud de esa misteriosa «democracia», podían permitírselo. Pero nos consternaba tamaña indiferencia. Escrutábamos las jerarquías entre los fracs negros para descubrir potenciales aguafiestas. ¡El presidente debería haberlos expulsado echándolos de la escalinata del Elíseo!

La noche siguiente, la lámpara de nuestra abuela se encendió de nuevo en el balcón. Vimos en sus manos las páginas de unos periódicos que acababa de sacar de la maleta siberiana. Habló, y el balcón se separó lentamente de la pared y planeó hundiéndose en la fragante oscuridad de la estepa.

…Nicolás estaba sentado a la mesa de honor, guarnecida con magníficas guirnaldas de mediolla. Llegaba a sus oídos tan pronto una amable réplica de Madame Faure, sentada a su derecha, como la suave voz de barítono del presidente dirigiéndose a la emperatriz. Los destellos de la cristalería y el espejeo de la plata maciza deslumbraban a los comensales… A los postres, el presidente se levantó y, alzando la copa, declaró:

– La presencia de Vuestra Majestad entre nosotros ha sellado, ante las aclamaciones de todo un pueblo, los vínculos que ligan a ambos países en una armoniosa actividad y en una mutua confianza en sus destinos. La alianza entre un poderoso imperio y una laboriosa república… Fortalecida por una acreditada fidelidad… Erigiéndome en intérprete de toda una nación, renuevo ante Vuestra Majestad… Por la grandeza de su reino… Por la felicidad de Su Majestad la Emperatriz… Alzo la copa en honor de Su Majestad el Emperador Nicolás y de Su Majestad Alejandra Fiodorovna.

La orquesta de la guardia republicana atacó el himno ruso… Y por la noche, la gran gala en la Opera fue apoteósica.

La pareja imperial subió la escalera, precedida de dos lacayos con candelabros. Parecían avanzar por entre una cascada viviente: las curvas blancas de los hombros femeninos, las flores abiertas en los corpiños, el fragante esplendor de los tocados, el refulgir de las joyas en las carnes desnudas, todo ello destacando sobre el fondo de los uniformes y los fracs. El poderoso grito de «¡Viva el Emperador!» elevaba con sus ecos el majestuoso techo, hasta fundirlo con el cielo… Cuando al finalizar el espectáculo la orquesta atacó la Marsellesa, el zar se volvió hacia el presidente de la República y le tendió la mano.

Mi abuela apagó la lámpara y permanecimos unos minutos sumidos en la oscuridad, los necesarios para que desaparecieran las mosquitas que buscaban una muerte luminosa bajo la pantalla. Paulatinamente, nuestros ojos empezaban a ver. Las estrellas volvieron a formar sus constelaciones. La Vía Láctea se impregnó de luminosidad. Y en una esquina de nuestro balcón, entre los tallos entremezclados de guisantes de olor, la bacante depuesta fijaba en nosotros su sonrisa de piedra.

Charlotte se detuvo en el umbral de la puerta y suspiró dulcemente:

– Veréis, esa Marsellesa, en realidad, era simplemente una marcha militar. Algo similar a los cantos de la Revolución rusa. Durante periodos como ése, a nadie le asusta la sangre… -Entonces penetró en la habitación y desde allí la oímos recitar unos versos a media voz, cual extraña letanía del pasado-;…l’étendard sanglant est levé… Qu'un sang impur abreuve nos sillons…

Aguardamos a que el eco de estas palabras se fundiese con la oscuridad, y exclamamos ambos a un tiempo: -¿Y Nicolás? ¿Sabía el zar de qué hablaba la canción?

La Francia-Atlántida poseía una gran gama de sonidos, colores, fragancias. Tras los pasos de nuestros guías, descubríamos los diferentes tonos que componían la misteriosa esencia francesa.

El Elíseo se nos mostró en el esplendor de sus arañas y el centelleo de sus espejos. La Opera deslumbraba con la desnudez de los hombros femeninos, nos embriagaba con el perfume que exhalaban los espléndidos tocados. Notre-Dame nos produjo una sensación de piedra fría bajo un cielo tumultuoso. Sí, casi podíamos tocar aquellos ásperos y porosos muros: una gigantesca roca, cincelada, según nos parecía, por la ingeniosa erosión de los siglos…

Estas facetas sensibles trazaban los contornos aún vagos del universo francés. El continente emergido se poblaba de cosas y de seres. La emperatriz se arrodillaba en un enigmático «reclinatorio» que no evocaba para nosotros ninguna realidad conocida. «Es como una silla con las patas cortadas», explicaba Charlotte, y la imagen del mueble mutilado nos dejaba suspensos. Al igual que Nicolás, reprimimos las ganas de tocar el manto de púrpura que cubriera a Napoleón el día de su coronación. Necesitábamos ese tacto sacrílego. El universo en gestación carecía aún de materialidad. En la Sainte-Chapelle, nos suscitó ese deseo la rugosa textura de un vetusto pergamino; Charlotte nos explicó que esas largas cartas las habían escrito de su puño y letra, un milenio atrás, una reina de Francia y una mujer rusa, Anna Iaroslavna, esposa de Enrique I.

Pero lo más apasionante fue ver cómo la Atlántida se edificaba ante nuestros ojos. Nicolás cogió una llana de oro y extendió el mortero sobre un gran bloque de granito: la primera piedra del puente Alejandro III… Luego alargó la llana a Félix Faure: «¡Tenga usted, señor Presidente!». Y el viento, que en esos momentos hacía cabrillear las aguas del Sena, se llevaba las palabras que voceaba el ministro de Comercio, tratando de hacerse oír entre el restallar de las banderas:

– ¡Sire! Francia ha querido dedicar a la memoria de Vuestro Augusto Padre uno de los grandes monumentos de su capital. En nombre del Gobierno de la República, ruego a Vuestra Majestad Imperial se digne consagrar este homenaje colocando, con el presidente de la República, la primera piedra del puente Alejandro III, que enlazará París con la exposición de 1900, dispensando así a la magna obra, fruto de civilización y de paz, la alta aprobación de Vuestra Majestad y el gracioso patronazgo de la emperatriz.

No bien el presidente asestó dos golpes simbólicos en el bloque de granito, se produjo algo inaudito. ¡Un individuo que no formaba parte del séquito imperial ni del grupo de notables franceses se dirigió a la pareja de soberanos, tuteó al zar y, con soltura muy mundana, besó la mano de la zarina! Mi hermana y yo contuvimos la respiración, pasmados ante tamaño descaro…

La escena fue perfilándose poco a poco. Las palabras del intruso cobraron sentido, sorteando la lejanía del pasado y las lagunas de nuestro francés. Nosotros, febrilmente, captábamos su eco:

Très illustre Empereur, fils d’Alexandre Trois! La France, por jeter ta grande bienvenue, Dans la langue des Dieux par ma voix te salue, Car le poete seul peut tutoyer les rois. [2]

Lanzamos un «uf» de alivio. El insolente importuno no era otro que el poeta de cuyo nombre nos informó Charlotte: ¡José María de Heredia!

Et Vous, qui prés de lui, Madame, a cette fête

Pouviez seule donner la supréme beauté,

Souffrez que je salue en Votre Majesté

La divine douceur dont votre grace est faite! [3]

La cadencia de las estrofas nos embriagó. La resonancia de las rimas casaba a nuestros oídos palabras muy dispares: fleuve -neuve- or -encor… Sentíamos que sólo con esos artificios verbales podía expresarse el exotismo de nuestra Atlántida francesa:

Voici Paris! Pour vous les acclamations

Montent de 1a cité ríante et pavoisée

Qui, partout, aux palais comme a Vhumble croisée,

Unit les trois couleurs de nos deux nations…


Sous les peupliers d’or, la Seine aux beües rives

Vous porte la rumeur de son peuple joyeux,

Nobles Hótes, vers vous les coeurs suivent les yeux,

La France vous salue avec ses forces vives!


La Forcé accomplira les travaux éclatants

De la Paix, et ce pont jetant une arche immense

Du siécle qui finit a celui qui commence,

Est fait pour relier les peuples et les temps…


Sur la berge historique avant que de descendre

Si ton généreux coeur aux coeurs frangais répond,

Médite gravement, reve devant ce pont,

La France le consacre a ton pére Alexandre.


Tel que ton pére fut, sois fort et sois humain

Garde au fourreau l’épée illustrement trempée,

Et guerrier pacifique appuyé sur l’épée,

Tsar, regarde toumer k ghbe dans ta main.


Le geste impérial en maintient l’équilibre,

Ton bras doublement fort n’en est point fatigué,

Car Alexandre, avec VEmpire, t’a legué

L’bonneur d’avoir conquis Vamour d’un peuple Libre. [4]

«El honor de haber conquistado el amor de un pueblo libre», esas palabras, que al principio estuvieron a punto de pasar desapercibidas en el melodioso fluir de los versos, nos sorprendieron. Los franceses, un pueblo libre… Ahora comprendíamos por qué se había atrevido el poeta a dar consejos al señor del imperio más poderoso del mundo. Y por qué constituía un honor ser amado por aquellos ciudadanos libres. Esa libertad, aquella noche, en medio del aire sofocante de las estepas nocturnas, nos pareció como una bocanada áspera y fresca del viento que agitaba el Sena, y llenó nuestros pulmones con un soplo embriagador y un poco enloquecido…

Más adelante, sabríamos calibrar la ampulosa pesadez del poema. Aquella noche, sin embargo, su énfasis de circunstancias no nos impidió atisbar en sus estrofas ese «no sé qué francés» que por el momento no tenía nombre. ¿El ingenio francés? ¿La cortesía francesa? Todavía éramos incapaces de formularlo.

A todas éstas, el poeta se volvió hacia el Sena y alargó la mano para señalar, en la otra orilla, la cúpula de Les Invalides. Su discurso rimado tocaba ahora un punto muy doloroso del pasado franco-ruso: Napoleón, Moscú en llamas, Bereziná… Angustiados, mordiéndonos los labios, acechábamos su voz en tan peligrosísimo lugar. El rostro del zar se tomó grave. Alejandra bajó los ojos. ¿No hubiera sido mejor omitir aquello, guardar las apariencias y pasar directamente de Pedro el Grande a la Entente cordial?

Pero Heredia parecía incluso alzar la voz:

Et sur Je ciel, au loin, ce Dome éblouissant

Garde encor des héros de l'époque lointaine

Oü Russes et Frangais en un toumoi sans haine,

Prévoyant l’avenir, mélaient déja leur sang. [5]

Nosotros, atónitos, nos preguntábamos sin cesar: «¿Por qué aborrecemos hasta ese punto a los alemanes, y recordamos la agresión teutona de hace siete siglos, en tiempos de Alexander Nevski, tanto como la última guerra? ¿Por qué somos incapaces de olvidar las exacciones de los invasores polacos y suecos, que se remontan a tres siglos y medio atrás? Por no hablar de los tártaros… ¿Y por qué el recuerdo de la terrible catástrofe de 1812 no ha empañado la fama de los franceses entre los rasos? Tal vez se debiera precisamente a la elegancia verbal de ese “torneo sin odio”».

