Primer acto.

Aquella mañana de primeros de junio no hacía mucho rato que había amanecido -eran las siete y diez según su reloj de pulsera-y el sol seguía levantándose y calentando lentamente la vasta extensión de edificios y la alargada franja de la campiña del sur de California.

El y su amigo se encontraban allí de nuevo, agazapados y tendidos boca abajo entre la achaparrada maleza del borde del peñasco, tras un seto de arbustos, ocultos a la mirada de cualquiera que habitara en las casas cercanas o penetrara en aquella calle sin salida llamada Stone Canyon, en la cumbre de una colina del lujoso Bel Air.

Ambos seguían esperando con los prismáticos pegados a los ojos.

Ladeando y levantando un poco los prismáticos, escudriñando más allá el objeto de su vigilancia, pudo ver claramente la presa de Stone de Caynon, con las figuras en miniatura de varios visitantes madrugadores paseando por la orilla del lago artificial.

Bajando ligeramente los prismáticos pudo seguir la cinta de la calle Stone Canyon desde donde ésta empezaba a serpentear ascendiendo a la altura de Bel Air.

Después sus prismáticos se movieron y enfocaron una estrecha y empinada travesía -en el camino Levico-que conducía al callejón sin salida en el que se encontraba la verja de seguridad que defendía la entrada de la muy fotografiada propiedad.

Una vez más sus prismáticos volvieron a recorrer el interior de la propiedad, enfocando el oculto camino asfaltado, la calzada cochera que desde la verja cerrada conducía, entre arracimamientos de árboles de gran tamaño y un huerto, hasta la palaciega mansión que se erguía sobre una gradual elevación.

Le seguía pareciendo tan impresionante como siempre.

En otros tiempos y otros lugares, sólo los reyes y reinas hubieran vivido entre tanto esplendor.

En este tiempo y este lugar las grandes casas y los modernos palacios estaban reservados a los muy ricos y a los muy famosos.

De los ricos no sabía nada, pero sí en cambio sabía con toda seguridad que no había en Bel Air nadie más famoso y más mundialmente conocido que la dueña de aquella propiedad.

Vigilaba y esperaba conteniendo el aliento sin dejar de enfocar el soberbio sector del camino asfaltado entre la verja y los racimos de olmos y chopos.

De repente apareció alguien en su campo visual.

Extendió la mano libre y le dio a su compañero una palmada en el hombro.

– Kyle -dijo con apremio-, allí está.

¿La ves saliendo de entre los árboles? Oyó que su compañero se removía lentamente y, al cabo de una breve pausa, le oyó hablar.

– Sí, es ella.

Allí mismo.

Se sumieron en el silencio, enfocándola sin cesar, vigilando implacablemente a la pequeña y lejana figura hasta que ésta llegó al término de su habitual paseo de quinientos metros hasta la verja cerrada.

La siguieron enfocando mientras se alejaba de la verja, se detenía, se arrodillaba, acariciaba y después hablaba con el diminuto y excitado terrier de Yorkshire que no había cesado de brincar a su alrededor.

Al final se levantó y se dirigió rápidamente hacia la enorme mansión.

Al cabo de un momento, se perdió de vista, oculta por los frondosos árboles.

Adam Malone bajó los prismáticos, se tendió de lado y se los guardó cuidadosamente en la funda de cuero que llevaba ajustada al ancho cinturón.

Sabía que ya no le harían falta.

Había transcurrido un mes desde el día en que había iniciado aquella vigilancia.

Había descubierto aquel lugar de observación y lo había utilizado por primera vez la mañana del día 16 de mayo.

Estaban en la mañana del día 17 de junio.

Había estado allí, casi siempre solo y en algunas ocasiones acompañado de Kyle Shively, vigilando y cronometrando aquel paseo matinal durante veinticuatro de los treinta y dos días transcurridos, ésta sería la última vez.

Miró a Shively, que se había guardado los prismáticos en el bolsillo y se había incorporado para cepillarse los hierbajos y el polvo de su camisa deportiva a rayas.

– Bueno -dijo Malone-, me parece que ya está.

– Sí -dijo Shively-, ahora ya lo tenemos todo.

– Se alisó el recién crecido y poblado bigote negro y sus fríos ojos color pizarra se posaron una vez más en el escenario de abajo.

Sus finos labios esbozaron una torcida sonrisa de satisfacción-.

Sí, nene, ahora ya estamos preparados.

Mañana por la mañana podremos poner manos a la obra.

– Por allí abajo -murmuró Malone con cierto tono de asombro en la voz.

– Ya lo creo, por allí abajo.

Mañana por la mañana. Tal como lo hemos planeado.

Se puso en pie y se sacudió el polvo de los gastados pantalones vaqueros.

Siempre resultaba más alto de lo que Malone se esperaba.

Shively medía por lo menos un metro ochenta y seis y era espigado, huesudo, ágil y fuerte.

"No hay en su cuerpo ni un solo hueso imperfecto", pensó Malone observándole.

Shively se inclinó y extendió la mano, tirando de Malone para que éste se levantara.

– Vamos, nene, marchando.

Ya basta de vigilancia.

Ya hemos mirado y hablado bastante.

A partir de ahora actuaremos.

– Le dirigió a Malone una sonrisa, antes de echar a andar hacia el automóvil-.

A partir de este momento, estamos comprometidos.

No podemos volvernos atrás.

¿De acuerdo? -De acuerdo.

Mientras se dirigían al coche en silencio, Adam Malone se esforzó por conferir realidad al proyecto.

Lo había llevado en la cabeza tanto tiempo como un sueño despierto, un deseo, un anhelo, que ahora se le antojaba difícil aceptar el hecho de que pudiera hacerse realidad dentro de veinticuatro horas.

Para poder creerlo hizo una vez más lo que había estado haciendo con frecuencia en el transcurso de los últimos días.

Procuró centrar sus pensamientos en el principio y después repasar todo el proceso de transformación, de fantasía a punto de convertirse en realidad, paso a paso.

Recordaba que había sido un encuentro fortuito y accidental que se había producido una noche de hacía seis semanas en un acogedor bar del All-American Bowling Emporium de Santa Mónica.

Mirando a su compañero, se preguntó si Shively se acordaría.


Todo había empezado entre las diez y media y las once y cuarto de un lunes 5 de mayo.

Ninguno de los cuatro hombres podría olvidarlo jamás.

Kyle Shively no podría ciertamente olvidarlo.

Shively había tenido una mala noche.

A las once menos cuarto estaba más furioso de lo que jamás había estado desde que había llegado a California procedente de Tejas.

Tras aguardar en el restaurante y comprender finalmente que aquella acaudalada mocosa le había dejado plantado, había salido a telefonearla y, tras llamarla por segunda vez, advirtió que estaba a punto de estallar.

Kyle Shively ardía de rabia mientras bajaba por el paseo Wilshire de Santa Mónica de camino hacia el All-American Bowling Emporium, y al Bar de la Linterna de su interior, que era el que habitualmente frecuentaba.

Esperaba que unos cuantos tragos en aquel oasis contribuyeran a calmarle.

Shively podía soportar muchas cosas, pero lo que no aguantaba es que se le tratara como a un ciudadano de segunda categoría, que le tomara el pelo cualquier tía encopetada que se creyera mejor que tú por el simple hecho de que su marido fuera un ricachón.

Ah, Shively había conocido a muchas de esas preciosidades, ya lo creo que sí.

En los dos años que llevaba trabajando de mecánico en la estación de servicio de Jack Nave se había mostrado muy activo.

A este respecto no podía quejarse.

Shively se consideraba a sí mismo un tipo que se conocía muy bien por dentro y por fuera.

No hace falta ser psicólogo para conocerse a sí mismo.

Basta sentido común, cualidad que Shively creía poseer en abundancia.

Tal vez no fuera lo que se llama un sujeto instruido -había abandonado los estudios secundarios en Lubbock, Tejas-, pero la misma vida le había enseñado un montón de cosas.

Había aprendido muy bien a manejar a la gente en el transcurso de los dos años que se había pasado sirviendo en el Vietnam, en infantería.

Y recorriendo los Estados Unidos en "autostop" había aprendido muchas cosas acerca del mundo y acerca de sí mismo.

Y desde que vivía en California su inteligencia se había agudizado.

Ahora, a los treinta y cuatro años, sabía finalmente lo que más le interesaba.

Pensándolo bien, ello se reducía a dos cosas: beber y hacer el amor.

Y desde que trabajaba en la estación de servicio de Nave, sabía que lo había conseguido con creces.

Beber y ocupar el lugar que a uno le corresponde y salir, bueno, esas cosas se las podía permitir más o menos con los 175 dólares a la semana que le pagaba aquel tacaño de Jack Nave.

Pero Shively sabía también que para Nave estaba empezando a resultar imprescindible.

Trabajaba rápido y lo que hacía lo hacía bien, y estaba seguro de que en todo Santa Mónica no había mecánico de cintas de freno, puestas a punto o válvulas que se le pudiera igualar.

Sabía que era acreedor a algo más que aquellos miserables 175 dólares a la semana.

Y tenía intención de conseguirlo.

Cualquier día iba a pedirle un aumento al viejo Nave.

Shively había hablado con otros mecánicos de Los Ángeles y se había enterado de que éstos incrementaban sus ingresos mediante el cobro del 48 por ciento del precio de la mano de obra de cada automóvil que se reparaba.

Es decir, que se partía del precio de la reparación que se cobraba al cliente.

Después, tras deducir el costo de las piezas, aquellos mecánicos se repartían prácticamente el dinero restante con su jefe.

Algunos de ellos se llevaban a casa hasta 300 dólares a la semana.

Shively sabía que eso era lo que se merecía, y lo pediría y lo conseguiría por mucho que el viejo Nave le llamara maldito asesino.

Lo cual significaría que su vida postlaboral, es decir, la bebida y la diversión, sería más fácil y de un más alto nivel.

En cuanto al amor, eso no constituía un problema, porque había mucha animación, sobre todo cuando uno trabaja en una estación de servicio tan atareada y poseía aquel estilo y aquella hechura.

Sea como fuere, con la cantidad podía contarse, aunque no siempre con la calidad.

Pero en algunas ocasiones conseguía plazas de superoctano.

En la estación de servicio de Jack Nave se surtían muchos tipos del gremio de los automóviles de lujo -propietarios de Cadillacs, Continentals y Mercedes-y de esta forma alguna tarde podías conocer a las esposas de los clientes ricos o a las hijas que se morían de ganas de echar una cana al aire.

Sí, en los últimos meses había conseguido apuntarse algunos tantos con mujeres ricas.

Apuntarse un tanto con estas tías le hacía a uno sentirse bien, lo reconocía.

Acostarse con ellas le hacía a uno sentirse igual e incluso superior.

A Shively le gustaba filosofar a este respecto y ahora, mientras se encaminaba al All-American Bowling Emporium, Shively estaba filosofando.

Sí, en cuanto te llevas a tu cuarto una de estas señoras ricas y le quitas la ropa y la desnudas y la tiendes en tu cama, todo lo demás se olvida.

Dejas de ser un mono grasiento de uñas sucias que sólo gana 175 dólares a la semana.

Y la mujer, con sus prendas de Saks y Magnin en el suelo, con su Cadillac y su instrucción universitaria y su vivienda de quince habitaciones y sus criados y el medio millón en el banco, se olvida de todo eso.

Y no es más que un busto y un trasero que lo está deseando tanto como tú lo deseas.

Este era el gran igualador, desearlo y hacerlo sin que importe ninguna otra cosa.

El máximo igualador de la tierra, el mayor allanador del mundo era el miembro de un hombre.

Un rígido veintidós centímetros hacía mucho más en favor de la promoción de la justicia social que todos los más grandes cerebros del mundo.

Y eso es lo que le había hecho enfurecer tanto esta noche.

La injusticia de haber sido tratado como si no valiera lo suficiente, como si no huera un igual, como si no lo mereciera.

Había conocido a la tal Kitty Bishop hacía cosa de un mes.

Era la primera vez que la veía.

Gilbert Bishop, su marido, era uno de los clientes habituales de Nave.

Bishop solía traer personalmente su viejo Cadillac, mientras que el Mercedes de su esposa solía traerlo un criado.

Era un viejo bastardo muy rico, sesenta años tal vez, y Nave decía que había ganado los millones con negocios inmobiliarios. El muy hijo de puta.

Sea como fuera, hacía cosa de un mes se había presentado en persona por vez primera la esposa del viejo Bishop.

El viejo se encontraba ausente de la ciudad por asuntos de negocios y ella, Kitty Bishop, se dirigía con su Mercedes a la playa de Malibú, cuando el motor empezó a hacer un ruido extraño y el coche a dar sacudidas y pensó que sería mejor detenerse para que Nave le echara un vistazo.

Bueno, el caso era que los conocimientos automovilísticos de Nave empezaban y terminaban en el depósito de gasolina y, por consiguiente, Nave le pasó la clienta y el automóvil a Shively.

Shively estaba emergiendo de debajo del puente de engrase cuando la vio descender del vehículo para hablarle.

No podía creer que aquélla fuera la señora Bishop.

Demonios, pero si debía tener treinta años menos que el vejestorio.

Y una auténtica preciosidad, una pelirroja, allí de pie, con el albornoz abierto y un bikini a lunares porque se dirigía a la playa, sonriéndole mientras le explicaba lo que sucedía.

Shively la escuchó sin dejar de mirarla, calibrando los pequeños pechos, la firme piel y el fabuloso trasero.

Levantó inmediatamente la cubierta del motor, tanteó el distribuidor, ajustó el carburador y le dijo que pronto había que quitarlo.

Mientras trabajaba y hablaba, ella no hacía más que mirarle.

Le miraba, fumaba y sonreía.

Al final se hicieron amigos y él bromeó con ella y ella bromeó con él.

Al terminar, no intentó nada.

Pero cuando ella se hubo marchado, no pudo apartarla de sus pensamientos.

Una semana más tarde, la vio regresar a la estación de servicio con otra dificultad mecánica.

Y después otras dos veces.

El coche no tenía gran cosa y Shively empezó a estar más seguro de que ella venía sobre todo para verle.

Y después aquella mañana, vestida con un fino blusón azul y unos ajustados "shorts" a juego, sonriendo y diciéndole que debajo del coche se escuchaba un crujido y ella pensaba que tal vez fuera cosa del tubo de escape.

Shively agarró una herramienta, se deslizó bajo el coche y, cuando hubo terminado y salió, la vio y estuvo seguro, casi seguro, de que debía de haberle estado mirando la bragueta.

Cuando se levantó, empezaron a bromear, un poco.

Se encontraba de pie a su lado y echó un vistazo y vio que Nave no podía oírle.

Y llegó a la conclusión de que ¿por qué no? Pero entonces ella se metió en el automóvil y cerró la portezuela.

él se le acercó rápidamente y se inclinó junto a su cabeza porque ella se había inclinado hacia adelante para girar la llave de encendido.

– Debo confesarle -dijo mirándola directamente a los ojos-que me ha gustado mucho hablar con usted, señora Bishop.

Ella le miró y contestó: -A mí también me ha gustado, Kyle.

– me gustaría poder seguir haciéndolo un poco más. Para conocerla mejor.

Termino de trabajar a las nueve de la noche.

¿Le parece bien que nos encontremos a las nueve y media en el Tambor Roto para tomar un trago?

– Bueno, ya veo que no se anda usted por las ramas con una mujer, ¿verdad, Kyle?

– Cuando la mujer es como usted, no.

Estaré allí a las nueve y media.

Ella puso marcha atrás y empezó a retroceder.

– Ah, muy bien -dijo, o algo parecido, y se fue y él estuvo seguro de haber alcanzado el éxito.

Se pasó toda la tarde canturreando muy contento.

Durante las dos horas libres de la cena se fue de compras y se dirigió después a su apartamento para dejar las bebidas alcohólicas y arreglar un poco la casa con vistas a la actividad que iba a tener lugar por la noche.

Después, volvió a trabajar hasta las nueve, y después se quitó la mugre de las manos y los brazos con Lan-Lin.

Se había afeitado en el lavabo de caballeros con la maquinilla eléctrica que siempre tenía a mano, se había peinado el oscuro cabello rizado y se había puesto ropa limpia.

A las diez y media aún estaba esperando a Kitty Bishop en el Tambor Roto.

Pero ella no apareció.

Le dejó plantado, la muy bruja.

Le había excitado y le habla prendido fuego para dejarle después.

Había comprendido la lección.

Le había querido colocar en su sitio. Le había dicho que no era suficiente para ella.

Pues, muy bien, maldita sea, él también tenía que decirle un par de cosas.

Salió hecho una furia del restaurante y corrió a la estación de servicio.

Nave estaba ocupado llenando un depósito de gasolina.

Shively entró en el despacho de Nave y buscó el registro de clientes.

Copió de la tarjeta del viejo Bishop en un trozo de papel el número telefónico de su casa de Holmby Hills.

Después se fue y se dirigió a la cabina telefónica más próxima.

Introdujo unas monedas y marcó.

Ring… ring y allí estaba ella.

Le reconoció la voz.

Tranquilo, como si nada hubiera sucedido.

– ¿Kitty? Soy Kyle. ¿Qué sucede? Llevo esperándote más de una hora.

– ¿Quién es?

– Kyle. Kyle Shively. Ya sabes, ya me recuerdas. Te he visto esta mañana en la estación de servicio, ¿recuerdas? Hemos quedado citados para tomar un trago en el Tambor Roto.

– Ah, conque es "eso" -dijo ella echándose a reír-. No hablará usted en serio, ¿verdad?

– ¿Qué quieres decir con que no hablo en serio? -preguntó poniéndose lívido-. Te he invitado a tomar un trago esta noche y has dicho que muy bien. Has aceptado. -Es una situación muy embarazosa.

No lo entiendo, señor Shively. No es posible que haya usted pensado que iba a reunirme con usted. De veras, ¿cómo es posible? Ha habido un malentendido.

– ¡No ha habido ningún malentendido, maldita sea!

– No se atreva a levantarme la voz. Eso es ridículo. Voy a colgar.

Y le colgó.

Fuera de sí, Shively buscó más monedas, las introdujo en la ranura y volvió a marcar el número de la muy perra.

En cuanto ella contestó, le dijo: -Oye, Kitty, tendrás que escucharme. Me gustaste desde la primera vez que te vi y comprendí que yo te gustaba, tanto si lo reconoces como si no. ¿Qué hay de malo entonces en que dos personas que se gustan salgan a tomar un trago? Por consiguiente, voy a darte otra oportunidad.

– ¿Otra oportunidad? Es usted un cara dura. Para mí no es más que un señor que me ha arreglado el coche y nada más. ¿Qué se ha creído usted que soy?

– Creía que eras una mujer pero empiezo a pensar que a lo mejor no eres más que una de tantas coquetas que piensan que…

– ¡No escucharé sus palabras! ¡Ni nada de lo que usted me diga! Si vuelve a molestarme, se verá metido en dificultades. Soy una mujer casada. No salgo con otros hombres.

Y, si lo hiciera, desde luego que no sería con un bruto y un grosero como usted. Por su propio bien, tenga en cuenta la advertencia.

Molésteme otra vez e informaré de ello a mi marido y él se encargará de que le despidan. Y volvió a colgarle de golpe el teléfono.

Shively colgó también tembloroso y salió de la cabina enfurecido a causa de la injusticia de que había sido víctima, de aquel burdo insulto a su virilidad y orgullo que le había infligido aquella perra mocosa.

Al llegar a la acera, la cólera de Shively se hizo más generalizada y fue más allá de aquella perra en particular.

No se trataba únicamente de aquellas mujeres de la llamada clase alta, de aquellas tías mimadas con sus actitudes en relación con los hombres a los que consideraban por debajo suyo.

Lo que estaba mal era todo el sistema de clases.

Shively no tenía la menor idea de política y todo eso le importaba un comino, pero hubiera sabido determinar mucho mejor que cualquier político lo que estaba mal en el mundo.

Lo malo es que un puñado de ricos tenían demasiado y el resto, los pobres, apenas tenía nada y jamás podía alcanzar la riqueza.

Lo malo es que los ricos cada vez se iban haciendo más ricos -ricos de dinero y ricos de mujeres, lo más escogido era siempre para ellos-mientras que las sobras quedaban para los demás, para los Shivelys a quienes no se permitía el paso y que tenían que conformarse con las migajas y mostrarse satisfechos con bocados recalentados de segunda mano y escasa calidad.

Maldita sea.

Había llegado a la entrada de cristal de doble hoja del All-American Bowling Emporium.

A través de ella pudo ver parte de las treinta y dos pistas, todas ellas ocupadas.

En lo alto, muy a la vista, había un rótulo de cristal iluminado y con una flecha roja que señalaba hacia la derecha y que decía "Bar de la Linterna -Cócteles".

Menos mal, pensó.

Aún podía disfrutar de algún placer.

Tres o cuatro cervezas y tal vez se sintiera mejor.

Kyle Shively se adelantó hacia la entrada.

Adam Malone se hallaba en el salón, sentado perezosamente en un sillón de madera de arce y contemplando soñadoramente la vela que centelleaba en el interior de la linterna roja que había sobre la mesa.

Jugueteaba distraídamente con los dedos sobre el pequeño bloc amarillo que llevaba consigo dondequiera que fuera, incluso en el trabajo.

En la clase de literatura de su segundo año de estudios le habían dicho que los más célebres escritores tenían la costumbre de tomar notas para caso de que éstas les proporcionaran cierta inspiración o les permitieran observar algo que pudiera resultar útil en algún relato.

Como Henry James y Ernest Hemingway.

Si tomaban notas de lo que pensaban o veían.

A partir de entonces, en los seis años transcurridos, Adam Malone siempre había llevado en el bolsillo un pequeño bloc y un lápiz.

Malone no tenía por costumbre frecuentar los bares.

No bebía mucho.

Bebía muy poco en el transcurso de las reuniones sociales, y en determinadas ocasiones lo hacía estando solo en su habitación, en cuyo caso tomaba un poco de vino o bien un trago de Jack Daniels porque había leído que el alcohol, si no se consumía en exceso, podía estimular la imaginación.

La mayoría de escritores americanos ganadores del Nobel -Sinclair Lewis, Ernest Hemingway, William Faulkner-habían sido bebedores y, al parecer, el alcohol había contribuido a encender y no a apagar su capacidad creadora.

Pero, en realidad, a Malone le constaba que no le hacía falta el whisky para estimular su imaginación.

No le costaba el menor esfuerzo evocar situaciones, inventar, elaborar, dramatizar.

Apenas transcurría una hora del día sin que se sorprendiera soñando acerca de lo que fuera.

Lo más difícil era apresar estas fantasías y ponerlas por escrito de una forma interesante y coherente.

Poner lo negro sobre lo blanco, tal como solía decir Maupassant, era ciertamente lo más difícil.

No, no había acudido al bar para beber, a pesar de tener delante suyo sobre la mesa un whisky a medio terminar.

Había acudido allí aquella noche porque no le apetecía quedarse solo en su habitación y ya había visto la mayoría de las películas que daban por televisión y había visto también las mejores obras teatrales que daban en los teatros de las cercanías y no se podía permitir el lujo de irse a ver una película de estreno.

Además, algunas veces, como esta noche por ejemplo, se sentía culpable por pasarse tanto tiempo libre en la habitación, encerrado entre aquellas cuatro paredes, viviendo únicamente en el interior de su cabeza.

Un autor debe salir, ver cosas, ver gente, mezclarse y confundirse y vivir experiencias.

Un bar constituía un excelente tarro de fusión, un escenario maravilloso para trabar conocimiento con extraños o bien observar la vida.

Sólo hubiera querido que a aquellos que así lo desearan, como él por ejemplo, les estuviera permitido fumar hierba en público.

Unos cuantos cigarrillos le hubieran resultado mucho más agradables que aquel desabrido whisky que había estado tomando.

Malone había entrado en la bolera y se había dirigido al salón de cócteles hacía cosa de media hora porque le había parecido bullicioso y alegre, lleno de cuerpos, y porque ya en otras dos o tres ocasiones se había dejado caer por allí, lo cual hacía que le resultara un ambiente familiar.

Había ido a sentarse junto a una mesa cercana a la barra porque esta noche prefería observar a mezclarse, y, durante algún rato había visto ir y venir a los clientes, hombres en su mayoría y en su mayoría mayores que él (lo cual significaba de más de veintiséis años), y a las parejas entrando tomadas del brazo, susurrando y riéndose, y a algunas personas que salían con paso vacilante.

Tras haberse hartado de todo eso, Malone decidió retirarse a su interior procurando esbozar la estructura de una novela corta que tenía en proyecto escribir.

Pero se distrajo muy pronto y empezó a contemplar fijamente la llama de la vela que parpadeaba en el interior de la linterna roja y que parecía hipnotizarle.

Ahora, consciente de haberse retirado a su interior, hizo un esfuerzo y procuró mostrar interés por la actividad que le rodeaba.

Se irguió en su asiento, tomó un sorbo de Jack Daniels y escudriñó el salón.

La iluminación era indirecta y, por consiguiente, muy matizada.

Sus ojos se apartaron de un joven y una mujer que estaban examinando los títulos de los discos de la máquina automática y se posaron en los clientes que llenaban la barra.

Era una barra muy larga, tal vez midiera nueve metros, y, cuando había llegado Malone, la mitad de los taburetes estaban vacíos, pero ahora estaban todos ocupados menos uno.

Precisamente el que tenía más cerca.

Malone estudió la conveniencia de abandonar la mesa y trasladarse con su vaso al taburete vacío de la barra.

Estaba a punto de hacerlo cuando un sujeto alto y musculoso de rostro alargado cruzó el salón y se detuvo entre Malone y el taburete vacío.

Con aire posesivo, el recién llegado giró el asiento del taburete hacia sí, se acomodó y se volvió de cara a la barra.

El intruso que se había acomodado en el taburete de Malone chasqueó los dedos para llamar la atención del anciano barman, un amable y eficiente negro de frente abombada y algodonoso cabello muy rizado, y el barman le atendió rápidamente.

– ¿Cómo está esta noche, señor Shively? -preguntó.

– Hola, Ein.

– En el transcurso de su última visita Malone se había enterado de que "Ein" era el apócope del apodo del barman, a quien llamaban Einstein por la propensión que éste tenía a solucionar cualquier problema de los clientes por complicado que fuera.

El recién llegado, llamado Shively, seguía hablando-.

Si quieres que te diga la verdad, esta noche estoy de un humor de perros.

– Pues para eso tenemos muchos brebajes, señor Shively.

¿Qué le apetecería?

– Lo que me apetecería -repuso Shively-sería un buen trasero, pero también me conformaré con una cerveza fría.

Sentado junto a su mesa, Malone se despertó.

Este Shively tenía mucha personalidad.

Malone pasó una página del bloc.

La última frase de Shively no había estado nada mal.

Malone vaciló un instante preguntándose si Henry James la hubiera anotado; lo dudaba, pero empezó a tomar nota.

Shively permanecía sentado un poco inclinado sobre la barra esperando a que le sirvieran otra cerveza.

Cuando se la sirvieron, sorbió ruidosamente la espuma de la superficie, ingirió un buen trago y se dispuso finalmente a comentar las desgracias que le afligían con cualquiera que estuviera dispuesto a escucharle.

Miró al hombre del taburete de al lado.

La perspectiva no se le antojaba muy halageña.

Un mohoso sujeto un poco mayor con pinta de hombre de negocios, medio calvo y con cuatro pelos blanquecinos, gafas de montura metálica apoyadas sobre una afilada nariz, boca melindrosa, raquítico, enfundado en un severo y conservador traje azul con camisa blanca y corbata de pajarita.

Con aquella cara tan pastosa y aquel aspecto de individuo acostumbrado a perder, debía de ser el director de unas pompas fúnebres, pensó Shively.

Pero qué demonios, era un tipo con quien podría charlar.

– Hola, amigo -dijo Shively tendiéndole la mano-, me llamo Shively.

El sujeto se sorprendió un poco.

Recuperándose de su asombro, estrechó brevemente la mano de Shively.

– Encantado de conocerle.

Yo… me llamo Brunner… Leo Brunner.

– Muy bien, Brunner, ¿Qué te ha parecido lo que le he dicho al barman cuando me ha preguntado que qué me apetecería?

Brunner se quedó altamente perplejo.

– Pues… no estoy seguro de haberme enterado.

– Me ha preguntado que qué me apetecería y yo le he dicho que un buen trasero pero que me conformaría con una cerveza -dijo Shively sonriendo-.

Es una broma que solemos gastar. Aunque yo siempre lo digo en serio.

¿Qué te parece, Brunner? Brunner se removió inquieto y esbozó una débil sonrisa.

– Pues, sí, es bastante gracioso.

Shively decidió largarse cuanto antes.

Aquel tipo no iba a contribuir a distraerle.

Probablemente era de los que pensaban que sólo lo hacían los pájaros y las abejas.

Sí, pensó Shively, de aquellos a los que si se les hiciera el amor se quedarían hechos polvo.

Mientras Shively se apartaba de Brunner, un individuo del fondo de la barra le gritó a Ein que pusiera el noticiario de las once.

Accediendo a la petición, Ein extendió la mano hacia el gran aparato de televisión en color, lo encendió, buscó el canal adecuado y ajustó el volumen.

En la pantalla apareció el jovial rostro de Sky Hubbard, el famoso comentarista, que estaba hablando de otra insurrección comunista en no sé que lugar del sudeste asiático.

Inmediatamente se pasó la filmación de unos tipos morenos correteando por allí tras haber sido atacados con napalm.

A Shively le importaba un bledo.

Les está bien empleado, pensó, por entrometerse e impedirnos que les ayudemos y les civilicemos.

Shively les conocía en persona y sabía con toda seguridad que aquellos tipos morenos eran unas bestias.

Siguió contemplando la pantalla mientras Sky Hubbard empezaba a vapulear a algún individuo de la Casa Blanca a propósito de una nueva medida de reforma tributaria a punto de convertirse en ley y que para Shively significaba otra exención de impuestos en beneficio de todos los acaudalados hijos de puta de los Estados Unidos, ya lo creo que sí.

– Ahora otra exclusiva de Sky Hubbard -oyó que anunciaba Hubbard-.

Mañana a las ocho de la tarde, Hollywood volverá a ganarse una vez más el derecho a llamarse "La Capital Mundial del Esplendor" con el fulgurante estreno mundial de "La prostituta real", protagonizada por la singular Sharon Fields, el símbolo sexual internacional número uno, que recientemente ha sido designada como la actriz más taquillera por las publicaciones "Variety, Hollywood Reporter y Film Daily".

Con la producción de esta película, cuyo presupuesto ha ascendido a quince millones de dólares, siendo la primera epopeya tradicional que se rueda en muchos años la Aurora Films vuelve por sus viejos fueros taquilleros ofreciendo a los espectadores de televisión una película de época y ambiente histórico.

A ello se añade la inimitable y acusada sensualidad del personaje central interpretado por Sharon Fields y la rutilante presencia de la misma señorita Fields, la actriz más taquillera del momento.

Shively se bebió la cerveza y siguió contemplando la pantalla mientras Sky Hubbard seguía con su perorata.

– A la edad de veintiocho años, con éxito ininterrumpido, Sharon Fields ha alcanzado el pináculo convirtiéndose en la máxima diosa mundial del amor.

En "La prostituta real" desempeña un papel en el que puede proyectar su más acusada cualidad: la sexualidad.

La película es la auténtica biografía de la emperatriz Valeria Mesalina, tercera esposa del emperador Claudio de la antigua Roma y la más célebre adúltera y ninfómana de la historia.

Las relaciones amorosas y el escandaloso comportamiento de Mesalina eran legendarios.

Tenemos entendido que Sharon Fields ofrece una interpretación memorable de la figura de la escandalosa emperatriz.

Bien, y ahora la exclusiva que les hemos prometido.

Por gentileza de la Aurora Films, vamos a ofrecerle un "trailer" de una de las más sensacionales escenas de lo que promete ser el mayor éxito de Sharon Fields.


Aquí, mientras César Claudio se encuentra ausente dirigiendo una invasión de las Islas Británicas por parte de sus tropas, Sharon Fields en el papel de Mesalina danza semidesnuda sobre una plataforma levantada en el Foro de Roma, en una especie de prólogo a una orgía pública.

Por primera vez, a Shively empezó a interesarle la pantalla.

Y allí estaba el "trailer", un plano en el que aparecía Sharon Fields ascendiendo a una plataforma aclamada por miles de jaraneros borrachos.

Ahora la cámara se le estaba acercando para captar un primer plano.

Shively silbó involuntariamente y sus ojos se abrieron al contemplar a la voluptuosa Sharon con su renombrado busto lechoso apenas cubierto por unas sartas de abalorios, con el vientre y la espalda y las posaderas al aire, prácticamente desnuda de no ser por una V de abalorios que le cubría las partes más íntimas.

Se agitaba y ondulaba, su busto se movía, las blancas caderas oscilaban, sexualidad pura, todo sexualidad, mientras el primer plano mostraba su enmarañada melena rubia, sus soñolientos y suaves ojos verdes y sus húmedos labios entreabiertos y después su voz jadeante y gutural llamando a todos los varones de Roma y a todos los varones del siglo XX: "¡Vamos, vamos, acercaos a mí!" Súbitamente terminó el "trailer" y la cámara volvió a enfocar al comentarista Sky Hubbard.

– Jamás ha habido en toda la historia del cine un símbolo sexual tan ampliamente venerado y deseado como Sharon Fields -estaba diciendo.

Rápidamente, una serie de fotografías de Sharon Fields y carteles en los que ésta aparecía en provocadoras posturas en distintas fases de desnudez, mientras Hubbard seguía hablando-: Ninguna diosa del amor del pasado -ni Clara Bow, ni Jean Harlow, ni Rita Hayworth, ni Marilyn Monroe, ni Elizabeth Taylor-ha conseguido prender jamás en la imaginación del público como Sharon Fields.

Lo que una célebre escritora británica dijo a propósito de Marilyn Monroe puede aplicarse indudablemente a Sharon Fields.

"Correspondía a nuestro deseo de librarnos de la fantasía para hundirnos en la realidad más auténtica.

Colmaba nuestro anhelo, de enfrentarnos con nuestros deseos eróticos sin romanticismos ni distracciones".

Tal como ha reconocido sinceramente la propia señorita Fields: "En el fondo soy una criatura sexual. Lo somos todos.

Pero la mayoría de las personas temen enfrentarse con esta faceta de su naturaleza. Yo no.

Creo que interesarse por la sexualidad es algo normal. No lo oculto.

Tal vez por eso les resulto seductora a los hombres".

– Hace unas horas he conversado a este respecto con Justin Rhodes, el productor de su más reciente película.

"Sí, en Sharon eso es cierto -me ha dicho-.

No puede evitar ser seductora.

Si hubiera vivido algunos cientos de años atrás, hubiera sido sin lugar a dudas la amante de un rey.

Pero tenemos la suerte de que nos pertenezca a nosotros.

"Eso ha dicho Justin Rhodes.

Como es natural, sus admiradores conocen de sobra la despreocupada vida personal de la señorita Fields y sus escapadas si bien últimamente se la ha visto con menos frecuencia, por lo menos en público.

Pero mañana por la tarde volverá a estar con nosotros no sólo en la pantalla sino personalmente cuando asista al estreno que tendrá lugar en el Teatro Chino de Grauman.

Se nos dice que próximamente viajará a Inglaterra para tomarse un período de descanso, pero nosotros nos preguntamos: ¿Será para descansar o bien para reanudar sus relaciones con su más reciente y romántico interés, el actor británico, Roger Clay? Seguiremos el noticiario de las once tras la pausa comercial.

La última fotografía de Sharon Fields en la pantalla de televisión -Sharon tendida desnuda en una cama con una sábana blanca entre sus carnosos muslos y cubriéndole el busto-había sido sustituida bruscamente por el anuncio de un detergente.

– ¡Santo cielo! -exclamó Shively sin dirigirse a nadie en particular-.

¡Cómo me he puesto! Miró al atontado de Brunner, sentado a su derecha.

Brunner permanecía sentado en silencio, lamiéndose los resecos labios.

Shively se dirigió al hombre que tenía a la izquierda, un corpulento y colorado sujeto muy llamativamente vestido, de unos cuarenta y tantos años, y comprendió que con éste podría charlar.

El tipo debía de haber estado contemplando a Sharon Fields, porque mantenía los hambrientos ojos como pegados a la pantalla.

– Me llamo Kyle Shively -dijo Shively-.

¿Qué le parece? -Yo me llamo Howard Yost -dijo el tipo corpulento girando en el taburete-y me parece que no ha habido jamás una hembra con mejores hechuras.

– Sí -dijo Shively-, se explica usted muy bien.

– Mire, le digo que, viéndola, sería capaz de hacer cualquier cosa por pasar una noche con una mujer así.

Acostarme con ella sería lo más grande de mi vida.

¿Está de acuerdo conmigo, señor?

– ¿Que si estoy de acuerdo? -repitió Yost-.

Pues, mire, cambiaría a mi señora y a mis dos niños y a todos mis clientes por una sola vez con alguien como esta Sharon Fields.

Una larga noche con ella y después ya nada me importaría. Moriría dichoso.

Inesperadamente, el de las pompas fúnebres o lo que fuera se inclinó sobre la barra mirando a los dos hombres.

Subiéndose las gafas, Leo Brunner empezó a hablar.

– Sí, me muestro inclinado a estar de acuerdo con ustedes.

Una aventura con la señorita Fields tal como usted la ha descrito merecería cualquier cosa.

Pero las personas como nosotros… -sacudió tristemente la cabeza-no tenemos la oportunidad de ver cumplido este sueño.

– Pues claro que la tenemos -dijo una firme voz a su espalda.

Sorprendido, Shively miró por encima del hombro y tanto Brunner como Yost se volvieron para ver quién había hablado.

El interlocutor era un joven de unos veintitantos años, pensó, Shively, sentado junto a una mesa de allí cerca, un muchacho bastante bien parecido, de cabello castaño oscuro mandíbula cuadrada, vestido con una gastada chaqueta gris de pana, un ancho cinturón de cuero y unos ajustados pantalones de punto.

Les sonrió, se guardó en el bolsillo una especie de bloc y se levantó.

– Hola -dijo adelantándose-, me llamo Adam Malone.

Perdonen pero no he podido evitar escucharles hablar de Sharon Fields. -Miró a Brunner y dijo con aplomo-: Está usted completamente equivocado, señor Brunner.

Los hombres como nosotros tenemos oportunidades con una mujer como Sharon Fields.

– Ahora estaba mirando fijamente a Shively-.

¿Ha dicho en serio… lo que estaba diciendo… de ser capaz de cualquier cosa… a cambio de hacerle el amor?

– ¿Que si lo decía en serio? ¿Que si decía en serio que haría cualquier cosa y lo dejaría todo a cambio de la oportunidad de acostarme con ella? Ya puede estar seguro, hermano. Cualquier cosa.

Daría cualquier cosa por poderme revolcar con ella.

– Pues, bien, su deseo puede convertirse en realidad -dijo Malone con absoluta seguridad en la voz-.

Si quiere acostarse con Sharon Fields, puede hacerlo.

Eso se podrá arreglar.

Shively y los otros dos contemplaron a aquel desconocido sorprendiéndose de su seguridad.

– ¿Acaso está usted loco? -preguntó Shively al final-. ¿Quién es usted?

– Alguien que conoce muy bien a Sharon Fields.

Da la casualidad de que me consta que a Sharon Fields le gustaría acostarse con cualquiera de nosotros si tuviera la oportunidad.

Tal como he dicho, puede arreglarse.

Por consiguiente, si…

– Un momento, joven -le interrumpió Yost-.

Está usted diciendo cosas muy gordas. -Señaló el vaso medio lleno que había encima de la mesa-. ¿Está seguro de que no se ha tomado uno de más?

– Estoy perfectamente sereno -dijo Malone muy en serio-.

Jamás he estado más sereno ni he hablado más en serio.

Llevo pensando en ello mucho tiempo.

Lo que hace falta es ultimar los detalles. -Vaciló un poco-. Y el riesgo es mínimo.

– Parece que el chico habla en serio -dijo Shively mirando a Yost.

Brunner se había quitado las gafas y estaba mirando a Malone con ojos de miope.

– No… no quisiera parecerle impertinente, señor Malone, pero, ante todo, me cuesta trabajo creerle.

– ¿Qué podría querer Sharon Fields de sujetos como nosotros? En la escala social, no somos nadie. Por lo menos, confieso que yo no lo soy.

– Y ya la ha visto usted en la pantalla de televisión: ella sí es alguien, una celebridad internacional. Es quizá la joven más famosa y deseable de la tierra.

– Estoy seguro de que puede conseguir a cualquiera que le apetezca.

Le basta con arquear un dedito para tener a los que quiera, los más ricos y los más poderosos, los dirigentes elegidos de las naciones o los reyes.

– Tiene a sus pies a todos los hombres de la tierra.

¿Por qué tendríamos que interesarle nosotros?

– Porque jamás ha tenido a nadie con quien pudiera relacionarse realmente -replicó Malone-.

– Conozco a la gente que la rodea.

– No hay en su vida ni un solo ser humano sincero y corriente.

– Y, sin embargo, eso es lo que ella ansía realmente.

– No hombres que sean famosos.

– No hombres de su ambiente que se sirvan de ella para hacerse publicidad.

– No.

– Quiere a hombres verdaderos que la deseen por ella misma, no por quien es sino por lo que es.

– Eso no lo entiendo demasiado -dijo Yost meneando la cabeza-.

– De todos modos, no me retiro de lo dicho.

– Es decir, que estaría dispuesto a comprar mi parte al precio que fuera.

– Dejaría en un periquete a mi mujer y a mis dos hijos sin pensarlo.

– Daría todos los dólares que tengo y hasta mi casa si hiciera falta.

– ¿A cambio de una noche con Sharon Fields? Estaría dispuesto a hacer cualquier cosa.

Eso es lo que pienso exactamente.

– Muy bien, pues, será como yo le he dicho -insistió Malone-.

Podrá gozar de ella.

Y probablemente sin tener que ceder nada tangible a cambio.

Tal como le he dicho, sólo tendrá que estar dispuesto a correr un… un pequeño riesgo.

Porque sólo hay un obstáculo menor… que es el de llegar a conocerla.

– ¿Qué quiere usted decir? -preguntó Shively frunciendo el ceño-.

Pensaba que la conocía.

– Y la conozco.

– La conozco mejor que a ninguna otra mujer de la tierra. Sé sobre ella todo lo que pueda saberse.

– Sin embargo, no la conozco personalmente. Pero puedo.

– Y ustedes también pueden.

– Sé como podemos hacerlo.

– ¿Cómo? -le aguijoneó Shively-.

– Si es usted tan listo… Díganos cómo.

Adam Malone estaba a punto de volver a hablar, pero entonces se dio cuenta de los clientes que había cerca y bajó la voz.

– Me parece que éste no es el mejor sitio para iniciar una operación de este tipo. Sería mucho mejor.-discutir el asunto en privado. -Miró a su alrededor-.

– Al fondo del salón hay un reservado vacío.

– ¿Quieren ocuparlo?

Llevaban sentados unos quince minutos en el relativo aislamiento del reservado del fondo tapizado de gris e interrumpieron la conversación al acercarse la joven y rechoncha camarera de los leotardos negros para retirar los vasos vacíos y colocar más bebidas y servilletas sobre la mesa semicircular revestida de formica.

Adam Malone se hallaba acomodado en el centro del reservado con los hombros apoyados contra la pared.

A su derecha se había acomodado Kyle Shively, que no cesaba de fumar.

A su izquierda, mascando un puro apagado, se sentaba Howard Yost.

Y frente a Malone se encontraba un nervioso Leo Brunner sentado en el borde de una silla que había acercado al reservado.

Un poco envarados, habían vuelto a presentarse sin revelar demasiados datos.

Shively era mecánico de automóviles y, en algunas ocasiones, para incrementar sus ingresos y para divertirse, reparaba automóviles abandonados y los vendía.

Yost era agente de seguros y vendía pólizas de la Compañía de Seguros de Vida Everest y otras ocho empresas asociadas.

Brunner era un perito mercantil con despacho y clientes propios.

Malone era colaborador libre de distintas publicaciones, aunque a veces se dedicaba a extrañas actividades para ganar dinero o bien para vivir una experiencia.

Malone volvió un poco cohibido al tema de Sharon Fields.

El discurso de Malone de los últimos siete u ocho minutos había estado centrado en este tema.

Siempre había sido muy aficionado al cine, les había confesado.

Llevaba siendo esclavo de Sharon Fields desde la primera vez que la había visto en una película de hacía ocho años en un papel de escasa importancia de una superficial película de aventuras titulada "El séptimo velo".

Y había seguido su meteórico ascenso al superestrellato.

Había visto sus veintitrés películas no sólo una vez sino incluso dos y hasta tres o cuatro.

Llevaba muchos años enamorado de ella desde lejos.

Su vocación había sido la observación de Sharon Fields.

Había sido un estudiante asiduo de su vida y carrera.

Los últimos tres años los había dedicado especialmente a interminables horas de investigación.

Estaba seguro de que no había nadie en la tierra que poseyera una colección tan completa de datos acerca de la Fields.

– Por consiguiente, cuando digo que la conozco, pueden creerme -repitió Adam Malone-.

Me conozco todas las frases que ha pronunciado en público.

Sé todo lo que ha hecho y prácticamente todo lo que piensa.

Sé cómo vive. Conozco sus costumbres. Y, por encima de todo, conozco sus sentimientos, sus aspiraciones y necesidades.

Aunque pueda parecerles, que peco de inmodestia, en lo tocante a Sharon Fields, soy la máxima autoridad.

– ¿Por qué? -preguntó Yost.

– ¿Por qué? Porque está aquí.

Porque el conocerla como la conozco ha enriquecido inmensamente mi vida.

– ¿Pero jamás la ha conocido personalmente? -volvió a preguntarle Shively.

– No, pero siempre he pensado que llegaría a conocerla.

Y quería estar preparado para cuando ello ocurriera.

– No ocurrirá jamás -dijo Brunner removiéndose en su asiento-.

Todo el mundo sueña lo mismo. Pero el sueño jamás se convierte en realidad.

– Este se convertirá -dijo, Malone con firmeza-. Hace un año descubrí la forma en que podría ocurrir.

Con un poco de ayuda, supe que podría -conseguirlo.

– Muy bien, deje de andarse por las ramas, -le dijo Shively-. Díganos cómo.

– Me gustaría decirles…

Pero entonces llegó la camarera con más bebidas y Malone y los demás esperaron a que se fuera.

Ahora todos los ojos enfocaban a Malone esperando que éste les contara de qué forma se proponía hacer realidad el sueño.

Suavemente pero sin vacilar, en tono conspiratorio, Adam Malone les contó cómo podía hacerse, cómo podrían llegar a conocer a Sharon Fields.

Le escucharon en silencio sin comprenderle y Malone, animado por aquel silencio que se le antojaba de aprobación, se dispuso a elaborar el plan.

Howard Yost, el vendedor, que no se había tragado el anzuelo, le interrumpió antes de que pudiera proseguir.

– Espere un momento -dijo-. Acabo de fijarme en lo último que ha dicho. Me parece que no lo he entendido. ¿Qué ha dicho usted exactamente? Quiero asegurarme de haberle oído bien.

Malone lo consideró no un reproche o un reto sino más bien una razonable petición en el sentido de que aclarara lo dicho.

– Lo repetiré con mucho gusto -dijo amablemente-.

– He dicho simplemente que, considerado el asunto desde un punto de vista completamente realista, lo más probable es que jamás consiguiéramos llegar a conocer a una famosa estrella como Sharon Fields de una forma normal.

– No es fácil que ninguno de nosotros tuviera la oportunidad de llegar hasta ella, presentarse y salir con ella.

– Está rodeada por un muro protector de amistades, gorrones y aduladores.

– Entre los que se cuentan su representante personal, Félix Zigman, su secretaria particular, Nellie Wright, su experto en relaciones públicas, Hank Lenhardt, y su peluquero, Terence Simms.

– Sólo podríamos llegar a conocerla de una manera…

para darle así la oportunidad de que nos conociera y le gustáramos.

Tendríamos que preparar una situación en la que literalmente nos la lleváramos en volandas.

Tendríamos que planear una situación en la que no tuviera más remedio que conocernos en un momento en que nadie se interpusiera entre ella y nosotros.

Yost posó el vaso sobre la mesa y se inclinó cautelosamente hacia adelante.

– ¿Qué quiere usted decir con eso de una situación en la que no tuviera más remedio que conocernos? ¿Qué significa eso exactamente?

– Ya lo sabe, cogerla.

– ¿Cogerla? -preguntó Yost-. Sigo sin entenderle.

– Es muy sencillo -dijo Malone asombrado-.

Ir y cogerla y llevárnosla con nosotros. Ni más ni menos que eso. Llámelo usted como quiera.

– Lo que, yo quiero saber es cómo lo llama usted, Malone -dijo Yost contrayendo los ojos.

– Bueno… -empezó Malone deteniéndose para reflexionar brevemente-me parece que pretendo decir que la abordaríamos y… bueno, yo no lo llamaría secuestro ni nada de eso… no me interprete mal, no íbamos a raptarla… pero…

– Secuestrarla, eso es lo que me ha parecido que quería usted decir desde un principio -dijo Yost triunfalmente mirando a Malone-.

¿Raptarla? ¿Raptar a Sharon Fields? ¿Intentar nosotros hacer eso? ¿Me irá usted a decir que ésa era su gran idea? -Miró a los demás con desagrado y después volvió a dirigirse a Malone-.

Mire, señor, francamente no sé quién es usted ni de qué manicomio se ha escapado. Pero si se refiere a eso… -Sacudió la cabeza, se sacó la cartera del bolsillo y empezó a depositar sobre la mesa el importe que le correspondía de las consumiciones-.

En mi trabajo se tiene ocasión de conocer a muchos chiflados y suelen hacerte toda clase de propuestas extrañas. Pero eso es lo más grande que he oído jamás. Si le he entendido bien, si quiero decir lo que yo pienso, que quiere decir… en tal caso, no se ofenda, señor, pero me parece que está usted más loco que un cencerro.

Malone no se inmutó.

– Sí, creo que me ha entendido usted bien. Supongo que quiero decir eso, sólo que sería distinto. No sería un acto… un acto de rapto en el verdadero sentido de la palabra, porque nuestra intención y su reacción no serían las habituales.

Estarían ustedes de acuerdo en que no sería ningún delito y entrañaría ninguna dificultad si supieran con la misma certeza que yo lo positivamente que ella reaccionaría.

Yost siguió sacudiendo la cabeza al tiempo que se volvía a guardar lentamente la cartera en el bolsillo.

– Debe de estar enfermo si piensa eso. Lo siento. Acabo de conocerle. No sé quién es usted. Sólo sé lo que he oído.

Es un secuestro y el secuestro es uno de los peores delitos que puede haber.

– Pero es que no sería un delito, ¿acaso no lo entiende? -protestó Malone muy convencido-.

Sería una forma romántica y honrosa de llegar hasta ella, de hacerla consciente de nuestra existencia.

Yost miró hacia el otro lado de la mesa.

– Shively, dígale que está chiflado, ¿quiere? Malone hizo caso omiso de Shively y siguió hablando fervorosamente con el agente de seguros.

– Es que usted no lo entiende, señor Yost. Si la conociera como yo, lo vería todo muy claro.

Cogerla es secundario, un medio menor de llegar a un fin.

Una vez lo hubiéramos hecho y hubiéramos conversado con ella, se mostraría de acuerdo con nosotros. Debe creerme.

