II

1

Aquel verano me daba mucho miedo volver a tropezarme con el zar.

Sí, me daba miedo volver a ver al joven emperador y a su esposa por las calles de París. Al igual que temes tropezarte con un amigo cuya muerte inminente sabes por su médico, un amigo que, en su feliz ignorancia, te confía sus proyectos.

¿Cómo podía acompañar a Nicolás y a Alejandra si sabía que estaban condenados? Si sabía que ni su hija Olga se salvaría. Que incluso los demás hijos que Alejandra no había traído aún al mundo conocerían el mismo trágico destino.

Aquella noche vi con secreta alegría que mi abuela, sentada en medio de las flores de su balcón, hojeaba un librito de poemas que tenía sobre las rodillas. ¿Había advertido mi apuro y le había venido a la memoria el incidente del verano anterior? ¿O sencillamente quería leemos uno de sus poemas favoritos?

Me senté en el suelo, a su lado, acodándome en la cabeza de la bacante de piedra. Mi hermana estaba de pie al otro lado, apoyada en la barandilla, con la mirada perdida en la cálida bruma de las estepas.

Charlotte recitaba con voz cantarina, como lo requerían los versos del poema:

Il est un air pour qui je donnerais

Tout Rossini, tout Mozart et tout Weber

Un air tres vieux, languissant et funèbre

Qui pour moi seul a des charmes secrets…


[10]

Merced a la magia de este poema de Nerval, de las sombras de la noche surgía un castillo de la época de Luis XIII y una dama «rubia, de ojos negros, con antiguo atavío»…

En ese instante me sacó de mi ensoñación poética la voz de mi hermana:

– ¿Y qué fue de Félix Faure?

Seguía allí, en el ángulo del balcón, ligeramente inclinada sobre la barandilla. Con ademanes distraídos, arrancaba de cuando en cuando una campanilla marchita y la arrojaba para contemplar sus evoluciones en el aire nocturno. Abismada en sus sueños de jovencita, no había escuchado el poema. Era verano, tenía quince años… ¿Por qué le había venido a la memoria el presidente de la República? Probablemente en aquel hombre guapo, imponente, con su elegante bigote y sus ojos grandes y tranquilos, había concentrado, por algún caprichoso juego de la ensoñación amorosa, la prefiguración de la presencia masculina. Y mi hermana preguntó en ruso, como para expresar mejor el misterio inquietante de esa presencia secretamente deseada: «¿Y qué fue de Félix Faure?».

Charlotte me lanzó una rápida mirada en la que se dibujaba una sonrisa. Luego cerró el libro que tenía en las rodillas y, suspirando suavemente, oteó a lo lejos, hacia aquel horizonte donde, un año atrás, viéramos emerger la Atlántida.

– El presidente murió unos años después de la visita de Nicolás II a París… -Hubo una breve vacilación, una pausa involuntaria que no hizo sino acrecentar nuestra atención-. Murió de repente, en el Elíseo, en los brazos de su amante, Marguerite Steinheil…

Esa frase marcó el final de mi infancia. «Murió en los brazos de su amante…»

La trágica belleza de tales palabras me impresionó en lo más hondo. Todo un mundo nuevo se me vino encima.

Además, la revelación me sorprendió sobre todo por su marco: ¡esa escena amorosa y mortal había ocurrido en el Elíseo! ¡En el palacio presidencial! En la cima de aquella pirámide del poder, de la gloria, de la celebridad mundana… Me imaginaba un lujoso interior con gobelinos, dorados, hileras de espejos. En medio de tal magnificencia, un hombre (¡el presidente de la República!) y una mujer unidos en un apasionado abrazo…

Atónito, empecé a traducir inconscientemente la escena al ruso. Es decir, a sustituir a los protagonistas franceses por sus equivalentes nacionales. Desfilaron ante mis ojos una serie de fantasmas envarados con sus trajes negros. Secretarios del Politburó, amos del Kremlin: Lenin, Stalin, Jruschov, Breznev. Cuatro personalidades muy distintas, amadas o aborrecidas por la población, cada una de las cuales había marcado toda una época en la historia del imperio. Sin embargo, todos tenían algo en común: a su lado, no era concebible ninguna presencia femenina, y menos aún, amorosa. Nos resultaba mucho más fácil evocar a Stalin en compañía de un Churchill en Yalta, o de un Mao en Moscú, que imaginarlo con la madre de sus hijos…

«El presidente murió en el Elíseo, en los brazos de su amante, Marguerite Steinheil…» La frase parecía un mensaje codificado proveniente de otra galaxia.

Charlotte fue a buscar a la maleta siberiana unos periódicos de la época para enseñamos la foto de Madame Steinheil. Y yo, enzarzado en mi traducción amorosa francorrusa, recordé cierta frase que le había oído una noche a un compañero de clase, un mozo desgarbado y pésimo estudiante. Salíamos del entrenamiento de halterofilia, la única disciplina en la que él descollaba, y caminábamos por los oscuros pasillos de la escuela. Al pasar junto al retrato de Lenin, mi compañero silbó de manera muy irrespetuosa y afirmó:

– Tanto hablar de Lenin y resulta que no tenía ni hijos. Lo que pasa es que no sabía hacer el amor…

Había utilizado un verbo muy vulgar para designar esa actividad sexual, deficiente, según él, en Lenin. Un verbo que yo jamás me habría atrevido a emplear y que, aplicado a Vladimir Ilich, se convertía en una monstruosa obscenidad. Estupefacto, oía resonar el eco de ese verbo iconoclasta en los largos pasillos vacíos…

«Félix Faure…, el presidente de la República…, en los brazos de su amante…» La Atlántida-Francia se me aparecía, ahora más que nunca, como una térra incógnita en la que nuestros conceptos rusos quedaban ya desfasados.

La muerte de Félix Faure me hizo cobrar conciencia de mi edad: tenía trece años, adivinaba lo que quería decir «morir en los brazos de una mujer», y se podía ya hablar conmigo de temas análogos. Por otra parte, el valor y la ausencia total de hipocresía que tenía el relato de Charlotte demostraron lo que ya sabía: no era una abuela como las demás. No, ninguna babuchka rusa se habría atrevido a sostener semejante conversación con su nieto. Y yo presentía que esa libertad de expresión entrañaba una visión insólita del cuerpo, del amor, de las relaciones entre el hombre y la mujer; en suma, una misteriosa «mirada francesa».

Por la mañana, salí a la estepa para soñar, a solas, con la fabulosa mutación que había provocado en mi vida la muerte del presidente. Con gran sorpresa mía, la escena, trasladada al ruso, no era ya expresable. ¡Incluso era imposible expresarla! La censuraba un inexplicable pudor de las palabras, la tachaba de repente una extraña moral ofuscada. Vamos, que en ruso fluctuaba entre la obscenidad mórbida y los eufemismos que trocaban a la pareja de amantes en personajes de una novela sentimental mal traducida.

«No», pensaba yo, tumbado en la hierba que ondulaba mecida por el viento cálido, «sólo en francés podía morir Faure en los brazos de Marguerite Steinheil…»

Gracias a los amantes del Elíseo, comprendí el misterio de aquella joven criada que, tras ser sorprendida en la bañera por su amo, se entregaba a él con terror y la pasión de un sueño por fin realizado. Sí, antes de Faure estaba ese extraño trío descubierto en una novela de Maupassant que había leído en primavera. Un dandi parisiense, a lo largo de todo el libro, suspiraba por el amor inaccesible de un ser femenino lleno de refinamientos decadentes, e intentaba conquistar el corazón de esa cortesana cerebral, indolente, semejante a una frágil orquídea, que le dejaba una y otra vez concebir vanas esperanzas. Y, junto a ellos, la criada, la sana y robusta muchacha sorprendida en la bañera. En la primera lectura tan sólo había vislumbrado ese triángulo, que se me antojaba artificial y carente de fuerza, pues ambas mujeres no podían considerarse siquiera rivales…

Ahora, en cambio, contemplaba con mirada distinta al trío parisiense. Se habían convertido en seres concretos, camales, palpables: ¡vivían! Reconocía ya el gozoso miedo que sacudía a la joven criada cuando la arrancaban de la bañera y la llevaban, empapada, a la cama. Notaba el cosquilleo de las gotas que se deslizaban por su carnoso pecho, el peso de sus caderas en los brazos del hombre, veía incluso el rítmico remolineo del agua en la bañera de donde acababa de salir su cuerpo. El agua se remansaba poco a poco… Y la otra, la mundana inaccesible que me recordara antes a una flor seca entre las páginas de un libro, resultó poseer una sensualidad soterrada, opaca. Su cuerpo encerraba un perfumado calor, una turbadora fragancia emanada de los latidos de su sangre, de la tersura de su piel, de la tentadora lentitud de sus palabras.

El amor fatal que hiciera estallar el corazón del presidente remodeló la Francia que yo llevaba dentro. Esta era fundamentalmente novelesca. Los personajes literarios que pululaban en los caminos de esa Francia parecieron, aquella noche memorable, despertar de un largo sueño. En otro tiempo, por más que blandiesen sus espadas, trepasen por escalas de cuerda, ingiriesen arsénico, declarasen su amor o viajasen en carroza con la cabeza cortada de su amado en las rodillas, no abandonaban su mundo ficticio. Con ser exóticos, brillantes y quizá divertidos, no lograban impresionarme. Al igual que el cura de Flaubert, ese sacerdote de provincias a quien confesaba Emma sus tormentos, tampoco yo entendía a aquella mujer: «Pero ¿qué más puede desear esa mujer, teniendo como tiene una casa bonita, un marido trabajador y el respeto de los vecinos?…».

Los amantes del Elíseo me ayudaron a entender Madame Bovary. En una fulgurante intuición, me vino a la mente este detalle: los dedos grasientos del peluquero estirando y alisando con destreza los cabellos de Emma. En el estrecho salón, se respira un aire sofocante, la luz mortecina de las velas aleja las sombras de la noche en ciernes. La mujer, sentada ante el espejo, acaba de dejar a su joven amante y se dispone a regresar a su casa. Sí, adiviné lo que podía sentir una mujer adúltera, al anochecer, en la peluquería, entre el postrer beso de una cita en el hotel y las primeras y rutinarias palabras que tendría que dirigir al marido… Sin acertar a explicármelo yo mismo, oía una cuerda vibrante en el interior de esa mujer. Mi corazón resonaba al unísono. «¡Emma Bovary soy yo!», me musitaba una voz risueña que surgía de los relatos de Charlotte.

El tiempo que fluía en nuestra Atlántida poseía sus propias leyes. Para ser más precisos, no fluía, sino que trazaba ondas en torno a cada acontecimiento evocado por Charlotte. Cada hecho, aun puramente accidental, quedaba incrustado para siempre en la cotidianidad de ese país. Por su cielo nocturno cruzaba siempre un cometa, por más que nuestra abuela, remitiéndose a un recorte de prensa, nos precisara la fecha exacta de esa aparición celeste: 17 de octubre de 1882. Ya no podíamos imaginar la Torre Eiffel sin ver a aquel austríaco loco que se arrojaba desde la aguja dentada y, por una mala pasada del paracaídas, se estrellaba en medio de una multitud de curiosos. El Pére-Lachaise no era ni mucho menos para nosotros un apacible cementerio, animado por los respetuosos susurros de un grupo de turistas. No, entre sus tumbas corría, en todas direcciones, gente armada que cruzaba disparos y se agazapaba tras las estelas funerarias. Ese combate entre communards y versalleses, narrado en una ocasión por nuestra abuela, había quedado asociado para siempre, en nuestras mentes, con el nombre del «Pére-Lachaise». Además, oíamos también el eco de la fusilería en las catacumbas de París. Porque, según Charlotte, se combatía en aquellos laberintos y las balas hendían los cráneos de los muertos de varios siglos atrás. Y si el cometa y los zepelines alemanes iluminaban el cielo nocturno de la Atlántida, el fresco azul del día se llenaba con la regular trepidación de un monoplano: un tal Louis Blériot cruzaba el canal de la Mancha.

La elección de los acontecimientos era más o menos subjetiva. Su sucesión respondía sobre todo a nuestra febril ansia de saber, a nuestras preguntas desordenadas.

Pero, cualquiera que fuese su importancia, jamás escapaban a la regla general: la araña caía del techo durante la representación de Fausto en la Opera, y su explosión cristalina alcanzaba inmediatamente a todas las salas parisienses. El auténtico teatro implicaba para nosotros ese leve tañido del enorme racimo de cristal, lo bastante maduro como para desprenderse del techo al son de una floritura o de un alejandrino… Por lo que respecta al auténtico circo parisiense, sabíamos que en él las fieras acababan siempre despedazando al domador -como le había ocurrido al negro llamado Delmónico, al que habían atacado sus siete leonas.

Charlotte extraía sus conocimientos tanto de la maleta siberiana como de sus recuerdos de infancia. Varios de sus relatos se remontaban a una época todavía más antigua, referidos por su tío o por Albertine, quienes a su vez los habían oído contar a sus padres.

¡Pero a nosotros poco nos importaba la cronología exacta! El tiempo de la Atlántida no conocía sino la maravillosa simultaneidad del presente. El vibrante barítono que interpretaba a Fausto llenaba la sala: «Déjame, déjame contemplar tu rostro…», caía la araña, los leones se arrojaban sobre el desdichado Delmónico, el cometa rasgaba el cielo nocturno, el paracaidista se precipitaba desde la Torre Eiffel, dos ladrones aprovechaban la desidia estival para abandonar el Louvre de noche llevándose la Gioconda, el príncipe Borghese hinchaba el pecho, orgulloso de haber ganado el primer raid automovilístico Pekín-París vía Moscú… Y en la penumbra de un discreto salón del Elíseo, un hombre de atractivo bigote blanco abrazaba a su amante y se ahogaba en un postrer beso.

Ese presente, ese tiempo en que los gestos se repetían indefinidamente, era por supuesto una ilusión óptica. Pero merced a dicha visión ilusoria descubrimos algunos rasgos comunes entre los habitantes de nuestra Atlántida. En nuestros relatos, las calles parisienses se veían constantemente sacudidas por explosiones de bombas. Los anarquistas que las arrojaban debían de abundar tanto como las modistillas o los cocheros que conducían los coches de punto. Para mí, los nombres de algunos de esos enemigos del orden seguirían evocando durante mucho tiempo un fragor explosivo o el ruido de las armas: Ravachol, Santo Caserío…

Sí, en esas atronadoras calles descubrimos una de las singularidades del pueblo francés: se pasaba el tiempo reivindicando, nunca le satisfacía el statu quo alcanzado y estaba continuamente dispuesto a irrumpir en las arterias de sus ciudades para destronar, trastocar, exigir. En contraste con la absoluta calma social de nuestra patria, los franceses daban una imagen de rebeldes natos, de contestatarios convencidos, de protestones profesionales. La maleta siberiana -llena de periódicos que hablaban de huelgas, atentados y combates en barricadas- semejaba, a su vez, una enorme bomba en medio de la apacible somnolencia de Saranza.