Pero donde ese «no sé qué francés» se encamó sobre todo fue en la presencia de una mujer. Ahí estaba Alejandra, concentrando sobre su persona una atención discreta, saludada en cada discurso de modo bastante menos grandilocuente que su esposo, si bien mucho más cortés. E incluso entre las paredes de la Academia Francesa, donde nos sofocó el olor de los viejos muebles y los gruesos volúmenes polvorientos, ese «no sé qué» permitió a Alejandra seguir siendo mujer. Sí, lo era aun en medio de aquellos ancianos que adivinábamos gruñones, pedantes y también un poco sordos, porque tenían las orejas llenas de pelos. Uno de ellos, el director, se levantó y, con expresión desabrida, declaró abierta la sesión. Luego enmudeció como para poner en orden sus ideas, que -no lo dudábamos- no tardarían en hacer sentir a la audiencia la dureza de sus sillones de madera. El olor a polvo se hacía más denso. De pronto el anciano director irguió la cabeza y, con una chispa de malicia en los ojos, habló:

– ¡Sire, Señora! Hace cerca de doscientos años, Pedro el Grande se presentó un día, de improviso, en el lugar donde se reunían los miembros de esta Academia y se interesó por sus trabajos… Vuestra Majestad hace hoy mucho más: suma un honor a otro honor no viniendo solo. -Volviéndose hacia la Emperatriz, prosiguió-: Vuestra presencia, Señora, aportará a nuestras graves sesiones algo en extremo inusual: el encanto.

Nicolás y Alejandra intercambiaron una rápida mirada. Y el orador, como presintiendo que había llegado el momento de evocar lo esencial, intensificó el timbre de la voz para preguntarse de manera harto retórica: -¿Se me permitirá decirlo? Este testimonio de simpatía va dirigido no sólo a la Academia, sino a nuestra propia lengua nacional,…, que no es para vos una lengua extranjera, y en ello se echa de ver como un deseo de entrar en más íntima comunicación con el gusto y el espíritu franceses…

«¡Nuestra lengua!» Mi hermana y yo nos miramos por encima de las hojas que leía la abuela y a ambos se nos hizo la luz: «…que no es para vos una lengua extranjera». ¡Luego ésa era la clave de nuestra Atlántida! La lengua, esa misteriosa materia, invisible y omnipresente, que alcanzaba con su esencia sonora cada rincón del universo que estábamos explorando. Esa lengua que modelaba a los hombres, que esculpía los objetos, rutilaba en los versos, rugía en las calles invadidas por las multitudes y arrancaba una sonrisa a una zarina llegada del otro extremo del mundo… Pero que, sobre todo, palpitaba en nosotros, cual fabuloso injerto en nuestros corazones, cubierto ya de hojas y de flores, portando en sí el fruto de toda una civilización. Sí, ese injerto, la lengua francesa.

Y merced a esa rama abierta en nosotros penetramos, por la noche, en el palco de la Comédie Française, especialmente acondicionado para recibir a la pareja imperial. Desplegamos el programa: Un capricho de Musset, fragmentos de El Cid y el tercer acto de Las mujeres sabias. No habíamos leído ninguna de esas obras por aquel entonces, pero un leve cambio en la entonación de Charlotte nos permitió adivinar la importancia de aquellos títulos para los habitantes de la Atlántida.

Se alzó el telón. Toda la compañía se hallaba en el escenario, ataviada con trajes de ceremonia. El de más edad avanzó, se inclinó y habló de un país que no reconocimos de inmediato:

Il est un beau pays aussi vaste qu’un monde

Où l'horizon lointain semble ne pas finir.

Un pays àl'âme féconde,

Très grand dans le passé, plus grand dans l'avenir.


Blod du blond des épis, blanc du blanc de la neige,

Ses fils, chefs ou soldats, y marchent d’un pied sûr.

Que le sort clément le protege,

Avec ses moissons d’or sur un sol vierge et pur! [6]

Por primera vez en mi vida miraba a mi país desde el exterior, de lejos, como si yo ya no perteneciera a él. Catapultado a una gran capital europea, me volví para contemplar la inmensidad de los campos de trigo y de las nevadas llanuras bajo la luz de la luna. ¡Veía a Rusia en francés! Me hallaba en otro lugar, fuera de mi vida rusa. Y tan aguda era esa ruptura, y a la par tan estimulante, que tuve que cerrar los ojos. Me daba miedo no poder volver a la realidad, quedarme para siempre en aquella noche parisiense. Aspiré profundamente, apretando los párpados. El cálido viento de la estepa nocturna soplaba de nuevo sobre mí.

Aquel día, decidí robarle su magia. Quise adelantarme a Charlotte, entrar antes que ella en la ciudad en fiestas, unirme al séquito del zar sin el halo hipnótico de la pantalla color turquesa.

Era un día silencioso, gris; un día de verano, incoloro y triste, de esos que, curiosamente, permanecen grabados en la memoria. El aire, que traía efluvios de tierra mojada, hinchaba los visillos blancos de la ventana abierta; la tela se animaba, cobraba volumen y volvía a caer dejando entrar en la estancia a un ser invisible.

Feliz de mi soledad, llevé a cabo mi plan. Saqué la maleta siberiana y la coloqué sobre la alfombra, junto a la cama. Los cierres produjeron el leve chasquido que aguardábamos cada noche. Levanté la tapa grande y me incliné sobre aquellos viejos papeles cual corsario sobre el tesoro de un cofre…

En los montones superiores, reconocí algunas fotos, volví a ver al zar y a la zarina delante del Panteón y a orillas del Sena. Pero lo que yo buscaba estaba más al fondo, en aquella masa compacta y ennegrecida de los caracteres de imprenta. Separé, como un arqueólogo, una capa tras otra. Nicolás y Alejandra aparecieron en lugares que me eran desconocidos. Una nueva capa, y los perdí de vista. Divisé entonces largos acorazados en un mar liso, aeroplanos de alas cortas, ridículas, y soldados en las trincheras. Intentando seguir el rastro de la pareja imperial, empecé a revolver al buen tuntún, mezclando los recortes. El zar reapareció un instante, a caballo, con un icono en las manos, ante una hilera de soldados de infantería hincados de rodillas… Le noté el rostro envejecido, sombrío. Yo lo quería de nuevo joven, en compañía de la hermosa Alejandra, aclamado por la multitud, glorificado por las entusiastas estrofas.

Por fin, en el fondo de la maleta, di con su rastro. Los grandes titulares no dejaban lugar a dudas: ¡GLORIA A Rusia! Desplegué la hoja en mis rodillas, como hacía Charlotte, y comencé a leer lentamente estos versos a media voz:

Oh! grand Dieu, quelle honne nouvelle,

Quelle joie fait vibrer tous nos coeurs,

Voir crouler enfin la citadelle

Où l’esclave gémit de douleur!

Voir un peuple relever la tête,

Et du droit porter le flambeau!

Ami, nest-ce pas un grand jour de fête,

Sur nos palais faites hisser les drapeaux! [7]

No me detuve hasta llegar al estribillo, asaltado por una duda: «¿Gloria a Rusia?». Pero ¿dónde está el país rubio como las espigas, blanco como la nieve, ese país de alma fecunda? ¿Y qué pinta aquí ese esclavo que gime de dolor? ¿Y quién es ese tirano cuya caída se celebra?

Desconcertado, comencé a leer el estribillo:

Salut, salut à vous,

Peuple et soldats de la Russie!

Salut, salut a vous

Car vous sauvez votre Patrie!

Salut, gloire et honneur

A la Douma qui, souveraine,

Va, demain, pour votre bonheur

A tout jamais briser vos chaînes. [8]

De pronto, divisé unos gruesos titulares que destacaban sobre los versos:

ABDICACIÓN DE NICOLÁS II. LA REVOLUCIÓN: EL 89 RUSO. RUSIA DESCUBRE LA LIBERTAD. KERENSKI, EL DANTON RUSO. LA TOMA DE LA PRISION PEDRO Y PABLO, LA BASTILLA RUSA. EL FIN DEL REGIMEN AUTOCRATICO…

La mayoría de estas palabras no me decían nada. Pero comprendí lo esencial: Nicolás había dejado de ser zar y la noticia de su caída provocaba una explosión de delirante alegría entre quienes, sólo unos días antes, le aclamaban deseándole un largo y próspero reinado. Recordaba muy bien los versos de Heredia, cuyo eco resonaba todavía en nuestro balcón:

Oui, ton Pére a lié d’un lien fratemel

La France et la Russie en la méme espérance,

Tsar, écoute aujourd’hui la Russie et la France

Bénir, avec le tien, le saint nom paternel! [9]

Se me antojaba inconcebible semejante cambio. No podía creer que se hubiera cometido una traición tan abyecta. ¡Y menos aún por parte de un presidente de la República!

Oí cerrarse la puerta de entrada. Recogí apresuradamente todos los papeles, cerré la maleta y la empujé bajo la cama.

Por la noche llovía, y Charlotte encendió la lámpara del interior. Nos acomodamos junto a ella, como en nuestras veladas en el balcón. Mientras escuchaba su relato (Nicolás y Alejandra aplaudían la representación de El Cid desde su palco), yo observaba sus rostros con desengañada tristeza, pues había entrevisto el futuro, y ese conocimiento pesaba mucho en mi corazón de niño.

«¿Dónde está la verdad?», me preguntaba, atendiendo distraídamente a la historia (los soberanos se levantan, el público se vuelve para ovacionarlos). «Esos mismos espectadores no tardarán en maldecirlos. ¡Nada quedará de tan mágicos días! Nada…»

Ese final, que me había visto condenado a conocer de antemano, me pareció de repente tan absurdo e injusto, sobre todo en plena fiesta, en medio de la luminaria de la Comédie Française, que prorrumpí en sollozos y, arrojando hacia atrás el taburete en que estaba sentado, me escabullí a la cocina. Nunca había llorado así. Rechacé rabioso las manos de mi hermana, que intentaba consolarme. (¡Le reprochaba tanto que ella no supiera aún nada!) Entre lágrimas, gritaba con desespero:

– ¡Todo es falso! ¡Traidores, más que traidores! Ese mentiroso de bigote… ¡Un presidente, qué increíble! Mentiras…

No sé si Charlotte había adivinado las causas de mi zozobra (sin duda había advertido el desorden que había organizado al hurgar en la maleta siberiana, quizás incluso se había topado con la página fatídica). El caso es que, conmovida por tan inesperado acceso de llanto, vino a sentarse a mi cama y, buscando mi mano en la oscuridad, deslizó en ella una piedrecilla áspera. La apreté en mi mano. Sin abrir los ojos, reconocí por el tacto el «Verdín». En lo sucesivo, me pertenecía.

