Segundo acto.

La camioneta de reparto Chevrolet de tres cuartos de tonelada, con su carrocería modelo 1964 y sus neumáticos nuevos de alto rendimiento, lucía la misma leyenda en ambos laterales recién pintados.

La leyenda decía: "Desinfección y Desratización, Sociedad Anónima, Control de Plagas desde 1938, Los Ángeles Oeste".

Mientras la camioneta de reparto ascendía por la calle Stone Canyon de Bel Air nada había en su aspecto que pudiera inducir a sospechar que no se dirigía a cumplir uno de sus habituales servicios.

A aquella hora grisácea de un miércoles por la mañana de mediados de junio -faltaban cinco minutos para las siete-, no había por la zona ningún otro vehículo y tampoco ninguna persona que pudiera observarla.

Sentado al volante, Adam Malone se iba acercando progresivamente a su punto de destino.

A pesar de que sólo había dormido muy poco en el transcurso de la agitada noche, Malone estaba ahora completamente despierto y ojo avizor. Pero se sentía extrañamente aislado del papel que estaba interpretando.

Era como si se encontrara oculto detrás de un cristal de una sola dirección, observando a alguien parecido a sí mismo que guiara a un grupo de cuatro personas desde el mundo de sus sueños, deseos y engaños en el que vivían, hacia una auténtica tierra de nadie tridimensional, en la que el peligro y el riesgo acecharan tras cada siniestro árbol y arbusto.

A su lado, repantigado en el otro asiento de delante, se encontraba Kyle Shively, aparentemente tranquilo y sereno pero con los músculos del rostro en tensión y con los tendones del cuello muy rígidos, señal inequívoca de ansiedad.

Se hallaba sentado con el mapa de Bel Air abierto sobre las rodillas y contemplando los distintos rótulos blancos y azules de las travesías que iban pasando y perdiéndose de vista.

Detrás de ellos, agachados sobre la alfombra de pelo, de segunda mano, se encontraban Howard Yost, con su atuendo de pescar color caqui, y Leo Brunner, vestido con chaqueta deportiva y pantalones oscuros.

No habían abierto la boca desde que habían abandonado el paseo Sunset, pero ahora Shively se incorporó en su asiento y rompió el silencio.

– Allí está -le dijo a Malone señalando hacia la izquierda-. ¿Lo ves? El Camino Levico.

– Ya lo veo -dijo Malone en voz baja-. ¿Qué qué hora es?

Shively se miró el reloj de pulsera.

– Las siete menos dos minutos -repuso.

Malone giró el volante a la izquierda y la camioneta Chevrolet entró y empezó a ascender por el Camino Levico.

Se escuchó desde atrás una voz asustada.

– Escuchad -suplicó Brunner-, aún estamos a tiempo de dar la vuelta, Temo que…

– Maldita sea, cállate -gruñó Shively.

Ya habían recorrido todo el trecho y se estaban acercando al final del callejón sin salida.

Tenían delante la formidable verja de hierro forjado que protegía la propiedad de Sharon Fields.

– ¿Estás seguro de que la verja se abrirá? -preguntó Malone hablando con dificultad.

– Ya te he dicho que me he encargado de eso -repuso Shively con aspereza, y empezó a ponerse los guantes de trabajo. Ya estaban casi junto a la verja cuando Shively ordenó-:

– Muy bien, para aquí y deja el motor en marcha.

Malone detuvo el vehículo sin apartar el pie del freno. Sin más palabras Shively abrió la portezuela y descendió. Miró rápidamente hacia atrás. Satisfecho, avanzó hacia la verja.

Desde su asiento, Malone observó preocupado a Shively mientras éste asía uno de los barrotes de hierro de la verja con una mano enguantada y otro barrote de la otra hoja con la otra mano y empujaba hacia adentro.

Las dos hojas de la verja se abrieron con aparente facilidad y quedó visible el camino de asfalto, a cuya izquierda se observaban altos arbustos y a cuya derecha se veían recios chopos y grandes olmos, antes de torcer y perderse de vista entre los árboles que también ocultaban la mansión del fondo.

Shively regresó a la camioneta, volvió a su asiento y cerró la portezuela.

– Como ves, me he encargado del trabajo tal como te había dicho -le dijo a Malone quitándose los guantes y volviendo a mirarse el reloj-.

Si sigue el horario previsto, estará aquí dentro de tres o cuatro minutos. ¿Has entendido bien lo que tienes que decir? Malone asintió muy nervioso.

– Habla con indiferencia, como si te dispusieras a realizar un trabajo -le advirtió Shively-. Como pongas cara de asustado o se te vea nervioso, lo echarás todo a rodar. Por consiguiente, recuerda que…

Un momento, déjame comprobarlo todo. -Se agachó, recogió el frasco de cloroformo y el trapo y colocó ambas cosas a su lado en el asiento-.

Muy bien, muchacho. Todo dispuesto. Entra despacio.

El pie de Malone se apartó del freno. Pisó el acelerador y la camioneta cruzó la verja abierta penetrando en la propiedad.

El vehículo avanzó ahora lentamente y se fue acercando poco a poco a la zona boscosa junto a la que se torcía el camino.

Shively ladeó la cabeza y agarró a Malone del brazo.

– ¿Lo oyes? Escucha.

Se escucharon claramente los estridentes ladridos de un perro procedentes de detrás de los árboles.

A Malone empezó a latirle apresuradamente el corazón. Miró a Shively.

– Su perro -murmuró.

– Sigue adelante -le dijo Shively reprimiendo su excitación.

Malone pisó ligeramente el acelerador. De repente se le agrandaron los ojos y pisó el freno.

Un perro, un peludo Yorkshire terrier, apareció brincando desde detrás de los árboles, se detuvo, ladró en dirección a alguien y a los pocos momentos apareció ella.

Estaba mirando al perro con tanto interés que, de momento, no les vio. Seguía al perro medio riéndose y medio regañándole, y éste se escapaba alegremente hasta que al final se detuvo a esperarla.

A través del parabrisas, con el corazón en un puño, Malone siguió sus movimientos presa del aturdimiento y la emoción.

Era increíblemente hermosa, tal como él se había imaginado que iba a ser, una perfección absoluta.

Había conseguido atrapar al perro de espaldas a ellos y sin haberse percatado de su presencia, y se había arrodillado para acariciarlo y hablarle.

En pocos segundos, Malone archivó en su cerebro todo lo que había visto.

Era más alta y más esbelta de lo que se había imaginado y, sin embargo, le pareció más curvilínea. El suave cabello rubio le caía sobre los hombros. Llevaba grandes gafas de sol color violeta. Lucía una fina blusa blanca con escote en V y abrochada delante, cinturón ancho de cuero con remaches metálicos, una falda de cuero color crema extremadamente corta y botas de cuero marrones de media caña y tacón bajo.

No llevaba medias y, al arrodillarse junto al perro, le quedó al descubierto medio muslo.

Lucía, además, una especie de collar con un pesado colgante.

Shively agarró de nuevo el brazo de Malone.

– Anda, estúpido. Ponte en marcha para que nos oiga y acércate a ella.

Sin apartar los ojos de Sharon, Malone repitió mecánicamente los movimientos. Se escuchó el rugido del motor y la camioneta empezó a avanzar. Al escuchar el ruido, Sharon Fields se volvió a mirar, soltó al perro, se levantó y se apartó a un lado del camino, contemplando con asombro aquella inesperada camioneta de reparto que se iba acercando.

Desde la ventanilla abierta, Malone miró fijamente a Sharon Fields, a escasísima distancia suya, tan cerca que casi la podía tocar.

Sus ojos, perplejos tras las gafas ahumadas, la nariz encantadora y los rojos labios, la redondez del busto acentuada por la ajustada blusa, la realidad de su persona y de su carne, todo ello le dejó momentáneamente sin habla.

Advirtió que Shively le daba un codazo y se recuperó. Intentó desesperadamente comportarse de forma normal.

Allí estaba, con la cabeza echada hacia atrás y mirándole directamente a la cara. Tragó saliva y se asomó por la ventanilla.

– Buenos días, señora. Lamento molestarla pero nos han llamado para un trabajo de exterminación de termitas y no encontramos la casa. Estamos buscando la residencia Gallo, se encuentra al fondo de un callejón sin salida, que es travesía de la calle Stone Canyon.

Puesto que aquí no había indicación, hemos pensado que tal vez…

– Lo lamento, se han equivocado de casa -dijo Sharon Fields. Probablemente estará unas tres o cuatro manzanas más arriba subiendo por la calle Stone Canyon.

Malone fingió mostrarse agradecido y después aparentó sentirse perplejo.

– Me parece que nos hemos perdido. Ninguno de nosotros conoce este barrio. ¿Le importaría indicarle a mi compañero en el mapa en qué punto nos encontramos?

Mientras hablaba, Malone advirtió el olor de una vaharada de cloroformo. Shively había abierto y vuelto a cerrar el frasco y Malone escuchó el rumor de sus movimientos al abrir la portezuela de la camioneta y bajar.

– No sé si podré -empezó a decir Sharon Fields mirando a Shively que se estaba acercando a ella con el mapa en la mano. Miraba sorprendida a Shively y a Malone y finalmente clavó los ojos en Shively.

– Lamento molestarla, señora -estaba diciendo Shively. Le mostró el mapa-, éste es el mapa Bekins de la zona, si usted…

Ella hizo caso omiso del mapa, frunció el ceño y miró a Shively.

– ¿Cómo han entrado ustedes? -le preguntó bruscamente-. La verja siempre está…

– Hemos utilizado el interfono -la interrumpió Shively-. Señora, si me hace el favor de mirar este mapa.

Le acercó el mapa al rostro y, desconcertada, Sharon lo miró automáticamente. Shively adelantó rápidamente el otro brazo, que mantenía oculto detrás de la espalda, la rodeó por los hombros y le acercó al rostro el trapo mojado.

Después le comprimió el trapo empapado de cloroformo contra la nariz y la boca de tal forma que sólo quedaron visibles sus asombrados ojos tras las gafas violeta.

Sharon abrió aterrorizada los ojos e intentó protestar, logrando pronunciar un amortiguado:

– Oh, no…

Shively atrajo la cabeza de Sharon contra su pecho y la sofocó con el trapo impregnado de cloroformo. Ella intentó desesperadamente escapar, utilizar las manos para apartarse de él, pero Shively ya la había rodeado con el otro brazo y le había inmovilizado los brazos.

Mientras contemplaba toda la escena conteniendo el aliento, Malone observó asombrado que ella intentaba forcejear y escapar. Pero su resistencia cedió a los pocos segundos. Sus ojos se cerraron tras las gafas ahumadas. Sus brazos se aflojaron. Y sus rodillas empezaron a doblarse.

Malone abrió la portezuela y descendió. Shively depositó en brazos de Malone el cuerpo inerte de Sharon Fields. Sosteniendo torpemente la figura de ésta en el hueco de un brazo, Malone golpeó el lateral de la camioneta con el puño de la mano que tenía libre.

Se abrió la portezuela trasera de la camioneta y saltó Yost apresurándose a ayudar a Malone. Juntos levantaron la blanda forma de Sharon y, tropezando en su prisa, la trasladaron a la parte de atrás de la camioneta.

La introdujeron hasta la mitad y Brunner, desde dentro, la arrastró al interior sosteniéndola por las axilas.

Yost subió inmediatamente y cerró la portezuela tras sí. Malone regresó corriendo a la parte de delante, donde Shively estaba ofreciéndole un puñado de comida para perros al terrier Yorkshire, que no cesaba de ladrar.

El perro husmeó el bocado que sostenía Shively en la mano. Tranquilizado, se aproximó a éste y empezó a comer de su mano. Con rápido movimiento, Shively arrojó al suelo la comida, agarró al perro por el collar y, utilizando la otra mano, le cubrió el hocico con el trapo empapado de cloroformo.

El perro perdió inmediatamente el conocimiento. Acercándose al borde del camino, Shively descubrió un claro y arrojó sin ceremonias al animal sobre el follaje.

Malone ya había recogido los restos de la comida para perros y el mapa de Bel Air, y había mirado a su alrededor para comprobar que no hubiera habido testigos. Le parecía que no.

Subió al asiento del conductor en el mismo momento en que Shively se acomodaba en el asiento del pasajero. Shively le entregó el frasco y el trapo del cloroformo a Yost y volvió a ponerse los guantes.

Malone había soltado el freno, había puesto marcha atrás y estaba retrocediendo silenciosamente por el estrecho camino. Cruzó la verja abierta y salió a la calle.

Mientras Malone daba la vuelta para que el vehículo se encontrara de cara a la calle Stone Canyon, Shively volvió a bajar y se dirigió a la verja. Una vez dentro, Shively volvió a cerrar la verja.

Después destapó el motor, volvió a conectar el engranaje y cerró de nuevo automáticamente la verja. Desapareció de la vista breves momentos y después Malone pudo verle en lo alto del muro.

Acto seguido le vio saltar al Camino Levico. A los pocos momentos, Shively se encontraba de nuevo en el interior de la camioneta. Cerrando la portezuela, se reclinó contra el respaldo y respiró hondo.

Miró a Malone y por primera vez en toda la mañana le hizo el honor de dirigirle una ancha sonrisa de perversidad.

– Ya está hecho, Adam -anunció con voz áspera-. Larguémonos enseguida, Próxima parada, la tierra prometida.

Consiguieron llegar por un atajo desde Bel Air a la autopista de San Diego. En lugar de seguir el camino habitual para dirigirse al paseo Sunset y seguir después por el oeste en dirección a la autopista, tomaron un camino mucho menos conocido, que desde la calle Stone Canyon les llevaría a la calle Bellagio y les permitiría salir al paseo Sepúlveda, a pocos pasos de la autopista.

Recorrieron el atajo sin incidentes. Malone subió por la primera rampa en dirección sur y se adentró con la camioneta Chevrolet entre el denso tráfico.

Se había percatado de que apretaba el volante con tanta fuerza que tenía los nudillos casi exangues.

A diferencia de sus compañeros, que ya habían empezado a respirar aliviados por haber salido airosos de la empresa, Malone seguía pensando que correrían peligro mientras no abandonaran los límites de la ciudad.

Al cabo de diez minutos llegó a un punto en que tuvo que cambiar de carril y, obedeciendo la señal que le estaba haciendo el dedo de Shively, se desplazó hacia la derecha para tomar la autopista de Santa Mónica.

El nerviosismo de Malone había ido en aumento a medida que se iban acercando al cruce del centro de la ciudad, desde el que podían tomarse tres autopistas en dirección sur.

Había dejado la dirección en manos de Shively y se había limitado a conducir.

A cada vehículo de la policía que pasaba y cada rugido de motocicleta que escuchaba le daba un vuelco el corazón.

Era como si temiera que alguien estuviera al corriente de cuál era la preciosa carga que llevaban, o que la policía hubiera comunicado por radio que Sharon Fields había sido secuestrada por una banda de golfos que iba en una falsa camioneta de reparto.

Malone había respetado religiosamente todos los límites de velocidad, ni demasiado rápido ni demasiado lento, puesto que ambas cosas hubieran podido llamar la atención.

Había procurado no adelantar a ningún vehículo y no cambiar de carril, a no ser que ello le hubiera resultado imprescindible, y se había esforzado por seguir la velocidad de la corriente del tráfico.

Se estaban acercando al cruce. Ya habían comentado y discutido con anterioridad acerca de las ventajas e inconvenientes de las tres carreteras.

La autopista de Santa Ana ofrecía la ventaja de los seis carriles, pero era la más larga y probablemente aquella en la que el tráfico sería más denso.

Habían considerado muy seriamente la posibilidad de tomar la autopista de San Bernardino, pero habían llegado a la conclusión de que ésta presentaba demasiadas rampas de entrada y salida.

Al final se habían decidido por la más reciente autopista de Pomona, por ser la más directa y rápida y la menos transitada de las tres autopistas que conducían a Arlington y las Gavilán Hills.

Sin necesidad de que se lo recordaran, Malone se situó en el carril adecuado y, una vez en la autopista de Pomona, su corazón y el tráfico se aligeraron.

Habían pasado frente al Parque Monterrey por un lado y Montebello por el otro y, siguiendo la autopista del sur, habían atravesado las localidades de La Puente y Hacienda Heights.

Ahora, tras atravesar el túnel de las montañas que rodeaban la zona de Brea Canyon y dejar atrás las ciudades de Pomona y Ontario, comprendieron que ya habían cubierto tres cuartas partes del trayecto que les conduciría a Arlington.

Malone dejó por unos momentos de prestar atención al paisaje y las señalizaciones que estaban pasando, para prestársela a sus amigos y a la carga que llevaban y a la increíble hazaña que habían llevado a cabo.

Shively estaba contemplando la figura inconsciente de Sharon Fields, -tendida en la parte de atrás de la furgoneta.

Tenía los ojos cubiertos con una tira de gasa esterilizada, otra tira le cubría la boca, y ella se hallaba tendida de lado sobre la alfombra de pelo, entre Yost y Brunner.

Shively chasqueó la lengua.

– Es extraordinaria. ¿Habéis visto alguna vez un trasero y un busto parecidos? -Miró a Malone con una expresión tan lasciva como éste jamás había visto, y volvió a repantigarse en el asiento encendiendo un nuevo cigarrillo con la colilla del que acababa de fumarse-.

Muchacho, reconozco que tienes buen ojo. Es una preciosidad, de eso no cabe duda. No me quito de la cabeza lo que he notado al sostenerla entre mis brazos cuando le aplicaba el cloroformo. Se estaba cayendo y yo, para sostenerla, la he agarrado de un pecho. Os digo que son de verdad, nada de cosas postizas, y, ¿sabéis una cosa? Apuesto a que en la palma sólo me cabe la mitad.

– ¿Lo dices en serio? -preguntó Yost desde la parte de atrás.

– Puedes estar seguro -repuso Shively-. Pero si la tienes a tu lado. Métele las garras encima y compruébalo tú mismo.

– No lo hagas, Howie -dijo Malone enojado-. ¡No le pongas las manos encima! ¡Ya conoces nuestro acuerdo!

– Era una broma, muchacho -dijo Shively-. Puedes confiar en el viejo Howie. Es un caballero.

– Oye -dijo Yost-, deja de llamarme por mi nombre. En eso también llegamos a un acuerdo, no lo olvides.

– Cálmate, Howie -contestó Shively-. Está dormida.

– No estoy yo muy seguro -dijo Yost de repente.

Malone se medio volvió.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó alarmado.

– No sé, me ha parecido que se movía un poco. ¿Qué piensas? -preguntó dirigiéndose a Brunner.

Se produjo un breve silencio y después Malone escuchó la voz de Brunner.

– Sí, no me cabe la menor duda. Se mueve un poco. Ha movido un brazo. Creo que está cesando el efecto del cloroformo.

– ¿Cuánto tendría que durar? -preguntó Shively.

– Por lo que yo he observado en mi mujer las veces en que ha estado en el hospital -repuso Brunner-, una media hora. Y ya llevamos casi una hora de viaje.

Malone golpeó nerviosamente el volante con las manos.

– Creo que ya ha llegado el momento de administrarle la inyección de luminal de sodio. Lo encontrarás en el botiquín marrón. ¿Estás seguro de que sabes administrarla?

– Anoté las instrucciones que te dieron y lo que leí en la "Home Medical Guide'' -repuso Brunner-. Tengo las notas aquí en el bolsillo. No te preocupes, le he administrado a Thelma docenas de inyecciones.

– Pues, bueno, date prisa, antes de que despierte -le dijo Malone.

Shively se incorporó parcialmente en su asiento para mirar hacia la parte de atrás.

– Pero procura que no permanezca inconsciente mucho rato -dijo-. ¿Cuánto dura el efecto?

– Depende de las personas -le explicó Brunner-. Será mejor que me prepare. Ahora me estoy dirigiendo al conductor.

Cuando me disponga a administrarle la inyección, te lo comunicaré para que aminores la marcha y evites los baches. Ahora utilizo el pañuelo para aplicarle un torniquete. Vamos a subirle la manga muy bien. Ahora voy a sacar del botiquín todo lo que me haga falta.

Se produjo una pausa.

A los pocos segundos Brunner siguió describiendo sus actividades como un catedrático de cirugía que les estuviera explicando a los alumnos las distintas fases de una operación.

– La inyectaremos en la vena 0,24 gramos de luminal de sodio. Se trata de una dosis muy elevada pero inofensiva. Por consiguiente, tomaré dos ampollas de 0,12 gramos y obtendremos así los 0,24 gramos necesarios ahora los aspiro a la jeringa, dame esa bolsita de papel esterilizado, la aguja está dentro. Gracias.

Muy bien, conductor, me dispongo a inyectar.

Malone desplazó inmediatamente la camioneta hacia el carril más lento de la derecha, reduciendo la velocidad a menos de setenta kilómetros por hora.

– Ya está, todo hecho -gritó Brunner.

– ¿No la has visto hacer una mueca? -preguntó Yost.

– Sí, pero no ha abierto los ojos -repuso Brunner-.

Mira… -Se perdió su voz pero después volvió a escucharse-: He estado leyendo las instrucciones. He pasado por alto una cosa. El luminal de sodio tardará de un cuarto de hora a veinte minutos en hacerle efecto. Temo que recupere la conciencia antes de que ello suceda.

– Pues, entonces adminístrale un poco más de cloroformo para que se quede quieta hasta que le haga efecto el luminal de sodio -le aconsejó Malone.

– Buena idea -dijo Brunner.

– Demonios, qué mal huele eso -se quejó Yost.

– Pero es necesario -dijo Brunner-.

Muy bien, ya le he administrado la segunda dosis de cloroformo. Creo que ya no tenemos que preocuparnos por ella.

Y, tranquilizaos, todavía disponemos de otras dos ampollas de anestesia y una aguja nueva para poderla dormir cuando la devolvamos a casa dentro de dos semanas.

– No quiero saber nada de cuando la soltemos -dijo Shively-.

A mí lo único que me interesa es lo que tenemos ahora. -Volvió a mirar hacia atrás-. Os digo que de sólo mirarla me estoy excitando.

Fijaos en la ropa que lleva puesta. No debe llegarle más allá de unos diez o doce centímetros por debajo del trasero.

Debe gustarle mucho exhibirse. Oye, Howie, hagamos una cosa, cambiemos de sitio. Quiero estar ahí atrás un rato. Quiero levantarle la falda y echar un vistazo de primera mano al bocado más famoso del mundo. ¿Qué dices, Howie?

Malone le miró enfurecido.

– Ya te estás callando, no hables así, Kyle. Nadie va a tocarla sin su consentimiento. En eso nos mostramos de acuerdo. Fue una decisión unánime.

– Anda por ahí -dijo Shively-. El acuerdo lo tomamos cuando todo eso era un sueño. Ahora es un trasero vivo y la tenemos en nuestro poder. Yo te digo que las circunstancias han cambiado.

– No ha cambiado nada -dijo Malone enojado-. Todo es lo mismo y las reglas del juego siguen siendo las mismas. Y no te acercarás a ella ahora que está dormida e indefensa y ni siquiera después cuando despierte a menos que ella te invite.

– ¿Lo habéis oído, chicos? -gritó Shively-. Tenemos entre nosotros a un policía que se ha autodesignado guardián de la ley y el orden. ¿Pero es que vais a permitirle que es lo que podéis o lo que no podéis hacer?

– Yo, no le digo a nadie lo que tiene que hacer -dijo Malone-. Te estoy recordando simplemente que establecimos unas normas y que acordamos atenernos a ellas.

Shively sacudió la cabeza como para compadecerle.

– Adam Malone, eres un maldito y estúpido idiota.

Leo Brunner, asomó la cabeza entre los dos asientos de delante.

– ¿Por qué no dejáis de discutir tontamente? Y basta de llamaros en voz alta por vuestros nombres. Si lo hacéis ahora es probable que os olvidéis más tarde cuando esté despierta.

– Rozó el hombro de Malone con una mano-. Pues, claro, Adam, estamos dispuestos a atenernos a las normas. Y sabes que nuestro amigo lo hará también.

Shively encendió un cigarrillo y se sumió en un malhumorado silencio.

Malone buscó y encontró la rampa de salida que les conduciría al paseo Van Buren y al condado de Riverside y después directamente a la ciudad de Arlington.

Sin apartar los ojos de la carretera, empezó a pensar en el compañero que tenía al lado. Estaba furioso con Shively. El tejano era el único elemento discordante en lo que de otro modo hubiera podido ser un día perfecto.

Malone se esforzó en vano por convencerse de que Kyle Shively no era tan malo como parecía. Al fin y al cabo, Shively había sido el primero en creer en el proyecto de Malone y el primero que se había adherido al mismo. Nadie se había esforzado tanto como Shively en hacerlo realidad.

Lo malo de Shively era su personalidad y su actitud social, debida a un resentimiento que arrancaba probablemente del medio en que se había desenvuelto. Era ignorante y mal educado pero muy listo e ingenioso.

Era un ser manual y físico, una criatura impulsiva. Su vulgaridad en relación con los temas sexuales y femeninos debía formar parte de su tendencia exhibicionista. En resumen, su obsesión sexual debía arrancar de cierta inseguridad y falta de recursos interiores.

Malone llegó a la conclusión de que comprendía a Shively pero que éste no le gustaba. Después Malone se preguntó otra cosa. Se preguntó si podría fiarse uno de Shively.

– ¡Bueno, allí está! -exclamó Shively canturreando. Se incorporó y se inclinó hacia el parabrisas-. Ahí está Arlington. Menuda birria de ciudad.

Malone aminoró automáticamente la marcha.

– Oye -gritó Yost desde la parte de atrás-no olvides parar en alguna estación de servicio que tenga cabina telefónica. Tengo que llamar a mi mujer desde Colorado, ¿recuerdas?

– Déjalo -dijo Shively. Será mejor que no nos vean detenidos. Podría ser peligroso.

Yost se acercó a la parte delantera para protestar.

– Más peligroso será para mí si no llamo a mi mujer y le digo que he llegado bien. Tardaré un minuto.

– Muy bien, cálmate, Howie -dijo Shively indicándole a Malone el camino-. Sigue recto por Van Buren, muchacho. Tenemos que atravesar el centro de la ciudad.

No es que sea precisamente una ciudad, no hay más que un par de manzanas de tiendas. Pero no te detengas en ningún sitio. Cruza rápidamente.

Hay un par de estaciones de servicio unas dos manzanas más abajo junto al letrero de la Pequeña Liga de béisbol.

Malone atravesó Arlington a velocidad moderada acelerando sólo un poco para poder cruzar el único semáforo que había y a los pocos segundos salió de la población y pudo ver la primera estación de servicio.

Se acercó al bordillo y aparcó la camioneta a cierta distancia de la gasolinera.

– Sal por aquí, Howie -dijo Shively abriendo la portezuela-.

No vayas a abrir la portezuela de atrás. -Descendió de la camioneta para que Yost pudiera pasar al asiento delantero y después inclinó la cabeza hacia el interior del vehículo-.

Vosotros dos guardad el tesoro. Yo acompañaré a Howie para vigilar que no tarde más de un minuto y de paso aprovecharé para mear. Vuelvo en seguida.

– Daos prisa -dijo Malone.

Observó a través del parabrisas a sus dos compañeros, pero sus pensamientos se concentraron únicamente en la esbelta figura del tejano.

Malone pensó en la muchacha que llevaban en la parte de atrás. No era sólo la joven estrella más famosa y querida de la historia cinematográfica, sino que, además, era también un ser humano, un ser humano precioso, frágil y tierno que se merecía todo su respeto y consideración.

Y también su protección. Malone se mordió el labio inferior pensando en lo que iba a suceder. Hasta aquellos momentos, hasta hacía muy poco, había estado tan preocupado por la huida que no había podido pensar con seriedad y realismo en sus relaciones con Sharon Fields una vez la tuvieran en su poder.

Por la forma en que Shively se había comportado en el transcurso del viaje, comprendió que haría falta poner en cintura al tejano.

Malone sabía que era el único que podría darle quebraderos de cabeza. Los otros dos eran de fiar. Brunner no planteaba ningún problema. Yost, tampoco.

Eran hombres familiares y no cabía la menor duda de que se comportarían como personas civilizadas. Se atendrían a las normas igual que él.

El único que le preocupaba era Shively. Su actitud en relación con las mujeres, incluso en relación con una mujer tan inalcanzable como Sharon Fields, podía ser vulgar y grotesca y hasta incluso violenta. Para él las mujeres no eran más que objetos sexuales.

Tal vez no estableciera diferencia alguna entre Sharon y una prostituta. Además, Shively había dejado bien sentado que las normas le importaban un bledo. Sí, habría que vigilar a Shively, habría que ponerle en cintura.

Claro, que lo más probable era que no se produjera ningún grave conflicto. Eran tres contra uno y Shively no tendría más remedio en el futuro que acatar la ley de la mayoría tal como había hecho en el pasado.

Malone sabía que era el máximo responsable de la forma en que trataran a Sharon Fields.

A él se debía la idea de Sharon disponible, de una Sharon invitada suya, una Sharon convertida en realidad. Por consiguiente, él más que nadie estaba obligado a defenderla y a proporcionarle libertad de elección.

Vio a los otros dos saliendo de la gasolinera.

Y ahora, tras haber reflexionado acerca de todo ello y haber comprendido que el futuro de la carga que llevaban estaba en sus manos, se sintió más tranquilo.

Y empezó a pensar en cómo iban a desarrollarse los acontecimientos aquella noche.

Veinte minutos más tarde Adam Malone seguía al volante. Antes de reanudar el viaje se había producido una pequeña discusión a propósito de quién iba a conducir. Yost había propuesto sentarse él al volante, por ser el que más conocía la zona, y había expresado el deseo de que Malone se sentara a su lado para que se aprendiera el camino; pero Shively hubiera tenido que desplazarse a la parte de atrás con Brunner y Malone no quería que el tejano se acomodara al lado de Sharon estando ésta inconsciente.

Al final Yost lo comprendió y todos ocuparon las mismas posiciones de antes, menos Yost que se acercó a la parte delantera y se arrodilló asomando la cabeza entre Malone y Shively para poder ver el camino a través del parabrisas y dirigir a Malone.

Malone llevaba veinte minutos absorbiendo todos los detalles de la campiña que estaban atravesando y seguía pasando mentalmente revista a todo lo que Yost le había dicho.

Tras dejar atrás la gasolinera y cruzar un paso a nivel, enfiló una carretera bordeada de palmeras y naranjos.

La carretera les condujo hacia unas desnudas colinas y empezaron a ascender gradualmente.

Al llegar al Mockingbird Canyon efectuó un viraje a la derecha y a partir de aquel punto la carretera empezó a estrecharse.

Durante algunos kilómetros pudieron ver alguna que otra casa de vez en cuando, pero pronto, las dejaron atrás y se encontraron en medio de la campiña abierta y desolada.

Después, siguiendo las instrucciones de Yost, Malone enfiló la carretera de Cajalco y avanzaron en sentido paralelo a un camino que, según Yost, conducía a un lago bastante grande -el lago Mathews dijo que se llamaba-, que, en realidad, era una presa completamente vallada en la que no estaba autorizada ni la navegación a vela ni la pesca.

Después giraron a la izquierda y enfilaron otro camino que ascendía hacia una elevación de unos seiscientos metros de altitud.

Se estaba dirigiendo a una zona más elevada, conocida como la Meseta Gavilán, integrada en buena parte por unas suaves colinas interrumpidas de vez en cuando por algún que otro majestuoso pico pelado.

– Detente junto a esta verja que tenemos enfrente -ordenó Yost-.

Es la verja del rancho McCarthy.

Casi nadie sabe que el camino que atraviesa el rancho es público.

Verás también un letrero que dice "Cierren la verja", el cual contribuye a dar la idea de que no está permitido el paso y sirve para intimidar a los forasteros.

Para nosotros será estupendo porque este camino conduce al sitio donde vamos y tendremos la posibilidad de proseguir el viaje sin que nadie nos moleste.

Se detuvieron frente a la verja del rancho McCarthy mientras Shively descendía para abrirla.

Malone la cruzó y esperó a que Shively volviera a cerrarla y subiera de nuevo a la camioneta.

El tortuoso camino les condujo por suaves colinas en las que abundaban los resecos arbustos, los guijarros y los grandes enebros.

Pronto abandonaron el camino y siguieron por una vereda menos transitada si cabe.

Súbitamente, Malone descubrió a la izquierda una vieja cabaña medio oculta en una hoyada al borde del camino.

Frente a la cabaña había como una especie de extraño monumento indio.

– ¿éste es nuestro sitio? -preguntó Malone.

– No -contestaron Yost y Shively al unísono.

– Es la última casa que veremos hasta llegar a nuestro punto de destino -explicó Yost-. Antes vivía aquí una anciana. Me parece que la casa está ahora abandonada. Se llama Camp Peter Rock.

¿Queréis saber por qué? ¿Veis este vestigio indio que hay delante? ¿Sabéis lo que es? Es una roca fálica de metro ochenta de altura asombrosamente parecida a un miembro.

– Yo fui el modelo -dijo Shively sonriendo.

– Ahora avanza despacio durante cinco minutos -le dijo Yost a Malone-porque de lo contrario pasarás de largo es un acceso casi oculto de un camino lateral que nos conducirá al Mount Jalpan, el lugar de las Gavilán Hills en el que cambiaremos de vehículo para dirigirnos a nuestro refugio.

Transcurridos cinco minutos Yost le recordó a Malone que aminorara la marcha, después le dio una palmada en el hombro y le señaló con el dedo un lugar que había a la derecha.

El arenoso camino oculto casi totalmente por la espesa maleza que crecía a ambos lados estuvo a punto de pasarle a Malone inadvertido, éste viró justo a tiempo.

A los pocos minutos iniciaron el ascenso. El camino se hizo muy empinado y Malone puso la primera.

– El Mount Jalpan -dijo Yost-. Es la cumbre más alta y primitiva de las Gavilán Hills. Ningún forastero ha llegado jamás tan lejos, únicamente el guardián de los Servicios Forestales.

Sigue recto. No estamos muy lejos del sitio donde dejaremos la camioneta. Pasaron entre elevadas paredes de granito y, de repente, la camioneta llegó a una zona más despejada. El camino había desaparecido; a la derecha se observaba un precipicio y a la izquierda un denso bosquecillo.

– Final del camino y final de la civilización -dijo Yost-.

Aquí cambiaremos de vehículo. Shively miró a través del parabrisas.

– Sigue avanzando unos nueve metros, muchacho. Verás un claro en esa maleza. Allí tenemos oculto el cacharro de ir por las dunas.

La camioneta siguió avanzando. Malone descubrió el claro y pisó el freno.

– Espera aquí -le dijo Shively-. Sacaré el cacharro y tú meterás la camioneta justo en medio de estos dos enebros tan grandes. Aléjate todo lo que puedas del precipicio y sigue avanzando hasta donde ya no puedas seguir.

Shively descendió de la camioneta y se adentró en la boscosa zona.

Malone le observó procurando vislumbrar alguna señal del cacharro pero no pudo ver nada.

Entonces vio que Shively se detenía a pocos pasos de un gigantesco roble y se inclinaba hacia éste para sacar algo que había detrás de su tronco.

Malone intentó adivinar lo que era y comprobó asombrado que Shively estaba tirando de una de las puntas de una descolorida lona verde cubierta de ramas de enebro y hojarasca.

Un buen trabajo de camuflaje.

Shively estaba sacudiendo la lona para librarla de la hojarasca.

La levantó y quedó al descubierto el cacharro marrón oscuro con su hocico chato, sus elevados faros delanteros y sus neumáticos exageradamente grandes.

Malone siguió observando a Shively mientras éste trabajaba y después empezó a estudiar el emplazamiento del lugar de transbordo dirigiendo la mirada más allá del precipicio.

Pudo ver las desnudas y rocosas laderas de las cercanas colinas y las lomas más alejadas a cuyos pies se extendía la ancha faja de tierra llamada Temescal Canyon.

Malone se sintió por primera vez totalmente aislado del mundo que conocía.

Aquel promontorio y el paisaje de abajo le producían una sensación de aislamiento absoluto de todo lo conocido y de la vida humana.

Era algo totalmente primitivo. Como una página arrancada de "El mundo perdido de Conan Doyle".

Escuchó el rugido de otro motor y vio que Shively sacaba el cacharro de entre los árboles. Malone no había visto aquellos cacharros más que en los anuncios y se sorprendió de su reciedumbre.

Sabía que era biplaza y no se imaginaba cómo podría dar cabida a los cuatro. Cuando lo tuvo más cerca pudo ver las modificaciones que su propietario había llevado a cabo en el pequeño y compacto vehículo. En el portamaletas abierto habían colocado un banco de madera ligeramente más alto que los asientos delanteros.

Desde lo alto del parabrisas hasta dos varas de acero que había en la parte de atrás, habían extendido una especie de toldo de lona probablemente para protegerse del tórrido sol o de la lluvia. Cuando el cacharro estuvo al lado de la camioneta, Shively gritó:

– Bueno, Adam, ahora oculta la camioneta ahí dentro.

Malone soltó el freno, puso en marcha el motor y atravesó con la camioneta Chevy el claro que había entre los arbustos para dejarla oculta tras los árboles.

– No te muevas, Leo -oyó que Yost le decía a Brunner-. Voy a bajar.

Malone miró hacia atrás y vio que Yost abría por primera vez la portezuela de la camioneta.

Momentos después Yost, seguido de Shively, apareció frente a la camioneta para indicarle a Malone la mejor forma de aparcarla de tal manera que no resultara visible.

Malone efectuó las correspondientes maniobras y la ocultó detrás de una pantalla de árboles.

Tras apagar el motor y guardarse las llaves en el bolsillo, descendió y empezó a aplicarse masaje a las pantorrillas.

Después ayudó a los otros a cubrir con la lona verde la parte frontal de la camioneta y a recoger ramas, hojarasca y tierra para camuflar la lona que protegía la cubierta del motor. Al terminar, Yost se dirigió hacia la parte de atrás.

– Ahora viene la operación del "habeas corpus" o como queráis llamarla -dijo Yost-.

Lo único que nos queda por hacer ahora es trasladar el cuerpo de un vehículo a otro y llevárnosla a la suite real.

Por unos instantes Malone se sorprendió de aquella referencia indirecta a Sharon Fields.

Casi había olvidado que eran cinco y no cuatro.

Desde que habían dejado atrás Arlington y en el transcurso de la media hora que llevaban en las Gavilán Hills, Malone se había casi olvidado del propósito de aquel viaje.

Se había concentrado tanto en aquella zona tan áspera y remota, se había esforzado tanto por grabarse en la memoria el camino que no había tenido tiempo de pensar en la carga que llevaban.

Y volvió a pensar en la emoción que ya había vivido y en la que vivirían por la noche.

Yost le estaba diciendo a Shively:

– ¿Por qué no acercas un poco más el cacharro, Shiv? Nosotros tres la subiremos y tú conducirás.

– Vaya, hombre, y yo que pensaba que iba a poder tocarla un poco -dijo Shively-. Muy bien, voy a acercarme un poco.

Yost abrió después de par en par la portezuela trasera de la camioneta.

Malone parpadeó y comprendió que no había mirado a Sharon desde las siete y diez de aquella mañana, hora en que la habían anestesiado e introducido en la camioneta.

Allí estaba, tendida de lado sobre la raída alfombra de pelo que cubría el pavimento del vehículo, con Brunner sentado incómodamente detrás suyo.

Brunner la estaba mirando y ahora levantó los ojos.

– No ha movido ni un solo músculo desde que le hizo efecto la inyección.

– ¿No le sucederá nada, verdad? -preguntó Malone un poco inquieto.

– No.

El pulso le late con regularidad. Está inconsciente y aún lo estará un buen rato. -Brunner suspiró-. Incluso en estas condiciones es una auténtica preciosidad. -Se detuvo-. Me gustaría que hubiéramos podido trabar conocimiento con ella de otra forma.

– No te preocupes por eso -le dijo Yost con impaciencia-.

Andando. En cuanto Shiv acerque el cacharro, la trasladaremos al mismo. Tú, Leo, te sentarás en uno de los asientos de atrás. Adam y yo la levantaremos y Adam se acomodará después en el otro asiento.

Vosotros dos la sostendréis sobre vuestras rodillas. Yo me sentaré delante al lado de Shiv.

– ¿Cuánto tardaremos? -preguntó Brunner.

– ¿En llegar al escondite? No mucho.

El terreno es un poco duro pero la distancia es muy poca.

Tardaremos un cuarto de hora o veinte minutos todo lo más.

Muy bien, ahí viene Shiv. Levántala.

– Sosténla con cuidado -dijo Malone.

El proceso del traslado de Sharon Fields desde la camioneta Chevrolet al cacharro de ir por las dunas se desarrolló con suavidad y sin incidentes.

Yost sacó de la camioneta una caja de provisiones dejando el resto para su segundo viaje, y a los pocos minutos se dispusieron a cubrir la última y breve etapa del viaje.

Malone permanecía rígidamente sentado en la parte de atrás sosteniendo la cabeza de Sharon con un brazo y su cintura con el otro.

Las caderas y piernas de ésta descansaban sobre las rodillas de Brunner.

Fue un viaje lleno de baches y sacudidas.

El áspero camino, comparado con el cual los anteriores caminos hubieran podido parecer autopistas, era tan estrecho que a duras penas bastaba para el cacharro de ir por las dunas.

Era tortuoso y empinado y en distintos puntos había sido muy someramente aplanado.

Fueron zigzagueando a través de la montaña cubierta de maleza y al cabo de unos quince minutos emergieron a una zona más ancha y llana.

– Al otro lado -le recordó Yost a Shively.

Siguieron avanzando por la reseca tierra.

Malone estrechaba a Sharon entre sus brazos. Se había olvidado del paisaje y del lugar al que se dirigían…Mantenía los ojos clavados en un increíble rostro que no estropeaban siquiera las dos anchas tiras de gasa esterilizada que le cubrían los ojos y la boca.

Se había guardado sus gafas en el bolsillo de la camisa y seguía contemplando sus reposadas y lisas facciones sumidas en el sueño de la inconsciencia.

Sus ojos se desplazaron involuntariamente hacia los temblorosos montículos de su busto cubiertos por la blusa de punto, pero Malone los apartó inmediatamente como si se avergonzara. Sabía que el corazón le estaba latiendo con fuerza y se le había empezado a hinchar el miembro y estaba avergonzado de sí mismo y procuraba pensar en la situación de Sharon y en la necesidad que ésta tendría de él y de su dulce amor.

Cuánto había ansiado el momento en que los labios de ambos se encontrarían y él la estrecharía en sus brazos y ella se sometería de buen grado a su afecto y a sus caricias. Entonces la idea volvió a cruzar rápidamente por su imaginación.

No era una mujer hermosa cualquiera. Era Sharon Fields en persona, en carne y hueso entre sus brazos, entre los brazos de Adam Malone. Todo el mundo la deseaba. Y era él, Adam Malone, quien la estaba estrechando en sus brazos en aquella solitaria meseta. La magnitud del acto que acababa de llevar a cabo se le antojó increíble y pavoroso.

– Muy bien, chicos -oyó que decía Shively-, ahí lo tenéis.

Estaban bajando lentamente por una suave ladera en dirección hacia un valle y allí a la derecha, parcialmente debajo de una roca granítica y con otra roca al otro lado, se encontraba el refugio. Estaba situado en una especie de hueco escondido entre un bosque de nudosos robles y con un riachuelo que discurría muy cerca.

A través de las ramas sólo resultaban visibles algunas partes de la achatada edificación de piedra y roca. Pero, al rodear Shively los árboles para salir a la zona arenosa, apareció ante su vista toda la casa y ésta se le antojó a Malone más bonita y, al menos por fuera, más primitiva de lo que se había imaginado.

El cacharro se detuvo frente a los peldaños de madera y el pequeño porche que conducía a la entrada principal. Habían llegado a Más a Tierra.

Shively se volvió.

– Llevémosla dentro, muchachos. La cama está aguardando.

Con la ayuda de Shively, Malone y Brunner levantaron el inerte cuerpo. Mientras Shively abría la puerta con la llave que le había entregado Yost, Malone y Brunner subieron los peldaños y atravesaron el porche cruzando la entrada y pasando al pequeño vestíbulo.

Después giraron a la izquierda siguiendo a Shively por un pasillo que conducía al dormitorio principal. Shively abrió la puerta del mismo.

– Dejadla en la cama -les ordenó-. Voy a meter todas las cosas dentro. Volveré en seguida y os echaré una mano para atarla.

– Ya nos las apañaremos -dijo Malone sosteniendo cuidadosamente a Sharon por las axilas y caminando de espaldas a la puerta.

Shively se apartó a un lado para que Malone y Brunner pudieran pasar.

– Sí -murmuró contemplando a Sharon-, vale la pena. Le guiñó un ojo a Malone y se alejó silbando para sacar las provisiones del cacharro antes de que Yost lo dejara aparcado en el cobertizo que había a la derecha del refugio.

Al entrar en el dormitorio principal, Malone se sorprendió de sus inesperadas dimensiones, de su comodidad y del tamaño del Lecho Celestial.

La cama era una moderna reproducción de una vieja cama de latón del siglo XIX, con altos parales a ambos lados de las barras de latón de la cabecera. No había colcha, simplemente dos almohadas bien embutidas y una manta de lana rosa sobre las limpias sábanas blancas.

Depositaron suavemente a Sharon Fields sobre la cama, la colocaron en medio en posición supina, con la cabeza descansando sobre una de las almohadas.

Malone la examinó, le alisó la melena rubia, le quitó el pesado collar del colgante y lo colocó sobre la mesilla y le abrochó uno de los botones de la blusa blanca de punto.

Mientras la colocaban en su sitio, se le había levantado un poco la falda de cuero beige, dejando al descubierto una pequeña mancha de nacimiento que tenía en un muslo. Malone tiró discretamente de ella y, al rozarle suavemente la piel con los dedos, advirtió que un cálido, hormigueo le recorría todo el cuerpo.

Brunner guardaba silencio y parpadeaba incesantemente.

– Me parece que estaría más cómoda sin las botas, ¿no crees? -preguntó.

Malone dudaba.

La idea de quitarle cualquier prenda estando ella inconsciente le preocupaba. Y, sin embargo, puesto que se hallaba tendida en la cama, era una estupidez no quitarle el engorroso calzado.

– Sí, creo que debiéramos descalzarla. Tú le quitarás la izquierda y yo le quitaré la derecha. Me parece que tienen cremalleras a los lados.

Le bajaron las cremalleras de las botas, se las quitaron y la dejaron descalza. Ahora había llegado el momento de dar el paso que más desagradaba tanto a Malone como a Brunner. Brunner miró preocupado a Malone y habló el primero.

– ¿Tenemos que atarla? Eso es lo que menos me gusta. Menos todavía que el secuestro. Ahora sí que parece un verdadero secuestro, como si la retuviéramos a la fuerza.

Malone vaciló de nuevo.

Pero sabía que tenían que hacerlo.

– No tenemos más remedio. Lo acordamos de antemano. Si no lo hacemos nosotros, sabes que lo harán los demás.

– Supongo que sí.

– Tengo la cuerda en la bolsa. Voy por ella -dijo Malone saliendo al pasillo.

A través de una ventana que daba al porche y a la zona arenosa que se abría ante el bosquecillo de robles, pudo ver a Shively junto al cacharro llenando el depósito de éste por medio de un bidón mientras hablaba con Yost, que ahora se encontraba sentado al volante.

Malone se dirigió a la entrada, donde aparecían acumuladas todas sus pertenencias. Encontró su bolsa entre todo un montón de maletas, bolsas de plástico y paquetes. La recogió y se dirigió de nuevo al dormitorio principal.

Rebuscando en la bolsa, Malone encontró dos trozos de cuerda que previamente había sido cortada a la medida adecuada. Sacó también dos tiras de tela que habían arrancado de una sábana. Le arrojó al apenado Brunner una de las cuerdas y una tira de tela.

– Pongamos manos a la obra, Leo.

– No vuelvas a llamarme por mi nombre.

– Perdona.

Cada cual tomó uno de los brazos de Sharon, envolvió la muñeca de ésta con una tira de tela para no causarle daño y después se la ató con la cuerda. Después le extendieron los brazos atando los otros extremos de las cuerdas a los pilares de la cama.

– No la dejes muy tirante -dijo Malone-. La cuerda no debe estar muy tensa. Tiene que ceder un poco para que pueda cambiar de posición si lo desea.

– Sí -dijo Brunner con un hilo de voz.

Terminaron en seguida. Se intercambiaron el sitio y cada cual comprobó el trabajo del otro y se mostró satisfecho.

– Mira -dijo Brunner-, me parece que podríamos considerarlo desde otro punto de vista. Una vez a mi mujer la operaron en el hospital y, para administrarle unas inyecciones intravenosas, tuvieron que atarle los brazos a las barandillas de la cama. Estaba inquieta y se movía sin cesar y lo hicieron para protegerla. En los hospitales suelen hacerlo.

– Creo que podríamos considerarlo desde ese punto de vista -dijo Malone-. Lo de atarla es sólo temporal. Para facilitar las cosas hasta que ella sepa por qué lo hemos hecho y se muestre dispuesta a colaborar. Entonces podremos desatarla.

– Tal vez esta tarde.

– Pues claro que sí -dijo Malone.

Contempló una vez más el cuerpo inmóvil de Sharon-. Me parece que no hay motivo para que sigamos manteniéndola con los ojos vendados y amordazada.

– La gasa de la boca se la podemos quitar -dijo Brunner-. Aunque gritara, estamos tan lejos que nadie podría oírla.

Se inclinó hacia Sharon, despegó una esquina de esparadrapo y le quitó suavemente la gasa que le cubría la boca. Sharon empezó inmediatamente a respirar con normalidad.

– ¿Y la venda de los ojos? -preguntó Malone.

Antes de que Brunner pudiera responder, entró Shively en la estancia seguido de Yost.

– Vaya, chicos, habéis estado trabajando mucho -dijo Shively-. La tenéis muy bien atada.

Yost se acercó a la cama.

– Es la bella durmiente -dijo en un susurro.

– Estábamos pensando quitarle la venda de los ojos -dijo Brunner.

– No sé -dijo Shively-¿Qué te parece, Howie?

– Estoy pensando una cosa -dijo Yost-. Si le dejamos la venda en los ojos, jamás podrá saber quiénes somos. Aunque, hayamos cambiado de aspecto.

Malone decidió intervenir.

– Soy totalmente contrario a dejarle la venda. Cuando despierte y compruebe que le han vendado los ojos, se asustará mucho. Bastante se asustará de verse atada para que encima no pueda ver con quién está. No hay nada más aterrador que lo desconocido.

Si ve dónde está y con quién está, si ve que somos unos tipos normales y no unos criminales, tendremos mayores posibilidades de gustarle y de que acceda a colaborar con nosotros.

– Tienes razón -reconoció Yost-, si bien con toda esta pelambrera en la cara, no estoy muy seguro de que le parezcamos normales.

– Tú estás muy bien -le aseguró Malone-. Y ella sólo podrá recordar el aspecto que ofrecemos ahora. Cuando todo haya terminado y hayamos regresado a Los Ángeles sin bigotes, barbas ni disfraces, ella no podrá reconocernos.

Voto a favor de que le quitemos la venda de los ojos. Queremos que nos vea, que se sienta a gusto a nuestro lado. De eso se trata precisamente.

– Creo que el muchacho tiene razón -les dijo Shively a los demás.

Yost se acarició el bigote falso.

– Me parece bastante lógico.

– Yo estoy de acuerdo con lo que decidáis -dijo Brunner.

– Muy bien -dijo Malone.

Se inclinó hacia Sharon Fields y arrancó con sumo cuidado los extremos del esparadrapo que mantenía adherida la gasa y después apartó ésta. Los párpados de Sharon Fields se movieron pero no se abrieron.

Shively se estaba mirando el reloj.

– Yo tengo las diez menos cuarto -dijo mirando a Brunner-. Tú eres nuestro cerebro médico, amigo. ¿Cuánto tardará en recobrar el conocimiento?

– Bueno -repuso Brunner-, basándome en lo que he leído en la ''Home Medical Guide" y en mis experiencias de las hospitalizaciones de mi mujer y mi cuñada, yo diría, teniendo en cuenta la cantidad total de anestesia que se le ha administrado, le administramos dos veces cloroformo y después una inyección de luminal de sodio.

– No hace falta que me lo digas -le interrumpió Shively impacientándose-, ya sé lo que le hemos administrado. Tú dime cuándo va a despertarse.

– Un cálculo aproximado serían seis horas. Yo creo que recobrará el conocimiento hacia las cuatro de la tarde, pero tal vez esté todavía un poco aturdida. Hacia las cinco yo creo que habrá recobrado totalmente el conocimiento.

– ¿Tanto rato? -preguntó Shively sin disimular su enfado-. Maldita sea, ¿quieres decir que tendremos que esperar tanto rato para empezar?

– ¿Para empezar qué? -le preguntó Malone.

– A acostarnos con ella, atontado -repuso Shively mirándole-. ¿Para qué crees que hemos venido? ¿Para ganarnos unas malditas medallas de "boy-scouts" al mérito deportivo por habernos jugado el tipo por los bosques y montañas?

– ¿No quieres darte por vencido, verdad, Kyle? -le preguntó Malone-. Sabes muy bien que no le pondremos las manos encima contra su voluntad. Empezaremos cuando ella nos diga que empecemos y no antes. ¿Te lo quieres meter en la cabeza, Kyle?

– Muy bien, muy bien, "boy-scout". O sea, que el plan de batalla es que primero hablemos con ella. Cuando recobre el conocimiento, no perdamos el tiempo. Entraremos allí y se lo diremos inmediatamente.

– No te preocupes -le prometió Malone-. Cuando Sharon haya recobrado totalmente el conocimiento, hablaremos con ella. Mantendremos con ella una larga conversación.

– Muy bien -dijo Shively dirigiéndose hacia la puerta-. Es decir, que disponemos de tiempo libre hasta las cuatro o las cinco de la tarde. No sé vosotros pero yo tengo apetito. Nos hará falta toda nuestra fuerza. Vamos a prepararnos un poco de comida.

Yost y Brunner siguieron a Shively, pero Malone se quedó en el dormitorio resistiéndose a marcharse.

Se dirigió hacia los pies de la cama y contempló aquel rostro y aquel cuerpo tan conocidos, sumidos ahora en un profundo sueño.

Se le antojaba la reencarnación de la hija de Leda engendrada por Zeus y su rostro enmarcado por la suave cabellera rubia debía ser sin lugar a dudas como aquel que Christopher Marlowe había visto, "el rostro que lanzó a los mares mil barcos y prendió fuego a las torres de Ilión".

Bajo la ajustada blusa de punto el busto se elevaba y descendía siguiendo un ritmo regular.

Allí descansaba la esbelta figura de proporciones perfectas enfundada en una breve falda de cuero con las largas piernas juntas, la mujer soñada de todos los hombres.

Sharon Fields.

El pasado se había mostrado remiso en ofrecer una diosa de semejantes atributos. Por lo general, la historia solía limitarse a regalar a cada nueva generación una sola belleza deslumbrante, un único ser sexual.

En otros tiempos habían existido mujeres cuya desnudez conocíamos ahora en la Venus de Milo, la Maja Desnuda, la Olympia, la mujer de la "Mañana de Septiembre".

En otros tiempos había habido una Ninon, una O'Murphy, una Pompadour, una Duplessis. Habían enardecido la fantasía de los hombres una Duse, una Nazimova, una Garbo, una Harlow, una Hayworth, una Taylor, una Monroe.

Ahora, por encima de todas las mujeres de la tierra, estaba Sharon Fields. Durante muchos años ésta había sido para Malone una sombra de una lejana pantalla de la que sólo podía gozar de lejos y en comunidad con millones de adoradores de todos los continentes del globo.

Durante ciento y una noches a lo largo de muchos años, Malone, había permanecido sentado en la oscuridad de los locales cinematográficos siguiendo todos los movimientos de la imagen bidimensional de la pantalla en la que Sharon Fields había sido "El espectro de los ojos verdes, Querida Nell, El presidente con faldas, Madeleine Smith, La camelia blanca, Pequeño Egipto, La divina Sarah, La muchacha de Bikini Beach".

Había sido tan incorpórea como un fantasma, tan irreal como una sirena, tan fugaz como un deseo. Y, sin embargo, gracias a su visión de lo que podría llegar a ser posible, gracias a su afortunado experimento de alquimia, había logrado convertir a aquella tenue figura de la fantasía en una mujer de carne y hueso tendida en una cama y al alcance de su mano.

Ninguna otra satisfacción hubiera podido superar a la que estaba experimentando en aquellos momentos.

Sólo había una cosa que estropeaba la escena. Experimentaba como una especie de punzada de dolor y remordimiento por verla en aquel estado, una diosa derribada y atada a unos pilares de metal como la más vulgar prisionera y esclava. Era mucho más que eso y se merecía mejor trato y, sin embargo no había habido más remedio.

Procuró aliviar los escrúpulos de su conciencia diciéndose a sí mismo que aquella condición sería transitoria. A media tarde se despertaría, les vería, les escucharía, se disiparían sus temores, apreciaría la honradez de sus intenciones y la admiración con que la distinguían.

Sus motivos y su valor les convertirían a sus románticos ojos en Robín Hood y sus Alegres Compañeros. Y entonces la librarían de sus ataduras. Se mostrarían con ella muy atentos y la harían objeto de los honores que se merecía. Y gozarían juntos de aquella singular aventura.

Malone esbozó una sonrisa al imaginarse el inmediato futuro que les aguardaba con Sharon. Estaba seguro de que lograría alcanzar todo lo que siempre había soñado.

Apartando los ojos de la cama prestó por primera vez atención a todos los detalles de la alcoba, ésta poseía techo de vigas descubiertas, paredes revestidas de tableros, de madera y pavimento de baldosas y había gruesas alfombras de pelo a ambos lados de la cama y a los pies de una tumbona.

Malone se dirigió a la puerta para poder admirar el dormitorio principal desde la entrada. A la derecha había unos armarios empotrados, uno para ropa blanca y otro para prendas de vestir, después un tocador con espejo y a continuación la puerta del cuarto de baño.

Entre el cuarto de baño y la cama había una ventana con unas cortinas parcialmente corridas que dejaban al descubierto las tablas de madera que cerraban su hueco.

A la izquierda de Malone había una tumbona, una mesa de café con superficie de cristal, dos sillones con cojines y una lámpara de pie. Detrás, otra ventana cubierta también con unas tablas de madera que resultaban visibles desde ambos lados de las cortinas.

En la misma pared, un espejo de metro cincuenta de altura. Al lado de los pilares de la cama había dos mesillas de noche, en una de las cuales se observaba una lamparilla de lectura.

Colgado de la pared por encima de la cama -Malone se sorprendió de no haberse dado cuenta antes-había un grabado a todo color bellamente enmarcado de Currier e Ives que representaba un paisaje de Nueva Inglaterra.

Teniendo en cuenta el desolado emplazamiento del refugio, la estancia resultaba asombrosamente armoniosa, cómoda e incluso agradable, de tal forma que no desdiría en absoluto de la presencia de su célebre ocupante.

Malone recordó satisfecho el contenido de su bolsa de lona. Tomó la bolsa, la colocó sobre la mesa de superficie de cristal y empezó a extraer de la misma los artículos que le había comprado a Sharon Fields: cepillo de dientes, dentífrico, peine, cepillo para el cabello, jabón, una caja de píldoras anticonceptivas, la gelatina lubrificante KY, el tubo de Preceptin, tres diafragmas, una bolsa de irrigaciones, lociones para el cutis y el cuerpo, pañuelos de papel, Tampax.

Lo trasladó todo al bien iluminado cuarto de baño y lo guardó en el armario que había sobre la pila. En el suelo, al lado de la cama, Malone colocó unas baratas sandalias de tiras para que Sharon las utilizara en calidad de zapatillas.

Encima de una mesilla depositó su viejo despertador de viaje, y un vaso de papel encerado con agua. En un cajón del tocador guardó el camisón tipo toga cuidadosamente doblado.

Le había comprado seis libros de edición de bolsillo. Había previsto que necesitaría variar de diversiones y había examinado los recortes correspondientes a sus entrevistas y declaraciones para averiguar cuáles eran sus escritores preferidos.

Le había comprado una selección de novelas de Albert Camus, Thomas Mann, Franz Kafka, William Faulkner y James Branch Cabell y una colección de obras de Moliére. Tras depositarlos sobre la mesa del tocador les añadió tímidamente un séptimo volumen perteneciente a su biblioteca particular, considerando que tal vez a ella le interesaría saber dónde tenía la cabeza su admirador.

Pensaba, además, que aquella obra resultaría muy apropiada para una situación romántica. Se trataba de "Ars Amatoria" -El arte de amar-de Ovidio.

Al terminar, Malone extrajo de la bolsa una carpeta que contenía algunas de las más atrevidas y recientes entrevistas de Sharon Fields. Tras dejar la carpeta sobre la mesa de cristal, Malone se acercó una vez más a los pies de la cama.

Sharon no se había movido ni un ápice. Respiraba con normalidad, perdida en una profunda inconsciencia. Su pasión hacia ella jamás había sido tan intensa. Le costaría mucho apartarse de su presencia.

Y, sin embargo, transcurrirían muchas horas antes de que pudieran trabar conocimiento. Por ello, tras una pausa de silenciosa admiración, decidió dejarla sola para que siguiera durmiendo bajo los efectos del narcótico.

Tomando la bolsa de lona en la que guardaba algunos libros para su uso personal y su diario particular, abandonó el dormitorio principal cerrando suavemente la puerta tras sí. Se dirigió por el pasillo hacia la entrada principal con el propósito de recoger una pequeña maleta que contenía otros efectos personales suyos y que Yost y Shively habían trasladado al refugio en el transcurso de uno de sus anteriores viajes.

Después, cuando hubiera deshecho la maleta, se dedicaría a recorrer el interior y el exterior de Más a Tierra. A la izquierda, frente a la puerta, estaba el espacioso salón, una bonita estancia con techo de vigas al igual que el dormitorio principal, paredes revestidas de tableros de madera de cerezo natural, pavimento de grandes ladrillos mexicanos y gran cantidad de alfombras de vistosos colores.

Había al fondo una gran ventana y una chimenea de imitación adobe, mientras que adosada a otra pared, había una consola de nogal que probablemente hacía las veces de aparador. Bajo la lámpara de hierro forjado que colgaba de la viga central había un sofá de cuero marrón frente a tres sillones tapizados a cuadros escoceses y una rústica mesita de madera que hacía las veces de mesita de café.

A la derecha de Malone se observaba la arcada que daba acceso al comedor, en el que Yost estaba poniendo la mesa. La puerta oscilante de la cocina aparecía abierta y Malone escuchó las voces de Shively y Brunner.

Malone atravesó el salón, pasó junto al aparato de televisión y la banqueta que había frente al mismo y se dirigió a otra estancia que había a la derecha. Se trataba de la habitación de los niños de la que Malone ya había oído hablar y allí encontró dos literas y el equipaje de Shively y Yost.

Buscando su habitación y su maleta, Malone cruzó esta estancia, abrió otra puerta y descubrió que ésta daba acceso a otro cuarto de baño, bastante espacioso, que probablemente compartirían quienes ocuparan la habitación adyacente.

Malone abrió la puerta que había en la pared del fondo y se encontró con una especie de cuarto de trabajo. Las herramientas pertenecientes a Vaughn, el propietario de la vivienda, habían sido apartadas a un lado, y cubiertas con un lienzo.

Sobre una raída alfombra se observaban dos sacos de dormir y junto a éstos la bolsa de Brunner y la estropeada maletita de Malone. En esta habitación había otras dos puertas.

Malone dejó en el suelo la bolsa de lona y las abrió.

Una de ellas daba directamente acceso al cobertizo de los automóviles, donde pudo ver aparcado el cacharro de ir por las dunas, y la otra daba acceso a la cocina, que estaba situada en la parte delantera de la vivienda pero disponía de una puerta de servicio que daba al patio que había a la derecha.

Mirando hacia la cocina, Malone comprobó que sus compañeros se habían reunido en el comedor y estaban comiendo.

Echó un último vistazo a su dormitorio provisional. Entre dos máquinas de carpintería había una cómoda sin pintar. Habían vaciado los tres cajones de la misma. Malone decidió adueñarse del primero.

Abrió la maleta y empezó a deshacerla colocando en el cajón sus camisas, calcetines y calzoncillos. Dobló el otro par de pantalones que se había traído y lo colocó sobre el escritorio, después colgó el jersey y la chaqueta de pana utilizando una percha que había y dejó en el suelo junto a la cómoda sus botas de montaña.

Estudió por última vez su habitación temporal -habían acordado que él y Brunner cambiarían de dormitorio con Shively y Yost al llegar la segunda semana-y le pareció que ya lo había hecho todo.

Ya se había instalado a todos los efectos y se disponía a iniciar unas idílicas vacaciones.

Se dirigió a la cocina. Acababan de utilizarla, dado que se olía todavía a tocino frito. Malone examinó los armarios; vio que estaban muy bien provistos y se alegró de comprobar que había más piezas y utensilios que en su propio apartamento de Santa Mónica.

Posó la mirada en la cocina eléctrica y se preguntó cuánto tardaría Sharon Fields en acceder voluntariamente a guisar para ellos, jugando a la señora casada en aquella cocina. Perdido en sus ensueños de Sharon, Malone decidió despertar y reunirse con sus compañeros.

En el comedor Shively ya se había terminado el zumo de naranja y había empezado a comerse la doble ración de huevos con jamón.

Brunner se hallaba sentado frente a él mordisqueando relamidamente una rebanada de pan integral con mantequilla.

Yost estaba enchufando el aparato de televisión portátil que Brunner había prestado a la expedición. Lo colocó sobre la mesa y siguió comiendo con una mano mientras con la otra pulsaba el botón. Empezaron a escucharse los sonidos de un serial.

– El sonido no es muy bueno -dijo quejándose-y, fijaos, la recepción de la imagen es muy borrosa.

– Puedo conectar el aparato con la misma antena del aparato del salón y entonces la recepción será mejor -dijo Shively.

– No te preocupes -dijo Yost apagando el aparato y concentrándose en la comida-. Ya tenemos el otro. Y, si quieres ver otra cosa, el sonido de éste me bastará para escuchar por lo menos los partidos de béisbol.

– ¿Los partidos de béisbol? -preguntó Shively indignado-. ¿Es que acaso piensas que dispondremos de tiempo para eso?

– Sé razonable, Shiv -le dijo Yost-. Aunque tengamos aquí a Sharon Fields no hay hombre que pueda pasarse todo el rato en una alcoba.

– Tú tal vez no, amigo -dijo Shively-, pero yo sí puedo porque ya lo he hecho en otras ocasiones. En el transcurso de estas vacaciones me he propuesto hacer dos cosas. Dormir y hacer el amor.

No es mala combinación. Ocho horas para dormir y dieciocho para hacer el amor. Fijaos quién está aquí. ¿Dónde has estado, Adam?

Malone entró en el comedor y acercó una silla a la mesa.

– Arreglando la habitación de Sharon.

– Ya me lo imagino -dijo Shively sonriendo-, me imagino que no habrás hecho más que eso. ¿Estás seguro de que no le has echado un vistazo y la has manoseado un poco aprovechando que está dormida?

– Bien sabes que no -repuso Malone con cierto matiz de enfado.

– ¿Está todavía inconsciente? -preguntó Yost.

– Completamente -repuso Malone.

– Esta noche ya la calentaremos -dijo Shively.

Señaló a Brunner con el tenedor-.

¿Qué dices, Leo? ¿Estás dispuesto a meterle el hueso mientras Howie vea los partidos de béisbol? El juego que a nosotros nos importa es el de acostarnos con ella, ¿no es cierto, Leo?

– Acordamos no utilizar nuestros nombres en voz alta -le recordó Brunner.

– Tranquilo, hombre -le dijo Shively-. Nada de nombres cuando estemos con ella. De acuerdo. Pero cuando estemos más solos.

– Es para acostumbrarnos, para que no se nos olvide.

– Bueno, bueno -dijo Shively. Pero todavía no me has dicho cuál es el juego que más te interesa. No me digas que no estás pensando en esta mujer.

– No diré que no haya pensado en la señorita Fields, -contestó Brunner esbozando una débil sonrisa-. Pero, si quieres que te diga la verdad, sigo pensando en lo que hemos hecho esta mañana. ¿Creéis que nos habrá visto alguien?

– Pues claro que sí -contestó Shively alegremente-, nos ha visto el perro, pero ése no habla.

– Cuando la echen en falta -insistió Brunner-, ¿no recorrerán el jardín para descubrir si ha habido juego sucio?

– ¿Y qué? ¿Qué van a encontrar?

– Pues, que han tocado la verja.

– La he vuelto a arreglar -dijo Shively.

– Pero la caja, has roto el candado de la caja que contiene el motor. ¿No se darán cuenta?

– Tal vez. Pero ¿y qué? No podrán demostrar nada. Por estos barrios siempre hay gamberros que rompen cosas. No, Leo, lo hemos hecho y no hemos dejado ninguna huella. Estamos a salvo.

– Tal vez alguien recuerde la leyenda que has pintado en la camioneta -dijo Brunner preocupado-. ¿Y si la cambiaras por si acaso? ¿Y si la quitaras y pintaras el nombre de otra empresa?

– No es mala idea, Shiv -dijo Yost.

– Muy bien, si Sharon me permite un día que me separe de sus brazos, lo haré. -Shively apartó a un lado el plato vacío y se miró el reloj-. Son poco más de las once. Nos faltan todavía seis horas.

Santo cielo, me fastidia perder tantas horas de amor. Os digo que, cuando despierte, estaré dispuesto a zambullirme. Menuda sesión va a ser. -Le dirigió a Yost una sonrisa-…Tú quédate viendo los partidos de béisbol, Howie, que yo jugaré a lo mío. Me lanzaré corriendo y marcaré un tanto.

Malone se removió en su silla.

– Kyle, bromas aparte, cuando despierte de la anestesia, tendremos que darle tiempo a que se recupere y se oriente. Después tendremos que hablar con ella. No estoy muy seguro de que nos sea tan fácil. Tal vez tardemos uno o dos días.

– Está bien, mamá, le daremos a tu niña todas las oportunidades -dijo Shively-. Teniendo en cuenta el bocado que me aguarda, estoy dispuesto a esperar un poco.-Se levantó y tomó su plato-. ¿No vas a comer?

– Ahora no -contestó Malone-, no tengo apetito.

El rostro de Shively se contrajo en su habitual mueca lasciva. -Ya te entiendo. Ya sé lo que quieres comer. -Se dirigió hacia la cocina-. Yo, en cambio, voy a servirme un poco más.

– Y yo creo que voy a salir a tomar un poco el aire y a poner al día el diario -dijo Malone.

Shively se detuvo junto a la puerta de la cocina.

– ¿Diario? -preguntó mirando a Malone a la cara-. ¿Qué es eso? ¿Acaso estás escribiendo un diario y anotando lo que sucede?

– No es eso exactamente.

– ¿Entonces qué es exactamente? ¿Estás chiflado o qué? Porque si pones por escrito lo que estamos haciendo y lo que nosotros…

– No te preocupes -dijo Malone-. No debes preocuparte. Soy escritor y escribo mis ideas y pensamientos. Hay ciertas referencias a nuestras actuales actividades pero en términos de lo más vagos y generales. Y no menciono ningún nombre.

– Bueno, muchacho, será mejor que te asegures bien, porque si escribes alguna idiotez que más tarde pueda llegar hasta las manos de alguien, es como si nos estuvieras preparando un nudo corredizo a todos, tú incluido.

– Te he dicho que no te preocupes, Kyle. No soy aficionado a la autodestrucción. Y por nada del mundo correría un peligro ni os haría correr uno a vosotros. Tranquilízate.

– Procura no mencionar nombres en lo que escribas -le advirtió Shively desapareciendo en el interior de la cocina.

Malone se encogió de hombros mirando a los otros dos y abandonó la estancia. Tenía intención de poner al día el cuaderno de notas pero su discusión con Shively a propósito del diario le había puesto de mal humor y ya no le apetecía trabajar en ello.

Consideró la posibilidad de escribir el diario para fastidiar a Shively, pero venció la razón. Exhibir el diario ante el tejano sería como agitar un lienzo rojo ante un toro. Y provocaría una escena desagradable.

Suscitar deliberadamente una disensión entre los compañeros el primer día de la aventura no era en modo alguno deseable. Malone abrió la puerta, salió, se detuvo bajo el porche y aspiró el aire fresco gozando del espectáculo de aquel escenario tan primitivo.

