El coche de línea

¡Gerlinde, por qué lo dejas beber, si vas sentada a su lado!, exclamó una mujer que iba de pie a la entrada, detrás del chófer. Una niña gorda y muda alzó la mirada. ¡Te has vuelto loco, Franz!, le dijo luego a un hombre de pómulos enrojecidos que con una mano se aferraba a la barra de la rejilla y con la otra se alisaba el pelo desde la frente hasta la nuca, utilizando un dedo índice sin uña.

¡Mira cómo sudas! No sé para qué te doy una camisa limpia. ¡Si es que no eres normal, hombre!

En la rejilla temblaban los crisantemos envueltos en papel periódico. Los pétalos secos se iban desprendiendo en las curvas.

¡Ya sólo faltaban las flores, esas flores típicas de Valaquia, a ver quién aguanta la peste!, dijo una mujer.

¡Ya están otra vez esas comadres suabas cacareando!, dijo un hombre.

Un gitano, sentado sobre la rueda de recambio, se metía pipas en la comisura izquierda de la boca y escupía las cascarillas por la derecha.

Se lo comen todo. Ayer llegaron tres al pueblo en un coche negro. Los tres bien trajeados. Se dedicaron a buscar gallinas muertas; habían oído hablar de la peste de las gallinas. A mi madre se le murieron todas salvo tres. No se les nota nada. Y de pronto empiezan a cacarear y se desploman muertas. Ellos tienen coches. Nosotros nunca podremos reunir tanto dinero. Nosotros no comemos gallinas muertas y, sin embargo, estamos siempre enfermos, y eso que no comemos sal, ni pimienta, ni azúcar, ni grasa.

El mío fue ayer por la tarde al barbero, que ahora es el que saca las muelas en el pueblo. El dentista ya no viene. La caries es una enfermedad de pueblo, me dijo, y ataca incluso a los niños.

Y cobra cien leis por cada muela, basta ya de tanto puente, le dije, que te los saquen todos y te pongan una dentadura postiza, le dije.

Franz, guarda ya esa botella. Piensa en todos los que están criando malvas por culpa de la bebida.

Ni se dan por aludidos, el mío aún podría estar vivo, pero de nada sirve hablar.

Más vale que la palmen. Así nos dejan en paz.

Sí, pero es que sólo la palman después de dejarla a una hecha cisco.

Desde la rejilla goteaba un zumo de uva rojo oscuro sobre el cogote de un pasajero. En plena cabeza le había hecho ya un agujero viscoso, como un nido. ¿De quién es esta bolsa?, preguntó el hombre del zumo en el cuero cabelludo, y nadie dijo nada.

Corrió el cristal a un lado y tiró la bolsa por la ventana.

Vaya cerdo, dijo una mujer a media voz, y como el tipo la miró, añadió en voz alta: la bolsa no era mía pero tú eres un cerdo.

En uno de los lados habían corrido las cortinillas. El cielo estaba rojo y hacía daño a los ojos.

La niña gorda y muda se mordisqueaba la trenza, y la mujer que iba a su lado la miró y exclamó: ¡Qué asco! La niña desvió la mirada y se mordió aún más la trenza.

El autobús iba bordeando paredes de un rojo chillón que no tenían ventanas, pero sí letreros con grandes letras y puntos negros que nunca llegaban a formar una palabra.

Esos también tienen vallas rojas, dijo un hombre.

Ayer, una prensa de cinco toneladas le cercenó las manos a un muchacho del turno de noche. El patrón mandó a un cerrajero con una botella de aguardiente y enroscó las bombillas que faltaban. Y en el vestuario pillaron al cerrajero justo cuando le echaba al muchacho aguardiente en el gaznate. Se le tiraron encima al cerrajero, que ahora está en el hospital.

La niña gorda y muda apoyó la cabeza contra el cristal de la ventanilla y balbuceó algo. Se mordió la lengua cuando un bache hizo saltar el autobús. Y rompió a llorar y a balbucear.

El maíz está tirado en el campo, pudriéndose. Los cerdos grandes les comen el rabo a los lechones. Debe de ser alguna enfermedad o un cruzamiento consanguíneo.

En primavera se fundió muchísima nieve, más de la que había caído. Y todas las ovejas se murieron, salvo las pocas que habían sido sacrificadas previamente. Tenían tumores en el cerebro. El pastor se murió de tedio.

Franz, ¡por qué la dejas comer judías, si estás a su lado!

¡Escúpelas, Gerlinde, son robadas!, dijo el hombre.

La niña gorda y muda tragó algo rápidamente y miró aburrida el gran bolso repleto de judías. El agrónomo cerró la cremallera del bolso.

Una mujer rio nerviosamente. En el colegio aprenden a robar, dijo. ¡Franz, ponle la chaqueta!

Por aquí, Gerlinde, dijo el hombre, que no encuentras la manga.

El gitano sentado sobre la rueda de recambio se puso los calcetines y deslizó los pies en sus zapatos.

El chófer miró el autobús vacío y empezó a hipar.

¡Abotónate, Gerlinde!, dijo una mujer.

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