4

Nos separamos de nuestra abuela al acabar las vacaciones. La Atlántida se esfumó tras las brumas de otoño y las primeras tempestades de nieve, tras nuestra vida rusa.

Porque la ciudad a la que regresábamos nada tenía en común con la silenciosa Saraza. Esa ciudad, que se extendía por las dos orillas del Volga, encarnaba, con su millón de habitantes, sus fábricas de armas, sus amplias avenidas con amplios edificios de estilo estalinista, el poderío del imperio. Una gigantesca central hidroeléctrica río abajo, un metro en construcción y un enorme puerto fluvial consolidaban a los ojos de todos la imagen de nuestro compatriota como el hombre que había triunfado sobre las fuerzas de la naturaleza, el que vivía en nombre de un radiante futuro, el que menospreciaba, con su esfuerzo dinámico, los ridículos vestigios del pasado. Además, nuestra ciudad, por sus fábricas, estaba vedada a los extranjeros… Sí, era una ciudad en la que se advertía perfectamente el pulso del imperio.

Ese ritmo, apenas regresamos, marcó el compás de nuestros gestos y pensamientos. Nos confundíamos con la nívea respiración de nuestra patria.

El injerto francés no nos impedía, ni a mi hermana ni a mí, llevar una existencia similar a la de nuestros compañeros: el ruso tomaba a ser la lengua cotidiana, la escuela nos formaba con el patrón de jóvenes soviéticos modélicos, los ejercicios paramilitares nos habituaban al olor de la pólvora, a las explosiones de las granadas de instrucción, a la idea de ese enemigo occidental contra el que algún día habría que combatir.

Las veladas en el balcón de la abuela no nos parecían ya sino un sueño infantil. Y cuando, en las clases de historia, el profesor nos hablaba de «Nicolás II, apodado por el pueblo Nicolás el Sanguinario», no establecíamos ningún vínculo entre el mítico verdugo y el joven monarca que aplaudía El Cid. No, esos dos hombres nada tenían que ver el uno con el otro.

Sin embargo, un día, más bien por azar, se operó esta conexión en mi mente: sin que me preguntaran, me puse a hablar de Nicolás y Alejandra, de su visita a París. Mi intervención fue tan inesperada y los detalles biográficos tan abundantes que el profesor pareció desconcertado. Se oyeron risitas de estupor por toda la clase: los alumnos no sabían si tomarse mi discurso como una provocación o como puro delirio. Pero ya el profesor había tomado las riendas del asunto y proclamaba, subrayando las palabras:

– El zar fue el responsable de la terrible represión en el campo de Jodynka: millares de personas aplastadas. Ordenó abrir fuego durante la manifestación pacífica del 9 de enero de 1905: cientos de víctimas. Su régimen fue culpable de las matanzas del río Lena: ¡ciento dos personas asesinadas! Y no es casual que el gran Lenin se llamase así: ¡con ese apodo quiso fustigar los crímenes del zarismo!

Con todo, lo que más me impresionó no fue el tono vehemente de la diatriba, sino una desconcertante pregunta que se abrió paso en mi mente durante el recreo, mientras los demás alumnos me hostigaban con sus befas. («¡Fijaos! ¡Pero si tiene una corona este zar!», gritaba uno de ellos tirándome del pelo.) La pregunta, en apariencia, era muy sencilla: «Sí, lo sé, era un tirano sanguinario, está escrito en nuestro libro de historia. Pero ¿qué hacer entonces con ese viento fresco con efluvios a mar que soplaba sobre el Sena, con la sonoridad de esos versos que volaban al viento, con el crujido de la llana de oro en el granito? ¿Qué hacer con aquel día lejano? ¡Siento tan intensamente su atmósfera!».

No, en absoluto me proponía rehabilitar a ese Nicolás II. Confiaba en mi libro de historia y en nuestro profesor. Pero ¿y aquel día lejano, aquel viento, aquel ambiente soleado? Me perdía en esas reflexiones deshilvanadas, mitad pensamientos, mitad imágenes. Mientras intentaba zafarme de mis compañeros guasones, que me agarraban y me ensordecían con sus burlas, sentí de pronto unos celos terribles contra ellos: «Qué cómodo es no tener dentro de la cabeza ese día ventoso, ese pasado tan denso y aparentemente tan inútil. Sí, mirar la vida de una sola manera. No ver como yo veo…».

Este último pensamiento se me antojó tan insólito que dejé de defenderme de los ataques de mis escarnecedores y me volví hacia la ventana, ante la que se extendía la ciudad cubierta de nieve. ¡O sea que yo veía de manera diferente! ¿Era eso una ventaja? ¿O un inconveniente, una tara? No tenía ni idea. Creí poder atribuir esa doble visión a mis dos lenguas: en efecto, cuando pronunciaba en ruso «HAPb», se erguía ante mí un tirano cruel; en tanto que la palabra tsar en francés se llenaba de luces, ruidos, viento, resplandor de arañas, reflejos de hombros femeninos desnudos, mezclas de perfumes… el aire inimitable de nuestra Atlántida. Comprendí que tendría que ocultar esa segunda visión de las cosas, pues no haría sino suscitar burlas en los demás.

Ese significado secreto de las palabras se reveló de nuevo, más adelante, en una situación tan tragicómica como la de la clase de historia.

Me hallaba en una interminable cola de espera que serpenteaba por las inmediaciones de una tienda de comestibles y, traspasando el umbral, se enroscaba por el interior. Se trataba sin duda de algún producto infrecuente en invierno, naranjas o sencillamente manzanas, no lo recuerdo. Ya había rebasado el límite psicológico más importante de esa espera: la puerta de la tienda, ante la cual decenas de personas chapoteaban aún en la nieve fangosa. En ese momento vino a reunirse conmigo mi hermana: entre ambos teníamos derecho a recibir doble cantidad de la mercancía racionada.

No entendimos lo que provocó de súbito la ira de la multitud. Los que teníamos detrás debieron de figurarse que mi hermana pretendía colarse. ¡Crimen imperdonable! Estallaron gritos de rabia, la larga serpiente se contrajo, nos rodearon rostros amenazadores. Intentábamos ambos explicar que éramos hermanos. Pero la multitud jamás reconoce su error. Los que todavía no habían traspasado el umbral, los más amargados, lanzaron gritos de indignación, sin acabar de saber contra quién. Y como todo movimiento de masas exagera absurdamente el alcance de su esfuerzo, pasaron a expulsarme a mí mismo. La serpiente se estremeció y los hombros se enderezaron. De una sacudida, me encontré fuera de la cola, junto a mi hermana, frente a aquella apretada sarta de rostros iracundos. Intenté recuperar mi sitio, pero sus codos formaron una hilera de escudos. Asustado, con los labios temblorosos, miré a mi hermana y sus ojos se cruzaron con los míos. De manera inconsciente, adiviné que ambos éramos especialmente vulnerables. Ella, dos años mayor que yo, iba a cumplir los quince, y por ende no podía utilizar todavía ninguna de las bazas de una mujer joven, al tiempo que había perdido las ventajas de la infancia que habrían podido enternecer a aquella multitud blindada. Lo mismo sucedía conmigo: a mis doce años y medio, no podía imponerme como esos jóvenes de catorce o de quince que esgrimen su agresiva irresponsabilidad de adolescentes.

Nos deslizamos a lo largo de la cola esperando que nos admitiera alguien, al menos unos metros más lejos del sitio perdido. Pero los cuerpos se apretaban a nuestro paso, y al poco nos encontramos fuera, en la nieve fundida. Pese a que una dependienta gritó: «¡Eh, los que están en la calle que no esperen, que no quedará para todos!», la gente seguía afluyendo.

Nos quedamos al final de la cola, hipnotizados por el poder anónimo de la multitud. Me asustaba alzar los ojos o moverme, y me temblaban las manos hundidas en los bolsillos. De pronto, como llegada de otro planeta, oí la voz de mi hermana -unas palabras teñidas de sonriente melancolía-:

– ¿Te acuerdas?: Bartavelles et ortolans truffés rótis, ortegas y hortelanos trufados y asados…

Se rio bajito.

Y yo, al mirar su pálido rostro, en cuyos ojos se reflejaba el cielo invernal, sentí que mis pulmones se llenaban de un aire totalmente nuevo -el de Cherburgo-, un aire poblado de un olor a bruma salada, de cantos húmedos en la playa y de gritos de gaviotas sobrevolando el infinito océano. Por un instante me quedé ciego. La cola avanzaba, empujándome lentamente hacia la puerta. Yo me dejaba llevar, sin abandonar ese instante de luz que se dilataba en mi interior.

Ortegas y hortelanos… Sonreí y lancé a mi hermana un discreto guiño. No, no nos sentíamos superiores a la gente que se apretujaba en la cola. Éramos como ellos, quizá vivíamos incluso más modestamente que muchos de ellos. Pertenecíamos todos a la misma clase: la de la gente que chapoteaba en la nieve pisoteada, en medio de una gran ciudad industrial, a la puerta de una tienda, esperando llenar sus bolsas con dos kilos de naranjas.

Y sin embargo, al oír las palabras mágicas, aprendidas en el banquete de Cherburgo, me sentí distinto a ellos. No por mi erudición (por entonces no tenía ni idea de qué aspecto tenían los famosos ortegas y hortelanos). Sencillamente, el instante que estaba viviendo -con sus luces brumosas y sus efluvios marinos- había relativizado cuanto nos rodeaba: esa ciudad y su aspecto tan estalinista, esa nerviosa espera y la obtusa violencia de la multitud. Toda esa gente que me había expulsado de la cola ya no me inspiraba ira, sino una extraña compasión: ellos no podían penetrar, entornando levemente los párpados, en ese día lleno de frescos aromas a algas, de gritos de gaviotas, de sol velado… Me entraron unas ganas tremendas de contárselo a todo el mundo. Pero «¿cómo hacerlo? Para ello necesitaba inventar una lengua inédita de la que por el momento sólo conocía los dos primeros vocablos: bartavelles et ortolans, ortegas y hortelanos…

5

Tras la muerte de mi bisabuelo Norbert, la inmensidad blanca de Siberia tomó a cerrarse lentamente sobre Albertine. Todavía regresó dos o tres veces a París con Charlotte. Pero el planeta de las nieves jamás dejaba escapar a las almas hechizadas por sus espacios sin mojones, por su tiempo dormido.

Además, las estancias en París estaban marcadas por una amargura que los relatos de mi abuela no acertaban a disimular. ¿Alguna disensión familiar cuyas causas no podíamos conocer? ¿O una frialdad muy europea en las relaciones entre familiares, inconcebible para nosotros los rusos, con nuestro desbordante colectivismo? ¿O, sencillamente, la actitud incomprensible de la gente modesta hacia una de las cuatro hermanas, la aventurera de la familia que, en vez de un bello y esplendoroso sueño, traía cada vez la angustia de un país salvaje y de su vida rota?