El cielo se había aclarado, el sol había salido parcialmente y una cálida brisa estival azotaba la camisa de Malone. Pensó en la posibilidad de dar un paseo por la zona para conocerla un poco.

A excepción del terreno llano que había frente a la casa, todo lo demás era áspero y majestuoso. Malone decidió que no era oportuno dar paseos.

Una noche casi en blanco y la gran tensión del acto que habían llevado a cabo por la mañana le habían dejado agotado y sin fuerzas.

Lo único que se le antojaba apetecible en aquellos momentos era la tumbona de madera de secoya con la prometedora colchoneta azul que alguien había sacado al porche.

Malone se dejó caer en ella, y después se tendió subiendo las piernas. Se estuvo un buen rato contemplando las copas de los árboles sin prestarles atención. Se estaba mirando por dentro.

Se preguntó por qué no sentiría en aquellos momentos más alegría de la que experimentaba por haber logrado alcanzar un objetivo tan largo tiempo deseado. Pocos eran los seres humanos, que podían ver cumplidos sus deseos.

Y, sin embargo, su sueño más deseado yacía tendido en la cama de una habitación muy cerca de él. ¿Dónde estaba el éxtasis? Mientras su cerebro iba filtrando las posibles respuestas, se detuvo en una de ellas y comprendió intuitivamente que se trataba de la respuesta a su falta de entusiasmo.

En todos sus pasados ensueños, había evocado imágenes de Sharon y él a solas, los dos juntos y solos en aquella situación. En sus fantasías no había nadie, ni desconocidos ni que se interpusieran en su idilio. Y, por otra parte, jamás hubiera dado cabida en sus ensueños a alguien tan vulgar y grosero como Kyle Shively y ni siquiera a nadie tan anodino como Leo Brunner o tan corriente como Howard Yost.

Y, sin embargo, allí les tenía. Sí, su sueño se había convertido en realidad, pero ello no había ocurrido tal como él se había imaginado. En el transcurso de las primeras semanas de preparativos y proyectos, no le había importado la presencia de sus tres compañeros.

Es más, siempre había sabido que precisaría de colaboradores. Al encontrarlos, se afianzó su confianza en el proyecto y los utilizó en calidad de bestias de carga al objeto de que le allanaran el camino hacia Camelot.

Reconocía que durante aquellas semanas les había considerado unos simples amigos que le estaban echando una mano al objeto de que él pudiera conseguir su propósito. En sus sueños y deseos, ellos no iban a acompañarle en el transcurso de su luna de miel con Sharon.

Se quedarían atrás, claro, y después, en el etéreo castillo de nubes, no estarían más que Sharon y él con su amor y su idilio de vacaciones. Y el sueño se había hecho realidad.

Pero no se había producido la huida con Sharon dejando atrás a los demás. Y lo peor era que tendría que compartir su amor con tres entrometidos que no eran dignos de gozar de aquella mujer y de aquel sueño.

Ella estaba allí y él también, pero también estaban los intrusos. Se imaginaba que esto último era el precio que cobraba la realidad a aquellos que se atrevían a poner en práctica sus sueños, éste era el único factor que le impedía experimentar alborozo.

Intentó reflexionar acerca de la realidad. Intentó consolarse pensando que no hubiera podido llevar a efecto aquel complicado plan sin la ayuda de otras personas.

Por consiguiente, sin la colaboración de los demás, Sharon Fields no estaría en aquellos momentos en el dormitorio. Con la ayuda de los demás, podría gozar por lo menos de una parte del amor de Sharon, tal vez de la parte más grande, superior a un cuarto, porque ella sabría comprender de inmediato que de los cuatro, sólo él, Adam Malone, era digno de su amor.

Comprendería en seguida que era el que más la apreciaba, respetaba y amaba y el único que era digno de su amor. Era imposible que no reaccionara adecuadamente.

Mientras reflexionaba, Adam Malone se había ido adormeciendo poco a poco. Cerró involuntariamente los pesados párpados. En la oscuridad de sus pensamientos vio a Sharon y se vio a sí mismo desnudo dirigiéndose hacia ella, que mantenía extendidos sus brazos de alabastro y le invitaba y le llamaba con sus labios de carmín y su cuerpo de estatua.

Más tarde, mucho más tarde, alguien le rozó el hombro y se lo sacudió suavemente y Adam Malone se despertó y abrió finalmente los ojos y supo que llevaba dormido varias horas.

Leo Brunner se hallaba de pie a su lado con una mano apoyada sobre su hombro.

– Debo haberme dormido -dijo Malone con voz áspera-, estaba muy cansado. -Se incorporó esforzándose por eliminar las telarañas de su cerebro-. ¿Qué sucede, Leo?

– Ya está -le dijo Leo con apremio en la voz-. Sharon Fields. Ha cesado al efecto. Ha recobrado el conocimiento.

La noticia la recibió Malone como un chorro de agua fría en la cara. Se despertó inmediatamente y se puso en pie.

– ¿Qué hora es? -preguntó.

– Las cinco y diez -repuso Brunner.

– ¿Dices que ha recobrado completamente el conocimiento?

– Completamente.

– ¿Ha hablado alguien con ella?

– Todavía no.

– ¿Dónde están los demás?

– Esperándote -dijo Brunner-. Junto a la puerta, del dormitorio.

– Muy bien -dijo Malone asintiendo-. Creo que tenemos que hacer algo.

Entró apresuradamente y se dirigió al dormitorio principal seguido de Brunner.

Shively y Yost le estaban esperando impacientes junto a la puerta cerrada.

– Ya es hora -le dijo Shively-. Ha armado un alboroto hace cinco minutos. Ha gritado.

– ¿Qué dice? -preguntó Malone muy nervioso.

– Escucha -le dijo Shively.

Malone acercó el oído a la puerta y pudo escuchar la voz amortiguada de Sharon. Estaba gritando.

Malone se esforzó por entender las palabras, pero se lo impedía la separación de madera. Malone notó que Shively le comprimía el bíceps.

– Vamos, hermano -le estaba diciendo Shively-, ya hemos perdido bastante el tiempo. Adelante. Tú que te expresas tan bien, entra y empieza a hablar. Y hazlo bien.

Malone se libró de la presa de Shively y retrocedió. Se sentía nervioso y asustado, no sabía por qué, sólo sabía que no debiera haberle ocurrido tal cosa.

Los demás le estaban mirando desafiantes y él no se atrevía a hacer frente a la situación. Pensó que ojalá estuviera solo, pudiera entrar y verla a solas, tranquilizarla, calmarla y ganarla.

– Tal vez -empezó a decir tartamudeando-, tal vez sería mejor que entrara solo. Y después…

– Ni hablar, hermano -replicó Shively-. ¿Tú y ella solos ahí dentro? ¿Para pasar el rato con ella mientras nosotros esperamos fuera? Nada, que no. Tal como siempre has dicho, estamos juntos. Entraremos todos.

Tú serás el portavoz y pondrás en marcha la cosa. Tú haces el discurso. Tú la pones en antecedentes y después nos jugaremos a las cartas quién empieza.

Malone no podía echarse atrás.

– Muy bien -dijo vencido-, me parece que no tenemos más remedio que afrontarlo.

Giró enérgicamente la manija de la puerta. Entraron en el dormitorio principal uno a uno. Primero Malone, después Shively, después Yost y después Brunner.

Ella yacía en la cama de latón con los brazos extendidos y las muñecas atadas a los pilares de la cama como una mujer a la que hubieran crucificado horizontalmente. La almohada le mantenía la cabeza ligeramente levantada.

Al abrirse la puerta y verles entrar, Sharon enmudeció.

Les miró muy asustada, posó los ojos en cada uno de ellos y les siguió con la mirada mientras ellos ocupaban sus puestos alrededor de la cama.

Les miró aterrada como si buscara desesperadamente descubrir la clave de lo que le había sucedido y del porqué la mantenían en aquel increíble cautiverio y de lo que se proponían hacerle.

Habían ocupado sus posiciones alrededor de la cama sin pronunciar palabra. Malone había acercado torpemente una silla a la cama, se había acomodado en ella y se quedó mirando a Sharon sin decir nada.

Yost se había acomodado en el brazo de la tumbona. Brunner se había sentado en la tumbona tras vacilar unos instantes. Shively acercó otra silla al otro lado de la cama y se sentó en ella balanceándose hacia adelante y hacia atrás.

En su calidad de portavoz del grupo, Malone se sentía visiblemente incómodo y se había quedado transitoriamente sin habla, aturdido por la presencia de Sharon Fields y por la dificultad de su misión.

Brunner se mostraba muy preocupado por la enormidad de lo que habían hecho. Yost estaba aterrado. Sólo Shively aparecía tranquilo y dando muestras de curiosidad acerca de lo que pudiera ocurrir.

Todos ellos habían estado contemplando a Sharon Fields, pero, a medida que pasaba el tiempo, el silencio se iba haciendo cada vez más insoportable y Shively, Yost y Brunner concentraron toda su atención en Malone, desafiándole una vez más a que empezara.

Al ver que le miraban a él, Sharon Fields debió comprender que Malone era el jefe del grupo, porque ella también giró la cabeza en la almohada y se lo quedó mirando.

Consciente de la presión que sobre él estaban ejerciendo, Malone se esforzó por formular sus pensamientos y convertir finalmente la fantasía en realidad.

Tenía la boca y los labios secos y no hacía más que tragar saliva en un intento de hallar las palabras más adecuadas. Procuró sonreír para tranquilizarla y darle a entender que no eran unos criminales, de tal forma que se sintiera más a sus anchas.

Su gesto afable pareció ejercer en ella cierto efecto. Porque casi inmediatamente y de un modo apenas perceptible la expresión asustada de sus ojos cedió el lugar a una expresión de perplejidad. Malone tragó saliva una vez más y quiso decirle que hacía bien en no asustarse porque aquello era lo más importante, no asustarse, pero antes de que su cerebro le diera la señal correspondiente a la vocalización de las palabras, Sharon empezó a hablar.

Habló en voz baja y casi sin aliento.

– ¿Qué son ustedes? ¿Son secuestradores? Porque si son…

– No -consiguió responder Malone.

Pareció como si ella no le hubiera oído.

– Porque, si son secuestradores, han cometido un error, se han equivocado de persona. ¿Saben -creo que debe tratarse de un error-, saben quién soy?

– Usted es Sharon Fields -contestó Malone asintiendo enérgicamente con la cabeza.

Ella le miró sin comprenderle.

– Entonces será… les habrán contratado. -empezó a decir esperanzada-. Ya sé, debe ser un truco, una estratagema publicitaria.

Eso lo ha organizado Hank Lenhardt, él les ha contratado para que hagan esto y les ha dicho que lo hicieran como si fuera de verdad para que se publique en las primeras planas de los periódicos y constituya una propaganda de mi nueva película.

– No, señorita Fields, no, lo hemos hecho por nuestra cuenta -dijo Malone-. Por favor, no se asuste. Le explicaré, permítame explicarle.

Ella seguía mirándole. La expresión de perplejidad de su rostro había desaparecido y estaba dando paso a la incredulidad y de nuevo al miedo.

– ¿No es una estratagema? ¿Me han me han secuestrado de verdad? -Sacudió la cabeza-. No puedo creerlo. ¿Me están tomando el pelo, no es cierto? Es algo que han organizado. Se calló al observar que Malone apartaba la mirada.

Su silencio constituía una elocuente y terrible respuesta que hizo que sus esperanzas empezaran a desvanecerse.

– ¿Qué es esto? -preguntó con voz temblorosa-. ¿Quiénes son todos ustedes? ¿Por qué me han atado de esta forma? Dígame qué sucede.

Esto es terrible, terrible. Jamás… no sé ni qué pensar ni qué decir. No sé.

Empezó a jadear y a respirar dificultosamente, muy cercana al histerismo.

En su intento por calmarla y evitar una escena, Malone sacó fuerzas de flaqueza y consiguió hablar.

– Lo comprenderá si me escucha.

Nosotros cuatro no somos criminales, no. Somos personas corrientes como las personas corrientes que usted conoce, como las personas que acuden a ver sus películas y la admiran.

Somos personas. -hizo un gesto como para incluir a sus compañeros-incapaces de hacerle daño a nadie. Nosotros cuatro somos amigos y, al irnos conociendo mejor, averiguamos que teníamos una cosa en común, una cosa que compartíamos; me refiero a un sentimiento.

Y era el hecho de considerarla a usted la mujer más hermosa y más maravillosa del mundo. Somos admiradores suyos, por eso constituimos una sociedad, un club. ¿comprende?

Ella seguía mirando a Malone demasiado confusa para poder comprender nada.

– ¿Pretende usted decir que son un verdadero club de admiradores o algo parecido?

– Un club de admiradores -dijo Malone aprovechando la frase-, sí, más o menos, pero no de los que suele usted tener, sino uno muy especial integrado por cuatro personas que han seguido su carrera y la han admirado y han visto todas sus películas.

Y eso nos indujo, nos hizo desear conocerla. Pero no somos unos criminales. No es un secuestro como esos de que se escribe. Esta mañana no nos la hemos llevado ni por dinero ni para pedir un rescate. No tenemos intención de causarle el menor daño.

Ella le interrumpió en un esfuerzo por comprender aquellas palabras incoherentes.

Hablaba con voz tensa.

– ¿Que no es un secuestro? Si no es un secuestro, ¿qué es? Mire cómo estoy atada, no puedo moverme.

– Eso no será más que durante un rato -dijo Malone rápidamente.

– No lo entiendo -prosiguió ella haciendo caso omiso de sus palabras-.

¿Saben lo que han hecho?-Recuerdo. ¿ha sido esta mañana? la camioneta de reparto. Fingieron preguntarme, entraron en mi propiedad. Me narcotizaron. Me secuestraron, me llevaron, no sé a dónde, no sé dónde estoy, me llevaron a la fuerza y me he despertado aquí con estas cuerdas. ¿Acaso no es eso un delito? ¿Por qué estoy atada de esta forma? ¿Qué sucede? O yo estoy loca o lo están ustedes. ¿Qué están haciendo? ¿Quieren decírmelo? Estoy asustada, muy asustada. No tienen derecho a hacer eso. Nadie puede hacer esas cosas.

Empezó a jadear y su voz se perdió.

– Lo sé -dijo Malone asintiendo-, sabemos que no es fácil lograr que lo comprenda pero, si me da usted la oportunidad y se tranquiliza y me escucha, sé que podré hacérselo comprender.

– Malone se esforzó por hallar las palabras más adecuadas.

Hasta entonces las palabras habían sido su punto fuerte, su cualidad más destacada, por medio de la cual siempre había conseguido ganarse la benevolencia y la compasión de los demás, pero por alguna extraña razón parecía que ahora se hubiera quedado sin ellas.

Estaba en juego el gran experimento. La fantasía convertida en realidad. Tenía que efectuar la traducción sin cometer errores-.

Señorita Fields, tal como he intentado decirle, nosotros cuatro la venerábamos, queríamos conocerla, hallar el medio de conocerla personalmente.

Es más, en cierta ocasión lo intenté por mi cuenta. Fui a…

– Cállate.

– Por primera vez había hablado uno de los demás y el comentario procedía de Shively-. Cuidado. No le cuentes nada ni de ti ni de nosotros.

Malone asintió desconcertado, mientras Sharon Fields miraba a Shively y después de nuevo a Malone con expresión consternada.

– Sea como fuere -prosiguió Malone-, lo que intentaba decirle es que las personas como nosotros, las personas corrientes, no tienen oportunidad de conocer a alguien como usted, a alguien que admiramos más que a nadie, más que a una novia o a una esposa.

Por consiguiente, nos inventamos este medio, el único medio que se nos ocurrió para poder conocerla personalmente. No es que nos guste el método que hemos utilizado, sé que es feo si no se comprenden los motivos, pero era el único medio de que disponen las personas como nosotros.

Y puesto que no teníamos intención de causarle el menor daño, estábamos seguros de que, una vez comprendiera usted nuestras intenciones y nuestros motivos, pues, bueno, acabaríamos resultándole simpáticos.

Quiero decir que, a pesar de que el medio de presentarnos a usted no haya sido muy convencional, pensamos que usted nos admiraría por nuestro arrojo y romanticismo al haber corrido semejante riesgo con el exclusivo propósito de tener la oportunidad de hablar con usted y conocerla.

Ella le escudriñó el rostro como para descubrir si se trataba de alguna farsa, pero no descubrió huella alguna de humor y volvió a mirarle con incredulidad.

– ¿Querían conocerme? Menuda manera de hacerlo. ¿Es que no puede usted entenderlo, quienquiera que sea? Las personas sensatas y normales no les hacen estas cosas a las demás personas. No secuestran y se llevan a una persona simplemente para conocerla. -Empezó a levantar la voz-. Deben de estar chiflados, completamente locos, si piensan que podrán conseguirlo.

– Ya lo hemos conseguido, señorita -le recordó serenamente Shively desde el otro lado de la cama.

Ella le miró y volvió a dirigirse a Malone.

– Sí, claro, cualquier chiflado puede agarrar a una mujer por la calle o bien sacarla de su casa y llevársela. Pero eso sólo lo hacen las mentes extraviadas. Los hombres civilizados no hacen esas cosas.

Tal vez algunos de ellos sueñen con hacerlo pero jamás lo ponen en práctica. Para eso sirven las películas y los libros, para que estos hombres se desahoguen de una forma inofensiva. Pero nadie en su sano juicio secuestraría a una persona. Eso es quebrantar la ley. Es un delito. -Respiró hondo-. Por consiguiente, si no son unos delincuentes tal como dicen, me desatarán y me dejarán libre ahora mismo. Por favor, desátenme.

Yost dejó escuchar su voz desde su posición muy próxima a los pies de la cama.

– Todavía no, señorita Fields -dijo.

– ¿Y entonces cuándo? -le preguntó ella a Yost.

Volvió a mirar a Malone-. ¿Qué quieren ustedes de mí?

Desconcertado momentáneamente ante la lógica y los implacables razonamientos de Sharon. Malone no consiguió explicarle el auténtico motivo que les había inducido a llevársela.

Ella esperaba su respuesta y decidió presionarle con mayor insistencia.

– Querían conocerme. Pues ya me han conocido. ¿Por qué no me sueltan ya? ¿Qué quieren de mí?

– Díselo -le ordenó Shively a Malone-. Deja de andarte con rodeos y díselo.

– Muy bien, muy bien, déjame hacer las cosas a mi manera -replicó Malone.

Volvió a mirar a Sharon Fields y empezó a hablar poniéndose muy serio-.

Señorita Fields, es probable que yo sepa más acerca de su personalidad, de su vida particular y de su carrera que ningún otro ser de la tierra.

Nos ha preguntado usted si éramos un club de admiradores.

Yo le he contestado que más o menos. Quería decirle que soy un club de admiradores, un club de admiradores integrado por un solo hombre.

En lo tocante a Sharon Fields, yo soy El Club de Admiradores por antonomasia. Me he dedicado a estudiar su vida desde el primer día que la vi en la pantalla.

Fue hace ocho años en "El séptimo velo". He coleccionado y leído todo lo que se ha publicado sobre usted en inglés.

Sé que nació y creció en una plantación de Virginia Occidental. Sé que su padre procedía de la aristocracia sureña de Georgia y que fue un famoso abogado defensor de los oprimidos.

Sé que estudió usted en la Escuela de Educación Social de la señora Gusset y que se especializó en psicología en Bryn Mawr. Sé que, sin el conocimiento de sus padres, participó en un concurso de belleza y fue declarada unánimemente vencedora. Sé que hizo usted anuncios de televisión. Sé que estudió el método Stanislavsky con vistas a convertirse en una gran actriz, y que fue descubierta por un agente cinematográfico en el Plaza de Nueva York cuando, junto con otras actrices, pasaba usted modelos en el transcurso de una fiesta de carácter benéfico.

– Malone se había dejado arrastrar por la pasión de sus propias palabras. Se detuvo, intentó leer la expresión del rostro de Sharon y, por primera vez, descubrió en éste interés y hasta fascinación.

Alentado por este semitriunfo, prosiguió presa de la excitación-.

Podría decirle muchas más cosas, señorita Fields podría enumerar todas las fases de su ascenso al éxito desde las primeras pruebas cinematográficas, pasando por los papeles secundarios hasta llegar al estrellato. No la molestaré más porque ahora ya sabe usted hasta qué extremo la conozco.

Pero sé algo más que simples hechos.

A través de lo que he leído acerca de usted y de lo que he estudiado y reflexionado a propósito de su psicología, estoy al corriente de todas sus características psicológicas como mujer, de sus más profundos sentimientos como ser humano y de sus valores espirituales ocultos.

Sé cuál es su actitud en relación con los hombres. Conozco sus secretos anhelos y la clase de relaciones que usted desea auténticamente.

Conozco sus necesidades, aspiraciones y esperanzas como mujer. Y lo conozco todo, señorita Fields, porque usted misma me lo ha dicho y me lo ha revelado. Por usted, señorita Fields, y por lo que usted me ha dicho, estamos nosotros aquí y está usted aquí.

– Se detuvo teatralmente rebosante de confianza en sí mismo. El triunfo estaba muy cerca. Lo presentía, lo veía.

Sus ojos verdes, más grandes que nunca, le miraban sin parpadear y sus labios aparecían entreabiertos y mudos de asombro.

Al fin, pensó Malone, al fin lo comprende. Se levantó rápidamente, se dirigió a la mesa de cristal, descubrió admiración y respeto en los semblantes de Yost y Brunner, tomó la valiosa carpeta de papel manila con las irrefutables pruebas de la conspiración del Club de los Admiradores, y regresó a su silla al lado de la cama.

Abrió la carpeta y empezó a leer fragmentos de recientes entrevistas-.

Mire, escuche esto. Las palabras son suyas, señorita Fields.

"Necesito a un hombre agresivo, que me haga sentir indefensa y me domine".

Y después dice usted lo siguiente: "Francamente, si estamos hablando de un hombre que me desea, prefiero que me tome por la fuerza a que intente tomarme por medio de falsos juegos de seductor".

Y después dice: "He abierto la puerta de mi corazón a esta a esta voluntad de permitir la entrada a cualquier hombre que me quiera más que a nada en el mundo, que arriesgara cualquier cosa que tuviera para tenerme".

Y después dice: "La mayoría de los hombres no comprenden lo que les sucede a las mujeres y a una mujer como yo. Pero tal vez haya algunos que sí lo comprendan y a ésos les digo: estoy dispuesta, Sharon Fields está dispuesta y espera".

Y repite usted varias veces este mismo deseo de ser buscada y poseída por hombres auténticos independientemente de su profesión y posición social.

El deseo de que se la lleven hombres fuertes y agresivos que estén dispuestos a arriesgarlo todo por usted.

– Malone cerró la carpeta, se levantó, la depositó de nuevo encima de la mesa y siguió hablando-.

Usted nos hablaba a cada uno de nosotros e intentaba decirnos lo que realmente quería. Era una invitación a que hiciéramos un esfuerzo por conocerla.

– Fue a sentarse en la silla pero se detuvo y permaneció en pie. Evitando la mirada de Sharon, extendió el brazo como para incluir a sus compañeros-.

Por eso estamos aquí los cuatro. No hemos hecho otra cosa más que aceptar su invitación. Le hemos tomado la palabra.

Hemos buscado el medio de conocerla y ahora ya la hemos conocido y usted nos ha conocido a nosotros. Y por eso está usted aquí.

Sencillamente por eso. Y ahora tal vez nos comprenda usted y nos acepte.

Miró a Sharon Fields esperanzado, dispuesto a recibir una respuesta favorable, a observar un cambio de actitud, una valoración positiva de la romántica hazaña que habían llevado a cabo.

Pero en cuanto le vio la cara y observó su reacción, su sonrisa se trocó en asombro y confusión.

Sharon había cerrado los ojos y había dejado caer la cabeza sobre la almohada. Estaba pálida y movía la cabeza de un lado para otro gimiendo afligida, agobiada por alguna emoción que, al parecer, no podía expresar.

Presa del desconcierto, Malone contempló como hipnotizado aquel comportamiento tan inexplicable. Al final escuchó sus palabras, brotó de sus labios un entrecortado lamento.

– Oh, Dios mío, no -estaba diciendo-. No, no puedo creerlo. Dios mío, ayúdanos. Que que alguien, que ustedes hayan podido creerlo, que hayan podido creer todas esas bobadas, esa basura, "y hacer eso".

El mundo está loco y ustedes están completamente locos, están locos, haber creído haber llegado a imaginar…

Malone se agarró al respaldo de la silla para no tambalearse. Procuró no ver la reacción de los demás pero no pudo evitar percatarse de que los tres le estaban mirando fijamente.

– No, no, tiene que ser una pesadilla. -Sharon jadeaba y tosía y se esforzaba por no perder la calma.

Volvió a hablar consigo misma y también con ellos-.

Lo sabía. Sabía que hubiera tenido que prescindir de los servicios de ese estúpido agente de relaciones públicas, de ese idiota de Lenhardt. Debiera haberle despedido de buenas a primeras, con sus ideas acerca de la mujer liberada, acerca de los nuevos públicos cinematográficos y de una nueva imagen que me permitiera ejercer más atracción en los hombres y excitar a los jóvenes, "más éxito de taquilla" me decía ese idiota, para mi película y para mi futuro.

Y yo, sin hacerle caso, sin importarme un comino, le dejé dirigir el baile, le permití organizar la campaña a su gusto, le permití que hiciera de mí lo que jamás he sido y jamás seré.

"Sharon, eres demasiado pasiva fuera de la pantalla -me decía-. Ya ha pasado la época en que una estrella no era más que objeto al que adorar -me decía-. Los tiempos han cambiado y tú tienes también que cambiar, Sharon -Me repetía-. Tienes que hablar con franqueza, expresarte con sinceridad, decir que te gustan los hombres tanto como tú les gustas a ellos, decir que las mujeres experimentan los mismos deseos que los hombres, y tienes que mostrarte audaz y agresiva y decir que te gustan los hombres tan audaces y agresivos como tú. Es la moderna tendencia, todo abiertamente y de cara, tanto si lo crees de veras como si no".

Y a mí me importó un bledo. Tenía la cabeza en otro sitio, le dejé seguir adelante. Pero ni haciendo el mayor esfuerzo de imaginación hubiera podido suponer que hubiera alguien que se dejara convencer por esas idioteces publicitarias, Por esas mentiras impresas y pensar que dichas mentiras eran una invitación.

– La confesión pareció ejercer un efecto catártico, Porque ahora Sharon miró a Malone con una mezcla de compasión y desprecio-.

Quienquiera que sea usted, debe creerme. No es más que una sarta de mentiras, todas y cada una de esas palabras son mentira. Jamás he dicho ninguna de las cosas que usted me ha estado leyendo.

Estas entrevistas se las inventaron publicitarios con mucha imaginación, son entrevistas en conserva. Puedo demostrarlo.

Y usted, pobre ingenuo, se lo ha tragado todo. ¿Es que acaso no pensó nada antes de comportarse como un loco? ¿Es que no se preguntó si era lógico que una mujer decente accediera a que la tomaran por la fuerza un grupo de desconocidos? ¿Acaso hay alguna mujer que desee que la narcoticen, la secuestren, la arrastren qué sé yo adónde y la amarren de este forma a no ser que esté loca? Cualquier hombre sensato hubiera podido contestar a estas preguntas.

Pero usted, por lo visto, no. Bueno, pues créame. No soy lo que usted piensa que soy. No soy nada de eso.

– Sí lo es -insistió tercamente Malone-, sé que lo es. La he oído en persona sin que nadie hablara en su lugar. La he oído por radio y televisión. Tengo las grabaciones. Puedo ponérselas.

– Lo que haya usted oído en las grabaciones, lo que haya… -Sharon sacudió la cabeza-. Créame, debe creerme, me limitaba a bromear, a decir tonterías o tal vez no me expresé con la suficiente claridad y usted me interpretó erróneamente.

Ahora va a decirme que soy el símbolo sexual número uno y que ello significa que soy más sexual que las mujeres normales y que necesito más a los hombres.

– Es cierto que es usted más sexual, sabe que es cierto -dijo Malone percatándose de que estaba empezando a hablar en tono de súplica-. Todo el mundo sabe que en eso tengo razón.

He visto cómo actúa y cómo goza exhibiendo su cuerpo en las películas. Estoy al corriente de toda su vida amorosa, de sus escapadas. ¿Por qué finge ahora ser distinta?

– ¡Qué estúpidos son ustedes, los hombres! -exclamó Sharon-. Soy una actriz. Actúo. Finjo. Lo demás son leyendas, folklore, falsedades basadas en la publicidad.

Media un abismo entre lo que usted pensaba y piensa que soy y lo que efectivamente soy.

– No.

– Cualquiera que sea mi reputación y mi aspecto exterior, no se lo crea. Mi imagen pública es una gran mentira. Me falsea por completo. Por dentro soy una mujer normal y corriente, con los mismos temores y complejos y problemas que las demás mujeres.

Soy una mujer que da la casualidad de que tiene un determinado aspecto y ha sido presentada al público de una manera determinada, y da la casualidad de que soy famosa, pero la persona que usted cree que soy es falsa, no es más que una apariencia sin realidad.

La palabra "realidad" se hundió en Malone como un puñal. Su gran experimento estaba empezando a desintegrarse.

– Soy una ficción -siguió diciendo Sharon desesperada-, un ser creado por los directores, profesores de declamación, guionistas y expertos en relaciones públicas, con vistas a convertirme en un objeto que los hombres puedan desear y anhelar.

Pero no soy lo que los hombres desean que sea. No soy distinta a ninguna de las mujeres que usted haya conocido. Tiene que comprenderlo.

En realidad, conduzco una vida serena y tranquila aunque sea un personaje famoso. En cuanto a los hombres, siento por ellos lo que siente la mayoría de las mujeres.

Tal vez encuentre algún día algún hombre que me aprecie tanto como yo le aprecie a él. Si le encuentro, querré casarme con él. Hace un año que no tengo nada que ver con los hombres en la forma que usted supone.

Ahora me interesa más mi propia madurez e identidad. Quiero saber quién soy. Quiero pertenecerme a mí misma. Quiero ser libre igual que usted. -Se detuvo y miró a Malone fugazmente-. Le han engañado. Ahora ya conoce la verdad. Reconózcalo y olvidemos este malentendido.

Suélteme. La broma ha terminado.

Malone se aturdió y se sintió como perdido en el espacio.

– Está fingiendo -dijo débilmente-, no podemos habernos equivocado.

– Está usted equivocado, completamente equivocado. Por consiguiente, deje de comportarse como un loco.

Santo, cielo, pero, ¿qué le habrá pasado por la cabeza? ¿Qué se imaginó usted? ¿Qué esperaba usted conseguir una vez me hubieran traído aquí? Yost se había levantado del brazo de la tumbona y se encontraba de pie junto a la cama.

– Con toda sinceridad, señorita Fields, esperábamos que se mostrara usted amable y accediese a colaborar.

– ¿Con todos ustedes? ¿A cambio de haberme hecho eso tan horrible? ¿Que me mostrara amable y accediera a colaborar? ¿Cómo? ¿De qué manera? ¿Qué demonios esperaban ustedes?

– ¡Déjeme contestar! -exclamó Shively poniéndose en pie de un salto-. Ya se han dicho bastantes mierdas en esta habitación. Yo se lo diré, señorita. Le diré lo que esperábamos. Esperábamos que nos permitiera acostarnos con usted.

– No hables así -dijo Malone enfurecido.

– Tú te callas, cabeza de chorlito. De ahora en adelante me encargaré yo de esta señorita tan fina.

La he estado oyendo hablar y actuar. Ella es la que nos está engañando. Está acostumbrada a eso. Pero a mí no va a hacerme desistir de mi propósito. -Shively la miró enfurecido y con expresión aterradora-. Señorita, tal vez piense usted que, por ser quien es, nosotros no somos lo bastante para usted.

Permítame decirle, señorita, y me importa un bledo lo rica y famosa que sea, que lo sabemos todo de usted y sabemos lo que es realmente. Lleva usted muchos años divirtiendo a sus amigos ricos. Y distribuyéndolo de balde.

Y nosotros pensamos que a lo mejor se había cansado un poco de que le metieran los miembros los canijos y los maricas. Nos imaginamos que estaría dispuesta a conocer a hombres como es debido. Nos imaginamos que cuando nos echara un vistazo y trabara conocimiento con nosotros, se divertiría y nosotros nos divertiríamos también acostándonos juntos que es lo auténtico para variar.

Aquí no hemos venido a jugar al billar. Hemos venido para acostarnos con usted, éste es el único motivo de que la hayamos traído aquí y basta de mierdas.

Sharon le estaba mirando con expresión ofendida.

– ¡Cochino bastardo! -dijo forcejeando para librarse de las cuerdas-. Está usted más loco que el otro. No le permitiría que me tocara ni con una pértiga de tres metros.

– Usted lo ha dicho, señorita, eso tengo precisamente -dijo Shively.

– Me dan ganas de vomitar -dijo ella mirando a Malone y a Yost-. Ya estoy harta de toda esta locura. Suéltenme antes de que se metan ustedes en un lío.

Suéltenme en seguida dondequiera que estemos. Si lo hacen ahora mismo, yo olvidaré qué ha sucedido, me lo borraré de la imaginación.

La gente puede interpretar las cosas equivocadamente, cometer errores. Todos somos humanos. Lo comprendo. Lo dejaremos así y lo olvidaremos.

– Yo no estoy dispuesto a olvidar nada -dijo Shively en tono implacable-. No vamos a dejarla salir hasta que nos conozcamos mejor. Quiero conocerla mejor. -Contrajo los ojos recorriendo las curvas de su figura tendida-. Sí, mucho mejor. No tenga tanta prisa, señorita. La soltaremos a su debido tiempo. Pero no en seguida.

Brunner se había adelantado.

Tenía la frente empapada en sudor y se dirigió a Shively:

– Tal vez debiéramos olvidar todo este…

Shively se volvió hacia él.

– Tú te callas y me dejas a mí arreglar las cosas. -Volvió a mirar a Sharon Fields-. Sí, será mejor que se haga a la idea de hacernos compañía algún tiempo. Le daremos tiempo para pensarlo.

– ¿Para pensar qué? -preguntó Sharon a voz en grito-. ¿Qué es lo que tengo que pensar?

– En compartir algo de lo que tiene con cuatro amigos. Ha demostrado que es la mujer más excitante del mundo. Ahora le damos la oportunidad de que demuestre que es algo más que eso.

– Yo a usted no tengo que demostrarle nada -dijo Sharon-, no tengo por qué compartir nada con usted. ¿Quién demonios se ha creído que es? Si me, tocan siquiera, ya me encargaré de que todos ustedes acaben en la cárcel de por vida.

No van a salir bien librados como me traten así. Tal vez hayan olvidado quién soy. Conozco al presidente. Conozco al gobernador. Conozco al director del FBI.

Harán lo que sea por mí. Y, si yo se lo pido, les castigarán como jamás hayan castigado a nadie. Recuérdenlo.

– Yo que usted no amenazaría, nena -le dijo Shively.

– Le estoy, exponiendo unos hechos -dijo Sharon con firmeza-. Deben saber a qué se exponen como me toquen. No bromeo. Por consiguiente, antes de que se metan en un buen lío, les aconsejo que me suelten.

Shively se limitó a dirigirle una perversa sonrisa.

– ¿Sigue pensando que es demasiado para nosotros, verdad?

– Yo no he dicho que sea demasiado ni para ustedes ni para nadie. Le estoy diciendo simplemente que soy yo, y que usted es para mí un perfecto desconocido con quien no me da la gana de tener nada que ver.

Quiero que me dejen hacer lo que quiera con quien quiera. No tengo intención alguna de convertirme en un recipiente para el primer hombre que acierte a pasar.

Ahora ya lo sabe. Por consiguiente, déjeme vivir mi vida a mi manera y yo le dejaré a usted vivir la suya.

– Yo estoy viviendo mi vida, señorita -dijo Shively esbozando una ancha sonrisa-. Así es como quiero vivir, teniéndola a usted al lado.

– Pues de mí no conseguirá nada, ninguno de ustedes va a conseguir nada, por consiguiente, acepten los hechos, recapaciten y déjenme en libertad.

Shively puso los brazos en jarras.

– Mire, señorita, no me parece que esté usted en condiciones de decirnos lo que vamos o no vamos a conseguir de Sharon Fields.

La osadía de Sharon empezó a desvanecerse. Se lo quedó mirando y después miró a los demás.

Malone, que había permanecido como ausente en el transcurso de la discusión, fue quien primero se apartó de la cama.

– Dejémosla descansar un rato. Vamos a la otra habitación para poder hablar.

Los demás siguieron a Malone uno a uno.

Yost fue el último en salir y, con la mano en la manija, se volvió hacia la cama.

– Piénselo, señorita Fields -dijo-. Sea razonable. Procure comprendernos. Nosotros la respetaremos pero procure usted respetarnos también a nosotros. De esta forma será mejor.

Sharon Fields forcejeó como para librarse de las ataduras y gritó:

– ¡Lárguese de aquí, cerdo! ¡Recuerde lo que le aguarda como no me suelten ahora mismo! ¡Les encerrarán en la cárcel hasta el día que mueran! ¡Recuérdelo, recuérdelo!

Se retiraron al salón, descorcharon las botellas de whisky y de bourbon y bebieron varias rondas. Más tarde, al anochecer, tomaron una cena ligera.

Ahora se hallaban sentados una vez más alrededor de la rústica mesita de café. Tres de ellos estaban bebiendo de nuevo.

Adam Malone, en cambio, prefirió fumarse un cigarrillo de hierba que acababa de liarse.

En las horas transcurridas desde la discusión mantenida con Sharon Fields, la conversación había ido y venido sin orden ni concierto, había habido estallidos de conversación, intervalos de silencio y más conversación.

Se habían dedicado en buena parte a repasar una y otra vez el intercambio de palabras que había tenido lugar en el dormitorio de Sharon Fields, analizando lo que ésta había dicho, comentando su sinceridad, buscando los auténticos motivos que pudieran haberla inducido a rechazarles.

Al principio, Malone había sido objeto de los burdos sarcasmos de Shively, éste le había dicho que había sido un falso profeta que había prometido guiarles hacia el paraíso dejándoles después perdidos en el desierto. Pero lo más curioso fue que, en general, Shively se tomó las cosas con más tranquilidad que los demás.

Yost se mostró decepcionado y molesto por haberse esforzado en vano. A Brunner le habían intimidado las amenazas de Sharon y parecía un enfermo grave del mal de San Vito. Malone era el que más abatido y silencioso se mostraba.

El rechazo de Sharon le había desconcertado y su estado anímico pasaba de la confusión a la incredulidad y la depresión.

Ahora, un poco separado de los demás y sentado frente al aparato de televisión, dio varias intensas chupadas al cigarrillo de hierba y procuró descubrir algún rayo de luz. Se negaba a aceptar el hecho de que la compañera de su alma, inquilina desde hacía tanto tiempo de sus fantasías, le hubiera rechazado de una forma tan categórica en la realidad.

No podía creer que se hubiera equivocado por completo con respecto a ella, no podía creer que su gran experimento hubiera acabado en fracaso.

No le cabía en la cabeza que la soberbia aventura del Club de los Admiradores hubiera acabado en agua de borrajas. Mientras fumaba, se agudizaron sus sentidos, si bien no su espíritu, y empezó a escuchar la conversación acerca de Sharon Fields que se estaba desarrollando al otro lado del salón.

Estaban revisando de nuevo lo ya revisado, seguían buscando la forma de salir de la ciénaga de aquel apuro. Estaba hablando Yost.

– ¿Quién se hubiera imaginado que sería más fría que una monja? No sé si habla con sinceridad o nos engaña. Quiero decir que no sé si es lo que tiene que ser de acuerdo con el evangelio según Adam, o si es lo que ella dice que es.

– Por mi parte yo la creo -estaba diciendo Brunner-. Creo que está absolutamente horrorizada a causa de este incidente y, dado el carácter del mismo, no quiere saber nada de nosotros.

– Pues yo os digo que no me creo nada de lo que ha dicho esta perra engreída, ni una sola palabra me creo -estaba diciendo Shively-. ¿Pero habéis oído qué mierda nos ha estado contando? ¿Que hace un año que no la toca ningún hombre? Pues eso ya ha pasado, ja, ja.

Todo lo que nos ha contado ha sido mentira. ¿Pero la habéis oído? No soy más que una señorita corriente, hago calceta, juego al bridge, jamás he escuchado palabras sucias.

¿Un símbolo sexual? ¿Qué quiere usted decir, señor? ¡Historias! Mirad, chicos, yo he corrido mundo. Y cuando se corre mundo se aprenden ciertas cosas. Y una de las cosas que se aprenden es que donde hay humo hay fuego. Cuando una está hecha como está hecha esta tía, se sabe que no tiene más remedio que haberse pasado media vida con el miembro de alguien dentro como si formara parte de su anatomía.

Tiene que estar acostumbrada a dar y a que eso le guste, y me apostaría hasta el último dólar a que es cierto.

– ¿Entonces por qué no nos quiere? -preguntó Yost.

– Yo te diré por qué -repuso Shively-. Porque a sus ojos somos unos don nadies. Nos mira como si fuéramos escoria. Piensa que posee una vagina revestida de oro que sólo está abierta para los ricachos y los personajes importantes.

Las mujeres de esta clase, a menos que no seas el director de un grupo de empresas o pertenezcas al gabinete del presidente, te tratan como si padecieras gonorrea o sífilis. Maldita sea, las mujeres de esta clase me atacan los nervios y me ponen furioso. Y entonces siento deseos de hacerles el amor hasta que les arda el trasero.

– Tal vez sólo le interese cuando está enamorada de un hombre y se siente romántica -dijo Brunner-. Tal vez piense que no es romántico eso de que la obliguen por la fuerza a hacer el amor.

– Tonterías -dijo Shively.

La conversación había llegado una vez más a un punto muerto.

– Veo que El Club de los Admiradores no está al completo -dijo Shively-. Falta un socio.

– Estoy presente -les gritó Malone desde la banqueta-, os he estado oyendo.

Shively se volvió para mirar a Malone.

– Para ser tan charlatán, esta noche has estado muy callado. Bueno, ¿tú que piensas?

Malone apagó el cigarrillo de marihuana en un cenicero.

– A decir verdad, ya no sé qué pensar.

– ¿Cómo que no? -dijo Shively-. Ven aquí con nosotros antes de que me dé tortícolis. ¿O es que tampoco somos bastante para ti?

– Basta Shiv -dijo Malone levantándose y dirigiéndose con paso vacilante hacia el sofá de cuero, en el que se dejó caer al lado de Brunner-.

Su reacción, que juzgo sincera, me ha desconcertado mucho. No suelo equivocarme al analizar a las personas. En este caso, tal vez haya fallado. No lo sé.

– Yo nunca he querido humillarte, muchacho -dijo Shively-, pero pensé desde un principio que eras muy ingenuo si creías de veras que una mujer tan rica y agraciada como ésta iba a acceder a relacionarse con alguien que no perteneciera a su ambiente.

– Tal vez fui un ingenuo -reconoció Malone-, pero tú también lo fuiste. Leo y Howard son testigos de que seguiste adelante. También pensaste que accedería a colaborar.

– Y un cuerno -dijo Shively. Desde el día que empezamos, tuve mis reservas. Te seguí, soñador, porque te habías autodesignado presidente del Club de los Admiradores y porque pensé que no tenía nada que perder y que tal vez, siendo yo más práctico que vosotros, consiguiera convertirlo en realidad. Pero estaba preparado para ambas posibilidades. Si las cosas rodaban tal como tú habías dicho, estupendo, tanto mejor.

Y si ella nos rechazaba, pues, bueno, seguíamos llevando las de ganar. En cualquier caso, pensaba que tendríamos la sartén por el mango. Y la seguimos teniendo. Tenemos el cuerpo en nuestro poder. Y eso es lo más importante.

Lo demás vendrá por sus pasos contados. Porque ahora nosotros ocupamos el asiento del conductor y podemos convencerla y lograr que colabore.

Yost empezó a animarse.

– ¿Cómo, Shiv? Por la forma en que ha empezado, no abrigo muchas esperanzas de que cambie y acceda a colaborar. ¿Se te ocurre alguna idea?

– Hay una cosa que siempre las induce a colaborar -dijo Shively con aire de suficiencia-. El miembro. Llámalo la teoría Shively o como gustes. Pero sé por experiencia que éste es el gran igualador.

Una vez lo has metido donde Dios quiere que esté, no hay mujer que te pida las credenciales. ¿Qué cuenta tienes en el banco? ¿Qué estudios universitarios tienes? ¿Qué crédito tienes? ¿Tu árbol genealógico? No, señor, cuando le metes dentro la cosa, la mujer se encarga de corresponder y empieza a amarte y a colaborar y ya no quiere detenerse.

Siempre sucede lo mismo. Y el material que tenemos en el dormitorio no es distinto, tal vez sea un modelo más elegante, pero funciona como las demás. Podéis creerme.

Estableced la conexión y ella colaborar ya podéis estar seguros. Es más, os digo que después no sabremos ni cómo quitárnosla de encima.

A través de las brumas de la droga, Malone se esforzó por comprender la lógica de la teoría de Shively.

– ¿Qué es lo que intentas decirnos exactamente, Shively?

– Te digo que da la casualidad de que hemos logrado apoderarnos del mejor bocado del mundo. En la habitación de al lado tenemos el trasero más jugoso que jamás haya habido. Disponemos de diez días o de dos semanas para gozar de él.

Te digo y te garantizo que una vez nos hayamos acostado con ella, Sharon cederá y gozará también. Y que todo ocurrirá tal como habíamos previsto.

Malone sacudió la cabeza.

– Eso es contrario a las normas -dijo-. Estás volviendo a hablar de violación. Acordamos que eso estaría excluido.

Brunner se apresuró a secundar a Malone.

– Totalmente excluido -dijo-. Todos suscribimos verbalmente un acuerdo inquebrantable. Nada de violencias…Nada de delitos.

– ¿Y qué demonios crees que hemos hecho esta mañana? -preguntó Shively-. No hemos recogido ningún paquete con nuestra camioneta de reparto. Lo que hemos recogido ha sido una persona. Hemos llevado a cabo un secuestro.

– No exactamente -dijo Brunner con expresión alterada-. Quiero decir que llegamos previamente a la conclusión de que el acto de esta mañana podría considerarse desde un punto de vista distinto, siempre y cuando no lo prolongáramos.

Si ella desea que la soltemos y la soltamos sana y salva, el secuestro no tendrá carácter delictivo alguno.

Ella quedará en libertad y nosotros estaremos a salvo. Pero si prolongamos esta situación, si seguimos adelante en contra de su voluntad, entonces se tratará de un delito injustificable que no podremos enderezar.

– Tonterías -dijo Shively-. ¿Cómo podría ella demostrar que lo hicimos y que fuimos nosotros quienes lo hicimos? Tú mismo te mostraste de acuerdo con Adam cuando éste nos dijo que casi resulta de todo punto imposible acusar a alguien de violación.

Además. -Se detuvo mirando a sus compañeros, y prosiguió-: Voy a ser sincero y espero que vosotros también lo seáis.

Si lo pensáis bien, tal como yo he estado haciendo, llegaréis a la conclusión de que el hecho de que hayamos llegado tan lejos significa que estamos dispuestos, en caso necesario a hacer cualquier cosa con tal de conseguir nuestro propósito.

Ninguno de vosotros está dispuesto a salir de aquí sin haber probado por lo menos una vez a esta mujer.

Yost se estaba preparando otro whisky.

– Antes de que hablen los demás, quiero expresar mi opinión al respecto. -Tomó un sorbo-. Ante todo, quiero manifestarle a Shively mi admiración y enhorabuena por haber tenido el valor de mostrarse más sincero que nosotros.

Porque, ¿sabéis una cosa?, Shiv tiene razón en cierto sentido. Ninguno de nosotros ha querido pensar con detenimiento en lo que empezó a hervir en su imaginación desde el primer día. Si hubieran podido sacarse fotografías de lo que pensábamos y sentíamos en nuestro fuero interno, bueno, hubiera quedado bien patente que todos nosotros abrigábamos ciertas dudas y temíamos que una muchacha como ésta jamás nos invitara a acostarnos con ella.

Y, si observáramos más de cerca las fotografías, veríamos que todos nosotros, subconscientemente o no, estábamos dispuestos a tomarla por la fuerza.

– Yo no -dijo Malone-. Ni una sola vez pensé tal cosa.

– Yo tampoco -dijo Brunner.

Yost estaba a punto de replicar pero Shively levantó la mano.

– Muy bien -dijo éste-, admitamos que vosotros dos no lo hayáis pensado.

Pero ahora la situación ha cambiado. Ella es un cuerpo que tenemos en el dormitorio de al lado. Es de verdad. Cosa buena.

Lo único que tenemos que hacer es entrar allí, meterle la mano por debajo del vestido y empezar a acariciar ese manguito multimillonario. Hacedlo y no tendréis que preocuparos por la violación o la no violación.

Hacedlo y podréis montarla a los diez segundos, aunque ella disimule y diga otra cosa. Pensadlo un poco y os daréis cuenta de que os importa un bledo la forma en que lo consigáis.

– A mí sí me importa un bledo -dijo Malone con firmeza.

– A mí también -dijo Brunner haciéndole eco.

– Bueno, bueno -prosiguió Shively-, pero aunque os importe, no dejemos que nos tome el pelo. No hagamos el primo por culpa de nuestros prejuicios acerca de lo que está bien y lo que está mal.

Lo que está bien es aquello que tú consideres que te mereces porque no mereces que se te engañe. Mirad, ya hemos llegado hasta aquí. Lo peor ya ha pasado.

Ya hemos superado la fase más peligrosa. Ahora estamos a salvo. En nuestro mundo. Lo dirigimos nosotros. Podemos hacer lo que queramos como si fuéramos Dios, dictar nuevas normas, nuevas leyes o como queráis llamarlas. Es. ¿cómo la llama Adam? La isla de Crusoe.

– Más a Tierra -dijo Malone.

– Sí, nuestro reino y país particular.

Por eso disfrutamos de la flor y nata de las cosas. Disfrutamos de lo mejor. Si hay un tesoro, es nuestro. Por consiguiente, entramos en este dormitorio que es lo que siempre hemos soñado junto con los demás pelagatos.

Sólo que ahora ya no somos unos pelagatos. Estamos al mando y lo que hay aquí nos pertenece en exclusiva. Imaginaos a Elizabeth Taylor o a Marilyn Monroe o ¿cómo se llama la francesa?

– Brigitte Bardot -repuso Malone.

– Sí, imagináos a la Bardot desnuda en la habitación de al lado. Y podemos hacer lo que queramos porque somos los reyes. No iréis a decirme que le volveríais la espalda. No me convenceríais.

– Yo no creo en la violación -dijo Malone.

– Mirad -prosiguió. Shively sin hacerle caso-, ¿qué más da que la soltemos intacta dentro de dos semanas o que la soltemos tras habernos divertido con ella tal como llevan tantos años divirtiéndose con ella estos grandes productores cinematográficos? ¿Acaso le habremos causado un daño terrible? No es una virgen cuya vida podamos destrozar. No le vamos a dañar la salud.

No le van a salir granos por esta causa. -Shively esperó por si se producían risas. Pero no se escuchó más que la risita ahogada de Yost-. Esta experiencia no producirá en ella ningún cambio.

En nosotros, en cambio, sí lo producirá. Porque obtendremos por primera vez de la vida algo bueno que siempre hemos deseado y que nos corresponde por derecho. ¿A qué demonios seguir hablando? Digo que hagamos lo que nos venga en gana y no lo que ella dice que quiere. Es nuestro mundo. Y quien lo dirige es el Club de los Admiradores queridos consocios.

– No, Kyle, no es nuestro mundo -dijo Malone-. Más a Tierra tal vez sea un refugio aislado pero forma parte del mundo y observa las leyes y normas del mundo civilizado, al que todos nosotros pertenecemos.

Además, en nuestra calidad de socios de una asociación u organización llamada El Club de los Admiradores, hemos establecido toda una serie de normas adicionales.

Y la principal de dichas normas es que no daremos ningún paso a no ser que estemos todos unánimemente de acuerdo al respecto. Todo lo que hagamos tiene que ser por unanimidad, tal como sucede en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Cada vez que se produzca un veto, tendremos que desistir de aquello que hayamos presentado a votación.

– Eso era antes, maldita sea, pero ahora, tal y como están las cosas, estoy en contra de esta norma de la unanimidad -dijo Shively-.

Mira, ya ves que nosotros cuatro jamás podremos ponernos de cuerdo acerca de nada. ¿Qué tiene de malo que cambiemos las normas de la misma manera que el Congreso cambia las leyes?

– Eso no tiene nada de malo -repuso Malone-. Es perfectamente legal.

– Permitidme que presente una propuesta -terció Yost-. A partir de ahora, cada vez que tenga lugar una votación, bastará el principio de la mayoría. En otras palabras, si somos tres contra uno, se aprobará.

– Déjame entonces presentar una enmienda -dijo Malone-. Si se produce una mayoría de tres a uno, se aprobará. Pero si se produce un empate de dos a dos, se anulará exactamente igual que si se produjera una mayoría de tres a uno en contra de la propuesta.

– Acepto -dijo Yost-. Soy partidario de la norma de la mayoría y de la enmienda. ¿Y tú, Shiv?

– Me parece bien.

– ¿Tú, Adam?

– Con la enmienda, acepto el principio de la mayoría.

– ¿Leo?

– Creo que sí.

– Aprobado -dijo Yost. Se dirigió después a Shively-. ¿Quieres presentar de nuevo la primera moción?

– ¿Te refieres a lo de entrar en el dormitorio y hacer lo que siempre hemos tenido en proyecto? -preguntó Shively.

– Sí, tanto si ella se muestra dispuesta a colaborar como si no -contestó Yost.

– Pues claro que presento esta moción. Yo digo que nosotros tenemos la sartén por el mango y ella no. Digo que una vez se lo hayamos hecho tal como se lo hacen sus amigos ricos, le encantará. Digo que no le causaremos ningún daño.

– Podemos producirle un "shock" psíquico -dijo Malone.

– Tonterías -dijo Shively-. A ninguna chica de veintiocho años le es perjudicial que le hagan el amor como es debido. Al contrario, resulta beneficioso. Es bueno para los corpúsculos o como se llamen y también para el sistema nervioso.

– En caso de violación, no -insistió Malone.

– A los cinco segundos de estar dentro, ya no se tratará de violación -dijo Shively-. Tanto si lo quería como si no, el paseo le gustará y nos pedirá más. Escucha la voz de la experiencia.

– Basta de discusiones -dijo Yost-. Se somete a votación la moción del señor Shively. La moción propone que no sea necesario su consentimiento para acostarnos con ella. ¿Qué vota usted, señor Shively?

– ¿Bromeas? Voto un sí como una casa.

– Un voto a favor y ninguno en contra -dijo Yost levantando la mano derecha-. Yo también voto sí. Son dos votos a favor y ninguno en contra. ¿Qué vota usted, señor Malone?

– Soy totalmente contrario a ello. Voto no.

– Dos votos a favor y uno en contra -dijo Yost señalando a Brunner-. El último y decisivo voto será emitido por el senador Brunner. ¿Qué dice usted?

Brunner se secó la frente con el pañuelo.

– Vamos, Leo -le animó Shively-, piensa en el supertrasero que te espera a la vuelta de la esquina. No te arrepentirás.

– Ten cuidado, Leo -le advirtió Malone-, es posible que jamás puedas volver a dormir con la conciencia tranquila.

– Basta, señores -dijo Yost-. Nada de campañas en el lugar de la votación. Señor Brunner, indíquenos su voto. ¿Qué dice usted?

– Existen argumentos de distinta naturaleza en ambas posturas -dijo Brunner-. Tal vez sea debilidad por mi parte pero no podría hacerlo. Voto no muy a mi pesar.

– Eso sí es democracia -dijo Yost muy animado-. El resultado final es de dos a dos.

Dado que la moción de Shively ante el Club de los Admiradores no ha conseguido alcanzar una votación por mayoría, se rechaza dicha moción. Lo lamento, Shiv.

– Todo no puede ganarse -dijo Shively encogiéndose de hombros-. Muy bien, eso ya está decidido. ¿Y ahora qué hacemos?

– Hacemos lo que siempre hemos querido hacer -repuso Malone-. Hablamos con ella, procuramos mostrarnos amables y razonar con ella y ganarnos su simpatía.

Creo que podemos establecer un plazo de dos días. Si la convencemos, habremos conseguido ganarla de una forma civilizada. Si no lo conseguimos, la desatamos, la acompañamos a algún lugar de las cercanías de Los Ángeles y la dejamos en libertad intacta. ¿De acuerdo?

Todos se mostraron de acuerdo.

– Muy bien, solucionado -dijo Shively levantándose de su asiento y desperezándose. Tomó después la botella de bourbon-. Bueno, vamos a echar unos tragos y a dormir un poco.

No sé vosotros, pero yo estoy deseando acostarme temprano. Me siento agotado. Una buena dormida y mañana veremos las cosas con más claridad. -Mientras se preparaba el trago miró a Malone-. ¿Sigues pensando que podremos conseguirlo mediante el poder de la palabra?

– Creo que es posible -repuso Malone muy en serio.

– Pues yo no -dijo Shively con un gruñido-. Con ésta, no. Ni ahora ni nunca. -Levantó el vaso como para brindar-. Por la democracia y por tu mundo.

Quédate con él. Yo brindo por mi mundo, por el mundo que nos merecemos. Es un mundo mejor. Ya te darás cuenta más tarde o más temprano.


Era pasada la medianoche y ella seguía sin poder dormir, atada a la cama y sumida en otra oleada de pánico y horror a causa de la situación en que se encontraba.

En el transcurso de la larga noche, su estado de ánimo había oscilado como un péndulo entre un esfuerzo controlado por comprender su situación y un abandono a un terror mortal, y su reacción física había oscilado entre una ardiente transpiración y un sudor frío que la había dejado totalmente agotada.

Deseaba escapar y ocultarse en la negrura del sueño, pero sin el Nembutal que solía tomarse todas las noches y con las oleadas de terror que experimentaba de vez en cuando, le resultaba imposible conciliar el sueño.

Desde la breve y silenciosa visita que le habían hecho tres horas antes dos de aquellos hombres, el más corpulento y el más viejo, no había sido consciente de que hubiera en la casa más vida que la suya propia.

La habían desatado, después le habían atado flojamente las manos por delante y le habían permitido utilizar el retrete.

Le habían ofrecido comida, que ella había rechazado, y agua, que había estado a punto de rechazar también, pero que después había aceptado.

A continuación le habían vuelto a atar las muñecas a los pilares de la cama, desapareciendo rápidamente seguidos de sus amenazas y maldiciones.

Después le había parecido escuchar voces confusas desde otra habitación, pero las voces habían cesado y toda la casa aparecía como cubierta por un velo de siniestro silencio.

El péndulo, interior había seguido oscilando entre las reflexiones y el helado temor irracional, y ahora estaba volviendo a fluctuar hacia las reflexiones racionales.

Vagaba con sus pensamientos hacia aquella mañana, hacia aquella tarde, hacia mañana, hacia algunos ayeres.

Sólo una vez en su vida, o por lo menos en su vida de persona adulta, se había encontrado en una situación parecida. Pero había sido de mentirijillas.

Se preguntaba, trataba de recordar, si en el transcurso de su infancia, en Virginia Occidental, cuando jugaba a vaqueros e indios o a policías y ladrones con los chicos de la vecindad, la habrían atado a un árbol dejándola abandonada pidiendo socorro hasta que llegaran los demás a rescatarla.

Recordaba vagamente algo de este estilo. Sin embargo, su memoria recordaba con mucha mayor claridad una situación análoga que se había producido siendo mayor.

Había sucedido hacía tres años, casi estaba segura. La película titulada "Catharine y Simón" había sido rodada en Oregón. Se trataba de un episodio verídico de la historia americana, que había tenido lugar en 1784 en los desiertos fronterizos entre Ohio y Kentucky.

Ella había interpretado el papel de Catharine Malott, una muchacha capturada por un grupo de shawnees, adoptada por los indios, conducida a su tribu y criada como una doncella india.

Catharine había oído hablar y había visto a otra persona igual que ella, Simón Girty, que de niño había sobrevivido a una matanza que había tenido lugar en su colonia, siendo posteriormente adoptado por los indios senecas, que le criaron como un séneca, llegando a convertirse más tarde en un legendario jefe indio defensor de los territorios indios contra los soldados británicos y estadounidenses.

Su mente cansada se esforzó por recordar la escena y, al final, consiguió encontrarla y encuadrarla.

Escena 72.

Escena panorámica. -La orilla del río. Un grupo de muchachas indias bañándose chapotean, se divierten y empiezan a salir del agua para vestirse.

Escena 73.

Escena de grupo. -Muchachas indias.

Se están vistiendo. Catharine Malott en primer plano, con chaqueta de cuero y enaguas, calzándose los mocasines. Empieza a frotarse los brazos con grasa de oso contra las picaduras de los insectos. La cámara retrocede lentamente y enfoca a una docena de hombres agazapados, todos ellos armados con largos rifles. Empiezan a acercarse a las doncellas.

Escena 74.

Se enfoca a Catharine dirigiéndose hacia el bosque.

Aparecen, por todas partes los emboscados estadounidenses. Catharine les ve, se vuelve de cara a la cámara y lanza un grito.

Escena 75.

Interior de la cabaña. Primer plano.

Catharine tendida de espaldas forcejeando. La cámara se aleja y muestra a dos soldados norteamericanos atando a Catharine a la cama.

Primer soldado (al segundo soldado): "Será suficiente" (A Catharine): "No sois vosotras, las mujeres blancas que os habéis unido a ellos, quienes nos importan. Son los renegados como ese salvaje de Girty. Te retendremos aquí hasta que nos digas dónde podemos encontrarle".

Sharon Fields no conseguía recordar lo que sucedía a continuación. A excepción de dos cosas.

Al finalizar el rodaje de la escena, el director había anunciado la pausa del almuerzo, pero, en lugar de desatar a Sharon, la habían dejado atada y se había ido con los componentes del equipo de rodaje mientras ella les insultaba.

Había sido una broma porque regresaron al cabo de diez minutos para desatarla. Pero seguía recordando el pánico que experimentó al observar que se iban y la dejaban atada a la cama.

Era increíble que lo recordara. Y más increíble, si cabe, yacer tendida allí sabiendo que la vida había imitado al arte. Giró la cabeza sobre la almohada y contempló las dos ventanas encortinadas cerradas con tableros de madera.

Las rendijas entre los tableros sólo revelaban oscuridad y le llegaba desde fuera el canto de los grillos. Aquellos tableros de las ventanas contribuían a acrecentar sus temores.

Significaban que aquel descabellado secuestro había sido planeado de antemano. Habían efectuado preparativos con vistas a su llegada. Volvió a preguntarse quiénes serían, qué serían, qué se propondrían hacer con ella.

Si el más alto y feo de ellos había dicho la verdad, se trataba de unos maníacos o pervertidos sexuales.

Y estaban locos, completamente locos, si esperaban que ella accediera de buen grado y se prestara a colaborar. Haber creído en su imagen pública, en la publicidad, haber creído en aquella patraña del símbolo sexual y haber actuado en consecuencia cometiendo aquel horrendo delito, en la suposición de que ella se mostraría dispuesta a comportarse como la persona que ficticiamente era en la pantalla, eso era lo más descabellado.

Cuánto hubiera deseado poder dormir. Cuánta falta le hubiera hecho la píldora tranquilizante. Pero sabía que en su actual estado tampoco hubiera ejercido efecto.

Su temor sería más fuerte que el fármaco. Además, durmiendo estaría a su merced y no quería consentirlo. Aunque bien era cierto que aquella mañana la habían narcotizado, se la habían llevado inconsciente y no le habían causado el menor daño.

No, claro que no. Estaba segura. Aquella mañana se le antojaba muy lejana y brumosa. Había tenido tantos proyectos, los proyectos del día, el equipaje, las llamadas, las cartas, el proyecto del viaje a Londres al día siguiente, todo se había desvanecido como por arte de magia y ahora se le antojaba algo totalmente absurdo.

Por centésima vez volvió a aflorar a la superficie de su espíritu una débil esperanza. La echarían en falta.

Se tomaba una taza de café en la habitación cuando despertaba, pero Pearl siempre le tenía preparado un zumo de frutas y cereales para cuando regresaba de su paseo matinal.

La comida debía haberle estado aguardando y al lado del plato debían haber colocado el "Los Ángeles Times'' y la edición de correo aéreo del "New York Times". Y la habrían estado esperando porque ella siempre acudía puntualmente a desayunar después del paseo.

¿Cuánto rato habría transcurrido hasta que la habían echado en falta? Tal vez un cuarto de hora o media hora todo lo más. Pearl habría supuesto que ella había regresado y estaba desayunando y habría subido al piso de arriba, con Patrick, para hacer la cama y ordenar la habitación.

Después ambos habrían bajado y Pearl habría ido a quitar la mesa del desayuno y habría encontrado la comida intacta. Pearl debía ser quien primero se había enterado, ya que Nellie Wright jamás se levantaba antes de las ocho.

Tendida y amarrada a aquella cama de latón, Sharon Fields cerró los ojos y procuró imaginarse la escena que habría seguido.

Pearl se habría sorprendido, habría recorrido la casa, la planta baja, el piso de arriba, para comprobar que estuviera bien, que no le hubiera ocurrido nada.

Al no encontrarla, Pearl habría llamado a su marido. Juntos habrían salido a recorrer la calzada y el jardín. En el transcurso de la búsqueda habrían encontrado a Theda, la Yorkie. ¿Qué le habría sucedido a la pobrecilla? ¿Le habrían causado algún daño? No, no era probable, ya que en tal caso hubieran dejado un rastro.

Sin embargo, no habría rastro de su dueña, a no ser que aquellos cuatro monstruos hubieran dejado sin querer alguna huella. ¿Qué habrían hecho entonces Pearl y Patrick? Como es lógico, Patrick se habría dirigido al garaje de tres plazas por si ella había tomado uno de los coches y se había ido.

Pero no, el Rolls-Royce, el Ferrari y el Dusenberg estarían en su sitio.

Entonces habrían empezado a preocuparse. Y habrían despertado a Nellie. Y después ¿qué? Nellie no se habría alarmado de inmediato. Era muy tranquila y controlada y estaba al corriente de los caprichos ocasionales de su patrona.

Nellie se habría vestido y habría recorrido de nuevo la casa con los dos criados. ¿Y después? Nellie se habría imaginado que su patrona habría proseguido el paseo por la calle Stone Canyon y habría sugerido echar un vistazo por allí.

Al no hallarla e ir transcurriendo el rato sin que ella apareciera, Nellie habría llamado a varias puertas de residencias del Camino Levico y de la calle Stone Canyon preguntando a varios vecinos que conocían si alguno de ellos había visto a Sharon Fields paseando por la zona.

Al descubrir que no había tenido suerte, Nellie habría empezado a preocuparse, se habría retirado a su despacho, se habría sentado junto al escritorio y habría hecho uso del instrumento que parecía una prolongación de su propio ser: el omnipresente teléfono.

Nellie habría supuesto que su patrona habría visto a alguien que conocía junto a la verja, algún amigo que pasaba por allí o que había acudido a visitarla, y que se habría ido con esa persona a la ciudad o a tomar un desayuno improvisado.

Nellie habría empezado a llamar a media docena o una docena de amigos suyos sin comunicarles su desaparición, sino simplemente preguntándoles con indiferencia si estaban citados con ella o tenían en proyecto verse con ella aquel día.

Al no recibir información alguna a través de las llamadas, Nellie habría empezado a preocuparse más en serio. Como último recurso habría llamado a Félix Zigman. Y le habría informado. Y ambos habrían discutido a propósito del asunto.

Y caso de tomarse la desaparición en serio, Félix se habría apresurado a actuar. ¿Cuándo habrían empezado Félix y Nellie a sospechar la posibilidad de un secuestro, si es que tal cosa se les había ocurrido? Tal vez empezaran a sospechar esta noche, ahora mismo, en Los Ángeles, o tal vez lo hicieran mañana.

Sabía que Félix se mostraría reacio a informar de ello a la policía, que lo intentaría todo antes de presentar una denuncia a la policía.

Porque su instinto le diría que su nombre y su popularidad inducirían a la policía a revelarlo a la prensa, lo cual provocaría un sensacional revuelo, que más tarde resultaría embarazoso cuando ella apareciera al poco tiempo y explicara los motivos de su caprichosa conducta.

Sin embargo, al no poder atar ningún cabo y al irse acercando la hora de su partida y la necesidad de anular el pasaje, Félix empezaría a sospechar la posibilidad de que le hubiera ocurrido algo grave. Más tarde o más temprano, probablemente más temprano, probablemente dentro de setenta y dos horas, Félix no tendría más remedio que presentar a regañadientes una denuncia a la policía, dando cuenta de su desaparición y echando mano de sus amistades al objeto de que la policía guardara absoluto silencio al respecto.

Y la policía, su máxima esperanza, ¿qué haría? Procurando imaginarse la reacción y la conducta de los funcionarios de la ley y el orden, Sharon recordó súbitamente con tristeza la vez en que se había denunciado una desaparición suya a la policía.

Hacía seis o siete años, cuando ya había comenzado su ascenso pero ella era todavía una promesa y la Aurora Films le había encomendado uno de los principales papeles de aquella comedia suburbial titulada "Nido de amor''.

Faltaba una semana para el término del rodaje, la mayoría de escenas clave ya estaban filmadas y a ella le había apetecido celebrarlo y descansar un poco.

Había asistido a un baile de disfraces de la colonia de Malibú, había conocido a aquel fabuloso "playboy" peruano que participaba en competiciones automovilísticas y poseía un avión particular, y se había reído con él, emborrachándose como una cuba.

Al proponerle él tomar un último trago en su casa, ella había accedido sin saber que su casa o, mejor dicho, una de sus casas, se encontraba en las cercanías de Acapulco.

Le había hecho gracia y se había ido con él a tomar el avión que tenía aguardando en Burbank, y se había pasado una semana riéndose y bebiendo sin cesar en una fantástica hacienda de las afueras de Acapulco.

Recordaba aquella loca aventura -era por aquel entonces tan irresponsable y se sentía tan inadaptada-y recordaba lo que había tenido lugar en su ausencia y más tarde los directivos de los estudios, al no aparecer ella por los platós en veinticuatro horas y verse obligados a interrumpir el rodaje, se pusieron hechos una furia.

Y habían instado a su representante personal -sólo hacía seis meses que Félix Zigman había accedido a regañadientes a llevarle los asuntos-a acudir a la policía.

Félix, el pobre Félix, había accedido a ello muy a pesar suyo, sabiendo por experiencia que hubiera sido mejor no hacer tal cosa. Se había apresurado a acudir al jefe de policía, que a su vez le había enviado al Departamento de Personas Extraviadas, de la Sección de Investigación. Dado que no podía aportarse prueba alguna de juego sucio, los investigadores se lo tomaron un poco a la ligera.

Tras redactar un informe en el que figuraba su descripción física y sus características y profesión, se lo tomaron más a broma si cabe.

Uno de los oficiales comentó incluso que probablemente Sharon Fields se había repetido la escena. Era consciente de haberse comportado con vistas a alguna película de mala muerte.

La policía había prometido efectuar una investigación de rutina en el depósito de cadáveres y los hospitales, y Félix se había ido totalmente convencido de que no se tomarían nada en serio la desaparición de una actriz, a menos que existieran pruebas irrefutables de secuestro.

En aquella ocasión la policía había estado en lo cierto: no en lo de que ella buscaba publicidad, sino en lo de no tomarse en serio su desaparición.

Al regresar al cabo de una semana, los directivos de los estudios prometieron castigarla, pero cambiaron de idea al comprobar el éxito alcanzado por "Nido de amor" y, lo que era peor, Félix Zigman, que en ningún momento perdió los estribos si bien le dio a entender que no aprobaba su conducta, le dijo que había decidido rescindir el contrato que le unía a ella, si bien revocó su decisión tras suplicarle ella que no lo hiciera, y jurarle no volver a repetir jamás aquella escena sin informarle de antemano.

Había cumplido su palabra y jamás había repetido la escena. Era consciente de haberse comportado en algunas ocasiones en forma caprichosa e imprevisible, pero su profesionalismo había aumentado a tenor de su fama, últimamente se había mostrado mucho más sensata y madura y había sido un modelo de seriedad.

