Capítulo17

Jack seguía enfadado con Maddy y esta llamaba discretamente a Bill desde su despacho todos los días. Una tarde, mientras hablaba con él, oyó un grito en la sala de redacción. Aguzó el oído y le avisó a Bill que pasaba algo.

– Te llamaré luego -dijo y colgó. Salió del despacho para averiguar la causa del bullicio.

Todos estaban apiñados alrededor de un televisor, de manera que en un principio no pudo ver qué miraban. Pero alguien se apartó y Maddy vio y oyó el boletín que había interrumpido la programación de todas las cadenas. Habían disparado al presidente Armstrong, que se encontraba en estado crítico y en esos momentos era trasladado en helicóptero al Hospital Naval de Bethesda.

– Ay, Dios mío… Dios mío… -murmuró Maddy. Solo podía pensar en la primera dama.

– ¡Coge tu abrigo! -le gritó el productor-. Tenemos un helicóptero esperándote en el National.

El cámara ya estaba preparado, y en cuanto alguien le pasó su abrigo y su bolso, Maddy corrió al ascensor sin detenerse a hablar con nadie. El mismo boletín había informado de que la primera dama estaba con el presidente. Cuando subió al coche que la llevaría al aeropuerto, llamó a la cadena por el teléfono móvil. El productor estaba esperando su llamada.

– ¿Cómo ha sido? -preguntó ella.

– Todavía no lo saben. Un tipo salió de entre la multitud y le disparó. Le dieron también a un agente del servicio secreto, pero aún no hay ningún muerto. -Aún. Esa era la palabra clave.

– ¿Sobrevivirá? -Esperó la respuesta con los ojos cerrados.

– Todavía no lo sabemos. La cosa no pinta bien. En las imágenes que están mostrando ahora hay sangre por todas partes. Acaban de pasar el atentado en cámara lenta. Estaba estrechando manos, despidiéndose de un grupo de personas, y un tipo de aspecto inofensivo le disparó. Lo han detenido, pero aún no han divulgado su nombre.

– Mierda.

– Mantente en contacto. Habla con el mayor número de personas posible: médicos, enfermeras, agentes del servicio secreto y hasta la primera dama, si es que te dejan verla. -Sabía que eran amigas, y en esta profesión no había relaciones sagradas. Esperaban que aprovechara cualquier oportunidad, aunque para ello tuviera que pecar de grosera-. Enviaremos un equipo en coche por si necesitas ayuda. Pero quiero que tú cubras la noticia.

– Lo sé, lo sé.

– Y no ocupes la línea. Es posible que tengamos que llamarte.

– Estaré en contacto.

Puso la radio del coche, pero durante cinco minutos repitieron lo mismo una y otra vez. Tras un breve titubeo, Maddy llamó a Bill para darle la noticia.

– No puedo hablar mucho -explicó rápidamente-. Debo mantener la línea libre. ¿Te has enterado?

– Acabo de oírlo por la radio. Dios mío, no puedo creerlo.

Lo de Kennedy se repetía, aunque para Maddy era peor. No se trataba solo de un hecho histórico o político; ella conocía a los protagonistas.

– Estoy yendo hacia Bethesda. Te llamaré.

– Cuídate.

No tenía necesidad de cuidarse, pues no corría peligro. Pero Bill se lo dijo de todas maneras, y después de colgar se quedó contemplando el jardín por la ventana y pensando en ella.

Durante las cinco horas siguientes, la actividad de Maddy fue una locura. En el hospital había una zona restringida para los periodistas y puestos de café en el exterior. El secretario de prensa acudía a hablar con ellos cada media hora. Todos trataban de entrevistar a los empleados del hospital, pero de momento no había novedades ni historia.

El presidente había entrado en el quirófano a mediodía y a las siete de la tarde aún no había salido. La bala le había perforado un pulmón y causado daños en un riñón y el bazo. Milagrosamente, no había tocado el corazón, pero el presidente sufría una importante hemorragia interna. Y nadie había visto a la primera dama, que estaba esperando a su marido en la sala de recuperación, observando la intervención mediante un circuito cerrado de televisión. No había nada más que decir hasta que el paciente saliera del quirófano y los médicos pudiesen evaluar su estado. Estos calculaban que seguiría allí hasta medianoche. Y Maddy también, por lo tanto.