Y a unas calles de donde se producían las explosiones, siempre en aquel presente inmutable, nos topamos con una tranquila tabernilla cuyo letrero nos leía sonriendo Charlotte en sus recuerdos: AU RATAFIA DE neuilly. «Esa ratafia», precisaba, «la servía el dueño en conchas de plata…»

Así, las gentes de nuestra Atlántida podían profesar cariño a una taberna, a su letrero, apreciar en él un ambiente en el que se sentían a sus anchas. Y conservar durante toda la vida el recuerdo de que allí, en la esquina de una calle, se tomaba ratafia en conchas de plata. No en vasitos de cristal tallado, ni en copas, sino en delicadas conchas. Era nuestro nuevo descubrimiento: esa ciencia oculta que combinaba el lugar donde se comía, el ritual de la comida y su tonalidad psicológica. «¿Poseen para ellos un alma sus tabernas favoritas?», nos preguntábamos, «¿o, al menos, una fisonomía personal?» Había un solo café en Saranza. Pese a su bonito nombre, Copo de Nieve, no despertaba en nosotros ninguna emoción particular, como tampoco la tienda de muebles que había al lado, ni la caja de ahorros de enfrente. Cerraba a las ocho de la noche, y lo único que suscitaba nuestra curiosidad era su oscuro interior, donde relucía el ojo azul de una lamparilla. En la ciudad a orillas del Volga donde vivía nuestra familia, había seis restaurantes y todos se parecían: a las siete en punto, el portero abría las puertas ante una multitud impaciente, la atronadora música, mezclada con olor a grasa chamuscada, inundaba la calle, y a las once la misma multitud, ahora embrutecida y tambaleante, se atropellaba para salir a la escalera exterior, junto a la cual una luz giratoria de la policía añadía una nota de fantasía a ese ritmo inmutable… Las conchas de plata de au ratafia de neuilly, repetíamos en un susurro.

Charlotte nos explicó la composición de la insólita bebida. Y, como es lógico, abordó el tema de los vinos. Entonces fue cuando, subyugados por un abigarrado tropel de denominaciones, sabores y aromas, supimos de los seres extraordinarios cuyo paladar era capaz de diferenciar toda esa gama de matices. ¡Seguían siendo los mismos que levantaban barricadas! Y al recordar las etiquetas de algunas botellas expuestas en los estantes del café Copo de Nieve, no podíamos sino rendirnos a la evidencia de que eran únicamente nombres franceses: «Champanskoe», «Koniak», «Silvaner», «Aligoté», «Muskat», «Kagor»…

Sí, tal contradicción nos dejaba perplejos: aquellos anarquistas habían sabido elaborar un sistema de bebidas coherente y complejo. ¡Y por si fuera poco, los innumerables vinos se combinaban, según Charlotte, de infinitas maneras con los quesos! Y éstos, a su vez, formaban una auténtica enciclopedia de gustos, rasgos típicos, humores individuales casi… Así pues, Rabelais, citado a menudo en nuestras veladas en la estepa, no había mentido.

Descubrimos que la comida, sí, la mera absorción de alimentos, podía llegar a ser un montaje escénico, una liturgia, un arte. Como lo de ese Café Anglais, en el Boulevard des Italiens, donde solía cenar el tío de Charlotte con sus amigos. Él le había contado a su sobrina la anécdota de aquella increíble cuenta de diez mil francos por un centenar de… ¡ranas! «Hacía mucho frío», recordaba el tío; «todos los ríos estaban helados. Fue menester llamar a cincuenta obreros para reventar aquel glaciar y dar con las ranas…» Yo no sabía qué nos sorprendía más: ese inimaginable plato, contrario a todas nuestras concepciones gastronómicas, o la legión de mujiks (así los veíamos) rompiendo bloques de hielo en el Sena helado.

Lo cierto es que empezábamos a hacernos un lío: el Louvre, El Cid en la Comédie Française, las barricadas, la fusilería en las catacumbas, la Academia, los diputados en una barca, y el cometa, y las arañas desplomándose unas tras otras, y el aluvión de vinos, y el último beso del presidente… ¡Y las ranas importunadas en su letargo invernal! Nos las veíamos con un pueblo dotado de una fabulosa variedad de sentimientos, actitudes, miradas, maneras de hablar, de crear, de amar.

Y luego estaba, según nos informaba Charlotte, el célebre cocinero Urbain Dubois, quien había dedicado a Sarah Bemhardt una sopa de gambas y espárragos. Teníamos que imaginarnos un bortsch dedicado a alguien, como un libro… Un día, seguimos por las calles de la Atlántida a un joven dandi que entró en el Weber, un café muy de moda, al decir del tío de Charlotte. Pidió lo de siempre: un racimo de uvas y un vaso de agua. Era Marcel Proust. Observábamos ese racimo y esa agua, y ante nuestros fascinados ojos se trocaban en un plato de incomparable elegancia. Luego lo que contaba no era tanto la variedad de vinos o la abundancia rabelesiana de comida, como…

Pensábamos de nuevo en la mentalidad francesa cuyo misterio nos esforzábamos en penetrar. Y Charlotte, como si quisiera apasionamos todavía más en nuestra investigación, nos hablaba del restaurante Paillard, en la Chaussée-d’Antin. Allí había sido raptada una noche la princesa de Caraman-Chimay por el pianista cíngaro Rigo…

Sin atreverme aún a creerlo, meditaba para mis adentros: ¿no sería el amor la raíz de esa quintaesencia francesa? Porque todos los caminos de nuestra Atlántida parecían cruzarse en le pays du Tendre. [11]

Saranza se sumergía en la aromática noche de las estepas y sus fragancias se confundían con el perfume que embalsamaba un cuerpo femenino cubierto de pedrerías y de armiño. Charlotte contaba las calaveradas de la divina Otero. Yo contemplaba con incrédulo asombro a esa última gran cortesana, veía su torneado cuerpo recostado en su canapé de caprichosas formas. Una vida extravagante consagrada exclusivamente al amor. Y alrededor de ese trono se agitaban hombres: unos contaban los parvos napoleones de su fortuna disipada, otros se acercaban lentamente a la sien el cañón de su revólver. Y aun en ese gesto postrero, sabían hacer gala de una elegancia digna del racimo de Proust: ¡uno de los desdichados amantes se había suicidado en el mismo lugar en que se le apareciera Carolina Otero por primera vez!

Por otra parte, en ese exótico país el culto al amor no conocía fronteras entre las clases sociales, y lejos de aquellos boudoirs desbordantes de lujo, en los barrios populares, veíamos cómo dos bandas rivales de Belleville se mataban por una mujer. Única diferencia: los cabellos de la Bella Otero tenían el lustre de un ala de cuervo, en tanto que la melena de la amada en litigio brillaba cual trigo maduro a la luz del crepúsculo. Los delincuentes de Belleville la llamaban Casque d’Or.

Llegado ese momento, nuestro sentido crítico se sublevaba. Estábamos dispuestos a creer en la existencia de devoradores de ranas, ¡pero imaginar a gángsteres degollándose por los ojos de una mujer!

A todas luces, eso no tenía nada de sorprendente en nuestra Atlántida: ¿no habíamos visto ya al tío de Charlotte apearse trastabillando de un coche de punto, con la mirada turbia y el brazo envuelto en un pañuelo ensangrentado? Acababa de batirse en duelo, en el bosque de Marly, por defender el honor de una dama… ¿Y acaso Boulanger, el dictador derrocado, no se había saltado la tapa de los sesos sobre la tumba de su amada?

Un día, al regresar de un paseo, nos sorprendió a los tres un chaparrón… Caminábamos por las viejas calles de Saranza, compuestas únicamente por grandes isbas renegridas por los años. Buscamos cobijo bajo el saledizo de una de ellas. La calle, donde un minuto atrás reinaba un calor sofocante, se sumió en un frío crepúsculo, barrido por ráfagas de granizo. Estaba pavimentada al modo antiguo, con gruesos cantos redondos de granito. Tras la lluvia, de ellos emanaba un intenso olor a piedra mojada. La perspectiva de las casas se difuminó tras una cortina de agua, y por obra de ese olor pudimos imaginarnos en una gran ciudad, de noche, bajo un aguacero de otoño. La voz de Charlotte, destacando apenas del ruido de las gotas, semejaba un eco amortiguado por las rachas de lluvia.

– También una lluvia me permitió descubrir aquella inscripción grabada en la pared húmeda de una casa, en L’Allée des Arbalétriers, en París. Mi madre y yo nos habíamos cobijado bajo un porche y, mientras esperábamos a que amainase el aguacero, descubrimos un escudo conmemorativo. Me aprendí la leyenda de memoria: «En este callejón, al salir del palacio de Barbette, el duque Luis de Orleans, hermano del rey Carlos VI, fue asesinado por Juan sin Miedo, duque de Borgoña, la noche del 23 al 24 de noviembre de 1407»… Salía de casa de la reina Isabel de Baviera…

Nuestra abuela enmudeció, pero en medio del rumor de las gotas seguíamos oyendo aquellos nombres fabulosos que se entretejían formando un trágico monograma de amor y de muerte: Luis de Orleans, Isabel de Baviera, Juan sin Miedo.

De pronto, sin saber por qué, me acordé del presidente. Un pensamiento muy claro, muy sencillo, palmario: que durante todas aquellas ceremonias en honor de la pareja imperial, sí, cuando el cortejo recorría los Campos Elíseos, y ante la tumba de Napoleón, y en la Opera, el presidente no había dejado de soñar con ella, con su amante, con Marguerite Steinheil. El presidente se dirigía al zar, pronunciaba discursos, contestaba a la zarina, intercambiaba una mirada con su esposa. Pero Marguerite se hallaba presente en todo instante.

La lluvia chorreaba por el tejado musgoso de la vieja isba bajo la que habíamos buscado cobijo. Yo olvidé dónde estaba. La ciudad que había visitado en compañía del zar se transfiguraba por momentos. La observaba ahora con los ojos del presidente enamorado.

Aquella vez, al abandonar Saranza, sentí como si regresara de una expedición. Me llevaba conmigo un cúmulo de conocimientos, un compendio de usos y costumbres, una descripción, todavía con lagunas, de la misteriosa civilización que cada noche renacía en el fondo de la estepa.

Todo adolescente tiende a clasificar: reacción de defensa ante la complejidad del mundo de los adultos, que lo aspira cuando se halla en el umbral de la infancia. Yo caía en ello quizá más que los demás. Porque el país que exploraba ya no existía, y me veía obligado a reconstruir sus enclaves y sus lugares sagrados a través de la espesa niebla del pasado.

Me enorgullecía sobre todo de la galería de tipos humanos con que contaba mi colección. Amén del presidente-amante, los diputados en barca y el dandi con su racimo de uvas, había personajes mucho más humildes aunque no menos insólitos. Aquellos niños, por ejemplo, jovencísimos mineros, con su sonrisa enmarcada en negro. Un voceador de periódicos (no nos atrevíamos a imaginar a un loco que corriera por las calles gritando: «¡Pravda! ¡Pravda!»). Un esquilador de perros que ejercía su oficio en los muelles. Un guarda forestal con su tambor. Unos huelguistas congregados en torno a un «rancho comunista». E incluso un vendedor de cacas de perro. Sí, me enorgullecía saber que esa extraña mercancía se utilizaba, por aquel entonces, para ablandar el cuero…

Pero mi aprendizaje fundamental, aquel verano, consistió en entender cómo se podía ser francés. Las innumerables facetas de tan huidiza identidad se habían aunado y formaban ya una totalidad viva. Era una manera de existir muy ordenada, pese a ciertos aspectos excéntricos.

Francia no era ya sólo para mí un simple museo de curiosidades, sino un ser sensible y denso, y yo llevaba dentro, injertada, una de sus parcelas.

2

– No, lo que no entiendo es que quisiera enterrarse en Saranza. Hubiera podido perfectamente vivir aquí, con vosotros…

A punto estuve de pegar un brinco en mi taburete junto al televisor. Y es que entendía tan bien las razones de que Charlotte se sintiese apegada a su ciudad de provincias… Me hubiera sido tan fácil explicar su elección a los adultos reunidos en nuestra cocina… Les habría evocado el aire seco de la gran estepa, que en su muda transparencia, destilaba el pasado. Les habría hablado de esas calles polvorientas que no conducían a ningún sitio y abocaban, todas ellas, en la misma llanura infinita. De esa ciudad a la que la historia, decapitando iglesias y arrancando «excesos arquitectónicos», había despojado de toda noción de tiempo. La ciudad donde vivir significaba revivir de continuo el pasado sin dejar de realizar maquinalmente los gestos cotidianos.

Pero no dije nada. Temía que me echasen de la cocina. Los adultos, según tenía observado desde hacía algún tiempo, toleraban ahora más fácilmente mi presencia. Parecía haber conquistado, a mis catorce años, el derecho a asistir a sus conversaciones nocturnas. Siempre que permaneciera invisible. Encantado con ese cambio, de ningún modo quería comprometer semejante privilegio.

El nombre de Charlotte salía a relucir durante aquellas veladas de invierno tan a menudo como en otro tiempo. Sí, al igual que antes, la vida de mi abuela brindaba a nuestros invitados un tema de conversación que no hería el amor propio de los allí presentes.

Y además, la joven francesa ofrecía la ventaja de concentrar en su existencia los momentos cruciales de la historia de nuestro país. Había vivido en los tiempos del zar y sobrevivido a las purgas estalinistas, había superado la guerra y asistido a la caída de innumerables ídolos. Su vida, recortada en el siglo más sanguinario del imperio, cobraba una dimensión épica a los ojos de todos.

Ella, una francesa nacida en el confín del mundo, contemplaba con mirada perdida las arenas sinuosas tras la puerta abierta del vagón («Pero ¿qué diablos se le había perdido en ese maldito desierto?», exclamó un día el piloto de guerra amigo de mi padre). A su lado, inmóvil también, estaba su marido Fiódor. Las ráfagas de aire que se precipitaban en el vagón no traían el menor frescor pese a la gran velocidad del tren. Permanecieron largo rato en aquel vano de luz y de calor. El viento les pulía la frente como papel de lija. El sol desintegraba el paisaje en una miríada de destellos. Pero no se movían, como si desearan que un pasado ingrato se borrase con ese roce y esa quemazón. Acababan de abandonar Bujará.

Tras su regreso a Siberia, ella pasaba interminables horas ante una ventana negra, soplando de cuando en cuando en la espesa capa de escarcha para preservar un redondelillo fundido. A través de esa acuosa mirilla, veía una calle blanca en la oscuridad de la noche. A ratos un coche se deslizaba lentamente, se acercaba a la casa y, tras un momento de vacilación, seguía su camino. En el reloj sonaban las tres de la mañana y, a los pocos minutos, se oía el crujido penetrante de la nieve en la escalera. Cerraba los ojos un instante, y luego iba a abrir. Su marido regresaba siempre a esa hora… La gente desaparecía tanto en el trabajo como en plena noche, cuando se hallaba ya en su casa, no bien pasaba un coche negro por las calles nevadas. Charlotte estaba segura de que nada podía ocurrirle mientras ella le esperase ante la ventana, soplando en la escarcha. A las tres de la mañana, su marido se levantaba de su asiento, ordenaba los expedientes que tenía sobre el escritorio y se marchaba. Lo mismo hacían los demás funcionarios a lo largo y ancho del inmenso imperio. Sabían que, en el Kremlin, el amo del país concluía su jornada de trabajo a las tres. Sin pararse a meditarlo, todo el mundo se apresuraba a imitar su horario. Y no se les ocurría pensar que de Moscú a Siberia, separados por varios husos horarios, esas «tres de la mañana» no correspondían ya a nada. Ni que cuando Stalin se levantaba de la cama y llenaba la primera pipa del día, a esa misma hora, en una ciudad siberiana, al caer la noche, sus fieles súbditos luchaban contra el sueño, sentados en sus sillas, que se transformaban en instrumentos de tortura. Desde el Kremlin, el amo parecía imponer su medida al flujo del tiempo y aun al mismo sol. Cuando él se iba a la cama, todos los relojes del planeta marcaban las tres de la mañana. Por lo menos, todo el mundo lo veía así por aquel entonces.

