Y, en efecto, se pone en pie y se va. Con la moneda de oro aún apretada dentro del puño, me vuelvo hacia mi amiga:

– Nyneve…

Me contengo y no añado más. Aunque podría. Nyneve alza la palma de las manos en un gesto apaciguador:

– De acuerdo, quizá me he excedido…

Me levanto y abandono la sala. Qué impertinente es Nyneve a veces. ¿Por qué ha tenido que discutir con el alquimista? En cuanto a él, qué susceptibilidad tan extremada. ¿Qué necesidad tenía de marcharse? El malhumor y la decepción han llenado mi cuerpo de un inquieto hormigueo. Quisiera correr, gritar, luchar, sacar toda esta tensión fuera de mí. Salgo de la posada y la noche está blanquecina y sucia, embebida de niebla. Escucho tronar el pequeño arroyo que corre a las espaldas de la posada. Agarro uno de los hachones de la puerta y me dirijo hacia allí, a tientas, dando resbalones en la hierba mojada, dejándome guiar por el canto del agua, Al fin llego al riachuelo: aparece entre la bruma y se pierde en ella, y ni siquiera puede verse la otra orilla. Hace bastante frío, pero decido bañarme: creo que el agua helada serenará mi fiebre. Coloco la antorcha entre unas piedras, me desnudo con premura y entro en la corriente. El agua sólo cubre un palmo por encima del tobillo, y está tan gélida que los pies duelen. Me agacho y, usando el cuenco de mis manos, salpico todo mi cuerpo. Casi grito. No lo soporto más: salgo a toda prisa y me dirijo a mis ropas, Estoy recogiendo las calzas cuando siento una presencia a mi espalda. Una mirada. Se me erizan los vellos de la nuca. Todavía desnuda, cojo la espada y me vuelvo. Mis ojos se estrellan en el ciego velo de la niebla. No veo nada. El miedo me hace jadear. De pronto, entre la bruma, me parece distinguir el impreciso contorno de un rostro. El rostro de Gastón. Doy un paso hacia delante y la cara se difumina: es una rama. Me quedo quieta y en alerta durante algún tiempo, pero no advierto nada raro. Vuelvo a vestirme. Ahora el cuerpo me hormiguea con un calor gozoso, como si estuviera despertando tras un sueño de siglos. Si de verdad era Gastón, el alquimista al menos ha conseguido una transmutación: ha trocado un hombre de hierro en una doncella.


Mi corazón está tan oscuro y aterido como el día. Hemos vuelto a amanecer bajo la niebla y no he conseguido ver más al alquimista. Ayer nos alojaron en una alcoba distinta, mucho más grande, con cuatro lechos repletos de durmientes, y ninguno de ellos era Gastón. A media noche liego un viajero tardío con quien tuvimos que compartir el jergón; no paró de dar vueltas y de toser. He dormido muy mal. Además, estoy irritada con Nyneve y apenas nos hablamos. Estamos terminando de preparar los caballos con las manos entumecidas por la humedad y el frío. Tiro de las cinchas y los dedos me duelen. También me duele el esqueleto todo, porque este relente interminable se te mete en el meollo de los huesos. Tengo miedo de que la bruma no levante ¡amas. De que las cosas se hayan borrado para siempre.

Un momento, ¡un momento! Mi cuerpo se tensa y un sudor helado me inunda la nuca: creo que acabo de ver al matón de los dientes de cabra, al bellaco que insultó a Nyneve ayer por la mañana. Acabamos de salir del establo y, por un instante, me ha parecido reconocer al bribón, borrosamente, entre los plomizos velos de la neblina. Si era él, estaba apostado junto a la puerta del establo, como si estuviera espiándonos. Pero ahora no hay nadie.

– ¿Qué haces? -me pregunta Nyneve, ya a lomos de Alado, extrañada de verme husmear por los alrededores de la cuadra.

– Nada. Esta maldita niebla, que te hace ver visiones.

Monto en Fuego y emprendemos el viaje. Prefiero no decirle nada, porque lo más probable es que me haya equivocado: el hombre no estaba anoche en la posada, o al menos no lo vimos, ni a él ni a sus secuaces. Pero un remusguillo de inquietud me retuerce las tripas. Ese perfil maligno entre la bruma. Esa actitud de alimaña al acecho. De pronto se me ocurre que quizá fuera él, y no Gastón, quien me vigilaba a hurtadillas mientras me bañaba en el río. Es un pensamiento repugnante. Pero no, no puede ser, no hay ningún rufián: son todo figuraciones mías. Este mundo sin luz, sin forma y sin color me está volviendo loca.