En cualquier caso, el hecho de que Albertine prefiriese vivir en el piso de su hermano, y no en la casa familiar de Neuilly, ni siquiera a nosotros se nos pasó por alto.

Cada vez que regresaba a Rusia, Siberia le parecía irremisiblemente fatal: inevitable, ligada a su destino. No era tan sólo la tumba de Norbert lo que la unía a aquella tierra de hielo, sino también los tenebrosos años vividos en Rusia, cuyo embriagador veneno notaba destilarse en sus venas.

De esposa de médico respetable, conocido en toda la ciudad, Albertine se había transformado en una viuda un tanto extraña, una francesa que parecía no poder decidirse a regresar a su tierra. Peor aún, ¡volvía cada vez!

Era demasiado joven todavía y demasiado guapa para no ser objeto de la maledicencia entre la buena sociedad de Boiarsk. Demasiado insólita para que la aceptasen tal cual era. Y, muy pronto, demasiado pobre.

Charlotte advirtió que, tras cada viaje a París, se instalaban en un piso cada vez más pequeño. En la escuela, donde la habían admitido gracias a un antiguo paciente de su padre, no tardó en convertirse en «la Lemonnier». Un día la «señora de su clase», como llamaban antes de la revolución a la profesora principal, la mandó salir a la pizarra, pero no para preguntarle la lección… Cuando Charlotte se irguió ante ella, la mujer observó los pies de la muchacha e inquirió, esgrimiendo una desdeñosa sonrisa:

– ¿Qué lleva usted en los pies, señorita Lemonnier?

Las treinta alumnas se levantaron de los asientos, estiraron el cuello y abrieron los ojos de par en par. En el bien encerado parque, vieron dos fundas de lana, dos «zapatos» que se había confeccionado la propia Charlotte. Abrumada por todas aquellas miradas, la muchacha agachó la cabeza y crispó involuntariamente los dedos en el interior de las pantuflas, como si quisiera hacer desaparecer sus pies. Por aquel entonces, vivían en una vieja isba situada en la periferia de la ciudad. A Charlotte ya no le sorprendía ver a su madre casi siempre postrada en una alta cama campesina, tras una cortina. Cuando Albertine se levantaba, en sus ojos, aunque abiertos, rebullían las sombras negras de los sueños. Ni siquiera intentaba sonreír a su hija. Con un cazo de cobre, tomaba agua de un cubo, bebía largamente y se iba. Charlotte sabía que sobrevivían desde hacía tiempo gracias al fulgor de unas joyas guardadas en el cofrecillo con incrustaciones de nácar…

La isba, alejada de los barrios elegantes de Boiarsk, le gustaba. En las angostas y tortuosas calles sepultadas por la nieve, se notaba menos la miseria en que vivían.

Y además, era tan grato, al regresar de la escuela, subir por la vieja escalera de madera que crujía bajo los pies, cruzar una oscura entrada cuyas paredes de gruesos rollizos estaban cubiertas por un espeso pelaje de escarcha, y empujar la pesada puerta, que cedía con un breve y estridente gemido. Y allí, en el interior, se podía estar sin necesidad de encender la lámpara, viendo cómo el bajo ventanuco se impregnaba del crepúsculo violeta, escuchando el repiqueteo de las ráfagas de nieve contra el cristal. Charlotte, arrimada al ancho costado de la voluminosa estufa, sentía penetrar lentamente el calor bajo el abrigo. Pegaba las manos transidas a la piedra tibia, y la estufa se le antojaba entonces el enorme corazón de aquella vieja isba. Y bajo la suela de sus botas de fieltro se fundían los últimos carámbanos.

Un día, una esquirla de hielo se rompió bajo su pie con un ruido inhabitual. Charlotte se quedó sorprendida; había regresado hacía media hora y ya se había fundido toda la nieve de su abrigo y de su chascás. Mientras que ese carámbano… Se inclinó a recogerlo. ¡Era un trozo de vidrio! Un trozo muy fino de una ampolla de medicamento rota…

Así entró en su vida la terrible palabra morfina.

Y ésta explicó el silencio tras la cortina, el rebullir de sombras en los ojos de su madre, esa Siberia absurda e insoslayable como el destino.

Albertine no tenía ya nada que ocultar a su hija. A partir de entonces le tocó a Charlotte entrar en la farmacia y murmurar tímidamente: «Venía a por la medicina de la señora Lemonnier…». De regreso, cruzaba siempre sola los amplios descampados que separaban su barriada de las últimas calles de la ciudad, con sus tiendas y sus luces. Con frecuencia, se desataba una tempestad de nieve sobre aquellas extensiones yermas. Una noche, cansada de luchar contra el viento cargado de cristales de hielo, ensordecida por su silbido, Charlotte se detuvo en medio de aquel desierto de nieve y volvió la espalda a las ráfagas, con la mirada perdida en el vertiginoso vuelo de los copos. Sintió intensamente su vida, el calor de su escuálido cuerpo concentrado en un minúsculo yo. Percibía el cosquilleo de una gota que se escurría bajo la orejera de su chascás y el latir de su corazón, y, junto a su corazón, la frágil presencia de las ampollas que acababa de comprar. «Soy yo», resonó de repente en ella una voz ahogada, «la que está aquí, en medio de esta borrasca de nieve, en un lugar perdido del mundo, en esta Siberia, yo, Charlotte Lemonnier, yo, que nada tengo en común con estos parajes agrestes, ni con este cielo, ni con esta tierra helada. Ni con esta gente. Estoy aquí, sola, y llevo la morfina de mi madre…» Creyó que su mente flaqueaba antes de hundirse en un precipicio donde todo ese absurdo súbitamente revelado pasaría a ser natural. Reaccionó: no, aquel desierto siberiano tenía que acabar en algún sitio, y allí, al final del desierto, había una ciudad de amplias avenidas flanqueadas de castaños, allí estaban los cafés iluminados, el piso de su tío y todos aquellos libros que contenían palabras tan queridas por el solo aspecto de sus caracteres. Allí estaba Francia…

La ciudad con avenidas flanqueadas de castaños se transformó en una fina lentejuela de oro que brillaba en su mirada sin que nadie lo advirtiese. Charlotte percibía su brillo incluso en el reflejo del hermoso broche que lucía en el vestido una jovencita de caprichosa y altiva sonrisa; la muchacha estaba sentada en un precioso sillón, en medio de una espaciosa estancia de elegantes muebles y cortinajes de seda.

La raison du plus fort est toujours meilleure -recitaba la joven con voz afectada.

– … est toujours la meilleure -rectificó discretamente Charlotte y, con los ojos bajos, agregó-: Sería más correcto pronunciar meilleure y no meiüaire. Meill-eu-eure…

Redondeaba los labios y prolongaba aquel sonido que se perdía en una suave «r». La joven continuó recitando, con expresión huraña:

Nous l’allons vous montrer tout a l’heure…

Era la hija del gobernador de Boiarsk. Charlotte le daba clases de francés cada miércoles. Al principio había abrigado la esperanza de hacerse amiga de aquella elegante adolescente, apenas mayor que ella. Ahora, como ya no esperaba nada, se esforzaba sencillamente en dar bien la clase. Las rápidas miradas de desdén de su alumna le traían ya sin cuidado. Charlotte la escuchaba, intervenía de cuando en cuando, pero su mirada se abismaba en el fulgor del precioso broche de ámbar. Sólo la hija del gobernador estaba autorizada a llevar en la escuela un vestido de cuello abierto con aquel adorno en medio. Concienzudamente, Charlotte señalaba todos los errores de pronunciación o de gramática. De la dorada profundidad del ámbar surgía una ciudad con hermosos follajes de otoño. Sabía que tendría que soportar durante toda una hora los mohines de aquella niña grande y gordita, soberbiamente vestida, y luego, en un rincón de la cocina, recibir de manos de una doncella su paquete, las sobras de una comida, y en la calle esperar una buena ocasión para quedarse a solas con la farmacéutica y murmurar: «La medicina de la señora Lemonnier, por favor…». La pequeña bocanada de calor robada en la farmacia sería barrida al instante por las gélidas ráfagas de los descampados.

Cuando apareció Albertine en la escalera, el cochero frunció el ceño y se levantó del asiento. No se lo esperaba. Aquella isba con el tejado hundido y cubierto de musgo, aquella carcomida escalera invadida por las ortigas. Y sobre todo aquella barriada de calles sepultadas bajo la arena gris…

Se abrió la puerta y, bajo su marco deformado, apareció una mujer. Lucía un largo vestido de corte muy elegante, un vestido que el cochero sólo había visto a las distinguidas señoras que salían del teatro, por la noche, en pleno centro de Boiarsk. Llevaba el pelo recogido en un moño y se tocaba con un amplio sombrero. El viento primaveral hacía ondular el velo, desplazándolo hacia las anchas alas graciosamente curvas.

– ¡Vamos a la estación! -dijo la dama, y sorprendió todavía más al cochero con la sonoridad brillante, y muy extranjera, de su voz.

– … A la estación -repitió la niña que le había parado hacía un rato en la calle. Ella sí hablaba muy bien el ruso, con una pizca de acento siberiano.

Charlotte sabía que la aparición de Albertine en lo alto de la escalera había venido precedida por un largo y doloroso combate, salpicado de varias recaídas. Como la lucha de aquel hombre que se debatía en medio de los hielos, en un boquete negro, al que Charlotte vio un día, en primavera, al cruzar un puente. Asido a una larga rama que otros le tendían, reptaba por la resbaladiza pendiente de la orilla; tumbado boca abajo en aquella superficie helada, progresaba centímetro a centímetro y alargaba ya una mano roja que rozaba las de los salvadores. De súbito, sin que se supiese por qué, su cuerpo se estremecía y comenzaba a resbalar, yendo a parar de nuevo al agua negra. La corriente lo arrastraba un poco más allá. Había que volver a empezar… Sí, como aquel hombre.

Pero esa tarde de verano, luminosa y verde, los gestos de ambas rebosaban ligereza.

– ¿Y la maleta grande? -exclamó Charlotte cuando se acomodaron en los asientos.

– La dejamos. No hay más que viejos papeles y todos aquellos periódicos de tu tío… Ya volveremos algún día a recogerla.

Cruzaron el puente y pasaron junto a la casa del gobernador. La ciudad siberiana parecía desplegarse ya como en un extraño pasado donde era fácil perdonar con una sonrisa…

Sí, con esa misma mirada desprovista de rencor recordarían Boiarsk al instalarse de nuevo en París. Y cuando, en verano, Albertine quiso regresar a Rusia (para sellar definitivamente la época siberiana de su vida, debieron de pensar sus allegados), Charlotte se sintió incluso un poco celosa de su madre: a ella también le hubiera gustado pasar una semana o dos en aquella ciudad poblada ya por personajes del pasado, cuyas casas -su isba entre otras- pasarían a ser monumentos de otros tiempos. Una ciudad donde ahora nada podía lastimarla.

