Lo que había ocurrido era que los propietarios del San Mateo habían recibido una fuerte suma en dólares estadounidenses a cambio de cocaína colombiana, y habían pasado de contrabando esos dólares a Ecuador, donde los habían cambiado no sólo por combustible diesel, sino por el más preciado de todos los bienes, alimentos, el combustible de los seres humanos. De modo que había allí un cierto monto de comercio internacional.

Cruz no podía adivinar los detalles de la corrupción que habían hecho posibles los combustibles y el aprovisionamiento del San Mateo, pero meditó sin duda acerca de la corrupción en general, a saber: quienquiera que tuviera riqueza líquida, lo mereciera o no, podía aspirar a cualquier cosa. El capitán en la ducha era una de esas personas, Cruz no. Los ahorros penosamente acumulados a lo largo de su vida, todos ellos en sucres, se habían convertido en basura.

Envidió el entusiasmo de los tripulantes del San Mateo, ahora que volvían a su tierra. Desde que se levantara al amanecer, había estado pensando seriamente en volver a su propio hogar. Tenía una esposa encinta y once hijos en una bonita casa cerca del aeropuerto, y todos ellos estaban asustados. Por cierto, necesitaban a Cruz, y sin embargo, hasta ahora, abandonar un barco al que estaba unido por el deber —el motivo no importaba—, le había parecido una forma de suicidio, la destrucción de lo más admirable de su carácter y reputación.

Pero ahora decidió abandonar el Bahía de Darwin. Palmeó la baranda alrededor de la cubierta y dijo lo siguiente en español y en voz baja: —Buena suerte, mi princesa sueca. Soñaré contigo.

El caso de Cruz se asemejaba mucho al de Jesús

Ortiz, que había desconectado los teléfonos de El Dorado. El voluminoso cerebro le había ocultado hasta el último momento que ya era hora de que actuara de manera antisocial.

Eso dejó a von Kleist por completo a cargo de todo, aunque no sabía un pepino de navegación, de las Islas Galápagos, o del funcionamiento y mantenimiento de un barco de ese tamaño.

La combinación de la incompetencia del capitán y la decisión de Hernando Cruz de ir en ayuda de los de su propia sangre, aunque asunto de comedia entonces, resultó de incalculable valor para la humanidad de hoy. No era del todo una comedia, ni tampoco un asunto supuestamente serio.

Si «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza» se hubiera desarrollado tal como se esperaba, la división de deberes entre el capitán y el primer oficial habría sido la común y típica de las organizaciones de hace un millón de años: el conductor nominal especializado en las frivolidades sociales, y el supuesto segundo cargado con la responsabilidad de saber cómo funcionaba todo en realidad, y lo que en realidad sucedía.

En la cumbre de las naciones mejor gobernadas había por lo común apareamientos simbióticos de ese tipo. Y cuando pienso en los errores suicidas que las naciones solían cometer en los viejos tiempos, advierto que las organizaciones políticas intentaban componérselas con un Adolf von Kleist sin la asistencia de un Hernando Cruz. Demasiado tarde, los habitantes sobrevivientes de esas naciones salieron arrastrándose de las ruinas que ellos mismos habían creado, y descubrieron que, durante todo aquel agónico proceso, no había habido absolutamente nadie en la cumbre que comprendiera cómo funcionaban en realidad las cosas, de qué se trataba, y qué era lo que en realidad sucedía.

26

El hermano von Kleist afortunado, el antepasado común de todos los que viven en la actualidad, era alto y delgado y de nariz aguileña. Tenía una gran cabeza cubierta de rizos que habían sido dorados, pero que ahora eran blancos. Lo habían puesto al mando del Bahía de Darwin en el entendimiento de que el primer oficial sería el que pensaría en serio, por la misma razón por la que habían puesto a *Siegfried al frente del hotel: sus ríos de Quito habían querido que un pariente próximo atendiera a unos famosos huéspedes y vigilara una valiosa propiedad.

El capitán y su hermano tenían hermosas casas entre las frías nieblas al norte de Quito, que nunca volverían a ver. También habían heredado una fortuna considerable de la madre asesinada y de ambos pares de abuelos. Muy poco de esa fortuna estaba invertida en inservibles sucres. La mayor parte la administraba el Chase Manhattan Bank en Nueva York y consistía en dólares estadounidenses y yens japoneses.

Mientras bailaba bajo la ducha, el capitán no creía que tuviera motivos para preocuparse demasiado, por perturbadas que parecieran las cosas en Guayaquil- No importaba qué sucediera, Hernando Cruz sabría cómo arreglárselas.

Después de que el capitán se hubo secado, su voluminoso cerebro tuvo lo que le pareció una buena idea para transmitir a Cruz. Si los miembros de la tripulación estuvieran por desertar, pensó, Cruz podría recordarles que el Bahía de Darwin era técnicamente un buque de guerra, lo cual significaba que los desertores serían severamente castigados de acuerdo con los reglamentos de la Marina.

Era ésta una mala legislación, pero tenía razón en cuanto a que el barco, en los papeles, pertenecía a la Marina Ecuatoriana. El mismo capitán, como almirante, era quien le había dado la bienvenida en nombre de las fuerzas de guerra cuando el barco llegó de Malmö en el verano. Era preciso todavía alfombrar las cubiertas, y el acero desnudo estaba perforado aquí y allá, para dar cabida a ametralladoras, lanzamisiles, cargas de profundidad, etcétera, cuando se declarara la guerra.

Se convertiría entonces en buque blindado de transporte de tropas, con, como dijo el capitán en El espectáculo de esta noche: —... diez botellas de Dom Pérignon y un bidet para cada cien hombres.

El capitán tuvo algunas otras ideas en la ducha, pero todas provenían de Hernando Cruz. Por ejemplo: si el crucero se cancelaba, lo que parecía casi seguro, Cruz y unos pocos hombres más anclarían el barco en algún sitio del marjal, lejos de posibles saqueos. No se le ocurría a Cruz ningún motivo para que el capitán lo acompañara en ese viaje.

Si se desencadenaba el infierno y no hubiera sitio seguro para el barco cerca de la ciudad, Cruz tenía intención de llevarlo a la base naval de la Isla Baltra, en las Galápagos. Tampoco en ese caso veía Cruz motivo para que el capitán lo acompañara.

O, sí las celebridades venían en efecto a la mañana siguiente desde Nueva York, lo que parecía inverosímil, era entonces imprescindible que el capitán estuviese a bordo para saludarlos y darles ánimo. Mientras los esperaban, Cruz anclaría el Bahía de Darwin lejos de la costa, como el carguero colombiano San Mateo. Traería el barco de vuelta al muelle cuando las celebridades estuvieran allí, listas para embarcar. Las llevaría a la seguridad de altamar tan pronto como fuera posible, y luego, según fueran las noticias, quizá, hiciesen el prometido paseo por las Galápagos.

Aunque muy probablemente los llevaría a algún puerto más seguro que Guayaquil, pero sin duda no a un puerto de Perú, Chile o Colombia, lo que equivale a decir ningún puerto de la costa occidental de América del Sur. Los ciudadanos de todos esos países estaban cuando menos tan desesperados como los de Ecuador.

Panamá era una posibilidad.

De ser necesario, Hernando Cruz pensaba llevar a las celebridades hasta San Diego. Por cierto había alimentos, combustible y agua más que suficientes para un viaje de esa duración. Y las celebridades podrían telefonear a sus amigos y parientes por el camino, diciéndoles que por malas que fueran las noticias que llegaban del mundo entero, ellos como de costumbre estaban pasándolo requetebién.

Un plan de emergencia que el capitán no consideró en la ducha fue que él mismo se haría pleno cargo del barco con la única ayuda de Mary Hepburn y que lo encallaría en Santa Rosalía, isla que se convertiría en cuna de toda la humanidad.

He aquí una cita que Mandarax conocía muy bien:

Una pequeña negligencia puede producir una gran calamidad... por falta de un clavo, se perdió una herradura; por falta de una herradura, se perdió un caballo; por falta de un caballo, se perdió un jinete.

Benjamín Franklin (1706-1790)

Sí, y una pequeña negligencia puede producir con igual facilidad una buena noticia. Por falta de Hernando Cruz a bordo del Bahía de Darwin, se salvó la humanidad. Cruz nunca habría encallado el barco en Santa Rosalía.

Y ahora se alejaba del muelle en su Cadillac El Dorado con la baulera atestada de exquisiteces destinadas al «Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza». Había robado toda esa comida para su familia al amanecer, mucho antes que llegaran las tropas y las muchedumbres hambrientas.

El Cadillac, que había adquirido con fondos destinados a los equipos y provisiones del Bahía de Darwin, tenía el mismo nombre que el hotel; el mismo nombre de la ciudad legendaria de grandes riquezas y oportunidades que sus antepasados españoles habían buscado, y que nunca encontraron. Los antepasados de Cruz habían torturado a los indios para que dijeran dónde estaba El Dorado.

Es difícil hoy imaginar que nadie pueda torturar a nadie. ¿Cómo es posible aun que alguien pueda capturar a alguien para torturarlo con sólo un par de aletas y una boca? ¿Cómo se podría organizar hoy una cacería humana cuando la gente puede nadar tan de prisa y permanecer tanto tiempo sumergida? La persona a la que uno quisiera perseguir no sólo se parecería mucho a todas las demás sino que también podría esconderse en las profundidades abisales de prácticamente cualquier parte.

Hernando Cruz había puesto su granito de arena por la humanidad.

La Fuerza Aérea Peruana pronto pondría también el suyo, pero no hasta las seis de esa tarde, después de que murieran *Andrew MacIntosh y *Zenji Hiroguchi; a esa hora Perú le declararía la guerra a Ecuador. Perú había quebrado catorce días antes que Ecuador, de modo que la hambruna estaba allí mucho más avanzada. Los soldados de tierra se estaban volviendo a sus casas y se habían llevado las armas consigo. Sólo las pequeñas Fuerzas Aéreas Peruanas eran todavía leales, y la junta militar las mantenía así dando a sus miembros los mejores alimentos que aún pudieran encontrarse.

Una de las cosas que contribuía a la alta moral de la Fuerza Aérea era el equipo —comprado a crédito y entregado antes de la quiebra— totalmente moderno. Disponía de ocho nuevos bombarderos franceses, y cada uno de estos aviones contaba además con un misil aire tierra americano de cerebro japonés que podía ser guiado por una señal de radar o por el calor de un motor, según las instrucciones que le diera el piloto. El piloto a su vez recibía instrucciones de computadoras instaladas en tierra y en su propia cabina. La cabeza de cada misil llevaba un nuevo explosivo israelí con una quinta parte del poder devastador de la bomba atómica que los Estados Unidos lanzaran sobre la madre de Hisako Hiroguchi en la segunda guerra mundial.

Este nuevo explosivo era una verdadera bendición para los voluminosos cerebros de los científicos militares. En tanto mataran a la gente con armas convencionales y no nucleares, se los alababa como estadistas humanitarios. En tanto no emplearan armas nucleares, parecía, nadie llamaría por su nombre a todas las matanzas que venían sucediéndose desde el fin de la segunda guerra mundial que sin duda era la «tercera guerra mundial».

La junta peruana dio como motivo oficial de la declaración de guerra que las Islas Galápagos eran peruanas, según derecho, y Perú estaba dispuesto a recuperarlas.

Nadie es hoy bastante inteligente como para fabricar la clase de armas que aun las naciones más pobres tenían hace un millón de años. Sí, y se utilizaban todo el tiempo. Durante toda mi vida no hubo un día en que, en algún lugar del planeta, no estuvieran librándose al menos tres guerras a la vez.

Y la Ley de Selección Natural era incapaz de dar una respuesta a estas nuevas tecnologías. Ninguna hembra de ninguna especie era capaz, salvo quizá la del rinoceronte, de parir un vástago a prueba de fuego, bombas o balas.

En el mejor de los casos, la Ley de Selección Natural podría producir un ejemplar que no tuviera miedo de nada, aun cuando había tanto que temer Conocí a unos pocos tipos de esa especie en Vietnam, en la medida en que es posible conocerlos Y uno de ellos era *Andrew MacIntosh.

27

Selena MacIntosh nunca sabría con certeza que su padre había muerto, hasta que se reunió con él a la salida del túnel azul que conduce al Más Allá. Sólo estaba segura de que él había abandonado la habitación del hotel y que había intercambiado en el corredor unas palabras con *Zenji Hiroguchi. Luego los dos bajaron juntos por el ascensor. Nunca volvió a tener noticia de ninguno de ellos.

He aquí, de paso, la historia de su ceguera: padecía de retinitis pigmentosa, consecuencia de un gene defectuoso que le venía del lado materno. La había heredado de su madre, que podía ver perfectamente y que le había ocultado a su marido la certidumbre de que se trataba de un gene del que ella misma era portadora.

También con esta enfermedad estaba familiarizado Mandarax, pues era una de las mil enfermedades graves del Homo sapiens. Cuando Mary lo consultó sobre ella en Santa Rosalía, Mandarax consideró grave el caso de Selena, pues era ciega de nacimiento. Era más corriente, dijo Mandarax, hijo de Gokubi, que la retinitis pigmentosa dejara ver el mundo claramente a sus anfitriones a veces hasta los treinta años. Mandarax confirmó también lo que la misma Selena le había dicho a Mary: que si tenía un bebé habría un cincuenta por ciento de probabilidades de que fuera ciego. Y sí ese bebé era de sexo femenino y creciera y se reprodujera, habría un cincuenta por ciento de probabilidades de que también su hijo fuera ciego.

Es extraño que dos enfermedades hereditarias relativamente raras, la retinitis pigmentosa y el corea de Huntington, hayan sido causa de preocupación para los primeros colonos humanos de Santa Rosalía, pues estos colonos eran sólo diez.

Como he dicho ya, por fortuna el capitán no resultó portador. Selena lo era seguramente. Si se hubiera reproducido, sin embargo, creo que hoy la humanidad hubiera quedado libre de la retinitis pigmentosa, gracias a la Ley de Selección Natural, los tiburones y las ballenas asesinas.

He aquí cómo murieron su padre y *Zenji Hiroguchi, entre paréntesis, mientras junto con su perra Kazakh ella escuchaba el ruido que la multitud producía afuera: recibieron un tiro en la cabeza y por la espalda, de modo que nunca supieron qué los había golpeado. Y es preciso atribuir al soldado que les disparó el mérito de haber hecho algo cuyos efectos, al cabo de un millón de años, son todavía visibles. No me refiero a los disparos. Me refiero al hecho de que irrumpió en una tienda de souvenirs clausurada que estaba frente al El Dorado.

Si no hubiera robado esa tienda de souvenirs casi con seguridad no habría hoy seres humanos sobre la faz de la tierra. Lo digo en serio. Todos los que hoy viven tendrían que agradecer a Dios que este soldado estuviera loco.

Se llamaba Gerardo Delgado, y había desertado de su unidad llevándose con él un equipo de primeros auxilios, una cantimplora, un cuchillo de monte un rifle automático, varios cargadores de cartuchos, etcétera. Sólo tenía dieciocho años y era un esquizofrénico paranoico. Nunca tendrían que haberle dado un arma.

El voluminoso cerebro le decía toda clase de cosas que no eran verdad: que era el bailarín más grande del mundo, que era hijo de Frank Sinatra, que la gente lo envidiaba por su capacidad para la danza e intentaba destruirle el cerebro con pequeños aparatos de radio, etcétera.

Delgado, que se enfrentaba con el hambre como tantas otras personas en Guayaquil, pensaba que su principal problema eran los enemigos que llevaban pequeñas radios. Y cuando irrumpió por la puerta trasera de una evidente y difunta tienda de souvenirs, para él no era una tienda. Para él era la sede del Ballet Folklórico Ecuatoriano y allí intentaría probar que él era el más grande bailarín del mundo.

Hay aún hoy mucha gente que alucina, que reacciona apasionadamente ante toda clase de cosas que no existen. Quizá sea éste un legado de los kanka-bonos. Pero esa gente hoy no puede sostener ningún arma, y es fácil alejarse de ellos nadando. Aun si encontraran una granada, una ametralladora o cualquier objeto semejante de los viejos tiempos, ¿cómo podrían utilizarlos si sólo tienen un par de aletas y una boca?

Cuando era niño en Cohoes, mi madre me llevó una vez a ver un circo en Albany, aunque no podíamos permitírnoslo y mi padre no aprobaba los circos. Y había allí focas amaestradas y leones de mar que podían sostener una pelota sobre la nariz y tocar la trompeta y aplaudir con las aletas cuando se les indicaba y muchas cosas más.

Pero jamás hubieran podido cargar y amartillar un arma automática o arrancar la espoleta de una granada de mano y arrojarla lejos con cierta precisión.

En cuanto a cómo una persona tan loca como Delgado ingresó en el ejército: tenía aspecto normal y actuó de manera normal cuando habló con el oficial de reclutamiento, como hice yo cuando me alisté en la Marina de los Estados Unidos. Y Delgado había sido incorporado el verano anterior, poco más o menos por el tiempo en que murió Roy Hepburn, para un servicio transitorio, específicamente relacionado con «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza», junto con una parte de la tropa se luciría desfilando delante de la señora Onassis y compañía. Llevarían rifles, cascos de acero y todo lo demás, pero por cierto no armas cargadas.

Y Delgado era magnífico para desfilar y dar brillo a los botones de bronce y lustrar botas. Pero poco después la crisis económica sacudía al Ecuador y dieron armas cargadas a los soldados.

Fue un horripilante ejemplo de rápida evolución; claro que todos los soldados lo eran por entonces. Cuando terminé mi período de entrenamiento en la Marina y fui enviado a Vietnam y me dieron armas cargadas, perdí toda semejanza con el incompetente animal que yo había sido en la vida civil. E hice cosas peores que las que hizo Delgado.

Pues bien: la tienda en la que Delgado irrumpió se encontraba en una manzana de comercios cerrados frente a El Dorado. Los soldados que habían rodeado el hotel con alambradas de espino consideraban que los comercios eran parte de la barrera. De modo que cuando Delgado entró por la puerta de atrás de uno de ellos, y luego entreabrió la de delante y espió afuera, había abierto un boquete en la barrera por el que podría pasar algún otro. Y esa abertura fue su contribución al futuro de la humanidad, pues gente muy importante pasaría muy pronto por allí para llegar al hotel.

Cuando Delgado miró afuera por la hendidura de la puerta, vio a dos de sus enemigos. Uno de ellos llevaba una resplandeciente radio pequeña capaz de revolverle el cerebro a Delgado, o así lo creía él. No era una radio. Era Mandarax, y los dos supuestos enemigos eran *Zenji Hiroguchi y *Andrew MacIntosh. Caminaban de prisa a lo largo del interior de la barricada, y nadie podía prohibirles que estuvieran allí, pues eran huéspedes del hotel.

*Hiroguchi todavía hervía de furor y *MacIntosh se burlaba de él diciéndole que se tomaba la vida demasiado en serio. Pasaron justo por delante de la tienda en la que Delgado acechaba. De modo que Delgado salió por la puerta delantera y los mató a los dos en defensa propia, creía él.

Por tanto ya no tengo que poner asteriscos delante del nombre de Zenji Hiroguchi ni de Andrew

MacIntosh. Sólo lo hice para recordar a los lectores que eran dos de los seis huéspedes de El Dorado que morirían antes de ponerse el sol.

Estaban muertos ahora, y el sol se ponía sobre un mundo en el que tanta gente pensaba, un millón de años atrás, que sólo sobrevivirían los más aptos.

Delgado, el sobreviviente, desapareció dentro de la tienda y se dirigió a la puerta trasera en busca de más enemigos a los que sobrevivir.

Pero sólo había allí seis niñitas mendigas, de piel oscura. Cuando este horripilante fenómeno multar salió de un salto al encuentro de las niñas con su equipo de matanza, estaban demasiado hambrientas y demasiado resignadas para echar a correr. Abrieron la boca en cambio y revolvieron los ojos pardos y se señalaron el estómago para mostrar cuánta hambre tenían.

Los niños de todo el mundo hacían eso por entonces y no sólo en esa callejuela del Ecuador.

De modo que Delgado siguió adelante y no fue nunca atrapado, ni castigado, ni hospitalizado, ni nada parecido. Era un soldado más en una ciudad que hervía de soldados, y nadie pudo verle la cara, aunque, de todas maneras, la sombra del casco de acero en nada se diferenciaba de la de cualquier otro. Y, como el gran sobreviviente que era, violaría a una mujer al día siguiente y se convertiría en el padre de uno de los últimos diez millones de niños, poco más o menos, que nacerían en el continente de América del Sur.

Después que Delgado se marchó, las seis niñitas entraron en la tienda en busca de alimentos o algo que pudiera cambiarse por alimentos. Eran huérfanas de las selvas ecuatorianas, más allá de las montañas del este, venidas de muy, muy lejos. Los insecticidas arrojados desde el aire habían matado a los padres de todas ellas, y un piloto de avión las había llevado a Guayaquil, donde se habían convertido en niñas de la calle.

Estas niñas eran predominantemente indias, pero tenían también antepasados negros, esclavos africanos que habían escapado a la selva mucho tiempo atrás.

Eran kanka-bonas. Llegarían a mujeres plenamente desarrolladas en Santa Rosalía, donde, junto con Hisako Hiroguchi, se convertirían en las madres de toda la moderna humanidad.

Antes que pudieran llegar a Santa Rosalía, sin embargo, tendrían que llegar primero al hotel. Y los soldados y las barricadas se lo habrían impedido sin duda si el soldado raso Gerardo Delgado no hubiera abierto ese sendero a través de la rienda.

28

Estas niñas se convertirían en las seis Evas del capitán von Kleist, el Adán de Santa Rosalía, y no hubieran estado en Guayaquil sin la intervención de un joven piloto ecuatoriano llamado Eduardo Ximénez. Durante el verano anterior, en verdad en el día que siguió al entierro de Roy Hepburn, Ximénez conducía su propio avión anfibio para cuatro pasajeros volando sobre la selva tropical, cerca del nacimiento del río Tiputini, que desembocaba en el Atlántico y no en el Pacífico. Acababa de dejar a un antropólogo francés junto con su equipo corriente abajo, en la frontera con Perú, donde el francés planeaba iniciar la búsqueda de los furtivos kanka-bonos.

Ximénez viajaría después a Guayaquil, a quinientos kilómetros de distancia y a través de dos altas y escarpadas barreras montañosas. En Guayaquil tenía que recoger a dos deportistas argentinos millonarios y llevarlos al campo de aterrizaje de la Isla de Baltra, en las Galápagos, donde habían alquilado un barco de pesca profunda. Tampoco iban tras cualquier especie de pez. Esperaban poder pescar grandes tiburones blancos, las mismas criaturas que, treinta y un años más tarde, se engullirían a Mary Hepburn, al capitán von Kleist y a Mandarax.

Ximénez vio desde lo alto estas letras trazadas en el barro de la orilla del río: SOS. Aterrizó en el agua y luego hizo que el avión se acercara a la orilla como un pato.

Fue saludado por un sacerdote católico apostólico romano irlandés llamado padre Bernard Fitzgerald, que había vivido con los kanka-bonos durante medio siglo. Con él estaban las seis niñitas, últimos miembros de los kanka-bonos. Él, junto con ellas, habían dibujado las letras con los pies a la orilla del río.

