Rosa Montero
Historia Del Rey Transparente


La luz nacerá de las tinieblas.


ISAÍAS, 58, 10


Soy mujer y escribo. Soy plebeya y sé leer. Nací sierva y soy libre. He visto en mi vida cosas maravillosas. He hecho en mi vida cosas maravillosas. Durante algún tiempo, el mundo fue un milagro. Luego regresó la oscuridad. La pluma tiembla entre mis dedos cada vez que el ariete embiste contra la puerta. Un sólido portón de metal y madera que no tardará en hacerse trizas. Pesados y sudados hombres de hierro se amontonan en la entrada. Vienen a por nosotras. Las Buenas Mujeres rezan. Yo escribo. Es mi mayor victoria, mi conquista, el don del que me siento más orgullosa; y aunque las palabras están siendo devoradas por el gran silencio, hoy constituyen mi única arma. La tinta retiembla en el tintero con los golpes, también ella asustada. Su superficie se riza como la de un pequeño lago tenebroso. Pero luego se aquieta extrañamente. Levanto la cabeza esperando un envite que no llega. El ariete ha parado. Las Perfectas también han detenido el zumbido de sus oraciones. ¿Acaso han logrado acceder al castillo los cruzados? Me creía preparada para este momento pero no lo estoy: la sangre se me esconde en las venas más hondas. Palidezco, toda yo entumecida por los fríos del miedo. Pero no, no han entrado: hubiéramos oído el estruendo de la puerta al desgajarse, el derrumbe de los sacos de arena con que la reforzamos, los pasos presurosos de los depredadores al subir la escalera. Las Buenas Mujeres escuchan. Yo también. Tintinean los hombres de hierro bajo las troneras de nuestra fortaleza. Se retiran. Sí, se están retirando. Al sol le falta muy poco para ocultarse y deben de preferir celebrar su victoria a la luz del día. No necesitan apresurarse: nosotras no podemos escapar y no existe nadie que pueda ayudarnos. Dios nos ha concedido una noche más. Una larga noche. Tengo todas las velas de la despensa a mi disposición, puesto que ya no las vamos a necesitar. Enciendo una, enciendo tres, enciendo cinco. El cuarto se ilumina con hermosos resplandores de palacio. ¡Y pensar que nos hemos pasado todo el invierno a oscuras para no gastarlas! Las Buenas Mujeres vuelven a bisbisear sus Padrenuestros. Yo mojo la pluma en la tinta quieta. Me tiembla tanto la mano que desencadeno una marejada.

Me recuerdo arando el campo con mi padre y mi hermano, hace tanto tiempo que parece otra vida. La primavera aprieta, el verano se precipita sobre nosotros y estamos muy retrasados con la siembra; este año no sólo hemos tenido que labrar primero los campos del Señor, como es habitual, sino también reparar los fosos de su castillo, hacer acopio de víveres y agua en los torreones, cepillar los poderosos bridones de combare y limpiar de maleza, las explanadas frente a la fortaleza, para evitar que puedan emboscarse los arqueros enemigos. Estamos nuevamente en guerra, y el señor de Abuny, nuestro amo, vasallo del conde de Gevaudan, que a su vez es vasallo del Rey de Aragón, combate contra las tropas del Rey de Francia. Mi hermano y yo nos apretamos contra el arnés y tiramos con todas nuestras fuerzas del arado, mientras padre hunde en el suelo pedregoso nuestra preciada reja, esa cuchilla de metal que nos costó once libras, más de lo que ganamos en cinco años, y que constituye nuestro mayor tesoro, Las traíllas de esparto trenzado se hunden en la carne, aunque nos hemos puesto un peto de fieltro para protegernos. El sol está muy alto sobre nuestras cabezas, próximo ya al cenit de la hora sexta. Al tirar del arado tengo que hundir la cabeza entre los hombros y miro al suelo: resecos terrones amarillos y un calor de cazuela. La sangre se me agolpa en las sienes y me mareo. Empujo y empujo, pero no avanzamos. Nuestros jadeos quedan silenciados por los alaridos y los gritos agónicos de los combatientes: en el campo de al lado, muy cerca de nosotros, está la guerra. Desde hace tres días, cuatrocientos caballeros combaten entre sí en una pelea desesperada. Llegan todas las mañanas, al amanecer, ansiosos de matarse, y durante todo el día se hieren y se tajan con sus espadas terribles mientras el sol camina por el arco del cielo. Luego, al atardecer, se marchan tambaleantes a comer y a dormir, dispuestos a regresar a la jornada siguiente.

Día tras día, mientras nosotros arañamos la piel ingrata de la tierra, ellos riegan el campo vecino con su sangre. Caen los bridones destripados, relinchando con una angustia semejante a la de los cerdos en la matanza, y los caballeros de la misma bandera se apresuran a socorrer al guerrero abatido, tan inerme en el suelo, mientras los ayudantes le traen otro caballo o consiguen desmontar a un enemigo. La guerra es un fragor, un estruendo imposible; braman los hombres de hierro al descargar un golpe, tal vez para animarse; gimen los heridos pisoteados en tierra; aúllan los caballeros de rabia y de dolor cuando el ardiente acero les amputa una mano; colisionan los escudos con retumbar metálico; piafan los caballos; rechinan y entrechocan las armaduras.

Antoine y yo tiramos del arado, padre arranca una piedra del suelo con un juramento y ellos, aquí al lado, se matan y mutilan. El aire huele a sangre y agonía, a vísceras expuestas, a excrementos. Al atardecer los movimientos de los guerreros son mucho más lentos, sus gritos más ahogados, y por encima de la masa abigarrada de sus cuerpos se levanta una bruma de sudor. Veo ondear la bandera azul del señor de Abuny y la oriflama escarlata de cuatro puntas de los reyes de Francia: están sucias y rotas. Veo las heridas monstruosas y puedo distinguir sus rostros desencajados, pero no siento por ellos la menor compasión. Los hombres de hierro son todos iguales: voraces, brutales. En el sufrimiento que flota en el aire hay mucho dolor nuestro.

– Así se maten todos -resopla mi hermano.

Me da lo mismo quién gane este combate. Bajo el Rey de Aragón o el Rey de Francia nuestra vida seguirá siendo una mísera jaula. Para el Señor sólo somos animales domésticos, y no los más preciados: sus alanos, sus bridones, incluso sus palafrenes son mucho más queridos. Tenemos que trabajar las tierras del amo, reparar sus caminos y sus puentes, limpiar las perreras, lavar sus ropas, cortar y acarrear la leña para sus chimeneas, pastorear su ganado y hacerlo pasear por los campos del señorío para fertilizarlos con sus excrementos. Tenemos que pagar el diezmo eclesiástico, y los rescates de Abuny y sus hombres cuando resultan vencidos en sus estúpidos torneos; tenemos que costear el nombramiento de cabañero de sus hijos y tas bodas de sus hijas, y contribuir con una tasa especial para las guerras. El molino, el horno y el lagar son del amo, y nos pone un buen precio cada vez que vamos a moler nuestro grano, a cocer nuestro pan o prensar nuestras manzanas para hacer sidra. Ni siquiera podemos casarnos o morirnos tranquilos: tenemos que pagarle al amo por todo ello. No conozco a un solo villano que no odie a su Señor, pero somos animales temerosos.

– No es miedo, es sensatez -dice padre cuando Antoine o yo nos desesperamos-. Ellos son mucho más fuertes. Ya habéis visto lo que pasa si te rebelas.

Sí, lo hemos visto. Todos los años hay alguna revuelta campesina en la comarca. Todos los años un puñado de hombres creen que se merecen una vida mejor y que van a ser capaces de conseguirla. Todos los años unas cuantas cabezas acaban hincadas en lo alto de las picas. Todavía se recuerda el caso de Jean el Leñador, siervo del señor de Tressard, en las tierras al otro lado del río. Jean era joven y cuentan que era guapo: mi amiga Melina lo vio pasar un día y dice que tenía los ojos azules, e¡ cuello como un tronco y los labios jugosos. Jean hablaba bien y se llevó detrás a muchos hombres. Se refugiaron en los bosques y duraron bastante: varias semanas. Vencieron en algunas escaramuzas y mataron a un par de caballeros, y mi padre ataba a mi hermano por las noches para que no se escapara y se les uniera. Por un momento pareció que todo era posible, pero los campesinos no somos enemigos para los hombres de metal. Llegaron los guerreros y los destrozaron. A Jean le apresaron y, para burlarse, le ciñeron una corona de hierro al rojo vivo, proclamándole el rey de los villanos. Quizá alguno de los caballeros que ahora se destripan aquí al lado estuvo presente en el suplicio; quizá se rió del dolor del plebeyo. Así se maten todos en sus batallas absurdas.

– Mejor lo dejamos -dice padre, apoyado sin resuello en el arado-. Vamonos a casa.

Sé por qué lo dice y lo que está pensando. En el campo vecino, el combate languidece. Los hombres de hierro levantan sus espadas con exhausta lentitud y descargan desatinados golpes. No quedan demasiados caballeros y están todos heridos: festones de sangre se coagulan sobre sus yelmos abollados. La guerra está a punto de acabar, esta pequeña guerra entre otras muchas, y no hay nada más peligroso que la soberbia de un caballero vencedor o el miedo de un caballero vencido. Mejor desaparecer de su vista, retirarnos por el momento de esta tierra de muerte, como animales domésticos pero prudentes.

Recogemos con sumo cuidado la reja del arado y la envolvemos con nuestros petos de fieltro, rígidos y empapados de sudor. La brisa me refresca el pecho a través de la camisa húmeda y me estremezco. Aunque caminamos despacio, entorpecidos por el arado, pronto nos encontramos bastante lejos. Todavía se escuchan los tañidos de lata de los combatientes, pero el aire ha dejado de oler a putrefacción. Al llegar al camino de Mende nos topamos con Jacques.

– ¿Sigue la batalla? -pregunta.

– Terminará pronto.

Jacques tiene quince años, como yo, y nos casaremos este verano, en cuanto terminemos de reunir los diez sueldos que tenemos que pagarle al amo por la boda. Jacques pertenece también al señor de Abuny, como es preceptivo, y nos conocemos desde que somos niños. Hasta que nos hagamos nuestra casa, iremos a vivir con padre y con Antoine. Madre murió hace tiempo, de parto, junto con la niña que la mató. También murieron otros cuatro hermanos. Ninguno vivió lo suficiente como para tener nombre, salvo una, Estrella, que era tan hermosa que alguien nos la aojó, a pesar de que madre le manchaba la cara con cenizas para protegerla de la envidia.

– ¿Te vienes al río? -me pregunta Jacques.

Miro a padre pidiéndole permiso. Veo que arruga el ceño, no le gusta, tengo que ir a casa y preparar la cena, y, además, teme que ande expuesta y sola por los caminos precisamente ahora, con la guerra tan cerca. Pero también sabe que es primavera, que tengo quince años, que Jacques me ama, que la tarde huele a hierba nueva y que hay pocos momentos dulces en la vida.

– Está bien. Pero no tardes.

Les veo seguir camino de casa, cargados con el arado como dos escarabajos, y siento los pies y la cabeza ligeros. Doy unos pasos de baile sobre el camino y Jacques me abraza y me levanta en vilo.

– Déjame, déjame, bruto… -me quejo con el fingido enfado de la coquetería.

Pero Jacques me estruja, me besa y me muerde el cuello.

– Sabes muy salada…

– He sudado muchísimo. Vamos a bañarnos.

Corremos campo a través hasta nuestra poza en el Lot y nos metemos en el río vestidos. El sol poniente cabrillea sobre la superficie y pone destellos de oro en las salpicaduras. Chapoteo en la poza y dejo en el agua el polvo y el sudor y el pegajoso recuerdo de la sangre de los guerreros, toda esa ferocidad y ese dolor, esos cuerpos lacerados y maltrechos. Pero mi cuerpo es sano y joven, y está intacto. Al salir trepamos por el talud y nos sentamos arriba, sobre la hierba tierna. La camisa mojada refresca las rozaduras que el esparto ha dejado sobre mis hombros. Los campos se extienden ante nuestros ojos, mansos y serenos, dorados y verdes, coronados por una cinta de color violeta que el atardecer ha pintado junto al horizonte. Arranco un puñado de hierbas y su jugo aromático se me pega a los dedos. A mi lado, muy cerca, mi Jacques también huele a pelo mojado y a ese olor acre y caliente que tan bien conozco. No es guapo, pero es fuerte y es listo y es bueno. Y tiene unos dientes limpios y preciosos, y ese olor tan rico de su cuerpo. En una rama cercana, una urraca de gordo pecho blanco me mira y me guiña un ojo. Sé que me está diciendo que la vida es hermosa. Tal vez tenga razón, tal vez la vida pudiera ser siempre así de hermosa. Los frailes dicen que este mundo es un valle de lágrimas y que hemos nacido para sufrir. Pero no quiero creerles.

– Deberíamos aprender a guerrear.

– ¿Que?

– Digo que deberíamos aprender a combatir y a manejar la espada y todo eso.

– ¿Quiénes? -dice Jacques, levantándose sobre un codo y mirándome con estupor.

– Nosotros. Los campesinos. Y el arco, el arco es muy importante. Dicen que los bretones insulares tienen un arco nuevo que es terrible.

– ¿Y tú qué sabes de todo eso?

– Lo oí contar en el molino.

– Tú estás loca, Leola. ¿De dónde íbamos a sacar las armas, si no tenemos dinero ni para el arado?

Contemplo el horizonte. La cinta violeta está siendo borrada por una bruma espesa. Es la niebla del atardecer, el mojado aliento de la tierra antes de dormirse. Detrás de esa niebla se extiende el mundo. Campos y más campos que nunca pisaré.

– ¿Qué hay más allá?

– ¿Qué va a haber? Los dominios del señor de Tressard.

– ¿Y más allá?

– Más tierras y más señores.

– ¿Y más allá?

– Más allá, muy lejos, está Millau.

– ¿No te gustaría verlo?

– ¿Millau? No sé, bueno, sí. Mí padre estuvo una vez. Dice que no es gran cosa, que nuestro Mende es más grande y mejor. Si quieres, cuando nos casemos podemos ir… Padre tardó tres días en llegar.

– No estoy hablando de Millau. Hablo de todo. ¿No te gustaría verlo todo? Tolosa, y París, y… todo.

Mi Jacques se ríe.

– Qué cosas dices, Leola… ¿Es que quieres ser un clérigo vagabundo? ¿O un guerrero? ¿No prefieres ser mi ternerita?

Rueda hacia mí, frío y mojado, y me acaricia el vientre con sus manos callosas. Y a mí me gusta. Sí, quiero ser su ternerita. Quiero quedarme aquí con él, y abrirme a él, y enroscar mis piernas alrededor de sus caderas. Quiero tener hijos con él y vivir la bella vida que anunciaba la urraca. Pero siento en el pecho el peso de una pequeña pena, una pena extraña, como si echara de menos campos que nunca he visto y cosas que nunca he hecho, cielos que no conozco, ríos en los que no me he bañado. Incluso me parece echar de menos a un Jacques que no es Jacques. Le aparto de un empujón.

– Quita. Ahora no. No tenemos tiempo. Además, mira qué niebla se está formando.

El horizonte está envuelto en una densa neblina y el sol baja rápidamente hacia la franja velada. Nunca lo hemos hecho, Jacques y yo. Nos hemos tocado, nos hemos besado y conocemos nuestros cuerpos, pero nunca hemos llegado hasta el final porque es pecado. Claro que, como nos vamos a casar este verano, creo que pronto acabaré abriendo mis muslos para él: será pecar, pero muy poco. Sin embargo, no lo haremos hoy, no ahora. Padre y Antoine me esperan y la noche se acerca. La noche tenebrosa y peligrosa, las horas oscuras de las ánimas. Por la noche el mundo es de los muertos, que salen del infierno para atormentarnos. Nadie en sus cabales quiere estar a la intemperie por las noches.

Jacques me abraza de nuevo y aprieta fuerte, como quien sujeta a una cabritilla que se debate.

– ¡Déjame, te digo!

– Espera un poco, Leola, ya nos vamos… Escucha, hay un sitio que sí me gustaría conocer… Se llama Avalon y es una isla en la que sólo viven mujeres.

– Qué tontería. Lo dices para que me quede un rato más.

– No, es de verdad. Se lo escuché a un juglar en la feria de Mende. También la llaman la Isla de las Manzanas y la Isla Afortunada… porque es un lugar maravilloso. Está gobernado por una reina llena de sabiduría y de belleza, la mejor reina que ha existido hasta ahora. Hay diez mil mujeres que viven con ella, y no conocen a! hombre ni las leyes del hombre…

– Ah, pícaro, por eso quieres ir…

A mi pesar, estoy interesada. Esto es lo que más me gusta de él: sabe contar cosas y sabe interesarme. Reconozco en sus palabras las palabras del juglar, porque Jacques posee buena memoria.

– Las mujeres visten ropas majestuosas y mantos de seda bordados en oro, y la tierra florece todo el año como si fuera mayo. En la isla de Avalon no hay muerte, enfermedad ni vejez; los frutos siempre están maduros, los osos son dulces como palomas y no es necesario matar a los animales para comer.

Mi urraca sería muy feliz en semejante reino.

– ¿Y dónde está esa isla?

– Muy lejos, donde los bretones, en el mar frío del Norte. Pero ya te digo que en Avalon siempre es primavera.

Sus manos están sobre mis pechos, sus dedos ásperos me raspan íos pezones. Y a mí me gusta. Hago un esfuerzo y vuelvo a rechazarle.

– Déjalo, Jacques. De verdad que es muy tarde.

Me levanto, pero él sigue sentado en el talud. Contempla algo a lo lejos y está frunciendo el ceño.

– No es sólo niebla, Leola. Es humo. Mira.

Tiene razón: el horizonte está tiznado por doquier con negros penachos de humo. El mundo se quema. Inmediatamente pienso en los guerreros y en su implacable furia.

– ¡Dios misericordioso! ¿Qué está pasando?

Jacques me agarra de la mano y echamos a correr hacia mi casa. Primero empezamos a oler a quemado, luego el viento nos trae jirones de humo, después vemos los primeros campos incendiados, los árboles frutales ardiendo como pavesas. Un redoble de cascos nos alerta y saltamos del camino justo a tiempo para evitar ser arrollados: dos hombres de hierro pasan al galope a nuestro lado con teas encendidas en las manos.

– Son de los nuestros. Llevan los colores de Abuny.

Seguimos adelante con los ojos escocidos por el humo. Jacques va tirando de mí: las piernas me pesan como si fueran de piedra y el costado me duele al respirar. Nunca he corrido tanto en toda mi vida, y aun así llego tarde. Ya estoy viendo mi casa: el corral está en llamas. Pienso en mi gorrino, en mi pequeña cabra. Delante de la puerta, un grupo de soldados y un caballero. Los soldados están forcejeando con Antoine, que intenta liberarse. Junto a él, padre, sujeto por dos hombres.

– ¡El amo no puede hacernos esto! -gime padre.

– Es la guerra -contesta el caballero-. Se prepara una gran batalla, nos replegamos hacia el castillo del conde de Gevaudan y necesitamos a todos los hombres. Sabes que te debes a tu Señor.

– ¿Y los campos, las vides, nuestros animales? ¡Nos moriremos de hambre!

– No podemos dejarle nada al enemigo.

En este preciso momento, los soldados nos descubren. Uno señala a Jacques:

– ¡Hay otro ahí!

Jacques me suelta y echa a correr. Pero está cansado, y ni siquiera los píes más fuertes y ligeros pueden nada contra los cascos de un caballo. El guerrero galopa detrás de él y le golpea en la cabeza con el pomo de la espada.

Jacques se derrumba. Corro hacia él y llego un instante antes que los soldados.

– ¡Vete, Leola, vete! No puedes hacer nada, ¡escóndete! -murmura, medio atontado, mientras intenta incorporarse.

Le cojo la cabeza, le beso las mejillas, le aprieto contra mi pecho como si fuera un niño. Estoy llorando. A mi lado, el hombre de hierro parece muy alto y muy oscuro encima de su enorme caballo de combate. Le miro desde abajo: tiene un rostro fino y los ojos del color de las uvas. Tiene un rostro pétreo y sin emociones. Clava en los míos sus hermosos ojos sin corazón y dice con voz quieta:

– Es la guerra.

Los soldados arrancan a Jacques de entre mis brazos y lo levantan. Entonces vuelvo en mí: pego un tirón, me suelto de la mano del hombre que me sujeta y echo a correr. Sé que no vienen buscándome a mí, pero las mujeres siempre estamos en peligro en los tiempos difíciles, y aún mucho más las mujeres solas. Así es que corro y corro sin mirar hacia atrás, a mi casa, cuyo techo ya ha empezado a prenderse, a mi padre, a mi hermano. Corro y corro entre las briznas encendidas que se mecen en el aire, entre las hilachas de humo y el restallar de los árboles que arden, mientras los soldados del señor de Abuny se llevan a mi Jacques.


Llevo mucho tiempo escondida tras unos matorrales, manchada con el pringoso azúcar de las jaras, mientras el mundo ruge y arde a mi alrededor. A lo lejos, el aliento de las llamas pinta en la noche un resplandor de infierno. Estoy en una zona agreste de monte bajo. El bosque me hubiera proporcionado un refugio mejor, pero no me he atrevido a entrar en su oscuridad aborrecible, en la amenaza de sus viejos misterios: los bosques antiguos son la morada de los antiguos dioses, de seres demoníacos y genios malignos, de las bestias incomprensibles que habitaron la Tierra antes que nosotros. Ha salido la luna, redonda y casi llena, tan fría contra el calor del fuego. Bajo su luz helada he visto pasar soldados y caballeros que parecían fantasmas, con las armas brillando con un fulgor de plata. Pero ahora ya hace rato que todo está callado y que sólo escucho mi corazón. No sé qué temo más, si la presencia de los hombres de hierro o esta ausencia de ahora, esta soledad mía tan completa y desnuda en mitad de la noche. La luna pone un halo lívido a las cosas y los espíritus de los muertos danzan en las sombras con bárbara alegría.

El silencio está poblado de rumores, de chasquidos de ramas, del siseo escurridizo de pequeños bichos que se arrastran. Súbitamente, los matorrales se agitan a mi izquierda. Es un ruido violento, un fragor de chubasco, la intuición de algo grande que se acerca. Me quedo sin respiración, segura de no poder soportar lo que imagino: que las ramas se abren y aparece la calavera luminosa y horrenda de un espectro. Y, en efecto, Dios mío, la hojarasca se vence y asoma junto a mí una cabeza demoníaca, negra como la pez, con los ojos amarillos del Maligno. El aire se me escapa de los pulmones con un grito. Creo morir, o quizá quiero morir, con tal de no ver. Pero el tiempo transcurre sin que suceda nada y al fin veo. La luz iridiscente de la luna me permite reconocer los contornos hirsutos, los lustrosos colmillos, el hocico prominente e inquisidor. Es un jabalí. ¿O quizá es Satán disfrazado de puerco? No, es un verdadero jabalí. Huelo el tufo de su aliento y percibo su miedo. La bestia me teme, igual que yo a ella. Durante unos instantes permanecemos quietos, contemplándonos. Sus ojillos brillantes me atraviesan con una mirada feroz pero más compasiva que la mirada verde del caballero. Podría desgarrarte con mis colmillos, pero no quiero, me parece entenderle; los dos estamos solos, pequeño escuerzo humano, los dos somos criaturas perseguidas" en la noche. De pronto, ya no está. Su cabezota ha desaparecido y sólo queda el rumor de las ramas al enderezarse. Me llevo la mano al pecho, intentando calmar mi corazón. Mi cuerpo está agitado, pero mi mente, cosa extraña, está más serena de lo que estaba antes de la aparición del animal. Ahora creo saber lo que voy a hacer. He tomado una decisión. El miedo puede ser un antídoto del miedo.