– Mamá, no te olvides de mirar si todavía está la madriguera de ratones, ya sabes, junto a la estufa -pidió a su madre, asomada a la ventanilla del vagón.

Era julio de 1914. Charlotte tenía quince años.

Aquello no supuso una ruptura en su vida. Simplemente, esa última frase («¡No te olvides de mirar la madriguera de los ratones!») Le fue pareciendo, con el tiempo, cada vez más estúpida, infantil. Hubiera debido callarse y escrutar aquel rostro asomado a la ventanilla del vagón, empaparse los ojos con sus rasgos. Transcurrieron meses, años, y aquella demanda postrera seguía teniendo la misma resonancia a felicidad boba. La espera se convirtió en el único tiempo de la vida de Charlotte.

Ese tiempo («en tiempo de guerra», escribían los periódicos) se asemejaba a una tarde gris, a un domingo en las calles desiertas de una ciudad de provincias: una ráfaga de viento surge de repente del ángulo de una casa, levanta un torbellino de polvo, un postigo bate amortiguadamente, el hombre se funde fácilmente en ese aire incoloro, desaparece sin razón.

Así desapareció el tío de Charlotte: «caído en el campo de batalla», «muerto por Francia», según la fórmula utilizada por los periódicos. Y ese giro verbal hacía todavía más desconcertante su ausencia, tanto como aquel sacapuntas sobre su escritorio, con un lápiz introducido y unas finas virutas, inmóviles desde su marcha. Así se vació poco a poco la casa de Neuilly; mujeres y hombres se inclinaban para besar a Charlotte y con cara muy seria le decían que se portase bien.

Tenía sus caprichos ese extraño tiempo. De pronto, con la saltarina rapidez de las películas, una de sus tías se vistió de blanco, se dejó rodear de parientes que se congregaron a su alrededor con la misma celeridad del cine de época, para encaminarse velozmente a la iglesia, donde la tía se encontró junto a un hombre bigotudo, con el cabello liso y engominado. Y casi de inmediato -en la memoria de Charlotte ni siquiera les dio tiempo a abandonar la iglesia- la recién casada se vestía de negro y no podía alzar los ojos llenos de lágrimas. Todo inducía a creer, por la rapidez del cambio, que al salir de la iglesia iba ya sola, vestía de riguroso luto y se protegía del sol los ojos enrojecidos. Los dos días se fundían en uno solo, coloreado por un cielo radiante, animado por el tañido de las campanas y por el viento estival que parecía acelerar aún más el ir y venir de los invitados. Y su hálito caliente abatía sobre el rostro de la joven tan pronto el velo blanco de casada como el velo negro de viuda.

Más adelante, ese tiempo caprichoso recobró su marcha regular, un ritmo marcado por las noches sin sueño y un largo desfile de cuerpos mutilados. Las horas tenían ahora la sonoridad de las espaciosas aulas de aquel instituto de Neuilly transformado en hospital. Su primera visión de un cuerpo humano fue esa carne viril desgarrada y sanguinolenta… Y en el cielo nocturno de aquellos años se pintó para siempre la macilenta monstruosidad de dos zepelines alemanes flotando entre las estalagmitas luminosas de los reflectores.

Por fin llegó un día, aquel 14 de julio de 1919, en que innumerables hileras de soldados cruzaron Neuilly camino de la capital. Vestidos de punta en blanco, mirada arrogante y borceguíes bien lustrados… la guerra recobraba su aspecto de parada militar. ¿Se hallaba entre ellos aquel combatiente que deslizaría en la mano de Charlotte una piedrecita oscura, aquel fragmento de obús cubierto de óxido? ¿Estaban enamorados? ¿Eran novios?

Ese encuentro no alteró en nada la decisión de Charlotte, tomada varios años atrás. Tan pronto se le presentó la primera, milagrosa ocasión, partió para Rusia. No existía aún comunicación alguna con aquel país asolado por la guerra civil. Corría el año 1921. Una misión de la Cruz Roja se disponía a viajar a la región del Volga, donde la hambruna había causado ya millares de víctimas. Charlotte fue admitida como enfermera. La seleccionaron de inmediato: los voluntarios para la expedición eran escasos. Y lo más importante: hablaba ruso.

Allí supo lo que era el infierno. De lejos, el infierno se asemejaba a las apacibles aldeas rusas -isbas, pozos, cercados- hundidas en la bruma del gran río. De cerca, se congelaba en las imágenes que tomaba durante aquellos tétricos días el fotógrafo de la misión: un grupo de campesinos y campesinas con chaquetones de piel de camero, petrificados ante un hacinamiento de osamentas humanas, cuerpos despedazados, fragmentos de carne irreconocibles. Luego, aquel niño desnudo sentado en la nieve: largos cabellos enmarañados, mirada penetrante de anciano, un cuerpo de insecto. Por último, en una carretera helada, aquella cabeza, sola, con los ojos abiertos, vidriosos. Lo peor era que aquellas tomas no permanecían fijas. Cuando el fotógrafo doblaba el trípode, los campesinos que abandonaban el marco de la foto -de aquella terrorífica foto de caníbales- volvían a la vida con la desconcertante simplicidad de los gestos cotidianos. ¡Sí, continuaban viviendo! Una mujer se inclinaba sobre el niño, su hijo. Y no sabía qué hacer con aquel anciano-insecto, ella, que llevaba semanas alimentándose con carne humana. Entonces ascendía por su garganta un aullido de loba. No había foto capaz de fijar ese grito… Un campesino miró, suspirando, los ojos de la cabeza arrojada en la carretera. A continuación se inclinó y con mano torpe la metió en un saco de sayal. «Lo enterraré», masculló, «nosotros no somos tártaros…»

Y era menester entrar en las isbas de aquel apacible infierno para descubrir que aquella vieja que observaba la calle a través del cristal era la momia de una muchacha muerta hacía varias semanas, sentada ante aquella ventana con la imposible esperanza de salvarse.

Charlotte abandonó la misión no bien regresó a Moscú. Al salir del hotel, se mezcló con la abigarrada muchedumbre de la plaza y desapareció. En el mercado de Sujarevka, donde el trueque estaba al orden del día, intercambió una moneda de plata de cinco francos (el comerciante estampilló la moneda con la muela y la hizo sonar en el filo de un hacha) por dos hogazas de pan que debían cubrir los primeros días de su viaje. Iba ya vestida como una rusa, y en la estación, durante el violento y desordenado asalto a los vagones, nadie reparó en aquella muchacha que, ajustándose la mochila, se debatía zarandeada por las frenéticas sacudidas del magma humano.

Partió, y lo vio todo. Desafió el infinito de aquel país, su espacio huidizo, en el que se encenagan los días y los años. Pero ella avanzaba chapoteando en aquel tiempo estancado. En tren, en telega, a pie…

Lo vio todo. Caballos enjaezados, toda una manada, que galopaban sin jinete por un llano, se detenían un instante, reemprendían despavoridos su enloquecida carrera, felices y aterrados de su libertad reconquistada. Uno de los caballos fugitivos llamó la atención de todo el mundo. Un sable, profundamente hundido en la silla, se erguía en su lomo. El caballo galopaba y la larga hoja encajada en el cuero recio se balanceaba flexible y brillante bajo el sol del atardecer. La gente seguía con la mirada sus reflejos escarlatas, que se difuminaban paulatinamente en la bruma de los campos. Sabían que aquel sable, con la empuñadura rellena de plomo, probablemente había cortado un cuerpo en dos -desde el hombro hasta el bajo vientre- antes de incrustarse en el cuero. Y que las dos mitades se habían desplomado en la hierba pisoteada, cada una por un lado.

Vio también los caballos muertos que extraían de los pozos. Y los nuevos pozos que excavaban en la tierra untuosa y pesada; los maderos de la armazón que los campesinos bajaban al fondo del hoyo olían a madera fresca.

Vio a un grupo de aldeanos que, dirigidos por un hombre con una chaqueta de cuero negro, tiraban de una gruesa cuerda enrollada en torno a la cúpula y a la cruz de una iglesia. Los repetidos crujidos que producían al desmoronarse parecían avivar su entusiasmo. Y en otro pueblo, muy de mañana, divisó a una vieja arrodillada ante un bulbo de iglesia caído entre las tumbas de un cementerio sin tapia, abierto a la frágil sonoridad de los campos.

Atravesó pueblos desiertos con huertos rebosantes de frutas maduras que caían en la hierba o se secaban en las ramas. Recaló en una ciudad donde un vendedor mutiló un día, en el mercado, a un niño que había intentado robarle una manzana. Todos los hombres con quienes se topaba parecían o bien precipitarse hacia una meta desconocida, abalanzándose hacia los trenes, apretujándose en los embarcaderos, o bien esperar a no se sabía quién, ante las puertas cerradas de las tiendas, junto a portales custodiados por soldados y, a veces, simplemente, en el borde de la carretera.

El espacio con el que se enfrentaba no conocía término medio: el increíble hacinamiento humano se trocaba de repente en un desierto absoluto donde la inmensidad del cielo o la profundidad de los bosques hacían impensable la presencia del hombre. Y ese vacío desembocaba, sin transición alguna, en un feroz tropel de campesinos que chapoteaban en la orilla arcillosa de un río crecido con las lluvias del otoño. Sí, Charlotte también vio eso. Vio cómo aquellos campesinos encolerizados repelían con largas varas un pontón flotante del que se elevaba un interminable lamento. En la cubierta, se divisaban figuras que tendían sus descarnadas manos hacia la orilla. Eran enfermos de tifus, abandonados, que llevaban varios días navegando a la deriva en su cementerio flotante. Cada vez que intentaban atracar, los de la orilla se concertaban para impedírselo. El pontón proseguía su fúnebre travesía, y la gente moría, ahora ya de hambre. Pronto no les quedarían fuerzas para bajar a tierra, y los últimos supervivientes, despertados un día por el intenso y monótono batir poderoso de las olas, divisarían el horizonte indiferente del Caspio…

Una mañana, en la linde de un bosque refulgente de escarcha, vio unas sombras colgadas de los árboles, y los rictus consumidos de los ahorcados a quienes nadie había pensado en enterrar. Arriba, en el luminoso azul del cielo, una bandada de aves migratorias se difuminaba lentamente, acentuando el silencio con el eco de sus chillidos.