En el vestíbulo había más de un centenar de fotógrafos sentados en los sofás, las sillas, sobre los bolsos de las cámaras e incluso en el suelo. Por todas partes había vasos de cartón y bolsas de comida rápida. Un grupo de reporteros esperaba en el exterior del edificio, fumando. Parecía una zona de guerra.

Maddy y el cámara que le habían asignado se habían apostado en un rincón de la sala y conversaban en voz baja con un grupo de periodistas conocidos, reporteros de otras cadenas y de periódicos importantes.

Había hecho un resumen de la noticia en la puerta del hospital para el informativo de las cinco. A las siete la habían filmado en el vestíbulo. Elliott Noble estaba en el estudio y se comunicaba con ella regularmente. Maddy volvió a salir en antena en las noticias de las once, aunque no pudo decir nada nuevo. Los médicos que atendían al presidente se mostraban moderadamente optimistas.

Era casi medianoche cuando Jack la llamó al móvil.

– ¿No puedes conseguir algo más interesante, Mad? Por Dios, esto es un muermo, estamos emitiendo siempre lo mismo. ¿Has intentado ver a la primera dama?

– Está esperando fuera del quirófano, Jack. No la ha visto nadie más que los agentes del servicio secreto y el personal del hospital.

– Entonces ponte una bata blanca, joder. -Como de costumbre, la presionaba para que hiciera las cosas mejor.

– No creo que nadie tenga más información que nosotros. Todo está en manos de Dios.

Aún no sabían si el presidente sobreviviría. Jim Armstrong no era joven, y curiosamente ya le habían disparado antes. Pero la vez anterior vez solo había sufrido una herida superficial.

– Supongo que esta noche te quedarás allí -dijo Jack. Era más una orden que una pregunta, pero Maddy ya había previsto quedarse.

– Quiero estar aquí por si pasa algo. Habrá una conferencia de prensa en cuanto acabe la intervención. Nos han prometido que hablaremos con uno de los cirujanos.

– Llámame si hay alguna novedad importante. Ahora me voy a casa.

Seguía en la cadena, como la mayoría del personal. Había sido una jornada interminable y todo indicaba que les esperaba una larga noche. Pero si el presidente no se recuperaba, los días siguientes serían aún peores. Por el bien de la primera dama, Maddy esperaba que saliera de esta. Lo único que podían hacer ahora era rezar. Todo estaba en manos de Dios y de los cirujanos.

Después de la llamada de Jack, Maddy tomó otro café. Había bebido litros de café y no había comido prácticamente nada en todo el día. Pero estaba demasiado afligida por lo sucedido para sentir hambre.

Al cabo de un rato llamó a Bill, y al ver que no respondía enseguida se preguntó si estaría durmiendo. Cuando por fin contestó, Maddy notó con alivio que no tenía voz de dormido.

– ¿Te he despertado? -preguntó.

Él la reconoció en el acto y dijo que se alegraba de oírla. Había visto todos los boletines emitidos desde el hospital y tenía el televisor encendido por si Maddy volvía a aparecer.

– Lo siento, estaba en la ducha. Deseaba que me llamases. ¿Cómo va todo?

– No hay novedades -respondió, cansada pero contenta de hablar con él-. Estamos sentados, esperando. Debería salir del quirófano en cualquier momento. No puedo dejar de pensar en Phyllis.

Maddy sabía cuánto amaba la primera dama a su marido. Todos lo sabían, pues ella no lo ocultaba. Llevaban cincuenta años casados, y Maddy no soportaba la idea de que su matrimonio acabase de esa manera.

– Supongo que no has podido verla, ¿no? -preguntó Bill, aunque no había visto a la primera dama en ningún informativo.

– Está arriba. Ojalá pudiese verla, no por nosotros, solo para decirle que estamos a su lado -respondió Maddy.