Entonces me levanto. Camino ligera y sigilosa por los montes plateados. Atravieso las eras roturadas del amo y llego a nuestra pequeña tierra. Y entro en el vecino y abandonado campo de batalla. El olor estancado de la carnicería me inunda las narices y la garganta, y espesa mi saliva con un sabor a náusea. A la luz de la luna, los cuerpos rígidos de hombres y jumentos parecen rocas retorcidas de un paisaje fantástico. Camino entre los cadáveres intentando no pisar con mis pies desnudos las piltrafas de carne, los cuajos de sangre. Intentando no pensar en lo que estoy haciendo. El caos y la urgencia del final del combate han impedido que los vencedores recojan el botín; sin duda regresarán mañana a la luz del día para desnudar a los vencidos, pero por ahora los muertos siguen conservando todas sus armaduras y sus armas. Procuro no mirarles a ía cara, pero a veces les veo y parecen gritarme. De sus bocas abiertas y crispadas pueden salir en cualquier momento sus ánimas malditas, dispuestas a perseguirme y atormentarme. Me detengo y vomito. El aire también parece coagulado, este aire apestoso y mortífero que envenena mis pulmones. Rebusco durante un rato intentando respirar lo menos posible, y al cabo encuentro un cuerpo que parece ser de mi tamaño y cuya armadura se halla en buen estado. Tiene el yelmo hendido por un tajo que le parte la cara hasta la mejilla; el corte es de una negrura tenebrosa bajo la luz lunar, un fulgor de seca oscuridad que ocupa todo el lado izquierdo de su rostro, el lugar donde antaño existió un ojo. El otro lado es suave y delicado bajo los tiznones de la sangre: es un guerrero muy joven. Con pulso tembloroso le desato el cinturón de caballero, del que todavía penden la daga y el hacha de guerra, e intento abrirle los dedos engarriados para liberar la espada de su mano. Tardo muchísimo. Aún me demoro más para sacarle la desgarrada sobreveste, bordada con pequeños tréboles azules sobre un fondo amarillo. No sabía que me iba a costar tanto trabajo desnudarle: el cuerpo está rígido, encogido sobre sí mismo, petrificado en la postura de un niño que duerme. Le arranco las manoplas, las espuelas, las botas de cuero y las brafoneras que cubren sus piernas. Tengo que estirar sus brazos con un sordo chasquido para poder extraer la larga cota de malla. Desato las lazadas de su almilla acolchada y se la quito. Por la camisa abierta se entrevé su pecho blanco y suave, carente de vello, cruzado por los oscuros verdugones de los golpes. No puedo aprovechar el casco ni el almófar de malla que protegen su cuello y su cabeza porque están partidos por el tajo y sus rebordes se han hundido en el cráneo. Busco a mi alrededor y encuentro otro cadáver al que le falta un brazo, pero que conserva el yelmo intacto: es un hombre barbudo de ojos desorbitados. Le pelo la cabeza como quien pela una naranja, mientras intento mirar para otro lado. Recojo mi botín venciendo las arcadas y salgo del campo de batalla a trompicones, corriendo y tropezando, tambaleándome bajo el peso de mi carga.

Me detengo en el pequeño pedazo de tierra pedregosa que hace unas horas araba con mi hermano y comienzo a vestirme. Las medias de malla, las botas, que me vienen un poco grandes y que aun así son un tormento para mis pies desacostumbrados al encierro; el gambax: acolchado, que coloco encima de mi camisa; la pesada loriga metálíca, larga hasta las rodillas; la sucia cota de armas con sus bordados heráldicos de tréboles. Me ciño el cinturón y encajo la espada en su vaina labrada. Lo cual es muy difícil, porque la espada es grande y la vaina es estrecha. Saco la daga del cinto y me corto los cabellos a la altura de la nuca: mi hermosa y larga melena se enrosca en el suelo como un animalejo malherido. Con cierta repugnancia, me ajusto la cofia de tela que le he quitado al barbudo, y luego introduzco mi cabeza por el largo y frío tubo del almófar. Después me calo el yelmo, que me queda holgado, y meto las manos en los guanteletes. Ya está. Ahora soy en todo semejante a un caballero. Avanzo unos pasos, la espada se me enreda entre las piernas y casi doy de bruces. Recoloco el cinturón intentando dejar la zancada libre y suspiro para disolver la opresión de mi pecho: cuesta respirar con tanto metal encima. La cota de malla tira de mi cuerpo hacia la tierra, como si llevara sobre mis hombros todo el peso del cielo. Por fortuna soy fuerte, por fortuna soy alta: será más fácil que mí impostura triunfe. Escondida dentro de mis nuevos ropajes, me siento más segura, protegida, porque es una desgracia ser mujer y estar sola en tiempos de violencia. Pero ahora ya no soy una mujer. Ahora soy un guerrero. Un terrible gusano en capullo de hierro, como le oí cantar un día a un trovador.


Voy por los caminos buscando a mi Jacques. He bebido en una fuente recubierta de musgo. He comido un poco de pan y de cebolla que han compartido conmigo unas campesinas, asustadas al verme aparecer toda cubierta de hierro. Me he sentido agradecida por su ofrenda, pero, sobre todo, me he sentido poderosa. Un sentimiento confortable y un poco sucio. Pobres mujeres: me senté junto a ellas en la fuente y se apresuraron a ofrecerme su magra comida. Ahora llueve y llueve. Se diría que lleva diluviando toda la vida. Los caminos están atestados. Campesinos que fluyen, soldados en desbandada, caballeros sin caballo, como yo. El castillo del señor de Abuny está en llamas. Dicen que el amo ha muerto y que su hijo se ha lanzado a un combate suicida para vengarle. Los hombres de hierro caminan arrastrando los pies, heridos, sucios, abollados, sin cascos, sin manoplas, con las mallas enmohecidas por la lluvia. También mi armadura se está herrumbrando. Rechino al caminar y todo me pesa. El agua se cuela entre los anillos metálicos de la loriga y empapa el acolchado de mi almilla. Tengo hambre y tengo frío. Me dirijo a la fortaleza del conde de Gevaudan, donde se está preparando una gran batalla. Espero encontrar allí a mi padre y a mi hermano. Espero, sobre todo, recuperar a Jacques.

En medio del tumulto y del aguacero casi nadie me mira, pero un clérigo barrigón montado en una muía lleva demasiado tiempo cerca de mí. Aunque me adelantó por primera vez hace ya un buen rato, luego me!o volví a encontrar. Estaba detenido a un lado del camino, una pausa aparentemente sin sentido bajo la lluvia; y, cuando le sobrepasé, se puso nuevamente en marcha detrás de mí. Tengo la sensación de que me está siguiendo y no me gusta. Es un tipo redondo y malencarado; una cicatriz le parte la ceja y lleva un gran cuchillo atado a la cintura. Me detengo de repente, para ver qué hace y porque no quiero llevarle a mis espaldas. El clérigo pasa a mi lado sin pararse pero me lanza una mirada oblicua y penetrante. Le observo desaparecer camino adelante, mecido por el cansado paso de su muía. Estoy viendo visiones, me digo; me estoy asustando sin razón. Pero el miedo aprieta mi estómago vacío. La negra y peligrosa noche se aproxima, la noche de mi primer día como caballero. Tengo que buscar donde dormir.

– ¡Raymond!

Un grito desgarrado me sobresalta. Un grito desesperado de mujer. Miro alrededor y la descubro: es una dama mayor de pelo gris que viene en dirección contraria en un carro entoldado.

– ¡Raymond! -vuelve a llamar, mientras intenta descender de la galera antes incluso de que el cochero pare.

La robusta sirvienta que la acompaña salta con premura de su mulo y la ayuda a bajar. La dama se desembaraza de su apoyo solícito y echa a correr pisando los charcos embarrados. Echa a correr, ahora me doy cuenta, en dirección a mí. La sorpresa me paraliza. Ella se acerca con los brazos extendidos, la expresión anhelante. Llega frente a mí y se detiene en seco, como si hubieran golpeado su frente con un mazo. Sus brazos descienden lentamente en el aire. Su barbilla tiembla.

– Tú no eres… -la boca se le frunce, ahogando sus palabras.

Sus ojos son dos agujeros negros en los que puedo caerme. Guardo silencio.

– Entonces…, entonces mí hijo ha muerto.

La sirvienta nos ha dado alcance; junta sus anchas y estropeadas manos y empieza a lamentarse sonoramente.

– Ay, Señora, ay, Señora…

– ¡Calla! -ruge la dama con voz perentoria, una voz plena y segura, aunque en sus mejillas las lágrimas se confunden con las gotas de lluvia.

La sirvienta encoge la cabeza entre los hombros y continúa gimiendo quedamente, como un perro apaleado por su amo.

– Llevas sus armas, llevas nuestros colores.

Sin poder evitarlo, me miro la ropa: la sobreveste amarilla bordada de tréboles.

– Sabía que había muerto. He sentido el frío en el corazón. Porque ha muerto, ¿verdad? -insiste con una pequeña chispa de esperanza en los ojos, apenas una brizna de luz, un destello loco.

Recuerdo la cabeza partida del muchacho y asiento sin despegar los labios.

La dama aprieta los párpados y se tambalea. La sirvienta alarga su manaza para sostenerla, pero la Señora vuelve a rechazarla y se endereza. Escruta mi rostro con ojos suspicaces y duros. Mi rostro manchado de hollín y de barro.

– Has robado a mi hijo…, has saqueado su pobre cuerpo… Dime, ¿lo has hecho?

Sigo muda, aterrada. De pronto, la dama se relaja. Sus hombros se hunden. Su espalda se encorva. Ahora parece una anciana.

– No… Veo por tu aspecto que eres noble. Entonces eres tú quien lo ha matado.

La mujer confunde mis rasgos femeninos con la finura de la buena cuna. Si le hubiera matado en combare, tendría derecho a quedarme con su armadura. Muevo la cabeza afirmativamente con un sabor a sangre entre los labios.

La dama ahoga un sollozo.

– Dime…, ¿murió bien? ¿Fue valiente? ¿Luchó hasta el final? ¿Hizo honor a su nombre?

Hago un esfuerzo por recuperar mi voz, escondida en lo más profundo de mis entrañas. No necesito fingir un tono grave: las palabras me salen rasposas, estranguladas.

– Fue un gran guerrero. Rápido y templado. Causó gran mortandad. Peleó en el lugar más peligroso. Nunca retrocedió. Murió de un tajo en la cabeza, fue instantáneo. Y no tenía otras heridas, porque sabía combatir.

Me asombro de lo que digo. Mis palabras salen ligeras y atinadas de mis labios, palabras que nunca he pronunciado, palabras de un mundo que no es el mío, como si me las dictara esta cota de malla que me envuelve.

– Entonces todo está bien -dice la dama; pero llora y llora como si todo estuviera mal-. Hemos salido a buscarle. ¿Dónde está?

– En el campo de batalla de Abuny.

– Era su primera guerra tras haber sido nombrado caballero… Con esa misma espada, nuestra espada, que ahora llevas al cinto.

Me la saco con singular torpeza de la vaina y se la ofrezco. La dama la rechaza con gesto desvaído.

– No… Ya no queda nadie que pueda llevarla. Raymond era el último de nuestra estirpe.

Vuelve a contemplarme fijamente, ahora, cosa extraña, con una mirada casi afectuosa. Me estremezco.

– Era parecido a ti…, debéis de tener la misma edad… Por lo menos tu madre no tendrá que llorarte.

– Mi madre murió -contesto con voz ronca.

– A mí me queda el honor… pero eso es bien poco para pagar a un hijo.

Da media vuelta brusca y se aleja hacia el carro, seguida por su lacrimosa criada. Las veo partir en dirección a Abuny, con las ruedas chirriantes dando tumbos por íos hoyos lodosos. Sigo mirándolas hasta que desaparecen a lo lejos, y luego retomo mi camino con el ánimo aterido. Me quito el guantelete y acaricio con los dedos mojados mi pecho de hierro. Raymond, te llamabas Raymond. Siento que la cota de malla es una piel.

Las espesas nubes han adelantado el crepúsculo. Hay muy poca luz. Doy paso tras paso con esfuerzo inaudito, porque las piernas apenas me responden. Un rayo parte el cielo y el mundo se ilumina con resplandores lívidos. A cierta distancia me parece ver un grupo de árboles. El trueno retumba en mis oídos y acalla por unos instantes el tintineo metálico de mis movimientos. Un viejo soldado con peto de cuero que camina junto a mí me guiña un ojo:

– Noche de ánimas, mi Señor. Vayamos a íos árboles a buscar cobijo. Podemos pernoctar allí. Llevo galletas y algo de tocino.

Me siento tan cansada y tan agradecida por su amabilidad, tan deseosa de compañía ante la noche negra, que no me detengo a pensar y!e sigo. Salimos del camino y subimos por la suave cuesta de un campo enfangado. Otro soldado se nos ha unido. Joven y algo cojo, con la frente estrecha y las cejas unidas en un solo trazo de pelambre. Me sonríe, obsequioso. No me gusta que venga, pero no sé qué hacer. Ni qué decir. Callo y continúo avanzando por la ladera. Un poco más adelante veo la silueta oscura de otro hombre parado. Se diría que nos está esperando. Me pongo nerviosa: olfateo el peligro. Intento retrasar mis pasos y distanciarme, pero el soldado joven está justamente detrás de mí. Un nuevo relámpago enciende la penumbra y a su luz reconozco al tercer tipo: es el clérigo de la cicatriz y lleva en la mano su cuchillo.

– Vaya, vaya, nuestro caballerito… Tan joven y ya ha ganado sus espuelas. ¿O se las has robado a alguien?

El clérigo sonríe mientras habla. Los soldados se han desplegado en torno a mí. Soy el centro de un triángulo compuesto por los tres hombres y todos ellos han sacado sus armas. Yo extraigo mi espada de la vaina, aunque pesa tanto que ni siquiera soy capaz de mantenerla erguida. La punta de la espada se inclina hacia el suelo y tiembla en el aire. Agarro la empuñadura con las dos manos: como no sé manejarla, por lo menos la utilizaré como una pica.

– Ya lo creo que las has robado… ¡Pero mirad cómo coge la espada! No es más que un gañán, un maldito plebeyo…

Un nuevo rayo, un trueno. Doy vueltas sobre mí misma con la espada entre las manos, para no perder detalle de los hombres que me rodean. Pero sé que estoy muerta. La certidumbre del fin chupa mis energías y me llena de un miedo frío que agarrota mi cuerpo. Desfallezco y siento la tentación de abandonarme, de ofrecer el cuello a los asesinos y que todo acabe cuanto antes. Sin embargo, algo me hace apretar de nuevo la empuñadura y seguir vigilante. Me espolea el loco sueño de poder volver a ver el sol de mañana.

– Venga, hermanitos… Mirad qué hermoso mandoble, qué buena loriga. Y el hacha de guerra. Es un buen botín…

Diciendo esto, el clérigo hace ademán de adelantarse. Yo amago con la espada. El tipo ríe:

– Tú no eres enemigo para nosotros…

– Él puede que no, pero yo sí.

La voz ha resonado baja y grave, extrañamente calma y peligrosa. Un guerrero enteramente armado y subido a un bridón está junto a nosotros. La luz fantasmagórica de los relámpagos agranda su figura y hace fulgurar su espada desnuda.

– ¿Quién eres? ¿Qué quieres? -balbucea el clérigo, asustado.

– Quiero que os vayáis -responde el caballero.

Y espolea su caballo y se lanza sobre ellos. Pega al viejo soldado un espadazo plano en lo alto de la cabeza y el hombre se derrumba, echando sangre por la nariz. El joven cejijunto intenta atacar al caballero por detrás, pero éste se revuelve y le da un mandoble de revés que le taja profundamente el antebrazo. El clérigo ha echado a correr; su figura rechoncha se pierde en la distancia. El soldado joven también huye, sujetándose el brazo hendido hasta el hueso. El otro sigue sobre el suelo, quieto y desvanecido o tal vez muerto. El hombre de hierro permanece impávido vigilando la retirada de los ladrones. Luego se vuelve hacia mí y me dice:

– Sube.

Envaino mí bella e inútil espada, me agarro de su mano y, embarazada por la pesada armadura, monto con gran dificultad a la grupa de su caballo. Echamos a caminar sin decir palabra y subimos hasta casi lo alto de la loma, a una zona de berrocales que queda muy próxima al grupo de árboles, apenas a medio tiro de arco. Allí el caballero tiene dispuesto un tenderete al abrigo de una peña, con unos cuantos palos y una lona encerada. Un modesto fuego humea a punto de apagarse.

– Maldita sea…, con lo que me ha costado prenderlo. Cuida tú de Sombra.

Desmontamos y el tipo corre hacia la hoguera. Yo descincho al destrier, le quito la pesada silla con sus largos estribos triangulares, las riendas, el bocado. Miro interrogante al caballero.

– Ahí está el cabezal.

Sujeto al bridón con los correajes, me lo llevo a una cercana zona de hierba y lo dejo atado a una piedra con cuerda suficiente para que pueda moverse y alcanzar una pequeña poza que el agua de la lluvia ha formado en las rocas. En su día debió de ser un buen animal, pero ahora veo que es muy viejo. Tiene las barbas canosas y punzantes, los ojos fatigados.

Regreso al tenderete. El fuego ha renacido y el caballero está sacando víveres de una alforja. Se ha quitado el cinto con las armas, el yelmo y las manoplas. Me detengo en el borde de la lona.

– Pasa, pasa. Por lo menos aquí se está seco.

El suelo es de roca y la pendiente hace que el agua se escurra. Es un buen refugio. Paso dentro y me siento, porque no hay altura para estar de pie. En el bosquecillo cercano se ve un par de hogueras. Unas cuantas personas han acampado allí, protegidas por burdas techumbres de ramas mal cortadas. Les miro con aprensión.

– No te preocupes -dice el hombre-. No son peligrosos. Sólo son comerciantes de Mende. Y es bueno y más seguro dormir en compañía. Aunque son unos estúpidos, porque todo el mundo sabe que los rayos se sienten atraídos por los árboles. Han elegido un mal cobijo.

El espacio cubierto por la tela encerada es angosto y estamos muy cerca el uno del otro. El guerrero se arranca la malla que le recubre la cabeza. Por debajo de ¡a cofia salen disparados unos cuantos pelos blancos. Él también es muy viejo. La nariz aguileña, el rostro delgado y surcado por profundas arrugas que parecen tajos. En la frente, una cicatriz y el hueso hundido, huellas de un antiguo golpe tan formidable que hubiera podido acabar con cualquier hombre.

– Gracias, mi Señor. Me ha salvado la vida -le digo, intentando poner la voz grave y que no se noten mi miedo y mi desamparo de doncella.

– ¿Por qué no te quitas el yelmo?

– Estoy bien así.

El guerrero me observa atentamente con sus ojos acuosos.

– ¿Cómo te llamas?

– Raymond.

– No es cierto. ¿Cómo te llamas?

– Leo… lo. Leolo.

– ¿Por qué robaste la armadura, Leolo?

Decido confesar la verdad. O casi.

– Para protegerme.

– ¿Mataste a alguien para conseguirla?

– No.

– ¿Y por qué querías protegerte?

Me callo. Siento unos terribles deseos de llorar.

– Quítate el casco.

Me lo quito. El viejo caballero se inclina hacia mí y me arranca el almófar. Luego coge un pico de mi empapaba sobreveste y me limpia la cara. Me contempla con gesto de duda. Alarga su mano manchada por la edad, la mete por debajo de la tela heráldica y me palpa los pechos a través de la malla de hierro.

– Eres una mujer. Una chiquilla.

– El señor de Abuny se ha llevado a mi padre y a mi hermano. Se ha llevado a mi Jacques. Estoy sola en el mundo. Le quité la armadura a un caballero muerto.

El guerrero suspira y remueve el fuego con una ramita.

– Corren tiempos malos. Pero créeme si te digo que siempre ha sido así. La vida es un tiempo malo que no termina. ¿Sabes que si te encuentran vestida de hombre podrías acabar en la hoguera?

Digo que sí con la cabeza, aunque no lo sabía.

– Bueno. Tampoco importa tanto. No eres la primera mujer que se disfraza de varón. ¿Y qué piensas hacer?

– Quiero ir en busca de mi Jacques.

– Supongo que Jacques es tu amado… Está bien, muy bien. Todos los caballeros deben tener una empresa gloriosa a la que dedicar sus vidas…, con eso ya empiezas a parecer un buen guerrero. Pero mírate, estás hecha una pena. Esa buena armadura tan descuidada… Desnudémonos. Hay que untar bien de grasa la cota de malla, para que no se llene de orín.

Nos despojamos de nuestra envoltura metálica y nos quedamos en camisa. Ponemos a secar las gruesas almillas y frotamos cuidadosamente nuestras ropas de hierro con un bloque de grasa de oveja que el caballero ha sacado de una bolsa. El humeante fuego me irrita los ojos, pero va calentando mi cuerpo entumecido. El aguacero amaina y las gotas dejan de redoblar sobre la cubierta de nuestro refugio. En el renacido silencio de la noche se escuchan las voces de nuestros vecinos del bosquecillo. Están contando historias.

– Y entonces Merlín se enamoró de Viviana, que era joven y bella. Y como Merlín, además de ser mago, era a la sazón un viejo tonto, enseñó a la muchacha todas las brujerías que sabía, incluso los conjuros perdurables, que son los que no se pueden deshacer. Y un día Viviana, que fingía amarle, pidió a Merlín que construyera una cueva maravillosa, y que la llenara con todos los lujos de la Tierra. Yeso hizo el viejo tonto en su tontuna: creó la…

Un nuevo trueno ahoga las palabras del narrador.

– Un rayo seco, sin lluvia -comenta el caballero, mientras engrasa su yelmo-. Son los peores.

– … y cuando Merlín entró en la cueva, Viviana hizo su conjuro y le dejó ahí encerrado, dentro de la montaña, para siempre jamás.

Ya hemos terminado de adecentar las armaduras. El anciano recoge la grasa sobrante, la envuelve con pulcritud entre hojas verdes y la guarda en la bolsa. Se limpia las manos en la pechera de su camisa y reparte la comida: carne seca, queso, un puñado de pasas y un mendrugo de pan duro como las piedras.

– Cómete tú todo el pan. Yo ya no tengo dientes.

Devoro con hambre de lobato, como si no hubiera comido en toda mi vida.

– Es mi turno -dice una voz de hombre en el vecino bosquecillo-. Os voy a contar la historia del Rey Transparente.

El viejo guerrero se atraganta, tose, se demuda, pierde su tranquila gravedad.

– ¡No! ¡Detente, desgraciado, esa historia no! -ruge, medio ahogado.

Intenta ponerse en pie, pero tiene las articulaciones agarrotadas y no lo consigue. Parece fuera de sí y su miedo me asusta. No entiendo fo que pasa.

– Había una vez un reino pacífico y feliz que tenía un rey ni muy bueno ni muy malo… -está diciendo el vecino.

Un estallido blanco dentro de los ojos. Me he quedado ciega. Alguien me tira del cabello, de todos los vellos de mi cuerpo, mi piel parece quemar. Un estruendo espantoso. Aturdimiento. Llamas crepitantes. Algo está ardiendo: mis ojos empiezan a distinguir las cosas. Es uno de los árboles del bosquecillo. Un rayo. Ha caído un rayo sobre el árbol. Los comerciantes gritan aterrados. A la luz de las grandes lenguas de fuego les veo correr de acá para allá. Parece que todos están bien, incluso el hombrecillo que contaba la historia, que era quien se encontraba más cerca del árbol abatido.

– ¡Dios misericordioso! Hemos tenido suerte. Hubiera podido ser mucho peor -musita el guerrero.

– ¿Qué ha pasado?

– Ya lo has visto. Ha caído un rayo.

– Pero ¿por qué no debía contar la historia del Rey Tra…?

El caballero agita las manos frenéticamente:

– ¡Ssshhh, cállate, ni lo nombres! Hay cosas que es mejor no mencionar.

– Pero ¿por qué?

– Hay palabras malas que desbaratan el mundo.

Quisiera saber más, pero me contengo. La lluvia vuelve a redoblar sobre nuestras cabezas. Mejor: tal vez así se evite que las llamas se propaguen a los otros árboles. Los vecinos están recogiendo sus cosas apresuradamente. Les vemos partir ladera abajo en mitad de la noche, apiñados como ovejas. Nos hemos quedado solos. Lo lamento. Me siento un poco más indefensa. El mundo oscuro se aprieta alrededor, cargado de embrujos y misterios. Si por lo menos estuviera aquí mi Jacques. Él me abrazaría, me protegería, me contaría sus bonitas historias para tranquilizarme. Siempre ha estado en mi vida. No sé vivir sin él.

– Sigue comiendo, Leolo. ¿O debo decir Leola? El fuego va menguando. No creo que se extienda. Además, aquí no corremos ningún peligro.

Mastico lentamente las hilachas de carne.

– MÍ Señor…

– ¿Sí?

– ¿Podéis decirme vuestro nombre?

El guerrero suspira.

– Soy el señor de Ballaine. O más bien lo era. Hasta que mis hijos decidieron que era un viejo acabado y mi primogénito me arrebató el señorío. Yo preferí marcharme y no enfrentarme a ellos. No quise obligarles a que me mataran. Y si hubiéramos combatido, sin duda lo habrían hecho. Me habrían vencido. Los dos son buenos guerreros. Les he enseñado yo -dice con orgullo.

Luego se encoge de hombros y escarba con un dedo entre los pocos dientes de su boca, buscando una brizna de comida mal encajada. Al fin la atrapa, la saca, la mira de cerca y se la vuelve a comer.

– Además, es cierto que soy viejo.

– Pero sois muy fuerte y combatís muy bien. Acabasteis enseguida con los tres asaltantes.

– Ah, esos bribones… Eso apenas cuenta, eso fue muy fácil. Pero cada día estoy peor. Llegará un momento en que ni siquiera podré subirme al caballo. Si es que mi pobre y viejo Sombra no se muere antes.

Seguimos masticando en silencio otro rato, contemplando las llamas menguantes del árbol herido.

– No sobrevivirás mucho tiempo así vestida, Leo-la, si no sabes utilizar las armas que llevas. Tienes que aprender a combatir. Sé que las mujeres pueden hacerlo. Mi hermana lo hizo. Era bastante buena. Luego se casó con un bastardo y se murió de parto al cuarto hijo.

