La crencha alemana y el bigote alemán

Hace poco regresó un conocido mío de una aldea cercana, en la que quería visitar a sus padres.

En la aldea hay siempre una luz crepuscular, me dijo. Nunca es de día ni de noche. No hay crepúsculo matutino ni vespertino. El crepúsculo está en la cara de la gente.

No reconoció a nadie, pese a haber vivido en esa aldea muchos años. Toda la gente tenía la misma cara gris. Él se deslizaba a tientas entre esas caras. Las saludaba y no obtenía respuesta. Continuamente tropezaba con paredes y vallas. A veces atravesaba casas construidas de través en el camino. Todas las puertas se cerraban chirriando a sus espaldas. Cuando no tenía ante sí ninguna puerta, sabía que estaba otra vez en la calle. La gente hablaba, pero él no entendía su idioma. Tampoco podía distinguir si caminaban lejos o cerca de él, si salían a su encuentro o se alejaban de él. Oyó un bastón que golpeteaba contra una pared y le preguntó a un hombre dónde estaban sus padres. El hombre soltó una frase larga, en la que rimaban varias palabras, y con su bastón señaló el vacío.

Bajo una bombilla había un letrero en el que se leía «Peluquería». Por la puerta, el peluquero acaba de vaciar en la calle una bacía de lata con agua y espuma blanca. Mi conocido entró en el local. En unos bancos había varios ancianos durmiendo. Cuando les tocaba el turno, el peluquero los llamaba por su hombre. Algunos de los durmientes se despertaban al oír la llamada y repetían a coro el nombre. El llamado se despertaba, y mientras se sentaba en la silla que había ante el espejo, los otros volvían a dormirse.

¿Crencha alemana?, preguntaba el peluquero.

El interrogado asentía y se quedaba mirando el espejo, mudo. En los bancos, los hombres parecían dormir sin respirar. Estaban tiesos como cadáveres. Se oía el ruido de las tijeras en el aire.

El peluquero volvió a vaciar en la calle su bacía de lata, sacándola por la puerta. Mi conocido estaba al lado mismo del chorro de agua, con la espalda apoyada en el marco de la puerta. El peluquero frunció los labios como si fuera a silbar, mas no silbó. Paseó una severa mirada por las caras de los durmientes y chasqueó la lengua. De pronto gritó el nombre de su padre. Varios hombres se despertaron y, abriendo mucho los ojos, repitieron a coro el nombre del padre. Un hombre de cara gris y bigote negro y rizado se puso en pie y se dirigió a la silla. Los hombres de los bancos se volvieron a dormir.

¿Crencha alemana?, preguntó el peluquero.

Crencha alemana y bigote alemán, dijo el hombre. Se oyó el ruido de las tijeras en el aire, y las puntas del bigote rizado cayeron al suelo.

Mi conocido se acercó de puntillas a la silla. Padre, dijo, pero el hombre sentado en la silla miró fijamente el espejo. Le dio unas palmaditas en el hombro, pero el hombre sentado ante el espejo miró aún más fijamente el espejo. El peluquero tenía las tijeras abiertas en el aire. Movió su mano y las hizo girar una vez en torno al pulgar. Mi conocido volvió a su sitio y apoyó otra vez la espalda en el marco de la puerta. Con los dedos bien abiertos y estirados, el peluquero le pasó una brocha por los pelos de la garganta al hombre sentado en la silla. Entre las caras situadas frente al espejo flotaba un polvo gris. El peluquero vació en la calle su bacía de lata, sacándola por la puerta. El hombre abandonó el local pasando junto al chorro de agua. Mi conocido salió de puntillas a la calle. El hombre caminaba delante de él ¿o era otro hombre? Tenía la penumbra pegada a la cara. Ya no veía si esa persona se le acercaba o se alejaba de él. Por fin notó que el hombre se alejaba, aunque su alejarse más parecía un descender, pese a que la calle era plana. Mi conocido tropezó con varias paredes y vallas, y, atravesando unas casas construidas de través sobre la calle, se dirigió a la estación.

Al caminar sintió un fuerte dolor en la espalda y cayó en la cuenta de que había estado demasiado rato apoyado contra el marco de la puerta.

Sintió un dolor muy fuerte en los dedos y cayó en la cuenta de que había abierto de golpe muchas puertas. Cuando el tren se iba acercando a la estación, sintió un fuerte dolor de garganta y cayó en la cuenta de que había estado hablando todo el tiempo consigo mismo.

No vio al guardagujas, pero éste lanzó un pitido largo y estridente. El tren hacía mucho viento al acercarse y lanzó otro pitido, breve y ronco. Entre la penumbra y los vapores del tren se irguió un árbol, al lado mismo de los rieles. Estaba reseco. En su tronco aún se veía el letrero. Y cuando ya el tren se alejaba, mi conocido vio que en el letrero ya no se leía, como antes, el nombre del pueblo, sino sólo la palabra: ESTACIÓN.

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