– Estoy segura de que ya lo sabe. Dios, ¿cómo es posible que pasen estas cosas? A pesar de todas las medidas de seguridad, de vez en cuando nos dan un susto como este. Vi la cinta del atentado en cámara lenta. El tipo salió de la nada y le disparó. ¿Cómo está el agente herido?

– Lo operaron esta tarde. Dicen que su estado es estable. Tuvo suerte.

– Espero que Jim también la tenga -dijo Bill con tono solemne-. ¿Y tú? Debes de estar agotada.

– Casi. Hemos estado toda la tarde de pie, esperando una novedad.

Ambos recordaron el atentado contra John Kennedy en Dallas. Había sucedido cuando Bill estaba en su primer año de universidad, y antes de que Maddy naciera, pero ella había visto la filmación.

– ¿Quieres que te lleve comida? -preguntó Bill con tono de preocupación. Maddy sonrió.

– Aquí hay unos dos mil donuts y toda la comida rápida de Washington. Pero gracias por el ofrecimiento. -Vio que un grupo de médicos se acercaba a un micrófono y le dijo a Bill que tenía que colgar.

– Llámame si pasa algo. Que no te preocupe despertarme. Estaré aquí si me necesitas.

A diferencia de Jack, que se había limitado a quejarse porque los boletines eran aburridos.

Uno de los médicos llevaba bata verde, gorro y polainas de papel, de modo que Maddy dedujo que acababa de salir del quirófano. En cuanto subió a la tarima que habían montado en el vestíbulo, todos los periodistas se congregaron a su alrededor.

– No vamos a dar ninguna noticia dramática -dijo con seriedad mientras las cámaras empezaban a enfocarlo-; tenemos razones para ser optimistas. El presidente es un hombre fuerte y sano, y desde el punto de vista médico la operación ha sido un éxito. Hemos hecho todo lo que hemos podido y los mantendremos informados durante la noche. El presidente está fuertemente sedado, pero cuando lo dejé comenzaba a recuperar el conocimiento. La señora Armstrong me ha pedido que les dé las gracias a todos. Ha dicho que lamenta mucho que tengan que pasar la noche aquí -añadió con una sonrisa cansina-. Eso es todo por el momento.

El cirujano se bajó de la tarima sin hacer más comentarios. Ya les habían advertido que no habría preguntas. Los médicos no disponían de más información. El resto estaba en manos de Dios.

El móvil de Maddy sonó en cuanto el médico se hubo marchado. Era Jack.

– Hazle una entrevista.

– No puedo, Jack. Ya nos avisaron que no responderían preguntas. Ese hombre ha estado operando durante doce horas y nos ha dicho todo lo que sabe.

– Y una mierda. Lo que ha dicho es basura para contentar a la prensa. Que sepamos, el presidente podría estar clínicamente muerto.

– ¿Qué quieres que haga? ¿Que me cuele en la habitación de Armstrong por el conducto de la ventilación? -Estaba cansada y molesta por las absurdas exigencias de Jack. Todos los periodistas estaban en la misma situación. Tendrían que esperar nuevos informes, y no serviría de nada acosar a los cirujanos.

– No te hagas la graciosa, Mad -replicó Jack, visiblemente irritado-. ¿Quieres que los espectadores se duerman? ¿O es que trabajas para otra cadena?

– Sabes muy bien lo que está pasando aquí. Todos tenemos la misma información -dijo, exasperada.

– A eso me refería. Consigue algo diferente.

Le colgó sin despedirse, y un reportero de otra cadena sonrió y se encogió de hombros en actitud comprensiva.

– Mi jefe de redacción también me está volviendo loco. Si son tan listos, ¿por qué no vienen aquí y lo hacen ellos?

– Recordaré esa sugerencia -respondió Maddy con una sonrisa. Se sentó en una silla, cubierta con su abrigo, a esperar el siguiente informe.

A las tres de la mañana apareció un equipo de médicos, y los periodistas que estaban dormidos se despertaron para escuchar lo que tenían que decirles. Era más o menos lo mismo. El presidente seguía igual. Había recuperado la conciencia, estaba en estado crítico y su esposa se encontraba a su lado.