Una pequeña esperanza me sube a los labios:

– Mi Señor…, ¿no podríais enseñarme vos?

El hombre agita su cabeza despeluchada.

– No, no. Imposible. Te repito que estoy muy viejo. Y, además, eso iría en contra del propósito al que he consagrado mi vida. Ya te he dicho que todo caballero debe tener una empresa gloriosa que ordene sus actos.

– ¿Y puedo preguntaros cuál es vuestra empresa?

– Morir bien, hijita. Morir bien.


Despierto con el sol en los ojos. Debe de ser tarde: sé que he dormido un sueño profundo, placenteramente negro, inacabable. Las nubes han desaparecido y el cielo muestra ese tono blanquecino de los días de calor. Miro a mi alrededor: estoy en el refugio del anciano caballero. Sus cosas siguen aquí, sus alforjas, sus bolsas, pero él no está. Me levanto en camisa y salgo. Piso la hierba fresca con los pies desnudos: qué delicia. Me alivio detrás de unas rocas y luego me aseo con el agua de lluvia que ha quedado retenida entre las piedras. Al regresar al entoldado veo al señor de Ballaine: lleva puesta toda la armadura, menos en las manos y la cabeza. Está cepillando a Sombra. Me lo quedo mirando, con su calva afilada y las ralas greñas blancas todas alborotadas, y me asombra sentir tanta confianza, e incluso algo de afecto, por un hombre de hierro. Hasta ayer mismo, los guerreros siempre fueron mis enemigos. Gente peligrosa e incomprensible.

– Ah, ya estás de pie, Leola…

– He dormido muchísimo.

– Lo necesitabas. El sueño es la mejor cura para las heridas. Para todas las heridas. Para las producidas por el filo que corta, por!a punta que clava o por la palabra que envenena. Recuérdalo.

No me quiero ir de aquí. Me da miedo marcharle por los largos caminos, nuevamente sola y tan inútil. Peferiría quedarme algunos días con el señor de Ballaine y aprender un poco de lo mucho que sabe. Pero él no desea que me quede.

De modo que regreso al entoldado y me visto. El gambax se ha secado, al igual que las botas y la sobreveste. Me ciño el cinturón con las armas y ajusto el almófar. Lo hago todo despacio, muy despacio, porque no quiero irme. Pero al final vuelvo a estar cubierta de hierro de pies a cabeza. Salgo del refugio. El caballero me está esperando. Me mira de arriba abajo con ojo crítico.

– Ensúciate la cara con un poco de ceniza y tizne de la hoguera… Pasará más desapercibida tu inocencia.

Lo hago.

– Hasta que no sepas manejarte mejor, procura evitar los sitios muy poblados… Llevas armas muy buenas y eres un botín ambulante. Una riqueza fácil de robar.

Sus palabras me desesperan: ¿dónde, cómo voy a aprender a manejarme? ¿Por qué no quiere enseñarme a combatir? Siento que la ira se acumula en mi pecho. ¿Por qué este viejo loco desea que me vaya?

– ¿Por qué es tan importante la empresa que dijisteis?

– ¿Cómo?

– Morir bien, dijisteis. Ése es vuestro proyecto.

El caballero se pasa la mano por la cara, se frota los ojos con gesto cansado.

– Corren tiempos malos, Leola. Yo no he conocido otros, pero dicen que antes, hace mucho, existió un mundo diferente, un mundo de honor y de palabra, en el que los caballeros se sentaban juntos a la misma mesa y honraban a su Rey, el gran Arturo. Hoy los reyes son unos cobardes y los caballeros unos miserables. Hoy impera la codicia y las palabras valen tan poco como guisantes podridos. Hoy los lobeznos muerden a los lobos viejos, como han hecho mis hijos, y los ancianos son considerados animales inútiles y enfermos de los que uno debe desembarazarse. Pero yo sé que eso no es así. Yo sé que la vejez es la verdadera etapa épica del hombre, es la edad en la que los guerreros debemos librar nuestra batalla más gloriosa. No hay gesta mayor, no hay mejor proeza que saber envejecer y morir bien. Por eso he vestido mis armas, he cogido mi caballo y me he echado a los caminos. Vivo aquí y allá, retando a otros guerreros y socorriendo a necesitados, como hice ayer contigo, siguiendo las normas puras de la caballería. Vivo siendo yo mismo y dando lo mejor de mí aunque las fuerzas me vayan menguando cada día. Y seguiré así hasta que llegue mi último combate y muera vestido de hierro y con la espada en la mano, sabiendo que pese a tenerlo todo en contra no flaqueé. Porque es mucho más valiente el caballero que lucha sabiendo que va a ser vencido que quien cree que su vigor puede con todo. La vejez es la edad de la heroicidad, y yo he escogido ser un héroe. No te puedes quedar conmigo, Leola. No estoy dispuesto a ocuparme de ti y a cargar contigo. ¿Por qué debo hacerlo? No nos une nada y nada te debo. Búscate tu camino. Deseo de todo corazón que consigas llegar a esta vieja edad mía. A la edad de la gloria. Y que te la ganes. Mucha suerte, hijita. Que el Señor te acompañe.

Baja la cabeza el caballero después de su larga perorata y, sin mirarme, me entrega con rudeza una pequeña bolsa de tela. La cojo entre mis manos, pero antes de que pueda reaccionar, el señor de Ballaine da media vuelta, se mete en el refugio y se sienta de espaldas a mí. No hay nada que decir. No hay nada que hacer, salvo marcharse.

Y me marcho. Desciendo paso a paso la suave ladera, acompañada por el alegre tintineo de mi armadura bien engrasada. Al llegar al camino abro la bolsa: contiene un pedazo de manteca de oveja envuelto en hojas, un generoso puñado de pasas y tres sueldos. Ato la bolsa al cinto: ahora tengo dinero. Pero también tengo miedo. Mucho miedo.


A menudo la vida consiste precisamente en elegir entre dos temores. Alertada por las palabras del viejo caballero, abandono los transitados caminos y me meto en el cerrado bosque de Golian. Si no me pierdo en su espesura, y si no me sucede nada malo, acortaré el trayecto hacia el castillo de Gevaudan, donde espero encontrar a mi Jacques. Pero nadie se intetna en los bosques salvo los malhechores o los temibles faydits. Todo el mundo sabe que es aquí donde residen los espíritus malignos, los dioses antiguos que se resisten a la palabra del Señor.

Pese a ello, yo escojo este miedo y penetro en el verdor salvaje de la floresta. Fuera hace un hermoso día de sol, pero aquí dentro reina una penumbra fría y húmeda. Los árboles se cierran sobre mí como una trampa y el techo de enredados ramajes apenas me permite ver el cielo. Me asfixio. Soy campesina y echo de menos mis campos abiertos, el horizonte ancho, los bellos labrantíos de cereal que el viento ondula. Pero agacho la cabeza y sigo andando. Es difícil orientarse en este apretado mundo vegeta!. Persigo el sol, de claro en claro, para mantener la dirección correcta. Por fortuna no hay nubes.

El bosque susurra, el bosque habla. Crujen las ramas y me asustan hasta que descubro que el ruido ha sido causado por un pájaro, una ardilla. Camino y camino, tropezando de vez en cuando con las raíces serpenteantes y produciendo un estrépito de chatarra. Camino y camino, pero no tengo la sensación de estar avanzando. Quiera Dios que el bosque se acabe antes de que llegue el atardecer: si tengo que pasar la noche aquí, sin duda moriré. MÍ corazón se congelaría de puro miedo.

Llego a un claro un poco mayor que los anteriores. Un círculo de sol cae sobre unas piedras de las que nace una fuente. Debajo, una poza tranquila de aguas claras que desemboca en un manso regato. Respiro aliviada: es un paisaje amable. Tengo sed y bebo: el agua es pura y fresca. Entorpecida por las botas, voy dando traspiés sobre las rocas y me siento junto a la poza. Creo que descansaré un poco y comeré la mitad de mis pasas.

– Joven caballero, ¿serías tan amable de ayudarme?

La voz ha sonado cerca, terriblemente cerca. Doy un brinco, resbalo, rechino. Miro hacia todas las direcciones, sin aliento.

– Aquí, mi Señor. Encima de tu cabeza.

En un castaño próximo hay una mujer. Está a media altura de la copa, colgando de una rama. Tiene las ropas enredadas en el follaje y pende boca abajo, sostenida por un burruño de su saya que ha quedado enganchado en la hojarasca. Sin embargo, se la ve sonriente y plácida, como un grueso abejorro volando junto a un árbol. Su estampa es tan grotesca y tan inofensiva que, después del sobresalto, casi me hace reír.

– ¿Quién eres? ¿Qué haces ahí?

– Soy Nyneve y por qué me encuentro en esta situación es algo demasiado largo de contar, mi Señor. Si me ayudas a bajar te lo explico todo.

Me despojo del yelmo, de las manoplas, del cinto y de las armas, porque la embarazosa espada estorba cualquier movimiento, pero conservo el cuchillo. Desde pequeña he sido una gran trepadora de árboles, pero la loriga no facilita mi labor. Tras un par de torpes intentos y un resbalón, decido quitarme las botas y las brafoneras. Ahora sí consigo subir tronco arriba. Tumbada boca abajo en la rama de la que pende la mujer, tiendo el brazo, tiro de ella con ímprobo esfuerzo y logro que se sujete al árbol. Luego, con el cuchillo, corto la hojarasca y desgarro un poco la saya hasta soltarla. Una vez libre, el abejorro se convierte en ardilla y baja del castaño con pasmosa agilidad. Yo desciendo detrás y, ya en el suelo, nos quedamos mirando la una a la otra.

– Muchas gracias, mi Señor. Has sido verdaderamente providencial.

Es una mujer todavía joven, aunque debe de tener diez o quince años más que yo. Conserva todos sus dientes, blancos y perfectos como los de los niños. Tiene el pelo rizado y rojizo, una mata de fuego bajo la luz del sol, y sus ojos brillan como piedras de río. Sin embargo, no es exactamente hermosa: posee una cara grande y fuerte, de huesos muy marcados, de nariz ancha y frente poderosa. Una cara simpática y un poco masculina en la que los ojos parecen muy pequeños. Toda ella es robusta: aunque es más baja que yo, abulta el doble. Y sus manos son tan amplias y cuadradas que en cada una de sus palmas podría cobijarse un pequeño lechón. Pese a su solidez, su cuerpo produce una sensación de agilidad y vigor. Me recuerda a Colmillos, uno de los perros preferidos del amo, con su mirada expresiva y leal, su gran cabezota y su pelaje rojo.

– Ahora estoy en deuda contigo, mi… Señor.

Salgo de mis lucubraciones y la miro, y descubro que la mujer está contemplando mis piernas desnudas. Mis piernas blancas y sin vello. Nyneve se sonríe.

– O quizá debería decir mi Señora…

Doy un paso hacia atrás.

– No te asustes. No tienes nada que temer de mí, antes al contrario. Ya te he dicho que estoy en deuda contigo. Además, entiendo bien que una muchacha sola se proteja vistiéndose de hierro. Yo también lo he hecho alguna vez, debo confesar.

Sigo callada e intento pensar deprísa y descubrir si en todo esto se esconde algún peligro. Pero lo cierto es que la mujer produce en mí una extraña sensación de confianza. Casi un bienestar.

– Sentémonos. Tengo queso. Lo compartiremos.

De un bolsillo de su saya extrae un pedazo de queso tan grande que no sé cómo no he advertido su bulto ni cómo no se le ha caído al suelo mientras estaba colgando del árbol. También saca un pequeño cuchillo y me corta una abundante porción. Masticamos en silencio. Sigo intentando no perder de vista los posibles riesgos. Pero tengo mucha hambre y el queso está rico.

– Te debo una explicación… ¿Qué prefieres, la verdad o algo más fácil?

La miro con extrañeza. Nyneve se ríe.

– La verdad siempre es lo más arduo de soportar. Lo mejor es ser simple, pero para ser simple hace falta pensar mucho. Está bien, te lo diré todo. Soy una bruja, o un hada, o una hechicera, como prefieras llamarme.

SÍ es cierto, debería echarme a temblar. Si es mentira, esta mujer es una loca o una embaucadora. Ninguna posibilidad es buena, pero por alguna razón no siento miedo. Sólo curiosidad.

– Si de verdad eres bruja, ¿cómo es que no has podido bajarte del árbol tú sola?

– Ni siquiera las brujas somos omnipotentes, querida, no hagas caso de las cosas que escuchas por ahí… Y, además, he sido víctima de un encantamiento. Una antigua conocida, la Vieja de la Fuente, me tendió una trampa. Me dejó prendida en la rama con sus artes, que tampoco son nada del otro mundo, pero que me pillaron descuidada. Yo sola no podía liberarme: era un sortilegio sellado, y la llave para abrirlo era un acto de generosidad. Por fortuna llegaste y me ayudaste.

– Yo no noté ningún sortilegio. Sólo vi unas cuantas ramas enganchadas en tu ropa.

– Ya te dije que la verdad siempre es lo más difícil de creer.

– Además, las brujas y las hadas son cosas distintas.

Nyneve suspira.

– Hablas de lo que no sabes. Pero naturalmente eso es lo habitual en los humanos.

– Las brujas son malas y las hadas son buenas.

– Ni una cosa ni la otra. Somos buenas y malas, como todo el mundo. Pero, para que te quedes tranquila, te diré que yo sólo quiero ser tu amiga.

– No quiero amigos.

– Sí quieres. Y, por añadidura, me necesitas.

– ¿Por qué piensas eso?

– Porque se te ve muy sola y tienes miedo.

La garganta se me cierra con un nudo de repentina pena. Lucho contra la emoción, irritada por mi propia debilidad.

– ¿Cómo te llamas? -pregunta Nyneve suavemente.

– Leola -contesto con voz ronca.

Y después, para no derrumbarme, le cuento todo. Le hablo de la batalla de Abuny, y de cómo los hombres de hierro se llevaron a mi familia. Le hablo de mi madre muerta, y de aquella vez que me caí al pozo y mi Jacques descendió atado con una cuerda para rescatarme. Le explico cómo robé la armadura, y el asalto del clérigo, y la intervención providencial del caballero.

– ¿Y cómo dices que se llama ese anciano guerrero?

– Era el señor de Ballaine.

– ¡Pierre! ¡El viejo muchacho! No me digas que todavía sigue vivo…

– ¿Le conoces?

– Sí, me parece que sí. Supongo que es el mismo. Alto, guapo, de nariz aguileña y ojos claros.

Su descripción me resulta chistosa.

– Tiene la nariz aguileña y los ojos como desteñidos…, pero yo no lo encontré tan alto y desde luego no es guapo. Es muy, muy viejo. Además, tiene una gran cicatriz en la frente y el hueso hundido.

– ¡Es él, no cabe duda! Mi querido Pierre… No sabes lo hermoso que fue, cuando era joven… A mí me enternecía e¡ corazón.

La miro con incredulidad: Nyneve no pudo conocer la juventud del señor de Ballaine.

– No tienes edad para haberlo visto hace tanto tiempo.

– Ya lo creo que sí. ¿Quién crees que ¡e curó del terrible hachazo en la cabeza? No hubiera sobrevivido sin mí ayuda… Todavía no sabes nada, Leola. Pero yo te enseñaré, poquito a poco.

Me está mintiendo. Dice cosas sin sentido, para impresionarme. Será mejor que siga mí camino. Tengo que salir del bosque antes de que anochezca.

– Me voy. El sol se mueve rápido y no quiero estar aquí cuando caiga la tarde.

– Espera, espera, no tan deprisa. ¿Adonde vas a ir? ¿Qué vas a hacer?

– Voy hacia el castillo de Gevaudan, en busca de Jacques.

– Tonterías. No durarías sola ni un instante. No siempre encontrarás a un Pierre que te salve… Primero tienes que aprender a manejar las armas.

– ¿Podrías tú enseñarme?

– No, yo no. Pero sé quién lo hará. Iremos juntas… Conozco bien el bosque y la linde está próxima. Te guiaré.

– ¿Por qué haces esto?

– No tengo nada mejor que hacer… Y estoy en deuda contigo.

Es un plan un poco absurdo, pero me tienta. Puedo tardar un tiempo infinito en aprender a combatir, e incluso es posible que no lo logre nunca. O que todo sea una mentira de Nyneve. Debería dirigirme sin perder más tiempo en busca de mi Jacques. Pero temo no poder llegar a Gevaudan, temo que vuelvan a asaltarme, que me roben y me maten. Temo, sobre todo, estar tan sola. Además, el falso poder que mi armadura me otorga me resulta embriagante. Necesito darle veracidad a mi disfraz. Necesito sentir que me basto a mí misma. Así es que vuelvo a ponerme las medias metálicas y las botas y a ceñirme el cinto. Cuando estoy colocando mi espada, oigo que alguien aplaude. Encima de la fuente, sentada en las rocas, hay una mujer mayor con el cabello canoso recogido en un rodete. Es gruesa y nariguda, y viste ásperas ropas campesinas.

– Veo que has conseguido regresar a tierra, Nyneve -dice la mujer con tono burlón.

– No gracias a tu ayuda, desde luego -contesta mi amiga-. Leo, esa mujer tan fea es la Vieja de la Fuen te. Ella es quien me encantó y me colgó del árbol.

– ¿Que soy qué, que soy quién, que he hecho qué? -se mofa la campesina-. Ya estás otra vez con tus fantasías… No la creas, joven caballero. Nyneve es mi vecina…, una chiflada. Se subió a coger castañas y se quedó enganchada.

La mujer tiene un ojo azul y otro marrón. Eso es lo que hace su mirada tan desagradable. Me estremezco.

– No le hagas caso, Leo. Somos viejas amigas… o enemigas. De cuando en cuando jugamos a estos juegos un poco rudos. Pero a ti no va a hacerte ningún daño.

– Qué bien hablas, Nyneve. Ahora bien, ¿no es un poco joven este caballero para ti?

La campesina ríe y se palmea su redondo vientre. Mi amiga me empuja hacía el bosque, dando por acabada la conversación:

– Nos volveremos a ver, Vieja…, y ajustaremos cuentas.

– Aquí te espero, como siempre… Y tú no le creas nada, mi Señor… Se subió a coger castañas y se enganchó.

No me gusta esta mujer, pero la creo. No creo a Nyneve, pero me gusta. Y ésta es una razón suficiente para seguir con ella.


Millau es más grande que Mende. Pienso en Jacques y en nuestro último día. Pienso en los planes que hicimos de venir aquí y en todo lo que he perdido en tan poco tiempo. La nostalgia se me agarra a la garganta y me la aprieta. Trago saliva: la pena sabe salada.

Jacques se hubiera maravillado de ver estas casas tan altas como torres, estas construcciones de cuatro o cinco pisos. Pero a mí me desagrada la ciudad por su bullicio mareante y la dificultad para orientarse, por los olores pestilentes y, sobre todo, por ese aire de superioridad que todos tienen. Se creen mejores que los demás porque son libres. A los campesinos nos desprecian por nuestra servidumbre y nos consideran poco más que animales y, sin embargo, ellos viven como puercos en un estercolero. Las calles están llenas de inmundicias y en cualquier momento alguien puede arrojarte un balde de desechos desde alguna ventana; sucias alimañas escarban en la mugre, y un buen montón de casas se hunden lentamente, tapiadas y abandonadas desde hace años porque en ellas alguien murió de peste. Ahora bien, en mitad de tanta porquería, cómo alardean ellos. Los ciudadanos. Llevan las vestimentas más increíbles, con jubones bordados, mangas festoneadas, zapatos de largas puntas, boinas y birretes. Pero sobre todo el ojo queda deslumbrado por los muchos y extraordinarios colores de sus ropas. Incluso veo paños carmesíes y azules celeste, que son los tintes más lujosos y caros. Brillan los ciudadanos entre la basura como insectos tornasolados sobre la boñiga de una vaca. Me resulta irritante tanta ostentación: yo sólo poseo una blusa fina y una saya blanca con su jaqueta. Mejor dicho, poseía, porque debió de quemarse con la casa.

Sin embargo, ahora tengo mi bella espada labrada, mi sobreveste desgarrada y sucia pero adornada con hermosos bordados, mi buena loriga de malla pequeña y apretada. Ahora ya no soy una campesina y nadie me contempla con altivez. Ahora soy un caballero sin caballo, una rareza. Pero aquí, en la ciudad, paso inadvertida entre el gentío. Entre los insectos tornasolados, entre los saltimbanquis de rostros pintados y los mendigos harapientos.

– Aquí estamos más o menos a salvo -dice Nyneve-. Por lo menos durante el día.

Hemos entrado en Millau porque Nyneve dice que necesitamos dinero para pagar mi instrucción. Y el dinero, ya se sabe, está en la ciudad. Nos encontramos en la taberna, sentadas en las bancas corridas que hay ante la puerta. Hemos pedido guisado de buey y dos jarras de cerveza. Es la primera vez que la pruebo: sabe amarga y fuerte y aún no he decidido si me gusta.

– Tabernero, escucha -le dice Nyneve al hombre, que se ha acercado a preguntarnos si queremos más guiso-. Soy adivina. La mejor adivina que has conocido jamás. Te propongo un trato: te leo la suerte con mis cartas mágicas a cambio del almuerzo.

– De eso nada.

– Escucha mi oferta: si te gusta cómo lo hago, das la deuda por satisfecha. Pero si no te gusta, te pagamos. Tenemos dinero. Enséñaselo, Leo.

Obedientemente, con una docilidad impropia de un caballero, incluso de un caballero sin caballo, saco la bolsa y enseño las monedas. El tabernero recapacita un instante y luego se sienta a nuestro lado.

– Está bien. A ver esas famosas cartas mágicas.

Es un hombre grandote y un poco barrigón que se sostiene sobre unas piernas increíblemente delgadas. Se rasca la barbilla mal rasurada con gesto burlón y escupe en el suelo entre sus afiladas rodillas.

– Son famosas de verdad -dice mi amiga-. ¿No has oído hablar de las poderosas cartas italianas, del Tarot secreto?

Nyneve ha extraído un mazo de cartones coloreados de su bolsillo insondable. Los extiende sobre la mesa; están pulidos y encerados y muestran las figuras más singulares: reyes de ropajes majestuosos, soles y lunas, ahorcados y esqueletos de aspecto amedrentante. El tabernero se inclina sobre el tablero con interés.

– Ah, ¿así que éstas son esas cartas nuevas tan extrañas? Ya tenía oído de su existencia.

– Son nuevas entre nosotros. Pero su saber es tan antiguo como la tierra que mancha tus zapatos. Baraja y corta.

El tabernero se seca los dedos en su pechera y mezcla los cartones entre sus gruesas manos. Nyneve los recoge y coloca unos cuantos boca abajo en forma de cruz. Empieza a descubrirlos de uno en uno.

– Mmmmm… Veo un gran dolor. Veo tu cara hinchada y lágrimas en tus ojos. Ya has pasado por lo mismo, hace muy poco, y el barbero te sacó dos muelas. Pero te volverá a ocurrir. Esta vez, tómate un cocimiento de amapolas. Sufrirás menos.

– Es verdad. Es verdad lo de las dos muelas, quiero decir.

El tabernero parece impresionado. Con gesto distraído, se acaricia la mejilla con la mano, como si le doliera.

– Tu esposa ha muerto, y ahora tienes dudas entre dos mujeres. La morena te gusta más, pero no es buena para ti. Debes quedarte con la mayor, cuidará de ti y del negocio y será una buena esposa. Y tendrás con ella ese hijo varón que tanto deseas.

– ¡Por los clavos de Cristo! ¿Todo eso viene ahí? Aciertas por completo.

Yo misma estoy asombrada. Miro a Nyneve y me parece ver a una persona distinta. Después de todo, a lo mejor es bruja de verdad.

– Tienes un enemigo, y tú sabes bien de quién estoy hablando. Pero no te preocupes, porque morirá de enfermedad dentro de tres meses, de manera que no tendrás que devolverle su dinero. Gozarás de una vida larga, aunque te debes cuidar de los caballos y sus coces. Tus hijas se casarán y tu futuro hijo te honrará. Este hijo será llevado a la guerra, pero volverá sano y salvo cuando tú ya le estés llorando como muerto. No faltará nunca pan en tu mesa ni fuego en tu hogar. Y una cosa más: quémate esa pequeña herida que tienes en el costado, o acabará produciéndote malas calenturas. Esto es todo cuanto veo.

– Muchas gracias, Señora.

El hombre está tan admirado que ha subido a Nyneve de tratamiento. Y el tabernero no es el único que ha quedado convencido: los otros comensales de la larga mesa nos han ido rodeando y han asistido a la lectura de cartas con interés y pasmo. Ahora se acercan en tumulto pidiendo a Nyneve que también les atienda.

– Muy bien, os echaré el Tarot a todos. Pero cuesta medio sueldo por adelantado.