Un día, Charlotte, agotada por tantas esperas nocturnas, se durmió unos minutos antes de la hora planetaria. Un instante después, despertó sobresaltada y oyó los pasos de su marido en el cuarto del niño. Al entrar, lo vio inclinado sobre la cama de su hijo, el rapaz de negros cabellos lisos que no se parecía a nadie en la familia…

No detuvieron a Fiódor en su despacho, en pleno día, ni tampoco interrumpieron su sueño aporreando autoritariamente la puerta. No, fue durante la cena de Nochevieja. Se había disfrazado con un abrigo rojo de Papá Noel, y su rostro, irreconocible tras la luenga barba, tenía fascinados a los niños: aquel crío de doce años y su hermana pequeña, mi madre. Charlotte estaba ajustando el voluminoso chascás en la cabeza de su marido cuando entraron en el piso. No necesitaron llamar; la puerta estaba abierta, se oía a los invitados.

Y la escena del arresto, que se había repetido ya millones de veces durante un solo decenio en la vida del país, tuvo aquella noche ese marco: el abeto navideño y los dos niños con sus caretas de cartón -él, de liebre; ella, de ardilla- Y en medio de la habitación, el Papá Noel, petrificado, adivinando perfectamente lo que iba a ocurrir y casi feliz de que los niños no advirtieran la palidez de sus mejillas tras la barba de algodón. Charlotte, con voz muy serena, indicó a la liebre y a la ardilla, que miraban a los intrusos sin quitarse las caretas:

– Vamos a la habitación de al lado, niños; allí encenderéis las bengalas.

Había hablado en francés. Los dos agentes intercambiaron una mirada de inteligencia…

A Fiódor le salvó lo que, en buena lógica, hubiera debido perderle: la nacionalidad de su mujer… Cuando, unos años atrás, la gente empezó a desaparecer, familia por familia, casa por casa, el juez pensó de inmediato en eso. Se daban en Charlotte dos grandes defectos casi siempre achacados a los «enemigos del pueblo»: los orígenes «burgueses» y los lazos con el extranjero. Casado con un «elemento burgués», por añadidura una francesa, se veía automáticamente acusado de ser un «espía a sueldo de los imperialistas franceses y británicos». La fórmula, con el tiempo, había pasado a ser habitual.

Sin embargo, esa misma evidencia frenó la bien rodada máquina de las represiones. Porque de ordinario, al falsear la instrucción, se veían obligados a demostrar que el acusado había ocultado hábilmente sus vínculos con el extranjero durante años. Y cuando éste era un siberiano que no hablaba más que su lengua materna, que jamás había abandonado su patria ni mantenido contactos con un representante del mundo capitalista, semejante demostración, aun totalmente falsificada, requería indudable pericia.

Pero Fiódor no ocultaba nada. El pasaporte de Charlotte indicaba bien a las claras su nacionalidad: francesa. Su lugar de nacimiento, Neuilly-sur-Seine, en su transcripción rusa, no hacía sino recalcar su condición de extranjera. Había viajado a Francia, sus primos «burgueses» seguían viviendo allí, sus hijos hablaban tanto francés como ruso… Todo estaba demasiado claro. Las falsas confesiones que se arrancaban por lo común bajo tortura, tras semanas de interrogatorios, habían sido efectuadas de manera voluntaria desde el principio. La máquina se quedó atascada. Fiódor fue encarcelado y, como cada vez resultaba más molesto, lo destinaron a una ciudad arrebatada a Polonia, en la otra punta del imperio.

Pasaron una semana juntos. Lo que duró el viaje a través del país y un largo y ajetreado día de mudanza. A la mañana siguiente, Fiódor marchaba a Moscú para volver a afiliarse al Partido, del que se habían apresurado a expulsarlo. «Es cosa de dos días», le dijo a Charlotte camino de la estación. Al regresar, Charlotte se dio cuenta de que se había olvidado la pitillera. «No es grave», pensó, «dentro de dos días…». Y muy pronto, pasados los dos días (Fiódor entraría en la habitación, vería la pitillera encima de la mesa y, dándose una palmadita en la frente, exclamaría: «¿Seré idiota? La he buscado por todas partes…»), sí, esa mañana de junio sería la primera en un largo fluir de días dichosos…

Se verían cuatro años después. Y Fiódor no recobraría jamás la pitillera, pues Charlotte la había intercambiado, en plena guerra, por una hogaza de pan negro.

Los adultos hablaban. La televisión, con sus noticiarios triunfales, sus informes de las últimas marcas de la industria nacional, sus conciertos del Bolshoi, era un apacible sonido de fondo. El vodka mitigaba la amargura del pasado. Y yo advertía que todos nuestros invitados, aun los que se habían incorporado hacía poco, amaban a aquella francesa que había aceptado sin chistar el destino del país ruso.

Aquellos relatos me informaban de muchas cosas. Adivinaba de pronto por qué en las celebraciones de Nochevieja latía siempre una chispa de inquietud, cual solapada corriente de aire que provoca portazos en una casa vacía, a la hora del crepúsculo. A pesar de la alegría de mi padre, de los regalos, del ruido de los petardos y del centelleo del abeto, ese impalpable malestar estaba allí. Como si en medio de los brindis, el estampido de los corchos y las risas, se esperara que llegase alguien. Hasta diría que, sin confesárselo, nuestros padres acogían con cierto alivio la calma nevosa y cotidiana de los primeros días de enero. Sea como fuera, mi hermana y yo preferíamos ese momento de después de las fiestas a la propia fiesta…

Los días rusos de mi abuela, esos días que, llegado cierto momento, pasaban a ser sencillamente su vida y no una «etapa rusa» antes del regreso a Francia, poseían para mí cierta nota secreta que a los demás les pasaba inadvertida. Veía que Charlotte, a lo largo de esos años evocados ahora en nuestra fumosa cocina, había llevado siempre en su interior una especie de aura invisible. Yo me decía, entre maravillado y asombrado: «¡Esa mujer que esperaba durante meses y meses a que llegasen las famosas tres de la mañana, ante la ventana cubierta de hielo, era el mismo ser misterioso y tan próximo que había visto un día conchas de plata en un café de Neuilly!».

Cuando hablaban de Charlotte, nunca dejaban de contar lo que aquella mañana…

Fue su hijo quien se despertó en plena noche. Saltó de la cama plegable y, descalzo, con los brazos estirados, fue hacia la ventana. Al cruzar la habitación a oscuras, se dio con la cama de su hermana. Charlotte tampoco dormía. Estaba acostada, con los ojos abiertos en la oscuridad, intentando averiguar de dónde provenía ese rumor denso y monótono que parecía imprimir a las paredes sordas vibraciones. Sintió que aquel ruido lento y viscoso le hacía trepidar el cuerpo y la cabeza. Los niños, ya despiertos, se precipitaron a la ventana. Charlotte oyó el grito de sorpresa de su hija:

– ¡Anda, cuántas estrellas! Pero si se mueven…

Sin encender la luz, Charlotte fue a reunirse con ellos. Al pasar, vislumbró un reflejo metálico en la mesa: la pitillera de Fiódor. Tenía que regresar de Moscú por la mañana. Vio hileras de puntos luminosos que se deslizaban lentamente por el cielo nocturno.

– Aviones -dijo el muchacho con esa voz tranquila que nunca cambiaba de entonación-. Escuadrillas enteras…

– Pero ¿y adonde vuelan? -suspiró la niña, abriendo de par en par los ojos cargados de sueño.

Charlotte los cogió a ambos por los hombros.

– ¡Vamos, a la cama! Serán maniobras de nuestro ejército. Ya sabéis que la frontera está muy cerca. Maniobras o algún ejercicio de entrenamiento para una exhibición.

El hijo carraspeó y dijo muy quedo, como para sus adentros y siempre con esa tristeza tranquila tan insólita en un adolescente:

– O a lo mejor una guerra…

– No digas bobadas, Serguéi -le reprendió Charlotte-. A la cama enseguida. Mañana iremos a esperar a vuestro padre a la estación.

Encendió una lamparita de noche y consultó el reloj: «Las dos y media. O sea que ya es hoy…».

No les dio tiempo a dormirse. Las primeras bombas desgarraron la noche. Las escuadrillas que, desde hacía ya una hora, sobrevolaban la ciudad apuntaban a zonas mucho más lejanas, en el interior del país, donde el ataque parecía sacudir la tierra como un terremoto. Sólo a eso de las tres y media de la mañana empezaron a bombardear los alemanes la línea fronteriza, despejando el camino a su ejército de tierra. Y aquella adolescente soñolienta, mi madre, fascinada por extrañas constelaciones demasiado bien ordenadas, se hallaba, de hecho, en un fulgurante paréntesis entre la paz y la guerra.

Resultaba ya casi imposible abandonar la casa. La tierra oscilaba; las tejas, hilera tras hilera, resbalaban del tejado y se quebraban con un chasquido seco en los peldaños de la escalera exterior. El ruido de las explosiones ahogaba por completo gestos y palabras.

Charlotte consiguió por fin sacar a los niños fuera, y salió ella misma con una voluminosa maleta que a duras penas podía transportar. Las casas de enfrente no tenían ya cristales. El viento, que apenas empezaba a levantar, hacía ondear una cortina. En su ondular, el tejido claro destilaba toda la dulzura de las mañanas de paz.

La calle de la estación estaba sembrada de trozos de vidrio y ramas rotas. A veces, un árbol segado en dos obstruía el paso. En cierto momento tuvieron que dar un rodeo para evitar un enorme socavón producido por un obús. En aquel lugar se hacía más densa la multitud de fugitivos. Apartándose del agujero, la gente, cargada con bolsas, se empujaba, y de pronto se reconocían unos a otros. Intentaban hablarse, pero la onda expansiva perdida en medio de las casas surgía de súbito y, con su eco ensordecedor, les cerraba la boca. Agitaban los brazos con impotencia y reemprendían su carrera.

Cuando Charlotte divisó la estación, en el extremo de la calle, sintió físicamente que su ayer inmediato se precipitaba a un pasado sin retomo. Sólo quedaba en pie la fachada, y a través de las órbitas vacías de las ventanas se veía el cielo pálido de la mañana…

La noticia, repetida por cientos de labios, se elevó por encima del fragor de las bombas. Acababa de salir el último tren hacia el este, respetando con absurda precisión los horarios habituales. La multitud se topó con las ruinas de la estación, permaneció petrificada y, aterrorizada por el rugido de un avión, se dispersó por las calles adyacentes y bajo los árboles de una plaza.

Charlotte miró desorientada a su alrededor. A sus pies yacía tirado un letrero: ¡prohibido CRUZAR LAS vías! ¡peligro! Pero las vías, arrancadas por las explosiones, no eran sino aquellos raíles enloquecidos, erguidos en empinada curva y arrimados al soporte de hormigón de un viaducto. Apuntaban hacia el cielo, y sus traviesas semejaban una fantasmagórica escalera que llevaba derecho a las nubes. Oyó de repente la voz tranquila y como hastiada de su hijo:

– Allí va a salir un tren de mercancías.

A lo lejos, vio un convoy compuesto de pesados vagones oscuros; a su alrededor pululaban figurillas humanas. Charlotte asió la maleta y los niños cogieron sus bolsas.

Cuando llegaron ante el último vagón, arrancó el tren y se oyó un suspiro de temeroso júbilo que saludó su marcha. Entre las paredes correderas se hacinaba un montón de gente amedrentada. Charlotte, advirtiendo la lentitud desesperante de sus gestos, empujó a sus hijos hacia aquella abertura que se alejaba lentamente. Serguéi trepó y cogió la maleta. Su hermana tuvo ya que apretar el paso para asir la mano que le tendía el muchacho. Charlotte agarró a la niña por la cintura, la aupó y logró encaramarla al borde del vagón atestado. Luego hubo de correr y aferrarse al gran pestillo de hierro. Aquello apenas duró un segundo, pero tuvo tiempo de ver los rostros paralizados de los fugitivos, las lágrimas de su hija y, con sobrenatural nitidez, la madera llena de hendiduras de la pared del vagón…

Tropezó y cayó de rodillas. El resto sucedió tan rápido que le dio la impresión de no haber tocado la grava blanca del terraplén: dos manos le apretaron con fuerza las costillas, el cielo describió un brusco zigzag y se sintió catapultada al vagón. En un luminoso relámpago, entrevió la gorra de un ferroviario, la silueta de un hombre que, por una fracción de segundo, se perfiló a contraluz entre las paredes abiertas del vagón…

El convoy atravesó Minsk a eso del mediodía. El sol rojeaba por entre el espeso humo, como si fuera de otro planeta. Y en el aire remolineaban extrañas mariposas fúnebres: grandes copos de ceniza. Nadie podía entender cómo, en apenas unas horas, la guerra había podido convertir la ciudad en hileras de armazones renegridas.

El tren avanzaba lentamente, como a tientas, en medio del crepúsculo carbonizado, bajo un sol que no deslumbraba. Para entonces, se habían acostumbrado a esa marcha vacilante y al incesante rugir de los aviones en el cielo. E incluso a aquel estridente silbido sobre el vagón al que seguía una ráfaga de balas en el techo.

Al abandonar la ciudad calcinada, se toparon con los restos de un tren despanzurrado por las bombas. Había varios vagones volcados en el terraplén; otros, tumbados o empotrados formando un monstruoso amasijo, obstruían las vías. Un grupo de enfermeras, como atontadas por la impotencia que las embargaba al ver el número de cuerpos tendidos, caminaban a lo largo del convoy. En sus entrañas carbonizadas se divisaban contornos humanos. A veces pendía un brazo de una ventana rota. El suelo estaba sembrado de equipajes desparramados. Lo que más llamaba la atención era la cantidad de muñecas que yacían sobre las traviesas y en la hierba. Uno de los vagones que había quedado en pie conservaba la placa de esmalte y podía leerse su destino. Charlotte comprobó, perpleja, que era el tren que habían perdido por la mañana. Sí, ese último tren que había partido hacia el este respetando los horarios de antes de la guerra.

Al caer la noche, el tren aceleró la marcha. Charlotte notó que su hija se arrimaba a su hombro y se estremecía. Se levantó para dejar libre la maleta en la que estaban sentadas. Había que prepararse para la noche, sacar ropa de abrigo y dos bolsas de galletas. Charlotte entreabrió la maleta, introdujo la mano en el interior y se quedó petrificada, incapaz de reprimir un breve grito que despertó a sus vecinos.

¡La maleta estaba llena de periódicos viejos! Con el desconcierto de la mañana, se había llevado la maleta siberiana…

Sin dar crédito todavía a lo que veía, extrajo una hoja amarillenta y, a la luz gris del crepúsculo, pudo leer: «Diputados y senadores, de manera unánime, respondieron de inmediato al ser convocados por los señores Loubet y Brisson… Los representantes de los grandes organismos del Estado se congregaron en el salón Murat…».

Charlotte cerró la maleta con gesto de sonámbula, se sentó y miró a su alrededor cabeceando levemente, como si quisiera negar una evidencia.

– Tengo una chaqueta vieja en la bolsa. Y, al irnos, he cogido el pan que había en la cocina…

Reconoció la voz de su hijo, que debía de haber adivinado su zozobra.

Por la noche, durante el breve rato que durmió, tuvo un rápido sueño, mezcla de sonidos y colores de antaño… La despertó alguien que se escurría hacia la salida. El tren estaba detenido en medio del campo. La oscuridad de la noche era allí tan densa como en la ciudad de la que habían huido. La llanura que se extendía ante el pálido rectángulo de la puerta abierta tenía la tonalidad cenicienta de las noches del Norte. Cuando sus ojos se hicieron a la oscuridad, vislumbró junto a la vía, a la sombra de un bosquecillo, los contornos de una isba aletargada. Y delante, en un prado a los pies del terraplén, vio un caballo. El silencio era tal que se oía el leve crujir de los tallos arrancados y el blando pateo de los cascos en la tierra húmeda. Con una amarga serenidad que la sorprendió a sí misma, oyó nacer y resonar en su mente este diáfano pensamiento: «A las pocas horas de vivir el infierno de las ciudades en llamas, ese caballo está paciendo la hierba llena de rocío, en el frescor de la noche. Es un país demasiado grande para que puedan vencerlo. El silencio de esta llanura infinita resistirá a las bombas…».