Dado que en aquella ocasión se había tratado de una falsa alarma, ¿se preocuparía Félix por su actual desaparición y se mostraría la policía más eficaz? Ahora Félix la conocía mejor, la apreciaba profundamente y lo más probable era que no considerase aquella desaparición como uno más de sus caprichos.

Cuando acudiera al Departamento de Personas Extraviadas, tal como haría con toda probabilidad, ¿cómo se tomarían allí la denuncia? Había en su historia una falsa alarma. Se trataba de una famosa actriz a punto de estrenar una película de elevado presupuesto.

Había desaparecido bruscamente pero no se disponía de ninguna prueba que permitiera abrigar la sospecha de un delito. Por otra parte, hacía seis años no era más que una frívola aspirante a estrella muy poco conocida. Ahora, en cambio, era Sharon Fields, la personalidad cinematográfica más célebre del mundo. Ocupaba una posición social, era importante y tenía influencia.

Los investigadores harían caso de la denuncia. Y al cabo de uno o dos días empezarían a actuar. Pero, ¿cómo lo harían?, se preguntó Sharon. Y en aquellos momentos, la única esperanza a la que se había estado aferrando se disolvió en el aire. El péndulo interior estaba oscilando de nuevo. Estaba empezando a sentirse perdida y abandonada, y procuraba luchar contra el pánico y no perder la cabeza.

Había un hecho que no podía negarse. Estaba allí, víctima de una estrambótica conspiración de cuatro locos, bajo el mismo techo que éstos, ya había hablado con ellos y sin embargo ella, la principal protagonista del secuestro, la víctima, no tenía ni la menor idea de lo que había sucedido tras haberla secuestrado, y tanto menos sabía quiénes eran sus secuestradores.

Si ella, que había sido testigo presencial de los hechos, apenas sabía nada, ¿qué podrían saber Nellie Wright y Félix Zigman y la policía acerca de lo que había ocurrido, de dónde estaba ella y de quiénes la tenían en cautiverio? Nadie, ni aquellos que más la apreciaban y más se preocupaban por su bienestar ni los funcionarios de la ley, podría llegar a imaginarse aquel delito tan increíble, las causas del mismo y su actual situación. Estaba perdida, irremediablemente perdida.

Pensó en sus secuestradores, aquellos cuatro tipos con barba y bigote tan distintos en cuanto a edad, físico y forma de hablar. ¿Quiénes eran? Aquello era lo más importante. Procuró reconstruirlos individualmente a partir del primer encuentro que había tenido con ellos a media tarde.

Eran tan distintos entre sí que costaba muy poco separarlos e imaginarlos. Habían tenido la astucia de no dirigirse el uno al otro ni por sus nombres ni por medio de apodos. Procuraría atribuirles una identidad y un nombre de su propia cosecha.

Estaba el que sin lugar a dudas había sido el instigador de la acción y era el jefe del grupo. Superficialmente parecía muy poco apto para su papel de implacable cerebro criminal. Era el de estatura mediana, ensortijado cabello castaño y barba, malhumorado, extraño, tímido, medio chiflado con aquellos conocimientos tan erróneos acerca de su persona.

Un típico admirador chiflado que había conseguido fundar un terrible y siniestro club de admiradores totalmente distinto a cualquiera de los que ella hubiera tenido o podido tener jamás.

Se había mostrado muy aturdido ante su presencia, pero, tras superar el aturdimiento inicial, había resultado ser el más culto y hablador de los cuatro. Su cabeza albergaba descabelladas fantasías. Estaba tan desligado de la realidad y era tan fanático que había conseguido convencer a sus compañeros de que, al final, a la víctima no le importaría haber sido secuestrada y ser mantenida prisionera, que ésta se mostraría tan masoquista como para que ello le gustara y que accedería a ser objeto de sus agresiones y atenciones. Un loco.

¿Pero qué más? No parecía ni un obrero ni un atleta ni nada de eso. Su personalidad era tan evasiva como el mercurio y resultaba muy difícil definirla. Lo que sí era cierto es que no parecía un criminal.

Claro, que nadie lo parece hasta después de cometido el delito. ¿Acaso parecían criminales Osvald, Ray, Bremer o incluso Hauptmann antes de cometer sus respectivos delitos? Cualquiera de ellos hubiera podido ser un inocente oficinista o cajero de banco o cualquier otra cosa tan inofensivo como eso. Un nombre para identificarle. El Soñador. Sería el más adecuado.

Después estaba el grueso y fornido, con aquella cara ancha y carnosa debajo de toda aquella pelambrera. Con mucho cuento y mucha hipocresía. Procuró recordarle tal como le había visto a los pies de la cama. No le había observado con mucho detenimiento y él no había hablado demasiado.

Producía una impresión de falsa sinceridad. Algo en él y en sus modales le recordaba a los cientos de vendedores que había tenido ocasión de conocer a lo largo de los años. Sin lugar a dudas la Aurora Films le catalogaría dentro del grupo de los viajantes de comercio o vendedores.

Tampoco parecía un secuestrador. Un calavera tal vez sí, un calavera falso y embustero. Sólo le sentaba bien un nombre: el Vendedor.

Después el de más edad, aquel hombre mayor, tan sudoroso e inquieto que había ido a sentarse en la tumbona. Daba pena y risa con aquel bisoñé, que tan mal le sentaba, y aquellas inadecuadas gafas de montura negra y aquella boca melindrosa. Estaba pálido, era canijo y descolorido y no estaba muy lejos de una residencia de ancianos retirados.

Sin embargo, no debía dejarse engañar ni por la edad ni por el aspecto. Se había equivocado muchas veces juzgando a las personas a través de su aspecto exterior. ¿Acaso uno de los mayores criminales de la historia británica no había sido un vulgar e indescriptible dentista llamado Crippen? Aquel viejo, con su pinta de timidez, podía ser un cerebro criminal, en libertad bajo palabra por falsificación o cosa peor, y el más retorcido miembro de la retorcida organización llamada El Club de los Admiradores. Sin embargo, fuera como fuese, sólo había un apodo que le cuadraba a la perfección: el Tiquismiquis.

Pero al que más clara y estremecedoramente recordaba era al cuarto de ellos. Aquel vulgar y cadavérico sujeto malhablado, con aquella especie de acento tejano, el que no hacía más que hablar de acostarse con ella, el de la manía de la opresión a que le tenían condenados los ricachos, aquél era el peor de los cuatro. Era más feo que Picio.

Estaba claro que era un trabajador manual o algo parecido, un tipo peligroso y perverso. Probablemente, un sádico. Decididamente un hombre que podía ser o haber sido un criminal, tal vez con un largo historial delictivo a su espalda.

Los cuatro resultaban antipáticos y desagradables, pero el tipo alto parecía que no estuviera en consonancia con los demás, no daba la impresión de estar a su mismo nivel desde un punto de vista social e intelectual.

Por la forma en que había interrumpido al jefe, estaba claro que debía de tratarse del segundo de a bordo o tal vez incluso de otro jefe con iguales prerrogativas. Sólo se le ocurría llamarle el Malo.

Y, al pensar en él, se estremeció.

Los cuatro. El solo hecho de pensar en ellos, individualmente o bien en grupo, la ponía enferma.

Recordaba que cuando la habían dejado, hacia más de seis horas, casi las últimas palabras habían procedido del jefe, el Soñador, que les había dicho a los demás que la dejaran descansar, que les había dicho: "Vamos a hablar a la otra habitación".

Al parecer, debían de haberse pasado hablando toda la tarde y parte de la noche antes de irse a acostar.

Se preguntó: ¿De qué habrían hablado? Pensó: ¿Qué le tendría reservado el día siguiente? Los motivos que les habían inducido a traerla hasta allí a la fuerza habían oscilado entre la suave explicación del Soñador, en el sentido de que se proponían trabar conocimiento con ella, y la afirmación sin ambages del Malo, en el sentido de que esperaban que les invitara a mantener relaciones sexuales con ella.

El Tiquismiquis se había mostrado partidario de soltarla, caso de que ella no accediera a colaborar, y el Vendedor se había mostrado inclinado a presionarla al objeto de que colaborara. ¿Pero qué clase de colaboración esperaban aquellos tipos raros? ¿Deseaban únicamente granjearse su amistad en la esperanza de llegar a conseguir algo más? Y, caso de no conseguir nada más, ¿tenían sinceramente el propósito de soltarla? ¿O acaso la colaboración de que hablaban no era más que un eufemismo para designar las relaciones sexuales a que había hecho referencia el Malo, en contra de la opinión de sus compañeros, que preferían no formular las cosas con tanta claridad? Se esforzó por imaginarse el resultado de la situación.

A pesar de todo lo que había ocurrido por la mañana y de su actual situación desesperada, existían varios factores que permitían abrigar la esperanza de que la soltarían ilesa.

Ante todo, al expresarle el Malo con toda claridad lo que deseaban de ella, el Soñador le había dicho que no hablara de aquella forma y el Tiquismiquis se había mostrado partidario de dejarlo correr.

Al parecer, los que controlaban el grupo eran contrarios al empleo de la fuerza. En segundo lugar, estaba casi segura de que había logrado hacerles recapacitar y abochornarles. Le parecía que había conseguido apelar con éxito a su sentido de la honradez civilizada, haciéndoles conscientes del delito que acababan de cometer. En tercer lugar -y ello alentaba su confianza y contribuía a sostener su esperanza-, ninguno de ellos había vuelto a molestarla.

Sí, era cierto, ninguno de ellos se había atrevido a volver (sólo lo habían hecho para permitirle utilizar el retrete) porque estaban abochornados y eran conscientes de lo que podía sucederles si tocaban a alguien tan importante como ella.

Claro que sí, estaba a salvo. Era Sharon Fields. No se atreverían a correr el riesgo de causar daños o violar a Sharon Fields, teniendo en cuenta su categoría, su fama, su éxito de taquilla, su dinero, su seguridad, sus seguidores, su inasequibilidad, teniendo en cuenta que, más que una simple mortal, era sobre todo un símbolo internacional.

¿Se habría atrevido alguien en el pasado a hacerle eso a Greta Garbo o Elizabeth Taylor, llegando hasta el extremo de violarlas? Claro que no. Era inconcebible. Nadie se hubier atrevido. Hubiera sido una auténtica locura. Y, sin embargo… Tirando de la cuerda que le rodeaba las muñecas recordó que era su prisionera.

Se habían atrevido a llegar hasta aquel extremo. Habían emprendido un proyecto inconcebible y, hasta ahora, se habían salido con la suya. La habían amarrado y la habían dejado impotente e indefensa, lejos de cualquier posibilidad de ayuda o rescate, totalmente apartada de su mundo de amigos y del mundo de la ley.

Puesto que habían osado ir tan lejos, era posible que estuvieran lo suficientemente desequilibrados como para seguir adelante. Su cerebro era un mar de confusión que oscilaba entre la esperanza y el optimismo y la desesperación y la impotencia.

¿Qué debía haber ocurrido en su tribunal fingido? ¿Cuál habría sido el veredicto pronunciado? Llegó a la conclusión de que prevalecería la cordura. Era indudable que habían decidido mantener con ella una nueva conversación al día siguiente y, caso de que sus palabras no consiguieran convencerla, la narcotizarían, le vendarían de nuevo los ojos y, finalmente, la dejarían en libertad sin causarle el menor daño.

Era necesario que hiciera acopio de fuerza, para el día siguiente. Intentarían engatusarla. Le suplicarían. La amenazarían incluso.

Pero, si ella se mostraba inflexible y conseguía inspirarles sentimientos de vergüenza y culpabilidad, triunfaría y ganaría la partida y se vería libre de aquella empresa de locos.

Cuando la soltaran y pudiera contarlo, ¿quién se creería aquella fantástica historia? La casa estaba tan silenciosa como un depósito de cadáveres.

Gracias a Dios estaban durmiendo y descansando con vistas a la confrontación de la mañana siguiente.

Ella también necesitaba dormir, conservar las fuerzas al objeto de poder convencerles, desbaratar sus maniobras y derrotarles cuando amaneciera.

En el dormitorio habían dejado una lámpara encendida y ella pensó que ojalá hubieran apagado aquel resplandor amarillento permitiéndole gozar así de una absoluta oscuridad. Sin embargo, tenía que dormir, tenía que esforzarse por conseguirlo y mañana sería otro día.

Pero se interpuso algo y, transcurridos unos segundos, comprobó que no se trataba de figuraciones suyas sino de algo real que su agudo sentido del oído había conseguido captar.

Dirigió el rostro hacia el techo para que le quedaran al descubierto las dos orejas y escuchó.

El sonido era ahora más preciso, el pavimento de fuera del dormitorio, crujía y crujía, alguien lo estaba pisando y se iba acercando cada vez más.

Abrió los ojos. El corazón le dio un vuelco y empezó a latirle con fuerza. Más allá de los pies de la cama pudo ver que giraba la manija de la puerta. De repente se abrió la puerta y su hueco lo ocupó una elevada figura medio perdida en la oscuridad.

La figura entró, cerró suavemente la puerta tras sí, corrió el pestillo y avanzó hacia la cama.

El corazón dejó de latirle y la miró como hipnotizada. Se acercó al círculo de luz amarillenta y Sharon vio que era… Dios mío… el Malo, el peor de todos ellos. Iba desnudo de cintura para arriba, tenía el torso velloso e iba descalzo. Era alto y delgado y muy musculoso, y se le veían las costillas.

Se quedó de pie junto a ella, con su cabello negro enmarañado, su estrecha frente, sus pequeños y penetrantes ojos y el bigote que a duras penas le cubría el fino labio superior. Le vio fruncir los labios y el corazón empezó de nuevo a latirle con fuerza.

– No conseguía dormir, cariño -le dijo en voz baja-. Ahora veo que éramos dos los que no lo conseguíamos. Los demás están durmiendo como troncos. O sea, que sólo estamos tú y yo.

Ella contuvo el aliento y guardó silencio. Advirtió que olía a whisky barato. Era asqueroso.

– Bueno, cariño, ¿has cambiado de idea? -le preguntó en voz baja.

– ¿Sobre qué? -preguntó ella con voz temblorosa.

– Ya lo sabes. Sobre lo de colaborar. Por tu bien.

– No -murmuró ella-, no. Ni ahora, ni mañana ni nunca. Por favor, váyase y déjeme.

Los finos labios seguían fruncidos.

– Tengo la impresión de que no sería muy caballeroso dejar sola a una invitada en el transcurso de la primera noche estando ella tan inquieta. Me pareció que te apetecería que te acompañara alguien la primera noche.

– No quiero a nadie ni ahora ni nunca. Quiero estar sola y dormir. Procuremos dormir y ya hablaremos de ello mañana.

– Ya estamos a mañana, cariño.

– Déjeme en paz -dijo ella levantando la voz-. Salga.

– ¿Conque así estamos todavía, aún no se nos han bajado los humos? -dijo él-. Bueno, cariño, será mejor que te diga que no tengo tanta paciencia como mis compañeros. Te daré otra oportunidad de ser razonable por tu propio bien. -Sus ojos de abalorio le recorrieron el rostro, la blusa, la falda y volvieron a posarse en el rostro-. Será mejor que lo pienses, y verás que soy muy cariñoso.

– ¡Lárguese, maldita sea!

– A menos que me traten mal. Conque, si no vas a ser amable, lamentaré tener…

Sucedió todo con tanta rapidez que ella no pudo reaccionar.

Se metió la mano en el bolsillo, exhibió algo blanco y, antes de que ella pudiera gritar, le cubrió la boca con un pañuelo ahogándole la voz en la garganta.

Los dedos del hombre trabajaron con celeridad y la banda de tela se fue hundiendo en su boca, ahogándola y lastimándola mientras él le anudaba estrechamente el pañuelo sobre la nuca.

Agitó la cabeza de un lado a otro, procuró articular palabras de protesta y súplica, pedir socorro, pero estaba amordazada, y muda.

El Malo se irguió satisfecho de su labor.

– Creo que tendré que hacer las cosas a mi modo. Sí, creo que tendré que hacer amistad contigo a mi manera. Porque me siento amistoso, nena, francamente amistoso.

Esta noche has tenido una oportunidad y la has desaprovechado. Tengo que darte una lección. Tienes que enterarte de que siempre hablo en serio. -Se calló y observó que sus labios pugnaban por librarse de la mordaza. Se inclinó y se la ajustó para que se le hundiera con más fuerza entre las mandíbulas.

Después retrocedió-.

Así. No quisiera que despertaras a mis amigos, ¿sabes? Sería una desconsideración por mi parte, ¿no crees? -Puso los brazos en jarras y la miró sonriendo-. Lástima que me hayas obligado a amordazarte.

Porque dentro de media hora me hubiera gustado oírte pedirme más. Puedes creerme, cariño, te va a encantar, te va a encantar como no te imaginas.

Mira, cariño, entérate bien. No es que seas precisamente una virgen; por consiguiente, no voy a hacerte nada que no te hayan hecho cientos de veces, ¿verdad? Tal vez debiera darte una segunda oportunidad de colaborar, aunque no suelo hacerlo.

Si me demuestras que estás dispuesta a colaborar, seré muy bueno contigo y hasta te quitaré la mordaza ahora mismo. Y, cuando hayamos terminado, no les diré nada a los demás.

Tú colaboras conmigo esta noche y durante algunos días y no les diremos nada a los demás, no les contaremos nada y no te molestarán. Fingiremos que no ha sucedido nada. ¿Qué te parece? Nos divertiremos en secreto y entonces te garantizo que te soltarán. ¿Qué dices a eso?

Estaba ciega de temor y rabia. Jamás se hubiera imaginado que a ella, a Sharon Fields, pudiera sucederle alguna vez algo parecido. No estaba sucediendo, no era posible que estuvieran sucediendo.

Pero allí estaba él aguardando y ella se notaba el corazón en la garganta y se estaba ahogando.

Sacudió violentamente la cabeza para darle a entender cuáles eran sus sentimientos, para darle a entender que no había habido ningún error, para decirle que se fuera, que saliera, que la dejara en paz.

Agitó las muñecas amarradas y empezó a cocear con las piernas.

Intentó cocearle con el pie izquierdo para darle a entender que no bromeaba. Comprendía que su situación era desesperada, Ella le había dado una respuesta y ahora él iba a darle la suya. Le vio desabrocharse lentamente el ancho cinturón de cuero. Cruzó fuertemente las piernas.

– Muy bien, cariño -le dijo él esbozando una ancha sonrisa-, no quieres colaborar. Entonces, no tendrá más remedio que ser así. Tú lo has querido.

Paralizada por el terror le vio quitarse los pantalones y dejarlos sobre la alfombra.

Llevaba calzoncillos blancos. El abultamiento de la bragadura parecía una roca.

Hubiera querido implorarle, suplicarle, ella no lo había querido, no lo deseaba, era libre, se pertenecía a sí misma, jamás había sido violada, jamás la habían humillado de aquella forma.

¿por qué “ella”? ¿Qué quería demostrarle? ¿Acaso no era un ser humano? pero la mordaza le ahogaba las palabras y se las empujaba de nuevo a la garganta encerrándolas en ella y permitiendo únicamente que se filtraran a través del pañuelo unos entrecortados gemidos de angustia.

Le miró jadeante y aterrorizada mientras se quitaba los calzoncillos.

Dios mío, deténle, sálvame, protégeme, rezó. No era posible que sucediera. Era imposible. No sucedería.

¿Acaso no sabía aquel animal quién era ella? Se había acercado y se había inclinado hacia ella y estaba acariciándole los botones de la blusa de punto.

La desagradable cercanía de su repulsivo rostro y el nauseabundo olor a whisky la obligaron a hacer una mueca.

– Los pechos primero -dijo él con aspereza-. Quiero echar un vistazo a estas aldabas.

Le estaba desabrochando uno a uno los botones.

Ella procuraba apartar el cuerpo todo lo que podía y entonces se descosió el último botón. La blusa quedó parcialmente abierta y con sus toscas manos él atrajo hacia sí la parte superior del cuerpo de Sharon y le abrió del todo la blusa. Pudo ver sus grandes pechos al aire, cada uno de ellos coronado por la circunferencia de un pardo pezón.

– Vaya, hombre -le oyó decir ella-, ¿conque sin sujetador, eh? Creo que lo hacías para que se te vieran. Santo cielo, vaya pechos. Hace años que no veía unos tan grandes y redondos. -Posó una mano sobre cada uno de los pechos y empezó a sobarlos y acariciarlos.

De repente apartó las manos-. No perdamos el tiempo en los preliminares. Se arrodilló rápidamente en la cama a su lado. Su sonrisa se había convertido en una torcida mueca lasciva.

– Muy bien, cariño, ya me has visto ¿a que parece un rinoceronte? Ahora me toca a mí. Vamos a ver el bocado más famoso del mundo.

Aterrorizada, decidida a oponer resistencia hasta morir, Sharon fue a levantar los muslos y las piernas para cocearle, pero las manos del Malo fueron más rápidas, le apresaron las piernas levantadas y se las separaron.

Después se arrojó encima suyo con su cuerpo desnudo apoyando todo el peso del mismo sobre la pierna izquierda de Sharon, empujando, clavándola en el colchón mientras con una de sus manos le inmovilizaba dolorosamente la otra pierna por medio de la fuerza bruta.

Con la mano derecha libre le desabrochó los botones de la corta falda de cuero y, tras haberlo hecho, apartó a un lado una mitad de la falda y después hizo lo propio con la otra.

En aquel terrible momento intentó recordar qué tipo de bragas llevaba aquella mañana. Lo recordó y se estremeció. Era una de aquellas malditas bragas de seda negra transparente de sólo cinco centímetros de anchura que subían hasta la fina tira que se ajustaba muy baja en la cadera.

Era una de las más ligeras que tenía, apenas cubría el vello del pubis y la vulva, era casi como ir desnuda, y ello para conferir a las faldas y vestidos una suave línea ininterrumpida.

Pero ahora sabía que sería terrible y que contribuiría a excitar más si cabe a aquel sujeto. Comprendió inmediatamente que había estado en lo cierto. Vio que se le iluminaban los pequeños ojos al mirarle la entrepierna. Notó después que aquella cosa se endurecía junto a su muslo.

– Santo cielo -le oyó decir mientras palpaba con la mano la fina tira y localizaba los dos corchetes laterales, le bajaba la franja de seda y la desnudaba.

La estaba mirando y emitía sonidos entrecortados sin dejar de mirarle el abundante vello del pubis y los rosados labios de la vulva-.

Santo cielo -repitió-, qué preciosidad, qué preciosidad, qué bocado tan delicioso. Vaya si tienes, igual que mi obús.

Con un rápido movimiento le soltó las piernas y se irguió sobre las rodillas directamente encima suyo.

Momentáneamente en libertad, ella levantó ambas rodillas en la esperanza de hacerle perder el equilibrio empujándole con los pies.

Pero al hacerlo así, él adelantó las manos y la asió por los tobillos.

Después, tensando los músculos de los brazos, le separó las piernas manteniéndolas en alto, levantándole los labios genitales externos y abriéndoselos.

Ella gimió y forcejeó al verle el cuerpo desnudo entre sus piernas. Era horrendo, monstruoso. Dios mío, Dios mío, rezó, déjame morir.

– Bueno, cariño, bueno -estaba diciendo él-, allí voy.

Le bajó la pierna izquierda inmovilizándosela debajo de su cuerpo y, asiéndose el rígido miembro, lo guió hacia los labios vaginales abiertos. Ella se sentía presa del terror como una corza acorralada.

Cerró fuertemente los ojos rezando mentalmente, rezando para que se produjera un milagro y viniera a rescatarla algún salvador, algo que impidiera lo que estaba sucediendo, pero, no, no hubo respuesta ni salvación, estaba ella sola, totalmente indefensa.

Le notaba entre sus piernas esforzándose por penetrar en su carne, pero, a pesar de la intensidad de la presión, no conseguía introducirse. Le oía maldecir por lo bajo.

– La mejor estufilla del mundo, y más seca y apretada que… maldita bruja, ya te arreglaré las cuentas. Había retirado la punta pero ahora estaba penetrando en ella otra cosa, entraba y salía, hacia adelante y hacia atrás, un dedo que se proponía lubrificarla y humedecerla, maldita sea, maldita sea, maldita sea.

El tipo retiró bruscamente el dedo. Ella abrió los ojos y, al hacerlo, le vio aterrorizada por última vez, y de repente le sintió en su interior, hundiéndose cada vez mas, llenándola, quemándola, lastimándola, casi desgarrándola y hundiéndose más y más.

Estallando de horror y furia, ella se retorcía y agitaba la parte superior del cuerpo procurando vomitarle fuera, regurgitarle, gritando y sollozando en su reseca garganta, intentando escapar.

Las lágrimas le cegaban los ojos. Pero él no le hacía el menor caso parecía no preocuparse por su resistencia. Después le soltó las cansadas piernas y se hundió plenamente en ella, con las manos apoyadas sobre sus hombros, bombeándola como un loco, dentro y fuera, prolongadas arremetidas hacia adentro y hacia afuera.

Retorcerse para rechazarle era imposible porque tenía las nalgas como clavadas a la cama.

Levantó las piernas para golpearle la espalda y las costillas con los talones de los pies, pero advirtió que ello contribuía a aumentar su excitación.

Seguía arremetiendo con fuerza, sin modificar el ritmo, sin bondad, sin delicadeza, su arma de sádica furia y de triunfo le desgarraba las entrañas como un martinete, hundiéndose en ella como un puño que la golpeara implacablemente.

Su resistencia se estaba debilitando, sus doloridas piernas y pies no conseguían cocearle y desequilibrarle, sólo contribuían a inducirle a castigarla con más dureza.

Era como si le hubieran clavado un pistón en la carne, un pistón que subiera y bajara a ciento sesenta kilómetros por hora, que le distendiera la carne y la partiera en dos mitades.

Dios mío, era inútil. Sus piernas ya no estaban en condiciones de seguir luchando. La ahogaba la humillación y el dolor y las lágrimas de indignación y odio le cegaban los ojos.

Haberle ido a ocurrir a ella, precisamente a ella entre todas las mujeres, ella una víctima después de aquellos interminables años de lucha por alcanzar la libertad y la seguridad, por estar para siempre por encima de la esclavitud y la explotación y ahora la estaba destrozando, destruyendo y haciendo trizas un animal primitivo y despiadado.

Dios mío, por favor, déjame morir, déjame morir para siempre.

Y de repente su ardoroso cuerpo se llenó a rebosar como si un tumor maligno la desgarrara una vez más por dentro y la partiera en dos mitades como en un potro de tormento, gritaba con toda la fuerza de sus pulmones pero nadie podía oírla y entonces notó que se tensaba encima suyo, le oyó lanzar un profundo suspiro, un suspiro que se convirtió en prolongado gemido y el aliento a alcohol le llenó toda la cara y su interminable y podrida polución le ensució las más recónditas rendijas de su ser.

Y, al final, terminó. Dejó caer encima suyo todo el peso de su huesuda figura, jadeando y respirando dificultosamente. Otra bonita violación en su haber.

– Conque eso es Sharon Fields -le oyó murmurar.

Yacía tendida como si estuviera muerta, apenas un ser humano, más parecida a un animal torturado sin apenas resistencia tras su irremediable derrota. Al abandonar él la cama, su cuerpo subió y bajó con el colchón. Le oyó dirigirse al cuarto de baño, notó la luz del cuarto de baño sobre sus párpados, oyó el rumor del agua del depósito del inodoro, oyó el rumor del agua del grifo.

Al abrir los ojos, le vio de pie junto al tocador poniéndose los pantalones.

Después, le vio acercarse a la cama abrochándose el cinturón. La estudió brevemente.

– Estás muy bien, nena -le dijo muy contento-, pero la próxima vez todavía estarás mejor. Cuando aprendas a colaborar, comprenderás que se pasa mejor.

Me lo has puesto un poco difícil al principio Me has obligado a trabajar. Me has obligado a terminar antes de lo que tengo por costumbre. Pero te prometo que la próxima vez lo haremos como es debido.

Ella yacía mirando hacia el techo, sumida en la degradación, experimentando la sensación de que le serpeaban por dentro y por fuera cosas sucias, sintiéndose sucia y enferma y deseando morir.

– Tienes que reconocer -le estaba diciendo él-que no te he hecho daño, no te he hecho nada malo ni te he cambiado nada. ¿A qué viene, pues, tanto alboroto? Ya ha terminado y ha sido divertido. ¿Por qué no te tranquilizas un poco? Ella mordió el pañuelo y los ojos se le nublaron una vez más a causa de las lágrimas.

– ¿Quieres que te abroche la blusa antes de que te duermas? -le preguntó él.

Ella no reaccionó, todo te daba igual, Ya nada le importaba. El Malo se encogió de hombros y le juntó las dos partes de la blusa sin abrochársela.

– De lo contrario, vas a pillar un resfriado. -Le acercó los dedos a la parte posterior de la cabeza y empezó a deshacerle el nudo-. Creo que te has ganado el derecho a respirar un poco mejor. -Le quitó el pañuelo y se lo volvió a guardar en el bolsillo-.

Ya está, nena. ¿Así está mejor, eh? Tenía la boca y la lengua demasiado secas para poder hablar. Se pasó la lengua por el velo del paladar y el interior de las mejillas para estimular la secreción salival y, al final, lo consiguió.

– ¡Cochino hijo de puta! -gritó-. ¡Maldito y cochino hijo de puta! Voy a castrarte, matarte, aunque me cueste la vida ¡voy a agarrarte!

El abrió la puerta, miró por encima del hombro y esbozó una ancha sonrisa.

– Pero si ya me has agarrado, cariño. Me lo has agarrado todo, es lo máximo que puedes agarrarme.

Ella lanzó un grito y rompió a llorar y a sollozar sin poderse contener, mientras se cerraba la puerta. Diez minutos más tarde, tras haberse preparado un bocadillo de carne y queso y un gran vaso de cerveza, Shively se encontraba sentado en el sofá del salón gozando de aquel refrigerio tras haberse fumado el cigarrillo que tanto le apetecía.

Masticaba el bocadillo y sorbía la espuma de la cerveza esforzándose por no prestar atención a los sollozos procedentes del dormitorio principal.

Sus llantos y sollozos eran constantes y podían oírse muy bien.

Se había imaginado que aquella estancia estaba lo bastante aislada del resto de las habitaciones del refugio como para ser a prueba de sonidos. Pero la había oído llorar desde el pasillo mientras se dirigía a la cocina y ahora la estaba oyendo desde el salón y pensó que no debía haber cerrado bien la puerta.

Pensó en la posibilidad de regresar para cerrarla mejor, de tal forma que no se oyera el alboroto que estaba armando y se despertaran los demás.

Al principio había pensado no contarles a los demás lo que había hecho, pero después pensó que, qué demonios, lo averiguarían a través de ella o lo averiguarían cuando repitiera la hazaña al día siguiente y, además, tal vez fuera conveniente que se enteraran para que se olvidaran de aquella mierda de la colaboración y gozaran de aquellas dos semanas de vacaciones exactamente igual que él.

Masticaba el bocadillo y bebía cerveza tranquilamente sentado, sin molestarse en reflexionar acerca de lo que acababa de hacer como no fuera para pensar en el cuerpo semidesnudo de Sharon y en lo mucho que hubieran deseado muchos hombres tener el valor que él había tenido y estar en su pellejo.

Pensó en todo eso y pensó en lo mucho que le envidiarían sus viejos compañeros de la compañía Charlie de la 11 brigada del Vietnam si lo supieran, pero no lo sabían y jamás podrían saberlo, maldita sea.

Todos solían fanfarronear mucho por aquel entonces, especialmente los oficiales, todos presumían de los traseros de que habían gozado cuando entraban en las aldeas, pero, qué demonios, ninguno de ellos había gozado jamás de un bocado tan escogido como Sharon Fields.

En los momentos en que no le distraían los sollozos de Sharon, Shively pensaba satisfecho en todas estas cosas, y decidió esperar un poco por si alguno de los demás se había despertado.

Como un globo enfundado en un arrugado pijama a rayas, Yost fue el primero en aparecer, frotándose los ojos.

Su mirada iba de Shively al pasillo y a la fuente de aquellos constantes sollozos. Se acercó a Shively perplejo y se sentó a su lado, en el sofá.

– ¿Qué ocurre? -Preguntó.

Shively tenía la boca llena y tardó un poco en contestar. Mascaba y sonreía y dirigía los ojos al techo sonriendo enigmáticamente. Se divertiría haciéndole esperar.

– ¿Es que le ocurre algo? -insistió Yost.

Shively tragó ruidosamente el bocado y, antes de poder contestar, descubrió la ridícula figura del viejo Brunner entrando en la estancia.

El perito mercantil, más pelado, que una anguila y más blanco que la tiza, vestido únicamente con unos calzoncillos azules que hacían que sus delgadas piernas varicosas parecieran palillos, se estaba poniendo las gafas y mirando preocupado a sus dos compañeros.

– Me ha parecido oír ruido y me he preocupado -les dijo acercándose. Ladeó la cabeza y descubrió la divertida mirada de Shively.

– Es la señorita Fields, ¿verdad?

– La misma que viste y calza -repuso Shively guiñando el ojo.

Brunner cruzó rápidamente la estancia y se sentó frente a los otros dos.

– ¿Qué sucede? Shively ladeó la cabeza en dirección al pasillo y escuchó.

Los sollozos habían disminuido notablemente, habían empezado a menguar, a hacerse intermitentes. Asintió satisfecho.

– Así está mejor. Sabía que se calmaría.

Yost agarró el hombro del tejano y lo sacudió con impaciencia.

– Deja de andarte con rodeos, Shiv. ¿Qué ha ocurrido? Shively examinó sus expresiones de curiosidad y después se metió pausadamente en la boca el resto del bocadillo. Se reclinó en el sofá y se frotó el tórax satisfecho.

– Muy bien, queridos consocios del Club de los Admiradores, ya podéis anotar lo siguiente en nuestro diario de campaña. ¿Preparados? Yost y Brunner se inclinaron hacia adelante.

– Me he acostado con ella -les dijo Shively-, anotadlo en vuestros diarios. Kyle Shively se ha acostado con Sharon Fields. Hay quien dice y hay quien hace, y escribid que el viejo Shiv es de los que hacen. ¿Qué os parece? Enlazó las manos en la nuca y sonrió contemplando la reacción de los otros dos.

– ¿Qué has hecho? -le preguntaron a gritos desde un extremo del salón.

Era Adam Malone, con la camisa por encima de los tejanos azules, cruzando descalzo la estancia con el rostro desencajado-. Me ha despertado Leo al levantarse y no estoy muy seguro de haberte oído bien, Shiv. -Se detuvo junto a la mesita de café-. ¿He oído lo que he creído oír?

Shively se echó a reír.

– Les estaba diciendo a los chicos que tu muchacha soñada ya no es una muchacha soñada, es de verdad, puedes estar seguro. He entrado allí hace un rato y me he acostado con ella a base de bien.

– ¡No lo has hecho! -gritó Malone sinceramente escandalizado-. ¡Ella no te lo hubiera permitido! Maldita sea, Shiv, será mejor que nos cuentes la verdad.

Shively se irguió en su asiento y adoptó una expresión de seriedad.

– No podía dormir. Y me decía. ¿para qué estamos aquí? Y yo mismo me contesté, ya sé por qué estoy aquí.

Estos atontados de mis compañeros son unos cobardicas. Si yo no tomo la iniciativa, perderemos el tiempo y una ocasión única de divertirnos y todo quedará en agua de borrajas. Me he levantado, he entrado en su dormitorio y me he acostado con ella.

– !No! -gritó Malone con las facciones contraídas y las manos cerradas en puño.

– Será mejor que me creas, hijo. Si no me crees, entra y pregúntaselo a tu pequeño símbolo sexual. Ella será mi testigo.

– ¡Maldito hijo de puta traidor! -rugió Malone. Se abalanzó fuera de sí sobre Shively.

El tejano se levantó instintivamente. Malone fue a agarrarle por la garganta pero el tejano fue mas rápido. Le esquivó y rechazó con el brazo derecho las manos extendidas de Malone, éste perdió el equilibrio, se tambaleó y Shively giró sobre sí mismo y le propinó un fuerte puñetazo en la mandíbula.

Malone quiso apuñear al tejano y agarrarse a éste para recuperar el equilibrio, pero falló y se desplomó de lado. Había empezado a levantarse y se había arrodillado en un intento de abalanzarse de nuevo sobre Shively, cuando Yost se interpuso entre ambos empujando a Malone al suelo con un pie y apartando a Shively con una mano.

– ¡Basta, muchachos, basta! -les ordenó Yost.

Shively miró enfurecido a Malone.

– Ha empezado este papanatas. Yo no he hecho nada.

– ¡Tú lo has hecho todo! -gritó Malone desde el suelo agitando un puño en dirección a Shively-. ¡Lo has estropeado todo! -Pronunciaba frases casi inconexas a causa del enojo-. Has quebrantado el acuerdo. Teníamos un acuerdo, un acuerdo solemne, como un juramento de sangre. Y tú lo has quebrantado a nuestras espaldas. La has violado. Nos has convertido en unos delincuentes.

– Vamos, cállate -dijo Shively molesto.

Apartó la mano de Yost y le dijo a éste-: Si no consigues que cierre la boca, Howie, lo haré yo y no va a ser bonito.

– Siéntate, Shiv, siéntate -le estaba diciendo Yost al tiempo que le empujaba hacia la silla que el alarmado Brunner acababa de abandonar.

Yost obligó al tejano a sentarse-.

Calmémonos, Shiv, y hablemos.

Yost se volvió y vio que el tembloroso Brunner estaba ayudando a Malone a levantarse del suelo.

– Ya basta, Adam, ya basta -murmuraba Brunner-. Las peleas de nada nos servirán.

– Tiene razón, Adam -dijo Yost asintiendo enérgicamente-.

Escucha a tu tío Leo. Esta vez tiene razón.

Lo hecho, hecho está, y es inútil culpar a Shiv. Lo ha hecho impulsivamente. Tenemos que reconocer que todos no somos iguales. ¿Quieres reportarte?

Malone no contestó. Se había lastimado la pierna al caer y, cojeando, dejó que Brunner le ayudara a dirigirse al sofá que había al otro extremo del salón, acomodándose en él.

Malone permanecía sentado mirando la alfombra, con los dedos de ambas manos entrelazados y sacudiendo la cabeza sin cesar. Al final miró a Shively.

– Muy bien, creo que de nada servirá la violencia.

– Así me gusta -dijo Yost complacido.

– Pero estoy muy dolido -dijo Malone amargamente-. Estoy muy decepcionado. Kyle, has cometido el delito más bajo que existe.

La has violado estando indefensa. Has quebrantado la solemne promesa que le hicimos a ella y que nos hicimos unos a otros. Lo has echado todo a perder.

– Mierda -dijo Shively-. Howie, dame una cerveza. -Tomó el vaso que le ofrecía Yost y miró a Malone con enojo-. Mira, chico, por tu bien déjame en paz. No me vengas con sermones. No vengas aquí a decirnos que eres el único que sabe lo que tenemos que hacer.

Somos todos iguales. Por consiguiente, no vayas a mandarme. Yo haré las cosas a mi modo y tú las harás al tuyo. Que es la única forma de hacerlas, según yo tengo entendido.

– Pero no utilizando la violación forzosa -dijo Malone-. Eso no es forma de hacer las cosas.

Yost terció una vez más.

– Adam, de nada sirve insistir en lo hecho. Dejémoslo. Ya ha pasado.

– En eso tienes razón -dijo Shively-. Está hecho y ha pasado, y por mucho que me reprendas y acuses, muchacho, la situación no cambiará y el reloj no volverá atrás.

A partir de ahora tendrás que ser más realista. Aceptar los hechos. Me apetecía hacerlo y lo he hecho, ¿te das cuenta? Me he acostado con ella. En un libro de cuentos tal vez sea la intocable santa Sharon Fields.

Pero por lo que a nosotros respecta es mercancía de segunda mano. Ya basta de idioteces acerca de lo que debemos y lo que no debemos hacer. Ya ha sido vencida.

A partir de ahora es miembro del Club de los Admiradores con plenitud de derecho y no ya una simple fotografía en la pared. Es un trasero vivo, muchacho, y está deseando actuar. A partir de esta noche será una fiesta de constantes diversiones. Ya es hora. No tardarás mucho en besarme los pies para darme las gracias.

Malone estaba furioso.

– ¿Darte las gracias??Por haber cometido un delito despreciable contra una persona indefensa? ¿Por no haber cumplido con la palabra dada? ¿Por ponernos a todos en peligro? Mierda, me das asco.

Se tocó el bolsillo de la camisa, introdujo los dedos en él, extrajo un aplanado cigarrillo de hierba, se lo metió en la boca y Brunner le ofreció nerviosamente fuego.

Malone se reclinó en el sofá dando chupadas al cigarrillo y fue entonces cuando Brunner miró a Shively torciendo la boca.

– No quisiera agravar la situación, Kyle, pero estoy de acuerdo con Adam. Has quebrantado las normas. No debieras de haberte dejado dominar por tus impulsos. No has tenido consideración ninguna hacia nosotros, tus amigos. Involuntariamente y sin nuestro consentimiento nos hemos convertido en cómplices.

– ¿Que sois cómplices? Bueno, ¿y qué? -dijo Shively lamiéndose la cerveza del labio superior-. Muy bien, pues, gozad de ello igual que yo.

Yost había estado observando a Shively atentamente y con cierto respeto disimulado. Estaba jugueteando con el cordón de los pantalones del pijama.

– Sí, yo creo que Shiv tiene razón en cierto sentido -dijo dirigiéndose a Malone y a Brunner, procurando mostrarse conciliador y actuar de árbitro razonable-.

A partir de ahora, sería mejor que nos calmáramos y aceptáramos mutuamente nuestras respectivas fuerzas y debilidades. Así vive la gente en el mundo. -Se detuvo y después prosiguió-: A Shively le reconozco un mérito: es realista y no se deja acobardar por innecesarios sentimientos de culpabilidad.

Ya habéis oído lo que ha dicho. Lo hecho hecho está y no puede deshacerse. Y, una vez hecho, cambia la situación. Podemos contemplarla desde una nueva perspectiva.

– No te expresas con demasiada claridad, Howard -dijo Brunner con aire preocupado.

– Digo que la situación ha cambiado y que tal vez fuera razonable que modificáramos nuestra actitud en relación con este asunto. -Se puso en pie y dio la vuelta para mirar a Shively.

Estaba claro que la aparente neutralidad de Yost se había convertido en una admiración patente-, Shiv, ¿no nos estarás tomando el pelo? ¿De veras has entrado y te has acostado con ella?

– Howie, ¿por qué iba a mentirte, siendo así que basta con que entréis y lo averiguéis vosotros mismos?

– Lo has hecho -dijo Yost como si hubiera dicho "amén". Pareció dudar un poco y añadió-: Muy bien, Shiv, pues ya podrías contarnos qué tal ha sido.

Malone contrajo los ojos para ver mejor a través del humo de la marihuana y dijo tartamudeando:

– Yo no quiero, no quiero oírlo.

– No he pedido información para ti -le dijo Yost con cierto tono de irritación-sino para mí. -Volvió a dirigir su atención al tejano-. Bueno, Shiv, cuéntanos. ¿Qué tal ha sido?

– Estupendo. Fantástico. Un viaje extraordinario. Me lo he pasado en grande.

– ¿No bromeas?

– No bromeo. La chica es todo lo que se dice que es. Resulta fabulosa.

– ¿De veras? ¿Ha colaborado?

– Yo la he invitado a hacerlo -repuso Shively con un gruñido-, pero ni siquiera le he dado tiempo a responder. A partir de ahora colaborará mejor.

Parece como construida en ladrillo pero yo la he hecho entrar en razón. Me parece que he conseguido hacerle entender que si nos lo pone difícil no irá a ninguna parte.

– Estoy seguro de que tienes razón -dijo Yost rápidamente-. ¿Entonces tú crees que no opondrá mucha resistencia?

– ¿Después de lo que yo le he dado? No. A partir de ahora será tan fácil como una abuela. Te digo que está vencida, domada. Estamos a punto de convertirla en un animalillo doméstico.

– Bueno, puesto que tenía que ocurrir, bienvenido sea -dijo Yost con los ojos brillantes-. ¿Y dices que es tal como suponíamos?

– Mejor -repuso Shiv apartando a un lado el vaso vacío. Se levantó y se desperezó-.

Howie, muchacho -dijo apoyando una mano fraternal sobre el hombro de Yost-espera a posar los ojos en aquel manguito. Es la cosa más bonita que hayas visto. De primera categoría. Es más, lleva el castor arreglado, un poco rasurado por los lados, una preciosidad.

Brunner, veterano de los espectáculos nocturnos de El Traje de Cumpleaños de Frank Ruffalo, aportó espontáneamente una explicación:

– Las bailarinas y las coristas suelen rasurarse los lados del pubis porque resulta más presentable cuando lucen mallas o braguitas. Mmm… y la señorita Fields creo que interpreta unas danzas muy atrevidas en su última película.

– Sí, -dijo Shively estudiando a Brunner en calidad de posible aliado-, sí, de eso se trata, Leo. -Volvió a darle a Yost unas palmadas fraternales en el hombro-.

Y lo demás unas aldabas de las que podríais colgar el sombrero. Es la octava maravilla del mundo. ¿Pero por qué fiaros de mi palabra? Id a verlo con vuestros propios ojos.

– Tal vez lo haga -dijo Yost ansiosamente-, lo estaba pensando.

– Pues que te diviertas mucho -dijo Shively soltando una risotada-. Yo voy a disfrutar de un merecido descanso. Buenas noches, consocios, hasta mañana.

Y abandonó la estancia bostezando. Una vez se hubo marchado el tejano, Yost sacudió la cabeza con admiración.

– Vosotros diréis lo que queráis -dijo sin dirigirse a nadie en particular-, pero hay que admirar a Shiv por haber tenido el valor de vivir la experiencia.

– Luego cualquiera puede cometer una violación -dijo Malone con voz pastosa.

– Eso estaba pensando yo -dijo Yost.

– Tal vez debiéramos acostarnos -dijo Brunner removiéndose en su asiento.

– Tú y Adam podéis iros a dormir -dijo Yost-, a mí no me apetece. Me siento estimulado.

– ¿No irás a entrar allí? -le preguntó Brunner.

Yost se rascó pensativo la entrepierna.

– ¿Y por qué no? -dijo-. Shiv no tiene por qué monopolizarla.

Brunner se puso en pie de un salto.

– Es cierto que no podemos deshacer el mal que se ha hecho. Pero dos males no suman un bien, Howard. No debiéramos agravar el delito. -Hizo ademán de agarrar el brazo de Yost-. Piénsalo. Mañana estaremos más tranquilos y podremos discutirlo.

Yost eludió su mano.

– Tal como ha dicho Shiv, ya hemos hablado bastante.

– Piénsalo, Howard, por favor.

– Ya lo he pensado. Y acabo de otorgarme un voto de confianza. Voy a echarle un vistazo a nuestra invitada de honor.

Malone fue a levantarse del sofá pero no lo consiguió.

– Howie, no.

Yost agitó la mano en dirección a él.

– Vosotros dos seguid hablando o acostaros. No os preocupéis por mí. Estamos en un país libre. Un hombre, un voto. Y yo ya sé por qué he votado. Se volvió y se encaminó hacia el pasillo.

Estaba tendida de espaldas sobre la cama, agotada por el ataque y el acceso de histerismo que posteriormente había sufrido, y le resultaba imposible pensar en nada. Sólo deseaba el olvido pero éste no se producía.

Mantenía los ojos cerrados como para convencerse de que aquel mundo no existía y había sufrido una pesadilla y pronto se despertaría a salvo en Bel Air.

Desde que había dejado de sollozar no había escuchado más rumor que los irregulares latidos de su corazón.

Corazón, detente, por favor, y líbrame de eso, rezaba.

El primer ruido que escuchó fue el de la puerta del dormitorio al cerrarse y el del pestillo al correrse. Por segunda vez, alguien había entrado en el dormitorio. No abrió los ojos inmediatamente.

No experimentaba curiosidad por saber cuál de los cuatro sería. No, bastaba con saber que aún no querían dejarla en paz.

Al principio, al pasar su acceso de histerismo, se había preguntado fugazmente si el Malo sería el único que la violaría aquella noche o más tarde. Se había preguntado si ocultaría a los demás su maldad.

Y había pensado que tal vez lo hiciera. Ahora, para saber si el visitante era de nuevo el Malo o bien uno de los demás, hizo un supremo esfuerzo y abrió los ojos.

De pie junto a la cama se encontraba la rolliza y pesada mole, enfundada en un arrugado pijama a rayas.

El Vendedor.

Sus ojos inyectados en sangre no le miraban la cara sino los pechos desnudos. La miraba fascinado y con la boca abierta y respiraba entrecortadamente.

Dios mío, gimió ella en silencio, lo sabe, lo saben todos. Ya la habían penetrado una vez.

Por consiguiente, ya no estaba intacta, no inspiraba pavor, no estaba lejos y a salvo de los intrusos Habían abierto la entrada.

El público había sido invitado a franquearla. La temporada había comenzado. Y ella era la víctima propiciatoria. Dios mío, no.

A no ser que éste, el Vendedor, y los demás fueran distintos, fueran más sensibles para con sus sentimientos y sólo se presentaran en calidad de "voyeurs".

Empezó a rezar pero se detuvo. Su infantil esperanza a propósito de una posible honradez civilizada se desvaneció antes de que pudiera formularla por entero.

Sin mirarle la cara, fascinado todavía por su busto, el Vendedor estaba intentando deshacerse el nudo del cordón del pijama.

Se quitó rápidamente los pantalones sin pronunciar palabra. No quería perder el tiempo.

– No, por favor, no -protestó ella débilmente.

El se acercó a la cama, se desabrochó con dedos enfebrecidos la chaqueta del pijama y la arrojó al suelo.

– No lo haga -le suplicó ella-. Sólo porque el otro animal…

– No le voy a hacer nada que usted no conozca -le dijo él de pie a su lado.

– No, no lo haga, no, me duele mucho. Sufro muchos dolores. Estaba seca.

– Ahora ya no lo está.

– Estoy agotada, enferma. Póngase en mi lugar. Por favor, tenga compasión.

– Tendré cuidado. Ya lo verá.

Lo que ella vio ahora, lo que no pudo evitar ver, fue la horrible y repelente figura desnuda a su lado. ¿Habría algún medio de hacerle recuperar la cordura? Sabía que resultaría inútil cualquier súplica.

Ya era demasiado tarde. La cama se hundió por el lado izquierdo al arrodillarse él en ella.

– ¿Qué prefiere usted, señora? -le estaba diciendo-. Estoy a su servicio y quiero complacerla.

– Váyase, maldita sea, o le mataré. Si me toca, le mato. Voy a…

– No pierda el tiempo. Empecemos de una vez.

Se dejó caer pesadamente a su lado rozándole la piel con la suya propia.

Con la escasa fuerza que le quedaba intentó apartarse pero él ya había extendido una mano hacia su pecho y le había acercado la cabeza a su rostro.

A continuación empezó a besarle y succionarle los pechos, primero uno y después el otro.

Quiso apartarse pero le cayó encima una mano que, la inmovilizó de espaldas.

Mientras el hombre seguía cometiendo aquellas indignidades contra sus blandos pezones, notó por segunda vez aquella noche una apresurada y creciente dureza junto al muslo.

– Quienquiera que usted sea, deténgase -le imploró-. Ya no puedo más. Quiero morir. Déjeme en paz si es un ser humano.

– Por eso estoy aquí, señora, porque soy un ser humano -dijo él apartando la boca de su pecho.

Se le echó encima con un gruñido y ella hizo acopio de todos sus arrestos procurando mantener las piernas fuertemente apretadas. Ahora le estaba haciendo algo allí abajo.

Notó que apartaba a un lado una mitad de la falda y después la otra. Notó aire frío sobre el vientre y la parte superior de los muslos.

El hombre se detuvo momentáneamente, intrigado por la contemplación de su ancho, definido y prominente montículo vaginal.

De su garganta se escapó, casi involuntariamente, un profundo sonido gutural de placer anticipado. Lo que sucedió a continuación resultó curiosamente inesperado.

Actuó con tanta rapidez que la pilló desprevenida, sin darle tiempo a defenderse. Lo inesperado fue su rapidez y fuerza. A pesar de su apariencia fofa, era muy fuerte.

Sus manos se introdujeron entre sus muslos contraídos y le separaron las piernas haciéndola gritar de dolor. Quedó abierta la rosada vulva y los anchos labios exteriores se abrieron también y, antes de que ella pudiera protegerse, el rígido y grueso miembro se introdujo entre ellos ensanchándolos al penetrarlo.

– ¡No! -gritó ella.

Pero la habían vuelto a violar, la habían penetrado por completo y se hallaba irremediablemente perdida.

Hizo acopio de todas sus reservas de resistencia, de todo lo que había sobrevivido a su enfrentamiento con el Malo.

Intentó librarse de él con sus doloridos músculos, sus nervios en carne viva y sus movimientos. Quiso propinarle un rodillazo pero él le descargó un violento puñetazo sobre la rótula y el dolor se extendió por todo su cuerpo y le estalló detrás de la frente y por todo el cráneo.

La agonía era excesiva, su mole, su tamaño y su peso elefantino eran demasiado y Sharon se ablandó.

El hombre mantenía los ojos cerrados y la boca abierta y se le caía la baba arremetiendo sin cesar hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás, distendiéndole las doloridas paredes de la vagina.

Estaba murmurando algo que ella no podía entender, pero que al final entendió.

– Estupendo, estupendo, estupendo -repetía como un disco rayado. Sus palabras la cegaron de rabia.

Le escupió todos los insultos que se le ocurrieron. Levantó la cabeza medio llorando y le golpeó la mandíbula y el pecho. Pero sus maldiciones eran como guijarros lanzados contra un dinosaurio al ataque.

Sin hacerle el menor caso, empujó y se hundió en ella. Lo que más le dolía no era la implacable arremetida que advertía entre las piernas sino el burdo cuerpo machacándola, aporreándola, estrujándola hasta dejarle el pecho y las costillas y la pelvis pulsantes y en carne viva, como si le hubieran propinado una paliza.

Hizo un último esfuerzo por lastimarle con las rodillas pero fue inútil porque parecía que allí no hubiera otra cosa más que su vagina.

Para él sólo existía el acto y el placer que éste le estaba proporcionando.

Notó que se estremecía, que echaba los hombros hacia atrás y las caderas hacia adelante y después escuchó un prolongado gemido.

– Aaaaaah, aaaah, aaah.

Había terminado. Se retiró, abrió los ojos, sacudió la cabeza como para volverse a colocar el cerebro en su sitio y se apartó de encima de ella. Después incorporó su desnuda mole, radiante de satisfacción y virilidad.

Por las mejillas de Sharon volvieron a rodar amargas lágrimas. Qué horror tan cochino y asqueroso.

Intentó propinarle un débil puntapié con la pierna izquierda, pero él lo esquivó y la dolorida pierna se dejó caer de nuevo sobre la cama.

Se había levantado de la cama. Empezó a secarse lentamente con una toalla. Después se quedó de pie con los brazos en jarras, orgulloso y complacido como un saco de grasa que se creyera el mismísimo Coloso y pensara que a ella pudiera agradarle la contemplación de su físico.

– ¿No ha estado mal, eh? -le dijo.

– ¡Maldito cerdo! -le gritó ella-. ¡Cochino cerdo indecente! ¡Espere, espere…

El se echó a reír.

– Vamos, reconózcalo. Ninguno de sus amigos actores le había dado jamás nada parecido.

– ¡Se arrepentirá toda la vida, sucio degenerado! él recogió los pantalones del pijama.

– En estos momentos no pensemos ni en mi vida ni en la suya. -Se puso los pantalones y se anudó el cordón-. Pensemos en mañana y en pasado mañana. De eso se trata, amiga mía. Por consiguiente, más le vale quedarse tendida como una buena chica y pasarlo bien.

– ¡Cerdo indecente!

– Puede repetirlo si quiere -le dijo él saludándola-. Es lo mejor que tengo.

Recogió la chaqueta del pijama y salió canturreando de la estancia.

Howard Yost les encontró tal como les había dejado. Entró en el salón sin dejar de canturrear y vio al viejo Leo Brunner, todo un espectáculo con sus calzoncillos holgados, y al pobre y afligido Adam Malone, clavado en el sofá a causa del exceso de hachís, en un estado de ligera euforia.

Con las gafas temblándole sobre la nariz, Brunner se acercó rápidamente a Yost.

– Howard, ¿lo has hecho?

– No te imaginarás que he estado jugando a la canasta.

– ¿De veras le has hecho el amor?

– Pues, claro, Leo, muchacho. Y los dos nos lo hemos pasado muy bien. Te diré una cosa. La señorita Sharon está a la altura de lo que de ella cuenta la prensa.

Malone había emergido de la bruma y fue a sentarse en un sofá que había más cerca.

– Howie, eso está mal, está muy mal y tú lo sabes. -Su expresión denotaba profunda tristeza-. Muy mal. Primero Shiv. Ahora tú.

Los dos habéis quebrantado las normas y habéis echado todo a rodar. Y pensad en ella.

– Pero ¿cuándo vas a entenderlo? -le dijo Yost con impaciencia-. ¿Para qué hemos venido? ¿Para buscar setas y gozar de la Madre Naturaleza? Que se vaya al infierno todo eso. La única Madre Naturaleza que existe para nosotros en estos momentos es la que hay en el dormitorio.

Tal vez no hubiera hecho nada en otras circunstancias. Pero puesto que Shiv ya había empezado, me dije: ¿qué más da? Estoy seguro de que en estos momentos ella piensa lo mismo.

Si ya te lo ha hecho uno, ¿qué más da que vengan otros después? Yost pensó que Brunner iba a protestar, pero éste no lo hizo.

Parecía que Brunner se hubiera transformado por completo en un "voyeur".

– Howard, ¿cuál ha sido su reacción? ¿Cómo se encuentra?

Yost se encogió de hombros.

– Creo que todo eso le resulta muy conocido. Me refiero a lo de acostarse con hombres. Después de lo de Shiv, creo que no se sorprendió de verme. Supongo que se lo esperaba.

– ¿De veras lo crees así?

– Estoy seguro. No digo que esté lo que se dice contenta. No le gusta estar atada.

Pero de no ser por eso, opuso cierta resistencia, lo cual era de esperar.

– ¿De qué clase?

– Insultó un poco, se agitó un poco, me dijo que la dejara en paz. Pero, habida cuenta de las circunstancias, me parece bastante lógico. Supongo que sabe que tiene que oponer resistencia para que no se la considere una perdida.

Por consiguiente, no me extrañó demasiado. No sé cómo debió comportarse con Shiv, pero conmigo no se resistió demasiado.

Aunque haya luchado un poco, no creo que ahora le apetezca hacerlo. Hasta casi me atrevería a decir que no opondrá resistencia alguna.

Ya ha montado su espectáculo y me parece que ahora ya está dispuesta a considerar inevitable cualquier cosa que ocurra. Shiv y yo os hemos allanado el camino. No tropezaréis con dificultades.

– Yo no quiero -dijo Malone enojado-, no quiero participar en la violación.

– Yo tampoco, Adam -le aseguró Brunner a su aliado-. Pero, puesto que ya se ha producido, siento curiosidad al respecto.

– La violación apesta -dijo Malone.

Yost se estaba molestando.

– Ya basta, Adam. Deja de comportarte como un "boy-scout". Ya eres mayorcito. Sabes igual que yo que la mitad de las relaciones sexuales que están teniendo lugar esta noche en el mundo constituyen alguna forma de violación.

Hombres que fuerzan a las mujeres de alguna manera, que las obligan a compensarles por haberse casado con ellas, o por haberles conseguido empleo o por haberles hecho regalos o haber salido con ellas.

Eso es una violación análoga a la otra.

– Sabes muy bien a qué me refiero -dijo Malone.

– Y tú sabes lo que yo pienso -dijo Yost.

Brunner, no obstante, seguía insistiendo al tiempo que se pasaba la lengua por los resecos labios.

– Howard… mmmm si no fuera incorrecto preguntarte ¿qué le has hecho?

– ¿Te refieres a si le he hecho alguna filigrana? No, la primera vez eso está excluido. Soy muy anticuado tratándose de la primera vez. Simplemente lo normal. Me he acostado con ella al estilo corriente.

– ¿Quieres decir como suele hacerlo la mayoría de la gente?

– Claro. Unas cuantas caricias para calentarla y calentarme yo. Tiene unos pechos preciosos, los más grandes que he visto, y bastan y sobran para excitarle a uno, y después tiene un bocado que te aspira hacia adentro como no te puedes figurar.

Y, cuando ya estás dentro, bueno, tal como ya he dicho, lo demás ha sido normal, yo encima y ella debajo. Ningún problema.

– ¿Cómo es? -quiso saber Brunner-. Quiero decir.

– Ya sé lo que quieres decir -le interrumpió Yost-. ¿Que si está hecha como la diosa sexual que dicen que es? Pues te diré una cosa. Los sueños de Adam se acercaban a la realidad.

Sharon Fields, en cueros, es una preciosidad. Eso es indudable. Ya sabes que dicen que a oscuras son todas iguales.

Pues no es cierto. Sharon es algo especial. Sexualidad pura. Y cuando le echas un vistazo a lo que tiene entre las piernas… -Juntó las manos-. Te digo, Leo, que ya no volverás a ser el mismo. Tal como dice Shiv, no os fiéis de mi palabra está a vuestra disposición.

Brunner esbozó una leve mueca.

– Ah, no, yo no estaba pensando en eso. Sólo quería…

– Pues ya podrías empezar a pensar en ello. Está despierta y esperándoos a cualquiera de vosotros. No seas tonto y aprovecha.Serías un anormal.

¿Quieres saber cómo es, Leo? ¿El cuerpo más célebre del mundo? Vé a verlo tú mismo.

Dirigiéndole a Malone una rápida mirada, el perito mercantil intentó darle explicaciones a Yost.

– No, puedes creerme, no estaba pensando en eso, Howard. Sólo pensaba que bueno, no he visto jamás de cerca a una mujer tan famosa prácticamente desnuda. -Vaciló-.

Pensaba que todo lo más que haría, bueno, sería tal vez entrar a echarle un vistazo pero nada más.

Y tal vez explicarle que no tiene que preocuparse, por lo menos en lo concerniente a Adam y a mí.

Quisiera decirle que no tenemos ninguna intención de causarle el menor daño.

– Haz como gustes -dijo Yost bostezando-. Yo voy a acostarme Mañana será otro día y menudo día va a ser. Buenas noches a los dos.

Tras de retirarse Yost, Brunner se quedó de pie muy cohibido.

Después tragó saliva y miró muy turbado al afligido y distante Malone.

– Yo quiero saludarla -dijo carraspeando.

Malone no levantó los ojos.

Con las manos temblorosas, Brunner se subió recatadamente los calzoncillos y se dirigió de puntillas al pasillo.

Estaba mirando las vigas del techo. El espanto y la desesperación psíquica le impedían razonar con lógica. Su ser se había convertido en una vasija rebosante de veneno.

No se sentía ni animal, ni vegetal, ni mineral.

Tardó mucho rato en darse cuenta de que otra presencia compartía con ella su celda.

Contrajo los ojos para enfocarle más allá de la elevación de su busto desnudo y los pies de la cama.

Estaba a escasa distancia de la puerta cerrada, era como una especie de bicharraco albino disfrazado de hombre, allí de pie con las gafas puestas y los calzoncillos, mirándola como si en su vida hubiera visto a una mujer.

Lo identificó haciendo un esfuerzo. El Tiquismiquis. El Viejo Sucio. El mismísimo V. S. en persona.

Le miró con desprecio y después dirigió de nuevo la mirada hacia el techo. Pero sabía que se estaba acercando, que se estaba acercando con sus escuálidas piernas varicosas. Ya estaba allí, al alcance de la mano.

– He venido porque quería decirle señorita Fields -empezó a decirle tartamudeando-que todos no somos iguales y que algunos de nosotros no queríamos lastimarla.

– Muchas gracias por nada -le dijo ella amargamente.

– Nosotros queríamos conocerla.

– Sí, conocerme antes de acostarse todos conmigo. Son ustedes unos perfectos caballeros, ya lo creo. Muy bien, ya me han conocido. Ahora lárguese, estúpido.

No hubo respuesta.

Sorprendida de su silencio, le miró.

Y se percató de lo que estaba sucediendo. Ya podía despedirse de toda honradez o amabilidad por parte de aquel imbécil.

Le estaba contemplando el cuerpo con los ojos desorbitados, se lamía los labios y le temblaba toda la huesuda figura como de cartón piedra.

Comprendió desalentada lo que le estaba ocurriendo. Estaba tendida prácticamente desnuda a todos los efectos.

Su último asaltante no se había molestado en cubrirla ni por arriba ni por abajo. El Tiquismiquis le estaba contemplando los pechos y las partes genitales.

Resultaba asqueroso y mortificante, y su desesperado odio hacia aquellos hombres le infectaba todos los poros de su ser.

– Ya me ha oído -repitió con abatida desesperación-, lárguese. Ya me ha visto. Ya habrá visto en otras ocasiones cosas parecidas, por consiguiente, váyase.

Respiraba como un asmático.

– Yo jamás he visto a ninguna mujer tan hermosa. Jamás he visto a nadie así.

No sé, no sé. Le miró los calzoncillos azules. Parecía que en su interior hubiera un ratón suelto. Vio que había algo que los empujaba hacia arriba. Volvió a sentirse enferma.

El viejo bastardo parecía que se hubiera descoyuntado. Jadeaba.

– No puedo evitarlo. Perdóneme pero tengo que tocarla. Se arrodilló en la cama a sus pies.

Estaba serpeando hacia ella como un pobre desgraciado perdido en el desierto y enloquecido por la sed.

Pensó instintivamente que, si oponía resistencia, tal vez éste recapacitaría y no tendría el valor de forzarla.

– Déjeme ver y tocar -musitó.

Ella le dio un puntapié entre el hombro y el cuello.

Al viejo se le cayeron las gafas y cayó de lado contra la otra pierna de Sharon emitiendo un aullido de dolor. Al acercarse las manos al cuello, Sharon le golpeó el rostro con el pie en un esfuerzo por apartarle.

Pero el pie pasó de largo y el cuello del viejo quedó apresado entre sus dos tobillos. Haciendo un supremo esfuerzo, juntó las piernas para ahogarle e inducirle a retirarse.

El no era fuerte y, en cambio, sus piernas, acostumbradas a años de ejercicios de danza, hubieran podido resistir la acometida, pero estaba exhausta. Se estaba debilitando, y al final, sus piernas se dieron por vencidas.

El se las había separado, había escapado y se había puesto de rodillas, Estaba dirigiendo una vez más los ojos saltones hacia el rosado pliegue de los labios.

Súbitamente a Sharon le fue dado contemplar un espectáculo ridículo. Hubiera resultado risible y auténticamente gracioso en otro lugar y otras circunstancias. Pero ahora resultaba aterrador y alarmante. El ratón se había escapado de los calzoncillos azules.

– No puedo evitarlo, señorita Fields -gemía-, no puedo controlarme.

El asombro y la incredulidad le impedían moverse. Había caído entre sus muslos y había empezado a hurgar en ella buscando y encontrando finalmente el orificio.

Presa de una especie de frenesí siguió empujando hacia adelante hasta conseguir penetrarla. Ahora estaba hurgando en su interior y llorando como un niño.

Recuperándose un poco, intentó sacudírselo en la creencia de que su tamaño le permitiría librarse fácilmente de él. Pero él la rodeó con sus brazos como si luchara por salvar la vida y se quedó clavado en su cuerpo.

Le soltó una lluvia de insultos en la espera de abochornarle y conseguir que se retirara.

– Viejo bastardo, de miembro en miniatura -le gritó-, no es mejor que los demás, al contrario, es peor porque me está contaminando con esta imitación de miembro…

Pero fue inútil. Su parloteo insensato ahogaba sus palabras y él se mantenía en sus trece, se movía como un conejo, se disculpaba gimiendo y hurgaba y hurgaba.

Al final, asqueada ante la humillación de haberse visto obligada a someterse a aquel miserable degenerado, dejó de insultarle y desistió de librarse de él.

Ya qué más daba. Comprendió que se vería libre de él a los pocos segundos.

Sus ojos vidriosos parecía que se hubieran congelado. De su boca se escapaban unos sonidos análogos a los de un globo deshincharse.

Se le tensaron los flojos tendones de ambos lados del cuello. Lanzó un grito, se aflojó, se movió arriba y hacia atrás y salió despedido como un piloto en un asiento de expulsión. Buscó las gafas, las encontró y empezó a alejarse serpeando.

Enfurecida, Sharon le dio un puntapié que fue a estrellarse contra sus costillas. El perdió el equilibrio junto al borde de la cama y cayó al suelo amortiguando el golpe con una mano para salvar las gafas.

Se levantó lentamente y se puso las gafas con aire de dignidad.

Ella le miró con enojo y repulsión. El blando fideo le colgaba todavía fuera de los pantalones. Se lo ocultó inmediatamente muy turbado.

Estaba sudoroso pero su morbosa sonrisa de satisfacción no daba a entender en modo alguno que estuviera avergonzado. Volvió a acercarse tímidamente a ella.

– Si no le importa -dijo amablemente, y le cerró la blusa sobre los pechos. Después le abrochó cuidadosamente la falda-.

¿Puedo traerle algo?

– Lo que puede hacer es largarse de aquí -contestó ella enfurecida.

– Se lo digo en serio, señorita Fields, no quería hacerlo. Pero no he podido controlar mi pasión. Jamás me había sucedido. En cierto modo ya sé que no va a creerme pero es un cumplido que le hago. Desearía que pudiera usted aceptar mi agradecimiento.

– Me alegraré de que el juez le sentencie a cadena perpetua o a arder en la silla, sucio ratón. El retrocedió parpadeando, se volvió de espaldas, cruzó la estancia y se marchó.

Adam Malone se había serenado lo suficiente como para recordar dónde estaba Brunner y lo mucho que estaba tardando. Habían transcurrido más de diez minutos, lo cual era muy extraño.

Malone había abierto una botella de Coke y estaba bebiendo para refrescarse la garganta, cuando advirtió que Brunner había entrado silenciosamente en el salón.

Se miraron el uno al otro en silencio. A Brunner se le veía inquieto y avergonzado. Parecía que quisiera decirle algo pero no se atreviera a hablar. Observó a Malone bebiéndose el Coke, como si aquel acto le interesara muchísimo, y después le siguió mirando mientras posaba la botella.

– ¿Te importa que tome un sorbo? -preguntó Brunner.

– Claro que no.

Brunner tomó un sorbo y volvió a dejar la botella sobre la mesita de café.

Malone miró al perito mercantil. No le dirigiría la lógica pregunta. Dejaría hablar a Brunner.

Brunner suspiró. Pareció tranquilizarse como perdido en sus propios pensamientos. A Malone el viejo se le antojaba distinto. Se trataba de un cambio muy sutil que, sin embargo, hubiera comprobado cualquiera que le hubiera conocido de antes.

Era indudable que Brunner había experimentado una especie de transformación mística. Se le veía como arrobado.

Brunner carraspeó.

– Supongo que querrás saber qué he estado haciendo allí dentro, Adam.

– No tengo ningún derecho a preguntártelo. De ti depende.

Brunner asintió.

– Sí, bueno. -Vaciló brevemente y después lo soltó-. Lo he hecho, Adam. Quiero pedir disculpas, quiero pedir sinceramente disculpas.

– Y se lo confesó todo apresuradamente-.

No quería hacerlo, Adam. Sinceramente te digo que no quería hacerlo. Sabía que lo que habían hecho los demás no estaba bien. Pero entré y al verla en persona. -Se perdió momentáneamente en una especie de ensueño y después prosiguió-: Yo jamás había visto a nadie como ella sin sin ropa encima.

– ¿Sin ropa encima?

– Bueno, la llevaba pero podía verse todo, y jamás había visto el cuerpo de una mujer tan famosa. Era tan… -No consiguió definirlo-. Me ha atraído como un imán. Sólo quería verla, nada más que eso, lo cual apenas era nada comparado con lo que habían hecho los demás.

Pero algo me impulsó, no pude controlarme era como si no fuera yo, Leo Brunner, como si fuera otra persona quien lo hiciera.

Adam Malone permaneció sentado en silencio. Su rostro era inexpresivo y ya había desistido de juzgar a nadie.

– Lo que tú quieres decir es que la has violado, Leo.

Brunner miró a Malone con asombro.

– Violarla, no, no ha sido una violación. Quiero decir que no ha tenido apariencia de delito violento.

– ¿Qué ha sido entonces? Me has decepcionado, Leo.