Henos aquí leyendo el porvenir de medio Millau. La noticia corre por la plaza y por las callejuelas adyacentes y cada vez se agolpan más personas. Nyneve extiende una y otra vez sus cruces de naipes sobre el tablero y descubre adulterios, alerta de enfermedades, adivina el sexo de los niños por nacer, aconseja en los negocios a los comerciantes, avisa de traiciones, desvela secretos, augura herencias y peleas, predice matrimonios, prohibe viajes, recomienda ventas de ganado, desaconseja litigios. Las vidas de los ciudadanos se hacen y deshacen en el aire delante de nuestros ojos a velocidad de vértigo y yo voy meciendo monedas en mi saco mientras el sol desciende por el cielo. Al cabo, cerca ya de vísperas, Nyneve atiende al último solicitante. Las cartas están pringosas y yo estoy mareada, pero Nyneve parece tan fresca y descansada como si acabara de despertarse.

– Entonces es cierto que eres bruja…

– Eso parece. Aunque piensa un poco: también es posible que conozca bien Millau y que me haya enterado con antelación de la vida del tabernero. En la ciudad, los rumores y los piojos corren como el fuego entre las eras.

Ahora caigo en la cuenta de que, salvo en el caso del tabernero, las demás predicciones han sido todas ellas más o menos amplías e imprecisas.

– Pero ¿eres bruja o no?

– Ah, la verdad… ¿Quién sabe la verdad? Tal vez haya más de una verdad, tal vez no haya ninguna. Ya te he dicho que la verdad siempre es lo más difícil.

Su manera de jugar conmigo me saca de quicio. Intento pensar en algo desdeñoso que decirle, pero Nyneve ya no me hace caso. Ha abierto la bolsa y está contando nuestras ganancias. Hemos logrado reunir veinticuatro sueldos, algo más de una libra.

– No está mal. Con esto tenemos para comenzar.

A mí me parece una cantidad exorbitante.

– Hermanos, vengo a traeros la salvación eterna… -dice una voz meliflua a nuestro lado.

Es un vendedor de bulas. Lleva un sayal pardo y una gran cruz de madera sobre el pecho. Sin duda le ha llamado la atención nuestro pequeño tesoro.

– Dispongo de bulas parciales y bulas plenarias selladas por el Santo Padre… Podéis serviros de ellas para comer carne en Cuaresma, para libraros del ayuno sin pecar, para evitar la penitencia impuesta en confesión, para…

– No queremos nada -contesta Nyneve.

– Alabado sea el Señor, ¿cómo es posible? -se escandaliza el bulero-. ¿Vais a poner vuestras almas inmortales en peligro sólo por ahorrar unas cuantas monedas miserables?

– Te he dicho que no. Además, mi joven amigo va a irse a combatir a Tierra Santa y con eso ganará suficiente gracia divina para los dos.

– Ya que habláis de Tierra Santa, también recojo óbolos para costear la cruzada. Debo deciros que con las donaciones se obtienen indulgencias muy abundantes.

– No insistas. No queremos.

– ¿Y tampoco unas reliquias? -se obstina el hombre, metiendo la mano en su gran alforja de lana gruesa-. Llevo conmigo las reliquias más milagrosas: una pluma del arcángel San Gabriel, un trocito de la zarza de Moisés, un nudo de cabellos de San Judas Tadeo… Si incrustáis la zarza sagrada en la empuñadura de vuestra espada, joven caballero, seréis invencible…

– ¡Lárgate!

Descorazonado, el bulero se va con su comercio ambulante a buscar pecadores en otra parte.

– Pues a mí me hubiera gustado ver la pluma del ángel -digo tímidamente.

Nyneve me mira con ojos chispeantes y una sonrisa bailándole en la boca.

– Leo, si esa pluma es de ángel yo soy el rey Arturo. ¿Cómo puedes creer a ese embustero?

– No sé. También estaba empezando a creer que eras bruja-respondo, irritada.

– Y lo soy, pequeña ignorante. Lo soy. Lo que ocurre es que tú confundes a los charlatanes y los farsantes, que son legión, con los verdaderos hechiceros. Yo soy una bruja de conocimiento. Entre los diversos poderes, escogí el saber. Ése es mi don, y ya tendrás la ocasión de apreciarlo.

Pero ahora Nyneve se pone repentinamente sería y ensombrece el gesto:

– Harías bien en guardarte de gentes como ese bulero, mi Leo, porque en realidad son el enemigo. Tú lo ignoras porque eres joven e inexperta, pero estamos en medio de una guerra. Y no hablo de los pequeños y estúpidos combates de los hombres de hierro, sino de algo mucho más grande y crucial. De una batalla general que se libra con las armas, pero también con las palabras y con nuestras propias vidas.

– ¿Una batalla? ¿La del conde de Gevaudan contra el Rey de Francia?

– ¿No me estás escuchando? Eso son nimiedades -responde Nyneve con impaciencia.

– Pero, entonces, ¿quiénes son los combatientes?

MÍ amiga calla, mientras baraja distraídamente el mazo de cartas. Calla durante tanto tiempo, de hecho, que empiezo a creer que se ha olvidado del tema.

– ¿Tú sabes lo que es la Tregua de Dios? -pregunta de repente.

– Bueno, sí…, claro… Es lo de no guerrear los domingos y… lo de acogerse a sagrado en las iglesias, ¿no?

– Hace un par de siglos, el mundo era todavía más violento que ahora. Y reinaba el desorden. Los monjes vivían encerrados en ¡os monasterios copiando manuscritos y la Iglesia era pobre y se mantenía cerca de su rebaño, viviendo la vida de los necesitados. Por eso, porque conocía bien el dolor de los mansos, la Iglesia encabezó un movimiento que pronto se hizo general entre las personas de buena voluntad, el movimiento de la Tregua de Dios, con el que se intentó dar un orden al mundo. Y así, se estipuló que los guerreros no podían matarse en domingo ni en fiestas de guardar; que las iglesias, los hospicios, los caminos y los mercados eran intocables; que los hombres de hierro no podían dañar a los campesinos, a las mujeres, a los animales domésticos…

– ¡Pero todas esas reglas se incumplen constantemente!

– Claro que se incumplen. Los humanos somos unos bárbaros. Pero lo importante es que las reglas existen. Esas reglas, que son acuerdos comunes libremente asumidos, son el comienzo del entendimiento. Un paso en el camino hacia un futuro mejor. No, el problema no es que se incumplan los acuerdos. El verdadero problema es que el mundo ha cambiado. Y unos cambios son buenos y otros son terribles. Mira a la Iglesia hoy: esos prelados arrogantes revestidos de seda, esos enormes monasterios, más ricos y poderosos que las fortalezas de los duques. A la Iglesia ya no le basta con tener un reino en el otro mundo, lo que quiere es reinar aquí y ahora. ¿Has visto al bulero? Ahora, por unas pocas monedas, puedes comprar el perdón de los pecados y la salvación de tu alma… Yo creía que era más difícil que un rico entrara en el Cielo que hacer pasar un camello por el ojo de una aguja, pero ahora sí eres rico puedes pecar y adquirir una bula para librarte de las consecuencias, y ni siquiera necesitas hacer penitencia. Que hayamos degenerado desde la Tregua de Dios a esta miseria es cosa bien triste.

– Sí, sí…

Asiento con entusiasmo porque apenas he entendido lo que ha dicho. Cuanto más entusiasmo, me digo, menos advertirá Nyneve mi estupidez. Pero mi amiga me observa con rostro pensativo. Mezcla las carras del Tarot y las extiende del revés sobre la mesa.

– Escoge una.

Me da un poco de miedo, pero obedezco. Toco un naipe y Nyneve le da la vuelta. Es una mujer vestida con extraños y suntuosos ropajes, con un bastón en la mano y un gorro en la cabeza.

– La Papisa… Cómo no -dice Nyneve.

– ¿ La Papisa?

– Este naipe es en honor de la Papisa Juana. Hace mucho tiempo, antes incluso de la Tregua de Dios, la Pa pisa reinó en el trono de San Pedro durante dos años, cinco meses y cuatro días, con el nombre de Papa Juan VIII. Juana nació en Maguncia; amaba el saber, pero, como no podía estudiar siendo mujer, se disfrazó de monje. Ya ves que este truco tuyo es una artimaña bien antigua. Viajó a Atenas en compañía de otro monje varón, y allí se educó con tanto provecho que acabó siendo célebre por sus conocimientos. Ya famosa y sabia, y siempre vestida de hombre, Juana se fue a Roma, y fue elegida Papa por unanimidad. Dicen que lo hizo bien y con prudencia. Pero se quedó embarazada de su amigo monje, y un día, en el transcurso de una solemne procesión por las calles de Roma, la Papi sa se puso de parto y dio a luz delante del gentío. Imagina la escena: el trono dorado, las vestiduras de seda, toda la magnificencia del Gran Padre manchada y traicionada por la sangre humilde y la viscosa placenta de una madre. Enfurecidos por el espectáculo, los buenos cristianos de Roma arrancaron a la Papisa de su sitial, la ataron por los pies a la cola de un caballo y la lapidaron. Dicen que como recordatorio de ¡a infamia de Juana han erigido una estatua en el lugar de los hechos. También dicen que, desde entonces, se ha instituido un curioso ritual en el nombramiento de los Papas. Antes de la coronación, el Sumo Sacerdote se sienta en una silla de mármol rojo con el asiento agujereado y el cardenal más joven le palpa los genitales por debajo de la silla y a continuación grita: «Habet!». Que quiere decir «tiene», por si no lo sabes. Y los demás prelados contestan «Deo Gratias!», supongo que sintiéndose grandemente aliviados con la noticia.

– Es una historia terrible…

– Sí, lo es. Pero también es una historia de esperanza…, ya ves que las mujeres pueden ser tan sabias o más que los hombres, y gobernar el mundo de manera juiciosa… Además, también es posible que Juana no existiera… Es posible que toda la historia sea un invento de la Iglesia para que las mujeres no nos atrevamos a intentarlo…

– ¿A intentar qué?

– Ser Papas, o ser sabias, o ser poderosas… Las cosas están cambiando mucho, Leo. Hoy hay eruditas como Hildegarde de Bíngen, o reinas como Leonor… ¿Has oído hablar de ellas?

– No…

Nyneve resopla.

– Está bien. Mientras dure tu instrucción como guerrero, yo te voy a enseñar a leer y escribir… Además, no te vendrá mal para tu disfraz, porque ahora está de moda. Antes los hombres de hierro eran todos unos ignorantes, pero ahora se está extendiendo entre los caballeros la buena costumbre de aprender a leer.

Pero yo no me puedo quitar de la cabeza la historia de la Papisa.

– Nyneve…, ¿vamos a decirle al Maestro de armas que soy una mujer?

– Desde luego que sí. Estarás mucho tiempo muy cerca de él, y sin duda se daría cuenta.

– Pero entonces es posible que no quiera enseñarme a combatir…

– Lo dudo. Roland me debe favores, y, además, no está en condiciones de ponerse exigente ni de rechazar a ningún pupilo. No te preocupes de eso. Pero ahora vamonos: debe de faltar poco para que llegue la hora de completas y cerrarán las puertas de la ciudad con el toque de queda. Conozco una cueva cercana donde podemos guarecernos. No quiero pasar la noche aquí: ya nos hemos hecho demasiado célebres y me parece mejor no tentar la suerte.

– Espera, sólo una cosa más, Nyneve… Dime, he sacado la carta de la Papisa… ¿Eso qué significa?

– Es la carta de la ocultación, y también de la duplicidad. Eres tú, fingiendo ser quien no eres. Pero también es el poder y la caída, la fortuna y la desgracia. Veremos cosas maravillosas, mi Leola; pero aún no sé si acabaremos llorando.


El Maestro me desprecia porque soy mujer.

Aunque procede de buena cuna, el maestro Roland es un hombre tosco y áspero. En su juventud fue el escudero de un conde que, tras caer en desgracia con el Rey de Francia, fue despojado de sus propiedades y se echó al monte, convirtiéndose en uno más de los muchos nobles renegados, los temibles faydits, que asolan el mundo como bandoleros. El escudero se unió al destino de su Señor y durante muchos años fueron el terror de la comarca, hasta que un día Roland decidió abandonar la vida feroz y regresar calladamente a la normalidad. Nunca llegó a ceñirse las espuelas de caballero, pero sabe más de combatir que muchos guerreros afamados. Se gana la vida enseñando a pelear, pero su escuela es prácticamente clandestina porque él es un proscrito y su cabeza tiene un precio. Ahora mismo soy su único aprendiz.

– ¡Así no! ¡Levanta ese maldito escudo!… Por los clavos de Cristo, qué desastre…

El Maestro ruge y yo mastico tierra. Me he distraído, no me he cubierto a tiempo con el pesado escudo y el Maestro ha descargado un espadazo en mi hombro que me ha tirado al suelo. Usamos armas negras, sin filo y sin punta, pero aun así los golpes son terribles. Estoy llena de verdugones que Nyneve frota con aceite de árnica por las noches.

– Me maltrata a propósito. Quiere que abandone. No deberíamos haberle dicho que soy una mujer -le lloro a veces a Nyneve mientras me cura.

– ¿Y crees que no se hubiera dado cuenta? Tranquilízate y aguanta. Lo conseguirás. Lo importante es que tú confíes en ti misma. Te asombraría saber cuántas mujeres se han ataviado de varón e incluso han ganado guerras… Hace algunos años, una dama del Reino de Castilla, María Pérez, combatió en duelo singular contra Alfonso I el Batallador, Rey de Aragón, y le venció. De resultas de esa gesta se ganó el sobrenombre de La Varona. Y si otras lo han hecho, ¿por qué no vas a poder lograrlo tú?

La escuela consiste en dos pobres cabañas y en un campo de entrenamiento y otro de justas. Nyneve y yo ocupamos la choza más pequeña; el Caballero Oscuro y el Maestro habitan en la grande. El Caballero Oscuro es un hombre aterrador y enorme a quien jamás he visto sin la armadura completa. Nunca dice nada: hasta ahora no le he oído pronunciar una sola palabra. Se limita a observarnos desde cierta distancia todo el día, sentado o de pie, quieto como una roca. No sólo posee unas dimensiones monstruosas: hay algo en él, en su falta de expresión, en la rígida manera en que se mueve, que resulta aberrante. Su yelmo lleva carrilleras y una larga placa sobre la nariz, de manera que el rostro queda oculto casi por completo. No le he visto los ojos: nunca se ha acercado lo suficiente, y yo no tengo la menor intención de aproximarme a él. Con sólo contemplarle de lejos ya me espanta.

– ¡Pero mueve los pies, condenada! ¡No te quedes quieta!

Llevamos semanas con el Maestro. Las semanas más duras de mi vida. Durante muchos días no hice otra cosa que intentar pegarle sablazos a un estafermo con una espada y un escudo cargados con piorno. Al principio apenas podía levantarlos, de lo pesados que eran. Cuando por fan conseguí manejarlos y los brazos se me pusieron duros como bolas de cuero, el Maestro empezó a combatir conmigo. Es decir, empezó a aporrearme de manera inclemente. Nunca me dice nada o casi nada, nunca me explica cómo debo hacerlo, sólo me grita, me insulta y me golpea. Como ahora.

– ¡Levántate!

Estoy en el suelo nuevamente. Quiero seguir aquí. Quiero rebozarme en el polvo, fundirme con la tierra, mi árida tierra campesina que nunca debí abandonar. Esto es una locura. No lo conseguiré.

– ¡Levántate, te digo!

Le obedezco, aunque no quiero hacerlo. Lo único que deseo es salir corriendo. Sé que levantarse es volver a sufrir, y no sé si puedo seguir soportándolo. Me falta la respiración: tengo los pechos vendados, para disimularlos y protegerlos, con apretadas tiras de cuero, y la opresión me impide tragar aire. Aunque quizá sólo sea la asfixia del miedo. El Maestro, sin escudo, sin yelmo, sin loriga, sin armadura de ninguna clase, me espera espada en mano con gesto despectivo. Lanza un mandoble y consigo pararlo con la adarga; después, sin pensar, no sé con qué rara intuición, no sé ni cómo, me agacho y alargo el brazo. La punta roma de mi espada golpea con fuerza el vientre del Maestro. El hombre contesta de inmediato con respuesta refleja y sacude mi mandíbula desprotegida con ei puño de su arma. Algo cruje y duele. Caigo de rodillas y veo negro.

Estoy de nuevo tumbada en el suelo, con la boca llena de un sabor repugnante, dulce y espeso. Intento incorporarme, porque me ahogo; apoyada en un codo, escupo una muela y un buche de sangre. Me duele la mandíbula de una manera horrible, pero también me abrasa la desesperación. ¿Será siempre igual, seré siempre una víctima? ¿Estaré atrapada toda mi vida en esta asquerosa indefensión? Por las tardes, después de la paliza y del ritual sanador del aceite, Nyneve me enseña a leer y escribir aprovechando la última claridad de estos soles tan largos del verano. Leemos un libro que Nyneve ha sacado de su bolsillo inacabable: el Relato de Brut. Lo ha escrito un tal Robert Wace, canónigo de Bayeux, a petición de la reina Leonor, o eso me ha explicado mi amiga. Yo no sabía que los libros podían ser algo tan maravilloso. De repente, esas páginas manchadas con signos incomprensibles empiezan a tener un sentido para mí, empiezan a contar historias fascinantes de guerreros gloriosos. Del rey Arturo y de Merlín el Mago. Pienso ahora en esos caballeros, en ese mundo de honor y de prodigios. Y pienso en mi casa quemada, en mi cabrita y mi gorrino muertos, en mi padre, en mi hermano y mi Jacques. Pienso en la triste vida de los campesinos, a merced de hombres de hierro que carecen de la grandeza del rey Arturo. Resoplo y me pongo en pie dificultosamente. Recojo mi espada y mi escudo y vuelvo a colocarme frente al Maestro.

– Qué bruto eres, Roland. La vas a matar. Se ha acabado por hoy -dice Nyneve.

Pero el Maestro no le hace caso. Se está sobando la barriga, allí donde le he golpeado, y me mira con el ceño fruncido y una expresión extraña. Pienso: está furioso, está harto de mí y me va a echar. Pienso: ahora sí que va a acabar conmigo. Pero el Maestro arruga aún más la frente, sus cejas son una sola línea que encapota sus ojos indescifrables. Y luego asiente brevemente, una sola vez, con la cabeza.

– Está bien. Vete a descansar. Te lo has ganado.

A lo lejos, junto a la cabaña, el Caballero Oscuro nos contempla, todo hierro y quietud amenazante.


Tengo la cara hinchada y el ojo casi cerrado. No puedo ponerme el almófar porque me hace daño en la quijada, allí donde el Maestro me golpeó. Voy al campo de entrenamiento con la cabeza descubierta.

– No importa -dice él-. Hoy no vas a necesitar la protección.

Y es verdad. Para mi alivio y mi asombro, no la necesito. El Maestro ha cambiado tanto que parece otro hombre. Sigue siendo igual de seco, igual de adusto, pero no quedan rastros de esa furia amarga que antes le quemaba. Se apoya con ambas manos en la cruz de su espada y me habla. Me habla.

– Eres alta, Leola. Más alta incluso que algunos caballeros. Pero eres mucho más ligera que el más pequeño de los hombres. Los mejores guerreros no son necesariamente los más fuertes, los más grandes, los más pesados. Los buenos guerreros son aquellos que poseen cabeza y corazón. Una cabeza clara y rápida, capaz de elegir, casi sin pensar, la estrategia de lucha en cada ocasión. Y un corazón de león que no conozca el miedo, porque los combates sólo se ganan si se sale a ganar. ¿Me entiendes, Leola?

Muevo la cabeza afirmativamente, porque no me atrevo a romper con el sonido de mi voz sus palabras preciosas.

– Quiero decir que nadie ha ganado jamás ninguna lucha defendiéndose. Para vencer, hay que atacar. Y para atacar hay que olvidar que eres mortal, que las espadas cortan, que la carne duele. Un corazón de león: ésa es la mejor arma de un caballero…

El Maestro calla y yo también. Transcurren los instantes. Muevo el peso de mi cuerpo de una pierna a la otra. El sol calienta mi cota de malla.

– Yo pensaba que las mujeres carecían de un corazón así. Pero quizá me haya equivocado…, al menos contigo. En cuanto a la cabeza, lo primero es conocer bien los propios recursos. Eres flexible y rápida: no debes parar los golpes, sino esquivarlos. Y luego hay algo más, que es el instinto cazador, la intuición guerrera, esa extraña y ciega sabiduría que te hace lanzar un mandoble aun antes de haber tenido tiempo de pensar en mover tu brazo… Y también es posible que tengas ese don, Leola… Tu estocada de ayer no estuvo mal. Aunque tal vez sólo haya sido cuestión de suerte. ¿Sabes bailar?

– Sí…

– La lucha es una danza, sobre todo para los guerreros como tú, o para el guerrero en el que quizá podrías convertirte. Tienes que aprender a bailar con tu enemigo y olvidarte de todo, de la misma manera que te olvidas de contar tus pasos cuando la música te arrastra. Tienes que olvidar tus temores y tu cuerpo, tienes que olvidar incluso quién eres y dejarte llevar por el ritmo interno de la danza de la muerte. No pienses, actúa. Y recuerda: la mejor de-tensa siempre es el ataque. Ponte en guardia.

Saco la espada de su vaina, me aferró al escudo y me pongo a temblar. No temo los golpes, sino defraudarle.

– Venga. ¿A qué esperas? Ataca.

¿De qué modo, por dónde? Las palabras del Maestro retumban dentro de mi cabeza y me marean. Tengo que bailar. Tengo que parar de pensar. Tengo que dejar de tener miedo, porque el cuerpo no duele. Estoy agarrotada, petrificada. Me lanzo hacia delante con el mismo ímpetu ciego con que me lanzaba a la poza del río Lot y amago un mandoble desesperado. El Maestro me esquiva limpiamente y golpea mi adarga. Caigo al suelo sentada.

– Bien, has hecho justamente todo lo que no debes hacer. Has cargado contra mí de manera frontal y directa, con tanta lentitud, además, que me has avisado con mucha antelación de por dónde iba a venir tu golpe. Recuerda: no eres fuerte, eres rápida y tienes que ser lista. Debes marearme y engañarme. Y luego, cuando yo he contestado, has pretendido parar mí espada, en vez de recogerla con el escudo y desviarla, dejándola resbalar hacia un lado…, de ese modo, mi propio impulso me habría hecho perder el equilibrio. Por cierto, esto me hace pensar en tu armadura. No tienes escudo propio y necesitas uno; búscate una adarga pequeña y ligera. Lo importante es que esté bien hecha; que no sea plana, sino que tenga una superficie abombada y resbaladiza, para que los golpes se desvíen. Y lo mismo digo del yelmo: el que usas es demasiado pesado y, además, te viene grande, lo mismo que ese ridículo almófar de gruesos eslabones… Ninguna armadura, ningún casco y ningún escudo, por sólidos que sean, impiden el tajo de una espada bien manejada. Un guerrero medianamente vigoroso y medianamente hábil puede partirte en dos aunque estés recubierta del hierro más espeso. Y si eso puede hacerlo cualquier hombre, piensa en lo que te podría suceder si te enfrentaras a un contrincante como el Caballero Oscuro.

Mis ojos se van, sin poderlo evitar, a la lejana silueta del gigante. Brilla todo él con la luz del sol, una mole de metal negra y mortífera. Un escalofrío desciende por mí espalda bajo la loriga recalentada.

– De manera que usar revestimientos muy gruesos es en general bastante inútil, pero en tu caso sería, además, un error fatídico, puesto que tu arma ha de ser la rapidez. Por fortuna, tu loriga es muy buena, ligera y apretada como una piel. También es buena la espada, así como el hacha y el cuchillo. Cambia de yelmo y de almófar y búscate un escudo en condiciones. La armadura es la herramienta del guerrero. Es muy importante usar la adecuada. Y levántate de una vez. ¿Piensas pasarte todo el día ahí sentada?

Embebida en sus palabras, no me he dado cuenta de que sigo en el suelo. Me pongo en pie y vuelvo a colocarme.

– Ataca.

El baile, el pensamiento, el miedo, la rapidez, el pensamiento, el baile. Me he movido, pero no sé qué he hecho. De pronto, el Maestro ya no está frente a mí. ¡Está detrás! Intento volverme, pero una bota empuja mi trasero. Caigo de bruces y otra vez trago tierra. Pero ya no es mi tierra campesina.


Me despierto en mitad de la noche y estoy sola. La luz de la luna entra por el ventanuco y pinta con un resplandor de plata la cabaña, haciéndola parecer más limpia, más hermosa. Toco el lado del jergón donde duerme Nyneve y está frío: hace tiempo que se ha ido. Me levanto. La sucia paja que cubre el suelo de tierra me hace cosquillas entre los dedos desnudos. El silencio es tan completo que el chirrido de la puerta, cuando la abro, resulta atronador. Voy al campo de entrenamientos y me siento en el tocón del árbol quemado. El mundo es una burbuja de luz lívida. Tino de los dos toscos bridones del Maestro relincha en la cuadra: tal vez me haya oído. Siento un escalofrío: el verano se encamina a su fin y la tierra respira una humedad otoñal.