Jamás hasta entonces se había sentido tan próxima a aquella tierra.

Durante los primeros meses de la guerra, cruzaba sus sueños un incesante desfile de cuerpos mutilados a los que atendía trabajando catorce horas diarias. Llegaban convoyes enteros de heridos a aquella ciudad, que se hallaba a un centenar de kilómetros de la línea del frente. Charlotte acompañaba con frecuencia al médico que acudía a la estación a recibir aquellos trenes repletos de carne humana despedazada. A veces divisaba, en la vía paralela, otro tren lleno de soldados recién movilizados que partían en dirección opuesta, camino del frente.

Ni mientras dormía cesaban de rondarle los cuerpos mutilados. Surcaban sus sueños, se congregaban en la frontera de sus noches, la esperaban: el joven soldado de infantería con la mandíbula arrancada, cuya lengua colgaba sobre los sucios apósitos; aquel otro, sin lengua, sin cara… Pero sobre todo aquellos, cada vez más numerosos, que habían perdido piernas y brazos: horribles troncos sin miembros, miradas cegadas por el dolor y la desesperación.

Sí, eran sobre todo esos ojos los que desgarraban el frágil velo de las horas de sueño. Formaban refulgentes constelaciones en la oscuridad, la seguían por doquier, le hablaban en silencio.

Una noche -cruzaban la ciudad infinitas columnas de tanques- su sueño fue más ligero que nunca: una serie de breves letargos y despertares en medio de la risa metálica de las orugas. Y en el pálido fondo de uno de esos sueños, empezó de pronto a reconocer todas aquellas constelaciones de ojos. Sí, ya los había visto en otra ciudad. En otra vida. Despertó, sorprendida de no oír ya el menor ruido. Los tanques habían abandonado la calle. El silencio ensordecía. Y en la compacta y muda oscuridad, se le aparecían los ojos de los heridos de la Gran Guerra. De repente revivió la época del hospital de Neuilly. «Era ayer», pensó Charlotte.

Se levantó para cerrar la ventana. Se detuvo a mitad de camino. La tempestad blanca -las primeras nieves de aquel primer invierno de guerra- tapizaba, a grandes ráfagas, la tierra todavía negra. El cielo azotado por las olas nevosas aspiró su mirada hasta profundidades movedizas. Pensó en la vida de los hombres. En su muerte. Pensó que en algún lugar, bajo aquel tumultuoso cielo, había seres sin brazos ni piernas; pensó en sus ojos abiertos en la oscuridad.

La vida se le antojó entonces una monótona sucesión de guerras, una interminable cura de heridas siempre en carne viva. Y el retumbar del acero sobre los adoquines húmedos… Sintió que le caía un copo en el brazo. Sí, las guerras sin fin, las llagas y, aguardando secretamente en medio de ellas, ese instante de la primera nieve.

Sólo en dos ocasiones se borraron de sus sueños las miradas de los heridos. La primera vez cuando su hija cayó enferma de tifus y era menester encontrar pan y leche a toda costa (llevaban meses comiendo mondas de patata). La segunda, cuando recibió del frente una notificación de fallecimiento. Había llegado al hospital por la mañana y no salió de allí en toda la noche, esperando quedar atontada por el cansancio, temiendo regresar, ver a los niños, tener que hablarles. A eso de medianoche, se sentó por fin junto a la estufa; pegó la cabeza a la pared, cerró los ojos y de inmediato se internó en una calle… Oía la sonoridad matinal de las aceras, respiraba el aire iluminado por un sol pálido, oblicuo. Caminando por esa ciudad todavía aletargada, reconocía a cada paso su ingenua topografía: el café de la estación, la iglesia, la plaza del mercado… La embargaba una extraña alegría al leer los nombres de las calles, al mirar el reflejo de las ventanas, las copas de los árboles en la placita detrás de la iglesia. El que caminaba a su lado le pidió que le tradujera uno de aquellos nombres. Adivinó entonces lo que hacía tan alegre aquel paseo matinal por la ciudad…

Al despertarse, Charlotte conservaba en el movimiento de los labios las últimas palabras pronunciadas allá. Y cuando comprendió la inverosimilitud de su sueño -ella y Fiódor en aquella ciudad francesa, una clara mañana de otoño-, cuando caló la absoluta irrealidad de aquel paseo, que sin embargo era tan sencillo, sacó del bolsillo un pequeño rectángulo de papel y leyó por centésima vez la muerte impresa en letras desvaídas y el nombre de su marido escrito a mano, con tinta violeta. Alguien la llamaba ya desde el otro extremo del pasillo. Llegaba el nuevo convoy de heridos.

¡«Samovares»! Así llamaban mi padre y sus amigos en sus conversaciones nocturnas a aquellos soldados sin brazos ni piernas, a aquellos troncos vivos en cuyos ojos se concentraba toda la desesperación del mundo. Sí, eran samovares: los muslos se asemejaban a los pies del recipiente de cobre, y los muñones de los hombros, a sus asas.

Nuestros invitados hablaban de ellos con una mezcla de desenvoltura, burla y amargura. Ese «samovar» irónico y cruel significaba que la guerra quedaba lejos, olvidada por los unos, carente de interés para los otros, para nosotros, los jóvenes nacidos una decena de años después de la Victoria de nuestros mayores. Y con ánimo de no parecer patéticos, pensaba yo, evocaban el pasado con ese desparpajo un tanto chabacano, sin creer ni en Dios ni en el diablo, según un dicho ruso. Mucho más tarde, ese tono desenfadado me revelaría su auténtico secreto: un «samovar» era un alma aprisionada en un pedazo de carne desarticulado, un cerebro desgajado del cuerpo, una mirada sin fuerza enviscada en la pasta esponjosa de la vida. A esa alma martirizada llamaban los hombres «samovar».

Contar la vida de Charlotte era también para ellos una manera de no exponer sus propias llagas y sufrimientos. Máxime cuando el hospital en el que había trabajado, al reunir a cientos de soldados llegados de todos los frentes, condensaba innumerables destinos y acumulaba un sinfín de historias personales.

Como aquel soldado, por ejemplo, que me impresionaba siempre con su pierna rellena de… madera. Un casco de metralla, al incrustársele en la rodilla, había triturado una cuchara de madera que llevaba metida en la larga caña de la bota. La herida no revestía gravedad, pero había que extirpar todos los fragmentos. «Todas aquellas astillas», al decir de Charlotte.

Otro herido se quejaba, día tras día, afirmando que, bajo la escayola, la pierna le picaba «como si le arrancaran las tripas». Se retorcía y rascaba el caparazón blanco como si sus uñas pudieran penetrar hasta la llaga. «Quítenmelo», suplicaba. «Me está consumiendo. ¡O me lo quitan o lo rompo yo con un cuchillo!» El médico jefe, que tenía que manejar el escalpelo doce horas diarias, no quería ni oír hablar de ello, convencido de que era un quejica. «Los samovares, en cambio, no se quejan nunca», pensaba para sí el médico. Fue Charlotte la que le convenció de que practicara una pequeña incisión en el yeso. También fue ella la que, con unas pinzas, extrajo unos gusanos de la carne sanguinolenta y lavó la llaga.

Al oír eso, me rebelaba con todo mi ser. Esa imagen de carne putrefacta me daba escalofríos. Sentía en la piel el roce físico de la muerte. Y, con los ojos abiertos como platos, observaba a los adultos, para quienes estos episodios, todos ellos similares a sus ojos, resultaban divertidos: trozos de madera en la llaga, gusanos…

Luego estaba aquella herida que no quería cerrarse. Y eso que cicatrizaba bien; el soldado, sereno y serio, permanecía en la cama, a diferencia de los demás que, apenas operados, empezaban a renquear por los pasillos. El médico se inclinaba sobre esa pierna y meneaba la cabeza. Bajo los apósitos, la llaga, cubierta la víspera con un fino barniz de piel, sangraba de nuevo, sus bordes oscuros recordaban un encaje roto. «¡Qué raro!», se extrañaba el médico; pero no podía dedicarle más tiempo. «¡Póngale un apósito!», le decía a la enfermera de guardia, escurriéndose entre las camas apretujadas unas contra otras… La noche siguiente, Charlotte, de modo involuntario, sorprendió al herido. Todas las enfermeras calzaban zapatos cuyos tacones dejaban oír un presuroso repiqueteo por los pasillos. Charlotte, con sus botines de fieltro, era la única que caminaba sin hacer ruido. El soldado no la había oído entrar. Charlotte penetró en la sala oscura y se detuvo junto a la puerta. La figura del soldado sentado en la cama se recortaba nítidamente en los cristales iluminados por la nieve. Le bastaron unos segundos para adivinarlo: el soldado se estaba frotando la llaga con una esponja. Vio sobre la almohada las vendas deshechas que acababa de quitarse… Por la mañana, habló con el médico jefe. Este, que no había dormido en toda la noche, la miraba como a través de una bruma, sin entender. Luego, reaccionando, gritó con voz ronca:

– ¿Que qué vamos a hacer con él? Ahora mismo les llamo y que se lo lleven. Eso es automutilación…

– Le abrirán un consejo de guerra…

– ¿Y qué? Se lo ha merecido, ¿no? Mientras los demás revientan en las trincheras… ¡Es un desertor!

Reinó un instante de silencio. El médico se sentó y empezó a masajearse el rostro con las manos manchadas de tintura de yodo.

– ¿Y si le ponemos un yeso? -inquirió Charlotte.

El rostro del médico apareció tras las palmas esgrimiendo una mueca de ira. Cuando ya entreabría la boca, mudó de parecer. Sus ojos enrojecidos se animaron y sonrió.

– Y dale con el yeso. A uno hay que rompérselo porque le pica y quiere rascárselo, y al otro ponérselo porque se rasca. ¡Nunca dejarás de sorprenderme, Charlota Norbertovna!

A la hora de la visita, examinó la llaga y con toda naturalidad le dijo a la enfermera:

– Habrá que ponerle un yeso. Sólo una capa. Lo hará Charlota antes de marcharse.

Tomó la esperanza cuando, un año y medio después de la primera notificación de fallecimiento, recibió otra. Fiódor no podía haber muerto dos veces -pensó-, luego quizás estaba vivo. Esa doble muerte pasaba a ser una promesa de vida. Charlotte, sin decirle nada a nadie, comenzó de nuevo a esperar.

Fiódor regresó, no del Oeste, ni a comienzos de verano, como la mayoría de los soldados, sino de Extremo Oriente, en septiembre, tras la derrota del Japón…

Saranza, una ciudad lindante con el frente, se había convertido en un lugar apacible, y tomaba a su sueño de las estepas, al otro lado del Volga. Allí vivía Charlotte sola: su hijo (mi tío Serguéi) había ingresado en una escuela militar, su hija (mi madre) residía en la población vecina, al igual que todos los alumnos que querían proseguir estudios.

Una tibia tarde de septiembre, Charlotte salió de la casa y echó a andar por la calle desierta. Antes de que se pusiera el sol, quería recoger, en las lindes de la estepa, unos tallos de eneldo silvestre para las salazones. Lo vio al regresar… Charlotte llevaba un ramo de largas plantas rematadas por umbelas amarillas. Su vestido y su cuerpo estaban impregnados de la limpidez de los campos silenciosos, de la luz fluida del crepúsculo. Sus dedos conservaban la intensa fragancia del eneldo y de las hierbas secas. Sabía ya que esa vida, con todo el dolor que entrañaba, podía vivirse, que había que atravesarla lentamente pasando de esa puesta de sol al olor penetrante de los tallos, de la paz infinita de la llanura al piar de un pájaro perdido en el cielo, sí, transitando de ese cielo a su profundo reflejo, que sentía en su pecho como una presencia atenta y viva. Sí, observar hasta la tibieza del polvo en ese caminillo que llevaba a Saranza…

Alzó la mirada y lo vio. Caminaba a su encuentro; estaba todavía lejos, en el extremo de la calle. Si Charlotte lo hubiera recibido en el umbral de la habitación, si hubiera abierto la puerta y él hubiera entrado, como llevaba imaginando tanto tiempo, como hacían todos los soldados cuando volvían de la guerra, en la vida o en las películas, sin duda habría lanzado un grito, se habría arrojado hacia él aferrándose a su talabarte, habría llorado…

Pero apareció muy lejos, dejándose reconocer poco a poco, dando tiempo a que su mujer se habituase a aquella calle, irreconocible por la presencia de un hombre cuya sonrisa indecisa ya advertía. No corrieron, no intercambiaron palabra alguna ni se besaron. Les daba la impresión de haber caminado el uno hacia el otro durante una eternidad. La calle estaba vacía; la luz del atardecer, reflejada por las doradas copas de los árboles, era de una transparencia irreal. Charlotte, deteniéndose frente a él, agitó suavemente el ramo. El movió la cabeza, como diciendo: «Sí, sí, entiendo». No llevaba talabarte, sólo un cinturón con la hebilla de bronce deslustrada. Sus botas estaban rojas de polvo.

Charlotte vivía en la planta baja de una vieja casa de madera. Año tras año, desde hacía un siglo, el suelo se elevaba imperceptiblemente y la casa iba hundiéndose, a tal punto que la ventana de su habitación rebasaba apenas el nivel de la acera… Entraron en silencio. Fiódor dejó la bolsa sobre un taburete y quiso hablar, pero no dijo nada, tan sólo carraspeó, llevándose los dedos a los labios. Charlotte se dispuso a preparar algo de comer.

Y de pronto se vio contestando a sus preguntas, contestando sin meditar (hablaron del pan, de los cupones de racionamiento, de la vida en Saranza), ofreciéndole té, sonriendo cuando él decía que había que «afilar todos los cuchillos de esta casa». Pero durante aquella primera conversación todavía vacilante, Charlotte estaba ausente. Era una ausencia profunda en la que sonaban palabras totalmente distintas a las que decía: «Ese hombre de pelo corto y como espolvoreado con yeso es mi marido. Hace cuatro años que no lo veo. Lo han enterrado dos veces, primero en la batalla de Moscú, luego en la de Ucrania. Está aquí, ha regresado. Debería llorar de alegría. Debería… Tiene todo el pelo gris…». Adivinaba que también él era bastante ajeno a aquella conversación sobre los cupones de racionamiento. Había regresado cuando los fuegos de la victoria llevaban tiempo apagados. La vida había recobrado su ritmo cotidiano. Fiódor regresaba demasiado tarde. Como un hombre distraído a quien han invitado a comer y se presenta a la hora de cenar, sorprendiendo a la dueña de la casa cuando está despidiendo a los últimos invitados. «Debo de parecerle muy vieja», pensó de repente Charlotte, pero ni siquiera esa idea logró romper la extraña falta de emoción que notaba en su corazón, esa indiferencia que la dejaba perpleja.

Sólo lloró cuando vio su cuerpo. Después de comer, calentó agua, trajo un barreño de cinc, la bañerita de niño, y lo instaló en medio de la habitación. Fiódor se acuclilló en aquel recipiente gris cuyo fondo cedía bajo los pies emitiendo un sonido vibrante. Y mientras derramaba un hilillo de agua caliente en el cuerpo de su marido, que se restregaba torpemente los hombros y la espalda, Charlotte se echó a llorar. Las lágrimas resbalaban por su rostro, de rasgos inmóviles, y caían mezclándose con el agua jabonosa del barreño.