Y una vez se mostrara de acuerdo, conseguiríamos que todas las consecuencias fueran voluntarias por su parte.

Lo que viniera a continuación, vendría porque ella lo querría.

Podría usted acostarse con ella.

Yo también.

Es probable que todos pudiéramos hacerlo. Conociéndola, sé que se mostraría dispuesta a colaborar.

En estas cosas, su actitud es mucho más libre que la de la mayoría de las mujeres.

Créamee, señor Yost, una vez lo hubiéramos hecho, no se trataría de ningún delito. Se sentiría halagada y le gustaría.

– ¿Y quién lo dice? -preguntó Yost indicándole a Brunner que apartara su silla.

Brunner se levantó y Yost se desplazó en su asiento y se puso en pie.

– Lo digo yo -repuso Malone llanamente-.

Sé positivamente que no tropezaríamos con dificultades. Puedo demostrarlo.

Yost no le hizo caso, pero Brunner le habló utilizando el tono que un padre emplearía con su hijo.

– ¿Y si se equivocara usted, señor Malone?

– No puedo equivocarme. No es posible que me equivoque.

Shively había estado ocupado contando el cambio. Ahora se desplazó hacia la salida del reservado.

– Muchacho -le dijo-, me parece que ha bebido usted en exceso.

Se levantó añadiendo-: Además, aunque le creyéramos, ¿qué le induce a pensar que podría conseguirlo?

– No habrá problema. Será fácil.

Tal como les he dicho, llevo trabajando en ello largo tiempo. Todos los detalles. Puedo mostrárselos.

– No, gracias -dijo Yost soltando una breve carcajada-. Tendrá que buscarse a otros primos para jugar a los sueños.

Se dirigió al hombre de más edad que tenía al lado-.

– ¿No es cierto, Brunner?

El perito mercantil le dirigió a Malone una amistosa mirada como de disculpa.

– Me temo que nos ha estado usted tomando el pelo, Malone. ¿No es eso? Reconozco que le envidio la imaginación.

Shively se mostró menos conciliador.

Tirándose de los ajustados pantalones, miró enfurecido a Malone.

– Por unos momentos casi me había embaucado, muchacho. Pero veo que se ha estado burlando. Y a mí no me gusta perder el tiempo de esta manera.

Malone encajó muy bien el desprecio de su idea.

Como escritor, era un veterano de los desprecios.

– Lo lamento pero hablaba completamente en serio -dijo encogiéndose de hombros-.

En cualquier caso, si cambiaran ustedes de opinión, si quisieran averiguar lo que efectivamente podemos hacer, mañana estaré aquí en el mismo lugar y a la misma hora. De ustedes depende.

A punto de marcharse, Yost se acercó la palma de la mano al ángulo de la boca como si la última frase que quisiera dirigirle a Malone fuera de carácter confidencial.

– Joven, a buen entendedor, pocas palabras bastan. -Guiñó exageradamente un ojo y dijo-: Acepte mi consejo y escóndase. El hombre del saco anda buscándole.

A las cinco y media de la tarde del día siguiente, martes, Kyle Shively estaba terminando la última tarea que le había encomendado Nave, una puesta a punto de un Cadillac de tres años.

Dado que había tenido un mal día, un auténtico desastre de día, había querido concentrarse por entero en su trabajo para distraerse de los pensamientos que le atormentaban.

Había terminado la parte más laboriosa de la tarea -ajustar adecuadamente la compresión de cada cilindro-y ahora se estaba dedicando a la limpieza de la bujía con un limpiador de chorro de arena y a colocarla cuidadosamente.

Tenía muy buena mano en eso de calcular perfectamente la distancia explosiva y esta faceta del trabajo requería menos cuidado y concentración.

Mientras se afanaba bajo la cubierta, Shively volvió a pensar en la enorme erección con que se había despertado por la mañana.

No necesitaba ir al lavabo y, por consiguiente, no había sido por eso.

Había sido una mujer desnuda de la última parte de su sueño, una mujer que se había disuelto y evaporado al despertar.

No recordaba si habría sido la actriz Sharon Fields por haberla visto medio desnuda la noche anterior por la televisión o bien por haber prestado oído a aquel chiflado del bar, a aquel muchacho llamado Malone, y haber querido creerle y haberse trastornado.

O tal vez hubiera sido la muy perra de Kitty Bishop, que le había inducido a creer que saldría con él y después le había plantado y dejado en ridículo.

Tendido en la cama mientras esperaba a que le desapareciera la erección, llegó a la conclusión de que no era posible que le hubiera estimulado una visión de Sharon Fields.

No, ella era irreal, no estaba a su alcance ni siquiera con el pensamiento a pesar de lo que hubiera dicho aquel chiflado del bar.

Por consiguiente, debía de haber sido la muy perra de la señora Bishop, que se le había quedado grabada en la imaginación.

Levantándose de la cama y desperezándose, concluyó definitivamente que debía de haber sido Kitty Bishop.

Seguía sin admitir que hubiera podido equivocarse con respecto a las intenciones de ésta. Su primer comportamiento con él había sido provocador, eso era indudable, y a pesar de haber quedado éste contradicho por las respuestas que ella le había dado las dos veces que la había llamado, seguía creyendo que no se había equivocado.

Tal vez sus respuestas por teléfono formaran parte del juego automático del desdén, del recato y la timidez al objeto de darle a entender que no era una cualquiera sino una señora y que tendría que perseguirla e insistir si es que efectivamente lo deseaba.

Maldita sea, ya lo creo que lo deseaba. Decidió impulsivamente seguirle la corriente.

Volvería a llamarla, lo intentaría de nuevo, le daría la oportunidad de reconocer que deseaba verle.

Olvidaría lo pasado. La halagaría, bromearía con ella y tal vez le hiciera algunas alusiones de carácter sexual.

Eso resultaría eficaz. Así solía suceder por lo general.

Tras tomarse unos sorbos de zumo de naranja directamente de la botella, encendió un cigarrillo y se dirigió al teléfono para marcar el número de los Bishop.

Maldita sea, allí estaba ella al tercer timbrazo, ella misma, no la sirvienta ni el viejo, sino la mismísima Kitty.

Fue inmediatamente al grano y, medio disculpándose, le dijo suavemente que no había conseguido apenas pegar el ojo en toda la noche pensando en ella.

No habría pronunciado más allá de tres o cuatro frases cuando ella le interrumpió.

Le gritó de tal forma que casi le perforó el tímpano.

Le dijo que él mismo se lo había buscado, que ya se encargaría de que no siguiera molestándola e invadiendo su intimidad y después le colgó el teléfono.

Esta vez su cólera se mezcló con un temor a las represalias.

Y había acudido al trabajo medio furioso y medio asustado. Pero se encontró con muchos automóviles que atender y no tuvo tiempo de alimentar su enojo, y, a medida que pasaba el rato sin que se produjeran represalias por parte de aquellos acaudalados hijos de puta, su temor se fue desvaneciendo.

Había colocado la última bujía del motor del Cadillac y estaba a punto de ponerlo en marcha cuando oyó que Jack Nave le llamaba a gritos.

Shively levantó la cabeza en el momento en que Nave detenía el vehículo de remolque.

Shively ni siquiera se había dado cuenta de que su jefe se hubiera ausentado.

Vio que Nave abría la portezuela, bajaba y se dirigía hacia él.

Al ver la cara que traía Nave, Shively se preparó para lo peor.

Conocía muy bien a su jefe y sabía que era hombre de poca paciencia, y ahora parecía que estuviera a punto de estallar.

El rollizo rostro de Nave parecía ceñudo, su vientre sobresalía por encima del cinturón confiriéndole el aspecto de un tanque del ejército y sus gruesas manos estaban cerradas en puño.

Antes de que Shively pudiera recuperarse, Jack Nave se detuvo a su lado.

– ¡Idiota, cabeza de chorlito! -le gritó Nave enfurecido-.

¡Me estás costando más de lo que vales con los quebraderos de cabeza que me das! -¿Pero qué demonios le pasa? -preguntó Shively, sin retroceder y disponiéndose a hacer frente el ataque-. ¿Qué le sucede, Jack?

– A mí no me sucede nada… eres tú el que arma jaleos!

Nave respiró hondo como para calmarse. Después, percatándose de que el alboroto que estaba provocando había llegado a los oídos de dos empleados que estaban llenando los depósitos de unos clientes Nave bajó la voz pero no modificó el tono-.

Escúchame, estúpido, entérate de dónde he estado por culpa tuya.

Shively ya sabía dónde había estado Nave pero siguió conservando su máscara de inocencia.

– Pues he estado en casa del señor Gilbert Bishop, de allí vengo. La señora Bishop me ha estado atormentando los oídos por espacio de media hora. Y no me preguntes el porqué, miserable.

El porqué lo sabes muy bien.

En esta casa hay una norma que te comuniqué el primer día que entraste a trabajar y es la de que no gastamos bromas con los clientes.

No mezclamos el trabajo con la diversión. Nunca.

Por consiguiente, ¿qué te ha pasado por la cabeza, Romeo? ¡Molestar a una dama como la señora Bishop! ¿Qué demonios piensas que podría querer ella de alguien como tú? Me lo ha revelado todo.

Que has intentado seducirla y tratarla como una cualquiera dispuesta a engañar a su marido, y por si fuera poco con un mono grasiento.

Y después molestarla con esas llamadas telefónicas -me ha dicho que tres veces-persiguiéndola sin dejarla en paz…

– Ha sido ella, no yo -le interrumpió Shively muy ofendido-. Yo no hice nada malo.

No me propasé en ningún momento. Fue ella.

No hacía otra cosa más que insinuárseme para que la invitara a un trago.

Por lo general, no suelo hacer caso de estas cosas. Conozco las normas, Jack. Pero pensé en usted, por eso lo hice.

Si no la complacía, era posible que se enojara y consiguiera que el viejo se fuera a otro sitio.

Pensaba en usted, Jack, nada más.

– Eres el mayor cuentista que me he echado a la cara, Shiv -dijo Nave meneando la cabeza-.

Ahora resulta que lo has hecho por mí, por mi maldita estación de servicio.

Le pediste una cita por bondad, la perseguiste con una llamada, dos llamadas, tres llamadas por bondad.

Vamos, Shiv, no me vengas con historias.

– Le juro que no…

Un claxon estaba sonando junto a las bombas.

Nave se volvió, vio a un conductor que le estaba haciendo señas y le gritó que iba en seguida.

– Escúchame, zoquete, y escúchame bien -le dijo a Shively-.

La señora Bishop nos ha hecho una advertencia. Ha tenido la amabilidad de decirnos que por esta vez no le dirá nada a su marido.

Pero como vuelvas a acosarla, ya sea aquí o por teléfono, se lo dirá a su marido. Y entonces será el final porque éste se irá con su coche a otra estación.

¿Sabes lo que significa para mí? Es uno de nuestros mejores clientes. Y, además, me envía a sus amigos ricos.

No puedo permitirme el lujo de perder a un cliente como éste. Perdería a diez holgazanes como tú antes que perder a un cliente como Bishop.

Si fuera sensato, lo que haría es despedirte inmediatamente. Pero llevas conmigo bastante tiempo y has cumplido con tu deber y te lo tengo en cuenta.

No quisiera hacer nada desagradable. Pero, escúchame, Shiv, te lo advierto, te someteré a prueba a partir de hoy de la misma manera que la señora Bishop me ha sometido a prueba a mí.

Un paso en falso con ella o con cualquier otra clienta y te pongo de patitas en la calle. A partir de este momento, será mejor que mantengas la boca y la bragueta cerradas y te dediques al trabajo y a nada más. Será mejor que no lo olvides.

Después Nave se encaminó hacia las bombas de llenado y Shively se quedó pensando enfurecido en el rapapolvo de su jefe y en la suma de injusticias de que estaba siendo objeto.

Lo que más enojaba a Shively era el hecho de haber tenido intención de pedirle a Nave el aumento que se merecía hacía tanto tiempo.

Había tenido la intención de amenazar a Nave con marcharse si éste no le cambiaba el salario fijo por un porcentaje sobre los gastos de mano de obra de cada vehículo.

Ahora la amenaza carecía de sentido y no podía ejercer presión.

En lugar de encontrarse en una situación en la que pudiera solicitar un aumento, le habían castigado a una situación en la que podía ser despedido de la noche a la mañana.

Y todo por culpa de aquella remilgada que le quería pero no deseaba reconocerlo porque le consideraba inferior.

Como si su marido, que probablemente hacía diez años que no se acostaba con ella, fuera mejor que él por tener un millón de dólares o tal vez más gracias a haber engañado al público y al gobierno.

Shively recordó haber leído que en uno de los últimos años había habido 112 personas con unos ingresos de más de 200 mil dólares que no habían pagado ni un solo céntimo en concepto de impuesto sobre la renta.

El ricacho de Bishop debía de ser probablemente uno de esos tíos.

Maldita sea.

Shively regresó al automóvil para terminar el trabajo en seguida y poder largarse cuanto antes.

Ya estaba harto de Nave y de su estación de servicio y de sus cochinos clientes.

Lo que ahora le apetecía era un buen trago largo, cuanto más largo y más fuerte, mejor.

Media hora más tarde, compuesto por fuera pero no por dentro, Shively entró en el All-American Bowling Emporium y se encaminó hacia el Bar de la Linterna, comprobando que la barra aún no se había llenado.

Se encaramó a un taburete y saludó al barman.

– ¿Qué va a ser, señor Shively? -le preguntó Ein-. ¿Lo de siempre?

– No. Esta noche no me vale una cerveza. Ponme un tequila doble. Con hielo.

– ¿Mal día?

– Sí, un día pésimo.

Mientras esperaba a que le sirvieran, Shively miró a su alrededor. Por lo general siempre había algún conocido. Pero en aquellos momentos, a pesar de que era la hora de cenar, no reconocía a nadie.

Sus ojos se desplazaron hacia el reservado del fondo en el que había estado charlando con aquel chiflado y aquel par de imbéciles.

El reservado estaba vacío. No había nadie, ni siquiera aquel mochales con su manía de conocer a Sharon Fields.

Ein le estaba colocando delante un vaso de tequila y una servilleta.

– ¿Pero a dónde se ha ido todo el mundo esta noche? preguntó Shively.

– Es que todavía es un poco temprano. ¿Está pensando en alguna persona en particular?

– No sé. ¿Y aquel tipo con quien charlamos anoche, ese muchacho que afirma ser escritor?

– Ah, ¿se refiere usted al señor Malone?

– Creo que sí. Sí, Adam Malone. ¿De veras es escritor o es que me tomó el pelo?

– Pues, sí, creo que se podría catalogar como escritor. No le conozco muy bien. Sólo ha venido unas pocas veces. Una vez, me mostró algo que había publicado. Era en una especie de revista muy seria. No sé si debieron pagarle mucho, si es que le pagaron. Porque era una revista que en mi vida había visto en los kioskos. Pero supongo que es escritor.

– Sí.

– En realidad, estuvo aquí hace cosa de una hora. Se tomó un vaso de vino blanco y se sentó a anotar no sé qué. Dijo que no disponía de mucho tiempo.

Que tenía que terminar un trabajo y que después bajaría al paseo Hollywood para ver a Sharon Fields.

Dicen que acudirá personalmente al estreno de su última película.

– Ein se acercó un dedo a la sien-.

Ahora que recuerdo. Antes de marcharse, el señor Malone dijo que si alguien venía y preguntaba por él, que dijera que regresaría más tarde.

Casi lo había olvidado.

Supongo que el recado era para usted o cualquier otra persona que preguntara por él.

Si desea ver antes al señor Malone, tal vez le encuentre en el estreno.

Y, además, así tendrá ocasión de ver a Sharon Fields en persona. Menuda preciosidad es esa chica.

– No tengo intención alguna de ver al señor Malone ni antes ni después -dijo Shively-.

En cuanto a Sharon Fields…

– Perdone, señor Shively, me parece que tengo a un cliente sediento al fondo.

Shively asintió, tomó el vaso de tequila y casi ingirió la mitad del zumo de mezcal de un solo trago.

Notó inmediatamente el calor del alcohol y esperó a que éste le bajara por el pecho y por el estómago y se le enroscara por la bragadura.

Le quedó grabado en la cabeza algo que había dicho Ein.

Aquello de ver a Sharon Fields en persona. En persona. En persona y sin nada encima. Santo cielo. Menudo espectáculo.

Inmediatamente se le llenó el cerebro con una imagen en tamaño natural de una Sharon Fields desnuda, la tía más sexual del mundo, a la que había visto anoche en televisión y tantísimas otras veces en miles de revistas y periódicos.

Allí estaba, tendida en su imaginación y sin ni una sola prenda de vestir encima.

Con asombro y placer, Shively la reconoció inmediatamente.

Ella había sido -ella, Sharon Fields, y no Kitty Bishop-la mujer con quien había soñado antes de despertar por la mañana con aquella erección.

Ella había sido quien le había enloquecido por la mañana de la misma manera que su solo recuerdo le estaba volviendo a enloquecer ahora.

Tomó otro trago de tequila y llegó a la conclusión de que ya sabía lo que deseaba hacer aquella noche.

Tomaría un bocado en algún sitio y después se metería en su coche para dirigirse al paseo Hollywood y echarle un vistazo de primera mano a Sharon Fields en persona.

Sí. En persona, para ver si era de verdad, simplemente para vivir una emoción.

Aquel mismo martes, a las seis menos cuarto de la tarde, Howard Yost se encontraba en el salón elegantemente amueblado de una casa de estilo francés del lujoso Brentwood Park, una elegante zona del Oeste de Los Ángeles.

Su mole llenaba totalmente el gran sillón a cuadros escoceses y su actitud era confiada, afable y tranquila -por lo menos eso esperaba él-, porque había acudido a aquella cita con aquellos acaudalados posibles clientes presa de una tensión interior y una ansiedad que no le habían abandonado en todo el día.

Los Livingston, es decir, el correcto matrimonio forrado de dinero sentado frente a él al otro lado de la mesa de café, se mostraban muy favorablemente dispuestos a un amplio programa de cobertura de seguros.

Yost les había sido recomendado por un amigo común, un periodista radiofónico de Nueva York especializado en deportes, que había conocido a Yost hacía veinte años en su apogeo de atleta y que había intimado con el señor Livingston a raíz de un documental sobre fútbol americano, en el que había intervenido por cuenta del señor Livingston, un sereno, apacible y amable caballero de cincuenta y ocho años que se dedicaba, con mucho éxito por cierto a la producción independiente de documentales para televisión.

Yost había sido informado de que el señor Livingston, que tenía cuatro hijos, había estado pensando en la conveniencia de suscribir una elevada póliza al objeto de proteger a su familia del impuesto sobre herencias, que a su muerte, arrebataría a ésta un buen bocado de sus propiedades.

Yost sabía que el señor Livingston estaba pensando suscribir una póliza de vida por valor de 200 mil dólares, más tarde, el propio señor Livingston se lo confirmó en el transcurso de la conversación telefónica previa a la cita.

Yost también se había enterado de que el señor Livingston ya había mantenido conversaciones con otros agentes de seguros que le habían recomendado otros amigos suyos de California.

Yost tenía muy buenas posibilidades Si le vendía la póliza de 200 mil dólares al señor Livingston, la prima correspondiente a diez años ascendería a 137 mil dólares brutos.

Dado que la comisión de Yost ascendía al 55 por ciento de la prima del primer año y al 5 por ciento de cada prima anual por espacio de nueve años -cincuenta y cinco y nueve cincos, así se lo había explicado a Elinor, su Mujer, y ésta le había comprendido inmediatamente y también se había puesto muy nerviosa-, ello significaba que Yost se embolsaría inmediatamente dólares por el simple hecho de suscribir aquella póliza.

Un buen pellizco. Un pellizco muy gordo. Tal vez no significara gran cosa para aquellos fabulosos agentes de la Mesa Redonda del Millón de Dólares cuyos miembros vendían seguros por valor de más de un millón de dólares anuales.

Pero para Howard Yost, que ganaba alrededor de los 18 mil dólares al año (mucho más que la mayoría de sus competidores, que ganaban no más de 10,000 dólares al año), una sola jugada como la de los Livingston podía resultar un gran alivio, ayudarle a saldar las deudas y permitirle respirar más tranquilo, últimamente, con lo que ganaba, se las veía y se las deseaba para hacer frente a la elevación de impuestos, el incremento de los precios de alimentos y artículos de vestir, los gastos de la casa de Encino, las lecciones de ballet de Nancy y las lecciones de tenis de Tim y el coche y las salidas ocasionales con Elinor. Era muy duro.

Le estaba resultando imposible. Simplemente para poder seguir viviendo tenía uno que trabajar, no ocho horas al día, sino con frecuencia diez o doce.

Por consiguiente, Howard Yost se había pasado la semana pensando en cómo se la apañaría para causarles buena impresión a los Livingston.

En los últimos años, hastiado y decepcionado a causa de su incapacidad para mejorar su situación, Yost se había vuelto perezoso, descuidado y hasta chapucero en su trabajo.

Pero con vistas a los Livingston había decidido entrenarse tal como solía hacer en su época de estudiante antes de la celebración de un gran partido.

Se habían estado produciendo, constantemente drásticos cambios en relación con las coberturas, normas, tarifas y proceso de datos en relación con los seguros y Yost empezó a estudiárselo todo.

Examinó su cuaderno de tarifas y contratos. Analizó a su posible cliente y escribió pulcramente a máquina varios programas que pudieran satisfacerle.

Hasta se vistió con especial esmero. Sabía que no estaba en su mano hacer nada con vistas a parecer más delgado teniendo en cuenta lo que ahora pesaba. Pesaba ciento diez kilos y tardaría demasiado en hacer un régimen que le permitiera reducirlos a los noventa kilos que constituían el peso óptimo para el metro ochenta que medía.

No obstante, acudió a un barbero -dieciocho dólares-para que éste le cortara, modelara y peinara de lado el arenoso cabello.

Y se compró también un traje nuevo, una gabardina de lo más moderno y unos zapatos Gucci a juego, adquisiciones todas ellas que constituyeron para él un gran sacrificio.

Y aquí estaba, en la residencia de los Livingston, aparentando sinceridad, tranquilo y rebosante de aplomo y seguridad en sí mismo.

En el transcurso de los primeros minutos se había dedicado a hablar de Los Ángeles, de lo mucho que los Livingston llegarían a querer a la ciudad igual que le había ocurrido a él y a su esposa Elinor y a sus dos chicos.

– Es un paraíso para los jóvenes -había señalado.

Habló largo y tendido acerca de la educación de los hijos, sabiendo que estaba tratando con un cliente muy preocupado por la herencia de los mismos.

Después, sin estar todavía seguro de haber impresionado lo bastante a los Livingston en su calidad de potencial guardián y asesor familiar, decidió pasar a una breve sinopsis autobiográfica, destacando sus meteóricos (si bien ya lejanos) años de fama y respeto popular que había vivido.

Pero antes de que pudiera hacerlo, el señor Livingston se miró el reloj y dijo:

– Estamos citados para cenar, señor Yost. ¿Por qué no vamos directamente al grano? ¿Qué propuestas me tiene preparadas?

Yost perdió moment neamente el aplomo, pero se recuperó enseguida, abrió la cartera y sacó una carpeta gris que contenía tres planes de seguros especialmente elaborados de tal forma que se ajustaran a las exigencias personales del señor Livingston.

Entregándole la carpeta al posible cliente, Yost añadió sin pérdida de tiempo:

– Si examina la primera propuesta, señor Livingston, comprenderá por qué se la recomiendo. Se trata de un contrato de seguro de vida permanente con valor efectivo garantizado.

Verá usted en la primera tabla el aumento del valor efectivo y verá en la última columna que, cada año, este valor efectivo contribuye a satisfacer el importe del seguro sin adición de otras primas.

– Se detuvo.

Lo que venía a continuación era lo más difícil, pero tenía que seguir adelante-. Procure entenderlo, señor Lvingston.

Si suscribiera esta póliza por diez años -una póliza de 200 mil dólares que abarcara diez años-, el valor efectivo de 64 mil dólares que se añadiría reduciría la prima de 17 mil dólares de tal forma, que la protección de su familia por valor de 200 mil dólares no le costaría más que 72 mil dólares.

Desde un punto de vista anual, ello significa que la prima es inicialmente de 13 mil dólares, pero se reduce gradualmente de tal forma que los gastos generales de una póliza de tanta envergadura resultan relativamente exiguos.

El señor Livingston iba asintiendo en ademán, de aprobación mientras él y su esposa examinaban el programa de la carpeta.

Muy animado, Yost estaba a punto de aconsejarle al señor Livingston la conveniencia de poner la póliza a nombre de su esposa en calidad de propietario, de tal forma que, en caso de su desaparición (el eufemismo utilizado por los agentes de seguros para referirse a la muerte), los beneficios del seguro no estuvieran sujetos al impuesto sobre herencias, cuando, antes de que pudiera hacerlo, le distrajo el súbito parloteo de alguien que bajaba por la escalera del vestíbulo y después este mismo alguien irrumpiendo en la estancia.

Era una muchacha preciosa, una morena de rostro anguloso y cuerpo curvilíneo, alegremente vestida y en todo el esplendor de sus veintitantos años.

– Papá… -empezó a decir, pero se detuvo al comprobar que había otra persona-. Ah, perdone, yo…

El señor Livingston levantó la mirada.

– Hola, Gale. -Después se dirigió a Yost y le dijo-: Señor Yost, le presento a nuestra hija mayor, Gale Livingston.

Yost se puso torpemente en pie.

– Encantado de conocerla, señorita Livingston.

– Hola -dijo ella sin hacerle demasiado caso y acercándose al sofá-.

Papá, si no te importa, tengo que hablar contigo de algo muy urgente. En privado.

– Claro que me importa -dijo el señor Livingston-.

Estoy seguro de que no hay nada tan urgente que no pueda esperar quince o veinte minutos.

Ya ves que en estos momentos estoy ocupado con el señor Yost. Cuando terminemos, te escucharé. Ahora espera un poco.

– Muy bien -dijo ella molesta-, esperaré aquí.

– Espera donde quieras pero no nos interrumpas.

El señor Livingston le indicó a Yost que volviera a sentarse y después volvió a dedicar su atención a la carpeta.

Yost se sentó.

Como atraídos por un imán, sus ojos volvieron a posarse en la muchacha, ésta se hallaba de pie a unos tres metros de Yost con los brazos en jarra y mirando enfurecida a sus padres.

Tremendamente mimada, pensó Yost, pero qué figura.

Lucía una blusa de seda casi transparente y desabrochada hasta la mitad. Estaba claro que no llevaba sujetador. Aquellos pechos, apuntándole directamente a través de la blusa.

Vestía una falda de tenis plisada, más corta que una minifalda, iba sin medias y calzaba sandalias.

Yost mantenía los ojos fijos en una señal de nacimiento que tenía en el bronceado muslo.

Ahora empezó a pasearse mientras Yost observó que el busto se le agitaba bajo la blusa.

Se dirigió al otro sillón que había frente a Yost y se hundió arrogantemente en él, levantando y separando las rodillas y las piernas para apoyarlos en el borde de la mesilla de café.

Los raudos ojos de Yost no pudieron evitar lo que podía verse entre aquellas piernas separadas.

Claramente visibles los muslos desnudos y la parte más estrecha de unas bragas tipo bikini, formando una leve prominencia en la entrepierna.

Tenía la boca y la garganta secas y decidió apoyarse las manos sobre los muslos para que nadie pudiera percatarse de lo que le estaba empezando a ocurrir allí abajo.

Hacía mucho tiempo que ninguna muchacha o mujer le excitaba de aquella manera.

Había estado tan agobiado por el trabajo, por las dificultades económicas y los problemas de sus hijos, procurando calmar a Elinor a propósito de sus horarios de trabajo y el abandono en que la tenía y las deudas, que no le había quedado tiempo para pensamientos o sensaciones como aquélla.

A excepción de una vez, una sola vez.

La noche anterior en el bar de la Linterna cuando, en compañía de aquellos mastuerzos, había contemplado a Sharon Fields en la pantalla de televisión.

Pero a esta Gale la tenía sentada justo enfrente. Podía prácticamente extender la mano y tocarla.

Levantó los ojos para comprobar si la muchacha se había percatado de lo que le estaba haciendo, pero ella ni siquiera le miraba.

Seguía mirando enfurecida a sus padres. La expresión de su rostro, aquellos labios fruncidos y aquel nido de entre sus piernas le estaban enloqueciendo de deseo.

Cerró brevemente los ojos y desapareció aquella franja de las bragas, desaparecieron también la blusa y la falda y se vio encima suyo enloquecido.

Santo cielo, hacía tiempo que no alimentaba sueños y placeres de esta clase.

Pero, pensándolo bien, todo se reducía a eso.

Y no a esas idioteces acerca de los seguros, el trabajo y el dinero.

Nos han puesto en el mundo para que nos lo pasemos bien y él lo había olvidado o reprimido y ahora esta muchacha le había inducido a recordar aquello que efectivamente era esencial.

Abriendo los ojos, comprendió con súbita desesperación el profundo abismo que mediaba entre lo que era y lo que hubiera querido ser.

Evitó mirar a Gale para no distraerse.

Procuró evocar a Elinor y hacer inventario. Elinor era lo que tenía y algo era algo. Tampoco estaba mal.

Cuando se casó con Elinor, hacía catorce años, ésta solía excitarle mucho.

Sin embargo, le costaba trabajo recordarla tal como era. Intentó desesperadamente recordar.

Una muchacha alta, de busto menudo y largas y bien torneadas piernas. él, conservando todavía su aureola del fútbol americano y ella adorándole.

Se había enamorado de ella, se había casado con ella en Las Vegas, la había obligado a que dejara su trabajo en la agencia de seguros para poder tenerla constantemente a su disposición, de tal forma que pudiera darle un verdadero hogar y tal vez algunos hijos.

Entre él y Elinor el ardor había durado cinco, seis o siete años. ¿Qué había sucedido después? Probablemente lo que le sucede siempre a la gente que se casa.

Demasiada monotonía, demasiada intimidad, mayor evidencia de las debilidades y defectos y una disminución de la necesidad de querer y agradar como consecuencia de un amor convertido en compañerismo.

Claro que seguía queriéndola. Sin embargo, se dejaba sentir el peso de los años y del desgaste matrimonial.

Ella, cansada de los hijos, de la casa y del presupuesto familiar, él cansado del trabajo, del exceso de trabajo, del exagerado trabajo y de la decepción de no haber alcanzado jamás una auténtica seguridad.

Pero siempre sucede lo mismo -se dijo-, menos en el caso de los propios privilegiados que son ricos y famosos.

Y, tras la monotonía que produce el tiempo y el vivir juntos, aquella Gale que tenía delante se convertiría en otra Elinor y el acto por el que ahora suspiraba se convertiría con los años en una prolongada conversación.

Tras haber solucionado el problema, comprendió que podría volver a mirar a Gale sin excitarse ni experimentar turbación.

Levantó la cabeza y la miró.

Allí estaba, con las piernas separadas y levantadas y atormentándole con la franja de la braga.

El corazón empezó a latirle con fuerza.

Olvida a Elinor, olvida que ésta de aquí se convertiría en una Elinor. Mírala por lo que es y tiene en estos momentos.

La quería, deseaba salir con ella una noche o bien con un razonable facsímil.

Cómo deseaba que llegara de nuevo una convención en el Fairmont de San Francisco, el Fontainebleau de Miami Beach o el Chase-Park Plaza de St. Louis, con todas aquellos extraordinarias prostitutas que suben a tu habitación sólo con que levantes un dedo.

Pero tenía que esperar demasiado y tal vez no fuera necesario. Esta muchacha, esta Gale, estaba claro que debía ser un torbellino.

No era posible que no se diera cuenta de lo que le estaba haciendo a él, que era un perfecto desconocido, insinuándosele de aquella forma, diciéndole algo, pidiéndoselo.

Súbitamente a Yost se le antojó importante corresponderle, hacerle saber que había comprendido el mensaje, hacerle saber quién era él y qué podría darle.

Al diablo los Livingston y aquella sombría idiotez de póliza. A quien deseaba convencer era a Gale.

Tenía que saber que Howard Yost era algo más que un miserable agente de seguros. Era un astro, un personaje famoso, alguien importante, o lo había sido y de ello no hacía "tanto" tiempo. Gale ya había nacido.

Miró a los Livingston, éstos se hallaban absortos todavía examinando la carpeta de programas.

Bueno, fingiría hablar con ellos pero sus palabras irían dirigidas a la hija.

Que ésta se enterara de quién era verdaderamente Howard Yost y entonces ya veríamos su reacción.

Le saldría de maravilla.

– Miren -dijo Yost tranquilamente mirando hacia el espacio que mediaba entre los Livingston y Gale-, ahora mismo estaba pensando en mi época universitaria.

De eso no hace muchos años. Fue en la Universidad de Berkeley, de California. Entonces jamás se me hubiera ocurrido pensar que algún día me dedicaría a la venta de pólizas.

Siempre pensé que llegaría a ser… -Vaciló. ¿Qué le hubiera gustado a Gale que fuera?-… columnista de periódico o comentarista de televisión, tanto si lo creen como si no. Se rió modestamente.

El señor y la señora Livingston le miraron inexpresivamente, asintieron vagamente y reanudaron su lectura.

Yost aún no deseaba comprobar si Gale empezaba a mostrarse atenta, curiosa e interesada.

Y siguió hablando apresuradamente.

– Pero en cambio, quiso la casualidad que la glándula pituitaria me señalara el destino.

Yo era un joven muy fornido. Alto, musculoso y fuerte, y llamaba la atención de todo el mundo. Los compañeros y las chicas me convencieron para que intentara incorporarme al equipo de fútbol americano. Lo conseguí inmediatamente. Y me convertí en "tackle" izquierdo.

Al llegar al segundo año, bueno, es posible que ustedes ya lo hayan leído, pasé a convertirme en co-capitán del equipo Rose Bowl y los periodistas deportivos de toda la nación me eligieron para formar parte del segundo equipo All-American.

Sea como fuera, el caso es que todos los ex alumnos iban tras de mí deseosos de que me incorporara a sus empresas en calidad de socio, y este ejecutivo de la Compañía de Seguros de Vida Everest me…

– ¡Papá! -exclamó Gale incorporándose impaciente ¿Cuánto va a tardar todo eso? Faltan diez minutos para que llame…

– Calla la boca y no vuelvas a interrumpirnos -dijo el señor Livingston severamente-. Tardará lo que a mí me venga en gana que tarde.

En un arrebato de furia, Gale se levantó dispuesta a marcharse. En aquellos momentos Yost comprendió que la muchacha ni siquiera se había percatado de su presencia. Para ella no era más interesante que un herrumbroso y viejo trofeo colocado en la repisa de una chimenea.

– Un momento, señorita Livingston -dijo Yost impulsivamente. Ya no le interesaba permanecer allí ni discutir los pormenores del programa de seguros.

La venta de la póliza no solucionaba nada importante y en modo alguno contribuiría a solucionar la inquietud y la decepción que se albergaba en su interior.

La venta de la póliza era como intentar recomponer un sueño roto con la ayuda de un esparadrapo. Se volvió hacia los Livingston y se señaló ostentosamente el elegante reloj de pulsera de plata.

– No sabía que fuera tan tarde.

¿Por qué no les dejo para que hablen con su hija y se vayan a cenar? El programa que les recomiendo se halla expuesto aquí con todo detalle. Es necesario que dispongan ustedes de tiempo para absorberlo y comentarlo juntos.

– Recogió los papeles, los guardó en la cartera y se levantó-.

¿Le parece bien que le llame mañana a su despacho, señor Livingston? Si tiene usted alguna pregunta o desea que le haga alguna aclaración, gustosamente le contestaré y se lo aclararé todo por teléfono.

O regresaré de nuevo a visitarle. Les agradezco infinito el tiempo que me han dedicado.

Minutos más tarde, tras haber sido acompañado hasta la puerta por un perplejo señor Livingston, Howard Yost se acomodó tras el volante de su Buick y se esforzó por comprender lo que le había ocurrido.

Jamás le había sucedido nada igual. Pero es que antes no tenía cuarenta y un años. Y antes no llevaba catorce años casado. Y antes no había comprendido que jamás alcanzaría el éxito. Y antes tampoco sabía qué es lo que había pasado por su lado y qué es lo que jamás tendría.

Giró la llave de encendido y puso en marcha el vehículo. No le apetecía regresar a casa. Pero es que no tenía dónde ir. Media hora más tarde se encontraba en casa.

El trayecto a través de la autopista y el paseo Ventura hasta llegar a Encino le había tranquilizado un poco y le había devuelto parte de su equilibrio más cierta sensación de culpabilidad. Entró en la casa, dejó la cartera, se quitó la chaqueta, se aflojó el nudo de la corbata y vio a Elinor en el comedor poniendo la mesa para la cena.

– Hola, cariño.

Mira quién ha llegado a casa.

– Ya era hora -dijo ella-.

Será la primera vez.

– ¿Qué quieres decir?

– Venir a cenar a una hora normal, como hacen otras personas.

Su esposa terminó de poner la mesa y se dirigió al salón, él la contempló experimentando una sensación de culpabilidad por lo de Gale, experimentando pesar y una sensación de fracaso por no haber insistido lo bastante ante los Livingston en relación con la póliza y comprendiendo que estaba en deuda con ella por sus defectos.

Extendió los brazos en actitud burlona de romanticismo y esperó a que se le acercara.

– Te echaba de menos -dijo-. He regresado a casa más temprano porque te echaba de menos. Estás preciosa.

Ella se alisó el cabello.

– Estoy hecha un asco y lo sabes muy bien. No me trates como a tus clientes.

Yost dejó caer los brazos y ella se le acercó y le besó abrazándole brevemente para darle a entender que lamentaba haberse mostrado involuntariamente tan áspera.

– ¿Cómo están los chicos? -preguntó él.

– Tim-me está dando algunos quebraderos de cabeza. Quisiera que hablaras con él. Si tú le hablas, te escuchara…

Nancy no ha asistido a clase de ballet. Creo que está resfriada. Bueno, ya que estás aquí, ¿te parece que podremos cenar dentro de quince minutos?

– Antes me gustaría tomarme un trago. ¿Me acompañas?

– No, gracias.

El se encogió de hombros, se encaminó al mueble bar de madera de cerezo, lo abrió, sacó una botella de vermut y otra de ginebra y preguntó:

– ¿Y a ti qué tal te ha ido el día?

– Como siempre. Muy ocupada. No sé ni cómo se me ha pasado. Ordenar la casa por la mañana. He pasado la aspiradora. He vaciado los cajones de la alcoba y los he arreglado. He sacado muchos calcetines viejos y camisas que ya no te pones. Quisiera que les echaras un vistazo y me dijeras cuáles puedo desechar.

Después… vamos a ver… he hecho algunas compras en el mercado. Tu padre ha llamado y me ha tenido hablando por teléfono por lo menos una hora. Me temo que no tendremos más remedio que afrontar la situación, Howard…Se está haciendo viejo.

Ah, sí, también ha llamado Grace. Acaban de pasar cuatro días en Las Vegas. Se lo han pasado estupendamente bien. Ojalá pudiéramos marcharnos de vez en cuando como hacen otras personas.

– Ojalá tuviéramos un poco de dinero para hacer lo que hacen otras personas -dijo él amargamente mientras se terminaba de preparar el martini.

– ¿Qué pretendes decir? ¿Que gasto demasiado?

– No pretendo decirte nada, Elinor. ¿Por qué no me dejas beber en paz y echarle un vistazo al periódico de la mañana?

– Ahora resulta que soy una pesada.

– Yo no he dicho que fueras una pesada. He dicho que me gustaría disponer de un ratito para descansar antes de la cena.

Elinor le miró enfurecida, se mordió la lengua, se volvió y se encaminó hacia la cocina.

Yost abrió el periódico por la página deportiva y, sorbiendo el martini, se hundió en el sillón.

Leyó los resultados de béisbol mientras se terminaba el martini y empezó a sentirse mejor. Llegó a la conclusión de que si un martini le hacía a uno sentirse mejor, dos martinis tal vez le hicieran sentirse bien.

Se levantó, se llenó prácticamente el vaso con ginebra, añadió un chorro de vermut y después se dirigió a la cocina a por una aceituna.

Al verle entrar en la cocina, Elinor miró el vaso y frunció el ceño.

– ¿No irás a tomarte otro, verdad? más parecen tres vasos que dos.

– ¿Y por qué no? -dijo él-. Estamos en un país libre.

– Porque sé el efecto que te produce. Bueno, la cena ya está casi lista.

– Puede esperar.

– No puede esperar. Se va a enfriar todo.

¿Es que no puedes prescindir del segundo vaso por una vez?

– No, maldita sea. Déjame en paz, Elinor, ¿quieres? He tenido un día muy ajetreado.

Esperó a que ella le preguntara cariñosamente a qué se había debido el ajetreo y le demostrara comprensión.

Pero Elinor había vuelto a prestar toda su atención al estofado de buey.

Entonces Yost se dio cuenta de que él no se había mostrado en modo alguno comprensivo con el ajetreado día de su esposa. Estaban empatados.

Regresó al salón decidido a emborracharse. Bebió pausadamente.

Elinor emergió varias veces de la cocina para mirarle con ojos de reproche y preguntarle si ya estaba dispuesto.

No lo estaba y así se lo dijo, pero media hora más tarde, ligeramente anestesiado, empezó a mostrarse amable con Elinor y, al final, se reunió con ella para cenar.

En el transcurso de toda la cena se dedicó a mirarla con simpatía y a asentir sin dejar de comer mientras escuchaba distraído el relato detallado de todos los acontecimientos de su jornada.

El temario, pensó Yost, era espantoso. Un tratado acerca de cómo se hacen las camas. Una historia de intrascendentes llamadas telefónicas. Una diatriba acerca de los precios de los alimentos. Un informe psicológico acerca de los hijos y los problemas de éstos. Una revisión fiscal de las finanzas familiares con especial hincapié en las facturas no pagadas y los acreedores. Una genealogía desfavorablemente equilibrada en relación con los parientes de Yost. Un deseo de escapar, de descansar un poco, de hallar un poco de alivio. Esto último Yost lo comprendía muy bien.

En resumen, experimentó afecto hacia ella y deseó que se le correspondiera con afecto. Ella también era una persona, una persona que le pertenecía, y, bien mirado, a él hubieran podido irle peor las cosas, mucho peor.

Estaba empezando a experimentar los efectos de la borrachera y Elinor volvía a antojársele tan joven y atractiva como antes.

Se acrecentó su sensación de bienestar y se inclinó hacia ella mirándola con una burlona expresión lasciva.

– Oye, encanto, ¿te apetece que nos acostemos temprano y nos hagamos un poco el amor? Ella hizo una mueca y se acercó un dedo a los labios.

– Ssss.

¿Por qué hablas tan alto? ¿Quieres que te oigan los niños?

– Ya saben que no les trajo la cigueña.

¿Qué dices, cariño? -Digo que ya era hora que me demostraras un poco de interés. -Se secó la boca con la servilleta, se levantó y empezó a quitar la mesa-.

Ya veremos.

De repente se sintió abandonado, sereno, de nuevo en casa como siempre.

Empujó la silla hacia atrás y se levantó para buscar un puro.

Lo encontró, lo encendió y se preguntó si sucedería lo mismo en otros lugares y con otras mujeres.

¿Sucedería lo mismo en el caso de la pareja de la Casa Blanca o de la pareja del palacio de Buckingham o del presidente de la Compañía de Seguros de Vida Everest y su esposa en su residencia de Manhattan? ¿Sucedería lo mismo en el caso de aquellos astros cinematográficos que vivían en Holmy Hills o Bel Air? Eso no era posible que le sucediera a uno que fuera alguien con poder y riqueza y toda la libertad y las alternativas del mundo.

Elinor había regresado al comedor y estaba quitando el mantel.

¿Tenemos algo en el programa de esta noche? le preguntó él.

– Si te refieres a si vamos a ver alguien… no, hasta el sábado por la noche.

– ¿Y qué haremos el sábado por la noche?

– Prometimos ir a casa de los Fowler, a jugar un poco al "gin rummy".

– ¿Otra vez?

– ¿Pero qué te ocurre, Howard? Creía que te resultaban simpáticos.

– De vez en cuando, de vez en cuando. ¿Y ahora qué vas a hacer?

– Terminar de arreglar la cocina. Y después quiero que no me estorbes. Tengo que coser un poco.

Y, si no tuviera demasiado sueño, querría terminar de leer aquella novela para devolverla a la biblioteca antes de que expire el plazo.

– ¿Dónde están los niños?

– Pegados al aparato de televisión, ¿dónde si no? A veces pienso que somos demasiado indulgentes porque les permitimos ver estas idioteces una noche sí y otra también.

Debieras ponerte un poco serio a este respecto.

Permitirles mirarla sólo cuando hubieran terminado los deberes y ordenado sus habitaciones como es debido.

Debieras ver el desorden que reina en sus cuartos.

– Muy bien, de acuerdo.

Elinor se dirigió de nuevo a la cocina y él salió al pasillo para decirles hola a su hijo de doce años, Tim, que ya era tan alto como él a esta edad, y a su hija de diez años, Nancy, que se estaba convirtiendo en una niña muy guapa a pesar de las abrazaderas que llevaba en la dentadura.

Entró en la habitación que jamás habían terminado de amueblar y que utilizaban como cuarto de juego para encerrar en él a los niños sobre todo cuando había invitados.

Tim y Nancy se hallaban sentados sobre la alfombra marrón con las piernas cruzadas, mirando atentamente la pantalla del aparato de televisión en color.

– Hola, monstruos -les saludó Yost.

Tim levantó una mano y le saludó sin volverse. Nancy se puso rápidamente de rodillas para besarle.

– ¿Qué estáis mirando? -les preguntó señalando el aparato.

– Una birria de película del Oeste -repuso Tim-.

Estamos esperando lo que vendrá después.

– El estreno -añadió Nancy-.

Va a haber un programa de una hora dedicado al estreno de la gran película de Sharon Fields "La prostituta real" en el Teatro Chino Grauman.

Asistirá Sharon Fields en persona.

– Es muy llamativa -dijo Tim sin apartar los ojos de la pantalla.

– Es la que más me gusta de todas -dijo Nancy.

Yost se sentó en el borde de un desvencijado sillón, fumando el puro y recordando súbitamente el extraño encuentro de la noche anterior en el bar del All-American Bowling Emporium.

Si se atreviera a contárselo a alguien, creerían que estaba loco.

Aquel escritor chiflado, Adam Malone, el sedicente experto en Sharon Fields, con su descabellado plan de llevársela y raptarla en la seguridad de que a ella no le importaría les había sacado a todos de quicio.

Ahora tuvo una incontrolable visión de la joven Gale Livingston sentada frente a él con las piernas levantados y separadas y sus suaves muslos, atormentándole con aquella franja de las bragas.

Su imaginación borró a Gale y la sustituyó por Sharon Fields, la actriz del cuerpo más hermoso y provocador de la tierra, sentada frente a él con las piernas levantadas y separadas y dejando al descubierto lo que había entre ellas.

La noche anterior, aquel tipo raro de Malone con sus fantasías había puesto por unos momentos a Sharon Fields al alcance de su vida.

Santo cielo, la de locos que andaban sueltos por la ciudad.

Pero la imagen de Sharon Fields siguió grabada en sus pensamientos.

– ¿Sería posible que alguna mujer resultara tan hermosa en persona como en la pantalla? Se preguntó cómo sería Fields en persona. ¿Sería posible que resultara tan fabulosa como en las películas o las fotografías para las que posaba? Lo dudaba. Jamás sucedía tal cosa.

Y, sin embargo, no sería tan famosa y venerada si no poseyera algo auténtico.

– ¿A qué hora empieza el estreno? -les preguntó a los niños.

Tim se miró el reloj de astronauta.

– Dentro de diez minutos -repuso.

Yost se puso en pie.

– Que os divirtáis pero que os vayáis después a la cama en seguida.

Se dirigió a la cocina.

Elinor estaba ordenando los platos de espaldas a él.

Yost se le acercó y la besó en la mejilla.

– Cariño, acabo de acordarme.

Tengo que salir una o dos horas.

No tardaré mucho.

– Pero si acabas de llegar.

¿A dónde vas ahora?

– Al despacho. Tengo que ir por unos papeles que he olvidado.

Tengo que prepararle un programa especial a un posible cliente de mañana. Podría ser un buen pellizco.

Elinor se irritó levemente.

– ¿Por qué no puedes ser como los demás hombres? Los hombres saben hacer otras cosas aparte de trabajar. ¿Es que no podemos disponer de un poco de tiempo para nosotros?

– Es un medio de ganarse la vida -repuso él-. Si pudiera lograr que me aceptaran algunos de estos programas, es posible que pudiéramos descansar un poco más.

No lo hago sólo por mí, ¿sabes?

– Lo sé, lo sé. Todo lo haces sólo por nosotros. Bueno, procura no estar fuera toda la noche.

– Voy al despacho y vuelvo en seguida -le prometió él.

Se dirigió al armario para descolgar la chaqueta.

– Si el tráfico de la autopista no fuera muy denso, podría llegar a Hollywood en cosa de veinte minutos.

Estaba seguro de que no llegaría demasiado tarde para poder verla en persona.

Aquel mismo martes, a las seis y media de la tarde, Leo Brunner todavía seguía trabajando el fondo del despacho particular de Frankie Ruffalo, situado encima del conocido "key club" de Ruffalo, El Traje de Cumpleaños del Sunset Strip de Hollywood Oeste.

El Traje de Cumpleaños, que ofrecía a sus socios almuerzos, cenas, cócteles y la diversión constante que procedía de una pequeña orquesta y varias danzarinas desnudas de cintura para arriba o de cintura para abajo, era una de las más lucidas cuentas de Leo Brunner y la preferida de éste sin ningún género de dudas.

Varios días antes de que tuviera lugar su visita mensual destinada a revisar las cuentas del libro mayor de Ruffalo, Brunner ya se solazaba pensando en aquella aburrida tarea.

Para ser un perito mercantil titulado, las operaciones de Leo Brunner eran más bien modestas y sus clientes eran de los de ingresos poco elevados.

En una oficina de dos estancias y una sola secretaria, en el tercer piso de un triste y sombrío edificio comercial de la zona menos elegante de la Avenida Occidental, Brunner llevaba a cabo la mayoría de su trabajo.

En su propio despacho, flanqueado por una máquina de escribir y una calculadora (tan importante para él como uno de sus miembros), Brunnner se encargaba de escribir: preparar y enviar por correo los resúmenes de los informes, las solicitudes de confirmación a los clientes o acreedores de sus clientes y las sugerencias o recomendaciones acerca de la mejora de los procedimientos de contaduría y archivo.

Lo que más le gustaba de su trabajo era salir de su despacho para visitar el despacho de un cliente y examinar los libros de éste en su propio terreno.

Pero ninguna de estas visitas te resultaba tan satisfactoria como la visita mensual que realizaba al atrevido club particular de Frankie Ruffalo.

Varias veces, cuando abandonaba el club y bajaba por la escalera que conducía a la salida posterior, Brunner se había detenido entre bastidores para presenciar brevemente la actuación de las chicas de Ruffalo.

A veces sólo bailaba una muchacha.

Otras veces había toda una hilera.

Las muchachas siempre eran jóvenes, bonitas y extremadamente bien formadas.

Aparecían desnudas de cintura para arriba y empezaban a girar y oscilar al ritmo de la música y, hacia la mitad de su actuación, se quitaban los pantaloncillos o faldas cortas y dejaban al descubierto las nalgas y la parte frontal.