Hace varias lunas llenas, en una noche como la de hoy, despojé el cadáver de mi caballero. Recuerdo el espectral paisaje de la batalla y creo volver a percibir el tufo dulzón de la podredumbre. Mi entrenamiento prosigue y parece que no lo hago del todo mal: el Maestro, lo noto, está contento. Pero yo me siento una impostora porque sé que nunca seré como esos hombres de hierro que se descuartizaban en el campo vecino. No quiero tajar piernas, amputar brazos, reventar cabezas como sandías maduras. No creo que tenga la fuerza ni el corazón para poder hacerlo. Lo lamento, Maestro, pero no poseo el corazón del león. Como mucho soy una raposa, un zorrito pequeño que solamente ansia sobrevivir. Y el entrenamiento es bueno para eso. Creo que hoy no hubiera necesitado al señor de Ballaine para defenderme de los asaltantes. Me siento fuerte, me siento astuta y me siento orgullosa de saber lo que ahora sé. También las raposas tienen su dignidad, aunque los leones las desprecien.

Me extraña la ausencia de Nyneve. Es cierto que de cuando en cuando se va a Millau, pero nunca en mitad de la noche y sin avisar. Desaparece unos cuantos días y regresa con dinero y con algunas compras. Nunca le pregunto cómo lo ha conseguido: tal vez con el Tarot, tal vez haciendo magia. El último día trajo ropa de hombre para mí y para ella: dice que quiere hacerse pasar por mi escudero. También adquirió una reía azul oscura ribeteada de gris, con la que pretende hacerme una sobreveste.

– No puedes seguir usando la del muerto: son los colores de su blasón y cualquiera puede reconocerlos. De ahora en adelante serás el Caballero Azul.

No tendré bordados heráldicos ni bandera; seré uno más de esos guerreros sin rango que recorren los caminos, un caballero bajo, un bas chevalier o bachiller. Un personaje dudoso del que nadie se fía. Mejor: prefiero ser temida en la distancia a verme obligada a demostrar que el temor tenía fundamento.

Fue asimismo en Millau donde Nyneve consiguió un arco corto. Cuando regresó con él, el Maestro montó en cólera:

– En mi escuela no aprenderá ningún guerrero a utilizar un arma tan rastrera y cobarde.

Los caballeros, lo sé, odian el arco. Y aún más los terribles arcos largos de los bretones y la mortífera ballesta, que son armas prohibidas por la Iglesia. Lo cual no impide que se sigan utilizando. Las flechas matan de lejos, perforan yelmos y atraviesan armaduras, destrozan gargantas y revientan ojos. El mejor de los hombres de hierro, con toda su sabiduría bélica y su valor, está tan indefenso como un corzo ante la certera flecha de un plebeyo.

– No seas ridículo, Roland -contestó Nyneve-. ¿A qué vienen estas ansias de pureza caballeresca? Te olvidas de que Leola es una mujer: nunca podrá ser un verdadero guerrero. ¿Qué más da si aprende a tirar con arco?

Es cierto: tengo la sensación de que el Maestro a veces se olvida de quién soy. Últimamente siempre me llama Leo y me trata como trataría a un hijo adolescente.

– ¡Me da igual lo que digas! ¡Aquí no quiero ver ese artilugio inmundo!

Pero Nyneve no le ha hecho ningún caso. Ha empezado a entrenarme ella misma por las tardes: para mi sorpresa, es una arquera formidable. Cuando salimos a la explanada a hacer puntería con el estafermo, el Maestro y el Caballero Oscuro se encierran con iracunda dignidad 'en su cabaña. Es un arte difícil y ¡as flechas muestran una extraña tendencia a irse a cualquier parte, a pesar de que el arco, me ha explicado Nyneve, es de buena calidad y está bien hecho.

– Es de madera de tejo, la mejor para estas cosas… El tejo es el árbol del infierno de los griegos… Y los griegos eran el pueblo de Aristóteles, ese sabio antiguo del que te he hablado. El tejo es un árbol maravilloso. De sus frutos se extrae un veneno con el que puedes impregnar la punta de las flechas para convertir cualquier pequeña herida en algo fatal. Ya te enseñaré a hacerlo. Pero no se lo digas a Roland, o se volverá loco de furia…

No se lo diré. Y creo que tampoco lo utilizaré, porque lo del veneno me repugna. Aquí, en la quietud, bajo la limpia luna, el mundo parece un lugar ordenado y hermoso en el que no caben esas malas artes ponzoñosas. Mi asombra poder estar sin temor en mitad de la noche: tal vez sea una consecuencia de mis nuevos saberes de raposa. Es-ras pobres cabañas y este campo son como mi hogar. Tengo la sensación de haber nacido aquí y quizá sea cierto. Soy el Caballero Azul, un zorro sin pasado, y ésta es mi madriguera. La escuela está en una colina: allá abajo veo brillar el pequeño camino, que serpentea y se pierde bajo la sombra de los árboles. Algún día tendré que tomar ese sendero para marcharme, pero la idea me acongoja. No sé qué va a ser de mi vida. La batalla de Gevaudan ha terminado; el conde ha sido vencido y la comarca vuelve a pertenecer al Rey de Francia. Mi padre y mi hermano están vivos y han regresado a casa: se lo contó un viejo soldado a Nyneve, en uno de sus viajes a la ciudad. Pero de Jacques nadie sabe nada. Tal vez haya muerto; aunque no lo creo, no lo siento. Tal vez se haya convertido en una raposa errante, como yo. Me siento un poco turbada, me siento algo sucia por no haber buscado a mi Jacques con más premura, por haberme entretenido aprendiendo a pelear y no haber corrido a Gevaudan. Ansío recuperar a Jacques, pero no quiero regresar a casa, al territorio quemado, al duro invierno sin grano y sin cobijo. No quiero volver a tirar del arado como un buey. Quiero caminar todos los caminos y leer todos los libros que hay en el mundo. Y encontrar a mí Jacques, que me estará buscando.

Un quejido de madera desgarra el silencio de la noche. Sobresaltada, me dejo caer al suelo y me acurruco detrás del tocón. Quedos susurros indescifrables llegan a mis oídos a través del aire ligero y transparente. En el quicio de la cabaña grande acaba de aparecer una sombra confusa. Hay un rumor de ropas y de roces y ahora la sombra se divide en dos: son Nyneve y el Maestro. Nyneve lleva puesta su camisa, blanca como un sudario a la luz de la luna, pero el Maestro está desnudo. Su piel brilla oscuramente sobre su cuerpo fibroso. Siento un golpe de calor en el estómago, un ardor que me sube a las mejillas. Nunca pensé en el Maestro como hombre, de la misma manera que él no piensa en mí como mujer. Desnudo, no parece tan mayor: y quizá no lo sea. Veo los apretados nudos de sus músculos y mi pobre cuerpo se estremece. Las figuras vuelven a unirse en un estrecho abrazo; se escucha un sonido semejante al zureo de las palomas. Luego, Nyneve se desprende del Maestro y cruza la explanada con los pies descalzos en dirección a nuestra choza. Aguardo un tiempo prudencial y cuando todo vuelve a la quietud regreso yo también a la cabaña. Dentro, el aire está caliente y algo viciado. Nyneve se encuentra tumbada en el jergón, de cara a la pared. Sospecho que está despierta, pero me acuesto procurando no hacer ruido. Meto la mano por debajo de mi camisa y me toco el vientre, helado por el relente de la noche. MÍ cuerpo gime de hambre y soledad. Mi cuerpo virginal, atrapado dentro de los ropajes de caballero. Nyneve empieza a resoplar suavemente junto a mí, sumergiéndose en el sueño. La envidio. La detesto.


El Maestro quiere enseñarme a justar.

– Es muy útil, además de honroso. Puedes ganar armas, caballos, incluso rescates de dinero. A veces, hasta tierras.

Ayudé a cuidar de la cuadra de mí amo y por fortuna sé montar, aunque nunca lo había hecho con silla y con los largos estribos de los guerreros. Adaptarse a ello, sin embargo, es muy fácil. Lo difícil es aprender a manejar la enorme lanza, más larga que dos bridones juntos, colocados uno tras otro. Cargada de plomo como está, al principio fui incapaz de despegar la punta del suelo y mantenerla en vilo. Ahora ya consigo llevarla más o menos recta mientras monto a caballo, y el Maestro me ha puesto a enfilar anillas que cuelgan de una cuerda. Hay que intentar atinar a galope tendido, pero todavía no he conseguido ensartar ni una sola con la espantosa lanza.

– Me parece que vas a ser mejor combatiendo a pie que en el torneo… -gruñe el Maestro.

– Lo siento, pero se necesita mucha fuerza -me disculpo.

– Es cierto, se necesita fuerza, pero de nuevo es mas importante la pericia. Un instante antes de que la lanza de tu rival choque contigo, debes avanzar el escudo para recoger el impacto y desviarlo. No te aferres al caballo: eso es lo que te hará caer. Al contrario, es mejor que te pongas brevemente de pie en los estribos para tener más Opacidad de movimiento y más recorrido y acompañar mejor el resbalar de la lanza… La maestría de un buen justador consiste en manejar bien el escudo con un brazo, mientras que con el otro, al mismo tiempo, colocas la lanza en el punto adecuado de tu adversario, en ese lugar que tú habrás calculado que va a hacerle perder el equilibrio.

– ¿Y cómo se calcula eso?

– Cayendo muchas veces al suelo hasta aprenderlo.

Está de buen humor el Maestro últimamente. A veces hasta sonríe, enseñando el agujero de los dos dientes que le faltan. Nyneve se marcha todas ¡as noches a la cabaña grande y ya ni siquiera se preocupa de ocultarme su partida. Sin embargo, siempre va muy tarde y regresa antes del alba, lo que me hace pensar que tal vez el Caballero Oscuro ignore la situación. Cosa que resulta difícil de entender. Pero lo cierto es que no entiendo nada del Caballero Oscuro.

– Está bien, Leo, deja esas pobres anillas y haz algo que me levante el ánimo… Haz algo que me haga sentir orgulloso de ti como maestro. Desmonta, desensilla el caballo y mételo en la cuadra. Luego recoge tu espada de entrenamiento y vuelve acá.

Hago cuanto me dice con un vago remusguíllo de inquietud. Las manos me sudan: tengo la sensación de que voy a ser sometida a un examen. Regreso al campo de entrenamiento y ya desde lejos se me desploma el ánimo. No puede ser: junto a mi Maestro, colosal y ominoso, se encuentra parado el Caballero Oscuro. Me acerco; renuente. caminando cada vez más despacio, y al fin me detengo a un par de metros del gigante. Nunca había estado tan cerca. Sus ojos son dos chispas pequeñas y azules brillando turbiamente allá al fondo, en la penumbra de su pesado casco con nariguera. Es como la mirada de una alimaña desde la oscuridad de su cubil. El Maestro sonríe. Al parecer mi temor le divierte.

– Creo que ya estás preparada para enfrentar la prueba que todos los aprendices tienen que pasar en esta escuela: combatir contra el Caballero Oscuro. Como ves, el Caballero lleva una espada embotada, como la tuya. Pero es tan fuerte que un solo golpe suyo puede partirte el espinazo, de manera que procura no dejarte atrapar.

Ahogo a duras penas un gemido. Un calor de orines se extiende por mi entrepierna.

– ¿Tienes miedo? Recuerda que tu miedo es peor enemigo que el Caballero Oscuro. Y piensa que si te asusta este guerrero, que a fin de cuentas utiliza armas negras y no pretende matarte, no serás capaz de enfrentarte jamás a un verdadero adversario.

Intento vaciar mi cabeza y no pensar. No es cierto: intento pensar en todas las veces que, durante los entrenamientos, he conseguido tocar el cuerpo del Maestro con mi espada sin filo. Intento recuperar ese sentimiento de triunfo y ligereza. Esa sensación de inmortalidad.

– Muy bien. Adelante -dice el Maestro.

El Caballero Oscuro es tan enorme que tengo la impresión de que me tapa el sol. Sólo le veo a él, el mundo es sólo él, una impenetrable pared de metal negro. El Caballero se mueve despaciosamente hacia su derecha y yo acompaño su desplazamiento, manteniendo las distancias y dibujando un círculo pausado. De pronto, el guerrero levanta su espadón y carga contra mí. Doy un aterrorizado brinco lateral, tan desatinada y falta de concentración que casi tropiezo con mi propio escudo; y veo pasar a mi lado al Caballero Oscuro, arrastrado por su inercia, pesado y resoplante como un buey. Es lento. ¡Es lentísimo! Yo ya estoy colocada y él aún está girando su corpachón. Algo parecido a la alegría se me enciende en el pecho, una embriaguez de juego y de peligro. Ahora soy yo quien empieza a moverse. Danzo en torno al Caballero, que gruñe y da mandobles, pero no me alcanza. Al cabo me detengo y bajo mi adarga, dejando mi cuerpo al descubierto. El gigante se arroja sobre mí. Me agacho para esquivarle y, mientras él taja el aire con su arma, meto mi espada entre sus piernas. El guerrero se desploma de bruces con estruendo de lata.

Vuelvo a ponerme en posición, a la espera de que se levante. Pero el guerrero continúa tumbado sobre e! suelo, con los brazos y las piernas abiertas en aspa, boca abajo. Sus hombros descomunales empiezan a moverse de una manera extraña; su espalda se sacude y escucho un sonido incomprensible, una especie de gañido, cada vez más alto y más agudo. El Maestro se arrodilla junto al hombretón.

– Guy, Guy, tranquilo, Guy, no pasa nada…

El asombro me paraliza. Roland vuelve dificultosamente boca arriba al guerrero y le quita el yelmo y el almófar. Está llorando. El Caballero Oscuro solloza como un niño.

– Me ha hecho daño… -balbucea entre lágrimas.

– No, no ha podido hacerte mucho daño… Sólo estás asustado por haberte caído. Pero esto no es nada…

Su cabezota cuadrada posee una piel blanca y delicada, totalmente lampiña. Sus ojos están demasiado juntos sobre la nariz; su boca retorcida por los pucheros es demasiado pequeña y de labios rosados. Es el rostro de un niño, de un niño avejentado y monstruoso.

– A ver, incorpórate… ¿Ves como no te duele nada?

El Maestro le alisa desmañadamente el escaso y mal cortado pelo pajizo, te quita las manoplas, le limpia las mejillas del barrillo que el polvo ha formado con las lágrimas. El gigantón se restriega los ojos con unos puños tan grandes como roscas de pan. Su poderoso pecho todavía se agita de cuando en cuando, pero ya se le ve más sosegado.

– Lo he hecho mal, lo siento… -murmura.

– No pasa nada. Sólo has tropezado. Y no te preocupes por haber hablado o porque te hayan visto… Son personas amigas. Ven a sentarte en el árbol quemado.

El Maestro coge de la mano al gigante y lo lleva al tocón. Luego se vuelve hacia nosotras, con el rostro tan lleno de emociones que parece más desnudo que cuando le vi sin ropas bajo la luna llena.

– Es mi hijo. Por eso dejé de ser un faydit. Porque me necesitaba. Es un inocente. No quiero que se sepa: podrían hacerle daño. Ésa es la razón de su disfraz de caballero. Le enseñé a pelear, aunque el pobre no es demasiado bueno. Sin embargo, le gusta, y su presencia aterroriza tanto que siempre es una prueba de fuego para los aprendices. Nunca pensé que lo podrías derribar. Nadie lo ha hecho. Como mucho, han conseguido esquivar sus golpes. Y alguno incluso ha salido malparado, porque Guy no controla sus fuerzas y, cuando pega, lo hace muy duro.

– Lo lamento… -digo con torpeza.

– ¿Qué es lo que lamentas? ¿Haber combatido bien? No te preocupes. Sólo se ha asustado… y creo que también le ha dolido perder. Es muy grande por fuera, pero su alma es tan pequeña como la de una criatura.

No sé qué decir. Me siento aliviada, pero también defraudada. ¡Yo que estaba tan orgullosa de haber derribado al Caballero Oscuro y resulta que no es más que un pobre imbécil! Resoplo, algo irritada. Nyneve se acerca y mete su mano dentro de la mano del Maestro. El hombre se estremece y la aprieta con fuerza. Está atardeciendo y, por encima de nuestras cabezas, docenas de pájaros pían y alborotan mientras se preparan para dormir. Otro día hermoso que se acaba, deben de estar diciéndose los unos a los otros; otro día que hemos sobrevivido en este mundo tan repleto de cosas extraordinarias.

– Entonces, ¿puedo hablar? -pregunta Guy desde el tocón, donde sigue sentado modosamente.

– Sí, claro que sí -responde el Maestro.

– Tengo hambre.

El Maestro ríe, enseñando la ausencia de sus dientes.

– Por supuesto. Es hora de comer. Venid a nuestra cabaña. Esta noche compartiremos el guiso.


Nyneve regresó ayer de Millau con una nueva inquietante:

– Las murallas de la ciudad van a ser clausuradas durante varios días. Los campesinos están claveteando las puertas y las ventanas de las casas extramuros, y han metido sus cerdos, sus vacas y sus gallinas dentro de la iglesia para protegerlos… Se espera la llegada de la Cruzada de los Niños. Son muchísimos y van arrasando todo en su camino. Se dirigen al Sureste, camino de Marsella, donde piensan embarcar hacia Tierra Santa, y me temo que pasarán cerca de nosotros.

Un pastorcillo de Vendóme de verbo iluminado empezó a predicar la Santa Cruzada hace algunos meses. Su elocuencia es grande, y su fe en la reconquista de Jerusalén es sólo comparable a su odio a los infieles. Está seguro de contar con el apoyo divino y ha conseguido arrastrar detrás de él a millares de cristianos inocentes y generosos. Algunos son adultos, hombres y mujeres, pero sobre todo van con él muchísimos niños, emocionados adolescentes que lo han dejado todo para ir en pos de la salvación eterna a los Santos Lugares. A medida que avanzan va aumentando la tropa, como arenilla que el agua va arrastrando: dicen que ya son cerca de treinta mil. Salieron de sus casas con lo puesto, abandonando el arado, la soga con la que sacaban agua del pozo, el pan quemándose en el horno; y a su paso van depredando el mundo, porque necesitan comer y beber y se creen autorizados por Dios para coger todo aquello que encuentran. Son tan devastadores como un ejército invasor y, como éste, van amparados por estandartes de cruces.

El Maestro frunció el ceño al oír la noticia:

– Está bien…, ya hemos soportado el paso de otras hordas y otras cruzadas…

– Pero esta vez son más, Roland. Muchísimos más.

– ¿A cuánto están de aquí?

– A lo sumo, a un par de días.

En el entretanto, nosotros hemos seguido con nuestra vida normal. Por la mañana, a primera hora, entrenamiento con el estafermo, al que el Maestro ha colgado dos cadenas con sendas bolas de hierro en cada uno de los brazos, bolas que debo evitar, cosa que no siempre logro, cuando le embisto con mi lanza a caballo. Luego, un rato de justas con el Maestro, él montado en el bridón castaño, yo en el animal más viejo, el tordo de canosas barbas, un caballo prudente y filosófico que me mira con resignación cada vez que lo ensillo: tal vez eche de menos su juventud guerrera, la furia y el frenesí de la batalla, el olor de la sangre. Por las tardes juego a combatir a pie con Guy el Gigantón, y nos divertimos. Luego un poco de arco y, cerca ya de vísperas, las clases de lectura y escritura.

Hoy estamos leyendo la batalla final de Arturo contra su hijo Mordred. Un hijo incestuoso habido con su hermana, con quien yació ignorante del vínculo que les unía.

– Este es el gran terror de todos los nobles… Nuestros caballeros tienen la bragueta tan fácil que llenan la tierra de bastardos, y luego siempre temen caer en el incesto… -dice Nyneve.

Me pregunto cómo se las arreglará Nyneve para recibir todas las noches los jugos de Roland sin que se le abulte la cintura… Estuve sin madre desde muy pequeña y desconozco los saberes de las mujeres. Claro que Nyneve es maga, o eso dice.

– ¡Venga, sigue leyendo! ¿En qué bobería estás pensando? -gruñe mi amiga.

El gran Arturo ha recibido una herida fatal y los Caballeros de la Mesa Redonda han sucumbido en una horrible carnicería: «Allí murió ia hermosa juventud», dice Wace. Y a través de sus palabras yo ahora veo en verdad hermosos a esos hombres de hierro que antes tanto temía y tanto odiaba, a esos caballeros capaces de dejarse desmembrar por amor a su Rey.

– No quiero que muera Arturo -digo, acongojada.

– Pero si no muere…

– Sí, míralo, ahí lo pone. Está agonizando. Su herida es mortal.

– No, tonta. Eso es lo que parece. Ya te he dicho que la verdad tiene muchas caras. Mira lo que dice aquí: «Maese Wace, que hizo este libro, no quiere decir nada más sobre su final de lo que dicen las profecías de Merlín. Merlín dijo de Arturo, y tuvo razón, que su muerte sería dudosa. Dijo verdad el profeta; desde entonces siempre se dudó, y siempre, creo yo, se dudará, si está muerto o vivo». Yo sé bien lo que sucedió con el Rey, Leola. Arturo, herido, fue llevado a la isla de Avalon. Y allí sigue todavía, porque Avalon es un lugar feliz donde la muerte no penetra.

¡Avalon! En nuestro último encuentro, Jacques me habló de la existencia de esa bienaventurada isla de mujeres. Yo creía que era un cuento de juglar.

– Pero, entonces, ¿Avalon es real?

– Claro que sí. Yo he estado allí, y algún día volveré. Quizá muy pronto.

El tema me fascina, pero antes de poder preguntar nada más veo con sorpresa que el Maestro está cruzando la explanada en dirección a nosotras. Lleva puesta la armadura entera, lo cual no es habitual en él salvo cuando vamos a justar. Antes de que llegue he adivinado lo que nos va a decir.

– Ya vienen. Ármate, Leo. Y coge la espada verdadera.

Corremos a prepararnos. Me pongo los guanteletes, la cofia, el almófar, el yelmo. Al empuñar mi espada, me asombra su increíble ligereza: llevaba meses sin sacarla de la vaina y estoy acostumbrada a las armas con plomo. Nyneve se ajusta el coselete de cuero endurecido que ha adquirido para su disfraz de escudero y agarra el arco y las flechas. Regresamos junto al Maestro y el Caballero Oscuro, que se encuentran en el borde de la explanada, a la vera del tocón, contemplando la vaguada que hay a sus pies. Allí, a un par de tiros de arco de distancia, vienen los cruzados, engullendo el sendero con su desparramado avance, cubriendo el estrecho valle de una ladera a la otra, en-Vueltos en una neblina polvorienta, como un animal de treinta mil cabezas, un río de carne. Se escucha el golpeteo sordo de sus pasos, el chasquido de los matorrales que van desgajando. Su masa amedrenta y maravilla: nunca había visto antes tantas personas juntas.

Súbitamente, comienzan a cantar. Canta la muchedumbre con una sola voz, una especie de lamento ensordecedor e incomprensible.

– Son salmos en latín -dice Nyneve.

Es una música muy hermosa y muy triste, maravillosas palabras que les unen. Ya están llegando a nuestra altura; intento descubrir al pastorcillo de Vendóme, pero no consigo identificarlo entre los que marchan en cabeza. Vienen todos muy pegados unos a otros, enarbolando sucios y desgarrados estandartes con la cruz, aunque algunos tan sólo llevan simples palos con un trapo blanco atado en la punta. Ahora que me fijo, veo entre ellos unos cuantos soldados y un puñado de individuos con una traza inquietante e incluso ruin, tipos extraños de apariencia malencarada y peligrosa: tal vez sean antiguos criminales redimidos por la luz de la fe. Pero la inmensa mayoría son campesinos, lo sé, les reconozco, una muchedumbre de gentes paupérrimas, descalzas, desarrapadas, agotadas. Muchachas adolescentes que cargan niños pequeños en sus brazos, chiquillos de diez años arrastrando los pies. Casi todos los cruzados, es cierto, son muy jóvenes: apenas han rebasado la pubertad. Están cubiertos de polvo y extenuados, pero todos cantan, todos sonríen, todos parecen arder de una emoción divina. Mientras pasan por debajo, algunos nos miran y nos llaman:

– ¡Venid! ¡Unios a nosotros! ¡Por la gloria de Cristo! ¡Por la salvación de nuestras almas! ¡Por la liberación de Jerusalén!

Permanecemos impasibles mientras el río de la fe nos sobrepasa, pero mi corazón late con ellos: con su música celestial, con su unanimidad y su alegría, con su radiante y hermosa niñez. Así debe de ser Avalon, esta unión de los cuerpos y las almas, esta clara idea de lo que haces y de por qué lo haces. Y mientras tanto, ¿qué estoy haciendo yo con mi vida? ¿No debería consagrarla a Dios, al igual que ellos? La Cruzada de los Niños desaparece ya en la revuelta del camino; los últimos peregrinos se pierden bajo los árboles. La tierra ha quedado pisoteada, las matas tronchadas, el sendero borrado. Los cánticos se alejan. El mundo es un lugar vacío y sin sentido.