Brunner hablaba, con vacilación como si intentara explicárselo a sí mismo.

– Ha sido, no sé, puesto que toda la vida me he visto privado de las cosas maravillosas de que gozan otros hombres y por primera vez se me presentaba la oportunidad de conocer aquello de que gozan y dan por descontado los hombres más privilegiados. ¿Cómo te lo diría, Adam, para que me comprendieras?

– No tienes por qué hacerlo, Leo.

– Me parece que he pensado que se me presentaba la ocasión de hacer una inversión que me permitiera gozar de una renta vitalicia en el transcurso de los tristes años de la vejez y esta renta, tal, como ha dicho Kyle, sería el recuerdo de algo especial que de otro modo me hubiera estado vedado. -Sacudió la cabeza-. Tal vez lo esté racionalizando demasiado. Tal vez ha sido una de las pocas ocasiones de mi vida en las que me he dejado llevar por el instinto sucumbiendo a una emoción que no he podido controlar.

Me he despojado de mi disfraz civilizado. Me he convertido en un animal como los demás. Lo único que puedo decir es que no he podido contenerme. Lo que he hecho no he podido evitarlo. -Se detuvo como para hallar otra explicación más convincente-. Mi comportamiento sólo tiene una débil excusa.

No he forzado a nadie cuya vida pudiera arruinar por medio de mi acción. La señorita Fields es una joven con experiencia. Y no me refiero simplemente al hecho de que Kyle y Howard ya la hubieran violado.

Me refiero también a lo que sabemos de su borrascoso pasado según tú nos contaste. Su fama y su fortuna se deben a la promesa de sexualidad que rezuma su ser.

Es indudable que ha conocido íntimamente a muchos hombres. Por consiguiente, me ha parecido, bueno, eso lo he pensado después de haberlo hecho. He pensado que lo que había hecho con ella había sido una cosa de tantas, otra más, una cosa de rutina; para mí, en cambio, ha sido algo nuevo, una especie de triunfo. -Esperó por si Malone contestaba, pero Malone guardó silencio y entonces él decidió proseguir-. Espero que puedas entenderlo, Adam. Espero que no te decepcione. Ojalá no se interponga eso en nuestra amistad.

Si piensas que me he comportado tan mal como los demás, si a tus ojos soy igual que los demás, lo lamentaré mucho. No quería que sucediera de este modo. Sin embargo, si lograras comprender mis motivos y la importancia de este momento de mi vida en el que no he podido dominarme, me perdonarías.

Escuchando al patético viejo que tenía delante, Malone descubrió que no sentía rencor. Su cólera se había disipado. Lo que había quedado en él no era resentimiento sino una sensación de piedad hacia su pobre amigo.

– No tengo que perdonarte nada, Leo. Acepto lo que me dices y me esfuerzo por comprenderlo.

No me imagino a mí mismo haciendo lo que vosotros habéis hecho, pero todos somos distintos, somos el producto de distintas matrices, de distintos genes, de distintas carencias.

Supongo que sólo puede decirse que todos tenemos que vivir de acuerdo con lo que somos por consiguiente, que cada cual se comporte a su aire.

– Me alegro de que lo comprendas así -dijo Brunner asintiendo enérgicamente-. En cuanto a mí tal vez mañana vea las cosas de otro modo y experimente sentimientos de culpabilidad. Pero en estos momentos, ahora mismo, bueno, quiero serte sincero, Adam no lamento nada y no me siento culpable en absoluto. -Apartó la mirada-. No le hemos hecho daño ni física ni mentalmente. Se encontrará bien. Ya lo verás, bueno, ¿te apetece ya acostarte, Adam?

– Todavía no.

– Buenas noches, Adam.

– Buenas noches.

Observó al viejo mientras se dirigía al comedor para pasar a la cocina y desde allí a su cuarto y, a no ser que la vista le engañara, le pareció que los andares de Brunner resultaban casi garbosos.

Decidido a ahogar su creciente sensación de desaliento, Malone se buscó otro cigarrillo en el bolsillo de la camisa, lo encontró y apretó fuertemente el papel por un extremo.

Tras encenderlo, dio unas intensas chupadas, exhaló el humo y se hundió de nuevo en el sofá para aclarar sus ideas.

Mientras escuchaba a Brunner, sí, se había desvanecido su enojo y ahora estaba intentando establecer qué sentimiento había ocupado el lugar de aquél.

La depresión, claro, pero había algo más. Estaba invadido por una sensación de absoluta desesperación. Estaba sumergido en una sensación de nihilismo. Se sentía un todo con Sartré, una auténtica alma gemela de éste.

La escena había pasado a convertirse en algo intensamente surrealista. El ambiente que le rodeaba estaba pavorosamente vacío de valores tradicionales, orden y limitaciones. Era un paisaje emocional dibujado por Escher.

Y sin embargo, Malone comprendía que debía quedar algo en lo que todavía creyera, ya que de otro modo no hubiera sido consciente de aquella sensación de desasosiego que le embargaba.

Bien era cierto que las palabras de Brunner habían borrado su enojo, pero no podía pasar por alto la amargura que experimentaba en relación con Shively y Yost. Esta noche se sentía enojado con ellos y el motivo estaba muy claro.

Estaba resentido contra ellos porque habían mancillado su sueño. Tal vez también estuviera un poco resentido contra el viejo por haber quebrantado el pacto inicial, por no haber hecho caso de su liderazgo y haber olvidado los principios de la decencia.

Brunner había sucumbido a la debilidad y se había inclinado del lado de los embrutecidos violadores.

Mientras fumaba la hierba advirtió que aumentaba la sensación de pérdida que experimentaba. Aumentó también su amargura, sólo que ésta cambió de rumbo, giró en ángulo y se dirigió contra él mismo y contra su propia debilidad.

Sí, aquello era lo más irritante, su propia debilidad, que había impedido que la fantasía que él solo se había inventado se convirtiera en una dichosa realidad.

De todos ellos, él, Adam Malone, era el ser humano que más se merecía a Sharon Fields. El se la había inventado como objeto amoroso asequible, él había creado la posibilidad de que pudieran amarla, él había fraguado la realidad de una cita, él, y sólo él, había logrado que ocurriera lo que había ocurrido.

De todos ellos, él y sólo él la respetaba y se preocupaba por ella como persona. Y, sin embargo, la suprema ironía había querido que él, y sólo él, se viera privado de ella o se hubiera privado voluntariamente de ella.

Los otros tres, malditos fueran, no se merecían nada de ella y mucho menos antes que él. Y, sin embargo, ellos habían gozado íntimamente con ella.

Y él en cambio, por culpa de su fatal debilidad, se había visto apartado a un lado. No era justo. Qué demonios, no era justo ni para ella. No era justo que hubiera tenido que soportar a aquellos estúpidos animales insensibles, sin llegar a saber que bajo aquel mismo techo vivía alguien que la amaba por sí misma, que la amaba con una ternura, una entrega y un calor que indudablemente debía necesitar en aquellos momentos.

Sería criminal, un verdadero crimen si bien se miraba, que ella no pudiera enterarse de que había alguien capaz de disipar sus temores y hacerla objeto de la dulzura que se merecía y necesitaba. Además, todo ello formaba parte de los designios de la naturaleza.

Acudió a su mente la estrofa de lord Alfred Tennyson: La naturaleza es rapiña, mal que ningún predicador podría sanar; La golondrina destroza a la mosca de mayo, el alcaudón alancea al gorrión, Y todo el bosquecillo donde me encuentro es un mundo de pillaje y depredación.

El ambiente que le rodeaba había adquirido una característica de inevitabilidad. Adam Malone dio una última chupada al cigarrillo de hierba, lo apagó y se puso en pie. Su misión no estaba muy clara. Tenía que rescatar a Sharon Fields y salvarla de la desesperación en la que probablemente estaba sumida.

Tenía que restablecer su fe en la honradez, la bondad y el verdadero amor. Se merecía aquella sensación de seguridad que procedería del hecho de saber que en aquella casa había una persona civilizada que la amaba y respetaba.

Dependía de él. Avanzó tambaleándose en dirección al dormitorio.

Sharon Fields yacía atada a la cama con los ojos clavados en la puerta, esperando que ésta se abriera.

Se había resignado a aceptar el hecho de que aún no había cesado todo el horror de la noche. En una violación en grupo tenía una que estar preparada a que la violaran todos los componentes de la banda. Los componentes de aquella banda eran cuatro. Tres ya la habían violado. Faltaba el cuarto. Yacía tendida muy rígida y esperaba.

Se abrió la puerta. Y apareció el cuarto.

Cabello castaño oscuro, vidriados ojos castaños, expresión distante en el rostro. Se quedó de pie medio tambaleándose, con la camisa fuera y los pantalones vaqueros.

El Soñador. El chiflado autor de todo el enredo. El hijo de puta. Entró. Cerró la puerta. Se acercó a la cama avanzando casi como un sonámbulo.

– Tengo que asegurarme -dijo-. ¿Es cierto que los demás la han violado?

– Me han tratado como si fuera escoria, como si fuera basura -repuso ella-. Se han comportado como bestias salvajes. Han sido horribles, inhumanos. Me han hecho daño. -Abrigaba un destello de esperanza-. Usted no hará lo mismo, ¿verdad?

– Se han equivocado -dijo él en voz baja-. No debieran de haberlo hecho.

– Me alegro de que lo crea así -dijo ella esperanzada.

– Hubiera debido de hacerlo yo -dijo él.

– ¿Cómo?

– Hubiera debido de ser el único -le dijo con voz extraña y distante.

Sus esperanzas se desvanecieron y volvió a sumirse en el temor. Había creído que aquella noche ya no podría volver a asustarse. En el transcurso de las últimas horas había experimentado terror con tanta frecuencia que creía haber agotado ya este sentimiento.

Pero éste que ahora se había sumido en el silencio era distinto a los demás. La aterrorizaba precisamente su forma antinatural de actuar. Parecía un drogado.

Hundió la cabeza en la almohada, procurando averiguar si estaba ebrio o drogado o bien era presa de un ataque de esquizofrenia. Hablaba en murmullos y apenas podía oírle.

– No quería entrar aquí de esta manera pero soy el único que la aprecia. No sabía cómo manejarle y no tenía idea de lo que se proponía aquel sujeto. Decidió seguirle la corriente.

– Si de veras me apreciara, me dejaría en paz. Estoy enferma. Estoy agotada. Quiero que me dejen sola. Por favor, sea amable.

Pareció como si no la hubiera oído, porque mantenía los ojos fijos en su cuerpo y, por primera vez, éstos se iluminaron y la acariciaron.

– Usted necesita amor -le estaba diciendo-. Fue creada para ser venerada y amada. Se merece amor, después de lo que ha padecido. Necesita a alguien que la aprecie.

Llegó a la conclusión de que debía estar completamente loco.

– Le agradezco que me diga eso -le contestó-, pero váyase. Déjeme descansar. Si se fuera, eso sería una demostración de amor. Váyase, por favor.

Estaba muy claro que no la oía. Se había quitado la camisa. Se bajó después lentamente la cremallera de los tejanos y a punto estuvo de caerse al quitárselos. No llevaba ropa interior. Se había quedado en cueros.

Dios mío, gimió ella para sus adentros. Ya no podía soportar más castigo, dolor y humillación.

Dios mío, concédeme algún medio de impedirlo, de castrarle, de conservar un último retazo de cordura. Pero aquella noche Dios no la escuchaba.

El Soñador se había sentado en el borde de la cama y la estaba mirando.

– Te quiero, Sharon. Te quiero desde la primera vez que te vi.

– Yo no le quiero a usted. Yo no quiero a nadie de esta forma. Les odio a todos. Déjeme en paz.

El no la escuchaba.

Acercó las manos a su blusa. Ella agitó los brazos en un intento de librarse de sus ataduras y evitar que la tocara.

Pero la cuerda la mantuvo inmovilizada en su cruz.

El apartó suavemente a un lado una mitad de la blusa y después la otra y una vez más tuvo Sharon que ver lo que estaba viendo, los dos blancos pechos con las manchas pardo rojizas de los pezones.

– Sé buena conmigo, Sharon -le estaba diciendo-, no quiero tomarte por la fuerza. Quiero que me ames. Bajó la cabeza y se restregó la mejilla contra un pezón y después contra el otro.

Giró la cabeza y sus labios le rozaron y besaron los pezones y después se los rodeó con la lengua.

Levantó un poco la cabeza y murmuró:

– Eres todo lo que siempre he soñado, Sharon. Te quiero para mí solo.

– Váyase -dijo ella con voz temblorosa-, no siga. Estoy muy débil, me siento enferma, por favor.

– Dentro de un rato, cariño. Dentro de un rato podrás dormir. Ahora ya nos conocemos demasiado para poder detenernos. -Bajó la mano hacia la falda, la halló desabrochada y empezó a abrírsela-.

Esto no es nuevo, Sharon. Para ninguno de los dos. Durante todos estos años estoy seguro de que has advertido las vibraciones de mis sentimientos. Debes haber sabido lo que yo sabía.

Te he hecho el amor miles de veces. Hemos transcurrido interminables y maravillosas horas el uno en brazos del otro. Esto no es más que una de tantas veces.

Desde que el primero de ellos, el Malo, había entrado en aquella habitación no había experimentado el terror que estaba experimentando ahora.

– Está loco -le susurró-, váyase de aquí.

– Los demás no te merecían. Yo soy el único que se merece tu amor.

Ella lo miró con ojos aterrados mientras se tendía en la cama a su lado.

Le separó las piernas desnudas. Intentó resistirse pero tenía las piernas agotadas. Ya no podía obligarlas a mantenerse unidas.

Se encontraba tendido entre sus piernas con la boca sobre su ombligo, rozándoselo con la lengua, introduciéndosela dentro.

La boca le descendió por el vientre besándole la carne hasta llegar al triángulo del pubis.

– No, no -le imploró ella.

Levantó la cabeza y el cuerpo y se puso de rodillas encima suyo.

Ella se hundió y lanzó un gemido. Era inútil, inútil. Estaba débil y abatida, sólo se mantenía viva a través del horror y el odio. El tipo estaba murmurando algo. Se esforzó por entenderle.

– Cuántas veces -decía-, cuántas veces -repitió-me has provocado una erección. Cuántas veces te he penetrado, he estado en tu interior y he gozado solo de nuestro mutuo amor.

Y ahora, Sharon, al final, Sharon, vamos a estar los dos juntos.

Hizo un último esfuerzo por librarse de él pero sus fatigadas piernas no podían moverse, permanecían separadas esperando el asalto.

La estaba mirando con sus ojos de fanático. Jadeaba y palpitaba como un maniático. Apenas podía entender sus entrecortadas palabras.

– Tiempo he esperado, deseado, querido este momento, este momento estoy tan excitado, tan excitado, tan…

Advirtió que la dura punta de su miembro le rozaba los labios de abajo, cerró los ojos, se dispuso a sufrir el empalamiento y entonces escuchó de repente un lacerante grito y abrió los ojos.

Con la cabeza echada hacia atrás, los ojos fuertemente cerrados, la boca abierta y las facciones contraídas, su grito de angustia y placer fue menguando hasta convertirse en un prolongado gemido.

Sus manos se esforzaban frenéticamente por introducirle el miembro pero era demasiado tarde.

Sharon notó que el cálido semen se le derramaba por el vello del pubis y por el vientre.

El tipo movía la boca, parecía que quisiera comerse el aire, se retorcía y terminó después bruscamente.

Se derrumbó sobre la cama entre sus piernas con el vacío miembro rozándole el muslo.

– Yo no sé por qué -murmuró jadeante-, per… perdóname.

El asombro de Sharon ante aquella eyaculación prematura se convirtió en alegría. Por primera vez aquella noche había salido vencedora.

Se había debido a una intervención divina. Dios existía. Había deseado torturar y matar a los demás. Pero no había podido, éste, en cambio, era vulnerable.

Podía matarle y, a través de él, matar a los demás ella sola con el poco orgullo mancillado que le quedara.

– ¡Le está bien empleado, hijo de puta degenerado! -le gritó. Quería mostrarse despiadada-. ¿Qué tengo que perdonarle, maravilla sin miembro? ¿Quería usted forzarme, verdad? Pero no ha podido porque resulta que es un eunuco, por eso. Me alegro. Me siento satisfecha.

Se merece serlo por haber organizado todo este asunto, cerdo indecente. Miren al gran amante. ¿Qué le ha sucedido por el camino al ir a violarme?

Entristecido y sin poder mirarla, se levantó de la cama.

– No se irá todavía -le gritó ella-. Antes de largarse de aquí tiene que hacer la limpieza.

Tome una toalla mojada, maldita sea, y límpieme esta porquería de encima. Me siento contaminada.

Como un perro apaleado se dirigió al cuarto de baño, regresó con una toalla y le limpió sumisamente la secreción.

Arrojó al suelo la toalla, recogió la camisa y los pantalones, apagó la luz del cuarto de baño y fue a marcharse. Regresó y la cubrió en silencio. Al final se atrevió a mirarle los despectivos ojos.

– Lo lamento -dijo.

– ¿Qué lamentas? -le preguntó ella enfurecida-. ¿Haberme metido en este lío o no haber conseguido hacerlo conmigo?

Se produjo una pausa de silencio.

– No lo sé -repuso-, buenas noches.

Aquel jueves por la mañana los cuatro durmieron hasta muy tarde, y ahora Adam Malone había terminado de preparar los huevos revueltos y las salchichas fritas y estaba sirviendo el desayuno cuando apareció finalmente Kyle Shively.

Este se pasó por última vez el peine por el cabello, se lo guardó en el bolsillo y acercó una silla.

Malone se sentó y contempló brevemente a sus consocios del Club de los Admiradores.

En este segundo día de la aventura no predominaba precisamente lo que pudiera decirse un ambiente de fiesta.

Brunner estaba abatido. Yost parecía estar muy lejos.

Por su parte, observándose en el espejo que tenía colgado delante, Malone vio que su rostro denotaba sombría introspección.

Sólo Shively aparecía alegre. Tras llenarse el plato, Shively hizo lo que Malone había estado haciendo, es decir, observar a sus compañeros. Se rió inquisitivamente.

– No es que esto se parezca exactamente, a unas vacaciones. ¿Qué os ocurre? ¿Acaso anoche no hicisteis nada con el nido de sexualidad?

No le contestó nadie.

Shively empezó a llenarse la boca de comida.

– Pero si yo creía que ahora estaríais haciendo cola a la entrada del dormitorio.

– No hay prisa -dijo Yost-. Todavía nos quedan trece días.

– Tal vez sea suficiente para ti -dijo Shively-pero para mí desde luego que no. -Se detuvo y miró a sus compañeros recelosamente-. Ninguno de vosotros me ha contestado. ¿Anoche os acostasteis todos con ella, no?

– Yo sí -repuso Yost masticando metódicamente las salchichas.

– ¿Menuda es, verdad?

– Ya lo creo -repuso Yost.

– ¿Y tú, Leo?

Brunner asintió a regañadientes.

– Sí. No quería hacerlo pero no pude contenerme.

– Me quito el sombrero, Leo -dijo Shively sonriendo-. Hoy eres un hombre.

– Después se dirigió a Malone-.

A nuestro jefe no le hemos oído.

Malone se removió inquieto en su asiento.

– Bueno -empezó a decir sin levantar los ojos del plato-, entré cuando todos dormíais. -Se detuvo-. No me enorgullezco de reconocerlo.

– ¿Lo ves? -dijo Shively complacido-. Y, por lo que veo, no te has convertido en un despiadado criminal.

– Pero tampoco me satisfizo -dijo Malone-. No quería hacerlo de esta forma.

– Pero lo hiciste -dijo Shively implacablemente.

Malone no contestó. Lo hizo, lo había hecho y no podía saber por qué. Técnicamente no lo había hecho pero no cabía duda de que lo había intentado y había tenido intención de violarla.

Durante toda la larga noche, antes de conciliar el sueño, había procurado establecer qué le habría impulsado a comportarse de una forma tan contraria a sus principios y convicciones.

Su conducta no podía atribuirse por entero al efecto de la marihuana, estaba seguro. Algo más complicado le había inducido a ello. Lo único que sabía era que, al romper Shively aquel pacto civilizado y sentar el precedente de que el empleo de la fuerza no era ningún delito, al seguir Yost su ejemplo y al aceptar Brunner las nuevas normas, e incluso él, que hasta entonces había sido el defensor de la ley y el orden, se había producido una violenta revolución en aquella microcósmica sociedad.

Y su concepto de la moralidad había experimentado un cambio radical. Pero Malone se preguntaba si aquel cambio habría sido instantáneo. Lo más probable era que se hubieran ido corrompiendo sutil y gradualmente.

La misma puesta en práctica de la fantasía había sido el principal paso que les había alejado de las normas impuestas por la sociedad. Con sus mentiras, sus disfraces, sus narcóticos y su secuestro, habían empezado a alejarse del comportamiento civilizado.

Teniendo la tentación al alcance de la mano y tras haberse cometido la primera violación, la civilización en la tradicional acepción de la palabra había sido barrida a un lado.

Puesto que no tenían que responder ante nadie, habían alterado las normas de la decencia. Se había sometido a debate un mal y, por mayoría, éste había sido aprobado como un bien.

Tres cuartas partes de aquella sociedad habían aceptado las nuevas normas. Y él por su parte había considerado el acto como una simple forma de acatamiento.

Bueno, se dijo ahora, ¿quién estaba en condiciones de establecer qué era lo auténticamente civilizado y, por ende, lo que estaba bien? Había leído los estudios antropológicos de Margaret Mead sobre las sociedades de los arapesh, los mundugumor y los tschambuli de Nueva Guinea.

Las familias arapesh eran cordiales y amables, sus mujeres eran dulces y plácidas, los hijos se educaban en la bondad, los hombres eran responsables de los hijos.

Los mundugumor creían en la poligamia, despreciaban a los hijos, fomentaban las luchas entre padres e hijos por la obtención de las mujeres, obligaban a las mujeres a realizar los trabajos más duros, fomentaban la agresión y la hostilidad.

Los tschambuli proporcionaban la misma educación a los dos sexos, permitían que los hombres se convirtieran en objetos sexuales, convertían a las mujeres en obreras, se consideraban una sociedad patriarcal a pesar de estar la tribu regida por las mujeres e instaban a las mujeres a convertirse en agresoras sexuales.

Para los arapesh, una persona agresiva estaba enferma y era una neurótica. Para los mundugumor, una persona pacífica estaba enferma y era una neurótica. Para los tschambuli, un varón dominante o una mujer dulce eran personas neuróticas y enfermas.

Por consiguiente, ¿quién podía decir lo que estaba bien y era civilizado? La digresión filosófica no le sirvió a Malone de mucho consuelo y ahora éste decidió prestar atención a Shively que estaba formulando una pregunta.

– ¿La ha visto alguien esta mañana?

– Yo -repuso Malone-, me he levantado un poco antes que todos vosotros.

He entrado para ver si podía hacer algo por ella.

– Apuesto a que sí habrás podido -dijo Shively con un gruñido-. Nos llevas un vapuleo de ventaja.

– Cállate ya, maldita sea -dijo Malone enfurecido-. No le he puesto la mano encima. He entrado para ver cómo estaba.

– ¿Y cómo estaba? -preguntó Yost secándose la boca con la servilleta de papel.

– Exactamente igual que ayer. Malhumorada y triste. No ha querido hablar conmigo. He pensado que armaría un alboroto cuando la desatara para permitirle ir al lavabo.

Pero se sentía demasiado débil. He querido darle algo de comer pero sólo ha aceptado un zumo de naranja.Después he vuelto a atarla.

– ¿Cómo estaba? -preguntó Yost.

– ¿Que cómo estaba?

– Si todavía estaba guapa.

– Más que nunca -repuso Malone con serena sinceridad.

– ¿Entonces por qué no te has acostado con ella? -le preguntó Shively.

Malone le dirigió al tejano una mirada despectiva.

– ¿Y eso qué tiene que ver? Si quieres que te diga la verdad, de esta manera no tiene gracia, hacérselo a la fuerza contra su voluntad.

– Vaya por Dios -dijo Shively mirando a los demás-, ya tenemos aquí otra vez al jefe "scout".

Por mi parte, yo gozo del placer de la manera que sea.

Brunner se apresuró a salir en defensa de Malone.

– Vuelvo a estar de acuerdo con Adam. A mí tampoco me gusta forzar a una persona indefensa. No se trata de un acto sexual normal.Es más bien como una masturbación o como violar un cadáver. Me pongo nervioso de sólo pensarlo.

– Eso es exagerar un poco, Leo -repuso Yost-. Yo no experimento sentimiento alguno de culpabilidad teniendo en cuenta su historial. Naturalmente, tengo que reconocer que no es la mejor forma de hacerlo estando ella atada, acoceándome e insultándome. -Se dirigió a Shively-. Eso te priva un poco del placer. Tienes que reconocerlo, Shiv.

– No sé -dijo Shively encogiéndose de hombros-. No me importa que se me resistan un poco. Me estimula la pasión. Pero sí, Howie, creo que resulta más agradable cuando la chica se muestra de acuerdo.

Perdí mucha energía intentando vencer la resistencia de esta perra. Y toda aquella energía hubiera debido estar dirigida donde le corresponde, es decir, hacia su interior.

Malone tomó la bandeja en la que todavía quedaban huevos y salchichas y se dirigió a la cocina para volver a calentar la comida.

No le apetecía escuchar las groserías de Shively.

Pero no consiguió aislarse del diálogo.

– Ojalá pudiéramos conseguir su colaboración -estaba diciendo Yost tristemente-, entonces eso se convertiría en una auténtica fiesta.

– Yo sé que me sentiría menos culpable -dijo Brunner removiendo el yogourt.

– Bueno, qué demonios -dijo Shively-, si no quiere, no quiere y no se puede hacer nada al respecto.

– Si no accede a colaborar -dijo Brunner-no creo que me interese seguir adelante. Anoche no era yo. Y ahora, a la luz del día, me repugna lo que hice.

– Yo no diría eso precisamente -dijo Yost-. Me acostaré con ella mientras la tengamos aquí. Pero, sin estar ella de acuerdo, no es que sea precisamente mi deporte preferido. Mejor dicho, sí lo es pero podría ser cien veces mejor.

– Oye, Adam -gritó Shively en dirección a la cocina-, ¿tú qué dices? Malone se acercó a la puerta.

– No, si va a tener que ser por la fuerza, ya he terminado. Me doy por vencido. No puedo soportar la violación y no comprendo cómo la soportáis vosotros.

Si colaborara tal como yo había esperado, bueno, entonces sería distinto. -Se volvió-. Perdonadme, no quiero que se quemen los huevos.

– ¡Oye, un momento! -dijo Shively poniéndose en pie y acercándose a la puerta de la cocina-. ¿Para quién estás guisando? ¿Qué estás haciendo ahí? Retrocedió al ver salir a Malone con una bandeja de comida y fue tras él.

– ¿A quién le llevas eso?

– A Sharon.

– ¿A Sharon? -repitió Shively.

– Pues claro. Hace casi treinta horas que no ingiere alimento sólido. Debe estar muerta de hambre. Creo que se alegrará de comer.

– Vaya si se alegrará -dijo Shively-, sólo que no comerá. Dame esta maldita bandeja. -Antes de que el sorprendido Malone pudiera reaccionar, Shively se adueñó de la bandeja-.

Escuchadme, chicos, acaba de ocurrírseme una idea prácticamente lo tengo resuelto la forma de conseguir que colabore.

– ¿De qué estás hablando, Shiv? -le preguntó Yost.

– Mira, es lo mismo que adiestrar a un perro, a una perra para ser más exactos. El mejor sistema es darle o quitarle la comida. Intentas enseñarle algo y llega a comprender que, cuando colabora, recibe la recompensa de una buena comida. A veces se tarda un poco pero nunca falla.

– Maldita sea, Kyle -protestó Malone-, ella no es un perro. Es un ser humano. -Quiso recuperar la bandeja pero Shively la mantuvo en alto lejos del alcance de sus manos-. Vamos, Kyle.

– Te digo que no existe diferencia alguna -insistió Shively-. Una perra y una mujer pueden adiestrarse siguiendo el mismo método. Mira, cuando estaba en el Vietnam y le echábamos el guante a algún comunista al que queríamos interrogar, le matábamos de hambre. Déjame hacerlo a mi manera, muchacho. Todo lo que se ha hecho aquí, se ha hecho siguiendo mis directrices.

– Tal vez Shiv tenga razón -le dijo Yost a Malone-. ¿Por qué no le damos la oportunidad?

– ¿Qué te propones hacer, Kyle? -preguntó Brunner muy perplejo.

– Ven a ver -le dijo Shively echando a andar con la bandeja en la mano-. Pero no me des la lata. La idea ha sido mía.

Todos siguieron a Shively atravesando el salón y el pasillo y se detuvieron ante la puerta del dormitorio.

– Ahora os quedáis aquí -les ordenó Shively a los demás guiñándoles el ojo-.

Si queréis ver como se hacen las cosas con estilo, observad al viejo Shively.

Se situó de cara a la puerta, se irguió, sostuvo en alto la bandeja con una mano y llamó a la puerta con los nudillos de la otra.

– Señora, es el mayordomo -anunció con voz de falsete imitando el acento inglés-. Su almuerzo está servido, señora. Miró a los demás, abrió la puerta y entró.

Malone se acercó más a la puerta para poder observarlo todo mejor. Se hallaba tendida en la cama cubierta todavía con la manta que él le había echado anteriormente encima.

Siguió mirando al techo haciendo caso omiso de la presencia de Shively, que se estaba acercando con la bandeja.

– Hola, preciosa -dijo Shively, ¿qué tal te encuentras esta mañana? Ella no contestó.

Shively apartó algunos objetos que había sobre la mesilla de noche y depositó cuidadosamente la bandeja encima de ésta.

– Debes estar muy hambrienta. Mira qué bien huele. Huevos con salchichas. Vaya si huele bien. ¿Y qué más tenemos? Vamos a ver. Zumo de naranja. Pan con mantequilla. Café caliente y crema de leche. ¿Qué te parece? Nos hemos imaginado que querrías conservar las fuerzas.

Muy bien, te soltaré una mano para que puedas comer. Pero yo que tú no intentaría hacer ninguna cochinada. Estaré al otro lado de la cama vigilándote.

Así -se sacó una reluciente pistola del bolsillo, un revólver Colt Magnum, y la sopesó en la palma de la mano-. Estamos de acuerdo, nada de tonterías.

Ella le miró pero guardó silencio.

– ¿Te apetecería alguna otra cosa, aparte de la comida? -le preguntó Shively volviendo a guardarse la pistola en el bolsillo.

Ella se mordió el labio y pareció como si le costara hablar. Al final decidió hablar.

– Si le quedara un gramo de decencia, me traería usted un tranquilizante, una píldora para dormir. De la clase que sea.

– Tenemos de las que tú usas -le dijo Shively con una sonrisa-.

Nembutal, ¿verdad? Como ves, hemos pensado en todo.

– ¿Puedo tomarme una ahora?

– Pues claro que sí, ahora mismo. Y también toda la comida que hay en esta bandeja.

Es más, a partir de ahora podrás tener todo lo que quieras pero por cada cosa que recibas tendrás que pagar una factura.

– ¿Pagar qué? No le entiendo.

– Nadie recibe nada a cambio de nada -le dijo Shively-. Mi madre solía decir que el mundo no le regala la vida a nadie de balde. Y es cierto.

Se paga a cambio de lo que se recibe. Nadie recibe nada gratis. Y yo digo que eso también se te puede aplicar a ti por importante que seas. Te serviremos tres comidas al día. Te daremos las pastillas. Te daremos todo lo que nos pidas, dentro de los límites de lo razonable, claro. Pero tendremos que recibir algo a cambio. ¿Y sabes lo que es? Ella guardó silencio.

– Pedimos muy poco a cambio de lo que vamos a darte -prosiguió Shively-. En la situación en que te encuentras, no estás en condiciones de ofrecernos demasiadas cosas a cambio de la comida y habitación, como no sea una cosa. Y eso es lo que te pedimos. -Se detuvo-. Tu amistad.

Esperó su reacción pero ella le miró friamente sin hablar.

– De ti depende, señorita -dijo Shively-. Aquí tienes una deliciosa comida caliente. Se te traerán las píldoras inmediatamente. Y te garantizo que muy pronto te desataremos. Lo único que te pedimos es que dejes de luchar contra nosotros y de ponérnoslo difícil tanto para nosotros como para ti. Tú juegas con nosotros y nosotros jugaremos contigo. Eso es. ¿Qué te parece?

Desde el pasillo Malone observó que el rostro de Sharon enrojecía de rabia.

– ¡Váyase a la mierda, cochino bastardo indecente, eso es lo que me parece! -le gritó-. Vaya a esconderse debajo de la roca de la que ha salido. Usted y sus amigos pueden meterse en el trasero las comidas y las píldoras.

Porque no pienso darles nada a cambio. Podrán ustedes quitarme lo que puedan tal como hicieron anoche, pero yo no les daré nada de buen grado, ni una sola cosa. ¡Recuérdelo! ¡Ahora quítese de mi vista, asqueroso!

– Te estás cavando la fosa, señorita -le dijo Shively sonriendo-. Quédate en ella. -Tomó lentamente la bandeja de la comida, la examinó, aspiró su aroma y esbozó una radiante sonrisa. Tomó un sorbo de zumo de naranja y chasqueó la lengua. Tomó después una salchicha y empezó a mordisquearla-. Mmmm, delicioso. -Volvió a mirarla sonriendo-. Muy bien, muñeca, cuando quieras algo, lo recibirás o no lo recibirás según lo que estés dispuesta a pagar. A partir de ahora no recibirás nada a excepción de nuestro amor, claro, de eso no quisiéramos privarte. -Se dirigió hacia la puerta para reunirse con los demás y le habló por encima del hombro-. Cuando quieras algo más, dinos que estás dispuesta a dar más, éstas son las condiciones finales. Hasta luego, encanto.

Shively cerró la puerta del dormitorio y les guiñó el ojo a los demás.

– Tened paciencia, muchachos. Hacedlo a la manera de Shiv. Tened confianza en mí. Dentro de cuarenta y ocho horas podréis gozar del trasero más colaborador de la historia.

Sharon Fields yacía inerte en la cama debilitada por el hambre, la sed y la falta de sueño y se sentía constantemente como al borde del delirio. No sabía cómo había transcurrido la tarde. No recordaba las dolorosas horas ni los pensamientos que habían cruzado por su imaginación.

Ahora, puesto que ya no se filtraba luz a través de las rendijas de los tableros, supuso que ya habría anochecido.

El reloj que había al lado de la cama le confirmaba que eran las ocho y veinte de la tarde en algún lugar del reino de Satanás.

Volvía a sentirse febril y, por alguna extraña e inexplicable razón, ello contribuyó a aclararle las ideas. Su cerebro se esforzaba por hallar alguna esperanza a la que aferrarse y, al final, sólo consiguió aferrarse a una. Volvió a pensar por centésima vez en la promesa de las Personas Extraviadas.

No podía concebir que un personaje célebre, una mujer tan famosa como ella, pudiera desaparecer sin que nadie la buscara. Imposible. Si bien, pensando en la facilidad con que había sido apartada de la seguridad de la raza humana, mantenida en esclavitud, violada y humillada, había empezado a abrigar ciertas dudas en relación con su importancia y su fama dado que ello se había producido sin que la protegiera y lo impidiera ninguna persona que la conociera y venerara.

Había examinado minuciosamente sus dudas descubriendo una profunda grieta en su orgullo -consecuencia de su desamparo-y había tenido que hacer acopio de toda la fortaleza de su ser para recordar quién era y qué representaba a los ojos de todo el mundo.

¿Por qué, pues, no la echaban en falta? ¿Por qué alguien de entre su legión de amigos, protectores y admiradores no hacía algo por salvarla? Otra vez la esperanza de las Personas Extraviadas. Era su máxima esperanza.

Félix Zigman y Nellie Wright hablando con la policía, demostrando que su desaparición había sido real. Y los de la policía, que eran muy listos y científicos, encontrarían alguna clave que les permitiera descubrir el secuestro y sus autores y su paradero.

Procuró imaginarse lo que estarían haciendo en aquellos momentos por ella. Varias patrullas de vehículos de la policía ya se habrían puesto en camino hacia el lugar en el que ella se encontraba al objeto de apresar a sus secuestradores y salvarla.

Siguió alimentando aquel sueño pero de repente éste fue sustituido por un espectro que eclipsó todas sus esperanzas. Había recordado algo, una escena que súbitamente revivió mentalmente, un primer plano de Nellie y ella anoche en el salón de su casa de Bel Air, mejor dicho, no anoche sino la noche del día anterior, cuando todavía era un ser humano apreciado por los demás.

Aquella escena, finalizada la fiesta de despedida y tras haberse marchado todos los invitados, hablando con Nellie antes de subir a acostarse.

La recordaba con toda claridad y precisión.

Ella: "Tal vez necesite a alguien. Tal vez lo necesite todo el mundo. Tal vez no. Ya lo averiguaré. Pero no me hará falta toda esta corte y adornos.

Dios mío, a veces quisiera marcharme, huir, escapar hacia algún lugar donde nadie supiera quién soy, donde a nadie le importara quién soy estar sola y en paz algún tiempo, vestir lo que quisiera, comer cuando me apeteciera, leer o meditar o pasear entre los árboles o haraganear sin experimentar sentimiento alguno de culpabilidad. Largarme donde no hubiera manecillas del reloj, ni calendario, ni agenda, ni teléfono.

A un país de nunca jamás, sin pruebas de maquillaje, sesiones fotográficas, ensayos ni entrevistas. Yo sola, independiente, libre, perteneciéndome a mí misma".

Nellie: "¿Por qué no, Sharon? ¿Por qué no lo haces algún día?"

Ella: "Tal vez lo haga. Sí, es posible que esté dispuesta a hacerlo muy pronto es posible que emprenda un vuelo inesperado y vea dónde aterrizo y qué me sucede".

Santo cielo, le había dicho a Nellie todas estas cosas precisamente la víspera del secuestro.

Y Nellie, con la mentalidad de grabadora que tenía, no habría olvidado ni una sola palabra.

Se estaba imaginando ahora otra escena, la que habría tenido lugar tras su desaparición.

Félix: "O sea, ¿que te dijo todo eso la víspera de su desaparición?"

Nellie: "Exactamente éstas fueron sus palabras textuales. Que le gustaría largarse, huir y ocultarse en algún lugar desconocido donde nadie pudiera encontrarla".

Félix: "Pues ya tenemos la explicación. Se ha largado impulsivamente sin decirnos nada. Estará descansando en algún sitio".

Nellie: "Pero no tiene por costumbre no decirnos nada a ninguno de los dos".

Félix: "Ya lo ha hecho en otras ocasiones, Nellie".

Nellie: "Sí, pero…

" Félix: "No, eso es lo que habrá ocurrido con toda seguridad. Es inútil que acudamos a la policía. Haríamos el ridículo cuando apareciera. Me parece que tendremos que permanecer sentados con los brazos cruzados esperando a que se aburra de estar sola y decida regresar a casa. No te preocupes, Nellie. De una forma consciente o inconsciente te dio a entender que tenía en proyecto ir a ocultarse en algún sitio durante algún tiempo.

Y eso es lo que ha hecho. No podemos hacer otra cosa como no sea esperar".

Santo cielo, aquellas palabras estúpidas, inofensivas y carentes de significado que le había dicho a Nellie, las habrían interpretado ahora erróneamente y serían el instrumento que la alejaría de toda posibilidad de alerta, búsqueda y salvación.

El espectro que había borrado su última esperanza había sido ella misma.

Navegaba al garete, sola y sin que nadie que la echara en falta, sobre una balsa en un mar desconocido y era necesario que afrontara aquella realidad de una vez por todas. Estaba totalmente a la merced de aquellos sádicos tiburones.

¿Cómo era posible que ella -precisamente ella-hubiera acabado metida en aquella pesadilla viviente? Buscó alguna explicación racional y se acordó de aquellos increíbles momentos del día anterior, de la tarde del día anterior, en que el Soñador le había leído todas sus falsas declaraciones en el transcurso de las falsas entrevistas de prensa, las declaraciones que la habían hecho aparecer como una ninfómana, papel que justamente interpretaba en su última película, “La prostituta real”.

Todas aquellas falsedades y aquella imagen suya deformada, que ya empezaba en la biografía que los estudios habían divulgado, la habían conducido en cierto modo a la cautividad de aquella cama.

La biografía de los estudios, la biografía pública, parecía que todavía estuviera escuchando al Soñador recitándola, recitándosela como si fuera el Evangelio.

Nacida en una plantación de Virginia Occidental. Sus padres, unos aristócratas. Su padre, todo un caballero y abogado sureño. Estudios en la escuela de Educación Social de la Señora Gussett y en Bryn Mawr.

Un concurso de belleza, un anuncio de televisión, el método Stanislavsky, un desfile de modelos benéfico, un descubridor de talentos, unas pruebas cinematográficas, un contrato con unos importantes estudios, un papel secundario y el inmediato ascenso al estrellato.

Santo cielo, si aquellos chiflados supieran la verdad. Pero, si alguien se la contara, no la creerían. Ni ella misma podía creérsela porque la había reprimido y enterrado hacía mucho tiempo.

En contra de su voluntad, su cerebro empezó a practicar excavaciones arqueológicas en su no muy lejano pasado. Había que ir desenterrando uno a uno todos aquellos feos y desagradables objetos. Un solo vistazo a cualquiera de ellos bastaba para horrorizarla mentalmente.

Klatt y no Fields, ése había sido su apellido y el de sus padres. Hazel y Thomas Klatt. Su padre, un inmigrante analfabeto, guardafrenos de los ferrocarriles de Chesapeake y Ohio, borracho, borracho de bourbon barato, que murió de una afección hepática cuando ella tenía siete años. Abandonándola y dejándola injustamente sola y esclavizada por Hazel (seguía sin poder llamarla su madre), que la odiaba porque era para ella un estorbo, que la obligaba a efectuar los trabajos domésticos, que no le hacía el menor caso en su afán de dedicar toda su atención a los posibles futuros maridos.

Un padrastro, desde los nueve a los trece años, otro borracho que apaleaba a Hazel (le estaba bien empleado) y que un día se largó sin más.

Otro padrastro, probablemente un tipo que debía limitarse a vivir maritalmente con Hazel, granjero y maniático sexual, que miraba a la hijastra con lascivia y que la despertó una noche cuando ella tenía dieciséis años con una garra entre sus piernas y otra sobre su busto.

A la tarde siguiente abandonó su hogar y se fue a Nueva York. Todo aquello en Virginia Occidental, los primeros años en una sucia buhardilla situada encima de unos locales de servicios religiosos de Logan. Más tarde en una helada y estéril granja de las cercanías de Hominy Falls, en la zona de las montañas Allegheni, tierras de palurdos.

Más tarde en una miserable casa de huéspedes de una empinada y estrecha calleja de Grafton.

La escuela. Tres años en una miserable escuela superior de Virginia Occidental. Tres meses de clases nocturnas en un colegio municipal de Nueva York. Seis semanas en una academia de secretariado de Queens. Por la noche en las salas cinematográficas mirando, soñando, procurando imitar.

Empleos. Camarera en Schrafft’s. Secretaria de una empresa de venta de automóviles. Vendedora de maíz tostado en un cine de reestreno. Empaquetadora de unos almacenes. Camarera de un bar. Recepcionista de un pequeño taller de confección. Mecanógrafa de una empresa de postales por correo.

Después un día el fotógrafo ¿cómo se llamaba? ¿Aquel joven de la cara llena de granos que había cambiado el rumbo de su vida? Era colaborador libre de ciertas publicaciones especializadas. Estaba realizando un reportaje fotográfico acerca de las postales.

La vio, le pidió permiso a su jefe para utilizarla en el reportaje al objeto de conferir a éste garra y brillantez.

No faltaba más. Le dedicó diez carretes. Y los fines de semana, entusiasmado ante la sensualidad que decía se escapaba por sus poros, le hizo innumerables fotografías, una vez en la campiña de Connecticut, otra en bikini en las playas de Atlantic City.

Más entusiasmo. Le mostró las fotografías a un amigo suyo que trabajaba en una agencia de modelos. El amigo le aconsejó que siguiera un curso de modelo de tres meses de duración. Ella se mostró de acuerdo.

Tenía por aquel entonces un amigo acomodado, subdirector de un hotel de la Avenida Park, y éste le pagó la matrícula del curso a pesar de lo tacaño que era, pero es que ella no estaba dispuesta a darle nada si no pagaba.

Aquel curso le enseñó muchas cosas. Al terminar, abandonó al subdirector de hotel y se hizo amiga de un redactor de una agencia publicitaria, que estaba casado y le pagó el arreglo de la dentadura y las clases de dicción y el repaso de los ejercicios. Obtuvo varios trabajos de modelo, no los mejores pero sí bastante aceptables.

Pasó sujetadores, lencería y bikinis para los compradores. Empezó a aparecer en anuncios de revistas vestida muy sucintamente con ropa interior y pasó a las portadas, primero “U.S. Camera” y después revistas para hombres, tres en dos meses.

Un agente de Hollywood de segunda categoría y ya en declive -¡un agente!-la vio en la portada de una de las revistas para hombres, la localizó, se ofreció a tomarla bajo su protección y llevársela a Hollywood, pagarle el alquiler y entregarle dinero a cuenta hasta que consiguiera encontrarle trabajo en la televisión o el cine. Y se fue con él a Hollywood.

No era gran cosa, no disponía de despacho sino tan sólo de teléfono, vestía raídos trajes, era achaparrado y panzudo, olía a puro y a ajo, pero era su agente. Personalmente se conformaba con muy poco -un trabajo manual dos veces a la semana-; gracias, cariño, muy bien. Y le encontró trabajo.

No precisamente en el cine pero muy cerca del cine. Actuó de azafata en salones del automóvil, salones náuticos y cuatro convenciones. Fue uno de los muchos cuerpos que recibieron a los invitados en el transcurso de las inauguraciones de un restaurante y un supermercado.

Muy pronto se la vio del brazo de este actor en ascenso, de aquel otro y del de más allá en fiestas y estrenos. Y todo aquello empezó a gustarle.

Su agente no sabía promocionar talentos. No inspiraba respeto ni autoridad. Sólo le conseguía contactos de segunda mano. Pero a ella le gustaba. La palabra agente era el eufemismo que se utilizaba para designar a un rufián de categoría.

Sin embargo, ella no necesitaba ningún rufián. Se las apañaría mejor por su cuenta. Fue sin cesar de un lado para otro.

Un actor de carácter. Contactos. Un director de reparto. Algún que otro papelito secundario. Un fabricante de cámaras. Mejores contactos. Un productor independiente. Dos papeles secundarios en cortometrajes.

Un acaudalado agente. Una presentación. Un director de estudios viudo. Un contrato, algunas pruebas, otro papel secundario, un puesto permanente de azafata en sus fiestas de Palm Springs, un apartamento en el paseo Wilshire. Exhibición.

El público la descubrió y la publicidad se encargó de lo demás. Casi había conseguido todo. Casi había olvidado que todo aquello había existido. Pero esta noche la habían obligado a recordarlo de nuevo.

El Soñador y los restantes monstruos, sometidos al lavado de cerebro de la leyenda, no se creerían la verdad porque no querrían creérsela. Y, sin embargo, era su verdad, la atormentada odisea que desde la miseria de Virginia Occidental pasando por la infamia de Nueva York la había conducido a la despiadada explotación de Hollywood.

Los primeros años de actriz habían sido los peores, el ofrecimiento de placeres, el hacer de geisha, el ofrecimiento de su carne y de su órgano femenino con tal de alcanzar el éxito. Había sido afortunada porque lo había alcanzado. Lo había alcanzado y lo comprendió al llegar a los platós y comprobar que los hombres la necesitaban a ella más de lo que ella les necesitaba a ellos.

Su primer papel estelar la había liberado para siempre de su esclavitud en relación con los hombres y había sido libre a partir de entonces. Ahora, si bien se miraba, algo había en su pasado que la tenía perpleja. En la auténtica versión de su historia siempre había considerado que los hombres de su vida la habían explotado para satisfacción de sus propios y egoístas placeres.

Y, sin embargo, volviendo a revisar su historia, era posible que otra persona la interpretara de otro modo. Tal vez hubiera podido decirse que los hombres no habían explotado a Sharon Fields en su propio beneficio tanto como Sharon Fields los había explotado a ellos en el suyo.

Se esforzó por aclarar sus ideas. No cabía duda de que siempre había creído que los hombres la habían explotado -y la habían explotado, vaya si lo habían hecho-, pero tampoco podía negarse que ella los había utilizado constantemente y despiadadamente en su propio beneficio. Había coqueteado y les había atraído con la promesa del goce sexual.

Hábilmente, para lograr sus propósitos, había manejado a los hombres, había jugado con sus apetitos y debilidades y necesidades.

Les había enfrentado unos con otros exigiendo y después dando, siempre cambalacheando y comerciando y utilizándolos a todos en calidad de peldaños para ascender a la cumbre. Implacablemente y a sangre fría, en muy pocos años, destrozando orgullos e incluso carreras, destruyendo matrimonios, había utilizado a los hombres para ascender al pináculo.

Pero tenía una excusa. Había sido una chiquilla perdida en un tiránico mundo masculino.

Había entrado en el mundo masculino con desventaja, sin el respaldo de la seguridad familiar, sin instrucción, sin dinero, sin inteligencia natural, un auténtico ser primitivo.

No ambicionaba el dinero y la fama como no fuera para alcanzar aquello que siempre había ansiado y estaba decidida a alcanzar: la seguridad, la libertad, la independencia y la propia identidad.

Había conseguido ver cumplidos sus deseos porque era dueña, por suerte suya, de la única moneda que más anhelan los hombres: la belleza. No obstante, se resistía a atribuir exclusivamente su éxito a su rostro y a su cuerpo.

Había conocido a cientos y a miles de muchachas igualmente hermosas, muchachas de hechiceras facciones y preciosas figuras. Y, sin embargo, no habían conseguido alcanzar el mismo éxito que ella. La causa de haber conseguido el éxito no se debía sólo a la intensidad de su anhelo sino a la búsqueda de algo más que su simple apariencia exterior, algo que le permitiera promocionarse.

Había estudiado y había aprendido a utilizar su aspecto para atraer y seducir a los hombres, para convertirles en esclavos suyos fingiendo ser ella su esclava.

En eso había estribado la diferencia. Ya no recordaba con cuántos hombres se había acostado, se había hecho el amor y había dormido en el transcurso del traicionero ascenso. No podía recordarlo porque no había nada que recordar.

Eran hombres sin cuerpo y sin rostro porque se limitaban a ser unos peldaños y, tanto en la cama como fuera de ella, Sharon siempre había mirado más allá, hacia la lejana cumbre.

La sexualidad jamás había significado nada para ella. El acto jamás había sido un compromiso humano. Había sido simplemente un apretón de manos, una carta de presentación, una llamada telefónica, un contacto, un contrato, otra cosa.

La sexualidad jamás había sido para ella algo especial sino simplemente una de tantas funciones corporales automáticas, algo que se hacía, algo de que se sacaba un provecho, algo que a veces resultaba agradable pero no gran cosa, lo tomas o lo dejas, sólo que últimamente había sometido a revisión sus antiguos conceptos y había empezado a considerar la sexualidad como parte integrante del amor.

Y ahora se encontraba aquí sofaldada y atada a un lecho desconocido procurando reorganizar su futuro. Encuadrada en el contexto de su pasado, su actual situación se le antojaba mucho menos amenazadora. Al fin y al cabo, no eran más que unos hombres, y qué más daba que se lo hicieran un poco más teniendo en cuenta que ya la habían violado y le habían brutalizado el cuerpo.

Desde esta perspectiva fatalista, se le antojaba absurdo no beneficiarse de algo a cambio de lo que tendría que soportar. ¿Por qué no rendirse al precio que le exigían? ¿Por qué no colaborar a cambio de comida, descanso y liberación de las ataduras que le magullaban las muñecas, le entumecían los brazos y le producían un dolor incesante en los hombros? ¿Por qué no cambalachear al objeto de llegar a un acuerdo en el sentido de ser liberada muy pronto de aquel cautiverio? Reflexionó acerca de la posibilidad de llamarles, convocarles, decirles que estaba dispuesta a abandonar la resistencia a cambio de ciertas consideraciones.

Antes de que pudiera llegar a una decisión final, se percató sobresaltada de que no estaba sola. El más alto, con aquel rostro tan horrible y aquel lenguaje tan vulgar, se encontraba en la habitación de espaldas a ella corriendo el pestillo de la puerta.

Se le acercó rascándose la piel por debajo de la camiseta gris y se detuvo junto a la cama. Con los brazos en jarras, la inspeccionó en silencio. Después habló en un tono que, tratándose de él, hasta podía considerarse conciliador.

– ¿Estás dispuesta a comer y a tomarte las píldoras? La respuesta se le quedó atascada en la garganta pero ella la obligó a salir fuera.

– Sí -contestó.

– Eso ya está mejor. ¿Conoces las condiciones?

Conocía las condiciones. Se lo quedó mirando fijamente.

Frente baja, pequeños ojos juntos, nariz fina, delgados labios perdidos en el bosque del bigote, todo ello en un rostro huesudo y enjuto. Horrible y cruel.

Experimentó repugnancia al comprobar que se estaba rindiendo ante “aquello”, pero comprendió inmediatamente que su repugnancia no se debía a una reacción de carácter físico ante aquel individuo o cualquier otro de los demás, sino al descubrimiento de que, junto con la rendición, estaba entregando algo que era lo que más estimaba en la vida.

Podía soportar que le hubieran violado la vagina, pensó. Pero no estaba segura de poder sobrevivir a la violación de su espíritu. En todos sus pasados encuentros con los hombres que la habían explotado, el acto amoroso no había sido algo tan indiferente como ella había intentado creer.

Había llegado a odiar con toda el alma aquel cambalacheo de su cuerpo a cambio de la promoción. Demasiados hombres habían podido comprobar que su ser era un complejo y delicado mecanismo muy sensible, lleno de necesidades y deseos humanos, y, sin embargo, no la habían considerado más que una vasija inanimada rebosante de placer, una cosa, últimamente, tras haber alcanzado el éxito y haberse convertido en una diosa, había podido comprender que ya no le hacía falta someterse a la explotación de los hombres.

Ella misma se había coronado y se había ganado a pulso la libertad después de tantos años de esclavitud. Era libre, independiente e intocable. Podía hacer lo que le viniera en gana. Además, últimamente su conciencia había dado un paso adelante.

Su secretaria y confidente, Nellie Wright, formaba parte de la vanguardia del movimiento de liberación femenino. Al principio, oprimida por el pasado y sus antiguas ideas, Sharon se había burlado de las militantes creencias de Nellie acerca de la emancipación femenina.

Poco a poco, había empezado a tolerarlas y a escuchar de buen grado las explicaciones de Nellie y, al final, las había aceptado. En el transcurso de los últimos meses hasta se había dedicado a desarrollar una labor de proselitismo instando a otras mujeres a unirse a la lucha en favor de la absoluta igualdad de derechos.

Es más, esta nueva actitud había sido una de las causas de la rotura de sus relaciones con Roger Clay, éste tenía unas ideas británicas muy anticuadas acerca del lugar y del papel de la mujer y no era capaz de comprender aquella necesidad de absoluta igualdad y libertad.

Pero Roger había resultado ser tan sensible e inteligente como ella y su decisión de reunirse con él en Inglaterra se había debido a la esperanza de que estuviera cambiando o fuera lo suficientemente flexible como para dejarse instruir y moldear. En tal caso, tal vez pudieran establecer unas sólidas relaciones.

Y estos animales ignorantes deseaban que abandonara y renunciara a este nuevo concepto de la liberación. Eso era lo que más la enfurecía. Y, a pesar de que ello pudiera parecer contradictorio, se sentía molesta por algo que la humillaba más si cabe.

En el transcurso de los pasados años de ascenso al poder y la independencia, su precio siempre había sido muy elevado. Siempre se había enorgullecido de su valor. A cambio del disfrute de su cuerpo, siempre había recibido valiosos regalos: una importante presentación o recomendación, un contrato legal, un papel interesante, un fabuloso guardarropa o una costosa joya. Jamás se había vendido barata.

Siempre la habían comprado como un objeto de lujo. Y ello la había enorgullecido siempre. Sin embargo, una vez retirada del mercado, ya no se había visto obligada a vender nada a cambio de un precio, porque ya no había querido estar a la venta.

Sólo estaba dispuesta a entregarse a cambio de algo que no tuviera precio -el amor-, pero nada más. Y ahora, la mujer más deseable del mundo según las cotizaciones del mercado, resultaba que tenía que venderse a aquellos odiosos animales a cambio de una insultante pitanza. Su portavoz le había ofrecido un poco de comida corriente y unas cuantas píldoras baratas a cambio de que accediera a servirles de Cosa.

Era una humillación degradante, casi tan degradante como la violación de su independencia. Si capitulaba, perdería todo aquello que finalmente había logrado alcanzar.

– Muy bien, señorita -le estaba diciendo el Malo-, no me has contestado. Te daremos si nos das. ¿Estás dispuesta a aceptar estas condiciones?

La cólera la cegó. Recogió toda la saliva que tenía en la boca y le escupió, mojándole una pernera del pantalón.

– ¡Ahí va mi respuesta, hijo de puta! Yo no les doy nada a los animales.

– Muy bien, señorita -dijo él con expresión sombría-, te daremos tu merecido. -Se quitó rápidamente la ropa y se quedó desnudo, acercándose a ella con el horrible aparato-. Muy bien, me parece que ya es hora de que te enseñemos a comportarte bien con la gente.

Echó abajo la manta y se le colocó encima inmediatamente procurando separarle las piernas. Con unas reservas de fuerza cuya existencia desconocía, intentó luchar contra el ataque.

Movió el cuerpo de un lado a otro para esquivarle y le propinó puntapiés manteniendo las piernas juntas, pero éstas estaban empezando a ceder y supo que aquel individuo se las separaría muy pronto y quedaría indefensa.

Ya no aspiraba a ganar sino simplemente a hacérselo pagar muy caro, a darle a entender lo mucho que odiaba aquella violación de su ser.

Le había separado las piernas y abierto la falda y Sharon vio que el tipo estaba luchando contra su resistencia. Un último y desesperado esfuerzo antes de que le inmovilizara las piernas. La rodilla, la rodilla que tenía libre. Con toda la fuerza que le quedaba, levantó la rodilla por debajo de su erección y se la descargó contra los testículos.

Se le cerraron los ojos, contrajo las facciones a causa del sufrimiento y emitió un grito gutural de dolor. Sus manos la soltaron, se las acercó a la ingle y cayó hacia atrás retorciéndose.

Ella le observó fascinada hasta que dejó de retorcerse. Permaneció tendido sin moverse. Después, recuperándose muy lentamente, se puso de rodillas y la miró.

La expresión de su rostro la llenó de terror. Se estaba acercando a gatas con las repulsivas facciones deformadas por la furia asesina.

– ¡Pequeña puta asquerosa! ¡Ya te arreglaré a ti las cuentas! -le dijo. Echó la mano hacia atrás y después se la descargó sobre la mejilla. Una y otra vez y otra vez la pesada mano se descargó contra sus mejillas, mandíbulas y cabeza.

Intentó gritar pero se sentía el cerebro suelto y parecía como si se le hubieran caído los dientes y le llenaran la boca, como si se le hubieran hinchado los labios impidiéndole hablar.

No supo cuántas veces debió golpearla ni cuándo dejó de hacerlo, pero debió dejar de hacerlo porque su cabeza cesó de moverse hacia adelante y hacia atrás como una pelota de boxeo.

Le distinguió vagamente a través de la bruma de las lágrimas y pudo verle satisfecho de su hazaña esbozando una inhumana y sádica sonrisa.

Se notaba en la boca el ácido sabor a sangre y advertía que ésta le estaba resbalando por la barbilla. Yacía casi cegada, gimiendo y con el cuerpo convertido en un amasijo inanimado de carne y hueso.

– Así está mejor -dijo él con voz ronca-. Ahora ya sabes lo que te espera. Y ahora, como no te reportes, volverás a cobrar.

Estaba retrocediendo de rodillas situándose encima suyo una vez más y Sharon comprobó que la violencia había contribuido a excitarle.

Esperó a que se iniciara el acto de necrofilia. Le levantó las piernas y se las separó sin que ella ofreciera la menor resistencia. La penetró lacerándola y sin hacer caso de sus gemidos.

Sharon fue consciente del martinete de movimiento continuo que tenía dentro destrozándole y desgarrándole el cuerpo vencido. Perdió la noción del tiempo, se hundió en la inconsciencia y se convirtió en una blanda muñeca de trapo mutilada.

Pero después volvió a recuperar el conocimiento, emergió de la negrura a la luz y el dolor de las magulladuras del rostro fue sustituido por el espantoso sufrimiento de sus muslos separados y su cuerpo martirizado.

La estaba martilleando por dentro como si quisiera matarla, como un verdugo enfurecido, y de repente el lacerante dolor de sus entrañas fue tan intenso que le devolvió la voz.

Suplicando piedad, gritó con toda la fuerza de sus pulmones. Sus gritos ejercieron en él un efecto acelerador.

La acometió con una arremetida final que casi la partió en dos mitades obligándola nuevamente a gemir y después todo terminó.

Oyó que llamaban sin cesar a la puerta y escuchó el sonido de una voz amortiguada.

Advirtió que el Malo se estaba levantando de la cama. Intentó abrir los ojos, consiguió abrirlos un poco y pudo verle a través de las rendijas de pie junto a la cama mirando enfurecido en dirección a la puerta.

Con deliberada calma se puso los calzoncillos, los pantalones y la camiseta y, remetiéndosela en los pantalones, se encaminó hacia la puerta. La abrió y retrocedió.

Sharon vio al Soñador en la puerta y a los otros dos detrás de él en el pasillo.

– ¿Qué sucede? -preguntó el Soñador-. Hemos oído los…

Sharon observó que sus ojos la miraban con incredulidad. Después le vio entrar en la estancia y quedársela mirando fijamente. Súbitamente giró sobre sus talones.

– ¡Hijo de puta! -rugió mientras con ambas manos intentaba apresar la garganta del Malo.

Los antebrazos del Malo se adelantaron y apartaron a un lado las manos del Soñador. De un solo movimiento lanzó un puño hacia adelante descargándolo contra la cabeza del Soñador e inmediatamente le descargó otro contra el estómago.

El Soñador retrocedió y se desplomó pesadamente al suelo. Instantáneamente Sharon les vio a los tres, no, a los cuatro agitándose en la estancia mientras el Soñador se ponía vacilantemente en pie.

El más corpulento, el Vendedor, estaba apartando al Malo y procuraba calmarle hablándole en voz baja. El más viejo, el Tiquismiquis, estaba ayudando a levantarse al Soñador y le imploraba que no prosiguiera la pelea.

– A mí nadie me interrumpe -estaba gruñendo el Malo-. Y nadie me dice lo que está bien y lo que está mal.

La puta me ha propinado un rodillazo, me ha hecho mucho daño y yo le he dado una buena tunda para que recuerde quién es el amo. No lo he hecho sólo por mí sino por todos nosotros.

– ¡Por mí no hagas nada! -estalló el Soñador-. Y puedes creerme, no estoy dispuesto a tolerar más violencia.

El Vendedor se había interpuesto entre ambos hombres.

– Escuchad, no hagamos escenas delante de ella. Podremos limar las asperezas hablando tranquilamente. No hay nada que no pueda resolverse por medio de la calma y la discusión. ¿Qué decís, amigos? Vamos a la habitación de al lado para hablar en secreto, preparémonos unos tragos y discutámoslo. -Empezó a acompañar al Malo en dirección a la puerta y le indicó al Soñador que le siguiera.

Mientras estos últimos salían al pasillo, el Vendedor se detuvo brevemente junto a la puerta-.

Sé buen chico -le dijo al más viejo-, encárgate de ella. Ya sabes donde está el botiquín de primeros auxilios. Lávale la cara con agua tibia y aplícale un poco de aquella cosa que detiene la hemorragia.

Después déjala descansar. Mañana se encontrará bien.

Mañana. Sharon giró la cabeza sobre la almohada, gimió y, al poco rato, se sumió en la oscuridad.

Otra mañana. Luz amarilla filtrándose a través de las rendijas de las tablas de las ventanas, había salido el sol. Había despertado de un ligero sueño reparador y había tardado un buen rato en recordar dónde estaba y lo que le había sucedido.

Jamás en toda su vida había sido un amasijo tan absoluto de sufrimiento desde la cabeza a los pies. No había salido bien librada ni una sola parte de su anatomía. Le dolía horriblemente la cabeza.

Le costaba mover la mandíbula y tenía un labio y parte de una mejilla magullados y ligeramente hinchados. Le dolían incesantemente los brazos atados, los hombros y el pecho.

Su huelga de hambre también había empezado a ejercer efecto. Se notaba el estómago distendido a causa de la falta de alimento. Le ardían los muslos y las partes genitales a causa del terrible castigo a que había sido sometida.

Se notaba las pantorrillas entumecidas. Y la falta de descanso continuado durante cuarenta y ocho horas consecutivas le había dejado el sistema nervioso crispado y a punto de estallar. Y lo más grave era que se estaba acentuando su depresión suicida.

No obstante, no podía negarse que todavía se abrían ante ella unas pocas y miserables alternativas capaces de mejorar su suerte. Se esforzó por pensar lógicamente en su futuro.

No vislumbraba futuro alguno y su cerebro no hacía más que tropezar. Procuró recordar los acontecimientos de la noche anterior, recordó algunos de ellos con pesar y comprendió finalmente que aquella situación ya no podría prolongarse por más tiempo.

No habría forma de alcanzar nada y ni siquiera de recuperar ciertas sombras de dignidad. Su resistencia era valiente, arrojada y justa pero sólo la conduciría a la muerte. Sus apresadores -pensaba en ellos como un todo único a pesar de que el Soñador se hubiera opuesto físicamente a los malos tratos a que la había sometido el Malo (seguía culpando al Soñador de la creación de aquel siniestro Club de Admiradores)-seguirían matándola de hambre, golpeándola, violándola y manteniéndola prisionera como un solo hombre.

No se avendrían a razones. No sabían lo que era la compasión. Eran unos maníacos homicidas y sabía que no podría tratar con maníacos. Y tampoco podría esperar que la ayudaran desde el exterior.

Ahora ya lo había comprendido. A partir de aquel momento tendría que encargarse de cuidar personalmente de sí misma. Su principal objetivo tendría que ser la supervivencia. Al diablo la violación de su independencia. Al diablo la humillación y la degradación.

Tenía que vivir. Ninguna otra cosa le importaba. Lo importante era la vida. Por mucho que se acostaran con ella no la matarían.

En cambio sí podría matarla una ulterior resistencia. En el pasado, a pesar de todas sus debilidades, siempre había poseído una fuerza. Había sido una superviviente. Tenía que concentrarse en esta fuerza.

Por mal que la trataran tendría que seguir soportándolo para poder seguir siendo una superviviente. Y no es que antes no hubiera sabido lo que era la degradación. De la misma manera que en otros tiempos se había sometido a agentes de medio pelo, directores, productores y hombres acaudalados, ahora tendría que ceder ante estos monstruos depravados.

“La Garde meurt et ne se rend pas”, decía aquel comandante de Waterloo en aquel libro del club de lectores que había leído. La guardia muere pero no se rinde.

Tonterías. De niña solía ser más sensata; te retiras para poder seguir luchando otro día. La capitulación era su única defensa contra la muerte. Si no morías, vivías. Si vivías, te quedaba la posibilidad de vengarte.

Al final, era posible que aquellos monstruos la ejecutaran. O tal vez no. En cualquier caso, la rendición constituía un aplazamiento de la aniquilación. Su atormentado cerebro no hacía más que girar en torno a tópicos. No estaba en condiciones de hacer mayores esfuerzos y se aferró a un tópico: mientras hay vida hay esperanza.

Estaba demasiado enferma y se sentía demasiado débil para pensar otra cosa. Levantó la voz gritando todo lo que pudo:

– ¿Hay alguien ahí? ¿Me oyen? ¿Quieren venir?

Esperó pero no obtuvo respuesta. Volvió a llamar una y otra vez hasta enronquecer. Decepcionada, impaciente por cerrar el trato que le permitiera salvarse antes de que fuera demasiado tarde, procuró luchar contra el aturdimiento de su cerebro al objeto de no sumirse en la inconsciencia.

Tenían que saberlo, tenían que enterarse antes de que ella cayera enferma sin posibilidad de restablecimiento. Hizo acopio de todas sus fuerzas para volver a gritar.

Articuló las palabras pero comprendió que éstas no saldrían de la estancia. Cuando ya se estaba diciendo que era inútil, se abrió la puerta del dormitorio. Y apareció el que ella llamaba el Vendedor mirándola inquisitivamente.

Se esforzó por encontrar las palabras y lo consiguió al cabo de unos momentos.

– Muy bien -dijo débilmente-, me portaré como es debido. Haré lo que ustedes quieran.

Habían transcurrido doce horas y había vuelto a anochecer. Yacía en la cama con las muñecas amarradas una vez más a los pilares esperando la llegada del dulce olvido del sueño. Pronto llegaría.

Hacía diez minutos que el último de ellos le había administrado el Nembutal y su último compañero de lecho iba a ser el amado sueño.

Estaba satisfecha de su decisión. Doblegarse a las condiciones del enemigo había sido un suplicio mitigado únicamente por su debilidad física y por su imposibilidad absoluta de resistir por más tiempo. El precio había sido horrible pero la adquisición de la vida había merecido la pena.

A decir verdad, la recompensa había resultado más agradable de lo que había supuesto. El Vendedor había regresado acompañado de los demás para asegurarse de que había entendido bien los términos del trato.

Los había entendido, los había entendido, les repitió una y mil veces. Colaboración. Basta de resistencia. Colaboración.

Los monstruos, los sapos, los vampiros se habían alegrado, la habían contemplado sonrientes como si la hubieran conquistado en buena lid. Sólo el más extraño de todos ellos, el Soñador, no había reaccionado con alborozo y expresión de triunfo.

Estaba como aturdido y sin poder comprenderlo. El cambio de atmósfera, de actitud y de trato había sido casi mágico.

El Malo se había ido a celebrarlo con un trago, pero los demás se habían pasado el resto de la mañana y la tarde cumpliendo con el trato.

Le habían facilitado tres comidas, una a media mañana, otra a primeras horas de la tarde y la tercera al anochecer.

Los huevos, los zumos, la sopa caliente, la ensalada, el pollo, el pan con mantequilla, el humeante café habían sido para ella toda una serie de festines exquisitos. Le habían aconsejado que no se atiborrara después de aquel ayuno tan prolongado, pero el consejo no le había hecho la menor falta ya que no consiguió terminarse ni una sola de las comidas.

Le habían soltado la mano derecha para que le circulara la sangre y pudiera frotarse el otro brazo y utilizarla para comer.

En determinado momento de la tarde, el Soñador la desató por completo y esperó fuera del cuarto de baño mientras ella utilizaba el retrete y se tomaba un buen baño.

Después le entregó un camisón para que se lo pusiera en lugar de la manchada blusa, la falda y las bragas. Le dijo que era nuevo y que se lo había comprado para ella.

Lo llevaba puesto mientras esperaba la llegada del sueño. Apenas era un camisón, más bien parecía una minitoga que le llegaba hasta los muslos, una reducida camisola blanca de nylon con escote pronunciado y cortes laterales, pero estaba limpia, resultaba cómoda y le sentaba bien. Era una de aquellas prendas que se anuncian y venden por correo en las revistas para hombres, una de aquellas prendas que los hombres aficionados a la sexualidad utilizan para ataviar a sus amantes imaginarias antes de masturbarse.

Después del baño y del cambio de ropa la habían vuelto a atar a la cama y ella no se había molestado en protestar.

En determinado momento le aplicaron una pomada suavizante a las magulladuras de la mejilla y la mandíbula. Después de cenar, le dejaron encima de la mesilla de noche la píldora para dormir junto con un vaso de agua.

Hubiera querido tomársela inmediatamente pero no se atrevió a pedirla.

Sabía muy bien lo que la aguardaba. Ellos habían cumplido con su deber. Ahora esperaban que ella cumpliera con el suyo.

No querrían gozar de ella estando medio dormida. La habían engordado, limpiado y atendido con vistas a una violación voluntaria y después de la cena se dispuso a someterse al suplicio.

Mientras esperaba al primero de ellos, empezó a pensar en cómo les trataría.