Era el cuerpo de un hombre a quien no conocía. Un cuerpo surcado de costurones, de cicatrices -unas, profundas, de bordes carnosos, como enormes labios voraces; otras, de superficie lisa, reluciente, como el rastro de un caracol-. En uno de los omóplatos se abría una cavidad: Charlotte sabía que eso lo producía un tipo de metralla pequeña y en forma de zarpa. Las marcas sonrosadas de los puntos de sutura contorneaban un hombro y se perdían en el pecho…

Miró la habitación a través de las lágrimas, como si la viese por primera vez: una ventana a ras de suelo, el ramo de eneldo, procedente ya de otra época de su vida, un macuto de soldado sobre el taburete junto a la entrada, unas botazas cubiertas de polvo rojizo. Y a la luz de una bombilla desnuda y mortecina, en el centro de una habitación medio sepultada en la tierra, aquel cuerpo irreconocible, como triturado por los engranajes de una máquina. Sin darse cuenta, afluyeron a su cerebro palabras de asombro: «Yo, Charlotte Lemonnier, estoy aquí, en esta isba sepultada bajo la hierba de las estepas, con este hombre, este soldado con el cuerpo lacerado de heridas, el padre de mis hijos, el hombre a quien amo tanto… Yo, Charlotte Lemonnier…».

Una de las cejas de Fiódor ostentaba un largo tajo blanco que, haciéndose más fino, le cruzaba la frente y daba a su mirada un inmutable aire de asombro. Como si no consiguiera habituarse a aquella vida después de la guerra.

Vivió menos de un año… En invierno se mudaron al piso donde nosotros, de niños, iríamos a pasar las vacaciones cada verano. No les dio ni tiempo de comprar la nueva vajilla y los cubiertos. Fiódor cortaba el pan con el cuchillo que había traído del frente, confeccionado con una bayoneta…

Escuchando a los adultos, me imaginaba así a nuestro abuelo tras ese reencuentro asombrosamente breve: un soldado subía la escalera de la isba, sus ojos se fundían con los de su mujer, y apenas tenía tiempo de decir: «He vuelto, ya ves…». Luego caía y moría como consecuencia de sus heridas.

3

Aquel año, Francia fue la causa de que me encerrara en una profunda y estudiosa soledad. Al finalizar el verano regresé de Saranza cual joven explorador, con mil y un hallazgos en mi equipaje -desde el racimo de uvas de Proust hasta la trágica muerte del duque de Orleans-. En otoño, y sobre todo durante el invierno, me convertí en un maníaco de la erudición, en un archivista que rastreaba obsesivamente información sobre el país cuyo misterio apenas había empezado a desentrañar en mi excursión estival.

Leí cuanto de interesante había sobre Francia en la biblioteca de la escuela. Eché mano de los estantes más nutridos de la de nuestra ciudad. Quería contrastar los relatos impresionistas, a pinceladas, de Charlotte con un estudio sistemático, avanzando de un siglo a otro, de un Luis al siguiente, de un novelista a sus congéneres, discípulos y epígonos.

Esas largas jornadas transcurridas en los polvorientos laberintos atestados de libros respondían sin duda a una propensión monacal que todo el mundo experimenta a esa edad. Buscamos la evasión antes de ser absorbidos por los engranajes de la vida adulta, fabulamos en soledad las futuras aventuras amorosas. Esa espera, esa vida de recluso, no tarda en hacerse ingrata. De ahí el efervescente y tribal colectivismo de los adolescentes, tentativa febril de representar, antes de hora, todas las tramas de la sociedad adulta. Pocos, a los trece o catorce años, saben sustraerse a interpretar esos personajes, actos impuestos a los solitarios, a los contemplativos, con toda la crueldad e intolerancia de los niños de ayer.

Gracias a mis investigaciones sobre Francia pude preservar mi atenta soledad de adolescente.

La sociedad en miniatura que formaban mis compañeros me trataba tan pronto con una distraída condescendencia (yo era un «inmaduro», no fumaba y no contaba historias salaces en las que los órganos genitales, tanto masculinos como femeninos, pasaban a ser personajes de cuerpo entero), como con una agresividad colectiva cuya violencia me dejaba perplejo: no me consideraba en absoluto distinto a los demás ni creía merecer tanta hostilidad. Reconozco que no me extasiaban las películas que su minisociedad comentaba durante los recreos, ni era capaz de distinguir los equipos de fútbol de los que mis compañeros eran apasionados hinchas. Mi ignorancia les ofendía. La consideraban un desafío. Me atacaban con sus pullas, con sus puños. Durante ese invierno, comencé a vislumbrar una desconcertante verdad: llevar dentro aquel lejano pasado, dejar que mi alma viviese en la fabulosa Atlántida, no era un juego inocente. Sí, constituía un auténtico desafío, una provocación a los ojos de quienes vivían el presente. Un día, harto de sufrir vejaciones, fingí interesarme por el resultado del último partido de fútbol y, participando en la conversación, cité nombres de futbolistas aprendidos la víspera. Pero todos barruntaron la impostura. La discusión se interrumpió. La minisociedad se dispersó. Me gané unas miradas casi compasivas y aún me sentí más menospreciado.

Tras tan lamentable tentativa, me abismé con más ahínco en mis investigaciones y lecturas. No me bastaban ya los efímeros reflejos de la Atlántida en el curso del tiempo. Aspiraba a conocer su historia íntima. Errando por los recovecos de nuestra vieja biblioteca, intentaba dilucidar el porqué del extravagante matrimonio entre Enrique I y la princesa rusa Anna. Quería averiguar qué dote había mandado su padre, el célebre Yaroslav el Sabio. Y cómo éste enviaba desde Kíev manadas de caballos a su yerno francés, atacado por los belicosos normandos. Y cuál era el pasatiempo cotidiano de Anna Yaróslavna en los lóbregos castillos medievales, donde tanto lloraba la ausencia de los baños rusos… Ya no me bastaba el trágico relato que describía la muerte del duque de Orleans bajo las ventanas de la hermosa Isabel. No, decidí lanzarme en persecución de su asesino, Juan sin Miedo, fijar su linaje, comprobar sus hazañas guerreras, reconstruir su vestimenta y sus armas, localizar sus feudos… Averigüé con qué retraso llegaron las divisiones del mariscal Grouchy, esas horas de más, fatales para Napoleón en Waterloo…

Por supuesto, los fondos de la biblioteca, rehén de la ideología, eran muy desiguales: encontré sólo un libro sobre la época de Luis XIV, mientras que el estante vecino ofrecía veinte volúmenes dedicados a la Comuna de París y una docena al nacimiento del Partido Comunista francés. Pero, en mi afán de conocimiento, supe desbaratar esa manipulación histórica. Me volví hacia la literatura. Estaban allí los grandes clásicos franceses que -a excepción de unos cuantos proscritos célebres como Restif de la Bretonne, Sade o Gide- habían escapado, en conjunto, a la censura.

Mi juventud e inexperiencia me volvían fetichista: más que captar la fisonomía de una época histórica, la coleccionaba. Buscaba sobre todo anécdotas similares a las que los guías cuentan a los turistas ante los monumentos. Figuraba en mi colección el chaleco rojo que llevara Théophile Gautier en el estreno de Hemani, los bastones de Balzac, el narguile de George Sand y la escena de su traición en los brazos del médico que se suponía tenía que atender a Musset. Admiraba la elegancia con que la escritora ofrecía a su amante el tema de Lorenzaccio. No me cansaba de revivir las secuencias pobladas de imágenes que registraba -cierto que con gran desorden- mi memoria. Como aquella en que Víctor Hugo, patriarca canoso y melancólico, se encuentra bajo los árboles de un parque a Leconte de Lisie. «¿Sabe usted en qué estaba pensando?», inquirió el patriarca. Y ante el apuro de su interlocutor, declaró con énfasis: «Estaba pensando qué le diré a Dios cuando, tal vez muy pronto, me reúna con él en su reino…». A lo que Leconte de Lisie, irónico y respetuoso a un tiempo, replicó con convicción: «Pues le dirá usted: “Querido colega…”».

Curiosamente, fue un ser que no sabía nada de Francia, que no había leído nunca un solo autor francés, que no podía -de ello no me cabía la menor duda- localizar ese país en el mapamundi, sí, fue él quien, involuntariamente, me ayudó a salir de mi colección de anécdotas y a orientar mi investigación hacia un rumbo totalmente nuevo. Se trataba de aquel compañero, el mal alumno, que me dijo un día que si Lenin no había tenido hijos era porque no sabía hacer el amor…

La minisociedad de nuestra clase le profesaba tanto desprecio como a mí, pero por razones muy distintas. Le aborrecían porque les mostraba una imagen poco grata del adulto. Aunque era dos años mayor que nosotros y había alcanzado ya esa edad en que los alumnos saboreaban de antemano las libertades, mi amigo no la aprovechaba en absoluto. Pachka -todo el mundo lo llamaba así- llevaba la vida de esos mujiks extraños que conservan hasta la muerte cierto infantilismo, lo que contrasta en grado sumo con su aspecto agreste y viril. Huyen obstinadamente de la ciudad, de la sociedad, del bienestar, desaparecen en el bosque y, convertidos en cazadores o vagabundos, acaban allí sus días.

Pachka traía a la clase efluvios de pescado, de nieve y, en época de bonanza, de arcilla. Se pasaba días enteros chapoteando en las orillas del Volga. Y si iba a la escuela era por no disgustar a su madre. Siempre con retraso, sin reparar en las desdeñosas miradas de los futuros adultos, cruzaba la clase y se escurría tras el pupitre, al fondo de todo. A su paso, los alumnos olfateaban el aire con ostentación, y la maestra suspiraba alzando los brazos al cielo. Un olor a nieve y a tierra húmeda se difundía lentamente por la clase.

Nuestro estatus de parias entre la comunidad de nuestra clase acabó por unimos. Sin hacernos propiamente amigos, observamos nuestras dos soledades y vimos en ellas como una seña de identidad. A partir de entonces, acompañé con frecuencia a Pachka en sus expediciones de pesca por las orillas nevadas del Volga. Agujereaba el hielo con un potente berbiquí, lanzaba el sedal en el boquete y permanecía inmóvil ante aquella cavidad redonda que dejaba al descubierto el verdoso espesor del hielo. Yo me imaginaba al pez que, en el extremo de aquel estrecho túnel, a veces de un metro de largo, se acercaba prudentemente al cebo… Percas de atigrados lomos, lucios moteados, gobios con la cola de vivo color rojo, surgían del boquete y, tras desprenderlos del anzuelo, caían en la nieve. Daban algunos coletazos y luego sus cuerpos se paralizaban, helados por el gélido viento. Las espinas dorsales se cubrían de cristales, cual fabulosas diademas. Hablábamos poco. La gran quietud de las llanuras nevadas, el cielo plateado, el profundo sueño del gran río, tomaban inútiles las palabras.

A veces Pachka, buscando una zona más abundante en peces, se acercaba peligrosamente a las largas placas de hielo oscuro, húmedo, recorrido por los manantiales… Yo me volvía al oír un crujido y veía a mi compañero debatiéndose en el agua y clavando los dedos abiertos en la nieve granulosa. Corría hacia él y, a pocos metros de la brecha, me tumbaba boca abajo y le arrojaba la punta de mi bufanda. Por lo común, Pachka lograba componérselas antes de que yo interviniera. Como una marsopa, salía del agua, caía de bruces en la nieve y reptaba dejando una larga estela mojada. Pero a veces, sobre todo por complacerme, se asía a la bufanda y se dejaba salvar.

Tras ese chapuzón, nos encaminábamos hacia una de las armazones de las viejas barcas que se erguían, aquí y allá, en medio de los bancos de nieve. Encendíamos una gran hoguera en sus entrañas renegridas. Pachka se quitaba las botazas de fieltro y el pantalón enguatado y los tendía junto a las llamas. Luego, descalzo sobre una tabla, asaba el pescado.

Al amor de aquellas hogueras nos volvíamos más locuaces. Pachka me contaba las pescas extraordinarias (¡un pez tan grande que no cabía por el agujero abierto con el berbiquí!), los súbitos deshielos en los que las masas de hielo, precipitándose con ensordecedor estrépito, se llevaban por delante barcas, árboles y hasta isbas con gatos encaramados al tejado… Yo le hablaba de los torneos caballerescos (acababa de enterarme de que los guerreros de antaño, al despojarse del yelmo tras una justa, aparecían con la cara llena de óxido por la mezcla de hierro y sudor; no sé por qué, ese detalle me exaltaba más que el propio torneo…), sí, le hablaba de aquellos rasgos viriles subrayados por los hilillos rojizos, y del bizarro joven que soplaba tres veces en el cuerno pidiendo refuerzos. Sabía que Pachka, que recorría tanto en verano como en invierno las orillas del Volga, soñaba secretamente con las extensiones marinas. Me alegré de encontrar para él en mi colección francesa aquel aterrador combate entre un marino y un enorme pulpo. Y como sea que mi erudición se nutría sustancialmente de anécdotas, le referí una que guardaba mucha relación con su pasión y con nuestra vieja barca abandonada. Muchos años atrás, en las aguas de un proceloso mar, un barco de guerra inglés se cruza con un navío francés y, antes de entablar un combate sin cuartel, el capitán inglés se dirige a sus eternos enemigos, poniendo las manos en forma de bocina: «Vosotros los franceses combatís por dinero. ¡Nosotros, los súbditos de la reina, lo hacemos por el honor!». Entonces, desde el navío francés, una ráfaga de viento salado les lleva la jocosa exclamación del capitán: «¡Cada uno, sir, combate por lo que no tiene!».

Un día, Pachka estuvo a punto de ahogarse de verdad. Una gran placa de hielo -estábamos en plena bonanza- cedió bajo sus pies. Tan sólo emergían del agua su cabeza y un brazo, que buscaba un apoyo inexistente. Con un violento impulso, proyectó el pecho sobre el hielo, pero la superficie porosa se quebró bajo su peso. Tenía las botas llenas de agua y la corriente le arrastraba ya las piernas. Sin tiempo para quitarme la bufanda, me tumbé en la nieve, repté y le tendí una mano. En ese momento vi cruzar por sus ojos una breve chispa de terror… Creo que se las hubiera arreglado sin mí; estaba demasiado avezado, demasiado ligado a las fuerzas de la naturaleza para dejarse atrapar por ellas. Pero en esa ocasión aceptó mi mano sin esgrimir su habitual sonrisa.

A los pocos minutos ardía la hoguera, y Pachka, con las piernas desnudas y cubierto tan sólo con un largo jersey que yo le había prestado mientras se secaba su ropa, bailoteaba sobre una tabla lamida por las llamas. Con sus rojos dedos desollados, amasaba una bola de arcilla con la que envolvía el pescado para meterlo en las brasas… En torno a nosotros, el blanco desierto del Volga invernal, los sauces de finas y heladas ramas, que formaban un transparente follaje a lo largo de la orilla, y, enterrada en la nieve, la barca medio destrozada cuya armazón alimentaba nuestra primitiva hoguera. El baile de las llamas parecía espesar el crepúsculo e intensificaba la efímera sensación de bienestar.