No la aterrorizaba ya el pesado y sincopado respirar de aquel mundo ruso. Había aprendido mucho desde su llegada. Sabía que era práctico llevar siempre, lo mismo en un vagón que en una telega, una bolsa llena de paja con unas piedras en el fondo. Era lo que los bandidos arrebataban a los viajeros en sus incursiones nocturnas. Sabía que el mejor lugar en el techo de un vagón era el de al lado del agujero de ventilación: en esa abertura se amarraban unas cuerdas que permitían bajar y subir rápidamente. Y cuando, con mucha suerte, encontraba un hueco en un pasillo abarrotado, no debía sorprenderle ver a un niño atemorizado a quien la gente hacinada en el suelo se iba pasando hasta la salida. Los que estaban acurrucados junto a la puerta la abrían y sostenían al niño en el estribo mientras hacía sus necesidades. Ese acarreo parecía más bien divertirles; sonreían, conmovidos por la criaturilla que se dejaba trasegar sin decir nada, emocionados por esa urgencia tan natural en un universo tan inhumano… Tampoco se sorprendía cuando, de noche, en medio del martillear de los raíles, se elevaba un susurro: la gente se comunicaba la muerte de un pasajero, una vida que se esfumaba entre el magma compacto de las demás.

Sólo una vez en el transcurso de aquella larga travesía jalonada de sufrimiento y sangre, enfermedades y barro, creyó entrever una parcela de serenidad y de cordura. Se hallaba ya al otro lado del Ural. Al salir de una aldea medio devorada por un incendio, divisó a unos hombres sentados en un ribazo cubierto de hojas secas. En sus pálidos semblantes, vueltos hacia el tibio sol de finales de otoño, se reflejaba una placidez beatífica. El campesino que conducía la telega en que iba Charlotte meneó la cabeza y explicó a media voz: «Pobre gente. Hay una docena rondando por aquí. Ha ardido su manicomio. Sí, locos, vaya…».

No, nada podía ya sorprenderla.

Muchas veces, apretujada en la irrespirable oscuridad de un vagón, tenía un sueño breve, luminoso y totalmente inverosímil. Nevaba, y unos enormes camellos volvían sus desdeñosas cabezas hacia una iglesia. Por la puerta abierta de la iglesia, salían cuatro soldados arrastrando a un sacerdote que suplicaba con voz desgarrada. Los camellos con las jorobas cubiertas de nieve, la iglesia, la multitud jocosa… En su sueño, Charlotte recordaba que, en otro tiempo, aquellas siluetas gibosas le evocaban siempre las palmeras, el desierto, los oasis…

Y en ese preciso momento despertaba de su sopor: ¡no, no soñaba! Se hallaba en medio de un ruidoso mercado en una ciudad desconocida. La nieve se le pegaba a las pestañas. Los transeúntes se acercaban y sopesaban la medallita de plata que ella esperaba intercambiar por una hogaza de pan. Los camellos dominaban desde las alturas el rebullicio de los comerciantes, cual extraños drakars hincados sobre soportes. Y ante las regocijadas miradas de la multitud, los soldados empujaban al sacerdote hasta un trineo repleto de paja y le obligaban a subir a él.

Tras ese falso sueño, su paseo, por la noche, fue tan cotidiano, tan real… Cruzó una calle cuyos adoquines relucían bajo el brumoso resplandor de un farol. Abrió la puerta de una panadería. Su interior caldeado y bien alumbrado le pareció familiar hasta por el color de la madera barnizada del mostrador y por la disposición de los pasteles y los bombones en el escaparate. La dueña la saludó afablemente, como a una cliente habitual, y le alargó una hogaza de pan. En la calle, Charlotte se detuvo estupefacta: ¡tenía que haber comprado mucho más pan! ¡Dos, tres, no, cuatro hogazas! Y debía haberse fijado en la calle donde estaba aquella excelente panadería. Se acercó a la casa de la esquina, alzó los ojos. Pero las letras, de aspecto extraño, evanescente, se entremezclaban, parpadeaban. «¡Seré tonta!», pensó de pronto. «Si ésta es la calle donde vive mi tío…»

Se despertó sobresaltada. En el tren, detenido en campo raso, se oía un zumbido confuso: una banda había asesinado al maquinista y recorría los vagones incautándose de cuanto caía en sus manos. Charlotte se quitó el chal y se cubrió la cabeza anudándose las puntas bajo la barbilla, como hacen las campesinas ancianas. Luego, sonriendo todavía al recordar su sueño, se colocó en las rodillas una bolsa llena de trapos viejos enrollados en torno a una piedra…

Y si no le ocurrió nada durante aquellos dos meses de viaje fue porque el inmenso continente que atravesaba estaba ahíto de sangre. La muerte, cuando menos por unos años, perdía atractivo, pues se había convertido en algo demasiado trivial que no merecía ya esfuerzo alguno.

Charlotte atravesó Boiarsk, la ciudad siberiana de su infancia, sin preguntarse si era aún un sueño o la realidad. Se sentía demasiado débil para pensar en ello.

Sobre la entrada de la casa del gobernador ondeaba una bandera roja. Dos soldados armados con fúsiles pateaban la nieve uno a cada lado de la puerta… Algunas ventanas del teatro estaban rotas y alguien las había tapado, a falta de algo mejor, con paneles del decorado de madera contrachapada: tan pronto se divisaba un follaje salpicado de flores blancas, probablemente el utilizado para El jardín de los cerezos, como la fachada de una dacha. Y encima del portal, dos obreros extendían una larga banda de calicó rojo. «¡Todos al mitin popular de la sociedad de ateos!», leyó Charlotte aminorando un poco el paso. Uno de los obreros cogió un clavo que llevaba apretado entre los dientes y lo hincó con fuerza junto al signo de admiración.

– ¡Vaya, hemos acabado la faena antes de que se haga de noche, gracias a Dios! -gritó a su compañero.

Charlotte sonrió y prosiguió su camino. No, no soñaba.

Un soldado, que se hallaba apostado junto al puente, le cerró el paso y le pidió que le mostrara la documentación. Charlotte obedeció. El soldado la cogió y, como probablemente no sabía leer, decidió retenérsela. Hasta él mismo parecía asombrado de su propia decisión. «Podrá recuperarla cuando el consejo revolucionario haga las comprobaciones pertinentes», le comunicó, repitiendo a todas luces las palabras que había oído en boca de otro. Charlotte no se vio con fuerzas para discutir.

Hacía tiempo que se había aposentado el invierno en Boiarsk. Pero ese día el aire era tibio, y el hielo, bajo el puente, tenía la superficie cubierta de grandes manchas húmedas. Un breve periodo de bonanza. Gruesos copos perezosos remolineaban en el silencio blanco de los descampados que tantas veces atravesara Charlotte en su infancia.

La isba pareció divisarla de lejos, con sus dos angostas ventanas. Sí, la casa la miraba acercarse, su arrugada fachada esbozaba una imperceptible muequecilla, que expresaba la amarga alegría del reencuentro.

Poca cosa esperaba Charlotte de aquella visita. Estaba preparada desde hacía tiempo para recibir las noticias que no dejarían ninguna esperanza: la muerte, la locura, la desaparición. O una ausencia pura y simple, inexplicable, natural, que no habría sorprendido a nadie. No quería confiar pero seguía confiando.

Era tal el agotamiento acumulado durante los últimos días que ya sólo pensaba en el calor de la gran estufa, en arrimarse a ella y dejarse caer en el suelo.

Desde la escalera de la isba, descubrió bajo un escuálido manzano a una vieja con la cabeza arrebujada en un chal negro. La mujer se había agachado para recoger una rama semienterrada en la nieve. Charlotte la llamó. Pero la anciana campesina no se volvió. La voz era demasiado débil y se desvanecía pronto en el aire apagado y tibio. Charlotte no se sintió capaz de lanzar otro grito.

Empujó la puerta con el hombro. En la oscura y fría entrada descubrió toda una reserva de madera: tablas de cajas de embalaje, placas de parquet e incluso, formando un montículo negro y blanco, las teclas de un piano. Recordó que lo que más suscitaba la ira del pueblo eran los pianos que encontraban en los pisos de los ricos. Había visto uno, destrozado a hachazos, incrustado en medio de un río helado.

Al entrar en la habitación, su primer gesto fue tocar las piedras de la estufa. Estaban tibias. La invadió un agradable vértigo. Quiso ya deslizarse al pie de la estufa cuando, sobre la mesa de gruesas tablas oscurecidas por los años, se fijó en un libro abierto. Un volumen antiguo de papel rugoso. Apoyándose en un banco, se inclinó sobre las páginas abiertas. Curiosamente, las letras empezaron a bailarle ante los ojos, a difuminarse, como le ocurrió aquella noche en el tren, cuando soñó con la calle parisiense donde vivía su tío. Pero ahora no se debía a ningún sueño, sino a las lágrimas. Era un libro francés.

Cuando la vieja del chal negro entró, no pareció sorprenderse al ver a aquella delgada muchacha que se levantaba del banco. De las ramas secas que llevaba bajo el brazo caían al suelo largos filamentos de nieve. Su ajado rostro se asemejaba al de cualquier anciana campesina de aquella comarca siberiana. Sus labios, cubiertos de una fina red de arrugas, se estremecieron. Y en aquella boca, en el pecho mustio de aquel ser irreconocible, resonó la voz de Albertine, una voz cuya entonación no había cambiado un ápice.

– Durante todos estos años, sólo tenía miedo de una cosa: ¡de que regresases aquí!

Sí, ésa fue la primera frase que dirigió Albertine a su hija. Y Charlotte comprendió: lo que habían vivido desde su despedida en el andén, ocho años atrás, toda aquella multitud de gestos, rostros, palabras, sufrimientos, privaciones, esperanzas, inquietudes, gritos, lágrimas…, todo ese rumor de la vida resonaba como un solo eco que se negaba a morir. Ese encuentro, tan ansiado, tan temido.

– Quería pedirle a alguien que te escribiera diciéndote que había muerto. Pero estábamos en guerra, y luego vino la revolución. Y de nuevo la guerra. Y…

– No me hubiera creído lo que dijera esa carta…

– Ya; luego pensé que de todas formas no te lo creerías.

Arrojó las ramas junto a la estufa y se acercó a Charlotte. Cuando la miró en París, desde la ventana del vagón, su hija tenía once años. Pronto iba a cumplir veinte.

A Albertine se le iluminó el semblante y se volvió hacia la estufa.

– ¿No oyes? -susurró-. Los ratones, ¿recuerdas? Ahí siguen…

Más tarde, acuclillada ante el fuego que se reavivaba tras la puertecilla de hierro colado, Albertine murmuró como para sus adentros, sin mirar a Charlotte, que se había echado en el banco y parecía dormida:

– Así es este país. Entrar en él es fácil, pero una vez dentro no se sale nunca…

El agua caliente parecía una sustancia nueva, desconocida. Charlotte tendía las manos hacia el hilillo que su madre le vertía lentamente sobre los hombros y la espalda con un cazo de cobre. En la oscuridad de la habitación tan sólo iluminada por la tenue llama de una tea encendida, las gotas calientes semejaban resina de pino. Producían deliciosas cosquillas en su cuerpo. Charlotte se restregaba con una bola de arcilla azul; el jabón no era más que un vago recuerdo.