Brunner jamás había tenido ocasión de observarlos de cerca tal como podían hacer los clientes -danzaban desde el escenario a lo largo de una pasarela elevada que se proyectaba directamente hacia el centro del local-, pero incluso desde lejos el espectáculo se le antojaba muy estimulante.

Esta noche, inclinado sobre el segundo escritorio de detrás del despacho particular más lujosamente amueblado de Ruffalo comprobando las cuentas del libro mayor, Leo Brunner que estaba más distraído que de costumbre y que le resultaba muy difícil concentrarse.

A través de la puerta cerrada del despacho le llegaba la música de abajo y el apagado murmullo de las conversaciones y las risas y la diversión y los aplausos.

Le estaba costando Dios y ayuda concentrarse en aquellos debes y haberes cuyos números no hacían más que confundirse y danzar ante sus ojos.

Esta noche, realizar el trabajo le había costado el doble de tiempo, pero, si se concentraba bien, lograría estar listo en veinte minutos.

Sin embargo, le costaba manejar los libros con su habitual eficiencia y, al final, se reclinó contra el respaldo del chirriante sillón giratorio y se preguntó por qué, se preguntó qué debía ocurrirle.

Se alisó los cuatro pelos canosos que le cubrían parcialmente la calva, se quitó las gafas metálicas para descansar un poco la vista y se concentró involuntariamente en sí mismo para examinar sus pensamientos.

Pensaba que aquella lentitud tal vez se debiera a la edad. Tenía cincuenta y dos años, llevaba treinta casado con la misma mujer y no tenía hijos.

Pero no podía ser cosa de la edad o de la falta de forma. Porque Brunner se dedicaba a un trabajo sedentario y siempre había vigilado su peso.

Medía metro setenta y tres y pesaba setenta y cinco kilos, lo cual estaba muy bien.

Llevaba muchos años practicando tres ejercicios matinales para mantenerse en forma.

Comía con regularidad saludables alimentos orgánicos y yogourt.

Dudaba que aquella lentitud se debiera a la edad o a la baja forma.

Había leído que muchos hombres de cincuenta y dos años eran unos grandes amantes muy codiciados por mujeres más jóvenes.

Reflexionando acerca de aquella situación, se le ocurrió una idea y comprendió inmediatamente lo que le estaba sucediendo. La causa de su falta de concentración había sido un sentimiento que acababa de descubrir.

Bueno, en realidad, dos sentimientos, uno de resentimiento y otro de autocompasión. Brunner era un hombre suave, un hombre tímido, un hombre tranquilo exento de envidia y celos. Jamás se había considerado una persona que pudiera mostrarse resentida contra alguien o algo.

Sin embargo, el resentimiento lo tenía en su interior como una especie de úlcera flotante y comprendió que estaba resentido, no contra alguien o algo en especial, sino contra la propia vida, la forma de vida que le había estigmatizado convirtiéndole en un pasivo a largo plazo y no ya en un activo.

La vida le había desdeñado y había pasado de largo, mientras que abajo había hombres de su misma edad e incluso hombres de más de cincuenta y dos años totalmente libres de prejuicios, independientes, con abultadas carteras y whiskys con soda, admirando a preciosas muchachas desnudas y a veces llevándose a estas muchachas a sus mesas y después a sus alcobas, sin que ello les indujera a pensar otra cosa que no fuera eso: que la vida podía resultar divertida para la gente que sabía divertirse y podía permitirse el lujo de pagarlo.

Estaba resentido contra el hecho de que un Hacedor o alguna Fuerza Cósmica hubiera facilitado a la mayoría de las personas los medios y el derecho a disfrutar de los placeres, otorgando en cambio a una minoría de la que él formaba parte unos medios limitados y un derecho limitado a ser acémilas a las que sólo estaba permitido un mínimo de complacencia hedonista.

Todo aquello constituía una terrible iniquidad y, sí, se mostraba resentido a causa de esta injusticia.

Metiéndose la mano en el bolsillo para buscar la bolsa de semillas de soja que siempre llevaba consigo, la abrió, se metió en la boca unas cuantas semillas y siguió reflexionando acerca de su negativo, francamente negativo, estado mental.

El dolor dominante que experimentaba era debido a la autocompasión.

Había cometido un error muy temprano, a los veintidós años, y aún lo estaba pagando.

Hubiera querido echarle la culpa a Thelma pero comprendía que era absurdo culparla a ella. La elección se había debido a él.

Y, sin embargo, él tampoco había tenido la culpa. Había sido víctima de su pasado, de sus padres tan desabridos y de su educación tan severa y, al enamorarse de Thelma en el transcurso de su último año de estudios en la Universidad de Santa Clara y verse correspondido por ésta como jamás nadie le había correspondido, se aferró a esta posibilidad única de poseer a alguien que se preocupara por él.

Su intención había sido la de convertirse en abogado, deseaba serlo, poseía cualidades para el desempeño de esta profesión y había tenido en proyecto dedicarse a ella.

Es más, incluso, le habían aceptado la instancia de admisión a la facultad de Derecho de la Universidad de Denver.

Pero en su lugar se casó con Thelma y, al quedar ésta embarazada, se sintió lógicamente orgulloso de que su esposa dependiera de él y se sintió responsable por ella y por el hijo que había de nacer.

Lo menos que podía ofrecerles a ambos era un sustento.

Desistió de proseguir sus estudios en la facultad de Derecho de Denver, redujo sus aspiraciones y se conformó con un peritaje mercantil, que en cierto modo se le antojaba un respetable primo lejano de la abogacía.

Siguió unos cursos nocturnos y aprobó todas las asignaturas, necesarias, según la legislación californiana, para pasar a las pruebas finales.

Estudió como un loco, se sometió a las mismas en San Diego, las pasó con brillantes calificaciones y se convirtió en todo un perito mercantil titulado.

Entre tanto, su hijo había nacido prematuramente.

Nació muerto y Thelma ya no pudo tener más hijos.

Tras pasarse tres años empleado en una empresa de administración de Beverly Hills -una empresa demasiado grande para poder ofrecer oportunidades de promoción y demasiado poderosa para su miserable personalidad retraída-había decidido empezar a trabajar por su cuenta en su misma casa utilizando a Thelma como secretaria.

más tarde, rebosante de sueños de gloria, había abierto despacho propio, el mismo triste despacho que había conservado durante todos estos años.

No había dado resultado o, por lo menos, no había dado el resultado que esperaba, ahora lo comprendía claramente.

Había personas de su profesión, contables no mejores que él, que habían alcanzado la cima.

Tenían clientes famosos, empresas importantes y espaciosos y elegantes despachos particulares.

A veces hasta se llamaban a sí mismos administradores de empresas y en tal caso ganaban más dinero y eran tratados con más respeto si cabe.

Leo Brunner jamás había conseguido tal cosa. Suponía que ello se debía a que no era lo suficientemente extrovertido, a que no tenía dotes de vendedor y jugador.

No poseía ni esta personalidad ni este sentido.

Estaba destinado a ser no un letrero sino un número, un número muy cercano al cero.

0, mejor dicho, para regodearse más en la autocompasión, se le ocurrió pensar que no estaba destinado a otra cosa más que a ser una calculadora humana, una calculadora que casualmente también andaba y hablaba.

Se había conformado y hasta se había sentido satisfecho de los pequeños y vulgares clientes escasamente románticos.

Llevaba los libros de una carnicería, de una empresa de camiones, de un pequeño fabricante de juguetes, de una cadena de puestos de hamburguesas, de un establecimiento de alimentos orgánicos (en el que, en lugar de recibir una paga completa, estaba autorizado a adquirir comida a precio de mayorista).

La cuenta de Ruffalo, la posibilidad de llevar los libros de El Traje de Cumpleaños, la había conseguido accidentalmente a través de uno de sus clientes que era socio del club.

En el transcurso de un acoso por parte de las patrullas de represión del vicio y los inspectores del departamento de lucha contra la obscenidad, a Ruffalo le hizo falta un contable conservador y discreto que le ordenara rápidamente los libros para el caso de que la policía aprovechara el pretexto del impuesto sobre bienes muebles para cerrarle el local.

Brunner resultó muy adecuado y fue contratado inmediatamente.

Brunner pensaba ahora que las mismas cualidades que en cierto modo le habían impedido abrirse camino en calidad de perito mercantil le hubieran ayudado a alcanzar el éxito como abogado.

El peritaje mercantil era una profesión gris y, si te dedicabas a ella siendo también una personalidad gris, acababas resultando invisible.

En cambio, la abogacía era una profesión más brillante, vistosa y llamativa en la que el hecho de ser incoloro te convertía en más digno de crédito, más honrado y respetado, permitiéndote así alcanzar el éxito.

Si hubiera dado aquel paso y hubiera estudiado Derecho, lo hubiera conseguido. Hoy en día sería rico y afortunado.

Estaría abajo, sentado junto a una de las mesas de primera fila de El Traje de Cumpleaños, bebiendo champán y viviendo la vida hasta el fondo en lugar de verse obligado a permanecer encerrado en un sombrío y anónimo despacho cualquiera.

La culpa había sido suya desde un principio. No se lo reprochaba a nadie.

A pesar de que Parmalee, su vecino y mejor amigo de Cheviot Hills, que se encontraba también en sus mismas condiciones, lo atribuía a otra cosa.

Parmalee era muy dado a comentar, siempre que se le ofrecía la oportunidad de hacerlo, que tanto él como Brunner -ambos habían abandonado los estudios de Derecho para casarse muy jóvenes-habían sido víctimas de los conceptos morales de su tiempo.

Era una época en la que se consideraba que había que casarse con una mujer para poder mantener relaciones sexuales con ésta.

Y Parmalee y Brunner habían echado por la borda sus carreras y su futuro para poder gozar de la sexualidad sin experimentar sentimientos de culpabilidad.

De haber vivido en la época actual, las cosas hubieran sido muy distintas. No hubieran considerado necesario casarse para poder acostarse con sus chicas.

Hubieran podido proseguir los estudios que habían elegido y gozar al mismo tiempo de una sexualidad libre de sentimientos de culpabilidad.

Y aquí estaba Brunner, un contable descarrilado que no se dirigía a ninguna parte.

Y allí estaba Parmalee, pegado desde hacía veinte años a su profesión de agente del Servicio de Impuestos sobre Bienes Muebles sin posibilidad alguna de prosperar.

Todo aquello era muy triste.

Leo Brunner suspiró y volvió a colocarse las gafas sobre el caballete de su puntiaguda nariz, se inclinó hacia adelante sentado en la silla giratoria y se dispuso a reanudar su trabajo y terminarlo cuanto antes.

Acababa de tomar el lápiz cuando se abrió bruscamente la puerta del despacho e irrumpió en la estancia Frankie Ruffalo.

Brunner fue a saludarle, pero Ruffalo ni siquiera había advertido su presencia y se dirigió a toda prisa hacia el gran escritorio de madera de roble.

Ruffalo era un hombre moreno, de pequeña estatura, ojos de abalorio y fino bigote, que, al parecer, se pasaba la vida estrenando atuendos caros, como la chaqueta de ante y los pantalones que lucía en aquellos momentos.

Para ser un hombre de negocios tan próspero era sorprendentemente joven, Brunner calculaba que debía tener treinta y tantos años.

Quitándose la elegante chaqueta sin bolsillos, Ruffalo la arrojó a un sofá y, al hacerlo así, se dio cuenta de que no estaba solo.

– Ah, Sig me ha dicho que estaba aquí.

Pensaba que ya habría terminado y se habría ido.

– He tenido que ordenar muchas cosas, señor Ruffalo.

Podré estar listo dentro de media hora.

– No, no se preocupe.

Quédese donde está y siga trabajando. Yo tengo otras cosas que hacer.

Me ha dejado una de mis mejores chicas. Tengo que hacer unas pruebas para sustituirla inmediatamente.

– Podría irme a otro…

– No, no, quédese donde está. No nos molestará.

Nadie se percatará de su presencia.

Brunner no creía posible que nadie se percatara de su presencia.

– De veras, señor Ruffalo, si va usted a probar a algunas chicas, tal vez prefiere estar solo con…

– He dicho que se quede -le interrumpió Ruffalo en tono impaciente-.

Pero, bueno, ¿es que voy a tener que decírselo por escrito? Perdone pero tenerle aquí en el despacho conmigo es como estar solo.

Y se lo digo como un cumplido. Siga, pues, con su trabajo.

Para Brunner aquello no era en modo alguno un cumplido. Estaba acostumbrado a los ataques cotidianos de la vida contra su dignidad. Hacía tiempo que se había resignado a no ser una persona, a no ser más que un dibujo de papel de pared.

Pero esta noche tenía la sensibilidad a flor de piel y la observación de Ruffalo, le hizo daño.

Procuró concentrarse en las cuentas pero los movimientos y las palabras de Ruffalo le distraían.

Ruffalo había descolgado el teléfono y, al parecer, estaba llamando a los vestuarios de abajo.

– Oye, Sig, ¿cuántas hay? -Escuchó-.

Muy bien, envíame a tres.

Al terminar de hablar por teléfono, Ruffalo, empezó a pasear por la estancia, después se dirigió a la puerta, la abrió y asomó la cabeza.

– Muy bien, chicas, moved los traseros. Por aquí.

Regresó al escritorio y empezó a tamborilear sobre su superficie con los dedos de bien cuidadas uñas.

Sin mover el lápiz, Brunner estaba mirando hacia la puerta.

Las tres entraron rápidamente en el despacho, una tras otra, y todas ellas saludaron cordialmente a Ruffalo coqueteando un poco.

Ruffalo las saludó con un gesto de la mano y le ordenó a la última que cerrara la puerta.

– Muy bien, chicas, no perdamos el tiempo -dijo Ruffalo-.

Poneos allí, delante del sofá.

Las tres mujeres se dirigieron sumisamente al sofá y se quedaron de pie sobre la blanca y peluda alfombra.

Simulando trabajar, Brunner las contempló por el rabillo del ojo.

Todas eran bonitas, tal vez un poco ordinarias por lo que respectaba al atuendo y los modales pero jóvenes y llamativas.

– Ya sabéis por qué estáis aquí -les dijo Ruffalo sin más preámbulos-.

Estoy seguro de que Sig ya os habrá puesto en antecedentes.

Voy a contratar a una de vosotras.

Quiero que ya empiece a actuar en el último espectáculo de esta noche.

¿Habéis entendido? Las jóvenes asintieron al unísono.

– Muy bien, pues. Empecemos por ti -,dijo Ruffalo señalando a la muchacha de la cabellera platino, que tenía más cerca-.

Dime cómo te llamas, de momento el nombre de pila, tu último empleo, el motivo por el que te marchaste o fuiste despedida y lo que mejor sabes bailar para un club como el nuestro. Te escucho.

La rubia platino poseía boca rosada, labios húmedos y aspecto nórdico.

Lucía un jersey color púrpura de cuello cisne, una cortísima falda amarilla, pantimedias y botas de cuero color morado. Tenía una voz estridente.

– Me llamo Gretchen. Trabajaba de modelo en la agencia Grossser. Era modelo de ropa interior. Un fabricante de las prendas que yo presentaba… bueno, a su mujer yo no le era simpática, me parece que estaba celosa y consiguió que me despidieran.

Eso fue hace algunos meses, últimamente no ha habido mucho trabajo en la industria de la confección.

– ¿Lo que mejor sabes bailar? -preguntó Ruffalo.

– Sé menearme y oscilar.

– Bien.

La siguiente.

Los ojos de Brunnner enfocaron a la muchacha de en medio, más baja que las otras y también más llenita…

Tal vez midiera un metro sesenta y dos. Llevaba corto el cabello castaño, poseía unas ventanas de la nariz muy anchas y el busto más exuberante que las demás. Lucía una camiseta suelta y unos pantalones de terciopelo a juego con el color de su cabello.

– Me llamo Vicky.

Actuaba dos veces por noche en el Figón de Al, cerca del aeropuerto. Un sitio de camareras desnudas de cintura para arriba. Clientela acaudalada. Me marché al empezar a salir con un dentista cliente habitual de allí que quería casarse conmigo. Me fui y estuve viéndome con él un año. Después nos peleamos y él me dejó. Estoy dispuesta a volver a empezar. Sé bailar una danza del vientre estupenda.

– Muy bien. ¿Estás en forma?

– Véalo usted mismo señor Ruffalo -repuso Vicky sonriendo.

– Lo haré -le prometió Ruffalo-.

Ahora tú -dijo señalando a la tercera.

Poseía lustroso cabello rojizo que le caía hasta los hombros, un redondo y cremoso rostro de ingenua, hombros y caderas muy anchas pero cintura muy fina y piernas largas.

Vestía un ajustado traje que le llegaba hasta la rodilla, iba sin medias y calzaba sandalias. Hablaba arrastrando las palabras y jugueteaba con su cabellera.

– Puede llamarme Paula.

Soy modelo de fotógrafo. En cueros. Me detuvieron en San Francisco por posesión de droga. Era reincidente y estuve en la sombra algún tiempo. Después pensé que me convendría trasladarme a vivir aquí, He empezado a buscar trabajo para hacer algo distinto.

– ¿Ya no tiene nada que ver con la droga? -preguntó Ruffalo.

– ¿Usted qué piensa? Pues claro que no. Estoy completamente limpia. Jamás he bailado profesionalmente, pero he tomado lecciones. Cosas de tipo interpretativo.

Estilo Isadora Duncan. Pero también sé bailar cosas más animadas. Y entonces mi cuerpo resulta estupendo. De veras que me gustaría actuar aquí.

Ruffalo, que había estado sentado en el borde del escritorio, se levantó súbitamente.

– Todo bien, hasta ahora.

Ahora viene lo más importante. -Señaló con la mano a las tres muchachas-. Vamos a ver lo que tenéis. Quitaos la ropa.

En el rincón más alejado del despacho, Brunner tragó saliva y se apartó del libro mayor hundiéndose en el asiento y mirando furtivamente a las muchachas para comprobar si éstas se habían percatado de su presencia o se sentían cohibidas.

Pero, al parecer, ninguna de ellas se había dado cuenta de que en la estancia hubiera alguien más que Ruffalo y sus competidoras.

Obedecieron la orden y empezaron a desnudarse muy despacio.

Brunner jamás había presenciado nada parecido, tres preciosas mujeres desnudándose al mismo tiempo, haciéndolo sin vacilar y probablemente con sumo gusto.

Los ojos de Brunner iban de una a otra sin saber en cuál detenerse, procurando captar de una sola vez todos los fragmentos de epidermis que iban quedando al descubierto.

Gretchen se quitó despacio y con mucho cuidado el jersey de cuello cisne para no despeinarse el cabello platino. Llevaba un sujetador blanco con relleno que se desabrochó y arrojó sobre el diván.

Tenía los pechos pequeños, altos y cónicos, con unos pezones rosados, diminutos y puntiagudos. Se bajó la cremallera de la falda y se la quitó.

Ahora apoyó alternativamente el peso del cuerpo en cada uno de los pies para quitarse las botas de cuero y las dejó a su lado. Después se quitó también las pantimedias y se irguió.

Poseía un vientre plano, un tórax prominente y una fina mancha de vello que no ocultaba la línea de la vulva.

Vicky, la más menuda, se había quitado la camiseta y, al quitarse la banda transparente que hacía las veces de sujetador, sus pesados pechos se aflojaron ligeramente. Se quitó los zapatos y después emergió con mucha habilidad de los pantalones de terciopelo.

Debajo sólo llevaba unas bragas tipo bikini. Se las quitó también. Se alisó el vello castaño de abajo y después miró sonriente a Ruffalo, esperando.

Ruffalo había estado prestando más atención a Paula, que se había entretenido en desabrocharse lentamente los botones de la espalda y en quitarse muy despacio el vestido.

Debajo no llevaba nada, ni sujetador, ni bragas. Sólo llevaba el vestido.

Desde su rincón Leo Brunner la miró con la boca abierta.

Paula parecía la más desnuda y la más excitante de las tres, con aquellos anchos hombros carnosos, aquellos grandes y redondos pechos y aquellos anchos muslos enmarcando una alargada mancha de vello que le subía hasta la mitad del vientre.

Brunner se percató de que le estaba sucediendo algo que llevaba muchos meses sin sucederle.

Notó que se le estaba produciendo una erección.

Se acercó más al escritorio rezando para que nadie le viera.

Pero entonces volvió a recordar que ni siquiera sabían que estuviera vivo.

Brunner miró a Ruffalo, que se había levantado de su sillón de ejecutivo para acercarse a las muchachas e inspeccionarlas minuciosamente.

Guardó silencio al detenerse frente a Gretchen, le dio a Vicky una ligera palmada en el vientre y después se agachó para palparle una pantorrilla.

– Me parece que te has mantenido en forma -dijo.

– ¿Qué le había dicho? -comentó Vicky.

Ruffalo permaneció de pie frente a Paula examinándola de pies a cabeza con el ceño fruncido.

– Date la vuelta, Paula.

Ella se dio la vuelta para mostrar las nalgas y después volvió a describir un círculo completo.

– Todo el mundo dice que tengo un trasero estupendo -dijo con mucha convicción.

– No está mal -murmuró Ruffalo contrayendo los ojos-.

¿Seguro que ya no tienes nada que ver con las drogas?

– Se lo juro.

No me atrevería a correr el riesgo de que volvieran a pillarme.

– Ya veremos.

Muy bien, chicas.

Paula se queda con el empleo.

Pero vosotras dos seguid en contacto conmigo un par de días. Si no me da resultado o me engaña, os llamaré a una de vosotras. Ya podéis vestiros.

Mientras Gretchen y Vicky se vestían rápidamente, Paula se adelantó.

– Muchas gracias, señor Ruffalo. No se arrepentirá.

– Ya veremos.

Tienes dos horas libres. Pero procura estar aquí a las nueve y media. Empezarás a actuar a las diez. Pero primero habla con Sig, él te indicará lo que debes hacer y te hará ensayar los movimientos.

Te indicará el sueldo y las horas de trabajo que tendrás que hacer esta semana.

– Se dirigió hacia la puerta-.

Gracias, chicas, muchas gracias. Y se fue.

Solo en el despacho con las mujeres, dos de ellas parcialmente vestidas y una completamente desnuda, Brunner se sintió ardoroso y ruborizado.

Procuró simular no hacerles caso, enfrascado en su trabajo, pero advertía que le miraban y en su cerebro giraban en torbellino toda una serie de descabelladas posibilidades.

Miró furtivamente y vio que nadie le miraba, que Gretchen y Vicky ya se habían vestido del todo y se estaban despidiendo de Paula y deseándola buena suerte.

Se fueron y se quedó Paula, completamente desnuda.

A Brunner hasta le costaba trabajo tragar saliva. Procuró no fijarse en ella, no ser atrevido. Podía verla medio danzando y medio paseando por la estancia, canturreando alegremente.

Después la vio detenerse y mirar a su alrededor.

Su mirada cruzó la estancia más allá de Brunner y ni siquiera se detuvo en éste, cruzó más allí como si él fuera un objeto inanimado, como si fuera una calculadora, vamos.

Y su mirada descubrió lo que estaba buscando.

Empezó a cruzar la estancia acercándose cada vez más a Brunner como una torre de carne exquisita con aquellos descarados pechos oscilando levemente.

Brunner contuvo el aliento pero ella pasó por su lado sin hacerle caso y sin pronunciar ni una sola palabra.

Se detuvo ante la máquina de agua fría, tomó un vaso de papel encerado, lo llenó y bebió con evidente placer.

Después arrojó el vaso a una papelera, pasó de nuevo junto a Brunner como si éste no existiera, se acercó al sofá, se calzó las sandalias, recogió el vestido y se lo puso alegremente sin dejar de canturrear. Cinco minutos más tarde abandonó el despacho.

Y Brunner se quedó -¿con qué?-con una diminuta mancha húmeda en la bragueta y la amarga sensación de no existir para ninguna de aquellas personas que poblaban su imaginación y agitaban sus deseos.

Aquellas muchachas, la buena vida, todo aquello era para la gente de verdad, para personas visibles con identidad propia, para los triunfadores, para los que son alguien, él era un absoluto don nadie. Un cero.

Y eso no estaba bien, no estaba ni medio bien, porque dentro tenía muchas cosas ocultas pero latentes que le decían que era una persona, una persona realmente interesante que los de fuera ni siquiera se tomaban la molestia de mirar. Era una persona que se merecía algo, que se merecía cosas mejores. Reanudó tristemente su trabajo.

Tardó casi una hora en poder cerrar los libros. Al terminar comprendió que ya era demasiado tarde para poder cenar en casa. A Thelma le había dicho que no le esperara si no aparecía a las siete y media.

Ahora ya eran las siete y media pasadas. Thelma y su hermana mayor, Mae, que vivía con ellos, ya habrían cenado. Decidió llamar a su esposa, decirle que se comería un bocadillo en un restaurante de alimentación sana que había a dos manzanas de distancia y que volvería en seguida a casa.

Brunner marcó el número de su casa. Y quiso la mala suerte que contestara al teléfono su cuñada Mae. Ello significaba que tendría que soportar las bromas que ésta le repetía cada vez que finalizaba su tarea mensual en El Traje de Cumpleaños.

Su cuñada solía gastarle bromas acerca de aquel trabajo tan duro que muchos hombres le envidiarían, pasándose el día rodeados de mujeres desnudas, y que a eso se le llamara trabajar. Gruñendo para sus adentros, se reclinó en la silla y esperó a que Mae terminara con sus bromas.

Cuando ésta hubo terminado de atacarle sin piedad, Brunner le pidió que se pusiera Thelma al teléfono. Su esposa se puso al aparato.

– ¿Eres tú, Leo? ¿Dónde estás? ¿Pero sabes qué hora es?

– Todavía estoy en el club. Ya termino. ¿Habéis cenado?

– Sabes que sí. Hace una hora por lo menos.

– Entonces me tomaré un bocadillo en un sitio de ahí cerca, a pocas manzanas de distancia de aquí.

– Vigila lo que comas, Leo.

– Lo haré, lo haré. Creo que podré estar en casa dentro de una hora. ¿Te apetece ir al cine esta noche? Me parece que en el Culver City dan una cosa muy buena.

– Gracias por pensar en mí, pero esta noche no me apetece, Leo. Si te doliera como me duele a mí, lo que querrías es acostarte y morir.

Ya estaba acostumbrado a eso.

– ¿Cómo te encuentras? ¿Te ocurre algo?

– Otra vez la artritis. Los hombros y la espalda. Me ha estado matando todo el día. Esta noche ni siquiera me lavaré la cabeza. Me meteré en la cama para descansar un poco. Si te apetece ir al cine, ve tú, Leo. Te doy permiso.

– Ya veremos.

Bueno, no tardaré mucho, Thelma.

– Cuando vuelvas a casa, ya estaré durmiendo, si tengo esa suerte.

– Buenas noches, Thelma.

Colgó el teléfono y se quedó inmóvil en la silla. No tenía apetito. No le apetecía comer nada. Tal vez una película.

Eso era una especie de escapada. Tomó el periódico de la mañana que había sobre el escritorio.

Abriéndolo por la sección de espect culos, empezó a echar un vistazo a los anuncios.

De repente sus ojos se posaron en un gran anuncio rodeado de estrellas: "¡Esta noche extraordinario estreno! ¡Sharon Fields en persona!" Leo Brunner se incorporó en su asiento y contempló, fijamente la fotografía de una Sharon Fields medio desnuda, en una lánguida y sugestiva posición supina.

Su mente retrocedió a la extraordinaria aventura de la noche anterior en la bolera de Santa Mónica.

Al extraño joven que pensaba que podrían llegar a conocer a Sharon Fields e incluso… pero es que aquel joven era un psicópata, sin lugar a dudas.

Leo Brunner contempló de nuevo el anuncio.

Jamás había estado en un estreno con asistencia personal de los intérpretes. Jamás había visto a Sharon Fields en persona.

Si las tres muchachas que habían estado en el despacho habían resultado tan sexualmente provocadoras, Brunner se imaginaba que Sharon Fields resultaría cien veces más excitante.

Se sentía inquieto, sumido en la autocompasión y ligeramente deprimido. Y allí había un extraordinario acontecimiento gratis. Allí estaba la oportunidad de contemplar a la joven más deseable del mundo.

Asistir a tal acontecimiento, gozar de la contemplación de semejante mujer quizá contribuyera a animar su triste vida y a equilibrar un poco un día especialmente desgraciado..Leo Brunner tomó una decisión. La noche era joven. Aún tendría tiempo de ir al cine.

Aquel mismo martes, a las siete y veinte de la tarde, Adam Malone, dirigiendo constantemente los ojos hacia el reloj de la pared, se hallaba arrodillado entre cajas de comida para gatos junto al segundo mostrador del Supermercado Pearless, del paseo Olympic, sabiendo que tendría que darse mucha prisa para llegar a tiempo al estreno.

Dado que sólo se dedicaba a horas a aquel trabajo de chico de almacén -lo había elegido porque de este modo podía dedicar el resto del día a escribir-su horario de trabajo era bastante flexible.

El día anterior le había dicho al encargado que se marcharía a las siete y media en punto y el encargado había accedido a regañadientes.

Ahora Malone vio que sólo disponía de diez minutos para marcar el precio y colocar en su sitio el resto de las latas.

Malone rasgó rápidamente las tapas de las cuatro cajas que quedaban.

Después, consultando la lista de los últimos precios, tomó los sellos de goma correspondientes y empezó a marcar las latas de atún, de menudillos troceados, de subproductos cárnicos, pescado e hígado.

Marcó en ocho minutos todas las latas y la colocó en el estante adecuado. Ahora tenía que darse mucha prisa. Se llevó las cajas vacías y corrió al cuarto de los empleados, situado detrás de la sección de alimentos importados.

Quitándose el manchado delantal, se dirigió al cuarto de baño…Se mojó el cabello y se restregó la cara y las manos, y se peinó cuidadosamente el ondulado cabello castaño oscuro.

Secándose la cara y las manos con la toalla, se examinó frente al espejo. En tales ocasiones, Malone siempre procuraba arreglarse al máximo para el caso de que pudiera llegar a conocer casualmente a Sharon Fields. Deseaba ofrecer su mejor aspecto.

La imagen del espejo le mostró lo que vería Sharon Fields: un abundante cabello, una frente ancha de creador, unos soñadores ojos castaños, una nariz recta y una boca simpática, una mandíbula bien definida, cuya línea estropeaba un poco un grano inesperado, y un cuello recio con una nuez muy visible.

Y parecía más alto que el metro setenta y cinco que medía gracias a que era delgado.

Satisfecho y tirando de sus pantalones azules de punto, Malone descolgó la chaqueta de pana y cruzó rápidamente el establecimiento, las puertas automáticas de cristal y el aparcamiento.

Procuró recordar dónde habría dejado su coche usado extranjero, un MG verde, y entonces lo vio en la tercera fila de vehículos justamente delante suyo.

Mientras se dirigía al coche, se escuchó un claxon seguido de una voz femenina.

– ¡Hola, Adam! Se detuvo para localizar a la que le estaba llamando y descubrió a la muchacha que le saludaba desde la ventanilla de su Volkswagen.

Se volvió y vio que era Plum.

Se trataba de una muchacha sencilla, simpática y amable, cliente habitual del supermercado.

Hablaban con frecuencia cuando ella acudía a efectuar sus compras. Trabajaba de cobradora en un banco de allí cerca.

Debía tener unos treinta años. Vivía sola y Malone sabía que estaba enamorada de él.

Le gustaban sus modales desconfiados y el hecho de que fuera un intelectual. Jamás había conocido a ningún escritor y le fascinaba haber conocido a uno. Varias veces le había insinuado que le gustaría que acudiera a su apartamento para tomar unas copas y cenar, pero él nunca se había dado por enterado.

Sabía con toda certeza que no le costaría el menor trabajo conseguir acostarse con ella, pero jamás había querido llegar hasta las últimas consecuencias.

– Hola, Plum -la saludó acercándose al coche-. ¿Qué hay?

– Si quieres que te diga la verdad, llevo esperándote un cuarto de hora. Un chico de reparto me dijo la hora en que ibas a salir. Te diré de qué se trata. Espero que no pienses que soy demasiado impertinente.

Malone empezó a sentirse incómodo.

– Pues claro que no, Plum.

– Muy bien.

Alguien del banco… bueno, la señora, que dirige nuestra sección del banco, ofrece una fiesta esta noche. Me parece que es el cumpleaños de su amigo o algo así. Ha preparado una cena fría y me ha invitado diciéndome que trajera a alguien. Entonces he pensado en alguien que me resultara simpático y en seguida me he acordado de ti. -Plum le miró esperanzada-. Espero… espero que no tengas ningún otro plan para esta noche.

Malone se preguntó muy turbado cómo podría rehusar sin mostrarse grosero.

Era una buena persona y Malone, que era incapaz de ofender a nadie, no sabía cómo librarse de semejante invitación.

¿Se vería obligado a cambiar sus planes? Plum no significaba absolutamente nada para él. Le era totalmente indiferente. Entre una noche con ella y una noche con Sharon no cabía la menor duda en cuanto a la elección.

– Lo siento mucho, Plum -le dijo-, pero tenía otros planes. Precisamente ahora me iba a la cita. Si me lo hubieras dicho con un poco de antelación, pues… Se encogió de hombros y ella hizo lo propio.

– "C est la guerre" -dijo-. Otra vez será.

– Pues claro que sí -dijo Malone-. Cuídate.

Retrocedió torpemente y después se volvió para alejarse.

Una vez en el MG se miró el reloj. Llegaría muy justo.

Puso en marcha el motor, puso marcha atrás y, recorriendo a toda prisa el paseo Olympic en dirección a la avenida Fairfax, comprendió que no le había contado a Plum ninguna mentira.

Tenía otros planes, una noche completamente ocupada.

Primero, el estreno, claro, y un vistazo más a Sharon Fields, la luz de su vida.

Sólo la había visto dos veces en persona y ambas desde lejos.

Hacía tres años la había visto entrar en el Hotel Century Plaza para asistir a un baile benéfico. A principios del año anterior, mientras ella abandonaba apresuradamente unos estudios de televisión, tras aparecer en un programa en el que habían intervenido varios astros, pudo verla desde la otra acera de la calle, porque la policía había acordonado la zona.

Esta noche esperaba, poder gozar de una contemplación más próxima de aquella que él consideraba la única mujer de la tierra. A excepción suya, las demás mujeres eran como muchachos.

Después tenía que acudir a otra cita.

No olvidaba la promesa que le había hecho a los tres caballeros -Shively, Yost, Brunner-en el reservado del bar de la Linterna del All-American Bowling Emporium.

Les había dicho -recordaba casi al pie de la letra sus palabras-, les había dicho: "Si alguno de ustedes cambiara de opinión, y quisiera averiguar cómo podemos hacerlo efectivamente; estaré aquí mañana, en el mismo sitio y a la misma hora".

Era peligroso incluir en su plan a unos desconocidos, pero siempre había sabido, desde que se le había ocurrido la idea de llevarse a Sharon Fields, que no podría conseguirlo solo.

Le hacía falta un colaborador y, a ser posible, varios.

En una empresa tan complicada como ésa, cuantos más fueran más seguros estarían.

Y, sin embargo, jamás le había hablado a nadie de su plan.

Jamás había confiado en nadie.

Si confiaba en una persona inadecuada y se producía un malentendido, la policía le causaría muchos quebraderos de cabeza.

¿Qué le había inducido, pues, a confiar su atrevido proyecto a tres perfectos desconocidos? Acudieron a su mente dos motivos gemelos.

Uno de ellos era de carácter íntimo y personal.

Estaba harto de soñar solo y de vivir y volver a vivir mentalmente su deseo de Sharon Fields.

Había llegado a un punto en que experimentaba la necesidad de poner en práctica el deseo sabiendo que podría hacerlo.

El motivo externo había sido accidental.

Al ver a Sharon Fields en la pantalla de televisión, tres hombres sentados junto a la barra de un bar habían manifestado espontánea y unánimemente un deseo hacia ella, y dos de ellos habían llegado al extremo de reconocer públicamente que lo darían todo y arriesgarían cualquier cosa a cambio de poseerla.

Aquellos extraños habían expresado con palabras lo mismo que él llevaba guardado celosamente en su cabeza desde hacía tanto tiempo.

Inmediatamente les había considerado hermanos mosqueteros y se había visto a sí mismo como D'Artagnan -todos para uno y uno para todos-. Y todos para Sharon Fields.

Aprovechando la ocasión, se había adelantado, había quebrantado su silencio había revelado a otras personas su más íntimo sueño.

Era comprensible que le hubieran rechazado a la primera.

Se trataba de unos hombres que, al igual que la inmensa mayoría de hombres, no estaban acostumbrados a creer que un sueño imposible pudiera convertirse en una realidad posible por medio de una acción directa.

Por otra parte, si sus deseos de cambiar de vida fueran lo suficientemente intensos, si sus crecientes decepciones estuvieran a punto de estallar, era muy posible que se mostraran dispuestos a reconsiderarlo, a visitarle aquella noche en el bar, apuntarse a la causa y emprender la arriesgada misión codo con codo y junto a él.

En caso contrario, se decía Malone, no habría perdido nada. Seguiría conservando su sueño. Esperaría, observaría y algún día, en algún lugar, encontraría a otro Byron lo suficientemente romántico como para acompañarle en su búsqueda de Sharon Fields. Giró a la avenida Fairfax y corrió velozmente hacia el paseo Hollywood.

Había aparcado en una pequeña travesía a tres manzanas del Teatro Chino de Grauman y, medio caminando y medio saltando, se había dirigido hacia la gran masa de gente.

Los focos lanzaban sus luminosos haces hacia el cielo y Malone siguió avanzando ciegamente como una polilla en dirección a la fuente de aquellas luces.

Llegó a la congestionada zona casi sin resuello.

Había llegado con cinco minutos de retraso, y las limousines conducidas por chóferes y cargadas de astros estaban empezando a vomitar a sus personajes famosos.

A ambos lados de la entrada del local había unas gradas abarrotadas de vociferantes y ruidosos admiradores.

Había también un inmenso gentío en las aceras y los mirones, que formaban cinco o seis filas, eran mantenidos a distancia por medio de cordones de policía.

Malone se encontró situado detrás de un segmento de muchedumbre que no le permitía ver nada, ni las limousines que iban llegando ni las ceremonias que tenían lugar a la entrada del local.

Entonces, recordando una estratagema que le había dado muy buen resultado en otra ocasión, se sacó de la cartera la tarjeta de socio de la Sociedad de Autores de América, la sostuvo en alto por encima de su cabeza y empezó a avanzar entre la inquieta muchedumbre al tiempo que gritaba: -¡Prensa! ¡Déjenme pasar, soy de la prensa! El reflejo condicionado se produjo de inmediato. Al igual que los perros de Pavlov, los plebeyos respondieron, y los espectadores se hicieron respetuosamente a un lado para dejar paso libre al Cuarto Poder.

Fue un trayecto agotador que le llevó, sin embargo, a la primera fila detrás de las cuerdas, un punto bastante ventajoso desde el que podía contemplar a los astros descendiendo de sus limousines.

Los vio avanzar hacia la plaza profusamente iluminada de la entrada del local, en la que dos cámaras de televisión y Sky Hubbard entrevistaban a los célebres personajes antes de que éstos penetraran en el edificio.

Esforzándose por verlo mejor, Malone empujó al hombre que tenía al lado y a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio.

El hombre se irguió y se dirigió a Malone muy enojado.

– No empuje, haga el favor. ¿Quién se ha creído que es?

Malone reconoció inmediatamente el enfurecido mirón.

– !Shively! -exclamó-. Qué sorpresa.

Shively le escudriñó, le recordó y entonces se desvaneció su enfado.

– Conque es usted.

Hola, qué casualidad.

Sobre el trasfondo del ruido, Malone se esforzó por hacerse entender:

– A quien menos me esperaba encontrar es a usted. ¿Cómo es posible?

Shively se inclinó y le murmuró ásperamente al oído: -Estoy aquí por el mismo motivo que usted, muchacho.

Para echarle un vistazo de primera mano al trasero más extraordinario que existe. Me aguijoneó usted la curiosidad.

– Estupendo, no se arrepentirá.

– Malone apartó la mirada preocupado-. ¿Ya ha llegado?

– No, pero está al llegar.

Ambos contemplaron la prolongada serie de alargados y lustrosos automóviles que iban llegando -una limousine Cadillac, un Lincoln Continental, conducido por un chofer-, todos ellos descargando a atractivas mujeres con sus acompañantes vestidos de etiqueta, la flor y nata de la industria cinematográfica.

Una recién llegada, que lucía el pecoso rostro sin maquillar y producto la impresión de acabar de levantarse de la cama, fue objeto de grandes aplausos.

Malone escuchó que la identificaban como a Joan Dever, y recordó vagamente que era una de las exponentes del nuevo estilo natural, famosa por haber tenido hijos fuera del matrimonio.

De repente, entre el acompañamiento de un creciente murmullo de anticipación procedente de las gradas, se acercó al bordillo de la acera un suntuoso Rolls Royce Corniche descapotable de color marrón.

Malone tiró muy excitado del brazo de Shively.

– Ya está aquí. Es su coche.

El conserje del teatro abrió la portezuela trasera del Rolls Royce y descendió del mismo un rechoncho y elegante sujeto con gafas, de cerca de cincuenta años.

Miró parpadeando la masa de rostros y las cegadoras luces.

– Su representante personal -anunció Malone con profundo respeto-. Félix Zigman. Se encarga de todos sus asuntos personales.

Zigman se había inclinado hacia el interior del vehículo para ayudar a alguien, y poco a poco, casi a cámara lenta, emergió primero la mano enjoyada, después el brazo desnudo, el leve pie y la clásica pierna, la larga melena rubia, el célebre y extraordinario perfil, la temblorosa prominencia del famoso busto y, finalmente, la sensual espalda.

Había emergido del todo y ahora permanecía de pie con sus verdes ojos y sus húmedos labios entreabiertos sonriendo para agradecer el clamor y los aplausos que, poco a poco, se fueron, convirtiendo en vítores y gritos, "¡Sharon! ¡Sharon! ¡Sharon!" gritaban tumultuosamente cientos de gargantas.

Regiamente, con una estola de armiño cubriéndole los hombros y el cuerpo envuelto en un ajustado traje de lentejuelas con corte lateral, que despedía destellos a cada movimiento de sus caderas y muslos, Sharon Fields agradeció con una fugacísima sonrisa aquella estruendosa recepción.

Hipnotizado por su presencia -jamás, había estado tan cerca de ella, a sólo nueve metros de distancia, Malone se quedó momentáneamente sin habla.

Estaba allí en toda su dimensión, sin el filtro de una cámara.

Sus relucientes ojos se quedaron clavados en ella, viéndola efectuar uno de sus conocidos gestos teatrales.

Se quitó de los hombros la estola de piel, se la arrojó a Zigman y, sin ningún impedimento, dejó al descubierto el profundo escote del traje, la hendedura del busto, los suaves hombros y la espalda desnuda.

Irguiéndose y sacando el pecho para comprimirlo contra el traje de lentejuelas, se volvió graciosamente hacia una dirección y después hacia otra levantando un brazo para agradecer las constantes ovaciones de sus reverentes admiradores.

Ahora, con expresión de dicha orgásmica dibujada en el rostro, empezó a avanzar lánguidamente desde el bordillo de la acera hacia las cámaras de televisión y la entrada del local.

Era una forma de andar sinuosa y envolvente, sus nalgas ondulaban bajo el ajustado traje, y el flexible movimiento de los perfectos muslos casi transformaba el traje en carne femenina.

– No… no lleva nada debajo, ¿sabe? -dijo Malone jadeando-. Igual que Harlow y Marilyn Monroe.

Pronto se perdió entre una emboscada de fotógrafos que la iluminaron con sus "flashes" como si fuera un árbol de Navidad.

La diosa de la sexualidad fue visible una vez más mientras contestaba a las preguntas que le estaba dirigiendo Sky Hubbard, en una entrevista transmitida a toda la nación.

Después, otro saludo con la mano a los vociferantes admiradores y desapareció en la caverna del Teatro Chino de Grauman.

Shively y Malone se miraron el uno al otro mudos de asombro.

– ¿Qué le ha parecido? -preguntó Malone recuperando el habla.

– Santo cielo -repuso Shively sacudiendo la cabeza-, he visto muchas cosas en mi vida, pero jamás había contemplado una carrocería parecida.

¿Cómo es posible que Dios haya otorgado un busto y un trasero como ésos a una sola chica? -Es perfecta -dijo Malone solemnemente.

– Vamos -dijo Shively-. Por lo que a mí respecta, no necesito ver otra cosa.

– Estoy de acuerdo -dijo Malone.

Al parecer, había otros que también se mostraban de acuerdo, porque buena parte de la muchedumbre empezó a dispersarse.

Shively y Malone se retiraron lentamente entre los espectadores que aún quedaban, ambos sumidos en tus propios pensamientos.

Shively se detuvo en seco, señalando hacia adelante.

– Mire, ¿no son los tipos que estuvieron con nosotros anoche? Malone escudriñó hacia adelante y vio en la acera, frente a un puesto de helados, a Howard Yost y Leo Brunner enfrascados en una conversación.

– Pues, sí, son los mismos. -dijo Malone.

– Menuda sorpresa, más parece una reunión -dijo Shively-. Vamos a ver qué se traen entre manos.

Al cabo de unos momentos, se reunieron los cuatro, y Brunner y Yost explicaron tímidamente que aquella noche no tenían nada que hacer y habían acudido allí para ver cómo era un estreno.

– Tonterías -dijo Shively alegremente-.

¿Para qué engañarnos? A ninguno de nosotros le importa un comino ver un estreno.

Todos hemos venido para ver con nuestros propios ojos si es lo que todo el mundo dice: la mujer más preciosa de la tierra.

Yost soltó una estruendosa carcajada.

– Ya veo que no hay quien le tome a usted el pelo, Shively.

Reconozco que he querido cerciorarme de si era verdad. Y vaya si lo es.

– Puede estar bien seguro -dijo Shively-.

Lo único que he pensado, cuando la he visto quitarse las pieles y echar a andar, es qué tal sería darme un revolcón con ella.

Lo único que puedo decir, señores, es lo que ya dije anoche en el bar. Sólo que ahora rectifico.

Daría todo lo que tengo o pueda llegar a tener, por una sola noche -fíjense bien-, una sola noche, con esta tía tan fabulosa.

– Lo mismo digo terció Yost.

Brunner sonrió levemente moviendo la cabeza.

Shively apuntó con el dedo a Malone, dirigiéndose a los demás.

– No nos engañemos.

Debemos nuestra presencia aquí a nuestro amigo Malone y a nadie más.

Nos ha vuelto locos con Sharon Fields. Nos ha entusiasmado con la posibilidad de echarle las manos encima y de tenerla para nosotros.

– Estudió a Malone-.

¿Sigue usted pensando lo mismo, muchacho?

– ¿Lo mismo?

– ¿Que podríamos llegar a conocer a esta Sharon Fields en persona?

– Pues claro -repuso Malone-, no se ha producido ningún cambio. Jamás lo he dudado ni por un momento. Anoche se lo dije y lo repetiré. Si quieren conocerla, pueden hacerlo -todos podemos hacerlo-colaborando y siguiendo mi plan.

– ¿Qué podemos perder? -preguntó Shively y mirando a los demás y encogiéndose de hombros-.

Hace veinticuatro horas que me vuelvo loco pensando en esta Sharon Fields.

Quiero saber si he perdido el tiempo por nada.

¿Probamos a averiguar si aquí nuestro amigo Malone nos está tomando el pelo o bien habla en serio?

– Esta noche me presto a cualquier cosa para divertirme un poco -repuso Yost-. ¿Qué dice usted, Brunner?

– Dispongo de unas cuantas horas de libertad.

– Estupendo -dijo Shively rodeando los hombros de Malone con el brazo-. Muy bien, gran cerebro, vamos a conocernos los cuatro un poco mejor.

Y tal vez hablemos también un poco de lo que bulle en su cabeza.

¿Conocen algún sitio de aquí cerca donde podamos tomar un trago y charlar sin que nos molesten? Se apretujaron en el espacioso Buick de Yost dado que se sentían temerarios y rumbosos, decidieron trasladarse al bar del Hollywood Brown Derby de la calle Vine.

Mientras que el restaurante de al lado aparecía lleno de gente y ruido, el bar Derby estaba relativamente tranquilo y escasamente ocupado.

Les costó muy poco esfuerzo encontrar un cómodo reservado que les aislara del puñado de clientes que había.

Una vez hubieron pedido los tragos y éstos fueron servidos, se produjo un embarazoso silencio, como si ninguno de los tres hombres que Adam Malone había reunido se mostrara todavía dispuesto a dar crédito al improbable sueño de éste.

Al final, contemplando aquel lujoso y caro lugar de reunión de los personajes célebres, Kyle Shively inició una conversación que pronto se centró en lo que Malone comprendió que constituía el tema preferido del mecánico.

– La primera vez que vengo a un sitio tan elegante -reconoció Shively-. Ahora ya sé lo que me pierdo.

¿Han visto lo que cobran por una miserable bebida sin alcohol? Hay que ser Onassis o Rockefeller para venir a un sitio así.

El que diga que en esta llamada democracia no hay sistema de castas es un idiota.

Y entonces empezó a referir la injusticia de que había sido objeto por parte de la señora Bishop, que le había humillado, le había dicho sin rodeos que no era suficiente para ella, siendo así que él hubiera podido ofrecerle mucho más que su marido o cualquiera de sus adinerados amigos.

– Lo único que no podía ofrecerle era una buena cuenta bancaria -dijo Shively-.

Sí, de nada te sirve un miembro largo cuando tienes una cuenta corriente muy corta.

Esta discriminación me pone furioso. Y, tal como yo digo siempre, no hay forma de cerrar la brecha y ser iguales, porque los ricos cada vez son más ricos.

– Así es, efectivamente, señor Shively -dijo Leo Brunner.

Se quitó solemnemente las gafas y las empezó a limpiar con el extremo de su servilleta mientras proseguía-: Uno de estos últimos años hubo en este país cinco personas con unos ingresos de más de cinco millones de dólares que no pagaron ni tan sólo cinco centavos en concepto de impuestos sobre la renta.

En este mismo período hubo un magnate del petróleo con unos ingresos de veintiséis millones de dólares en doce meses que consiguió legalmente no pagar el impuesto sobre la renta.

En un solo año, la industria Acero de los Estados Unidos obtuvo unos beneficios de ciento cincuenta y cuatro millones de dólares, y no pagó en concepto de impuestos ni un maldito centavo.

Gracias a unas estratagemas legales, los individuos acaudalados o las grandes empresas consiguen librar de los impuestos a cincuenta y siete mil quinientos millones de dólares anuales y, para compensarlo, cada familia de los Estados Unidos se ve obligada a pagar aproximadamente mil dólares al año.

Y téngase en cuenta que ello sucede en un país en el que cuatro de cada diez personas viven en la pobreza y las privaciones.

Soy todo lo contrario de un radical, señores. Podría decir que soy más bien conservador en muchas cosas, incluida la política fiscal. Me adhiero sin reservas al sistema de la libre empresa, pero nuestra estructura tributaria es tremendamente injusta.

Tras pronunciar su monólogo, Brunner se deshinchó como un globo de gas que hubiera perdido todo el helio.

Se hundió en su asiento como si se hubiera vaciado y encogido.

– Exactamente, amigo mío -dijo Shively, satisfecho de que un experto hubiera corroborado sus puntos de vista-. Es justamente lo que yo digo siempre.