Fue una noche interminable, y excepto por otro breve informe a las cinco, nadie les dio ninguna noticia relevante hasta las siete de la mañana. Maddy estaba despierta, bebiendo café. Había dormido aproximadamente tres horas, aunque a intervalos, y se sentía entumecida por la postura que había tenido que adoptar en la silla. Era como pasar la noche en un aeropuerto durante una tormenta de nieve.

Pero a las siete recibieron noticias mejores. Los médicos reconocieron que el presidente estaba dolorido e incómodo, pero le había sonreído a su esposa y había expresado su gratitud para con la nación. El equipo de cirujanos estaba muy satisfecho. Hasta se atrevieron a decir que, a menos que surgieran complicaciones inesperadas, Armstrong sobreviviría.

Media hora después, la Casa Blanca reveló la identidad del autor del atentado. Se referían a él como el «sospechoso», aunque medio país lo había visto disparar al presidente. La CIA descartó que se tratase de una conspiración. El hijo del agresor había muerto en acción en Irak el verano anterior, y el hombre culpaba al presidente. Era un individuo sin antecedentes delictivos ni problemas mentales, pero había perdido a su único hijo en una guerra que no entendía ni le importaba y desde entonces sufría una depresión. Se encontraba detenido y bajo estrecha vigilancia. Su familia estaba conmocionada. Al parecer, la esposa había reaccionado a la noticia con histerismo. Hasta el momento de la tragedia, el agresor había sido un respetado miembro de la comunidad y un contable de éxito. Maddy se entristeció al enterarse de aquello.

Le envió una nota a Phyllis Armstrong a través de un miembro de la secretaría de prensa, solo para decirle que estaba allí y rezando por ella. Unas horas después, se quedó estupefacta al recibir contestación: «Gracias, Maddy. Jim está mejor, bendito sea Dios. Con cariño, Phyllis». Le conmovió profundamente que la primera dama se hubiese tomado la molestia de escribirle.

Maddy volvió a salir en antena al mediodía y transmitió el último informe: el presidente estaba descansando, y aunque aún se encontraba en situación crítica, los médicos esperaban que pronto estuviese fuera de peligro.

– Si no me das algo más interesante pronto -dijo Jack por teléfono, inmediatamente después de la emisión-, enviaré a Elliott a reemplazarte.

– Si lo consideras capaz de conseguir algo más que el resto de los periodistas, envíalo -respondió Maddy con tono cansino. Por una vez, estaba demasiado agotada para dejarse intimidar por las acusaciones y amenazas de su mando.

– Me estás matando de aburrimiento -protestó él.

– Solo dispongo de la información que nos dan, Jack. Nadie ha conseguido otra cosa.

Pero eso no impidió que Jack siguiera llamando prácticamente cada hora para quejarse. De manera que fue un alivio para Maddy oír la voz de Bill al otro lado de la línea a la una de la tarde.

– ¿Cuándo comiste por última vez? -pregunte con sincera preocupación.

No se ofreció a ir. Sencillamente apareció veinte minutos después, con un bocadillo, algo de fruta y un par de refrescos. Fue como si llegase la Cruz Roja: se abrió paso entre la multitud de reporteros, y cuando encontró a Maddy la hizo sentarse en una silla y comer.

– No puedo creer que hayas venido -dijo Maddy con una ancha sonrisa-. No me había dado cuenta de que estaba hambrienta. Gracias, Bill.

– Así me siento más útil. -Estaba sorprendido de la cantidad de gente que había en el vestíbulo del hospital: reporteros, cámaras, equipos de sonido y productores. Llegaban hasta la calle, donde había unidades móviles caóticamente aparcadas. Parecía una zona catastrófica, y lo era. Bill se alegró al ver que Maddy se había comido todo el bocadillo-. ¿Cuánto tiempo más tendréis que seguir aquí?

– Hasta que el presidente esté fuera de peligro o hasta que nosotros nos caigamos redondos; lo que ocurra primero. Jack ha amenazado con enviar a Elliott a reemplazarme, porque dice que mis boletines son aburridos. Pero no puedo hacer nada al respecto.