– Bien. Por fortuna han pasado de largo -dice el Maestro.

– Pobres desgraciados -dice Nyneve.

Sus palabras me encrespan:

– ¿Por qué pobres desgraciados? ¡Son mejores, más generosos, más puros que nosotros! Lo han dejado todo por seguir a Dios.

– No, Leola, no te equivoques. Lo han dejado todo por seguir a un loco. Han abandonado todo lo que tenían, que debía de ser bien poco, por una palabra mentirosa, por una promesa de salvación y de gloria divina, como si por el mero hecho de seguir al pastorcillo tuvieran resuelta la existencia y pudieran tocar el Cielo en la Tierra. Pero nadie puede resolver tu vida por ti, y para poder tocar el Cielo antes hay que morirse. Desconfía de aquellos que poseen más respuestas que preguntas. De los que te ofrecen la salvación como quien ofrece una manzana. Nuestro destino es un misterio y quizá el sentido de fa vida no sea más que la búsqueda de ese sentido.

Me ha dejado sin palabras porque no la entiendo. No sé qué contestarle y mi mudez me irrita.

– ¿Tú qué crees que va a suceder con ellos, Leo? -dice el Maestro suavemente-. Jerusalén está muy lejos y no creo que lleguen. En el camino morirán muchos y pasarán grandes penalidades. Y si por desgracia llegan, ya has visto cómo son: en su mayoría, niños sin armar. ¿Qué crees que harán los sarracenos con ellos? ¿Piensas que se dejarán convencer por sus salmos latinos? Hace años ya se organizó otra gran cruzada semejante. Yo les vi pasar, como ahora vemos a éstos. Igual de emocionados y de emocionantes. En aquella ocasión la predicó un monje llamado Pedro el Ermitaño y consiguió reunir a unas diez mil personas. Pues bien, después de sufrir muchas calamidades llegaron a Asia y allí los otomanos los degollaron y descuartizaron en una sola jornada. A todos. Dicen que la sangre corría como un río.

Esto sí lo comprendo. Me embarga la tristeza, porque quiero creer a los peregrinos. Pero no me atrevo a contradecir a Nyneve y al Maestro, Lamento ser joven e ignórame y no poseer palabras suficientes; pero sobre todo lamento no saber qué pensar. Mi cabeza bulle como un caldero al fuego.

Es una noche triste. Comemos sin hablar y luego me acuesto sola en el jergón mientras Nyneve se va a la cabaña grande, Intento dormir, pero el desasosiego me aprieta las entrañas. El rey Arturo, los Caballeros de la Mesa Redonda, los peregrinos de la Cruzada de los Niños, todos ellos han entregado su vida a una causa. Incluso el Maestro vive para su hijo. Era lo que decía el señor de Ballaine: es necesario comprometerse con un fin honroso. Con algo que engrandezca nuestras pequeñas vidas. Pero yo ni siquiera soy capaz de buscar a mi Jacques. Y ni siquiera sé dónde buscarle.

He debido de dormirme, porque Nyneve ronca junto a mí y por el ventanuco ya se cuela la claridad del día. Estoy sobresaltada. Algo me ha despertado, pero no sé qué es.

– ¡Abrid!

Es el Maestro: está golpeando la puerta. Me levanto atontada mientras Nyneve se despereza. Para mi sorpresa, la tranca está echada: nunca la ponemos. Tal vez Nyneve la colocó por miedo a que regresaran los peregrinos.

El gesto descompuesto del Maestro me asusta. Sus ojos color miel parecen negros y los surcos de su rostro enjuto son más hondos que nunca. Sólo viste la camisa y unos calzones.

– Guy se ha marchado. Se ha llevado mí caballo. Estoy seguro de que se ha ido detrás de los cruzados. Tengo que ir a buscarlo. Voy a prepararme.

Mientras se viste, Nyneve le llena una alforja con comida y yo le ensillo el viejo tordo. Regresa recubierto de hierro y con la espada al cinto. Su loriga es buena pero está muy gastada; algunos eslabones muestran melladuras y remiendos, las huellas de las antiguas heridas. Embutido en su armadura, con su cuerpo delgado y musculoso, el Maestro resulta un hombre imponente.

– Te esperaremos -dice Nyneve.

– Haced lo que queráis… En realidad tu instrucción ya ha terminado, Leo. Tal vez sea el momento de marcharos.

– Te esperaremos -repite Nyneve.

El Maestro cierra un momento sus ojos con pesadumbre:

– Tengo el presentimiento de que no vamos a volver a vernos… Pero quién sabe…

Se inclina un instante sobre el cuello de su caballo y roza con su dedo de hierro la mejilla de Nyneve. Y luego mete espuelas y se aleja colina abajo sin mirar atrás.


Le hemos estado esperando durante siete días. Pero esta mañana Nyneve se ha levantado con el rostro ensombrecido:

– Lo sé, no va a regresar. Es hora de que nosotras nos marchemos.

Hemos preparado unas alforjas con algunas provisiones, grasa de oveja, una lona encerada, una olla y las hierbas mágicas y curativas que Nyneve utiliza. Yo he guardado en el saco mi ropa de varón, camisa, jubón y calzas finas, y he vestido mi armadura. Nyneve se ha puesto su disfraz de escudero y ha cortado su abundante cabellera. Mientras lo hacía, descubrí con cierta inquietud que una de sus orejas está mutilada. Se las había arreglado para disimular la marca hasta ese momento.

– Tienes la oreja cortada…

– Es cierto. ¿Y qué?

– Es el castigo reservado a los ladrones.

– Te asombraría saber de cuántas maneras se puede perder una oreja, así como de cuántas maneras se puede acusar injustamente a alguien. Incluso también podría argumentarse que hay muchas maneras de robar, y que algunas están justificadas.

Una vez dicho esto, que, como suele suceder con Nyneve, es tan impreciso como si no hubiera dicho nada, mi amiga ha vuelto a cubrirse la cicatriz con sus rizos espesos. Hemos cerrado las cabañas lo mejor que hemos podido y nos hemos ido. Estamos yendo por el sendero polvoriento, por esa larga ruta que hasta hace muy poco me asustaba. Miro alrededor y respiro hondo: yo era otra, soy otra, alguien muy distinto a la indefensa Leola que llegó meses atrás a la escuela del Maestro. Ahora ni siquiera me tizno la cara para pasar más desapercibida. Ahora camino retadora, o más bien retador, dentro de mi nueva sobreveste azul, y los viandantes parecen reconocer esa diferencia que hay en mí. Me creen porque yo me creo. A mi lado, Nyneve acarrea todas las alforjas:

– Un caballero no debe llevar impedimenta.

Carga el peso con tanta facilidad que casi parecería cosa de magia, si no fuera porque su fortaleza es evidente. Con su cara ancha y sus manos cuadradas, resulta más convincente que yo como varón.

Hemos cubierto largas jornadas de camino, tranquilas y anodinas. A decir verdad, no sé hacia dónde vamos. Nyneve me dirige y yo no me atrevo a preguntar. Temo que su respuesta confirme lo que creo: que no vamos en realidad a ningún lado, que somos caballeros errantes, que hemos engrosado la variopinta marea de vagabundos que yo veía pasar, amedrentada, por delante de mí casa campesina. Atada a la tierra como estaba, siempre desconfié de esos inciertos personajes errabundos, saltimbanquis, turbulentos caballeros jóvenes, prostitutas, buleros, comerciantes, cómicos, clérigos oscuros, soldados de fortuna, frailes mendicantes, troveros, truhanes. Y ahora yo formo parte de ese río humano. Me inquieta, pero también me hace sentir una extraña ligereza que sube desde los pies al corazón. Sé que debería estar buscando a Jacques, pero esta ligereza me emborracha, igual que la áspera cerveza a la que me estoy aficionando. Pierdo la cabeza y el pasado se borra en la excitación de mi presente andarín.

Estamos entrando en Lou, un pueblo no muy grande en el que, sin embargo, reina una actividad inusitada.

Es día de feria y la plaza está repleta de vendedores. Muchos de ellos son comerciantes de armaduras, cosa sorprendente y poco usual en un villorrio de estas dimensiones.

– Estupendo. Vamos a ver si te encontramos el yelmo y el escudo -dice Nyneve.

Deambulamos entre los puestos, calibrando las piezas y preguntando precios. Todo el material que se ofrece es usado y de no excesiva calidad. Al cabo elijo un almófar y un casco que no son gran cosa, pero que resultan más ligeros y de tamaño más adecuado que los que llevo; además, el yelmo posee nariguera, lo cual contribuye a ocultar mi rostro. También he conseguido una adarga bastante buena, con la superficie abombada, como el Maestro decía. Entregamos mis piezas antiguas como parte del pago, pero aún tenemos que añadir siete sueldos.

– ¿Venís al torneo? -pregunta el comerciante.

– ¿Qué torneo?

– El del señor de Lou… Es la primera vez que se celebra.

Veo brillar el interés en los ojos de Nyneve y me echo a temblar: no puede ser que esté pensando en lo que creo… Pero mi amiga ya se ha lanzado a sonsacar todo tipo de información al vendedor. No, no es necesario presentar papeles heráldicos, es un torneo abierto. No, no es un combate á outrance, es decir, a sangre y con armas de verdad, sino a plaisance, con armas negras. Sí, aún estamos a tiempo de inscribirnos. Sí, podemos alquilar caballos y lanzas para la justa al fondo de la plaza, junto a la casa roja.

– Estás loca -le gruño a Nyneve mientras nos encaminamos hacia allá-. No pienso participar. Haré el ridículo.

– Te equivocas, mi Leo…, hemos tenido mucha suerte. ¡Es un torneo sin blasones! Todo torneo que se precie exige presentar documentos de nobleza, de modo que esto no es más que una pobre justa pueblerina. He estado en algunas y son lastimosas. Aunque debo reconocer que en ocasiones terminan siendo una verdadera carnicería, porque a veces se presentan los mayores bribones de la comarca y cometen todo tipo de tropelías.

Me detengo en seco. La nuca se me empapa de un sudor helado.

– Pero no te preocupes, porque por lo general son torneos de principiantes…, de burgueses tripudos que quieren jugar a caballeros y de jovenzuelos imberbes que apenas levantan la lanza del suelo. Vamos a inscribirnos: y, si veo que hay peligro para ti, nos retiramos. Puede ser un buen negocio para nosotras… Ya sabes que, además del trofeo, el vencedor se queda con las armas del vencido y, lo que aún es mejor, con su caballo.

– ¿Y si pierdo? Ni siquiera tenemos bridón propio…, puede ser un desastre.

– Ya te dijo Roíand que nunca hay que pensar en que se puede perder. Ganarás, estoy segura. Esto es como jugar a los dados, Leo. Siempre hay que asumir cierto riesgo en la vida. Es más divertido.

Hemos llegado al corral de las caballerías. Apenas hay media docena de animales, todos ellos añosos y cansinos. Nyneve empieza a parlamentar con el tratante. Al fondo, atada a la empalizada, hay una yegua joven y robusta.

– ¿Y esa yegua? -pregunto, interrumpiendo la negociación.

El hombre arquea las cejas, sorprendido. Nyneve me fulmina con la mirada.

– Sí, en efecto, mi Señor, ese animal se parece a la yegua de vuestra señora madre… -dice mi amiga.

He hecho algo mal, pero ignoro qué. No me atrevo a volver a abrir la boca y Nyneve acuerda alquilar un rucio de huesos prominentes, una silla completa con sus estribos y dos lanzas que escoge con meticuloso cuidado. Cinchamos y ensillamos al animal y monto en él, llevando una de las lanzas. Nyneve camina junto a mí cargando con la otra. En cuanto nos alejamos unos pasos se vuelve hacia mí con gesto enfadado:

– ¡Qué ignorante eres, Leola! ¿No sabes que un caballero jamás montaría en una yegua? Antes se dejaría cortar las piernas con un hacha. Es el mayor baldón que puede imaginarse para un guerrero… Eso, y subirse a un carro. Casi nos has puesto en evidencia.

– Lo siento… -balbuceo.

Qué extraordinarias e incomprensibles costumbres las de los caballeros. ¿Por qué cabalgar en un mal penco fatigado, pudíendo hacerlo en una yegua bonita y briosa? ¿Es sólo a causa de su sexo? ¿Tanto nos desprecian, tanto nos aborrecen a las hembras? Miro hacia abajo, hacia mis breves senos fajados y cubiertos por el gambax y por el hierro. Miro hacia mi pecho, liso y bien erguido, como el de un varón. Si ellos supieran.


Nunca he visto un torneo y debo admitir que, a mi pesar, estoy interesada e incluso un poco emocionada. A mi lado, Nyneve arruga et ceño con gesto despectivo.

– ¡Qué cantidad de polvo! ¡Qué campo de justas tan inmundo! ¡Y qué personajes tan lastimosos!

El encuentro se celebra en una explanada de tierra a las afueras del pueblo, cerca de la torre del señor de Lou, que en realidad no es una torre, sino una morada rudimentaria y pobre, más parecida a una casa grande de labor que a un castillo.

– Ya me he enterado de todo: el señor de Lou era un pequeño vasallo de un noble, y acaba de conseguir su señorío casándose con una sobrina segunda de su antiguo patrono… -explica Nyneve.

Unos maderos sin cepillar clavados unos encima de otros hacen las veces de asiento para la muchedumbre. En las esquinas, unas cuantas banderolas blancas y verdes. El señor de Lou está subido a una tarima y encogido en un sillón, más que sentado. Es un hombre un poco jorobado y de rostro carnoso y aturdido. A su lado se encuentra la que debe de ser su esposa, una mujer flaca con expresión de remilgado disgusto.

– Y esa pareja de mediana edad que está detrás, con los rostros tan redondos como cebollas, son el cura de Lou y su mujer -dice Nyneve.

– ¿Su mujer? En Mende el cura no puede tener esposa…

– Oh, claro que no, mi Leo. Hace ya por lo menos un centenar de años que la Iglesia decretó el celibato, pero, ya ves, la mayoría de los curas de los villorrios siguen casados: el poder papal tarda en llegar a estos rincones… De hecho, ese clérigo ni siquiera debería estar aquí, porque el Santo Padre ha condenado y prohibido los torneos. Dice que son unas ferias detestables y ha dispuesto que los caballeros que mueran en una justa no puedan ser enterrados en sagrado. Pero no te preocupes, porque las órdenes militares han decidido desobedecer al Pontífice en este punto y siguen admitiendo en sus cementerios a los guerreros caídos en los torneos. No te quedarás sin enterrar.

Debe de ser una broma, pero yo no tengo ganas de reír. Está locuaz Nyneve: supongo que habla y habla para entretener la larga espera, para intentar disolver con sus palabras el peso de mi angustia. Para que me olvide de que mi rucio apenas trota y de que no creo ser capaz de ponerlo al galope.

– Tranquila. Recuerda que soy maga. Le haré un conjuro a tu caballo y volará como una golondrina sobre el campo.

Sus palabras no me serenan demasiado. Los contendientes estamos agrupados en un extremo de la explanada, junto a nuestros escuderos y criados. Llevamos mucho tiempo preparados, pero la justa no empieza: no sé a qué estamos esperando. Sólo somos diez y, quitando un par de ellos, ninguno tiene aspecto de auténtico guerrero. Las armaduras son malas o ridiculas, demasiado ornamentadas, de paseo, inútiles para la verdadera acción. Los caballeros caminan de acá para allá con grandes pavoneos por delante de los bancos de las damas, intentando atraer su atención. Pero ellas parecen estar más interesadas en los vendedores ambulantes de manzanas y de cerveza.

– Bueno, llamarles damas es mucho decir -continúa refunfuñando Nyneve-. Es el torneo más mísero y deplorable que he visto en mi vida. ¡Pero si sólo dura un día! Tenías que haber estado en Camelot, en las justas de la corte del rey Arturo. Eso sí que era un espectáculo grandioso. Los torneos se prolongaban durante dos semanas y asistían los guerreros más afamados.

Estoy empezando a acostumbrarme a las rarezas de Nyneve, pero esto es demasiado:

– No pretenderás decirme que tú sí has visto esos torneos…

– Más de una vez, en efecto.

– Todo eso sucedió hace cientos de años.

Nyneve ríe:

– Me conservo muy bien, eso es verdad… Pero sí, los he visto. Y los he conocido a todos ellos, a Arturo, a Ginebra, a Lanzarote, a Gawain… Los he tratado mucho más de lo que tú puedas imaginar.

Su boca sonríe, pero sus pequeños ojos negros están muy serios. Siento una punzada de emoción: ¿y por qué no? Todo el mundo sabe que las brujas existen, que los hechiceros no mueren, que hay personajes mágicos más allá de las leyes de la carne. ¿Por qué no va a ser Nyneve uno de ellos?

– ¿Y también conociste a Merlín?

Nyneve arruga la boca:

– Oh, sí, Myrddin…, por supuesto que he tratado a ese farsante.

– ¿Farsante? ¿Y por qué le llamas Myrddin?

– Ése era su verdadero nombre. Y no era mago. Era un bardo con una bella voz y con una notable habilidad para usar las palabras… Su gran acierto fue el de narrar por vez primera la historia de Arturo… Y la contó a su placer y su manera, tal y como él quiso. Se inventó la mitad.

Se puso a sí mismo como personaje y se reservó la parte mas brillante. Sí, nos conocimos bien. Demasiado bien, Y como al final las cosas entre nosotros se torcieron, Myrddin se vengó inventando para mí un papel infamante.

– ¿Para ti? ¿Dónde?

– Dijo que yo había engañado al gran Merlín; que había fingido enamorarme de él, para aprovecharme de su gran sabiduría. Que le había sonsacado con malas artes de mujer todos sus secretos de nigromante, y que al final le había encerrado para siempre jamás en el interior de una montaña por medio de un conjuro.

– ¡Pero eso lo hizo Viviana!

– Nyneve, Viviana, Niviana, qué importa… Tengo muchos nombres. Los nombres, como las verdades, dependen de quien los utiliza. De hecho, el éxito de su mentira me ha obligado a denominarme de otro modo. Pero mira, acaba de llegar una auténtica gran Dama…

En efecto, está haciendo su entrada en el campo una joven de alcurnia, acompañada con gran pompa por varios sirvientes y por un caballero armado de aspecto formidable. Me acongojo, pensando que el guerrero puede ser un nuevo contrincante. Pero no, custodia a la Dama hasta el estrado de honor y se queda a su lado, de pie, a modo de escolta. El señor de Lou y su esposa se han apresurado a levantarse, doblando la cerviz con obsequiosa pleitesía. El jorobado cede su sillón a la Dama y ordena traer otro asiento para él. La joven se acomoda con gesto displicente, sin hacer el menor caso a sus serviles anfitriones. Desde donde estoy, que es un poco lejos, parece una mujer hermosísima. Tiene el pelo negro como la tinta, ondulado sobre la amplia frente y recogido en un rodete en la coronilla. Lleva un espléndido traje de brocado de color marfil qUe pone un resplandor de perlas sobre su cara, y su estrecha cintura está ceñida por un cinto de oro. El señor de Lou se ha puesto de pie y ha levantado el brazo. Un golpe de sudor frío me sube a las sienes: sí, las justas van a comenzar. Sin duda estábamos esperando la llegada de la Dama. Suena una corneta. Dos de mis compañeros se encaminan al terreno de lucha.

– Ha llegado el momento del conjuro -dice Nyneve.

Acaricia la cabeza de mi rucio y le susurra inaudibles palabras en la peluda oreja. Luego saca un puñado de pajitas secas de la alforja y se las da a comer. El animal las engulle mansamente.

– ¿Para qué le das eso?

– Es un ofrecimiento propiciatorio, para captar la buena voluntad del caballo. Ya está. Correrá, te lo aseguro. Un bramido de la muchedumbre me hace mirar al campo: uno de los contendientes ha caído y el otro levanta triunfalmente la lanza. Estoy tan nerviosa que me he perdido el primer encuentro: ni siquiera lo he visto. En el sorteo me ha tocado salir en la segunda de las cinco parejas, de modo que es mi turno. Aprieto los talones contra los flancos del caballo y el animal da un nervioso respingo. -Espera, todavía no -me detiene Nyneve-. Aguarda a que toque la corneta.

Por fin suena la señal y mi contrincante y yo salimos lentamente al campo, conducidos por nuestros escuderos, que llevan los caballos de las bridas. Nos colocan a cada uno en nuestra marca.

– Quédate tranquila, tu enemigo es menos peligroso que un estafermo… -me susurra Nyneve antes de marcharse.

Al otro lado de la explanada, a una distancia que me parece enorme, está el caballero. Es uno de los más gruesos y de los más adornados; su armadura brilla demasiado y su yelmo tiene unas absurdas alas. Unas alas que ahora mismo parecen agitarse, dispuestas a volar. El toque que debe indicar nuestra acometida está tardando en sonar un tiempo infinito. Ahora que me fijo, verdaderamente las alas del casco se mueven demasiado. Y también la lanza se cimbrea de una manera extraña. En el silencio me parece escuchar un tintineo de lata. Un rumor comienza a extenderse por el público. Un rumor crecedero. Risas, algún grito. El caballero trepida sobre su caballo. Salen al campo sus criados y corren hacia él. Estalla un alboroto entre el gentío. Mi rival está temblando. Tiembla tanto que no puede sujetar la lanza erguida y el escudo repiquetea contra su pierna. Los criados le sacan del campo y le ayudan a descender de su bridón: el pobre hombre cae al suelo como un saco de nabos. Nyneve se acerca y toma la brida de mi rucio para conducirme fuera de la explanada.

– Ya está. Has ganado. Es la justa más absurda que jamás he visto. Ya tenemos un caballo. Y una armadura. Se la cambiaremos por dinero, es espantosa.

Estoy empapada en sudor, como si de verdad hubiera combatido. Intento relajarme en nuestra esquina del campo mientras el torneo prosigue. Los cascos de los caballos levantan un polvo insoportable que irrita los ojos y se agarra a la garganta. Miro a la joven Dama: sostiene un pañuelo sobre su boca con gesto de infinito aburrimiento. Las lides se están solventando con bastante rapidez. Un caballero ha caído al primer encontronazo, otro ha sido derribado en el segundo intento y ahora la tercera pareja está combatiendo a pie, porque ambos han perdido su montura. Ninguno parece ser un rival preocupante, salvo el vencedor de la tercera justa, que desmontó limpiamente a su oponente en la primera pasada. En la explanada, el guerrero más joven se rinde. Sólo quedamos cinco.

Hay que sortear de nuevo. El criado se acerca con la bolsa donde ha colocado pequeños fragmentos de tela con nuestros colores. Dado que somos impares, uno de nosotras tendrá que combatir contra dos. Para facilitar el sorteo se han introducido en la bolsa retales de color blanco, que son nulos. A mi lado, el caballero que me parece más peligroso saca el color verde y luego una de las piezas blancas. Respiro aliviada. Introduzco la mano en la bolsa: amarillo y azul. Como el azul es el mío, lo descarto y cojo otro: gris. De manera que soy yo quien tendrá que luchar dos veces… si es que consigo ganar a mi primer rival.

– No te preocupes, has sido muy afortunada… Los dos guerreros mejores son el caballero negro y el caballero verde, y les ha tocado justar entre ellos… -dice Nyneve.

Tengo que salir en primer lugar, porque así el vencedor de la lid puede disponer de algún tiempo de descanso antes de volver a combatir. MÍ rival, el guerrero a quien le corresponde el amarillo, aparenta ser muy joven. Es un poco más alto que yo y casi igual de delgado. Su mediocre armadura es prestada o heredada, porque le viene enorme. Casi me avergüenzo de la calidad de mi loriga y de lo bien que se adapta a mi cuerpo: tuve mucho tino al elegir el muerto, o mucha suerte. Nuestros escuderos nos colocan de nuevo en las marcas y se retiran. Enristro la larga lanza, que tiene la punta recubierta por un tope cuadrado de metal para evitar heridas. Observo a mí rival con inquietud: él ya ha ganado un combate, mientras que yo aún no he hecho nada. Suena la corneta. Allá voy.

¡Por todos los santos! Nyneve es bruja y mi caballo vuela. Con sólo soltar las riendas, el rucio ha salido disparado como un virote de ballesta. Intento recolocarme por el camino, porque no me esperaba tanta velocidad. Tampoco he justado nunca con mi nueva adarga: procuro calcular el volumen de su superficie abombada para adivinar el momento de! contacto con la lanza enemiga. Los cascos de nuestros caballos resuenan ensordecedoramente en mis oídos, al compás de los latidos de mi corazón. Ya está aquí mi enemigo, se me viene encima, está tan cerca que le veo los ojos. Me pongo en pie sobre los estribos como el Maestro me enseñó, alargo el escudo… Siento en todo ei cuerpo algo parecido a la coz de un mulo. Salgo por los aires y aterrizo de espaldas sobre la tierra. Doy un rugido de rabia y frustración. Me revuelvo en el suelo y miro hacia atrás: ¡el caballo de mi rival galopa solo! Luego yo también le he desmontado. Ni me he dado cuenta, ni sé cómo lo he hecho. Me pongo en píe de un salto, sacando mi espada embotada y buscándole con la mirada por el campo. Sí, allí se está levantando, entre los restos de una lanza astillada. A pie, su armadura demasiado grande resulta todavía más engorrosa. Con sólo verle extraer la espada de la vaina ya sé que no es rival para mí. Me acerco en dos zancadas y, mientras él intenta cubrirse con el escudo, yo le golpeo en lo alto del casco con el filo romo. El enorme yelmo se le cala hasta media nariz, tapándole los ojos. El chico suelta la espada y el escudo y levanta las manos en señal de rendición. Resulta que he ganado, después de todo.