– Bueno, nadie lo niega -dijo Yost acariciándose pensativo la mofletuda mejilla-.

Aunque siempre he creído que todos tenemos la oportunidad de abrirnos camino, si lo intentamos con denuedo. Sé de muchos ricachones que no nacieron ricos.

No sé, yo no nací rico y, sin embargo, estuve a punto de conseguirlo. Cuando me seleccionaron para el segundo equipo de fútbol americano All-American, en mi último año de estudios en la Universidad de California, se me abrieron toda clase de puertas.

Para algunas personas de allí, yo era alguien.

– Entonces, ¿por qué no es alguien ahora? -le preguntó Shively-. ¿Qué le ocurrió en el transcurso de su carrera hacia el banco?

– No lo sé, de veras que no lo sé -repuso Yost sinceramente perplejo-.

Me parece que hay que descargar el golpe cuando el hierro está candente y yo no debí golpear con la suficiente rapidez o la suficiente fuerza. Porque después el tiempo pasa y la gente se olvida de quién fuiste y de lo que hiciste.

Después aparecen nuevas promesas con renombre más reciente y a ti te olvidan como si fueras agua pasada. Algunos de los jóvenes casados a los que visito en calidad de presuntos clientes ni siquiera han oído hablar de mí.

Es decepcionante, es lo único que se me ocurre decir. Podría contarles algo que me ha sucedido hace escasas horas. Creo que no debiera referirlo, porque es un poco embarazoso y les pareceré un estúpido.

Adam Malone, que había estado tomando sorbos de vino y escuchando, rompió el silencio por primera vez.

– Puede usted confiar en nosotros, señor Yost -dijo amablemente-.

Creo que hemos llegado al acuerdo tácito de mantener en la más estricta reserva, cualquier cosa que podamos revelarnos los unos a los otros.

– Sí -dijo Shively.

Vacilando, con los ojos fijos en el vaso de whisky, Howard Yost se libró de su fingida extroversión, de su falsa fachada, y casi se mostró sincero al referir su visita a la residencia de los Livingston, donde se había sentido atraído y había sido ignorado por Gale, la hija de éstos, no habiendo hallado después en su propio hogar ningún consuelo para sus sentimientos heridos.

– Es lo que yo había estado intentando explicar -dijo Shively.

– Que conste que no menosprecio a mi esposa -se apresuró a añadir Yost-. Ella no tiene la culpa de mis fracasos. Bastante tiene que bregar con sus problemas.

Lo que sucede es que llega un momento en la vida en que te encuentras como acorralado en un rincón y no puedes volverte hacia ningún lado ni salir de la olla a presión.

Malone asintió en ademán comprensivo y dijo suavemente: -La mayoría de los hombres conducen unas vidas de serena desesperación. La frase no es mía. Pertenece a Thoreau.

Brunner pareció emerger una vez más, más allá de la silla.

– Sí, la observación de Thoreau fue muy perspicaz. Supongo, bueno, creo que en cierto sentido podría aplicarse a cada uno de nosotros.

Usted se ha referido a su matrimonio, señor Yost.

Probablemente soy el de más edad de los cuatro cumpliré cincuenta y tres y me imagino que soy el que más tiempo lleva casado.

Treinta años con la misma mujer, por si les interesa saberlo.

Ha sido un matrimonio satisfactorio por muchos conceptos.

Cuando veo las compañeras de otros hombres, pienso con frecuencia que debiera mostrarme satisfecho de mi suerte. Y, sin embargo, me pregunto a menudo si el hombre estará hecho para la monogamia.

Toda la emoción del descubrimiento de los primeros años de matrimonio tiende a desvanecerse con el paso del tiempo. Los compañeros llegan a conocerse demasiado. La pasión se esfuma. La relación pasa a convertirse en algo parecido a unas relaciones entre hermano y hermana.

Y si a ello se añade la monotonía y aburrimiento de la propia actividad laboral con escasos perspectivas de mejora, resulta que el hombre cada vez se desmoraliza y decepciona más. Le quedan muy pocas alternativas. No tiene oportunidad de cambiar o variar. Pierde la esperanza y eso no me parece justo.

Pareció como si Shively no le entendiera demasiado.

– Mire, Leo, una cosa puedo decirle: jamás he estado casado y no sé muy bien qué tal resultado da eso.

Pero no veo por qué no puede usted aprovechar de vez en cuando algún que otro trasero aparte. Para variar, para animar un poco la cosa. Lo hacen la mayoría de los hombres casados que conozco.

– No es fácil para todo el mundo, Kyle -dijo Brunner encogiéndose de hombros. Todos no resultamos igualmente simpáticos o atractivos para las mujeres.

A míme costaría mucho engañar. Tal vez mi inhibición se deba a un sentimiento de culpabilidad.

– ¿Quiere usted decir que no ha engañado ni una sola vez a su señora? -le preguntó Shively.

Brunner tomó la servilleta de papel y vaciló sin atreverse a contestar. Al final, apartó a un lado la arrugada servilleta y decidió hablar.

– Bueno, hablando en confianza, le he sido infiel a Thelma dos veces, dos veces en el transcurso de nuestro matrimonio.

La primera vez… bueno, yo no tuve la culpa. Fue una especie de accidente. Sucedió hace unos diez años. Yo tenía una bonita secretaria y ambos solíamos quedarnos a trabajar hasta tarde.

Era la época de recaudación de impuestos, cuando suele acumularse más trabajo. Un día terminamos pasada la medianoche y ella me dijo: "Bueno, ya estamos a mañana y es mi cumpleaños. He traído una botella. Espero que quiera celebrarlo conmigo".

Por consiguiente, para animarnos un poco y para celebrarlo, empezamos a beber. Me temo que nos embriagamos. Lo único que recuerdo es que estábamos en el sofá y ella se había levantado el vestido y yo se lo estaba haciendo.

Fue increíble. No sucedió más que una vez. Ella me dejó al poco tiempo para irse a trabajar a un sitio donde le pagaban mejor.

– Brunner vaciló mirando a los demás y se ruborizó-. Supongo… supongo que no les parecerá gran cosa.

La segunda vez -bueno, les confesaré que fue el año pasado-acerté a leer un ejemplar de estas escandalosas publicaciones clandestinas. ¿Las conocen ustedes?

– Las leo todas las semanas -repuso Malone.

– Bueno, para mí constituyó una novedad. Aquellos anuncios. Salones de masaje y qué sé yo.

Bueno, había un anuncio de un sitio de la avenida Melrose en el que se decía que si eras aficionado a la fotografía podrías fotografiar desnuda a cualquiera de las bonitas muchachas que allí había. Y resulta que soy aficionado a sacar fotografías Polaroid.

Por consiguiente, una noche en que Thelma estaba ausente de la ciudad por haberse ido a visitar a un pariente achacoso, tomé la máquina y me dirigí al lugar del anuncio. Pagué y me enviaron a una estancia en la que había una hermosa modelo. No tendría más allá de veinte años. Fue al grano en seguida.

Se quitó el vestido -el vestido y las bragas-y se tendió en la mullida alfombra y me dijo que le comunicara cómo quería que posara.

Yo estaba fuera de mí. Estaba tan excitado que ni siquiera podía preparar la máquina.

Ella comprendió lo que me estaba sucediendo y se mostró muy amable.

Me dijo algo así como: "Ven aquí y tiéndete a mi lado. ¿Verdad que no has venido a sacar fotografías?" Hice lo que ella me había aconsejado y después me bajó la cremallera de la bragueta, se me subió encima y lo hicimos.

Fue una experiencia memorable. Aun a riesgo de parecerles ingenuo les diré que jamás lo había hecho de esta forma.

Quiero decir, invirtiendo la posición. Resultó de lo más estimulante.

– Si tanto le gustó -dijo Malone-, ¿por qué no lo repitió?

– No lo sé. Supongo que me avergoncé, un hombre de mi edad y encima casado. No me pareció correcto.

Shively se terminó su bebida.

– Bueno, Leo, no acabo de entenderlo, no me gusta nada eso de privarse de las cosas.

¿Para qué lo guarda? ¿Acaso no siente usted deseos de salir a divertirse un poco?

Brunner asintió enérgicamente con la cabeza. -Desde luego que siento el deseo de entregarme a tales placeres. Supongo que me lo impiden distintos factores.

Una cosa es desear y otra muy distinta poner en práctica los deseos. Supongo que me educaron de otra manera y en otra época en la que la sexualidad se consideraba vergonzosa, y en la que le ensalzaba la castidad o más bien la fidelidad de los hombres.

A este respecto, soy una víctima de mi pasado. Al igual que les sucede a muchos hombres de mi edad. Somos unos tullidos mentales. Además, siempre temo que una mujer más joven no me quisiera o incluso que se burlara de mí. Pero deseos, sí, Kyle, siento deseos.

– Creo que para mí es más fácil -dijo Yost-.

Por el ambiente en que me muevo. Me dedico constantemente a visitar a posibles clientes. Entre ellos figuran muchas divorciadas o viudas jóvenes. De vez en cuando me apunto un tanto. Y me invitan a mezclar el trabajo con el placer. No está mal.

– Se echó a reír-. Ha habido cosas inolvidables. Pero les diré en confianza que a veces resulta excesivamente complicado. A veces quieren verte con regularidad y eso no es fácil siendo padre de familia. Francamente, si he de serles sincero, lo prefiero más claro. Nada de jaleos emocionales. Pagas, lo consigues y te largas.

– ¿Se refiere usted a las prostitutas y rameras? -preguntó Malone.

– Pues, claro, amigo mío. En este sentido me considero afortunado.

Por lo menos una o dos veces al año asisto a una convención de seguros. Estatal y nacional. El año pasado organizamos la convención en el Fontainebleau de Miami Beach.

El sitio estaba lleno a rebosar de posibilidades. Había una prostituta en particular, una elegante belleza cubana de unos veintinueve o treinta años que conocí en el Bar del Caniche. A cien la noche.

Pero son noches que hacen que la vida merezca la pena vivirse. Es vivir como viven los privilegiados.

– Cada loco con su tema, Howie -dijo Shively esbozando una mueca-.

No quiero despreciar lo que hagan los demás para conseguirlo. Pero, por lo que a mí respecta, soy contrario a pagar a cambio.

¿Por qué pagar habiendo tanto material que lo está suplicando? ¿Qué dice usted a eso, Malone? Para ser nuestro presidente, no es usted muy comunicativo que digamos. ¿Les interesan los escritores a las mujeres?

– Ya lo creo -repuso Malone-. A las mujeres les intrigan todos los creadores. Cuando me apetece, no me cuesta mucho trabajo encontrar a alguien disponible. En realidad.

– ¿Qué ha escrito usted? -le interrumpió Yost-. ¿He leído algo suyo?

– No es probable -repuso Malone tímidamente-. No me han publicado nada importante, ni libros ni historias cortas en publicaciones de amplia difusión.

Hasta ahora mis trabajos sólo han aparecido en publicaciones de reducida tirada, en revistas literarias trimestrales. Te pagan con el prestigio pero del prestigio no se come. Por ello me veo obligado a desempeñar otros trabajos secundarios hasta que alcance el éxito algún día.

– ¿Qué clase de trabajos secundarios? -preguntó Brunner.

– No soy muy exigente.

Me basta cualquier trabajo que me permita ganar un poco de dinero y me deje el tiempo suficiente para escribir.

Empecé trabajando de sustituto de maestro de escuela primaria. Pero era una cosa muy limitada y escasamente satisfactoria. Me pasé un año de dependiente, vendiendo zapatos de señora en unos almacenes. Pero me cansé de mirar por debajo de las faldas de las mujeres.

– Usted debe ser un afeminado, hombre -dijo Shively.

– No, soy completamente normal -dijo Malone sonriendo-.

En cualquier caso, este último año me lo he pasado trabajando a horas en un supermercado del Olympic. Es un trabajo que no requiere esfuerzo ni concentración. Y me permite disponer de tiempo para ir pensando en mis relatos mientras me gano la vida.

Y, a propósito, eso de trabajar en un supermercado es un buen sistema para conocer a muchísimas chicas solteras del barrio. Están muy dispuestas a actuar tal como dice Kyle Shively.

Con eso del "women's Lib" y todo lo demás se muestran tan agresivas como los hombres. Vienen y te dicen: "¿Qué te parecería, amigo?" Así por las buenas.

– Muy bien, ¿qué te parecería, amigo? -repitió Shively.

– ¿Qué significa eso?

– Significa lo que dice que significa. Significa que por qué no vamos al asunto por el que hemos acordado reunirnos esta noche.

Mire, muchacho, hablar de pasadas conquistas es perder el tiempo. Lo pasado, pasado.

Hace tiempo que averigé que acostarse con las mujeres tres o cuatro veces por semana no es gran cosa.

Hace tiempo que aprendí la principal lección. Las mujeres lo desean tanto como los hombres.

Si no eres remilgado -y yo no lo soy-, qué demonios, si se mueve y es pasable yo me apunto.

En este caso todas valen. Pero esta noche no he venido aquí para eso.

¿Sabe por qué he venido?

– Tengo una vaga idea -repuso Malone muy tranquilo.

– No para hablar de las buscadoras y de las mujeres fáciles. De estas mujeres hambrientas de sexualidad que pasan cada día por la estación de servicio -una secretaria, una camarera, una dependienta-, de esas mujeres del montón.

He venido aquí para hablar, no de lo que tengo, sino de aquello de que carezco porque no soy lo que la gente llama un ricachón, ¿comprende usted? Estoy hablando del material de primera clase que tendría que resultar adecuado para Kyle Shively. Estoy hablando de cosas extraordinarias.

– Se detuvo para conferir más fuerza a sus palabras-. Como Sharon Fields quizá. ¿Le parece bien?

– Me parece bien -repuso Malone.

– La he visto esta noche en el estreno. El miembro se me ha alargado un kilómetro. A eso quiero ir a parar. De eso quiero tratar.

Me ha oído decir que me cortaría el brazo izquierdo, el brazo de en medio o cualquier otra cosa a cambio de un material como ése. Quiero metérselo a alguien como Sharon Fields.

Ahora bien, usted es el gran cerebro que dijo que eso sería muy fácil. Anoche casi me convenció. Pero después lo echó usted todo a rodar.

Sin embargo, he pensado en ello, ¿comprende? Y estoy muy dispuesto a dejarme convencer. Sólo que no quiero que me tome el pelo.

– No tengo ningún motivo para tomarle el pelo, Shively.

– Entonces contésteme a una cosa y sabré si se ha estado o no burlando de nosotros.

Admito que sea un entusiasta de esa tía y que sepa muchas cosas acerca de ella. Admito incluso la posibilidad de que haya usted elaborado un plan que pueda dar resultado. Hasta ahora, muy bien. Pero dígame una cosa.

Si lo tiene preparado desde hace tanto tiempo, ¿cómo es posible que jamás lo haya utilizado ni puesto en práctica? ¿Cómo es posible que todavía no haya conseguido conocer a Sharon Fields? Todos esperaban ahora la respuesta de Adam Malone.

Este empezó a hablar lentamente, midiendo las palabras.

– Al principio había elaborado un plan menos atrevido, con el que pensaba que podría apañármelas.

Sí, intenté llegar a conocerla poniendo en práctica el primer plan. Y lo hice de la siguiente forma.

Soy escritor. Hay muchos escritores que escriben artículos acerca de Sharon Fields.

Para ello no tienen más remedio que conocerla al objeto de poder entrevistarla.

Por consiguiente, a pesar de que las revistas cinematográficas no son las publicaciones en las que me interesa colaborar, pensé que valdría la pena rebajarme a cambio de la oportunidad de ver a Sharon Fields.

Me saqué de la manga varios reportajes acerca de ella desde puntos de vista distintos y me dirigí a la Aurora Films para conocerla. No pude pasar del departamento de publicidad.

Al parecer, yo no les era suficientemente conocido, mis credenciales no bastaban para que pudieran autorizarme a someterla a una entrevista.

Además, dijeron que ahora era tan famosa que todo el mundo le pedía entrevistas y ella estaba demasiado ocupada para ello. Me entregaron por tanto toda clase de publicidad en conserva y fotografías y me despidieron afirmando que ellos me proporcionaría material suficiente sobre el que trabajar.

Entonces empecé a pensar. Puesto que me constaba que sabía de ella muchas cosas y que la conocía muy bien, mejor incluso que a muchas muchachas con quienes he salido con regularidad y me he acostado, comprendí que una vez hubiera hallado el medio de conocerla personalmente, conseguiría mi propósito.

Y ella querría amarme tal como yo he querido siempre amarla a ella.

Entonces empecé a elaborar el segundo plan, más arriesgado, que es precisamente el actual.

Observó que Shively se mostraba algo más persuadido pero no del todo satisfecho.

– Muy bien, ¿cómo es posible que jamás haya intentado poner en práctica lo que nos ha dicho que podríamos hacer, es decir, llevársela para poder convencerla y lograr mantener relaciones sexuales con ella?

– Porque es una empresa muy complicada que no puede emprender una sola persona. Por ser quien es resulta mucho menos accesible que la mayoría de las mujeres.

Existen también otras complicaciones, pero no hay ni un solo obstáculo que no haya previsto y solucionado sobre el papel.

Hacen falta varias personas, varias habilidades, una organización de hombres como nosotros. -Se detuvo-.

Puesto que esta noche hemos decidido ser sinceros, les diré que la puesta en práctica de mi plan me la ha impedido también otra razón no distinta a la aducida por Leo Brunner al hablar de las mujeres.

Soy muy hábil en la creación y forja de planes e ideas. Fundamentalmente no soy un hombre de acción. Por consiguiente, siempre procuro buscar a otros que me ayuden a poner en práctica mis ideas.

Shively no apartaba los ojos de Malone.

– Tal vez en Yost, e incluso en Brunner y en mí, haya usted encontrado lo que siempre ha andado buscando.

– Es todo lo que espero.

– Muy bien, basta de tonterías, muchacho. A partir de ahora quiero ser práctico, ¿comprende? Nada de juegos.

Ya me imagino echándole las manos encima. Eso sí me lo imagino. Pero de lo que quiero estar seguro es de lo que seguirá.

Supongamos que nosotros cuatro consiguiéramos echarle las manos encima.

¿Qué prueba absoluta tiene usted de que podríamos hacerlo con ella, de que ella no opondría resistencia y se nos entregaría? Contésteme a eso y ficharé por su equipo.

– Puedo contestarle a su entera satisfacción -repuso Malone-. Poseo pruebas absolutamente documentadas según las cuales, una vez la hubiéramos conocido personalmente, ella se mostraría dispuesta a colaborar.

– Sí, tan fácil como coser y cantar.

– ¿Prueba?

– Prueba.

– Se lo demostraré, se lo demostraré todo -dijo Malone con firmeza-. Aquí no. Tendrá que ser en mi apartamento.

Cuando lo vea, se disiparán sus dudas. Estoy seguro de que se mostrará dispuesto a seguir adelante. ¿Quiere venir a mi apartamento mañana por la noche después de cenar? Digamos a eso de las ocho.

Shively apoyó las palmas de la mano sobre la mesa.

– Por lo que a mí respecta, trato hecho.

– Miró a los otros dos-.

¿Quieren ustedes venir sí o no?

– Pues claro que sí -repuso Yost frunciendo el ceño-. ¿Quién no quisiera tratándose de este asunto? Estaré allí. Sólo para saber qué se propone Malone, si me convence usted de que será factible, le seguiré hasta el final.

Ahora estaba esperando que hablara Brunner. Los ojos de éste parpadeaban sin cesar detrás de las gafas. Al final decidió hablar.

– No… no lo sé.

Puesto que ya he llegado hasta aquí, ¿por qué no seguir?

– Unanimidad -dijo Shively esbozando una ancha sonrisa-. Así me gustan las cosas.

– A mí también -dijo Malone satisfecho-. Será nuestro lema. Todos para uno y uno para todos.

– Sí, no está mal -dijo Shively-.

Muy bien, Malone, díganos dónde vive. Iremos sin falta. Será la primera reunión oficial de la Sociedad "Acostémonos con Sharon Fields".

Malone hizo una mueca y después miró a su alrededor para percatarse de que nadie les había oído. Nadie les había oído.

Se inclinó hacia los demás: -Creo que a partir de este momento será mejor que nos mostremos cautelosos -murmuró-.

Si lo hacemos, tendrá que ser algo absolutamente secreto.

Shively formó un círculo con el pulgar y el índice.

– Muy bien, sellado con sangre -prometió-. A partir de ahora, todo será secreto. Porque algo me dice en la bragueta que eso va a suceder.

– Pues claro que va a suceder -dijo Malone suavemente-.

Y, puesto que así va a ser efectivamente, sugiero otro nombre para nuestro grupo, algo que suene muy inocente…

– ¿Como qué? -preguntó Shively.

– Como…como… El Club de los Admiradores.

– Sí -dijo Shively con ojos brillantes-. Me parece estupendo. Eso es lo que somos, compañeros.

A partir de ahora seremos El Club de los Admiradores.


Eran las ocho y diez del miércoles por la noche.

Era el momento con el que Adam Malone llevaba un año soñando.

Desde la bandeja colocada encima del aparato de televisión, en la que había botellas, vasos y cubitos de hielo, Malone preparaba y servía tragos sintiéndose invadido por un sentimiento de afecto e identificación con sus tres nuevos amigos, que descansaban en un apartamento de soltero de Santa Mónica.

Estaba Kyle Shively, repantigado en el desvencijado sillón de cuero marrón con una pierna apoyada en uno de los brazos de esta pieza de mobiliario que Malone había adquirido en un almacén de muebles usados del Ejército de Salvación.

Estaba Leo Brunner, sentado rígidamente y con aire muy preocupado en una esquina del sofá cama.

Estaba Howard Yost, sin corbata, recorriendo la estancia y examinando las fotografías y carteles de Sharon Fields -que cubrían dos de las paredes de la misma.

– Oye, Adam -dijo el agente de seguros-, veo que conoces muy bien a Sharon Fields. En mi vida he visto una colección semejante. Tu apartamento parece un museo de carteles. ¿De dónde sacas todo eso?

– De la Aurora Films y de otros estudios para los que ha trabajado Sharon Fields -repuso Malone-.

Algunas cosas las he comprado en tiendas de segunda mano especializadas en arte cinematográfico. Algunas las he conseguido a cambio de fotografías de otras actrices cinematográficas en cueros. Sí, creo que es una de las colecciones más completas del país.

Yost se detuvo ante un cartel de gran tamaño y soltó un silbido.

– Fijaos en ésta. Miradla bien -dijo señalando la fotografía de Sharon Fields en tamaño superior al natural de pie con las piernas separadas, apoyando una mano en la cadera y sosteniendo con la otra un arrugado vestido sin lucir otra cosa más que un fino sujetador blanco y unas ajustadas bragas y desafiando audazmente a sus invisibles espectadores-.

Chicos, ¿no os gustaría tenerla entre vuestros brazos tal como se la ve aquí?

– Malone se apartó del aparato de televisión, pasó entre un estropeado archivador y una mesa y se acercó a Yost para admirar con éste el cartel.

– Es uno de los mejores -dijo-. Se utilizó para los anuncios de "¿Es usted decente?" Es la obra que interpretó Sharon Fields hace cinco años en la que desempeña el papel de una remilgada censora por cuenta propia dispuesta a arruinar a un productor de espectáculos pornográficos que posee una compañía ambulante actuando por toda Nueva Inglaterra.

Para descubrir a este productor, Sharon tiene que fingir ser una artista de "strip" e incorporarse a su espectáculo.

¿Recuerdas la película?

– ¿Como no voy a recordarla? -dijo Yost sin dejar de contemplar la enorme fotografía de Sharon Fields-. ¿Y dices que tienes otras?

Malone dio orgullosamente unas palmadas al archivador.

– Cuatro cajones de aquí están llenos de todo lo que puede saberse acerca de Sharon Fields.

Y lo tengo todo cuidadosamente archivado, anuncios, recortes de periódicos y revistas, grabaciones de entrevistas por radio y televisión, fotografías, todo lo que tú quieras. Sin contar mis propias notas.

Shively bajó la pierna que tenía apoyada sobre el brazo del sillón de cuero.

– Vosotros dos, dejad de babear, no perdamos el tiempo y vayamos al grano.

Tú, Adam, ibas a facilitarnos una información completa acerca de la tía.

Andando, pues.

– Ahora mismo iba a hacerlo -repuso Malone.

Mientras Yost se acomodaba al lado de Brunner en el sofá cama, Malone abrió el primer cajón del archivador y sacó tres carpetas.

Buscó un sitio sobre la pequeña mesa circular, abrió las carpetas y empezó a examinar y seleccionar el material.

Al final se volvió para mirar a los demás.

– Aquí está el asunto de que estamos tratando.

Sharon Fields.

Versión abreviada.

Nació hace veintiocho años en una granja tipo plantación de las afueras de Logan, Virginia Occidental.

Buena familia, elegantes aristócratas.

Su padre era un caballero georgiano que se dedicaba a la abogacía. Recibió instrucción primaria en la Escuela de Educación Social de la señora Gussett, de Maryland. Una escuela muy fina.

Después estudió en el colegio Bryn Mawr de Pennsylvania. Se especializó en psicología y estudió también artes teatrales.

En el colegio tuvo ocasión de interpretar el papel de la señora Erlytine en "El abanico de lady Windermere" de Oscar Wilde y el de Wendy en el "Peter Pan" de Barrie.

En el transcurso de su tercer año de estudios, sin que sus padres lo supieran, se presentó a un concurso de belleza y resultó vencedora. Parte del premio consistía en un viaje a Nueva York al objeto de realizar un anuncio para televisión por cuenta de un fabricante de géneros de punto.

El anuncio tuvo tanto éxito que a Sharon la animaron a abandonar los estudios e iniciarse en la carrera de actriz de televisión. Aparte, un profesor particular de arte dramático le dio lecciones según el método Stanislavsky.

Un día, junto con otras jóvenes actrices, pasó modelos de traje de baño en el transcurso de una fiesta benéfica que tuvo lugar en el Plaza.

Resultó que había allí un agente de Hollywood acompañado de su esposa, éste vio inmediatamente la posibilidad de convertir a Sharon Fields en una estrella.

Le preparó una prueba cinematográfica y los estudios la contrataron para un año con un sueldo muy reducido.

Se la llevaron a Hollywood, donde interpretó un pequeño papel en una película de "suspense" llamada ''El hotel del terror".

El papel era el de la novia de un gángster. Sólo aparecía en dos escenas. El resto ya lo sabéis.

El pequeño papel produjo una avalancha de cartas de admiradores, hombres en su mayoría, como jamás había recibido cualquier estrella consagrada. Sharon firmó inmediatamente un contrato a largo plazo. Y ahora, veintitrés películas más tarde, se ha convertido en la máxima estrella y el máximo símbolo sexual de toda la historia cinematográfica.

– Malone se detuvo para recuperar el resuello y para rebuscar entre sus papeles más detalles acerca de la carrera de Sharon-.

En cuanto a algunas de las películas en que…

– Ya basta -le interrumpió Shively-.

No es necesario que nos convenzas de lo extraordinaria que es. No somos tontos. Lo sabemos. Pudimos verlo anoche con nuestros propios ojos. No hemos venido aquí para eso.

Por lo que a mí respecta, lo que quiero es saber algo más acerca de la vida sexual de esta mujer.

Apuesto a que tiene una vagina más grande que una lancha de desembarco.

– ¿Su vida sexual? -preguntó Malone-. Muy bien. Sus relaciones con distintos hombres son del dominio público. Es una de las mejores cualidades de Sharon.

No tiene nada que ocultar. Es muy sincera a propósito de todo lo que hace o ha hecho. En cuanto a los hombres, bueno, ha estado casada dos veces, las dos veces siendo una chiquilla y las dos veces muy rápidas.

La primera vez fue con un universitario que se alistó en el ejército al poco tiempo de haberse ella graduado, lo cual sucedió al mes de haber contraído ambos matrimonio. Fue enviado al Vietnam y le mataron allí.

Poco tiempo después se casó con el agente buscador de talentos que la había descubierto, se llamaba Halen. Se había librado de su primera esposa por Sharon pero, al llegar a Hollywood, se divorciaron. Creo que este último matrimonio sólo duró seis meses.

– Por lo menos ya sabemos que no es virgen -dijo Yost riéndose estúpidamente.

– El matrimonio no es necesariamente una prueba de pérdida de la virginidad -dijo Brunner muy en serio.

– Bueno, creo que no debemos preocuparnos por eso -dijo Malone-.

Aunque no me atrevería a llamar descocada a nuestra chica, creo que ésta siempre se ha comportado en la vida de acuerdo con sus sentimientos y sin inhibición alguna.

Siempre ha sido una hedonista. Jamás ha reprimido sus necesidades sexuales. Siempre las ha satisfecho.

Ya habéis leído los reportajes de sus relaciones amorosas y acerca de su tendencia a acostarse con hombres famosos publicados en las primeras planas de los periódicos.

Ha habido por lo menos media docena de escandalosas relaciones aireadas a los cuatro vientos. Tres de ellas tuvieron lugar con famosos actores, dos de los cuales estaban casados.

Después hubo un púgil, un campeón de peso semipesado. Después un multimillonario perteneciente a la alta sociedad de Boston. Después -ya lo recordáis-aquel apuesto senador del Medio Oeste.

– Sí -dijo Brunner-.

Su esposa se divorció de él y le estropeó la candidatura al presentarse él a la reelección.

– Y sus últimas relaciones -quiero suponer que habrán sido unas relaciones-con el actor británico Roger Clay -dijo Malone-. Decían que iba a casarse con él. Al parecer, tuvieron una disputa y él regresó a Londres.

Ella tiene el propósito de trasladarse a Londres el veinticuatro de junio -faltan unas seis semanas-pero no creo que se proponga verle. De todos modos, podemos suponer con bastante fundamento que en la actualidad no está sexualmente activa.

Y también podemos suponer que le gusta estar sexualmente activa.

– ¿Y quién lo dice? -preguntó Shively removiéndose en su asiento.

– Es del dominio público -repuso Malone-. Ella no lo oculta.

Leí el informe de un psiquiatra acerca de la actitud de Sharon en relación con la sexualidad.

Dice muchas cosas. Desde su primera infancia, a pesar del ejemplar ambiente en el que creció, por el motivo que sea siempre ha carecido de confianza, siempre se ha sentido insegura e inadaptada.

Una forma de adaptarse, de ser aceptada por los demás, es la de procurar ser deseada por los hombres.

Es lo que dijo un famoso fotógrafo a propósito de Marilyn Monroe.

"Cuando conocía a un hombre no lo sabía, se sentía segura y a salvo sólo cuando sabía que aquel hombre la deseaba. Por consiguiente, toda su vida se encaminaba a la provocación de este sentimiento.

La única forma que conocía de hacerse aceptar era la de hacerse desear. Y lo mismo sucedía con la máquina fotográfica. Procuraba seducirla como si fuera un ser humano". ésa es Sharon Fields.

– Demonios -murmuró Yost levantándose para volver a llenarse el vaso.

– Ya véis de la clase de persona de que se trata -dijo Malone.

– Todo eso me parece muy bien -dijo Yost preparándose otro whisky-.

Nos has demostrado que la señora es casquivana. Nos has dicho que ella no lo oculta. Pero no nos has demostrado en absoluto que accediera a acostarse con hombres como nosotros, con hombres que no sean magnates cinematográficos, apuestos actores, multimillonarios o políticos, ésa es la prueba que queremos escuchar.

– Eso queremos escuchar -repitió Shively-.

Deja de andarte por las ramas, hijo. Queremos que nos lo demuestres o que calles la boca de una vez por todas.

– Os estaba poniendo en antecedentes, os estaba aleccionando para abriros el apetito -les explicó Malone-. Tengo la mercancía. Os prometí una prueba. Ahora podréis verla.

Sin más palabras, Malone tomó una abultada carpeta de papel manila, se levantó, extrajo toda una serie de recortes y se los entregó a Yost, que los aceptó y cruzó la estancia para ir a sentarse y leerlos.

Malone le entregó otro montón de recortes a Brunner y después le entregó a Shively la carpeta con el resto de los recortes.

Mientras los tres empezaban a leer los recortes, Malone se situó en el centro de la habitación para observar sus reacciones y esperar su veredicto.

Después, sin poder contenerse por más tiempo, Malone prosiguió mientras los demás seguían leyendo y le medio escuchaban.

– Tal como ya os he dicho, he seguido la carrera de esta muchacha desde el principio.

Conozco todos los matices de lo que dice, los cambios más sutiles de sus actitudes.

Podéis creerme; en mi calidad de primer espectador mundial de Sharon, no hay nada que pueda pasarme inadvertido. Por consiguiente, podéis creerme si os digo que de un año o dos a esta parte he observado un drástico cambio en Sharon Fields.

Era lo que vosotros pensáis que es: una muchacha que sólo aceptaría por amantes a los famosos, a los ricos y a los poderosos. Pero eso ya ha terminado. Ya no existe.

Si se exceptúa a Roger Clay, ha cambiado de actitud en lo concerniente a la clase de hombres que desea que la amen. Ello queda claramente de manifiesto, en las sinceras entrevistas que estáis leyendo ahora, en los artículos de confesión escritos por ella misma, en las grabaciones que poseo de las entrevistas a que se ha sometido por radio y televisión. Podéis verlo y oírlo vosotros mismos.

– Sí -murmuró Shively enfrascado en la lectura del contenido de la carpeta.

– Podéis ver que se muestra más sincera, más honrada y más dispuesta a confesar la inquietud que le produce su vida de famosa y sus famosos amantes.

Podéis ver que repudia su antigua forma de vivir.

– ¿Su antigua forma de vivir? -preguntó Shively levantando los ojos-¿Te refieres a cuando se acostaba con hombres célebres?

– Bueno, no es eso precisamente pero algo muy parecido -repuso Malone como defendiéndose-.

Dice que el hecho de que un hombre sea famoso o posea talento, dinero o poder no significa que sea automáticamente el hombre a quien ella estuviera dispuesta a amar y a entregarse.

Podéis leer que se muestra crecientemente hastiada de esta clase de relaciones. Podréis ver -porque está muy claro-que la aburren los decadentes intelectuales, los varones materialistas, los hombres egocéntricos que la rodean. La mayoría de ellos son tan egoístas que no saben darse.

En determinado lugar cita la frase de Wilson Mizner acerca de este tipo de hombres.

"Algunas de las más grandes historias de amor que he conocido sólo han estado interpretadas por un actor, sin oponente".

– Muy gracioso -dijo Brunner esbozando una ligerísima sonrisa.

– Estos hombres insustanciales que se aman a sí mismos más de lo que puedan llegar a amar a una mujer no son los únicos que la hastían -prosiguió Malone-.

En su círculo inmediato existen otros elementos de los que también está harta.

Hay hombres que desean mantener relaciones sexuales con ella por lo que es: un símbolo sexual mundialmente famoso.

– A mí ya puedes incluirme en este grupo -le interrumpió Shively.

– Y otros buscan la publicidad que les proporciona el hecho de ser vistos en su compañía.

Después están aquellos que la temen, los débiles aduladores. Dice que se ha librado de todos ellos porque, por el motivo que sea, se muestran incapaces de ofrecerle lo único que exige y necesita de los hombres: amor, amor puro, honrado y profundo.

Viendo a los demás enfrascados en la lectura, Malone se situó detrás de Yost y leyó por encima del hombro de éste una entrevista a toda plana con Sharon Fields en el suplemento dominical de un periódico.

– Fijaos en ésta -dijo sin dirigirse a ninguno de los tres en particular-, ésta de aquí sólo data de hace un mes. Observad la forma en que Sharon lo dice.

"Necesito a un hombre agresivo, que me haga sentir desvalida, que me domine, que me haga sentir segura y protegida.

Estoy harta de los hombres crecidos que siguen siendo niños de mamá, que fingen estar muy seguros de sí mismos siendo así que en realidad están asustados y son débiles por dentro.

También estoy harta de los famosos Casanovas que se ven obligados a demostrar su virilidad seduciendo sin cesar a todas las mujeres con quienes tropiezan y que se hunden en estas relaciones sin más deseo que el de afianzar su virilidad y mejorar su puntuación con vistas al público.

Suelen ganarse la fama de ser grandes amantes cuando lo cierto es que no saben nada del amor. Mantener relaciones con un hombre de esta clase es como mantener relaciones con una computadora".

– Malone se detuvo y siguió leyendo.

Tanto Shively como Brunner le estaban prestando atención y Yost estaba volviendo a leer las palabras que Malone acababa de leer en voz alta.

éste señaló la segunda mitad de la página-.

Fijaos en este párrafo.

El entrevistador dice: "Me resultó claramente evidente que todo lo que Sharon Fields me había dicho era profundamente sincero y procedía de una auténtica convicción.

Me dijo que su actitud en relación con el otro sexo se había modificado por completo en el transcurso de los últimos meses".

– Malone levantó la cabeza-.

Escuchad lo que viene ahora.

Son palabras textuales de Sharon Fields.

"Cuando conozco a un hombre y éste se interesa por mí, exijo que me diga inmediatamente lo que siente.

Francamente, si estamos hablando de un hombre que me desea, preferiría que me tomara a la fuerza y no ya que intentara tomarme por medio de falsos juegos de seductor.

Otra de mis nuevas ideas consiste en que no me importa el nivel de popularidad del hombre. Me interesa el hombre por sí mismo. Me importa un bledo su aspecto, su educación y su posición social.

Lo que sí me importa es su interior, sus cualidades internas y, claro está, su interés por mí y su buena disposición a manifestarme este interés como persona y también como criatura sexual.

Cada vez busco más al hombre que sea todo hombre -no sé si me entiende-cuyo principal interés sea el de satisfacerme como mujer y no sólo el de satisfacerse a sí mismo.

He abierto la puerta de mi corazón para permitir que pueda entrar en él cualquier hombre que me quiera por encima de todo, que arriesgara cualquier cosa que tuviera para poseerme por la simple razón de que yo sea yo.

últimamente se ha producido una revolución tremenda en las relaciones humanas y yo me he dejado arrastrar por ella.

Flota en el aire una nueva libertad, igualdad y sinceridad sexual y yo soy partidaria de ella y quiero formar parte de ella.

La mayoría de hombres no comprende lo que les está sucediendo a las mujeres y a una mujer como yo.

Pero tal vez haya algunos que sí lo comprendan y a éstos les digo: estoy dispuesta, Sharon Fields espera y está dispuesta".

Malone se irguió y se dirigió al centro de la estancia para observar la reacción de sus amigos.

– Bueno -dijo-, me parece que eso ya es algo, ¿no? La expresión del rostro de Yost revelaba bien a las claras cuál había sido la reacción de éste.

Estaba impresionado.

– Ya lo creo que es algo -dijo volviendo a posar los ojos en el artículo-.

¿Qué os parece? Lo dice muy claro.

Shively apartó a un lado sus recortes.

– Sí, no cabe duda -dijo dirigiéndose a Yost-.

Howie, ¿sabes una cosa? Me parece que aquí nuestro anfitrión no nos ha defraudado.

– Ya os lo dije -terció Malone radiante de felicidad-.

El problema estriba en llegar a conocerla personalmente.

Cuando la hayamos conocido, se mostrará de acuerdo. No hace más que repetírnoslo en todas sus declaraciones.

Leo Brunner levantó un dedo y lo movió como si quisiera decirle al profesor que deseaba ir al lavabo, pero, en realidad, lo que pretendía era llamar la atención de Malone, de Yost y de Shively.

Al parecer, era el único que no estaba muy convencido de lo que había leído y oído leer.

– ¿Sí, Leo? -dijo Malone.

– Te toca a ti, Leo -añadió Yost con expresión divertida-.

Aquí no nos atenemos a las "Reglas del orden" de Robert.

– Gracias -dijo Brunner cortésmente-.

Estas pruebas que hemos estado leyendo acerca del interés de Sharon Fields por hombres corrientes como nosotros.

Tomadas al pie de la letra tienden a confirmar lo que Adam nos ha estado diciendo. Por otra parte, ¿cómo podemos saber que dijo efectivamente las cosas que hemos leído? Todos sabemos que los medios de comunicación social deforman las noticias a través de la omisión o bien de la tergiversación, aun en el caso de entrevista.

Yo creo que modestamente podría hablaros de ello por experiencia propia.

Una vez un semanario del barrio me entrevistó a propósito del futuro de la economía.

Había un párrafo en el que se me atribuía una afirmación determinada. Pero el periodista añadió tres palabras que yo no había dicho y estas palabras modificaron todo el sentido de mi frase.

¿Cómo podemos estar seguros de que la señorita Fields ha sido citada con exactitud?

– Podemos estar seguros de que allí donde hay mucho humo necesariamente debe haber fuego -replicó Malone muy en serio-.

Otra cosa sería si nos hubiéramos limitado a dos o tres entrevistas, Leo.

Pero aquí yo os he mostrado varias docenas. Y en todas ellas se expresa lo mismo. ¿No irás a creer que todas estas historias han sido deformadas o exageradas, verdad?

– En eso tienes razón -reconoció Brunner.

– Tantos entrevistadores distintos citando casi las mismas palabras de Sharon Fields -prosiguió Malone-. Tiene que haber algo de verdad. Y, aunque no confiaras en estos reportajes, ¿qué me dices de las grabaciones de entrevistas por radio y televisión que se le han hecho? Tengo las "cassettes".

Puedes oírlas cuando quieras. En ellas no hay ningún periodista que se interponga entre Sharon y el público.

En ellas puedes oírla hablar directamente y diciendo estas mismas cosas acerca de sus sentimientos y deseos.

En mi opinión, lo que hace es decirnos a los hombres como nosotros que somos la clase de hombre que le interesan.

Y he observado que su cualidad más constante es la sinceridad absoluta. Dice lo que piensa. -Señaló los recortes que había esparcidos por toda la estancia-.

Y aquí nos dice que nos la llevemos. Por lo menos, así lo interpreto yo.

Shively se puso en pie y se ajustó el cinturón.

– Sí, yo también lo he interpretado así.

– Recogió los recortes, los acarició brevemente y los volvió a dejar. Se adelantó, rodeó a Malone con el brazo y le contempló admirado-.

¿Sabes una cosa, muchacho? Antes no me importó decirte que al principio me habías parecido una especie de chiflado que nos quería tomar el pelo.

Ahora estoy empezando a comprender que aquí hay algo. Todo empieza a resultar lógico.

Estoy dispuesto a dar el siguiente paso aunque no sea más que para pasar el rato.

– ¿El siguiente paso? -repitió Malone.

Shively se apartó de Malone y le miró a los ojos.

– Ya sabes a qué me refiero. Al plan.

Al plan que has elaborado para llevarlo a la práctica.

Lo que nos has dicho hasta ahora es que empezaremos por llevárnosla. Pero eso no basta.

Será mejor que te sientes y nos digas qué sucedería después.

Shively se dejó caer una vez más en el sillón de cuero y Malone acercó la desvencijada otomana al semicírculo formado por sus amigos y se acomodó en ella.

– Muy bien -dijo-.

Los cuatro vamos un día y nos la llevamos.

Brunner sacudió la cabeza enérgicamente.

– Yost lo ha dicho antes.

Y quiero subrayarlo una vez más.

Eso es un secuestro y se trata de un grave delito. No intentes hacerlo pasar por otra cosa.

– Tal vez pueda calificarse de secuestro al principio y sería secuestro si insistiéramos en retenerla contra su voluntad -dijo Malone-.

Pero, si una vez hecho, a ella no le importa, ya no se tratará de un secuestro.

– ¿Y después qué? -preguntó Shively.

– Después nos la llevamos a algún sitio cómodo y seguro a pasar el fin de semana.

Logramos conocerla más a fondo. Ella empieza a conocernos a nosotros. Y después, bueno, supongo que acabamos acostándonos con ella.

– Debo señalar que eso es lo que se llama violación -dijo Brunner con inesperada firmeza.

– Si ella accede, no -repuso Malone-. Si ella se presta voluntariamente a colaborar no es violación.

– Pero supongamos que no le agrade la situación y se niegue a colaborar con nosotros -dijo Brunner escasamente convencido.

– Eso no sucedería.

– ¿Pero y si sucediera?

– Entonces habríamos fracasado -dijo Malone-. No tendríamos más remedio que soltarla.

Brunner se mostró satisfecho.

Shively volvió a levantarse.

– Otra cosa antes de que me vaya, muchacho -le dijo a Malone-.

Mañana empiezo a trabajar muy temprano y será mejor que me vaya a dormir. Pero, antes de irme, una cosa.

Has estado hablando de cosas con carácter general. Nada concreto. Si vamos a seguir, será mejor que sepamos exactamente lo que vamos a hacer.

– ¿Te refieres a los detalles del procedimiento? -Preguntó Malone-.

Tengo preparados los detalles. Páginas y más páginas llenas de notas acerca del cómo llevarlo a cabo. Puedo repasarlas todas contigo cuando dispongas de tiempo.

– Muy bien, eso es lo que quiero saber -dijo Shively-¿Cómo lo haremos "si" es que lo hacemos? ¿Dónde iremos al grano?

– Dime el sitio y la hora y allí estaré -dijo Yost.

– ¿Tú qué dices, Leo? -preguntó Shively.

Brunner vaciló y después se encogió de hombros.

– ¿Por qué no? -dijo. Mientras se encaminaban hacia la puerta, empezaron a hablar del sitio y la hora.

Puesto que se acercaba el fin de semana llegaron a la conclusión de que el mejor momento sería el lunes al anochecer, es decir, al cabo de cinco días.

Decidieron también celebrar la reunión en el despacho de Brunner de la avenida Western, porque la esposa de Brunner sabía que éste solía quedarse a trabajar hasta tarde aquel día y, además, porque de noche el despacho les ofrecía una posibilidad de aislamiento absoluto.

Al separarse, Malone les prometió que no se arrepentirían.

– Cuando veáis mis proyectos, comprenderéis que se trata de un negocio muy serio.

El lunes siguiente al anochecer, tras haber salido tarde del trabajo, Adam Malone llegó hasta la puerta de vidrio del tercer piso de aquel triste edificio comercial de la avenida Western, en cuya placa podía leerse en letras negras: "Leo Brunner. -Perito Mercantil Titulado".

Con una cartera de cuero de imitación bajo el brazo, Malone abrió la puerta y entró.

La pequeña estancia que, al parecer, se utilizaba como vestíbulo de recepción y despacho de la secretaria estaba vacía y a oscuras, a excepción del rayo de luz que se filtraba a través de la puerta que daba acceso al despacho adyacente.

Malone pudo distinguir la mole de Yost y la estilizada figura de Shively en un sofá.

De repente, la luz quedó parcialmente bloqueada al aparecer Brunner en la puerta que unía las dos estancias.

– ¿Quién es? -preguntó Brunner-. ¿Eres tú, Adam?

– El mismo que viste y calza.

Brunner entró apresuradamente en la estancia en sombras.

– Estábamos empezando a pensar que no vendrías. Llevamos aquí tres cuartos de hora.

– Lo lamento, el jefe me ha entretenido con un trabajo de última hora.

Después he tenido que pasar por casa para recoger los papeles.

Brunner estrechó la mano de Malone.

– Menos mal que has llegado. Pasa. Será mejor que cierre con llave la puerta principal. No queremos recibir visitas inesperadas.

– Desde luego que no.

Esta reunión tiene que ser de absoluto alto secreto.

Miró a Brunner mientras éste cerraba con llave la puerta, le esperó y entró junto con él en el despacho interior saludando y disculpándose ante los otros dos.

Malone fue a sentarse en el sillón del cliente que había frente al escritorio del perito mercantil, pero Brunner le indicó que se sentara detrás del escritorio.

– Puesto que vienes con todos estos papeles, utiliza el escritorio, Adam. Voy a dejarte sitio.

Apartó la calculadora y los libros a un lado, ladeó el sillón giratorio en dirección a Malone y fue a sentarse en el otro sillón.

– Hay un poco de cerveza fría -dijo Brunner.

– No, gracias -dijo Malone sacudiendo la cabeza-. Quiero concentrarme en lo que he traído.

Empezó a extraer de la cartera gran cantidad de notas mecanografiadas y varias carpetas.

Lo que había reunido era el fruto de casi todo su tiempo libre de los últimos cinco días.

Normalmente, el precioso tiempo libre de que disponía antes de ir o al volver del supermercado solía dedicarlo al desarrollo de una o más narraciones breves que ya hubiera escrito, o bien al esbozo de una novela en la que hubiera estado pensando.

Pero en el transcurso de los últimos cinco días su máquina de escribir sólo había estado ocupada por hojas de papel en las que describía todos los pasos de la misión Sharon Fields.

La había elaborado, la había escrito y vuelto a escribir con el mismo esmero que si se tratara de una obra de creación artística.

Es más, se había dicho astutamente a sí mismo que era una extraordinaria obra de creación artística, con todos los ingredientes de un argumento perfectamente elaborado.

Una vez superada la incredulidad, venía el rapto, la emoción, el conflicto, el idilio, la sexualidad e incluso el final feliz.

Malone no recordaba haber disfrutado jamás tanto como ahora al redactar las distintas fases del rapto de Sharon Fields.

Ahora, con las notas y pruebas esparcidas sobre el escritorio de Brunner, Malone se dirigió a sus compañeros.

– Ante todo, la disposición de su propiedad de Bel Air.

Está situada al otro lado de una verja al final de un callejón sin salida llamado Camino Levico.

Hay que apartarse del paseo Sunset y girar al norte hacia la calle Stone Canyon.

Al cabo de unos seis o siete minutos, se encuentra el Camino Levico a la izquierda.

He explorado la zona y, para disfrutar de una visión completa de la residencia de Sharon Fields, hay que seguir subiendo por Stone Canyon hasta llegar a lo alto de las colinas de Bel Air.

Finalmente, pasada la calle Lindamere, se llega al final de la calle Stone Canyon en su punto más elevado.

Bajando la mirada puede verse desde allí toda la propiedad de Sharon Fields con la casa inmediatamente debajo.

– ¿Has estado allí? -le preguntó Brunner asombrado.

– Muchas veces -repuso Malone-.

Aquí tengo uno de estos mapas de recuerdo para turistas que desean ver dónde viven los astros cinematográficos. Los venden por el paseo Sunset.

Bueno, con un lápiz rojo he trazado el camino que conduce a la propiedad de Sharon, y después el camino que conduce a la colina desde la que puede observarse dicha propiedad.

Como podéis ver en el mapa, la zona de Bel Air, en la que habita Sharon, está constelada de residencias de actores.

Si lo observáis con cuidado, veréis que yendo hacia la casa de Sharon Fields se tropieza con las residencias o antiguas residencias de Greer Garson, Rey Milland, Louis B. Mayer, Jeannette MacDonald, Mario Lanza, Alan Ladd y Frank Sinatra.

– Muy fino -dijo Yost.

– Sí.

Y, para que os hagáis una idea de la situación con la que nos enfrentamos, aquí tenemos un plano fotográfico de la mansión de Sharon Fields, por dentro y por fuera, con el terreno que rodea la lujosa residencia.

Es enormemente extenso. He leído no sé dónde que vale alrededor de los cuatrocientos cincuenta mil.

– No hay nadie que viva en este plan -dijo Shively soltando un silbido.

– Hay muchas personas que sí -,dijo Malone-y ella es una.

Es una casa de dos pisos y veintidós habitaciones del llamado estilo colonial español; vedlo vosotros mismos: tejado de tejas rojas, ventanas con rejas, patios, balcones, repisa de chimenea de madera grabada, sala de billar y sala de proyección particular.