En ese momento el secretario de prensa subió a la tarima y todo el mundo corrió hacia allí. Maddy hizo lo mismo.

El proceso de recuperación sería largo y lento, dijo el secretario de prensa, y sugirió que quizá algunos periodistas querrían marcharse a casa y ser reemplazados por sus colegas. El estado del presidente estaba mejorando. No habían surgido complicaciones, y tenían razones para creer que todo seguiría bien.

– ¿Podemos verlo? -gritó alguien.

– No hasta dentro de unos días -respondió el secretario de prensa.

– ¿Y qué hay de la señora Armstrong? ¿Podemos hablar con ella?

– Todavía no. No se ha separado de su marido en ningún momento y permanecerá aquí hasta que él se recupere. En estos momentos, ambos están durmiendo. Quizá ustedes deberían hacer lo mismo -añadió con su primera sonrisa en veinticuatro horas.

Luego se marchó y prometió volver a informarles unas horas después. Maddy apagó su micrófono y miró a Bill. Estaba tan cansada que se le nublaba la vista.

– ¿Qué harás ahora? -preguntó.

– Daría cualquier cosa por volver a casa y darme una ducha, pero Jack me matará si me marcho.

– ¿No puede enviar a nadie que te reemplace? -le parecía inhumano que la obligase a pasar tantas horas allí.

– Podría, pero dudo que lo haga. Al menos por el momento. Me quiere aquí, aunque no estoy haciendo nada que no pudiera hacer otro. Ya has oído lo que nos han dicho. Todos los informes han sido igual de escuetos. Dicen lo que quieren que sepamos, pero si es la verdad, parece que Jim está mejorando.

– ¿No les crees? -preguntó Bill.

Estaba sorprendido por el escepticismo de Maddy. Sin embargo, el trabajo de periodista consistía en mantenerse escéptico y detectar cualquier incoherencia en una historia. Maddy era una experta en ello, y por eso Jack quería que permaneciese en el hospital.

– Sí, les creo -respondió con sensatez-. Sin embargo, por lo que sabemos, también podría estar muerto. -Aunque sonara terrible, era una posibilidad a tener en cuenta-. No suelen mentir, a menos que esté en juego la seguridad nacional. Pero este caso creo que han sido sinceros. O eso espero.

– Yo también… -dijo Bill con vehemencia.

Le hizo compañía media hora más y luego se marchó. A las tres de la tarde, Jack por fin ordenó a Maddy que regresase a casa, se cambiara de ropa y fuese al estudio para presentar las noticias de las cinco. Tenía el tiempo justo, de manera que ni siquiera podría echar una cabezada. Jack ya le había dicho que la enviaría de vuelta al hospital después del informativo de las siete y media. Se puso un traje de pantalón azul marino, pensando que dormiría un rato en la zona restringida para periodistas del hospital, y cuando entró en la sala de peluquería y maquillaje lo hizo casi tambaleándose. Elliott Noble estaba allí y la miró con admiración.

– No sé cómo lo haces, Maddy. Si yo hubiera pasado veintisiete horas en el hospital, me habrían sacado en camilla. Has hecho un gran trabajo.

Jack no parecía pensar lo mismo, pero a Maddy le conmovió el halago: sabía que se lo había ganado.

– Es la costumbre, supongo. Hace mucho tiempo que hago estas cosas.

Después de esta charla propia de colegas, Elliott empezó a caerle un poco mejor. Al menos esta vez se había mostrado agradable con ella.

– ¿Cuál crees que es el auténtico estado del presidente? -preguntó Elliott en voz baja.

– Me parece que nos han dicho la verdad -respondió ella.