Avanzamos aún más despacio que ayer. Nyneve desciende de cuando en cuando del caballo, para verificar nuestros pasos. Le dejo hacer con una desgana tal que, si lo pienso bien, casi me asusta. Pero no lo pienso bien; a decir verdad, apenas pienso. La niebla me entumece el cuerpo y me vacía la cabeza. El tiempo transcurre sin sentir dentro de este embrutecimiento ciego y mudo. Hace algunos años, en un paso de montaña, tuvimos que dormir una noche al raso bajo una nevada. El frío se nos metió en los huesos y nos heló la sangre; y cuando la escarcha me llegó al corazón, supe que iba a morir y no me importó. Ese mismo desinterés es el que siento ahora: ese pecado de abulia contra el don de la vida. Aquella noche, en las montañas, nos salvó Nyneve. Había muerto congelado uno de los caballos, el viejo bridón que obtuve en el torneo, y Nyneve le abrió el vientre y nos metimos dentro, calentándonos con sus visceras y su pobre sangre. Pero ahora ni siquiera puedo recordar el vivo color rojo de aquella caverna salvadora: mi memoria está impregnada por el gris de la bruma.

Cabalgamos sin parar, aunque parece que no nos movemos. Tal vez nos hayamos metido en el mundo de las ánimas, sin haberlo advertido. Que la Virgen nos ampare: de tanto andar por los caminos, tai vez hayamos cruzado, sin saberlo, las puertas invisibles y malditas que conducen al territorio de los muertos. Puede que estemos condenadas a vagar para siempre jamás por esta desolación sin forma y sin color.

– Si quieres que te diga la verdad, Leo, creo que estoy empezando a hartarme de esta vida vagabunda -dice Nyneve, como si me hubiera leído el pensamiento.

¿Y ahora qué sucede? De pronto, los caballos se han detenido y se niegan a avanzar, por más que arrimemos los talones a sus flancos.

– Mejor desmontamos -dice Nyneve-. Quizá nos estén intentando avisar de algún peligro. Sé de más de un pobre desgraciado que se ha despeñado en plena niebla. Sin embargo, no parece que delante de nosotras se abra ningún abismo. De todas formas continuamos a píe, llevando a los animales de las bridas. Estamos atravesando lo que debe de ser una especie de bosque: a ambos lados de la vereda, robles y nogales se pierden en la niebla como un ejército fantasma. Los caballos cabecean y hacen girar sus grandes ojos asustados. Fuego me golpea el hombro con su hocico: ¿por qué seguimos avanzando en esta negra noche blanca?, me pregunta. Yo tampoco lo sé. Le acaricio la testuz y la tiene empapada. Es un agua insidiosa que se mete dentro de las venas.

Un siseo veloz junto a mi cara. Un pájaro plateado que me roza. Un golpe seco en la madera del árbol más cercano. Miro el tronco y lo veo: un cuchillo recién hincado y todavía vibrante.

– Nos atacan -susurro a Nyneve mientras desenvaino la espada.

Mi amiga también saca su puñal, aunque no es demasiado ducha combatiendo cuerpo a cuerpo. Pero sus certeras flechas no sirven de nada con esta bruma. Nos quedamos quietas, esforzándonos en descubrir al enemigo. No llevo puesto ni el almófar ni el yelmo, y lo lamento. Miro con ahínco la muralla gris que nos rodea, y los ojos me duelen de intentar traspasar las veladuras. Oigo roces. Chasquidos. Un pisar cauteloso alrededor. Ahora veo algo…, una sombra a mi derecha que vuelve a ser engullida por la bruma. ¡Y ahora me parece atisbar un fugaz movimiento por la izquierda! Doy vueltas sobre mí misma con la espada en la mano. No poder ver me angustia. -¡Cuidado! -grita Nyneve. Pero, antes de escuchar su voz, yo ya había presentido que el ataque llegaba: quizá oí un rumor, o advertí el movimiento del aire a mis espaldas. Percibo que algo roza mi cuello, pero doy un salto hacia un lado y al mismo tiempo me giro; y al volver a poner los pies en el suelo me inclino hacía delante e impulso el mandoble con toda la inercia de mi peso. Lo hago a ciegas, io hago sin pensar, lo hago con todo lo que sé como guerrero en la mejor estocada de mi vida. La hoja encuentra un cuerpo y se hunde en él. El hierro atraviesa a mi atacante. Veo su rostro muy cerca del mío, sus ojos desorbitados, un borbotón de sangre que le sube a la boca. Luego se desploma, arrancándome la espada de las manos. Recupero mi arma de un tirón y vuelvo a ponerme en guardia. Se oyen silbidos, palabras ininteligibles, pasos apresurados que se alejan. Permanecemos en estado de alerta durante un buen rato, pero parece que la confrontación ha terminado. Me acerco cautelosamente al cuerpo caído: es el rufián de los dientes caprinos y está muerto. En mis muchos años de combates he tajado y he herido, y he debido de arrebatar alguna vida. Pero este malhechor se ha dado tanta prisa en fallecer que se ha convertido en mi primer muerto inmediato e indudable. Mío y sólo mío, con su boca abierta para exhalar un grito que no llegó a salir y sus ojos vidriosos.