¿Por qué le conté precisamente aquel día esa historia y no otra? Sin duda hubo una razón, o hablamos de algo que me sugirió ese tema… Era un resumen, muy abreviado por lo demás, de un poema de Hugo que me había leído Charlotte hacía mucho tiempo y cuyo título ni recordaba… En alguna zona próxima a las barricadas destruidas, en el corazón de aquel París rebelde donde los adoquines poseían la extraordinaria capacidad de convertirse súbitamente en muros, los soldados fusilaban a los insurrectos. Una ejecución rutinaria, brutal, despiadada. Los hombres se alineaban de espaldas a la pared, contemplaban un instante los cañones de los fusiles que les apuntaban al pecho y alzaban los ojos hacia la ligera carrera de las nubes. Luego caían. Sus compañeros les relevaban frente a los soldados… Entre los condenados se hallaba un golfillo cuya edad hubiera debido inspirar clemencia. Por desgracia, no fue así. El oficial le ordenó que se pusiera en la fila de espera fatal; el niño tenía el mismo derecho a la muerte que los adultos. «¡A ti también vamos a fusilarte!», masculló el verdugo jefe. Pero un instante antes de dirigirse a la pared, el niño corrió hacia el oficial y le suplicó: «¡Déjeme que le lleve este reloj a mi madre! Vive a dos pasos de aquí, junto a la fuente. ¡Le juro que volveré!». Esta astucia infantil ablandó incluso los endurecidos corazones de la soldadesca. Todos soltaron una risotada, pues la astucia parecía realmente demasiado ingenua. El oficial, riéndose a carcajadas, profirió: «Anda, corre. ¡Lárgate, pequeño indeseable!». Y siguieron partiéndose de risa mientras cargaban los fusiles. De repente, enmudecieron. El niño reapareció y, acercándose a la pared, junto a los adultos, gritó: «¡Aquí estoy!».

Durante todo el relato, Pachka pareció apenas escucharme. Permaneció inmóvil, inclinado hacia el fuego.

Su rostro se ocultaba tras la visera de su grueso chascás de piel. Pero cuando llegué a la última escena -el niño regresa, pálido y serio, y se planta ante los soldados-, sí, cuando pronuncié su última frase: «¡Aquí estoy!», Pachka se estremeció, se puso en pie… Y luego ocurrió algo increíble. Saltó al otro lado de la barca y echó a andar descalzo por la nieve. Oí como un gemido ahogado que el viento húmedo dispersó rápidamente por la blanca llanura.

Dio unos pasos y se detuvo, enterrado hasta las piernas en un banco de nieve. Yo permanecí un momento inmóvil, contemplando estupefacto, desde la barca, a aquel mocetón vestido con un largo jersey que el viento hinchaba como un corto vestido de lana. Las orejeras del chascás ondeaban lentamente, agitadas por las frías ráfagas. Sus piernas desnudas hundidas en la nieve me fascinaban. Sin entender ya nada, salté y me llegué hasta él. Al oír el crujido de mis pasos, se volvió bruscamente. Tenía la cara crispada en una dolorosa mueca. Las llamas de la hoguera se reflejaban en sus ojos con inhabitual fluidez. Se apresuró a enjugarse aquellos reflejos con la mano. «¡Vaya con el humo!», rezongó parpadeando y, sin mirarme, regresó a la barca.

Allí, arrimando los pies helados a las brasas, me preguntó con colérica insistencia:

– ¿Y qué pasó luego? Matarían al crío, ¿no?

Pillado desprevenido y no hallando en mi memoria nada que esclareciese ese punto, balbucí titubeando:

– Eh… Pues es que no lo sé…

– ¿Cómo que no lo sabes? ¡Si me lo has contado todo!

– Ya, pero verás, en el poema…

– ¡A la mierda el poema! En la realidad, ¿lo mataron o no?

Su mirada, clavada en mí por encima de las llamas, brillaba con un fulgor un tanto enloquecido. Su voz era a un tiempo rada e implorante. Suspiré, como si quisiera pedirle perdón a Hugo, y con tono firme y rotundo declaré:

– No, no lo fusilaron. Un viejo sargento allí presente se acordó de su propio hijo, que se había quedado en el pueblo. Y gritó: «¡Quien le toque un pelo a ese crío se las verá conmigo!». Y el oficial tuvo que soltarlo…

Pachka inclinó la cabeza y procedió a sacar el pescado envuelto en arcilla, removiendo las brasas con una rama. En silencio, rompimos la corteza de tierra cocida que se desprendía pegada a las escamas y comimos aquella carne tierna y ardiente espolvoreándola con sal gruesa.

Tampoco hablamos cuando regresamos a la ciudad, al anochecer. Yo estaba aún impresionado por la magia que acababa de producirse. El milagro que me había demostrado la omnipotencia de la palabra poética. Adivinaba que ello no dependía de artificios verbales ni de una sabia combinación de palabras. ¡No! Porque las de Hugo habían sido anteriormente deformadas, tanto en el relato lejano de Charlotte como en mi resumen. Por lo tanto habían sido doblemente traicionadas… ¡Y, sin embargo, el eco de aquella historia, tan sencilla en el fondo, narrada a miles de kilómetros de donde naciera, había logrado arrancar lágrimas a un joven salvaje e impulsarle a correr desnudo por la nieve! Secretamente, me enorgullecía de haber hecho brillar una chispa de esa luz que irradiaba la patria de Charlotte.

Y comprendí también, aquella noche, que no eran anécdotas lo que debía buscar en mis lecturas. Ni palabras hermosamente dispuestas en una página. Era algo mucho más profundo y, al mismo tiempo, mucho más espontáneo: una penetrante armonía de lo visible que, tan pronto era revelada por el poeta, pasaba a ser eterna. Sin saber darle un nombre, la perseguía, libro tras libro. Más adelante, supe cómo se llamaba: el Estilo. Y jamás podría aceptar que llamasen de esa manera los inútiles ejercicios elaborados por los malabaristas de las palabras. Porque vería surgir ante mis ojos las piernas azuladas de Pachka plantadas en un banco de nieve, a orillas del Volga, y los acuosos reflejos de las llamas en sus ojos… ¡Sí, le emocionaba más el destino del joven insurrecto que su propia muerte, de la que se había librado por los pelos una hora antes!

Al separarse de mí en un cruce del suburbio donde vivía, Pachka me alargó mi ración de pescado: unos largos caparazones de arcilla. Luego, con tono arisco y evitando mi mirada, preguntó:

– ¿Y dónde puede encontrarse ese poema sobre los fusilados?

– Mañana te lo llevo a la escuela, creo que lo tengo copiado en casa…

Se lo dije de un tirón, disimulando mal mi alegría. Fue el día más feliz de mi adolescencia.

4

«¡Pero si Charlotte ya no tiene nada que enseñarme!»

La desconcertante reflexión cruzó por mi mente la mañana de mi llegada a Saranza… Salté del vagón en la pequeña estación; no se apeaba allí ningún otro viajero. Divisé a mi abuela en la otra punta del andén. Me vio, agitó levemente la mano y vino a mi encuentro. Fue en ese momento, mientras caminaba hacia ella, cuando me asaltó esa intuición: mi abuela no tenía ya nada que enseñarme sobre Francia, me lo había contado todo, y yo, merced a mis lecturas, había acumulado conocimientos más amplios quizá que los suyos… Al besarla, me avergonzó ese pensamiento, que a mí mismo me había pillado desprevenido. Veía en ello como una traición involuntaria.

Por otra parte, hacía ya meses que me embargaba esa extraña angustia: la de haber aprendido demasiado… Era como ese hombre ahorrador convencido de que el caudal de sus ahorros le permitirá muy pronto llevar una vida totalmente diferente, le abrirá prodigiosos horizontes, cambiará su visión de las cosas, hasta su modo de caminar o de abordar a las mujeres. El caudal no cesa de crecer, pero la metamorfosis radical se va demorando. Lo mismo ocurría con mi suma de conocimientos. No es que desease sacar algún provecho de ella. El interés que inspiraban mis relatos a Pachka me colmaba ya con creces. Esperaba más bien un misterioso resorte, semejante al del mecanismo de una caja de música, un clic que anuncia el arranque del minueto que bailarán las figuritas en su estrado. Aspiraba a que aquel amasijo de datos, nombres, acontecimientos y personajes se fundiese en una materia vital nunca vista, cristalizase en un mundo profundamente nuevo. Quería que la Francia injertada en mi corazón, estudiada, explorada, aprendida, me convirtiese en otro.

Mas el único cambio que experimenté en el inicio de aquel verano fue la ausencia de mi hermana, que se había marchado a estudiar a Moscú. Me daba miedo confesarme que tal vez esa marcha imposibilitase nuestras veladas en el balcón.

La primera noche, como para ver confirmados mis temores, empecé a preguntarle a mi abuela sobre la Francia de su juventud. Contestaba gustosa, juzgando sincera mi curiosidad. Mientras hablaba, Charlotte seguía zurciendo el cuello de encajes de una blusa. Manejaba la aguja con esa chispa de elegancia artística que se observa siempre en una mujer que al tiempo que trabaja sigue conversando con un invitado a quien cree interesado por su relato.

Yo la escuchaba, acodado en la barandilla del balcón. Mis preguntas maquinales arrancaban, como en eco, escenas del pasado mil veces contempladas en mi infancia, imágenes familiares, seres conocidos: el esquilador de perros en los muelles del Sena, el cortejo imperial recorriendo los Campos Elíseos, la Bella Otero, el presidente fundiéndose con su amante en un beso fatal… De pronto, me daba cuenta de que Charlotte nos había repetido todas aquellas historias cada verano, cediendo a nuestro deseo de volver a escuchar el cuento favorito. Sí, exactamente, no eran sino cuentos que encandilaban nuestra niñez y que, como ocurre con todo auténtico cuento, no nos cansaban nunca.

Yo había cumplido ya catorce años, y era consciente de que la época de los cuentos ya no volvería. Había aprendido demasiado para dejarme embelesar por su abigarrada zarabanda. Curiosamente, en vez de alegrarme de tan evidente señal de madurez, aquella noche eché mucho de menos mi cándida confianza de antaño. Porque mis nuevos conocimientos, contrariamente a lo que de ellos esperaba, parecían oscurecer mis imágenes francesas. Tan pronto como quería regresar a la Atlántida de nuestra infancia, intervenía una voz docta, y veía las páginas de los libros, las fechas en letra negrita. Y la voz empezaba a comentar, a comparar, a citar. Me sentía como aquejado por una extraña ceguera…

Llegado un momento, nuestra conversación se interrumpió. Había escuchado tan distraídamente que las últimas palabras de Charlotte -debía de haberme hecho una pregunta- se me pasaron por alto. Escruté, avergonzado, su rostro alzado hacia mí. Todavía resonaba en mis oídos la música de la frase que acababa de pronunciar mi abuela. Por la entonación reconstruí su sentido. Sí, era la entonación que adopta el narrador cuando dice: «No, que ésta ya la habéis oído. No quiero aburriros con mis chocheces…», y confía, secretamente, en que sus oyentes le animen afirmando que ignoran su historia o que la han olvidado… Sacudí levemente la cabeza, con aire dubitativo.

– No, creo que no. ¿Estás segura de que me la has contado?

Vi que el rostro de mi abuela se iluminaba con una sonrisa. Reanudó el relato. Yo la escuchaba, ahora atentamente. Y por enésima vez surgió ante mis ojos la angosta calleja de un París medieval, una fría noche de otoño, y, en la pared, el escudo oscuro que uniera para siempre tres destinos y tres nombres de otrora: Luis de Orleans, Juan sin Miedo e Isabel de Baviera…

No sé por qué la interrumpí en aquel instante. Seguramente quería demostrarle mi erudición. Pero lo que me cegó, sobre todo, fue esta revelación: una anciana, en un balcón suspendido sobre la estepa sin fin, repite una vez más una historia que se sabe de memoria, la repite con la mecánica precisión de un disco, fiel a ese relato más o menos legendario que se refiere a un país tan sólo existente en su memoria… Nuestra conversación en el silencio de la noche me pareció de súbito estrafalaria, la voz de Charlotte me recordó la de un autómata. Capté al vuelo el nombre del personaje que acababa de evocar y empecé a hablar. De Juan sin Miedo y sus vergonzosas conchabanzas con los ingleses. De París, donde los carniceros, convertidos en «revolucionarios», imponían su ley y degollaban a los enemigos de Borgoña o supuestamente tales. Y del rey loco. Y de los patíbulos en las plazas parisienses. Y de los lobos rondando por los suburbios de la ciudad asolada por la guerra civil. Y de la inimaginable traición cometida por Isabel de Baviera, que se unió a Juan sin Miedo y renegó del delfín afirmando que no era hijo del rey. Sí, la hermosa Isabel de nuestra infancia…

De repente me faltó aire y me atraganté con mis propias palabras; tenía demasiado que decir.

Tras un momento de silencio, mi abuela cabeceó suavemente y dijo con total sinceridad:

– ¡Me encanta que conozcas tan bien la historia!

No obstante, me pareció columbrar en su voz, llena de convicción, el eco de un pensamiento inconfesado: «Está bien conocer la historia. Pero cuando yo hablaba de Isabel y de L’Allée des Arbalétriers, de aquella noche de otoño, me estaba refiriendo a otra cosa muy distinta…».

Se inclinó sobre la labor, dando pequeñas puntadas, precisas y regulares. Crucé el piso y bajé a la calle. Sonó un pitido de locomotora en lontananza. Su sonoridad, amortiguada por el aire cálido del atardecer, tenía algo de un suspiro, de una queja.

Entre el edificio donde vivía Charlotte y la estepa, se alzaba una especie de bosquecillo muy frondoso, casi impenetrable: masas de moreras silvestres, ganchudas ramas de avellano, trincheras abandonadas llenas de ortigas. Además, aunque en nuestros juegos traspasásemos aquellas barreras naturales, otras, fabricadas por el hombre, obstruían el paso: las enmarañadas ringleras de alambradas de púas, los amasijos oxidados de obstáculos anticarro… Llamaban a aquel lugar «la Stalinka», por el nombre de la línea de defensa levantada allí durante la guerra. Se temía que los alemanes llegasen hasta aquel punto. Pero los detuvieron el Volga y sobre todo Stalingrado… La línea fue desmantelada y los restos del material de guerra quedaron abandonados en aquel bosque, que había heredado su nombre. «La Stalinka», decían los habitantes de Saranza, y su ciudad parecía integrarse así en las grandes gestas de la Historia.

Se afirmaba que el interior del bosque estaba minado. Eso disuadía incluso a los más intrépidos a aventurarse en aquella tierra de nadie replegada sobre sus tesoros oxidados.

Tras las espesuras de la Stalinka pasaba un tren de vía estrecha; parecía un ferrocarril en miniatura, con su pequeña locomotora impregnada de hollín, sus vagonetas, también pequeñas, y -como en una ilusión óptica- el maquinista vestido con una camiseta manchada de grasa: un falso gigante asomándose por la ventanilla. Cada vez, antes de cruzar uno de los caminos que se perdían hacia el horizonte, la locomotora lanzaba un pitido entre tierno y quejumbroso. Aquella señal, repetida por su eco, semejaba el grito sonoro de un cuclillo. «La Kukuchka», decíamos guiñándonos el ojo cuando aparecía el convoy avanzando por sus estrechos raíles cuajados de dientes de león y de manzanillas…

Fue la voz que me guio aquella noche. Contorneé las malezas que se alzaban en la linde de la Stalinka y vi la última vagoneta, que se deslizaba perdiéndose en la tibia penumbra del crepúsculo. Con ser tan diminuto, el convoy difundía el inimitable olor ligeramente picante de los ferrocarriles, un olor que traía a la mente esos largos viajes emprendidos tras una feliz y súbita decisión. A lo lejos, por entre la azulada bruma del atardecer, oí planear un melancólico «cu-cu-cú». Apoyé el pie en el raíl, que vibraba suavemente bajo el tren desaparecido. La estepa silenciosa parecía esperar de mí un gesto, un paso.