– ¡Y van dos! -se regocija Nyneve-. Y eso que no querías participar. Ya te lo dije.

Intento relajarme mientras combate la segunda pareja. Nyneve tenía razón; hasta ahora son los mejores con diferencia. Son dos hombres de mediana edad y aspecto sólido, con armaduras baqueteadas y sin duda propias. Hacen dos pasadas con sus bridones sin derribarse, y a la tercera carrera caen ambos a tierra. Prosiguen su duelo a pie, y verdaderamente saben pelear. Al final el guerrero verde pierde el equilibrio y cae de espaldas. El negro ha ganado. El público le vitorea. Busco con la vista a la Dama y, cuando al fin la encuentro, siento algo parecido a un sobresalto: en vez de estar admirando y aplaudiendo al campeón, como todo el mundo, me parece que la Dama me está mirando a mí. ¿A mí? Pero no puede ser, me estoy confundiendo. Ahora se sonríe… ¿O me sonríe?

Suena la señal. Debo volver al campo. Nyneve me conduce a mi lugar.

– En la justa anterior estabas demasiado tensa. Recuerda a Roland: no pienses tanto, siente.

Lo malo es que esa intuición relampagueante y certera del buen guerrero, ese mero sentir sin pensamiento, sólo se conquista tras haber pensado mucho durante mucho tiempo. Pero Nyneve tiene razón: luego hay que olvidarlo. No debo obsesionarme por mi nuevo escudo. Y mucho menos debo llegar a ver los ojos de mi rival. Suena la corneta, me pongo en movimiento. Mi contrincante no es más que un volumen que viene deprisa, un estorbo del que debo desembarazarme. Galopo fácilmente, me inclino hacía delante, amortiguo el golpe con mi brazo izquierdo. MÍ rival sale disparado de la silla y cae al suelo. Todo ha sido tan sencillo que apenas lo entiendo. He ganado otra vez y no sé cómo. Troto con mi rucio hasta el final del campo y regreso a la mitad de la explanada con la lanza en ristre, para saludar. Ahora estoy cerca, muy cerca de la Da ma del vestido blanco, y efectivamente es la más hermosa que jamás he visto. Pero su sonrisa posee algo oscuro, inquietante. Nyneve se aproxima.

– No me gusta el caballero negro…, es un brabanzón, un belga, un soldado profesional… Yo creo que por hoy ya hemos hecho bastante. Déjame hacer a mí.

El ambiente está caldeado, la gente chilla y canta. El caballero negro y yo salimos a la explanada arropados por la excitación de la multitud. Pero Nyneve cruza con decisión el campo en dirección a mi rival. El rumor del público va amainando a medida que ella avanza, hasta alcanzar un silencio absoluto. Carraspeo con la garganta atenazada por el polvo y mi tos resuena como un trueno.

Nyneve ha llegado junto al brabanzón. Le hace una reverencia:

– Mi Señor me envía a deciros que se encuentra fatigado y que considera que sois un rival muy bueno. Mi Señor está dispuesto a retirarse sin combatir y a reconocer que sois, con toda justeza, el triunfador absoluto de este torneo. Os ruego que aceptéis su rendición.

– ¿Y qué pasará con el botín? -pregunta el caballero negro con una voz extrañamente chillona.

– Se respetarán los derechos habituales del vencedor sobre el vencido.

– Está bien -grazna el hombre-. Acepto.

Suspiro aliviada. El público no parece demasiado contento; algunos me gritan y hacen gestos obscenos. Miro a la Dama: está conversando con el guerrero que la escolta y se ha olvidado por completo de mí. Qué extraño: antes me inquietaba que me mirara y ahora lo que me incomoda es que me ignore.


Nos hemos pasado dos ¡ornadas enteras en Lou negociando el botín del torneo. Por un día de justas, dos días de controversias monetarias. Menos mal que Nyneve está acostumbrada a este comercio:

– Ah, sí, esto es lo más pesado de las justas…, todos los acuerdos económicos que hay que discutir y afinar después… Sobre todo en torneos como éste, en los que predominan los bachilleres que ignoran las verdaderas normas de la caballería… Aunque debo decirte que también me he topado alguna vez con duques avaros y reyes miserables y tramposos.

Al final me he quedado con el caballo del hombre tembloroso, un percherón robusto de largos y amarillentos pelos en las patas, y hemos aceptado una libra en lugar de su ornamentada ropa de hierro. Todo cuanto llevaba mi segundo vencido, el muchacho de la armadura grande, era alquilado, incluyendo el jumento. No nos quedó más remedio que tomar en prenda al propio caballero y pedir rescate por é! a su Señor, que por fortuna era el de Lou, porque sí se hubiera tratado de un Señor más lejano habríamos tenido que esperar muchos días y, para peor, alimentarlo en el entretanto. Le hemos perdonado al joven el coste de las armas y de la armadura y nos hemos contentado con recibir otro caballo, un castaño un poco entrado en edad, pero bastante bueno. En cuanto al botín de mi tercer vencido, se lo entregue íntegramente al brabanzón ante quien me rendí. Henos aquí, pues, con nuestras cuentas hechas, libres y ricas, cada una montada en un bridón. Contemplo el mundo desde arriba y ahora sí que me siento un caballero.

Poco después de salir de Lou hemos encontrado un pequeño río que al parecer es afluente del Tarn, Estamos siguiendo el sinuoso sendero que se ciñe a su curso y que conduce hasta un estrecho puente de piedra que nos cruzará a la otra orilla. Pero sobre el puente hay alguien.

– Vaya… No sé si esto me gusta-dice Nyneve.

Ese alguien, ahora lo veo, es un hombre de hierro… Peor: es el caballero que acompañaba a la noble Dama del torneo. Que también está aquí, sentada sobre unos cojines de seda, almorzando a un lado del camino. Sus criados le sirven algo de beber en un diminuto vaso de oro. Me detengo al llegar a su altura y la saludo con una inclinación de cabeza. Quiero continuar mi viaje, pero el hombre de hierro, montado a caballo y con su lanza, está plantado en mitad del puente y me impide el avance.

– Señor, no nos dejáis pasar.

– Señor, si queréis cruzar este puente, tendréis que combatir antes conmigo.

Nyneve resopla a mi lado, exasperada:

– Ya empezamos con estas tonterías caballerescas… -masculla.

Yo miro alrededor, por ver si hay otra manera de seguir el sendero. Pero por aquí las laderas del río son abruptas y están llenas de zarzas, y la corriente parece encajonada y bastante fuerte. Además, dudo que el caballero me hubiera permitido vadear el afluente sin lanzarse contra mí. No lo entiendo. ¿Por qué?

– ¿Por qué queréis que combatamos? No os deseo ningún mal y no os he hecho nada.

El hombre se ríe, despectivo.

– Qué extraña pregunta… ¿Por qué quiere el pájaro volar y el corzo correr? Está en mi sangre de caballero… Es el orgullo de la espada. Soy sir Wolf de Cumbria, y provengo de once generaciones de grandes guerreros. Ni mi padre, ni el padre de mi padre, ni el padre del padre de mi padre murieron en casa. Todos mis antepasados perecieron por el frío acero en la batalla.

Lo dice con orgullo, escupiendo las palabras. Pero yo no entiendo por qué se enorgullece de matar y ser muerto sin sentido, por una mera baladronada sobre el cruce de un puente.

Miro a la Dama, esperando encontrar en ella alguna sensatez. Pero la joven mordisquea un pastelillo de carne y me sonríe, maliciosa y aparentemente divertida con la situación.

– Pues yo no quiero pelear con vos. Además, ni siquiera dispongo de lanza.

– Da lo mismo. Lucharemos a pie y con la espada. Esa cobardía que estáis demostrando, además de vuestra falta de blasones, me hace sospechar que no sois un caballero, sino un impostor. De manera que, o bien lucháis conmigo como un hombre, o bien acabo con vos como quien acaba con una rata, en castigo a vuestro atrevimiento de farsante. Escoged lo que prefiráis.

Lo dice en serio, lo sé. Los hombres de hierro pueden ser así de arbitrarios y de violentos. Llevamos armas verdaderas y el combate está planteado a sangre, quizá a muerte. Es la lucha más peligrosa a la que me he tenido que enfrentar hasta ahora, pero por alguna razón no siento miedo… Siento una aturdida y hueca extrañeza, como si me hubiera salido de mí cuerpo, como si estuviera contemplando la escena desde fuera. Suspiro y me bajo del percherón. Le entrego las riendas a Nyneve:

– No sé para qué sirve que seas bruja, si no puedes hacer algo en estos casos… -le susurro.

– Siempre hago algo, aunque tú no lo adviertas.

Descuelgo mi escudo de la silla y lo embrazo; luego desenvaino la espada y me vuelvo hacia el puente. Sir Wolf ya ha desmontado y me está esperando. Hace un hermoso día de otoño y los árboles estiran sus ramas desnudas para gozar de los últimos soles. Es curioso: tengo la sensación de que el mundo se ha detenido y de que puedo apreciarlo todo al mismo tiempo con una minuciosidad extraordinaria. Las peladas copas de los árboles, las sombras alargadas de la tarde, el mirlo de pico rojo que curiosea la escena posado en el pretil, las frías y revueltas aguas del río, los peces que centellean entre la espuma, la Dama que arruga la boquita para escupir un hueso de su comida, el inquieto piafar de mi caballo, el siseo lento y cauteloso de la armadura bien engrasada de mi rival.

Súbitamente, la vorágine. Relámpagos de velocidad y de acción pura. Entrechocar de hierros, repique de espadas. Jadeos que no sé si salen de mi garganta o de la de mi oponente. Giro y golpeo y me agacho y me inclino, bailo sin pensar la danza del acero. Hasta que, de pronto, el ritmo se interrumpe. Algo ha sucedido. Mi espada gotea sangre. He herido a mi enemigo en un costado, un tajo profundo que ha cortado los eslabones de su loriga: nunca me hubiera creído capaz de hacer algo así. Entonces todo se viene abajo. No sé qué me sucede. Dejo de contemplar la escena desde fuera y ahora sólo soy consciente de mi hoja ensangrentada, de la tremenda herida. Pierdo mi concentración, descuido mí postura. Sir Wolf se arroja hacia delante con un grito de rabia y me clava su espada en el pecho. La noto penetrar, fría y abrasadora al mismo tiempo, un hielo que quema. El cielo todavía está azul y en el aire limpio y quieto ya se huele el invierno.

Adiós, Leola, adiós, despídete para siempre de esta tarde tan bella, me dicen afectuosamente las truchas desde el brillante tío. Las rodillas se me doblan, la vista se nubla. Caigo dentro de la oscuridad con un gemido. El cuerpo duele, Maestro.


Llevo largas semanas tumbada boca arriba, contemplando el techo de madera labrada del castillo de Dhuoda. Me he aprendido hasta la última muesca, hasta el más pequeño detalle que la gubia del maestro ebanista ha extraído del leño, esa lengua retorcida del dragón que remata la viga, esos ojos expresivos y asimétricos del rostro sonriente en el rosetón central. Al caer la tarde, la oscuridad va trepando por la madera y borrando los contornos de las figuras talladas. Duermen también ellas, encima de mí, durante las noches; a veces incluso me parece escuchar sus ronquidos. Durante los largos días de fiebre y de delirio, se me antojaban monstruos furiosos. Ahora son amigos, cómplices prudentes de mi secreto.

– Nyneve, ¿cómo es posible que no hayan advertido que soy una mujer?

– Sólo te he cuidado yo. Y prohibí que te viera ningún médico. Lo cual, por cierto, te ha salvado la vida, porque son unos médicos malísimos.

Aun así, no lo entiendo. Llevo mucho tiempo aquí y las criadas me han visto febril y quizá delirando con mi voz de mujer. Mientras estuve aprendiendo a combatir con el Maestro, intenté adquirir gestos y maneras de varón: para sentarme, para caminar, para mover las manos. Además, hablo siempre en voz baja y susurrante, en el registro más grave que puedo extraer de mi garganta. Y nunca río en público. La risa, lo he descubierto, es femenina. Sin embargo, me sigue asombrando que los demás admitan mi añagaza sin plantearse dudas ni preguntas. Tal vez sea simplemente una cuestión de costumbre. Tal vez las rutinas nos cieguen y sólo veamos lo que creemos que debemos ver. Recuerdo ahora a ese primo del señor de Abuny… Era tan bello y delicado que le llamaban La Pucelle, La Doncella. Era un gran guerrero y murió combatiendo en tierra de infieles. Ahora que lo pienso, quizá La Pucelle fuera una mujer… y quizá los demás no nos diéramos cuenta porque ni siquiera nos detuvimos a planteárnoslo.

La espada de sir Wolf se clavó por debajo de mi clavícula y por encima de mi corazón. Me lo ha explicado Nyneve, que tiene un extraordinario conocimiento del cuerpo humano y que desde luego posee la mágica sabiduría de curar. También ha salvado a sir Wolf, que al parecer ha estado más grave que yo, porque mi tajo le cortó las entrañas y esas heridas enseguida se pudren y te envenenan con sus humores mortales. Yo perdí mucha sangre y tuve calentura. Recuerdo vagamente a Nyneve sentada a horcajadas sobre mí, cosiéndome la herida y aplicando emplastos de esas raras hierbas que ella siempre guarda en sus alforjas. Ahora llevo semanas de convalecencia, y disimulo el retorno de mis fuerzas por el placer de gozar de esta vida suntuosa que jamás pensé que conocería. MÍ lecho es amplio, cálido y suave como plumón de pato. Solícitas sirvientas me traen tres veces al día los bocados de comida más exquisitos. He gustado un pan tan blanco y fino como nunca pensé que existiera, acostumbrada como estaba al pan negro de sorgo" He probado el hipocrás, ese delicioso vino caliente y especiado de los ricos, y ahora es mi bebida favorita. Veo nevar a través de los vidrios emplomados de la ventana, pero en la chimenea de mí cuarto siempre crepita el fuego. Y de cuando en cuando viene a visitarme Dhuoda, la misteriosa y bella mujer del torneo de Lou, también llamada la Dama Blanca porque solamente viste ese color. Ahora, por el frío, viene envuelta en hermosas capas de seda forradas con armiño. Dhuoda me está enseñando a jugar al ajedrez, un extraordinario pasatiempo procedente del reino árabe de Valencia.

– Bueno, el ajedrez viene de más antiguo… Hace ya más de un siglo, mi pariente el rey Alfonso VI de Castilla levantó el sitio a la ciudad mora de Sevilla porque perdió una partida contra el rey al-Mutamid… Eso sí, Alfonso se llevó el ajedrez, que era de sándalo, oro y ébano, y duplicó el tributo que le tenían que pagar los sevillanos… -me explicó Dhuoda con un gracioso mohín de suficiencia-. Pero hace poco, en el Reino de Valencia, añadieron al juego la figura de la reina. Y eso es esencial. Ahora que ya sabes jugar, Leo, ¿tú te imaginas el ajedrez sin reinas? Sería como el hipocrás sin especias… Algo muy aburrido e insustancial. El mundo necesita reinas y los hombres nos necesitáis a las mujeres.

Nyneve desconfía de Dhuoda. Dice que le ve el aura, que es como el halo de luz que llevan los santos en torno a la cabeza, y que la tiene negra. Dice que es una mala bruja, aunque todavía no lo sepa. Dice que la Dama pertenece a un tipo de personas que ella, Nyneve, conoce muy bien y que aborrece: aquellas que han sufrido un dolor y que por eso se creen justificadas para cometer cualquier tropelía, como sí los demás individuos les debieran algo para siempre.

– Pero ¿qué dolor ha sufrido Dhuoda?

– No seré yo quien hable. Que te lo cuente ella.

A mí la Duquesa me parece una joven mimada y malcriada, caprichosa y arbitraria, pero fascinante. Es culta e inteligente; posee, según me dicen, una biblioteca de casi trescientos volúmenes. A veces es despótica y otras veces muy dulce y seductora. Jugó con nosotros, con sir Wolf y conmigo, haciéndonos combatir sin que le inquietara lo que pudiera sucedemos. Pero luego nos ha recogido en su castillo y nos cuida y atiende magnánimamente. La Du quesa está viuda; su marido, el duque Roger de Beauville, ha muerto en las cruzadas. El Duque era un hombre bárbaro y cruel a quien todos llamaban Puño de Hierro desde que, una noche, un joven paje tropezó y vertió el plato de comida que le estaba sirviendo. Al parecer el paje no se disculpó con la vehemencia y la humildad que Beauville reclamaba, y entonces el Duque le agarró por el cuello, le arrastró hasta la enorme chimenea y le mantuvo allí dentro, entre las llamas, hasta que el joven se achicharró y su propio brazo quedó convertido en un carbón. Tuvo que usar a partir de entonces un guantelete de hierro del que se sentía tan orgulloso que incluso lo adoptó como apodo y enseña.

Hoy la Dama Blanca nos ha enviado dos juegos de ropas finas para Nyneve y para mí. Sabe que estoy bastante recuperado y quiere que baje a cenar con ella a la gran sala del castillo. Son unas vestiduras magníficas, sobre todo las mías: zapatos de cordobán colorado, calzas de seda, una casaca larga de piel de marta y, por encima, una sobreveste de tela carmesí con cinto de plata. Nos aseamos con el agua caliente que han traído los sirvientes, nos recortamos el pelo y nos ataviamos con nuestras ricas ropas. Me miro en el espejo: pálida y delgada como estoy, parezco más que nunca una mujer disfrazada de hombre. Hundo el dedo en las cenizas del hogar y ensombrezco un poco mi labio superior, mi entrecejo y mi quijada, para fingir un bozo que no tengo. Menos mal que es de noche y la luz temblorosa de las antorchas empaña la visión con un baile de sombras.

Cuando un paje nos conduce por el laberíntico interior del castillo hasta la sala principal, los demás comensales ya están sentados alrededor de la mesa de roble.

La estancia es enorme y, aunque dispone de dos grandiosas chimeneas, una a cada lado de la habitación (sin duda Puño de Hierro abrasó al muchacho en una de ellas), y aunque ambas están encendidas con voraces fuegos que crepitan tanto como el incendio de un bosque, el aposento resulta helador: por eso Dhuoda nos ha proporcionado ropas tan abrigadas. Todos vestimos pieles por debajo de nuestros finos trajes cortesanos, menos la Duquesa, que lleva la piel por fuera y se envuelve en su manto de armiño como el apretado capullo de una rosa blanca.

A la mesa está sir Wolf, a quien no había vuelto a ver desde la contienda. Le encuentro muy desmejorado e incluso un poco encorvado sobre el costado que le tajé, como si le doliera enderezarse. Le he reconocido por su nariz un poco ganchuda, sus ojos amarillentos, su rostro cuadrado y obstinado, como de ave rapaz. Me saluda con una especie de gruñido, pero tengo la sensación de que, tras casi haberlo matado, me tiene cierto aprecio. A su lado hay un hombre de unos treinta años. Un religioso. Es alto y musculoso, con los hombros anchos y la reciedumbre de un guerrero; pero posee una delicada cabeza almendrada, más pequeña que lo que su cuerpo parecería exigir. Su cráneo está cubierto de una fina capa de rizos apretados, menudos y muy negros; su barba, igualmente rizosa, está muy recortada y bien cuidada. Tiene los labios gruesos, la nariz recta, unos grandes ojos soñadores y oscuros, sombreados por larguísimas pestañas. Lleva un forro de piel de zorro que asoma por el cuello y por las mangas, y encima un hábito frailuno de hechura perfecta y rico paño de lana. Es un varón muy hermoso.

– Bien, me alegra comprobar que todos los heridos ya están lo suficientemente recuperados como para sentarse a mi mesa -dice Dhuoda alegremente-. A sir Wolf ya lo conocéis. En cuanto a fray Angélico, es mi primo, además de una de las águilas de la Iglesia. Cuidaros de la dulzura de su rostro, porque es inteligente, inflexible e influyente. Ellos son Leo y Nyne.

– A fe mía que son nombres breves… y no se puede decir que ofrezcan mucha información sobre vuestra procedencia… -contesta el fraile con suave y socarrona voz.

– Son invitados míos y con eso te basta, primo.

– Y, además, yo atestiguo que el caballero Leo sabe combatir con honor y fiereza -interviene sir Wolf con gallardía.

– Por supuesto, por supuesto… Nunca lo he dudado. Además, me gustan los misterios.

El fraile me mira y un chispazo de sonrisa le enciende la barba. Parece encantador. Yo también le sonrío. Luego recuerdo que soy un caballero y recompongo el gesto. Leola, ten cuidado; los varones atractivos son un peligro. Por fortuna, es un fraile.

Los criados van trayendo platos y más platos deliciosos: puerros tiernos con avefrías, pasteles de alondra, cerdo relleno. Crecí sin saber que se podían degustar cosas tan exquisitas como todas las que estoy probando en este castillo. Comemos con avidez y gula, mientras el hipocrás nos endulza la garganta y el corazón.

– Mi primo llegará a Papa, os lo aseguro…

– Dhuoda, por favor… -le reconviene graciosamente fray Angélico.

– Por lo pronto, es el asistente y consejero más preciado de Bernardo de Claraval, ya sabéis, el gran Bernardo.

– Le llaman el Doctor Melifluo, por su verbo dulce y maravilloso. Dicen que es un santo -interviene sir Wolf con la barbilla brillante de grasa.

– Un santo que predica la muerte, curiosamente. Ha sido el gran impulsor de las órdenes militares y sus encendidos y elocuentes sermones han originado las grandes matanzas de las cruzadas. Más que de miel, sus palabras parecen ser de afilado acero -dice Nyneve.

Todo el mundo la contempla con extrañeza. Incluso yo misma. ¿Acaso las órdenes militares no son unas instituciones nobilísimas, el mejor ejemplo del honor y el servicio caballeresco? Y en cuanto a los muertos, ¿no es justa la guerra cuando es contra el infiel?

– Son los enemigos de Cristo, los enemigos de nuestro mundo. Es la guerra, una guerra santa -dice precisamente sir Wolf.

– Bueno, la verdad es que cuando Godofredo de Bouillon entró en Jerusalén, no se detuvo a preguntar cuáles eran las creencias de sus habitantes. En la carnicería que organizó murieron musulmanes, judíos y cristianos orientales. Sí, también cristianos. Y niños, y mujeres. Murieron todos -insiste mi amiga.

– Cuando Godofredo de Bouillon entró en Jerusalén, el gran Bernardo de Claraval apenas sería un niño de diez años. Poco pudo predicar esa gesta que vos llamáis carnicería -dice fray Angélico con rápida dureza. Y luego prosigue endulzando el tono-: Mi buen amigo Nyne, es cierto que el dolor humano repugna al alma cristiana… El monje es precisamente is qui luget, el que llora por los pecados de los hombres. Y estoy dispuesto a concederos que tal vez en el fragor de la contienda se cometieran excesos. Pero no es menos cierto que nos encontramos inmersos en una gran batalla del Bien contra el Mal, de la Cristiandad contra el infiel. Estamos ante un enemigo poderoso y terrible que ansia exterminarnos. Un enemigo que carece de compasión, os lo aseguro. ¿Recordáis a aquellos pobres desgraciados que se dejaron entusiasmar por la prédica del pastorcillo de Vendóme? ¿Aquella cruzada llamada de los Niños? Acabo de enterarme de que, tras sufrir grandes calamidades, los peregrinos llegaron a Marsella, como tenían previsto; pero allí los truhanes con los que viajaban, en connivencia con los infieles, les subieron, engañados, en los barcos de los traficantes de esclavos, a quienes los habían vendido. Las pobres criaturas creían que se dirigían hacia Tierra Santa, pero en realidad las llevaron a los harenes y burdeles de Egipto,

Una opresión en el pecho que me impide respirar. Guy, el pobre Guy. Y el Maestro. ¿Qué habrá sido de ellos? Y todos aquellos muchachitos y muchachitas, toda esa juventud entusiasmada… Ahora recuerdo con vividez a aquellos personajes de extraña catadura que les acompañaban. Lobos que pastoreaban a los corderos. Imagino a los niños en sus manos y siento náuseas.