Intento limpiar la sangre de la espada contra el tronco de un árbol, con puñados de tierra, con manojos de hojas.

– Creo que yo también estoy harta de todo esto -resoplo.

Nyneve se ha acercado a observar el cadáver. Se estremece al reconocerlo y suspira hondo:

– Cálmate, Leo… Bien muerto está, te lo aseguro. Y ven, déjame ver, tienes sangre en el cuello.

¿Sangre? ¿De quién? Los dedos de Nyneve recorren mi piel.

– No es más que un rasguño, pero podría haberte degollado… No sé cómo has conseguido librarte, a decir verdad. Has estado muy bien. Increíblemente atinada y rápida.

Ahora veo que en la mano del muerto brilla un largo cuchillo. Y aún hay otros más, cuidadosamente dispuestos en el cinto. Siento un escalofrío.

– No soporto esta niebla por más tiempo, Nyneve.

Un redoblar de cascos me hace ponerme en guardia nuevamente. Miro alrededor, casi con pánico. De pronto, un caballo blanco se transparenta por un instante, poderoso y veloz, entre las brumas. No lleva silla ni correaje alguno y la niebla se enreda en sus crines flotantes. Aparece y desaparece en la grisura como un latido de luz y de belleza.

– ¿Qué era eso? -pregunto, sin aliento.

– Un caballo.

– Pero tenía… Me ha parecido verle como una especie de cuerno en la testuz…

– ¿De veras? -Nyneve me mira con interés-. Yo sólo he visto un vulgar caballo. Pero si tú has creído ver un unicornio, por algo será… Es el símbolo de la pureza.

¿De la pureza? ¿Justamente cuando acabo de matar a mi muerto? No es que no se haya ganado su fin ese bribón, pero aun así siento que su sangre me ha manchado. Y ni siquiera vamos a darle cristiana sepultura, porque cavar una tumba sin las herramientas adecuadas nos llevaría demasiado tiempo, y no resulta sensato quedarse por aquí al albur de una nueva emboscada… De manera que lo dejamos donde ha caído, cubierto con unas cuantas ramas pero expuesto a las inclemencias del tiempo y a las alimañas. Si de verdad era un unicornio lo que he visto, debía de estar huyendo de mí.

Hemos retomado el camino y avanzamos sin hablar y arrastrando los pies, llevando a los caballos de las bridas. Andamos durante mucho tiempo a través de este mundo envuelto en un sudario. Siento el cuerpo fatigado, la cabeza vacía. Siento el deseo de no ser quien soy.

– Creo que hemos regresado a la posada -dice Nyneve.

Es verdad. Aquí estamos de nuevo: el cruce de caminos, la gran mole sólida de la casa de piedra y argamasa emergiendo espectralmente de la niebla. Debería inquietarme, pero un pequeño y loco regocijo se enciende dentro de mí, una pequeña luz dentro de esta tierra de perpetuas sombras. Tengo la intuición de que voy a volver a ver al alquimista, y ésa es una esperanza suficiente.

Vamos directamente al establo a dejar los caballos, que resoplan aliviados. El mozo de la cuadra no está: hoy hemos regresado más temprano que ayer. Desensillamos a los animales y les ponemos paja en el pesebre. Dentro del establo, en un cabo de esparto, hay tendida ropa a secar, a resguardo de la húmeda bruma. Son vestimentas de mujer.

– ¿Necesitáis ayuda?

Es la sirvienta de la cara quemada, que acaba de aparecer en la puerta del cobertizo. De nuevo me parece advertir que su cicatriz tiene una forma extraña, que ha habido un corrimiento de costurones y pellejos, una variación en el contorno de la vieja herida, pero estoy tan excitada que no me detengo a pensar en ello.