«Qué bonito era todo antes», decía en mi interior una voz sin palabras. «Aquella Kukuchka que creía ver partir con rumbo desconocido, hacia países inexistentes en el mapa, hacia montañas de nevadas cimas, hacia un mar nocturno donde se confunden las luces de las barcas con las estrellas… Ahora sé que ese tren va desde la fábrica de ladrillos de Saranza hasta la estación donde descargan las vagonetas. Dos o tres kilómetros en total. ¡Valiente viaje! Sí, ahora que lo sé ya nunca podré pensar que esos raíles son infinitos y este atardecer, único, con la intensa fragancia de la estepa, ese cielo inmenso, y mi presencia inexplicable y extrañamente necesaria aquí, junto a esta vía con sus traviesas cuarteadas, en este instante preciso, con el eco de ese “cu-cu-cú” en el aire violeta. Tiempo atrás, todo me parecía tan natural…»

Por la noche, antes de dormirme, recordé que conocía ya el significado de la enigmática fórmula impresa en el menú del banquete celebrado en honor del zar: «Ortegas y hortelanos asados». Sí, sabía ya que se trataba de piezas de caza muy apreciadas por los sibaritas. Un plato delicado, sabroso, escaso, pero nada más. Por mucho que repitiese como antaño: «Ortegas y hortelanos», la magia que henchía mis pulmones con el viento salado de Cherburgo ya no funcionaba. Y con vacilante desesperación, murmuré en voz baja, para mis adentros, abriendo los ojos en la oscuridad:

– ¡O sea, que ya he vivido una parte de mi vida!

A partir de entonces, hablábamos para no decir nada. Vimos alzarse entre nosotros esa barrera de palabras hueras, de reflejos sonoros de lo cotidiano, de ese líquido verbal con el que se siente uno obligado, sin saber por qué, a rellenar el silencio. Descubrí con estupor que hablar era, en realidad, la mejor manera de callar lo esencial. Para expresar lo esencial habría sido menester articular las palabras de un modo totalmente distinto, susurrarlas, tejerlas en los ruidos de la noche, en los rayos del crepúsculo. De nuevo, notaba en mi interior la misteriosa gestación de esa lengua tan diferente de las palabras desgastadas por el uso, una lengua en la que habría podido decir muy quedo, buscando la mirada de Charlotte:

– ¿Por qué se me encoge el corazón cuando oigo el pitido lejano de la Kukuchka? ¿Por qué una mañana de otoño de hace cien años en Cherburgo, sí, ese instante que no he vivido nunca, en una ciudad en la que nunca he estado, por qué su luz y su viento se me antojan más vividos que los días de mi vida real? ¿Por qué tu balcón no planea ya en el aire malva del atardecer, por encima de la estepa? La transparencia de ensueño que lo envolvía se ha hecho añicos, como un matraz de alquimista. Y esos fragmentos de vidrio chirrían impidiéndonos hablar como antaño… ¿Y no son tus recuerdos, que ahora me sé de memoria, una jaula que te tiene prisionera? ¿Y no es precisamente nuestra vida esa cotidiana transformación del movedizo y cálido presente en una colección de recuerdos petrificados como las mariposas clavadas con alfileres bajo un vidrio polvoriento? ¿Y por qué siento entonces que, sin dudarlo un segundo, daría toda esa colección por la única sensación de acritud que había dejado en mis labios la imaginaria concha de plata en aquel ilusorio café de Neuilly? ¿Por una sola bocanada de viento salado de Cherburgo? ¿Por un solo grito de la Kukuchka de mi infancia?

Entretanto, continuábamos colmando el silencio, cual tonel de las Danaides, con palabras inútiles y réplicas vacías: «¡Hace más calor que ayer! Gavrilych está otra vez borracho… La Kukuchka no ha pasado esta noche… ¡Fíjate, está ardiendo la estepa! No, es una nube… Haré más té… Hoy, en el mercado, vendían sandías de Uzbekistán…».

¡Lo indecible! Estaba misteriosamente ligado -ahora lo entendía- a lo esencial. Lo esencial era indecible. Incomunicable. Y todo lo que, en este mundo, me torturaba por su muda belleza, todo lo que prescindía de la palabra, me parecía esencial. Lo indecible era esencial.

Esta ecuación creó en mi cabeza una especie de cortocircuito intelectual. Y gracias a su concisión, aquel verano me topé con esta terrible verdad: «La gente habla porque teme el silencio. Hablan maquinalmente, en voz alta o para sus adentros, se embriagan con esa papilla vocal que envisca a seres y objetos. Hablan de cosas sin importancia, de dinero, de amor, de nada. Y utilizan, incluso cuando hablan de sus amores sublimes, palabras dichas cien veces, frases totalmente desgastadas. Hablan por hablar. Quieren conjurar el silencio…».

El matraz de alquimista se había roto. Conscientes de la absurdidad de nuestras palabras, proseguíamos nuestro diálogo diario: «Parece que va a llover. Mira ese nubarrón. No, es que está ardiendo la estepa… Anda, la Kukuchka ha pasado más pronto de lo habitual… Gavrilych… El té… En el mercado…».

Sí, una parte de mi vida había quedado atrás. La infancia.

En definitiva, nuestras conversaciones sobre la lluvia y el buen tiempo no estaban tan injustificadas. Llovía con frecuencia y, en mi memoria, mi tristeza tiñó aquellas vacaciones con tonos brumosos y tibios.

A veces, desde el fondo de esa lenta grisura de los días, emergía un reflejo de nuestras veladas de antaño: alguna foto descubierta al azar en la maleta siberiana, cuyo contenido no tenía secretos para mí desde hacía mucho tiempo. O, de cuando en cuando, un fugaz pormenor del pasado familiar que todavía me era desconocido y que Charlotte me refería con la tímida alegría de una princesa arruinada que encuentra de pronto una fina moneda de oro bajo el raído forro de su bolso.

Así, un día de lluvia torrencial, revolviendo en los rimeros de periódicos amontonados en la maleta, me topé con una página proveniente, sin duda, de una revista de principios de siglo. Era una reproducción, apenas revestida de un tinte oscuro y gris, de un cuadro pintado con ese realismo tan elaborado que nos atrae por su precisión y profusión de detalles. Examinándolos durante aquella larga velada de lluvia, debió de quedárseme grabado el tema. Una columna muy heterogénea de guerreros, todos visiblemente consumidos por la fatiga y la edad, cruzaba la calle de un miserable pueblo con árboles desnudos. Sí, los soldados eran todos muy mayores -ancianos, según me pareció-, con largos cabellos blancos que escapaban de los sombreros de amplias alas. Eran los últimos hombres sanos de una leva masiva ya diezmada por la guerra. No recordaba el título del cuadro, pero la palabra «últimos» aparecía en él. Eran los últimos en enfrentarse con el enemigo, los últimos capaces de manejar las armas. Estas eran, por lo demás, muy rudimentarias: un puñado de picas, hachas y viejos sables. Examiné con curiosidad su vestimenta, sus botazas con grandes hebillas de cobre, sus sombreros y, en ocasiones, algún ajado casco parecido al de los conquistadores, sus dedos nudosos crispados en los puños de las picas… Francia, que había aparecido siempre a mis ojos en los faustos de sus palacios, en las horas gloriosas de su historia, se manifestó de repente encarnada por un pueblo del norte donde las casas bajas se apretujaban tras vallas endebles, donde los escuálidos árboles se estremecían azotados por el viento invernal. Curiosamente, me sentí muy próximo a esa calle enfangada y a aquellos guerreros condenados a caer en un combate desigual. No, no había nada patético en su aspecto. No eran héroes que hicieran gala de su arrojo y su abnegación. Eran seres sencillos, humanos. Sobre todo uno que llevaba un viejo casco estilo conquistador, un anciano de elevada estatura que caminaba apoyándose en una pica, al final de la columna. Su rostro me llamó la atención por su sorprendente serenidad, a la par amarga y sonriente.

Embargado por mi melancolía de adolescente, me asaltó de súbito una confusa alegría. Me pareció haber entendido la serenidad con que el viejo guerrero se enfrentaba a la inminente derrota, al sufrimiento y a la muerte. Ni estoico ni pánfilo, caminaba, con la cabeza alta, a través de un país llano, frío y triste, al que pese a todo amaba y llamaba «patria». Parecía invulnerable. Durante una fracción de segundo, me dio la impresión de que mi corazón latía al mismo ritmo que el suyo, imponiéndose sobre el miedo, la fatalidad y la soledad. En ese desafío sentí vibrar como una nueva cuerda de la armonía viva que era para mí Francia. De inmediato intenté darle un nombre: ¿orgullo patriótico?, ¿prestigio? ¿O la famosa furia francesa que los italianos reconocían a los guerreros de ese país?

Evocando mentalmente esas etiquetas, vi que el rostro del viejo soldado se cerraba poco a poco, que sus ojos se apagaban. Tomaba a ser un personaje de una vieja reproducción de colores grises y oscuros. Era como si hubiese apartado la mirada para ocultarme ese misterio que yo acababa de entrever.

Otro fulgor del pasado fue aquella mujer, vestida con una chaqueta enguatada y un grueso chascás, cuyo retrato descubrí en un álbum lleno de fotos que databan de la época francesa de nuestra familia. Recordé que la foto había desaparecido del álbum tan pronto como me llamó la atención, y le pregunté por ella a Charlotte. Me esforcé en recordar por qué no pude obtener respuesta en aquel entonces. Me vino a la memoria la escena: le muestro la foto a mi abuela y de repente veo cruzar una rápida sombra que me hace olvidar la pregunta; en la pared apreso con la mano una extraña mariposa, una esfinge de dos cabezas, dos cuerpos y cuatro alas.

Me dije que ahora, cuatro años después, aquella esfinge doble carecía ya de misterio para mí: dos mariposas acopladas, sencillamente. Pensé en las personas acopladas, intentando imaginar los movimientos de sus cuerpos… Y de repente comprendí que desde hacía meses, años quizá, no dejaba de pensar en esos cuerpos enlazados, fundidos. Pensaba en ellos sin darme cuenta, a cada instante del día, hablando de otras cosas. Como si la febril caricia de las esfinges ardiese de continuo en mi mano.

Preguntarle a Charlotte quién era la mujer de la chaqueta enguatada se me antojaba ahora definitivamente imposible. Se erguía entre mi abuela y yo un obstáculo absoluto: el cuerpo femenino soñado, codiciado, poseído mil veces en el pensamiento.

Por la noche, Charlotte, mientras me servía té, dijo con voz distraída:

– Qué raro que no haya pasado todavía la Kukuchka…

Saliendo de mi ensoñación, alcé los ojos hacia ella. Nuestras miradas se cruzaron… No abrimos la boca hasta que concluyó la cena.

Aquellas tres mujeres cambiaron mi visión de las cosas, mi vida…

Las descubrí por azar, en el reverso de un recorte de prensa sepultado en la maleta siberiana. Estaba leyendo, una vez más, el artículo sobre el primer raid automovilístico «Pekín-París vía Moscú», como para demostrarme a mí mismo que estaba todo archisabido, que la Francia de Charlotte se había agotado de una vez por todas. Dejé caer distraídamente la hoja en la alfombra y miré por la puerta abierta del balcón. Era un día especial, de finales de agosto, fresco y soleado. El viento frío que atravesaba los Urales traía a nuestras estepas las primeras ráfagas del otoño. Todo brillaba en aquella luz límpida. Los árboles de la Stalinka se recortaban con frágil nitidez en el cielo intensamente azulado. El horizonte trazaba una línea pura, cortante. Pensaba para mí, con amarga resignación, que se acercaba el final de las vacaciones. El final también de un periodo de mi vida, un final marcado por este extraordinario descubrimiento: mis conocimientos no me procuraban ni la felicidad ni el contacto privilegiado con lo esencial… A ello se sumaba otra revelación: no podía dejar de pensar en el cuerpo femenino, en los cuerpos de las mujeres. Todos los demás pensamientos eran complementarios, accidentales, guardaban relación con eso. Sí, me rendía a la evidencia de que ser un hombre significaba pensar constantemente en las mujeres, ¡de que el hombre no era sino ese soñador de mujeres! Y de que yo empezaba a serlo…

Por un divertido capricho, la página de periódico se había vuelto al caer sobre la alfombra. Al recogerla, divisé en el reverso a aquellas tres mujeres de principios de siglo. Nunca las había visto, pues ni sospechaba la existencia de ese reverso. Tan imprevisto hallazgo me intrigó. Acerqué la foto a la luz del balcón…

Y de inmediato, me enamoré de ellas; de sus cuerpos y de sus ojos dulces y atentos, que permitían adivinar demasiado bien la presencia de un fotógrafo inclinado bajo una tela negra, tras un trípode.

Su feminidad no podía sino trastornar el corazón del solitario y huraño adolescente que era yo. Una feminidad en cierto modo normativa. Llevaban las tres un largo vestido negro que resaltaba la amplia redondez del pecho y ceñía las caderas, pero sobre todo, antes de abrazar las piernas y derramarse en graciosos pliegues en torno a los pies, la tela insinuaba la discreta curva del vientre. ¡La púdica sensualidad de aquel triángulo levemente abultado me fascinó!

Sí, su belleza era precisamente la que un joven soñador carnalmente inocente podía imaginar sin cesar en sus fantasías eróticas. Era la representación de una mujer «clásica». Idea de la feminidad encamada. Visión de la amante ideal. Comoquiera que fuese, así contemplaba yo a aquellas tres elegantes con sus ojazos sombreados de negro, con ese aire de otro tiempo que, en los retratos de las generaciones anteriores, se nos aparece siempre como la señal de cierta ingenuidad, de un candor espontáneo, ausente en nuestros contemporáneos, que nos impresiona y nos inspira confianza.

En realidad, lo que me maravillaba sobre todo era la precisión de esa coincidencia: mi inexperiencia amorosa aspiraba precisamente a esa Mujer en abstracto, a una mujer desprovista todavía de las particularidades camales que el deseo maduro sabría detectar en su cuerpo.

Las contemplaba con creciente malestar. Sus cuerpos me resultaban inaccesibles. No, no se trataba de la imposibilidad real de acceder a ellas. Hacía tiempo que mi imaginación erótica había aprendido a sortear ese obstáculo. Cerraba los ojos y veía desnudas a mis hermosas paseantes. Cual un químico, merced a una sabia síntesis, podía recomponer su carne a partir de los elementos más triviales: con la gravidez del muslo de una mujer que me había rozado un día en un autobús abarrotado, con las curvas de los cuerpos bronceados en las playas, con los desnudos de los cuadros. ¡Y hasta con mi propio cuerpo! Sí, pese al tabú que vedaba en mi patria la desnudez, y con mayor motivo la desnudez femenina, hubiera sabido recomponer con los dedos la elasticidad de un pecho y la suavidad de una cadera.

No, las tres elegantes me eran inaccesibles por otros motivos… Cuando quise recrear la época en que habían vivido, mi memoria obedeció al instante. Me acordé de Blériot que, por aquel entonces, atravesaba la Mancha en su monoplano, de Picasso, que pintaba Las señoritas de Aviñón… La cacofonía de los hechos históricos resonó en mi cabeza. Pero las tres mujeres permanecían inmóviles, inanimadas -tres piezas de museo con una inscripción: las elegantes de la Belle Epoque en los jardines de los Campos Elíseos-. Intenté entonces hacerlas mías, convertirlas en mis amantes imaginarias. Valiéndome de mi síntesis erótica, modelé sus cuerpos, y se movieron, pero con la rigidez de unas mujeres aletargadas que alguien se hubiera propuesto hacer andar vestidas, imitando su despertar. Y como para acentuar esa impresión de torpor, la síntesis de aficionado extrajo de mi memoria una imagen que me arrancó una mueca: el pecho desnudo, fláccido, de una vieja borracha que viera un día en la estación. Sacudí la cabeza para ahuyentar la repugnante visión.

Así pues, había que resignarse a ese museo poblado de momias, de figuras de cera con sus inscripciones: «Tres elegantes», «Presidente Faure con su amante», «Viejo guerrero en un pueblo del norte»… Cerré la maleta.