– Y luego están, como seguramente sabéis, los terribles monjes militares del Islam… Los ashashin. Son tan peligrosos y crueles que la palabra asesino, que ahora ya empleamos de modo habitual en la lengua popular, la hemos aprendido de su nombre… Sólo deben obediencia a su Gran Maestre, el Viejo de la Montaña, y viven en inaccesibles fortalezas que ellos llaman ribbats y que, en alguna heroica ocasión, han sido tomadas y ocupadas por caballeros templarios… Su ferocidad es tal que están obligados por juramento a no abandonar ningún combate mientras el número de sus enemigos no les supere por más de siete a uno… Nuestros templarios, que son los más aguerridos de entre todos los caballeros cristianos, sólo están juramentados para resistir hasta cuatro contrincantes. Claro que los ashashin se ayudan del hashis, una sustancia intoxicante que ingieren momentos antes de la batalla… Como veréis, mi apreciado Nyne, necesitamos órdenes militares para luchar contra estos demonios. Además, ¿no creéis que la cruzada posee el beneficio añadido de ofrecer un objetivo de gloria a los jóvenes caballeros? Sin eso, nuestros caminos estarían llenos de guerreros segundones y turbulentos, de iuvenes airados buscándose la vida y organizando contiendas contra sus propios hermanos. Y os ruego que me perdonéis, si por ventura ése es vuestro caso.

– No hay ofensa, mi querido fray Angélico. Tenéis mucha razón en lo que decís, y yo no dudo de la brutalidad y la miseria de los hombres. Pero a veces pienso que tal vez podríamos relacionarnos de otra maneta con los infieles, quienes, por cierto, consideran que los infieles somos nosotros. Sabed que no todo el mundo está a favor del enfrentamiento y de la muerte. Escuchad estos versos:

Mi corazón lo contiene todo.

Una pradera donde pastan las gacelas,

un convento de monjes cristianos,

un templo para ídolos,

la Kaaba del peregrino,

los rollos de la Torah

y el libro del Corán.


"Decidme, fray Angélico, ¿qué os parecen?

– Interesantes y heréticos. ¿De quién son?

– Del poeta sufí Ibn Arabi.

– De un infiel, desde luego.

– De alguien con el alma lo suficientemente grande como para querer que quepamos todos dentro de ella.

– Sois un extraño escudero, mi querido Nyne…, más me parecéis un estudioso, un polemista… Y tenéis unas ideas peligrosas. Hemos quemado a más de un hereje por causas menores…

– ¿Hemos, fray Angélico? -intervengo yo, apenada e inquieta-. ¿Queréis decir que vos mismo habéis participado en alguno de esos procesos?

Cierro la boca, asustada de mi propio atrevimiento. Estaba dispuesta a no decir nada en toda la noche, porque no me siento segura de mí misma en este ambiente. Pero me incomoda imaginar a este hombre tan hermoso encendiendo una pira. El fraile me mira con sus penetrantes ojos y vuelve a sonreír con suavidad.

– Ya he dicho que el dolor humano repugna al alma cristiana. Habló de la doctrina de la Iglesia…

– Os estáis poniendo muy aburridos con esta discusión, primo -dice Dhuoda con gracejo liviano-. Y, además, es verdad que la Iglesia está quedándose anticuada.

– Mi Señora… -se escandaliza el pobre sir Wolf, que empieza a parecerme un alma simple.

– Sí, sí, muy anticuada. Pero ¿acaso no os dais cuenta de lo mucho que están cambiando las cosas, sir Wolf? Sin embargo, ¡a Iglesia sigue igual, empeñada en repetir que hemos venido a este mundo a sufrir y poniendo al santo Job como ejemplo perfecto de la vida cristiana…, ese santo Job lleno de llagas y de calamidades que se revuelca en el estiércol… Pero ¿quién quiere sufrir? Yo desde luego no. ¿Y por qué va a ser pecado la felicidad? ¿Por qué no va a poder entrar en el Cielo alguien que ha sido feliz?

– Claro que puede, Dhuoda. Los santos son felices en su renuncia y en su…

– ¡No hablo de eso, primo! Hablo de los placeres de la vida. Hablo de los bellos ideales de las damas y del amor cortés… Las mujeres estamos haciendo del mundo un lugar más hermoso… Gracias al empuje de las damas existen los torneos… ¿Y no son mejores y más caballerescos los torneos que las guerras? Pues a pesar de ello, la Iglesia los prohíbe. Gracias a las damas hay poesía y los libros han salido de los monasterios. Hoy los guerreros nos aman y nos reverencian, y para hacerse dignos de nosotras han abandonado sus costumbres bárbaras. Hoy un buen caballero no sólo tiene que ser un buen combatiente en el campo de justas, sino que, además, debe saber leer, y cantar versos, y lavarse y cortarse el pelo, y llevar las añas limpias, y no enjugarse la grasa de los dedos en la camisa…

Sir Wolf se ruboriza y esconde sus manazas bajo la mesa.

– Hoy el mundo es un lugar más bello y más amable gracias a nosotras, pero ¿acaso la Iglesia nos lo reconoce?

– MÍ querida prima, justamente la Iglesia venera a la Primera Dama, a la Madre Amantísima, a Nuestra Dama la Virgen María…

– Ah, sí…, menos mal que la Virgen María nos ampara-interviene Nyneve-. Decidme, fray Angélico, vos sin duda sois Doctor en Teología y sabéis mucho… ¿Desde cuándo se venera a Nuestra Santa Madre?

– ¿Cómo que desde cuándo? Desde siempre, desde que trajo al mundo a Nuestro Señor.

– Naturalmente, sí, naturalmente… Pero ¿no es verdad que la Santísima Virgen apenas ocupaba antes lugar en los cultos? ¿No es cierto que ha sido justamente en los últimos tiempos cuando se ha reconocido oficialmente su preeminencia, y cuando han empezado a construirse las nuevas y hermosas catedrales consagradas a Nuestra Dama?

Los hermosos ojos del fraile relampaguean.

– Es verdad que los últimos concilios han tratado de manera especial la figura de la Virgen María… Pero ¿qué queréis indicar con esto, mi obcecado Nyne? ¿Acaso sugerís que la Santa Iglesia está promoviendo el culto de la Madre del Señor como respuesta a esa insensata y minúscula moda de los juegos cortesanos de las damas?

– No sugiero nada, fray Angélico. Sólo pienso que, como dice mi señora Dhuoda, los tiempos están cambiando, y los seres humanos empiezan a tener cierta valía por sí mismos, independientemente de su sexo y de su condición en el mundo: mirad a los hombres libres, a los burgueses…

– ¡Ah! Eso sí que no es un avance. Esos plebeyos que se creen con derechos… No son más que campesinos encerrados entre murallas -interviene apasionadamente la Duquesa.

Nyneve hace una cortés inclinación de cabeza hacia Dhuoda:

– No es mi deseo llevar la contraria a una anfitriona tan encantadora y tan magnánima… Pero, en fin, en cualquier caso coincidiréis conmigo, Duquesa, en que hoy las mujeres parecen ocupar posiciones de mayor rango.

– Y aunque fuera así, que por cierto no lo es -interviene fray Angélico-. Pero, aunque fuera tal como decís, y Nuestra Madre Iglesia estuviera intentando dar cabida en su amplio seno a esos nuevos sentimientos que aseguráis que tienen sus feligreses, ¿no sería esto algo bueno? ¿No sería la prueba de que la Iglesia está viva y se mueve con las necesidades de su rebaño? ¿Cómo podéis censurar a la Iglesia al mismo tiempo por estar anticuada y por cambiar demasiado?

– Es verdad eso que contáis de las mujeres, querido Nyne -tercia la Dama Blanca -. He oído hablar de esa nueva secta llamada de los tejedores…, dicen que los condes de Tolosa se han convertido a ella… Al parecer, aseguran que el infierno no existe y que tenemos derecho a ser felices. Y entre ellos, las mujeres tienen tanta preeminencia como los hombres. A lo mejor yo también me convierto.

El rostro de fray Angélico se crispa.

– Dhuoda, no sabes de lo que estás hablando… Esos tejedores o cátaros son unos seres endemoniados y muy peligrosos. Están organizando una verdadera Iglesia paralela, la Iglesia del Diablo, porque sostienen que Dios y el Diablo poseen el mismo poder. Tienen el alma tan sombría como sus ropas, pues siempre visten de negro. No juegues con las ideas heréticas, prima mía, pecas de ligereza. Porque sé bien que sólo es un juego para ti. Tú nunca te aliarías con los cátaros.

– ¿Ah no? ¿Y por qué no? -dice Dhuoda, retadora.

– Porque tú siempre estás con el poder. Tú eres el poder. Y ellos van a perder.

La Dama Blanca se echa a reír.

– Ahí te doy la razón, primo. Sin duda nos conocemos bien. Pero basta ya de temas tristes y serios. Que pasen los acróbatas. Y que sirvan los postres.

Los criados aparecen con nuevas fuentes: barquillos de moras, frutos secos del Garona, confituras dulcísimas. Con ellos ha entrado un pequeño grupo de malabaristas y saltimbanquis. Arrojan al aire bolas pintadas con purpurina de oro y hacen maravillosas contorsiones sin que las esferas se les caigan al suelo. A la luz de las antorchas, el efecto es fantástico: las bolas echan chispas en la penumbra y parecen flotar o volar por sí solas. Cuando acaba el número, uno de los acróbatas, el de mayor edad, coge una vihuela y se acerca a la mesa.

– Mi hermosa Señora, mis Señores, ruego vuestro permiso para contaros la historia más extraordinaria que jamás he escuchado, Se trata de la historia del Rey Transparente.

Nyneve, a mi lado, da un respingo.

– Sucedió hace muchos años en un reino lejano. Era un reino más o menos feliz, tan dichoso como pueda serlo el incierto destino de los humanos. Cuando menos, llevaban tantos años de paz que no recordaban ninguna guerra, y eran gobernados por un rey tranquilo, hijo, nieto y bisnieto de otros reyes tranquilos que lograron morir de viejos y en el lecho. Pero nuestro monarca tenía un problema, y era que…

Nyneve está de pie: la miro extrañada, porque no sé si quiete decir algo, o interrumpir el relato, o arrojarse sobre el hombre. Súbitamente, un estruendo infernal explota en mis oídos. Me vuelvo hacía el acróbata, peto ya no está. Es decir, no está en pie, sino sepultado bajo la gran lámpara central de la sala, una corona de hierro donde se sujetan cuatro hachones. Todo el artefacto, más la pesada cadena que lo sustenta, se ha desplomado sobre el trovero. Sus compañeros gritan, lloran y se afanan, junto con los criados, en sacar el cuerpo destro2ado de debajo de la trampa metálica. Dhuoda está indignada.

– ¿Quién prendió esos hachones, quién ajustó la lámpara? ¡Qué servidumbre tan inútil!

Y, contemplando la carne rota y ensangrentada del acróbata, la Duquesa arruga con desagrado su blanca naricilla y remata:

– Bendito sea Dios, se nos podría haber caído encima a cualquiera. En fin, menos mal que no ha ocurrido nada.


El castillo de la Dama Blanca es un laberinto. Llevo meses aquí y aún no he conseguido Ilegal a la puerta de entrada. Ayer me di cuenta de que no sé cómo se sale. Se lo dije a Dhuoda mientras jugábamos al ajedrez.

– Me siento prisionero.

– ¿De veras? Creí que eras mi huésped bien amado y que estabas disfrutando de mi hospitalidad…

Es verdad. Los días se deslizan unos detrás de otros fácil y felizmente, espléndidos días sin hambre, sin frío, sin trabajos, días carentes de pasado, como si todo formara parte de un hermoso sueño. Este es un lugar mágico que te hace olvidar que antes has sido otra: cuan rápido se acostumbra una a la abundancia. Deambulo a mi aire por las salas, por los salones y los pasadizos de la ciudadela, y a veces me acompaña alguno de los perros de la Duquesa. Tiene muchos, tal vez medía docena, todos de pelaje blanco como la nieve. Son perros refinados y de gustos nobles, y viven una vida mucho más opulenta de la que jamás viví yo, cuando era Leola la campesina; o de la que vivieron mis padres, o los padres de los padres de mis padres.

– Tenéis razón, mi Dama, y no quisiera parecer desagradecido… Estoy disfrutando mucho de mi estancia aquí. Lo que sucede es que me he dado cuenta de que no sé salir.

– No te preocupes, Leo… Si desearas marcharte de verdad, encontrarías la puerta…

Debe de ser cierto: no quiero marcharme. El castillo es un mundo en sí mismo, el mejor mundo que jamás he conocido. Posee patio de armas, explanadas de entrenamiento y juegos, jardines interiores. Cada zona del castillo muestra un color determinado en las enseñas y las tapicerías. Los pajes adscritos a cada sector llevan un jubón de la misma tonalidad, y sólo conocen bien el fragmento de la fortaleza que les corresponde. Para ir desde el aposento donde dormimos Nyneve y yo, en lo alto de una estrecha torre redonda, a la biblioteca, hay que pasar tres demarcaciones, y los pajes que te guían te van entregando en la frontera de cada zona al paje siguiente. He intentado recorrer el castillo por mí misma, pero siempre me pierdo. Cuando creo que voy a llegar al gran patio de armas, doy con un pequeño y recoleto jardincillo en el que nunca había estado; y cuando pienso que estoy subiendo las escaleras que llevan a mi cuarto, termino en una almena sin salida. Los sirvientes me han contado que esta fantasía, esta extravagancia pétrea, es obra del abuelo de Puño de Hierro, un hombre viejo y poderoso que se enamoró de una chiquilla de doce años y construyó este castillo para que la niña no supiera cómo escaparse. Una vez terminada la edificación, el maestro constructor que la había diseñado fue decapitado: de ese modo silenciaba el secreto de sus planos para siempre.

Todas las mañanas me entreno y recupero forma en el patio de armas. A veces combato contra sir Wolf, a veces contra el capitán de la guardia de la Duquesa Blanca. Luego me escondo en algún rincón de los jardines y disfruto de los libros de Dhuoda. Con Nyneve he leído El Libro de los Monstruos, un compendio de la obra latina de un tal Plinio, que es un sabio del tiempo antiguo, traducido a nuestra lengua. Es un libro increíble en el que cabe el mundo. Por él me he enterado de que hay confines remotos en los que existen hombres con una sola pierna, y con el pie tan grande que lo usan para taparse el sol. Y también hay seres que carecen de boca, y que se alimentan oliendo la comida. Nunca pensé que la Tierra fuera un lugar con tantas maravillas.

– No deberías creerte todo lo que lees -me aconseja Nyneve.

– ¡Pero si tú me has dicho que el saber está en los libros!

– Sí, pero ni siquiera el saber es del todo fiable… Hay que aprender a distinguir.

Pero a Plinio le creo. Cuenta que al Norte de todo está un lugar muy parecido al Paraíso. Me he aprendido sus palabras de memoria: «Se cree que allá se encuentran los goznes del mundo. Es una zona templada de agradable temperatura, exenta de todo tipo de viento nocivo. Toda discordia y sufrimiento son desconocidos para sus pobladores. La muerte no les sobreviene sino por estar hartos de vivir». Él dice que ésa es la tierra de los hiperbóreos, pero un lugar cálido y eterno en el Norte frío, ¿qué otra cosa puede ser, sino Avalon? La isla de la que hablaba mi Jacques, el lugar de la dulzura y la belleza, existe en algún lugar y nos espera. Y también dice Plinio: «Dios significa para un mortal ayudar a otro mortal, y ése es el camino para la gloria eterna». Y este Dios me gusta, le comprendo. Es mejor que el Dios del santo Job, como decía la Duquesa el otro día. Todos estos libros, lo noto, me están cambiando por dentro. Yo no podía imaginarme que esto de leer era como vivir.

También he leído, por mí sola, El Caballero de la Carreta, de Chrétien de Troyes, una obra maravillosa que cuenta las aventuras de la hermosa reina Ginebra y del gentil Lanzarote. Y lo que más me emociona es que Dhuoda asegura conocer personalmente al gran Chrétien:

– Vive en la corte de la reina Leonor. Iremos a Poitiers para el Gran Torneo y te lo presentaré.

A veces pienso que la Dama Blanca me promete estos viajes para aliviar mi encierro. Porque soy feliz, pero siento crecer en mi interior una extraña inquietud, como un huevecillo que va gestando su pollo. La primavera explota en los jardines del castillo y me hace hervir la sangre. No quiero irme y al mismo tiempo tampoco quiero quedarme.

– Es la incapacidad de los humanos para ser dichosos -suspira Nyneve cuando se lo explico-. No te preocupes, Leo, pronto partiremos. Y luego pasarás coda tu vida añorando estos días.

En mis primeras semanas de vagabundeo por el castillo, a veces me cruzaba con sir Wolf. Que siempre estaba triste, inmensamente triste. Alicaído como un viejo bridón olvidado en la cuadra. Sir Wolf ama a la Duquesa, que es su Dama, con un amor desesperado e imposible. Dhuoda es virgen y ha jurado no conocer jamás varón. Cómo se puede ser al mismo tiempo viuda y virgen es algo que no termino de entender, pero la doncellez de la Duque sa es al parecer un hecho famoso en toda la comarca. Por eso viste siempre de blanco, para proclamar su estricta pureza. Y por eso sir Wolf penaba tanto. Pero ahora, con la llegada de la primavera, el caballero parece haberse recuperado. Ahora estira los hombros, como liberado de un yugo de castigo, y sus acuchillados ojos de gavilán centellean de viveza. Sé lo que le sucede: Nyneve ha vuelto a dejarme sola por las noches.

– Pero, Nyneve, ahora sir Wolf sabe que tú eres mujer, y probablemente imaginará que yo también lo soy. Con tu aventura nos estás poniendo a las dos en peligro.

– No te apures, es un verdadero caballero y no dirá nada… Y, además, por si acaso, le he cubierto con un conjuro de silencio, para estar seguras.

Ahora sir Wolf sigue amando a su blanca Dama con ese amor divino que Lanzarote mostraba por Ginebra en El Caballero de la Carreta; pero el amor terrenal lo vive con Nyneve la pelirroja, cuyo cuerpo está cubierto de colores desde la cabeza hasta los pies. Y yo, para mi desgracia tan virgen como Dhuoda, envidio y ansío el sudoroso enrojecimiento de la carne.


Enderezo el cuello y todos mis sentidos entran en alerta: aún no sé cuál ha sido la causa de la alarma, pero mi cuerpo bien entrenado ya se ha puesto en tensión. Aguzo las orejas y ahora percibo algo: roces apagados a mi espalda, como de alguien que intentara acercarse sin ser advertido. Miro hacia atrás, pero no noto nada extraño. Estoy en un banco de piedra, en el corredor abierto que da al pequeño jardín del pozo y los naranjos. Atardece rápidamente y la galería es un remanso de sombras. Cierro el libro que estaba terminando de leer con las últimas briznas de la luz menguante y me pongo de pie. Una risa sofocada se escucha muy cerca. Vuelvo a escudriñar alrededor: no se ve a nadie.

– ¿Quién anda ahí?

Silencio. Pero ahora se oye una vez más, justo a mi lado, el siseo de las ropas y los pasos. Parece cosa de magia y, si lo es, desde luego no se trata de magia blanca. La risita cascada rebota sobre las piedras grises del corredor. Es una risa burlona, un ruido maligno. En la esquina opuesta del jardín todavía queda una porción de sol, un pedacito de mundo muy verde y muy brillante. El rumor de la presencia cercana e invisible es como el sonido sinuoso que debía de producir la serpiente en el Paraíso. Un miedo irracional empieza a pesarme en los brazos, en las piernas, en mis músculos endurecidos por la inquietud. No estoy armada y lo lamento. Echo de menos mi espada, o siquiera el cuchillo. Aunque los hierros nada pueden contra los espíritus.

– ¡Por Cristo, Nuestro Salvador! ¿Quién anda ahí?

De nuevo un silencio de tumba. Ni siquiera los pájaros cantan, y eso es un mal presagio. Giro sobre mí misma contemplando la vacía galería. De pronto, el horror me petrifica: una hoja cortante araña mi cuello con su frío filo. No puede ser, no entiendo. Hace un instante no había nadie a mis espaldas y ahora tengo un puñal pegado a mi garganta. Me quedo muy quieta. Detrás de mí, el asaltante tampoco se mueve, tampoco dice nada. El hierro se aprieta un poco más contra mi carne; siento que el filo rasguña la piel. Entonces me decido; echo repentinamente el cuerpo hacia atrás e intento golpear el rostro de mi agresor con mi cabeza. Apenas le rozo porque es más bajo que yo, pero mi movimiento le desconcierta y afloja la presión del arma. Sujeto su muñeca con mi mano; él suelta el cuchillo, que cae al suelo con tintineo metálico, se zafa de un tirón y se escabulle. Me giro a tiempo de verle desaparecer por una puerta secreta que hay abierta en el muro, junto al banco de piedra: una figura imprecisa envuelta en una larga capa negra con capucha. Salgo detrás de él, pero el agresor es muy rápido: se pierde por los vericuetos del corredor secreto, que es estrecho y oscuro. Yo también me introduzco sin pensar en el lóbrego túnel; al principio parece tan tenebroso como un pozo, pero enseguida empiezo a encontrar, de tanto en tanto, débiles lámparas de aceite que iluminan el lugar con un resplandor mortecino. Las mohosas paredes rezuman humedad y en el suelo hay tramos de escalones con los que tropiezo, pues resultan casi invisibles en la penumbra. Corro y corro durante no sé cuánto tiempo, entre la espesa piedra de los muros, respirando el aire rancio y estancado. De pronto se me ocurre que mí atacante puede estar esperándome en alguna de las revueltas del pasadizo, dispuesto a saltar sobre mí y degollarme. El vello se me encrespa sobre la nuca y pienso en el cuchillo que cayó al suelo: salí en persecución del asesino con tanta premura que no atiné a recogerlo. El miedo empieza a subir por mí interior como una marea fría; las piernas se me debilitan, corro menos. Pero al doblar una esquina atisbo a lo lejos al hombre embozado: empuja la pared y abre otra puerta. Además, también él ha perdido su puñal. Salgo detrás con renovadas fuerzas y me encuentro en una de las salas del castillo. Una sala que no reconozco, pero esto no es raro. La persecución prosigue: a veces sólo me guía el repiqueteo de los pasos de mí enemigo. Atravesamos salones, antesalas, patios, subimos por amplias escalinatas y bajamos por intrincadas escaleras de caracol. Todas estas dependencias de la fortaleza me parecen desconocidas y, lo que es más inquietante, en toda nuestra carrera no nos hemos encontrado a nadie: ni un paje, ni un soldado, ni un criado, ni un perro. El castillo, enorme y laberíntico, es igual que el de Dhuoda, pero podría ser otro, tan distinto y siniestro me parece en la creciente penumbra, rota de cuando en cuando por un hachón humeante.

A lo lejos, mi asaltante abre de un empellón una gran puerta labrada, y sus hojas retumban en el silencio cuando se cierran. Llego sin aliento hasta el dintel y me detengo con la mano apoyada en la falleba. No sé si abrir. No sé si seguir. Intuyo que si cruzo el umbral puedo descubrir cosas que tal vez hubiera preferido no saber. Miro a mi alrededor: la galería oscura y desierta, los ventanales empotrados en el ancho muro, la noche temprana apretándose contra los vidrios como una gasa fúnebre. Ignoro dónde estoy. Ignoro por qué y por quién he sido atacada. Hay ignorancias que matan. Si no llego hasta el final, quedaré atrapada en el peligro, a merced de nuevas agresiones.

Giro la falleba con cuidado y empujo la puerta lentamente. Una antesala vacía y, luego, un gran cuarto. Una cama enorme y abultada como un carro de heno ocupa el centro de la estancia. Colgaduras de seda caen desde lo alto del dosel cubriendo parte del lecho. Parpadeo, encandilada por la luz. Docenas de finas velas blancas, ricas velas de cera, iluminan la estancia con su aliento dorado. Arcones, abigarrados tapices, una mesa. Es una alcoba digna de un rey. Aunque yo nunca he conocido a ningún rey e ignoro cómo son sus aposentos privados. El vivo resplandor de las candelas me permite observar que no hay otra salida, aunque mi agresor puede haber utilizado nuevamente una puerta secreta. Pero algo me dice que no me encuentro sola, que aunque no lo vea él aún está aquí. El aire me pesa sobre los hombros, me cuesta respirar, estoy mareada. Sólo puede haberse escondido detrás de las colgaduras del dosel. Busco desesperadamente a mi alrededor y cojo un renegrido hierro de atizar el fuego que descansa junto a la chimenea apagada. Con él en el puño, me aproximo muy despacio a la cama. Ya estoy cerca. Muy cerca. Me parece distinguir el bulto oscuro al otro lado de las sedas vaporosas. Me parece escuchar su respiración. Levanto el atizador y, con la otra mano, corro los cortinajes de un tirón. Aquí está. Sentado sobre el lecho, envuelto en sus ropajes negros, con la encapuchada cabeza inclinada sobre el pecho. Perfectamente quieto. Un espasmo de vértigo pasa por mi cabeza como las ondas pasan sobre las aguas lisas tras haber arrojado un guijarro a un estanque. Durante un instante de estupor me parece encontrarme en la mitad de un sueño. Pero aprieto el hierro en mi mano y es duro y es real.

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