Había accedido a colaborar. Pero ello no incluía ninguna promesa de entrega, amor y calor. Significaba simplemente soportarlo todo pasivamente sin oponer resistencia oral ni física.

Le resultaría muy difícil reprimir el veneno y el instinto automático de rechazarles pero recordaría constantemente que no podía arriesgarse a perder la recompensa que le permitiera salvar la vida.

A pesar de constarle que no le quedaba ninguna otra alternativa, se aborrecía a sí misma por haber accedido al pacto. Sin embargo, su odio palidecía ante el que sentía en relación con sus apresadores, a quienes aborrecía y de los que abominaba con una intensidad que no podía expresarse por medio de la palabra, y la hacía ansiar vengarse de su inhumanidad y borrarles a todos de la faz de la tierra.

Había deseado que se apresuraran a entrar en el dormitorio y que se lo hicieran de una vez para poder ganarse la píldora tranquilizante y la huida temporal. Pronto se habían presentado uno tras otro para recoger el precio.

Al recordar la velada intentó desesperadamente borrarla de su memoria, rezó para que llegara el sueño, pero el caleidoscopio giraba y le mostraba con toda claridad las imágenes que se habían sucedido anteriormente.

Las desagradables horas pasadas se convirtieron en momentos presentes. Primero el Vendedor. ¿Lo habrían echado a suertes? El primero en recoger los frutos de la colaboración fue la mole de grasa. Mientras se desnudaba, se dedicó a alabarla. Había sido muy sensata al haber accedido a ser amable.

Que constara que él no era partidario de la táctica de matarla de hambre y de la violencia física y había esperado que ella comprendiera la situación y no provocara más incidentes. Estaba contento, estaba satisfecho de que todo se hubiera solucionado favorablemente.

Debía creerle, ninguno de ellos deseaba causarle el menor daño. Eran tan esencialmente honrados como cualquier grupo de hombres que ella hubiera podido conocer. Ya lo vería. Se lo demostraría.

Y cuando finalizara la luna de miel al cabo de unas semanas, estaba seguro de que se separarían como buenos amigos. De esto último había tomado buena nota.

Se proponían soltarla "al cabo de unas semanas". Se le antojaba una eternidad. En su fuero interno, rezaba para que, a cambio de la colaboración, su cautiverio no se prolongara más allá de unos pocos días.

Al fin y al cabo, ¿acaso aquellos monstruos no procedían de algún sitio y tendrían que regresar a alguna ocupación? ¿Acaso no les echarían en falta? Pero entonces se le ocurrieron las respuestas.

Estaban en junio. Los hombres eran móviles. Los Estados Unidos eran un país de vacaciones, un país de hadas, una interminable sucesión de placeres. Es decir, que no iba a pasarse simplemente unos días sino unas cuantas semanas en aquel Auschwitz mental. ¿Cómo podría soportar un cautiverio y un tormento tan prolongados? Hubiera querido hablarle, apelar a su sentido de la justicia.

Hasta cuando se jugaba sucio había cierto grado de juego limpio. Pero el instinto le dijo que la protesta no era la mejor forma de iniciar una colaboración. Se mordió el hinchado labio inferior y guardó silencio.

Tenía delante la masa de carne. Automáticamente empezó a juntar las piernas, pero se acordó a tiempo y las aflojó. Nada de resistencia, recordó. Pero, maldita sea, tampoco les entregaría nada. Podrían gozar de su cuerpo muerto pero de nada más.

– Oiga, qué camisón más bonito -le estaba diciendo-. ¿De dónde lo ha sacado?

– Estaba aquí.

Le levantó la camisola blanca de nylon hasta la cintura y se excitó inmediatamente. Sostenía un tubo en la mano.

– ¿Le importa? -le preguntó-. Será más fácil.

Ella se encogió de hombros y separó a regañadientes las piernas.

Se acercó ansiosamente con el lubrificante y, al tocarla, se excitó ulteriormente. No quería verle. Cerró los ojos.

Y comenzó la explotación. Ya se habían iniciado los jadeos de la ballena que tenía encima y ésta se agitaba y sacudía con regularidad. No notaba otra cosa como no fuera aquella violenta inyección física.

No notaba nada, no entregaba nada, no decía nada y procuraba no escuchar el extático monólogo. Pero, aunque no estuviera obligada a sentir nada, no tenía más remedio que oír. Y la letanía no cesaba.

– Así está mejor, estupendo. ¿es estupendo, verdad, cariño? estupendo, buena chica, muy bien, estupendo, muy bien, muy bien.

Terminó.

Mientras se vestía, la expresó su satisfacción. Le habló muy animado de las mujeres que había conocido, "pero que conste que ninguna como tú, Sharon, tú eres la mejor".

No, no engañaba mucho, estaba casado, su mujer era buena, engañar mucho resultaba peligroso y, además, era una mala costumbre. Pero un poco de variedad de vez en cuando contribuía a mejorar el matrimonio. Y no siempre se veía obligado a pagar a cambio.

En su trabajo, en el ambiente en el que se desenvolvía, solía encontrar a muchas mujeres que se encaprichaban de él.

Sharon sabía que estaba deseando que le dedicara un cumplido. Se negó a abrir la boca.

– Bueno, gracias, Sharon. Ha sido estupendo. Eres algo especial. Hasta mañana.

Ella asintió imperceptiblemente.

El segundo fue el Tiquismiquis, con su triste ratoncillo blanco. A pesar de lo que pudiera haberle dicho su predecesor, seguían mostrándose muy cautelosos a propósito de la colaboración.

Estaba nervioso, se disculpaba, le hablaba estúpidamente de estadísticas que había sacado de manuales sexuales de las que se deducía que una mujer podía entregarse a varias relaciones sexuales en el transcurso de una sola noche sin que tal actividad resultara perjudicial para sus órganos genitales.

Le acarició tímidamente el busto y habló con más verbosidad si cabe que el Vendedor tratando de explicarse y justificar su comportamiento.

Insistía una y otra vez en que no era más que un ciudadano corriente, un profesional respetable, un trabajador, un burgués convencional que se había visto mezclado por azar en la operación del Club de los Admiradores.

No había tenido intención alguna de llevarse a la señorita Fields pero, una vez metido en el proyecto, no había podido echarse atrás.

Muy bien, hubiera deseado gritar ella, ¿entonces qué demonios está usted haciendo aquí? Se revolcaba en sus sentimientos de culpabilidad en un intento de alcanzar su perdón de tal forma que no tuviera después que expiarlos.

Pero ella se negó amargamente a perdonarle. No quiso darle nada. Fue consciente de que al Tiquismiquis le estaba costando alcanzar la erección.

Adivinó que debía estar acostumbrado a que le ayudara su mujer. Su suposición quedó confirmada al proponerle él tímidamente desatarle un brazo.

El alivio que ello representaría resultaba tentador pero decidió no ceder a la tentación a cambio de prestarle al tipo un servicio.

Le contestó secamente que no se molestara, él suspiró y empezó a levantarle gradualmente la corta toga hasta la altura del pecho. La contemplación de los lechosos pechos le excitó. Se le subió torpemente encima y le besó los pardos pezones.

Ella le maldijo por lo bajo al percatarse de que todo aquello estaba surtiendo efecto. Segundos más tarde, antes de que perdiera la erección, le introdujo la cosita gris.

Subió y bajó unas cuantas veces, gimió y, en menos de un minuto, experimentó un orgasmo de cerbatana. Se apartó disculpándose por haberse mostrado tan apasionado.

¡Tan apasionado! Dios mío, sálvame de estos imbéciles. Se vistió apresuradamente y siguió hablándole de la tenue separación que existía entre la seducción y la violación, manifestándole finalmente (el sempiterno orgullo masculino) que no podía hablarse de violación una vez se producía la consumación.

La verdadera violación sería tan imposible como enhebrar una aguja que oscilara sin cesar, ¿verdad? Una vez se había enhebrado la aguja, ello significaba que había habido colaboración, ¿no creía? Por consiguiente, no podía tratarse de violación a la fuerza, ¿verdad?

Te equivocas, estúpido hijo de puta. Estuvo amargamente tentada de contradecirle.

Pero se esforzó por guardar silencio mientras él le bajaba el breve camisón. Le dio respetuosamente las gracias y se marchó. Menudo informe sexual podría redactar basándose en aquellos brutos.

El siguiente resultó ser aquel al que más odiaba y temía, el bastardo que a punto había estado de matarla de una paliza. El Malo se estaba preparando.

– Tengo entendido que te estás portando como una buena chica -le dijo.

Subió a la cama.

Fue el momento más difícil. Todo su cuerpo se tensó disponiéndose a luchar y a ofrecer resistencia, pero permaneció inmóvil.

Y él le subió la camisola hasta el ombligo.

Rápidamente y sin hablar levantó las rodillas y separó las piernas. No estaba para juegos. Quería que se produjera lo inevitable y terminar después cuanto antes.

Comprobó que él había interpretado erróneamente su gesto considerándolo un deseo de participar. Ya estaba entre sus muslos.

– Aprendes rápido, nena. Ya lo sabía. Ahora que ya sabes cuáles son las ventajas, todo irá mucho mejor. -Le frotó los muslos y las nalgas con sus ásperas manos-. Muy bien, nena, ahora tiéndete y disfruta.

Sharon hizo una mueca pero se esforzó por conservar el estoicismo y no decir nada. Pero ahora, recordando el acto, se estremeció y se esforzó por borrar de su memoria lo que había ocurrido a continuación.

Había sido interminable y, como siempre, la había aporreado como un martinete. Dos veces había estado a punto de experimentar el orgasmo y se había detenido para poder proseguir.

En ambas ocasiones había estado ella a punto de empezar a moverse para estimularle y conseguir librarse de él cuanto antes, pero no se atrevió a hacerlo por temor a que aquel animal lo interpretara erróneamente como un éxito.

Había durado una eternidad y, al final, cuando ambos ya estaban completamente empapados en sudor, estalló y terminó el suplicio.

Estaba satisfecho. Se levantó de la cama y quiso saber si le había gustado. Ella se encogió de hombros.

– Lo sé, lo sé, nena -le dijo guiñándole el ojo-. No quieres reconocer que te ha encantado. -Miró el reloj-.

Sí, ha durado treinta y un minutos en total. Bueno, ha sido rápido.

Hubiera deseado castrarle con una cuchara roma. Hubiera deseado amarrarle a la cama y cortárselo lentamente, muy lentamente, disfrutando como una loca.

Cerró los ojos desvalida y le suplicó a Alguien de Arriba que le permitiera saciar su sed de venganza.

Y, finalmente, el Soñador Y encima oliendo a colonia. Se había duchado con colonia. Yacía desnudo a su lado murmurándole ternezas, arrullándola como si fuera su Julieta.

Una repetición de todas las películas en las que la había visto, y las muchas veces que había visto las mismas películas y lo mucho que aumentaba su sempiterno amor a cada nuevo éxito cinematográfico que ella alcanzaba.

Un estudio de su incomparable belleza. Era Afrodita surgiendo de las olas, la diosa del amor, y él era Zeus, y el hijo nacido de aquella unión sería Eros.

Completamente chiflado, estaba segura. Y después le preguntó sin más:

– ¿Llevas algo, Sharon?

– ¿Que si llevo algo? ¿Acaso no lo ve? Llevo el camisón que usted me dio, sólo que prácticamente lo he llevado toda la noche alrededor de la barbilla.

– No, me refiero por dentro. Te compré algunos contraceptivos para protegerte. Debiera de habértelo dicho el primer día.

– Sí, llevo algo. Siempre lo hago antes de emprender un viaje. ¿Acaso no llevan todos los símbolos sexuales aparatos intrauterinos?

– Bueno, menos mal, menudo alivio.

Absolutamente loco. Ahora le estaba acariciando el busto y el vientre.

– Quisiera que supieras cuánto te amo -le estaba susurrando-. Ojalá me amaras.

Le miró. Su triste miembro seguía flácido. Ayer había intentado defenderla del Malo, eso era innegable, y tal vez pudiera necesitar su ayuda en el futuro, pero no podía compadecerse del único responsable de su desgracia.

Observó que el muy idiota se estaba restregando contra su muslo al objeto de que el órgano le funcionara debidamente. Oyéndole respirar entrecortadamente adivinó que debía estar lográndolo.

Ahora se estaba levantando para subírsele encima y pudo comprobar que había estado en lo cierto. Se encontraba entre sus muslos, temblando de emoción anticipada.

Ella levantó entonces y separó fatigadamente las rodillas, y este gesto pareció enardecerle irremediablemente.

Excitado y a punto de estallar le buscó ciegamente el orificio, lo encontró y, al entrar en contacto con los suaves labios, emitió un lento y doloroso gruñido de desesperación y eyaculó prematuramente.

Se retiró muy afligido. Se levantó de la cama, buscó un pañuelo en el bolsillo de los tejanos y la secó rápidamente como si, secándola, pudiera lograr borrar su fracaso.

Hermano, pensó ella, tienes un problema. No es que sea muy grave, pensó, no es de los que no pueden superarse. Dado que había tenido ocasión de observarlo en muchos hombres, sabía que si se esforzaban en seguir haciéndolo de la misma manera, el defecto se agravaba y empeoraba.

Pero no quería ayudar al hijo de puta fundador del Club de los Admiradores. No, señor, aguántate, nulidad enferma.

Le observó friamente mientras se vestía. El tipo no podía disimular su abrumador abatimiento. Se estaba autoanalizando y exhibiendo ante ella todos sus tristes pensamientos.

Sólo le había ocurrido una o dos veces. Se esforzó por analizar su fracaso, por estudiarse a sí mismo a lo Masters y Johnson.

Era víctima de haberla venerado y deseado demasiado y, sin embargo, experimentaba sentimientos de culpabilidad por haberla forzado de aquella manera De ahí que su mente no le permitiera consumar el amor con ella.

Muchacho -hubiera querido decirle ella-, piensa en tus padres, en tus temores infantiles, en tus decepciones de adolescente, en tu falta de autoestimación. No me culpes a mí y no culpes tampoco a las mujeres sexualmente liberadas que te atemorizan. El problema eres tú, no nosotras.

Hermano, necesitas ayuda y yo soy la única que podría ayudarte. Pero no voy a hacerlo, se prometió a sí misma enojada. Sufre, cerdo impotente.

Se encontraba a su lado y se le movía la nuez.

– No se lo cuentes a los demás -le dijo-. No lo entenderían.

– No me interesa hablar de usted -dijo-. Hágame un favor.

– Lo que quieras, Sharon.

– Tápeme -le dijo ella señalándole los pies de la cama-Y deme la pastilla para dormir.

– En seguida.

Le bajó el camisón. Tomó la manta que había a los pies de la cama y la cubrió con ella hasta los hombros.

Le levantó la cabeza de la almohada, le depositó la píldora en la lengua y después le dio a beber un poco de agua para que pudiera ingerirla.

– ¿Alguna otra cosa? -le preguntó.

– Déjeme dormir.

– Ya no estás enojada, ¿verdad? -le preguntó resistiéndose a marcharse.

Miró con incredulidad a aquel cretino chiflado.

– ¿Cuánto tiempo hace que no le violan en grupo? -le preguntó ella amargamente. Tras lo cual giró la cabeza, oyó que se abría y cerraba la puerta y esperó al último visitante: el sueño reparador.

Ahora, tras finalizar el primer día de colaboración, yacía despierta esperando la llegada del sueño. El reloj le dijo que hacía más de veinte minutos que se había tomado la píldora que nunca fallaba.

Rezó para que esta vez no la abandonara. Bostezó. Y empezó a imaginarse una entrevista consigo mismo, tal como solía hacer muchas veces.

Bien, señorita Fields, ¿qué opina de su aproximación a los papeles dramáticos?

Mmmm, yo diría que ha sido un acierto. No podía seguir haciendo siempre lo mismo. Mi público no me lo hubiera permitido.

¿Está usted satisfecha de su último papel?

A decir verdad, el papel no me gustaba. Pero estoy sujeta a contrato durante unas cuantas semanas y no tenía otra alternativa. O lo hacía o me moría de hambre.

Señorita Fields, ¿está usted satisfecha de su actual situación?

Bueno, nadie suele estar satisfecho jamás. Yo diría que mi situación actual es mejor que la anterior. Pero eso no me basta. Fundamentalmente, soy un ser libre. Adoro la libertad. Pero sigo bajo contrato, ¿sabe usted? Y eso coarta mucho, ¿sabe? No seré feliz hasta que me sienta libre.

Señorita Fields, ¿considera que existe algún obstáculo que se interponga entre usted y la absoluta libertad?

Sí. La moda de los Clubs de Admiradores. Tener que satisfacer a los Clubs de Admiradores es la trampa más peligrosa que pueda haber. Para sobrevivir, tienes que hacer lo que ellos quieren y sabes que, al final, pueden cansarse de ti, rechazarte, matarte.

No será tanto, señorita Fields.

Vaya si es, le digo que estoy francamente asustada.

Muchas gracias, señorita Fields.

Bienvenida, señorita Fields.

Esbozó una soñolienta sonrisa. Aquellas escenas imaginarias eran siempre el preludio del sueño. Se sentía dispuesta a no pensar y a entregarse, a ser posible, a un vacío sin sueños.

Pero en su cabeza seguía danzando una cosa. La colaboración era el “statu quo”. Tal vez la mantuviera físicamente viva, pero la desesperada rabia que experimentaba la destruiría por dentro, se la comería viva y la destrozaría. Vivir de aquella manera era como no vivir.

Emergería de allí, si es que emergía, psíquicamente enferma, incapaz de hacer frente a nada y a nadie, con el orgullo destruido, con su concha vacía apta únicamente para vivir en una triste habitación de la Residencia de Actores Cinematográficos.

No podría soportar varias semanas de implacable humillación, con su vida enteramente a la merced de aquellos sujetos. Era necesario salir de allí cuanto antes en bien de su cordura. Pero ¿cómo? Pensó en Nellie y en Félix Zigman.

Los había perdido pero ahora pugnó por encontrarlos y darles la voz de alerta. Estaba segura de que Nellie ya habría dejado de tomarse en serio sus palabras de la víspera del secuestro. Ahora que ya habían transcurrido tres semanas, no, dos mejor dicho, tres días.

No le cabía la menor duda de que Félix seguiría estando convencido de que ella había desaparecido por capricho y se habría cruzado de brazos.

No. Imposible. Félix se habría alarmado. Y Nellie también. Ya se habría puesto en marcha el engranaje. Abrigaba esperanzas. La encontrarían.

Pero ¿cómo? ¿Cómo era posible que la encontraran si ni ella misma sabía dónde estaba? Pero tendrían que encontrarla aunque no fuera más que para apresarles y castigarles por la degradación a que la habían sometido. Averiguar todo aquello se había convertido para ella en una obsesión.

¿De dónde procedían? ¿A qué se dedicarían? ¿Cómo se llamarían? ¿Cómo la habían traído hasta allí? ¿Qué lugar era aquél? Preguntas.

Tal vez Nellie y Félix consiguieran hallar algunas respuestas. Tal vez ella pudiera ayudarles, tal vez. Era necesario. Estaba demasiado aturdida para poder seguir pensando. Pero procuraría no olvidarlo a la mañana siguiente.

No olvidar, ¿qué? Mmmm, hola, señor sueño, viejo amigo, Sabía que vendrías.

Había dormido y dormido y estaba todavía soñolienta cuando a las nueve de la mañana la despertó el Vendedor con la bandeja del desayuno.

Le habían permitido utilizar el cuarto de baño y verse libre de las ataduras mientras consumía ávidamente el desayuno, pero después habían vuelto a amarrarla.

Dos horas y media más tarde, el Soñador le había traído el almuerzo y le había soltado la mano derecha para que pudiera devorar el pan de centeno, la ensalada de atún y la manzana cortada, él se había sentado a su lado observándola tímida y ansiosamente mientras comía.

Sólo se habían cruzado unas pocas palabras. Al atarle una vez más la muñeca y retirar la bandeja, ella le había preguntado:

– ¿A qué día estamos?

El se miró el reloj calendario y contestó:

– A sábado veintiuno de junio.

– ¿Cuándo me secuestraron ustedes?

– La… nos la llevamos el miércoles, este último miércoles por la mañana -contestó él, contrayendo las facciones en una mueca.

Ella asintió y él la dejó sola.

El cuarto día, pensó. Era indudable que Nellie y Félix ya habrían tomado cartas en el asunto, se habrían puesto en contacto con influyentes amistades, y a estas horas la policía ya estaría sobre su pista.

Sus pensamientos quedaron interrumpidos por voces a dos niveles. Se sobresaltó. Era la primera vez que oía voces procedentes de la habitación de al lado. Insólito.

Hizo un esfuerzo, levantó la cabeza y se percató de que, al salir con la bandeja, el Soñador había olvidado cerrar bien la puerta. Dos niveles de voces.

Dedujo que uno de ellos debía pertenecer a un aparato de radio o televisión, porque las palabras subían y bajaban, sonaban artificialmente y se oían ruidos.

Por el contrario, el otro nivel estaba segura de que pertenecía a las ya conocidas voces de sus apresadores. Pero no lograba entender claramente lo que decían a causa del trasfondo de las voces de la televisión o la radio.

Después, como si hubieran accionado un mando a distancia, el volumen del aparato se convirtió en un confuso murmullo y se escucharon con mayor claridad las voces de los componentes del Club de Los Admiradores.

Procuró identificar las voces. El que hablaba arrastrando las palabras era el Malo. La voz más recia pertenecía al Vendedor. La voz meticulosa y estridente pertenecía al Tiquismiquis. Y la voz vacilante correspondía al Soñador.

Escuchó atentamente y el corazón empezó a latirle con fuerza. Se le presentaba la insólita oportunidad de escucharles, de espiarles, de jugar al Watergate. Tal vez descubriera alguna clave a propósito de su identidad y procedencia. Escuchó las arrastradas palabras del tejano.

– Sí, desde luego que estuvo mejor, pero aún no está del todo bien, no es ni con mucho lo que cuentan que es.

Ahora el Tiquismiquis:

– Francamente, no quería hablar de ello, pero puesto que lo habéis traído a colación, es hermosa, lo reconozco, pero con toda sinceridad me pareció menos estimulante y refinada que mi mujer.

Sucios hijos de puta, hablando de ella como si fuera una prostituta, peor, como si fuera una vasija incorpórea, un mero objeto. ¡Los muy hijos de puta! Ahora hablaba el Soñador:

– Bueno, ¿cómo queréis que sea buena y refinada si la mantenéis atada constantemente y la tomáis por la fuerza?

El Malo: -No creo que tú la estés sacando mucho provecho.

El Soñador: -¡Sí se lo estoy sacando! Es tal y como me la imaginaba.

El Vendedor: -Estoy de acuerdo con nuestro presidente. La situación podría mejorarse pero no está nada mal.

Yo me lo estoy pasando muy bien. ¿Dónde habéis visto un bocado parecido?

El Malo: -Sí, bueno, no es que lo desprecie. Lo que digo es que, para ser el máximo símbolo sexual mundial, no es que le encienda a uno fuegos de artificio. Tiene clase, no lo niego y no quiero menospreciarla. Lo que digo es que no resulta extraordinaria.

El Soñador: -¿Acaso no comprendes?

El Vendedor: -A callar. Van a dar el noticiario. Quiero oír los resultados. Sube el volumen, ¿quieres? La voz del locutor se superpuso a las de sus apresadores, y Sharon Fields notó que la rabia le subía a la garganta y la amordazaba.

Sádicos podridos. Haciendo comentarios acerca de ella como si fuera una cabeza de ganado en un mercado. Violándola y después valorando su sexualidad.

Las últimas palabras de Sadie Thompson en “Luvia”. ¿Cuáles habían sido? Ah, sí.

"¡Vosotros los hombres! ¡Sucios cerdos asquerosos! Todos sois iguales. ¡Cerdos! ¡Cerdos!"

Sus pensamientos de supervivencia fueron sustituidos momentáneamente por un ardiente deseo. Vengarse de ellos. Destruirles sin piedad. Castrarles uno a uno.

Pero volvió a acordarse de la realidad. En su actual situación resultaba ridículo abrigar tales esperanzas. La voz que se filtró a través de la puerta entreabierta interrumpió sus cavilaciones. La voz del Vendedor casi como un grito:

– ¡Un momento, chicos, bajad la voz! ¿Habéis oído? ¡Sky Hubbard acaba de anunciar una información especial acerca de Sharon Fields una vez terminen los anuncios! Contuvo instantáneamente el aliento y esperó. Habían subido el volumen del aparato. Se oía muy bien el anuncio del laxante así como el de la loción de belleza.

Y después se escuchó la solemne voz, que tan bien conocía, la voz de Sky Hubbard, con su información especial acerca de ella en el transcurso de Noticiario del Mediodía: "Supimos anoche de fuente autorizada que la hechicera diosa sexual y máxima estrella cinematográfica, Sharon Fields, desapareció de su lujosa residencia de Bel Air el miércoles pasado, y que varios de sus más íntimos colaboradores denunciaron ayer su desaparición ante el Departamento de Personas Extraviadas de la Policía de Los ángeles.

“A pesar de que un portavoz de la policía se ha negado a comentar dicha información -prosiguió la sonora voz de Hubbard-, hemos sabido, a través de la misma fuente, que en el Departamento de Personas Extraviadas se mostraron recelosos a propósito de las pruebas aportadas en relación con la desaparición repentina de Sharon Fields, temiendo que pudiera tratarse de un truco publicitario con vistas al estreno nacional de su más reciente película, “La prostituta real”.

Nuestra fuente, un funcionario del Departamento de Personas Extraviadas, que no ha querido identificarse, ha afirmado: "Ya se nos ha tomado el pelo otras veces -el caso más sonado se produjo en 1926-, y esta vez no nos lo dejaremos tomar".

Tendida en la cama, Sharon Fields fue presa del desaliento.

Sky Hubbard seguía hablando: "El caso de 1926 a que se refería el funcionario -en cuyo transcurso el Departamento, fue objeto de toda clase de burlas de alcance nacional-fue el de la célebre evangelista Aimee Semple McPherson. La hermana Aimee fue a darse una zambullida en el Ocean Park de California y no regresó a su automóvil.

La policía de Los Ángeles tomó cartas en el asunto y promovió una búsqueda de carácter nacional. La desaparición se produjo el día 18 de mayo de 1926.

Después, un mes más tarde, se entregó una nota de rescate en el Templo del Ángelus, en la que se afirmaba que la hermana Aimee había sido secuestrada, se encontraba prisionera en el Suroeste y sería liberada a cambio de medio millón de dólares.

Al día siguiente, Aimee Semple McPherson reapareció en el desierto de las cercanías de Douglas, afirmando que la habían mantenido cautiva en una choza por espacio de un mes, que había conseguido escapar a través de una ventana y que llevaba varias horas vagando por el desierto.

Sin embargo, la policía empezó a sospechar. Iba pulcramente vestida, su rostro no estaba quemado por el sol y sus zapatos se hallaban en perfecto estado.

El fiscal de distrito se dispuso a iniciar un proceso contra la hermana Aimee, pero intervinieron influyentes personajes, entre ellos William Randolph Hearst, y se echó tierra al asunto. Más tarde se demostró, casi con toda certeza, que la hermana Aimee se había limitado a huir con un tal Kenneth Ormiston, empleado de su emisora de radio".

Al oírlo, Sharon Fields se enfureció contra la policía de Los Ángeles por atreverse a comparar su desaparición con la de la McPherson.

Siguió escuchando la voz de Sky Hubbard: "Teniendo en cuenta este caso inolvidable, se comprende que la policía no quiera convertirse de nuevo en el hazmerreír de la nación. Según nuestra fuente, el Departamento de Personas Extraviadas intervendrá únicamente en el caso de que los allegados a Sharon Fields puedan demostrar fehacientemente que la desaparición de ésta ha sido involuntaria aportando pruebas inequívocas de juego sucio.

He visitado a su representante personal, Félix Zigman, en su despacho de Beverly Hills. El señor Zigman se ha abstenido de revelarme ningún detalle, pero ha reconocido que ignoraba el actual paradero de la actriz, negando, por el contrario, haberse puesto en contacto con el Departamento de Policía de Los Ángeles.

Ahora, es exclusiva para el Noticiario del Mediodía de Sky Hubbard, las declaraciones del señor Zigman a un servidor de ustedes".

Sharon esperó conteniendo el aliento y, al final, escuchó la conocida y consoladora voz de Félix: "Sí, es cierto que no estoy en contacto con la señorita Fields desde mediados de semana, pero eso no tiene nada de raro, últimamente la señorita Fields ha estado trabajando muy duro y me había dicho que estaba exhausta.

Si bien tenía reservado pasaje para trasladarse a Londres, es probable que la perspectiva de un viaje tan largo se le haya antojado agotadora en su actual estado. Lo más probable es que haya decidido marcharse de incógnito a alguna localidad cercana, al objeto de tomarse un bien merecido descanso.

Sus más íntimos amigos no estamos preocupados. No es la primera vez que decide tomarse en secreto unas vacaciones. Puedo asegurarle que ninguna persona allegada a la señorita Fields ha presentado denuncia alguna de desaparición.

Estamos seguros de que se encuentra a salvo y esperamos recibir noticias suyas dentro de muy poco tiempo, tal vez este mismo fin de semana. No puedo decirle más, señor Hubbard. Le he dicho todo lo que sé. Se trata de una simple tormenta en un vaso de agua".

Apagaron el aparato de televisión de la habitación de al lado y el silencio se vio ocupado inmediatamente por gritos y voces de júbilo.

– ¿Lo habéis oído? -estaba diciendo alguien ¿Lo habéis oído?

– ¡Estamos libres! -gritó otro-. ¡Nadie sabe lo que ha ocurrido!

– !Tienes razón! -contestó otro-.¡Lo hemos conseguido! ¡Ya no tenemos que preocuparnos por nada!

Sharon Fields hundió la cabeza en la almohada. Hubiera querido echarse a llorar. Pero ya no le quedaban lágrimas. Al cabo de un rato miró hacia el techo y permaneció inmóvil como un cadáver.

No hubiera debido sorprenderse, se dijo a sí misma. Ya sabía que no sería probable que Nellie y Félix acudieran a la policía y provocaran un sensacionalismo fuera de lugar, y también sabía que no sería probable que la policía se tomara en serio la denuncia Y, sin embargo, más allá de toda lógica, Sharon se había permitido abrigar un rayo de esperanza en medio de su desesperación.

Era comprensible. Era normal. Hasta Shakespeare había dicho que los desgraciados no tienen más medicina que la esperanza. En su actual situación apurada, se había estado engañando a sí misma en la esperanza de que la medicina surtiera efecto.

Ahora aquella diminuta luz de esperanza se había apagado repentinamente. Jamás se había sentido más perdida y aterrada. Se sobresaltó al escuchar los crujidos de las tablas del pasillo.

Y oyó que el Vendedor les gritaba a los demás:

– Oíd, atontados, ¿quién de vosotros ha dejado la puerta abierta? Comprendió instintivamente que sería mejor que no se enteraran de que lo había oído.

Cerró los ojos y simuló dormir. Ahora se escuchaban dos voces.

Una de ellas pertenecía al Vendedor y la otra al Malo. Debían estar mirándola desde la puerta.

– Está dormida como un tronco -estaba diciendo el Vendedor para tranquilizar a su amigo-, no te preocupes.

– Muy bien, pero, a partir de ahora, tengamos cuidado, maldita sea.

Cerraron la puerta y se alejaron las pisadas. Sharon abrió los ojos. Ahora estaba completamente despierta, se percataba de su situación y comprendía la necesidad de inventarse una esperanza allí donde no había ninguna.

Trató de recordar sus pensamientos de la noche justo antes de conciliar el sueño. Sí. La necesidad de hacer algo por sí misma. Si el mundo exterior estaba ciego y no se percataba de su situación, sólo habría una persona capaz de hacerle comprender al mundo exterior lo que le había ocurrido.

Una persona. Ella misma. De ella dependía. No había nadie más. De Sharon Fields dependía, se dijo, que Sharon Fields se salvara. ¿Qué podía hacer, teniendo en cuenta su situación de limitación y confinamiento? Respuestas, alternativas.

Las buscó. Con renovadas fuerzas, y en su obsesión por verse libre de aquellos cuatro monstruos, empezó a sopesar las distintas alternativas con increíble agudeza mental, frialdad y lógica.

De una cosa no cabía duda. Por perdida que pudiera encontrarse y por abandonada que pudiera estar, se hallaba en compañía de otras cuatro personas que estaban relacionadas con el mundo exterior.

Por consiguiente, podía comunicarse con el mundo exterior a través de ellas utilizándolas en calidad de eslabón con el mundo civilizado.

Pero ¿cómo podría utilizarlas? Y entonces se le ocurrió -un destello de recuerdos de épocas pasadas-que en muchas otras ocasiones se había dirigido aquella misma pregunta, en el transcurso de su larga odisea desde Nueva York a Hollywood.

¿Cómo podría utilizar a este hombre, a este conocido? En épocas pasadas, siempre había tenido los medios a su alcance. Mirando hacia atrás, recordando sus pasadas experiencias con otros hombres -en nada distintos a éstos, a decir verdad, puesto que se le habían antojado igualmente mezquinos, vulgares y puercos-, examinó los motivos de que se había valido para utilizar y manejar a aquellos hombres en su ascenso hacia la libertad.

En realidad, en algunos casos el reto había sido más difícil, puesto que los hombres que había manejado eran más inteligentes, sofisticados y astutos.

Y, sin embargo, lo había conseguido. Se había salido con la suya. Se había aprovechado de sus debilidades, había jugado con ellos, los había utilizado de la misma manera que ellos la habían utilizado a ella.

Bueno, ¿por qué no? ¿Por qué no jugar de nuevo a aquel odioso juego? Ahora que habían transcurrido tres días, estaba empezando a entender un poco a estos tipos.

No disponía de ningún hecho concreto. Pero había conseguido adivinar sus respectivas debilidades y ello le permitía calibrarlos mejor. Aquellos antiguos dichos que afirman que pueden adivinarse muchas cosas acerca de una persona a través del perro que tiene, los libros que lee o la forma en que juega a las cartas, no eran más ciertos que lo que ella podía adivinar acerca de una persona a través de su comportamiento en la cama.

El Malo, por ejemplo. Era tejano, estaba segura. Se ganaba la vida utilizando las manos. Era ignorante pero muy listo. Era un sádico y, por consiguiente, podía resultar peligroso. Tenía manías de carácter paranoico y se consideraba un oprimido sin derecho a disfrutar del mundo. Pero le obsesionaba claramente una cosa.

Se mostraba muy orgulloso de su forma de tratar y enamorar a las mujeres. Se consideraba un amante extraordinario. Hasta ahora, se había negado a corresponderle. Es más, la sola idea de hacerlo la repugnaba.

Pero ¿por qué no le correspondía? ¿Por qué no procuraba deliberadamente acrecentar su orgullo sexual? ¿Por qué no le hacía sentirse tremendo? ¿A dónde la conduciría aquel juego? Sería un fastidio, muy cierto, pero tal vez consiguiera desarmarlo, lograr que confiara más en ella accediendo a revelarle algo más acerca de sí mismo.

O el Vendedor. Mucho más vulnerable y más fácil de manejar. Era un fanfarrón, tenía muchos humos y se esforzaba constantemente en ocultar que por dentro era un fracasado. No estaba seguro de su capacidad sexual. Era probable que experimentara alivio si se le daba la ocasión de entregarse a rarezas sexuales, de relajarse y gozar plenamente.

En tales circunstancias, era posible que, sintiéndose eufórico a causa del triunfo, le hablara más de lo debido y que fuera cierto parte de lo que le contara.

O el Tiquismiquis. Había confesado que era un profesional. Llevaba casado mucho tiempo. Deseaba variedad, estímulo, diversiones exóticas que jamás hubiera conocido, pero necesitaba entregarse a estos actos sin experimentar sentimientos de culpabilidad.

Era tímido. Era nervioso. Estaba preocupado. Si recuperaba la confianza en sí mismo y revivía su juventud entregándose al placer sin el agobio del remordimiento, tal vez se ablandara, se quitara la máscara de circunspección y se sintiera agradecido y obligado a hablarle de cosas de las que, de otro modo, no le hubiera hablado.

O, finalmente, el Soñador. A primera vista podía parecer el más fácil de manejar a causa del amor que le profesaba. Pero, en cierto modo, tal vez fuera el más difícil de alcanzar. Vivía en una especie de limbo situado entre la fantasía y la realidad.

Poseía mentalidad de creador y albergaba instintos honrados que se habían deformado como consecuencia de su escapada a un sueño convertido en realidad.

Sin embargo, tal vez le fuera posible hacer algo. Era sumamente vulnerable. Se había construido una vida imaginaria con ella y ahora quería convertirla en realidad. Se había enamorado de la Sharon Fields que él soñaba, no de la Sharon Fields que había conocido en carne y hueso.

¿Y si se convertía en la diosa que él se imaginaba? ¿Y si convertía en realidad todos los sueños de vida en común que él se había inventado? ¿Y si fingía aceptar su amor, sentirse halagada por éste y corresponderle? ¿Y si lograba devolverle la virilidad? Menudo trabajo, pero tal vez la recompensa mereciera la pena. Tal vez se convirtiera en su mejor aliado e incluso sí, en su confidente a sabiendas o sin saberlo.

Mmmm.

El material lo tenía a su disposición. Arcilla blanda que podría moldear y manejar a su antojo.

Pero, ¿con qué finalidad práctica? Pasó revista a varios objetivos razonables y a los distintos pasos que pudieran permitirle alcanzar por lo menos algunos de dichos objetivos. Empezó a reflexionar acerca de los primeros pasos.

Tenía que convencerles al objeto de que la desataran. Seguiría siendo una prisionera confinada en un lugar, claro, pero dispondría de libertad de movimiento dentro de dicho lugar.

Tendrían que desatarla en bien suyo; a cambio de los placeres que ella les prometería una vez la hubieran desatado. La libertad en aquella celda sería el principio. Tal vez la condujera posteriormente a una libertad dentro de la casa, a una libertad de salir al jardín que pudiera haber fuera y, más tarde, a una libertad que tal vez le permitiera escapar si se presentaba la ocasión.

Otra cosa. La libertad limitada tal vez pudiera permitirle hacerse con un arma. Tal vez la pistola del Malo y, con ello, otra posibilidad de huir. Si había alguna probabilidad de huir, que tal vez no la hubiera, cabía la posibilidad de otro plan que pudiera poner en práctica al mismo tiempo y que le permitiera alcanzar el mismo objetivo, es decir, la libertad.

Además, la libertad limitada tal vez le diera una oportunidad de conseguir enamorar a alguno de ellos de tal forma que confiara en ella y se convenciera de que deseaba huir con él, y éste sería otro medio de escapar.

Tenía que jugar con aquellos hombres, inducirles a error, ablandarles y programarles de tal manera que uno de ellos le sirviera involuntariamente de eslabón que la uniera con el mundo exterior.

La idea era confusa de momento, todavía no estaba claramente definida pero le dedicaría más atención e intentaría desarrollarla.

Lo más importante era empezar a trabajarles de tal forma que le revelaran o se les escapara algo a propósito de sus identidades. Sus nombres. Sus ocupaciones. Sus lugares de residencia.

Este conocimiento sería muy valioso, ya que le permitiría facilitarles a los de fuera algunas pistas sobre sus apresadores, pistas que pudieran conducir a otros hacia el lugar en que ella y sus apresadores se encontraban en aquellos momentos.

Y, aunque no hubiera otra razón, era necesario saber quiénes eran para poder vengarse de ellos más adelante, si es que para ella iba a haber un "más adelante".

Pero lo más importante de aquel proceso de obtención de datos sería permanecer muy atenta a todo lo que dijeran o comentaran de pasada, o en el transcurso de sus efusiones amorosas, a propósito del lugar en que la mantenían prisionera.

Directamente no se lo dirían. Pero tal vez le dijeran algo indirectamente y sin darse cuenta. Una vez dispusiera de aquella información, tendría que hallar el medio de comunicarla al mundo exterior.

Tal vez le resultara imposible pero no podía jugar a ningún otro juego y no le era posible abrigar ninguna otra esperanza.

Tendría que hacerlo paso a paso, con cuidado y astucia. Porque si alguno de ellos descubría que estaba al corriente de quiénes eran o dónde estaban, ello equivaldría a su ejecución segura.

Utilizarlos. Muy bien. Para utilizar a un hombre, para recibir algo a cambio, tienes que darle algo. A cambio de una colaboración reducida a su más mínima expresión ya había recibido una mínima recompensa: la simple subsistencia. La colaboración que les prestaba era escasísima, y por eso apenas recibía nada a cambio. Si les daba más, recibiría más.

¿Qué podía ofrecerles? Hizo un breve examen, que no le hubiera hecho la menor falta porque ya sabía cuáles eran sus bienes. Tenía exactamente lo que ellos querían, aquello por lo cual tanto se habían arriesgado, aquello que tan caro iban a pagar. Sabía cuál era la imagen que ellos habían creído apresar.

Poseía en potencia la sexualidad que ellos suponían. Poseía aquella aureola de símbolo sexual, diosa de la sexualidad y rutilante estrella que tanto se había esforzado en borrar.

La tenía allí, era inerte a su ser y les bastaba con ofrecerles la Sharon Fields que ellos deseaban y esperaban. Sí, su caballo de Troya sería aquella falsa sexualidad de que la creían dotada.

Le desagradaba enormemente revivir y jugar de nuevo el juego de siempre. Lo había dejado muy atrás, pero ahora comprendió que tendría que ir en su busca, desempolvarlo y ponerlo de nuevo en práctica.

Detestaba la ulterior humillación que ello significaría. Era un deporte repugnante eso de utilizar el propio cuerpo de señuelo, de narcótico y de trampa. Pero, qué demonios, en otros tiempos le había sido sumamente útil y tal vez también se lo fuera ahora.

Vacía de cualquier cosa, su carne y sus habilidades histriónicas serían sus únicas armas. Pasó brevemente revista a los hombres sin rostro de su pasado, a John, a Duane, a Steve, a Irwin, todos ellos hombres brillantes y de talento que habían sucumbido a los trucos más burdos y falsos y la habían ayudado a elevarse al estrellato, la riqueza, la fama y la libertad.

Tendida en la cama, recordando al antiguo juego que tantos años llevaba sin poner en práctica, empezó a emocionarse al pensar en el reto que ello llevaría aparejado y en las posibilidades que se abrirían ante ella.

¿Podría hacerlo? ¿Debería hacerlo. Decisión. Sí. Empezaría inmediatamente, ese mismo día, esta noche.

¿Hace el favor de levantarse la verdadera Sharon Fields? Con tu permiso, la verdadera Sharon Fields se quedará muy quieta en su sitio. Tendría que cambiar radicalmente de táctica, pero tendría que hacerlo de una forma inocente para que no se dieran cuenta del engaño.

Tendría que cambiar de la misma manera que ellos habían cambiado. Porque, independientemente de lo que hubieran sido sus cuatro apresadores en el mundo civilizado, no le cabía la menor duda de que debían ser distintos a como eran ahora, debían de ser unos conformistas, unos tipos que iban tirando.

Tras haber sobrevivido al riesgo inicial, tras haber convertido la fantasía en realidad, se habían librado de todas sus inhibiciones, represiones y sentimientos honrados. Se habían deshumanizado.

Muy bien. Ella también se deshumanizaría. Podía volver a ser lo que había sido, el joven ser secretamente encallecido y despiadado de Virginia Occidental y Nueva York de los primeros años de Hollywood. Podía volver a ser la nulidad que no procedía de ningún sitio y que utilizaba sus encantos para pisotear a los hombres y verse libre de la esclavitud.

Su actuación ya estaba empezando a cristalizar en su cerebro. Tendría que interpretar el mejor papel de su vida, su interpretación tendría que ser insuperable. La señorita Susan Klatt tendría que transformarse en la señorita Sharon Fields, la leyenda, el sueño, el deseo, la “raison d’tre” del Club de los Admiradores.

Tendría que convertirse en el cálido, acrobático y erótico nido de amor y en la ninfómana que aquellos brutos se imaginaban y deseaban. Tendría que interpretar un papel, agradarles y complacerles utilizando métodos que ellos jamás hubieran experimentado.

¿Podría hacerlo? Desechó las últimas dudas.

Toda aquella historia ya la había interpretado otras veces, había sido la ilusionista por excelencia, deseando con las acariciantes rendijas de sus ojos verdes semicerrados, deseando con su húmeda boca entreabierta, deseando con su voz gutural y jadeante, con sus prominentes pechos firmes y altos, con los pardos pezones duros y puntiagudos, con los lentos movimientos de la carne del tronco y los muslos, ondulando, deseando y prometiendo placeres y éxtasis orgásmicos y después entregando, besos fugaces, lamiendo con la lengua los lóbulos de las orejas, los párpados, el ombligo, el miembro, acariciando, restregando, estrujando el pecho, las costillas, el estómago, sosteniendo las nalgas, los testículos y después siempre servir bien al cliente-el trabajo de mano prolongado, regular y progresivamente acelerado, o los juegos números 6 ó 9 o el coito, la cópula, la cohabitación, el ayuntamiento normal, a horcajadas, a estilo mecedora o chino, penetración posterior, de lado, de pie, cualquier cosa que uno quisiera, girando convulsamente, rascando, mordiendodentro, dentro, más, más, me muero, me muero, estallido hasta el cielo, lava fundida, amor, gemidos, agradecimiento, lo mejor, jamás había conocido nada igual, santo cielo, ya había actuado en el circo del concubinato y volvería a actuar de nuevo.

Tenía que hacerlo. Lo haría. Recordaría sus interminables experiencias y pondría en práctica sus profundos conocimientos de seducción sexual arrancados de su Quién es Quién particular de prepucios del pasado. Embellecería tales conocimientos con los adornos de la inexistente amante perfecta. Tendría que convertirse en un ser carnal pero con distinción, clase y estilo.

Y a través de dichos artificios convertiría a cada uno de sus cuatro apresadores en su amante especial y privilegiado. Sí, sí, ésta sería la clave de la huida, convencer a cada uno de ellos de que era el único favorito de Sharon Fields, que era el que más la emocionaba y aquel a quien ella más estimaba.

De esta forma, tal vez desistieran de mostrarse recelosos y accederían a hacerle favores a cambio de sus favores. Era necesario que cada uno de ellos llegara a desear convertirse en el hombre de su vida. Era necesario que consiguiera averiguar lentamente la autobiografía de cada uno de ellos su carácter, costumbres y necesidades, para poder con ello explotar sus respectivas vulnerabilidades.

Con esta fuerza tal vez consiguiera incluso enfrentarles entre sí -sabía que las circunstancias le serían propicias-y crear astutamente la discordia y la división entre ellos.

Un juego peligroso, más peligroso que cualquiera de los papeles que hubiera interpretado en el pasado. Pero es que aquí estaban en juego cosas que jamás lo habían estado en otros tiempos.

Se estiró en la cama y la boca se le curvó en una felina sonrisa. Porque, al fin y al cabo, ¿por qué no hacerlo? Era una esperanza.

Un anhelo de algo que tal vez le diera resultado. Por primera vez en el transcurso de su cautiverio Sharon Fields se sintió viva. Estaba ansiosa de actuar para ellos. Deseaba que las cámaras empezaran a rodar. Estaba dispuesta a enfrentarse con el mayor desafío de su carrera.

Santo cielo, le encantaría volver a ser actriz.


Sharon Fields había dado cima a su actuación, inaugural de artista en gira. A pesar de que aborrecía el papel que se había visto obligada a interpretar, experimentaba una profunda satisfacción profesional en relación con la forma en que había actuado.

Estaba segura de que su interpretación de fabuloso símbolo sexual había sido impecable y había superado todas las previsiones. Su éxito podía calibrarse a través de las informaciones recibidas y las ulteriores recompensas que se le habían prometido.

Estaba segura de que se había tratado de una deslumbrante interpretación de cuatro estrellas.

Ahora, tendida y atada en la cama -su escenario-, esperaba la repetición a la que tendría que aprestarse.

Mientras esperaba, decidió revisar crítica y objetivamente el papel interpretado por Sharon Fields en el transcurso de las dos horas anteriores.

Primera actuación.

En escena con el Malo. Le había sido necesario echar mano de todos los matices artificiosos y trucos dramáticos que conocía. A quien más valoraba de los cuatro era al tejano.

Había sido consciente desde un principio de su astucia y perspicacia innatas. No sería fácil de engañar.

Al echarse en la cama y empezar a tocarla, ella fingió mostrarse molesta y ofendida igual que en las ocasiones anteriores, no le correspondió y aceptó su presencia sin resistirse.

Pero al separarle las piernas y penetrarla, se dispuso a iniciar la comedia. Sabía que tendría que actuar con acierto.-Dejó transcurrir parte del acto sin corresponder, exactamente igual a como lo había hecho la noche anterior.

Aceptó con inercia y sin moverse sus primeros movimientos, se mostró fría e inflexible, limitándose a ser la apática vasija que había sido en ocasiones anteriores.

Después, gradualmente y como sin querer, se convirtió en la hembra que corresponde.-Empezó a agitar las caderas, sus nalgas empezaron a ondular y todo su cuerpo empezó a oscilar hacia arriba y hacia abajo siguiendo el ritmo del tipo.

Mantenía los ojos cerrados y los húmedos labios entreabiertos para darle a entender que estaba disfrutando y, al final, dejó que se escaparan de su garganta los primeros gemidos de éxtasis.

El instantáneo placer del Malo al percatarse de que la había obligado a corresponderle en contra de su voluntad superó todo lo que Sharon hubiera podido imaginarse.

Había alcanzado la gloria. Lo había conseguido. Reduciendo el ímpetu de las arremetidas, le dijo con voz ronca:

– ¿Lo ves, nena, lo ves? Sabía que te encantaría si lo probabas. No querías ceder pero, ya lo ves, lo quieres y lo has querido siempre, te encanta. Jamás habías probado nada parecido, ¿a que no?

– No -repuso ella jadeante-, no, nunca por favor, no te detengas.

– No me detengo, cariño.

– Pero más fuerte, más fuerte.

– Pues claro que lo haré más fuerte, cariño. Lo que tú quieras.

Sus incesantes y dolorosas arremetidas la estaban destrozando pero siguió gimiendo y pidiéndole más.

– Por favor, desátame, déjame abrazarte, ay déjame.

Sabía que lo había enloquecido y, al terminar, se percató de su goce y del pesar que le producía el hecho de haber terminado. Mientras se vestía, no pudo ocultar su satisfacción.

– Ha sido estupendo, ¿verdad, nena? Tienes que reconocerlo, te ha encantado.

El término de su actuación exigía una transición desde la compañera sexual sin inhibiciones a la turbada y virginal compañera avergonzada del anhelo físico que había puesto de manifiesto.

Echó mano de todos sus recursos histriónicos. Primero apartó los ojos.

– ¿No te ha encantado? -le repitió él inclinándose hacia ella y sonriendo.

Ella le dirigió una mirada de asombro, parpadeó como admirándole a regañadientes y después apartó el rostro y lo hundió en la almohada para darle a entender que efectivamente le había encantado pero que se avergonzaba de reconocer la existencia de las pasiones que en su interior se habían desatado.

– Sí -dijo él irguiéndose-. Bueno, has tardado un poco pero eres tal como tenías que ser habida cuenta de tu estructura.

Yo sabía que lo tenías dentro. Hacía falta un hombre capaz de despertártelo.

Ella simuló modestia.

– No,-no sé qué me ha ocurrido, haberme comportado de esta manera.

– Te he penetrado, nena -le dijo él con orgullo-, te he penetrado tal como tu querías.

Ella se abstuvo de hacer comentarios.

– ¿Sabes una cosa? Tengo la impresión de que te apetecería otra ronda. Apuesto a que me quieres probar otra vez esta noche, ¿a que sí?

Ella frunció los labios.

– Mira, nena, según las normas, tengo que darles a los demás su oportunidad. Pero terminarán muy pronto.

Cuando ya estén dormidos, volveré para la repetición. ¿Es eso lo que te gustaría? ¿Una repetición? Ella asintió imperceptiblemente.

El Malo esbozó una ancha sonrisa y se fue silbando.

Reseña de primera edición: En su esperado regreso teatral, la señorita Sharon Fields ha ofrecido una interpretación de extraordinario virtuosismo.

Segunda actuación.

En escena con el Tiquismiquis. Aquí nada de papeles de doncella tímida.

El sujeto ya estaba harto de virtud y de aburrida sosería doméstica. Necesitaba cosas exóticas. Acababa de pasarse varias semanas ante las cámaras interpretando el papel de la voluptuosa Mesalina, la agresiva ninfómana.

Agresiva, sí, ésta sería la tónica, pero no dominante e intimidatoria. Lo suficientemente descarada como para despojarle de sus sentimientos de culpabilidad, convertir en realidad sus sueños y devolverle la juventud.

El pálido y panzudo Tiquismiquis, con su ratoncito colgando, ya estaba en la cama. Tragó saliva al ver que ella le acercaba su magnífico cuerpo desnudo. Por primera vez, sus ojos le miraron con interés.

– Antes de que hagamos nada -le dijo suavemente-, tengo que hacerle una confesión. Tal vez no debiera decírselo pero lo haré. ¿No le molestará que sea sincera con usted?

– No, no, dígame usted lo que quiera, señorita Fields. Está en su perfecto derecho.

– Sabe lo mucho que me molestó que me secuestraran y violaran brutalmente.

– Sí, y yo quería decirle que jamás quise intervenir en ello.

– Bueno, he estado pensando a ese respecto. He dispuesto de mucho tiempo para pensar. Sigue sin gustarme, ¿comprende? Sigo considerando que está mal. Pero, puesto que no me queda ninguna otra alternativa, ayer decidí ceder, como usted sabe, y sacar de lo perdido lo que pudiera.

Sea como fuere, creo que ya les conozco un poco. Anoche estuve pasando revista a mis sentimientos en relación con cada uno de ustedes y ¿sabe una cosa?

– ¿Qué, señorita Fields? -le preguntó él con voz vacilante.

– Mi confesión. He averiguado que sigo albergando sentimientos de odio en relación con los otros tres, pero que no es éste el sentimiento que usted me inspira.

Tanto si le gusta como si no, no puedo evitar experimentar mucha más simpatía hacia usted que hacia los demás. Comprendí que se había adherido usted a este proyecto en contra de su voluntad y que los demás le habían arrastrado a ello sin su consentimiento.

En cierto modo, tenemos un nexo en común. Ambos somos unas víctimas desvalidas.

El preocupado rostro del Tiquismiquis se iluminó.

– Sí, sí, señorita Fields, eso es totalmente cierto.

– Por consiguiente, mi actitud con respecto a usted es distinta.

Estoy en condiciones de pensar en usted aislándolo de los demás. Para mí está muy claro que es usted el único ser humano honrado que hay aquí. Es usted esencialmente cortés y amable. Es usted un caballero.

Pareció que fuera a desmayarse de agradecimiento.

– Gracias, señorita Fields, muchísimas gracias. No sabe cuanto se lo agradezco.

– Y también he observado otra cosa. De los cuatro, usted es el único que sabe cómo hay que tratar a una mujer. Supongo que ello se deberá a su madurez y al hecho de llevar casado mucho tiempo y haber aprendido cómo hay que tratar a una mujer.

– Viniendo de usted… -empezó a decir el Tiquismiquis rebosante de agradecimiento-sinceramente no encuentro palabras.

Ella le sonrió despacio con la más sugerente de sus sonrisas.

– No diga nada. Acepte simplemente el hecho de que es usted el único que no me importa albergar en mi cama. Es más, bueno, tal vez no debiera decírselo.

– ¿Qué es? -le preguntó él ansiosamente.

Sus ojos verdes le recorrieron el cuerpo.

– Estaba deseando verle. Cuando se ha abierto la puerta he pensado que ojalá fuese usted. -Apartó fugazmente los ojos y después le miró directamente a la cara-. Soy una mujer, una mujer joven y sana, y me gusta hacer el amor cuando el hombre resulta adecuado. Lo que hacen los demás no tiene nada que ver con el amor.

Pero anoche, bueno, más tarde me di cuenta de lo mucho que había gozado con usted.

– ¿Lo lo dice usted en serio? -le preguntó casi despavorido.

– ¿Por qué iba a decírselo si no fuera cierto? Se lo podría demostrar si usted me lo permitiera.

Si tuviera las manos libres, si pudiera volver a ser una mujer entera, le estrecharía en mis brazos y se lo demostraría.

Observó que sus ojos se dirigían hacia sus muñecas, amarradas a los pilares, y comprendió que estaba a punto de soltarla.

– No sé si me lo permitirían. No debiera estar atada de esta forma. Se lo diré a los demás. La está lastimando y no es justo.

– Qué amable es usted -le dijo ella suavemente-. Pero aunque yo no puedo tocarle -añadió con un suspiro-, no me importará que me toque usted a mí.

– Lo estoy deseando -dijo él muy excitado.

– ¿Entonces a qué espera? Acérquese más.

Se tendió ansiosamente a su lado.

– Sí, usted no sabe hasta qué extremo es maravillosa, señorita Sharon.

Le levantó el camisón a la altura del busto y después se acercó a rastras y se lo acarició tímidamente.

Ella movió las caderas y giró la cabeza -sobre la almohada en gesto de apasionada respuesta.

– Ohhh -dijo jadeando-, vaya si sabe usted cuidar a una mujer. -Le miró y vio que ya estaba listo-. No me hagas esperar, cariño. Hazlo ahora.

La penetró con tanta rapidez que apenas se dio cuenta. Empujaba hacia adelante como un conejo arrobado. A los dos minutos, lanzó un agudo chillido, se soltó y se apartó de ella como un hombre cuyo corazón hubiera sido alcanzado por un disparo.

Se encontraba en algún sitio de entre sus piernas respirando afanosamente como si hubiera sido víctima de un infarto. Ella le localizó y le llamó.

– Yo también lo he conseguido. Me he excitado. Has estado increíble.

El se incorporó sintiéndose a todas luces increíble.

– Sí -dijo respirando entrecortadamente.

– Gracias -murmuró ella.

– Sharon -le dijo él en un susurro-, yo… yo…

– No me dejes todavía. Ven aquí y tiéndete a mi lado.

La obedeció ciegamente.

– Jamás he conocido a nadie como tú.

– Espero que no te haya decepcionado -le dijo ella en voz baja-. Quisiera ser tan buena como tu mujer.

– Eres mejor, mucho mejor.

– Así lo espero.

– Con Thelma nunca consigo hacerlo tan largo. Te seré sincero. Jamás he conseguido hacerle experimentar un orgasmo. Siempre pensé que yo tenía la culpa.

– No, no es posible que la tuvieras tú.

– Eres tan distinta, tan apasionada.

– Porque tú me obligas, cariño.

– Este es el día más feliz de mi vida.

– Habrá muchos más -le prometió ella.

– Estoy deseando que llegue mañana -dijo él levantándose de la cama.

– Mañana te haré más feliz -le dijo ella sonriendo-. Hay muchas cosas que todavía no hemos probado.

Mientras se vestía, no hacía más que mirarla como si fuera el Taj Mahal de las mujeres.

– Ojalá pudiera hacer algo más por ti -le dijo-. Quiero que te desaten. Quiero que estés cómoda. Tengo otro aparato de televisión. Te lo podría traer aquí durante el día.

– Sería estupendo.

– No debo robarte tanto tiempo -dijo alegremente-, será mejor que me vaya. Hasta mañana.

– Te estaré esperando.

Reseña de segunda edición: La señorita Sharon Fields ha alcanzado un éxito resonante en el difícil papel de reina de los hechizos.

Su esencial sinceridad ha brillado como un faro. Bravo.

Tercera actuación.

En escena con el Vendedor.

Aquí un matiz distinto. El papel de la mujer experimentada que sabe apreciar el estilo y la técnica de un hombre de mundo. Constituye una insólita aventura dar finalmente con alguien que sabe lo que hace y predica con el ejemplo.

Qué alivio después de tantos aficionados y de tantos charlatanes que no saben darte nada. La ballena desnuda se encontraba tendida a su lado en la cama.

– Me alegro de que hayas decidido colaborar -le estaba diciendo-Ahora que has comido y descansado, estás mucho más guapa. Debieras verte. Te aseguro que no lo lamentarías.

– No lo lamento. Cuando decido hacer una cosa, jamás me arrepiento de haberla hecho. Tienes razón. En mi actual situación sería una necedad seguir resistiendo.-Por consiguiente, no me arrepiento de haber decidido colaborar.

– ¿Quieres decir que no te importa? -le preguntó él visiblemente complacido.

– No quiero mentirte. Me importa. Pero lo que más me importa es la forma en que se me mantiene prisionera. Tras haber superado el trauma del secuestro y la idea de unos extraños que me forzaron, tras haber superado todo eso, comprendí que lo que más me molestaba es que me mantuvieran amarrada de una forma tan indigna.

– No queremos mantenerte así. Yo, por lo menos, no quiero. Pero tememos que nos des algún disgusto si te soltamos.

– ¿Y qué disgusto podría daros? Podríais encerrarme con llave en la habitación. Estaría totalmente en vuestras manos. Si quieres que te diga la verdad, -empezó a decirle vacilando.

– Sigue, Sharon. Respeto a las mujeres sinceras.

– Muy bien. Pero no se lo digas a los demás. ¿Me prometes que no vas a decirles a los demás lo que voy a confiarte?

La ballena no sólo se mostró satisfecha sino que hasta se le cayó la baba al ver que se le convertía en confidente de un secreto.

– Mira, Sharon, créeme. Puedes confiar en mí.

– Muy bien, pues.-Tú conoces la psicología femenina tan bien como yo. ¿Qué mujer de la tierra no ha soñado alguna vez con ser raptada y tomada a la fuerza por un hombre apuesto? La mayoría no queremos reconocerlo, pero casi todas las mujeres soñamos con ello, ¿sabes?

– Pues, claro, claro.

– Yo lo he soñado cientos de veces. Es un medio de disfrutar realmente del placer sexual sin temor a experimentar sentimientos de culpabilidad como consecuencia de un comportamiento poco femenino en el sentido tradicional de la palabra.

Pues, bien, después me sucedió, me sucedió en serio. Al principio estaba furiosa.-Puedes comprenderlo. Arrancarme de mi vida normal cuatro hombres desconocidos. Verme prisionera, atada. Verme asaltada.

Me asusté muchísimo. La fantasía es una cosa. Pero la realidad puede resultar terriblemente aterradora.

– Lo sé muy bien.

– Pero, una vez me hubo ocurrido, bueno, comprendí que no podía remediarlo. Tras haber mantenido relaciones sexuales con todos vosotros, bueno, vi que no estaba en mi mano hacer nada, y tampoco es que fuera a contraer ninguna enfermedad mortal.

Quiero decir que las relaciones amorosas sanas jamás han matado a una mujer, ¿verdad?

El se echó a reír. Se lo estaba pasando bien. La estaba empezando a ver con ojos nuevos, la estaba empezando a ver como una mujer, adulta, alegre y sincera, muy dada a los deleites carnales.

– Tienes razón, Sharon, tienes muchísima razón. Me alegro de oírte hablar así. Siempre pensé que no nos habíamos engañado. Siempre supe que por dentro eras toda una mujer.

– Pues lo soy. Cuando me convencisteis de la conveniencia de colaborar, colaboré, ¿Y sabes una cosa? No estuvo ni medio mal. No me refiero a todos vosotros.

No soy una ninfómana sin preferencias. Soy muy exigente y remilgada Tus amigos no son precisamente de mi gusto. Ese alto del acento tejano, por ejemplo, no es más que boquilla. Carece de elegancia y, en el fondo, es demasiado soso para mí.

Al Vendedor se le iluminaron los ojos.

– Ya sé a qué te refieres. Dicho sea entre nosotros, hay muchos hombres que piensan que lo único que puede hacerse es tenderse encima.

– ¡Exactamente! Siendo así que tú y yo sabemos que hay cien medios distintos de alcanzar un mayor placer sexual. ¿Me comprendes?

Al Vendedor se le agitó la fofa carne al pensar en las posibilidades.

– Vaya si te comprendo, Sharon. Eres una muchacha muy de mi gusto. Siempre supe que eras así, pero no estaba seguro de que llegaras a mostrarte tal como eras.

– Me estoy mostrando tal como soy, pero sólo para ti -le dijo ella rápidamente-, porque considero que he conseguido establecer contigo unas verdaderas relaciones.

Comprendí que eras el único que había corrido mundo. El muchacho que se inventó este proyecto es demasiado joven para mí. No sabe ni lo que tiene que hacer. Y el viejo, ¿para qué te voy a contar?

– No tienes que contarme nada, Sharon -dijo él riéndose-. Estamos a la misma longitud de onda.

– Exacto. Por consiguiente, a la segunda o tercera vez comprendí que eres el único de quien podría esperar algo.

Bueno, no quiero engañarte. No quería que me secuestraran. Tampoco estaba dispuesta a que me violaran. Pero lo pasado, pasado. Estoy aquí y he decidido sacar el máximo partido.

Y, puestos a colaborar, pensé que más me valía sacar algún beneficio. A mí me parece que eso denota madurez por mi parte, ¿no crees?

– Ciertamente que sí. Te admiro esa filosofía.

– ¿Cómo te lo diré para que me comprendas? Lo que quiero decirte es que, si tengo que entregarme a los otros tres, muy bien, lo haré. Pero a ti, puesto que simpatizamos intuyo que nos llevaremos muy bien, bueno, a ti me gustaría tratarte de otra manera, de una forma especial. Considero que merece la pena.

– Te doy mi palabra de que merecerá la pena -le dijo él arrebolado de entusiasmo-. Tienes clase. Y comprobarás que soy un hombre que sabe apreciar la clase.

– Gracias. Pero hay una cosa… -Se detuvo y frunció el ceño ensombreciéndosele la expresión del rostro-. No sé cómo puedes sentirte atraído hacia mí en la forma en que me has visto.

– ¿A qué te refieres? ¡Eres la mujer más hermosa del mundo!

– No, ahora no -dijo ella sacudiendo la cabeza sobre la almohada. Tal vez lo haya sido. Y tal vez pueda volver a serlo. Pero aquí, en estas circunstancias, no puedo resultar atractiva. Atada, sin poder tomarme un baño, enfundada en este camisón barato.

Esa no soy yo. Además, como todas las mujeres, tengo cierta vanidad femenina. Quiero ofrecer mi mejor aspecto cuando estoy en compañía de un hombre que me interesa. Quiero excitarle.

– Para excitarme no te hace falta nada más, Sharon. Mírame. Acabo de engordar medio kilo gracias a ti.

– Estupendo -murmuró ella dirigiéndole una mirada anhelante.

– ¿Lo dices en serio? -le preguntó él con voz ronca.

– Les he visto a todos y tú eres el mejor.

Comprimió su mole contra ella.

– Me estás volviendo loco.

Ella le besó el tórax y los hombros y le recorrió el cuello con la punta de la lengua.

– Ya averiguarías lo que soy capaz de hacer si me dieras ocasión -le murmuró ella-. Si me vieras con una bata transparente o un bikini, ya te darías cuenta. Cuando esté libre, verás lo que soy capaz de darte.

– Cariño, eres demasiado.

– Para ti no -murmuró ella.

El Vendedor le estaba rozando el pecho con la boca y ella suspiraba de placer. Levantó la cabeza e intentó mordisquearle los lóbulos de las orejas. Después le habló en tono sensual.

– Sigue, cariño, me gusta mucho. Los hombres olvidan que eso a las mujeres les gusta mucho.

Mmmmmm, Dime, cariño, ¿qué es lo que más te gusta cuando amas? ¿Te gusta lo mismo que a mí?

– ¿A ti que te gusta? -le preguntó él con un gruñido.

– Pues, todo. Todo, todo.

– Basta, basta, me estás excitando demasiado, espera tengo que…

Se le subió encima sin más preámbulos y le introdujo el hinchado miembro. Mantenía los ojos cerrados y jadeaba sin cesar.

– Anda, dámelo, dámelo -le decía ella gimiendo.

Enloqueció de excitación y, al experimentar el orgasmo, se le aplanó encima como la pared lateral de un edificio.

Ella jadeaba contra su oído.

Más tarde, sentado en la cama procurando recuperar el resuello, la miró con renovado respeto.

– Eres extraordinaria -le dijo.

– Lo acepto como un cumplido. Tú también lo eres. -Se detuvo-. Me has excitado mucho, ¿sabes?

Se le vio tan orgulloso como si acabara de ganar el premio Nobel.

– ¿De veras? ¿De veras te he excitado? Me lo había parecido pero no estaba seguro.

– Puedes estar seguro -le dijo ella sonriendo-. Ha sido una preciosidad. Lo hemos logrado juntos.

El la miró complacido y pareció que fuera a decirle algo.

– Lo que antes me estabas diciendo, ¿lo decías en serio? -le preguntó con recelo.

– ¿Te refieres a lo que podría hacer si me dieras ocasión?

– Sí. Si me encargara de soltarte, si te trajera cosas que te gustaran, ya sabes…

– Cosas sexualmente excitantes, sólo para ti.

Prendas interiores muy ligeras. Perfumes. Carmín de labios. Te asombrarías de comprobar lo útil que resulta.

– Si yo hiciera… tú has dicho que te gustaría hacer cosas distintas.

– Pruébame y verás -le dijo ella sonriéndole seductoramente.

El agitó la cabeza lentamente sin dejar de mirarla.

– Eres estupenda. Una mujer de cuerpo entero como jamás ha habido otra. Precisamente lo que he andado buscando toda la vida. -Asintió-. Muy bien. A partir de ahora vamos a ayudarnos el uno al otro.

Reseña de última edición: La señorita Sharon Fields, en el papel de protagonista, ha hecho gala de la asombrosa versatilidad que siempre cabe esperar de una verdadera estrella. Jamás había estado más convincente.

Cuarta actuación.

En escena con el Soñador.

La muchacha encantadora reducida a la quintaesencia de la feminidad en contra de sus deseos.

El amor del hombre la ha conmovido, ha conseguido llegar hasta su corazón y ella no puede evitar corresponderle. La bárbara y brutal empresa se está convirtiendo para ella en una romántica aventura. Se ha transformado, a los ojos de su amante, en la criatura soñada que éste se había inventado.

Su ardiente pasión (sabiamente guiada por ciertos recuerdos de Ellis, Van de Velde, Kinsey y, sobre todo, Masters-Johnson) se esforzará por devolverle la virilidad.

De lograr esto último, la actuación se convertiría en un triunfo.

El Soñador había entrado en la estancia con cierto recelo. No se molestó en desnudarse. Se sentó en la cama, completamente vestido, y sin moverse.

Parecía que meditara, Sharon ya sabía acerca de qué. Tendría que manejarlo con cuidado.

– Hola, hombre. No te veo muy contento.

– Es que no lo estoy.

– Yo sí debiera estar triste y no tú. ¿Es que no has venido a hacerme el amor?

– Yo bien quisiera. Créeme, lo quisiera. Pero estoy muy desalentado. Y, cuanto más lo intento, peor, Creo que ya sé lo que ocurre.

– ¿Quieres decírmelo?

– ¿Acaso quieres saberlo? -le preguntó él asombrado-. Pensaba que estabas muy molesta con nosotros.

– Lo estaba y sigo estándolo con los demás. Pero me he percatado de las diferencias que os separan. Ya no te considero igual a los demás.

– Me alegro -dijo él animándose un poco-, porque no soy igual. Te aprecio de veras. Creo que eso es lo más importante. Te aprecio lo suficiente como para saber que no está bien forzarte estando tú indefensa. Eso es lo que me perjudica. El sentimiento de culpabilidad.

– Te lo agradezco muy de veras -le dijo ella con voz gutural-. Al principio había creído que erais todos iguales Todos igualmente crueles e insensibles.

Pero ayer comprendí que no era lógico. Y desde que llegué a la conclusión de que era una necedad seguir resistiendo y que me convenía sacar el mejor partido, he podido iros viendo individualmente. Tú no tienes nada que ver con los demás.

– ¿Te has dado cuenta? -le preguntó él ansiosamente.

– Al final, sí. Eres el único que ha pronunciado la palabra "amor".

– Porque yo te amo, te amo de veras.

– Y eres el único que me ha demostrado simpatía, comprensión y ternura, el único que me ha defendido. He estado pensando en ti y he llegado a una conclusión que no me importa confesarte un secreto.

Estaba pendiente de todas y cada una de sus palabras y se le veía como rejuvenecido. Sharon decidió adentrarse en la escena más crucial.