Acodándome en la barandilla del balcón, dejé vagar la mirada por la transparente y dorada tonalidad del atardecer en la estepa.

«A fin de cuentas, ¿de qué les ha servido su belleza?», pensé con súbita clarividencia, diáfana como la luz del crepúsculo que contemplaba. «Sí, ¿de qué les han servido sus hermosos pechos, sus caderas, los vestidos que tan magníficamente ceñían sus cuerpos jóvenes? ¡Ser tan guapas y aparecer sepultadas en una vieja maleta, en una ciudad adormecida y polvorienta, perdida en medio de una llanura infinita! En esta Saranza de la que, en vida, no habían oído ni hablar… Cuanto queda de ellas es esta foto, superviviente de una inimaginable serie de grandes y pequeños azares, conservada únicamente como reverso de una página que evoca el raid automovilístico Pekín-París. Ni siquiera Charlotte conserva el menor recuerdo de las tres figuras femeninas. ¡Yo soy el único en la Tierra que preserva el último hilo que las une con el mundo de los vivos! Mi memoria es su postrer refugio, su última morada antes del olvido definitivo, total. Soy en cierto modo el dios de su universo vacilante, de ese rincón de los Campos Elíseos donde resplandece todavía su belleza…»

Pero, con ser su dios, únicamente podía ofrecerles una existencia de marionetas. Ponía en marcha mis recuerdos y las tres elegantes echaban a andar, el presidente de la República abrazaba a Marguerite Steinheil, el duque de Orleans caía atravesado por pérfidos puñales, el viejo guerrero empuñaba su larga pica y henchía el pecho…

«¿Cómo es que todas esas pasiones, dolores, amores, palabras, dejan tan pocas huellas?», me pregunté con angustia. «¡Qué absurdas son las leyes de un mundo donde la vida de mujeres tan hermosas, tan deseables, depende del revoloteo de una página! En efecto, de no haberse vuelto esa hoja, yo no las hubiera salvado de un olvido que habría sido eterno. ¡Qué enorme disparate es la desaparición de una mujer guapa! Desaparición sin remedio. Eclipse total. Sin sombra. Sin reflejo. Definitivo…»

El sol se apagó al fondo de la estepa. Pero en el aire flotó aún durante largo rato la luminosidad cristalina de las frescas veladas de estío. Tras el bosque se oyó el pitido de la Kukuchka, más sonoro en el aire frío. Las primeras hojas amarillas esmaltaban las frondas. Resonó de nuevo el pitido de la pequeña locomotora, ya lejano y débil.

Y entonces, tomando al recuerdo de las tres elegantes, me asaltó un pensamiento sencillo, un último eco de las tristes reflexiones que, instantes antes, bullían en mi cerebro: «¡Y sin embargo, en la vida de esas mujeres había existido esa mañana de otoño, fresca y límpida, esa avenida sembrada de hojas secas donde se habían detenido un instante, inmovilizándose ante el objetivo! Inmovilizando aquel instante… Sí, en su vida había existido una mañana clara de otoño…».

Esa breve frase obró el milagro. Pues de súbito me trasladé con todos mis sentidos al instante que la sonrisa de las tres elegantes había dejado en suspenso. Me vi inmerso en el clima de sus olores otoñales. Las hojas desprendían un aroma amargo, tan penetrante que las aletas de mi nariz palpitaron. El sol que se filtraba a través de las ramas me obligó a entornar los ojos. Oí el ruido lejano de un faetón circulando por el pavimento. Y el runrún aún confuso de las jocosas réplicas que intercambiaban las tres mujeres antes de petrificarse frente al fotógrafo… ¡Sí, revivía su época, plena, intensamente!

Tan grande fue el efecto de mi presencia junto a ellas, aquella mañana de otoño, que tuve que escapar de su luz, casi asustado. De pronto me dio miedo quedarme allí para siempre. Cegado, ensordecido, regresé a la estancia, cogí la hoja de periódico…

La superficie de la foto pareció estremecerse, como la de una calcomanía de húmedos y vivos colores. Su plana perspectiva empezó de repente a cobrar profundidad, a alejarse ante mi mirada, como cuando, de niño, contemplaba dos imágenes idénticas que navegaban lentamente la una hacia la otra antes de fundirse en una sola, estereoscópica. La foto de las tres elegantes se abría ante mí, me rodeaba poco a poco, me dejaba penetrar bajo su cielo. Sobre mi cabeza se erguían las grandes hojas amarillas…

Mis reflexiones de una hora antes (el olvido total, la muerte…) habían perdido sentido. Todo era demasiado luminoso, sin palabras. Ni tan siquiera necesitaba mirar la foto. Cerré los ojos; el instante estaba dentro de mí. Y adiviné hasta la alegría que embargaba a las tres mujeres, la de recobrar, tras el calor ocioso del verano, el frescor del otoño, la ropa propia de esa estación, los placeres de la vida urbana e incluso, en breve, la lluvia y el frío, que contribuirían a su encanto.

Sus cuerpos, inaccesibles un momento antes, vivían en mí, inmersos en la tonificante fragancia de las hojas secas, en la leve bruma moteada de sol… Sí, adiviné en ellas ese imperceptible temblor con el que el cuerpo femenino acoge el nuevo otoño, esa mezcla de goce y de angustia, esa serena melancolía. No se interponía ya obstáculo alguno entre las tres mujeres y yo. Nuestra fusión -así lo sentía- era más amorosa y camal que cualquier posesión física.

Emergí de esa mañana de otoño y me encontré bajo un cielo ya casi negro. Cansado como si acabase de cruzar a nado un gran río, miré a mi alrededor sin apenas reconocer los objetos familiares. Aun así, quise dar marcha atrás para volver a ver a las tres paseantes de la Belle Epoque.

Pero la magia que acababa de experimentar pareció eclipsarse de nuevo. De modo inconsciente, mi memoria recreó un reflejo del pasado totalmente distinto. Vi a un hombre apuesto, vestido de negro, en medio de un lujoso despacho. La puerta se abría silenciosamente y una mujer, el rostro cubierto con un velo, penetraba en la estancia. Acto seguido, el presidente, con gestos muy teatrales, abrazaba a su amante. Sí, era la escena, mil veces sorprendida, de la cita secreta de los enamorados del Elíseo. Invocados por mi memoria, éstos acudieron y volvieron a representarla una vez más cual precipitado vodevil. Pero aquello ya no me bastaba…

La transfiguración de las tres elegantes me hacía concebir esperanzas de que se repitiese la magia. Recordaba muy bien la sencilla frase que lo había desencadenado todo: «Y sin embargo, en la vida de las tres mujeres había existido esa fresca y soleada mañana…». Cual aprendiz de brujo, imaginé de nuevo al hombre del gallardo bigote en su despacho, ante la ventana oscura, y musité la fórmula mágica:

– Y sin embargo, existió en su vida una tarde de otoño, una tarde en que se hallaba ante la ventana oscura tras la que se agitaban las ramas desnudas del jardín del Elíseo…

No sé en qué momento preciso ocurrió, pero lo cierto es que las barreras del tiempo se habían desvanecido… El presidente miraba distraído los reflejos movedizos de los árboles. Sus labios estaban tan cerca del cristal que durante un segundo lo veló un redondel de vaho. El presidente, al notarlo, cabeceó levemente en respuesta a sus mudos pensamientos. Adiviné que advertía la extraña rigidez con que la ropa le ceñía el cuerpo. Se sentía ajeno a sí mismo. Sí, una existencia desconocida, tensa, que se veía obligado a dominar con su inmovilidad aparente. El hombre pensaba, no, no pensaba, sino que percibía, en algún lugar de aquella húmeda oscuridad tras el cristal, la presencia cada vez más íntima de la mujer que al poco penetraría en la estancia. «El presidente de la República», dijo en voz baja, recalcando lentamente las sílabas. «El Elíseo…» Y de súbito, estas palabras tan familiares se le antojaron ajenas a su persona. Sintió muy intensamente que era el hombre que, un momento después, quedaría de nuevo subyugado por el dulce calor de los labios femeninos que se ocultaban tras el velo salpicado de brillantes gotitas heladas…

Esa sensación llena de contrastes perduró varios segundos en mi rostro.

La magia del pasado transfigurado me había exaltado y abrumado a un tiempo. Sentado en el balcón, respiraba entrecortadamente, la mirada perdida en la noche de las estepas. Me había convertido sin duda en un obseso de esa alquimia del tiempo. No bien volví en mí, repetí mi «ábrete sésamo»: «Y sin embargo, en la vida del viejo soldado existió aquel día de invierno…». Y se me apareció aquel anciano tocado con un casco estilo conquistador. Caminaba apoyándose en su larga pica. Su rostro arrebolado por el viento se hallaba abismado en amargos pensamientos: meditaba sobre su vejez y sobre aquella guerra, que se prolongaría cuando él ya no estuviera allí. De pronto, en el aire mortecino del gélido día, percibió el olor de una hoguera. Aquel efluvio agradable y un poco ácido se mezclaba con el frescor de la escarcha que cubría los campos desnudos. El anciano aspiró profundamente una acre bocanada de aire invernal. En su rostro severo se dibujó una velada sonrisa. Entornó levemente los párpados. Era él ese hombre que aspiraba con avidez el viento helado que olía a hoguera. El. Allí. En aquel instante. Bajo aquel cielo… La batalla en la que iba a intervenir, y la guerra y aun su muerte se le antojaron entonces incidentes de poca monta. Sí, episodios de un destino infinitamente más grande, un destino en el que él iba a participar, en el que él participaba ya, por el momento de modo inconsciente. Respiraba profundamente, sonreía entrecerrando los ojos. Adivinaba que el instante que estaba viviendo inauguraba ese destino presentido…

Charlotte regresó al caer la noche. Yo sabía que, en ocasiones, pasaba la tarde en el cementerio. Escardaba el pequeño macizo de flores delante de la tumba de Fiódor, lo regaba y limpiaba la estela rematada con una estrella roja. Abandonaba el cementerio cuando comenzaba a declinar el día. Caminaba lentamente, cruzando todo Saranza, sentándose de cuando en cuando en un banco. Esas noches no salíamos al balcón…

Entró. Oí emocionado sus pasos en el corredor y en la cocina. Sin pensármelo dos veces, fui a pedirle que me hablara de la Francia de su niñez. Como antaño.

Los instantes que acababa de vivir me parecían ahora una extraña locura, hermosa y aterradora a la par. Era imposible negarlos, pues perduraba en todo mi cuerpo su eco luminoso. ¡Los había vivido de verdad! Pero por un solapado espíritu de contradicción, mezcla de miedo y de soliviantada sensatez, necesitaba negar mi descubrimiento, destruir ese universo del que había entrevisto unos fragmentos. Esperaba de Charlotte un tranquilizador relato infantil sobre la Francia de su niñez. Un recuerdo familiar y liso como un cliché fotográfico, que me ayudase a olvidar mi locura pasajera.

No contestó de inmediato a mi requerimiento. Sin duda había advertido que algún motivo grave me movía a alterar de ese modo nuestras costumbres. Debieron de venirle a la mente las vacuas conversaciones que sosteníamos desde hacía varias semanas, y nuestra tradición de los relatos al atardecer, ritual traicionado ese verano.

Tras un minuto de silencio, suspiró esgrimiendo una leve sonrisa:

– Pero ¿y qué puedo contarte? Si ahora ya lo sabes todo… Espera, mejor te leeré un poema…

Y me dispuse a vivir la noche más extraordinaria de mi vida. Porque Charlotte tardó mucho en dar con el libro que buscaba. Y con la maravillosa libertad con que la veíamos a veces trastocar el orden de las cosas, ella, mujer por lo demás ordenada y puntillosa, transformó la noche en una larga velada. En el suelo se amontonaban rimeros de libros. Nos encaramamos a la mesa para explorar los estantes más altos. El libro no aparecía.

Por fin, a eso de las dos de la mañana, Charlotte, irguiéndose en medio de un pintoresco maremágnum de libros y muebles, exclamó:

– ¡Pero qué boba soy! Si ese poema empecé a leéroslo a ti y a tu hermana el verano pasado, ¿recuerdas? Y luego… Ahora no me acuerdo. El caso es que nos detuvimos en la primera estrofa. Así que tiene que estar ahí.

Y se inclinó hacia un armarito que estaba junto a la puerta del balcón, lo abrió y, al lado de un sombrero de paja, vimos el libro.

La oía leer sentado en la alfombra. Una lámpara de mesa colocada en el suelo le iluminaba el rostro. Nuestras siluetas se dibujaban en la pared con increíble precisión. De cuando en cuando, se colaba por el balcón una ráfaga de aire frío procedente de la estepa nocturna. La voz de Charlotte poseía la tonalidad de esas palabras cuyo eco sigue escuchando uno años después de haberlas oído:

… Or, chaque fois que je viens á l’entendre,

De deux cents ans mon âme se rajeunit…

C’est sous Louis treize et je crois voir s’étendre

Un coteau vert, que le couchant jaunit.


Puis un cháteau de brique à coins de pierre,

Aux vitraux teints par de rougeátres couleurs,

Ceint de grands parcs, avec une rivière

Baignant ses pieds, qui coule entre des fleurs;


Puis une dame, a sa haute fenêtre,

Blonde aux yeux noirs, en ses habits anciens,

Que, dans une autre existence peut-être,

J'ai déj`a vue… et dont je me souviens! [12]

No dijimos nada más durante esa insólita noche. Antes de dormirme, pensé en aquel hombre que, en el país de mi abuela, siglo y medio atrás, había tenido el valor de contar su «locura»: ese instante soñado, más auténtico que cualquier sensata realidad.

A la mañana siguiente, me desperté tarde. En la habitación contigua reinaba de nuevo el orden… El viento había cambiado de dirección y traía las ráfagas cálidas del Caspio. El frío día de la víspera parecía haber quedado muy atrás.

Hacia el mediodía, sin haberlo decidido previamente, salimos a la estepa. Caminábamos en silencio, el uno al lado del otro, contorneando las malezas de la Stalinka. A continuación, cruzamos los angostos raíles invadidos por los hierbajos. La Kukuchka dejó oír su pitido a lo lejos. Ante nosotros vimos surgir el pequeño convoy, que parecía avanzar entre matas de flores. Se acercó, cruzó nuestro sendero y se fundió en el velo de calor. Charlotte la siguió con la mirada y murmuró dulcemente mientras reanudaba la marcha:

– De niña, cogí una vez un tren que era casi primo de la Kukuchka. Aquél transportaba viajeros y serpenteaba con sus vagoncillos por la Provenza. Íbamos a pasar unos días a casa de una tía que vivía en… He olvidado el nombre de aquella ciudad. Sólo me acuerdo del sol que inundaba las colinas y del canto seco y sonoro de las cigarras cuando nos deteníamos en pequeñas estaciones adormecidas. En aquellas colinas, los campos de lavanda se extendían hasta perderse la vista… Sí, el sol, las cigarras, aquel azul intenso, y el olor que entraba por las ventanas abiertas, traído por el viento…

Yo caminaba a su lado sin despegar los labios. Sentía que «la Kukuchka» sería a partir de entonces la primera palabra de nuestra nueva lengua. De esa lengua que expresaría lo indecible.

Dos días después abandonaba Saranza. Por vez primera en mi vida, el silencio de los últimos minutos antes de arrancar el tren no me resultó embarazoso. Desde la ventanilla miraba a Charlotte, en el andén, en medio de gentes que gesticulaban como sordomudos, temiendo que no las oyeran los que partían. Charlotte callaba y, al cruzarse nuestras miradas, esbozaba una leve sonrisa. No necesitábamos palabras.

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