Y, en la parte de atrás, una cascada artificial y un cenador con columnas de madera que sostienen una cubierta de barro que, según tengo entendido, el decorador compró o copió de la antigua residencia de John Barrymore. Vedlo vosotros mismos.

Malone ladeó el sillón giratorio de cara al sofá y le entregó el plano a Brunner y el mapa de las residencias de los actores a Shively.

Después rebuscó entre los papeles la hoja en la que había anotado los distintos pasos de la operación y, al final, consiguió encontrarlo.

– Hay una cosa que quiero que examinéis con especial cuidado, porque es lo que más nos interesa -dijo Malone-.

Veréis que hay un estrecho camino asfaltado -que conduce desde la casa hacia la alta, verja de hierro forjado dando un rodeo y atravesando una zona boscosa poblada de álamos, cipreses y palmeras. ¿Lo veis?

Yost y Shively asintieron y llamaron a Brunner para que éste también lo viera.

Brunner fue a sentarse presuroso en el sofá y estiró el cuello para contemplar la fotografía.

– Muy bien -dijo Shively-¿Qué sucede?

– Ahí es donde Sharon Fields efectúa su diario paseo -les explicó Malone-.

Conozco casi todas sus costumbres, y la que más religiosamente he observado desde que se trasladó a vivir a esta casa es la del paseo matinal.

Lo confirman todas las fuentes.

Se levanta por la mañana muy temprano, se ducha, se viste y, antes de desayunar, sale de la casa, recorre el camino asfaltado hasta la verja de entrada y regresa.

Es el paseo diario que realiza para tomar el aire, hacer ejercicio o lo que sea. Bueno, siempre he pensado que es el mejor sitio para que pueda abordarla un desconocido.

– ¿Te refieres a llevárnosla cuando salga a pasear? -preguntó Shively.

– Justo en su punto intermedio, es decir, cuando llegue a la verja y antes de que regrese.

Ahí es donde la podríamos… bueno… coger con muy buenas probabilidades de que nadie nos viera. Suele ser entre las siete y las ocho de la mañana. Estaríamos preparados, nos acercaríamos y nos la llevaríamos.

– Es posible que opusiera resistencia -dijo Yost reclinándose contra el respaldo del sofá-.

¿Has pensado en esta posibilidad?

– Sí, es posible, por lo menos al principio, porque se asustaría y tal vez no comprendería nuestros motivos -dijo Malone mostrándose de acuerdo-.

Pero ya lo tengo previsto; Me temo que tendremos que dejarla un rato inconsciente.

El pálido rostro de Brunner se contrajo en una mueca.

– ¿Te refieres a administrarle éter?

– éter o cloroformo. Una pequeña cantidad.

El siguiente paso consistiría en trasladarla a algún escondite seguro, algún lugar aislado -como, por ejemplo, un bungalow abandonado o que no use nadie-apartado de cualquier centro habitado y lejos del tráfico.

– No será fácil encontrarlo -dijo Shively-. ¿Crees que podremos encontrar un sitio así?

– No tendremos más remedio -repuso Malone-.

– No os preocupéis por eso -les interrumpió Yost-.

No vayamos a quedarnos atascados aquí. Ya tengo idea de cómo podríamos resolverlo. Ya lo discutiremos más tarde. Tú sigue, Adam.

¿Cuál sería el siguiente paso?

Malone no contestó de inmediato. Se reclinó contra el respaldo del sillón giratorio imaginándose la escena.

Se había imaginado tantas veces el siguiente paso que no le costaba ningún esfuerzo evocar de nuevo la situación.

– Bueno -dijo suavemente como hablando consigo mismo-, los acontecimientos siguen su curso natural.

Estamos con Sharon y ella está con nosotros sin nadie más a nuestro alrededor. Descansamos juntos.

Empezamos a conocerla a fondo. Ella empieza a conocernos a nosotros.

Pasamos dos, tres, cuatro días charlando, hablando de nosotros, de la vida en general, del amor en particular, hasta que ella empiece a sentirse cómoda y a gusto en nuestra compañía.

Cuando ya no se sienta desorientada ni amenazada, cuando comprenda que somos buena gente y que la apreciamos, buena gente que la trata como ella ha deseado siempre que la trataran los hombres, se habrá roto el hielo.

– Habla claro -le dijo Shively-. ¿Qué significa eso?

– Significa que ya estaremos en condiciones de poder comunicarle lo que queremos, si bien estoy seguro de que ella ya lo habrá comprendido. Se lo diremos y después todo dependerá de ella.

Podrá elegir entre acostarse con uno o dos de nosotros o bien con los tres, lo que ella prefiera. Una vez se lo hayamos dicho, no habrá problema.

– Un momento, muchacho -dijo Shively antes de que Malone pudiera proseguir-.

Es posible que tú no veas ningún problema. Pero yo estoy viendo uno y muy claro por cierto. ¿Quieres saber cuál es?

– Sí, desde luego.

– No voy a sudar doce camisas para ponerle las manos encima -dijo Shively-y acabar no consiguiendo nada. ¿Comprendes a qué me refiero? No estoy dispuesto a sufrir todas estas penalidades para que luego vaya ella y de repente se decida por ti y por Yost, pero no por mí y quizá tampoco por Brunner. ¿Me entiendes? Es aquello de la expresión que te oí utilizar una vez, ¿recuerdas?, acerca de nosotros cuatro, o todo o nada.

– ¿Te refieres a lo que Dumas escribió en "Los tres mosqueteros"? ¿Todos para uno y uno para todos?

– ¡Exacto! -exclamó Shively-. Una vez lo hayamos conseguido, ése será mi lema y no otro.

– Shively -le dijo Brunner-, ¿estás insinuando que aunque la señorita Fields no nos quisiera a ti o a mí, tú estarías decidido a mantener relaciones sexuales con ella?

– Eso es lo que estoy insinuando, ni más ni menos.

Brunner se inquietó extremadamente.

– No accedería a ello en ninguna circunstancia, Shively.

No me gusta utilizar esta palabra pero ya veo que no tendré más remedio que volver a utilizarla.

Es violación, estás hablando de un delito de violación, Shively.

– Llámalo como prefieras -replicó Shively-. Muy bien, violación. Es posible.

Pero lo que ahora estoy diciendo es que no estoy dispuesto a tomarme todas estas molestias sin cierta seguridad de que podré intervenir en la acción de alguna forma.

– Bueno, Shively -dijo Brunner escasamente convencido-, si estás pensando en la posibilidad de una violación, será mejor que sepas el resultado que puede aguardarte. -Se levantó del sofá-. Aparte de considerar censurable y moralmente negativo el acto de violar a una mujer, da la casualidad de que me consta muy bien que se trata legalmente de uno de los delitos más serios y graves que existen. -Rodeó la mesilla de café y se acercó al escritorio-. He previsto la posibilidad de que pudiera suscitarse de nuevo esta cuestión y he decidido estar preparado.

He trabajado un poco, Shively. En el transcurso del fin de semana, valiéndome de los conocimientos legales que todavía poseo, he realizado algunas investigaciones acerca de este tema. ¿Quieres conocer el resultado?

– No estoy especialmente interesado -repuso Shively.

Mientras Malone giraba el sillón, Brunner abrió el cajón central de su escritorio.

– No obstante, puesto que hemos hablado de permanecer unidos en la puesta en práctica de este proyecto, considero que no sólo tú sino todos nosotros debemos estar plenamente al corriente de los hechos. -Sacó un montón de folios de tamaño legal-. Tengo aquí ciertos artículos del Código Penal de California.

– Estás perdiendo el tiempo, Leo -dijo Shively-, no me interesa.

Yost efectuó con la mano un gesto conciliador mirando a Shively.

– Déjale leer, Shiv. El saber no ocupa lugar. Muy bien, Leo léenos estos fragmentos de la cartilla de urbanidad local.

– El Código Penal de California -repitió Brunner-Para ahorrar tiempo, me limitaré a leer las disposiciones clave que he analizado previamente. -Carraspeó y empezó a leer sin inflexión alguna en la voz-.

Artículo Dos Sesenta y Uno.

Definición de violación: "Violación es un acto de unión sexual llevado a cabo con una mujer que no sea la propia esposa, bajo cualquiera de las siguientes circunstancias: Cuando la mujer no ha cumplido los dieciocho años; cuando, por locura intermitente o cualquier otra deficiencia mental, tanto transitoria como permanente, es incapaz de consentir legalmente; cuando opone resistencia pero es superada por medio de la fuerza o la violencia; cuando se le impide oponer resistencia mediante amenazas de graves e inmediatas lesiones físicas acompañadas de aparente capacidad de puesta en práctica de las mismas o mediante cualquier sustancia narcótica o anestésica administrada por el acusado o con el consentimiento de éste; cuando en aquellos momentos no es consciente de la naturaleza del acto y el acusado está al corriente de ello; cuando se somete a ello en la creencia de que la persona que lleva a cabo el acto es su marido, siendo dicha creencia el resultado de cualquier artificio, simulación u ocultación practicada por el acusado con la intención de provocar tal creencia".

Esto último a Shively se le antojó muy gracioso.

– Ya tenemos la solución, Leo.

Le haremos creer a Sharon que somos su último marido y no le diremos en ningún momento que no lo somos.

A Brunner no le hizo la menor gracia.

Miró a Shively frunciendo el ceño y reanudó la lectura.

– Artículo Dos Sesenta y Tres, sobre la violación.

"Elementos esenciales.

Penetración. La culpa de la violación consiste en el ultraje a la persona y sentimientos de la mujer.

Cualquier penetración sexual, por leve que ésta sea, es suficiente para la comisión del delito".

Shively seguía insistiendo en hacerse el gracioso.

– !Penetración! -exclamó.

En el caso de Sharon Fields, te aseguro, hermano, que no sería leve.

Brunner prosiguió sin hacerle caso.

– El artículo Dos Sesenta y Cuatro define las penas de este delito.

Pasaré por alto lo que ya acabamos de comentar aquí.

"La pena mínima por violación es reclusión en la prisión del Estado durante un período no inferior a los tres años.

Si a la víctima se le han infligido daños físicos y ello se demuestra ante el tribunal, el acusado cumplirá condena de reclusión en la prisión del Estado desde un mínimo de quince años hasta cadena perpetua".

– No habrá daños físicos -dijo Yost-, por consiguiente, eso no nos concierne. En cuanto a…

– Espera, Howard -dijo Brunner levantando una mano-, me había equivocado.

Aquí está la parte que nos concierne.

La parte que se refiere a la intervención de varias personas.

Es el artículo Dos Sesenta y Cuatro, apartado uno del Código Penal.

"En todos los casos en los que el acusado, actuando voluntariamente de acuerdo con otra persona, ejerciendo fuerza y violencia y, contra la voluntad de la víctima, cometiera una violación, ya fuera personalmente o bien ayudando e incitando a otro, tal acto figurará en la acusación y, caso de demostrarse, el acusado cumplirá condena de reclusión en la prisión del Estado desde un mínimo de cinco años hasta cadena perpetua".

– Brunner levantó la cabeza y se ajustó las gafas-.

De eso estábamos hablando. Reclusión desde cinco años hasta cadena perpetua.

Quizás ello nos induzca a reflexionar.

Malone se inclinó hacia adelante sentado en el sillón giratorio y tiró a Brunner de la manga.

– Leo, lo que acabas de leernos carece de sentido, porque aquello de que estamos hablando jamás llegaría a este extremo de la violación por la fuerza.

A pesar de lo que haya dicho Kyle, no es eso lo que nos proponemos hacer.

Pero supongamos -admitamos esta posibilidad-, supongamos que Sharon nos engaña y acude a las autoridades para declarar que ha sido violada.

¿Sabéis una cosa? No la creerían.

Y eso también puedo demostrarlo.

No eres el único que ha estado trabajando.

Malone empezó a rebuscar entre sus papeles.

– Quítate de en medio, Leo, el León -dijo Shively-. Nos impides ver.

Brunner se apartó molesto de delante del sofá donde se encontraba y fue a sentarse en el sillón que había frente al escritorio. Malone ya había encontrado lo que buscaba.

– Os resumiré lo que he averiguado. Ante todo, según los expertos, un setenta por ciento de las violaciones no llegan a conocimiento de la policía.

Por lo general, las víctimas se averguenzan, no quieren que se sepa, no quieren publicidad y no quieren pasar un mal rato ante los tribunales.

En el último informe del FBI figuraban treinta y ocho mil violaciones denunciadas en todos los Estados Unidos, es decir, unas treinta y seis mujeres violadas de cada cien mil.

Pero el FBI calcula que en el transcurso del año en cuestión se habrán producido cinco veces más violaciones.

Como veis, la mayoría de mujeres lo ocultan. Si una persona como Sharon Fields fuera violada, lo más probable es que no lo denunciara.

– Yo creo que sería una de las pocas que lo harían -dijo Brunner.

– Muy bien -dijo Malone afablemente-, supongamos que sucediera lo que tú dices. Supongamos que Sharon fuera violada y lo denunciara.

¿Cuántas probabilidades habría de que sus violadores fueran declarados culpables y castigados? Pocas, muy pocas. Lo tengo aquí. Escucha.

Tomemos el condado de Los Angeles en uno de estos últimos años.

Hubo tres mil cuatrocientas noventa violaciones. En este mismo año sólo fueron detenidos mil trescientos, ochenta sospechosos.

Y de los que fueron detenidos, sólo pudo demostrarse la culpabilidad de trescientos veinte. Como ves…

– Oye, eso es muy interesante -terció Yost-. No tenía ni la menor idea.

¿Cómo es posible que cueste tanto demostrar la culpabilidad de alguien en un caso de violación?

– Por muchos motivos -repuso Malone-. El principal factor es de carácter psicológico.

Los jurados se aferran a la anticuada idea según la cual una mujer no puede ser violada si ella no se presta de buen grado.

Se da por sentado que, si a una mujer la penetran, es porque ella lo ha querido y porque le ha gustado, por ser éste, un hecho biológico natural.

Tal como dijo un fiscal de la oficina del fiscal de distrito: "A no ser que a la víctima le machaquen la cabeza o se trate de una persona de noventa y cinco años o cualquier otro caso límite, los jurados no pueden creer en la violación de una mujer.

Siempre sospechan que la culpa ha sido suya, que se ha insinuado al hombre o que ha consentido… el consentimiento es una de las cosas que más trabajo cuesta confutar.

Cuando el acusado afirma que no lo hizo por la fuerza y que ella accedió a mantener relaciones sexuales con él, resulta muy difícil poder confutarlo".

Otra cosa.

La demostración física.

Cuándo una mujer ha sido violada, la policía la traslada inmediatamente al Central Receiving Hospital.

Allí la someten a un examen pélvico, le extraen líquido seminal y le practican una irrigación antiséptica.

Pero lo que quiere la policía es obtener inmediatamente el líquido seminal al objeto de utilizarlo como prueba.

Ahora bien, el líquido sólo puede obtenerse si a la víctima se la encuentra en seguida en el escenario del delito o bien si ella presenta inmediatamente la denuncia.

Y sólo dos de cada cien mujeres acuden a la policía inmediatamente.

Las demás suelen irse a casa o a otro sitio para reponerse de la impresión y calmarse, y después lo primero que quieren hacer es limpiarse. Y de esta manera eliminan todas las pruebas.

Como ves, Leo, si a Sharon le pasara por la cabeza la idea de presentar una denuncia por violación contra nosotros, lo más probable es que no llegara a ninguna parte.

– No estoy de acuerdo -dijo Brunner-.

Ella no es una víctima como las demás. Es la actriz más famosa del mundo. La escucharían. Y la creerían tanto la policía como el jurado.

– Estás completamente equivocado -dijo Malone muy convencido-. En este caso, la perjudicaría, precisamente el hecho de ser quien es. He investigado los procedimientos policiales.

Una de las primeras cosas que hace la policía es elaborar el producto, expresión que, en lenguaje policial, significa analizar los antecedentes de la presunta víctima, su comportamiento e historia sexual.

Y todos conocemos el historial de Sharon. En él ha habido muchos hombres. Innumerables escándalos sexuales aireados a los cuatro vientos. No creo que la defensa pudiera presentarla como a una tímida mujer virginal.

Se trata nada menos que del máximo símbolo sexual mundial. No, Leo, no correríamos ningún peligro de resultar perjudicados.

– Tal vez -dijo Brunner vacilando.

– En cualquier caso, no tiene nada que ver con el asunto que nos traemos entre manos. Tal como ya he dicho antes, no llegaríamos a este extremo. No nos proponemos atacarla a la fuerza.

No somos como los hombres ignorantes, enfermos y tarados que hacen esas cosas. Somos tipos corrientes. Somos seres humanos civilizados. Además, tal como ya he repetido muchas veces, la violación no entra en nuestros planes, porque no será necesaria.

Es posible que al principio Sharon se muestre enojada y resentida por el hecho de que nos la hayamos llevado y le hayamos estropeado lo que tuviera en programa, pero, una vez nos haya conocido, bueno, creo que se calmará y se le pasará el enfado.

Al fin y al cabo, es una muchacha muy amante de la aventura y sabrá apreciar en lo que vale nuestra acción y hasta admirará nuestro valor.

Es muy posible que se muestre entonces favorablemente dispuesta en relación con nosotros. Por consiguiente, creo que no debes preocuparte, Leo. En nuestro plan no se incluye ningún delito.

– Sí se incluye un delito -dijo Brunner, y se volvió para dirigirse también a Yost y a Shively-.

Lamento poner tantas trabas, pero creo que no nos causaría ningún bien mostrarnos impulsivos y lanzarnos a ello sin tener en cuenta los hechos y los riesgos que entraña tal empresa. Porque, aunque se excluya el delito de violación, vuelvo a repetir que hay otro delito de por medio. El delito de secuestro.

– Pero, bueno, Leo, si ella colabora una vez nos hayamos conocido, no irá después a acusarnos de secuestro -dijo Yost levantándose-.

Voy a tomarme una cerveza.

– Es posible, es posible que sí -dijo Brunner levantando la voz-.

¿Sabes cuál es la ley de secuestro que se aplica en este Estado? -rebuscó rápidamente entre el montón de papeles que tenía sobre las rodillas-. Todos debierais estar plenamente informados.

– Ya está bien, Leo -murmuró Shively enojado-, no nos fastidies más con todas estas mierdas legales.

Pero Brunner no quiso callarse.

– Artículo Doscientos Siete del Código Penal de California.

Secuestrador es "toda persona que lleva consigo, retiene o toma a cualquier otra persona en este Estado para trasladarla a otro país, Estado o condado o a otra parte del mismo condado".

Me parece que está muy claro. Tan claro como el artículo Doscientos Ocho, en el que se especifica la pena que entraña tal acto.

Si raptas a alguien, el delito se castiga "con reclusión en la prisión del Estado durante un período no inferior a diez años y no superior a veinticinco años". -Brunner posó los papeles sobre el escritorio-. ¿Estáis todos dispuestos a arriesgar veinticinco años de vuestra vida a cambio de pasar un fin de semana con esta mujer? Porque éste es el castigo del secuestro y aquí estáis hablando de secuestro y nada más.

Malone se levantó del sillón giratorio.

– Leo, no has entendido el punto esencial.

Este acto sería secuestro si a Sharon nos la lleváramos a la fuerza contra su voluntad y ella nos acusara de haberlo hecho así efectivamente.

Pero, ¿acaso no os he demostrado con la suficiente claridad, acaso no os he explicado lo suficientemente bien que, una vez hubiéramos hablado con ella, sin causarle el menor daño, Sharon no tendría ningún motivo para acusarnos de tal delito? Jamás haría eso. No tendría ningún motivo.

Brunner se removió inquieto.

– Ojalá pudiera estar tan seguro como tú -dijo.

– Muy bien, voy a ir todavía más lejos. Supongamos que aun así, cuando la dejáramos en libertad sin haberle causado el menor daño, ella estuviera molesta con nosotros y decidiera perjudicarnos. Supongamos que se dirigiera a la policía.

¿A quién tendría que acusar? En mi plan, lo tengo previsto. Cuando nos la lleváramos, iríamos disfrazados. En su presencia iríamos también disfrazados.

Jamás nos llamaríamos por nuestros nombres. No podría saber ni quiénes éramos ni cómo éramos. No, Leo, en el peor de los casos, no sabría a quién acusar.

– Al parecer, lo tienes todo previsto -dijo Brunner.

– Pues claro. Es necesario tener previstas todas las contingencias.

No, no podría fallarnos nada porque lo tengo muy bien planeado. -Miró sonriendo a los demás-.

Nos divertiríamos con ella y después la soltaríamos al cabo de una semana o el período de tiempo que nos pareciera, y ella lo olvidaría o sólo lo recordaría como una aventura insólita y reanudaría su vida normal. Nosotros desapareceríamos y reanudaríamos nuestras vidas. -Se detuvo-.

Pero conservaríamos algo muy especial que muy pocas, poquísimas personas corrientes han logrado alcanzar.

Tendríamos a nuestras espaldas una experiencia inolvidable. Sí, habríamos vivido una experiencia con la que sueñan toda la vida millones de hombres sin lograr jamás alcanzarla. Nos contaríamos entre los pocos privilegiados. Eso es lo que debemos recordar. La recompensa.

Shively se dio una fuerte palmada en la rodilla y todos se volvieron para mirarle.

– Maldita sea, ya basta de perder el tiempo -ordenó-. Concentrémonos en el fin y no nos preocupemos por los medios. Los medios ya los iremos discutiendo. -Se detuvo-. Ya os he manifestado mi opinión.

Me gusta. Soy partidario de ello. No sé vosotros pero yo estoy con Adam. Lo ha preparado todo como un auténtico general y todo lo que dice tiene sentido. Digo que puede hacerse y que la recompensa bien merece el esfuerzo.

– Yo me inclino a estar de acuerdo contigo -dijo Yost.

– Pues, muy bien, ¿a qué preocuparse entonces? -dijo Shively rebosante de optimismo-.

Lo prepararemos hasta el más mínimo detalle. Si ponemos en práctica el plan de Adam hasta el más mínimo detalle, no correremos ningún riesgo. Podéis creerme.

Yo era ayudante del jefe de nuestro pelotón de infantería en el Vietnam. Lo importante es la organización y la preparación y el suficiente valor como para proseguir sin desmayo.

Todos los ataques e incursiones que efectuaban nuestras fuerzas se preparaban de antemano y, fijaos, estoy aquí, dio resultado. Eso de que estamos hablando aquí es diez veces más fácil. Y tiene que dar resultado.

Brunner no estaba convencido. Resistía tenazmente.

– Permanecer sentado aquí bebiendo y hablando, haciendo conjeturas y entregándonos a nuestras fantasías es una cosa. Pero la dura realidad es otra cosa muy distinta.

Hablar es fácil, sobre todo cuando se trata de una despreocupada conversación de hombres solos.

Pero en cuanto tratemos de poner en práctica este sueño, en cuanto intentemos trasladarlo a la vida real, tropezaremos con cientos de obstáculos y escollos.

No me gusta interpretar el papel del abogado del diablo pero…

Impaciente y enfurecido, Shively se dirigió a Brunner.

– Entonces deja de ponerle pegas al proyecto, maldita sea. Si no quieres formar parte del mismo, si quieres dejarlo, aún estás a tiempo. -Miró al perito mercantil-. Si no crees en lo que estamos haciendo ¿por qué demonios nos has invitado a venir a tu despacho? Brunner se encontró por primera vez como cogido en una trampa. Se ruborizó y se esforzó por hallar una respuesta.

– No… no lo sé. En serio que no sabría decirlo. Tal vez, bueno, quizá pensé que sería divertido hablar de ello.

– Pues se trata de algo más que eso -dijo Shively enojado-; y ahora voy a decirte de qué se trata y por qué estás aquí y por qué está Yost y por qué está el muchacho y por qué estoy yo también.

Es porque la sociedad nos ha humillado toda la vida, al igual que a la inmensa mayoría de la gente. Permanecemos como atrapados en el mismo sitio para el resto de nuestros días como si hubiéramos nacido en un sistema de castas.

– Esta es una opinión radical -protestó Brunner-y no estoy muy seguro que…

– Y yo te digo que no me cabe la menor duda de que así es -afirmó Shively ahogando la voz de Brunner con la suya propia-. Y tampoco soy radical. No me interesa la política.

Me interesa mi persona y no me gusta la manera en que me humilla el sistema. Los verdaderos delincuentes de este país son los poderosos y los ricachos. Nos explotan. Se aprovechan de nosotros. No nos dan nada y se lo guardan todo para sí.

Puesto que ya lo tienen todo, lo que hacen es conseguir más y más. Poseen las mejores casas, las mejores vacaciones, los mejores automóviles y las mejores mujeres que existen. Y se cagan en nosotros que estamos debajo como si se nos pudiera eliminar tirando de la cadena del retrete. Forman un grupo compacto en el que no se nos está permitido entrar.

Y te digo, Brunner, que ya estoy harto. Quiero entrar. Quiero participar también. Si no consigo dinero, que sea el mejor trasero que haya, análogo a los que ellos pueden conseguir siempre que se les antoja.

– Shively se había levantado, muy nervioso, con el rostro deformado en una mueca y los tendones de detrás de las sienes muy rígidos.

Se acercó a Brunner, se quedó de pie a su lado y movió la mano como abarcando toda la estancia-.

Mira a tu alrededor, Brunner, mira. Cuatro extraños que se han conocido accidentalmente. Ninguno de nosotros es un bocado especialmente escogido. Somos cuatro tipos normales y corrientes.

– Señaló con el dedo a Yost, sentado en el sofá-.

Aquí está Howard Yost. Universitario. Instruido. Astro del fútbol americano. ¿Y qué es ahora? Trabaja como un negro día y noche para mantener a su mujer y sus dos hijos.

Y se ve obligado a ahorrar hasta el último céntimo, podéis creerme. Si quiere divertirse un poco y echar una cana al aire, tiene que rezar para que le caiga en suerte alguna posible cliente hambrienta de amor. O bien tiene que ausentarse de la ciudad, para seguir trabajando, y en el transcurso de su tiempo libre se ve obligado a pagar a cambio de una cualquiera.

– El dedo de Shively señaló a Malone, que le escuchaba fascinado desde detrás del escritorio-.

Fijaos en este muchacho, Malone, Adam Malone.

Un chico listo. Mucha imaginación. Un escritor que debiera poder gozar de la libertad de escribir, pero, en su lugar, se pasa la mitad del tiempo colocando latas de sardinas en un maldito supermercado para poder ganarse el sustento. Y, para relajarse un poco, ¿qué tiene que hacer? Apuesto a que puede considerarse afortunado si de vez en cuando consigue meter mano a alguna mujer encorvada, patizamba y obesa que haya conocido en el supermercado.

Lo máximo que puede hacer para acercarse un poco a las hembras de clase, a una Sharon Fields, es soñar solo y masturbarse en la cama.

– Shively se golpeó el pecho-.

Fijaos en mí, Kyle Shively, de Tejas. Tal vez no posea instrucción universitaria pero soy listo. He aprendido muchas cosas por mi cuenta. Tengo lo que se llama sentido común y conocimiento de la naturaleza humana.

Y soy, además, muy habilidoso. Con estas dos manos soy capaz de hacer cualquier cosa. Tal vez, de haber tenido un poco de suerte, hubiera podido ser un constructor de automóviles millonario, como ese Ferrari y esos otros extranjeros.

Y, en lo tocante a habilidad, ésta no se limita a las manos sino que se extiende a la bragueta. ¿Y de qué me sirve? Si quiero divertirme un poco con una mujer, ¿quién accede a venir conmigo? Alguna estúpida adolescente o la dependienta de algún tienducho del barrio.

Las tías ricas de la alta sociedad, a las que veo día tras día, me miran por encima del hombro como si no fuera otra cosa más que un mono grasiento, un criado ignorante. Les importo un bledo. No soy nada.

Y ahora te toca a ti, Brunner. Se detuvo con los brazos en jarras contemplando a Brunner, que no se atrevía a mirarle a la cara-.

¿Y qué me dices de ti, señor Leo Brunner, en este palacio tuyo de la miserable avenida Western? No me digas que eres feliz o que estás satisfecho de tu vida.

No me digas que le has sacado a la vida todo el jugo, todo lo que tiene, a través de tus relaciones con una sola mujer, a través de tu matrimonio de treinta años con la misma mujer.

Durante estos treinta años sólo lo has probado dos veces con algo distinto e incluso en estos dos casos, fue por accidente, porque te tuvieron lástima.

– Brunner hizo una mueca, hundió la cabeza entre los hombros como una tortuga pero no dijo nada-.

Mira, a mí no puedes engañarme -prosiguió Shively-. No me digas que durante todos estos tristes años no te ha escocido el miembro y no has sentido el deseo de probar el material que es exclusiva de los ricos, el material que ves en las películas o en los periódicos. Pues, bien, hombre, voy a decirte lo más sincero que jamás hayas oído.

¿Cuánto tiempo te queda de vida? Ese pobre miembro sin usar se te está marchitando, se te está marchitando poco a poco. Jamás ha gozado de la buena vida de que disfrutan los llamados superiores.

Dentro de diez años no podrás siquiera levantarlo y estarás listo. Dentro de veinte años tampoco lo levantarás porque serás polvo y habrás muerto, y antes de morir comprenderás que ni una sola vez viviste la experiencia y la diversión de que otros has leído que disfrutan. ¿Qué dices a eso, Brunner? Shively esperó, respirando ruidosamente.

La estancia aparecía silenciosa como una tumba. Brunner permanecía sentado con la cabeza baja y la vista apartada en actitud vencida.

Al cabo de lo que pareció un rato, interminable Brunner suspiró audiblemente.

– ¿Qué qué puedo decir? Supongo que en cierto sentido tienes tienes razón. Tengo que ser sincero conmigo mismo. Sí, creo que no he tenido muchas oportunidades de. de vivir.

– Puedes estar bien seguro, amigo.

Pero ahora te digo que tienes una oportunidad, tal vez la última oportunidad, y te digo que la aproveches. Ven a jugar y deja de pensar. Cierra los ojos y lánzate y tal vez obtengas algo que pueda justificar tu existencia y haga que merezca vivirse lo que te reste de vida. ¿Te parece bien?

Brunner asintió casi imperceptiblemente. Yost habló desde el sofá.

– Estoy de acuerdo contigo, Shiv. Lo has expresado muy bien pero yo lo expresaría de una forma algo distinta si no te importa.

Yo digo que no nos lancemos con los ojos cerrados. Digo que, antes de lanzarnos, los abramos mucho. Que los abramos bien para poder ver dónde y cómo vamos a ir.

– Me parece bien siempre y cuando pongamos manos a la obra -dijo Shively encogiéndose de hombros.

Tomó una botella de cerveza, la destapó y se dirigió hacia el sofá.

– Yo soy un jugador, Adam -le estaba diciendo Yost a Malone-. Pero soy también muy aficionado a las estadísticas. Y me gusta jugar cuando las probabilidades están a mi favor.

Por consiguiente, procuremos que las probabilidades de esta inversión nos sean favorables. Estudiemos el plan general, examinémoslo paso a paso, revisemos todos los pasos con un peine de dientes finos, busquemos todos los boquetes que pueda haber, obturémoslos bien y procuremos que todos nuestros esfuerzos sean a prueba de errores.

– Estoy perfectamente de acuerdo -repuso Malone-.

Estoy dispuesto a volver a redactar. ¿Desde dónde propones que empecemos?

– Desde el principio -contestó Yost-.

Busquemos respuestas de primera mano, respuestas de testigo presencial, a las preguntas que voy a plantearte.

– Un momento -dijo Malone acercándose al escritorio, tomando un lápiz y abriendo un cuaderno de apuntes-. Deja que lo anote.

Yost esperó y después prosiguió:

– ¿Preparado? Primero, y sobre todo, las costumbres y hábitos de Sharon Fields.

No me basta saberlo de segunda mano a través de los periódicos y revistas. Quiero informes comprobados de testigos oculares. ¿En qué consiste realmente esta costumbre? ¿Efectúa realmente un paseo a primeras horas de la mañana? ¿Y sucede eso realmente todas las mañanas? ¿A qué hora exactamente? ¿Pasea sola? Cuando ella efectúa el paseo, ¿quién está en el interior de la casa y fuera de la casa? ¿Me entiendes?

– ¿Quieres decir que tenemos que comprobarlo personalmente? -preguntó Malone levantando los ojos del cuaderno.

– Personalmente. Para estar seguros, no una o dos veces sino muchas.

¿Dices que hay una zona elevada desde la que puede observarse la propiedad?

– Sí.

Desde la parte más elevada de la calle Stone Canyon.

– Muy bien, estupendo.

La siguiente pregunta se refiere a la fecha. ¿Cuándo podremos hacerlo? ¿Dentro de una semana? ¿Dentro de seis semanas? Tenemos que averiguar cuáles son sus planes para no cometer errores.

– Puedo averiguar el programa de sus actividades -prometió Malone.

– Otra cosa -prosiguió Yost-. ¿Cuánto tiempo vamos a permanecer con Sharon Fields? ¿Cómo coordinaremos nuestras respectivas actividades de tal forma que todos podamos conseguir una semana o diez días de vacaciones exactamente en el mismo período? Cuando la tengamos en nuestro poder, ¿dónde nos la llevaremos? En realidad, conozco un lugar perfecto pero, tal como ya he dicho, os lo comunicaré más tarde.

Después, ¿cómo conseguiremos un vehículo en el que podamos ocultarla, un vehículo que nadie eche en falta, y qué clase de vehículo tendrá que ser? ¿Cómo nos disfrazaremos de tal forma que resulte verosímil? Una vez en el escondite, qué tipo de provisiones nos harán falta? Después hay más… Su voz se perdió.

– ¿Como qué? -le preguntó Shively.

– Mmmm, tenemos que prever varios otros problemas peliagudos -repuso Yost lentamente-.

Por ejemplo, una vez nos la hayamos llevado, ¿qué personas la echarán en falta? ¿Qué harán estas personas cuando averigen que ha desaparecido? En cuanto a nosotros, ¿qué proyectos de emergencia o alternativas tendremos si alguien nos descubre en el momento de llevárnosla o bien cuando la estemos trasladando en un vehículo? ¿Cómo podremos estar seguros de que las personas más cercanas, patrones, esposas, amigos, no intentarán averiguar dónde estamos? Y finalmente hay que contar con la faceta psicológica de la empresa.

– ¿Y eso qué significa? -preguntó Malone dejando de escribir.

Yost se mordió los labios en expresión pensativa.

– Supongamos que alcanzamos el éxito. Y nos encontramos a solas con Sharon en un lugar aislado.

Yo creo que Adam tiene razón. Tengo el presentimiento de que colaborará con nosotros aunque no sea más que para pisar el roto.

Le gustará la emoción y la novedad de todo ello o tal vez se muestre de acuerdo porque nos tenga miedo.

– O porque no pueda oponernos resistencia -dijo Shively con una sonrisa.

– Tal vez sí -dijo Yost pensando-.

A eso quería venir a parar. ¿Y si, al final, se enoja por el hecho de que nos la hayamos llevado o, como ha dicho alguien, si sólo elige a uno o dos de nosotros y no a los cuatro? ¿Cómo lo solucionaremos? Tenemos que llegar previamente a un acuerdo unánime a este respecto.

Tenemos que estar de acuerdo y atenernos a lo que hayamos acordado.

– Creo que puedo ofrecer una solución de compromiso -dijo Malone-.

Pero tenemos que jurar, a partir de ahora, que así será y no desviarnos después de lo que hayamos acordado.

Sugiero que el único acto involuntario por parte de Sharon sea el hecho de que nos la llevemos.

Brunner intervino haciendo un supremo esfuerzo.

– Habrá otro acto involuntario por su parte. Sucederá cuando se despierte en el escondite y la retengamos allí por espacio de uno o dos días, tanto si ella quiere como si no, hasta que tengamos la oportunidad de intimar con ella.

– Tienes razón, Leo -dijo Malone-, éste será el segundo acto involuntario por su parte. Después, sugiero que todo lo que haga sea voluntario por su parte, que ella acceda de buen grado, sin coacción por nuestra parte.

Si quiere quedarse a hacer el amor y corresponder a nuestro amor, tendrá que ser con todos nosotros, no con uno, con dos o con tres sino con los cuatro.

Tendremos que ser todos o ninguno. -Se detuvo-.

Voy a subrayarlo.

Si quiere colaborar con nosotros -y no me cabe la menor duda de que así será-no habrá problema.

Lo habremos conseguido. Será el arco iris. La olla de monedas de oro.

Sin embargo, si dice que sólo accede a colaborar con uno de nosotros o con más de uno pero no con los cuatro, tendremos que dejar bien sentado, a partir de ahora, que olvidaremos el plan y la soltaremos sin más palabras.

No ejerceremos la fuerza, no le causaremos daño alguno y no cometeremos contra ella ningún acto delictivo éste debe ser el acuerdo básico.

¿Qué decís? ¿Tú, Howard?

– Muy bien -repuso Yost-. Estoy de acuerdo.

– ¿Y tú, Leo?

– Yo creo que sería lo más adecuado. Accedo a seguir adelante sobre esta base.

– ¿Shiv?

Shively esbozó una ancha sonrisa y se cubrió la bragueta con una mano.

– ¿Por qué perdemos el tiempo? Dibújame un plano e indícame la dirección. -Se comprimió con fuerza la bragueta-.

Todo a punto para la salida.

Cada cual tenía sus ocupaciones y necesitaban tiempo.

No se reunieron hasta cinco días más tarde, es decir, al sábado siguiente, y esta vez lo hicieron en el apartamento de Adam Malone de Santa Mónica, a las nueve en punto de la noche.

Malone observó que todos ellos llegaron con un aire de emoción reprimida, y que cada uno trajo una cosa como si fueran unos Reyes Magos que vinieran con oro, incienso y mirra.

Una vez preparadas las bebidas, se dispusieron inmediatamente a ir al grano.

Yost y Brunner se acercaron unas sillas a ambos lados de Malone, sentado junto a la mesa del comedor, y Shively se acomodó en el sillón de cuero. dedicándose a extraer cacahuetes de sus cáscaras y a mascarlos entre trago y trago de cerveza.

– Si no os importa, actuaré de secretario colectivo -dijo Malone.

– ¿Colectivo? ¿Y qué demonios es eso? -quiso saber Shively.

– Todos para uno y uno para todos -repuso Malone.

– Ah, entonces, bueno -dijo Shively.

Por unos momentos he pensado que ibas a endilgarnos una de esas cosas de tipo comunista.

– No te preocupes -dijo Malone sonriendo con tolerancia-. Somos una organización democrática.

El Club de los Admiradores, ¿acaso no lo recuerdas? -Abrió el cuaderno de notas, tomó el lápiz y consultó la hoja que tenía delante-.

He pasado a máquina las preguntas que planteó Howard hace cinco días.

Creo que acordamos acudir a esta reunión con algunas respuestas.

Leeré las preguntas una a una, las iremos resolviendo y anotaré la decisión que hayamos tomado en relación con la forma de proceder. ¿Empezamos?

– Te escucho -dijo Yost ansiosamente.

– Muy bien. Primera pregunta. ¿Quiénes son las personas que pueden encontrarse en el interior de la casa de Sharon o bien en los terrenos adyacentes un día cualquiera de la semana? Saberlo es fundamental.

¿Alguno de vosotros dispone de información a este respecto? Leo Brunner, con los ojos muy brillantes detrás de sus gafas convexas, levantó tímidamente una mano.

– Creo que puedo ayudaros -dijo como avergonzado-.

Creo que sé qué personas están al servicio de la señorita Fields o lo estaban hasta abril último. -Vaciló-.

Jamás había hecho nada semejante. Me temo que, para obtener esta información, he sido cómplice del quebrantamiento de una ley federal. -Se inclinó, abrió la cartera de ejecutivo marrón que llevaba y extrajo como unas veinte fotocopias de tamaño legal-. He obtenido una copia del último formulario de impuestos sobre la renta rellenado por Sharon Fields con destino al Servicio de Impuestos Internos.

– ¿No es una broma, Leo? -preguntó Yost muy impresionado-. ¿Cómo demonios.?

– No me convence -dijo Shively-. ¿Y eso qué nos va a decir?

– Muchas cosas, muchísimas cosas -repuso Brunner orgullosamente-.

Un formulario del SII es posible que a un profano no se le antoje más que una aburrida colección de números.

Pero me he pasado mucho tiempo preparando este tipo de formularios y, para un perito mercantil con experiencia, la relación que figura en el formulario del SII equivale a una biografía. Os aseguro que, cuando uno sabe leer los formularios del impuesto sobre la renta, éstos resultan tan emocionantes y reveladores como el informe de un investigador privado.

Si se interpreta y lee como es debido, un formulario detallado de impuestos, con todo el acompañamiento de notas adicionales y declaraciones, puede ofrecerte un perfil muy preciso de la vida y actividades de una persona.

– Rebuscó entre las fotocopias-.

Sí, el formulario de impuestos de la señorita Fields revela muchas de las cosas que deseamos saber.

No sé ni cómo se me ha ocurrido adquirirlo.

– Ha sido una idea muy brillante, Leo -dijo Malone con sincera admiración.

– Gracias -dijo Brunner complacido-.

Ahora, en respuesta a la pregunta de quiénes son las personas que pueden estar dentro de su casa o fuera de ella, en los terrenos de la propiedad cualquier semana, aquí tengo las páginas correspondientes.

– Rebuscó entre las hojas-. Aquí está. "Deducciones laborales. Salarios y sueldos".

Aquí tenemos a la señorita Nellie Wright, secretaria con plena dedicación. Al parecer vive en la casa porque el documento revela que dos habitaciones de la casa -una para uso personal y otra destinada a despacho-se consideran incluidas dentro de los gastos laborales.

En la lista de gastos laborales parciales están incluidas Pearl O. Donnell y Patrick O. Donnell, al parecer marido y mujer, que sirven a la señorita Fields en calidad de ama de llaves y chofer. Viven también en la propiedad, en una casita aparte situada detrás de la residencia principal.

Después, bajo el apartado C-uno tenemos los sueldos entregados a Henry Lenhardt, calificado de asesor de relaciones públicas, y Félix Zigman, representante personal que fue el que preparó el formulario.

No existe ninguna indicación que permita suponer que el señor Lenhardt o el señor Zigman vivan en la casa, pero imagino que la visitan muy a menudo.

Ahora, vamos a ver. -Brunner rebuscó entre las hojas mientras Malone tomaba notas-. Aquí está, eso podría ser importante.

Bajo la lista de gastos laborales parciales se incluyen los salarios de tres jardineros llamados K. Ito e hijos.

Otro de los gastos laborales, poco interesantes para el SII pero significativo para nosotros, es la cantidad pagada anualmente en concepto de mantenimiento del sistema de alarma protector y de servicio de vigilancia por parte de un coche patrulla particular que protege la propiedad de la señorita Fields.

– Oye, eso es importante, Leo -dijo Shively.

– Un trabajo estupendo, Leo -dijo Yost con creciente respeto.

Brunner aceptó modestamente los espaldarazos.

– Bueno, confío en que haya sido útil.

Creo que es todo lo que puede saberse a través de este medio.

Volvió a guardar las hojas en la cartera y la cerró.

– ¿Cómo has conseguido hacerte con eso? -quiso saber Malone.

– Prefiero… prefiero no revelar el medio -dijo Brunner-.

Baste decir que estoy en contacto con las oficinas del SII de Los Ángeles.

– Quienquiera que te los haya facilitado, Leo -dijo Yost momentáneamente preocupado-, ¿no ha mostrado esa persona curiosidad por el motivo que te ha inducido a solicitar el formulario de impuestos de Sharon Fields?

– Pues, no -repuso Brunner, vacilando un poco antes de proseguir-.

He obtenido este informe por medio de alguien muy allegado a mí, alguien a quien he hecho ciertos favores en el pasado. Pero, para prevenir cualquier pregunta, me inventé una historia.

Le dije a esta persona que se me había presentado la oportunidad de conseguir la cuenta de una joven actriz en ascenso, una actriz que era posible que algún día alcanzara las mismas altas cimas que Sharon Fields.

Le dije que tenía en proyecto entrevistarme con ella en un cercano futuro y que, antes de hacerlo, quería estar al corriente de los especiales problemas tributarios con que pudiera enfrentarme al manejar los asuntos de una persona del mundo del espectáculo.

Quería saber hasta qué extremo llega la flexibilidad en lo concerniente a los gastos a deducir.

Le dije que me sería muy provechoso echar un vistazo a algún formulario reciente rellenado por alguien como Sharon Fields, es más, que para mí sería muy útil poder ver el último formulario de la señorita Fields.

– Sigo sin ver cómo es posible que tu amigo pudiera hacerse con algo tan secreto -dijo Malone.

– Al igual que tú, yo también creía que iba a ser muy difícil.

Bueno, este amigo mío -si queréis que sea sincero, os diré en confianza que mi amigo trabaja en la delegación local del SII-me dijo que todos los residentes en Los Ángeles envían directamente los formularios de impuestos al centro del Servicio de Impuestos Internos de Ogden, Utah.

Si, por el motivo que sea, las oficinas de Los Ángeles solicitan una copia, se ponen en contacto con el centro de Ogden y reciben la copia al cabo de tres o cuatro semanas.

Sin embargo, en el caso de que se precise efectuar una revisión, en Los Ángeles se reciben copias de los formularios que hay que revisar y éstos ya quedan archivados aquí.

Huelga decir que los impuestos de alguien como la señorita Fields son sometidos anualmente a revisión.

Por consiguiente, en la delegación local se disponía de todo un archivo dedicado a sus formularios. Y mi amigo pudo facilitar las copias inmediatamente.

No tiene ni la menor idea del uso a que me propongo destinarlas.

Yost se sumió brevemente en sus pensamientos.

– ¿Sabéis una cosa? La información que acaba de facilitarnos Leo nos pone sobre aviso acerca de tres obstáculos que tenemos que superar.

A saber: ¿Qué extensión posee el sistema de alarma de la casa de Sharon Fields? Es decir, si se extiende hasta la verja de entrada.

Después los coches patrulla particulares. ¿Con cuánta frecuencia pasan y a qué horas del día y de la noche? Después estos jardineros, el señor Ito e hijos, ¿qué días y a qué horas se dedican a recortar el césped o lo que sea? Malone posó el lápiz y dijo:

– Puedo responder a cada una de estas preguntas, por lo menos parcialmente.

Explicó que en el transcurso de la semana anterior se había tomado la molestia de espiar las actividades que tenían lugar en la propiedad de Sharon Fields.

Había permanecido en su puesto de observación todas las mañanas y parte de tres tardes en el transcurso de su tiempo libre.

Había pedido prestados un par de prismáticos. También había llevado consigo una máquina fotográfica para poder simular ser un fotógrafo profesional en el caso de que a alguien del barrio le extrañara su comportamiento.

Había ascendido hasta el punto más elevado de la calle Stone Canyon de Bel Air, había permanecido apostado en su escondite y había observado toda la actividad que había tenido lugar abajo.

Se alegraba de poder comunicarles que su vigilancia había resultado muy provechosa.

– ¿Provechosa hasta qué extremo? -preguntó Shively.

– Ante todo, es cierto, tal como se dice, que Sharon Fields efectúa ese paseo a primeras horas de la mañana.

La he visto salir todas y cada una de las mañanas en que la he estado vigilando.

Iniciaba el paseo hacia las siete de la mañana, minuto más minuto menos.

Paseaba lentamente acompañada únicamente por su terrier Yorkshire.

– ¿Qué clase de perro es ése? -preguntó Shively preocupado.

– En comparación con los perros corrientes, un Yorkshire es un mosquito. Podrías guardarlo dentro de la cartera de ejecutivo de Leo.

– Muy bien -dijo Shively-. ¿Y qué más? -No podía quitarle los ojos de encima -dijo Malone-.

Es preciosa. Bueno, recorría la calzada desde la casa hasta la verja de hierro.

Sólo la perdía de vista una vez en el transcurso de la ida y otra en el de la vuelta, porque hay un grupo de árboles aproximadamente a la altura de los dos tercios del camino hasta la verja.

Cada mañana llegaba hasta la verja alrededor de las siete y cuarto y después regresaba a la casa por el mismo camino.

– A nosotros lo único que nos interesa es el lugar en que se encuentra a las siete y cuarto. ¿No es eso? -dijo Shively.

– Sí -repuso Malone asintiendo-.

Vamos ahora a tus preguntas, Howard. Vi una vez a esos tres jardineros.

Pero nunca por la mañana. Ni el viernes ni el domingo, aunque aquella tarde no pude ir. Pero el sábado por la tarde, poco después de la una, llegó el viejo Ito con sus dos hijos mayores y los tres se dedicaron a trabajar en el jardín, desde la una hasta las cuatro.

– Es bueno, saberlo -dijo Yost-.

Pero será mejor que compruebes bien su horario.

– Eso pretendo hacer -dijo Malone-.

Me imagino que siendo tan extensa la propiedad de Sharon, a Ito y sus hijos no debe bastarles con una sola vez a la semana.

Es probable que acudan a la propiedad una o dos veces más. Ya les vigilaré.

Ahora vamos al coche patrulla particular, También he conseguido averiguar algo a este respecto.

Se parece a un coche patrulla de la policía. Está pintado de blanco y negro. El vehículo está ocupado por un solo hombre uniformado.

Le vi pasar cada mañana frente a la verja a eso de las diez, y cada tarde hacia las tres.

– ¿Descendía del coche y entraba en la propiedad? -preguntó Brunner.

– Y, lo que es más importante -dijo Shively-. ¿Iba armado?

– La respuesta a esta pregunta queda contestada con la respuesta a la de Leo.

No sé si iba armado porque no descendía del vehículo.

Aminoraba simplemente la marcha al acercarse a la verja de entrada, echaba un vistazo y después describía una vuelta en U y se alejaba.

– Esta patrulla de alta seguridad me gusta muchísimo -dijo Shively dándose Una palmada en un muslo.

– A mí también -dijo Malone-.

Bastará con que vayamos cuando ellos no estén.

En cuanto al sistema de alarma.

– Sí, en eso estaba pensando -dijo Yost.

– Sólo puedo comunicaros mis observaciones y deducciones.

Al llegar el jardinero Ito, le vi hablar a través de una especie como de altavoz instalado en un poste que hay junto a la verja, y poco después se abrieron automáticamente hacia adentro las dos hojas de la verja.

Además, esta mañana, hacia las diez y diez, uno de esos camiones de reparto de agua mineral de montaña, de Puritas creo que era, se acercó hasta la verja.

El conductor habló por el altavoz y la verja se abrió automáticamente. ¿Qué os dice eso a vosotros?

– A mí me dice muchas cosas -dijo Shively inclinándose hacia adelante sentado en el sillón de cuero-. ésta es mi especialidad.

Me dice que la verja se abre y se cierra electrónicamente desde el interior de la casa.

También me indica que probablemente el sistema de alarma sólo se extiende a la casa propiamente dicha.

Aunque de eso no podemos estar seguros.

Hay cientos de sistemas distintos.

Si esta Sharon tiene conectado el sistema de alarma con la verja de entrada, tropezaríamos con muchas dificultades.

Porque si manejamos indebidamente la unidad de alarma, se producirá un aviso silencioso de alarma que llegará hasta el cuartel general de la patrulla, desde donde transmitirán por radio una alerta a uno de los coches patrulla.

Por consiguiente, de eso tenemos que asegurarnos muy bien.

– Estoy totalmente contigo, Shiv -dijo Yost-. Tenemos que estar absolutamente seguros de cómo vamos a manejarlo.