– Tenías razón en lo que pensabas, aunque yo me obstinara en negarlo. Para mí, la característica más estimulante de un hombre que me atraiga es el hecho de que crea que no hay nada imposible de alcanzar. Me atrae el hombre que no se desalienta. Sí, estabas en lo cierto al hablar de la personalidad que podía adivinarse a través de aquellas entrevistas falsas.

Me atrae el hombre capaz de afrontar cualquier riesgo con tal de poseerme. No me gustan los hombres computadorizados que calculan todos los pros y los contras de las acciones. Me gustan los soñadores lo suficientemente arrojados como para convertir en realidad sus sueños.

La reacción del sujeto fue precisamente la que ella se había imaginado.

Parecía un afligido peregrino que hubiera acudido a un sagrado santuario a la espera de un milagro, consciente de que probablemente éste no iba a producirse, y que acabara de verlo realizado.

– Eres todo lo que siempre he querido, Sharon -dijo ardorosamente-. No sé expresarte con palabras lo mucho que te quiero.

– Si me quieres, demuéstramelo. Házmelo comprender. Después de los demás, necesito de alguien que me aprecie. Quítate la ropa y tiéndete aquí a mi lado.

– ¿De veras lo quieres? -le preguntó él sin poder dar crédito a sus oídos.

– Me conoces lo bastante como para saber que siempre digo y hago lo que pienso, cuando me dan la oportunidad, claro.

Se desnudó sin quitarle los ojos de encima. Se encontraba desnudo a su lado sin atreverse todavía a tocarla.

– ¿Es que no vas a besarme? -le preguntó ella.

Se levantó tímidamente por encima de ella y la besó en los labios. Mientras la besaba, Sharon fue abriendo gradualmente los labios y le rozó la lengua con la suya. Se percató de la rápida aceleración de los latidos de su corazón. Entonces empezó a besarle las mejillas, las orejas y la barbilla y le murmuró:

– Ahora acaríciame los pechos y bésalos. Me gusta.

Mientras su cabeza descendía hacia su pecho, Sharon procuró recordar algunos de los consejos de Masters y Johnson. Los había leído con mucha atención. Pasó mentalmente las páginas.

El fracaso de los hombres se debía muy a menudo a la ansiedad, a una concentración en los resultados, a la necesidad de conseguirlo en lugar de perderse espontáneamente y participar de una forma natural en el acto.

Recordó haber leído que el fallo sexual podía deberse a "un desorden fruto de la ignorancia, de la privación emocional, de las presiones culturales y del total aislamiento de la sexualidad arrancada de su contexto natural".

Tales hombres "suelen mostrarse tan recelosos acerca de su actuación que, en el transcurso de la actividad sexual, se dedican a observarse mentalmente en lugar de dejarse arrastrar por sus naturales sentimientos sexuales".

Para evitar la eyaculación prematura, recordó, hay que comenzar por tocarse y acariciarse el uno al otro, iniciando el acto únicamente tras haber puesto en práctica la técnica de estrujamiento Masters-Johnson.

Con su cuerpo muy junto al suyo, Sharon se percató de que su deseo se estaba acrecentando. Para alcanzar la segunda fase a que hacía referencia la obra, tenía que asirle con fuerza.

– Espera, cariño -le murmuró-, ¿puedes soltarme la mano derecha, una sola mano? Ansioso de complacerla, dejó de besarla y acariciarla y, sin decir palabra, extendió la mano hacia el pilar y le soltó la muñeca derecha.

Sharon movió los dedos para que se le restableciera la circulación sanguínea.

Después le pidió que siguiera besándola y acariciándola. El la obedeció y su boca y sus manos regresaron a su cuerpo. A los pocos minutos se dispuso de nuevo a penetrarla pero ella le decepcionó una vez más.

– Espera -le repitió-, no lo intentes todavía. Acércate.

El se inclinó hacia adelante muy perplejo. Ella extendió la mano libre, le asió la punta del miembro y le aplicó la técnica Masters-Johnson. Lo consiguió a los cinco segundos y desapareció la erección.

– Muy bien, cariño -le dijo ella dulcemente-. Ahora descansemos juntos hasta que me desees de nuevo. Entonces repetiré lo que acabo de hacer.

Sin oponerse, él se dedicó de nuevo a besarla y acariciarla y, cuando estuvo dispuesto una vez más, ella se lo impidió, y repitió el proceso una tercera y una cuarta vez. A la quinta vez le dijo:

– Muy bien, cariño, vamos a probarlo.

Notó que se estremecía y empezó a guiarle, y cuando ya le tenía dentro cosa de un centímetro, advirtió que temblaba, lanzaba un grito y eyaculaba.

Cuando ya estuvo blando le siguió sosteniendo y estrujando suavemente.

– Ven aquí, tiéndete a mi lado.

El se tendió a su lado muy afligido.

– Lo siento -dijo.

– No lo sientas -le dijo ella cariñosamente-. Vas a conseguirlo. Esta vez lo has hecho mejor que antes, mucho mejor. Me has penetrado. Casi estabas dentro.

– Pero no he…

– Escúchame, cariño. Sé que podremos hacernos el amor porque lo deseamos mucho. Podremos conseguirlo. Lo probaremos una o dos veces más y nos haremos el amor tal como yo sé. Pero para hacerlo bien, tengo que estar libre, me refiero a las manos, no puedo estar atada.

Te seré sincera. Quiero que me desates para que podamos hacerlo como es debido.

– ¿Quieres decir que sigues deseando hacerlo de nuevo conmigo?

– No seas tonto. Te quiero. Hay millones de hombres que padecen de eyaculación prematura. Es el defecto más fácil de solucionar. Pero, para conseguirlo, hacen falta dos personas.

Cuando esté libre como tú, te prometo que dará resultado. Verás qué fácil es y entonces nos sentiremos los dos satisfechos.

– Hablaré con los demás. No hay motivo para que te tengamos atada. Les hubiera hablado de todos modos aunque no me lo hubieras dicho.

– No te arrepentirás -le dijo mirándole con sus grandes ojos verdes rebosantes de afecto y ternura-. Ahora que somos amigos, nos merecemos la oportunidad de amarnos el uno al otro libremente. Yo te quiero, puedes creerme.

Ahora dame un beso de buenos noches y vuelve mañana. No les cuentes a los demás lo que siento por ti. Se pondrían celosos y me lo harían pagar. Pero vuelve y quédate conmigo mucho rato.

Reseña de la edición de medianoche: No hay ninguna actriz actual capaz como Sharon Fields de producir la sensación de dar y desear amor. Si todo el mundo fuera una alcoba, ella sería su reina. Decididamente, un nuevo triunfo Fields.

En escena con el Malo. Le había animado a volver porque, de los cuatro, era el más difícil de manejar. Su anterior actuación con él había sido un acierto, pero ahora tenía que superarse. Había rechazado la píldora para dormir al objeto de estar bien despierta con vistas a su “tour de force”. Pasada la medianoche, el sujeto entró furtivamente vestido únicamente con sus calzoncillos.

– ¿Qué dices, nena? ¿Me estabas esperando?

Ella apartó la cabeza y se mordió el labio inferior. Ya había interpretado esta misma escena en uno de sus más grandes éxitos de taquilla (el que batió todos los récords del Radio City Music Hall), “La camelia blanca”, si bien con mucha menos eficacia que en estos momentos.

El Malo le tomó la cabeza entre las manos y la obligó a mirarle.

– Vamos, nena, ¿a qué viene esta vergüenza? ¿Lo quieres, no?

– Sí, estúpido, sí -le contestó ella bruscamente.

El sonrió y se quitó los calzoncillos.

Ella se lo quedó mirando como hipnotizada.

– ¿Te gusta, eh? -le preguntó él acercándose a la cama.

– Sí, así te parta un rayo. Tienes el mejor.

– Muy bien, nena, en estos momentos es todo para ti.

No perdió el tiempo y le desató primero una muñeca y después la otra. Las manos y los brazos de Sharon estaban como entumecidos. Ella se los frotó brevemente sin apartar los ojos hipnotizados del musculoso cuerpo desnudo del sujeto. El se quedó de pie junto a ella, sonriendo.

– Muy bien, cariño, vamos allá. ¿Crees que podrás soportarlo?

Santo cielo, era aborrecible. Sin embargo, la expresión de Sharon reflejó asombro y deseo. Decidió utilizar deliberadamente ambas manos.

Le atrajo lentamente hacia sí tirando juguetonamente hacia arriba y hacia abajo. Le tenía de rodillas encima suyo y decidió cerrar los ojos y respirar entrecortadamente.

– Cariño -le dijo casi como sin poder hablar-, házmelo. Excítame.

– Bueno, bueno -dijo él acomodándose entre sus acogedoras piernas-. Esta vez lo haremos a base de bien.

– Date prisa -le murmuró ella.

Al penetrarle, ella le abrazó, cerró las piernas a su alrededor y movió lentamente el tronco siguiendo el ritmo de la creciente velocidad e intensidad de su acometida. Siguió moviéndose convulsamente, puntuando los jadeantes gruñidos del sujeto con una serie interminable de palabras malsonantes.

Bajó las piernas y se elevó y descendió siguiendo su ritmo girando y embistiendo, pidiendo más y más, más fuerte más fuerte, rascándole y arañándole la carne para su mayor deleite.

– Estoy a punto de alcanzarlo -gimió-, ya no puedo contenerme.

– Los dos juntos, nena -le dijo él jadeando -enloquecido-, ahora…

Al poco rato yacía tendida a su lado como exhausta y satisfecha. Al observar que el sujeto iba a levantarse, le agarró.

– Quédate conmigo, quédate un poquito más.

– Te daré todo lo que quieras -le dijo él sonriendo.

– Ningún hombre me había hecho eso jamás -le dijo ella sin soltarle-. Eres una maravilla.

– Ya somos dos -le dijo él.

– ¿Tienes que irte? ¿No puedes quedarte toda la noche?

– Ojalá pudiera, pero no quiero que los demás piensen que te disfruto en exclusiva.

– Que se vayan al cuerno. ¿Qué te importa lo que piensen? ¿Por qué no piensas en mí?

– En ti pienso, nena -le dijo él apartándole las manos de sus hombros-. Será mejor que descanses. Conseguirás de mí todo lo que quieras. Tenemos mucho tiempo por delante.

Se levantó de la cama y ella permaneció inmóvil. Este "tiempo por delante" la había entristecido, la había alejado de su papel y del escenario. Se dejó atar sumisamente de nuevo las muñecas a los pilares.

– O mucho me equivoco o ésta va a ser la última vez -le prometió-. Eres un encanto y no quiero que estés atada.

– Gracias -le dijo ella débilmente.

– A partir de ahora nos lo vamos a pasar muy bien -le prometió él.

Eso si yo pudiera tener una oportunidad, hermano, pensó. Pero tenía que seguir fingiendo.

– ¿Cuándo volveré a verte? -le preguntó.

– Cuando esté dispuesto -repuso él guiñándole un ojo-. Mañana por la noche lo más tardar.

Reseña de primerísima edición: El momento culminante de la carrera teatral de la señorita Fields. Cabe únicamente preguntarse adónde será capaz de llegar.

“Cuaderno de notas de Adam Malone. -Domingo 22 de junio”

Al llegar a Más a Tierra tenía intención de anotar, día a día, todas las incidencias de esta reunión extraordinaria del Club de los Admiradores. Pero me he abstenido de hacerlo hasta ahora como consecuencia de dos factores.

El primero de ellos fue mi desaliento a propósito de mi actuación sexual -o falta de actuación, para ser más exactos-con el Objeto. Tras haberme pasado tantísimos meses anhelando la unión sexual con ella y alcanzar finalmente la oportunidad de consumar dicha unión, mi inesperado fracaso me sumió en un estado de profundo desaliento. Como es natural, procuré disimular mi depresión y estos últimos días me los he pasado fingiendo.

Pero por dentro me sentía muy pesimista y, tras dos humillantes fracasos, la ansiedad y el temor me hicieron creer que sería inevitable un tercero. Hasta anoche me obsesionaba la idea de unirme a ella. Había logrado dejar de autoanalizarme, ya que ello no me había permitido alcanzar ninguna solución inmediata.

En su lugar, procuré buscar algún medio práctico que pudiera serme útil en el transcurso del breve período de tiempo de que disponía.

Recordé que en toda mi vida sólo había fracasado otras dos veces, hace cinco o seis años. Hubo una joven y rubia, auxiliar de dentista, con quien no pude hacerlo, a pesar de lo mucho que ambos estábamos deseando hacernos el amor.

Recuerdo que probé toda clase de afrodisíacos -desde atiborrarme de ostras y plátanos a la utilización del polvo chino que se extrae del cuerno del rinoceronte, desde mosca española (que se hace con escarabajos secos pulverizados) a la yohimbina (extraída de la corteza de un árbol africano)-, pero ninguno de tales remedios dio resultado.

Estaba a punto de probar alguna de las nuevas drogas, la PCPA y la L-dopa, que, según se afirma, son capaces de provocar una hipersexualidad en algunos casos, cuando, de repente, sucedió todo como sin darnos cuenta.

Una noche dejamos de probarlo y estábamos paseando, cuando ella me dijo algo a propósito de lo mucho que le gustaba mi cuerpo y entonces lo conseguimos. La arrastré hacia unos matorrales, le levanté la falda y se solucionó el problema.

La segunda vez, quizás un año más tarde, creo que fue con aquella preciosa viuda morena, de treinta y tantos años. La conocí en el cine. Se hallaba sentada a mi lado y, al salir, empezamos a hablar y ella me invitó a su apartamento.

En cuanto entramos en su casa, empezó a desnudarse. Estaba muy excitada y yo también me excité mucho. Estaba a punto de penetrarla cuando eyaculé. El desdichado incidente se repitió de nuevo al día siguiente. Al llegar la tercera noche, ella me ofreció dos tragos muy fuertes y empezó a acariciarme y, cuando ya estuve listo, me facilitó dos preservativos y me los hizo poner el uno encima del otro y dio resultado.

En los años sucesivos ya no hubo problema. Después de mis dos fracasos con el Objeto -que me dejaron profundamente confuso-, decidí hallar una solución práctica. Pensé en acercarme a Riverside para ver a un médico, no fuera caso de que padeciera una infección de próstata o una irritación del prepucio. Después, caso de que no se descubriera el origen, tenía intención de pedirle al médico algo de que había oído hablar, un anestésico local llamado Nupercainal, que algunos amigos me habían dicho que era estupendo si te lo aplicabas a la punta del miembro cuatro o cinco minutos antes de hacer el amor.

Al parecer, esta sustancia insensibiliza el prepucio y evita que se produzca un orgasmo rápido. No obstante, no me agradaba la idea de acudir a visitar a un médico a espaldas de mis amigos y me constaba que éstos no me lo permitirían caso de proponérselo.

Sea como fuere, había estado pensando en este desesperado remedio hasta anoche, cuando cesó finalmente mi obsesión. En estos momentos, mi ansiedad es mucho menor. Ello se debe a que el Objeto me ha manifestado los verdaderos sentimientos que yo le inspiro, y me ha dicho con toda sinceridad que no me preocupe, porque está dispuesta a ayudarme a consumar nuestra unión. Su actitud me ha librado de buena parte de mi angustia. No obstante, dicha angustia había sido hasta ahora tan abrumadora que me había impedido poner en práctica mi idea de llevar un diario.

Sin lugar a dudas, éste fue el primer factor que me impidió hacerlo. El segundo factor que me ha impedido escribir el diario fue la violenta e ilógica oposición del Mecánico, a pesar de haberle yo prometido que se trataría de algo muy secreto y privado. Sin embargo, he decidido anotar algunos puntos destacados siempre que tenga ocasión (como me sucede en estos momentos en que el Mecánico está echando una siesta) y seguir toda la cronología de la puesta en práctica del primer proyecto del Club cuando regrese a casa y ya no tenga que actuar de acuerdo con los demás.

Hemos organizado un almuerzo informal del Club de los Admiradores y aquí están casi en estilo taquigráfico, los principales puntos de la decisión a que hemos llegado. Al reunirnos para almorzar, todos nosotros nos mostrábamos más alegres, tranquilos y satisfechos que en otras ocasiones. Por primera vez nos mostramos unánimemente entusiastas a propósito de nuestra aventura.

A través de nuestras palabras resultó evidente que el Objeto había cumplido su promesa. Estaba claro que había llegado al convencimiento de que la colaboración tenía sus ventajas, había hecho las paces con su situación y ya no nos causaría más problemas. Es más, pude deducir que con mis compañeros había hecho algo más que limitarse simplemente a colaborar.

Había superado su resentimiento y les había ofrecido su amistad. Me divertí pensando en cuál sería su reacción si supieran o tuvieran la más mínima idea de los sentimientos que yo le inspiraba al Objeto.

El Objeto y yo guardaremos celosamente nuestro secreto. Sea como fuere, gracias al entusiasmo provocado por el Objeto, se hicieron varias propuestas, que se sometieron individualmente a votación.

El Mecánico prologó la primera propuesta diciéndole al Perito Mercantil: "Bueno, ¿estás ahora de acuerdo? ¿A eso ya no se le puede llamar violación forzosa, no te parece?" A lo cual repuso el Perito con rostro afable: "Ya no." Después el Mecánico trajo a colación lo que yo estaba a punto de mencionar.

"Digo que está lo suficientemente tranquila para que la dejemos en libertad en su cuarto." "No me cabe la menor duda", dije yo.

"Es inofensiva", añadió el Agente de Seguros.

El Perito Mercantil fue el único que se mostró receloso.

"¿Estáis seguros de que no correríamos riesgo?"

"No hay peligro -dijo el Agente de Seguros-.

Como es natural, primero tomaremos toda clase de medidas. Ahora hay en la puerta un pestillo por la parte de adentro. Podemos sacar el pestillo de una puerta en la que no nos haga falta y colocarlo en la puerta del dormitorio por la parte de afuera. De esta forma, cuando uno de nosotros esté con ella podrá cerrar la puerta por dentro. Al salir, cerraremos el pestillo de la parte de afuera para que no se le ocurra hacer ninguna trastada".

"Sí -dijo el Mecánico ofreciendo la solución-. Hay otro pestillo en la puerta trasera de la cocina. No nos hace falta.-Lo sacaré y lo colocaré en su puerta algo más arriba que el pestillo de dentro".

El Perito Mercantil se mostró satisfecho de esta medida de precaución.

El Agente de Seguros resumió brevemente el siguiente paso.

"Muy bien, a partir de esta noche gozará de completa libertad dentro de los límites del espacio que le ha sido asignado. Podrá moverse con entera libertad, ir al cuarto de baño cuando lo desee, leer y hacer lo que quiera".

Se hicieron a este respecto varias propuestas unánimemente aprobadas. Todas las propuestas constituían pequeñas recompensas al Objeto, en agradecimiento a su sentido común y buen comportamiento.

El Perito Mercantil propuso prestarle el aparato de televisión portátil. Dijo que no nos hacía falta y que ella podría distraerse un poco. Lo aprobamos tras asegurarnos de que no existía ningún canal local que pudiera delatar la localización de nuestro escondite.

El Agente de Seguros propuso suministrarle bebidas alcohólicas y vasos para que el ambiente le resultara más acogedor.

El Mecánico se opuso a cualquier recipiente de cristal que pudiera convertirse en arma agresiva, y presentó una enmienda por la cual se le suministraría al Objeto bebidas alcohólicas en frascos de plástico y vasos de plástico. Se aprobó por unanimidad.

Por mi parte, yo dije que me gustaría entregarle algunos libros y revistas que me había traído para que pudiera distraerse un poco. No hubo objeciones. Fue una reunión amistosa, en la que se demostró que distintas personas pertenecientes a diferentes estratos sociales, pueden llegar perfectamente a un acuerdo y vivir en armonía cuando son felices y no se producen contratiempos.

Todo el mundo esperaba ansiosamente su cita nocturna con el Objeto.

Estamos a domingo, día que siempre confiere cierto aire festivo a todas las actividades humanas. El Agente de Seguros ha sacado una baraja y, como de costumbre, hemos echado a suerte los turnos; primero el que sacara la carta más alta, después el que le siguiera inmediatamente, etc. El orden de privilegio de visita de esta noche será el siguiente: Primero, el Agente de Seguros; después el Perito Mercantil; en tercer lugar el Escritor, es decir, un servidor de ustedes, y en cuarto el Mecánico.

Grandes esperanzas. Tal como afirmó John Suckling en el siglo XVII: "La esperanza te hace amar una dicha;, El Cielo no sería Cielo, si supiéramos cómo era".

En el transcurso de todo este día y parte de la noche -que aún no había finalizado, puesto que todavía faltaba un servicio-, Sharon se vio sumida en un creciente estado de esquizofrenia.

Se trataba de un estado por el que ya había pasado en determinados momentos de su carrera: el estado de ser dos personas distintas a lo largo de veinticuatro horas, de verse sumergida de día en la en la identidad de otra persona, en un papel imaginario que ella creía auténtico y era el que interpretaba en los platós, y de ser, en el transcurso de su tiempo libre, ella misma si bien con menos convencimiento.

Esta cuestión de separarse de sí misma y volver a ser ella misma, siempre la había dejado confusa y agitada, hasta hacía algunos años en que tuvo ocasión de definir mejor su verdadera identidad, consiguiendo que la auténtica Sharon Fields no se viera afectada por los papeles que interpretaba.

En cierta ocasión buscó remedio a su conflicto interior a través de la lectura de los comentarios de Robert Stevenson a propósito de la creación de “El extraño caso del Doctor Jekyl y el Señor Hyde”. En dicho relato, el autor había intentado resolver "esa acusada sensación de desdoblamiento de la personalidad que se produce en determinadas ocasiones y abruma la mente de toda criatura pensante".

Eso no es que se refiriera precisamente a su problema, pero constituyó para ella un consuelo. Entonces era cierto. Todas las personas poseían una doble personalidad, eran dos personas en una según las circunstancias.

Pero dicho descubrimiento no solucionó su problema y Sharon se esforzó por ser una sola persona y puede decirse que casi lo consiguió.-Pero ahora, en cautiverio, se había producido de nuevo el conflicto como consecuencia de su necesidad de sobrevivir. Había aceptado el reto de uno de sus más difíciles papeles, es decir, el de interpretar la figura de la persona que no era, de la persona que todos los hombres se imaginaban o deseaban que fuera.

Viviendo intensamente dicho papel, había conseguido escapar a la humillación y amortiguar su dolor. Esta tarde había interpretado el papel de la Sharon Agradecida.

Al parecer, sus actuaciones de ayer constituyeron un éxito resonante. Sus horribles admiradores la inundaron de regalos. Entraron después del almuerzo, la desataron, le concedieron libertad dentro del dormitorio y el cuarto de baño, le anunciaron su nueva autonomía y le recordaron que ésta sería limitada y que ella seguía estando prisionera, cosa que subrayaron colocándole un pestillo adicional por la parte de afuera. Después empezaron a llegarle los regalos de sus carceleros: un pequeño aparato portátil de televisión por parte del Tiquismiquis, dos montones de libros de bolsillo y revistas por parte del Soñador, una bolsa de golosinas y una botella de plástico conteniendo whisky por parte del Vendedor.

Y ella había interpretado el papel de la agradecida Margarita Gautier, la hechicera cortesana que recibía dones, halagaba y demostraba su gratitud a sus admiradores.

Pero tras marcharse ellos y dejarla encerrada, había vuelto a ser ella misma y se había llenado de odio al pensar en su estimulación de colaboración, si bien logró experimentar cierto alivio al dirigir dicho odio hacia ellos.

¡Cuánto les odiaba! Cuánto les aborrecía y cuánto ansiaba vengarse de todos y cada uno de ellos, por la degradación y desdicha en que la habían sumido. Cuánto les detestaba por obligarla a arrastrarse ante ellos, por esperar de ella que se mostrara agradecida por el hecho de haberla desatado y dejándola sin embargo encerrada.

Entonces se preguntó por primera vez si la prisión en la que se encontraba sería a prueba de huidas. Al fin y al cabo, la habían confinado en una simple habitación corriente, no en una prisión con barrotes de hierro. Habiendo recuperado la libertad de movimiento, cabía la posibilidad de escapar.

Pensando en dicha posibilidad, había recorrido la estancia cuidadosamente, estudiando y examinando todas las paredes. Se percató de que no le sería posible abrir la puerta. Los goznes estaban oxidados y los pestillos resultaban inexpugnables.

Le resultaría difícil aun en el caso de disponer de las necesarias herramientas, pero no había herramientas ni las habría. El pavimento y el techo no revelaban señales de escotillones o troneras.

Sólo quedaban las ventanas, pero las tablas que las cubrían habían sido clavadas con docenas de resistentes clavos que no podrían desclavarse. Acercando un ojo a una rendija de entre las tablas pudo distinguir vagamente un barrote metálico, lo cual significaba que las ventanas estaban doblemente protegidas por las tablas del interior y los barrotes metálicos del exterior.

Sí, estaba enjaulada, atrapada, con tan escasas posibilidades de escapar como un prisionero encerrado en su solitario confinamiento de San Quintín. ¿San Quintín? ¿Qué la habría inducido a pensar en aquella penitenciaría de alta seguridad de California? Lo recordó instantáneamente y el recuerdo se lo trajo a la memoria. En una de sus primeras películas había interpretado el papel de una joven esposa que en una de las escenas esperaba, a la entrada de la prisión, la puesta en libertad de su marido. Había sido un pequeño papel sin importancia y la escena se había rodado en la misma entrada de San Quintín.

Tras haberse rodado las cinco o seis tomas de la escena, ella, junto con el director y otros actores, habían sido invitados por el alcaide y los guardianes a almorzar dentro del recinto de San Quintín.

La atmósfera se le había antojado opresiva, y todo aquel ladrillo, cemento y acero le había parecido sobrecogedoramente inhumano, intuyendo el desamparo en que debían encontrarse los reclusos en aquella enorme jaula.

En el transcurso del almuerzo había manifestado sus pensamientos por decir algo, y había preguntado cuántos reclusos solían intentar escapar. Le dijeron que muchos intentaban evadirse pero que muy pocos lo conseguían. El alcaide y los guardianes le refirieron muchas historias de evasiones fallidas, y uno de ellos había recordado el más memorable de los intentos de evasión de toda la historia penitenciaria, un intento no de huir, sino de birlarle al Estado una víctima de ejecución. Jamás había olvidado aquella historia, y ahora había vuelto a pensar en ella tras finalizar el examen de su propia celda en un intento de descubrir en ella algo que pudiera serle de utilidad.

La historia era todo un compendio de decisión e inventiva humana. En los años treinta, no, había sido exactamente en el año 1930, un leñador polaco-americano ¿cómo se llamaba?… Kogut, William Kogut, había sido sentenciado a muerte por el asesinato de una mujer y había sido confinado en una de las celdas del pasillo de la muerte de San Quintín.

El juró que no permitiría jamás que el Estado le ejecutara. A medida que se aproximaba la fecha de la ejecución, Kogut se inventó un inteligente medio no de huir de su celda sino de la sentencia.

A pesar de sus escasos y casi ridículos recursos, Kogut decidió fabricar una bomba. Decidió fabricar una bomba utilizando una baraja. Al recordar la historia, Sharon comprendió que era sumamente importante no pasar por alto ni una sola de las fases del incidente.

Primera fase: Sabía que las zonas rojas de los naipes de rombos y corazones estaban integrados por celulosa y nitrato, ingredientes altamente explosivos.

Rascó cuidadosamente la superficie roja de todos los rombos y corazones.

Segunda fase: Había arrancado una pata de su jergón, recogió todas las virutas, las metió en la pila del lavabo y con el mango de una escoba las introdujo en la tubería metálica de desagüe, dejando el mango metido al objeto de que no penetrara aire en la tubería.

Tercera fase: Utilizando la lámpara de petróleo de la celda, mantuvo la bomba de fabricación casera sobre la llama durante toda la noche, al tiempo que en la tubería se formaba vapor y gas.

Cuarta fase: al rayar el alba, la bomba improvisada hizo explosión con un tremendo fragor, haciendo saltar en pedazos la celda y a Kogut con ella. Salió triunfante en contra de todas las previsiones y consiguió escapar.

Pensó un buen rato en repetir la hazaña de Kogut.

El Soñador le traería una baraja si ella se la solicitaba con el pretexto de hacer solitarios.

Podría rascar el color rojo utilizando las uñas. Pero ¿y después qué? Vaciló al pensar en la siguiente fase. En la habitación no había nada que se pareciera a una tubería metálica. Tampoco había lámpara de petróleo ni una vela que pudiera arder varias horas. Pero aunque poseyera todo lo necesario para fabricar una bomba, comprendía que no le sería posible llevar a la práctica aquel proyecto.

No estaba segura de que diera resultado y, caso de no darlo, la descubrirían y la castigarían de nuevo, lo cual le resultaría insoportable. Por otra parte, aunque diera resultado, no sabía cuál sería el alcance de la explosión y temía ser destruida junto con el cuarto.

Aunque sobreviviera e intentara escapar a través de alguna brecha en la pared, habría… todo aquello era ridículo y se debía a la frecuente dramatización a que la inducía su mentalidad teatral.

Tonterías. Estupideces. Estaba prisionera, encarcelada, enjaulada. No había posibilidad de huida. Estaba reducida a la impotencia. Era necesario que dejara de pensar como una actriz y que se dedicara, en su lugar, a interpretar un papel. Tenía que concentrarse en la interpretación del papel de Sharon Fields y nada más. Aquélla era su única posibilidad, si no de huida, por lo menos de supervivencia.

El aborrecimiento que le inspiraban a causa de lo que le estaban haciendo le subió de nuevo a la garganta y se la llenó de amarga y verdosa bilis. Durante todo el día se sintió inflamada por el odio que la poseía como un demonio.

Al caer la noche fue presa del terror -un terror parecido al que experimentan los actores antes de salir a escena-y pensó que no estaría en condiciones de seguir interpretando con éxito su papel, habida cuenta del veneno que se albergaba en su interior.

Sin embargo, cuando llegó el momento de actuar, desechó (como siempre) sus temores, se identificó de nuevo con su papel y la consumada actriz que era Sharon Fields volvió a dominar fríamente la situación desde el principio hasta el final.

Sentada en la cama, ahora que eran las once y cuarto de la noche, peinándose distraídamente la larga y rubia melena mientras aguardaba la aparición en escena del último de sus cuatro apresadores, evocó los detalles de las tres actuaciones anteriores y pensó en el partido que les había sacado. El partido había sido sensacional.

A un observador exterior, lo que había logrado y aprendido hubiera podido antojársele un simple accidente. Pero ella sabía que se trataba de algo más. Toda la información que había obtenido no se había debido al simple azar sino a su habilidad y talento.

Se había entregado a sus apresadores sin reservas y había conseguido desarmarles por completo. Habían creído en ella, habían olvidado la verdadera naturaleza de las relaciones que les unían a ella y se habían ablandado lo suficiente como para bajar la guardia de vez en cuando. Y ella había estado alerta y vigilante, dispuesta a abalanzarse sobre todos los bocados.

En lugar de recibir de cada uno de ellos un simple bocado, había logrado beneficiarse de un insólito e inesperado festín.

¿Por casualidad? No, ni hablar, eso sólo hubieran podido pensarlo quienes no la conocían. Se consideraba acreedora a los aplausos. Al igual que en todas las ocasiones anteriores, ella había sido la directora de escena de todas sus actuaciones.

El éxito había empezado a producirse a primeras horas de la noche con el Vendedor. Se había lavado y secado la blusa y las bragas de seda y había eliminado las arrugas de la falda manteniéndolas sobre el vapor de la bañera, y, al entrar el individuo en el jardín de los placeres, la encontró pulcramente vestida y rebosante de hechizo.

La variedad sería el ingrediente, la variedad sería el menú que le serviría esta noche y, a pesar de la repugnancia que ello le inspiraba, decidió apartar firmemente de sus pensamientos cualquier idea de inhibición.

No había tiempo que perder. Se arrojó inmediatamente en sus brazos, le besó y le permitió que la acariciara. En cuanto se cerró la puerta, decidió esforzarse al máximo.

A través de los más recientes actos sexuales había conseguido llegar a ciertas deducciones y había logrado imaginarse cuál debía ser la auténtica vida sexual de aquel individuo.

Se había imaginado las aburridas repeticiones del acto con su esposa, y lo que probablemente buscaba y a veces encontraba fuera del hogar. Había comprendido que no era un sujeto paciente y que no estaba en condiciones de proporcionar placer, sino que, por el contrario, ansiaba simplemente la satisfacción sexual sin que se le exigiera a cambio ni tiempo ni destreza.

Muy bien. Se apartó de él y empezó a desnudarle. Después, mientras él terminaba de desvestirse, se despojó rápidamente de la blusa y la falda, y únicamente se dejó puestas las provocadoras bragas negras.

Esperó a que se tendiera en la cama y después se le acercó. Le ofreció un prolongado beso francés, acariciándole el cuerpo con una mano.

La reacción del sujeto a sus dedos fue inmediata. Antes de que pudiera levantarse para hacer lo que de él se esperaba y lo que él mismo se exigía, los expertos dedos de Sharon se curvaron alrededor de su miembro.

Empujándole con la otra mano, le concedió permiso para que siguiera tendido de espaldas y le prometió silenciosamente que ella se encargaría de todo.

En pocos minutos el tipo se convirtió en una burbuja desamparada. Ella se le arrodilló encima y empezó a acariciarle el pecho y el estómago con su rápida lengua, mientras la corpulenta mole que tenía debajo se estremecía de felicidad. Sus labios se acercaron a su bajo vientre y se detuvieron.

Sharon levantó la cabeza, procuró no mirar el abultado miembro que había estado sosteniendo en su mano y, al final, se lanzó.

El tipo no cabía en sí de excitación. Le golpeaba la espalda con las manos y aporreaba la cama con los pies, y su cabeza giraba enloquecida, a uno y otro lado presa de un goce insensato.

Su orgasmo fue el más prolongado y ruidoso de todos los que había experimentado en el transcurso de aquella semana. Al regresar del cuarto de baño, le encontró tal como le había dejado: una masa inmóvil de carne saturada, mirándola con el pavor con que mira un humilde súbdito a su legendario soberano.

Ella se sentó al lado de su figura tendida, le rodeó las rodillas con sus brazos, ladeó la cabeza y le miró con expresión complacida.

– ¿Te he hecho feliz, cariño? -le preguntó.

– Ha sido lo mejor. Jamás me había excitado así.

– ¿Lo dices en serio? Espero que no sea simplemente un cumplido.

– ¡Vaya si lo digo en serio! -dijo él. Después vaciló-. Francamente, jamás pensé que tú… bueno, que accedieras a hacerme eso.

Ella arqueó las cejas mirándole con inocencia.

– ¿Por qué no? En cuestiones sexuales no existe ninguna norma acerca de lo que debe hacerse y lo que no debe hacerse y acerca de lo que está bien o está mal.

Lo que está bien es lo que hace feliz a la gente. Si a ti te ha gustado, está bien. A mí me ha gustado, deseaba hacerlo, me he sentido a gusto haciéndolo y me siento muy satisfecha.

– Ojalá hubiera muchas mujeres como tú.

– ¿Acaso no las hay?

– Qué va. Tanto mi mujer comootras muchas son demasiado inhibidas. Se atienen estrictamente al manual.

– Lástima. Porque no sólo te privan a ti de una cosa agradable sino que también se privan ellas. Pero, bueno, nosotros somos felices, ¿verdad?

El se incorporó y le dio un abrazo de oso.

– Yo sé que lo soy.

– Y yo también, cariño. -Se apartó y frunció levemente el ceño-. Sólo que… Hábil pausa. Suspiro.

Se desplazó sobre la cama y fue a sentarse en una esquina.

El se levantó y se sentó a su lado en el borde de la cama, escudriñádole el preocupado rostro.

– ¿Qué sucede? ¿Ocurre algo malo?

No ocurre nada malo, tonto. Claro que no. Es… bueno, quizá sea una estupidez -dijo ella deteniéndose.

– Anda, sigue. Nada que nos concierna puede ser una estupidez.

– Pues, bueno, si quieres que te diga la verdad -dijo ella irguiéndose-me preocupa que bueno, que puedas cansarte muy pronto de mí.

– ¡Jamás!

– No estés tan seguro. Conozco a los hombres. Cuando lo han probado y repetido todo con una mujer, empiezan a aburrirse. No querría que a nosotros nos ocurriera lo mismo, pero me doy cuenta de que va a ocurrirnos porque estoy en condiciones de inferioridad y no puedo hacer por ti todo lo que quisiera.

– ¿De qué estás hablando?

– Ya te lo dije otra vez. La mayoría de las mujeres, cuando quieren estimular a un hombre, bueno, tienen la oportunidad de hacerlo y de presentarse atractivas a sus ojos. Tal como puedo hacer cuando estoy en mi casa. Pero ahora no estoy en mi casa, estoy aquí -hizo un gesto vago-en una habitación casi vacía, sin mis efectos personales, sin nada femenino, sin posibilidad de ofrecerte variedad y emoción.

Si tuviera algunas cosas.

– ¿Qué cosas? -le preguntó perplejo.

– Ah, pues, lo de siempre, todas las tentaciones de que dispone una mujer en su tocador. Jabones de olor, colonias, perfumes, maquillaje. -Recogió la falda y se la mostró-. Ropa para cambiarse. Prendas de vestir y prendas interiores sugerentes.

Vine aquí sin estar preparada, con sólo lo que llevaba puesto. Y eso no está bien ni para ti ni para mí.

– Te bastas tú sola. No eres como las sosas mujeres corrientes.

– Llegaré a ser igual que ellas. Ya lo verás.

– Bueno, bueno, Sharon. Ya me encargaré de que consigas lo que quieras si eso te complace.

– Me sentiré más excitante.

– Muy bien, no veo ninguna dificultad. Puedo salir cualquier mañana a comprarte algunas cosas. No tardaría mucho. Hay una ciudad que no está muy lejos.

A Sharon le dio un vuelco el corazón. Esperaba que él no se hubiera dado cuenta. Una ciudad. Una ciudad que no estaba lejos. Entonces no estaban en Los Angeles. Estaban fuera de la ciudad, probablemente en alguna zona aislada, pero no lejos de una ciudad.

– Y hay un centro comercial que está muy bien -añadió él deseoso de complacerla-. Es posible que tengan algo que te guste.

Ella le abrazó con alegría infantil.

– ¿Lo harías, cariño, harías eso por mí?

– Pues claro que lo haré. Es más, mañana por la mañana me encargaré de ello. Deja que me vista. -Se levantó para recoger su ropa-. Será mejor que me digas lo que quieres y lo anotaré en una lista.

– ¡Maravilloso! -exclamó ella batiendo palmas.

Fingió observarle mientras se vestía pero, en su lugar, estaba reflexionando. Aquello podía ser importante, sumamente importante, y tenía que manejarlo a la perfección. Su cerebro iba pasando revista a las distintas prendas de vestir y objetos de tocador, seleccionando algunas cosas y desechando otras.

el encontró un trozo de papel en su cartera, lo partió por la mitad, volvió a guardarse una de las mitades en la cartera y se guardó ésta en el bolsillo de los pantalones. Después se metió la mano en el otro bolsillo y sacó un bolígrafo. Volvió a sentarse a su lado, se apoyó sobre la rodilla el trozo de papel e intentó escribir "Lista de compras" pero no lo consiguió.

– Necesito escribir sobre una superficie lisa -dijo. Dejó el papel y el bolígrafo sobre la cama, se levantó una vez más para buscar algo y al final vio el montón de libros y se dirigió hacia el mismo.

Sharon examinó el bolígrafo.

Tenía grabadas unas pequeñas letras mayúsculas. Leyó. "Compañía de Seguros Everest", decía. Debajo había otras palabras que no consiguió leer.

Levantó la mirada. El tipo se encontraba de espaldas a ella y de cara a los libros que había sobre la mesa del tocador.

Sharon acercó la mano al bolígrafo y le dio la vuelta con los dedos. Pudo leer entonces las demás palabras.

"Howard Yost. Su Agente de Seguros de Confianza", decía.

Volvió a apoyarse la mano sobre el regazo y fingió arreglarse la falda y después la blusa.

Empezó a reflexionar acerca del bolígrafo. ¿Sería suyo o pertenecería a otra persona? “Debía” ser suyo. Claro. El Vendedor debía ser un agente de seguros.

La profesión le sentaba perfectamente bien. El extrovertido, el fanfarrón, el charlatán acostumbrado a vender tenía que ser un vendedor de seguros.

"Muy bien, me alegro de conocerle, señor Howard Yost, grandísimo hijo de puta".

Se encontraba de nuevo sentado a su lado con el papel encima del libro que mantenía apoyado sobre sus rodillas, dispuesto a escribir.

– Muy bien, Sharon, dime lo que quieres que te compre.

A Sharon ya se le había ocurrido una idea. La había ensayado y estaba dispuesta a ponerla en práctica.

– Primero mis medidas. ¿Quieres anotarlas?

– Muy bien.

Ella bajó la voz y le dijo guturalmente:

– Bueno, las medidas básicas son, bueno, noventa y cinco D, sesenta, noventa y tres.

El la miró como para cerciorarse:

– ¿Eso significa?

– Significa una talla de sujetador noventa y cinco D, sesenta centímetros de cintura y noventa y tres de cadera.

– Menuda chica -dijo él emitiendo un silbido.

– Si tú lo dices.

Con la mano libre le empezó a acariciar el muslo pero ella se lo impidió.

– No seas malo. Ahórralo para cuando me haya vestido para gustarte.

– Muy bien -dijo él asintiendo-. Te digo que ya me estoy muriendo de impaciencia. -Volvió a apoyar el bolígrafo sobre el papel-. Sigamos.

– Dale mis medidas a la dependienta y ella sabrá las tallas que me corresponden -le dijo ella aparentando indiferencia-. Ahora te diré lo que necesito, suponiendo que puedas encontrarlo. Mmmm… vamos a ver. Algunas horquillas para el cabello.

Cualquier dependienta sabrá lo que quiero. En la sección de perfumería, bueno, un lápiz de cejas, maquillaje y polvos baratos, barra de labios. Rojo fuerte. Me refiero al carmín. Y polvos traslúcidos.

– Espera -le dijo él esforzándose por anotarlo todo-. Muy bien, sigue.

– Laca para uñas. Roja también carmín. Un perfume almizcleño, una cosa que resulte excitante.

– ¿Alguna marca en especial?

– Bueno, yo uso Cabochard de Madame Grés. Te lo voy a deletrear. -Se lo deletreó lentamente mientras él lo anotaba-. Pídelo, pero no lo tienen en todos los establecimientos.

Si no lo tienen, tal vez puedan encargarlo. De lo contrario, me conformaré con cualquier otra cosa que tú consideres excitante. Ahora, un poco de ropa para cambiarme. Tendrás que buscar una tienda de artículos para señora.

– No te preocupes. Déjalo de mi cuenta.

– Lo haré. En seguida adiviné que sabías desenvolverte. Bueno, nada más que unas cositas. Vamos a ver. Me gustaría un jersey de cachemira o cualquier otra clase de lana suave que no rasque.

Rosa o quizás azul pálido. Una o dos faldas. Ligeras. Y cortas. No me gustan las faldas largas. Algo que haga juego con el jersey, azul tal vez. Confío en tu gusto.

Ahora ropa interior, no suelo usar pero me gustaría que me trajeras algunas cosillas. Vamos a ver -Se humedeció los labios con la lengua-. Un sujetador de encaje.

– ¿Para qué necesitas el sujetador? -le preguntó él mirándola.

– Para que tú puedas quitármelo, cielo -le contestó ella sonriendo.

– Ah, buena idea -dijo él concentrándose de nuevo en la lista-. ¿Qué más?

– Dos pares de fajitas, no, espera, son demasiado engorrosas. Pongamos dos pares de bragas, cuanto más pequeñas mejor. Ya me conoces. Del color que sea.

Una bata vaporosa, de color de rosa si la encuentras.

– La encontraré.

– Y anota también un par de zapatillas muy suaves. Este pavimento es muy húmedo de noche. Bueno, me parece que ya está todo.

A menos que no quieras comprarme una cosa que me sienta muy bien.

– ¿De qué se trata?

– De un minibikini. Me encanta descansar en bikini.

– Ten cuidado. Me estás volviendo a excitar.

– Pues espera a ver cómo te excitas cuando me veas con ese bikini puesto. Bueno, si quieres ser muy generoso, hay tres cositas que echo muchísimo de menos. Me muero por tenerlas.

– Dímelas y las tendrás.

Rezó para que no se le viera el plumero y decidió correr el riesgo.

– Bueno, me gustaría ver el ejemplar de esta semana del “Variety”, si es que lo encuentras en el kiosko. Quiero saber qué tal ha ido el estreno de mi película.

– Cuenta con ello.

– Y otros dos lujos. Me gustaría poder fumarme un cigarrillo de vez en cuando. Muy suave. Mi marca preferida es de importación sueca. Se llama Largos. Si me encuentras una cajetilla, muy bien.

Si no, no te preocupes. Finalmente, pastillas de menta inglesas para el aliento. Altoid.

– ¿Al qué? ¿Cómo se escribe?

Ella le deletreó el nombre de la marca.

– ¿Algo más? -le preguntó él mirándola.

– Sólo tú -le dijo ella con una provocadora sonrisa.

– Pues aquí me tienes -dijo él guardándose el papel y el bolígrafo en el bolsillo-. Lo demás lo tendrás cuando regrese mañana de hacer las compras.

– ¿Seguro que no te importa?

– Cariño -le dijo él rodeándola con un brazo-, haría cualquier cosa por ti. -Se levantó-. Esta noche has estado fantástica.

– Soy lo que tú haces de mí. Espero que mañana pueda darte algo más. Y espera a verme mañana por la noche cuando esté arreglada.

– No te preocupes. Me gustas como estás.

Cuando se hubo marchado, Sharon se preguntó si habría merecido la pena. Su situación era tan desesperada que le parecía que ya nada merecía la pena.

Sin embargo, mañana a aquella misma hora, y por primera vez desde su desaparición y cautiverio, habría conseguido comunicarse con el mundo exterior.

La posibilidad de que la lista de compras llamara la atención de alguien era tan remota que hasta se le antojaba ridícula. Sin embargo, disponía de muy pocas alternativas, y aquello que decidiera hacer tenía que resultar muy confuso para sus apresadores, tan confuso que apenas resultaría visible en el mundo exterior.

Sin embargo, había conseguido emitir una señal desde un planeta desconocido en un intento de decirle a alguien de algún lugar del universo que había vida en otro planeta. Mañana habría comunicado tres marcas de importación escasamente conocidas que eran las que habitualmente utilizaba.

Perfume Cabochard. Cigarrillos Largos. Pastillas de menta Altoid. Y después el semanario “Variety”.

Reunidas por alguien que la conociera, las cuatro cosas equivaldrían a Sharon Fields. Y también habría lanzado un quinto SOS. Una marca en cierto sentido indisolublemente unida a su fama. 95-60-93.

Había muchísimas otras mujeres con aquellas mismas medidas, estaba segura, pero sólo había una joven actriz mundialmente famosa, cuyo nombre era sinónimo de estas cifras.

Para sus incondicionales adoradores, los números 95-60-93 eran el carnet de identidad de Sharon Fields. Pero decidió poner bruscamente freno al vuelo de su fantasía.

¿Qué más daría todo aquello si ni una sola persona de entre un millón lograba interpretar sus tristes intentos de comunicación? ¿Qué más daría, teniendo en cuenta que nadie sabía que se encontraba en dificultades y necesitaba ayuda? ¿Qué más daría? Pisó desesperada otro freno, esta vez el de su creciente depresión.

Tenía que hacer todo lo que pudiera. Algo era mejor que nada. En el transcurso del primer encuentro de la velada había conseguido hacer un buen progreso.

Se encontraba en las cercanías de una ciudad. Era una ciudad en la que había un centro comercial. Uno de sus apresadores era probablemente un agente de seguros llamado probablemente Howard Yost.

Y ella comunicaría varias de sus necesidades a distintas personas del mundo civilizado. No es que fuera mucho. Pero era algo más que nada.

Gracias, Howard Yost.

Su siguiente visita fue la del Tiquismiquis, quince minutos más tarde. Apartó a un lado sus meditaciones para concentrarse una vez más en su papel. Entró con un ramillete de flores color púrpura.

– Para ti -le dijo tímidamente-. Las he cogido para ti esta mañana.

– Oh, qué atento eres -le dijo ella aceptándolo como si se tratara de un edelweis duramente ganado-. Qué bonitas son, qué preciosas. -Se inclinó hacia adelante y le rozó los labios con un beso-.

Gracias por pensar en mí.

– He estado pensando en ti todo el día. Por eso salí a coger estas flores. No es que sean gran cosa pero en la ciudad no se encuentran.

– ¿Qué son? -le preguntó ella alegremente.

– Pues, no sé cómo se llaman. Son una especie de flores silvestres.

Clic. Flores silvestres. Silvestres. Asociación de ideas. Silvestres. Bosques, gargantas, montañas, desiertos, prados, campiña.

El tipo se había dirigido hacia una silla que había al lado de la tumbona, había depositado en ella una especie de estuche de cuero que llevaba y ahora se volvió para mirarla con sus ojos de miope a través de las gafas de gruesos cristales.

– Oye, esta noche, estás preciosa, Sharon -le dijo muy relamido.

Muy fuera de lugar, pensó ella. Se está comportando como un anciano pretendiente que visitara el apartamento de una joven a la que estuviera cortejando.

– Qué amable eres, qué amable -le dijo ella.

Avanzó hacia él contoneando sensualmente las caderas y se quedó de pie a su lado con los brazos colgándole a los lados. Su proximidad y desenvoltura le hicieron jadear como un asmático y parpadear involuntariamente.

– Anoche fuiste muy buena conmigo.

– Pues esta noche quiero ser mejor.

Le atrajo suavemente hacia la tumbona.

Se desabrochó la blusa, guió su temblorosa mano por debajo de ésta y se la dejó descansando sobre un abultado pecho. El sujeto temblaba sin poderlo evitar. Ella le atrajo la cabeza hacia su pecho, se abrió la blusa y advirtió que empezaba a lamerle y besarle un pezón.

Le acunó mientras él pasaba alternativamente de uno a otro pecho.

Bajó la mano hacia la bragueta de sus pantalones. Le bajó la cremallera e introdujo la mano suponiendo que le encontraría rígido como un lápiz. Pero, en su lugar, sus dedos tropezaron con una pequeña masa pulsante.

Al rozarla, se hinchó ligeramente pero no se levantó. Le rozó la sudorosa frente con los labios y después le acercó la boca al oído.

– Cariño, quiero saber qué es lo que más te excita.

Fue a contestarle pero no se atrevió y, al final, hundió el rostro entre sus pechos y guardó silencio.

– Ibas a decírmelo, cariño. Anda, dímelo. No hay nada de que tengas que avergonzarte.

Escuchó su apagada voz.

– Anoche -empezó a decirle tartamudeando-tú dijiste, me dijiste…

– Sigue -le dijo ella dándole unas palmaditas en la cabeza-¿Qué te dije?

– Que había muchas cosas que todavía no habíamos probado.

Ella le levantó el rostro asintiendo muy seria.

– Sí, y te hablaba con toda sinceridad. No te averguences. No es malo ni está mal nada que se haga a cambio del placer sexual. Lo único que quiero es hacerte feliz. Dime qué es lo que te gustaría, por favor.

El levantó el brazo y le indicó el estuche de cuero que había dejado encima de la silla.

– ¿Qué es eso? -le preguntó ella.

– Mi nueva cámara Polaroid.

Comprendió inmediatamente al pobre, miserable y repugnante Viejo Sucio. Decidió ir al grano inmediatamente.

– ¿Te refieres a que te gusta tomar fotografías de mujeres desnudas? ¿Eso es lo que más te excita?

– Espero que no pienses que soy un… -empezó a decir él bajando la cabeza.

– ¿Un qué? ¿Un pervertido sexual? Santo cielo, pues claro que no, cariño. Hay muchos, muchísimos hombres que gustan de hacerlo.

Es la culminación del erotismo. Eso les excita más que ninguna otra cosa. Y, a decir verdad, a mí también me excita.

– ¿Ya lo has hecho otras veces?

– ¿Posar en cueros? Muchas veces. Forma parte de mi profesión. Me encanta exhibir el cuerpo y me gustaría mucho exhibírtelo de una forma que jamás hubieras visto.

– ¿Lo harías?

– Lo estoy deseando.

Le soltó, se levantó de la tumbona y, canturreando por la habitación, se despojó de la blusa, la falda y las bragas negras de seda.

Observó que aquella esmirriada y pálida caricatura de hombre ya se había desnudado y estaba sacando nerviosamente la cámara del estuche para regularla.

Ella se acercó a la cama, y se sentó en ella esperándole desnuda.

El se le acercó tembloroso, sosteniendo la cámara en una mano y ajustándose con la otra las gafas sobre el caballete de la nariz.

– ¿Cómo quieres que pose? -le preguntó ella.

– Bueno, no se trata de posar precisamente. -le dijo él vacilando. Pensó que a qué se estaría refiriendo y en seguida lo comprendió.

– ¿Quieres tomar algunos primeros planos anatómicos? ¿Es eso?

– Sí -musitó él.

– Me siento muy halagada -le dijo ella dulcemente-. Ya me avisarás cuando estés dispuesto.

– Ahora mismo.

La miraba con los ojos contraídos y la boca abierta siguiendo sus felinos y elásticos movimientos. Sharon se había sentado en la cama de cara a él. Ahora se tendió de espaldas, levantó las rodillas y separó las piernas todo lo que pudo.

Se imaginaba lo que debía estar sucediéndole. Sus pensamientos volaron fugazmente a un sórdido apartamento del Greenwich Village, cuando tenía dieciocho años y necesitaba ganar un poco de dinero y había posado de aquella manera, por espacio de una hora, para un fotógrafo especializado en arte pornográfico.

Afortunadamente para ella y para su carrera, su rostro no había aparecido en ninguna de las instantáneas. Se preguntó cuál habría sido el destino final de aquellas primeras fotografías en cueros, y cuál sería la reacción de sus actuales propietarios si supieran que los primeros planos del castor que guardaban en recónditos cajones pertenecían nada menos que a la mundialmente famosa Sharon Fields.

Ahora se percató de que alguien se estaba acercando a sus piernas separadas y levantó la cabeza.

Con un ojo pegado a la cámara, el Tiquismiquis la estaba enfocando entre los muslos. Al sacarle la fotografía, el flash la cegó momentáneamente.

El tipo se irguió. Extrajo la instantánea en color y empezó a contemplarla. Mientras la miraba se le fueron desorbitando gradualmente los ojos y parecía que no fuera capaz de cerrar la boca.

Se volvió hacia ella dispuesto a sacarle otra. Pero ella comprendió que no lo conseguiría. Su ratoncito blanco estaba deseando salir en la fotografía.

Se adelantó hacia ella y depositó la máquina fotográfica encima de la cama.

Sharon se imaginó que se desplomaría entre sus piernas y la penetraría, pero, en su lugar, le vio permanecer inmóvil.

Lo comprendió y efectuó el hábil movimiento acostumbrado. Se incorporó, se puso de rodillas y extendió la mano.

El suspiró agradecido.-A los pocos minutos, una vez aliviado, se tendió a su lado murmurando de agradecimiento y satisfacción. Al cabo de un rato, tras haberse recuperado, empezó a hablar.

Hablaba sin parar de alguien que se llamaba Thelma y que al final supo Sharon que era su mujer.

Decía que Thelma estaba demasiado acostumbrada a él, ya le daba por descontado y sólo se interesaba por sí misma y por su catálogo de achaques.

Y él estaba dolido. Porque era algo más que un simple mueble. Era un hombre lleno de vida. Necesitaba atención, excitación y acción.

Por eso iba en secreto una vez cada quince días a un estudio fotográfico de desnudos para sacar fotografías y divertirse un poco.

No había nadie, ni su esposa ni los amigos que aquí le acompañaban, que sospechara la existencia de esta nueva y estimulante afición suya.

– Eres la primera persona a quien se lo confieso -le confió a Sharon tras levantarse de la cama para vestirse-. Puedo decírtelo porque eres sofisticada y hemos mantenido relaciones íntimas y conoces estas cosas y bueno, presiento que puedo confiar en ti.

Ella le prometió que podía confiar y se levantó también para vestirse.

– Teniendo en cuenta la naturaleza de nuestras relaciones, sabes que puedes confiar en mí a propósito de cualquier cosa.

– Lo único que quiero es que seas feliz -le dijo él ya vestido y sonriéndole como un imbécil.

– Me has hecho extremadamente feliz en una situación que hubiera podido ser desgraciada.-Eres el único que lo ha conseguido.

– Así lo espero -le dijo él mirando a su alrededor y posando la mirada en el aparato portátil de televisión-. ¿Ya has utilizado el aparato de televisión?

– Pues claro. Me alegro mucho de que me lo hayas traído. De esta manera me distraigo cuando no estamos juntos. Claro que no puedo verlo muy bien. La recepción de la imagen no es muy buena. Creo que habría que regularlo. Pero el sonido está muy bien. Oigo los programas con toda claridad.

El se acercó al aparato y asintió con aire de entendido.

– Sí, me lo estaba temiendo. Es difícil conseguir una buena recepción cuando se está en la montaña. Sobre todo teniendo en cuenta que no está conectado con la antena. Hasta me extraña que recibas la imagen.

Fingió no haberle oído. Pero sus pensamientos se apoderaron de aquella revelación casual. En la montaña. Una zona agreste de las montañas, no lejos de una ciudad. Los datos se estaban ampliando. El tipo estaba manoseando el aparato.

– Vas a ver -le dijo-. Tal vez lo conecte con la antena que hay detrás de la casa. Y mañana revisaré las lámparas. Creo que podré conseguir que recibas la imagen de algunos canales.

No quisiera pecar de inmodestia, pero soy bastante hábil en cuestiones de electricidad, sobre todo cuando se trata de arreglar fusibles y lámparas y hasta aparatos de televisión.

Mi mujer siempre se sorprende de que sepa arreglar las cosas de la casa. ¿Por qué no iba a saber? Si eres inteligente y te esfuerzas un poco, puedes hacer cosas que nada tengan que ver con tu actividad laboral.

He conseguido ahorrar una fortuna arreglándome yo mismo el aparato. Mi mujer siempre me dice: "Debieras montar un segundo negocio. "Leo Brunner, Especialista en Reparación de Aparatos de Televisión ". por lo menos ganarías un poco más de…"

Se interrumpió bruscamente y giró en redondo con expresión aterrada.

Ella le miró los asustados ojos y simuló indiferencia.

– Te he dicho mi nombre -balbució él-. No sé qué me ha ocurrido. Se me ha escapado. Es terrible.

Ella se comportó como una actriz consumada. Con asombro fingido le preguntó:

– ¿Tu nombre? ¿Me has dicho tu nombre?

– ¿Estás segura de que no me has oído? -le preguntó él vacilante.

– Debía estar pensando en nosotros. Pero, aunque lo hubiera oído, no tendrías que preocuparte. Se le acercó, le besó tranquilizadoramente y le acompañó hasta la puerta. Antes de abrirla, él vaciló y la miró con expresión preocupada.

– Si lo recordaras… mi nombre… por favor, procura que no se enteren los demás. Sería muy grave para mí y tal vez fuera peor para ti.

– Tonto, te juro que no sé tu nombre. Puedes estar tranquilo. Recuerda que mañana tenemos una cita. Ah, ya me encargaré de guardarte la cámara.

Cuando se hubo marchado, Sharon esbozó una enigmática sonrisa.

Leo Brunner, te presento a Howard Yost. Por lo menos estaréis acompañados cuando os encierren entre aquellas grises paredes para toda la vida, para toda la vida y para siempre, bastardos depravados.

Media hora más tarde yacían desnudos en la cama el uno en brazos del otro. Acurrucada junto al Soñador, empezó a recorrerle perezosamente el cuerpo con los dedos.

Recordaba que, al entrar, él había hecho todo lo posible por aplazar el acostarse con ella. Le había sugerido que se tomaran un par de whiskys para conocerse mejor, y ella había accedido y ambos se habían tomado dos generosos tragos de whisky con agua y sin hielo.

En su deseo de impresionarla, le había traído un patético regalo personal. Era una revista muy atrasada, “The Calliope Literary Quarterly”, publicada en Big Sur, California.

– Yo escribí una narración corta -le dijo-. No es gran cosa. En la actualidad, la hubiera escrito de otra manera. Pero he pensado que te haría gracia leer algo que escribí. Claro que no pagan nada. Pero hay que empezar como sea. Bueno, ahora no te molestes en leerla. Hazlo cuando dispongas de un rato.

Ella simuló sentirse muy impresionada. Eso sabía hacerlo muy bien. Muy impresionada.-Estaba deseando leer la narración. Entre todos los famosos personajes que conocía, a los escritores les respetaba más que a nadie. El proceso creador se le antojaba una cosa mística y pavorosa.

– Sé que algún día llegarás a ser famoso -le dijo con desarmante sinceridad-. Y yo podré decir que te conocí. Hasta bueno, ¿no te parecería maravilloso que más adelante me escribieras el guión de una película? Siempre que tú quisieras, claro.

– Sería la máxima aspiración de mi vida -le dijo él extasiado.

Siguió bebiendo y demorando el momento de acostarse con ella. Sharon no se lo esperaba. Estaba segura de que la noche anterior había conseguido infundirle confianza. Pero, al parecer, no había sido así. Temía el fracaso.

Y, sin embargo, ella estaba totalmente segura de su capacidad de conseguirlo. Con vistas a sus planes y esperanzas, le había parecido sumamente importante llevárselo a la cama cuanto antes para disponer del tiempo suficiente y conseguir restablecer su virilidad.

Sólo así podría sojuzgarle, últimamente, en sus cavilaciones, el Soñador había llegado a antojársele el miembro más vulnerable del grupo y aquel a quien con mayor facilidad podría manejar con vistas a que la ayudara sin saberlo.

Fue centrando por ello gradualmente la conversación en el punto en que ésta había quedado interrumpida el día anterior.

Le recordó que le había confesado su amor y que ella había estado dándole vueltas en la cabeza preguntándose sí la amaría por lo que representaba o lo que de ella se decía, o bien por ella misma ahora que había tenido ocasión de conocerla de cerca.

– Te amo a ti por ti misma -le repitió él ardorosamente.

– No sabes lo maravillosamente bien que eso me hace sentir -le dijo ella apasionadamente, yendo a sentarse sobre sus rodillas.

Después no le costó el menor esfuerzo pasar del dicho al hecho. Se encontraban tendidos en la cama desnudos, acariciándose el uno al otro en silencio. Pronto estuvo dispuesto y fue a levantarse para penetrarla procurando contenerse, pero ella notó que se movía y extendió el brazo impidiéndole levantarse.

– Espera, cariño -le dijo entrecortadamente-, hagamos lo que hicimos ayer.

– No sirvió.

– Servirá si yo me encargo de todo. Ahora estoy libre y puedo hacer todo que quiera.

– Déjame probar -le dijo él intentando apartarle el brazo.

– No, hagámoslo a mi manera.

El volvió a tenderse y permitió que Sharon le hiciera lo mismo que le había hecho la noche anterior.

A pesar de su decepción, ella se lo repitió tres veces en el transcurso de quince minutos. Ahora ya estaba listo una vez más.

– Déjame, Sharon -le suplicó.

– Te dejaré, pero lo haremos a mi manera -le dijo ella soltándole.

– ¿Cómo? Déjame probar, quiero…

– Espera, por favor, espera, quédate donde estás, apártate un poco. -Se había puesto de rodillas-. Sí, quédate así tendido de espaldas. No te muevas.

Se le arrodilló entre las piernas extendidas. Separó los muslos y se le colocó encima apoyando las rodillas a ambos lados de sus caderas.

Después descendió con toda naturalidad, cerrando los ojos al notar que él la penetraba. Siguió descendiendo, sentándose encima suyo hasta rozarle los muslos con las nalgas. Se inclinó hacia él, le acarició el cabello y le sonrió.

– Lo has conseguido -le dijo dulcemente-. Ahora procura no moverte aunque lo desees. Quédate dentro y acostúmbrate a mí. ¿No es una maravilla?

El mantenía los ojos clavados en su rostro.

– Sí -musitó.

Sharon levantó ligeramente la pelvis y volvió a descender para que él experimentara la sensación de moverse en su interior.

– Santo cielo -dijo él jadeante-. Eres todo lo que siempre he soñado.

Sharon se inclinó, le rozó la mejilla con la suya y le susurró:

– Nos estamos haciendo el amor, cariño. Eso es lo único que importa.

Empezó a mover involuntariamente las caderas, a arremeter hacia adelante y hacia atrás con rapidez creciente, Sharon se percató de que se estaba moviendo a su mismo ritmo.

– Me muero -dijo jadeando.

Levantó las piernas y se agarró a ella presa de espasmódicas contracciones. Había terminado. Lo había conseguido.

Sharon celebró en su fuero interno el éxito de su técnica y de su actuación cuidadosamente controlada. A partir de ahora le tendría en el bolsillo.

Más tarde, mientras ella se estaba poniendo el camisón y él se vestía, volvió a alabarle sin exagerar. No quería que se le viera el plumero. Sería una imprudencia correr el riesgo de que la considerara una hipócrita. Prefirió hablarle del futuro.

– Ha sido una maravilla sentirme tan unida a ti -le estaba diciendo-. Ningún ser humano podría sentirse más unido. A partir de ahora, ya no habrá dificultades, cariño.

Basta con romper la barrera psicológica. A partir de ahora podremos hacernos el amor, siempre que nos apetezca.

Al sentarse él en una silla para ponerse los zapatos, ella se acurrucó a sus pies.

Comprendió que se sentía estúpidamente satisfecho de sí mismo y hasta incluso un poco aturdido. Sin embargo, era consciente de la colaboración que ella le había prestado y se mostraba agradecido.

– No creo que hubiera muchas mujeres con tanta paciencia como tú -le dijo.

Ella se echó la larga melena rubia hacia atrás.

– Es porque te quería -le dijo sonriendo-. Y ahora ya te tengo.

– No tienes idea de lo que significa -empezó a decirle él con veneración-que todo haya salido tal como tantos años llevo soñando.

Le fastidiaba tener que soltar otra idiotez, pero no tenía más remedio.

– A veces los sueños se convierten en realidad -dijo con voz ronca, orgullosa de saber interpretar su papel.

– Yo así lo creía -reconoció él-. Ojalá pudiera hacer algo más por ti.

Es más, mañana saldré con How… con uno de los demás para hacer algunas compras. ¿Necesitas algo? Me encantaría comprarte alguna cosa.

Estuvo tentada de intentar averiguar algo más acerca del lugar al que se dirigirían.

Se preguntó hasta qué extremo podría llegar sin que él recelara y se encerrara en sí mismo. Decidió probarlo cautelosamente.

– Eres muy amable -le dijo-, pero no se me ocurre nada en concreto.

Sin saber qué tipo de tiendas habrá, es difícil.

– En realidad, no conozco muy bien esta zona -le dijo él-y no sabría decirte.

Hay una farmacia y uno o dos supermercados.

Una farmacia. Uno o dos supermercados. Indudablemente una ciudad pequeña a cierta distancia de Los Angeles, con alguna colina o montañas cercanas.

– Gracias, cariño -dijo ella poniéndose en pie-, pero no te preocupes por los regalos. Encárgate de tus compras. Mañana por la noche te estaré esperando.

– Sí, será mejor que duermas un poco -dijo él levantándose.

– Te quiero -le dijo ella abrazándole.

– Y yo a ti más -le dijo él devolviéndole el beso.

Esperó a que se fuera y, una vez sola, corrió hacia los dos montones de libros y revistas y tomó la revista trimestral que contenía su narración y que él le había traído como regalo.

La abrió por la página del índice. Su dedo recorrió la lista de autores. Ninguno de ellos le era conocido.

Súbitamente su dedo se detuvo en un agujero cortado en el papel.

Habían eliminado cuidadosamente un nombre.

El título de la narración corta era "Dormir, tal vez soñar", página 38.

Pasó rápidamente las páginas hasta llegar a la 38. Bajo el número de la página había una señal en tinta y dos palabras garabateadas en tinta: "Mi narración".

El título aparecía escrito en una especie de caligrafía inglesa y debajo, con la misma caligrafía, figuraban las palabras "Ensoñación imaginaria" y después un "por" y después un agujero en el lugar donde debiera haber estado el nombre.

Maldita sea. Había abrigado la esperanza de añadir un tercer ejemplar a su colección, pero, de momento, las tres primeras anotaciones de su lista de Fugitivos Más Buscados tendrían que ser Howard Yost, Leo Brunner y el Soñador.

El Soñador no le había resultado muy útil. Su avance se había detenido momentáneamente.

Sin embargo, algo sí había conseguido. Esta noche le había convertido en un hombre. Y, a cambio de eso, no le cabía duda de que un hombre experimentaría la necesidad de recompensar a una mujer. Tendría que esperar un poco. Miró hacia la puerta.

Bueno, ya había trabajado a tres y faltaba uno. Faltaba uno, y habría terminado. Pero de este uno no esperaba recibir mucha información. Era demasiado precavido, demasiado astuto y cauteloso en relación con sus asuntos personales.

Probablemente no sacaría nada en claro. Aunque nunca se sabe, se dijo a sí misma tal como solía hacer en su época de ascenso.

Era pasada la medianoche y estaba agotada. Yacía en la cama, en la habitación a oscuras, al lado de la forma dormida del Malo.

Estaba deseando que el velloso y repulsivo animal se levantara y saliera de la habitación dejándola sola.

La fornicación le había dejado satisfecho, de eso estaba bien segura. Se habían hecho incesantemente el amor por espacio de tres cuartos de hora y, gracias a su nueva libertad de movimientos y la posibilidad de utilizar las manos, había conseguido mostrarse más sexualmente agresiva y corresponderle también con mayor vehemencia.

El se enorgullecía sobre todo de su actuación y ella había procurado halagarle constantemente maldiciéndole, arañándole, suplicándole más y, finalmente, fingiendo experimentar el orgasmo al mismo tiempo que él, simulando un sísmico y rugiente orgasmo, para sumirse después en una semi-inconsciencia.

Había sido una actuación que hasta las más grandes actrices -la Duse, la Bernhardt, la Modjeska-le habrían aplaudido.

El se quedó tan agotado que no estuvo en condiciones de levantarse inmediatamente de la cama, tal como tenía por costumbre, para irse a dormir a su cuarto.

Se desplomó exhausto a su lado. Se pasó diez minutos esperando que se recuperara y se largara. Le miró en la oscuridad tratando de adivinar si estaría despierto o dormido.

Estaba parcialmente despierto, con la cabeza hundida en la almohada y los párpados semicerrados, mirándola a través de unas estrechas rendijas. Procuró sonreírle para disimular la repugnancia que le inspiraba, aquel vil degenerado.

– ¿Te he hecho feliz? -le preguntó él con voz pastosa y soñolienta.

– Mucho.

– Te has vuelto loca.

– Me averguenzo de la forma en que me has hecho comportar.

– Dime una cosa ¿te excita tanto alguno de estos necios?

– Pues claro que no. No soy fácil. Y ellos no son muy buenos. Tú eres el único que sabe excitarme. No quiero que se te suban los humos a la cabeza, pero eres un amante maravilloso.

– Gracias, nena -le dijo él bostezando-. Tú tampoco estás nada mal. Santo cielo, estoy agotado. -Volvió a bostezar-. Bueno, yo soy hombre de palabra.

Te dije que si te portabas bien, te concedería más libertad y les he convencido.

– Te lo agradezco mucho.

Le repugnaba tener que arrastrarse y reprimir su ardiente enojo. Observó que al tipo se le cerraban los párpados.

– ¿Estás dormido? -le susurró.

– ¿Cómo? no, descansando un poco antes de levantarme.

– Descansa todo lo que te apetezca.

– Sí.

Pensó en la conveniencia de intentar averiguar algo acerca de su persona. Si es que iba a hacerlo, no habría mejor ocasión.

– Cariño -le dijo-, ¿puedo preguntarte una cosita?

– ¿Qué?

– ¿Cuánto tiempo vais a tenerme aquí?

– ¿Y qué más te da? -le dijo él parpadeando-. Creía que te gustaba.

– Y me gusta. No se trata de ti y de mí. Tengo una carrera, compromisos. Pensaba que podrías darme una idea de…

– No sé -la interrumpió él con los ojos cerrados-. De nada te servirá preguntarlo. Cuando lo sepamos, lo sabrás.

– Muy bien. No hay prisa. Sólo quería decirte que, cuando volvamos a Los Angeles…

– ¿Y quién te ha dicho que no estamos en Los Angeles? -le preguntó él escudriñándola.