– Estás muy flaca -dijo Albertine muy quedo, y su voz se quebró.

Charlotte se rio despacito. Y al alzar la cabeza con el pelo húmedo, vio que las lágrimas que brillaban en los ojos apagados de su madre tenían el mismo color, ámbar, de la resina.

En los días siguientes, Charlotte intentó averiguar cómo podían abandonar Siberia (por superstición, no se atrevía a decir «regresar a Francia»). Acudió a la que antes fuera la casa del gobernador. Los soldados que custodiaban la entrada le sonrieron. ¿Sería buena señal? La secretaria del nuevo dirigente de Boiarsk la hizo esperar en un cuartito; el mismo, pensó Charlotte, donde esperaba, antaño, el paquete con las sobras de la comida…

El dirigente la recibió sentado tras su pesado escritorio. Con el ceño fruncido, siguió trazando enérgicas rayas con un lápiz rojo en las páginas de un folleto. Sobre la mesa descansaba todo un rimero de opúsculos idénticos.

– ¡Hola, ciudadana! -exclamó por fin alargándole la mano.

Hablaron. Y Charlotte, con incrédulo estupor, comprobó que las respuestas del funcionario semejaban un extraño y deformado eco de las preguntas que se le formulaban. Ella le habló del Comité Francés de Socorro, y oyó, a manera de eco, un breve discurso sobre las miras imperialistas de Occidente ocultas tras la filantropía burguesa. Manifestó su deseo de regresar a Moscú para… La interrumpió el eco: las fuerzas intervencionistas del extranjero y los enemigos de clase en el seno del país se dedicaban a sabotear la reconstrucción de la joven República Soviética…

Tras aguantar durante un cuarto de hora semejante diálogo para sordos, a Charlotte le entraron ganas de gritar: «¡Lo único que quiero es marcharme!». Pero ya no podía zafarse de la absurda lógica de la conversación.

– Un tren para Moscú…

– El sabotaje de los expertos burgueses a los ferrocarriles…

– La delicada salud de mi madre…

– La horrible herencia económica y cultural que nos ha legado el zarismo…

Por fin, Charlotte, agotada, susurró débilmente:

– Por favor, devuélvame mi documentación…

La voz del dirigente pareció tropezar con un obstáculo. Un rápido espasmo le recorrió el rostro. Salió del despacho sin abrir la boca. Aprovechando su ausencia, Charlotte echó una ojeada al montón de folletos. El título la sumió en una gran perplejidad: Para poner fin a la relajación sexual en las células del Partido (Recomendaciones). Luego eso era lo que subrayaba el dirigente con lápiz rojo.

– No hemos encontrado su documentación -dijo al entrar.

Charlotte insistió. Entonces ocurrió algo tan inverosímil como lógico. El dirigente vomitó tal sarta de juramentos que, aun tras haber viajado dos meses en trenes abarrotados, Charlotte se quedó perpleja. El otro seguía increpándola cuando ella tenía ya la mano en el pomo de la puerta. Luego, arrimando bruscamente su rostro al de ella, le espetó:

– ¡Puedo detenerte y fusilarte ahí mismo, en el patio, detrás del cagadero! ¿Te has enterado, espía asquerosa?

De regreso, mientras caminaba por los campos nevados, Charlotte se dijo que estaba naciendo una nueva lengua en aquel país. Una lengua que ella ignoraba, y por eso le había parecido inverosímil el diálogo en el antiguo despacho del gobernador. No, todo encajaba: la elocuencia revolucionaria que degeneraba de repente en un lenguaje abyecto, y ese llamarla «ciudadana» y «espía», y el folleto que reglamentaba la vida sexual de los miembros del Partido. Sí, se inauguraba un nuevo orden de cosas. Todo en ese mundo, con ser tan familiar, iba a cambiar de nombre; a cada objeto, a cada ser, iba a aplicársele una etiqueta diferente.

«¿Y esta nieve lenta?», pensó, «¿y estos copos soñolientos de la bonanza en el cielo malva del atardecer?» Recordó lo feliz que le hacía, de niña, ver esa nieve al salir a la calle tras darle la clase a la hija del gobernador. «Igual que hoy…», se dijo respirando profundamente.

A los pocos días, la vida se paralizó. Durante una límpida noche, un gélido frío bajó del cielo. El mundo se trocó en un cristal de hielo en el que se habían incrustado los árboles erizados de escarcha, las columnas blancas e inmóviles sobre las chimeneas, la línea plateada de la taiga en el horizonte y el sol envuelto en un halo tornasolado. La voz humana se perdía; se helaba, como el vapor, en los labios.

No pensaban sino en subsistir, en vivir al día, preservando una minúscula parcela de calor en torno al cuerpo.

Las salvó sobre todo la isba. En ella todo estaba concebido para hacer frente a los inviernos sin fin, a las noches sin fondo. Incluso los gruesos troncos conservaban en su seno la dura experiencia de varias generaciones de siberianos. Albertine había adivinado la respiración secreta de la vieja morada, había aprendido a vivir en estrecha fusión con la cálida lentitud de la gran estufa que ocupaba media habitación, con su vivido silencio. Y Charlotte, al observar los gestos cotidianos de su madre, pensaba a menudo, sonriendo: «¡Si es una auténtica siberiana!». Ya el primer día había reparado en unos manojos de hierba seca que había en la entrada. Recordaban los ramos que utilizan los rusos para azotarse en los baños. Cuando dieron cuenta de la última rebanada de pan, adivinó la verdadera utilidad de los manojos. Albertine puso a macerar uno en agua caliente y, por la noche, comieron lo que más adelante llamarían en broma «la sopa de verduras siberiana», un revoltillo de tallos, granos y raíces. «Empiezo a conocerme al dedillo las plantas de la taiga», dijo Albertine, sirviendo la sopa en los platos. «Además, me sorprende que las aproveche tan poco la gente de aquí…»

Las salvó también la presencia de aquella niña, la pequeña cíngara que se encontraron un día, medio congelada, en la escalera, rascando las tablas de la puerta con sus dedos entumecidos, amoratados de frío… Para conseguirle comida, Charlotte hizo lo que nunca habría hecho por sí misma. En el mercado la vieron mendigando: una cebolla, unas patatas heladas, un pedazo de tocino. Hurgó en el contenedor de basura que estaba junto a la cantina del Partido, no lejos del lugar donde el dirigente había pensado fusilarla. Llegó a descargar vagones por una hogaza de pan. La niña, que estaba esquelética cuando la encontraron, osciló unos días en la frágil frontera entre la luz y las tinieblas; luego, lentamente, con vacilante asombro, se deslizó de nuevo en ese extraordinario fluir de días, palabras, olores, en eso que todo el mundo llamaba la vida…

En marzo, un día en que resplandecía el sol y crujía la nieve bajo las pisadas de los transeúntes, una mujer (¿su madre?, ¿su hermana?) se presentó en la casa y, sin decir nada, se la llevó. Charlotte las alcanzó en los linderos de la barriada y alargó a la niña la muñeca de mejillas desconchadas con la que jugaba la pequeña cíngara durante las largas veladas de invierno… Aquella muñeca venía de París y era, junto con los viejos periódicos de la «maleta siberiana», uno de los últimos vestigios del pasado.

El hambre de verdad -Albertine lo sabía- llegaría en primavera… No quedaba un solo manojo de hierbas en las paredes de la entrada; el mercado estaba desierto. En mayo, abandonaron la isba, sin saber muy bien adonde se dirigían. Anduvieron por un camino todavía saturado de humedad primaveral, inclinándose de vez en cuando a coger finos brotes de acedera.

Un kulak las aceptó como jornaleras en su granja. Era un siberiano fornido y seco; de su barba, que le ocultaba medio rostro, brotaban escasas frases, siempre breves y definitivas.

– No os pagaré nada -dijo sin ambages-. La comida y la cama. No os contrato por vuestra cara bonita. Necesito brazos.

No tenían elección. Los primeros días, Charlotte, al regresar a la granja, se derrumbaba, exhausta, en el camastro, con las manos cubiertas de ampollas reventadas. Albertine, que se pasaba el día cosiendo sacos para la futura cosecha, la cuidaba como podía. Una noche, Charlotte se sentía tan cansada que, al tropezarse con el dueño de la granja, empezó a hablarle en francés. La barba del campesino pareció cobrar vida; sus ojos se achinaron: sonreía.

– Bueno, mañana puedes descansar. Si tu madre quiere, podéis ir a la ciudad… -Dio unos pasos y se volvió-: Los jóvenes del pueblo se reúnen cada noche para bailar y divertirse, ¿sabes? Ve con ellos, si te apetece…

Como habían acordado, el campesino no les pagó nada. En otoño, cuando se disponían a regresar a la ciudad, les señaló una telega cuya carga estaba cubierta con una tela de sayal nueva.

– Os llevará él -dijo señalándoles a un anciano campesino sentado en el pescante.

Albertine y Charlotte le dieron las gracias y se encaramaron a la telega colmada de cajas, sacos y paquetes.

– ¿Todo eso manda usted al mercado? -inquirió Charlotte para llenar el embarazoso silencio de los últimos minutos.

– No. Es lo que habéis ganado.

No les dio tiempo a contestar. El anciano tiró de las riendas, la telega se bamboleó y empezó a rodar por el polvo caliente del camino… Bajo la tela, Charlotte y su madre descubrieron tres sacos de patatas, dos sacos de trigo, un tonelete de miel, cuatro enormes calabazas y varias cajas de verduras, habas y manzanas. En un rincón, divisaron media docena de gallinas con las patas atadas; un gallo, en medio, las miraba colérico y humillado.

– De todas formas, pondré a secar unos manojos de hierbas -dijo Albertine cuando acertó por fin a despegar la vista de aquel tesoro-. Nunca se sabe…

Murió dos años después. Era una noche de agosto, serena y transparente. Charlotte regresaba de la biblioteca donde, como le habían encomendado, tenía que revisar montañas de libros recogidos en las mansiones nobiliarias destruidas… Su madre estaba sentada en un pequeño banco pegado a la pared de la isba, con la cabeza apoyada en la madera lisa de los rollizos. Tenía los ojos cerrados. Había debido de dormirse y morir durante el sueño. Una leve brisa procedente de la taiga hacía temblar las páginas del libro abierto en sus rodillas. Era el librito francés, con el dorado del canto gastado.