Con ayuda de Elliott consiguió presentar las noticias de las cinco y las de las siete y media, y a las ocho y cuarto estaba otra vez, en el hospital, tal como le había ordenado Jack. Él había pasado a verla en el intervalo entre los dos informativos, con aspecto fresco y descansado, para darle una nueva serie de órdenes, instrucciones y críticas. Ni siquiera le preguntó si estaba cansada. Le daba igual. Se trataba de una crisis, y Maddy debía cumplir con su trabajo de informar al público. Ella nunca le fallaba. Y aunque Jack no se lo reconociese, el resto del mundo lo hacía. Cuando llegó al hospital, vio que era una de las pocas periodistas que habían pasado la primera noche allí. Las demás cadenas habían reemplazado al personal; incluso Maddy tenía un cámara y un técnico de sonido diferentes. Alguien se compadeció de ella y le puso un camastro en el vestíbulo para que pudiese dormitar entre un informe y otro de la secretaría de prensa. Cuando llamó a Bill y se lo contó, él la animó a usarlo.

– Si no duermes un poco enfermarás -dijo con sensatez-. ¿Has cenado?

– Comí algo en mi despacho, entre los informativos.

– Espero que haya sido algo nutritivo.

Maddy sonrió. Bill tenía mucho que aprender sobre su trabajo.

– Sí, comida sana: pizza y donuts. El menú tradicional de los reporteros. Si no comiera esas cosas, sufriría síndrome de abstinencia. De hecho, solo pruebo comida de verdad en las fiestas.

– ¿Quieres que te lleve algo? -ofreció esperanzado, pero ella estaba demasiado cansada.

– Creo que voy a estrenar mi camastro y dormir un par de horas. Pero gracias de todos modos. Te llamaré por la mañana, a menos que pase algo importante.

Pero no fue así. La noche transcurrió sin incidentes, y por la mañana Maddy regresó a casa a ducharse y cambiarse.

Pasó cinco días en el hospital, y en el último tuvo ocasión de ver a Phyllis durante unos minutos, aunque no la entrevistó. La primera dama la había mandado llamar, y charlaron en el pasillo contiguo a la habitación del presidente, de pie entre los agentes del servicio secreto. Había un fuerte operativo de seguridad. Aunque el agresor estaba en la cárcel, no querían correr riesgos. Y Maddy suponía que los agentes se sentían culpables por no haber frustrado el ataque.

– ¿Cómo está? -preguntó Maddy.

Phyllis parecía una mujer centenaria, y llevaba una bata de hospital encima de un jersey y unos pantalones. Pero sonrió al oír la pregunta de Maddy.

– Probablemente mejor que tú. Nos cuidan muy bien. El pobre Jim está sufriendo, pero se encuentra mejor. A nuestra edad, estas cosas se llevan mal.

– Lamento muchísimo lo sucedido -dijo Maddy con tono comprensivo-. He estado preocupada por usted toda la semana. No me cabe duda de que a su marido lo cuidan bien, pero no sabía cómo estaba usted.

– Ha sido una conmoción, por decir poco. Pero vamos tirando. Espero que todos podáis volver a casa muy pronto.

– De hecho, yo me iré esta misma noche.

Cuando el secretario de prensa había anunciado que el presidente no se encontraba ya en estado crítico, los periodistas habían aplaudido. Casi todos llevaban varios días allí, y algunos lloraron de alivio al oír la noticia. Maddy era la única que estaba en el hospital desde el primer día, y todos la admiraban por ello.

Cuando llegó a casa, Jack estaba viendo el informativo de una cadena rival. Alzó la vista, pero no se levantó del sofá para saludarla. Ni siquiera estaba agradecido por lo que ella le había entregado en los últimos días: su vida, su alma, su espíritu. No le dijo que los índices de audiencia de Maddy eran los más altos de toda la televisión, pero ella lo sabía por el productor. Incluso había hecho un reportaje sobre los pacientes que habían sido trasladados a otros hospitales con el fin de desocupar una planta entera para el presidente, el personal sanitario que lo atendía y el servicio secreto. Todos habían aceptado el traslado de buen grado, pues se alegraban de poder hacer algo por el presidente. Además, la Casa Blanca había informado que pagaría los gastos hospitalarios. Ninguno de esos pacientes se encontraba en estado crítico, de manera que la decisión de trasladarlos había sido acertada.

– Estás hecha una mierda, Mad -fue lo único que dijo Jack.

Era cierto. Se la veía agotada, aunque se las había apañado para estar presentable ante las cámaras. Sin embargo, estaba pálida, demacrada y ojerosa.