No podemos dejar nada al azar, y tanto menos algo tan peligroso como un sistema de alarma. -Rebuscó un puro en el bolsillo de la chaqueta, lo desenvolvió, le mordió la punta y siguió pensando en el obstáculo.

Súbitamente se le iluminó el rostro-. ¡Oíd!, se me ha ocurrido una idea para que podamos verificar el funcionamiento tanto del sistema de alarma como del coche patrulla.

– Señaló a Malone con el puro-.

Necesito que me ayudes, Adam.

– Dime de qué se trata.

– La próxima vez que te traslades al puesto de observación, enfoca con los prismáticos el costado del coche patrulla.

Eso nos indicará el nombre de la empresa. Tú encárgate de eso y yo me encargaré de lo demás.

– Lo haré.

– Muy bien.

Después telefonéame a mi despacho para comunicármelo.

Y haré lo siguiente: llamaré a la empresa de coches patrulla, fingiré que soy un posible cliente, les facilitaré un nombre y una dirección falsas de Bel Air o tal vez la verdadera dirección de alguna casa cercana a la de Sharon.

Les diré que tengo una casa muy grande con mucho terreno y una verja de entrada -les describiré más o menos la propiedad de Sharon-, y les pediré cierta información preliminar acerca de los distintos sistemas que utilizan, cómo funcionan éstos, hasta qué extremo resultan seguros y cuánto pueden llegar a costar y les diré que quiero saber todo eso antes de concertar una cita en la que me puedan facilitar datos más concretos.

– ¿Y crees que colaborarán? -preguntó Brunner.

– Pues, claro, Leo, no tienen más remedio que mostrar interés por un posible cliente. En cualquier caso, soy muy hábil para vencer la resistencia de la gente. Es mi especialidad, ¿no? Conseguiré hacerles hablar.

De esta forma averiguaré si el principal sistema de alarma que instalan sólo protege la casa o está también conectado en cierto modo con la verja y valla exterior.

Si la protección se extiende a la verja y la valla, tendremos que inventarnos otro medio de entrar, si es que nos queda alguna otra alternativa.

Esperemos que la cerradura electrónica de la verja sea una unidad aparte, que no tenga nada que ver con el sistema de alarma interior.

Pero quiero asegurarme.

Lo habré resuelto para cuando volvamos a reunirnos.

– Sí, hazlo -dijo Shively-.

Porque si la verja es unidad electrónica aparte, yo podré encargarme de ella fácilmente. La desactivaré la noche anterior a la operación. Entonces podremos abrir la verja manualmente y entrar.

– Perfecto -dijo Malone sin dejar de tomar notas-.

Y yo podré proseguir la vigilancia de la propiedad desde ese punto elevado que he descubierto. De momento no me es posible hacerlo cada día. Pero dos semanas antes de la operación, podré hacerlo diariamente y casi con plena dedicación. Os tendré preparado también el horario de los jardineros. Y del coche patrulla. Y de cualquier otro tipo de visitantes que tengan por costumbre acudir con regularidad.

– Yo me uniré a ti cuando ya falte menos para el despegue -dijo Shively-. Cuatro ojos ven más que dos. Además, quiero echarle otro vistazo al objeto de nuestro afecto.

Malone estaba estudiando las preguntas que figuraban en la hoja mecanografiada que tenía delante.

– El escondite -dijo-.

Creo que es una de las cuestiones fundamentales que tenemos que resolver.

Cuando ya la tengamos en nuestro poder, ¿a qué sitio nos la llevaremos, a qué lugar aislado y seguro? Yost terminó de encender el puro y apagó la llama del fósforo.

– No será problema. ¿Recordáis que os dije que ya tenía pensado el sitio? Los demás asintieron para dar a entender que lo recordaban y esperaron pacientemente a que prosiguiera.

Desde detrás de una nube de humo, Yost les dijo:

– Hemos tenido suerte. No vais a creerlo. El escenario perfecto, como hecho a la medida para nuestra operación.

Sin darse la menor prisa, deseoso de adornar su participación, Yost empezó a referirse a su antigua amistad con un hombre llamado Raymond Vaughn, un afortunado ingeniero.

Cada año, hasta hacía un año, Yost y Vaughn solían organizar juntos excursiones de caza. Es más, sus hijos habían asistido a la misma escuela.

Este Vaughn siempre había sido muy partidario de huir de la ciudad y pasar prolongados fines de semana o vacaciones con su familia en algún lugar lejano y relativamente aislado.

Hacía cosa de unos ocho años, recorriendo una zona totalmente desértica y alejada en las Gavilán Hills, cerca de Arlington, California, Vaughn había descubierto un terreno con un descolorido y casi ilegible letrero de "En venta".

Vaughn llegó a la conclusión de que era un lugar ideal de vacaciones. Compró el terreno y, en dos años, utilizando rocas de granito y bloques de cemento, se había construido un refugio de ocho habitaciones, lo había amueblado por completo y le había instalado una fosa séptica y electricidad suministrada por una batería portátil.

Vaughn se había gastado una pequeña fortuna en aquel aislado escondite, y él y su familia habían podido gozar de aquella paz y comodidad durante dos o tres veces al año por lo menos.

Porque, a pesar de su aislamiento, el refugio de Vaughn sólo estaba a dos horas de coche del centro de Los ángeles.

– Hace poco más de un año -y ésa es nuestra suerte-mi amigo se fue de Los Ángeles -prosiguió Yost-. Su empresa firmó un importante contrato en Guatemala y a Vaughn le pidieron que supervisara el proyecto con gastos pagados, aumento de sueldo y bonificación.

Como es natural, no pudo negarse. Además, estaba deseando cambiar de ambiente. Alquiló su casa de Los Ángeles y se fue con su familia a la Antigua. Antes de hacerlo llegó a la conclusión de no vender el refugio de Gavilán Hills. De todos modos la venta no hubiera sido fácil porque es un lugar muy inaccesible.

Y me entregó las llaves a mí por si me apetecía utilizar el refugio durante la temporada de caza. Sólo me he trasladado allí una vez para asegurarme de que todo estaba bien cerrado y seguro. -Yost se detuvo, miró con expresión radiante a los demás y les hizo el regalo-. Bueno, pues es nuestro, nos está esperando -dijo-. Es como hecho a la medida.

Por allí no se acerca nadie jamás. No hay nadie que conozca siquiera su existencia.

– Alguien lo habrá construido -dijo Shively-. Deben saber su emplazamiento.

– Te aseguro que no lo sabe nadie -dijo Yost sacudiendo la cabeza-.

Vaughn lo construyó en buena parte con sus propias manos. Eso fue lo que más gracia le hizo. Utilizó rocas de granito que halló por la zona y algunos bloques de cemento que hizo traer para la construcción de las paredes maestras. De esta manera, eliminó la necesidad de trabajos de carpintería y revoque.

Instaló un pavimento de madera y lo recubrió con losetas de linóleum y alfombras. Para las paredes interiores utilizó paneles de madera. Utilizó un revestimiento de asfalto para el tejado y dentro dejó las vigas del techo descubierto y se limitó a pintarlo.

Ah, recuerdo que le ayudaron. Contrató los servicios de un par de "espaldas mojadas" mexicanos, al objeto de que le ayudaran.

Pero de eso hace años, y los mexicanos iban de paso y lo más probable es que no supieran qué lugar era aquél, y también es probable que haga mucho tiempo que hayan regresado a México o se encuentren en la cárcel.

No, Shiv, eso no me preocupa.

– ¿Y qué me dices de los inspectores de la construcción del condado? -preguntó Malone-. O de la posibilidad de que haya alguna factura de algún servicio de compañías de suministro.

– Estarás bromeando, Adam -repuso Yost riéndose-.

Oye, amigo mío, Vaughn lo construyó fuera de la vista y fuera del camino sin conocimiento de nadie. No lo supo ningún inspector. No hay tampoco compañías de suministro.

No hay facturas de teléfono, gas o electricidad porque no dispone de teléfono ni de gas y el agua se extrae de un pozo del patio de atrás, y ya os he dicho que el refugio posee un generador de electricidad propio.

Mira, hasta a mi amigo le costaba mucho al principio llegar hasta su refugio y no digamos conseguir que le trajeran provisiones.

Había un camino que ascendía hasta la mitad de la colina y después no había más que arbustos y malezas.

Tuvo que trabajar muchos meses para construir un estrecho camino lateral que se apartara de este camino que sólo llegaba hasta media colina.

Construyó un camino lo suficientemente ancho como para que pudiera circular un automóvil, y tuvo que cavarlo en la colina rodeando el Mount Jalpan, para bajar después a su refugio del valle.

Podéis creerme, muchachos. Es un lugar tan aislado y seguro como la isla desértica de Robinson Crusoe, que no recuerdo ahora cómo se llamaba.

– La isla de Crusoe era Más a Tierra -dijo Malone inmediatamente.

– Muy bien, pues ahora nosotros tenemos también nuestra Más a Tierra -dijo Yost.

– Y en lugar del hombre, Viernes, de Crusoe, nosotros tenemos a nuestra muchacha, Sharon -dijo Malone tomando el lápiz-. A, partir de ahora, Más a Tierra será el nombre clave de nuestro escondite.

– Howard -dijo Brunner tosiendo nerviosamente-, ¿y si tu amigo el señor Vaughn regresara de improviso y decidiera ir a echarle un vistazo a Más a Tierra?

– No es probable. Cálmate, Leo. A mi amigo le retiene en Guatemala un contrato de cinco años y sus niños estudian en Ciudad de México.

En la última carta que me escribió me decía que, cuando dispusiera de algunos días libres, se iría a pasarlos con sus hijos a México. Vaughn no aparecerá por aquí hasta dentro de tres o cuatro años.

– Bueno, eso ya lo tenemos resuelto -dijo Shively-.

Si tan aislado está, ¿cómo demonios podremos llegar hasta este refugio? -Hacen falta dos clases de vehículos para llegar hasta allí.

Un coche normal o un camión de tamaño mediano pueden subir por el camino hasta la mitad. Después, a partir del lugar en que Vaughn construyó su camino particular, para recorrer lo que queda del Mount Jalpan se requiere algo más pequeño y resistente.

Se puede subir a pie el resto de la distancia. Pero os digo que en verano es una escalada tremenda a no ser que se esté en muy buena forma. Nosotros lo probamos una vez. Después alquilamos una motocicleta que subimos hasta medio camino en una furgoneta.

Después tuvimos que dejar la furgoneta a medio camino y efectuamos el resto del recorrido con la moto.

Para volver, tomábamos la motocicleta, la dejábamos aparcada entre los arbustos, nos metíamos en la furgoneta y bajábamos la colina hasta llegar a la autopista de Riverside y desde allí hasta casa.

Ah, recuerdo ahora una cosa que se me había olvidado. Vaughn dejó de usar la moto al poco tiempo porque se veía obligado a hacer dos viajes de subida y bajada para poder trasladar a la familia. Acabo de acordarme. Sustituyó la moto por uno de esos cacharros Cox de ir por las dunas, que modificó añadiéndole dos asientos provisionales en la parte de atrás y una capota de lona.

¿Habéis visto en acción alguna vez uno de esos cacharros de ir por las dunas? Son capaces de andar por las rocas, las barrancas, las colinas más escarpadas, los caminos más difíciles, la arena, cualquier cosa. Ahora quisiera recordar.

– ¿Recordar qué? -le aguijoneó Malone.

– Lo que hizo con este cacharro de dunas antes de irse a Guatemala. No, estoy seguro de que no lo vendió. ¿Pero qué digo? Si lo vi allí mismo cuando Vaughn se fue. Claro que sí, lo dejó aparcado para mantenerlo en forma.

Pero la última vez que estuve allí, la maldita cosa no se puso en marcha.

– La batería agotada -dijo Shively.

– Y tuve que ir a pie tanto a la ida como a la vuelta.

Santo cielo, Shiv, tal vez en estos momentos se haya estropeado, algo más que la batería.

Hace un año que nadie utiliza este vehículo. No sé si podríamos hacerlo funcionar.

– No te preocupes por eso -dijo Shively-, yo soy capaz, de hacer funcionar lo que sea.

– Muy bien -dijo Yost con renovado entusiasmo-, iremos a echarle personalmente un vistazo.

¿Qué te parece, Shiv? Una mañana cualquiera de la semana que viene podemos desplazarnos a primera hora hasta Arlington, y desde allí seguir en dirección a las colinas y el refugio.

– Más a Tierra -le recordó Malone.

– Claro, claro, lo que tú digas -dijo Yost, dirigiéndose de nuevo a Shively-. Podemos hacer el viaje y calcular con toda exactitud el tiempo que tardaremos.

Podemos ir con mi Buick hasta la mitad de la colina y llevarnos unas cuantas latas de gasolina para el cacharro. Tú traes las herramientas y piezas de recambio que pienses que vas a necesitar. Y podemos recorrer la distancia que nos quede hasta el refugio a pie.

No es que me agrade demasiado la idea, pero me imagino que será la última vez. Tú arreglarás el cacharro y, mientras, yo veré si todo está en orden en el refugio y qué artículos van a hacernos falta. ¿Te parece bien?

– Cualquier mañana -repuso Shively. Basta que me lo comuniques con un día de antelación.

Malone estaba tamborileando con el lápiz sobre el cuaderno de notas.

– Muy bien, ya está solucionado el asunto del segundo vehículo.

Pero ¿y el principal? ¿El que utilizaremos para… bueno, para llevarnos a Sharon y trasladarla por la autopista hacia las colinas? No creo que ninguno de nuestros coches nos sirviera.

Creo que debiéramos utilizar una especie de camioneta cerrada o tal vez una furgoneta de acampar, en la que pudiéramos ocultarla.

Algo así como uno de esos autobuses El Camino o VW.

– No tenéis ni la menor idea -le interrumpió Shively belicosamente, ofendido de que Malone se hubiera atrevido a invadir su propio territorio-. Eso de los coches será mejor que me lo dejéis a mí. Estas camionetas y furgonetas tan elegantes que acabas de mencionar nos costarían un ojo de la cara, aunque las adquiriéramos de segunda mano.

¿De dónde sacaríamos el dinero a no ser que tú estés dispuesto a pagarla de tu bolsillo? No. Eso déjamelo a mí. Encontraré alguna vieja camioneta de reparto abandonada -tal vez una vieja camioneta Yamahauler o una Chevy-de las muchas que hay todavía por ahí.

Escogeré la más adecuada, sacaré de alguna otra las piezas que sean aprovechables, pondré manos a la obra, la dejaré como nueva y no cobraré nada por el trabajo. ¿De acuerdo, muchachos?

– Ya lo creo, Shiv. Estupendo.

Después, en el último momento, tal vez le pintemos algo en el lateral para que parezca que somos de alguna empresa. Utilizaremos un nombre falso Desinfección y Desratización, Sociedad Anónima, o algo por el estilo. Después lo borraremos.

– Tras haber calmado a Shively, Malone volvió a examinar el cuaderno de notas-.

Y ahora pasemos a los suministros.

¿Qué clase de suministros nos harán falta en Más a Tierra?

– Depende -repuso Yost-…

Depende del tiempo que los cuatro -bueno, los cinco-permanezcamos ocultos allí. Todavía no hemos llegado a un acuerdo a este respecto. Me parece que debiéramos dejarlo bien sentado cuanto antes.

– ¿Qué os parece una semana? -preguntó Malone.

– No, no basta -protestó Shively-. Lo he estado pensando mucho. Una semana no será suficiente.

Hay que tener en cuenta, ateniéndonos al plan de Adam, que perderemos dos, tres o tal vez cuatro días en calmarla y conseguir que se muestre más favorablemente dispuesta en relación con nosotros.

En tal caso, sólo nos quedarían tres días para pasarlo bien. No quiero tomarme todas estas molestias a cambio de poder acostarme tres días con una mujer.

– La primera vez te conformabas con una sola noche -le dijo Malone.

– Eso fue entonces. Ahora es distinto. Porque ahora la cosa cada vez va siendo más real. ¿Por qué no aprovecharla al máximo? Yo digo que un par de semanas; me parece algo muy propio del verano: unas vacaciones de dos semanas. ¿Qué opináis?

– No pongo reparos -repuso Malone-. Lo que vosotros acordéis.

¿Tú qué dices, Howard? Yost sopesó la posibilidad de las dos semanas.

– Bueno, creo que podrá arreglarse.

Mis clientes se pasan dos semanas sin mí siempre que salgo de vacaciones con Elinor y los niños. Supongo que mi clientela podrá sobrevivir una vez más.

– ¿Y tú, Leo? -preguntó Malone mirando a Brunner.

Brunner se empujó nerviosamente las gafas hacia arriba.

– No lo sé. Os digo que no es fácil. Raras veces transcurre una semana sin que a alguno de mis clientes le ocurra alguna contrariedad. A decir verdad, jamás me he ausentado de mi despacho durante un período superior a una semana.

– Pues ya es hora de que empieces a hacerlo -le dijo Shively.

– Bueno, si la mayoría vota a favor, no quiero ser el único disidente -dijo Brunner-. Intentaré arreglarlo.

– Solucionado -dijo, Malone y giró el sillón en dirección a Yost-.

Necesitaremos dos semanas de suministros para cinco personas.

– No preveo ningún problema si todo lo organizamos de antemano -dijo Yost-.

Es probable que subamos al refugio un par de veces antes del gran día y en tales ocasiones podremos llevar lo que haga falta y dejarlo allí.

Recuerdo que el refugio está completamente amueblado. Hay dos dormitorios. Vaughn ocupaba el dormitorio principal, en el que había una cama muy espaciosa y un armario lleno de sábanas, almohadas, mantas y toallas.

Después había un dormitorio más pequeño con dos literas para los chicos. Tendríamos que preparar otro dormitorio.

– ¿Por qué tres? -preguntó Shively.

– Bueno, supongo que le ofreceremos a Sharon el dormitorio principal -repuso Yost-.

Dos de nosotros dormiremos en la habitación de las literas, pero hará falta otra para los demás.

Recuerdo que hay una especie de habitación entre el dormitorio de los niños y el cobertizo del coche. Vaughn la utilizaba como taller y cuarto trastero. Podríamos sacar las cosas y convertirla en el tercer dormitorio que necesitamos, turnándonos para dormir en sacos de dormir. Tendremos que hacernos con dos sacos de dormir pero eso será fácil. Yo dispongo de uno. Podríamos comprar otro y pagarlo entre todos.

– ¿Y de la comida qué? -preguntó Shively.

– La compraríamos de antemano -dijo Yost-. Casi todo nos durará dos semanas.

Además, hay una nevera para los productos que pudieran estropearse. Si se nos termina algo, podría acercarme a comprar algo a Arlington o Riverside. Ahora que recuerdo, en Arlington hay una pequeña galería comercial y enfrente hay un supermercado llamado Stater y también licorerías y tiendas de artículos de vestir y una o dos farmacias en la calle principal. Si se nos termina algo, no habrá problema.

– Eso no me gusta nada -dijo Shively bruscamente.

Los demás se sorprendieron.

– ¿Qué es lo que no te gusta, Shiv? -le preguntó Yost.

– Que tú o cualquier otro de nosotros salga del escondite y se deje ver por la ciudad. Es peligroso.

– Demonios, Shiv -protestó Yost-. Eres un poco exagerado.

Puesto que no nos buscaría nadie, en Arlington no les llamaría la atención que un forastero se dejara caer por allí para efectuar algunas compras.

Los que salen de vacaciones lo hacen todas las semanas al salir de la autopista.

– Sigue sin gustarme -insistió Shively.

Yost levantó las manos en ademán de condescendencia.

– Muy bien, si tan nervioso te pone, no lo haremos. Procuraremos hacer todas las compras de antemano.

– Así será mejor -dijo Shively.

– Tendremos que confeccionar por adelantado una lista muy completa de todo lo que nos va a hacer falta, hasta el más pequeño detalle. Incluso.

– Yost chasqueó súbitamente los dedos-. Ahora que recuerdo, casi lo había olvidado. Tengo aquí una cosa muy interesante. -Se apoyó la cartera sobre las rodillas, la abrió y extrajo lo que parecía un documento protegido por una funda de plástico. Abrió la funda y sacó los papeles doblados que ésta contenía-.

Tal vez no resulte tan interesante como el formulario de la declaración de impuestos que nos ha traído Leo pero supongo que será útil. -Se detuvo con gesto teatral y agitó en sus manos el documento-. Aquí lo tienen, señores.

Estáis contemplando una cosa confidencial que muy pocas personas están autorizadas a ver. Estáis contemplando la póliza de seguro de vida particular y personal de Sharon Fields, número uno siete uno tres uno guión noventa. Los ojos de Malone se abrieron de asombro.

– ¿La Póliza de Sharon?

– Ni más ni menos, suscrita hace dos años y con el informe médico.

– ¿Y cómo has podido echarle el guante a eso? -preguntó Malone muy impresionado-. Yo creía que estas pólizas eran algo muy confidencial.

– Pues ya nada es confidencial, muchacho -dijo Yost soltando una carcajada-. Siempre hay alguien que conoce todo lo concerniente a los demás.

En este caso ha sido fácil. No olvides que trabajo en seguros. Bueno, la Compañía de Seguros de Vida Everest, que es la mía, no es más que una de las muchas compañías propiedad de una sola sociedad.

Otra de las compañías de la sociedad es la Compañía de Seguros de Vida y Pensiones Vitalicias Sanctuary.

Todas tenemos un centro de información común acerca de cualquier persona que haya suscrito cualquier tipo de seguros con las compañías. Bueno, pues, Sharon Fields tiene una póliza suscrita con la Sanctuary.

Yo soy agente de la Everest. Me dirigí al centro de información, encontré la última póliza de Sharon saqué una fotocopia.

– ¿Y qué hay en ella? -preguntó, Shively yendo inmediatamente al grano.

– Ante todo, se nos informa de que Sharon Fields jamás ha padecido epilepsia, que no ha sufrido ningún agotamiento nervioso ni ha padecido de hipertensión o tuberculosis.

Jamás ha sufrido ninguna afección o anormalidad en el pecho ni en la menstruación. Jamás ha consumido LSD o sustancias parecidas. Se indican también su estatura, peso y medidas. Está construida como lo que ya sabéis.

– Desembucha -dijo Shively.

– Pues claro que sí -dijo Yost pasando algunas hojas de la póliza-.

Aquí lo tenemos tal como lo redactó el médico.

Sharon Fields.

Estatura, un metro sesenta y ocho. Peso, cincuenta y ocho kilos.-Levantó los ojos-. Y aquí permitidme añadir un detalle estadístico que obtuve anoche de una revista cinematográfica. -Se detuvo con aire teatral-. Medidas físicas de Sharon Fields.

¿Preparados? Muy bien. Noventa y cinco, sesenta, noventa y tres.

– ¡Madre mía! -exclamó Shively.

– Perdona -terció Brunner-, pero, ¿podrías repetirnos estas medidas?

– Con mucho gusto, Leo, con mucho gusto.

Busto, noventa y cinco centímetros muy completos. Cintura sesenta centímetros. Cadera, noventa y tres centímetros -dijo Yost sonriendo-. Suficiente para todos.

– Demonios, ya me estoy volviendo loco -dijo Shively.

Yost asintió y volvió a la póliza.

– Lo único que nos interesa de aquí en relación con los suministros es lo que se dice en respuesta a la pregunta "¿Ha utilizado usted en el transcurso de los dos últimos años barbitúricos, sedantes o tranquilizantes?" El médico de la compañía de seguros anotó la siguiente respuesta: "Nembutal recetado por mi médico de cabecera".

No sé si lo toma contra la tensión o para dormir, pero será mejor que tengamos por si acaso.

– Hermano, cuando yo haya terminado de trabajarla, no le harán falta píldoras para dormir -dijo Shively torciendo los finos labios en una mueca.

Malone frunció el ceño, le agradeció a Yost su aportación y siguió examinando las notas mecanografiadas.

– Sigamos -dijo-.

Ahora tenemos que tomar una decisión de vital importancia. La fecha exacta en la que se llevará a cabo el proyecto, ésta es la información más exacta de que dispongo.

Según los últimos datos del "Daily Variety", Sharon emprenderá el vuelo desde Los Ángeles a Londres el martes veinticuatro de junio por la mañana.

Yo aconsejo que nos la llevemos la víspera, es decir, el lunes por la mañana veintitrés de junio a primera hora.

¿Os parece bien? Los demás se mostraron de acuerdo.

– Muy bien -dijo Malone-.

Si nuestra fecha es el veintitrés de junio por la mañana, eso significa que todos nosotros debemos iniciar nuestras vacaciones el lunes veintitrés y terminarlas el sábado cinco de julio.

Buen momento para devolverla y regresar nosotros a casa.

Vamos a ver, ¿podréis estar libres durante este período? Malone esperó.

Yost y Brunner guardaban silencio y reflexionaban.

El único que habló fue Shively.

– Puedo hacerlo -dijo-.

Mi jefe me debe unas vacaciones. En estos momentos está furioso conmigo pero sabe que le costaría mucho sustituirme.

Por consiguiente, tengo la impresión de que accederá. Y si no lo hace, que se vaya al infierno, yo me tomaré las vacaciones.

– Como es natural, a mí estas fechas me resultan muy convenientes -añadió Malone-.

Mi trabajo en el supermercado es temporal y a horas. Me limitaré a decirle al encargado que me voy. Cuando regrese, ya encontraré otro sitio parecido.

– Miró a Yost y Brunner, que seguían guardando silencio-.

¿Qué dicen los casados? ¿Os resultará muy difícil tomaros dos semanas de vacaciones sin vuestras esposas?

– Creo que podré apañármelas dijo Yost frotándose la mandíbula-. Ya lo he hecho en una o dos ocasiones anteriores.

Pero será mejor que no le diga a Elinor que se trata de una convención de seguros.

Podría comprobar las fechas de las convenciones en la "Mutual Review" -una de las publicaciones especializadas que recibo-y entonces me vería metido en un buen lío.

Estaba pensando en otra posibilidad. Podría enviarla con los niños a tomarse unas vacaciones a Balboa -para entonces ya se habrán terminado las clases-y podría decirle que yo aprovecharé esos días para irme de pesca con un par de posibles clientes muy acaudalados.

Puedo decirle que me han invitado a ir con ellos al río Colorado.

Elinor es una persona muy insegura. Se lo creerá. Hasta casi me lo estoy empezando a creer yo mismo.

– Sólo le encuentro un defecto a tu historia, Howard -dijo Malone-.

¿Y si tu mujer quiere que la telefonees? ¿Acaso no esperará recibir noticias tuyas?

– Claro. Mmmm, vamos a ver. Sabe por experiencia que cuando salgo de caza o pesca suelo trasladarme a zonas inaccesibles en las que no hay teléfono, le diré que estaré en medio del bosque en un lugar muy apartado.

Pero tendría que telefonearla de todos modos aunque no fuera más que una vez.

El día en que llevemos a cabo la operación, podríamos detenernos un minuto en las cercanías de Arlington antes de dirigirnos hacia las colinas.

Yo la llamaría al motel de Balboa desde una cabina pública y le diría que acababa de llegar a Grand Junction y que cómo estaban los niños y que mis clientes y yo estábamos a punto de adentrarnos en los bosques para pescar y acampar. Y ya lo habría solucionado todo.

Malone se mostró satisfecho y se dirigió al último de los cuatro.

– ¿Y tú, Leo? Brunner sacudió la cabeza preocupado.

– Me temo que para mí no será tan fácil.

La época me parece bien. Habrá terminado la temporada fiscal.

Entonces suelo tomarme una semana de vacaciones entre mayo y el cuatro de julio, me dedico a arreglar algo de la casa y realizo con mi mujer y mi cuñada una excursión a Disneylandia o Marineland.

No suelo marcharme sin mi esposa. Por consiguiente, a Thelma se le antojará insólito que permanezca alejado de ella tanto tiempojésa es la dificultad.

– Sí -dijo Malone.

Después se dirigió a Yost y a Shively-.

Creo que debiéramos estudiar muy seriamente la dificultad de Leo.

Tendrá que convencer muy bien a su esposa, de lo contrario, ésta sospechará y nos estropeará el plan.

Es aquello en que siempre solía fijarse Sherlock Holmes. Vigilar cuando una persona cambia de comportamiento y no actúa ni reacciona según le es habitual.

Vigilar lo inesperado, lo distinto. Como en aquel famoso incidente de la narración de Conan Doyle titulada "Resplandor Plateado".

El inspector le dice a Holmes: "¿Existe algún otro punto sobre el que desee usted llamar mi atención?" Sherlock Holmes contesta: "El curioso incidente del perro por la noche".

Y el inspector dice: "El perro no hizo nada por la noche".

Y Sherlock Holmes le dice: "ése fue el curioso incidente".

Lo mismo puede decirse a propósito de la situación de Leo.

Jamás se ha separado de su esposa durante más de una semana y no digamos dos. Y de repente, por primera vez, se va solo durante dos semanas.

A la señora Brunner eso se le antojaría tan sospechoso como que el perro no ladrara de noche.

Tenemos que procurar que Leo convenza perfectamente a la señora Brunner.

– ¿Y qué demonios haremos? -preguntó Shively.

Yost giró su propia mole en dirección a Brunner.

– Leo, no irás a decirme que los peritos mercantiles no organizan convenciones y seminarios en otras ciudades, tal como hacen los agentes de seguros.

– Pues claro que organizamos reuniones y seminarios -dijo Brunner-.

La Asociación de Peritos Mercantiles de California organiza constantemente reuniones regionales acerca de cuestiones tributarias. Pero suelen celebrarse en noviembre o diciembre, jamás en junio.

– ¿Has asistido a alguna de ellas? -le preguntó Yost.

– ¿Que si he asistido? Pues claro, hace tres o cuatro años participé en una serie de seminarios organizados por el Instituto Federal de Contribuciones. Fue en Utah.

– ¿Te acompañó tu mujer? -preguntó Yost.

– Naturalmente que no. Estas cosas no le interesan.

– Muy bien -dijo Yost-.

Supongamos que el Instituto Federal de Contribuciones organizara una serie de seminarios en Washington al objeto de ilustrar las nuevas leyes fiscales a los peritos mercantiles.

Supongamos que te invitaran. Supongamos que decidieras participar para mejorar tus conocimientos y con ello la posibilidad de futuros negocios.

¿Querría acompañarte tu mujer? Dices que esas cosas no le interesan.

– No -dijo Brunner lentamente-, no le interesan. Y tampoco le gusta viajar.

– ¿Sospecharía?

– No tendría ningún motivo para ello.

Le preocuparía tal vez el hecho de que estuviera lejos tanto tiempo, pero no desconfiaría de mí.

– Perfectamente Yost-.

Acabas de ser invitado a unos seminarios que el Instituto ha organizado en Washington. Has aceptado.

Estarás ausente desde el veintitrés de junio al cinco de julio. Díselo así.

Brunner reflexionó.

– Sí, podría hacerlo. Sólo que preveo una dificultad.

Querrá que me mantenga en contacto con ella desde Washington. Y no sé cómo podré solucionarlo.

– ¿Washington? -preguntó Shively chasqueando los dedos-. Solucionado. En eso podré ayudarte.

Tengo una antigua amiga -se llama Marcia y seguimos siendo amigos-que vive en Baltimore.

Lo que podrías hacer, Leo, es escribirle de antemano a tu mujer dos o tres postales.

Ya sabes, "Cariño, estoy muy ocupado, todo esto es muy interesante, ojalá estuvieras aquí"… las idioteces de siempre.

Yo le enviaré las postales a Marcia junto con unos cuantos dólares para que se traslade en autobús a Washington dos o tres veces y las eche al correo desde allí. ¿Qué te parece?

Brunner se mostró interesado, pero seguía dudando.

– ¿Y qué va a pensar Marcia? ¿No sospechará nada?

– ¿Ella? -preguntó Shively riéndose-. No, es una chica de la calle y por si fuera poco se droga, lo único que le interesa es ganarse unos cuantos dólares en la forma que sea.

Leo, dame cincuenta dólares para que pueda enviárselos junto con las postales y a ella le importará un comino.

– Lo haré muy gustoso -dijo Brunner.

– Pero hay otra dificultad -dijo Shively deshinchándose un poco-. ¿Tendrás que comunicarle a tu esposa el nombre del hotel en el que te hospedes, no? Pongamos que sea el Mayflower. ¿Y si a tu mujer se le ocurre llamarte allí?

– ¿Thelma llamarme a Washington por conferencia? -preguntó Brunner mostrándose sinceramente sorprendido ante tal posibilidad-.

No, jamás, jamás haría tal cosa.

No sería capaz de gastarse dinero en una conferencia tan cara. Es muy tacaña por naturaleza. Y tampoco se imaginaría que yo pudiera cometer la extravagancia de telefonearla.

No, Kyle, eso no me preocupa. Creo. creo que las postales bastarían para satisfacerla.

Malone suspiró aliviado desde el escritorio.

– Otra cosa resuelta. Todos podremos marcharnos en la fecha acordada.

– Hizo una señal en la hoja-. Y ahora sólo nos quedan tres problemas.

Está la cuestión de cambiar de aspecto con anterioridad al veintitrés de junio de tal forma que parezcamos otros cuando estemos con Sharon.

Eso nos ayudaría más tarde cuando volviéramos a recuperar nuestro actual aspecto. Llegado el caso, no podrían reconocernos.

¿Qué aconsejáis? Para mí será fácil. Puedo dejarme crecer el cabello y la barba. Habrá tiempo suficiente. Faltan cinco semanas.

– Muy bien -dijo Shively-. Tú te dejas crecer la barba. Yo me dejaré crecer un poblado bigote. Ya me lo he dejado otras ocasiones. Cambio completamente de aspecto.

Malone señaló con un gesto a Yost y a Brunner.

– Si lo probarais vosotros, ¿os dirigirían alguna pregunta vuestras mujeres?

– La mía es posible que sí -contestó Yost-. Prefiero no probarlo.

¿No sería mejor que nos cubriéramos el rostro con medias de seda cuando estuviéramos con ella?

– Eso resultaría demasiado incómodo y le causaría miedo -dijo Malone.

– ¿Y si mantuviéramos a Sharon con los ojos vendados durante las dos semanas? -preguntó Yost.

Malone no se mostró de acuerdo.

– Creo que eso la asustaría mucho y nos impediría comunicarnos adecuadamente con ella.

– Además -dijo Shively con una sonrisa perversa-, quiero que pueda ver lo que le doy. Ahí está la gracia.

– Bueno -dijo Yost-, me parece que Leo y yo podríamos utilizar disfraces artificiales en el último momento.

Es decir, que seguiríamos tal como estamos hasta el momento de salir de casa y entonces modificaríamos nuestro aspecto por medio de un disfraz.

Yo podría utilizar gafas de sol en todo momento y tal vez teñirme el cabello y peinarme de otra manera.

– Daría resultado -dijo Malone-.

Y tú, Leo, podrías modificar tu aspecto con un aplique de cabello o tal vez con un peluquín entero y hasta un bigotito falso.

Y tal vez pudieras quitarte las gafas en su presencia y vestir… bueno, prendas menos serias, nada de corbatas y camisas corrientes, sino más bien jerseys de cuello cisne. ¿Te importaría?

Brunner se mostró de acuerdo con la perspectiva.

– En absoluto de no ser por las gafas. Soy muy corto de vista…Estaría perdido sin ellas, Pero en lo demás pienso colaborar.

– ¿Y por qué no te compras otras gafas de montura distinta? -le aconsejó Yost-. Una gruesa montura negra.

– No es mala idea -repuso Brunner.

– Sólo serán dos semanas -le recordó Malone-. Cuando hayamos terminado y, hayamos soltado a Sharon, te desprenderás del peluquín y del bigote falso y volverás a ponerte las gafas de montura metálica y prendas de vestir más conservadoras.

Howard se librará de los reflejos, se lavará el tinte y se peinará como tiene por costumbre.

Y Kyle y yo, nos limitaremos a afeitarnos el bigote y barba y a cortarnos el cabello. Y así estaremos a salvo de cualquier error.

– Puedes estar bien seguro -dijo Shively. Señaló la hoja de Malone-. ¿Qué nos queda todavía por solucionar?

– Penúltimo problema -dijo Malone-.

Cuando nos la llevemos, ¿cómo conseguiremos dejarla inconsciente en seguida?

– Muy bien -repuso Shively-. Nos llevamos una lata de éter o cloroformo.

– Eter no -dijo Brunner-, el cloroformo es mucho más seguro. Me precio de saber algo acerca de estas cosas -dijo carraspeando-. Mi mujer ha sido hospitalizada con frecuencia y ha estado sometida a tratamiento médico como consecuencia de distintas afecciones.

La he atendido muy a menudo y estoy muy familiarizado con "The Merck Manual of Diagnosis and Therapy" y también con "The Home Medical Guide". El éter es más peligroso. Es explosivo. Los vapores pueden acumularse en un lugar cerrado y bastaría una chispa para inflamarlos. El cloroformo, en cambio, es igualmente eficaz y no explota.

– ¿Y de dónde lo sacaremos? -preguntó Yost.

– De cualquier farmacia si tienes un motivo legal que lo justifique -repuso Brunner-.

Podrías decir que lo necesitas para las mariposas que quieres añadir a tu colección. O…

– Ni hablar -le interrumpió Shively. No acudiremos a ninguna farmacia.

– No es necesario -añadió Malone-.

Yo puedo disponer fácilmente de cloroformo. Conozco a una pareja de drogados de Venice que se toman toda clase de tranquilizantes y euforizantes, mezcalina, óxido nítrico, cloroformo y éter. Están en condiciones de obtenerlos porque ella trabaja en una clínica particular y se lleva todo lo que le interesa. Le diré que quiero probar un poco de cloroformo en mi apartamento. Y me lo dará.

– Tal vez tenga que recordaros otra cosa -dijo Brunner-.

No quisiera pareceros un aguafiestas pero es necesario que lo tengamos todo previsto.

Debéis tener en cuenta que ni el cloroformo ni el éter son de efectos prolongados.

Si se aplican por medio de una mascarilla, un trapo o un pañuelo, deja a la persona instantáneamente inconsciente.

Pero la persona recupera rápidamente el conocimiento a no ser que se le siga administrando este tipo de anestesia y, en caso de que se aplique una dosis excesiva, los efectos pueden ser mortales.

Todo depende del rato en que deba permanecer inconsciente la señorita Fields.

– Todavía no hemos cronometrado la duración del viaje desde Bel Air al refugio de Gavilán Hills, Leo -dijo Yost-.

Lo sabremos con toda exactitud dentro de una o dos semanas. Pero me parece que tendríamos que procurar mantenerla inconsciente durante cuatro o cinco horas para estar más seguros.

– Entonces el cloroformo no va a dar resultado -dijo Brunner-.

Puede utilizarse de momento en calidad de anestesia rápida.

Después tendríais que administrarle una inyección hipodérmica con un narcótico de efecto más prolongado.

Procuraré enterarme de lo que podría ser más eficaz.

En cuanto a la administración de una inyección hipodérmica, yo podré encargarme de ello porque en casa le he administrado a mi mujer en distintas ocasiones inyecciones de insulina.

– Esperemos que resuelvas este extremo, Leo -dijo Malone.

Estudió la hoja por última vez y después la apartó a un lado-.

El problema final con que tendremos que enfrentarnos, señores.

Nos llevamos a Sharon. La mantenemos escondida en Más a Tierra por espacio de dos semanas.

Durante este período de tiempo no estaremos en contacto con nadie y ella tampoco lo estará.

El problema. La echarán en falta. Tiene que trasladarse a Londres al día siguiente de su desaparición.

Es indudable que estará citada con amigos y conocidos. Y se esfuma en el aire, Es mundialmente famosa. Puede producirse una conmoción, es posible que alguien llame a la policía.

– Pues claro que lo harán -dijo Brunner.

– ¿Cómo lo arreglamos? -preguntó Malone-.

Tengo una idea. Cuando la tengamos en nuestro poder, la animaremos a que escriba una carta a su representante, Félix Zigman, o bien a su secretaria, Nellie Wright, explicando que ha cambiado de planes, que ha decidido huir para descansar por espacio de dos semanas y que no se preocupen por ella porque volverá muy pronto.

– Creo que una carta de la señorita Fields sería un error -dijo Brunner-. Podría revelar todo.

– Queda excluida la carta -dijo Shively rotundamente.

– Bueno, entonces no nos queda más que otra alternativa, -dijo Malone.

Tenemos que confiar en el pasado historial de Sharon y en su comportamiento impulsivo y extravagante.

Desde que alcanzó la fama, es de todos sabida su afición a no acudir a las citas, a mostrarse caprichosa, a desaparecer de vista sin más.

Hace varios años desapareció en cierta ocasión y no volvió hasta al cabo de una semana.

Tengo, recortes en los que su desaparición se compara con la de la hermana evangelista Aimee Semple McPherson, que desapareció durante varios días y después apareció un día por las buenas sin dar ninguna explicación razonable.

– Prefiero eso a que escriba a sus amigos -dijo Shively-.

De este modo, es posible que sus amigos piensen que se ha largado, y, además, la soltaremos antes de que tengan tiempo de preocuparse demasiado.

Yost, que estaba dando chupadas al puro, se lo quitó de la boca para poder hablar.

– Estaba pensando en lo que sucederá cuando aquel día se descubra que Sharon ha desaparecido.

¿Cuánto tardarán la secretaria o el ama de llaves o el representante en empezar a preocuparse y llamar a la policía?

– Yo creo que se pasarán por lo menos uno o dos días intentando localizarla entre amigos o bien en compañía de algunos de sus antiguos amantes -dijo Malone.

– Pero, si no la encuentran, acudirán inmediatamente a la policía -dijo Yost.

– Es probable que lo hagan -dijo Brunner mostrándose de acuerdo-, pero con la policía no van a llegar muy lejos.

Conozco varios casos en que desaparecieron los hijos o algún familiar de mis clientes. Al poco tiempo, mis clientes llamaron a la policía. Hablaron primero con el Departamento de Demandas.

Puesto que no existían pruebas de secuestro o juego sucio fueron enviados al Departamento de Personas Extraviadas, de la Sección de Investigación. Allí les pidieron una descripción física muy completa junto con toda una serie de características especiales de la persona extraviada. Después les dijeron que esperaran.

En el Departamento de Personas Extraviadas se ordenó una búsqueda de la persona en todos los depósitos forenses, hospitales y cárceles. Este mismo Procedimiento se seguiría en el caso de Sharon Fields. Al no encontrarla, lo único que conseguirían las personas allegadas a Sharon Fields es que la policía la buscara de forma rutinaria.

Mientras no hubiera alguna prueba de la comisión de un delito, la policía no estaría autorizada a hacer ninguna otra cosa. Como es natural, es posible que en este caso la reacción fuera distinta dado que la señorita Fields es un personaje mundialmente famoso.

– De eso se trata precisamente, Leo -Le interrumpió Malone-. La policía no intervendrá, justamente porque Sharon es una actriz cinematográfica.

No se tomará en serio una denuncia de desaparición. En la policía no son tontos Conocen el pasado de Sharon.

También saben que está a punto de estrenarse la gran película de Sharon "La Prostituta real". Una denuncia de desaparición les parecerá una estratagema publicitaria.

Es más, se trata de uno de los trucos más viejos que existen con vistas a aumentar el éxito de taquilla. De eso puedes estar seguro.

No debemos temer que se mezcle en ello la policía. Y, aunque lo hiciera ¿cómo empezaría a buscarla?

– Tienes razón -dijo Yost-. Estamos totalmente de acuerdo en que éste será el menos importante de nuestros problemas.

Malone se levantó del sillón y se desperezó.

– Me parece que ya lo hemos analizado todo. Nos hemos planteado todas las preguntas posibles. Sabemos qué vamos a hacer en cada caso.

Es necesario que les demos una respuesta y solucionemos todos los problemas en el transcurso de las tres o cuatro semanas siguientes.

Yo sugiero que sigamos con nuestras ocupaciones y nos reunamos dos veces a la semana como mínimo para concretar los detalles definitivos. ¿Todos de acuerdo?

Todos se pusieron en pie y se mostraron de acuerdo.

Shively extendió la mano para tomar a Brunner del brazo.

– Oye, Leo, antes de que nos separemos, una última pregunta. ¿Sabes eso de los impuestos sobre la renta de Sharon Fields que nos has leído antes?

– Pues, sí.

– Hay una cosa que no nos has dicho. Me pica la curiosidad a propósito de una mujer como ésta. ¿Cuánto ganó el año pasado?

– ¿Ganar? -preguntó Brunner colocando la cartera de ejecutivo sobre la mesa, abriéndola y extrayendo el informe del SII-. ¿Te refieres a los ingresos brutos o bien a los ingresos imponibles?

– Dime en cristiano cuánto cobra por tener la pinta que tiene.

– Bueno -dijo Brunner pasando las hojas del formulario del SII-, las ganancias de la señorita Fields -sus ingresos brutos correspondientes al último año fiscal-fueron de un millón doscientos veintinueve mil cuatrocientos cincuenta y un dólares con noventa centavos.

– Bromeas -dijo Shively parpadeando.

– Mira, Shively, la señorita Fields ganó este año más de un millón y cuarto de dólares.

Shively soltó un prolongado silbido.

– Demonios -dijo al final, y miró a cada uno de los demás con una sonrisa de oreja a oreja-.

¿Qué os parece, muchachos? No sólo vamos a disfrutar del más deseado trozo de carne de la historia, sino que encima vamos a gozar de balde de la mujer más cara de la tierra.

¿Cuánto dices que tardaremos, Adam? ¿Sólo cinco semanas? Me estoy muriendo de impaciencia.

Siempre he deseado acostarme con una mina de oro. No hago más que preguntarme que cómo va a ser.


"Cuaderno de notas de Adam Malone -del 18 de mayo al 24 de mayo":

En un libro de segunda mano que adquirí, titulado "Más rojo que la rosa", escrito por Robert Forsythe, encontré la siguiente cita atribuida al autor teatral Robert E. Sherwood: "Imaginaos el apuro de una heroína de Hollywood, una belleza no excesivamente complicada que ha ascendido súbitamente a una vertiginosa cima y todavía se siente perpleja.

Se despierta en mitad de la noche pensando: "En estos momentos me están sometiendo a violación imaginaria innumerables hordas de yugoslavos, peruanos, birmanos, abisinios, curdos, latvios y miembros del Ku Klux Klan".

¿Acaso es de extrañar que a una muchacha que se encuentre en tal situación le resulte difícil llevar una vida normal y que su sentido del equilibrio sea algo inestable?" He estado pensando en ello en relación con Sharon Fields.

A primera vista nos ofrece una panorámica de las vidas de muchas hermosas y jóvenes actrices cinematográficas que se han convertido en símbolos sexuales internacionales.

Y tiende a explicarnos su confuso e insólito comportamiento público.

Pero en mi calidad de persona versada en la psicología de Sharon Fields, no creo que dicho comentario pueda aplicar a ésta. La conclusión por lo menos, no.

Es posible que Sharon se despierte a veces en mitad de la noche consciente de que millones de hombres de todo el mundo, enamorados de su deslumbrante imagen cinematográfica, la desean y en lo más profundo de sus pensamientos la someten a una violación imaginaria.

Pero, por lo que a mí me consta, ni esta situación ni el hecho de ser ella consciente de la misma han influido jamás en su sentido del equilibrio.

Es tan mentalmente equilibrada como cualquier otra joven de la tierra que sepa que resulta atractiva para los hombres y acepte este hecho como un accidente natural de la misma manera que acepta otras cualidades naturales como puedan ser la inteligencia, el ingenio o la serenidad.

En algunas ocasiones pasadas Sharon se ha comportado en público de forma extravagante o impulsiva, pero yo creo que ello se ha debido a que se ha negado a convertirse en una imagen irreal.

Quiere ser ella misma, no lo que creen los demás que es.

Por eso se rebela de vez en cuando.

Quiere afirmar su independencia y lo que efectivamente hace es decirle a la gente "yo soy yo".

Esta opinión mía la corrobora el hecho de haber ella declarado atrevidamente en público que prefiere a los hombres como nosotros y no ya a las deslumbrantes figuras con las que suelen asociarla.

A cada día que pase y a medida que avanza nuestro plan me voy sintiendo progresivamente más cerca de Sharon Fields tal como debe ser.

Porque a cada paso que damos me voy acercando más a ella.

Desde aquella decisiva reunión del Club de los Admiradores del sábado 17 de mayo en la que nos propusimos superar los problemas enumerados en la lista, nuestro proyecto ha abandonado el reino de los deseos y ha empezado a formar parte del reino de la realidad.

En lugar de atenernos a nuestra anterior costumbre de celebrar ocasionales y prolongadas reuniones, hemos empezado ahora a reunirnos con mayor frecuencia pero durante menos tiempo al objeto de facilitarles las cosas a los dos casados.

Además, nos está empezando a gustar eso de reunirnos más a menudo.

Puesto que nos proponemos un objetivo común, ha nacido entre nosotros un auténtico sentimiento de camaradería.

Y lo más significativo es que, en esta compleja maniobra, todo se está ensamblando perfectamente.

Repasaré brevemente nuestras actividades desde el pasado domingo hasta hoy, que estamos a sábado.

Nos hemos reunido dos veces, una en mi apartamento y la otra en el despacho del Perito Mercantil.

(Seré discreto al referirme a cada una de las personas y utilizaré un "nom de guerre" para designar a cada uno de los participantes en esta operación conjunta.) En resumen, éstos han sido los resultados de la pasada semana.

Tal como había prometido, el Agente de Seguros, haciéndose pasar por un acaudalado vecino de la zona que nos interesa y posible cliente, telefoneó a un servicio de seguridad llamado Patrulla Privada de Protección.

Yo le había facilitado el nombre de la empresa tras haberlo leído en el lateral de uno de los coches patrulla que vigilaban la zona.

Sea como fuere, el Agente de Seguros logró que el gerente de la empresa se mostrara muy deseoso de colaborar y de informarle por teléfono.

Claro que el Agente de Seguros posee una personalidad arrolladora e incluso cuando finge no hay quien se le resista éste debe ser indudablemente el motivo de que haya alcanzado tanto éxito en su profesión.

El Agente de Seguros supo que la Patrulla Privada de Protección sólo instala un tipo de sistema de alarma de seguridad en la zona que nos interesa.

Se trata de un sistema de alarma silenciosa. Sobre los goznes de las puertas de la casa se instalan unos diminutos controles metálicos llamados trampas, conectados con un transmisor central situado en algún lugar de la casa que puede ser la entrada de servicio o el garaje.

Estos mismos controles se instalan también en los marcos de las puertas ventanas.

Las demás ventanas están protegidas por una especie de pantalla con unos hilos entretejidos en su malla y conectados también con el transmisor central.

Cuando al salir de la casa o bien al irse a acostar, el propietario de la casa desea poner en funcionamiento el sistema de alarma, inserta una llave en una cerradura instalada en el costado de un armario, la gira y de esta forma la alarma queda en disposición de funcionar.

Si en tales circunstancias algún intruso pretendiera entrar en la casa, al abrir una puerta o ventana, rompería el circuito y transmitiría una alarma silenciosa al cuartel general de la patrulla.

Inmediatamente, el cuartel general se comunica por radio con uno de los coches patrulla y envía en seguida al lugar un vehículo conducido por un hombre armado.

Al preguntarle el Agente de Seguros si dicho sistema podía ser desactivado de antemano por parte de algún delincuente muy habilidoso, el gerente contestó que ello resultaría imposible.

En cuanto se manejaran los alambres o el transmisor central, se produce una alarma silenciosa.

Entonces el Agente de Seguros hizo la pregunta crucial.

Dijo que su casa estaba rodeada por un muro y que la entrada estaba constituida por una verja de hierro (describió con todo detalle la verja y la ordenación de los terrenos del Objeto).