El padre Fitzgerald, entre paréntesis, tenía un bisabuelo en común con John Kennedy, el primer marido de la señora Onassis y el trigésimo quinto presidente de Estados Unidos. Si se hubiera apareado con una india, lo que nunca hizo, hoy todo el mundo podría jactarse de descender de sangre azul irlandesa, aunque en la actualidad nadie se jacta mucho de nada.

Al cabo de sólo nueve meses de vida, la gente se olvida hasta de quiénes fueron sus madres.

Las niñas habían estado estudiando canto junto con el padre Fitzgerald cuando la nube cayó sobre el resto de la tribu. Algunas de las víctimas agonizaban todavía, de modo que el viejo sacerdote se quedaría con ellas. Pero quería que Ximénez llevara a las niñas a algún sirio donde alguien pudiera cuidarlas.

De modo que en sólo cinco horas esas niñas fueron conducidas desde la Edad de Piedra a la Edad

Electrónica, desde los pantanos de agua dulce de la jungla a los marjales salinos de Guayaquil. Sólo hablaban kanka-bono, que, tal como ocurrirían las cosas, sólo unos pocos parientes que agonizaban en la jungla y un sucio viejo blanco de Guayaquil alcanzaban a entender.

Ximénez era de Quito y no tenía un sitio en Guayaquil donde pudiera alojar a las niñas. Había alquilado una habitación en el hotel El Dorado, la misma que más tarde ocuparía Selena MacIntosh y su perra. Siguiendo el consejo de la policía, llevó a las niñas a un orfanato junto a la catedral, en el centro de la ciudad, donde las monjas las aceptaron de buen grado. Todavía había comida para todos.

Ximénez fue luego al hotel y contó la historia al hombre a cargo de la barra, que era Jesús Ortiz, el mismo que más tarde desconectaría todos los teléfonos.

De modo que Ximénez fue un aviador que tuvo mucho que ver con el futuro de la humanidad. Y otro que también tuvo que ver fue un americano llamado Paul W. Tibbets. Fue Tibbets el que arrojó la bomba atómica sobre la madre de Hisako Hiroguchi durante la segunda guerra mundial. Es probable que la gente hubiera llegado a ser, de cualquier modo, tan peluda como hoy. Pero, por cierto, la intervención de Tibbets la hizo peluda más de prisa.

El orfanato puso un anuncio preguntando por alguien que pudiera hablar kanka-bono, para que sirviera de intérprete. Apareció un viejo borracho y ladrón, un blanco de pura sangre que, asombrosamente, era abuelo de la más clara de las niñas.

Cuando joven había ido a la selva en busca de yacimientos de minerales valiosos, y había vivido con los kanka-bonos durante tres años. Le había dado la bienvenida al padre Fitzgerald cuando el sacerdote llegó a la tribu desde Irlanda.

Se llamaba Domingo Quezeda y era de excelente estirpe. Su padre había sido director del Departamento de Filosofía de la Universidad Central de Quito. En verdad, si eso les interesara, la gente de hoy podría jactarse de descender de un largo linaje de aristocráticos intelectuales españoles.

Cuando yo era un niño pequeño en Cohoes, y nada podía detectar en la vida de nuestra pequeña familia de lo que pudiera estar orgulloso, mi madre me dijo que por mis venas corría sangre de nobles franceses. Probablemente estaría viviendo en un castillo en medio de una vasta propiedad, dijo, si no hubiera sido por la Revolución Francesa. También por la rama de ella, prosiguió, yo estaba medio emparentado con Cárter Braxton, uno de los signatarios de la Declaración de la Independencia. Tenía que mantener la cabeza erguida, dijo, por la sangre que fluía en mis venas.

Todo aquello me pareció muy bueno. De modo que interrumpí a mi padre que escribía a máquina y le pregunté acerca de mí estirpe por el lado de su familia. Yo no sabía entonces qué era el esperma, de modo que no entendí su respuesta hasta después de transcurridos varios años. —Hijo mío —dijo—, desciendes de un viejo linaje de renacuajos microscópicos, decididos y plenos de recursos, cada uno de ellos un verdadero campeón.

El viejo Quezeda, que apestaba como un campo de batalla, les dijo a las niñas que sólo confiaran en él, cosa que hicieron fácilmente pues era el abuelo de una de ellas, y la única persona con. la que podían conversar. Tenían que creer todo lo que dijera. No había motivo para que fueran escépticas, pues el nuevo ambiente nada tenía en común con la selva lluviosa. Estaban dispuestas a defender con obstinación y orgullo ciertas verdades, pero ninguna se refería a lo que habían visto en Guayaquil hasta el momento, salvo una, una creencia clásicamente fatal en las zonas urbanas de hace un millón de años: los parientes jamás quieren hacerle daño a uno. Quezeda, de hecho, tenía intención de exponerlas a terribles peligros como ladronas y mendigas, y tan pronto como fuera remotamente posible, como prostitutas. Atendería así a su voluminoso cerebro, que necesitaba amor propio y alcohol. Sería por fin un hombre rico e importante.

Llevaba a las niñas a dar paseos por la ciudad, mostrándoles, según creían las monjas y el orfanato, los parques, la catedral, los museos, etcétera. En realidad, les enseñaba qué odiosos eran los turistas, dónde encontrarlos, cómo burlarlos, y los sitios donde era más probable que guardaran objetos de valor. Y jugaban al juego de localizar a los policías antes que éstos las localizaran a ellas, y tenían buenos escondrijos en el centro de la ciudad, por si algún enemigo trataba de atraparlas.

La primera semana en la ciudad fue para las niñas un «hagamos como si». Pero luego el abuelo Domingo Quezeda y las niñas, en lo que a las monjas y la policía concierne, se desvanecieron por completo.

Ese viejo y vil antepasado de toda la humanidad había trasladado a las niñas a un cobertizo vacío junto al muelle; un cobertizo que había guardado uno de los dos viejos barcos cruceros con los que el Bahía de Darwin tenía que competir. El turismo había declinado tanto que el viejo barco estaba ahora fuera de servicio.

Por lo menos las niñas se mantenían juntas. Y durante los primeros años que pasaron en Santa Rosalía, hasta que Mary Hepburn las obsequió con bebés, esto era lo que agradecían más: por lo menos estaban j untas, y tenían su propia lengua y sus propias creencias y sus bromas y canciones.

Y eso fue lo que legaron a sus hijos en Santa Rosalía cuando fueron entrando, una por una, en el túnel azul que conduce al Más Allá: el consuelo de estar juntas, y de compartir la lengua kanka-bona y la religión kanka-bona y las bromas y las canciones kanka-bonas.

Durante sus duros tiempos en Guayaquil, el viejo Quezeda prestó su cuerpo apestoso para enseñar a las niñas, aun con lo pequeñas que eran, las capacidades y aptitudes fundamentales de las prostitutas.

Por cierto, necesitaban que las rescatasen mucho antes de la crisis económica. Sí, y una ventana polvorienta del cobertizo que era la espantosa escuela de las niñas, enmarcaba la popa del Bahía de Darwin que se encontraba fuera. Poco sospechaban que esa hermosa nave blanca sería pronto para ellas un arca de Noé.

Las niñas finalmente huyeron del viejo. Empezaron a vivir en las calles, aún mendigando y robando.

Pero, por razones que no lograban entender, los turistas fueron haciéndose más y más escasos, y por último ya no parecía haber nada que comer, en ningún sitio. Estaban realmente hambrientas ahora, cuando se acercaban a cualquiera abriendo una boca grande, revolviendo los ojos y señalándose el vientre para mostrar cuánto tiempo había pasado desde 3a última comida.

Y una tarde ya avanzada, se sintieron atraídas por el ruido de la multitud alrededor de El Dorado. Descubrieron que la puerta trasera de una tienda clausurada estaba abierta, y por ella salió Gerardo Delgado, que acababa de matar a Andrew MacIntosh y a Zenji Hiroguchi. Entraron pues en la tienda y salieron por la puerta de delante. Estaban dentro de la barrera, de modo que no había nadie que les impidiera entrar en El Dorado, donde se pondrían en manos de James Wait, que estaba en el bar.

29

Mientras tanto Mary Hepburn se estaba suicidando en su habitación con la cabeza metida en la bolsa de polietileno de su «vestido Jackie». La bolsa estaba ahora llena de vapor y ella soñaba que era una gran tortuga de tierra tendida de espaldas en un caluroso y húmedo velero de antaño. Agitaba las patas en el aire con perfecta futilidad, como lo habría hecho cualquier tortuga de tierra.

Con frecuencia, le había contado a sus alumnos, los veleros que cruzaban el Pacífico solían detenerse en las Islas Galápagos para capturar tortugas indefensas, que podían vivir de espaldas durante meses sin agua ni alimento. Eran tan lentas y mansas y enormes y abundantes. Los marineros las capturaban sin temor a los mordiscos o arañazos y descendían con ellas hasta los botes que esperaban en la costa, utilizando las inútiles armaduras de los anímales como si fueran trineos.

Luego las almacenaban de espaldas en la oscuridad, sin prestarles ya atención hasta que les llegara el momento de ser comidas. La belleza que tenían las tortugas para los marineros consistía en que eran carne fresca que no había que refrigerar o comer en seguida.

Cada año escolar pasado en Ilium Mary podía contar con que algunos alumnos se indignaran ante la crueldad de los seres humanos que habían maltratado así a aquellas confiadas criaturas. Esto le daba la oportunidad de decir que el orden natural había tratado con dureza a esas tortugas mucho antes de que apareciera el animal llamado hombre.

Había millones de ellas que se amontonaban sobre cualquier masa de tierra templada, decía.

Pero luego algunos animales pequeñitos evolucionaron hasta convertirse en roedores. Éstos encontraban los huevos de las tortugas y se los comían; todos los huevos.

De modo que ése fue muy pronto el destino de las tortugas, en todas partes, excepto en unas pocas islas donde no había roedores.

Era profético que Mary se imaginase como una tortuga de tierra mientras se asfixiaba, pues algo muy parecido a lo que les había sucedido a las tortugas en el remoto pasado estaba empezando a su-cederle a la mayor parte de la humanidad.

Cierta nueva criatura, invisible a simple vista, se estaba comiendo todos los huevos de los ovarios humanos. La epidemia había empezado en la Feria del Libro celebrada en Frankfurt, Alemania. Las mujeres en la feria tenían algo de fiebre un día o dos y a veces no veían bien. Después se volvían como Mary Hepburn: ya no podrían tener hijos. Nunca se descubrió cómo impedir esta enfermedad. Prácticamente se extendió por todas partes.

La casi extinción de las poderosas tortugas de tierra a causa de unos pequeños roedores fue sin duda una historia como la de David y Goliat. Ahora se presentaba otra.

Sí, y Mary estuvo bastante cerca de la muerte como para ver el túnel que conduce al Más Allá. En ese punto, se rebeló contra el voluminoso cerebro, que la había llevado hasta allí. Se quitó la bolsa de la cabeza, y, en lugar de morir, descendió a la planta baja, donde encontró a James Wait, que repartía cacahuetes, aceitunas, guindas confitadas y cebollas de cóctel detrás de la barra a las seis niñas kanka-bonas.

Este cuadro de torpe caridad se le quedaría grabado en el cerebro el resto de su vida. De entonces en adelante siempre creería que era un hombre generoso, compasivo y bueno. Wait estaba por sufrir un síncopa cardíaco fatal, de modo que nunca sucedió nada que hiciera que Mary Hepburn cambiara de opinión acerca de este hombre detestable.

Para colmo, este hombre era un asesino.

El asesinato había sido como sigue:

Wait era un prostituto homosexual en la isla de Manhattan, y un plutócrata abotagado se le acercó en un bar preguntándole si se había dado cuenta de que tenía todavía el rótulo con el precio en el borde de su hermosa camisa nueva de terciopelo azul. ¡Este hombre tenía sangre real en las venas! Era el príncipe Ricardo de Croacia-Eslavonia, descendiente directo de Jaime I de Inglaterra, el emperador Federico III de Alemania, el emperador Francisco José de Austria y el rey Luis XV de Francia. Tenía una tienda de antigüedades en el norte de Madison Avenue y no era homosexual. Quería que el joven Wait lo estrangulara con un cordón de seda, y que luego aflojara el cordón cuando él, el príncipe, estuviera tan cerca de la muerte como fuese posible.

El príncipe Richard tenía una esposa y dos hijos que pasaban las vacaciones en Suiza esquiando, y la mujer era bastante joven todavía como para ovular, de modo que el joven Wait pudo haber impedido que un nuevo portador de esos nobles genes viniera al mundo.

Esto además: si el príncipe Richard no hubiera sido asesinado, quizá Bobby King lo habría invitado, junto con su mujer, a participar en «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza».

La viuda del príncipe Richard llegaría a convertirse es una muy exitosa diseñadora, de corbatas con el nombre de «princesa Charlotte», aunque era una plebeya, hija de un constructor de techos de Staten Island, y no tenía derecho a ese rango ni a utilizar el escudo de armas de su marido. Ese símbolo, sin embargo, aparecía en cada una de las corbatas que ella diseñaba.

El difunto Andrew MacIntosh tenía varías corbatas de la princesa Charlotte.

Wait hizo que este hombre, porcino, sin mentón y de sangre azul, se tendiera boca arriba con los miembros extendidos en una cama de cuatro postes que según el príncipe había pertenecido a Eleonora de Palatinado-Neuburg, madre del rey José I de Hungría. Wait lo ató a los gruesos postes con cuerdas de nylon del tamaño adecuado. Éstas habían estado guardadas en un cajón secreto, bajo los volados al pie de la cama. Era un cajón muy viejo, y en otro tiempo había escondido los secretos de la vida sexual de Eleonora de Palatinado-Neuburg.

—Átame bien fuerte para que no pueda soltarme —le dijo el príncipe Richard al joven Wait—, pero no me cortes la circulación. No me gustaría encontrarme con una gangrena.

El voluminoso cerebro del príncipe había estado diciéndoselo cuando menos una vez por mes en los últimos tres años: que contratara a extraños para que lo ataran y lo estrangularan sólo un poquito. ¡Vaya plan de supervivencia!

El príncipe Richard de Croacia-Eslavonia, posiblemente mientras los fantasmas de sus antepasados observaban la escena, recomendó al joven Wait que lo estrangulara hasta hacerle perder la conciencia. Luego Wait, a quien sólo conocía como «Jimmy», tenía que contar lentamente hasta veinte. Mil uno, mil dos, mil tres...

Mientras posiblemente el rey Jaime, el emperador Federico, el emperador Francisco José y el rey Luis observaban la escena, el príncipe, aspirante al trono de Yugoslavia, le advirtió a «Jimmy» que no le tocara ninguna parte del cuerpo o del vestido excepto el cordón alrededor del cuello. Experimentaría un orgasmo, pero «Jimmy» no tendría que facilitar ese acontecimiento con la boca o las manos.

—No soy homosexual —dijo—, y te he contratado como una especie de valet, no como prostituto.

»Puede que te resulte difícil creerlo, Jimmy —prosiguió—, llevando la vida que creo que llevas, pero ésta es para mí una experiencia espiritual, de modo que haz que sea espiritual. De lo contrario, no habrá propina de cien dólares. ¿Está claro? No soy un hombre corriente.

No se lo dijo a Wait, pero el voluminoso cerebro del príncipe montó toda una película mientras estuvo inconsciente. Le mostró el extremo de un tubo azul de unos cinco metros de diámetro —por el que un camión podría pasar cómodamente—, y que se retorcía encendido por dentro como un tornado. Aunque no bramaba como un tornado. En cambio, una música extraterrena, que sonaba como una armónica de cristal, venía desde el extremo distante, a unos cincuenta metros. A veces, en alguna de las contorsiones del tubo, el príncipe Richard llegaba a atisbar la abertura del otro extremo, una mancha dorada con algo de verde.

Por supuesto, era el túnel que conduce al Más Allá.

De modo que Wait metió una pequeña pelota de goma en la boca de este posible liberador de Yugoslavia, como él le había indicado, y le selló la boca con una cinta adhesiva cortada previamente y que había estado pegada a un poste de la cama.

Luego estranguló al príncipe, cortando el suministro de sangre al voluminoso cerebro y el suministro de aire a los pulmones. En lugar de contar lentamente hasta veinte, después de que el príncipe perdiera la conciencia y llegara al orgasmo, contó lentamente hasta trescientos. Le llevó cinco minutos.

Fue idea del cerebro voluminoso de Wait. No fue nada que él mismo quisiera particularmente hacer.

Si hubiera sido procesado alguna vez por asesinato, homicidio impremeditado, o lo que el gobierno decidiera llamar a este crimen, probablemente Wait habría alegado insania temporal. Habría sostenido que su voluminoso cerebro no había funcionado correctamente. Hace un millón de años no había nadie que no lo entendiera.

Las disculpas por los fallos cerebrales momentáneos eran materia corriente en las conversaciones de todo el mundo: «¡Caramba!», «Usted dispense», «Espero que no se haya lastimado», «No puedo creer que yo lo haya hecho», «Ocurrió tan de repente que no tuve tiempo de pensar», «Tengo un seguro contra ese tipo de cosas», «¿Cómo podré nunca perdonármelo?», «No sabía que estaba cargada», etcétera.

Cuando el joven Wait abandonó el triple apartamento de Sutton Place, había cuentas y burujos de esperma humano en las sábanas de satén con coronas bordadas, cubiertas de renacuajos reales que se precipitaban corriendo hacia ninguna parte. No había robado nada ni había dejado huellas digitales. El portero del edificio, que lo había visto entrar y salir, pudo decirle muy poco a la policía excepto que era blanco y esbelto y joven, y que llevaba una camisa de terciopelo azul de la que todavía colgaba el rótulo del precio.

Y hubo algo de profético también en esa sábana de satén con millones de renacuajos reales que no tenían adonde ir. El mundo entero, en lo que al esperma humano concierne, con excepción de las Islas Galápagos, estaba a punto de convertirse en una sabana de satén.

¿Me atreveré a añadir: «En el momento oportuno»?

30

Pondré ahora un asterisco delante del nombre de "James Wait con el fin de indicar que, después de *Siegfried von Kleist, él será el próximo en morir. *Siegfried entraría en el túnel azul poco más o menos al cabo de una hora y media, y *Wait lo seguiría poco más o menos a las catorce horas, habiéndose casado antes con Mary Hepburn en la cubierta del Bahía de Darwin, ya bien adentrado en la mar.

Dijo Mandarax hace mucho tiempo:

Todo está bien cuando termina bien.

John Heywood (1497?-1580?)

Así fue efectivamente en el caso de la vida de "James Wait. Había entrado en este mundo como hijo del diablo, se suponía, y las palizas empezaron casi inmediatamente. Pero aquí estaba ahora, asombrado por la alegría que le procuraba dar de comer a las niñas kanka-bonas. Se mostraban tan agradecidas, y servirlas era tan fácil, pues la barra estaba atestada de bocadillos, guarniciones y condimentos. La oportunidad de mostrarse caritativo no se le había presentado nunca hasta entonces, pero he aquí que ahora la tenía, y le encantaba. Para estas niñas, Wait era la vida misma.

Y entonces apareció la viuda Hepburn, como él había estado esperando toda esa tarde. Tampoco necesitó ganarse la confianza de Mary. Él le cayó en seguida en gracia (porque estaba dando de comer a estas niñas), y ella le dijo (porque había visto a tantos niños hambrientos en el camino al hotel desde el Aeropuerto Internacional de Guayaquil la tarde anterior):

—¡Oh, hace usted muy bien! ¡Muy bien! Suponía ella entonces, y nunca creería algo diferente, que este hombre había visto a las niñas fuera y las había invitado a entrar para darles de comer.

—¿Por qué no puedo ser como usted? —prosiguió Mary—. No hice más que estarme arriba compadeciéndome de mí misma, cuando debí estar aquí como usted, compartiendo lo que tengamos con todos esos pobres niños de ahí fuera. Hace que me sienta avergonzada, pero el cerebro no me ha estado funcionando bien últimamente. A veces me gustaría deshacerme de él.

Les habló a las niñas en inglés, una lengua que ellas nunca entenderían. —¿Sabe bien eso que coméis? —preguntó, y— ¿Dónde están vuestros papas y vuestras mamas? —y cosas por el estilo.

Las niñitas nunca aprenderían inglés, porque el kanka-bono sería desde un principio la lengua de la mayoría de los habitantes de Santa Rosalía. En el transcurso de un siglo y medio, el kanka-bono sería la lengua de la mayoría de la humanidad. Cuarenta y dos años después, sería la única lengua de la humanidad.

No era urgente que Mary consiguiera mejores alimentos para las niñas. Una dieta de naranjas y cacahuetes, que abundaban detrás de la barra, era ideal. Las niñas escupían todo lo que no les convenía: las cerezas, las cebollitas y las aceitunas verdes. No era preciso ayudarlas a alimentarse.

De modo que Mary y *Wait se limitaban sencillamente a observarlas, charlar y empezar a conocerse mejor.

*Wait dijo que él pensaba que la gente estaba en el mundo para ayudarse entre ellos, y era por eso que les daba de comer a las niñas. Dijo que los niños eran el futuro del mundo, y por tanto el más importante recurso natural del planeta.

—Permítame que me presente —le dijo—. Soy Williard Flemming, de Moose Jaw, Saskatchewan.

Mary le dijo quién era ella, una ex profesora y viuda.

Él dijo cuánto admiraba a los profesores y qué importantes habían sido para él. —Si no hubiera sido por los profesores de la escuela secundaria —dijo—, nunca habría ingresado en el MIT. Probablemente nunca habría ido a una universidad; probablemente habría sido un mecánico de automóviles, como mi padre.

—¿De modo que usted llegó a ser...? —dijo ella.

—Menos que nada desde que mi esposa murió de cáncer —dijo él.

—¡Oh! —dijo ella—. ¡Cuánto lo siento!

—Pues... no es culpa de usted, ¿no es verdad? —dijo él.

—No —dijo ella.

—Antes —dijo él— fui ingeniero de molinos de viento. Tenía la loca idea de que allí estaba toda esa energía, limpia y gratis. ¿Le parece a usted una locura?

—Es una hermosa idea —dijo ella—. Es algo sobre lo que conversábamos mi marido y yo.

—Las compañías de energía y electricidad me odiaban de veras —dijo—, y también los barones del petróleo y los barones del carbón y los monopolios de energía atómica.

—¡No me cabe duda! —dijo ella.

—Ahora pueden dejar de preocuparse —le dijo él—. Cerré el negocio después de que murió mi mujer y desde entonces he estado dando vueltas por el mundo. Ni siquiera sé qué estoy buscando. Dudo mucho que haya algo que valga la pena encontrar. Sólo estoy seguro de una cosa: jamás podré amar otra vez.

—¡Tiene usted tanto que dar al mundo! —dijo ella.

—Si volviera a enamorarme —dijo él—, no sería de una de esas muñequitas bonitas y bobas con las que hoy tantos hombres parecen contentarse. No podría soportarlo.

—Ya lo creo que no —dijo ella.

—Me han mimado demasiado —dijo él.

—Supongo que se lo merecía —dijo ella.

—Me pregunto: «¿De qué me sirve el dinero ahora?» —dijo él—. Estoy seguro de que el marido de usted era tan buen marido como mi esposa era buena esposa...

—Era en verdad muy buen hombre —dijo ella—, un hombre absolutamente magnífico.

—De modo que sin duda usted se pregunta lo mismo: «¿De qué le sirve el dinero a una persona sola?» —dijo él—. Supongo que tendrá usted un millón de dólares...

—¡Oh, señor! —dijo ella—. No tengo nada que se le parezca.

—Muy bien, cien mil entonces...