– ¿Por qué estás siempre enfadado conmigo? -preguntó ella, perpleja.

Debía admitir que en los últimos meses había hecho cosas reprobables: desde los comentarios en directo hasta su relación con Lizzie y las charlas con Bill. Pero su verdadero delito era que había conseguido escapar del dominio de Jack, y este la odiaba por ello. La doctora Flowers se lo había advertido. Había dicho que Jack no se lo tomaría bien, y tenía razón. Se sentía amenazado. Maddy recordó que cuatro meses antes, cuando Janet McCutchins le había dicho que su marido la odiaba, ella se había resistido a creerle. Sin embargo, ahora pensaba lo mismo de Jack. Sin lugar a dudas, se comportaba como si la odiase.

– Tengo motivos para estar enfadado contigo -repuso él con frialdad-. Últimamente me has traicionado de todas las formas posibles. Tienes suerte de que aún no te haya despedido.

Ese «aún» estaba destinado a asustarla, a hacerle pensar que podía despedirla en cualquier momento. Y quizá lo hiciese. Maddy sintió ansiedad. Le resultaba difícil enfrentarse a su marido y encajar las consecuencias. Sin embargo, últimamente pensaba que debía hacerlo. Lizzie y Bill la habían cambiado. Tenía la sensación de que, además de encontrar a su hija, se había encontrado a sí misma. Y era obvio que a Jack no le gustaba. Esa noche, cuando se metieron en la cama, él ni siquiera le dirigió la palabra. Y a la mañana siguiente seguía igual de frío.

Hacía días que Jack estaba intratable, alternando las críticas con la indiferencia. Tenía pocas cosas buenas que decir de Maddy, pero a ella no le importaba demasiado. Encontraba solaz en sus conversaciones con Bill. Una noche, cuando Jack estaba fuera, cenó por segunda vez en casa del ex embajador. En esta ocasión le sirvió un bistec, porque pensaba que Maddy trabajaba mucho y necesitaba alimentarse mejor. Para ella, sin embargo, el mejor alimento eran las atenciones y el afecto con que la colmaba.

Hablaron del presidente durante un rato. Ya llevaba dos semanas en el hospital, pero le darían el alta al cabo de pocos días. Maddy y unos pocos elegidos habían recibido autorización para entrevistarlo y lo habían visto delgado y desmejorado. Sin embargo, estaba de excelente humor y había dado las gracias a los periodistas por su cortesía y devoción. Maddy había entrevistado también a Phyllis, que se había mostrado igualmente agradecida.

Habían sido dos semanas de intenso trajín, pero Maddy, a diferencia de Jack, estaba satisfecha con la información que había dado a su público. Se había ganado incluso el respeto de Elliott Noble, que ahora, al igual que el resto de los empleados de la cadena, la consideraba una extraordinaria reportera.

Después de cenar en la cocina, Bill la miró con una sonrisa llena de ternura y admiración.

– ¿Y qué vas a hacer ahora para entretenerte?

No disparaban al presidente todos los días y, después de una cosa así, todas las noticias se le antojarían anodinas.

– Ya se me ocurrirá algo. Tengo que encontrar un apartamento para Lizzie. -Estaban a principios de noviembre-. Aunque todavía me queda un mes.

– Si quieres, puedo ayudarte.

Ahora que había terminado el libro, Bill disponía de tiempo libre. Estaba pensando en volver a la enseñanza, pues había recibido ofertas de Yale y Harvard. Maddy se alegraba por él, aunque sabía que se entristecería si Bill se marchaba de Washington. Era su único amigo allí.

– No me iré hasta septiembre -la tranquilizó él-. Puede que a comienzos de año empiece otro libro. Esta vez será una novela.