Preguntó si el sistema de alarma que protegía la casa podía extenderse también al muro y a la verja.

Y le contestaron: "No, eso no lo hacemos. No es necesario. Estando la casa protegida por un sistema de alarma no hay motivo para que éste se extienda a la verja y la valla.

Si alguien forzara la verja o se encaramara a la valla no podría entrar en la casa sin que nosotros le detectáramos".

El Agente de Seguros fingió no estar totalmente convencido.

Explicó que unos vecinos suyos tenían verjas que se abrían y cerraban automáticamente.

¿Cómo se hacía eso? El gerente de la empresa de seguridad, deseoso de hacer gala de sus conocimientos, le explicó detalladamente la operación.

"En realidad, se trata de algo muy sencillo.

No tiene nada que ver con nuestro sistema de alarma silenciosa pero nos encantaría instalárselo si ése es su deseo.

Se reduce a un simple interfono instalado junto a la verja que comunica con el interior de la casa.

El visitante se identifica y alguien del interior de la casa comprime un botón que activa electrónicamente un motor instalado detrás de uno de los pilares de la verja.

Entonces un mecanismo de brazo rígido o bien de cadena conectado con el motor de transmisión abre automáticamente la verja, permite la entrada al visitante y la vuelve a cerrar automáticamente".

Es decir, que ahora ya conocemos los dos sistemas que se utilizan en la residencia del Objeto y, tras comunicárnoslo el Agente de Seguros, el Mecánico, que es muy hábil en el manejo de todo tipo de maquinarias, descubrió inmediatamente el medio de abrir la verja.

Nos explicó (personalmente no estoy familiarizado con estas cosas y espero haberlo entendido bien) que todos los diseños de motor poseen en su sistema de engranaje un mecanismo de embrague y desembrague.

Queda bloqueado cuando la puerta automática tropieza con un obstáculo como, por ejemplo, un vehículo que no haya terminado de entrar.

Entonces el sistema hace inmediatamente marcha atrás.

"Lo único que tendré que hacer cuando llegue el momento -dijo el Mecánico-será traerme una buena herramienta cortadora, escalar la valla, llegar hasta el motor y cortar el candado que habrá probablemente en la cubierta del motor.

Entonces meto la mano y suelto el embrague.

De esta forma se desembraga el engranaje del motor y éste pasa a convertirse en un sistema de rueda libre.

Tras lo cual podré abrir manualmente la maldita verja. Por consiguiente, no habrá problema. Me parece que ya tenemos resuelta la cuestión de la entrada".

Había otra cosa que el Agente de Seguros tuvo el buen acierto de comentar con el gerente de la empresa. Le preguntó, acerca del horario de los coches patrullas.

Le dijeron que, al precio de la instalación del sistema de alarma silenciosa, que ascendía a 2.000 dólares, se añadían 50 dólares mensuales a cambio de la vigilancia del sistema de alarma desde el cuartel general.

"No obstante, existe un servicio complementario -dijo el gerente-que suelen utilizar todos nuestros clientes. A cambio de otros 50 dólares mensuales, enviamos uno de nuestros coches patrulla a vigilar su residencia tres veces al día.

Una vez por la mañana, otra por la tarde y otra por la noche".

El miércoles pasado, al rayar el alba, el Agente de Seguros y el Mecánico se trasladaron en el Buick del primero, con una carretilla en la parte de atrás, al refugio de Más a Tierra al objeto de cronometrar el tiempo del viaje, supervisar los alrededores y comprobar el estado de las cosas que hay en el refugio.

Viajaron por la autopista y después siguieron dos carreteras secundarias hasta el punto de Mount Jalpan en el que tuvieron que aparcar el automóvil.

La primera parte del viaje duró dos horas y dos minutos.

Después tuvieron que trasladarse a pie hasta Más a Tierra.

Dado que el Mecánico tenía que acarrear herramientas y posibles piezas de recambio y el Agente de Seguros tenía que empujar la carretilla, cargada con dos bidones de gasolina y una batería, la marcha fue muy lenta.

Tardaron una hora y diez minutos.

Encontraron el cacharro de ir por las dunas en el cobertizo lo hallaron intacto y en el mismo sitio, lo cual demostró con toda certeza que ningún forastero, desconocido o visitante se había acercado a aquel lugar desde la última vez que el Agente de Seguros había estado allí, de lo cual hacía casi un año.

Una inspección de los alrededores les demostró que tampoco había paseado por allí ningún intruso.

El Mecánico sometió a revisión completa el cacharro de ir por las dunas y, al parecer, el vehículo, estaba en buenas condiciones si se exceptúa la sustitución de algunas piezas que previsoriamente había traído consigo.

La batería estaba agotada y un neumático estaba deshinchado.

La batería fue sustituida por otra nueva.

Dado que el neumático era de fabricación especial -anchura a la medida y de tipo flotación, a saber lo que significará eso-el Mecánico decidió que resultaría más fácil arreglarlo allí mismo en lugar de traer otro de recambio.

Sacó el neumático, lo arregló, volvió a hincharlo con una bomba accionada a mano y lo colocó de nuevo en el cacharro.

Después le metieron un poco de gasolina en el depósito.

El Mecánico se sentó al volante, puso en marcha el vehículo -consiguió ponerlo en marcha-y efectuó un recorrido de prueba.

A excepción de algunos crujidos y chirridos, funcionó perfectamente.

No obstante, la próxima vez lo lubricará un poco.

Hemos estado de suerte. Mientras, el Agente de Seguros se dedicó a examinar el refugio tras haberlo abierto con las llaves de Raymond Vaughn.

Aparte del polvo, el interior de la casa estaba en perfectas condiciones, con todo el mobiliario en su sitio.

Se pasó tres horas quitando el polvo y barriendo con un trapo y una escoba que había en la casa.

Tras poner en marcha el motor de la bomba, probó a abrir los grifos y echó el agua de los dos retretes y, aunque al principio el agua salió herrumbrosa, el caudal fue suficiente.

Al cabo de un rato el agua empezó a aclararse.

Tanto el suministro de agua procedente del pozo como la fosa séptica para las aguas residuales funcionaron a la perfección.

Sin embargo, había algo que no marchaba. Las luces no se encendían. Algo andaba mal en el suministro de electricidad.

Por consiguiente, tras haber arreglado el vehículo, el Mecánico echó un vistazo a la planta generadora portátil que alimenta el sistema eléctrico.

No tardó mucho en descubrir la avería.

Hacía falta arreglar la caja principal de los interruptores y llenar de combustible el depósito subterráneo.

Puesto que se les estaba haciendo tarde decidieron que las reparaciones se efectuarían en el transcurso de su segunda visita, en cuya ocasión traerían más bidones de gasolina.

Se había desprendido también parte del recubrimiento del techo, probablemente como consecuencia de un viento de Santa Ana, y hacía falta arreglarlo.

En general, los dos componentes del club se mostraron satisfechos de las excelentes condiciones de Más a Tierra.

A pesar de estas pequeñas averías que he anotado y varias otras cosas que hay que hacer y anotaré más adelante, el lugar es apto para su inmediata ocupación. Y, como es lógico, para almacenar en él los suministros que haga falta.

En el transcurso de nuestros últimos encuentros comentamos detalladamente la disposición del refugio. Acordamos ofrecer el dormitorio principal a nuestro huésped.

Dado que las dos ventanas del dormitorio principal podrían dar lugar a una huida, decidimos cubrirlas con tabla de madera y, como medida de ulterior precaución, protegerlas por fuera con unos barrotes de hierro.

Los dos miembros del club cronometraron los dos sectores de su viaje de regreso desde Más a Tierra a Los Ángeles.

En el primer sector el viaje fue mucho más rápido y en el segundo, considerablemente más lento.

En lugar de regresar a pie hasta el Buick, distancia en la que habían invertido una hora y diez minutos, decidieron utilizar el cacharro de ir por las dunas. Efectuaron el recorrido en 19 minutos.

No obstante, para regresar a casa a través de la autopista, se encontraron atrapados entre el tráfico de la salida del trabajo y la cena y esta parte del viaje la hicieron en dos horas y treinta y cuatro minutos en lugar de las dos horas y dos minutos que habían tardado por la mañana. Sin embargo, el viaje no lo efectuaremos a una hora de tanto tráfico.

En cuanto a otros asuntos, el Perito Mercantil comunicó orgullosamente a sus consocios que ya había echado los cimientos de su supuesta visita de dos semanas a Washington al objeto de asistir a un seminario sobre impuestos sobre la renta.

Para su asombro, no tropezó con la menor dificultad. Su esposa recibió la noticia con gran serenidad. Estaba muy satisfecho de la forma en que había manejado el asunto y se le veía mucho más tranquilo.

Sin embargo, el Agente de Seguros aún no le había comunicado a su mujer que se iría a pasar dos semanas al río Colorado a pescar en compañía de dos acaudalados posibles clientes.

Dijo que había estado muy ocupado pero al final, cediendo a nuestra presión, reconoció que no se había atrevido. Prometió encargarse del asunto en el transcurso de la siguiente semana.

Yo comuniqué al club que me había trasladado al puesto de observación -habiéndolo abandonado únicamente en una sola ocasión-con el propósito de vigilar el paseo matinal del Objeto y el trabajo del equipo de jardineros por la tarde.

Ambas cosas se produjeron siguiendo-exactamente el mismo horario previamente comprobado.

Prometí que, a partir del lunes, acudiría a mi puesto de observación casi diariamente, es decir, seis días a la semana, anotando todo lo que viera.

El Mecánico se ofreció a acompañarme una o dos veces a la semana y dijo que, si algún día yo no podía acudir, él me sustituiría, caso de estar libre.

Nota final acerca de la semana transcurrida: el domingo pasado dejé de afeitarme y, aunque me hacía falta un corte de pelo, prescindí del mismo y no pienso ir al barbero hasta que todo haya terminado.

Ahora me está creciendo un bigote y una barba muy desordenada.

Todavía no ofrecen muy buen aspecto y el encargado del supermercado ha hecho un comentario muy sarcástico a propósito de mis adornos capilares.

El Mecánico está haciendo lo propio. No se deja crecer la barba pero sí el bigote y su aspecto ya ha cambiado mucho. Yo diría que en conjunto ha sido una semana muy fructífera.

"Cuaderno de notas de Adam Malone -del 25 de mayo al 31 de mayo": He copiado una cita. Pertenece a Shakespeare.

"El amor es simple locura y os digo que se merece un cuarto oscuro y un látigo igual que los locos.

Y la causa de que no se castigue y someta a tratamiento se debe a que la locura es tan corriente que hasta los azotadores están enamorados".

Siempre que me siento abatido y considero objetivamente lo que tengo en proyecto llevar a la práctica en nombre del amor, me consuelo con esta cita del Bardo.

He estado pensando en una afirmación atribuida a Sharon Fields que ella reconoció haber pedido prestada a Lana Turner pero en la que Sharon cree con toda su alma: "Me gustan los hombres y yo les gusto a ellos".

Cualquier mujer que no reconozca que desea y gusta de la sexualidad o está enferma, o es de hielo o es una estatua".

Muy provocador, lo reconozco.

Otra cosa que se me ocurrió el otro día repasando mis archivos sobre Sharon Fields.

Todos los grandes símbolos sexuales femeninos de la época moderna han gustado de ir sin nada debajo.

He leído que Jean Harlow jamás utilizaba ropa interior.

Gustaba de excitar a los hombres.

Marylin Monroe tampoco llevaba nada debajo del vestido.

Quería que los hombres la quisieran.

Sharon Fields hace exactamente lo mismo.

Afirma que, independientemente de lo que viste por fuera -blusa y falda, vestido o traje pantalón-, raras veces lleva debajo sujetador, bragas o faja.

En su caso, el motivo no es el de provocar a los hombres.

Prefiere ir desnuda debajo.

Sus amigos afirman que prefiere esta moda porque es una persona natural y sin inhibiciones que no cree en la gazmoñería falsa.

Dicen que, si pudiera, prescindiría también de las prendas exteriores.

Es una mujer distinta a todas las demás mujeres de la tierra y la idea de poder llegar a conocerla íntimamente me obsesiona a todas horas.

Los otros tres componentes del grupo piensan lo mismo aunque sin comprenderla tan a fondo ni sentir por ella la misma pasión que yo siento.

Desde el último domingo, nuestro grupo ha celebrado tres reuniones, todas ellas muy breves, para poder ir conjuntando las cosas.

Una de las reuniones tuvo lugar en mi apartamento, la segunda en un reservado del fondo del bar de la Linterna, del All-American Bowling Emporium, y la tercera en el despacho del Perito Mercantil.

Las cosas van progresando mucho.

La suma total de nuestros esfuerzos de esta semana es la siguiente: Estuve vigilando en mi puesto de observación y comuniqué al grupo todo lo que había observado y detectado en el transcurso de los seis días consecutivos de vigilancia.

El Objeto efectuó el paseo matinal todas las mañanas sin falta.

Hubo una sola ocasión en que no recorrió toda la distancia hasta la verja.

Aquella mañana se detuvo a cosa de unos diez metros de ella.

En tales paseos sólo iba acompañada por su terrier Yorkshire.

Pude confirmar que un coche patrulla con un conductor uniformado pasó junto a la propiedad todas las mañanas entre diez y diez y media y todas las tardes entre las tres y las cuatro.

Además, el jardinero señor Ito y sus dos hijos acudieron a la propiedad dos veces.

El miércoles a eso de la una de la tarde y otra vez hoy sábado a la misma hora.

Trabajaron en el jardín por espacio de unas tres horas.

He prometido a los demás que seguiría vigilando sin desmayo la semana que viene.

Una información muy interesante del Agente de Seguros y el Mecánico.

El jueves al amanecer se trasladaron de nuevo al lugar Más a Tierra.

La duración del viaje fue menor todavía.

Llegaron al punto de transbordo en una hora y cincuenta y tres minutos.

Dejaron el Buick y subieron al cacharro, que funcionó muy bien, llegando a su destino final al cabo de dieciocho minutos.

Sólo he anotado el tiempo de duración del viaje, no el empleado en el translado de los suministros de un vehículo a otro.

Creo que en eso debieron invertir cosa de un cuarto de hora si bien ninguno de ellos lo cronometró con exactitud.

El primer cometido que decidieron abordar al llegar a Más a Tierra fue la reparación de la avería de la planta eléctrica portátil.

Tras fracasar varias veces, el Mecánico consiguió al final reparar la avería de la caja principal de los interruptores.

Después llenaron parcialmente el depósito de combustible con la gasolina que habían traído consigo en bidones.

Gracias a ello, pudo utilizarse todo lo que funcionaba por medio de electricidad.

Funcionaron las luces, la nevera, la pequeña cocina, la lavadora y la secadora.

Sin embargo, el Mecánico nos dijo que tendríamos que mostrarnos cautos en la utilización de la electricidad.

Si utilizáramos de golpe todos los aparatos, necesitaríamos 11.

110 watios y el generador portátil sólo puede producir 8.

110 watios.

Por consiguiente, no deberemos utilizar más que la mitad de las lámparas de pared o sobremesa.

Podemos mantener constantemente encendida la nevera.

Pero no podemos utilizar jamás al mismo tiempo la lavadora, la tostadora, la plancha y el aparato de televisión, porque éstos consumirían aproximadamente 3.

110 watios.

Nos hará falta mucha más gasolina de la que habíamos pensado para el generador subterráneo, sin contar el cacharro, que no tenemos intención de utilizar gran cosa una vez nos encontremos en el refugio.

Dado que estamos preparando unas largas vacaciones en una zona alejada, nos hemos alegrado mucho de saber que los Vaughn se dejaran el aparato de televisión conectado con una antena montada sobre un poste de aluminio clavado en lo alto de una colina situada detrás del refugio a una altura de unos quince metros por encima de la casa.

El Mecánico se mostraba partidario de que quitáramos la antena aunque ello nos costara privarnos del uso del aparato de televisión.

Le preocupaba que pudiera verse desde el aire.

Además, consideraba que el Objeto ya constituiría para nosotros motivo de suficiente distracción sin que a nadie le hiciera falta mirar la televisión.

El Agente de Seguros dijo que la antena la ocultaban parcialmente dos frondosos árboles y que a algunos de nosotros nos gustaría poder disfrutar de la televisión por lo menos de vez en cuando.

Es más, el Agente de Seguros se mostró partidario de traer otro aparato.

Al final se resolvió la cuestión de la conservación de la antena por un voto a favor.

El Perito Mercantil ofreció prestarnos un pequeño aparato portátil que tenía en el despacho.

En el transcurso de este segundo viaje se trasladaron a Más a Tierra los suministros más imprescindibles.

En el congelador de la nevera se guardaron algunos alimentos congelados.

En los estantes de un armario de la cocina se guardó el contenido de toda una caja de alimentos en conserva que yo "pedí prestada" del almacén de mi supermercado.

En la tercera habitación se dejaron dos sacos de dormir.

Como es natural, serán necesarias otras muchas cosas para cinco personas.

El Agente de Seguros y el Mecánico decidieron realizar un nuevo viaje al refugio la semana que viene.

En el transcurso de este viaje irán en vehículos separados y el Mecánico dijo que le pediría prestado un remolque a un amigo y que lo engancharía a su automóvil.

Hicimos una lista de todo lo que pudiera hacernos falta, desde bidones de gasolina a distintos artículos alimenticios, y acordamos quién pediría prestado o robada los distintos artículos, decidiendo guardar de momento las provisiones en la habitación del Mecánico en Santa Mónica.

El Agente de Seguros nos refirió los detalles de su enfrentamiento con su esposa a propósito de sus vacaciones de junio.

Se inventó una tremenda historia acerca de unos posibles clientes muy adinerados que le habían invitado a una excursión de pesca de dos semanas al río Colorado, afirmando que no podía negarse so pena de ofenderles.

Le dijo a su mujer que, mientras él estuviera ausente, reservaría habitación para ella y los niños en un motel de la playa de Balboa.

Nos confesó con toda sinceridad que se había producido una violentísima escena.

Su mujer protestó por el hecho de que la dejara sola con aquellos pequeños salvajes mientras él se iba a cazar mujeres con sus amigotes.

Pero él se mantuvo en sus trece, nos dijo, y no cedió ni siquiera al rogarle ella que redujera las vacaciones a una sola semana.

Le dijo que lo hacía por ella, porque la venta de aquellos programas de seguros podría permitirles saldar las deudas.

Se mantuvo en sus trece y, gracias a Dios, su mujer se dio al final por vencida.

Siempre que pienso en el matrimonio, el temor de poderme ver metido en tales conflictos -inevitables cuando se juntan dos personalidades distintas, de ambientes distintos y con distintos genes en la esperanza de que formen una unión de por vida-me acobardo sin poderlo remediar.

Durante los primeros años de matrimonio la pasión une y también ciega.

Pero más adelante la costumbre que al principio es causa de esfuerzos se convierte muy pronto en desprecio o, por lo menos, en un dar por sentado que conduce a la indiferencia.

A medida que transcurren los años de matrimonio, los integrantes del mismo van teniendo una visión más clara de las diferencias existentes y se hace necesaria una especie de guerra de guerrillas doméstica al objeto de que pueda sobrevivir la propia identidad.

Además, si se echa un vistazo general a la cuestión del matrimonio, tal como yo he hecho, se comprende que se trata de una institución social antinatural y creada por el hombre.

Al principio no existía esta unión oficial llamada matrimonio.

Los grupos de hombres vivían libremente con los grupos de mujeres y todos criaban conjuntamente a los hijos.

Más tarde la civilización, como la de la Grecia antigua, abolió la poligamia y la poliandria y la sustituyó por la monogamia.

La formalización del matrimonio a través de un certificado de matrimonio arranca de la época en que los hombres adquirían a las mujeres como si fueran objetos por medio de compra o permuta.

He leído que los africanos de la tribu Nandi solían entregar cuatro o cinco vacas a cambio de una esposa adolescente.

Bueno, la transacción exigía una factura y ésta es la base del moderno certificado de matrimonio.

En realidad, los hebreos del primer siglo y más tarde los cristianos exigían contratos de matrimonio.

Ello no sólo confería a la religión más autoridad sobre la vida de la gente sino que, además, daba origen a un orden al dejar bien sentados los derechos de cada uno de los cónyuges.

Sin embargo, en los contratos no existen cláusulas que regulen los sentimientos del marido o la mujer al cabo de diez o veinte años.

Es cierto que hoy en día existe una cláusula de escape que es el divorcio, pero eso es muy burocrático y, en términos generales, suele ser un engorro.

El matrimonio moderno está basado en la hipocresía.

Como institución es atípico.

No sé qué señora escribió en alguna parte que un contrato matrimonial podría dar resultado en el supuesto de que nadie se viera obligado a cambiar por su causa.

En la actualidad, el matrimonio equivale a "una capitulación de la identidad, a la muerte del autodesarrollo, a una muerte espiritual contraria a la naturaleza".

Un amigo ruso de mi padre solía decir: "El matrimonio es la tumba del amor".

Disraeli lo supo expresar mucho mejor: "Todas las mujeres debieran casarse pero no los hombres".

Como bien se comprende, Disraeli era un sexólogo.

Ya estamos viendo nuevas formas de vida que han suplantado el matrimonio, sencillas y fáciles uniones no sancionadas por ningún certificado que son como un regreso a la unión y vida en común que existía en las épocas primitivas.

Creo que acabaremos recorriendo todo el círculo.

Por otra parte y para no pecar de injusto, también puede decirse algo en favor del estado matrimonial.

He visto algunas parejas que llevan casadas treinta años o más y producen la impresión de sentirse satisfechas.

Al parecer, han descubierto un secreto: que vale la pena perder la mitad de la propia independencia y todo anhelo de variedad a cambio de la certeza de no envejecer solos.

Tal como dijo en cierta ocasión mi profesor de antropología, la maldición más horrible de la vejez es la soledad.

Sin embargo, jamás he conocido a ninguna muchacha que me haya inducido a pensar en la posibilidad de vivir para siempre a su lado.

La única mujer de la tierra con la que sí me imagino pasando el resto de mis días es el Objeto.

Todavía no la he conocido pero pronto lo haré, muy pronto.

Santo cielo, estoy seguro de que sabe convertir la tierra en un paraíso.

¿Cómo es posible que me haya extendido tanto en esta divagación? Volviendo a lo nuestro.

El bigote del Mecánico está empezando a poblarse.

El mío no es más que una birria, pero la barba me crece bien y ya llevo el cabello muy largo.

En el supermercado no hacen más que gastarme bromas.

Los clientes habituales quieren enterarse del por qué.

Yo les digo que soy adepto al Vivekananda y el Vedanta y que el cabello largo está más de acuerdo con un espíritu elevado.

Los clientes me miran como si estuviera chiflado.

"Cuaderno de notas de Adam Malone -del 1 de junio al 7 de junio": En el transcurso de una de nuestras sesiones de la semana pasada, ahora que sólo nos faltan unas tres semanas, el Perito Mercantil, que últimamente se mostraba menos comunicativo, se irritó por una cuestión sin importancia y en determinado momento nos salió con que mira lo que estábamos haciendo a cambio de algo tan fugaz y transitorio como son unas relaciones sexuales.

Yo suavicé la situación recordando una frase que se atribuye a lord Chesterfield, a propósito de lo que son capaces de hacer los hombres para llevarse a una mujer a la cama.

¿Y para qué? Chesterfield dijo: "El placer es momentáneo, la posición ridícula y los gastos detestables".

Todos se echaron a reír y hasta le hizo gracia al Perito Mercantil.

Considero que, aparte el hecho de haberlo concebido, mi mejor aportación al proyecto es la de servir de árbitro entre mis colegas, suavizando los conflictos de personalidad y procurando que toda la empresa marche sobre ruedas.

La semana pasada organizamos dos reuniones de mayor duración, ambas en mi apartamento.

El Mecánico, a pesar de su mal humor y ordinariez y hostilidad latente hacia la mayoría de seres humanos, ha resultado ser el más útil y el más fervoroso miembro del Club de los Admiradores.

Su ingeniosidad para encontrar cosas y su sorprendente habilidad manual son extraordinarias.

En el transcurso de la primera reunión nos hizo un importante anuncio.

Ha encontrado exactamente el tipo de camioneta que nos hace falta.

A través de sus amistades del Valle, ha localizado una vieja camioneta abandonada en un cementerio de coches de las afueras de Van Nuys.

Se trata de una Chevrolet de tres cuartos de tonelada, modelo 1964.

Tras varias horas de trabajo, consiguió llevarse esta Chevy a Santa Mónica utilizando el vehículo de remolque de la estación de servicio donde trabaja.

Deja aparcado su coche en la calle y de esta manera puede ocultar la Chevy en su garaje sin que nadie la vea.

Dijo que estaba en bastante buen estado y que está muy reciamente construida y que la suspensión es muy buena.

Le hará falta un repaso de motor y la acostumbrada sustitución de la batería y las bujías, algunas otras cosas y todo un juego completo de neumáticos nuevos extrafuertes.

Podrá dar cómodamente cabida a dos personas en los asientos de delante y a tres personas con los suministros que haga falta en la parte de atrás desprovista de ventanillas.

"Es una de las camionetas que se utilizan para efectuar repartos y no despertará ninguna clase de sospechas", dijo el Mecánico.

Dice que, dedicándole todo el tiempo libre de que disponga, podrá tenerla arreglada para dentro de una semana o diez días todo lo más.

Los tres restantes hemos acordado reunir el dinero necesario para la adquisición de las piezas de recambio que el Mecánico no pueda birlarle a su jefe o extraer de cualquier otro vehículo abandonado.

Dado que va a estar muy ocupado en la reparación de la camioneta, el Mecánico le ha propuesto al Agente de Seguros que el viaje a Más a Tierra previsto para dos días más tarde sea el último que se efectúe antes de la puesta en práctica de la gran operación.

Por consiguiente, los suministros y provisiones necesarias deberán adquirirse inmediatamente.

Todo lo demás habrá que trasladarlo junto con el Objeto el mismo día de la operación.

Por mi parte ya he adquirido muchos de los artículos no perecederos que figuran en la lista, a precios de mayorista: frutas y verduras en conserva, galletas, quesos.

A última hora he decidido incluir una caja de huevos.

Además, en ausencia del encargado, he trasladado a mi coche tres cajas de bebidas variadas, bebidas alcohólicas de alta graduación, cervezas y bebidas sin alcohol.

Lo he dejado todo en casa del Mecánico.

Como es natural, siendo adicto a los alimentos sanos, el Perito se ha encargado de la adquisición de sus propias vituallas.

En un establecimiento de alimentos orgánicos del que es contable ha adquirido pan integral, yogourt, té de hierbas, albaricoques secos, semillas de soja tostadas y también guisantes secos, algunas patatas, calabazas, nabos, y manzanas procedentes de fincas agrícolas en las que sólo se utilizan fertilizantes naturales.

Cada loco con su tema.

Otra cosa a propósito de la primera reunión.

Yo había consultado una obra de Alphonse Bertillon, director del departamento francés de identidad de la Sureté de París entre los años 1882 y 1914.

En ella, Bertillon expone una invención antropométrica suya que consiste en un sistema de medición corporal y facial de once rasgos inalterables de los criminales.

Aplicando una variación de dicho sistema, tomé las medidas de las cabezas y rasgos faciales del Perito Mercantil y del Agente de Seguros.

Con una cinta métrica y un compás tomé las medidas exactas de sus cráneos, frentes, narices y barbillas.

Cuando así lo hice, creyeron que estaba loco, pero después les expliqué los motivos.

Me pareció que no resultaría prudente que se encargaran ellos mismos de la adquisición de los disfraces.

Sería mejor que lo hiciera yo y, para poder adquirir apliques o bisoñés, patillas, barbas y bigotes falsos, precisaba de dichas medidas.

El Mecánico y yo ya teníamos muy crecidos nuestros disfraces y, con las nuevas frondosidades capilares de nuestros rostros, habíamos conseguido modificar grandemente nuestro aspecto.

Pero, dado que a los otros dos les estaba vedado hacerlo así como consecuencia de las esposas o familiares que pudieran dirigirles preguntas al respecto, consideré necesario que dispusieran también de pelo postizo con el que pudieran sentirse perfectamente a sus anchas.

Debo reconocer que lo comprendieron y se mostraron deseosos de colaborar.

Acordamos también que, en presencia del Objeto e incluso no estando éste presente (para acostumbrarnos y no cometer algún error), jamás nos dirigiríamos el uno al otro utilizando nuestros nombres o apellidos.

Sugerí la conveniencia de no utilizar ningún nombre y, en el caso de que ello resultara difícil en los momentos en que quisiéramos recabar la atención de alguien, que utilizáramos iniciales basadas en las denominaciones que yo utilizo en las presentes notas.

Por consiguiente, el Mecánico sería M., el Agente de Seguros sería A., el Perito Mercantil, P., y el escritor, E.

Acordamos discutirlo ulteriormente.

La segunda reunión, que tuvo lugar hace dos días, estuvo centrada en el informe final acerca de la situación de Más a Tierra.

El Mecánico y el Agente de Seguros, ambos en dos vehículos distintos, y el primero de ellos arrastrando un remolque que había pedido prestado, cargado hasta los topes, efectuaron el viaje sin incidentes utilizando otra autopista.

Llegaron al punto de transbordo en dos horas y veinte minutos.

Procedieron a la descarga de los suministros e hicieron el viaje de ida y vuelta hasta el punto de transbordo utilizando el cacharro de ir por las dunas.

Trasladaron los alimentos y las bebidas al interior del refugio y llenaron por completo la nevera colocando los restantes artículos en las estanterías.

Llevaron también toda clase de artículos, tales como más toallas, jabón, utensilios de cocina, el aparato de televisión portátil del Perito Mercantil, botiquines de medicamentos, sábanas, almohadas y mantas que yo había adquirido para la cama del Objeto en el dormitorio principal.

A esta cama, que es la mejor del refugio y la que le tenemos designada, yo suelo llamarla en mis sueños el Lecho Celestial.

La denominación la he sacado de una biografía de Emma Lyon, que más tarde se convirtió en lady Hamilton y que, en 1798 se convirtió en la amante de lord Horacio Nelson.

En su juventud, lady Hamilton había sido considerada la mujer más hermosa de Inglaterra, tal vez de la misma forma en que la actriz Sharon Fields es considerada actualmente la mujer más hermosa del mundo.

A los dieciocho años, Emma Hamilton fue contratada por una especie de médico curandero llamado James Graham, que alquilaba lo que él calificaba de "lecho celestial" a los hombres que desearan rejuvenecerse.

A cambio de cincuenta libras por noche, el paciente, podía tenderse en esta cama sostenida por veintiocho pilares de cristal y cubierta por un rico dosel al tiempo que Emma Hamilton interpretaba en cueros danzas eróticas alrededor del lecho.

Siempre he pensado que la causa del rejuvenecimiento debía ser Emma y no el lecho.

Sea como fuere, siempre que me imagino la cama de Más a Tierra en la que el Objeto tanto tiempo deseado se tenderá muy pronto, no se me ocurre otra denominación que no sea la de Lecho Celestial.

Jamás he creído en el cielo pero creo que este lecho me convertirá.

No quiero seguir divagando.

Según el informe de nuestros adelantados, éstos dedicaron mucho tiempo y energía a la seguridad del dormitorio principal.

Quitaron la cerradura de la puerta y la sustituyeron por otra, cubrieron las dos ventanas con tableros de madera por la parte interior y los protegieron con barrotes de hierro por fuera.

Abandonaron el refugio de Más a Tierra a media tarde tras haberlo revisado todo a fondo y tras haberse asegurado de que todo estaba en orden para la gran llegada.

Llenaron el depósito de gasolina del cacharro de ir por las dunas y éste lo dejaron aparcado detrás de unos arbustos de denso follaje.

Después, utilizando sendos vehículos, regresaron a Los Ángeles.

El Mecánico efectuó el viaje de vuelta en dos horas y treinta y cinco minutos.

El Agente de Seguros, sin el engorro del remolque, invirtió dos horas y diez minutos.

Estoy intentando recordar todo lo que se comentó en el transcurso de la reunión de hace dos días.

Ah, sí, una cosa que aún no se había resuelto.

Con bastante renuencia, el Perito Mercantil nos mostró tres postales panorámicas -vistas de la Casa Blanca, del Capitolio y del Instituto Smithsoniano-en las que había escrito sus mensajes de añoranza a su esposa tras pegarles unos sellos de franqueo aéreo.

Las entregó tímidamente a la custodia del Mecánico junto con dos billetes de veinte dólares y uno de diez al objeto de que todo ello se enviara a la tía de Baltimore, que a su vez se encargaría de echarlas al correo desde la capital al objeto de que la esposa del Perito Mercantil las recibiera espaciadas entre el 23 de junio y el 30 de junio.

Por mi parte, comuniqué los resultados de mi tercera semana consecutiva de vigilancia desde el puesto de observación.

Mi informe no presentó variación alguna en relación con los informes de las dos semanas anteriores y con los de mis previas vigilancias irregulares.

Efectuó su paseo matinal a la hora acostumbrada.

Los jardineros se presentaron según tenían por costumbre.

El coche patrulla llegó a las mismas horas.

Tomé nota de un visitante que previamente había pasado por alto.

El cartero.

Llegó todas las mañanas no antes de las once y un día hasta llegó a las doce menos diez.

Habló por el interfono y se abrió automáticamente la verja.

Entró con su camioneta de reparto parecida a un jeep, se acercó hasta el edificio principal, y se encaminó hacia la puerta donde una mujer de mediana edad (el ama de llaves probablemente) se hizo cargo del montón de correspondencia.

En el transcurso de esta semana, entraron en la propiedad cinco camionetas de reparto -todas después de las nueve de la mañana-, lo cual se les antojó a los restantes miembros del club una señal favorable, dado que significaba que las camionetas de reparto no eran infrecuentes.

Una de ellas pertenecía al agua Puritas, otra a un establecimiento de artículos alimenticios de Beverly Hills, otra a una empresa de fontanería, otra al Servicio de Transportes Flecha Roja y otra al American Express.

Al término de la reunión, los demás se emocionaron mucho escuchándome leer un breve reportaje publicado en la primera plana del "Daily Variety" de aquel mismo día.

En dicho reportaje se señalaba que "La prostituta real" se había estrenado en seis importantes ciudades de la nación, superando todos los récords de taquilla.

Finalizaba confirmando la noticia según la cual la estrella Sharon Fields se disponía a abandonar Los Ángeles y -tal como decía "Variety"-"volaría a Londres para promocionar su más reciente éxito".

Ayer, puesto que tenía la tarde libre -había trabajado en el supermercado en el turno de noche-y me sentía demasiado emocionado para poder concentrarme en escribir, salí a adquirir los disfraces del Perito Mercantil y del Agente de Seguros.

Por no sé qué extraño motivo visité en primer lugar varios bazares y tiendas de juguetes, recordando tal vez la época de mi niñez en que solía acudir a tales lugares en compañía de mi madre, en vísperas de Todos los Santos o de alguna fiesta de disfraces.

Las pelucas y bigotes que vendían eran muy baratos y de muy mala calidad, totalmente increíbles y fabricados de tal forma que confirieran un aspecto muy cómico al interesado.

Entonces decidí cambiar de sistema.

Busqué en las páginas amarillas algunos establecimientos que pudieran resultar más adecuados, tales como la Tienda Mágica Houdini de Hollywood, la Compañía de Disfraces del Oeste y el Salón de Alta Peluquería de Beverly Hills.

Llamé a los tres sitios y les dije que estaba filmando un anuncio para televisión, describiéndoles lo que me hacía falta.

Fue como un ábrete sésamo.

Vacié la cartera comprando en los tres establecimientos -como es natural, se me reembolsarán los gastos-pero pude adquirir lo que me hacía falta, auténticos adornos faciales del tamaño adecuado.

Me dijeron que a nadie pueden sentarle a la perfección si no se los ajustan personalmente, pero yo repuse que los modelos de mi anuncio estaban demasiado ocupados para poder perder el tiempo.

Compré un estupendo aplique del mismo color para la calva del Perito Mercantil así como un bigote entrecano tipo cepillo.

En total, sesenta dólares.

Le compré al Agente de Seguros unas preciosas patillas largas y unos soberbios mostachos de granadero por cincuenta dólares.

Le compré también un tinte temporal para el cabello.

Puesto que se va a teñir el cabello de un color más oscuro, se tratará de una sencilla operación de una sola fase.

Se garantiza que el tinte dura tres semanas si no se lava uno el cabello demasiado a menudo.

Ya está todo hecho.

Estamos preparados para las transformaciones.

Casi estamos a punto.

Apenas puedo creerlo.

"Cuaderno de notas de Adam Malone -del 8 de junio al 14 de junio": Todas las precauciones son pocas para satisfacer al Perito Mercantil.

Su timidez arranca del hecho de haberse visto tanto tiempo obligado a seguir una rutina.

Sigue mostrándose preocupado y afirma que corremos muchos peligros.

Al final tuve que citarle una frase del marqués de Halifax: "Aquel que no deja nada al azar pocas cosas hará mal pero hará muy pocas cosas".

Ello pareció ejercer en él un efecto saludable.

Mantuvimos otras dos reuniones muy breves en mi apartamento.

Repasamos todos los pasos para comprobar que no hubiéramos metido la pata en algo.

Al parecer, tenemos previstas todas las contingencias.

Discutimos acerca de la conveniencia de efectuar una última visita a Más a Tierra.

Al final nos pareció que ya no quedaba nada por hacer.

El refugio está listo para ser ocupado de inmediato.

El Agente de Seguros nos dibujó un plano de las habitaciones del refugio.

Decidimos dónde dormiría cada cual y qué días.

Hasta nos repartimos los deberes culinarios.

Leí el informe de las actividades que había observado desde mi habitual puesto de vigilancia, situado en el punto más alto de la calle Stone Canyon.

No observé ninguna novedad ni nada digno de mención.

El Objeto sigue cumpliendo religiosamente con el deber del paseo matinal al aire libre.

La vi preciosa en todas las ocasiones.

Siempre que la veo desaparecer en el interior de la casa experimento como una sensación de pérdida.

Los jardineros, el cartero y el coche patrulla se presentaron con la misma regularidad de siempre.

No preveo ninguna sorpresa.

Les entregué a mis dos colegas casados los disfraces que les había comprado.

Me reembolsaron el importe y se los probaron.

El Agente de Seguros estaba estupendo con las largas patillas y los Poblados mostachos.

Lo único que causaba extrañeza era el color más oscuro que el de su cabello natural.

Le aseguré que todo sería del mismo color una vez se hubiera aplicado el tinte, cosa que él prometió hacer en cuanto saliera de casa poco antes de entrar en acción.

En cambio, el Perito Mercantil, una vez con el aplique sobre la calva y el bigotito sobre el labio superior, resultó de lo más ridículo.

Parecía un inocente Adolf Schicklgruber, si tal cosa pudiera concebirse.

Tuve que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para evitar echarme a reír, sobre todo teniendo en cuenta que el Mecánico se estaba burlando de él despiadadamente.

Al cabo de un rato pude comprobar que el Perito Mercantil se gustaba bastante con la calva cubierta por el postizo.

No hacía más que levantarse para mirarse al espejo.

El bigote del Mecánico es denso, enmarañado y desordenado, y su aspecto me recuerda al de August Strindberg sólo que más áspero.

Es difícil reconocer en él a la persona con quien trabé conocimiento en el bar de la bolera.

Mi propio aspecto es, y no quisiera pecar de inmodestia, bastante sansoniano y me confiere mucha apariencia de fuerza.

El bigote es más bien esmirriado, una especie de semicírculo hacia abajo, pero la barba castaño oscura ha alcanzado la plena madurez, hasta tal punto que he tenido que recortármela un poco en el transcurso de la semana.

En el supermercado he tenido que soportar toda clase de bromas a causa de mi nuevo aspecto revolucionario anarquista.

Una noche acudió Plum a comprar leche y al principio ni siquiera me reconoció.

Cuando me acerqué a ella, se percató de que era yo y no podía dar crédito a sus ojos.

Le encantó mi nueva flora facial.

Les dije a los demás que había comunicado al encargado que dejaría el empleo el 15 de junio para trasladarme al Este a ver a mi familia.

Lo cual significa que esta noche será mi última noche de trabajo.

Creo que podré volver a obtener este empleo a mi regreso.

Pero no sé si me gustará volver al supermercado.

Me parece que estas dos semanas de ausencia me inspirarán lo bastante como para inducirme a escribir con plena dedicación.

Después quizá pueda lograr escribir cosas de alta calidad que me permitan obtener ingresos cuando se me termine el dinero de que actualmente dispongo.

El Mecánico dijo que había tenido una violenta discusión con su jefe, el propietario de la estación de servicio.

El Mecánico le pidió dos semanas de vacaciones, y el jefe se puso hecho un basilisco diciéndole que se iba ahora que empezaba la temporada turística y en la estación habría más trabajo que nunca.

Pero el Mecánico no se amilanó y, al final, el jefe le concedió a regañadientes las dos semanas de vacaciones, si bien sólo le pagaría el sueldo de una semana.

El Mecánico se puso furioso pero prefirió no protestar.

El Perito Mercantil había prometido encargarse de las píldoras y así lo hizo en el transcurso de nuestra segunda reunión.

Encontró en el botiquín de su mujer un frasco casi lleno de Nembutal, sacó del mismo diez píldoras, las introdujo en un frasco de plástico vacío y nos las entregó.

Les dije a los demás que ya les había pedido el cloroformo, la jeringa hipodérmica y el luminal de sodio (que, según descubrimos, era un soporífero estupendo) a mis amigos de Venice, y que esperaba tenerlos en mi poder en muy breve plazo.

El Mecánico dijo que todavía estaba bregando con la camioneta Chevy pero que los trabajos iban muy adelantados.

Dijo que a la mañana siguiente birlaría unos neumáticos especiales.

Ayer hice por mi cuenta algo que no he revelado a los demás.

Pensé en todo el proceso de hacerle el amor y comprendí súbitamente que se merecería cierta protección.

Era lo menos que podíamos hacer.

Al fin y al cabo, cuando nos la lleváramos ella no habría podido saberlo de antemano y tal vez no estuviera preparada.

Me avergoncé un poco de adquirir contraceptivos femeninos y entré y salí de dos farmacias sin pedir nada.

Después entré en una en la que había detrás del mostrador una mujer que me pareció amable y decidí lanzarme.

Me inventé una historia para justificar el hecho de que mi amiga no pudiera acudir personalmente y dije que ésta me había pedido que comprara lo mejor.

La farmacéutica se mostró comprensiva y dispuesta a colaborar y me dijo: "Mire, ya conozco estas situaciones.

Le daré lo que quiera.

¿Qué es lo que ella prefiere? Si se trata de un diafragma, es necesario que se lo coloque un médico y le dé instrucciones acerca del cordel.

Por consiguiente, eso habrá que dejarlo.

Hay otro tipo de diafragma de distintos tamaños que también debiera colocarle un médico y después aconsejarle el empleo de un espermicida, y le recuerdo que debe insertarse el diafragma media hora antes de mantener relaciones sexuales.

Y después tenemos la píldora, que vendemos bajo distintas marcas y para la que hace falta receta, pero yo no soy partidaria de las formalidades y, si usted quiere la píldora, le venderé una caja.

Pero recuérdele a su amiga que debe tomar la píldora durante ocho días seguidos antes de las relaciones sexuales.

Además, le recomiendo que su amiga utilice un poco de KY.

Se trata de una gelatina lubricante.

De esta forma será más agradable para ella y más fácil para usted".

No sabía qué demonios llevarme y compré un poco de cada cosa.

La farmacéutica me vendió un tubo de Precaptín, que es un espermicida, y me entregó una caja de píldoras anticonceptivas; y, en cuanto al diafragma, adquirí tres de distintos tamaños para más seguridad -65, 75, 85-, y ahora, mientras escribo, me excito sólo de pensarlo.

Compré también la gelatina lubricante y acabé comprando una bolsa de irrigaciones.

Después, preocupado por lo que me había dicho de los ocho días seguidos, entré en otra farmacia y adquirí tres docenas de preservativos.

Al regresar a mi apartamento, no pude resistir la tentación, de entregarme a una extravagancia.

Al pasar frente a una tienda de prendas femeninas, vi un camisón tipo minitoga con cortes laterales confeccionado en nylon blanco transparente.

Una auténtica locura.

Dado que conocía las medidas del Objeto, entré en la tienda y encontré su talla.

Me la imaginaba tendida en el Lecho Celestial luciéndolo.

Se lo compré inmediatamente en calidad de regalo de un ardiente admirador y secreto amante desde hacía mucho tiempo.

Antes de que diéramos por terminada nuestra segunda reunión de la semana pasada, se me ocurrió pensar en algo que todavía no habíamos decidido.

Le pregunté al Mecánico si ya había decidido cuál iba a ser el mejor camino para llegar a Más a Tierra.

él repuso que sí, que había tenido intención de traerse unos mapas de carreteras pero que los había olvidado.

Sin embargo, dijo que ello no tenía la menor importancia, puesto que se conocía muy bien el camino sin necesidad de utilizarlos.

No obstante, el Agente de Seguros insistió afirmando que sí era importante.

"Si tú conduces -dijo-y te da un calambre o algo así, uno de nosotros tiene que estar en condiciones de ocupar tu lugar, tomar el volante y saberse exactamente el camino".

El Mecánico, que nunca es muy amable, accedió a regañadientes a traernos los mapas la semana que viene.

Lo cual nos hizo pensar en la semana que viene, nuestra última semana en la ciudad antes de embarcarnos en nuestra increíble aventura.

Lo discutimos y acordamos reunirnos dos veces entre los días 16 y 22 de junio.

Llegamos a la conclusión de que ya lo teníamos todo dispuesto y no habíamos dejado ningún cabo sin atar.

No obstante, decidimos reunirnos una vez más el miércoles día 18 para revisarlo todo y asegurarnos de que todo estaba a punto.

Y acordamos celebrar una breve reunión final del Club de los Admiradores la víspera de la operación, una especie de alegre reunión para celebrarlo.

El Mecánico acaba de telefonearme mientras estaba escribiendo esta última frase.

Estaba muy contento y animado.

Ha terminado la reparación de la camioneta de reparto, le ha colocado los neumáticos y se la ha llevado a efectuar un recorrido de prueba hasta Malibú Canyon.

Dice que funciona como un Rolls Royce.

Le he felicitado y le he recordado que pintara en los laterales el nombre de alguna empresa imaginaria.

Hemos discutido un poco a este respecto y, al final, se ha mostrado de acuerdo con mi sugerencia inicial, que era la de pintar el nombre de alguna inofensiva empresa de control de plagas.

Prometió encargarse de ello esta tarde.

Ahora me iré a Venice a ver a mis amigos y averiguar si ya tienen en su poder lo que les he pedido, aprovechando de paso para fumar un poco en su compañía.

Será mejor que me entere de si les sobra un poco de hierba.

Cualquiera sabe, a lo mejor el Objeto está metida en eso y gusta de dar alguna que otra chupada de vez en cuando.

A última hora de la tarde: acabo de regresar de Venice.

Lo tengo todo, tengo todo lo que necesitamos: el frasco de cloroformo, dos jeringas hipodérmicas nuevas en bolsas esterilizadas, agujas de un solo uso, dos ampollas de luminal de sodio que han robado de la clínica y dos latas de hierba de primera calidad.

Estoy leyendo las notas acerca de la utilización de la jeringa hipodérmica.

Me cuesta creer que la utilizaremos dentro de una semana.

Estoy pensando en lo que sucederá después cuando ella se despierte y hayamos conseguido intimar con ella, y en la noche del 23 de junio en que ella y yo nos encontremos en el Lecho Celestial.

Y en cómo me amará ella y cómo la amaré yo.

Seré el hombre más afortunado de la tierra.

¿Cuántas personas pueden decir que han visto cumplidos sus deseos?

"Cuaderno de notas de Adam Malone -del 15 de junio al"…: Basta.

Ya no puedo escribir.

Estamos a lunes 16.

Se ha producido súbitamente una terrible situación imprevista. Terrible.

He llamado con urgencia a los demás.

Estoy esperando su llegada.


Experimentando intensos latidos en las sienes, Adam Malone se hallaba sentado en el borde del sillón de su apartamento contemplando el teléfono que tenía delante y esperando a que sonara.

Era la primera vez que perdía el aplomo en el transcurso de todas aquellas semanas.

Habían previsto todas las contingencias posibles menos una.

Y ahora se había producido lo imprevisto, y para él había sido como un jarro de agua fría.

Se había producido a las once y dieciséis minutos de aquel lunes por la mañana mientras abandonaba Bel Air en su automóvil para irse a almorzar a un local de Westwood.

Se había pasado toda la mañana oculto en su puesto de observación con los prismáticos pegados a los ojos, estudiando todos los movimientos que habían tenido lugar en la propiedad de Sharon Fields, deteniéndose de vez en cuando para anotar algo que le hubiera parecido interesante.

Después, a eso de las once, dado que en su prisa por ocupar su puesto a tiempo, al objeto de no perderse el paseo matinal de Sharon, no había desayunado, empezó a sentir apetito.

Decidió abandonar su puesto de observación por espacio de una hora y media para poder tomarse una buena ensalada y una jugosa hamburguesa, antes de regresar una vez más a su solitario puesto de vigilancia.

Pues, bueno, allí estaba sentado al volante con la radio encendida y escuchando el noticiario, mientras abandonaba Bel Air para irse a almorzar, cuando sucedió lo imprevisto.

Había acercado el coche a la cuneta, se había detenido, había escuchado atentamente la radio y después había buscado a toda prisa el cuaderno para anotar todo lo que acababa de oír.

Había olvidado el almuerzo.

El vacío de su estómago provocado por el apetito se llenó de repente y quedó ocupado por un nudo de pánico.

Había ocurrido lo imprevisto y el futuro y el éxito de su proyecto, tan minuciosamente preparado, amenazaba con desembocar en un desastre.

Malone había vuelto a poner el vehículo en marcha y se había dirigido al paseo Sunset.

Pero, en lugar de irse a Westwood, se había trasladado directamente a su apartamento de Santa Mónica.

Profundamente agitado, se dirigió al salón, cerró la puerta y se dirigió al teléfono.

La primera de sus urgentes llamadas se la hizo a Kyle Shively, a la estación de servicio.

Le contestó otra persona pero Shively se puso en seguida al aparato.

– Kyle, soy Adam, ha ocurrido una cosa -le dijo sin aliento-.

Se trata de un asunto de emergencia, muy importante.

Podría repercutir en nuestro proyecto.

Tengo que veros a ti y a los demás en seguida… No, no, no puedo decírtelo por teléfono. ¿No puedes venir a la hora del almuerzo? En mi casa. Estoy aquí. Te espero.

Después llamó al despacho de Howard Yost.

Encontró el teléfono comunicando en dos ocasiones, pero a la tercera consiguió llamar.

Le contestó la secretaria de Yost.

Él se identificó como un íntimo amigo de Yost y solicitó hablar con él inmediatamente.

La secretaria se mostró enloquecedoramente lenta.

– Lo siento, pero a esta hora no suele estar.

Se encuentra efectuando una visita. Después creo que se irá directamente a almorzar. Si me llama antes de que…

– Oiga, señorita, déjese de historias. Se trata de un asunto urgente, ¿ha comprendido?, y tengo que hablar con el señor Yost antes del almuerzo.

Por favor, intente localizarle donde quiera que esté y dígale que llame inmediatamente a Adam Malone, lo cual significa ahora mismo. Ya tiene mi número.

– Haré lo que pueda, señor.