—Eso se acerca más a la verdad —dijo ella.

—No es más que basura ahora, ¿no es cierto? —dijo él—. ¿Qué felicidad puede comprar con esa suma?

—Ciertas comodidades, sin embargo —dijo ella.

—Tiene una bonita casa, supongo —dijo él.

—Muy bonita —dijo ella.

—Y un coche o quizá dos o tres, y eso es todo —dijo él.

—Un coche —dijo ella.

—Apuesto que un Mercedes —dijo él.

—Un jeep —dijo ella.

—Y probablemente tiene acciones y bonos, como yo —dijo él.

—La compañía de Roy tiene un plan de bonificaciones —dijo ella.

—Oh, seguro —dijo él—. Y un plan de seguros y de jubilación y todo el resto de ese sueño de seguridad de la clase media.

—Los dos trabajábamos —dijo ella—. Los dos contribuíamos.

—No me gustaría tener una esposa que no trabajara —dijo él—. Mi esposa trabajaba en la compañía telefónica. Después de morir, los beneficios acumulados del seguro de vida resultaron ser una bonita suma. Pero sólo me hicieron llorar. Me recordaban una vez más lo vacía que había quedado mi vida. Y el pequeño joyero que guardaba todos los anillos y prendedores y collares que yo le había regalado, y ningún hijo a quien dejárselos.

—Tampoco nosotros tuvimos hijos —dijo ella.

—Parece que hay mucho en común entre nosotros —dijo él—. De modo que ¿a quién dejará usted sus joyas?

—Oh, no tengo muchas —dijo ella—. Creo que la única de valor es un collar de perlas que me dejó la madre de Roy. Tiene un cierre de diamantes. Llevo joyas tan pocas veces que casi había olvidado esas perlas, hasta este momento.

—Por cierto, espero que las tenga aseguradas —dijo él.

31

¡Cómo solía la gente hablar y replicar por entonces! Todo el mundo iba de «Bla, bla, bla» durante todo el día. Algunos hasta lo hacían en sueños. Mi padre solía charlar mucho en sueños, especialmente después que mi madre nos dejó. Yo dormía en el camastro y no había nadie más en la casa excepto nosotros y de pronto, en mitad de la noche, oía a mi padre: «Bla, bla, bla», en el dormitorio. Se quedaba en silencio un momento y luego de nuevo: «Bla, bla, bla».

Y a veces, cuando estuve en la Marina, o más tarde en Suecia, alguien me despertaba para decirme que dejara de hablar en sueños. Yo no recordaba nada de lo que pudiera haber dicho. Tenía que preguntar de qué había estado hablando y siempre era una novedad para mí. ¿Qué podía haber sido la mayor parte de todo ese bla-bla-bla, día y noche, sino el derramamiento de inútiles e irrequeridas señales de nuestros cerebros absurdamente grandes y activos?

¡No había modo de hacerlos callar! Tuviéramos que encomendarles algo que hacer o no, ¡siempre estaban disparados! ¡Y vaya si hablaban fuerte! Dios, lo fuerte que hablaban.

Cuando yo todavía estaba vivo, había esas radios portátiles y grabadoras que algunos jóvenes llevaban consigo dondequiera que fueran, escuchando música a un volumen capaz de acallar un huracán. Se los llamaba «trompetazos del gueto». ¡No bastaba hace un millón de años que tuviéramos ya «trompetazos del gueto» dentro de nuestras propias cabezas!

Aun en época tan avanzada como ésta, todavía me enfurece un orden natural que haya permitido la evolución de algo tan perturbador, impertinente y destructivo como esos voluminosos cerebros de hace un millón de años. Si hubieran dicho la verdad, aún podría encontrarle algún sentido al hecho de que todo el mundo los tuviera. ¡Pero esos órganos mentían continuamente! ¡Considerad cómo *James Wait le mentía a Mary Hepburn!

Y ahora *Siegfried von Kleist volvía al bar. Había visto cómo mataban a Zenji Hiroguchi y Andrew MacIntosh. Si el voluminoso cerebro de este hombre hubiera sido una máquina veraz, les habría dado a Mary y a *Wait alguna información, a la que sin duda tenían derecho y que ellos podrían haber aprovechado en caso de querer sobrevivir: que él mismo se encontraba al borde de un colapso mental, que dos huéspedes del hotel acababan de ser asesinados, que no sería posible mantener a raya la multitud de afuera por mucho tiempo, que el hotel había perdido contacto con el resto del mundo, etcétera.

Pero no. Mantuvo una plácida apariencia. No quería que los otros cuatro huéspedes se asustaran.

Nunca descubrirían pues lo que había sido de Zenji Hiroguchi y Andrew MacIntosh. Por lo demás tampoco se enterarían de la noticia, que se anuncia-ría en el término de una hora, de que Perú había declarado la guerra a Ecuador; ni siquiera el capitán llegaría a saberlo. Cuando los cohetes peruanos dieron en el blanco en la zona de Guayaquil, creyeron al capitán cuando dijo lo que su voluminoso cerebro creía honestamente, no porque tuviera ninguna necesidad de decirlo: que se trataba de una lluvia de meteoritos.

Y mientras tanto hubo en Santa Rosalía alguien bastante curioso como para querer averiguar por qué sus antepasados se habían establecido allí —y esa especie de curiosidad no se agotaría sino al cabo de unos tres mil años—. Ésta era la historia: habían sido echados del continente por una lluvia de meteoritos.

Dijo Mandarax:

Feliz la nación que no tiene historia.

Cesare Bonesana, Márchese di Beccaria (1738-1794)

De modo que, con un tono de voz perfectamente sereno, *Siegfried, el hermano del capitán, le pidió a *Wait que subiera e indicara a Selena MacIntosh e Hisako Hiroguchi que era hora de partir, y que las ayudara con el equipaje. —Tenga cuidado de no alarmarlas —dijo—. Dígales que todo está en perfecto orden. Sólo por seguridad, los llevaré a todos al aeropuerto.— El Aeropuerto Internacional de Guayaquil, entre paréntesis, sería el primer blanco de la cohetería peruana.

Le dio Mandarax a *Wait para que éste pudiera comunicarse con Hisako. Había recuperado el instrumento junto al cuerpo de Zenji. Los dos cadáveres habían sido retirados y escondidos en la tienda ¿e souvenirs. El mismo *Siegfried les había echado encima unas mantas souvenir, con el mismo retrato ¿e Darwin que colgaba detrás de la barra.

De modo que *Siegfried von Kleist condujo a Mary Hepburn, Hisako Hiroguchi, "James Wait, Selena MacIntosh y *Kazakh a un autobús alegremente decorado que esperaba frente al hotel. Este autobús tenía que haber llevado a músicos y bailarines al aeropuerto, para regalo de las celebridades venidas de Nueva York. Las seis niñas kanka-bonas salieron junto con ellos y he puesto un asterisco delante del nombre de la perra porque pronto las niñas la matarían y se la comerían. No era época para ser perro.

Selena quería saber dónde estaba su padre e Hisako quería saber dónde estaba su marido. *Siegfried dijo que se habían adelantado e iban ya camino del aeropuerto. Había planeado meterlas de algún modo en un avión, fuera comercial, charter o militar, que las sacara sanas y salvas del Ecuador. La verdad acerca de Andrew MacIntosh y Zenji Hiroguchi, la sabrían a último momento, antes que el avión despegara; a esa hora quizá aún sobrevivieran, por mucho que las desgarrara el dolor.

Para calmar a Mary, convino en llevar a las seis niñas. No podía entender nada de lo que hablaban, M siquiera con ayuda de Mandarax. Lo mejor que Mandarax pudo hacer fue identificar, quizá, una palabra entre veinte, por estar estrechamente relacionada con el quechua, la lingua franca del Imperio Incaico. Aquí y allá Mandarax creyó, además haber oído algo de árabe, la lingua franca de la trata de esclavos africanos muchos años atrás.

Pues bien, he aquí una idea de cerebro voluminoso de la que no he oído mucho últimamente: la esclavitud humana. ¿Cómo es posible someter a alguien cuando sólo se cuenta con un par de aletas y una boca?

32

Cuando todo el mundo estuvo bien acomodado en el autobús frente al hotel, varias radios entre la multitud dieron la noticia de que «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza» había sido cancelado. Eso significaba para la multitud, y también para los soldados, que eran sólo civiles con ropa militar, que ahora la comida del hotel les pertenecía. Escuchadlo de alguien que ha estado por ahí desde hace un millón de años: cuando se examina lo fundamental, la comida es siempre la totalidad de la historia. Dijo Mandarax:

Primero el pienso, luego la moralidad.

Bertolt Brecht (1898-1956)

De modo que la multitud se precipitó hacia las entradas del hotel rodeando momentáneamente el autobús, aunque el autobús y la gente que lo ocupaba no tenían ningún interés para los sediciosos. Golpearon los flancos del autobús, sin embargo, y aullaron angustiados al darse cuenta de que otros ya habían entrado en el hotel y que ya no les quedaría comida.

Era por cierto muy aterrador estar dentro del autobús. La multitud podía volcarlo. Podía incendiarlo. Podía apedrearlo convirtiendo los cristales de las ventanillas en metralla. El único sitio donde quizá sobreviviesen era el suelo del pasillo. Hisako Hiroguchi se acercó por vez primera a la ciega Selena, indicándole con las manos y murmurando en japonés que se arrodillara en el pasillo con la cabeza gacha. Luego Hisako se arrodilló junto a ella y *Kazakh, y le pasó el brazo por los hombros.

¡Con cuánta ternura Hisako y Selena se cuidarían mutuamente durante los años venideros! ¡Qué criatura tan bella y dulce criarían juntas! ¡Cómo las he admirado!

Sí, y "James Wait se descubrió posando nuevamente como un protector de los niños. Escudaba con su propio cuerpo a las aterradas niñas kanka-bonas echadas en el pasillo. Él sólo había pretendido salvarse a sí mismo, si podía, pero Mary Hepburn le había tomado las manos y lo había atraído hacia ella, de modo que ahora formaban juntos un muro viviente. Si el vidrio volaba, los mordería a ellos y no a las niñitas.

Dijo Mandarax:

No conoce el hombre amor mas grande que el dar la vida por sus hermanos.

San Juan (¿4 a. de C.?-¿30?)

Fue mientras *Wait se encontraba en esta posición cuando el corazón empezó a fallarle, esto es, las fibras cardíacas empezaron a retorcérsele de cualquier manera, perturbando la marcha de la sangre por el sistema circulatorio. También aquí estaba operando la herencia. No tenía modo de saberlo, pero el padre y la madre de *Wait, que eran además padre e hija, habían muerto de ataques al corazón cuando apenas tenían cuarenta años.

Fue una dicha para la humanidad que *Wait no viviera para participar en los juegos de apareamiento que se sucedieron en Santa Rosalía. Aunque no habría habido una gran diferencia, después de todo, si la gente de hoy hubiera heredado por corazón esa bomba de tiempo. Nadie habría vivido tantos años como para que la bomba estallara. Quien hoy tuviese la edad de *Wait, sería todo un Matusalén.

Junto al muelle, entretanto, otra multitud, otro órgano que fallaba en el sistema social del Ecuador, estaba despojando al Bahía de Darwin no sólo de su comida, sino además de sus televisores, teléfonos, aparatos de radar y sonar, radios, bombillas eléctricas, brújulas, papel higiénico, alfombras, jabón, potes, sartenes, mapas, colchones, motores fuera de borda, balsas neumáticas, etcétera. Estos sobrevivientes intentarían también robar el guinche que bajaba y subía las anclas, pero sólo consiguieron estropearlo para siempre.

Al menos dejaron los botes salvavidas, aunque les quitaron los alimentos de emergencia.

Y el asustado capitán von Kleist había sido izado hasta el puesto de vigía en el mástil, vestido sólo con ropa interior.

La multitud frente a El Dorado pasó por el autobús como una marejada, dejándolo entero y seco por así decir. Era libre de ir donde quisiera. No había mucha gente por los alrededores, salvo unos pocos que yacían aquí y allá, heridos o muertos en la precipitación de la multitud.

De modo que *Siegfried von Kleist, aguantando heroicamente los espasmos, y no teniendo en cuenta las alucinaciones sintomáticas del corea de Huntington, ocupó el asiento del conductor. Le pareció mejor que sus diez pasajeros permanecieran echados en el pasillo, donde estaban ahora, invisibles desde fuera, tranquilizándose mutuamente con el calor de los cuerpos.

Puso en marcha el motor y vio que tenía el tanque lleno de gasolina. Puso en marcha el aire acondicionado. Anunció en inglés, la única lengua que tenía en común con sus pasajeros, que dentro de un minuto o dos estaría fresco allí dentro. Ésta era una promesa que podía cumplir.

Afuera anochecía, de modo que encendió las luces de atrás.

Fue poco más o menos por aquel tiempo que Perú declaró la guerra a Ecuador. Dos de los bombarderos de Perú volaban por entonces sobre territorios ecuatorianos, uno llevando un cohete sintonizado con las señales de radar del Aeropuerto Internacional de Guayaquil, y el otro sintonizado con las señales de radar de la base naval de la isla Baltra, en las Galápagos, cubil de un barco de entrenamiento, seis barcos guardacostas, dos remolcadores oceánicos, un submarino patrullero, un dique de carena, y, elevado y seco en el dique de carena, un destructor. El destructor era el barco más grande de la Marina Ecuatoriana, exceptuando el Bahía de Darwin. Dijo Mandarax:

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, era la edad de la sabiduría, era la edad de la estupidez, era la época de la fe, era la época de la incredulidad, era la estación de la luz, era la estación de la oscuridad, era la primavera de la esperanza, era el invierno de la desesperación, lo teníamos todo por delante, nada teníamos por delante, íbamos todos directamente al Cielo, íbamos todos directamente en sentido contrario.

Charles Dickens (1812-1870)

33

A veces me pongo a especular acerca de en qué se habría convertido la humanidad si los primeros colonos de Santa Rosalía hubieran sido la lista original de pasajeros y la tripulación del «Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza»: el capitán von Kleist, ciertamente, Hisako Hiroguchi, Selena MacIntosh, Mary Hepburn, y en lugar de las niñas kanka-bonas, los marineros y oficiales y Jacqueline Onassis y el doctor Henry Kissinger y Rudolf Nureyev y Mick Jagger y Paloma Picasso y Walter Cronkite y Bobby King y Robert Pépin, «el más grande chef de Francia», y, por supuesto, Andrew MacIntosh y Zenji Hiroguchi, etcétera.

La isla apenas podría haber dado cabida a esa cantidad de gente. Habría habido luchas, peleas, quizás alguna matanza, si los alimentos y el agua llegaran a escasear. Y supongo que algunos de ellos habrían imaginado que la Naturaleza o algo por el estilo se sentiría muy satisfecha si ellos salían victoriosos. Pero la supervivencia de estas gentes no hubiera contado demasiado, si no podían reproducirse, y la mayor parte de las mujeres de la lista de pasajeros no estaban ya en edad de tener hijos, de modo que no valía la pena luchar por ellas.

Durante los primeros trece años en Santa Rosalía, antes que Akiko llegara a la pubertad, en realidad las únicas mujeres fértiles habían sido Selena, que era ciega, Hisako Hiroguchi, que ya había parido a una niña toda cubierta de pelo, y otras tres normales. Y probablemente todas habrían sido preñadas por los triunfadores, aunque ellas se opusieran. Y a la larga, no creo que tuviera demasiada importancia qué miembros de sexo masculino pudieran ser los inseminadores, Mick Jagger, el doctor Henry Kissinger, el capitán o el camarero de a bordo. La humanidad no se diferenciaría demasiado de lo que es hoy.

A la larga, los sobrevivientes hubieran continuado siendo no los luchadores más feroces, sino los pescadores más eficaces. Así es como funcionan las cosas aquí en las islas.

Hubo langostas de Maine vivas cuya capacidad de supervivencia estuvo también a un pelo de ser puesta a prueba en el Archipiélago de las Galápagos. Antes que el Bahía de Darwin fuera saqueado, había doscientas de ellas en la bodega, en tanques de agua salada.

Las aguas que rodeaban Santa Rosalía eran sin duda bastante frías para ellas, aunque quizá demasiado profundas. De cualquier modo las langostas de Maine tenían otra característica: como los seres humanos, eran capaces de comer casi cualquier cosa, si no había otro remedio.

Y el capitán von Kleist, cuando fue viejo, muy viejo, recordaba esos tanques de langostas. Cuanto más viejo se volvía, más vividamente recordaba los acontecimientos del lejano pasado. Y después de cenar, una noche, deleitó a Akiko, la hija peluda de Hisako Hiroguchi, con un cuento de ciencia ficción en el que las langostas de Maine habían llegado a las islas; al cabo de un millón de años, como de hecho han pasado ahora, las langostas habían llegado a ser la especie dominante del planeta y habían construido ciudades, teatros, hospitales, servicios de transporte público, etcétera. Las langostas tocaban el violín, resolvían casos de asesinatos, practicaban microcirugía, se suscribían a clubes de libros, etcétera, etcétera.

La moraleja de la historia era que las langostas estaban haciendo exactamente lo mismo que los seres humanos, esto es, convertir todo en un verdadero desastre. Todas deseaban ser langostas normales y corrientes, en particular desde que no había ya seres humanos que quisieran hervirlas vivas.

Por empezar, ésa era la única queja que tenían: que las hirviesen vivas. Ahora bien, como ya no querían que las hirviesen vivas, tuvieron que mantener orquestas sinfónicas, etcétera, etcétera. El vocero de la historia del capitán era el mal pagado corno francés de la Orquesta Sinfónica de Langostópolis, cuya esposa acababa de fugarse con un jugador de hockey sobre hielo.

Cuando inventó esta historia, no tenía idea de que la humanidad entera estaba a punto de extinguirse, que las otras formas de vida se enfrentaban cada vez con menor oposición cuando tendían a volverse dominantes. El capitán nunca se enteraría, ni ningún otro en las Galápagos. Y no sólo me refiero al dominio de las grandes formas de vida sobre otras igualmente grandes. A decir verdad, los organismos dominantes del planeta han sido siempre microscópicos. En todos los encuentros entre David y Goliat, ¿hubo alguna ocasión en la que venciera Goliat?

En verdad, entre las criaturas grandes, entre los luchadores visibles, las langostas eran por cierto pobres candidatos a volverse tan complicadamente constructivas y destructivas como la humanidad. Si el capitán hubiera contado esa fábula mordaz con los pulpos como protagonistas en lugar de las langostas, no hubiese parecido tan ridícula. Entonces, como ahora, esas blandas y húmedas criaturas tenían un cerebro altamente desarrollado, con una función básica: gobernar unos brazos versátiles. En esto, en verdad, no difería tanto de los cerebros humanos. Era verosímil que los cerebros de los pulpos pudiesen hacer otras cosas con los brazos, además de atrapar peces.

Pero no he visto todavía pulpo alguno, ni ninguna otra clase de animal, por lo demás, que no se contentara con pasarse los días en tierra recogiendo alimentos, que no evitara los experimentos de codicia y ambición ilimitadas llevados a cabo por la humanidad.

En cuanto a la posibilidad de una rentrée de la humanidad, de que volviera a utilizar herramientas, levantar casas, tocar instrumentos musicales, etcétera: esta vez tendrían que hacerlo con el hocico. Los brazos se han vuelto aletas que han encerrado e inmovilizado los huesos de las manos. Cada aleta tiene cinco protuberancias, meramente ornamentales, atractivas para el miembro del sexo opuesto en la época del apareamiento. Son en realidad las puntas de los dedos eliminados. Además, las partes del cerebro humano que antes gobernaban las manos sencillamente ya no existen, y los cráneos, en consecuencia, tienen una forma mucho más aerodinámica. Cuanto más aerodinámico sea el cráneo mejor pescadora es la persona.

Si la gente es capaz de nadar ahora tan rápidamente y tanto tiempo como las focas, ¿qué les impide nadar todo el camino de vuelta hasta el continente, de donde vinieron otrora sus ancestros? Respuesta: nada.

Muchos lo han intentado y lo intentarán durante los períodos de escasez de pescado o de superpoblación. Pero la bacteria que devora los huevos humanos siempre está allí para darles la bienvenida.

Baste eso en cuanto a la exploración.

Además, hay tanta paz aquí. ¿Por qué nadie querría vivir en el continente? Cada una de estas islas se ha convertido en un sitio ideal para la crianza de los hijos, con cocoteros ondulantes, amplias playas blancas y limpias lagunas azules.

Y la gente es tan inocente y tranquila ahora, todo porque la evolución les quitó las manos.

Dijo Mandarax:

A obras de esfuerzo o de habilidad


me dedicaría de buen grado.

Satán siempre encuentra ocupación


para la ociosa mano.

Isaac Watts (1674-1748)

34

Y había ese piloto peruano hace un millón de años, un joven teniente coronel que conducía su bombardero de jirón a jirón de materia finamente dividida en el borde mismo de la atmósfera del planeta. Su nombre era Guillermo Reyes, y podía sobrevivir a esa altura porque había inflado el traje y el casco con una atmósfera artificial. La gente era entonces tan maravillosa que convertía en realidad sueños imposibles.

El coronel Reyes había discutido con un colega, sin llegar a ninguna conclusión, sobre si había algo mejor que el contacto sexual. Se comunicaba ahora por radio con el mismo camarada que había regresado a la base aérea en Perú, y que le comunicaría el momento preciso en que Perú estuviera oficialmente en guerra con Ecuador.

El coronel Reyes ya había activado el cerebro de la terrible arma autodirigida que colgaba bajo el aeroplano. La bomba conoció entonces por vez primera el sabor de la vida, pero estaba ya locamente enamorada de la antena de radar sobre la torre de control del Aeropuerto Internacional de Guayaquil, un legítimo blanco militar, pues Ecuador guardaba allí diez de sus aviones de combate. Esta asombrosa enamorada del radar bajo el avión del coronel era como las grandes tortugas terrestres de las Islas Galápagos: tenía todo el alimento que necesitaba dentro del caparazón.

Llegó pues el aviso de que era el momento de soltarla.

De modo que la soltó.

El amigo de tierra le preguntó qué sensación producía liberar una cosa semejante. El coronel Reyes contestó que había descubierto por fin algo más divertido que el contacto sexual.

Los sentimientos del joven coronel en ese momento de liberación tuvieron que haber sido trascendentales, productos exclusivos de su voluminoso cerebro, pues el avión no se estremeció, no derrapó, ni subió o bajó de súbito cuando el cohete partió a consumar su aventura amorosa. Continuó exactamente como antes; el piloto automático compensó instantáneamente el cambio súbito que había habido en el peso y en la aerodinámica del avión.

En cuanto a los efectos de la liberación visibles para Reyes: el cohete estaba a demasiada altura como para dejar un rastro de vapor, de modo que, para Reyes, fue una vara que pronto se redujo a un punto y luego a una mota y luego a nada. Se desvaneció tan de prisa, que era difícil creer que hubiera existido alguna vez.

Y eso fue todo.

El único residuo del acontecimiento en la estratosfera tuvo que quedar en el voluminoso cerebro de Reyes o en ninguna parte.

Se sentía feliz. Se sentía humilde. Se sentía maravillado. Se sentía vaciado hasta la última gota.