A Maddy le entusiasmó la idea. Sin embargo, la noticia le recordó que ella no estaba haciendo nada para cambiar su vida. Era cada vez más consciente de lo mal que la trataba Jack, pero se dejaba llevar por la corriente. Sin embargo, Bill no la presionaba. La doctora Flowers había dicho que haría algo al respecto cuando estuviese preparada y que era posible que tardara años en plantarle cara a Jack. Bill estaba casi resignado, aunque seguía preocupado por ella. Al menos el atentado presidencial la había mantenido lejos de Jack durante dos semanas, por mucho que él le gritase por teléfono. Bill detectaba la angustia en la voz de Maddy cada vez que hablaban. Todo era culpa de ella. Era una situación idéntica a la de Luz de gas.

– ¿Qué vas a hacer el día de Acción de Gracias? -preguntó Bill cuando terminaron de cenar.

– Nada. Casi siempre vamos a Virginia y pasamos el día solos. Ninguno de los dos tiene familia. A veces comemos en casa de los vecinos. ¿Y tú, Bill?

– Nosotros nos reunimos en Vermont todos los años.

Ella sabía que este año Bill lo pasaría mal. Sería la primera celebración de Acción de Gracias sin su esposa y Bill le había contado que temía que llegara ese día.

– Me encantaría invitar a Lizzie, pero no puedo. Ella lo celebrará con sus padres de acogida favoritos. No parece disgustada con la idea.

A Maddy, en cambio, le entristecía no poder estar con su hija en Acción de Gracias. Pero no tenía alternativa.

– ¿Y tú? ¿Estarás bien? -preguntó Bill.

– Creo que sí -respondió ella, aunque no estaba muy segura.

La doctora Flowers le había rogado que empezara a asistir a las reuniones de un grupo de mujeres maltratadas, y Maddy le había prometido que lo haría. Comenzaría después de Acción de Gracias.

Maddy volvió a ver a Bill el día anterior a que ambos se marcharan. Los dos estaban tristes: él, a causa de su esposa; ella, porque tendría que viajar con Jack, y la relación con él era muy tensa. Parecía cargada de electricidad. Y Jack la vigilaba constantemente, pues ya no confiaba en ella. No había vuelto a pillarla con Bill, y este prácticamente había dejado de telefonearle. Solo la llamaba al móvil, aunque la mayoría de las veces esperaba que lo hiciese ella. Lo último que deseaba era crearle más problemas.

El día anterior al de Acción de Gracias se encontraron en casa de Bill. Maddy llevó una caja de galletas, él preparó té, y se sentaron a charlar en la acogedora cocina. Bill le contó que en Vermont estaba nevando y que él, sus nietos y sus hijos pensaban ir a esquiar.

Maddy se quedó con él todo el tiempo que pudo, pero finalmente le dijo que debía regresar a la cadena.

– Cuídate, Maddy -murmuró Bill con ternura y los ojos llenos de emociones que no podía expresar de otra manera.

Ambos sabían que hacían mal en verse. Nunca habían hecho nada de lo que pudiesen arrepentirse, ya que se respetaban mutuamente. Si sentían algo el uno por el otro, jamás habían hablado de ello. Maddy solo se atrevía a cuestionar sus sentimientos por Bill delante de la doctora Flowers. Mantenían una relación extraña pero necesaria para ambos. Eran como dos supervivientes de un naufragio que se habían encontrado en aguas turbulentas. Ahora, antes de marcharse, Maddy lo abrazó, y Bill la estrechó como un padre, con brazos fuertes y el corazón lleno de afecto, sin exigirle nada.

– Te echaré de menos -dijo él.

Sabían que no podrían hablar por teléfono durante el fin de semana. Si Bill llamaba al móvil, despertaría las sospechas de Jack. Y ella no se atrevería a telefonearle a él.

– Si sale a cabalgar o a cualquier otra cosa, te llamaré. Procura no estar demasiado triste -dijo Maddy, preocupada por Bill. Sabía que le dolería celebrar esta fiesta sin Margaret.

Pero él no estaba pensando en su esposa, sino en Maddy.

– Será duro, pero me alegro de poder estar con mis hijos.

Entonces, sin pensarlo, Bill la besó en la frente y la abrazó nuevamente. Cuando se separaron, ambos estaban tensos por lo que habían tenido y perdido para siempre. Mientras se alejaba, Maddy pensó que al menos se tenían el uno al otro. Y dio gracias a Dios por Bill.

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