Malone colgó el teléfono muy decepcionado, cortó la comunicación, lo volvió a descolgar y mantuvo el dedo levantado a punto de marcar hasta que escuchó la señal.

Llamó a Leo Brunner y escuchó con creciente impaciencia los timbrazos.

Para su asombro, contestó al teléfono el propio Brunner.

– Ah, ¿eres tú, Adam? Iba a salir.

– Olvídate de lo que estuvieras a punto de hacer, Leo. Acaba de producirse un imprevisto y tengo que verte. Ya he llamado a los demás. Nos reuniremos aquí este mediodía.

– ¿Sucede algo? -preguntó Brunner preocupado.

– Sí, nos veremos a las doce.

Y ahora Malone se hallaba sentado ante el silencioso teléfono rezando para que sonara.

Al cabo de diez minutos se puso nervioso y buscó el cuaderno de notas que había utilizado en calidad de diario semanal.

Muy afligido, escribió la fecha inicial de la semana, empezó a escribir un párrafo y comprendió entonces que estaba perdiendo el tiempo porque era muy posible que aquella semana no terminara.

Al escuchar sonar el teléfono, soltó el lápiz y contestó inmediatamente.

– ¿Adam? Soy Howard.

Ha llamado la secretaria de mi oficina y…

– Lo sé, Howard.

Oye, estoy seguro de que ya te habrá dicho que tengo que verte inmediatamente. Ha ocurrido una cosa muy grave.

– ¿No puedes esperar? Esta semana he duplicado las visitas para poder compensar el claro de las dos semanas de vacaciones. Tengo un almuerzo de trabajo.

– Anúlalo -le interrumpió Malone-. Los demás van a venir al mediodía. Como no vengas y no podamos establecer la forma de superar un obstáculo que esta mañana se ha interpuesto en nuestro camino, ni tú ni nosotros podremos disfrutar de estas dos semanas.

– ¿Así por las buenas?

– Así por las buenas. Tal vez podamos arreglarlo. Pero tendremos que tomar una decisión unánime. Y hay que decidirlo ahora mismo. El tiempo es esencial, Howard. Por consiguiente, anula la cita y ven.

– Como quieras. Voy en seguida.

Shively fue el primero en llegar, ocho minutos después. A los cinco minutos llegó Brunner, presa del temor. Querían saber lo que había ocurrido, pero Malone les dijo que tuvieran paciencia y esperaran a que llegara Yost para no tener que repetir dos veces el relato.

– Bueno, mientras esperamos a que nos cuentes el contratiempo -dijo Shively-, ¿por qué no preparo unos bocadillos? ¿Qué tienes para comer, Adam?

– Encontrarás en la nevera un poco de lechuga y tomate -repuso Malone-. Hay también un poco de "bologna" y un par de huevos duros. Hay también pan tierno.

– ¿Qué os apetece, muchachos?

– Cualquier cosa -dijo Brunner-. Menos carne.

– Para mí lo mismo -dijo Malone sin quitar los ojos de la puerta.

Diez minutos más tarde, mientras Shively distribuía los platos de papel con bocadillos, apartando uno para el colega rezagado, llamaron a la puerta. Malone se apresuró a abrir la puerta y entró un jadeante y perplejo Howard Yost.

Agradeciéndole indiferentemente a Shively el plato, Yost se hundió en el sillón de cuero y dio un gran mordisco al bocadillo.

– Bueno, Adam, ¿cuál es ese obstáculo tan grande que se nos ha presentado? ¿Qué ocurre?

– Hace un rato, mientras abandonaba Bel Air, yo tenía puesta la radio del coche -repuso Malone-.

Al terminar las noticias nacionales, empezó a hablar una señora que es la encargada de la sección de espectáculos de la emisora, Ahí va lo que ha anunciado eso es lo que me ha dejado de una pieza. -Malone buscó el cuaderno de notas que guardaba en el bolsillo y lo abrió-. He anotado taquigráficamente casi al pie de la letra lo que ha dicho.

"Noticia para todos los admiradores de Sharon Fields -ha anunciado-.

La imprevisible Sharon Fields ha vuelto a hacer de las suyas. Tenía previsto salir hacia Londres el martes veinticuatro de junio, al objeto de asistir al estreno inglés de su última epopeya, "La prostituta real", y tomarse un merecido descanso, según ella misma había afirmado.

Hasta entonces se quedaría aquí colaborando con la Aurora Films en la promoción de su nueva película.

Pero ahora, como de costumbre, la extravagante Sharon ha echado por tierra todos los proyectos de los estudios.

Hemos podido saber, y esta mañana nos lo ha confirmado uno de sus más íntimos amigos, que Sharon se propone abandonar Los Ángeles mucho antes, casi inmediatamente, para volar a Londres.

Según nuestra fuente de información, saldrá el jueves por la mañana, día diecinueve de junio.

La pregunta más interesante es: ¿Por qué este repentino cambio de programa? ¿Por qué esta impulsiva salida hacia Londres cinco días antes de lo que ella y los estudios tenían previsto? Tenemos la sospecha de que el motivo se llama Roger Clay.

Al parecer, el idilio se había enfriado y se está volviendo a calentar. "Bon voyage", querida Sharon".

Malone levantó los ojos con el rostro en tensión.

Miró primero al ceñudo Shively, después al confuso Yost y, finalmente, al inexpresivo Brunner.

– Eso es lo que he oído hace una hora -dijo Malone-. Es como si nos hubieran echado encima un jarro de agua fría.

– Un momento, a ver si lo entiendo -dijo Yost intentando tragarse el último bocado de comida-. ¿Dices que nuestra chica se va dentro de tres días en lugar de dentro de una semana, contando a partir de mañana?

– Exactamente -repuso Malone asintiendo-. Lo cual significa que, de repente, tenemos que cambiarlo todo y modificar el programa si no queremos que nuestro proyecto quede en agua de borrajas. Por lo que a mí respecta, soy flexible.

Lo podré arreglar. Estoy dispuesto a hacerlo con cinco días de adelanto. Pero estaba preocupado por vosotros. Por eso teníamos que reunirnos inmediatamente, porque, si decidimos seguir adelante, no tendremos tiempo que perder.

Yost empezó a hablar entrecortadamente, como si pensara en voz alta.

– Si se va dentro de tres días. Eso significa… significa… que tendremos que llevárnosla pasado mañana.

– Exacto. El miércoles por la mañana -dijo Malone.

Yost apartó lentamente a un lado el plato de papel vacío.

– Mira, siempre hemos sido sinceros los unos con los otros. No es el momento de que dejemos de serlo. Por consiguiente, os diré que por lo que a mí respecta no veo la forma de arreglarlo. Tengo una serie de visitas concertadas para esta semana. Tengo previsto salir con mi mujer y los niños este fin de semana.

¿Ahora tendría que dejarlo todo para marcharme pasado mañana? Bastante trabajo me ha costado conseguir que mi señora me concediera el permiso para dentro de una semana. ¿Pasado mañana, así por las buenas? Se pondría hecha una furia.

– ¡Tonterías! -exclamó Shively-. Sabes muy bien que son tonterías, Howie.

– ¿Qué quieres decir?

– Eres lo suficientemente listo como para inventarte cualquier excusa que te permita tomarte las dos semanas de vacaciones esta semana en lugar de la próxima.

Te sacaste de la manga la inverosímil historia de irte a pescar con dos clientes ricos dentro de una semana contando a partir de mañana.

Pues ahora vas y dices que esos ricachos hijos de puta han decidido marcharse pasado mañana. Podrás conseguir que se lo trague. Yo estoy con Adam.

Puedo apañármelas. Soy partidario de que nos llevemos a Sharon el miércoles por la mañana y sanseacabó.

– No, Shiv, espera, sé razonable -le suplicó Yost-. Tal vez para ti sea fácil dejar plantado a tu jefe, porque no tienes esposa e hijos que te lo impidan. Pero Leo y yo tenemos que hacer frente a otras personas aparte del trabajo. -Vaciló y después prosiguió-: Mira, no propongo que abandonemos el proyecto. Lo único que digo es que lo aplacemos por breve tiempo. Tú sabes, y yo sé, que volverá muy pronto. No hay motivo para que no podamos esperar y resucitar lo que…

Malone le interrumpió: -Dudo que podamos resucitarlo. Estoy seguro de que se quedaría en agua de borrajas.

En estos momentos ya estamos lanzados.

– Dentro de uno o dos meses conseguiríamos reemprenderlo con el mismo entusiasmo -insistió Yost-.

Es más fácil aplazar el plan que lanzarnos de repente a un proyecto arriesgado para el que no estamos plenamente preparados.

– Pero es que "estamos" preparados, tan preparados como podamos llegar a estar -dijo Malone-.

No tenemos que planear ni organizar nada. Todo está listo y a punto. Estamos tan en condiciones de hacerlo pasado mañana como dentro de una semana.

– Quiero decir desde el punto de vista psicológico, Adam -dijo Yost sin dar el brazo a torcer-, no estamos preparados desde el punto de vista psicológico. -Buscó un aliado-. ¿No te parece lógico lo que digo, Leo? El aliado respondió favorablemente.

– Estoy totalmente de acuerdo contigo, Howard -dijo Brunner con vehemencia-.

No me gusta intervenir en un juego cuyas reglas hayan cambiado de la noche a la mañana. Sería un error. Sí, psicológicamente sería un error.

Shively se puso en pie perdiendo los estribos. -Iros a la mierda con vuestro "error psicológico".

Aquí lo único que ha cambiado es que estáis sufriendo un ataque de "mieditis". Ambos os habéis acobardado a última hora. ¡Confesadlo!

Todas las cabezas se volvieron inexplicablemente hacia Brunner. El perito mercantil permanecía sentado muy erguido, con la nariz arrugada, mientras las gafas se le movían imperceptiblemente sobre el caballete de la nariz y su calva mostraba el primer brillo de sudor.

– Bueno, Leo -dijo Shively-, ¿lo confiesas? Brunner se removió inquieto.

– Sería… sería un necio si no me mostrara sincero con vosotros en una crisis como ésta. Hemos permanecido demasiado unidos en estas últimas semanas para que ahora nos andemos con evasivas.

Sí, este último fin de semana, al irme percatando de que se estaba acercando el momento, empecé a reflexionar acerca de mi intervención en este proyecto. Sí, lo reconozco. Mirad, durante todas estas semanas he procurado reprimir mis dudas, he procurado seguiros la corriente porque -¿cómo lo diría?-, porque supongo que se me antojaba algo irreal, una especie de maravilloso sueño, una fantasía sobre la que resultaba agradable hacer conjeturas pero que jamás podría hacerse realidad.

Sin embargo, al irnos acercando a la puesta en práctica de la fantasía, he empezado a comprender que os lo habíais tomado muy en serio, que estabais convencidos de ello.

– Tienes razón al decir que estábamos convencidos -dijo Malone serenamente-. Debieras haberlo comprendido porque estaba muy claro. Accediste a colaborar. Viste lo que estábamos haciendo.

El escondite del refugio. Las provisiones. La camioneta. Los disfraces. ¿Acaso no era eso real para ti?

– Sí, lo sé, Adam -repuso Brunner suspirando-. Y, sin embargo, jamás lo consideré un hecho real. Era como un juguete y todo eso era un juego, una distracción, una especie de medio de relajación que nada tenía que ver con la vida propia de unos adultos. Hasta ahora, todas nuestras conversaciones acerca del proyecto, todos los planes, todos nuestros sueños se me habían antojado una escapada a una historia detectivesca y sexual de mentirijillas. ¿Lo comprendéis?

Nadie le contestó. Brunner procuró sonreír para ganarse su simpatía, para hacerles comprender su punto de vista de tal forma que pudiera seguir conservando su amistad.

– Lo que quiero decir es que me he dejado atrapar en todo ello y he llegado tan lejos porque me resultaba divertido y agradable y apreciaba la fraternidad que se ha producido a raíz de nuestros encuentros.

Pero en cierto modo, en mi fuero interno, sabía que jamás iba a suceder. No podía suceder. Jamás olvidaba el hecho de que éramos personas adultas. Somos hombres respetables. Siempre nos hemos comportado como personas normales. Respetamos las leyes, pagamos impuestos, nos ganamos honradamente la vida, vivimos serena y honradamente. No somos de los que van y secuestran a una famosa actriz y la retienen por la fuerza intentando seducirla… no, la gente como nosotros no hace estas cosas. Eso sería una locura, Iba… iba a decíroslo en nuestra próxima reunión. Me alegro de haber podido hacerlo hoy. -Parpadeó de nuevo buscando la comprensión de los demás-.

No me cabe duda de que lo entendéis. Hablar de un proyecto de este tipo es una cosa, pero intentar efectivamente ponerlo en práctica es una locura.

Con las manos apretadas en puño, Shively se acercó a Brunner en actitud amenazadora. Se quedó de pie al lado del perito mercantil sin poder contener su furia.

– Maldita sea, nosotros no estamos locos. ¡El loco eres tú! Estás completamente chiflado. Estás tan acostumbrado a no ser nada que no puedes creer en los hombres que quieren ser algo.

Contemplando la escena con arrobamiento, Adam Malone experimentó una sensación de "dejá vu", como si ya hubiera presenciado antes una escena semejante interpretada también por Shively y Brunner, hasta tal punto que lo que estaba aconteciendo llegó a parecerle menos violento e inquietante de lo que era, gracias a que se trataba de algo ya conocido.

No obstante, prestaba atención porque del resultado de lo que estaba ocurriendo dependería el éxito o el fracaso del proyecto.

– Y permíteme que te aclare bien una cosa -le estaba diciendo Shively a Brunner-. Nada de lo que hemos planeado es real, puesto que tú lo dices. Pero Sharon Fields sí es real. Es una mujer viva con busto y partes sexuales y gusta de hacer el amor. Eso se ha demostrado que es real. Ella misma lo ha dicho.

Y nosotros cuatro somos unos tipos normales que queremos complacerla y nos hemos inventado un sistema que nos permita presentarnos ante ella de una forma teatral, tal como a ella le gustaría. Después llegamos al acuerdo de que lo demás dependería de ella. ¿Y a eso lo llamas tú no comportarse como hombres adultos normales? ¿Llegamos a un acuerdo, no es cierto? No se trata de un delito como mutilar, matar o asesinar.

Ni siquiera se trata de un secuestro a cambio de un rescate ni de nada ilegal; se trata, simplemente, de llevarnos a una mujer para poder conocerla. Llevárnosla temporalmente para ver si logramos divertirnos o no.

Estás perdido, Leo. No andes por ahí tergiversando nuestras intenciones y diciéndonos que no es real que intentemos hallar la manera de divertirnos un poco. A nosotros no nos sucede nada, es a ti a quien le sucede, Leo. ¿Es que no quieres disfrutar de un solo momento de diversión en tu maldita y apestosa vida de eunuco?

Yost extendió la mano y rozó levemente el brazo de Shively.

– No le acoses así, Shiv. Cálmate. Tiene derecho a expresar su punto de vista. Y ello no significa que esté totalmente de acuerdo con Leo. Sin embargo, no me importa decirte que estoy de acuerdo con él en parte. Ha sido muy divertido jugar con la posibilidad de esta fantástica escapada, proyectando todo lo que ocurriría si diera resultado.

Pero permíteme decirte con toda sinceridad que yo también tenía mis dudas y presentía que, llegado el momento, no nos atreveríamos a seguir adelante.

Shively se volvió par mirar a Yost.

– Maldita sea, Howie, ya "hemos" seguido. No empieces a querer asustarnos por el hecho de que tú te hayas echado atrás.

¿Engañaste a tu esposa al objeto de poder disponer de estas dos semanas libres, no es cierto? ¿Qué pensabas hacer en el transcurso de estas dos semanas una vez las hubieras obtenido? ¿Por qué demonios dispusiste las cosas de tal forma que pudieras tomarte unas vacaciones?

– Pues, no lo sé -repuso Yost.

– Pues yo sí lo sé -dijo Shively levantando la voz-, lo sé muy bien. Porque en tu fuero interno y en tu bragueta deseabas que sucediera. Deseabas que te transportáramos nosotros. Estabas realmente dispuesto ha hacerlo siempre que otro te guiara.

Yost murmuró por lo bajo y asintió casi involuntariamente.

– Sí, creo que en mi fuero interno deseaba que sucediera.

Me parece que no quería aguijonearos ni echar sobre mis hombros la principal responsabilidad. Creo que estaba dispuesto a seguir siempre y cuando fuera otro el que tomara las riendas y convirtiera el sueño en realidad.

– Pues nosotros lo hemos convertido en realidad, Howie -dijo Shively suavizando un poco el tono de su voz-.

No tenemos prácticamente nada que nos lo impida, Adam y yo estamos dispuestos a seguir adelante. Estamos dispuestos a cargar con toda la responsabilidad. Lo único que tienes que hacer es acompañarnos y aprovechar la parte de bonificación que pueda corresponderte. Te hemos allanado el camino, amigo. ¿Qué dices?

Yost guardó silencio. Miró primero a Shively y después a Malone, pero evitó encontrarse con la penetrante mirada de Brunner. Después movió casi imperceptiblemente la cabeza hacia arriba y hacia abajo.

– Muy bien -murmuró-, bueno ¿por qué no? Tal vez me hacía falta que alguien me retorciera el brazo. Gracias. Pues claro que iré. Y conseguiré convencer a mi señora de que tengo que salir hacia Colorado al rayar el alba de este miércoles en lugar de la semana que viene.

– Estupendo, Howard -dijo Malone radiante de felicidad.

– No te arrepentirás de ello en toda tu vida -le dijo Shively satisfecho-.

Llevamos varias semanas preparando las cuatro erecciones más memorables de la historia y no estamos dispuestos a echarlo todo a rodar en el último momento. No, señor.

Mira, Howie, cuando ya te hayas acostado con la Diosa de la Sexualidad, me besarás los pies por haber insistido en que te quedaras con nosotros y haberte ofrecido la oportunidad de gozar de lo mismo que tantos años llevan los ricachones recibiendo en bandeja de plata.

Tú también podrás gozar de ello, tal vez el mismo miércoles por la noche, y entonces me agradecerás que te haya permitido disfrutar de la experiencia más fabulosa de toda tu cochina vida.

Mientras escuchaba, Malone comprendió que estaba totalmente de acuerdo con la opinión de Shively. Tal vez no lo estuviera con sus vulgares modales y motivos, pero sí, ciertamente, con el objetivo que defendía. Consideraba Malone que Shively era todo acción irresponsable y al diablo las consecuencias. A Shively le movía únicamente la atracción que en él ejercía aquella gran aventura sexual.

Malone, en cambio, había concebido el proyecto y deseaba llevarlo a la práctica por un motivo más elevado que trascendía incluso su amor hacia Sharon. Sabía lo que era: un soñador.

Y para un soñador aquel proyecto constituía un experimento de vital importancia, un experimento capaz de demostrarle si la fantasía no era más que un simple y fugaz ensueño sin relación alguna con la existencia real, o bien si la fantasía podía convertirse, a través de la energía física, en una realidad tangible.

Caso de ser ello posible, dicha alquimia tal vez llegara a constituir parir la raza humana un descubrimiento de mucho más valor que cualquiera de los realizados por Galileo, Newton, Darwin o Einstein.

Sin embargo, para saber si ello era posible, era necesario que el experimento no se hiciera añicos la víspera de su puesta en práctica.

Malone miró a Yost.

Allí estaba el gran fanfarrón convertido ahora en un flan.

Había resistido, pero más tarde había capitulado por temor a no estar a la altura de sus compañeros. Pero le habían ganado de nuevo para la causa.

Tres de ellos estaban dispuestos a empezar antes de lo previsto. Por consiguiente, sólo quedaba un indeciso.

Malone reflexionó acerca de Leo Brunner.

Al perito mercantil le había estremecido y hasta acobardado la vibrante arenga que Shively les había dirigido tanto a él como a Yost.

Solo ante el grupo unido, Brunner comprendería sin lugar a dudas que su postura se había debilitado.

Malone tomó una rápida decisión.

Antes que permitirle a Shively atacar de nuevo las débiles defensas de Brunner, corriendo con ello el riesgo de ejercer el contraproducente efecto de provocar la resistencia de Brunner, Malone decidió encargarse personalmente del segundo ataque.

Pensó que resultaría más efectivo abordarle de una forma más oblicua y sutil.

– Leo -dijo Malone suavemente-, eres el único que pone reparos al proyecto y al hecho de que lo llevemos a la práctica antes de lo previsto.

Kyle tiene razón, ¿sabes? Estas breves vacaciones pueden ser la experiencia más satisfactoria de toda tu vida.

Todo está perfectamente planeado. Debes comprenderlo. No hay ni una sola cosa que no hayamos previsto. No puede fallarnos nada. Creo sinceramente que merece la pena hacer el esfuerzo final.

¿Qué más da que sea pasado mañana o dentro de una semana? Lo importante es llevarlo a cabo. Y te hemos dado nuestra palabra de que, si no nos da el resultado que pretendemos alcanzar, la soltaremos sin más y no le causaremos daño alguno.

– Observó que Brunner escuchaba atentamente todas y cada una de las palabras para que le penetraran bien en el cerebro y pudiera reflexionar acerca de ellas.

Malone se acercó a Brunner y se agachó ante él mirándole con una sonrisa comprensiva-.

¿Acaso no comprendes que no somos malos, Leo? Ninguno de nosotros tiene la menor intención de causarle daño a un ser humano. Somos personas corrientes que no hemos obtenido de la vida todo lo que nos merecemos.

Por consiguiente, lo único que pretendemos es llevar a cabo un pequeño esfuerzo para tratar de conseguir, si podemos, sacarle un poco más de jugo a la vida. No queremos pasarnos soñando los mejores años de nuestra vida y tener que pensar, al morir, que lo que obtuvimos de la vida fue pobre, aburrido o vulgar. Tú y yo, Leo, nos merecemos la oportunidad de hacer realidad nuestros sueños.

¿Entiendes lo que te estoy diciendo? Tres de nosotros -hombres sanos y honrados-estamos dispuestos a seguir adelante, a explorar y a descubrir un placer que siempre creímos que nos estaría vedado.

Pero sería mejor, infinitamente mejor, que estuviéramos juntos los cuatro, exactamente igual que al principio. -Malone se detuvo mirando esperanzado a su renuente amigo.

Con voz susurrante, apenas audible, Malone prosiguió-: Quédate con nosotros, Leo. Ya has llegado hasta aquí. Sigue con nosotros hasta el miércoles por la mañana. Podrás arreglarlo. Podrás hacerlo. Y no correrás ningún riesgo.

Si nosotros tres no tenemos miedo, tú tampoco debes tenerlo. Iremos juntos. Por favor, quédate con nosotros.

Brunner le miraba con ojos extrañamente vidriados.

Parecía que le hubieran arrancado y liberado de su antigua concha de inflexibilidad. Asintió lentamente.

– Muy bien -murmuró-, muy bien, lo haré. -Tragó saliva-. Creo creo que no tengo muchas cosas que perder, habiendo sido un fracasado toda la vida. Sí, ya me las apañaré con Thelma y mis clientes. Aquí estaré el miércoles por la mañana.

Malone tomó muy emocionado la mano de Brunner, se puso en pie sonriendo y estrechó primero la mano de Yost y después la de Shively.

– ¡En marcha! -exclamó-. Mañana por la mañana, Shiv, tú y yo efectuaremos una visita al puesto de observación. Mañana por la noche, pasaros los tres por aquí para celebrarlo. Y pasado mañana ¡El Paraíso Encontrado! -Miró a su alrededor-. Eso será, ¿no os parece?

– Has olvidado -una cosa -dijo Brunner poniéndose vacilantemente en pie-. Has olvidado decir que ibas a prepararme ahora mismo un trago auténticamente fuerte.

Todo eso, desde la primera noche del bar de la bolera hasta la escena del mediodía del día anterior, Adam lo fue recordando en el transcurso de la mañana del día siguiente, mientras Abandonaba por última vez el puesto de observación de la cumbre de la colina de Bel Air en compañía de Shively.

Y lo que no recordó por la mañana de aquel martes lo recordó, reuniéndolo cronológicamente, tendido más tarde en el sofá imaginándose a Sharon con su calor y su tacto y su amor.

Y ahora, este mismo martes por la noche, en vísperas de la realización del sueño, celebrándolo con sus amigos, Malone iba recordando una vez más todo el desarrollo del proyecto sentado en el sillón de cuero, fumándose un cigarrillo de hierba, dando intensas chupadas y escuchando la música sensual procedente del aparato estereofónico y los murmullos distantes de las voces de sus tres amigos.

Malone sabía que estaba bajo los efectos de la droga. Era el tercer cigarrillo que se fumaba. Pero daba igual. Lo importante era que se hallaban presentes Shively, Yost y Brunner, y que todos habían brindado por el éxito de la empresa y se habían aturdido tanto como él.

Sí, sí, estaban tan aturdidos, borrachos y atolondrados como él, porque estaban en vísperas de la gran aventura y habían decidido seguir adelante. Iban a llevar a cabo el experimento.

Malone fue vagamente consciente de cierto rumor de pasos, pudo distinguir a Brunner recogiendo su sombrero y un periódico y comprendió que, en su calidad de anfitrión, tenía que cumplir con sus obligaciones.

Haciendo un supremo esfuerzo, se levantó del sillón, se puso vacilantemente en pie y buscó y halló la botella de whisky medio vacía.

– Oye, Shiv -murmuró-, otro trago para el superchico, otro para el camino.

Shively cubrió el vaso con la mano.

– No -dijo con voz ronca-, tengo que irme. Tengo que dormir un poco porque mañana me levantaré muy temprano.

Yost y Brunner ya se estaban dirigiendo hacia la puerta haciendo eses.

Malone les siguió dando traspiés y agitando la botella.

– Otro para el camino.

Ambos rehusaron y Yost dijo alegremente:

– Ya tenemos bastante para el camino.

Chicos, será mejor que no me olvide. Mañana temprano vendré aquí a teñirme el pelo.

– No importa -dijo Malone-, no te olvidarás.

Bueno, chicos, ¿lo habéis entendido bien? Kyle subirá a Bel Air a las cinco de la madrugada y desconectará el motor de la verja.

¿De acuerdo? Después regresará a casa, cambiará su coche por la camioneta y vendrá aquí a las seis de la madrugada para recogernos.

– Yo vendré antes para teñirme el pelo -dijo Yost eructando.

– Pues claro -dijo Malone-.

Lo único que nos queda es la cita con Sharon Fields.

– Ya lo creo -dijo Yost riéndose-, mañana por la noche a esta hora casi no puedo creerlo una cita con la mujer que todo hombre desea y no puede alcanzar sólo la tendremos nosotros disfrutaremos de la mejor experiencia de la tierra.

– Puedes estar seguro -dijo Shively desde la puerta abierta sonriendo con perversidad-.

Espero que esta noche descanse y duerma bien, porque después ya no va a poder dormir mucho, ¿no es cierto, muchachos?

Todavía era martes por la noche. Casi medianoche. La mañana del miércoles estaba al llegar.

La gran mansión de estilo colonial español, con sus dos pisos y sus veinte habitaciones, irguiéndose sobre una elevación de terreno en medio de la vasta extensión que cerraba el Camino Levico, centelleaba como un ascua de luz rodeada de oscuridad.

Dentro, al fondo del espacioso salón rectangular, más allá de los alegres grupos de invitados de todas las edades elegantemente ataviados, frente a la gran repisa de madera de roble grabada de la chimenea y el óleo de Magritte colgado más arriba, Sharon Fields seguía presidiendo la fiesta muy a pesar suyo.

Cuatro de sus invitados -un productor británico, un "playboy" sudamericano, un millonario de Long Island y un modisto francés-habían formado un semicírculo a su alrededor y la tenían acorralada contra la chimenea.

Puesto que tenía previsto salir hacia Londres pasado mañana, le habían estado hablando de apartados restaurantes que no tenía que perderse.

Y dado que la conversación iba dirigida a ella y era en su provecho, se había visto obligada a mostrarse insólitamente atenta.

Pero ahora ya se había hartado, se estaba cansando y sólo deseaba poder librarse de ellos cuanto antes y que la dejaran en paz.

Con mucho optimismo y hasta con entusiasmo, Sharon Fields había organizado a última hora aquella fiesta de despedida para tener la oportunidad de ver a algunos antiguos amigos y personas del ambiente cinematográfico, para poder corresponder a ciertas deudas sociales que tenía contraídas, y para poder manifestar su agradecimiento a sus colaboradores en la película sobre Mesalina.

Había estado deseando que empezara la fiesta y ahora estaba deseando que terminara.

Mientras se esforzaba por escuchar y responder a las interminables idioteces superficiales de aquellos estúpidos, a propósito de las especialidades del Caballo Hambriento de la calle Fulham, del Keats de Downshire Hill y del Sheekey's justo a la salida de la calle St. Martin's, advirtió que se estaba marchitando.

Se preguntó si se notaría por fuera. Pero sabía por experiencia que jamás se notaba. Lo que tenía dentro jamás lo reflejaba exteriormente.

La máscara teatral que tanto tiempo llevaba luciendo se había convertido en una especie de segunda piel que no permitía que se filtrara nada y que jamás la traicionaba.

Estaba segura de que su aspecto era idéntico al que había ofrecido al recibir cinco horas antes a los primeros invitados.

Se había vestido con sencillez para esta velada: una fina blusa blanca de profundo escote sin sujetador debajo, una falda corta de gasa con suave estampado, cinturón ancho, pantimedias color piel que realzaban sus largas y bien torneadas piernas y ningún adorno en las manos o la blusa, simplemente el pequeño brillante de un cuarto de millón colgándole de una fina cadena de oro y hundiéndose en la profunda hendidura del busto.

No se había tomado la molestia de recogerse el cabello y éste le caía suavemente por los hombros. Apenas se había maquillado los almendrados ojos, al objeto de que destacaran más el felino verdor de los mismos. Llevaba los carnosos y húmedos labios más pintados que de costumbre.

Antes de que comenzara la fiesta, se había admirado en el espejo de metro ochenta de altura que tenía en el piso de arriba para comprobar cuán alto y firme se mantenía su busto increíble sin la ayuda del sujetador.

Claro, que parte del mérito se debía al incesante régimen espartano de ejercicios que seguía. Por consiguiente, al recibir a sus primeros invitados, se había sabido impecable y atractiva. Pero ahora, tras largas horas de tragos, de cena y de conversación, le dolían los hombros, le dolían las pantorrillas y los pies, le zumbaban los oídos y se sentía aturdida. Pero se tranquilizó pensando que su aspecto debía ser tan lozano y deslumbrante como había sido a las siete y cuarto de la tarde. Estaba deseando saber la hora que era y, sí ya era tan tarde como suponía, podría dar por terminada la fiesta y verse libre de aquella pesadilla.

Súbitamente Sharon se percató de que los cuatro hombres no se estaban dirigiendo a ella, sino que se habían enzarzado en una ligera discusión acerca de algo de Centry.

Aquella distracción y aquel intervalo de libertad fueron suficientes. Se puso de puntillas para poder ver qué hora marcaba el reloj antiguo. Faltaban diez minutos para las doce. Menos mal. Ahora podría hacerlo.

Se apartó a un lado, buscó a su secretaria y amiga Nellie Wright, levantó levemente la mano para llamar la atención de Nellie y le hizo la señal. Nellie asintió.

Se alisó profesionalmente el traje pantalón, se deslizó entre dos grupos de invitados, se acercó a Félix Zigman y le dio una palmada en el hombro. Apartándose con él le murmuró algo al oído. Las gruesas gafas de montura de concha de Zigman centellearon mientras éste asentía enérgicamente varias veces agitando el abundante copete entrecano. Sharon comprobó aliviada que Zigman había recibido el mensaje y se disponía a actuar. A veces, pensó, era demasiado áspero y desabrido, pero ella le apreciaba.

En el transcurso de los últimos años, tras haberse hecho cargo de sus asuntos profesionales y de su carrera, había conseguido librarla de todos los pelmazos y sanguijuelas que la habían agobiado durante tanto tiempo.

Su querido Félix consideraba que el tiempo era un recurso natural que no debía despilfarrarse.

Para él, con sus bruscos modales (si bien, de vez en cuando, resultaba ser un maravilloso judío de lo más sentimental), la distancia más corta entre dos puntos era la sinceridad.

Le vio levantar un brazo, mirarse el reloj de pulsera, murmurar algo y acercarse de nuevo al grupo.

– Es la hora de las brujas -dijo, logrando que su atronadora voz llegara hasta todos los rincones del salón-. No sabía que fuera tan tarde. Será mejor que le demos a Sharon la oportunidad de descansar un poco.

Fue como el timbre de una escuela que señalara el término de las clases y la hora de irse a casa.

El grupo al que Zigman se había dirigido empezó a disgregarse, y ello, a su vez, provocó una reacción en cadena que fragmentó a otros grupos, lo cual constituyó el final de la fiesta de despedida.

Sharon Fields sonrió levemente y rozó los brazos de dos de los hombres que le bloqueaban la salida.

– Veo que se está marchando todo el mundo -dijo-, será mejor que cumpla con mis deberes de anfitriona.

Los hombres se apartaron y Sharon se deslizó hacia el centro de la estancia.

Se detuvo bajo la araña de cristal sin querer producir la impresión de sacar a empellones a los que todavía no se habían levantado y permaneció allí esperando.

Empezó a pensar en su agotamiento. Estaba cansada. No se debía al sueño sino a la fatiga que le causaba la gente; no aquella gente en particular sino toda la gente en general.

A excepción de cinco personas que había en el salón -Nellie, su única amiga, Félix Zigman, uno de los pocos hombres en quienes tenía plena confianza, Terence Simms, su fiel peluquero negro y Pearl y Patrick O'Donnell, el matrimonio que vivía en su casa y que ya había empezado a recoger los vasos vacíos y los ceniceros llenos-y tal vez de una sexta, Nathaniel Chadburn, amigo de Zigman y digno presidente del Banco Nacional Sutter, a quien apenas conocía, a excepción de estas personas estaba harta de todos los componentes de su aburrido círculo de amistades.

Sus ojos verdes seguían sin traicionar ni el menor de sus sentimientos, y sólo revelaban amable interés al tiempo que observaban a los intérpretes de la comedia disponiéndose a hacer el mutis.

Su mirada se detenía brevemente en cada uno de ellos, su cerebro añadía una etiqueta y pasaba después a fotografiar y catalogar al siguiente.

Hank Lenhardt, el publicitario más afortunado de la ciudad, con sus aburridas y estúpidas anécdotas y sus interminables chismorreos y murmuraciones.

Justin Rhodes, el productor de su última película, un perfecto caballero del teatro, pero otro hipócrita que se proponía, no conseguirla a ella (era indudablemente un marica o un indiferente), sino lograr que dependiera de él de tal forma que pudiera utilizarla en calidad de peldaño en su ascenso al poder.

Tina Alpert, la famosa periodista cinematográfica, que sonreía y te clavaba el cuchillo, una bruja a la que no se podía volver la espalda, ni ignorar ni olvidar agasajar con costosos regalos de Navidad o cumpleaños.

Y todos los demás, el grupo de los famosos, los explotadores y los explotados, la compañía de actores ambulantes que actuaba en todas las fiestas de Beverly Hills, Holmby Hills, Brentwood y Bel Air y hasta a veces en algunas de Malibú y Tranca.

Sy Yaeger, el nuevo director cinematográfico, que modificaba los guiones durante el rodaje y tenía la osadía de rendir culto a los cursilones pordioseros del pasado, tales como Busby Berkeley, Preston Sturges y Raoul Walsh.

Sky Hubbard, el comentarista de radio y televisión, un tipo con chillona voz de sirena y cara de anuncio de camisa, a quien el muy idiota de Lenhardt había insistido en que invitara en calidad de inversión de buena voluntad.

Nadine Robertson, cuya única fama consistía en el hecho de haber actuado una vez en calidad de oponente de Charles Chaplin (lo cual no era un escaso mérito), y que ahora había pasado a convertirse en un personaje de la alta sociedad, que organizaba bailes benéficos, en toda una gran señora que había conseguido escapar al internamiento en el Museo de Cera Cinematográfico.

Y otros.

El doctor Sol Hertzel, el más reciente psicoanalista a punto de ser elevado a la categoría de "guru" por parte de las más jóvenes componentes del ambiente cinematográfico gracias a su nueva Terapia Dinámica, que consistía en escucharte y después acostarse contigo.

En resumen, un Rasputín de vía estrecha con un título.

Joan Dewer, la nueva actriz, la Duse de la contracultura, una muchacha pecosa de veintidós años que había tenido tres hijos fuera del matrimonio y que hablaba incesantemente de ellos con la prensa, y había estado en Argelia y Pekín, y era tan pesada que te daban ganas de echarte a gritar.

Scani Burton, con su apostura de cirugía estética, el soltero profesional y abogado preferido del mundo cinematográfico, que llevaba tanto tiempo dedicado a los asuntos legales cinematográficos que probablemente pensaba que un agravio era un nuevo bar mexicano.

Y los demás -ahora ya estaban desenfocados-, todos ellos copias xerografiadas de algún original, todos iguales, todos con la misma brillantez y el mismo conocimiento del ambiente; los ingeniosos, con sus modales recalentados a lo Wilson Mizner; los entendidos, con sus conversaciones centradas en Luis Buñuel, Sergei Eisenstein y Satyajit Ray: los atacantes y los defensores, los elegantes sin querer parecerlo, en los periódicos, todos tan finos, tan previsibles, tan pesados, tan absolutamente irreales y tan nada.

Cuerpos arracimándose. Cuerpos alejándose. Y pensar, reflexionó Sharon, que hacía tiempo, allí en Virginia Occidental, y los primeros meses transcurridos en Nueva York y los primeros años transcurridos en Hollywood, su única ambición había sido la de llegar a ser tan famosa como para poder ingresar en el club y codearse con aquellos seres legendarios.

Ahora que formaba parte de dicho club, y que probablemente ocupaba su centro, deseaba dimitir.

Pero no podía. Tenías que pertenecer a él de por vida, a no ser que perdieras la fama o el dinero, o bien acabaras hecha un cascajo en el Asilo de Ancianos de los actores. Ahora comprobó que estaban empezando a desfilar en serio.

Sharon se movió y cruzó rápidamente el salón -mientras el mar Rojo se abría a su paso-para ocupar su puesto de anfitriona y despedir a los invitados, junto a la escultura de Henry Moore y frente a la enorme y sombría pintura al óleo de Giacometti. Se estaban yendo, yendo, y pronto se habrían largado todos.

Extendió con firmeza la mano, fue estrechando sus manos una tras otra, se inclinó en caso necesario hacia adelante para ofrecer la mejilla y para escuchar las muestras de dudosa sinceridad y agradecimiento -"has estado simplemente deslumbrante esta noche, Sharon", "una fiesta estupenda, cariño", "tendré que pasarme un mes haciendo régimen para librarme de todo lo que me he comido en tu mesa, encanto", "buen viaje, Sharon, nena", "sé que tu película va a ser allí un éxito tan grande como el de aquí, cielo", "que nos envíes una postal de Soho, encanto", "estás preciosa, niña", "si te hace falta un poco de hierba, tengo a montones, niña prodigio", "que vuelvas pronto, cariño"; cariño, cariño, cariño.

Al final notó que los fríos dedos de Félix Zigman le acariciaban la barbilla.

– ¿Te has aburrido, verdad? Y, sin embargo, todo el mundo se lo ha pasado muy bien. Ahora procura descansar un poco. Te llamaré mañana.

– No me llames, Félix -dijo ella sonriendo débilmente-, ya te llamaré yo. Me quedaré en casa todo el día. Tengo que hacer muchas maletas y eso no puede hacérmelo nadie. Gracias por haberme librado de ellos. Eres un tesoro, Félix.

Y Félix se fue. Estaba sola. Escuchó el rugido del motor del último vehículo al ponerse en marcha y alejarse.

– Nellie, ¿has abierto la verja? -preguntó mirando hacia el comedor.

Nellie Wright regresó al salón con una copa de coñac en la mano.

– Ya hace mucho rato. ¿Por qué no subes a acostarte? Necesitas dormir. Me quedaré levantada hasta que todos se hayan ido. Después cerraré la verja y dejaré puesta la alarma una vez Patrick haya sacado fuera todas las botellas y la basura.

– Gracias, Nell. Qué asco de fiesta, ¿verdad?

– Pues no tanto -dijo Nellie encogiéndose de hombros-. Más o menos como siempre. Han devorado todo el pato asado y la salsa de naranja, y no han dejado ni una cucharada de arroz. Pero me alegro de que hayamos hecho eso en lugar del asado de vaca. En cuanto a la fiesta, no te preocupes ha estado bien.

– ¿Por qué lo hacemos? -preguntó Sharon. No esperaba más respuesta que la suya propia-. Supongo que por hacer algo.

– ¿Has visto al doctor Hertzel intentando hipnotizar a Joan Dever para quitarle el vicio de fumar?

– Es un imbécil -dijo Sharon dirigiéndose hacia la escalera-. Hasta mañana, Nell.

– ¿Por qué no te quedas durmiendo hasta un poco tarde?

– No, creo que no -repuso Sharon deteniéndose-. Las primeras horas de la mañana son las mejores del día. Es cuando me siento auténticamente viva y cuando me vibran todos los corpúsculos.

– Tal vez te sientas mucho más viva cuando llegues a Londres y hayas arreglado las cosas con tu señor Clay.

– Pudiera ser. Ya veremos. Tal como dicen en el enigmático Oriente, será lo que tenga que ser. En realidad, en estos momentos me siento bien, Nell. En cuanto me he visto libre del ejército de Coxey he empezado a sentirme bien, a sentirme de nuevo un ser humano y no un robot.

Sharon se quitó un zapato y después el otro y paseó descalza recorriendo un círculo y siguiendo un dibujo de la alfombra.

– Cuando estoy sola -dijo-siempre me sorprendo volviendo a descubrirme a mí misma. Siempre hemos estado de acuerdo en que es extraordinario eso de volver a descubrirte, de averiguar quién eres y qué eres realmente. Muchas personas no consiguen averiguarlo en toda su vida. Gracias a ti yo lo estoy consiguiendo, Nell.

– Yo no he tenido nada que ver con eso -dijo Nellie-. Has sido tú.

– Pero tú me has alentado. Es algo muy serio eso de descubrir el propio yo. Es como clavar una bandera en un territorio nuevo.

Ya no me hace falta la aprobación ni el amor de nadie. Qué alivio. Me bastará saber que yo me quiero, lo que soy, lo que siento, y lo que verdaderamente puedo llegar a ser como persona y no como actriz, simplemente como persona. -Se sumió brevemente en sus pensamientos-. Tal vez necesite a otra persona. Tal vez necesite todo el mundo. Tal vez no. Ya lo averiguaré. Pero no me hará falta ni esta corte ni estos adornos. Dios mío, a veces experimento el deseo de dejarlo todo, de huir irme de repente a algún lugar donde nadie sepa quién soy, donde a nadie le importe quién soy, estar sola durante algún tiempo, vivir en paz, vestirme como quiera, comer cuando me apetezca, leer o meditar o pasear entre los árboles o bien haraganear sin experimentar sentimiento alguno de culpabilidad.

Largarme a algún sitio donde no hubiera manecillas del reloj, ni calendario, ni citas anotadas en la agenda ni teléfono. Una tierra de nunca jamás sin pruebas de maquillaje, sin sesiones fotográficas, ensayos ni entrevistas. Yo sola, independiente, libre, perteneciéndome exclusivamente a mí.

– ¿Y por qué no, Sharon? ¿Por qué no lo haces algún día?

– Es posible que lo haga. Sí, es posible que pronto esté dispuesta a hacerlo.

La señorita, Thoreau viviendo en los bosques y formando una comuna con las hormigas. La señora Swami Ramakrishna en lo alto de una colina dedicada a la búsqueda interior.

Es posible que emprenda un vuelo anímico no programado y vea dónde aterrizo y qué me sucede. -Suspiró-. Pero antes tengo que ver de nuevo a Roger.

Me está esperando.

Tengo que averiguar si puede dar resultado. En caso afirmativo, estupendo. Abandonaré el papel de solista y probaré a interpretar un dúo.

Si no se produce el acuerdo, tiempo habrá para probar otro tipo de vida. -Ladeó la cabeza mirando a su secretaria-. Por lo menos pienso como es debido, ¿no?

– Desde luego.

– Soy libre de elegir. Se abren ante mí muchas opciones y alternativas. Y eso es una ventaja. La mayoría de las personas no disponen de ninguna.

Tengo buena estrella. ¿Quieres desabrocharme, Nell? Nellie se le acercó por detrás -y empezó a desabrocharle la espalda de la blusa blanca.

Sharon siguió hablando en tono nostálgico.

– ¿Te acuerdas de aquel psicoanalista que conocimos hace años, Nell? ¿Dónde fue? Ah, sí, en aquella cena de la Casa Blanca, ¿te acuerdas? El que dijo que no quería tener por pacientes a los actores y actrices.

"Te pasas el rato arrancándoles una capa tras otra esperando poder llegar al núcleo, a la auténtica persona que se oculta debajo de todas las falsas apariencias. Y cuando lo consigues, ¿qué es lo que encuentras? Nada. No hay nadie. No encuentras a una persona auténtica".

Santo cielo, esta idea me aterró durante muchos meses. Supongo que a eso se debe a mi actual tranquilidad y satisfacción.

Me he arrancado todas las capas. Y he encontrado a una persona auténtica, un ser humano, mi propia identidad, el yo que habita en mí.

Y me gusta y respeto a esta persona y he comprendido que esta persona puede ser independiente y hacer lo que le venga en gana. No está mal. Mejor dicho, está muy bien.

– Se volvió sosteniéndose la blusa desabrochada a la altura de los hombros.

– Gracias, Nell. -Abrazó fugazmente a su secretaria con un solo abrazo-. Es posible que sea independiente pero no sé qué haría sin ti. Buenas noches. Descansa tú también un poco.

Sharon Fields se dirigió a la alfombrada escalera que conducía a su alcoba del segundo piso. Mientras subía, recordó el reportaje que una revista de difusión nacional había publicado sobre su casa.

Las dos páginas centrales las habían dedicado a una enorme fotografía de su alcoba, en la que aparecía la cama de matrimonio con colcha de terciopelo y dosel. El pie de la foto decía: "Si el Despacho Ovalado de la Casa Blanca de Washington, el Kremlin de Moscú y la Casa del Estado de Pekín son las capitales políticas del mundo, este dormitorio de Bel Air es la capital sexual del mundo.

El esplendor de esta estancia, el costd de cuyo mobiliario asciende a 50.000 dólares, es el escenario en el que Sharon Fields, la diosa internacional del Estado del Amor, se olvida de todo, de la veneración y la respiración entrecortada, para dormir sola".

Se había molestado por toda aquella basura pero ahora, al recordarla, comprendió que la última parte había sido profética y sonrió. Para dormir sola.

Gracias a Dios, pensó al llegar al pasillo. Gracias, Señor Dios, pensó, y se dirigió alegremente a su alcoba.

Media hora más tarde, enfundada en un camisón rosa de encaje y con el cobertor de raso acolchado subido hasta la barbilla, Sharon Fields se hallaba tendida bajo el enorme dosel en la oscuridad de la alcoba, todavía despierta pero sumida ya en una especie de sopor.

Se había tomado el Nembutal diez minutos antes de acostarse y sabía que no le haría efecto hasta dentro de otros diez.

Cómodamente tendida y dejando vagar sus pensamientos, se percató de que llevaba varias noches sin preocuparse por el pasado -lo cual era indicio de buena salud mental-, habiéndose dedicado con preferencia a examinar el presente y a pensar en el futuro.

Esta noche se sentía satisfecha y a salvo. Para ella se trataba todavía de una sensación nueva, porque, hasta hacía poco tiempo, la cama había sido para ella el símbolo de aquello que más odiaba en la vida.

La cama había sido la triste arena desde la que había ascendido al éxito. Una vez alcanzado el éxito, la cama se había convertido en el símbolo público de su personalidad y de la atracción que ejercía en millones de personas.

Para todas éstas, no era un ser humano como ellas sino un objeto, una cosa, un objeto sexual -el más deseado del mundo-cuya sola presencia se asociaba inmediatamente con el más perfecto receptáculo sexual y cuyo sitio estaba en la cama y en ningún otro lugar.

Al principio había perseguido esta identificación, pero, tras haberla alcanzado, había tratado en vano de librarse de ella, de separarse de la imagen de la cama. Pero el público no estaba dispuesto a aceptarlo, los estudios no estaban dispuestos a aceptarlo y ni siquiera se lo permitía su propio agente de prensa Hank Lenhardt.

Al final había hallado el medio de convivir con esta imagen -la imagen de su persona tendida en la cama de todo el mundo-y lo había logrado descubriendo su propio yo, aprendiendo que era algo más que un objeto sexual, y al hacerlo así se había divorciado mentalmente de aquel odiado símbolo de la cama.

Es más, se las había apañado tan bien que hasta su propia cama se había convertido en un tranquilo y abrigado punto de reposo, huida y descanso.

Se enorgullecía de su éxito y de la fuerza de voluntad que el final le había permitido doblegar la vida a su antojo.

Había tardado mucho en conseguirlo pero al final era dueña de su ser y de su destino.

Se sentía a salvo por vez primera, segura por vez primera, libre por vez primera de los hombres y de sus exigencias sexuales y de la necesidad de moldear su personalidad y conducta de acuerdo con sus gustos.

Y, por vez primera, estaba en condiciones de hacer lo que le viniera en gana, cuando le viniera en gana y como le viniera en gana.

Era un alma independiente y, tanto si ello gustaba a los demás como si no, era igual a sus semejantes. E incluso superior.

Tras veintiocho años de servidumbre y esclavitud como la que suelen conocer la mayoría de muchachas y mujeres, su espíritu y su cuerpo -sí, su espíritu y su cuerpo-sólo le pertenecían a ella.

Y, sin embargo, tal vez le faltara algo. Tal vez no. En el momento actual no experimentaba sensación alguna de vacío.

Tal vez no le bastara el amor de sí misma para poder vivir una vez se hubiera desvanecido el brillo de la novedad.

Entonces quizá resultara más evidente la sensación de vacío.

Entonces tal vez necesitara a alguien, a alguien honrado, amable y cariñoso con quien compartir el prodigio de cada nuevo día.

Roger Clay había sido un hombre simpático, considerado, respetuoso y a menudo amable, a pesar de ser un actor y un egoísta.

En realidad, habían roto sus relaciones porque ella se había mostrado celosa de su independencia tan duramente ganada y Roger no había podido adaptarse.

Ahora, en mitad de la noche, empezó a reflexionar. Tal vez no fuera mala idea llegar a una solución de compromiso. Ceder parte del territorio conquistado a cambio de un aliado que le hiciera el regalo del amor.

Bueno, pasado mañana, no, ya estábamos a mañana muy pronto se reuniría con él en Londres y estaría en condiciones de saber más acerca de él y acerca de sí misma y acerca de la importancia de ambos, y mantendría abierta la puerta de las distintas alternativas.

Bostezó y dio la vuelta sobre la suave almohada de plumas.

Aquellos libros franceses que había leído últimamente. ¿En cuál de ellos lo había leído? Era en el de Valery, sí, Valery.

"Es necesario que transcurran muchos años antes de que las verdades que nos hayamos creado se conviertan en nuestra propia carne".

Muy bien. ¿A qué objeto darse prisa? La metamorfosis se producirá, se está produciendo, se producirá.

El último pensamiento antes de conciliar el sueño: mañana sería un día maravilloso. Y se durmió.

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