Reyes no estaba loco porque sintiera que lo que había hecho era análogo al desempeño de un macho en el acto sexual. Una computadora sobre la que no tenía ningún dominio, una vez puesta en marcha, había determinado el momento exacto del disparo, y había dictado instrucciones precisas a la maquinaria que lanzaría el cohete, sin necesidad de que el coronel interviniera. Por su parte poco sabía él sobre cómo funcionaba la maquinaria. Ése era conocimiento para los especialistas. En la guerra, como en el amor, él era un aventurero audaz e irresponsable.

El lanzamiento del misil, en verdad, virtualmente no se distinguía del papel de los animales machos en el proceso reproductor.

Podía contarse con que el coronel lo hiciera: entregar al instante la mercancía.

Sí, y la vara que tan pronto se convirtió en punto y luego en mota y luego en nada era ahora responsabilidad de algún otro. Desde ese momento todo ocurriría en el extremo receptor.

Había llevado a cabo su parte. Se sentiría dulcemente adormilado ahora; y complacido y orgulloso.

Temo estar dando una falsa impresión con mi historia, pues unos pocos de sus personajes estaban realmente locos, y quizá se crea que hace un millón de años todo el mundo estaba loco. No era ése el caso. Lo repito: no era ése el caso.

Casi todo el mundo era cuerdo entonces, y de buen grado concedo a Reyes este difundido encomio. Una vez más, el gran problema no era la locura, sino el cerebro de la gente: demasiado grande y demasiado mentiroso, y por tanto poco práctico.

Ningún ser humano podía atribuirse él solo el mérito de haber creado ese cohete, que iba a funcionar con tanta perfección. Era el logro colectivo de todos los que habían concentrado los voluminosos cerebros en el problema de cómo capturar y comprimir la difusa violencia de que es capaz la naturaleza, y arrojarla en paquetes relativamente pequeños sobre el enemigo.

Yo mismo tuve en Vietnam algunas experiencias muy personales acerca de esos sueños que se hacen realidad, es decir, morteros, granadas de mano y artillería. La naturaleza nunca hubiera podido ser tan destructiva en espacios tan pequeños sin ayuda de la humanidad.

He contado ya el episodio sobre la vieja a la que maté con una granada de mano. Podría contar otros muchos, pero ninguna explosión que yo haya visto, o haya oído, puede compararse con lo que sucedió cuando el cohete peruano metió la punta de la nariz, la parte de su cuerpo más dotada de terminaciones nerviosas expuestas, en la antena del radar ecuatoriano.

Nadie se interesa hoy por la escultura. ¿Quién podría manejar un cincel o un soplete con las aletas o la boca?

Si hubiera un monumento aquí en las islas, sin embargo, que celebrara un acontecimiento clave del pasado, este motivo sería muy bueno: el momento del apareamiento, justo antes de la explosión, entre ese cohete y la antena de radar.

En el plinto de lava de debajo se podrían grabar estas palabras, expresando los sentimientos de todos los que intervinieron en el diseño, la manufactura, la venta, la adquisición y el lanzamiento del cohete, y de todos aquellos para quienes los altos explosivos eran una rama de la industria del entretenimiento:

Es una consumación


devotamente deseada.

William Shakespeare (1564-1616)

35

Veinte minutos antes que el cohete diera ese beso a la francesa al disco del radar, el capitán Adolf von Kleist llegó a la conclusión de que el peligro había pasado y que podía bajar del puesto de guardia en la cofa del palo mayor. Habían limpiado el barco, que ahora tenía aún menos comodidades y elementos de navegación que los que había tenido el buque de Su Majestad, el Beagle, cuando ese bravo pequeño velero de madera inició su viaje alrededor del mundo el 27 de diciembre de 1831. El Beagle había tenido una brújula cuando menos, y un sextante, y navegantes capaces de determinar con bastante exactitud la posición de un barco en el mecanismo de relojería del universo gracias al conocimiento que tenían de las estrellas. Y el Beagle, además, había tenido lámparas de aceite para iluminar la noche, y hamacas para los marineros y colchones y almohadas para los oficiales. En cambio, todo el que estuviera decidido a pasar una noche en el Bahía de Darwin tendría que reposar la fatigada cabeza en el acero desnudo o, quizá, imitar a Hisako Hiroguchi, que cuando ya no podía mantener los ojos abiertos se sentaba sobre la tapa del inodoro en el lavabo del salón principal y apoyaba la cabeza. en los brazos plegados sobre la palangana.

He comparado la multitud frente al hotel con una marejada cuya cresta pasó una vez junto al autobús. Diría que la gente en el muelle se parecía más a un tornado. Ahora esa multitud arremolinada se trasladaba tierra adentro a la luz del crepúsculo, y se alimentaba de sí misma, pues se había convertido en gente a la que valía la pena robar; cargaban langostas, vino, artefactos electrónicos, cortinas, percheros, cigarrillos, sillas, alfombras enrolladas, toallas, colchas, etcétera.

De modo que el capitán bajó del mástil. La escala de cuerdas le lastimaba los pies desnudos y delicados. No había nadie en el barco ni en el muelle, según parecía. Fue primero a su camarote, pues sólo llevaba puestos los calzoncillos. Allí apretó el botón de la luz, pero no ocurrió nada... Todas las bombillas habían desaparecido.

De cualquier modo había electricidad, pues las baterías aún estaban abajo, en la sala de máquinas. La cosa fue así: los ladrones de bombillas habían oscurecido la sala de máquinas antes de intentar robar las baterías, los generadores y los motores. En cierto sentido, y sin saberlo, habían hecho a la humanidad un gran favor. Gracias a ellos el barco aún podía navegar. Sin instrumentos, era tan ciego como Selena MacIntosh; pero no había otro barco más rápido en esa parte del mundo, capaz de hendir el agua a toda velocidad durante veinte días sin renovar el combustible, si nada iba mal en la sala de máquinas, oscura como el alquitrán.

Tal como ocurrieron las cosas, sin embargo, al cabo de sólo cinco días de navegación algo anduvo muy mal en la sala de máquinas, oscura como el alquitrán.

El capitán, por cierto, no tenía intenciones de hacerse a la mar mientras buscaba a tientas alguna ropa con que cubrirse. No había allí ni siquiera un pañuelo o un trozo de tela para lavarse. Conoció entonces por primera vez el sabor de la carencia textil, que en ese momento era sólo una molestia, pero que sería un grave problema durante los treinta años de vida que aún tenía por delante. Sencillamente no habría más telas o paños para protegerse del sol durante el día y del frío durante la noche. ¡Cuánto habrían de envidiar, él y el resto de los primeros colonos, a la joven Akiko, hija de Hisako, que había nacido con abrigo de pieles!

Todo el mundo, menos Akiko, hasta que ella misma tuvo hijos peludos, tendría que usar durante el día capas y sombreros frágiles, hechos de plumas, unidas por tripas de pescado.

Dijo en contrario Mandarax:

El hombre es un bípedo implume.

Platón (¿427P-347 a. C.)

El capitán conservó la calma mientras registraba la cabina. La ducha estaba goteando y la cerró. Eso era capaz de hacerlo correctamente. Hasta allí podía guardar la compostura. Como ya he dicho, aún tenía en el estómago la última comida. Aunque más importante para la paz de su ánimo era que nadie lo tenía en cuenta. La mayoría de los que habían saqueado el barco tenían muchos parientes necesitados, que empezaban a revolver los ojos, palmearse el vientre y señalarse la garganta como las niñas kanka-bonas.

El capitán conservaba todavía su famoso sentido del humor, y podía permitírselo. ¿En nombre de quién habría de fingir ahora que la vida era un asunto serio? La gente se había llevado todo, hasta las ratas. Pero nunca había habido ratas en el Bahía de Darwin, lo que fue otro golpe de suerte para la humanidad. Si las ratas hubieran estado a bordo con los primeros colonizadores humanos de Santa Rosalía, en poco más o menos de seis meses, no habría habido nada que la gente pudiera comer.

Y luego, después de haber devorado al resto de la gente y de devorarse entre sí, también ellas habrían muerto.

Dijo Mandarax:

¡Ratas!

Pelearon con los perros y mataron los gatos,

y mordieron al niño que dormía en la cuna,

y comieron el queso en la despensa,

y sorbieron la sopa del cucharón del cocinero.

Rajaron los barriles de arenques ahumados,

anidaron en las chisteras de los domingos,

y aun estropearon las charlas de las mujeres,

ahogando sus palabras

con chirridos y chillidos

en cincuenta diferentes bemoles y sostenidos.

Robert Browning (1812-1889)

Los hábiles dedos del capitán, que tanteaban la bombilla apagada, se toparon con lo que resultó ser media botella de coñac escondida sobre el tanque del inodoro. Ésta era la última botella de nada que quedaba todavía en el barco, y contenía la última sustancia que pudiera encontrarse, de proa a popa y de la punta del mástil a la quilla, que un ser humano pudiera metabolizar. Excluyo, por supuesto, la posibilidad de canibalismo. No tengo en cuenta el hecho de que el capitán era perfectamente comestible.

Y en el momento en que los dedos del capitán aferraban con firmeza el cuello de la botella, algo grande y fuerte daba un autoritario topetazo al Bahía de Darwin. Además se oían voces masculinas que venían de la cubierta de botes, más abajo. La cosa era así: la tripulación del remolcador que había descargado combustible y alimentos en el carguero colombiano San Mateo, estaba por llevarse a remolque los dos botes salvavidas del Bahía de Darwin. Habían soltado la amarra de proa y el remolcador estaba empujando la proa del barco hacia el estuario, para poder bajar al agua el bote salvavidas de estribor.

De modo que el barco sólo estaba desposado con el continente de América del Sur por una única amarra en la popa. Poéticamente hablando, esa amarra de popa es el cordón umbilical de nylon blanco de toda la moderna humanidad.

El capitán pudo haber sido también mi colega fantasma en el Bahía de Darwin. Los hombres que se llevaron los botes salvavidas nunca sospecharon que hubiera otra alma a bordo.

Otra vez solo, exceptuándome a mí, procedió a emborracharse. ¿Qué podría importar ahora? El remolcador, seguido por un par de obedientes botes salvavidas, había desaparecido corriente arriba. El San Mateo, enteramente iluminado como un árbol de Navidad, y con la antena de radar girando sobre el puente, había desaparecido corriente abajo, de manera que ahora el capitán podía gritar lo que le viniera en gana desde el puente de mandó, sin atraer atenciones indeseables. Con la mano sobre el timón, gritó al anochecer estrellado: —¡Hombre al agua! —Se refería a sí mismo.

Esperando que nada ocurriera, apretó el botón de arranque para el motor de babor. Desde las entrañas del barco llegó el ruido apagado, oscuro purpúreo, de un gran motor diesel en perfecto estado de salud. Apretó el otro botón dando vida al motor gemelo. Estos dóciles esclavos, que de nada se quejaban, habían nacido en Columbus, Indiana, no lejos de la Universidad de Indiana donde Mary Hepburn se había graduado en zoología.

El mundo es pequeño.

Que los diesel funcionaran todavía era un motivo más para que el capitán perdiera la cabeza y se atontara ingiriendo coñac. Apagó los motores e hizo bien. Si los hubiera dejado en funcionamiento hasta que se calentaran de veras, esa anomalía de la temperatura podría haber atraído la atención electrónica de un bombardero peruano en la estratosfera. En Vietnam teníamos sensores de temperatura tan sensibles que eran capaces de detectar por la noche la presencia de gente, o cuando menos de ciertos grandes mamíferos, pues las criaturas de carne y hueso estaban entonces algo más calientes que los alrededores.

Una vez abrí fuego de artillería sobre un búfalo.

Por lo general había gente allí fuera que intentaba avanzar furtivamente, y matarnos si era posible. ¡Qué vida! Me hubiera gustado abandonar todas mis armas y hacerme pescador.

Y eso era lo que el capitán estaba pensando allí en el puente: «¡Qué vida!», y otras cosas por el estilo. Era todo muy gracioso, sólo que él no tenía ganas de reírse. Pensaba que la vida le había tomado las medidas, que no lo había considerado digno de nada, y que había terminado con él. ¡Cuánto se equivocaba!

Salió a la cubierta principal, a popa del puente y las cabinas de los oficiales, con los pies desnudos sobre el acero desnudo.

Ahora que se habían llevado las alfombras de la cubierta principal, los boquetes reservados para las armas eran claramente visibles aun a la luz de las estrellas. Yo mismo había soldado cuatro planchas en la cubierta principal. No obstante, la mayor parte de mi trabajo, y la más difícil, se encontraba en el interior del barco.

El capitán miró las estrellas y el voluminoso cerebro le dijo que este planeta era una insignificante mota de polvo perdida en el cosmos, y que él era un germen en ese cosmos, y que nada importaba lo que pudiera ocurrirle. Para esto servía la enorme capacidad de estos voluminosos cerebros: para parlotear sin ton ni son. ¿Con qué fin? Nadie tiene ahora esa clase de pensamientos.

Vio entonces una estrella fugaz, un meteorito que ardía en el borde de la atmósfera, allí arriba, donde el teniente coronel Reyes, embutido en su traje del espacio, acababa de recibir la noticia de que Perú estaba oficialmente en guerra con Ecuador. La estrella fugaz dio pie otra vez al voluminoso cerebro ¿el capitán: volvió a maravillarse de qué poco preparada estaba la gente para los meteoritos que golpeaban la superficie de la Tierra.

Y luego hubo esa tremenda explosión en el aeropuerto: la luna de miel del cohete y el disco de radar.

El autobús del hotel, totalmente decorado con pájaros bobos de patas azules, iguanas marinas, pingüinos, cormoranes, etcétera, etcétera, estaba en ese momento frente a un hospital. El hermano del capitán, *Siegfried, iba a entrar en busca de ayuda para *James Wait, que acababa de perder la conciencia. El ataque cardíaco de *Wait había hecho necesario este desvío, que sin duda había salvado la vida de todos los pasajeros.

La gran burbuja de la onda expansiva de la explosión era tan densa que parecía de ladrillos. Los que estaban en el autobús pensaron que el hospital mismo había estallado. Las ventanillas y los parabrisas del autobús fueron empujados hacia adentro, pero no se rompieron. No hubo una lluvia de cristales dentro del autobús. En cambio, Mary, Hisako, Selena, *Kazakh, el pobre *Wait, las niñas kanka-bonas y el hermano del capitán parecían haber recibido un baño de maíz blanco.

Lo mismo había sucedido en el Bahía de Darwin. Las ventanas volaron todas hacia adentro y por todas partes había granos blancos.

El hospital, tan iluminado un momento antes, había quedado a oscuras ahora, al igual que la ciudad entera, y desde adentro se oían voces que pedían auxilio. El motor del autobús estaba todavía en marcha, gracias a Dios, y los faros delanteros iluminaban un estrecho sendero a través de los escombros. De modo que *Siegfried, sintiéndose cada vez más paralizado, se las compuso para alejarse de allí. ¿Qué ayuda podía ofrecer él o ninguno de los pasajeros a los sobrevivientes del hospital, si los había?

Y la lógica del laberinto de escombros condujo al autobús reptante fuera del centro de la explosión, el aeropuerto, hacia el muelle. El camino a través del marjal, desde el borde de la ciudad hasta los malecones que se alzaban sobre las aguas profundas, estaba casi libre de escombros, pues no había mucho allí que la onda expansiva pudiera derribar.

*Siegfried von Kleist se dirigió al muelle porque ése era el camino de menor resistencia. Sólo él podía ver a dónde iban. Los demás estaban aún en el suelo del autobús. Mary Hepburn había arrastrado a *Wait, que se había desmayado, lejos de las niñas kanka-bonas, de modo que ahora yacía de espaldas, la cabeza apoyada en el regazo de ella. Los cerebros voluminosos de las kanka-bonas se habían cerrado por completo, pues no tenían ni siquiera el vestigio de una teoría que pudiera explicar lo que pasaba entonces. Hisako Hiroguchi, Selena MacIntosh y *Kazakh estaban también inmovilizadas.

Y todo el mundo estaba sordo, tanta era la violencia con que la onda expansiva había golpeado los huesos del oído, los más pequeños del cuerpo. Ninguno de ellos recobraría por entero el sentido del oído. Con excepción del capitán, los primeros colonos de Santa Rosalía serían todos ligeramente sordos, de modo que gran parte de su conversación en una u otra lengua consistía en frases como: «¿Eh?», «Habla más fuerte», etcétera.

Este ligero defecto, afortunadamente, no era hereditario.

Como Andrew MacIntosh y Zenji Hiroguchi, nunca sabrían lo que les había ocurrido; a no ser que hubiera respuestas a esa clase de preguntas en el extremo distante del túnel azul que conduce al Más Allá. Aceptarían la teoría del capitán (según la cual la explosión y otra aún por producirse habían sido los impactos de unas piedras al rojo venidas del espacio exterior), aunque no del todo, pues según se comprobó luego, el capitán estaba cómicamente equivocado acerca de muchas cosas.

El paralizado hermano menor del capitán, que empezaba a oír otra vez —le zumbaban los oídos-detuvo el autobús en el malecón cerca del Bahía de Darwin. No había esperado que el barco fuera para ellos un cómodo refugio. No le sorprendió encontrarlo a oscuras y aparentemente abandonado, con las ventanas voladas, sin botes salvavidas y apenas asegurado al malecón por una única cuerda amarrada a popa. La proa estaba algo alejada del malecón, de modo que la planchada colgaba sobre el agua.

Por supuesto, había sido saqueado, como el hotel. El malecón estaba lleno de envoltorios, cartones y otros desechos abandonados.

*Siegfried no esperaba ver a su hermano. Había oído que el capitán se había marchado de Nueva York, pero no que hubiera llegado a Guayaquil. Si el capitán se encontraba en algún sitio de Guayaquil, era muy probable que estuviera muerto o herido, pero no, en cualquier caso, en posición de poder prestar ayuda a nadie. Nadie en Guayaquil en ese momento de la historia estaba en posición de ayudar a nadie. Dijo Mandarax:

Ayúdate a ti mismo y el cielo te ayudará.

Jean de la Fontaine (1621-1695)

Lo más que *Siegfried esperaba encontrar era un pacífico descanso en medio del caos. Parecía que lo había encontrado. No parecía haber nadie más en las cercanías.

De modo que bajó del autobús para ver si haciendo ejercicio —brincos, estiramientos, flexiones, etcétera— era capaz de dominar los involuntarios movimientos de danza a que lo obligaba el corea de Huntington.

Estaba saliendo la luna.

Y entonces vio una figura humana que se ponía de pie en la cubierta principal del Bahía de Darwin.

Era su hermano, pero una sombra cubría la cara del capitán, y *Siegfried no lo reconoció.

*Siegfried había escuchado rumores de que el barco estaba encantado. Creyó que estaba viendo un fantasma. Creyó que era yo. Creyó que estaba viendo a León Trout.

36

El capitán reconoció a su hermano, sin embargo, y le gritó lo que quizá yo hubiera tenido la tentación de gritarle, si hubiera sido un fantasma materializado allí arriba. Le gritó lo siguiente:

—¡Bienvenido al «Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza»!.

El capitán, sosteniendo aún la botella, aunque ya vacía, bajó a la cubierta de popa, de modo que se encontró casi en el mismo nivel que su hermano, y *Siegfried, que estaba tan sordo, se acercó todo lo que pudo al borde del foso que se abría entre ellos. La amarra de popa, ese cordón umbilical blanco, cruzaba el foso.

—Estoy sordo —dijo *Siegfried—. ¿Estás sordo tú también?

—No —dijo el capitán. Había estado mucho más lejos que *Siegfried del centro de la explosión. Le sangraba la nariz, sin embargo, hecho que consideraba cómico. Se había lastimado la nariz cuando la onda expansiva lo derribara en la cubierta principal. El coñac le había exacerbado el sentido del humor al punto de que todo le resultaba ahora increíblemente cómico.

Creyó que los ejercicios que *Siegfried había ejecutado en el malecón eran una caricatura de la enfermedad danzante que los dos podrían haber heredado del padre. —Me ha gustado la imitación que hiciste de papá —dijo. Toda la conversación se desarrolló en alemán, la primera lengua que habían aprendido.

—¡Adié! —replicó *Siegfried—. ¡Esto no es nada gracioso!

—Todo es gracioso —dijo el capitán.

—¿Tienes medicinas? ¿Tienes alimentos? ¿Tienes todavía camas? —preguntó *Siegfried.

El capitán contestó con una cita que Mandarax conocía perfectamente:

Debo mucho; no tengo nada. Doy el resto a los pobres.

Francois Rabelais (1494-1553)

—¡Estás borracho! —dijo *Siegfried.

—¿Por qué no? —preguntó el capitán—. No soy más que un payaso. —El daño que el coñac había causado a su cerebro hacía que no pudiera salir de sí mismo. Era incapaz de considerar los sufrimientos de los demás en la ciudad a oscuras o las ruinas lejanas.— ¿Sabes lo que me dijo un tripulante cuando intenté impedir que robara la brújula, Ziggie?

—No —le dijo *Siegfried, y comenzó a bailar otra vez.

—«¡Fuera de mi camino, payaso!» —dijo el capitán, y se echó a reír y a reír—. Se atrevió a decirle eso a un almirante, Ziggie. Lo habría hecho colgar del penol, hic, si alguien no hubiera robado ya el, hic, penol, hic. Al amanecer, hic, si alguien no hubiera robado el amanecer.

La gente todavía padece de hipo, entre paréntesis. No pueden impedirlo. A menudo oigo cómo hipan, cerrando involuntariamente la glotis e inhalando espasmódicamente, mientras yacen en las amplias playas blancas o nadan por las lagunas azules. En realidad, la gente tiene hoy más hipo que hace un millón de años. Esto se relaciona menos con la evolución, me parece, que con el hecho de que muchos de ellos se tragan el pescado crudo sin masticarlo lo suficiente.

(La gente)

Y la gente se ríe todavía tanto como antes, a pesar de sus cerebros reducidos. Si un montón de gente está tendida en la playa y uno se echa una ventosidad, todos los demás ríen y ríen como lo habrían hecho hace un millón de años.

37

—Hlc —prosiguió el capitán—, en realidad he sido vindicado, hic, *Siegfried. Hace mucho que digo que de vez en cuando hemos de estar preparados para una descarga de grandes meteoritos. Eso, hic, es lo que, hic, ha pasado.

—Han volado el hospital —dijo *Siegfried. Así le había parecido.

—Ningún hospital vuela de ese modo —dijo el capitán, y para desazón de *Siegfried trepó a la barandilla y se dispuso a saltar al malecón. No se trataba de un gran salto en realidad, sólo unos dos metros por encima del foso, pero el capitán estaba muy borracho.

El capitán voló con buen éxito, cayendo de rodillas sobre el malecón. Eso le curó el hipo.

—¿Hay alguien más en el barco? —preguntó *Siegfried.

—Sólo nosotras, las gallinas —dijo el capitán. No tenía idea de que él y *Siegfried tuvieran que rescatar a nadie excepto a ellos mismos. La gente del autobús estaba todavía en el suelo. *Siegfried, entre paréntesis, había confiado Mandarax a Mary Hepburn, por si tenía que comunicarse con Hisako Hiroguchi. Mandarax, como ya he dicho, de nada servía como intérprete de las kanka-bonas.

El capitán pasó el brazo por sobre los hombros temblorosos de *Siegfried y le dijo: —No tengas miedo, hermanito. Pertenecemos a un largo linaje de sobrevivientes. ¿Qué es un pequeño chaparrón de meteoritos para un von Kleist?

—Adié —dijo *Siegfried—, ¿hay algún modo de acercar el barco un poco más? —Pensaba que la gente del autobús se sentirían a bordo más seguros y por cierto menos apretados.