– Bueno, donde quiera que estemos, quería decir que, cuando me soltarais, bueno, no quisiera que fuera el final. Podríamos seguir viéndonos. Me encantaría.

– No será fácil, hermana -le dijo él con un gruñido-.-No hay cuidado. Me fiaría de ti tan poco como de cualquier otra mujer en las mismas circunstancias. No, cuando hayamos terminado, nos largaremos y sanseacabó. -Sonrió sin abrir los ojos-. Pero no te preocupes. Te daré suficiente amor como para que puedas vivir diez años. Entonces, si tienes suerte, tal vez se celebre una nueva reunión del Club de los Admiradores y volvamos a llevarte con nosotros.

Se levantó con un gruñido y se volvió de lado dándole la musculosa espalda. Se estremeció y le miró la nuca con un odio que jamás había conocido. Tendría que recordar una cosa, se dijo a sí misma. Nada de bromas con este tipo.

No debía subestimarle ni arriesgarse a dirigirle más preguntas.

Es un hijo de puta muy astuto con una acusada tendencia al sadismo. Es imprevisible y capaz de revolverse contra quien sea en el momento menos pensado.

Por mucho que intentara ablandarle, complacerle y ganarle, jamás lograría utilizarle.

El Malo se encontraba más allá del alcance de sus maquinaciones. Tendría que contar con las debilidades más previsibles de Yost, Brunner y el Soñador.

Yacía tendida, pensando que ojalá no se durmiera y se largara, para poder librarse de la tensión de su presencia. Escuchó un sonido crujiente, contempló su forma inmóvil y comprendió que estaba roncando. Estaba profundamente dormido, el muy cochino. Bueno, que se vaya al infierno, pensó.

Ella también necesitaba dormir. Buscó el Nembutal en la mesilla de noche, lo encontró y vio que no había agua.

Se deslizó fuera de la cama muy despacio para no molestarle, recogió el camisón y se dirigió de puntillas al cuarto de baño.

Una vez dentro, cerró la puerta, encendió la luz, se introdujo la píldora en la boca y la ingirió con un sorbo de agua. Después se lavó rápidamente y, levantándose el camisón, se miró al espejo.

Estaba horrible. Con el cabello enredado y enmarañado, los ojos hinchados y el rostro pálido y escasamente atractivo a causa de la falta de sol y maquillaje.

Tendría que soportar su miserable presencia y conformarse hasta que regresara a la civilización, si es que regresaba alguna vez a la civilización.

Fue a apagar la luz para regresar a la cama y, al acercar la mano al interruptor, su mirada se posó en la puerta cerrada del cuarto de baño y, por primera vez, se percató de que colgaba del gancho una prenda que no le pertenecía.

Sus pantalones. Los pantalones de tela gruesa del Malo colgados por el cinturón.

Y los bolsillos no estaban planos. Se quedó de una pieza y notó que la sangre le afluía a las sienes.

¿Se atrevería? Se encontraba encerrada y la puerta la aislaba de aquel animal que dormía en su cama.

Estaba sola pero no estaba a salvo porque, aunque habían dejado la manija en su sitio, ésta no podía cerrarse por dentro.

Si corría el riesgo de registrarle los bolsillos y él despertaba de repente, la buscaba, entraba sin previo aviso y la encontraba examinando sus efectos personales, sería espantoso.

La golpearía hasta matarla. O cosa peor. Por otra parte, tal vez jamás volviera a presentársele una ocasión parecida. Hasta aquellos momentos, el tipo no había sido vulnerable.

Si tenía algún talón de Aquiles, tal vez pudiera descubrirlo en aquellos pantalones que colgaban del gancho del cuarto de baño.

No tenía idea de lo que andaba buscando ni de lo que podría encontrar.

¿Merecería la pena correr aquel espantoso riesgo? La sangre seguía afluyendo a su cabeza y la aturdía. Se había pasado la vida corriendo riesgos, lo cual le había parecido un precio justo a cambio de la libertad.

Tal vez fuera éste una vez más el precio de la libertad. Decidió lanzarse. Con una mano sostuvo la hebilla del cinturón para evitar que golpeara contra la puerta e introdujo rápidamente la otra en uno de los bolsillos laterales sin encontrar nada.

Pasó la mano por detrás buscó el otro bolsillo lateral y encontró algo, dos cosas.

Las sacó. Una cajetilla de cigarrillos medio vacía. Un encendedor plateado sin iniciales sobre su desgastada superficie. Introdujo de nuevo ambas cosas en el bolsillo.

Había dejado los bolsillos de los costados para el final.

El izquierdo. Un sucio y arrugado pañuelo y nada más.

Decepcionada, lo volvió a dejar en el bolsillo. El último que quedaba. El del costado derecho.

Utilizando ambas manos tomó una pernera.

El bolsillo estaba lleno. Introdujo la mano, la cerró alrededor de un objeto de cuero cuadrado y sacó una estropeada cartera marrón. La abrió con manos temblorosas.

Inmediatamente, a través de una hoja de plástico transparente, una fotografía del Malo tamaño sello de correos.

Examinó la tarjeta y leyó: Carnet de conducir de California Kyle T. Shively 10451-Calle Tercera Santa Mónica, Cal. 90403. No perdió el tiempo leyendo el resto del carnet.

Pasó apresuradamente las dos hojas de celuloide. Una de ellas contenía la tarjeta azul y blanca de la Seguridad Social y la otra una tarjeta de crédito Master Charge.

Sus dedos examinaron el contenido de la cartera.

Había dos billetes de un dólar y un billete de diez dólares y, en un rincón, un trozo de papel doblado.

Sacó el trozo de papel y lo desdobló. Tras dejar la cartera en la pila del lavabo, su temblorosa mano alisó un amarillento y arrugado recorte de periódico a dos columnas, del “Lubbock Avalanche-Journal” de Lubbock, Tejas.

Databa de varios años. Allí estaba él otra vez, alto, delgado, feo, tan bien afeitado como en la fotografía del carnet de conducir, con un uniforme del ejército y saludando a la cámara mientras él y un sonriente oficial que le acompañaba descendían las escaleras de lo que parecía una especie de edificio oficial.

Sus ojos leyeron rápidamente el pie: “Rechazadas las acusaciones de asesinato en el Vietnam contra un soldado de infantería de nuestra ciudad”.

– El cabo Kyle T. Scoggins abandonando el tribunal militar de Fort Hood en compañía de su abogado, el capitán Clay Fowler. Las acusaciones de homicidio no premeditado en el transcurso de las matanzas de My Lai 4 fueron rechazadas en el consejo de guerra por "falta de pruebas".

Hubiera deseado leer el reportaje a dos columnas que venía a continuación pero no se atrevía por temor a tardar demasiado.

Se limitó a abrir mucho los ojos y echar un vistazo a la primera columna y después a la segunda.

Al terminar, había logrado hacerse una idea del relato y el corazón empezó a latirle con fuerza.

Scoggins o Shively había sido uno de los cien soldados de infantería norteamericanos transportados en helicóptero a la provincia de Quang Ngai, al nordeste de Vietnam del Sur, con el fin de atacar al 48 batallón Viet Kong, -que, al parecer, se ocultaba en la pequeña aldea de My Lai. En lugar de al enemigo, los norteamericanos sólo habían encontrado población civil vietnamita -mujeres preparando el desayuno, niños jugando entre el barro y las chozas de paja y viejos dormitando al sol-y los norteamericanos se habían convertido en unos enloquecidos e inhumanos saqueadores, cometiendo las más horribles matanzas y atrocidades de la guerra.

Habían violado a numerosas mujeres y después habían acorralado al resto de la población y la habían ametrallado a muerte. Entre los muchos soldados norteamericanos acusados de crímenes de guerra y asesinato de población civil en My Lai aquel espantoso día, figuraba un tal cabo Kyle T. Scoggins.

Un testigo, el soldado raso de primera clase McBrady, perteneciente al mismo pelotón de infantería que Scoggins, había declarado haber descubierto a Scoggins en las afueras de la aldea disponiéndose a ametrallar a cinco niños, "todos ellos de menos de doce años", que se habían ocultado en una zanja.

El testigo McBrady le había dicho a Scoggins: "\¿Qué demonios vas a hacer? No son más que niños inocentes".

El testigo había declarado que Scoggins le contestó: "Cuando lleves aquí tanto tiempo como yo, te darás cuenta de que ninguno de estos sinverguenzas es inocente. O tú o ellos.

Cuando estás metido en una cosa de ésas, tienes que eliminarlos a todos, matarlos a todos, matar cualquier cosa que se mueva, incluso a los niños para que no quede nadie que pueda señalarte con el dedo".

Tras lo cual, Scoggins había dado la vuelta y había ametrallado despiadadamente a sangre fría a los cinco niños.

En el transcurso del consejo de guerra de Fort Hood, el soldado de primera clase McBrady, testigo de la acción de Scoggins, fue obligado a reconocer bajo juramento que, personalmente, no había visto cometer el asesinato al cabo Scoggins.

McBrady declaró en su lugar que quien le había visto había sido un compañero suyo, un tal soldado raso Derner, que había intentado impedir que Scoggins llevara a cabo su propósito y que había mantenido con éste el pretendido diálogo.

Derner le había contado después a su amigo McBrady el horror de que había sido testigo y fue éste quien acabó declarando ante los tribunales.

El verdadero testigo presencial, Derner, el amigo de McBrady, había salido a patrullar tres días después de la matanza de My Lai, había pisado una mina y había saltado por los aires en pedazos.

El tribunal militar consideró que, dado que el único testigo presencial no podía declarar, la declaración de su amigo McBrady debía considerarse una prueba de oídas, razón por la cual resultaba totalmente inadmisible.

Por consiguiente, las pruebas contra el cabo Kyle T. Scoggins no bastaban para justificar la prosecución del juicio, se rechazaron las acusaciones y él quedó en libertad.

Y después, sin duda para enterrar el desgraciado incidente de su pasado, para dejarlo para siempre a sus espaldas, se había producido la metamorfosis desde Kyle T. Scoggins a Kyle T. Shively.

Con dedos como de madera, Sharon Fields dobló el recorte, lo volvió a doblar y lo empujó al rincón de la cartera donde lo había encontrado.

Después introdujo rápidamente la cartera en el bolsillo del pantalón de Shively.

Estaba aterrada como jamás había estado en su vida. Estaba aterrada porque, a pesar de que hubieran sido rechazadas las acusaciones, estaba segura de que Shively lo había hecho.

Ella había sido no sólo testigo presencial sino también víctima de su furia animal y había intuido ya desde un principio que Shively era en el fondo un asesino homicida con simple apariencia de hombre civilizado.

Y ahora, un vistazo a su pasado le había confirmado sus más ocultos temores. Procuró hacer frente a dichos temores. Arrancaban del hecho de que, independientemente de cuales fueran las intenciones de los restantes miembros del Club de los Admiradores, uno de ellos había decidido en secreto no dejarla en libertad en un futuro, para evitar que pudiera declarar contra él.

Cualquier animal capaz de asesinar a cinco inocentes criaturas, muchachos indefensos, simples chiquillos -arrebatándoles la vida y el amor y los años de permanencia sobre la tierra a que tenían derecho-, por el simple hecho de no querer supervivientes que pudieran "señalarle con el dedo", semejante monstruo no permitiría que una mujer adulta (sobre todo una mujer tan poderosa y bien relacionada como ella) quedara en libertad y pudiera organizar una persecución contra él para castigarle por secuestro, violación y agresión.

Hasta ahora, en el transcurso de toda la semana, había concentrado todas sus esperanzas y energías no tanto en la fecha en que tuvieran en proyecto soltarla cuanto en librarse de aquellos cuatro individuos.

En el fondo de su corazón siempre había creído que más tarde o más temprano, cuando ya se hubieran hartado, la dejarían en libertad.

A pesar de sus temores y depresiones, jamás había creído en la posibilidad de que no le permitieran regresar a casa.

Ahora esta esperanza a la que se había aferrado se había roto en mil pedazos.

En la cartera de Shively se encerraba su sentencia de muerte.

Se preguntó si los tres compañeros de Shively estarían al corriente de los antecedentes de éste.

Llegó a la conclusión de que no era probable. Se había tomado la molestia de cambiar de nombre para mantener oculta aquella historia y no debía querer que nadie supiera que en cierta ocasión había sido acusado de asesinato. Desesperada, pensó en la posibilidad de referirles la verdad de Shively a Brunner o bien al Soñador.

Les podría decir que lo hacía por su bien. Debían saber que uno de sus compañeros era un asesino y que, si éste volvía a asesinar, ellos serían cómplices.

Sabiéndolo, tal vez se pusieran de su lado y la ayudaran a escapar.

Y, sin embargo, comprendió intuitivamente que no podía revelar su terrible secreto a ninguno de ellos. Estaban juntos, se habían confabulado contra ella, se habían prometido fidelidad y dependían el uno del otro.

Este era el nexo que tenían en común.-Si escucharan la historia de sus labios, era posible que alguno de ellos se la repitiera a Shively o bien le dirigiera ingenuamente a éste alguna pregunta al respecto.

Y ello contribuiría a acelerar su sentencia. Sin embargo, se dijo a sí misma, su final no tenía por qué estar necesariamente decretado. Que un hombre hubiera asesinado a alguien en épocas pasadas bajo la presión de los combates en tiempo de guerra no significaba que éste tuviera que volver inevitablemente a asesinar en tiempo de paz.

Hasta que llegara el momento final de la verdad no podría saber si Shively se proponía dejarla en libertad a su debido tiempo o bien liquidarla.

El veredicto de Shively, la vida o la muerte de Sharon Fields, que él y sólo él conocía, la harían vivir en los días venideros en una angustia insoportable.

Llegó a un convencimiento que la llenó de una férrea decisión superior a cualquier otro sentimiento que hubiera experimentado en el transcurso de las últimas cuarenta y ocho horas.

No quería correr el riesgo de dejar exclusivamente el veredicto en manos de Shively. Tenía que apoderarse del veredicto y convertirse en la dueña de su destino. Sus motivaciones se habían reducido ahora a su más mínima expresión.

Ya no quería comunicarse con el mundo exterior simplemente para evitar los abusos y la humillación.

Ya no quería ponerse en contacto con el mundo exterior para disfrutar del delicioso sabor de la venganza. No le importaba otra cosa que no fuera la simple supervivencia. Sí, ésta era ahora la esencia desnuda.

Vida o muerte.

Y el tiempo había pasado a convertirse también en su tercer enemigo. Tenía que escapar cuanto antes. Era necesario que la encontraran y liberaran cuanto antes.

Pero, ¿cómo, cómo? Echó el agua del excusado para que él no sospechara que estuviera haciendo otra cosa.

Abrió despacio la puerta del cuarto de baño, apagó la luz y regresó al dormitorio de puntillas. Vio a Shively -santo cielo, tenía que olvidarse de su nombre no fuera que lo utilizara accidentalmente-todavía durmiendo en la cama y roncando levemente.

Miró la puerta a través de la oscuridad. Le bastaría descorrer el pestillo y abrir la puerta para alcanzar la libertad. Pero los desconocidos obstáculos de más allá de aquella puerta la abrumaban. No conocía el plano de la casa. No sabía si los demás ocupantes estaban cerca ni si dormían o estaban despiertos.

No conocía el terreno de afuera. Ellos sí lo conocían, pero ella no. Tendría muy pocas probabilidades de alcanzar el éxito.

No obstante, ¿se atrevería a intentarlo? ¿Deslizarse sigilosamente, tratar de orientarse y huir? Sabía que si la apresaban el castigo sería salvaje.

Se desvanecería toda la nueva confianza que les había inspirado por medio de su colaboración, amor y obediencia. Comprenderían que había fingido y seguía odiándoles.

La privarían inmediatamente de sus privilegios. Volverían a amarrarla a la cama con una cuerda. La someterían a toda clase de brutalidades antes de ejecutarla.

Perdería toda esperanza de poder utilizarles y llamar la atención de sus libertadores. Antes de que pudiera tomar una decisión, otro la tomó por ella.

Shively se removió en la cama, se incorporó apoyándose sobre un codo y se frotó un ojo.

– ¿Dónde estás?

– Estoy aquí, cariño -le dijo ella tragando saliva-. He tenido que ir al lavabo. Regresó a la cama con piernas como de piedra. Más tarde, cuando él ya se había marchado y el Nembutal ya le estaba empezando a hacer efecto, luchó contra el sueño para poder pensar en su futuro y en las medidas a tomar.

Hasta ahora, su simulación le había permitido obtener ciertas ventajas, pero no las suficientes y tampoco con la suficiente celeridad ahora que sabía que bajo aquel techo vivía un asesino.

Se encontraba en algún lugar no lejos de Los Angeles. Se encontraba en alguna alejada zona montañosa cercana a una pequeña ciudad.

Iba a enviar una lista de compras a dicha ciudad. Sólo sabía que había un tal Howard Yost, un tal Leo Brunner, un tal Kyle T. Shively, nacido Scoggins, y otro cuyo nombre desconocía y a quien ella apodaba el Soñador.

No era suficiente. Tenía que haber más. Piensa, Sharon, piensa. Pensaba medio aturdida porque la estaba venciendo el sueño.

Antes de sumirse en el sueño pensó fugazmente en una idea descabellada. Tenía que averiguar exactamente dónde la mantenían prisionera. Tenía que comunicar al exterior dónde se encontraba.

Reflexionó momentáneamente acerca de la fugaz posibilidad y comprendió que ésta podría proporcionarle el medio de comunicarse con el exterior y de salvar la vida, pero después la oscuridad se adueñó de su cerebro y se hundió en el sueño aferrándose a aquella recién descubierta, tímida y descabellada esperanza.


A la una en punto del lunes por la tarde Adam Malone se encontraba acomodado en una butaca de pasillo de la última fila del New Arlington Theatre, esperando a que comenzara la proyección de la película.

Tras acostumbrarse a la oscuridad, comprobó que no había más que unas pocas personas esparcidas por el patio de butacas.

Como era de esperar, se trataba en buena parte de adolescentes. Adam escuchaba el murmullo de sus conversaciones y el crujido de las palomitas de maíz al pasar éstas de las cajas de cartón a sus bocas.

En la pantalla se estaban pasando los "trailers" de los próximos programas y el juvenil auditorio les prestaba tan escasa atención como el propio Malone, a la espera del comienzo de la película de Sharon Fields.

Un afortunado azar había traído a Adam Malone a aquel refrigerado local cinematográfico en un caluroso día de finales de junio. El día anterior por la mañana, Howard Yost estaba escuchando un programa deportivo a través de una emisora de Riverside.

Malone, que se encontraba en la misma habitación, no prestó atención hasta que escuchó un anuncio.

En dicho anuncio se exponía el programa estival del reformado local cinematográfico New Arlington Theatre, de las afueras de Arlington.

Dado que ya se habían iniciado las vacaciones escolares, el local había organizado un programa de sesiones matinales diarias dedicadas a la reposición de famosas películas pertenecientes a los diez años últimos.

Las tardes se dedicarían a los programas habituales. Para su primera matinal, el cine anunciaba la reposición de una producción de diez millones de dólares, nada menos que “Los clientes del doctor Belhomme”, protagonizada por Sharon Fields.

La película había sido uno de los primeros éxitos internacionales de la actriz.

– ¿Lo has oído? -dijo Malone muy excitado-.

En Arlington van a reponer una de las mejores películas de Sharon. Es de las pocas que sólo he visto una vez. Maldita sea, no sé lo que daría por volverla a ver.

– ¿Y para qué quieres verla en la pantalla si en la habitación de al lado la tienes actuando para ti en carne y hueso? -le preguntó Yost en tono burlón.

– No lo sé -repuso Malone-. Me parece que ahora sería distinto y más interesante.

– Pues, bueno, te demostraré lo buen amigo que soy -le dijo Yost-. El lunes por la mañana tenía en proyecto salir solo a hacer algunas compras y adquirir un poco más de comida no sea que nos haga falta. Si quieres, te acompaño.

– Sería estupendo, Howard. Pero el caso es que la película empieza a la una.

– Muy bien, me amoldaré a tus necesidades. Al fin y al cabo, es posible que algún día puedas ser un futuro cliente mío. Saldré hacia el mediodía y llegarás con suficiente antelación.

Después podrás ver por lo menos parte de la película mientras yo hago las compras.

El lunes al mediodía, tras aconsejarles Shively que procuraran ser discretos y rogarles Brunner que tuvieran cuidado, subieron al cacharro de ir por las dunas, se dirigieron hacia las colinas e iniciaron el descenso hacia Arlington.

El sol del mediodía era abrasador y al llegar al claro en que habían dejado oculta la camioneta de reparto Chevrolet, ambos sudaban profundamente con las camisas chorreando y pegadas al cuerpo.

Yost había planeado cambiar el cacharro de ir por las dunas por la camioneta, pero ahora le pareció absurdo dedicarse a la operación de librar del camuflaje a la camioneta y traspasar dicho camuflaje al cacharro habida cuenta del calor.

Por consiguiente, decidieron seguir utilizando el cacharro y bajaron por el Mount Jalpan, abandonaron el pedregoso camino secundario, siguieron por la Meseta Gavilán más allá de Camp Peter Rock y atravesaron el rancho McCarthy.

Finalmente llegaron a la más transitada carretera de Cajalco, pasaron junto a la gran presa llamada lago Mathews y enfilaron después la carretera del Mockingbird Canyon, que conducía a la ciudad.

Al llegar a la Avenida Magnolia, en el corazón de Arlington, Yost se adentró con el cacharro entre el tráfico sorprendentemente intenso y avanzó lentamente hasta llegar a una arcada comercial con un aparcamiento situado entre dos hileras de tiendas de todas clases.

Encontró sitio frente a la más importante de todas las tiendas, El Granero de la Moda, adosada por la parte de atrás a una sucursal del Banco de América situada en la Avenida Magnolia.

– Creo que aquí podremos encontrar todo lo que nos hace falta -dijo Yost mirando a su alrededor-.

Hay un supermercado al otro lado de la calle, un par de farmacias y, bueno, he pensado que quiza, que esto quede entre nosotro, bueno, tal vez le compre a nuestra amiga un poco de ropa para cambiarse.

– Oye, eso estaría muy bien, Howie.

– Pues claro. ¿Dejo el cacharro aquí o quieres llevártelo para ir al cine? No está nada lejos. Está a unas dos manzanas al oeste del sitio en que giramos a la Avenida Magnolia.

– ¿Te importa que me lo lleve, Howie? Me estoy derritiendo de calor.

– Como quieras -dijo Yost abriendo la portezuela y descendiendo del vehículo-. Está a tu disposición. Pero una cosa ¿cuánto dura esta película?

– Unas dos horas -contestó Malone, que ya se había acomodado detrás del volante.

– Entonces no la podrás ver toda. Yo habré terminado dentro de una hora y no quiero pasarme aquí mucho rato. Recógeme a eso de las dos.

– Media película de Sharon Fields es mejor que nada -dijo Malone encogiéndose de hombros.

Yost le señaló el otro lado del aparcamiento.

– Mira, delante de aquella farmacia de la Avenida Magnolia.-Recógeme a las dos. Te estaré esperando con todas las compras.

Y ahora Adam Malone se encontraba acomodado en una butaca del local refrigerado con los ojos clavados en la pantalla, en la que había aparecido en llamativas letras rojas el nombre de Sharon Fields y después el título “Los clientes del doctor Belhomme” sobre un trasfondo tricolor rojo, blanco y azul.

Súbitamente desapareció el tricolor y en su lugar se vio el rótulo de una calle según el cual aquella era la Rue de Charonne. Después, detrás de la lista del reparto, la cámara mostró una elegante calle del París del siglo XVIII y se detuvo frente a una verja y un alto muro que ocultaba parcialmente el “hotel” que había detrás.

Siguió apareciendo la lista del reparto sobre el trasfondo de una placa que había en el muro al lado de la verja. En la placa podía leerse: “Asilo Mental Particular, Director, Doctor Belhomme”.

Y comenzó la película. Una panorámica de la capital francesa con la leyenda “París, 1793, punto culminante de la Revolución Francesa y el reinado del terror”.

Seguía un montaje de escenas de París durante el Terror. La cámara se detenía finalmente en la guillotina de la plaza Luis XVI, donde el verdugo, conocido como Monsieur París mostraba las cabezas de los decapitados aristócratas -a los que él llamaba "clientes"-a la rugiente multitud que se arracimaba a su alrededor.

Centrando toda su atención en la pantalla, Adam Malone procuró recordar el contenido de aquella película de Sharon Fields. Recordó que todo lo que había visto hasta aquel momento era un prólogo a la presentación de la estrella de la película, Sharon Fields, en el papel de Giséle de Brinvilliers, hija adoptiva del bondadoso conde de Brinvilliers, liberal noble francés que se había atraído las iras de los revolucionarios y activistas franceses.

Malone procuró ir recordando la historia. No la recordaba muy bien.

Sharon Fields en el papel de Giséle intentaba ocultar a su padre adoptivo hasta que éste pudiera abandonar Francia. Al final, Malone consiguió recordar la idea esencial basada en un hecho histórico.

Giséle había conseguido ocultar temporalmente a su padre adoptivo yéndose a vivir con él a un triste manicomio del corazón de París dirigido por un tal doctor Belhomme.

El buen médico había trasladado a sus treinta y siete enajenados mentales a otro manicomio y los había sustituido por aristócratas sentenciados a muerte y dispuestos a pagar una fortuna a cambio de salvar sus cabezas en aquel insólito escondite.

Malone recordó que la principal emoción de la película se centraba en los esfuerzos de Giséle por mantener oculto a su padre en el manicomio del doctor Belhomme procurando al mismo tiempo comunicar su situación a alguien que estaba a punto de abandonar París con destino a los Estados Unidos.

Malone intentó recordar si Giséle había logrado sus propósitos pero no lo consiguió. En cualquier caso una historia maravillosa, pensó Malone estremeciéndose de placer anticipado mientras se desarrollaba ante sus ojos el emocionante relato.

Esperaba sobre todo la primera aparición de Sharon Fields en el papel de la arrojada y seductora Giséle de Brinvilliers.

Y al final la vio aparecer en tamaño gigante y magnífico tecnicolor.

Se estaba bañando lánguidamente en una bañera blasonada en forma de cisne, en el piso más alto del castillo familiar, situado en las afueras del turbulento París.

Y Adam Malone se quedó absorto instantáneamente.

Era una visión etérea pero al mismo tiempo real, una mujer, una mujer falsamente angelical derramando atractivo sexual a manos llenas con el cabello rubio recogido en la parte superior de la cabeza, su perfil clásico no turbado todavía por las vicisitudes que la aguardaban y parte de su voluptuoso pecho desnudo sobresaliendo por encima del borde de la bañera entre jabonosa espuma.

Otra escena.

Se hallaba envuelta en un lienzo blanco secándose y seduciendo con la silueta impecable de su figura a sus jóvenes y enardecidos admiradores aristócratas.

Era la personificación de la alegría riéndose guturalmente con la cabeza echada hacia atrás. Era la encarnación de lo deseable, con sus orgásmicos ojos verdes semicerrados, la ardiente voz y los felinos andares. Era el símbolo de la libertad espiritual ahora ya totalmente vestida, con los jóvenes pechos sobresaliéndole del escote mientras atravesaba los bosques de su propiedad para dirigirse a una cita sin saber todavía que el Terror ya se estaba cerniendo sobre ella y su familia.

Nueva escena.

La dramática revelación del inminente peligro.

Nueva escena.

La huida nocturna con el conde y los demás en dirección al manicomio del doctor Belhomme.

Nueva escena.

La escasa y transitoria seguridad del manicomio.

Adam Malone se encontraba como clavado en la butaca perdido en sus antiguos ensueños.

Era un modelo de perfección, la diosa femenina que encarnaba toda la feminidad y que, sin embargo, no era más que una intocable imagen de la pantalla, una imagen inasequible e inalcanzable para la estirpe de los simples mortales.

Al aparecer en escena los cabecillas del Terror, Adam Malone parpadeó y recordó dónde estaba y se miró el reloj.

Llevaba en el cine cincuenta y cinco minutos y sabía que tenía que marcharse inmediatamente para regresar al menos atrayente mundo de la realidad.

El reencuentro constituyó casi un trauma. Se puso las gafas ahumadas y abandonó el local emergiendo a la bulliciosa y soleada calle principal de un lugar de California llamado Arlington.

Procurando librarse de su inexplicable confusión, corrió apresuradamente al aparcamiento en el que el achaparrado cacharro se estaba cociendo al sol.

Subió al vehículo y se esforzó por identificar a la lejana diosa con la verdadera joven a la que finalmente había conseguido poseer hacía dos noches y había vuelto a poseer con más éxito si cabe la noche anterior.

Se inclinó hacia el volante presa de la confusión. La Giséle de la película de esta tarde del lunes y la Sharon de carne y hueso que le había ofrecido su amor físico el sábado y el domingo, no estaban en modo alguno relacionadas entre sí.

Parecía que no pudieran fundirse en un solo ser. Giséle jamás hubiera permitido que la penetrara un don nadie, un sujeto vulgar y corriente como él.

En cambio, Sharon se lo había permitido, le había animado a hacerlo, le había ayudado y había gozado del memorable ayuntamiento casi tanto como él.

Era absurdo. Inesperadamente -cosa igualmente absurda-experimentó una profunda y dolorosa emoción parecida a una pérdida y se sumió en la tristeza. En aquellos momentos lamentó haber ido al cine. No hubiera debido permitirse aquella huida temporal a la fantasía.

Poseía en la vida real algo que cualquier hombre de la tierra le hubiera envidiado y eso hubiera debido bastarle.

Malone suspiró y puso en marcha el vehículo, dio un rodeo por una calleja y se dirigió hacia el lugar en que había prometido recoger a Howard Yost.

Vio la farmacia y se acercó al bordillo justo en el momento en que un arrebolado y jadeante Howard Yost salía del edificio portando una gran bolsa llena de toda clase de paquetes de distintas formas y tamaños.

– Ya estamos -murmuró Yost dejando la bolsa en el elevado asiento posterior del cacharro-. Ahora espera un momento, tengo que traer otra cosa.

Desapareció en el interior de la tienda y salió a los pocos segundos con otra bolsa de mayor tamaño llena, al parecer, de artículos alimenticios.

Con la ayuda de Malone la colocó también en el asiento de atrás.

– Ya está todo -dijo-, podemos irnos.

En el momento en que Yost iba a tomar asiento al lado de Malone, un anciano encorvado, panzudo y calvo, con el rostro arrugado y la mandíbula prominente, enfundado en una chaqueta blanca, salió corriendo de la farmacia llamando a Yost.

– ¡Señor, un momento, señor!

Yost se volvió perplejo y le dijo a Malone:

– Es el viejo propietario de la farmacia. ¿Qué demonios querrá? El propietario de la farmacia se aproximó a Yost casi sin aliento.

Sostenía en la mano un billete y algunas monedas.

– Olvidé darle la vuelta -dijo-. No quería que se fuera sin entregársela.

Yost aceptó el dinero asintiendo satisfecho.

– Un hombre honrado -dijo-. Ojalá hubiera muchos como usted. Muchas gracias.

– No quiero quedarme con nada que no me corresponda -dijo el anciano devotamente-. Encantado de servirle. Y ya me cuidaré de pedir ese par de cosas que me ha encargado.

– Se lo agradeceré mucho -le dijo Yost saludándole.

Subió al cacharro mientras el propietario de la tienda retrocedía unos pasos para admirar el vehículo.

– Un bonito coche muy práctico -dijo-. Yo también tenía uno para el rancho. Pero en la ciudad no me resultaba muy útil. Los neumáticos no soportaban el asfalto. Tenga cuidado o se quedará sin ellos.

– Ahora los hacen distintos, abuelo -le aseguró Yost-. Son neumáticos especiales para todo uso que igual sirven para la tierra que para el asfalto.

El propietario examinó los neumáticos y movió la cabeza en gesto de aprobación.

– Sí, ya veo. Cooper Sesenta. Tienen pinta de ser muy resistentes. Ojalá hubiera dispuesto de ellos cuando tenía mi cacharro. Tal vez me compre otro algún día.

– Debería hacerlo -le dijo Yost-. Bueno, hasta la vista, abuelo. Y gracias por todo.

Malone puso en marcha el vehículo, aceleró y enfiló de nuevo la Avenida Magnolia dispuesto a regresar a las Gavilán Hills.

– Era un tío muy charlatán -dijo-. Espero que no te haya dirigido muchas preguntas.

– No le di tiempo. Le entregué una lista larguísima y le tuve ocupado hasta que llegaste.

– ¿Qué son esas cosas que va a pedir?

– Déjale -repuso Yost-. No vamos a estar aquí tanto tiempo como para que se las traigan. Un par de cosas que quería para Sharon y que el tipo no tenía. Oye, ¿qué tal ha sido la película?

– Muy buena -repuso Malone concentrándose en el volante. No le apetecía aclarar sus confusas ideas.

– Ya te lo dije -añadió Yost pavoneándose-. Ninguna película puede estar a la altura de lo verdadero y nosotros tenemos a lo verdadero esperándonos a menos de una hora de camino. -Sacó un pañuelo y se secó el sudoroso rostro-. Santo cielo, menudo calor.

– ¿Por qué no hacemos una de esas pausas que refrescan? -le preguntó Malone.

– ¿A qué te refieres?

– Tomar un baño.

– ¿Y dónde?

– En el lago por el que pasamos al bajar.

– ¿El lago Mathews? -le preguntó Yost aterrado-. ¿Acaso estás loco? Es una presa particular. Está vigilada y, si nos sorprendieran, estaríamos perdidos. -Se reclinó en el asiento-. No podemos hacer tonterías. Corrimos un gran riesgo y lo conseguimos. Somos los hombres más afortunados del mundo. Piensa en lo que nos aguarda esta noche. ¿Acaso no te basta?

– Pues claro que sí -contestó Malone.

– El paraíso de Mahoma, eso es lo que tenemos -dijo Yost enfervorizado. Contempló el camino empinado a través del parabrisas y sacudió la cabeza-. Si alguien llegara a saberlo.

Estaban a lunes por la noche y Sharon Fields yacía una vez más de espaldas mientras Shively le aporreaba despiadadamente la vagina con su taladro neumático.

Sharon le correspondía con las manos, las nalgas y los muslos tal como había decidido hacer. Pero ahora el animal que arremetía contra ella sin compasión, el llamado Kyle T. Scoggins, ya no podía considerarse un simple y perverso violador.

Sabía que era un asesino y no se quitaba de la cabeza a aquellos cinco niños a los que había ametrallado a muerte porque no quería que hubiera supervivientes que pudieran "señalarle con el dedo". Antes de descubrir aquella revelación acerca de su pasado, Sharon Fields había actuado con mucha propiedad y ahora procuraba repetirse una y otra vez que tenía que actuar con la misma eficacia por espantoso y repugnante que ello le resultara.

Su cuerpo le ofrecía por tanto una apasionada respuesta. Pero el espíritu se lo guardaba para sí.

Hoy lunes había dormido hasta el mediodía. En el transcurso de las primeras horas de la tarde, a solas en su habitación, había apresado de nuevo el vago pensamiento, la idea que a punto había estado de escapársele la noche anterior antes de conciliar el sueño.

Era un pequeño e invisible chaleco salvavidas que tal vez pudiera impedir que se hundiera si lograba hincharlo y utilizarlo.

Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, había sido incapaz de desarrollar la idea y de proyectar sus futuras actuaciones. Sabía que la causa de su fracaso se debía a los conocimientos que había adquirido en secreto acerca de los antecedentes de Shively, asesino en potencia.

A última hora de la tarde, Yost había acudido un momento a su habitación para anunciarle que ya había regresado de hacer las compras y que le reservaría las sorpresas para cuando se reunieran después de cenar.

En el transcurso de las horas siguientes se había esforzado por sobreponerse, prepararse para la noche y aprovechar mejor el tiempo que le quedaba con vistas a prepararles a sus apresadores una sorpresa.

Había centrado nuevamente su atención en la fugaz idea, en el hipotético chaleco salvavidas que había acudido la noche anterior a sus pensamientos y que había estado examinando durante buena parte del día.

La idea era todavía confusa o no estaba aún plenamente estructurada, pero la veía mentalmente como una nebulosa en la que pudiera hallar el medio de escapar a la extinción en el planeta Tierra.

Ahora ya había llegado la noche y tenía encima la dura y desnuda figura de Shively, ametrallándole el orificio como si fuera una zanja de las afueras de My Lai.

Tenía que apartar de sus pensamientos aquella zanja con sus tristes y jóvenes cadáveres, se dijo a sí misma, y dedicar toda su atención al asesino si es que quería sobrevivir.

El maratón sexual siguió su curso y ella volvió a concentrarse en su actitud, sus gestos y su papel.

Al agotar él la última bala, Sharon reaccionó según el guión y se sumergió en una interminable, desvalida y agradecida convulsión de orgasmos fingidos.

Como siempre, la cobra se mostró satisfecha de sí misma y posiblemente de Sharon.

Esta hundió la cabeza en su velloso pecho, le rodeó la espalda con un brazo y se aferró a él para poder definir entre tanto los perfiles de la idea que estaba empezando a tomar cuerpo en su cerebro.

El tipo se rió. No solía reírse y ella se preguntó a qué se debería su risa.

– Es el viejo. Estamos pensando en él -le dijo.

– ¿Qué le ocurre?

– Esta noche pasa. Está agotado. Quiere un día de descanso. ¿Qué le hiciste anoche?

– Le excité por espacio de dos minutos en lugar de uno -repuso ella con voz de prostituta.

Shively estalló en una carcajada.

– Eres una chica muy lista, tengo que reconocerlo.

Ella se apartó de su pecho y apoyó la cabeza sobre la almohada al lado de la suya.

– Soy algo más que eso y tú lo sabes.

– Sí, estás muy bien. Más sensual de lo que suponía. Menudo trabajo acabas de hacerme. Ella le miró con expresión sincera.

– ¿Y el que tú me has hecho a mí? Eres el único que me lo ha hecho, ¿sabes? Pocos son los hombres que pueden excitarme.

En realidad, puede decirse que prácticamente no hay ninguno. Tú, en cambio, lo consigues todas las noches. ¿Dónde aprendiste a ser tan buen amante? La modestia no era precisamente su mejor cualidad.

– Algunos tipos lo tienen y otros no.

– La mayoría no, te lo aseguro -le dijo ella.

Se detuvo y decidió dar el paso-.

Cuando una mujer encuentra a alguien especial, suele experimentar mucha curiosidad acerca de ese alguien.

– ¿Y tú experimentas curiosidad acerca de mí?

– ¿No te parece lógico? He estado pensando en ti. Me he preguntado cuál debía ser tu vida antes de que nos conociéramos. Cómo te ganabas la vida y todo eso.

El la miró con dureza y cautela.

– Por tu bien, nena, procura no preguntarte demasiadas cosas acerca de mí. No me gustan las mujeres curiosas. Te meten en muchos líos.

– Eso no es justo. No soy una fisgona. No es mi estilo.

Lo que ocurre es que me interesas. Tratándose de un hombre que sabe hacerme lo que tú me has hecho, es natural que quiera conocerlo más íntimamente.

Me impresiona tu habilidad y tu fuerza sexual. Conozco a cientos de mujeres que te darían todo lo que quisieras a cambio de satisfacerlas como me has satisfecho a mí. Si corriera la voz, las mujeres te convertirían en el hombre más rico de la tierra.

– No será fácil -dijo él amargamente-. Así debiera ser, claro, pero, ¿acaso no has oído hablar del sistema de clases de nuestra maldita sociedad? Las personas como yo, las que cargan con todo el peso del trabajo de nuestro país, las personas ingeniosas, no tenemos ninguna posibilidad de que nadie se fije en nosotras. Les pagan un dineral a los tipos que saben entendérselas con las acciones y los bienes raíces, a los que saben cantar y contar chistes graciosos, pero no se molestan en pagar a cambio de la habilidad capaz de hacer feliz a la mitad de la población, me refiero a la mitad femenina, claro. Me refiero a la capacidad de satisfacer a una mujer.

– Tienes muchísima razón -le dijo ella gravemente.

– Pues claro que la tengo. Por eso estoy atascado. El sistema apesta y yo estoy atascado. Por eso tengo que trabajar despellejándome los dedos ocho horas al día y, ¿para qué? Para ganarme simplemente el sustento y nada más.

– Estoy de acuerdo contigo, es injusto -le dijo ella-. Pero, conociéndote, estoy segura de que debes ser muy hábil en todo lo que hagas. No me cabe duda de que debes ganar un buen salario. ¿Te puedo preguntar cuánto ganas?

– Suficiente -repuso él malhumorado. Y después añadió-. Suficiente a cambio del trabajo que realizo, pero no es lo que me merezco.

– Lo siento.

– ¿Qué es lo que sientes? -le preguntó él con un gruñido-. Tú eres una ricachona. Dijeron no sé dónde que ganabas un millón y cuarto al año.

– Estos informes siempre exageran -dijo ella con fingido enojo.

– Que te crees tú eso.

– Si quieres que te diga la verdad, sé exactamente lo que ganaste el año pasado. Es una cifra de las que se le quedan a uno grabadas en el cerebro-. Ganaste exactamente 1,118,340.00 Ni más ni menos. Nos encargamos de hacer averiguaciones, por consiguiente no vayas ahora a negarlo.

– Muy bien -dijo ella-, no lo negaré. Es más, reconozco sinceramente que me ha sorprendido que lo supieras.

Se había “sorprendido” efectivamente y también se había desalentado un poco al comprobar la minuciosidad de sus planes. Ello demostraba que no habían dejado ningún cabo sin atar. Sin embargo, no debía desanimarse ni por eso ni por ninguna otra cosa.

El sujeto estaba hablando de nuevo y decidió prestarle atención.

– Imagínate -le estaba diciendo-, imagínate ganar más de un millón al año a cambio de exhibir el pecho y agitar el trasero ante la cámara. No es que quiera despreciarte, nena, pero tienes que reconocer que no es justo.

Ella asintió aparentando sinceridad.

– Siempre he reconocido que no es lógico. Es claramente injusto. Pero así es el mundo y no puede hacerse nada al respecto. Sin embargo, te mentiría si no te dijera que me alegro de que me haya ocurrido precisamente a mí.

Mira, al igual que suelen decir otras muchas personas, he sido rica y he sido pobre y ser rica es mejor.

Pero a veces reconozco que, cuando lo pienso siento escrúpulos de conciencia pero, bueno, ¿por qué te molesto con mis remordimientos?

– No, sigue -dijo él.

Sharon observó que el tipo estaba empezando a demostrar interés y decidió seguir hablando.

– Experimento sentimientos de culpabilidad, ¿sabes? Miro a mi alrededor. Veo a mucha gente buena y honrada trabajando duramente en oficinas, tiendas, fábricas, cumpliendo inestimables servicios, trabajando sin cesar ocho o más horas al día y cobrando ciento veinticinco, ciento setenta y cinco o doscientos cincuenta dólares a la semana, lo cual no es que esté mal, pero, una vez deducidos los impuestos, no les queda más que un sueldo esmirriado. Contraen deudas y siempre se encuentran con el agua al cuello.

Y miro a mi alrededor y veo lo que tengo. Aquí estoy, a los veintiocho años. Trabajo duro, es cierto, pero no más duro que otras personas. Y veo la recompensa que obtengo a cambio.

Una casa de veintidós habitaciones valorada en medio millón de dólares. Criados que me atienden en todos mis deseos.-Tres coches importados de carrocería especial. Vestidos sin cuento.

Suficientes inversiones como para permitirme no tener que trabajar, viajar a mi antojo y hacer lo que me venga en gana cuando me apetezca. Gracias a Félix Zigman. Es mi representante.

Y, ¿sabes una cosa?, me averguenza tener tanto, cuando hay otros que tienen tan poco.

No es justo, tal como tú dices, pero así es y no hay forma de que cambie la situación.

Había estado pendiente de todas y cada una de sus palabras tan fascinado como si ella fuera Sherezade.

– Sí -dijo-, sí, me alegro de que lo sepas. -Había vuelto a fruncir el ceño-. Hablar de dinero.

Es el único lenguaje que entiende la gente. El dinero, maldita sea. Le vio levantarse de la cama y vestirse en silencio.

– Pero te diré una cosa -añadió ella-. Te confieso que cuando desperté y me encontré aquí atada, comprendí por primera vez que el dinero no lo es todo. Comprendí que había algo más importante. La libertad.

Al principio, hubiera dado hasta el último céntimo a cambio de ser libre.

El siguió escuchándola sin dejar de vestirse y Sharon siguió hablando.

– Claro que, cuando tuvisteis la amabilidad de soltarme, mis sentimientos cambiaron.

Y, como tú sabes, no he echado de menos ninguno de los lujos superficiales que tengo en casa. Supongo que ello se debe a que he conseguido disfrutar de ciertas cosas que no se compran con dinero.

– Hermana, por lo que a mí respecta, no hay nada que no pueda comprarse con dinero -le dijo él abrochándose el cinturón.

– Tal vez. No sé. Pero no sé a qué te refieres.

Si dispusieras de todo el dinero que quisieras, ¿qué te comprarías? ¿Qué harías con él?

– No te importa -contestó él con impertinencia-, ya sé lo que haría.

– Dímelo.

– Otro día. Ahora no tengo ganas. Gracias por permitirme utilizar el saco. Hasta mañana. Y abandonó la estancia.

Ella permaneció tendida y esbozó una sonrisa.

La idea de su cabeza había cristalizado y tomado cuerpo, había superado la primera prueba.

El vago chaleco salvavidas se había transformado en una visible portezuela de salida.

En Las Vegas no apostarían demasiado por su éxito. Las trampas eran numerosas. Un resbalón por el camino significaría la muerte instantánea. Pero no esforzarse por alcanzarlo también podía equivaler a la muerte.

Por consiguiente, no le quedaba ninguna otra alternativa. Además, era jugadora por naturaleza.

Veinte minutos más tarde, Howard Yost, el vendedor de seguros, entró en el dormitorio cargado de cajas y paquetes como si creyera que había llegado Navidad y él era Papá Noel. Depositó los regalos sobre la tumbona y le dijo:

– ¡Todo es poco para mi amiga!

Ella chilló alborozada siguiendo el invisible guión, le abrazó, se dirigió corriendo hacia los regalos, y arrancó los papeles de envoltura bajo la mirada complacida de su benefactor, satisfecho de su generosidad.

Mientras abría los regalos no pudo evitar percatarse de su vulgar camisa deportiva estilo hawaiano y de sus llamativos pantalones estilo Palm Springs, la charrería en persona, y esperó que su estremecimiento de repugnancia lo hubiera interpretado él como un temblor de placer anticipado.

Se abrían ante sus ojos todos los dones de las Indias: un jersey de lana color púrpura que seguramente rascaba, dos faldas cortísimas, una de ellas plisada y destinada seguramente a jugar al tenis con pantaloncitos debajo pero sin pantaloncitos, dos sujetadores transparentes, varias horquillas, una bolsa de maquillaje, mullidas zapatillas de dormitorio y un corto camisón color de rosa.

– Ahora abre éste -le dijo él señalándole una pequeña caja.

La abrió y sacó dos trocitos de fina tela de algodón blanco.

Un sujetador de bikini que a duras penas le cubriría los pezones y unas bragas de bikini que no eran más que un parche frontal con un cordón.

Volvió a reírse con afrodisíaco deleite y le dio un beso.

– ¡Justo lo que quería! ¡Precioso! ¿Cómo lo has adivinado?

– ¿Y cómo iba a equivocarme sabiendo quién lo llevaría?

– Absolutamente perfecto -dijo ella canturreando-. Estoy impaciente por ponérmelo.

– Y yo por vértelo puesto.

Recogió la bolsa del maquillaje, el bikini y las zapatillas y se dirigió danzando hacia el cuarto de baño, dejando la puerta entreabierta.

– Dejo la puerta así para que podamos hablar -le gritó-. Pero no mires hasta que esté lista. Quiero darte una sorpresa.

– No miraré.

Mientras se quitaba la arrugada blusa de punto y la falda de cuero decidió no interrumpir la conversación.

– Estoy muy orgullosa de ti. No has olvidado nada.

– Hasta cierto punto -le oyó decir-. No he olvidado nada de lo que me encargaste pero me temo que no he podido encontrarlo todo. Lo he intentado pero he fracasado un par de veces. Lo que ocurre es que en la ciudad no hay muchas tiendas.

Bastan y sobran para los habitantes que tiene. De todos modos había algunas cosas muy bonitas.

– Ya lo creo -dijo ella para halagarle. Después le preguntó-: ¿Qué es lo que no has podido encontrar?

– No tenían el perfume francés que tú querías.

– ¿Cabochard de Madame Grés?

– Ni siquiera lo habían oído nombrar jamás. En su lugar te he comprado un perfume que se llama Aphrodisia. Espero que no te importe.

– Pues claro que no. Te lo agradezco mucho.

– Después esas pastillas inglesas de menta llamadas Altoid tampoco las he encontrado.

– Ya me las apañaré sin ellas. -Se dispuso a infligirle otra derrota-. ¿Y los cigarrillos Largo?

– El propietario de la tienda había oído hablar de ellos pero no tenía.

En cuanto a “Variety”, si hubieras pedido el “Hot Rod” hubiera sido estupendo, pero el “Variety” no sabía siquiera lo que era y dijo que jamás se lo habían pedido.

– No me sorprende.

– Pero te he traído casi todo lo demás.

– Ya lo veo. Es más que suficiente, cariño. Mi copa está llena a rebosar. Te lo agradezco muchísimo.

– Claro que si quieres lo que falta, cabe la posibilidad de que me consiga un par de cosas.

Insistió en tomar nota del Madame Grés y de las pastillas Altoid y de los Largos. El “Variety” no podrá conseguirlo, pero verá si puede pedir lo demás para este fin de semana.

Podría bajar el viernes a la ciudad y ver si lo ha recibido si es que te interesa.

– Ya veremos. Lo que has hecho es más que suficiente.

Mientras se anudaba los cordones del bikini, archivó rápidamente dos pequeñas informaciones sin detenerse a pensar en su posible valor.

Era posible que bajara de nuevo a la ciudad el viernes. Estaban a lunes.-Eso significaba como mínimo otros cuatro días en el pasillo de la muerte antes de que el verdugo decidiera sancionar su destino.

Por otra parte, el propietario de la tienda había anotado tres de las cinco huellas digitales simbólicas que ella había dejado.

En Las Vegas tampoco se atreverían a apostar por la posibilidad de que dichas huellas fueran descubiertas. Pero qué demonios.

– Dame unos minutos para arreglarme -le gritó.

– Tómatelo con calma pero no con demasiada. Voy a echar un vistazo a lo que estás leyendo.

– Muy bien.

Había vuelto del revés las copas del bikini en la esperanza de hallar alguna clave que le permitiera averiguar dónde había estado aquel tipo.

Pero no había tela bastante para que cupiera una etiqueta.

Examinó ahora las mullidas zapatillas de dormitorio y descubrió el cordel de una etiqueta que habían arrancado.

Rebuscó en el interior de la caja sin encontrar nada y después la levantó y se percató de que habían arrancado una etiqueta.

Analizó ahora el contenido de la bolsa más grande, que había depositado sobre el cesto de mimbre.

Había en ella como una docena de paquetes adquiridos en distintas secciones del establecimiento, todos ellos envueltos por separado.

Sacó y examinó los paquetes uno a uno y observó que habían arrancado las etiquetas y cortado cualquier inscripción que pudiera haber.

Había sacado los tres últimos paquetes de maquillaje para comprobar si quedaba en la bolsa alguna otra cosa cuando cayó al pavimento del cuarto de baño un trozo de papel amarillo que había permanecido oculto entre los paquetes.

Era un resguardo de compras con los precios muy débilmente marcados y rezó para que pudiera descubrir en él algo más que el simple nombre de la tienda.

Había introducido de nuevo los tres paquetes en la bolsa y había empezado a agacharse para recoger el papel cuando oyó su voz casi a su espalda a través de la puerta entreabierta.

– ¿Por qué tardas tanto, cielo? -le preguntó Yost-.

Quiero verte. Como no salgas, entro yo.

– Un mom… -empezó a decir ella casi gritando.

Agarró el trozo de papel. No disponía de tiempo para darle la vuelta.

Levantó la bolsa, levantó la tapa del cesto de mimbre lleno de toallas y arrojó el papel al interior del mismo.

Se irguió, se alisó el cabello y procuró recuperar el aplomo, pero se percató de que estaba temblando de la cabeza a los pies.

Se dirigió hacia la puerta. Tenía que terminar con aquella bestia cuanto antes.

– Prepárate, cariño -le gritó-. Comienza el desfile de modelos. Abrió la puerta con el pie y entró sensualmente en la habitación con la pelvis echada hacia afuera, igual que una modelo de alta costura.

él se encontraba desnudo junto a los pies de la cama, parecido a una enorme burbuja de rosada carne.

Avanzó hacia él poco a poco y comprobó que la estaba mirando con los ojos desorbitados.

– ¡Oh! -exclamó él.

Sharon se detuvo graciosamente, hizo una pirueta y se miró. Su abultado busto se escapaba por encima y por debajo del sujetador del bikini.

Las bragas del bikini eran tan ajustadas que, a través del algodón blanco, se adivinaba el pliegue vaginal.

– ¿No se te ocurre decir otra cosa? -le preguntó burlonamente.

Se contoneó frente a él con la pelvis echada hacia afuera para provocarle. Después le apoyó las manos sobre los hombros y se los comprimió suavemente.

– ¡Ay! -dijo él jadeando.

– ¿A qué esperas? -le susurró ella-. Yo me lo he puesto.

Ahora alguien me lo tiene que quitar.

Perdió de vista el lascivo rostro del tipo. Este se había arrodillado frente a ella. Tiró de los cordones de las bragas del bikini y éstas se abrieron por delante y por detrás al tiempo que Sharon separaba sus largas piernas y las dejaba caer.

Babeando y presa de excitación, él le hundió los ojos y después la nariz y la boca entre sus piernas.

Ella cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás.

– No, no, cariño -le suplicó-. Levántate, por favor, déjame hacerlo a mí.

El se puso vacilantemente en pie, apuntándola directamente con su abultado miembro.

Ella se arrodilló sollozando y empezó a besarle.

El se apoyó contra el borde de la cama con los muslos temblorosos y empezó a emitir gritos entrecortados mientras ella se dedicaba a la tarea de costumbre.

Terminó en cinco minutos. Después corrió al cuarto de baño, se enjuagó la boca, regresó y le ayudó a sentarse en una silla. Se mostraba tan dócil y maleable como la masilla.

Le ayudó a vestirse y después le acompañó hasta la puerta mientras él le daba monótonamente las gracias por sus atenciones y amor.

Sharon oyó que se cerraba la puerta y el pestillo exterior y escuchó brevemente.

Tras asegurarse de que el tipo se había alejado pasillo abajo en dirección a los demás aposentos de la vivienda, corrió al cuarto de baño.

Sacó la bolsa que había encima del cesto de mimbre, levantó la tapa de éste y sacó el resguardo.

Era el resguardo de las compras de la farmacia, que debían haber doblado varias veces y deslizado debajo del papel de envoltura de algún paquete.

A Yost se le había pasado por alto. Sus ojos se posaron en la parte de arriba del resguardo, en la que podía leerse en letras mayúsculas azules: Droguería y Farmacia Arlington, Avenida Magnolia, Arlington, California. "Visite nuestro establecimiento de Riverside".

Arrugó rápidamente el trozo de papel y lo arrojó al excusado. Después echó agua. La prueba condenatoria desapareció inmediatamente.

Arlington, Arlington, Arlington, California. El dulce canto resonó por su cabeza. Intentó imaginarse un mapa del sur de California.

A excepción de Los Angeles, Beverly Hills, Bel Air, Westwood, Bretnwood, Santa Mónica, Malibú, el mapa estaba en blanco. Pero había toda una serie de localidades a escasa distancia de las numerosas autopistas y Arlington debía ser una de ellas.

Estaba segura de haber oído mencionar aquel nombre alguna vez. Lo recordó. Una vez había rodado unos exteriores, un breve desplazamiento que había tenido lugar hacía tres, cuatro o cinco años para la filmación de una persecución en una película del Oeste en la que había intervenido.

Después había concedido una entrevista a dos simpáticos periodistas del “Press” de Riverside y el “Times” de Arlington. Ambos periodistas se habían gastado bromas a propósito -sí, ahora lo recordaba-del hecho de no ser Arlington más que un simple suburbio de la ciudad de Riverside propiamente dicho.

Muy bien, ello significaba que no debía estar a más de una o dos horas de distancia de Los Angeles. Se encontraba en alguna zona montañosa de las cercanías de Arlington, California. Le dio un vuelco el corazón. Eso ya era algo.

Pensó que ojalá dispusiera de más datos pero se mostró satisfecha. Había resuelto el penúltimo problema. Quedaba por resolver el último de los problemas, del que dependería su vida o su muerte.

Se había preparado esmeradamente para su último visitante de la noche, tan esmeradamente como cuando se preparaba para salir a cenar con Roger Clay.

Se probó uno de los jerseys y una de las faldas y desechó ambas prendas; se probó después el camisón y también lo desechó y, al final, se puso el sujetador y las bragas del sucinto bikini y se gustó más que con ninguna otra cosa.

A continuación se maquilló cuidadosamente ante el espejo del cuarto de baño. En el transcurso de los últimos meses había ido prescindiendo progresivamente de los artificios de la cosmética, prefiriendo, en su lugar, ofrecer un aspecto sano y natural.

Reservaba el maquillaje para cuando actuaba. Esta noche actuaría. Tras haberse aplicado la sombra de ojos, los polvos y el carmín de labios, se echó perfume detrás de las orejas, en el cuello y en la hendidura del pecho.

Después se sujetó el cabello rubio hacia atrás peinándose con cola de caballo y ya estuvo lista.

Tenía que disponerse a afrontar su más difícil interpretación. Desde el momento en que había decidido convertirse en la mujer que aquellos cuatro individuos soñaban, había estado segura de que su próximo visitante sería el más vulnerable a sus encantos y, por consiguiente, el más útil para sus propósitos.

Pero, inesperadamente, había resultado ser el más difícil de alcanzar y manejar. De los cuatro, era el único que no le había revelado nada.

Esta noche estaba decidida a sacarle provecho por arriesgado que ello pudiera resultar. Minutos más tarde se encontraba reclinada perezosamente en la tumbona canturreando una dulce balada, cuando él entró, corrió el pestillo y se volvió para mirarla.

El Soñador miró a su alrededor y, al final, la descubrió.

– Hola, cariño -le dijo ella con voz gutural-. Te estaba esperando.

– Hola -dijo él.

En lugar de acercarse a ella, se detuvo junto a una silla y se acomodó cuidadosamente en la misma. Sharon sabía que, al principio, siempre se mostraba extraño y distante, pero esta noche le veía más ausente que nunca.

– Bueno, ¿qué te parece? -le preguntó señalándole el bikini-. ¿Te gusta?

– Pareces una modelo de fotografía -le dijo él.

El bikini tenía un anillo extrañamente anticuado que evocaba reminiscencias de Betty Grable, Rita Hayworth e incluso de las estrellas Wampus.

– ¿Debo considerarlo un cumplido?

– El mejor que te podría hacer.

– Quisiera darte las gracias por el traje de baño.

– No lo he comprado yo. Lo compró esta tarde mi compañero.

– Bueno, sea como fuere, es maravilloso. Lo único que echo de menos es una piscina.

– Sí -dijo él con aire ausente-, lamento que no podamos permitirte nadar un poco. Hoy ha hecho muchísimo calor. Más de treinta y cinco grados. Hasta yo hubiera querido darme un baño por el camino de regreso, pero el único lago que hay por aquí no está a disposición del público.

– Qué lástima -dijo ella con indiferencia, procurando dominar su emoción.

La referencia no se le había escapado. Acababa de recibir una recompensa imprevista. Un lago en las cercanías. En algún lugar situado entre la ciudad de Arlington y las colinas en que ella se encontraba había un lago.

Ello equivalía casi a señalar con alfileres sobre un mapa el lugar donde se la mantenía oculta. La geografía de su localización se había completado más allá de lo que hubiera, lástima -dijo él.

– Hubieras debido tomarte un baño de todos modos.

– No podía porque… bueno, no tiene importancia.

Había empezado a recelar. Sharon le vio muy distante.

Después de sus triunfos masculinos de las dos noches anteriores, Sharon había supuesto que se produciría en él un considerable cambio.

Creía que le vería más seguro de sí mismo y más tranquilo. Pero no había sido así y estaba desconcertada. Intentó leer la expresión de su rostro.

El la miraba parpadeando.

Era increíble pero, a pesar de las íntimas relaciones que les habían unido, se le veía como turbado ante su presencia. Era necesario descubrir cuanto antes la causa de aquella actitud. Dio unas palmadas a la tumbona.

– Ven aquí, cariño. ¿No quieres estar cerca de mí? ¿Ocurre algo?

El Soñador se levantó con evidente renuencia y se acercó lentamente a ella. Al final se sentó a su lado. Los fríos dedos de Sharon le rozaron la mejilla y las sienes y después le acariciaron suavemente el cabello.

– ¿Qué te preocupa? Puedes contármelo.

– No sé qué estoy haciendo aquí.

– ¿A qué te refieres? -le preguntó ella perpleja.

– No sé qué estás haciendo aquí ni qué estoy haciendo yo, todo este asunto.

– Me confundes.

– Tal vez porque yo también estoy confuso -dijo él bajando la mirada.

– ¿Se trata de algo que tenga que ver conmigo? No es posible que estés enojado y que te haya decepcionado, de otro modo no te hubieras tomado la molestia de irme a comprar todas estas maravillosas…

– No, ahí está -le interrumpió él rápidamente-. Tal como ya te he dicho, no he sido yo quien te ha comprado el bikini y las demás cosas. Yo no te he comprado nada en la ciudad. Eso se lo dejé a mi compañero porque yo quería, bueno, muy bien, no hay razón para que no lo sepas.

– Dímelo, por favor -le instó ella.

– Me enteré de que esta tarde iban a proyectar una de tus antiguas películas, una de las mejores, “Los clientes del Doctor Belhomme”, y quise volver a verla.

Estaba deseando verla tal vez porque ahora ya te había conocido. “¡Que la había conocido!” Aquello era una locura. Sharon le escuchaba asombrada.

– Me fui allí y le dejé las compras a mi amigo. Sólo he podido ver la primera parte, pero lo que he visto ha sido suficiente. No me quito la película de la cabeza.

Estabas maravillosa, tal como siempre has estado. Sólo que yo lo había olvidado desde que estamos encerrados aquí.

Eras, no sé cómo expresarlo con palabras. Bueno, inalcanzable e inaccesible como una virgen vestal, como Venus, como la Mona Lisa, como la Garbo, lejos del alcance de los simples mortales.

Sharon estaba empezando a comprender lo que le había ocurrido.

El seguía explicándoselo como hablando consigo mismo.

– Al salir de ver la película y enfrentarme cara a cara con la realidad, me he dado cuenta y me he preguntado: "¿Qué es lo que he hecho?" -La miró asombrado-. Y no he podido hallar ninguna respuesta lógica. Me he asustado y sigo estando asustado.

– ¿Asustado de qué?

– De la enormidad del acto que he cometido. Te he arrancado del marco de tu existencia. He olvidado quién eras y cuál es el lugar que te corresponde.

Te he humillado tratándote como una mujer corriente. Te he bajado de tu pedestal y, manteniéndote oculta en este ambiente terrenal, he olvidado tu situación. Y, al verte en la película, al recordar el lugar que te corresponde, al verte de nuevo enmarcada en el ambiente que te pertenece, me he sobrecogido.

Sí, me he sobrecogido y he comprendido que eras algo especial, una obra de arte, un templo, un objeto destinado a ser venerado de lejos, una insólita encarnación de Eva destinada a inspirar a los hombres desde su alto pedestal. -Sacudió la cabeza-. Y yo, comportándome de una forma egoísta y atolondrada, he roto el pedestal y te he conducido a esta ordinariez y vulgaridad. Me he sentido culpable y me he llenado de remordimiento.

Sharon le había estado escuchando arrobada, sin que ello le hubiera impedido percatarse de sus defectos.

Había hablado utilizando un pésimo estilo barroco, pero el análisis de lo que había hecho y de lo que ahora le había ocurrido resultaba preciso y convincente. Pero no había terminado.

– Desde que he vuelto no he cesado de pensar en mi irresponsable comportamiento.

He saqueado el Olimpo. He privado al mundo de Venus, de Afrodita. Más aún, me he unido a unos vándalos y he destruido la belleza, Lo único que desearía de ti esta noche es algo que no me atrevo a esperar y sé que no merezco. -Se detuvo-. Tu perdón, tu caridad y tu perdón.

A Sharon se le antojó un estilo barroco increíblemente malo, una amalgama de falsos estilos Beaumont, Fletcher, Harrick, Ihara, Saikaku, Richardson, Scott, Hawtborne y Louisa May Alcott.

– ¿Cómo demonios podría manejar aquella verborrea romántica? Era necesario ordenar aquel crucial encuentro del Club de los Admiradores e ir después al grano, so pena de acabar hablando en chino con un chiflado.

Ante todo, aprecio. Se inclinó hacia adelante, le cubrió las manos con las suyas y le miró profundamente a los ojos.

– No sabes cuánto me has conmovido -tendrías que ser mujer para comprenderlo-, qué emocionada estoy y cuanto te agradezco esta sensibilidad y comprensión.

Que un hombre comprensivo me vea como tú me has visto es algo extraordinario, una experiencia insólita y hermosa que recordaré toda la vida.

¿No está mal, eh, Beaumont, Fletcher, Harrick y otros? En segundo lugar, rápidamente el perdón.

– En cuanto a lo de perdonarte, querido muchacho, no hay nada que perdonarte ahora que sé lo que pienso de ti. Soy todo lo que hoy has visto en la pantalla, no te lo niego.

Me debo al público. Es cierto. Pero hay una porción privada de mi ser que me pertenece a mí sola y tengo derecho a hacer con ella lo que me apetezca.

Y esta parte de mí no es la hechicera y mundana Sharon Fields sino una mujer ansiosa de ternura, consuelo y amor, ésta es la parte de mi ser que te has llevado.

El idiota se sentía fascinado. Ella también lo estaba.

Se preguntó fugazmente si estaría repitiendo parte de algún guión que se hubiera aprendido de memoria en el pasado. Sospechaba que se estaba inventando las frases.

Tal vez la próxima vez que acudiera a ella algún guionista le dijera a Zigman que le mandara al cuerno. No te necesito, Asociación Americana de Escritores.

¿Creéis que todas las actrices son unas estúpidas, verdad? Pues, bueno, escritorzuelos, tengo una noticia para vosotros.

Con renovada confianza y en la cumbre de su inspiración, regresó a su máquina de escribir mental.

– Puesto que nos estamos sincerando el uno con el otro -dijo acariciando la barbilla del Soñador-, te desnudaré mi corazón.

No tengo nada que ocultarte. Sí, al principio me sentí ultrajada, maltratada y violada, como tú bien sabes. Estaba enojada y resentida, más con tus llamados amigos que contigo, porque tú me defendiste.

Pero después ocurrió algo fortuito y todo el mérito te corresponde a ti. Son cosas que siempre han sucedido a lo largo de la leyenda y la historia y acaban de suceder aquí mismo donde nos encontramos ahora. Puesto que fui secuestrada y tomada a la fuerza, no tenía más remedio que acabar conociéndote.

Y, poco a poco, la alquimia fue surtiendo efecto. Mi corazón cambió. La piedra se trocó en oro. El hielo se convirtió en calor. El odio se convirtió en amor.

La mujer que se oculta en mi interior había encontrado a un hombre, un hombre a quien amar.

Parecía que el Soñador estuviera presenciando la proyección de una película. Se le veía absorto y conmovido.

– No lo dices en serio.

– Claro que lo digo en serio, cariño. No hay razón para que no sea sincera contigo. Quiero ser sincera porque confío en ti y creo en ti y te amo.

Se inclinó hacia adelante, le levantó los brazos y se los pasó alrededor de su cintura. Reclinó la cabeza contra su pecho y pudo escuchar los latidos de su corazón.

– Te quiero -le dijo él con voz estrangulada-. No debiera pero…

– Sssss, escucha, cariño, debes creerme. Me he pasado todo el día y toda la noche esperándote impaciente. Quería verte y tocarte.

Has ocupado todos mis pensamientos, he vuelto a recordar nuestra unión, me he emocionado al revivir la consumación de nuestro amor, imaginándome y recordando los deliciosos momentos en que estuviste en mi interior, deseándote más, por favor, ven a mí aquí mismo.

Empezó a desabrocharle la camisa, le ayudó a desabrocharse el cinturón y a quitarse la camisa y los pantalones y se detuvo al llegar a los calzoncillos, que se quitó él solo.

El miembro brincó casi hacia arriba. Ella levantó los brazos.

– Ahora Yo. Quítame estas tonterías de encima, Date prisa, corazón.

El se apresuró a desatarle el cordón del sujetador. Sharon arrojó el sujetador a un lado y se recostó sobre los almohadones de la tumbona.

El le desató los cordones de las caderas y ella levantó las nalgas para que pudiera bajarle las bragas.

Se hundió en los almohadones, levantó las rodillas y separó las piernas con impaciencia.

Se extasió contemplándole el miembro, más tenso y rígido que nunca. Se extasió al advertir la humedad de sus anchos labios vaginales lubrificados.

Las relaciones amorosas de esta noche serían buenas, mejores que nunca. Se había perdido en la ficción.

– Métemelo -le suplicó-, lo quiero dentro.

Estaba en su interior, duro y hasta el fondo, y ella apretó los ojos con fuerza y se movió siguiendo el ritmo de sus arremetidas, gozando del placer que le producía la suave fricción contra las lubrificadas paredes vaginales.

Se había preparado de antemano las frases, había ensayado las exclamaciones de éxtasis y deleite, pero ahora lo había olvidado todo, su cerebro como vacío, y la vasija de abajo se le estaba llenando y llenando hasta rebosar.

Hasta ahora, en el transcurso de toda la semana anterior, había sido una simple espectadora de su actuación. Pero ahora formaba parte de la representación, se hallaba mezclada en ella, no veía ni oía sino que hacía y le hacían, y ambos permanecían estrechamente unidos.

Con cuanta pasión estaba gozando del ¿qué? ¿Del juego? No, del juego, no, de la unión, de pura sensación cutánea y carnal, de la sensación de unidad y del intenso y debilitante perfume de la secreción sexual y el amor.

Era necesario que se esforzara por recordar lo que estaba haciendo. ¿Recordar qué? Recordar conocer algo. Conocerlo ahora.

Conocer el goce de secundar al excitante donador de placer que tenía dentro.

Le agarró con las manos las nalgas que subían y bajaban.

Siguió con las manos sus movimientos ascendentes y descendentes. Abrió las manos y le golpeó los costados de… de lo que fuera.

Su firme carne le apresaba su carne de abajo, y el constante beso de su piel contra su clítoris distendido le estaba resultando insoportable.

Quería huir de aquel delicioso dolor, lo deseaba con toda el alma pero ya era demasiado tarde. Sus pensamientos ya no podían intervenir. Sus músculos interiores se estaban contrayendo y apresándole y soltando y volviéndole a apresar.

Santo cielo, se estaba ahogando. Se estaba partiendo en dos mitades. Santo cielo, santo cielo, me estoy desintegrando, no iba, no quería. no puedo, no, no, no, hhhh.

Elevó el cuerpo, se quedó rígida como un tablón, apretó los muslos a su alrededor para cerrar el dique, pero el dique estalló salvajemente derramándose en cascadas de vida, arrastrándola fuera de sí en cálidas oleadas sucesivas. Y paz.

Tardó varios minutos en poder pensar con lógica. Desde la cabeza a los pies parecía que estuviera descansando sobre una nube de algodón. Pero los engranajes de su cabeza se estaban empezando a poner poco a poco en movimiento.

¿Qué le había ocurrido? Eso no le había ocurrido allí ni poco ni mucho.

Es más, apenas recordaba la última vez que le había ocurrido, debía hacer más de dos años sin lugar a dudas. Sin esperarlo, sin querer y en contra de su voluntad, se había excitado.

Había gozado -o sufrido-de un orgasmo total y completo.

Le miró. Allí estaba, el que menos probabilidades tenía de lograrlo, acurrucado entre sus brazos, con su cuerpo desnudo agotado, satisfecho, saturado y en paz.

Le miró fijamente. Odiaba a aquel chiflado, a aquel palurdo de pueblo, exactamente igual que a los demás.