Se casaron la primavera del año siguiente. Él era oriundo de un pueblo situado a orillas del mar Blanco, a diez mil kilómetros de la ciudad siberiana adonde le había llevado la guerra civil. Charlotte no tardó en observar en él que el orgullo que sentía por ser «juez del pueblo» corría parejo con un vago malestar cuyas causas ni él mismo habría sabido explicar por entonces. Durante la cena ofrecida con motivo de la boda, uno de los invitados propuso, con voz grave, guardar un minuto de silencio por la muerte de Lenin. Todos se levantaron… Tres meses después de la boda, destinaron al juez al otro extremo del imperio, a Bujará. Charlotte insistió en llevarse la maleta grande llena de viejos periódicos franceses. Su marido no se opuso, pero en el tren, disimulando mal ese permanente malestar, le explicó que entre su vida francesa y la de allí se alzaba una frontera mucho más insalvable que cualquier montaña. Buscaba palabras para designar lo que a todos les resultaría muy pronto de lo más natural: el Telón de Acero.

6

Los camellos bajo una tempestad de nieve, los fríos que helaban la savia de los árboles y reventaban los troncos, las manos transidas de Charlotte atrapando largos maderos que le arrojaban desde lo alto del vagón…

Así renacía ese fabuloso pasado en nuestra fumosa cocina, durante las veladas de invierno. Al otro lado de la ventana cubierta de nieve se extendía una de las mayores ciudades de Rusia y la llanura gris del Volga, se erguían los edificios-fortaleza de la arquitectura estalinista. Y allí, en medio del desorden de una cena interminable y de las nubes nacaradas provocadas por el humo del tabaco, surgía la sombra de la misteriosa francesa extraviada bajo el cielo siberiano. El televisor desgranaba las noticias del día, retransmitía las sesiones del último congreso del Partido, pero ese sonido de fondo no distraía las conversaciones de nuestros invitados.

Yo, acurrucado en un rincón de esa cocina atestada, con el hombro pegado a la repisa desde la que presidía el televisor, los escuchaba atentamente intentando hacerme invisible. Sabía que muy pronto emergería de la niebla azul el rostro de un adulto y que oiría un grito de jocosa indignación:

– Pero ¿habéis visto a este mocoso trasnochador? Si son las doce pasadas y todavía no está en la cama. ¡Vamos, arreando de aquí! Cuando te salga barba te llamaremos…

Tras ser expulsado de la cocina, no acertaba a conciliar el sueño, intrigado por una pregunta a la que no cesaba de darle vueltas en mi joven cabeza: «¿Por qué les gusta tanto hablar de Charlotte?».

Al principio me dije que aquella francesa era para mis padres y sus invitados un tema de conversación ideal, pues bastaba que evocaran los recuerdos de la última guerra para que estallara una discusión. Mi padre, que había combatido cuatro años en primera línea, en infantería, atribuía la victoria a aquellas tropas sepultadas en el barro que, según su expresión, habían regado con su sangre la tierra desde Stalingrado hasta Berlín. Su hermano, sin ánimo de ofenderle, replicaba entonces que, «como todo el mundo sabe», la artillería era la diosa de la guerra moderna. La discusión subía de tono. Poco a poco, los artilleros eran tildados de enchufados, y la infantería, aludiendo al lodo de los caminos de guerra, se convertía en la «infectería». Llegados a ese punto, intervenía el mejor amigo de ambos, ex piloto de caza, y la conversación entraba en un peligrosísimo picado. Y todavía no habían pasado revista ni a los respectivos méritos de sus frentes, distintos los tres, ni al papel de Sta- lin durante la guerra…

Yo notaba que ese tema les dolía en lo más profundo. Porque sabían que cualquiera que hubiera sido su aportación a la victoria, la suerte estaba echada: su generación, diezmada, crucificada, tardaría muy poco en desaparecer. Tan poco como ellos: el soldado de infantería, el artillero y el piloto. Es más, mi madre, siguiendo el destino de los niños nacidos en los años veinte, les precedería. A los quince años, me quedaría solo con mi hermana. Latía en su polémica como una tácita premonición de ese futuro tan próximo… La vida de Charlotte -pensaba yo- les reconciliaba, pues les brindaba un terreno neutro.

Con el tiempo comencé a columbrar que esa predilección por la francesa durante sus interminables controversias respondía a un motivo muy distinto. Y es que bajo el cielo ruso Charlotte aparecía como una extra- terrestre. Ajena a la cruel historia del inmenso imperio, a sus hambrunas, revoluciones y guerras civiles. Nosotros, los rusos, no teníamos elección. Pero ¿y ella? El país observado a través de su mirada se tornaba irreconocible, pues lo juzgaba una extranjera, a veces ingenua, pero con frecuencia más perspicaz que ellos mismos. En los ojos de Charlotte se reflejaba un mundo inquietante en el que latía una verdad espontánea, una Rusia insólita que necesitaban descubrir.

Yo los escuchaba. Y descubría también el destino ruso de Charlotte, pero a mi manera. Ciertos pormenores apenas evocados se ampliaban en mi cabeza conformando todo un universo secreto. En cambio, me pasaban inadvertidos otros acontecimientos a los que los adultos prestaban considerable importancia.

Así, curiosamente, las horribles escenas de canibalismo ocurridas en los pueblos del Volga no me causaron gran efecto. Acababa de leer Robinson Crusoe, y los congéneres de Viernes, con sus festivos ritos de antropofagia, me habían vacunado, de manera novelesca, contra las atrocidades reales.

Tampoco fue la dura faena en la granja lo que más me impresionó del pasado rural de Charlotte. No, lo que se me quedó hondamente grabado fue cuando Charlotte se reunió con los jóvenes del pueblo. Charlotte había acudido aquella misma noche y los había encontrado enzarzados en una discusión metafísica: se trataba de averiguar qué clase de muerte fulminante le sobrevendría a quien osara entrar a medianoche en un cementerio. Charlotte aseguró, sonriente, que ella se atrevía a enfrentarse a todas las fuerzas sobrenaturales, esa misma noche, en medio de las tumbas. Las distracciones eran escasas.

Los jóvenes, esperando secretamente algún desenlace macabro, saludaron su valor con tumultuoso entusiasmo. Faltaba decidir el objeto que esa francesa chiflada tenía que dejar en una de las tumbas del cementerio del pueblo. Y no era fácil. Porque todo lo que propusieron podía ser sustituido por otra cosa igual: un pañuelo, una piedra, una moneda… Sí, esa astuta extranjera podía muy bien acudir al alba y colgar el chal mientras todo el mundo dormía. No, había que elegir un objeto único… A la mañana siguiente, toda una delegación encontró colgado de una cruz, en el rincón más oscuro del cementerio, «el bolso del Pont-Neuf»…

Al imaginar el bolso femenino en medio de las cruces, bajo el cielo de Siberia, empecé a presentir lo increíble que podía llegar a ser el destino final de las cosas. Estas viajaban, bajo su superficie trivial acumulaban las épocas de nuestra vida, enlazando así instantes tan alejados.

Por lo que respecta al matrimonio de mi abuela con el juez del pueblo, se me ocultaba sin duda parte del pintoresquismo histórico que los adultos podían captar en él. El amor de Charlotte, los galanteos de mi abuelo, la extraña pareja que formaban, insólita en aquella comarca siberiana… De todo eso sólo conservé un fragmento: Fiódor -guerrera bien planchada, botas resplandecientes- se dirige hacia el lugar de la cita definitiva. A unos pasos tras él, su joven escribano, hijo de un pope, consciente de la gravedad del momento, camina lentamente con un enorme ramo de rosas en la mano. Un juez del pueblo, siquiera enamorado, no debía parecer un vulgar pretendiente de opereta. Charlotte los ve de lejos, comprende de inmediato el porqué de ese despliegue y, esgrimiendo una maliciosa sonrisa, acepta el ramo que Fiódor toma de manos del escribano. Este, intimidado pero curioso, retrocede sin darles la espalda y desaparece.

O quizá también este fragmento: la única foto de la boda (salvo ésta, las fotos en que aparecía el abuelo serían confiscadas a raíz de su arresto), donde sus dos rostros se inclinaban levemente el uno hacia el otro, y en los labios de Charlotte, increíblemente joven y guapa, apuntaba el reflejo sonriente de la «petite pomme»…

Por lo demás, no todo lo que mis oídos infantiles captaban durante aquellos largos relatos nocturnos estaba siempre claro. Esa reacción del padre de Charlotte, por ejemplo… El rico y respetable médico se entera un día, por mediación de uno de sus pacientes, un alto funcionario de la policía, de que la gran manifestación de obreros que, en cuestión de minutos, desembocaría en la plaza principal de Boiarsk sería recibida, antes de llegar allí, en uno de los cruces, con tiros de ametralladora. Tan pronto se marcha el paciente, el doctor Lemonnier se quita la bata blanca y, sin llamar a su cochero, salta al coche y se lanza a la calle para avisar a los obreros.

No hubo matanza… Y yo me preguntaba a menudo por qué aquel «burgués», un privilegiado, habría obrado así. Estábamos acostumbrados a ver el mundo en blanco y negro: ricos y pobres, explotadores y explotados; en una palabra, enemigos de clase y justos. El gesto del padre de Charlotte me despistaba. De la masa humana, tan cómodamente dividida en dos, surgía el hombre y su imprevisible libertad.

Tampoco entendía lo que había ocurrido en Bujará. Únicamente adivinaba que había sido atroz. No por casualidad los adultos lo evocaban con sobreentendidos acompañados de elocuentes cabeceos. Era una especie de tabú, y el relato giraba en torno a él, limitándose a aludir al marco en el que había sucedido. Lo primero que se me aparecía era un río que fluía sobre un lecho de guijarros lisos; luego, un camino que recorría el desierto infinito. De pronto el sol empezaba a balancearse ante los ojos de Charlotte, y su mejilla se inflamaba al contacto con la arena ardiente, y el cielo se llenaba de relinchos… La escena, cuyo sentido se me escapaba pero cuya densidad física percibía, moría en aquel punto. Los adultos suspiraban, cambiaban de conversación, se escanciaban otra copa de vodka.

Acabé adivinando que aquel incidente sobrevenido en las arenas de Asia central había marcado para siempre, de manera misteriosa y muy íntima, la historia de nuestra familia. Observé asimismo que no lo mencionaban nunca cuando el hijo de Charlotte, mi tío Serguéi, estaba entre los invitados…

En realidad, si yo les espiaba cuando se entregaban a aquellas confidencias nocturnas lo hacía sobre todo para explorar el pasado francés de mi abuela. Lo que atañía a su vida rusa me interesaba menos. Era como un investigador que, al examinar un meteorito, se siente casi exclusivamente atraído por unos cristalillos incrustados en su superficie basáltica. Y al igual que uno sueña que emprende un largo viaje cuyo destino aún desconoce, yo soñaba con el balcón de Charlotte y con su Atlántida, donde me daba la impresión de haber dejado, un año atrás, una parte de mí mismo.

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