—A la mierda el barco. No queda nada en él —dijo el capitán—. Creo que hasta han robado a León. —Uña vez más, León era yo.

—Adié —dijo *Siegfried—, hay diez personas en ese autobús, y una de ellas ha sufrido un ataque cardíaco.

El capitán miró fijamente el autobús. —¿Qué los hace tan invisibles? —preguntó. El hipo se le había pasado de nuevo.

—Están todos echados cuerpo a tierra y tienen un miedo de muerte —dijo *Siegfried—. Tienes que ponerte sobrio. No puedo cuidarlos. Tienes que hacer lo que puedas. Ya no domino mis propios actos, Adié. Vaya momento más oportuno para que me ocurra... tengo la enfermedad de papá.

En lo que al capitán concernía, el tiempo se detuvo. Esta ilusión le era familiar. Podía contar con experimentarla varias veces al año: cada vez que recibía una noticia con la que no podía bromear. Sabía cómo poner el tiempo en funcionamiento otra vez: negando la mala noticia.

—No es verdad —dijo—. No puede ser.

—¿Crees que bailo para divertirme? —dijo *Siegfried, e involuntariamente se alejó bailando de su hermano.

Volvió a acercarse al capitán de modo igualmente involuntario, diciendo: —Mi vida se ha acabado. Quizá hubiera sido mejor que no empezara. Por lo menos nunca me he reproducido, no he sido causa de que alguna pobre mujer diera a luz otra monstruosidad.

—Me siento tan inútil —dijo el capitán, y agregó lastimosamente— y tan borracho. Jesús, por cierto, ya no esperaba más responsabilidades. Estoy tan borracho. No puedo pensar. Dime qué he de hacer, Ziggie.

Estaba demasiado borracho como para hacer mucho de nada, de modo que se quedó a un lado, con las mandíbulas caídas y los ojos en blanco, mientras Mary Hepburn, Hisako y *Siegfried —cada vez que el pobre *Siegfried podía dejar de bailar— remolcaban la popa del barco hacia el malecón con el autobús, poniendo luego el vehículo bajo la popa, para poder usarlo como escalera y subir así a la cubierta más baja del barco, que de otra manera hubiera resultado inaccesible.

Y, oh, sí, se podría decir: «¿No fueron en verdad muy ingeniosos?» y «Nunca lo habrían hecho si no hubieran tenido esos voluminosos cerebros» y «Apuesto que hoy a nadie se le hubiera ocurrido hacer una cosa parecida», etcétera. Claro que esa gente no habría tenido que recurrir a tantas soluciones desesperadas, no se habría topado con semejantes dificultades si el planeta no se hubiera vuelto prácticamente inhabitable por las invenciones y actividades de otros voluminosos cerebros.

Dijo Mandarax:

¡Lo que se pierde en el tiovivo, lo recuperamos en el columpio!

Patrick Reginald Chalmers (1872-1942)

Se esperaba que el desmayado *James Wait fuera el que causara mayores inconvenientes. En realidad, fue el capitán el que los causó, pues estaba demasiado borracho como para que se le pudiera confiar un eslabón de la cadena humana. No pudo hacer otra cosa que quedarse sentado en el asiento trasero del autobús y deplorar su borrachera.

Le había vuelto el hipo.

He aquí cómo subieron al barco a *James Wait: había bastante cuerda adicional en el malecón como para que Mary Hepburn hiciera un arnés con un extremo. Fue idea suya, la del arnés. Después de todo, era una experimentada montañista. Tendieron a * Wait junto al autobús y lo sujetaron al arnés. Luego ella, Hisako y *Siegfried subieron al techo del autobús e izaron a *Wait tan suavemente como les fue posible. Y luego los tres lo pasaron por sobre la barandilla y lo llevaron a la cubierta. Más tarde lo trasladarían a la cubierta principal, donde pronto recuperaría el conocimiento; el tiempo suficiente como para que él y Mary Hepburn se convirtieran en marido y mujer.

Luego *Siegfried volvió a decirle al capitán que ahora Te tocaba a él subir a bordo. El capitán, sabiendo que se pondría en ridículo cuando intentara subir al techo del autobús, quiso ganar tiempo. Saltar mientras estaba borracho era fácil. Trepar o algo parecido, por poco complicado que fuese, era otra cuestión. Por qué tantos de nosotros, hace un millón de años, anulábamos con alcohol grandes secciones dé nuestro cerebro, sigue siendo un misterio interesante. Quizá intentábamos dar un empujoncito a la evolución, en la dirección correcta: en la dirección de los cerebros reducidos.

De manera que el capitán, intentando ganar tiempo y parecer a la vez juicioso y respetable, aunque apenas podía tenerse en pie, le dijo a su hermano: —No sé si ese hombre estaba en condiciones de ser trasladado.

*Siegfried ya había perdido la paciencia. —Eso es una verdadera lástima, ¿no es cierto? —dijo—. Porque de cualquier modo ya hemos trasladado a ese pobre hijo de puta. Quizá teníamos que haber llamado a un helicóptero, para que lo dejara caer en la suite nupcial del Waldorf-Astoria.

Y ésas serían las últimas palabras que intercambiarían los hermanos von Kleist, excepto «¡Upa!», «Allez, ¡arriba!», etcétera, mientras el capitán intentaba en vano subir al techo del autobús.

Por fin lo logró, aunque enteramente humillado. Por lo menos pudo trasladarse del techo al barco sin más ayuda. Y entonces *Siegfried le dijo a Mary que subiera al barco con los demás y que hiciera lo que pudiera por *Wait, a quien ellos llamaban Williard Flemming. Mary hizo lo que le habían indicado, creyendo que eso de subir al techo sin ayuda era una cuestión de orgullo masculino.

Con lo cual *Siegfried se quedó solo en el malecón, mirando arriba a todos los demás. Y ellos esperaban que se les uniera, pero eso nunca ocurriría. Se sentó en cambio en el asiento del conductor. A pesar de que las piernas se le disparaban a un lado y a otro, encendió el motor. Había planeado volver a la ciudad a toda velocidad y matarse chocando contra algo.

Antes de que pudiera ponerlo en marcha, la onda expansiva de otra explosión sacudió el autobús. Ésta no había sido en la ciudad o cerca de ella. Había sido corriente abajo, en algún sitio del marjal, virtualmente desierto.

38

La segunda explosión fue como la primera. Un cohete se había apareado con una antena de radar. La antena en este caso se encontraba sobre el pequeño carguero colombiano San Mateo. El piloto peruano que dio al cohete la chispa de la vida, Ricardo Cortez, había pretendido que el cohete se enamorara de la antena de radar del Bahía de Darwin, que ya no lo tenía, y por tanto, en lo que concernía a esa especie de cohete, carecía de atractivo sexual.

El mayor Cortez había cometido lo que hace un millón de años se llamaba «un error honesto».

Y es preciso decir también que Perú jamás habría ordenado que atacasen el Bahía de Darwin si «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza» se hubiera llevado a cabo cargado de gente célebre. Perú no se habría mostrado tan insensible ante la opinión mundial. Pero la cancelación del crucero convertía al barco en una chapuza por entero diferente, por así decir, en un posible transporte de tropas, tripulado, como cualquier persona razonable supondría, por personas dispuestas a que las volaran en cualquier momento, o las quemaran con napalm o las ametrallaran, lo que equivale a decir «personal naval».

De modo que estos colombianos se encontraban allí en el marjal a la luz de la luna, adentrándose en el mar, de vuelta a Colombia, ingiriendo la primera comida decente en una semana, e imaginando que la antena de radar los protegía como una Virgen María giratoria. Ella no permitiría que les ocurriera algo malo. Se equivocaban no poco.

Lo que estaban comiendo, dicho al pasar, era una vieja vaca lechera que ya no daría mucha leche. Eso era lo que había habido bajo el encerado de la barcaza que abasteciera al San Mateo: esa vaca lechera, todavía con vida. Y había sido izada a bordo desde el lado contrario al muelle, para que la gente de tierra no pudiera verla. Había gente en tierra bastante desesperada como para matar por una vaca.

Era demasiada pro teína para dejarla en Ecuador.

Es interesante el método que emplearon para izarla. Ni redes ni eslingas. Le lucieron una corona de cuerda enrollándosela alrededor de los cuernos una y otra vez. Fijaron el gancho de acero de la grúa a la enmarañada corona. Y luego el operador de la grúa empezó a recoger la cuerda de modo que la vaca quedó pronto colgada en el aire y en posición vertical, con las patas traseras extendidas, las ubres expuestas, y las patas delanteras estiradas horizontalmente, de modo que tenía ahora la configuración general de un canguro.

El proceso evolutivo que produjo este abultado mamífero nunca había previsto que pudiera encontrarse en semejante posición, con el peso de todo el cuerpo pendiente del cuello. El cuello, mientras la vaca colgaba en el aire, se parecía cada vez más al de un pájaro bobo de patas azules, o al de un cisne o un cormorán.

A ciertos cerebros voluminosos de aquel entonces, la experiencia aérea de la vaca pudo parecerles risible. Pero por cierto, no era nada graciosa.

Y cuando la depositaron sobre la cubierta del San Mateo, estaba tan lastimada que ya no podía tenerse en pie. Pero eso era de esperar, y perfectamente aceptable. La larga experiencia les había enseñado a los marineros que el ganado tratado de esa manera podía seguir con vida durante una semana o más, y la carne se conservaba así adecuadamente hasta que llegaba el momento de comérsela. Lo que se le había hecho a esa vaca lechera era una versión abreviada de lo que se les solía hacer a las tortugas de tierra en la época de los veleros.

En ambos casos, no se necesitaba refrigeración.

Los felices colombianos estaban masticando y tragando parte de esa pobre vaca cuando fueron volados en pedazos por el último adelanto en la evolución de los altos explosivos, la llamada «dagonita». La dagonita era hija, por así decir, de un explosivo considerablemente más débil fabricado por la misma compañía y llamado «glacco». Glacco engendró a dagonita, por así decir, y ambos eran descendientes del fuego griego, la pólvora, la dinamita, la cordita y el TNT.

De modo que podría decirse que los colombianos habían tratado a la vaca de manera abominable; pero la retribución había sido rápida y terrible, gracias en parte a los voluminosos cerebros que habían inventado la dagonita.

En vista de lo mal que los colombianos habían tratado a la vaca, el mayor Ricardo Cortez, que surcaba el aire más velozmente que el sonido, podría considerarse un virtuoso caballero de antaño. Y así se sentía él, por lo demás, aunque nada sabía de la vaca e ignoraba a dónde había ido a parar el cohete. Comunicó por radio a sus superiores que el Bahía de Darwin había sido destruido. Pidió que se le diera el siguiente mensaje en español a su mejor amigo, el teniente coronel Reyes, que estaba de regreso en tierra y que esa misma tarde había lanzado un cohete sobre el aeropuerto: Es verdad.

Reyes entendería que él estaba de acuerdo: disparar un cohete era algo tan excitante como el contacto sexual. Y nunca se enteraría que no había destruido el Bahía de Darwin, y los amigos y parientes de los colombianos convertidos en picadillo en el estuario nunca sabrían qué había sido de ellos.

El cohete que cayó en el aeropuerto fue sin duda mucho más eficaz en términos darwinianos que el que cayó sobre el San Mateo. Mató a miles de personas, pájaros, perros, gatos, ratas, ratones, etcétera, que, de otro modo, hubieran llegado a reproducirse.

La explosión en el marjal mató sólo a los once miembros de la tripulación, unas quinientas ratas a bordo, unos pocos centenares de pájaros, algunos cangrejos y peces, etcétera.

En lo fundamental, sin embargo, fue un ineficaz ataque contra el primer eslabón de la cadena alimenticia, los billones de billones de microorganismos que junto con sus propios excrementos y los cadáveres de sus antepasados constituían el lodo del marjal. La explosión no los afectó demasiado, pues no eran tan sensibles a las aceleraciones y paradas súbitas. Jamás podrían suicidarse como intentaba hacerlo *Siegfried von Kleist al volante del autobús mediante una parada súbita.

Simplemente se trasladaron de repente de un vecindario a otro. Volaron por el aire llevando consigo parte considerable del viejo vecindario y bajaron luego salpicando por todas partes. Muchos de ellos llegaron a alcanzar una gran prosperidad, como consecuencia de la explosión, convirtiendo en festín lo que quedaba de la vaca, las ratas, los miembros de la tripulación y otras formas elevadas de vida.

Dijo Mandarax:

Es maravilloso ver con qué poco se satisface la naturaleza.

Michel Eyquem de Montaigne (1533-1592)

La detonación de la dagonita, hija de glacco, descendiente directo de la noble dinamita, produjo una marejada en el estuario, y las olas de seis metros de altura barrieron el malecón en el muelle de Guayaquil y ahogaron a *Siegfried von Kleist, que de cualquier modo quería morir.

Lo que es todavía más importante: cortó el cordón umbilical de nylon blanco que unía el futuro de la humanidad con el continente.

La ola arrastró el Bahía de Darwin un kilómetro corriente arriba y lo depositó luego suavemente en un banco de arena. Estaba iluminado no sólo por la luz de la luna, sino también por los macabros y coloridos incendios que ardían por todo Guayaquil.

El capitán llegó al puente. Encendió los dos motores diesel en la profunda oscuridad de abajo. Las dos hélices gemelas se pusieron en marcha y el barco se deslizó y salió del banco de lodo. Estaba en libertad.

El capitán lo llevó corriente abajo, hacia el mar abierto.

Dijo Mandarax:

El barco, un fragmento arrancado de la tierra, avanzó solo y veloz como un pequeño planeta.

Joseph Conrad (1857-1924)

Y el Bahía de Darwin no era un barco cualquiera. En lo que a la humanidad concernía, era una nueva arca de Noé.


LIBRO SEGUNDO


Y la cosa se convirtió...

1

La cosa se convirtió en una nueva motonave blanca en la noche, sin cartas, ni brújula, ni luces de navegación, pero que no obstante cortaba el océano frío y profundo a velocidad máxima. En opinión de la humanidad, ya no existía. En opinión de la humanidad, el Bahía de Darwin y no el San Mateo había volado en pedazos.

Era un barco fantasma, invisible desde tierra, y llevaba hacia el oeste los genes del capitán y de siete pasajeras, en una aventura que ha durado un millón de años.

Yo era el fantasma de un barco fantasma. Soy hijo de un escritor de ciencia ficción de voluminoso cerebro cuyo nombre era Kilgore Trout.

Fui desertor de la Marina de los Estados Unidos.

Me dieron asilo político en Suecia y luego la ciudadanía, y allí me convertí en soldador en un astillero de Malmö. Un día una chapa de acero cayó sobre mí mientras yo trabajaba en la bodega del Bahía de Darwin, y me decapitó sin dolor, y en ese mismo momento me negué a poner el pie en el túnel azul que conduce al Más Allá.

Siempre tuve el poder de materializarme, pero sólo lo he hecho una vez, muy al principio del juego, durante unos pocos instantes húmedos y ventosos, cuando una tormenta se topó con mi barco en el Atlántico Norte, en el viaje de Malmö a Guayaquil. Aparecí en el puesto de vigía, en lo alto del mástil y un miembro sueco de la tripulación me vio allí. El hombre había estado bebiendo. Mi cuerpo decapitado estaba vuelto hacia popa y en las manos alzadas sostenía mi cabeza rebanada como si fuera una pelota de baloncesto.

De modo que yo me mantenía invisible en el puente del Bahía de Darwin junto al capitán Adolf von Kleist, mientras esperábamos el fin de nuestra primera noche en el mar tras la apresurada partida de Guayaquil. Él había pasado despierto toda la noche y ahora estaba sobrio, pero tenía un terrible dolor de cabeza que describió a Mary Hepburn como: «... un tornillo dorado entre los ojos».

Tenía otros recuerdos de la humillante juerga de la noche anterior: contusiones y magulladuras, consecuencia de las veces que se había caído mientras intentaba subir al techo del autobús. Nunca se habría emborrachado de ese modo si hubiera sabido que iba a ser responsable de algo. Ya se lo había explicado a Mary, que también había estado en pie toda la noche, cuidando a "James Wait en la cubierta superior detrás de las cabinas de los oficiales.

*Wait había sido tendido allí, con la blusa de Mary por almohada, pues el resto del barco estaba totalmente a oscuras. El plan era trasladarlo a una cabina cuando saliera el sol para que no muriera asado sobre las planchas de acero desnudo.

Todos los demás se encontraban abajo en la cubierta de botes. Selena MacIntosh estaba en el salón principal, utilizando a su perra como almohada, y allí estaban también las niñas kanka-bonas. Se utilizaban unas a otras como almohadas. Hisako se había dormido en un extremo del salón principal calzada entre el inodoro y la palangana.

Mandarax, que Mary había devuelto al capitán, estaba guardado en un cajón en el puente. Éste era el único cajón de todo el barco que tenía algo dentro. Estaba ligeramente abierto, de modo que Mandarax oyó y tradujo gran parte de lo que se había dicho esa noche. Gracias a una conexión casual, tradujo todo al kirghiz, incluyendo el plan de von Kleist, que era como sigue: irían directamente a la isla Beltra, de las Galápagos, donde había muelles, un campo de aterrizaje y un pequeño hospital. Había allí, también, una potente estación de radio, de modo que podrían saber con certeza qué habían sido aquellas dos explosiones, y cuál era el estado del resto del mundo, en caso de que hubiera habido una lluvia de meteoritos generalizada, o, como Mary había sugerido, hubiera empezado la tercera guerra mundial.

Sí, y lo mismo habría dado que este plan hubiese sido traducido al kirghiz o alguna otra lengua que prácticamente nadie entendía, porque estaban siguiendo un curso que nunca les permitiría llegar a las Islas Galápagos.

La ignorancia del capitán hubiera bastado para desviar el curso del barco. Pero compensó sus errores durante la primera noche, todavía borracho, cambiando de curso una y otra vez para evitar los probables puntos de impacto de las estrellas fugaces. El voluminoso cerebro, recordad, le había hecho creer que una lluvia de meteoritos se precipitaba sobre el mundo. Cada vez que veía una estrella fugaz, suponía que caería en el océano y provocaría una marejada.

De modo que conducía el barco para que en caso de necesidad la proa afilada hendiese la ola. Cuando salió el sol podría haberse encontrado, gracias al voluminoso cerebro, sencillamente en cualquier parte, con rumbo a no se sabía dónde.

Mary Hepburn, entretanto, a medio camino entre el sueño y la vigilia, tendida junto a "James Wait, estaba haciendo algo que la gente de cerebro reducido ya no puede hacer. Estaba reviviendo el pasado. Era virgen de nuevo. Se encontraba en un saco de dormir. El canto de un chotacabras la había despertado a la luz más clara del alba. Estaba acampando en un parque estatal de Indiana, un museo viviente, un retazo de lo que la zona solía ser antes que los europeos decretaran que sólo se tolerarían plantas o animales domesticados y comestibles. Cuando la joven Mary sacó la cabeza del capullo del saco de dormir, vio unos leños podridos y un arroyo. Yacía sobre eones de muerte y desechos. Había allí comida de sobra si uno fuera un microorganismo o si las hojas pudieran digerirse, pero para un ser humano de nace un millón de años no había ni siquiera medio desayuno.

Era principios de junio. El aire parecía perfumado.

El canto del pájaro venía de la espesura de brezos y zumaques, a cincuenta pasos de Mary. Este reloj despertador la complacía, pues al irse a dormir había pensado despertarse temprano e imaginar que el saco de dormir era un capullo, y emerger de él sinuosa y voluptuosamente, como estaba haciéndolo ahora, convertida en una adulta vivaz.

¡Qué alegría!

¡Qué satisfacción!

Era perfecto porque la amiga que había venido con ella todavía estaba durmiendo.

De modo que se escabulló en silencio por el suelo elástico del prado hasta la espesura, para ver al pájaro compañero que había despertado tan temprano como ella. Lo que vio en cambio fue a un joven alto, delgado y grave en traje de marinero. Y era él quien silbaba el penetrante canto del chotacabras. Era Roy, su futuro marido.

Se sintió molesta y desorientada. Ese traje de marinero tan lejos del mar era un detalle particularmente extravagante. Se sentía incómoda, y quizá tuviera además algo de miedo. Pero si este extraño intentaba acercársele, antes tendría que atravesar una maraña de brezos. Había dormido con la ropa puesta, de modo que estaba enteramente vestida salvo los pies, sólo calzados con medias.

Él había oído cómo ella se acercaba. Tenía un oído extraordinariamente fino, lo mismo que su padre. Era un rasgo de familia. Y él fue el primero en hablar. —Hola —dijo.

—Hola —dijo ella. Más tarde diría que había sentido que era la única persona en el jardín del Edén, cuando se había tropezado con esta criatura vestida de marinero, que actuaba como si todo le perteneciera de antemano. Y Roy contestaba que era ella, en realidad, la que actuaba como si todo le perteneciera.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó ella.

—No sabía que la gente dormía en esta parte del parque —dijo él. En eso estaba en lo cierto, y Mary lo sabía. Ella y su amiga estaban violando las reglas del museo viviente. Se encontraban en una zona donde por la noche sólo se admitía a los animales inferiores.

—¿Es usted marinero? —preguntó ella.

Y él dijo que sí, que lo era, o que lo había sido hasta hacía muy poco. Acababan de darlo de baja en la Marina y viajaba a dedo por el país antes de volver a casa, y había comprobado que la gente estaba mucho más dispuesta a ayudarlo si él llevaba uniforme.

No tendría mucho sentido ahora que alguien preguntara como Mary le preguntó a Roy: «¿Qué está haciendo aquí?». La razón de estar hoy en un sitio cualquiera es invariablemente sencilla y evidente. Nadie tiene una historia tan complicada como la de Roy: había sido dado de baja en San Francisco, había vendido su billete, y luego de comprar un saco de dormir había viajado a dedo al Gran Cañón, al Parque Nacional de Yellowstone y otros sitios que siempre había querido visitar. Lo fascinaban especialmente los pájaros y era capaz de conversar con ellos en sus propias lenguas.

Había oído en la radio de un coche que en este pequeño parque estatal de Indiana habían aparecido dos picamaderos de pico de marfil, especie que, según se creía, hacía mucho que se había extinguido. Había venido directamente. La historia era una broma. Esos grandes y hermosos habitantes de los bosques primitivos se habían extinguido en verdad; los seres humanos habían destruido todos los posibles hábitats de estos pájaros. Ya no había allí suficiente madera podrida, paz y quietud para ellos.

—Les hace falta mucha paz y quietud —comentó Roy—, lo mismo que a mí, y lo mismo que a usted, supongo. Siento si la he molestado. No estaba haciendo nada que un pájaro no hubiera hecho.

Algún mecanismo automático chasqueó levemente en el voluminoso cerebro de la joven. Sintió que las rodillas se le aflojaban y una sensación de frío en el estómago. Se había enamorado de aquel hombre.

Ya nadie tiene recuerdos como ése.

2

*James Wait interrumpió las ensoñaciones de Mary Hepburn con estas palabras: —La quiero tanto. Por favor, cásese conmigo. Me siento tan solo. Tengo tanto miedo.

—Ahorre fuerzas, señor Flemming —le dijo ella. Él había estado proponiéndole matrimonio una y otra vez durante toda la noche.

—Déme la mano —dijo.

—Cada vez que se la doy, usted no me la devuelve —dijo ella.

—Le prometo que se la devolveré —dijo él.