Bueno, tal vez no con la misma virulencia y constancia porque era un blanco demasiado irreal y evasivo, pero sí le despreciaba en cambio con una amargura que corroía toda objetividad.

La había esclavizado y maltratado exactamente igual que los demás. Y ella había accedido finalmente a fingir colaborar con él para utilizarle con vistas a su salvación. Y esta noche se había preparado a recibirle y distraerle con el exclusivo propósito de manejarle en su propio beneficio.

Y, sin embargo, aquel cerdo desgraciado, que ni siquiera podía considerarse un amante experto, había conseguido hacerle perder el control de la situación.

La había hecho abdicar de la soberanía de su inteligencia. Había hallado el medio de hacerle olvidar su deber, traicionar su causa y convertirla en marioneta de sus propias emociones.

No era posible que tal cosa le hubiera ocurrido con él. Pero había ocurrido. ¿O acaso habría tenido ella la culpa? Tal vez él no hubiera tenido nada que ver con su orgasmo. Tal vez había sido víctima de sí misma. Se había esforzado tanto en interpretar correctamente el papel y en superar todas sus actuaciones anteriores, que probablemente se había identificado demasiado con el papel que se proponía interpretar.

Un actor tiene que interpretar el papel pero no convertirse en el papel. Si se olvida del papel, es muy posible que olvide que está actuando. Y en tal caso se convierte en la persona que no es en lugar de la persona que es.

Como el pobre doctor Jekyll, que de tanto convertirse en el señor Hyde acabó no pudiendo volver a ser el doctor Jekyll, por haberse convertido sin querer en el señor Hyde.

Sí, eso debía haberle ocurrido. Se había dejado arrastrar por el papel y, tras perder el dominio de su cabeza y sentido común, su vagina la había dominado y había actuado por su cuenta.

Pero ya volvía a tener la cabeza sobre los hombros. Sí, señoras y señores, a pesar del transitorio retraso debido a una indisposición de nuestra protagonista, el espectáculo seguirá. ¡Bravo! Magnífica actriz.

El espectáculo debe seguir y seguirá. La noche no tenía por qué haber terminado. Hundió las puntas de los dedos en sus bíceps y acercó los labios a su oído. Al advertir que se excitaba, le susurró:

– Gracias, cariño, gracias para siempre. Me has hecho muy feliz. ¿Sabes lo que me has hecho, verdad, cariño?

El la miró con los ojos muy abiertos y esperó. Ella asintió y le dirigió una sonrisa.

– Me has excitado. Eres el único que lo ha conseguido. Eres tremendo.

Jamás lo olvidaré, cariño mío, y ahora ya no podré dejar de amarte.

– ¿Lo dices en serio, verdad? Así lo espero porque yo estoy muy enamorado de ti. Jamás hubiera podido imaginarme un amor tan perfecto.

– Eres tú -le dijo ella apasionadamente-. Eres todo lo que siempre he querido que fuera un hombre. Eres el único que me hace soportable el cautiverio. Gracias a ti y a lo que tú me das puedo soportar a los demás. Te amo tanto como les odio a ellos.

Y ahora ahora ya puedo decirte por primera vez que me alegro de que te me llevaras y me trajeras aquí.

Y hay otra cosa, otra cosa que tengo que decirte. -Se detuvo preocupada y él la miró inquieto.

– ¿Qué es, Sharon? Quiero saberlo.

– Muy bien. No es que sea gran cosa pero para mí es muy importante. Y júrame que no te reirás cuando te lo diga.

– Te lo juro -le dijo él solemnemente.

– Pensarás que estoy loca cuando te lo diga, pero estoy empezando a sentirme orgullosa de una cosa. -Contuvo la respiración unos momentos-y después prosiguió-: Estoy orgullosa de que me hayas secuestrado por amor y no por dinero.

Hacerlo por amor es… bueno, ya te he dicho que te ibas a reír pero es romántico.

Hacerlo por dinero, para conseguir mucho dinero a cambio de mi regreso sana y salva, es vulgar. Más aún, es criminal. Pero al pensar que habías arriesgado la vida para secuestrarme, sólo porque me apreciabas y me deseabas por mí misma y no por mi dinero, bueno, comprendí que era muy distinto.

Si tú y los demás me hubierais traído aquí y me hubierais mantenido prisionera para obtener un rescate, os hubiera despreciado como a los más vulgares criminales, y toda esta situación hubiera resultado desagradable y cruel.

– Ninguno de nosotros ha pensado jamás un rescate, Sharon, ni por un momento. Jamás hemos hablado de ello siquiera.

El dinero no entraba en nuestros planes. Te queríamos a ti y puedes estar bien segura de ello.

– Ahora lo creo, pero al principio no estaba muy segura. Pensé que lo que andabais buscando era dinero. Es más, es el único mérito que les reconozco a los demás.

Les odio, pero no les odio tanto como les odiaría si se propusieran venderme a cambio de un montón de billetes, como si fuera una cabeza de ganado o una esclava.

– Jamás han pensado en tal cosa, Sharon. Ni por un segundo.

– ¡Estupendo! Será mejor que les digas que no se les ocurra pensarlo siquiera, porque, en tal caso, les despreciaría y todo se echaría a perder. Si hablaran de ello, procura disuadirles, hazlo por mí.

Sé que puede resultar muy tentador pensar en el dinero que podrían conseguir si me soltaran, pero tú no lo permitas.

Sé que tú no tolerarías ni participarías en semejante acción.

– ¿Yo? Jamás se me ocurriría pedir un rescate. Ya tengo lo que quería. Y, si los demás quisieran introducir algún cambio, yo no lo permitiría.

– Gracias, cariño. Muchas gracias.

Le sonrió y atrajo su cabeza hacia su pecho. No quería que viera la clase de sonrisa que estaba esbozando.

Cualquier director hubiera convenido con ella en que se trataba de una perversa sonrisa de autocomplacencia.

"Pero no exageres, Sharon -hubiera añadido el director-, porque el público sabe y tú sabes también que no puedes cantar victoria".

Sin embargo, se sentía satisfecha. Había llevado a cabo el último de sus propósitos y lo había logrado sin despertar sospechas.

Hasta ahora, la huida se le había antojado muy lejana. Ahora, en cambio, la veía a media distancia.

“Cuaderno de notas de Adam Malone. -26 de junio”

Siento la necesidad de celebrar el término de nuestra segunda semana en Más a Tierra anotando lo siguiente para mi archivo particular.

Estamos a jueves, a primeras horas de la tarde, y me hallo sentado en el porche, sin camisa, tomando un poco el sol de este cálido día y aprovechando mientras para escribir.

El Mecánico y el Agente de Seguros están ausentes y estoy, por tanto, en libertad de dedicarme a este ejercicio.

Hace quince minutos se han ido con el cacharro para comprobar el estado de la camioneta de reparto.

Puesto que hace días que no se usa, han querido asegurarse de que no haga falta cargar la batería.

La última vez que le he visto, el Perito Mercantil se encontraba dormitando en el salón sentado frente a la pantalla de televisión, que estaba emitiendo un serial.

En realidad, recordando el lunes pasado y las primeras horas del martes, que fueron el punto culminante de mi semana aquí, debo decir que he alcanzado un hito histórico en mi vida.

Para evitar tanto los fríos términos clínicos como las ordinarieces, prefiero aludir a esta memorable ocasión utilizando un lenguaje literario.

En nuestra unión amatoria, el Objeto y yo hemos experimentado simultáneamente el supremo goce de la "pequeña muerte".

Jamás, jamás olvidaré la respuesta del Objeto a mi ofrecimiento. El Kama Sutra afirma que la reacción oral de la mujer en el abandono total puede clasificarse exactamente en ocho categorías, a saber: llanto, arrullo, trueno, hin, fut, fat, plat, sut.

Todos estos sonidos combinados no podrían describir adecuadamente el torrente de gratitud que brotó de las cuerdas vocales de mi amada, ni tampoco las vibraciones que advirtió al alcanzar la cima de su satisfacción y de la mía.

Esta consecución personal del Nirvana, palabra sánscrita que significa liberación final y que en mi caso se logró a través de la satisfacción y la dicha sexual, me hizo pensar, como es lógico, en la importancia del papel que interpreta la sexualidad en la vida humana y de la preocupación que nuestra sociedad pone de manifiesto en relación con este tema.

El interés hacia la sexualidad en épocas pasadas es comprensible porque se trataba de un misterioso tema prohibido.

No obstante, en los más tolerantes y abiertos tiempos actuales, la sexualidad no se aborda con naturalidad y ligereza, sino que sigue constituyendo una fascinación para todos y una obsesión para muchos.

No es la primera vez que reflexiono acerca del tema de la sexualidad. Es más, poco tiempo antes de la fundación del Club de los Admiradores, había tenido en proyecto escribir un artículo acerca del interés constante de nuestra cultura por el tema de la sexualidad.

Hice entonces algunas anotaciones que me propongo desarrollar aquí.

A cada pocas generaciones que transcurren, aparece un nuevo "gurú" en el horizonte con la promesa de liberar sexualmente a la gente, solucionar sus problemas y dificultades e ilustrarla por medio de historias clínicas e informes estadísticos.

Pensemos en "gurús" tales como Havelock Ellis, Richard von Krafft-Ebing, Sigmund Freud, Robert Dicckinson y en los más recientes libertadores sexuales, como el doctor Alfred Kinsey, el doctor Killiam H. Masters y la señora Virginia E. Johnson, en todos los "gurús" habidos y por haber y veremos que los salvadores sexuales no han salvado a nadie.

La mayoría de las personas seguirán mostrándose inseguras y confusas en relación con la sexualidad mientras el hombre siga siendo un ser pensante y civilizado y, por consiguiente, una criatura inhibida.

Por informada que esté la gente y por liberada que se sienta en materia sexual, le cuesta poner en práctica lo que otros predican.

En mi opinión, la sexualidad es el único sector en el que el hombre y la mujer de la época moderna, a pesar de la educación sexual y de la apertura de la sociedad, seguirán tropezando secretamente con preocupaciones y problemas en la mayoría de relaciones individuales.

A causa de estas interminables preocupaciones y problemas, la fascinación del tema de la sexualidad será eterna.

Por amplia que sea la libertad sexual, no podrá evitarse que los hombres y mujeres piensen en su fuero interno que en la sexualidad hay algo más, algo esquivo que no han conseguido apresar.

Y siempre anhelarán algo mejor a cualquier cosa que hayan conocido con cualquier compañero. La búsqueda, el deseo, el hambre de sexualidad perfecta y, por consiguiente, la preocupación por el tema de la sexualidad seguirá subsistiendo, sobre todo porque el acto sexual es tan íntimo, sencillo y relativamente breve, que jamás colma las aspiraciones de los participantes, sometidos a la influencia de los novelistas de todos los tiempos.

Pero ya basta. Me temo que, escribiendo este diario, me he dejado arrastrar demasiado por el tema de la sexualidad.

Al fin y al cabo, ¿qué es la sexualidad? Creo que Mae West, uno de mis primeros ídolos, lo definió insuperablemente al decir: "La sexualidad es una emoción en movimiento".

Muy bien, Mae. Volviendo a mi informe de la primera campaña del Club de los Admiradores, he anotado todas mis reacciones, consecuencia de mi perfecta experiencia sexual del lunes por la noche con el Objeto.

Sigamos. El martes por la noche, una vez el Perito Mercantil se hubo recuperado lo suficiente como para acompañarnos en nuestras actividades, yo entré en primer lugar, y mi satisfacción fue tan absoluta como en el transcurso del anterior encuentro.

Los demás se manifestaron igualmente satisfechos, pero me resisto a creer que hayan logrado conocer la totalidad del amor de una mujer que el Objeto ha reconocido que sólo me reserva a mí.

Reconozco sinceramente que estoy resentido, aunque lo disimule, contra mis compañeros del Club de los Admiradores, por tener que compartir con ellos, a estilo comuna, alguien que me ama y a quien yo amo con todo mi corazón.

Se trata de un sentimiento que, para ser fiel a nuestro pacto, tengo que arrancar de mi alma.

El miércoles por la noche, es decir, ayer, técnicamente el primer día de la segunda semana de nuestra memorable empresa, se produjo una variación.

El Mecánico y el Agente de Seguros la visitaron por la tarde, explicándole que deseaban dedicar la velada a jugar a las cartas.

Si bien no soy contrario a las sesiones diurnas, se me antoja extraño que un hombre prefiera pasarse la noche jugando a las cartas en lugar de pasársela en compañía del Objeto.

En cambio, el Perito Mercantil y un servidor de ustedes efectuaron sus habituales visitas nocturnas.

Por lo que a mí respecta, estuve en el séptimo cielo y en el octavo si lo hubiera.

He reservado para el final la descripción de la única nota discordante que se ha producido en el transcurso de los últimos días.

Me refiero a la acalorada conversación que tuvo lugar anoche y que me propongo exponer rápidamente antes de que el Mecánico regrese de su inspección automovilística.

Si bien no puede esperarse que un determinado grupo de hombres procedentes de ambientes y herencias genéticas muy distintas puedan estar en total armonía constantemente (sobre todo viviendo en una área limitada), cabe sin embargo esperar que las diferencias puedan resolverse a través de la discusión y la aplicación de la razón.

He comprobado que, siempre que estamos en desacuerdo, el Mecánico es incapaz de avenirse a razones.

El conflicto que tuvo lugar anoche es un perfecto ejemplo de su manera de pensar o, mejor dicho, de no pensar.

A mi regreso de una prolongada y apasionante cita con el Objeto, la dejé sumida en un profundo sueño, y yo, por mi parte, decidí leer un rato antes de entregarme igualmente a los brazos de Morfeo.

Al pasar por el salón, vi que el Mecánico y el Agente de Seguros se hallaban todavía ocupados jugando al “gin rummy”.

El Perito Mercantil se encontraba en su compañía en calidad de simple observador.

El Mecánico me hizo señas de que me acercara y dijo que ya se habían hartado de jugar al “gin rummy” y que, si me unía a ellos, podrían jugar al póker.

Yo le contesté que estaba profundamente inmerso en la lectura de “La olla de oro”, de James Stephens, que me proponía terminar aquella noche, antes de iniciar la lectura de un volumen de Lafcadio Hearn y una colección de ensayos críticos sobre el arte cinematográfico de D. W. Griffith.

El Mecánico me increpó por ser un aguafiestas y no participar en las actividades del grupo. Ello, en sí mismo, no hubiera bastado para apartarme de la lectura.

Pero al recordarme el Agente de Seguros que yo era el presidente del Club de los Admiradores y tenía la obligación de participar, comprendí que tal vez estaba obligado a conservar la unidad social del grupo anteponiéndola a mis egoístas intereses individuales.

Yo les dije que consideraría la posibilidad de unirme a ellos si jugábamos a la banca y no ya, al póker.

Les dije que era contrario al juego y que en el póker suele dominar el afán de dinero en detrimento de la habilidad y la distracción.

Los demás no se opusieron y me uní a ellos para jugar sobre la mesa del comedor.

El Mecánico preparó sendos tragos para sí y para el Agente de Seguros.

El Perito Mercantil y yo nos abstuvimos de beber.

Empezamos la partida llevando la banca el Perito Mercantil. El Mecánico, que siempre se toma todos los juegos en serio y es muy mal perdedor, jugó concentrándose mucho y sin apenas hablar.

De esta forma nos marcó a todos la pauta y nos dedicamos a barajar, a pasar y a jugar en suma casi en silencio.

Pero, al cabo de tres cuartos de hora, tal vez porque estaba a veinte puntos de su más inmediato oponente, o tal vez porque el alcohol le había soltado la lengua (para entonces ya se había tomado tres tragos), el Mecánico empezó a referirse a la sexualidad en general y al Objeto en particular.

Ahora, quince horas más tarde, no estoy en condiciones de recordar con exactitud todas las palabras que se pronunciaron, pero poseo una excelente memoria que me permite recordar el meollo de cualquier conversación en la que haya intervenido y estoy seguro de que lo que estoy poniendo sobre el papel constituye un fiel reflejo del espíritu que presidió anoche nuestra discusión.

Ingiriendo ruidosamente whisky, el Mecánico inició la conversación que tan siniestro sesgo adquiriría al final.

"Mirad, todos nos hemos estado contando lo colaboradora que se muestra la tía (es decir, el Objeto), lo estupenda que es y lo bien que nos lo estamos pasando con ella -dijo-.

Muy bien, eso es cierto y yo he sido el primero en reconocer que me gusta. Y lo sigo diciendo.

Por consiguiente, no vayáis a interpretar mal lo que os voy a decir. No reniego de nada que haya dicho antes. Sigo afirmando que está muy bien dotada, que está construida como es debido y que, es muy apasionada.

Pero permitidme que os diga que pensando en las dos últimas veces si me paro a reflexionar, bueno, tengo que decir que, cuando te metes allí abajo, reconozcámoslo a oscuras son todas iguales. Quienquiera que lo dijera dio en el blanco".

"Lo dijo Benjamín Franklin -le interrumpí yo-. Al aconsejar a un joven amigo, escribió que una vieja es preferible a una joven y, al poner sus razones, afirmó que las arrugas y el aspecto no importaban porque, "cubriendo la parte de arriba con un cesto y examinando sólo lo que hay de cintura para abajo, es imposible adivinar si una mujer es joven o vieja".

Y después añadió: "De noche todos los gatos son pardos ".

"Eso de que las viejas son mejores es una idiotez -dijo el Mecánico-, pero nuestro amigo Benjy tenía razón al decir que a oscuras son todas iguales, y eso es precisamente lo que yo estaba diciendo.

Si lo pensarais un poco, me daríais la razón.

Porque tenemos en nuestro poder al supernido de la sexualidad, todo el mundo se gasta miles de millones para verla y soñar con ella, y nosotros la tenemos aquí con nosotros y ¿a qué se reduce todo? Tenemos a una muchacha muy bien equipada, es cierto. Pero también lo están cientos de otras mujeres que he conocido.

Y, en cuanto a la diversión, ¿qué tiene ella que no tengan otras? Quiero decir que, una vez te has acostado con ella una docena de veces, acaba agotando los trucos y ya sabes lo que tiene y lo que puede darte, y entonces te das cuenta de que es lo mismo que puede darte cualquier otra mujer con quien te hayas acostado, sólo que ésta no es tan famosa ni ha sido objeto de tanta publicidad.

¿No os parece? ¿Qué os da una superestrella que no os dé cualquiera de las demás? Pensadlo bien. Son los mismos pechos, los mismos traseros, los mismos manguitos apretados, los mismos trabajos de mano y a la francesa, los mismos gritos, en nada distintos a los que he conocido con cientos de otras mujeres con quienes me he acostado, desde secretarias y camareras hasta mujeres de la alta sociedad.

Es más, si queréis que os diga la verdad, en más de una ocasión me he acostado con bocados mucho mejores que esta tía tan famosa".

Me irrité ante la injusta parrafada del Mecánico pero no dije nada y preferí escuchar la opinión de los demás.

Sentía curiosidad por saber si se atreverían a manifestar su opinión. Para mi asombro, el Perito Mercantil fue el primero en hablar y dijo lo siguiente: "Como es natural, yo no tengo la misma experiencia que algunos de vosotros en materia sexual, pero, basándome en mis conocimientos, yo diría que las cualidades de nuestra invitada son muy superiores a las corrientes y, en cierto sentido, bastante especiales.

La encuentro muy atractiva, bien proporcionada, interesante y complaciente. Además, posee un grado impresionante de experiencia y una admirable afición a la variedad sexual.

Considero que se trata de algo que puede apreciarse mejor en el caso de que lleves casado mucho tiempo con la misma mujer. Claro que cuando uno disfruta de un soberbio banquete todas las noches, tal como nos ha ocurrido a nosotros, se acaba perdiendo un poco el apetito.

Si se consume habitualmente, hasta el más apreciado bocado de “gourmet” se convierte en una cosa vulgar, ésa es la trampa. Lo reconozco.

– carraspeó y terminó la frase-y tal vez, en cierto sentido, sea en esencia lo que nuestro amigo ha estado diciendo.

Cuando anoche abandoné su lecho, tras habérmelo pasado de maravilla, mientras bajaba por el pasillo empecé a pensar en la muchacha desnuda de que os hablé una vez, aquella a quien fotografié y con quien mantuve relaciones sexuales en el salón Malrosa.

No hacía más que pensar en ella".

"De noche todos los gatos son pardos", repitió el Mecánico con voz de aburrimiento.

Esperé a que hablara el Agente de Seguros y éste así lo hizo: "Me fastidia tener que mostrarme de acuerdo con mi amigo de Tejas pero, puesto que estamos hablando con toda sinceridad, creo que no tengo más remedio que mostrarme de acuerdo.

Sí, esta tarde lo he estado pensando un poco, incluso en los momentos en que me encontraba en su compañía.

Me parece estupendo, magnífico pero, ¿dónde está la novedad? Las primeras veces, sobre todo cuando decidió colaborar, me parecía emocionante y distinto porque, bueno, supongo que por ser quién es y, además, porque se trata de alguien que desea todo el mundo.

Pero una vez se desvanece la novedad y el misterio, no tienes más remedio que reconocer que no es mejor que muchas mujeres de que hayas gozado antes.

Es más, esta tarde estaba pensando bueno, una vez me hube serenado, claro que no es ni mucho menos tan buena como algunas prostitutas que he tenido ocasión de conocer.

Y que conste que no la menosprecio. Puede codearse con las mejores. Pero cuando ya te has saciado de una cosa, estás en condiciones de verla desde otra perspectiva.

Y te dices: está muy bien pero no la considero superior a cualquier otra muchacha.

Mirad, os confesaré una cosa. Esta tarde ni siquiera me apetecía ir. Lo hice porque me pareció que estaba obligado. Pero sabía que vería lo que ya había visto otras veces no sólo en ella sino también en otras. Sabía que haría lo que ya ha hecho otras veces y lo hizo.

Me lancé a ello pero no me emocioné demasiado. Es más, lo que más me apetecía era la partida de cartas de esta noche".

Ya había llegado el momento de que manifestara mi opinión y lo hice con firmeza, lealtad y corrección.

"Lamento tener que discrepar -les dije-. Estoy totalmente en desacuerdo con vosotros sin ninguna reserva. Yo la considero una persona única y extraordinaria. Cada día espero con impaciencia el momento de poder verla.

Sé que cada noche gozaré de una nueva aventura. He conocido a bastantes mujeres. Jamás he conocido a ninguna mujer que vistiera mejor que ella.

Colma todas mis aspiraciones y sabéis muy bien cuán altas son éstas. Es más hermosa que ninguna otra mujer de la tierra. Es más amable, más dulce y más excelente que ninguna. Y, finalmente, se muestra más imaginativa y creadora que ninguna en el arte amoroso.

A diferencia de lo que les ocurre a la mayoría de sus hermanas, goza del amor por sí mismo. Para ella, se trata de una forma de expresión. Por eso se muestra siempre lozana, espontánea y variada.

Jamás he conocido ni he oído hablar de ninguna mujer capaz de dar lo que ella puede dar".

El Agente de Seguros me lanzó un desafío.

"Dime una cosa que ninguna otra mujer pueda dar. No la hay. Lo malo es que la sigues viendo con cristales de color de rosa.

Insistes en convertirla en lo que no es. Anda, dime una sola cosa que tenga ella y no tenga otra mujer que hayas conocido".

El Mecánico se me adelantó antes de que yo pudiera contestar.

"Sólo tiene una cosa que no tiene ninguna otra mujer -dijo-. ¿Sabéis lo que es?" "¿Qué?", preguntó el Agente de Seguros.

"Pues, dinero.

Eso es lo que tiene".

"De eso no me cabe la menor duda", dijo el Agente de Seguros.

"¿Sabéis lo forrada que está? ¿Sabéis cuántos billetes ganó el año pasado? Anoche estuve hablando con ella y le dije que era injusto que alguien como ella ganara tanto, siendo así que los demás apenas ganamos nada.

¿Sabéis cuánto reconoció que había ganado el año pasado, en sólo un año? Un millón.

¡Un millón de dólares!" "Para ser más exactos, permíteme que te recuerde su declaración de ingresos -le interrumpió el Perito Mercantil-.

En el transcurso de los doce meses del año pasado alcanzó unos ingresos de un millón doscientos veintinueve mil cuatrocientos cincuenta y un dólares y noventa centavos".

"¿Lo veis? -dijo el Mecánico-. Pues, si queréis saber mi opinión, para mí eso es lo más atractivo que tiene. A eso no me importaría nada meterle mano".

No me gustaba nada el sesgo que estaba adquiriendo la conversación y llegué a la conclusión de que había llegado el momento de exponerles a los demás lo que el Objeto me había dicho.

Me pareció que si comprendían cuánto apreciaba ella la ausencia de interés económico de la aventura y lo mucho que les respetaba por sus puras motivaciones, se avergonzarían y desistirían de aquella conversación tan materialista.

Tomé por tanto la palabra.

"Creo que debiera deciros algo que viene muy a cuento de esta conversación -les dije-. La otra noche estuve hablando con ella a propósito de sus relaciones con nosotros y de su actitud. Debo añadir que se mostró de lo más sincera.

Si bien no minimizó la importancia del secuestro, me confesó que, desde que ello había ocurrido, había conseguido ver las cosas de una forma más desapasionada. Y me confesó que ahora, tras haberse producido el secuestro y haberse acostumbrado a su suerte, sobre todo desde que empezamos a tratarla mejor, ha descubierto que existe un aspecto de nuestra empresa que le causa mucha admiración.

Me dijo que nos respetaba precisamente por ese motivo".

"¿Ah, sí? -preguntó el Mecánico-. ¿De qué se trata?"

"Aprecia la pureza de nuestras intenciones. Le gusta la idea de que nos arriesgáramos por el hecho de desearla y no ya para mantenerla como rehén a cambio de un montón de dinero. Considera que nuestros motivos constituyen un cumplido. Hemos coqueteado con el peligro, hemos logrado llevar a cabo un difícil secuestro y lo hemos hecho por amor, no por dinero. Por eso nos respeta".

"Ni hablar, hombre -dijo el Mecánico soltando un gruñido-. Debe estarse burlando de nosotros y pensando que somos un hato de imbéciles, por habernos tomado todas estas molestias a cambio de su amor en lugar de hacerlo a cambio de lo que interesa realmente, que es el dinero contante y sonante y nada más".

"Te equivocas -dije yo-. Se enorgullece sinceramente de nuestro comportamiento. Se siente muy halagada".

"Bueno, tal vez lo considere un cumplido, maldita sea, pero yo no.

Yo pienso que estamos haciendo el ridículo. ¿Sabéis una cosa? Cuanto más lo pienso, cosa que llevo haciendo toda la semana, más me doy cuenta de lo tontos que hemos sido al habernos arriesgado tanto a cambio de un trasero como hay otros, sobre todo teniendo en cuenta que cualquier persona en su sano juicio sabe perfectamente que, cuando se lleva a cabo algo de este estilo y se alcanza el éxito, es posible disfrutar de todos los traseros que te apetezcan junto con el dinero. Os digo que somos unos idiotas".

"No lo somos -insistí yo-. Si lo hubiéramos hecho a cambio de dinero, no seríamos más que unos vulgares delincuentes, cosa que no somos. Lo hicimos porque éramos unos seres humanos honrados, que queríamos llevar a cabo una empresa romántica".

"De romántica, nada -me espetó el Mecánico claramente molesto-. Os digo que fuimos unos idiotas. Mirad, cuando un tío va y arriesga deliberadamente el pellejo lo importante es que lo haga por algo que merezca la pena.

Hacerlo a cambio de un poco de amor, qué demonios, eso se hace, se acaba y se olvida y entonces ¿qué te queda? Por el contrario, arriesgas el pellejo a cambio de algo que pueda cambiar tu vida para siempre, eso sí merece la pena.

Mirad, yo os digo lo que pienso. -Hizo un gesto en dirección al dormitorio principal-. Cuando todo termine, haber disfrutado de su trasero en aquella habitación no va a cambiar mi vida. En cambio, disponer de unos cuantos millones de los que ella tiene guardados, eso podría permitirme volver a casa convertido en un rey y modificar todo mi futuro.

Qué demonios, ella misma me dijo que tenía más billetes verdes de los que le hacen falta, aunque viviera hasta los noventa años. No los podrá aprovechar todos".

"Pues nosotros no se los vamos a quitar -dije yo-. El Club de los Admiradores no se fundó con vistas a estudiar su situación económica, y no se hable más del asunto".

"Muy bien, chico, muy bien -dijo el Mecánico y después esbozó una ancha sonrisa para darme a entender que no se proponía insistir en el tema-.

No tienes por qué enojarte. No estaba proponiendo nada en concreto. Estaba haciendo simplemente conjeturas, pensando en voz alta".

"Pues procura no pensarlo -le dije-. Quede esto bien claro de una vez por todas. Su riqueza no nos concierne".

"Yo no diría tanto -replicó el Mecánico. Levantó el vaso, ingirió un sorbo y se lamió los labios-. Tal vez no nos concierna pero yo sólo sé una cosa: y es que cuando pienso en todo el dinero que tiene, me excito más que si pensara en su trasero".

"Cállate ya y baraja -le dije-. Sigamos la partida".

Pero me sentía muy enojado a causa de aquella insensata conversación. En el transcurso de la primera mano, una vez reanudamos el juego, me alegré mucho de poderle ganar y dejarle atascado con trece puntos.

Habían transcurrido veinticuatro horas sin incidente alguno, y a la noche siguiente volvieron a reunirse los cuatro alrededor de la mesa del comedor para beber, conversar de vez en cuando y jugar indiferentemente a la banca.

En aquellos momentos, mientras descartaba tres veces a Yost y aceptaba los tres naipes que Brunner le ofrecía, Adam Malone estaba muy lejos de la partida. Estaba repasando el día y, a primera vista, aquel viernes no se le antojaba nada distinto a los demás días transcurridos en aquel confinamiento, si bien había algo que le inquietaba.

Todos habían dormido hasta tarde, lo cual no era nada raro. La tarde se la habían pasado: Brunner, dormitando frente al aparato de televisión; Yost limpiando su escopeta de caza de dos cañones y saliendo a dar un paseo, y Shively, tan nervioso como siempre, fumando sin cesar, cortando un poco de leña, revisando el cacharro de ir por las dunas y bebiendo tequila.

Malone se había conformado con descansar en el porche y terminar finalmente la lectura de la novela de James Stephens.

Ahora Malone estaba pasando mentalmente revista a los acontecimientos que habían tenido lugar antes y durante la cena. Hasta aquel día, siempre habían hecho lo mismo.

Siempre se habían reunido en el salón para tomar un trago, charlar acerca de su pasado y su trabajo, contarse anécdotas y pasar el rato.

En tales ocasiones, Shively siempre resultaba ser el conversador más animado, refiriéndose a menudo a sus aventuras con los mequetrefes del Vietnam, o a sus acrobacias sexuales con infinidad de mujeres, o a sus vehementes discusiones con las autoridades y la gente rica que no dejaba de humillarle.

En el transcurso de sus monólogos, uno o dos de sus compañeros se levantaban y se iban a la cocina a preparar la cena. Después devoraban la comida y a continuación se entregaban al rito de echar las cartas para determinar el orden de visitas a Sharon Fields.

Después bajaban por el pasillo siguiendo un riguroso turno y se encerraban en el dormitorio en compañía de Sharon.

Sólo una vez -de ello hacía cuatro días-habían variado un poco las cosas, y ello había ocurrido cuando Brunner había preferido no visitar a Sharon con vistas a recuperar energías.

Pero esta noche las cosas habían cambiado considerablemente y Malone suponía que estaba desazonado a causa de aquel cambio de comportamiento.

Poco antes de cenar, Shively se había dedicado a ingerir más tequila que de costumbre, aparte las bebidas alcohólicas que ya se había tomado en el transcurso de la tarde, y, en lugar de llevar la voz cantante de la conversación, se había sumido en un insólito silencio.

Además, no había permanecido en compañía de los demás hasta la hora de la cena sino que, sin dar explicación alguna, se había retirado a su cuarto.

Normalmente, siempre que Shively no llevaba la voz cantante, Yost se encargaba de animar el cotarro contándoles chistes archisabidos.

Pero esta noche, tras haber abandonado Shively el salón, Yost adoptó una actitud introspectiva y apenas abrió la boca.

Al llegar la hora de preparar la cena, Brunner, que siempre solía ofrecerse para ayudar a Yost o a Malone, no hizo ademán alguno de reunirse con este último en la cocina.

Se quedó sentado en el sofá bebiendo y haraganeando. La cena también había sido en cierto modo distinta. Shively y Yost, que eran hombres de muy buen apetito, se limitaron a mordisquear la comida, mostrando muy poco interés por el plato que les había sido servido.

Malone se había sorprendido mucho, dado que había preparado un sabroso estofado de buey, uno de los platos preferidos de Shively, y éste sólo había probado un bocado.

Malone se percataba de que reinaba una atmósfera de hastío. Sin embargo, el verdadero cambio, por lo menos desde el punto de vista de Malone, se había producido Después de cenar.

Había llegado el momento de echar a suerte el turno de sus privilegios de visita. Malone sacó la baraja y le ofreció a Brunner la oportunidad de elegir primero. Brunner rehusó alegando que prefería dejarlo porque se sentía cansado y en la televisión daban un programa especial que no deseaba perderse.

En sí mismo, ello no hubiera sido de extrañar, puesto que Brunner se había saltado otra vez una sesión con Sharon.

Malone se sorprendió muchísimo en cambio cuando, tras ofrecerle la baraja a Yost, éste vaciló y después anunció que también lo dejaría correr.

– No necesito acostarme todas las noches con una mujer -explicó Yost como para justificarse-. No necesito demostrar nada. No me apetece y basta. Además, estamos en vacaciones, ¿no? Por consiguiente, cuando se está de vacaciones, no está de más sentarse un poco a descansar.

Tal vez me dedique un poco a hacer solitarios o a jugar al “gin”, caso de que Shiv quiera acompañarme.

Malone le ofreció los naipes a Shively pero éste no le hizo caso y se dirigió a Yost:

– Me estás tentando, Howie. Tuviste mucha suerte en las dos últimas manos de anoche. Estoy dispuesto a darte una buena paliza.

– Muy bien, ¿por qué no pruebas?

Shively reflexionó unos momentos y después, para asombro de Malone, se volvió a mirar la bajara que éste le estaba ofreciendo.

– No sé, qué demonios, tal vez podamos jugar más tarde. Creo que aprovecharé la ocasión. Ya casi se ha convertido en una costumbre.

Puesto que la tenemos a nuestra disposición en el dormitorio de al lado, ¿por qué no aprovecharlo?

– Anoche nos dijiste que ya no te divertías tanto -le dijo Yost-. No te sentará nada mal saltártelo una noche y hacer lo que más te apetezca tal como yo hago.

– Yo no he dicho que piense otra cosa. Lo que sucede es que, puesto que tengo el material a mi disposición, poco trabajo me cuesta aprovecharlo.

Considéralo un ejercicio. Tú has dado un paseo, Howie. Pues imagínate que estoy haciendo un ejercicio para mantenerme en forma.

– Muy bien, haz lo que gustes.

Shively miró a Malone.

– ¿Y tú qué dices, muchacho? ¿Vas a aprovecharlo como de costumbre?

– Claro -repuso Malone-. Sabes que estoy deseando verla. Yo no pienso lo mismo que vosotros.

– Muy bien, Don Juan -dijo Shively-, puesto que eres el único que todavía se emociona con ella -cosa que, dicho sea entre nosotros, yo no creo-puedes ir primero y que sea enhorabuena.

No es necesario que lo echemos a suerte. Ve tú primero y, si me apetece, te seguiré.

Malone fue primero, visitó a Sharon, la encontró más acogedora y cariñosa que nunca y abandonó el dormitorio más enamorado y agradecido que nunca por el placer sexual que con ella experimentaba.

Regresó al comedor y encontró a Shively intensamente concentrado en una partida de “gin rummy” con Yost.

– Está a tu disposición -le dijo Malone a regañadientes.

– Sí -le contestó Shively con indiferencia-, ya veremos. No me molestes ahora.

Dos manos más tarde consiguió ganar la partida y con ella doce dólares y, por primera vez en toda la noche, empezó a mostrarse de buen humor.

Se disponía a iniciar una nueva partida cuando Malone le recordó que Sharon le estaba esperando. Si no tenía intención de verla, sería conveniente avisarla añadió Malone, al objeto de que pudiera tomarse la píldora para dormir y descansar un poco.

– Qué mierda -masculló Shively poniéndose en pie-. Siempre tiene uno que hacer algo. ¿Por qué no le dejarán a uno en paz? Todo ello se le antojó a Malone sumamente incomprensible.

– No tienes por qué ir, Kyle. Sigue jugando a las cartas. Ya iré yo a decirle que puede tomarse la píldora.

– No empieces a decirme lo que debo y lo que no debo hacer -le dijo Shively con aspereza-.nDéjame en paz. -Después le gritó a Yost-: Guárdame caliente la baraja, Howie, vuelvo en seguida.

Se dirigió al dormitorio principal como un individuo en libertad bajo palabra que tuviera que presentarse al agente encargado de su vigilancia.

Regresó muy irritado al cabo de una hora, mirando enfurecido a Malone como si éste le hubiera obligado a hacer algo en contra de su voluntad.

– ¿Qué tal ha ido? -le preguntó Yost.

– ¿Y qué quieres que te cuente? Ya lo sabes. Lo mismo de siempre.

Ah, puesto que ya ha terminado el programa de Leo, ¿qué os parece si los cuatro echamos una buena partida de banca? Y ahora seguían jugando a las cartas, pensó Malone, en un juego que al principio había despertado entusiasmo pero que ahora les estaba aburriendo a todos, Sus rostros reflejaban falta de interés y sus frecuentes errores constituían una prueba evidente de su escasa atención.

Pero lo que más desazonaba a Malone era la creciente indiferencia que les estaba inspirando Sharon (no es que eso a él le importara, es más, tal vez por este medio consiguiera hacer realidad su sueño de disfrutarla en exclusiva) y, junto con la indiferencia, la inquieta murria que parecía presidir todas sus actividades.

Era como si el Club de los Admiradores navegara por aguas embravecidas.

El, en su calidad de capitán, tenía que encargarse de empuñar el timón.

– Santo cielo, a ver si dejas de una vez de tomar cartas -le dijo Shively malhumorado-.

Te toca a ti. Juega oros, si tienes. Otra mano y otra.

Malone se percataba de la opresiva atmósfera de tedio que emanaba del silencioso comportamiento de robot de Shively, Yost y Brunner.

Le tocaba barajar a Shively y éste había empezado a mezclar los naipes, cuando juntó la baraja, la tomó en la mano y la apartó deliberadamente a un lado.

Después, apoyando ambas manos sobre los bordes de la mesa, contempló las inquisitivas miradas de sus compañeros.

Shively no sonreía y la expresión de su rostro era muy torva.

– Que se vayan al infierno las cartas -dijo-. Esta noche tenemos que ocuparnos de algo mucho más importante. Lo he estado pensando todo el día y ahora os lo voy a decir.

Es importante, es lo más importante que ha ocurrido desde que estamos aquí.

Malone se tensó en espera de las palabras de Shively.

– ¿Qué has estado pensando, Shiv? -le preguntó Yost preocupado.

– Es posible que no a todos os guste lo que voy a decir pero lo diré. Vivimos en un país libre. -Los pequeños ojos de Shively se posaron en sus compañeros y se detuvieron finalmente en Malone-. Y creo que, cuando me hayáis escuchado, os mostraréis de acuerdo conmigo.

Voy a proponeros algo que hará que nuestra empresa valga la pena. ¿Estáis dispuestos a escucharme?

– Sigue, por favor, Kyle -dijo Brunner.

Todo el aspecto de Shively pareció experimentar una transformación. Era como si el doctor Frankenstein le hubiera aplicado unos electrodos y le hubiera suministrado una carga eléctrica que le hubiera infundido vida y energía con vistas a una actividad de tipo físico.

– ¿Recordáis lo que estuve comentando anoche? -preguntó-. A propósito de la Diosa de la Sexualidad que tenemos en la habitación de al lado. ¿Os acordáis?

– Quieres decir que ya te has cansado de ella -terció Brunner.

Pero Malone se acordó de otra cosa, del verdadero núcleo de las conjeturas de Shively, e inmediatamente se atemorizó.

– No se trata simplemente de que me haya cansado de ella -dijo Shively-, sino también de otra cosa.

No me gusta repetirme. Procuraré abreviar y estoy seguro de que lo comprenderéis. El hecho de estar cansado no es más que una faceta de la cuestión. Desde luego que ya me he hartado de la tía, tal como suele hartarse uno de una mujer tras haberse acostado con ella las suficientes veces.

Al cabo de algún tiempo, resulta de lo más monótono. Pero, si queréis que os sea sincero, me he cansado también de otra cosa.

Estoy cansado de permanecer oculto en este escondrijo, dentro de las mismas cuatro paredes, sin poder hacer nada ni ir a ningún sitio. Estoy harto de la misma cochina comida tres veces al día.

El sabor acaba resultándote cada vez más desagradable. Y, si queréis que os diga una cosa, y que nadie se ofenda, me estoy hartando de vosotros tres.

Es humano cansarse de ver constantemente las mismas caras todo el día. No me extrañaría nada que vosotros pensarais lo mismo.

– Bueno, yo estoy acostumbrado a la vida retirada -dijo Yost-, porque cada año suelo salir de caza y pesca con mis amigos.

– Pero yo comprendo lo que quiere decir -le dijo Brunner a Yost.

– Pues claro, yo también lo comprendo. Le ha entrado claustrofobia.

– Yost volvió a dirigirse a Shively-. Bueno, Shiv, ¿a dónde quieres ir a parar?

– Es como cuando estaba en el Vietnam -prosiguió Shively-, viviendo semana tras semana con los mismos individuos en el campamento.

Es un asco. Juré que jamás volvería a hacerlo y ahora me encuentro aquí encerrado otra vez.

Estoy empezando a hartarme. Por consiguiente, he llegado a la conclusión de que ya estoy cansado.

Quiero terminar, hacer lo que tengamos que hacer, largarnos y regresar de nuevo a la vida normal. -Levantó la mano-. Con una diferencia.

Quiero volver a la vida normal, pero no a la que he conocido siempre sino a la que siempre he dicho que merecía.

Brunner le escudriñó a través de los gruesos cristales de sus gafas.

– Kyle, debo decirte que no te entiendo lo más mínimo. ¿Qué es eso de que quieres decir la vida que siempre te has dicho que merecías?

– Quiero decir largándome de aquí convertido en un ricacho -repuso Shively con una sonrisa-y pudiendo gastar el dinero a manos llenas.

– Bueno, eso nos gustaría a todos -dijo Brunner decepcionado-, pero, a no ser que hayas descubierto una mina de oro.

– Tienes razón en eso de la mina de oro -dijo Shively con firmeza-, la tenemos durmiendo en la habitación de al lado.

Malone se medio levantó.

– No, no debes, no es posible, no empieces otra vez.

– !O te callas la boca o te la callaré yo! -le amenazó Shively.

Después se dirigió a los demás-.

¿Recordáis lo que os dije anoche? No sé si anoche hablaba en serio, pero hoy lo he estado pensando y permitidme que os diga, caballeros, que la cosa me ha parecido pero que muy bien.

Yost inclinó toda su mole hacia el tejano.

– ¿Te refieres a pedir un rescate, Shiv?

– Exactamente. Ni más ni menos. ¿Por qué no? Está forrada de billetes verdes.

Leo no ha sido el único que nos lo ha confirmado. Ya os dije que hace unos días Sharon y yo estuvimos hablando de estilos de vida y cosas de ésas, y ella me dijo cuál era su situación, maldita sea, no tiene más que veintiocho años y ya es doce veces millonaria. Y ahora os voy a decir una cosa.

Los demás guardaron silencio.

– Hace una hora, cuando estaba con ella, he traído el tema a colación para asegurarme bien, para cerciorarme de que no fueran historias inventadas por los periódicos o de que Leo hubiera dado con una declaración de impuestos excepcional.

Y he empezado a hacer averiguaciones. He conseguido sonsacarla. ¿Sabéis cuánto vale esta mujer? Pues unos quince millones de dólares, todos bien guardaditos.

– ¿Quince millones? -preguntó Brunner asombrado-. ¿Una vez deducidos los impuestos?

– Puedes estar seguro, una vez deducidos los impuestos. Y no te sorprendas tanto.

El Zigman ese se ha dedicado a invertirle los ingresos desde que empezó a tener éxito y ha hecho toda clase de inversiones: edificios comerciales, edificios destinados a viviendas, ganado, petróleo, una empresa de cosmética, una cadena de restaurantes, lo que quieras.

Y me ha dicho que ahora gana más con las inversiones que con los honorarios que le pagan los estudios.

– Probablemente lo tendrá todo invertido -dijo Yost.

– No -repuso Shively sin perderse la observación-. No, eso lo hemos aclarado muy bien. Tiene mucho dinero en efectivo, como dice ella ¿ésa es la palabra, verdad, Leo?

– Sí, exactamente -repuso Brunner-. Quiere decir dinero disponible.

– Lo tiene en bonos exentos de impuestos, acciones, compañías de ahorro y préstamo y cosas de ésas. Y resulta que, encima, dispone de tarjeta de crédito de primerísima categoría en todos los bancos.

Basta con que levante un dedo para que le entreguen la cantidad que quiera.

– Gracias, Kyle -dijo Malone sin poder contenerse por más tiempo-, pero la situación económica de Sharon Fields no nos interesa.

– Tal vez no te interese a ti, muchacho, pero a mí sí me interesa -dijo Shively. Una vez más hizo caso omiso de Malone y se dirigió a los otros dos-.

Escuchadme, me he pasado todo el día pensando en lo que os dije anoche sin estar muy convencido. Ahora estoy dispuesto si vosotros lo estáis. -Se detuvo-.

¿Cuánto tiempo nos queda? Siete días, es decir, apenas una semana antes de que terminen las vacaciones.

Pronto llegaremos a la encrucijada. Volveremos a nuestras cochinas preocupaciones y a nuestros cochinos trabajos. ¿De qué nos habrá servido tanto esfuerzo? De nada, como no sea para poder presumir de habernos acostado con la tía más famosa del mundo, sólo que ni eso podremos decir so pena de meternos en un buen lío. ¿Qué nos queda entonces? Cuatro miembros agotados.

Nada más. Y cuatro cuentas corrientes un poco más menguadas por culpa del dinero que nos ha costado este proyecto.

Bueno, hoy me he estado diciendo: Shiv, no puedes ser tan estúpido como para largarte de aquí sin otra cosa que no sea el recuerdo de una famosa y elegante mujer. Shiv, será la única oportunidad que se te ofrezca de largarte de aquí con algo que pueda cambiar toda tu vida y convertir en realidad aquello que siempre has soñado.

¿Y qué es eso? Yo lo sé y vosotros también lo sabéis. Es lo único que es mejor que la sexualidad cuando se carece de él. ¿Lo sabéis, no es cierto?

– El dinero -dijo Yost como hablando consigo mismo.

– Exactamente, do-re-mi-fa-sol, el verdadero botín -dijo Shively enfervorizado-. La mayoría de la gente jamás consigue alcanzarlo. Nosotros hemos tenido suerte.

En la habitación de al lado tenemos el mismísimo Tesoro de los Estados Unidos. Es una ocasión que sólo se presenta una vez en la vida y, si no la aprovechamos, ello significará que nos tenemos merecido vivir pobres toda la vida, cosa que ocurrirá efectivamente.

Escuchadme, hombres, por el amor de Dios. Es la única oportunidad que he tenido de cambiar totalmente mi vida. Y alguno de vosotros también podréis cambiar las vuestras. A no ser que a alguno de vosotros no le haga falta el dinero, claro.

– Qué demonios, el dinero le hace falta a todo el mundo -dijo Yost encogiéndose de hombros-. La gente que se encuentra en nuestra situación, sobre todo si se trata de personas casadas y con hijos, no está en condiciones de ahorrar ni un céntimo tal y como están las cosas.

Yo sé por experiencia que siempre estoy con el agua al cuello. Es más, en estos momentos, he contraído algunas deudas. El trabajo ha flojeado un poco. Cualquiera sabe si volverá a animarse. Si enfermara o me separara de la compañía, no sabría hacia qué parte volverme.

Estaría perdido. Me preocupa verme siempre acorralado en un rincón, tener que preocuparme siempre por la seguridad.

Leo Brunner se convirtió ahora en el centro de la atención de todos los demás.

Mantenía la frente fruncida. Comprendiendo que esperaban escuchar su opinión, se dispuso a exponerla.

– Por mi parte diré que me preocupa uno de los aspectos de la propuesta de Kyle. -Reflexionó unos instantes y después prosiguió-. Mirad, cuando se inició este proyecto, yo me mostré muy reacio, como sabéis.

Me preocupaba el secuestro por tratarse de un delito grave. Eso fue lo primero. Después me preocupó la violación por tratarse también de otro delito grave.

No obstante, dado que el secuestro pasó inadvertido y todavía no se ha descubierto, en la práctica no se trata de un delito del que se nos pueda acusar. Y puesto que puede decirse que la señorita Fields ha colaborado y ha accedido a mantener relaciones sexuales con nosotros, ello elimina toda probabilidad de que podamos ser acusados de violación.

En resumen, que nuestra situación se me antojó más segura. Comprendí que, una vez hubiéramos terminado, no habría forma de que la señorita Fields pudiera saber quiénes éramos y acusarnos, y todo sería como si estas dos semanas no hubieran existido.

Hubiéramos vivido la experiencia y podríamos reanudar nuestras vidas sin temor. Sin embargo, la propuesta de Kyle arroja nueva luz sobre nuestra situación.

– Pues claro que sí -dijo Shively-. Nos convierte en unos ricachos.

– Pero ello sucederá a cambio de un precio -dijo Brunner-. Significa que tendremos que revelar el secuestro inicial.

Hasta ahora, no existe ninguna prueba que permita deducir que la señorita Fields es mantenida prisionera contra su voluntad. En cuanto enviemos la nota de rescate o demostremos que estamos en posesión de la persona de la señorita Fields y exijamos dinero a cambio de su regreso sana y salva, habremos anunciado al mundo que hemos cometido un delito, que la señorita Fields ha sido secuestrada por unos delincuentes.

– Este hecho no se daría a la publicidad -dijo Yost-. El representante de Sharon no se atrevería a acudir a la policía. Estaría demasiado preocupado por su seguridad. Si decidiéramos hacerlo, estoy seguro de que podríamos conseguir que se tratara de una transacción particular.

– Tal vez sí y tal vez no -dijo Brunner-. Me atrevería a afirmar que tal vez estés en lo cierto.

Pero lo que yo digo es que, en cuanto se envíe una nota de rescate, alguien sabe que se ha cometido un delito y que hay de por medio unos delincuentes.

– ¿Y qué? -preguntó Shively-.

El tipo que recibiera la nota, este Zigman, se cagaría de miedo. No haría ni una maldita cosa. Estaríamos tan a salvo como estamos ahora sólo que más ricos, mucho más ricos. No me digas que no te gustaría ser más rico, Leo.

– No niego que una inesperada ganancia a estas alturas de mi vida podría significar mucho para mí -dijo Brunner-.

Pero me preocupa mucho el peligro que correremos a cambio de obtener un resultado tangible. Me inclino a dejar las cosas tal como están.

Malone no hizo el menor esfuerzo por disimular su constante desaprobación.

– Permitidme que os manifieste ahora mismo que sigo pensando lo mismo acerca del asunto del rescate. Soy contrario a ello de la misma manera que fui contrario a tu comportamiento de la primera noche en que la asaltaste por primera vez, Kyle. Yo era contrario al empleo de la fuerza.

Y ahora me muestro igualmente contrario a la idea del rescate. A mí no me hace falta ese maldito dinero. No lo quiero.

Creo que debiéramos dejar de hablar de este asunto del rescate. No fue éste el propósito de nuestro proyecto.

– No estoy yo tan seguro -dijo Shively-. Tal vez fuera éste el “verdadero” propósito aunque jamás nos atreviéramos a reconocerlo abiertamente.

Lo que quiero decir es que, cuando se lleva a cabo un secuestro, uno sabe que secuestro equivale a rescate. Son cosas que van unidas. Tal vez lo hayamos pensado en secreto todos estos días.

Ahora yo estoy dispuesto a comentarlo claramente y a decir que muy bien, ya hemos hecho la mitad, ahora hagamos el resto. Vamos a ver si conseguimos el premio que nos merecemos y tú, Leo, puedes creerme, no corremos ningún peligro.

El verdadero peligro lo corrimos al llevárnosla y ocultarla. Y eso ya está hecho. Lo que queda no es más que papeleo burocrático.

Pensándolo bien, ¿qué nos falta? La obligamos a escribir una nota -tal vez dos, ya veremos-para que reconozcan su caligrafía y sepan que está bien.

Le pedimos que le ordene a Zigman reunir secretamente la pasta y dejarla dónde y cuándo nosotros digamos, añadiendo que no lo comunique a las autoridades ni intente poner en práctica ninguna jugarreta si quiere volver a verla viva. El cumplirá la orden.

Podéis estar bien seguros de que no se atreverá a correr ningún riesgo. Porque querrá volver a verla entera. Para él, constituye una inversión fabulosa.

Y tal como ya te he dicho -ella misma me lo ha confesado-el dinero lo tiene disponible y, qué demonios, tiene tanto que ni siquiera lo echará en falta.

El cerebro de Yost ya se estaba adelantando a los acontecimientos.

– Kyle -dijo-, ¿cuánto tenías pensado pedir por ella?

Shively esbozó una sonrisa de satisfacción y formuló la siguiente frase deleitándose en cada una de sus palabras:

– Un millón de dólares, compañero. Un millón de dólares en efectivo.

– ¿Tanto? -preguntó Yost emitiendo un bajo y prolongado silbido.

– Un número redondo, ¿eh? -dijo Shively-. Un millón dividido por cuatro significa un cuarto para cada uno. -Miró a su alrededor-¿Qué tal te suena eso, Leo? ¿Te vendrían bien doscientos cincuenta mil dólares libres de impuestos?

Brunner se mostraba visiblemente aturdido y tragó saliva antes de contestar.

– ¿Y a quién no? Es mucho dinero, no cabe duda. Ya tendría asegurada la vida. ¿Estás seguro de que podría hacerse sin correr peligro?

– Completamente seguro.

– Si yo pudiera estarlo. -murmuró Brunner.

– Te lo garantizo, Leo. Es como en el banco, compañero. Mirad, chicos, os he ayudado a llegar hasta aquí sin dificultades. ¿Por qué no me dejáis llevar las riendas a partir de ahora? Dejadme manejar el asunto y podremos regresar a casa y retirarnos.

– Shiv, escúchame y no pierdas la sensatez -le dijo Malone en tono de súplica-. Nosotros no somos unos secuestradores de esa clase. No somos como Bruno Hauptmann ni nadie de ese estilo.

No lo hicimos para obtener dinero. Lo hicimos para poder vivir una experiencia romántica. Y ahora ya la estamos viviendo.

– ¿Has probado alguna vez a depositar en el banco una experiencia? -le interrumpió Shively.

– No somos unos secuestradores, maldita sea.

– Los secuestradores son aquellos a quienes apresan -replicó Shively-. A nosotros no nos han apresado y no van a hacerlo. En realidad, este último paso que os estoy aconsejando es el más fácil.

– En este sentido Shiv tiene razón -convino Yost-.

La última fase no es más que una transacción en la que nosotros tenemos la sartén por el mango. La persona con quien negociaremos no tendrá más remedio que obedecer. Yo creo que merece la pena estudiarlo un poco.

– Sí -dijo Shively satisfecho-. Empecemos a estudiar todos los detalles. Y después lo someteremos a votación. ¿Os parece bien a todos?

Acordaron estudiar todas las ventajas e inconvenientes de la propuesta de Kyle Shively. Permanecieron hablando por espacio de setenta minutos, primero uno y después otro, sentados alrededor de la mesa.

Transcurrido ese tiempo, comprendieron que ya habían pasado revista a todos los pros y los contras.

– Creo que ya lo hemos estudiado exhaustivamente -dijo Shively-. Estoy dispuesto a emitir mi voto.

– Recuerda que está en vigor la norma revisada -le dijo Yost-. El voto por mayoría la aprueba o la rechaza. Un empate significa que se rechaza la propuesta. Propongo que el Club de los Admiradores inicie las votaciones. ¿Tú qué votas, Shiv?

– ¿A ti qué te parece? Soy partidario de ello. ¡Voto un sí como una casa!

– ¿Y tú, Adam?

– No, absolutamente no.

– Muy bien, ahí va mi voto: Howard Yost vota sí. Dos estamos a favor de la nota de rescate y uno está en contra. La cuestión está en manos del ilustre Leo Brunner. ¿Qué dices, Leo?

– Recuerda, Leo -le gritó Shively-, un cuarto de millón de dólares en el bolsillo. Di que sí y lo tendrás. -Sonrió-. Libre de impuestos, Leo, un cuarto de millón libre de impuestos.

– No, vota no, Leo -le suplicó Malone-. No nos conviertas en unos delincuentes. Tu voto negativo será el final de esta maldita propuesta.

Brunner parpadeaba sin cesar detrás de las gafas mirando alternativamente a Shively y a Malone.

– Tienes que decidirte, Leo -le apremió Yost-. Habla. ¿A favor o en contra? ¿Sí o no? Brunner se esforzó por articular una palabra.

Pareció que sus labios estuvieran a punto de formar un no pero de repente se escuchó su reseca voz:

– ¡Sí!

Yost y Shively se pusieron en pie y le aplaudieron.

– ¡Tres a uno! -exclamó Shively pavoneándose-. ¡Ya está arreglado! ¡Somos ricos!

Afligido y derrotado, Malone se apartó de la mesa y se levantó. Observó apenado el alborozo de sus compañeros y esperó a que éste cediera un poco.

Cuando los demás se hubieron callado, Malone consiguió hablar y se dirigió a Shively.

– No pienso discutir más. Lo hecho, hecho está. Pero una cosa. No llegarás muy lejos en este asunto del rescate sin la colaboración de Sharon Fields.

– Claro, necesitamos su colaboración -dijo Shively.

– ¿Y si se lo preguntas y ella se niega a colaborar?

– Te prometo que no ocurrirá tal cosa -le dijo Shively guiñándole el ojo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque esta noche se lo he preguntado cuando la he visitado -repuso Shively sin dejar de sonreír-. No habrá ninguna dificultad. Se ha mostrado de acuerdo. Colaborará.

– ¿Quieres decir que ha accedido a escribir la nota de rescate?

– No una sino dos -dijo Shively preparándose el trago de la victoria-. Te asombrarías de lo fácil que ha sido. Yo le he dicho: "Hermana -le he dicho-, quiero que le escribas a Zigman que reúna el dinero y después quiero que le escribas dónde tiene que dejarlo".

Le he dicho que era necesario que escribiera ella las notas para demostrar que estaba en buenas condiciones. Al principio se ha hecho de rogar un poco.

Me ha dicho: "¿Y si me niego a escribir las notas de rescate?" Y yo voy y le digo: "Cariño, te lo diré muy claro. Si no conseguimos una carta escrita de puño y letra por ti, me temo que tendremos que enviar tu mano para demostrar que te tenemos en nuestro poder". -Se echó a reír-. Y ya no ha habido dificultades.

Malone le miró aterrado.

– Ya aprenderás, muchacho -le dijo Shively sacudiendo la cabeza-. Tienes que aprender a manejar a las mujeres. -Levantó el vaso-. Por nosotros y por nuestro primer millón.

La habitación estaba a oscuras y Sharon estaba demasiado adormilada para poder encender la lámpara y mirar la hora, pero se imaginaba que debían ser las doce de la noche.

A pesar del Nembutal, le estaba resultando difícil aislarse del día y sumirse en el sueño.

Se imaginaba que aquel estado de duermevela debía ser voluntario y obedecía al deseo de saborear el mayor triunfo de su cautiverio.

Con cuánto esmero había preparado lo que para ella constituía su última esperanza. Con qué habilidad y astucia había conseguido grabarle a Shively en la cabeza, y después a aquel otro cuyo nombre todavía no conocía, pero al que apodaba el Soñador, la idea de su riqueza y de que sería una estupidez no aprovechar parte de la misma a través de una nota de rescate. Con cuánta desesperación había rezado para que picaran el anzuelo y de qué manera tan maravillosa habían picado.

Durante diez largos días, toda una eternidad, no había sido una persona, no había existido para los del mundo exterior.

Ahora, al final, y por primera vez en el transcurso de sus angustias, se convertiría en una persona, en un ser humano necesitado de la ayuda del reducido pero poderoso círculo de aquellos que la conocían y se preocupaban por ella y lo arriesgarían todo por salvarla. Su adormecida mente intentó recordar las escenas de triunfo que se habían desarrollado hacía escasas horas.

A primeras horas de la noche la había visitado el Soñador, con sus acostumbradas y nauseabundas efusiones románticas, y ella había interpretado para él un prodigioso papel, una actuación de aquellas que su más reciente productor-director, Justin Rhodes, hubiera considerado innecesario repetir y hubiera ordenado imprimir sin más.

Dado que el Soñador no había hecho referencia alguna a ninguna nota de rescate, suponía que aún no habrían resuelto la cuestión de si revelar o no el hecho de haberla secuestrado.

La única indicación de que se estaba fraguando algo había sido la aclaración que le había hecho el Soñador, en el sentido de que aquella noche sólo la visitarían él y Shively, nacido Scoggins.

Tanto Yost como Brunner habían decidido saltarse la visita, lo cual significaba que su impulso sexual había disminuido, tal como suele suceder siempre.

¿Cuál había sido la observación de Roger Clay a este respecto? Sí, "la costumbre mata el deseo", o algo por el estilo. Sea como fuere, ello le había dado a entender que se habían producido las primeras señales de pasividad, es decir, que ya se estaba acercando el momento en que decidirían terminar. Soltarla o -¿cuál era el eufemismo vietnamita?-, sí, devastarla.

Después se había producido la visita del Malo, de Kyle T. Shively, el monstruo.

Al igual que siempre, se había sentido presa del terror y la angustia. Pero, a diferencia de lo que solía ocurrir cuando se acostaba con él, todo resultó fácil y relativamente breve.

Estaba muy claro que aquella noche no tenía el cerebro centrado en la fornicación. Había llevado a cabo el acto de una forma muy rápida, rutinaria y ausente, como si se estuviera acostando con uno de aquellos hinchados troncos femeninos que las "sex shops" japonesas les venden a los onanistas.

Después se había mostrado deseoso de hablar y, al exponerle sus ideas, Sharon intuyó por primera vez el éxito alcanzado.

– Estamos pensando en soltarte -le dijo él.

Ella procuró disimular su gratitud.

– Pero no a cambio de nada -añadió él-. Estamos pensando en la posibilidad de pedir un rescate a cambio.

Al fin y al cabo, nos merecemos algo a cambio del alojamiento y manutención que te hemos ofrecido.

El muy hijo de puta.

– Pero, como es natural, esperamos que nos prestes tu colaboración -dijo.

– ¿Cómo?

– Si lo hacemos, tendremos que demostrarle a tu gente que te tenemos en nuestro poder. Te dictaremos una nota de rescate que escribirás tú misma. El instinto le dijo que tenía que seguir simulando que ya no le apetecía la libertad, que estaba disfrutando de aquellas vacaciones y que la idea de cambalachearla a cambio de dinero le resultaba ofensiva.

– ¿Y si me niego a escribir la nota de rescate?-le preguntó burlonamente.

Shively decidió seguir interpretando su papel.

– Cariño -le dijo-, te lo diré muy claro. Si no podemos enviar una carta escrita de tu puño y letra, no tendremos más remedio que enviar tu mano. ¿Supongo que eso no te gustaría, verdad?

– No.

Santo cielo, era espantoso, el mismísimo Calígula en persona.

– Muy bien, hermana, ya te comunicaré lo que hayamos decidido.

Se tomó la píldora para dormir en la creencia de que no podría conocer su decisión hasta el día siguiente, pero estaba demasiado alborozada ante aquella posibilidad de éxito y no conseguía conciliar el sueño.

Después, mucho más tarde, cuando ya estaba a punto de sumirse en la inconsciencia, hacía algo menos de media hora, se había abierto la puerta y ella se había sobresaltado e incorporado en la cama comprobando entonces que dos de ellos habían entrado en la habitación.

Uno de ellos había encendido una lámpara -era Yost-y a su espalda Sharon había visto de nuevo a Shively.

– Ya lo hemos decidido -le dijo Shively acercando una silla para Yost y otra para sí mismo-.

Hemos pensado que te gustaría saberlo en seguida.

– ¿Estás bien despierta? -le preguntó Yost.

– Bastante -repuso ella y esperó conteniendo el aliento.

Yost había decidido encargarse de las explicaciones.

– Te lo diré muy resumido. Mañana cuando estés más despierta te facilitaremos todos los detalles. Mañana te dictaremos una breve nota de rescate. Queremos que la escribas de tu puño y letra. ¿A qué personas deberá enviarse? ¿A Félix Zigman?

– Sí.

– ¿Reconocerá tu caligrafía?

– Inmediatamente.

– Le contarás lo que te ha ocurrido. No demasiado, simplemente que has sido secuestrada y que se te mantiene prisionera a la espera de un rescate.

Que estás bien y que serás puesta en libertad una vez se haya efectuado el pago. Le dirás que lo haga todo en forma confidencial. Que si lo notifica a la policía o al FBI, jamás volverá a verte viva.

Si hace alguna tontería con el dinero del rescate, billetes marcados o cosas de ese tipo, los descubriremos inmediatamente y ello será tu sentencia de muerte.

Nuestras instrucciones acerca de los billetes serán muy explícitas. Le dirás a Zigman que publique un anuncio en la sección clasificada del “Los Angeles Times” cuando tenga preparado el dinero. Cuando se publique el anuncio, le enviarás una segunda nota escrita de tu puño y letra y nosotros se la enviaremos por correo urgente.

En esta nota le indicarás exactamente cómo y dónde depositar el dinero.

Una vez lo tengamos en nuestro poder, nos hayamos cerciorado de que no hemos sido seguidos y hayamos comprobado que los billetes están bien, serás puesta en libertad inmediatamente en algún lugar de las afueras de Los Angeles. Podrás entonces dirigirte a un teléfono y te facilitaremos las monedas necesarias para que puedas llamar a Zigman. ¿Lo has entendido?

– Sí -repuso ella vacilante y después preguntó-: ¿Cuándo ocurrirá eso?

– ¿Qué?

– Me refiero a cuándo esperáis cobrar el rescate y dejarme en libertad.

– Si todo sale bien, de acuerdo con el programa, y no ocurre ningún contratiempo, podrás regresar a tu casa el viernes cuatro de julio. Es decir, dentro de siete días.

– Gracias.

Ambos se levantaron.

– Muy bien, ya estás al corriente de la situación -le dijo Yost-. Ahora descansa un poco.bLa primera nota la enviaremos mañana. Buenas noches.

– Buenas noches.

Se dirigieron hacia la puerta y ya la habían abierto para cuando Shively se volvió y la miró esbozando su helada sonrisa de siempre.

– Oye, ¿no te interesa saber lo que pensamos que vales?

– No me atrevía a preguntarlo.

– No temas. Es algo que te enorgullecerá. Te dará una idea de lo que pensamos de ti ¿Quieres saberlo?

– Claro.

– Un millón de dólares -le dijo él. Tras lo cual la saludó con la mano y se cerró la puerta.

Tendida ahora en la oscuridad y pensando en todo ello, el millón de dólares dejó de revestir importancia. Su caudal neto no se acercaba ni con mucho a la cantidad que le había comunicado a Shively cuando decidió jugar al juego de la tentación pero era suficiente, tenía más que suficiente y tal vez, si las cosas rodaban tal como ella esperaba, pudiera recuperarlo.

Si las cosas no rodaban tal como ella esperaba, no le haría falta más dinero que el necesario para pagar los gastos de entierro.

En cuanto a la entrega del dinero, estaba segura de que ésta no constituiría ningún problema. Conociendo a Félix Zigman como le conocía, sabía que éste obedecería las instrucciones de las notas de rescate.

Era frío e impasible, si bien, bajo su helada capa exterior, Sharon sabía que estaría muerto de miedo pensando en su seguridad. Reuniría el dinero y haría exactamente lo que se le ordenara.

Y dejaría la suma del rescate en el lugar que se le indicara. Pensando exclusivamente en su seguridad, no se atrevería a presentar ninguna denuncia ante las autoridades.

Lo haría todo solo y tal vez confiara únicamente en Nellie Wright o quizás utilizara a la policía de una forma muy discreta y entre bastidores. Sí, podía confiar en aquellos que obraban en su nombre.

Quedaba, sin embargo, una pregunta cuya respuesta sólo podría conocer al final: ¿Podría confiar en que sus secuestradores cumplieran su palabra? Eran unos animales sin principios, muy cierto, pero pertenecían a distintas razas.

Comprendía intuitivamente que Yost, Brunner y el Soñador se mostrarían dispuestos a cumplir con la palabra dada. Si su destino dependiera exclusivamente de ellos, estaba segura de que podría regresar sana y salva a Bel Air, terriblemente asustada pero viva e incólume, dentro de una semana.

Pero sabía que su destino no lo controlaban éstos sino que dependía por entero del capricho y la voluntad de Kyle T. Scoggins.

En estos momentos estaba pensando en el cabo Scoggins y no en Shively.

En el cabo Scoggins de pie junto a aquella zanja vaciando su mortífera ametralladora en los cuerpos de aquellos pobres, indefensos y aterrados niños morenos.

En Scoggins que le había dicho a alguien que nunca debe dejarse vivo a nadie que pueda más tarde señalarte con el dedo.

Cuando dispusiera de su parte del dinero, ¿cómo calibraría Shively las posibilidades de que ella pudiera señalarle con el dedo? Su brillante esperanza empezó a nublarse.

Estaba medio dormida pero pudo comprender con terrible claridad que no se atrevería a dejar su posibilidad de supervivencia en manos de Shively.

Su única garantía de sobrevivir a aquel terrible episodio sería hallar el medio de desplazar la responsabilidad de su seguridad desde el Club de los Admiradores a Félix Zigman, al Departamento de Policía y al FBI.

No debía confiar en que el Club de los Admiradores la devolviera sana y salva junto a las personas que la apreciaban. Tendría que hallar el medio de atraer a éstas hacia donde ella se encontrara.

Donde ella se encontrara, donde ella se encontrara: no estaba lejos de Arlington, en las cercanías había un lago y se trataba de una desolada zona montañosa.

En realidad, era más que suficiente para que pudieran encontrarla. ¿Pero cómo transmitir la valiosa y salvadora información, tan duramente ganada, antes de que fuera demasiado tarde? Una cosa era comunicarle a alguien del exterior que estaba en poder de unos secuestradores.

Haber conseguido tal cosa constituía todo un éxito pero no bastaba.

Otra cosa muy distinta era comunicarle a alguien del exterior “ dónde” te encontrabas prisionera y esta noche ello se le antojaba un obstáculo insuperable.

Sin un tercer acto, toda su representación podría considerarse un fracaso. Todo quedaría en agua de borrajas. Si el desenlace no resultaba adecuado, el éxito potencial se desvanecería como por ensalmo.

Procuró pensar, pero estaba demasiado adormilada y sus pensamientos vagaban confusamente y sin concierto. Evocó fugazmente el día en que el Soñador había regresado de ver una vieja película suya, su película, su reacción, la película, no había estado nada mal aquella película, había sido una buena película y su final había sido mejor que aquel que ahora la aguardaba.

Los finales de las películas siempre eran mejores. ¿Por qué no se producían en la vida los finales felices? Basta de películas.

La vida. La vida era lo que importaba. Pero en la vida no se daban los resultados felices, por lo menos para ella. Estaba muy cansada.

Bostezó, se volvió de lado, se subió un poco la manta y encogió las piernas. Lástima. Había conseguido llegar tan lejos. Le quedaba muy poco trecho que recorrer para alcanzar la libertad.

Pero había tropezado con un muro vacío. Y no había forma de rodearlo ni de superarlo.

Atascada. Perdida. Muerta.

Después, a través de los últimos retazos de consciencia, vislumbró una diminuta luz a lo lejos, muy lejos en el pasado, mostrándole el camino, iluminándole una vez más la lejana huida, la imposible posibilidad posible.

No lo olvides, Sharon, no lo olvides, por favor recuérdalo cuando despiertes. Acuérdate de recordarlo si no quieres morir, porque no quieres, ¿verdad? No quieres. Recuérdalo.

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