De modo que ella se la dio y él se la apretó débilmente. No tenía ninguna visión del pasado o del futuro. Era poco más que un corazón enfermo, así como Hisako Hiroguchi, abajo, entre el lavabo y el inodoro vibrante, era poco más que un feto y un útero.

Hisako no tenía nada por qué vivir excepto ese hijo que aún no había nacido, pensaba ella.

La gente todavía padece hipo, como siempre, y todavía les hace gracia que alguien se eche una ventosidad. Y todavía tratan de consolar a los enfermos con tonos tranquilizantes de la voz. El tono de Mary mientras le hacía compañía a "James Wait en el barco es un tono que hoy se oye con frecuencia. Con palabras o sin ellas, ese tono transmite lo que una persona enferma quiere escuchar hoy, y lo que *Wait quería escuchar hace un millón de años. Mary dijo cosas de este tipo a *Wait con muchas palabras, pero el tono le habría bastado para transmitir el mismo mensaje: «Todos te queremos. No estás solo. Todo saldrá bien», etcétera.

Nadie que hoy intente consolar a alguien, por supuesto, ha tenido una vida amorosa tan complicada como la de Mary Hepburn, y nadie que hoy esté enfermo ha tenido una vida amorosa tan complicada como la de "James Wait. En la crisis de cualquier historia amorosa de hoy lo que se plantea ante todo es la más simple de las cuestiones: si las personas incluidas en ella se encuentran o no en estado de celo. Los hombres y las mujeres actuales se interesan inevitablemente unos por otros, y por las protuberancias de sus aletas, etcétera, sólo dos veces al año; o, en épocas en que la pesca escasea, sólo una vez. Tanto depende hoy de los peces.

En un conjunto de circunstancias adecuado, el amor podría haber quebrantado el sentido común de Mary Hepburn y de "James Wait en casi cualquier época del año.

Allí, en la cubierta principal, antes que el sol saliera, *Wait estaba genuinamente enamorado de Mary, y Mary estaba genuinamente enamorada de *Wait... o, más bien, de lo que él pretendía ser. Durante toda la noche ella lo había llamado «señor

Flemming» y él no le había pedido que lo llamara por su nombre de pila. ¿Por qué? Porque no recordaba ese nombre de pila.

—La haré muy rica —dijo *Wait.

—Bueno, bueno —dijo Mary—. Tranquilo.

—Interés compuesto —dijo él.

—Ahorre fuerzas, señor Flemming —le dijo ella.

—Por favor, cásese conmigo —dijo él.

—Ya hablaremos de eso cuando lleguemos a Baltra —dijo ella. Le había ofrecido Baltra como algo por lo cual valía la pena vivir. Durante toda la noche en arrullos y murmullos le había hablado de todas las cosas buenas que los esperaban en Baltra, como si la isla fuera el paraíso. Habría santos y ángeles que los saludarían en el desembarcadero con toda clase de alimentos y medicinas.

Él sabía que se estaba muriendo. —Será una viuda muy rica —dijo.

—Nada de hablar de eso ahora —dijo ella.

En cuanto a toda la riqueza que ella heredaría teóricamente, ya que en verdad iba a casarse con él, para convertirse después en su viuda: los detectives de cerebro más voluminoso del mundo no hubieran podido ni siquiera empezar a encontrar la más mínima fracción. En comunidad tras comunidad, *Wait había inventado un prudente ciudadano que no existía, cuya riqueza crecía de continuo, aunque el planeta iba haciéndose cada vez más pobre, y cuya seguridad garantizaban los gobiernos de los Estados Unidos o el Canadá. Por este entonces, su cuenta de ahorros en Guadalajara, México, que estaba en pesos, había sido cancelada.

Si la fortuna de "James Wait hubiera seguido creciendo al paso en que crecía entonces, ahora abarcaría todo el universo: galaxias, agujeros negros, cometas, nubes de asteroides, y meteoros, los meteoritos del capitán, y materia interestelar de toda clase; simplemente todo.

Sí, y si la población humana hubiera seguido creciendo al paso en que crecía entonces, superaría la fortuna de "James Wait, lo cual es decir simplemente todo.

¡Qué imposibles sueños de superación solían tener los seres humanos sólo ayer, sólo hace un millón de años!

3

Entre paréntesis, *Wait se había reproducido. No sólo había enviado mucho tiempo atrás a aquel comerciante de antigüedades por el túnel azul que conduce al Más Allá, también había colaborado en el nacimiento de un heredero. De acuerdo con las normas darwinianas, en ambos casos, como asesino y como progenitor, no lo había hecho mal, es preciso admitirlo.

Se convirtió en progenitor cuando sólo tenía dieciséis años, el apogeo sexual de un macho humano de hace un millón de años.

Estaba todavía en Midland City, Ohio. Era una calurosa tarde de julio y él cortaba el césped de un comerciante de automóviles fabulosamente rico, propietario de los restaurantes locales en los que se servían comidas rápidas. Se llamaba Dwayne Hoover y tenía esposa, pero no descendencia. El señor Hoover estaba en Cincinnati en viaje de negocios, y la señora Hoover, a la que *Wait no había visto nunca aunque le había cortado el césped muchas veces, se encontraba en la casa. Estaba recluida porque, como *Wait había oído decir, tenía problemas con el alcohol, y con las drogas que le había recetado el médico, y el cerebro voluminoso se le había vuelto demasiado errático como para confiar en él en público.

*Wait era guapo por entonces. Su madre y su padre también habían sido guapos. Provenía de una familia guapa. A pesar de que hacía tanto calor, *Wait no se había quitado la camisa. Lo avergonzaban las cicatrices de los castigos que varios padres adoptivos le habían infligido a lo largo de los años. Más tarde, cuando se dedicó a la prostitución en la isla de Manhattan, sus clientes encontraban muy excitantes esas cicatrices dejadas por cigarrillos, percheros, hebillas de cinturones, etcétera.

*Wait no estaba buscando oportunidades sexuales. Acababa de decidir que se iría a Manhattan y no quería hacer nada que pudiera dar a la policía una excusa para encerrarlo. La policía lo conocía muy bien y lo interrogaba a menudo acerca de este o aquel hurto, aunque él nunca había cometido un delito. De cualquier modo, la policía estaba siempre vigilándolo. Le decían cosas como: «Tarde o temprano, hijito, cometerás un gran error».

De modo que la señora Hoover apareció en la puerta con un traje de baño muy reducido. Detrás había una piscina. Ella tenía la cara pintarrajeada e inexpresiva y los dientes en mal estado, pero lucía aún una hermosa figura. Le preguntó si no le gustaría entrar en la casa, donde había aire acondicionado, y beber algo fresco, té helado o limonada.

Cuando *Wait quiso acordarse estaban teniendo contacto sexual, y ella le decía que los dos pertenecían a la misma clase, que ambos estaban perdidos, y le besaba las cicatrices, etcétera.

La señora Hoover concibió, y nueve meses más tarde dio a luz a un niño que el señor Hoover creyó suyo. Era un muchacho guapo, y llegó a ser un buen bailarín y le gustaba mucho la música, como a *Wait.

*Wait oyó hablar del niño después de haberse trasladado a Manhattan, pero nunca pudo considerarlo como un pariente. Pasarían años sin que pensara nunca en eso. Y de pronto el cerebro voluminoso, sin motivo alguno, le dijo que en algún lugar del mundo andaba un joven que no estaría en el mundo si no fuera por él. Eso lo intranquilizaba. Un resultado demasiado grande para tan pequeño accidente.

¿Por qué iba a querer él un hijo en ese entonces? Nunca se le hubiera ocurrido.

El apogeo sexual de los machos humanos de la actualidad, entre paréntesis, se produce más o menos a los seis años. Cuando un macho se encuentra con una hembra en celo, no hay modo de impedir el contacto sexual.

Y lo compadezco porque recuerdo aún cuando yo tenía dieciséis años. Era infernal lo mucho que uno se excitaba. Entonces, como ahora, los orgasmos no traían ningún alivio. Diez minutos después de un orgasmo, ¿qué? Nada servía de nada, excepto otro orgasmo. ¡Y además había que hacer los deberes para el colegio!

4

La gente que viajaba en el Bahía de Darwin no estaba todavía desesperadamente hambrienta. Los intestinos de cada cual, con inclusión de los de *Kazakh, estaban aún extrayendo las últimas moléculas digeribles de lo que habían comido la tarde anterior. Nadie había empezado a consumir parte de su propio cuerpo, el plan de supervivencia de las tortugas de las Galápagos. Las kanka-bonas conocían ya por cierto lo que era el hambre. Para el resto, sería un descubrimiento.

Y las únicas personas que tenían que mantenerse fuertes y no limitarse a dormir todo el tiempo eran Mary Hepburn y el capitán. Las niñas kanka-bonas no entendían nada del barco ni del océano, y nada comprendían de lo que se les dijera en lengua alguna, salvo el kanka-bono. Hisako estaba en estado catatónico, Selena era ciega y *Wait agonizaba. Por tanto, sólo quedaban dos para gobernar el barco y cuidar de *Wait.

Durante la primera noche, los dos acordaron que Mary gobernaría el barco durante el día, cuando el sol le indicara sin ambigüedad en qué dirección se encontraba el este, del cual estaban huyendo, y en qué otra el oeste, donde supuestamente los aguardaban la paz y la abundancia de Baltra. Y el capitán navegaría durante la noche de acuerdo con las estrellas.

Quien no estuviera al timón, haría compañía a *Wait, y presumiblemente dormitaría algo mientras tanto. Eran éstas por cierto largas guardias, difíciles de soportar. Aunque la ordalía sería en verdad muy breve, ya que de acuerdo con los cálculos del capitán, Baltra sólo se encontraba a unas cuarenta horas de Guayaquil.

Si alguna vez hubieran llegado a Baltra, cosa que jamás hicieron, la habrían encontrado devastada y despoblada por otro paquete de dagonita vía aérea.

Los seres humanos eran por ese entonces tan prolíficos que estas explosiones convencionales apenas tenían consecuencias biológicas de largo alcance. Aun al final de guerras muy prolongadas, todavía había mucha gente alrededor. Los bebés eran tan numerosos que los esfuerzos por reducir la población mediante la violencia estaban condenados al fracaso. No causaban más daños irreversibles —exceptuando los ataques nucleares de Hiroshima y Nagasaki— que el Bahía de Darwin al hendir y agitar el mar sin senderos.

Era la capacidad que tenía la humanidad de curarse muy de prisa por medio de los bebés lo que hacía que mucha gente concibiera las explosiones como un espectáculo organizado, como formas altamente teatrales de autoexpresión, y no mucho más.

Lo que la humanidad estaba a punto de perder, sin embargo, excepto una minúscula colonia en Santa Rosalía, era lo que el mar sin senderos no perdería nunca, en tanto estuviera hecho de agua: la capacidad de curarse.

En lo que a la humanidad concernía, todas las heridas estaban a punto de volverse muy permanentes. Y los altos explosivos no serían ya una rama de la empresa del espectáculo.

Sí, y si la humanidad hubiera seguido curando sus autoinfligidas heridas por medio de la copulación, el cuento que tengo que contar acerca de la colonia de Santa Rosalía sería una tragicomedia con el vano e incompetente capitán Adolf von Kleist como protagonista. Habría abarcado unos meses en lugar de un millón de años, pues los colonos nunca se hubieran convertido en colonos. Habrían sido náufragos avistados y rescatados en un tiempo muy breve.

Entre ellos se contaría el avergonzado capitán, único responsable de los afanes de los demás.

Después de sólo una noche pasada en el mar, sin embargo, el capitán aún podía creer que todo iba bien. Pronto sería hora de que Mary Hepburn lo relevara en el timón, y entonces le daría las siguientes instrucciones: «Mantenga el sol a popa toda la mañana, y a proa toda la tarde». Y la tarea más urgente que tenía por delante, se decía, era ganarse el respeto del pasaje. Habían visto lo peor de él. Por el tiempo en que llegaran a Baltra, esperaba, habrían olvidado la borrachera, y todos a una estarían diciendo que les había salvado la vida.

Había otra cosa que la gente podía hacer por entonces, de la que ya no es capaz: disfrutar dentro de sus cabezas de acontecimientos que aún no habían acontecido, y que quizá nunca acontecieran.

Mi madre era muy hábil para esto. Algún día mi padre dejaría de escribir ciencia ficción y en cambio escribiría algo que muchísima gente querría leer. Y tendríamos una nueva casa en una hermosa ciudad, etcétera. A veces hacía que me preguntara por qué Dios se había tomado el trabajo de crear la realidad.

Dijo Mandarax:

La imaginación equivale a múltiples viajes ¡y es mucho más barata!

George William Curtís (1824-1892)

De modo que allí estaba el capitán, medio desnudo en el puente del Bahía de Darwin, pero dentro de su cabeza se encontraba en la isla de Manhattan, donde tenía la mayor parte de su dinero y muchos de sus amigos. De alguna manera iría allí desde Baltra, y se compraría un bonito apartamento en Park Avenue, y al diablo el Ecuador.

Ahora la realidad se entrometía. Estaba saliendo un sol muy real. El sol tenía un pequeño defecto. El capitán había imaginado durante toda la noche que estaban navegando hacia el oeste, de modo que el sol saldría directamente a popa. Este sol particular, sin embargo, estaba a popa, sí, pero también bastante a estribor. De modo que viró el barco a babor hasta que el sol estuviera en el lugar adecuado. El voluminoso cerebro, único responsable del error, le aseguró al alma del capitán que se trataba de un error menor y reciente, y que había ocurrido porque el alba oscurecía las estrellas. El gran cerebro quería que el alma lo respetase, así como quería que los pasajeros lo respetasen. Era un cerebro con vida propia; y llegaría un momento en que el capitán se sentiría desorientado, y culparía al cerebro, e intentaría dispararle un tiro.

Pero para ese momento faltaban todavía cinco días.

Todavía confiaba en él cuando fue a popa para averiguar cómo se encontraba «Williard Flemming» y ayudar a Mary, según lo planeado, a transportarlo a la sombra del pasillo entre las cabinas de los oficiales. No pongo un asterisco delante del nombre de Williard Flemming porque no había tal individuo, y por tanto no podía morir.

Y el capitán sentía tan poco interés por Mary Hepburn como persona, que ni siquiera conocía su apellido. Creía que era Kaplan, el nombre sobre el bolsillo de la blusa de fajina que *Wait utilizaba ahora como almohada.

*Wait también creía que el apellido de ella era Kaplan, por mucho que ella lo corrigiera. Durante la noche él le había dicho: —Vosotros los judíos sois los verdaderos sobrevivientes.

Ella le había contestado: —También usted es un sobreviviente, Williard.

—Bien —había dicho él—, solía creer que lo era, señora Kaplan. Ahora no estoy tan seguro. Supongo que todo el que todavía no ha muerto es un sobreviviente.

—Vamos, vamos —había dicho ella—, hablemos de algo agradable. Hablemos de Baltra.

Pero el flujo de sangre al cerebro de *Wait tuvo que haber sido, al menos por un rato, adecuado, porque él había continuado en la misma línea de razonamiento. Hasta llegó a emitir una risita seca. Había dicho: —Hay muchos por ahí que se jactan de ser sobrevivientes, como si se tratara de algo muy especial. Pero los únicos que no pueden decirlo son los cadáveres.

—Vamos, vamos —había dicho ella.

Cuando poco después del alba el capitán apareció delante de Mary y *Wait, Mary acababa de aceptar casarse con *Wait. La había ganado por cansancio. Era como si le hubiera estado pidiendo agua toda la noche, de modo que finalmente ella tuvo que darle un poco. Él necesitaba tanto el matrimonio, y ella no tenía otra cosa que darle, de modo que le daría un poco.

Mary no creía, sin embargo, que tuviera que cumplir esa promesa casi inmediatamente, o quizá nunca. Por cierto, a ella le gustaba todo lo que él había dicho de sí mismo. Durante la noche él se había enterado de que ella era una entusiasta esquiadora a campo traviesa. Él jamás había calzado un par de esquíes, pero una vez había estado casado con la viuda del propietario de una posada para esquiadores, en las White Mountains, en New Hampshire, y la había arruinado. La había cortejado durante la primavera y la había dejado en la miseria antes que las hojas verdes se volvieran anaranjadas y amarillas y rojas y pardas.

Mary no se había comprometido con un ser humano. Tenía por novio un pastiche.

No era que importase mucho con quién se hubiera comprometido, le decía el voluminoso cerebro, pues con seguridad no podrían casarse antes de llegar a Baltra, y «Williard Flemming», si aún seguía vivo, tendría que someterse a cuidados intensivos inmediatamente. Había mucho tiempo, pensaba, para renunciar al compromiso.

De modo que no le pareció algo muy grave cuando *Wait le dijo al capitán: —Tengo la mejor de las noticias. La señora Kaplan se casará conmigo. Soy el hombre más afortunado del mundo.

El destino le hizo entonces una zancadilla a Mary, casi tan rápida y tan lógica como mi decapitación en el astillero de Malmö.

—Estáis de suerte —dijo el capitán—. Como capitán de este barco en aguas internacionales, estoy legalmente capacitado para casaros. Amados míos, henos aquí reunidos a la vista de Dios... —empezó, y dos minutos más tarde había hecho de «Mary Ka-plan» y «Williard Flemming» marido y mujer.

5

Dijo Mandarax:

Los juramentos no son sino palabras, y las palabras no son sino viento.

Samuel Butler (1612-1680)

Y Mary Hepburn, en Santa Rosalía, memorizaría esa cita de Mandarax y centenares de otras más. Pero a medida que fueron transcurriendo los años, fue tomando cada vez más en serio el matrimonio con «Williard Flemming», aun cuando su segundo marido había muerto con una sonrisa en los labios dos minutos después que el capitán los declarara marido y mujer. Le diría a la peluda Akiko cuando ya era una señora vieja, muy vieja, encorvada y desdentada: —Agradezco a Dios que me haya dado dos hombres buenos. —Se refería a Roy y a «Williard Flemming». Era un modo de decir, también, que no apreciaba mucho al capitán, entonces un hombre viejo, muy viejo, y padre y abuelo de todos los jóvenes de la isla, excepto Akiko.

Akiko era la única persona joven de la colonia que insistía en escuchar historias, y en particular historias de amor, de la vida en el continente. De modo que Mary se disculpaba por conocer tan pocas historias de amor en primera persona. Sus padres, decía, habían estado muy enamorados, y Akiko disfrutaba al oír que habían estado besándose y abrazándose hasta el último momento.

Mary hacía reír a Akiko contándole el ridículo romance, si así podía llamárselo, que había tenido con un viudo llamado Robert Wojciehowitz, director del departamento de inglés en la escuela secundaria de Ilium antes de que la clausuraran. Era la única persona, aparte de Roy y «Williard Flemming», que le había propuesto matrimonio.

La historia era la siguiente:

Robert Wojciehowitz había empezado a llamarla y proponerle citas sólo dos semanas después de la muerte de Roy. Ella lo rechazó y dijo que todavía era muy pronto para que empezara a hacer citas otra vez.

Trató de desalentarlo por todos los medios, pero él insistió y fue a verla una tarde, aunque ella le había dicho que quería estar sola. Llegó a la casa mientras ella estaba cortando el césped. Hizo que apagara la segadora y farfulló una propuesta de matrimonio.

Mary describió el coche de su pretendiente a Akiko y la hizo reír, aunque Akiko no había visto ni vería nunca ninguna clase de automóvil. Robert Wojciehowitz conducía un Jaguar que había sido muy hermoso, pero que estaba todo rayado y abollado del lado del conductor. El coche era un regalo que le había hecho su esposa mientras agonizaba. El nombre de ella era *Doris, nombre que Akiko daría a una de sus peludas hijas sencillamente por la historia que Mary le había contado.

*Doris Wojciehowitz había heredado algo de dinero y compró el Jaguar para Wojciehowitz como modo de agradecerle que hubiera sido tan buen marido. Tenían un hijo grande llamado Joseph, que era un zafio, y que estropeó el hermoso Jaguar cuando su madre todavía vivía. Joseph fue enviado a la cárcel un año, como castigo por conducir un vehículo motorizado bajo los efectos del alcohol.

He aquí otra vez nuestro viejo amigo el alcohol, el reductor de cerebros.

La propuesta de matrimonio de Robert tuvo lugar en el único césped recién cortado de todo el barrio. Los demás patios estaban siendo reconquistados por la vida silvestre, pues el resto de la gente se había ido. Y todo el tiempo que duró la propuesta de matrimonio de Wojciehowitz, un gran perdiguero de color dorado estuvo ladrándoles y pretendiendo ser peligroso. Éste era Donald, el perro que tanto había consolado a Roy en los últimos meses de su vida. Aun los perros tenían nombre en ese entonces. Donald era el perro. Robert era el hombre. Y Donald era inofensivo. Jamás había mordido a nadie. Todo lo que quería era que alguien arrojara un palo para que él pudiera traerlo de vuelta, para que alguien lo arrojara y él pudiera traerlo de vuelta, y así una y otra vez. Donald no era muy inteligente, por no decir más. Por cierto, no compondría la Novena Sinfonía de Beethoven. Cuando Donald dormía, a menudo gimoteaba y le temblaban las piernas traseras. Soñaba que recuperaba palos.

A Robert lo asustaban los perros, porque cuando sólo tenía cinco años él y su madre habían sido atacados por un doberman. Mientras hubiera alguien cerca cuidando de los perros, Robert se mantenía tranquilo. Pero cuando se encontraba a solas con uno, cualquiera fuese el tamaño del animal, sudaba y temblaba y los pelos se le ponían de punta. De modo que estaba siempre atento para evitar esas situaciones.

Pero esta propuesta de matrimonio sorprendió de tal modo a Mary, que se echó a llorar, algo que ya nadie hace. Estaba tan embarazada y confusa, que se disculpó con una voz quebrada y se metió corriendo en la casa. No quería estar casada con nadie más que con Roy. Aun cuando Roy estuviera muerto, sólo quería estar casada con él.

De modo que esto dejaba a Robert delante de la casa, con Donald.

Si el voluminoso cerebro de Robert hubiera servido de algo, le habría aconsejado que caminara lentamente hasta el coche y le dijera a Donald que se callara la boca y se fuera. Pero en cambio, hizo que Robert escapara corriendo. Era un cerebro tan defectuoso, que Robert pasó corriendo junto al coche, lo dejó atrás mientras Donald lo seguía saltando, y cruzó la calle y trepó a un manzano que crecía delante de una casa vacía cuyos dueños se habían mudado a Alaska.

De modo que Donald se sentó al pie del árbol y se quedó allí ladrando.

Robert estuvo una hora en el árbol, sin atreverse a bajar, hasta que Mary, preguntándose por qué Donald no dejaba de ladrar, salió de la casa y lo rescató.

Cuando Robert bajó tenía náuseas de miedo, y se despreciaba a sí mismo. De hecho, se puso a vomitar salpicándose los zapatos y los pantalones. Al fin alcanzó a refunfuñar: —No soy un hombre. Sencillamente no soy un hombre. Por supuesto, ya no volveré a molestarla. Nunca más volveré a molestar a alguna mujer.

Y cuento ahora esta historia de Mary porque el capitán Adolf von Kleist tendría la misma baja opinión de su propio coraje después de batir el mar durante cinco días y cinco noches hasta convertirlo en espuma sin encontrar ni rastros de cualquier clase de isla.

Estaba demasiado al norte, demasiado al norte. De modo que todos estábamos demasiado al norte. Yo no tenía hambre, por supuesto, ni tampoco la tenía *James Wait, que estaba congelado en el depósito de carne de la cocina. Allí, aunque se habían llevado todas las bombillas, todavía había luz, aunque de infernal aspecto: la que venía de los hornos y las hornallas eléctricas.

Sí, y la plomería aún funcionaba. Había agua abundante en todos los grifos, tanto caliente como fría.

De modo que nadie tenía sed, pero todo el mundo estaba famélico. Kazakh, la perra de Selena, había desaparecido, y no pongo un asterisco delante del nombre porque Kazakh estaba muerta. Las niñas kanka-bonas la habían robado mientras Selena dormía, y ellas mismas la ahogaron, y la despellejaron y le quitaron las entrañas sin otra herramienta que los dientes y las uñas. La asaron en el horno. Nadie lo sabía aún.

De cualquier modo, la perra había estado consumiendo su propia sustancia. Cuando la mataron no era más que piel y huesos.

Si hubiera llegado a Santa Rosalía, no habría tenido un gran futuro, aun en las improbables circunstancias de que hubiera habido allí un perro macho. Todo lo que podría haber conseguido _como modo de perdurar después de muerta— hubiera sido dar a la peluda Akiko, que estaba a punto de nacer, recuerdos infantiles de un perro. Aun en el mejor de los casos, Kazakh no habría vivido tanto como para que otros niños nacidos en la isla la mimaran, vieran cómo meneaba la cola, etcétera. No habrían podido recordar los ladridos de Kazakh, porque Kazakh nunca ladraba.

6

Digo ahora de la prematura muerte de Kazakh, no sea que alguien se sienta movido hasta las lágrimas: «Oh, al fin y al cabo no iba a componer la Novena Sinfonía de Beethoven».

Digo lo mismo de la muerte de James Wait: «Oh, al fin y al cabo no iba a componer la Novena Sinfonía de Beethoven».

Ese irónico comentario acerca de lo poco que la gran mayoría de nosotros es capaz de conseguir en la vida, por mucho que vivamos, no es de mi propia invención. Lo oí por primera vez en sueco en un funeral, mientras estaba todavía vivo. El cadáver en este particular rito de pasaje era el capataz de un astillero, obtuso e impopular, llamado Per Olaf Rosenquist. Murió joven, o lo que entonces se consideraba joven, porque, como James Wait, había heredado un corazón defectuoso. Fui al funeral con un compañero llamado Hjalmar Arvid Boström, aunque poco pueda importar cómo se llamaba nadie hace un millón de años. Cuando abandonamos la iglesia, Boström me dijo: —Oh, al fin y al cabo no iba a componer la Novena Sinfonía de Beethoven.

Le pregunté si ese chiste negro era original, y me dijo que no, que se lo había oído a su abuelo, un oficial alemán encargado de enterrar a los muertos en el frente occidental durante la primera guerra mundial. Era común entre los soldados que se iniciaban en este trabajo adoptar una actitud filosófica acerca de este o aquel cadáver, sobre cuya cara iban a echar unas paladas de tierra, especulando sobre lo que habría podido ser si no hubiera muerto tan joven. Había muchas cosas cínicas que un veterano podía decir a semejante recluta reflexivo, y una de ellas era: «No te preocupes. De cualquier modo no iba a componer la Novena Sinfonía de Beethoven».

Después que yo mismo fui sepultado joven en Malmö, a sólo seis metros de Per Olaf Rosenquist, Hjalmar Arvid Boström dijo de mí al abandonar el cementerio: «Oh, bueno, al fin y al cabo León no iba a componer la Novena Sinfonía de Beethoven».

Sí, y recordé ese comentario cuando el capitán von Kleist reprendió a Mary por llorar la muerte del hombre que ellos llamaban Williard Flemming. Hacía sólo doce horas que navegaban por el mar, y al capitán aún no le costaba nada sentirse superior a ella, y en verdad, prácticamente a todo el mundo.

Le dijo, mientras le explicaba cómo mantener el barco en curso hacia el oeste: —Qué pérdida de tiempo, llorar por un completo desconocido. Por lo que usted me dice, no tenía parientes y ya no hacía ningún trabajo útil, de modo que no hay por qué llorar. —Ése podría haber sido un momento oportuno para que yo dijera con voz desencarnada: «Por cierto, no iba a componer la Novena Sinfonía de Beethoven.»

Hizo luego una especie de broma, que realmente no sonó como tal: —Como capitán de este barco —dijo—, ordeno que sólo llore cuando haya algo por qué llorar. No lo hay ahora.

—Era mi marido —dijo ella—. He tomado muy en serio la ceremonia. Puede reírse si quiere. — Wait era un tema todavía presente. Aún no lo habían puesto en el frigorífico. —Dio mucho al mundo y tenía todavía mucho que dar, si lo hubiéramos salvado.

—¿Qué cosa tan maravillosa dio este hombre al mundo? —preguntó el capitán.

—Sabía más de molinos de viento que cualquier otro hombre —dijo ella—. Decía que era posible cerrar las minas de carbón y de uranio; bastarían unos cuantos molinos de viento para que los sitios más fríos del mundo fueran tan cálidos como Miami, Florida. Era también compositor.

—¿De veras? —dijo el capitán.

—Sí —dijo ella—. Compuso dos sinfonías. —Me hizo gracia, en vista de lo que he dicho hace un rato, que Wait hubiera afirmado durante la última noche pasada en tierra que había compuesto dos sinfonías. Mary siguió diciendo que cuando volviera a su país, iría a Moose Jaw en busca de esas sinfonías que nunca habían sido ejecutadas, e intentaría que una orquesta las estrenase.

—Williard era un hombre tan modesto —dijo.

—Así parece —dijo el capitán.

Ciento ocho horas más tarde, el capitán se encontraría compitiendo directamente con la reputación de este modesto parangón.

—Si por lo menos Williard todavía viviera —dijo ella—, sabría exactamente qué hacer.

El capitán había perdido totalmente el amor propio, y aunque tenia todavía por delante treinta años de vida, nunca volvería a recuperarlo. ¿Qué os parece esto como tragedia? Respondió de un modo abyecto a la burla de Mary. —Estoy abierto, es claro, a cualquier sugerencia —dijo—. Sólo tiene que decirme qué habría hecho el maravilloso Williard y lo haré de buen grado.

Por ese entonces ya había disparado contra su cerebro y ahora sólo seguía los consejos de su alma, dirigiendo el barco ya en una dirección, ya en otra. La aparición de una isla del tamaño de un pañuelo habría inspirado al capitán lágrimas de gratitud.

Y, sí, una vez más el sol se ponía, ya a proa, ya a popa, ya a babor, ya a estribor.

En la cubierta de abajo, Selena MacIntosh llamaban a su perra: —Kaaaaaaaa-zakh, Kaaaaaaaa-zakh. ¿Ha visto alguien a mi perra?

Mary contestó desde arriba: —No está aquí. —Y luego, tratando de imaginar qué habría hecho Williard, se le ocurrió la idea de que Mandarax, además de ser un traductor, un reloj, etcétera, quizá fuera también una radio. Le dijo al capitán que tratara de pedir ayuda por medio de Mandarax.

El capitán no sabía que el instrumento era un Mandarax. Creía que era un Gokubi, y él tenía un Gokubi en su casa de Quito en el cajón de los pañuelos, junto con algunos gemelos de camisa, botones de cuello y relojes. Se lo había regalado su hermano la Navidad pasada, pero él no le había encontrado ninguna utilidad. Para él era sólo otro juguete, y esto sabía al menos: no era una radio.

Sostuvo en la mano lo que él creía un Gokubi y le dijo a Mary: —Daría mi brazo derecho porque esta chatarra fuera una radio. Sin embargo, se lo aseguro ni siquiera el santo Williard Flemming podría enviar o recibir un mensaje con un Gokubi.

—¡Quizás es hora de que deje de estar tan seguro acerca de tantas cosas! —dijo Mary.

—Yo también lo he pensado —dijo él.

—Envíe entonces una señal de SOS —le dijo Mary—. ¿Qué se pierde con probar?

—Nada, por cierto —dijo el capitán—. Señora Flemming, tiene usted muchísima razón. Sin duda, nada puede perderse. —Habló por el micrófono de Mandarax. diciendo la palabra internacional de hace un millón de años, la señal de un barco en apuros:

—Mayday, Mayday, Mayday2 —entonó.

Luego dio la vuelta a Mandarax para que él y Mary pudieran leer cualquier respuesta que apareciese en la pantalla. Sin darse cuenta habían puesto en funcionamiento el intelecto del aparato, la parte ausente en Gokubi que conocía muchísimas citas acerca de cualquier tema, incluso el mes de mayo. En la pequeña pantalla aparecieron estas palabras, por entero desconcertantes:

En el depravado mayo, cerezo y nogal. Judas floreciente. Ser comido, ser dividido, ser bebido entre murmullos...

T.S.Eliot (1888-1965)

7

El capitán y Mary llegaron a creer por un Momento que se habían puesto en contacto con el mundo exterior, aunque ninguna respuesta a una señal de SOS hubiera podido llegar con tanta rapidez y ser tan literaria.

De modo que el capitán llamó otra vez: —¡Mayday, Mayday! Aquí el Bahía de Darwin llamando, posición desconocida. ¿Podéis oírme? A lo cual Mandarax replicó:

Mayo será un buen mes el año próximo o quizá no.

Oh, sí, pero entonces tendremos veinticuatro.

A. E. Housman (1859-1936)

Fue entonces evidente que la palabra May ponía en funcionamiento la capacidad del aparato para disparar una cita tras otra. El capitán quedó intrigado. Todavía creía tener un Gokubi, pero algo más elaborado que el que tenía en casa. ¡Cuánto se equivocaba! Se dio cuenta de que estaba recibiendo respuestas a la palabra «mayo». De modo que probó con la palabra «junio».

Y Mandarax replicó:

Junio estalla por todas partes.

Osear Hammersteín II (1895-1960)

—¡Octubre! ¡Octubre! —exclamó el capitán.

Y Mandarax replicó:

Los cielos, cenicientos y apagados;


las hojas, quebradizas y secas;


las hojas, mortecinas y secas.

Era de noche en el desolado octubre


de mi año más inmemorial.

Edgar Allan Poe (1809-1849)

Esto en cuanto a Mandarax, que el capitán todavía creía que era un Gokubi. Y Mary le dijo que volviera a subir a la punta del mástil para ver lo que pudiera ver.

Antes de subir, sin embargo, echó una púa más al capitán. Le preguntó el nombre de la isla que quizá viera muy pronto. Esto es lo que él había hecho durante todo ese tercer día en el mar: había nombrado islas que estaban por debajo del horizonte, y supuestamente justo delante. —Mantenga los ojos abiertos para contemplar San Cristóbal, o quizá Genovesa, según estemos más o menos al sur —había dicho; o ese mismo día, más tarde: — ¡Ah! ¡Ahora sé dónde estamos! En cualquier momento nos toparemos con la Isla de Hood... el único sitio en que anida el albatros bamboleante, el ave más grande el archipiélago.— Y así sucesivamente.

Estos albatros, entre paréntesis, todavía merodean por aquí, y todavía anidan en Hood. Tienen unas alas de dos metros de envergadura, y están tan dedicados como siempre al futuro de la aviación. Siguen considerándola la cosa del futuro.

El quinto día llegaba a su término; sin embargo el capitán guardó silencio cuando Mary le pidió que nombrara alguna isla de las cercanías.

Ella volvió a preguntárselo y él le respondió: —El Monte Ararat.

Cuando subió al mástil, sin embargo, me sorprendió que no gritara de asombro ante lo que yo confundí con un muy extraño fenómeno meteorológico que estaba ocurriendo sobre la popa del barco y que luego se desplazó hacia la estela espumosa. Parecía ser de naturaleza eléctrica, aunque muy silencioso, un pariente cercano de la centella, quizá, o del fuego de San Telmo.

Aquella ex profesora de escuela secundaria lo miró, pero no pareció que lo considerase fuera de lo común. Y entonces comprendí que sólo yo podía verlo y me di cuenta de lo que era: el túnel azul que conduce al Más Allá. Había venido a mi otra vez.

Lo había visto tres veces antes: en el momento de mi decapitación, y luego en el cementerio de Malmö, cuando la arcilla sueca sonaba húmeda sobre la tapa de mi ataúd, y Hjalmar Arvid Boström, quien por cierto nunca iba a componer la Novena Sinfonía de Beethoven, dijo de mí: —Oh, después de todo, nunca iba a componer la Novena Sinfonía de Beethoven. —Había aparecido por tercera vez cuando yo mismo me encontraba en lo alto del mástil, durante una tormenta en el Atlántico Norte, golpeado por el aguanieve y la ventisca, sosteniendo en alto mi cabeza rebanada como si fuera una pelota de baloncesto.

Sólo yo puedo darme cuenta de lo que implica la aparición del túnel azul: ¿He satisfecho por fin mi curiosidad acerca del significado de la vida? Entonces es ñora de entrar en lo que comparo con una aspiradora. Si hay en verdad una fuerza de succión dentro del túnel, de una luz muy semejante a la que arrojan las hornallas y hornos eléctricos del Bahía de Darwin, no parece afectar a mi difunto padre, el escritor de ciencia ficción Kilgore Trout, que puede permanecer en la tobera y charlar conmigo.

Lo primero que mi padre me dijo por sobre la popa del Bahía de Darwin fue lo siguiente: —¿Ya tienes bastante de ese barco de necios, hijo? Ven conmigo en seguida. Si esta vez me desairas, no volverás a verme en un millón de años.

¡Un millón de años! ¡Dios mío, un millón de años! No bromeaba. Por malo que hubiera sido como padre, siempre había cumplido sus promesas, y nunca me había mentido a sabiendas.

De modo que di un primer paso hacia él, pero no un segundo. Estaba yo como una pájara boba de patas azules al comienzo de la danza nupcial. Como en una danza nupcial, ese titubeante primer paso era como el primer tic de un reloj, que se volvería irresistible. Yo ya estaba cambiando, aunque todavía me encontraba lejos de la tobera. El latido de las maquinarias del Bahía de Darwin se hizo más débil y el acero de la cubierta principal se hizo transparente, de modo que yo podía ver el salón principal a mis píes, donde las niñas kanka-bonas roían los huesos de su inocente hermana Kazakh.

Ese primer paso hacia mi padre me hizo pensar lo siguiente acerca de las niñas indias y Mary en el puesto de vigía a mis espaldas, e Hisako Hiroguchi y su feto en el lavabo y el desmoralizado capitán y la ciega Selena en el puente, y el cadáver en el refrigerador: «¿Cómo he llegado a preocuparme por esta gente desconocida, estos esclavos del miedo y el hambre? ¿Qué tienen que ver conmigo?»

Cuando no di un segundo paso hacia mi padre, él me dijo: —Adelante, León. No es tiempo de titubeos.

—Pero no he completado aún mi investigación —protesté. Había decidido ser un fantasma porque esa ocupación tiene como beneficio secundario la posibilidad de leer el pensamiento, conocer la verdad del pasado de la gente, ver a través de los muros, estar en muchos sitios a la vez, conocer en profundidad cómo esta o aquella situación ha llegado a tener determinada estructura, y acceder a todo conocimiento humano—. Padre —dije—, concédeme cinco años más.

—¡Cinco años! —exclamó. Se burló de mí recordándome los tres convenios previos que había hecho con él—: «Sólo un día más, papá.» «Sólo un mes más, papi.» «Sólo seis meses más, papaíto.»

—¡Pero estoy aprendiendo tanto acerca de lo que es la vida, cómo funciona en realidad, cuál es su verdadero significado! —dije.

—No me mientas —dijo—. ¿Te has mentido alguna vez a ti mismo?

—No, señor—dije.

—Entonces no me mientas a mí —dijo.

—¿Eres un dios ahora? —le pregunté.

—No —dijo—. Aún no soy nada más que tu padre León, pero no me mientas. A pesar de todo lo que escachas a escondidas, no has acumulado otra cosa que información. Lo mismo daría que fueras un coleccionista de cromos de jugadores de baseball o de tapas de botellas. Por el sentido que encuentras en toda esa información de que ahora dispones, lo mismo daría que fueras Mandarax.

—Sólo cinco años más, papaíto, papi, padre, papá —dije.

—Ese tiempo no basta para aprender lo que esperas aprender —dijo—. Y es por eso, hijo, que te doy mi palabra de honor: si me desairas ahora, no volveré en un millón de años.

»¡León, León, León! —imploró—. Cuanto más aprendas acerca de la gente, tanto mayor será tu disgusto. Habría creído que el hecho de que los hombres supuestamente más sabios de tu país te hubieran enviado a luchar en una guerra incesante, despiadada, horripilante, y en última instancia sin sentido, te habría dado suficiente comprensión de la naturaleza humana como para que te durara toda la eternidad.

»¿Es preciso que te diga que esos mismos maravillosos animales de los que aparentemente quieres saber más y más, están en este momento tan orgullosos como Punch por tener armas preparadas para dispararse en cualquier momento, con la garantía de matarlo todo?

»¿Es preciso que te diga que este plañera otrora hermoso y nutritivo cuando se lo miraba desde el aire parece ahora los órganos enfermos del pobre Roy Hepburn expuestos en la autopsia, y que los cánceres visibles que crecen por el gusto de crecer, y que lo consumen y lo envenenan todo, son las ciudades de tu amada humanidad?

»¿Es preciso que te diga que estos animales han hecho tantas chapucerías que ya no pueden imaginar una vida decente ni siquiera para sus propios nietos, y que considerarían un milagro que quedara algo que comer o disfrutar en el año dos mil, para el que ahora sólo faltan catorce años?

»Como los pasajeros de este maldito barco, hijo mío, son conducidos por capitanes que no tienen cartas ni brújulas, y que minuto a minuto no se ocupan de problema más sustancial que proteger su amor propio.

Como mientras vivía, le hacía falta afeitarse. Como mientras vivía, estaba pálido y demacrado. Y un motivo, sin duda, por el que me era difícil dar otro paso hacia él, era que no me gustaba.

Me había escapado de casa a los dieciséis años porque me avergonzaba tanto de mi padre.

Si en lugar de mi padre hubiera habido un ángel a la boca del túnel azul, quizá me habría metido en él de un salto.

James Wait había escapado de casa porque la gente lo castigaba todo el tiempo. No habría sido muy diferente si hubiera escapado de las manos de la Inquisición española, tan ingeniosas eran las torturas que los voluminosos cerebros de los padres adoptivos concebían para él. Yo escapé de un padre real que nunca me había levantado la mano.

Pero cuando yo era demasiado joven como para entenderlo, mi padre me utilizó como cómplice con el propósito de alejar a mi madre para siempre.

Hacía que junto con él me mofara de mi madre cuando ella quería viajar a algún sitio, hacerse de amigos o invitarlos a cenar, ir alguna vez al cine o a un restaurante. Yo estaba de acuerdo con mi padre. Entonces yo creía que él era el escritor más grande del mundo; y yo en verdad no conocía otra cosa de la que pudiera sentirme orgulloso. No teníamos amigos —la nuestra era la casa más deteriorada del vecindario—, y ni siquiera televisor o automóvil. ¿Por qué entonces no habría de defenderlo contra mi madre? De cualquier modo es preciso reconocer que él jamás sugirió que fuera un gran escritor. Cuando mi juicio no era maduro, sin embargo, yo admiraba su insistencia en no hacer otra cosa que escribir y fumar todo el tiempo... y digo bien, todo el tiempo.

Oh, sí, y había otra cosa de la que creía que podía enorgullecerme, y que por cierto contaba mucho en Cohoes: mi padre había estado en la Marina.

Cuando tuve dieciséis años, sin embargo, yo mismo llegué a la conclusión a la que mi madre y los vecinos habían llegado tanto tiempo atrás: que mí padre era un repelente fracasado, que su obra aparecía sólo en las editoriales y revistas de más baja reputación y que no le pagaban casi nada. Era un insulto a la vida misma, pensé, cuando siguió utilizándola nada más que para escribir y fumar todo el tiempo, y digo bien, todo el tiempo.

Por ese entonces yo tenía cero en todas las asignaturas excepto en arte. Nadie tenía cero en arte en la escuela secundaria de Cohoes. Eso era sencillamente imposible. Y huí en busca de mi madre, a la que nunca encontré.

Mi padre había publicado más de cien libros y un millar de cuentos, pero en todos mis viajes sólo encontré a una persona que hubiera oído de él. Semejante encuentro después de una búsqueda tan larga, me confundió de cal modo emocionalmente que creo que estuve loco por un tiempo.

Nunca telefoneaba a mi padre, ni siquiera le enviaba una postal, y sólo supe que había muerto cuando morí yo mismo, y él apareció por primera vez en la boca del túnel azul que conduce al Más Allá.

No obstante yo lo había respetado por lo único que —pensaba yo— él podía aún sentirse orgulloso: también yo había estado en la Marina de los Estados Unidos. Era una tradición de familia.

Y vaya si no me he convertido también yo en escritor, garabateando como mi padre, sin el menor indicio de que pueda haber un lector en sitio alguno. No lo hay. No puede haberlo.

De modo que los dos habíamos sido como los pájaros bobos de patas azules, hacíamos lo que teníamos que hacer, con testigos o sin ellos; y esto último era lo más probable.

Entonces mi padre me dijo desde la boca del túnel: —Eres como tu madre.

—¿En qué sentido? —pregunté.

—¿Sabes cuál era su cita favorita? —dijo.

Por cierto que yo la sabía, y también la sabía Mandarax. Es el epígrafe de este libro.

—Crees que los seres humanos son animales bondadosos, que terminarán por resolver todos sus problemas y que liarán otra vez de la tierra un Jardín del Edén.

—¿Puedo verla, por favor? —dije. Sabía que ella estaba en algún sitio al otro extremo del túnel, sabía que estaba muerta. Eso fue lo primero que le pregunté a mi padre después de haber muerto yo mismo—: ¿Sabes qué ha sido de mamá?

La había buscado por todas partes antes de ingresar en la Marina de los Estados Unidos.

—¿Es mamá la que está detrás de ti? —pregunté. El túnel azul se retorcía en una inquieta peristalsis. Las contorsiones me permitían a menudo atisbar profundamente dentro de él. Vi a esa mujer allí la tercera vez que papá apareció, y pensé que quizá fuera mi madre, pero no tuve tanta suerte.

—Soy Naomi Tharp, León —me dijo la mujer. Era la vecina que, por un corto tiempo después de la partida de mi verdadera madre, hizo lo que pudo por reemplazarla—. Soy la señora Tharp —llamó—. Me recuerdas, ¿no es cierto, León? Ven, entra, como cuando entrabas en mi casa por la puerta de la cocina. Sé un buen chico. No querrás quedarte ahí afuera un millón de años más.

Avancé otro paso hacia la boca del túnel. El Bahía de Darwin se convirtió en una fantasía de telarañas. El túnel se convirtió en un medio de transporte tan sustancial y adecuado como el tranvía de Malmö que solía llevarme al astillero y traerme de vuelta cada día.

Pero entonces, detrás de mí, desde la cofa del Bahía de Darwin, escuché el oscuro fantasma que era Mary ahora: gritaba algo una y otra vez. Me pareció que pasaba por alguna especie de agonía. No entendía lo que gritaba, pero el tono habría sido el adecuado si le hubieran disparado un tiro en el estómago.

Tenía que enterarme de lo que decía y por lo tanto di dos pasos atrás, y luego me volví y la miré allá arriba. Estaba sollozando, estaba riendo. Se había inclinado sobre el borde del cubo de acero, de modo que tenía la cabeza al revés cuando le gritó al capitán que estaba en el puente: —¡Tierra, tierra! ¡Alabado sea Dios! ¡Dios querido! ¡Tierra, tierra!

8

Fue Santa Rosalía lo que vio Mary Hepburn. El capitán, por supuesto, acercó el barco en seguida con la esperanza de encontrar gente que la habitara, o cuando menos animales que él y los demás pudieran cocinar y comer. Faltaba decidir si me quedaría allí a ver qué pasaba. El precio que yo tendría que pagar por satisfacer mi curiosidad acerca del destino de los pasajeros no era nada ambiguo: tener que merodear por la tierra, sin oportunidad de libertad condicional, durante un millón de años.

Lo decidió por mí Mary Hepburn, «la señora Flemming», cuya alegría en la cofa del mástil sostuvo mi atención durante tanto tiempo que cuando me volví hacia el túnel, el túnel había desaparecido.

He completado ya esa sentencia de un millar de milenios. He pagado plenamente la deuda que tenía con la sociedad o lo que fuere. Puedo esperar que en cualquier momento aparezca el túnel azul. Por supuesto, saltaré dentro de él de muy buen grado. Ya no ocurre nada aquí que yo no haya visto u oído antes, muchas veces. Nadie, por cierto, va a componer la Novena Sinfonía de Beethoven... o decir una mentira, o iniciar una tercera guerra mundial.

Mi madre estaba en lo cierto: aun en los días más oscuros hay esperanzas para la humanidad.

Un primero de diciembre de 1986, un lunes por la tarde, el capitán Adolf von Kleist, cuyo barco no tenía un ancla que sirviera, varó intencionalmente el Bahía de Darwin en un bajío de lava, cerca de la costa. Creía que podría librarse por sí mismo, como lo había hecho en Guayaquil, cuando fuera tiempo de volver a navegar.

¿Cuándo se disponía el capitán a volver a navegar? Tan pronto como la despensa estuviera llena de nuevos, pájaros bobos, iguanas, pingüinos y cangrejos, y cualquier otra cosa que fuera comestible y fácil de atrapar. Cuando la reserva de alimentos fuese equiparable a las reservas de combustible y agua, podría volver tranquilamente al continente y buscar algún puerto pacífico. Redescubriría el continente sudamericano.

Apagó los motores, que habían sido siempre fieles, pero que ya no lo serían. Por razones que nunca entendió, no volverían a ponerse en marcha.

Esto significaba que las hornallas, los hornos y los refrigeradores dejarían de funcionar también, tan pronto como se gastaran las baterías.

Había todavía diez metros de amarra de popa, de cordón umbilical de nylon blanco enrollado a una cornamusa en la cubierta principal. El capitán hizo unos nudos y luego él y Mary bajaron por la cuerda, y vadearon el bajío hacia la costa para buscar huevos, y matar animales inferiores que no les tuvieran miedo. Como bolsas de almacenaje, utilizarían la blusa de Mary y la camisa nueva de James Wait, que todavía conservaba el rótulo con el precio.

Retorcieron el pescuezo a los pájaros bobos. Atraparon iguanas de tierra por la cola y luego las golpearon contra las piedras negras hasta matarlas. Y fue durante esta carnicería que Mary se arañó, y un audaz pinzón vampiro probó un primer sorbo de sangre humana.

Los matarifes dejaron en paz a las iguanas marinas, creyéndolas incomestibles. Pasarían dos años antes que descubrieran que las algas parcialmente digeridas en el estómago de estas criaturas no sólo eran un sabroso plato caliente precocinado, sino también un remedio para las deficiencias de vitaminas y minerales que habían padecido hasta entonces. Algunas personas, además, digerían mejor que otras este puré, por lo que tenían un aspecto más saludable, y eran más atractivos como compañeros de sexo. De modo que la Ley de Selección Natural puso manos a la obra con el resultado de que un millón de años más tarde los seres humanos pueden digerir las algas por sí mismos, sin intervención de las iguanas marinas, a las que dejan en paz.

Es ésta una disposición de las cosas mucho más agradable para todo el mundo.

La gente sigue matando peces, sin embargo, y cuando el pescado escasea siguen comiendo pájaros bobos, que a su vez siguen sin tener miedo a la gente.

Podría quedarme aquí otro millón de años y todo ese tiempo, estoy seguro, no bastaría para que los pájaros bobos llegaran a entender que la gente es peligrosa. Sí, y corno ya he dicho, todavía bailan y bailan en la época de apareamiento.

Esa noche la gente celebró una verdadera fiesta en el Bahía de Darwin. Comieron en la cubierta principal, y la misma cubierta principal sirvió de fuente, y el capitán fue el chef. Hubo iguanas de tierra asadas rellenas con carne picada de cangrejo y de pinzón. Hubo pájaros bobos asados rellenos con sus propios huevos y bañados en grasa de pingüino derretida. Todo era absolutamente delicioso. La gente se sentía de nuevo feliz.

Y a la mañana siguiente, con las primeras luces, el capitán y Mary bajaron otra vez a tierra y llevaron con ellos a las niñas kanka-bonas. Todos mataron y mataron y arrastraron cadáveres y más cadáveres, hasta que además del cuerpo de James Wait, el refrigerador del barco contuvo aves, iguanas y huevos suficientes como para un mes si fuera necesario. Ahora no sólo tenían combustible y agua en abundancia, sino una cantidad inagotable de comida, y buena comida, por añadidura.

Luego el capitán pondría en funcionamiento los motores. Llevaría el barco hacia el este a la velocidad máxima. No había nada que le impidiera topar con América del Sur o América Central, o América del Norte, le dijo el capitán a Mary, recuperado el sentido del humor, «... a no ser que tengamos la desdicha de pasar por el canal de Panamá. Pero si lo atravesamos, puedo garantizarle que poco a poco llegaremos a Europa o África».

De modo que él rió y ella rió también. Todo saldría bien al fin y al cabo. Pero no fue posible poner en marcha los motores.

9

Por el tiempo en que el Bahía de Darwin se deslizó bajo la mortal calma del océano, en setiembre de 1996, todo el mundo salvo el capitán lo llamaba por el mote que le había dado Mary, «el Persiana de Rollo Galopante».

Este nombre peyorativo había sido tomado de una canción que aprendió Mary de Mandarax, que era como sigue:

Buen barco para un largo viaje oceánico,


el Persiana de Rollo Galopante.

No había tormenta que lo acobardara,


o perturbara al comandante.

El hombre del timón nunca tenía en cuenta


los golpes y los tumbos,


y a veces, parecía, después de la tormenta,


que la había pasado durmiendo en la litera.

Charles Carryl (1842-1920)

Hisako Hiroguchi y su hija peluda Akiko y Selena MacIntosh todas lo llamaban «el Persiana de Rollo Galopante», y también lo llamaban así las mujeres kanka-bonas, a las que les encantaba el sonido de las palabras aunque no entendieran el significado. Y cuando las mujeres kanka-bonas tuvieron hijos, cosa que no habían hecho todavía, les enseñaron que ellos mismos habían llegado desde el continente en un barco mágico ya desaparecido, llamado «el Persiana de Rollo Galopante».

Akiko, que hablaba con fluidez el kanka-bono tanto como el inglés y el japonés, y la única que no era kanka-bona y podía conversar con las kanka-bonas, no encontró nunca una manera satisfactoria de traducir esto al kanka-bono: «el Persiana de Rollo Galopante».

Las kanka-bonas no eran más capaces de entenderlo y entender su cómica intención que una persona moderna, si yo le susurrara al oído mientras se asoleaba en una playa de arena blanca junto a una laguna azul: «el Persiana de Rollo Galopante».

Fue poco después que el Persiana de Rollo Galopante se hundiera en el mar cuando Mary empezó su programa de inseminación. Tenía por entonces sesenta y un años. Era la única compañera de sexo del capitán, que tenía sesenta y seis y cuyo impulso sexual no era ya tan urgente. Y estaba por lo demás decidido a no reproducirse, pues todavía era posible que transmitiese el corea de Huntington. Era además racista, y no se sentía para nada atraído por Hisako o su hija peluda, y menos todavía por las mujeres indias, que en última instancia serían las madres de sus hijos.

Recordad: esta gente esperaba ser rescatada en cualquier momento y no tenían modo de saber que eran la última esperanza de la humanidad. De manera que se empeñaban en prácticas sexuales simplemente con el fin de pasar el tiempo de modo placentero, o para calmar un escozor, o para quedar adormecido, o lo que queráis. De acuerdo con los datos de que disponían, reproducirse habría sido un acto irresponsable, pues Santa Rosalía no era sitio para criar niños y además, los niños harían más escasas las reservas de alimentos.

Mary lo consideró así tanto como el que más antes que el Persiana de Rollo Galopante fuera a reunirse con la flota ecuatoriana de submarinos: el nacimiento de un niño sería una tragedia.

El alma de Mary seguía considerándolo así, pero su voluminoso cerebro empezó a preguntarse, ociosamente, como para no atormentarla, si el esperma que el capitán le inyectaba unas dos veces al mes no podría transferirse de algún modo a una mujer fértil y así, ¡eh, presto!, obtener una preñez. Akiko, que sólo tenía diez años por entonces, no ovulaba todavía. Pero sí por cierto las mujeres kanka-bonas, que tenían de quince a dieciocho años.

El voluminoso cerebro de Mary le dijo lo que ella había dicho tantas veces a sus alumnos: que no había mal alguno y posiblemente mucho bien, en que la gente jugara con toda clase de ideas, por imposibles o poco prácticas o directamente insanas que pudieran parecer. Se aseguró a sí misma, allí en Santa Rosalía, como antes había asegurado a los adolescentes de Ilium, que los juegos mentales aun con las ideas más baladíes habían conducido a muchos de los más significativos descubrimientos científicos de lo que ella, hace un millón de años, llamaba «tiempos modernos».

Consultó a Mandarax acerca de la curiosidad. Dijo Mandarax:

La curiosidad es una de las características permanentes y seguras de una mente vigorosa.

Samuel Johnson (1709-1784)

Lo que Mandarax no le dijo, y lo que el voluminoso cerebro por cierto tampoco le diría, era que si se le había ocurrido la idea de un nuevo experimento, con un posible feliz resultado, el voluminoso cerebro no la dejaría tranquila mientras no llevara a cabo ese experimento.

Ése, se me ocurre, era el aspecto más diabólico de los viejos cerebros voluminosos. Solían decir a sus propietarios, en efecto: «He aquí una locura que quizá podríamos hacer. Nunca la haremos, por supuesto, pero resulta divertido pensarlo».

Y entonces, como en estado de trance, la gente realmente lo hacía: obligaban a los esclavos a que lucharan a muerte entre ellos en la arena del Coliseo, o quemaban viva a la gente en la plaza pública por tener opiniones localmente impopulares, o edificaban fábricas cuyo único propósito era matar grandes cantidades de gente, o volaban ciudades enteras, etcétera.

En algún sitio de Mandarax tenía que haber habido, pero no la había, una advertencia en este sentido: «En esta era de cerebros voluminosos, todo lo que pueda hacerse se hará; de modo que atención, y a ponerse a salvo».

Lo más parecido que Mandarax pudo llegar a decir era una cita de Thomas Carlyle (1795-1881):

La duda, de cualquier especie, sólo puede terminar en la Acción.

Las dudas de Mary, que se preguntaba si una mujer podía ser fecundada por otra en una isla desierta y sin ninguna ayuda técnica, la llevaron a la acción. En un estado casi de trance se encontró visitando el campamento de las mujeres kanka-bonas al otro lado del volcán, en compañía de Akiko para que le sirviera de intérprete.

Y ahora me sorprendo recordando a mi padre cuando todavía estaba vivo, cuando todavía era un pobre escribidor en Cohoes. Tenía siempre la esperanza de vender algo para e! cine, y así no necesitaría recurrir a trabajos irregulares, y podría contratar una cocinera y una señora que se encargara de la limpieza.

Pero por mucho que deseara vender una historia para el cine, las escenas cruciales de sus cuentos y novelas eran acontecimientos que nadie en sus cabales pretendería jamás trasladar al cine; no si quería que la película fuera popular.

De modo que me encuentro ahora contando una historia cuya escena crucial nunca hubiera sido incluida en una película popular de hace un millón de años. En ella Mary Hepburn, como si estuviera hipnotizada, hunde el dedo índice dentro de ella misma y luego dentro de una mujer kanka-bonas de dieciocho años, fecundándola.

A Mary se le ocurrió luego un chiste a propósito de las libertades apresuradas, inexplicables, irresponsables, sencillamente enloquecidas que se había tomado con los cuerpos no sólo de una sino de todas las adolescentes kanka-bonas. Ya no se hablaba, sin embargo, con el único que habría entendido el chiste, que era el capitán, de modo que tuvo que guardárselo para ella. El chiste, si hubiera sido articulado, habría sido algo así:

«Si esto se me hubiera ocurrido cuando todavía enseñaba en la escuela secundaria de Ilium, ahora estaría en una bonita prisión neoyorquina para mujeres, y no en Santa Rosalía, una isla abandonada de la mano de Dios.»

10

Cuando el barco se hundió, se llevó consigo los huesos de James Wait, mezclados en el suelo de la despensa de carne junto con los huesos de reptiles y aves de especies que todavía sobreviven. Sólo los huesos como los de Wait carecen hoy de un vestido de carne.

Eran los huesos de alguna especie de antropoide macho, evidentemente, que andaba erguido y tenía un cerebro de extraordinario volumen cuyo propósito (puede uno conjeturar) era gobernar un par de manos maravillosamente articuladas. Quizás había domesticado el fuego. Quizás había utilizado herramientas.

Quizás había tenido un vocabulario de doce palabras o aún más.

Cuando el barco se hundió, el capitán era el único que tenía barba en la isla. Un año después, nacería su hijo Kamikaze. Trece anos después, la isla contaría con una segunda barba, la barba de Kamikaze.

Dijo Mandarax:

Dijo un viejo con una barba


«Justo esto me preocupaba!

Dos búhos y una gallina,


cuatro alondras y una avutarda,


han hecho nido en mi barba.»

Edward Lear (1812-1888)

Por el tiempo en que el barco se hundió, cuando la colonia contaba diez años, el capitán se había convertido en una persona muy aburrida, con poco en qué pensar, con poco que hacer. Pasaba mucho tiempo cerca de la única reserva de agua de la isla, una fuente en la base del cráter. Cuando la gente iba en busca de agua, el capitán la recibía como si fuera el amable y comprensivo dueño de la fuente, su asistente y conservador. Aún comunicaba a las kanka-bonas, que no entendían una palabra, el estado en que se encontraba la fuente ese día, definiendo cómo manaba desde una grieta en la roca: «... muy nervioso hoy» o «... muy vivaz hoy» o «... muy perezoso hoy», o lo que fuere.

El modo en que manaba la fuente era en realidad muy homogéneo, y lo había sido durante miles de años antes que los colonos llegaran allí, y lo sigue siendo hasta el día de hoy, aunque la gente ya no lo necesita. He aquí cómo funcionaba, y no era preciso un graduado en la Academia Naval de los Estados Unidos para comprender el misterio: el cráter era un cuenco enorme que recibía el agua de la lluvia y la ocultaba del calor del sol bajo una capa muy espesa de desechos volcánicos. Había una lenta pérdida en el cuenco, que era la fuente.

No había manera de que el capitán, aun con tanto tiempo disponible, hubiera podido mejorar la fuente. El agua fluía ya de un modo satisfactorio desde una hendidura en la pared de lava, y era recogida en un estanque natural diez centímetros más abajo. El estanque tenía y tiene todavía el tamaño de la palangana en el servicio del salón principal del Persiana de Rollo Galopante. Si ese estanque se vaciase, con la ayuda del capitán o sin ella, en veintitrés minutos y once segundos (como calculó Mandarax) habría estado otra vez Heno hasta los bordes.

¿Cómo describiría los años de declinación del capitán? Tendría que decir que sentía una callada desesperación. Pero con seguridad no necesitaba haber naufragado en Santa Rosalía para sentirse así.

Dijo Mandarax:

La mayoría de los hombres llevan una vida de callada desesperación.

Henry David Thoreau (1817-1862)

¿Y por qué la callada desesperación era entonces una enfermedad tan difundida? Una vez más presento en el escenario al verdadero villano de mi historia: el volumen excesivo del cerebro humano.

Nadie lleva hoy una vida de callada desesperación. La mayoría de los hombres estaban calladamente desesperados hace un millón de años porque las infernales computadoras craneanas eran incapaces de moderarse o de estarse quietas; siempre andaban buscando nuevos problemas con los que enfrentarse, problemas que la vida no podía procurar.

He descrito ya la mayor parte de los acontecimientos y las circunstancias que me parecen cruciales, en relación con la milagrosa supervivencia de la humanidad. Los recuerdo como si fuesen llaves de extraña forma, destinadas a una sucesión de puertas cerradas, la última de las cuales se abre a una perfecta felicidad.

Una de esas llaves, sin duda, era la ausencia de herramientas en Santa Rosalía, excepto una débil combinación de huesos, ramas, piedras y tripas de pescado... y tripas de ave.

Si el capitán hubiera tenido algunas herramientas decentes, palancas, picas, palas, etcétera, seguramente habría encontrado el modo de obstruir la fuente en nombre de la ciencia y el progreso, o de hacerle vomitar todo el contenido del cráter en sólo una o dos semanas.

En cuanto al equilibrio de la población de colonos y las reservas de alimento de que disponían, he de decir que también aquí importó más la suerte que la inteligencia.

La naturaleza decidió ser generosa, de modo que había bastante que comer. Para las aves de las otras islas aquéllos eran años de prosperidad, y desde las nidadas sobrepobladas enviaban emigrantes a Santa Rosalía, para que ocuparan los nidos de las aves devoradas por la gente. En el caso de las iguanas marinas no había un programa de repoblación que pudiera comparársele, no eran buenas nadadoras de largas distancias. Pero el aspecto repulsivo de esos reptiles, y lo que llevaban en los intestinos, hacía que la gente sólo recurriera a ellos en las épocas en que escaseaba cualquier otro alimento.

El alimento más satisfactorio, como todos convenían, eran los huevos cocidos durante horas al calor del sol sobre una bonita roca plana. No había fuego en Santa Rosalía. Segundos en mérito eran los pescados robados a las aves, luego las mismas aves. Y luego la pulpa verde dentro de los intestinos de la iguana marina.

La naturaleza era en verdad tan abundante que había toda una reserva de comida, de la que los colonos tenían conciencia, pero a la que nunca necesitaron recurrir. Había focas y leones de mar, ninguno de ellos desconfiado o feroz, salvo los machos en época de apareamiento, arrellanados por todas partes y mirando con ojos amorosos a los seres humanos que pasaban. Vaya si eran comestibles.

Podría haber sido fatal que los colonos mataran a todas las iguanas de tierra casi inmediatamente. Pero no lo fue. Podría haber tenido mucha importancia. Pero no la tuvo. Nunca hubo grandes tortugas de tierra en Santa Rosalía, de lo contrario los colonos también las habrían exterminado. Pero tampoco eso habría tenido mucha importancia.

Mientras tanto, en otras partes del mundo, particularmente en África, la gente moría por millones porque no tenía suerte. No había llovido durante años y años. Solía llover mucho allí, pero ahora parecía que no llovería nunca más.

Por lo menos los africanos habían dejado de reproducirse. Eso estaba bien. Hasta cierto punto era una ayuda. Significaba que había mucho más de nada que repartir.

El capitán no se dio cuenta de que las mujeres kanka-bonas estaban embarazadas hasta un mes antes de que la primera de ellas diera a luz al primer macho humano nativo de la isla, que llegó a ser conocido por el mote que le dio la peluda Akiko, a quien deleitaba la masculinidad del bebé: «Kamikaze», que en japonés significa «viento sagrado».

Los colonos originales nunca llegaron a unirse en una sola familia. Las generaciones subsiguientes, sin embargo, después de haber muerto el ultimo de los viejos, se unieron en una familia que incluía a todos. Tenían una lengua común, una religión común y algunas bromas, canciones y danzas comunes, casi todas ellas kanka-bonas. Y Kamikaze, cuando le tocó ser un hombre viejo, se convirtió en algo que el capitán nunca había sido, un venerado patriarca. Y Akiko se convirtió en una venerada matriarca.

Sucedió muy rápido: la formación de una familia humana perfectamente coherente a partir de materiales genéticos tan azarosos. Era hermoso verlo. Casi hizo que yo amara a la gente tal como era entonces, con grandes cerebros y todo lo demás.

11

El capitán se enteró bastante tarde de que una de las mujeres estaba preñada, porque nadie se lo dijo, por cierto, pero también porque las mujeres kanka-bonas lo detestaban tanto, sobre todo por motivos racistas, que evitaban verlo. Acudían al cráter en busca de agua sólo muy tarde por la noche, cuando por lo general el capitán estaba profundamente dormido. Seguirían odiándolo hasta el último día, aun cuando era el padre de todos los hijos a los que tanto amaban.

Pero un mes antes que Kamikaze naciera, el capitán no podía dormir en la cama de plumas que compartía con Mary. El gran cerebro hacía que se volviera y revolviera en la cama pensando en la posibilidad de cavar desde lo alto del cráter hasta el suministro de agua, para así localizar la pérdida y poder cambiar aquello de lo que nadie se había quejado nunca: el canal de la fuente.

Este era un proyecto de ingeniería, entre paréntesis, poco más o menos tan modesto como la construcción de la Gran Pirámide de Khufu o el Canal de Panamá.

De modo que el capitán saltó de la cama y se fue a dar un paseo en medio de la noche. Cuando llegó a la fuente, allí estaban las seis kanka-bonas dando palmadas sobre el agua del estanque como si fuera un animal amistoso, salpicándose entre ellas, etcétera. Se estaban divirtiendo mucho y se sentían especialmente felices porque todas ellas pronto tendrían hijos.

Dejaron de divertirse tan pronto como vieron al capitán. Pensaban que era malvado, Pero el capitán también se sintió consternado, porque estaba desnudo. No había creído que pudiera toparse con alguien. No se había molestado en ponerse el taparrabos de piel de iguana. De modo que ahora, al cabo de diez años en Santa Rosalía, las kanka-bonas le veían por primera vez los genitales. Tuvieron que reírse, y luego no pudieron dejar de reírse.

El capitán retrocedió hasta su morada, donde Mary estaba profundamente dormida. Desechó la risa como mera simpleza. Pensó además que una de las mujeres tenía un tumor, un parásito o una infección en el vientre, y que a pesar de lo contenta que estaba, era probable que muriese muy pronto.

Se lo mencionó a Mary al día siguiente y ella lo miró con una sonrisa muy extraña.

—¿Hay motivo para sonreírse? —preguntó él.

—¿Estaba yo sonriendo? —dijo ella—. Por Dios, no hay nada de qué sonreírse.

—Una hinchazón de ese tamaño —dijo él—. No puede ser un problema menor.

—Por completo de acuerdo —dijo ella—. Tendremos que vigilar y esperar. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

—Estaba tan animada —se maravilló él—. Esa espantosa hinchazón no parecía preocuparla en absoluto.

—Como lo has dicho tan a menudo —le dijo Mary—, no se parecen a nosotros. Tienen menees muy primitivas. Tratan de sacar el mejor partido de todo. Consideran que no pueden nacer mucho de nada, al fin y al cabo, así que toman la vida tal como viene.

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