– ¿Son tuyas estas ropas? -le pregunto.

Nyneve me mira.

– Sí, mi Señor. ¿Os molestan? Las retiro ahora mismo. Están casi secas.

– No, no es eso. ¿Cómo te llamas?

La muchacha clava en mí la mirada recelosa de su ojo sano.

– Tonea, Señor. Pero todo el mundo me conoce por la Ardida -dice al fin.

– Tonea, quiero comprarte este vestido.

– No, necesitaremos dos -interviene Nyneve-. ¿Tienes ropas mejores? Trae tus vestimentas de fiesta y yo me quedo con éste. Te pagaremos bien.

La Ardida frunce ligeramente el ceño, pero en su expresión, que sólo trasluce cálculo e interés monetario, no hay sorpresa ninguna: cuántas cosas ha debido de ver ese único ojo.

– Tengo una bonita blusa blanca, una jaqueta y una falda de lino. Ahora os las traigo.

La posadera se va y yo me vuelvo hacia Nyneve: a pesar de todos ¡os años que llevamos juntas me sigue asombrando.

– Si apareces vestida de mujer y yo sigo siendo el mismo escudero, cualquiera que nos haya visto en los días anteriores puede reconocernos. Será mejor evitar ese riesgo -explica mi amiga.

– Pero ¿cómo has sabido que…?

– Potr favor, mi Leo… Ya sé que te has prendado de! guapo charlatán. Pero lo más probable es que él no

– No es un charlatán. Ya viste la moneda de oro.

Nyneve se ríe.

__Sí, claro, el oro filosófico. ¿Llevas ahí la moneda? ¿Por qué no la miras?

Busco la pieza en mi faltriquera. La saco… y es de plomo. No puede ser: la niebla ha debido de devorar también su brillo y su color. La escudriño de cerca. Sigo sin ver el oro.

– MÍ querida Leo, el oro filosófico es uno de los trucos más viejos que existen…, ¡incluso el bribón de Myrddin lo hacía mejor! El aspecto dorado sólo dura un tiempo. Un breve tiempo. Lo mismo que el atractivo de la belleza.

– ¿De qué hablas?

– De tu debilidad por los hombres hermosos, mi Leo… -ríe mi amiga.

Su atrevimiento me encrespa. Desde luego, a ella le dan lo mismo feos que hermosos: sus piernas se abren con igual ligereza. El regreso de la Ardida me impide decir nada. La muchacha trae una brazada de ropa y acepta con satisfacción el generoso pago que le damos.

– Si ahora vais a ser mujeres, mi Señor…, mi Señora, tendré que buscaros un acomodo distinto para pasar la noche. Eso también os costará más.

Depositamos más monedas en su mano ávida.

– Ya me las ingeniaré -dice la Ardida, y abandona el establo canturreando.

Nyneve y yo nos escondemos en el fondo de la cuadra y nos cambiamos de ropa. El áspero vestido de labor que se pone mi amiga le queda muy largo: ha de doblar las mangas y remeterse la saya en la cintura. En cuanto a- mí, tengo la suerte de que la muchacha sea tan alta como yo, cosa poco habitual, pero, aunque he quitado las vendas que oprimen y esconden mis pechos, ella tiene unos senos mucho más abundantes que los míos. La blusa es bastante fina y bonita y el traje, de color verde oscuro, lleva cordones de cuero que ajustan el corpiño; apretándolos mucho, disimulo la holgura del escote. Nos lavamos en el abrevadero, peinamos nuestros cabellos hacia atrás y ocultamos la cortedad de nuestras melenas con unos bonetes que la sirvienta también nos ha traído. Lo peor es el color de nuestros rostros, curados por las ventiscas y los soles de los caminos. Nos empolvamos la cara con un poco de la harina fina que llevamos entre nuestras provisiones, para intentar aclararnos la tez. Con sus fuertes hombros y toda la ropa remetida en la cintura, Nyneve ofrece un aspecto bastante rollizo, pero, por lo demás, parece verdaderamente una mujer. Pero qué digo: es una mujer, cómo no va a parecerlo.

– Estás guapa -dice mi amiga-. Pero acuérdate de quitarte las espuelas.

Creo que me estoy ruborizando. Intento recordar las clases de Dhuoda: estirar la espalda, arquear el cuello, movimientos suaves, pasos cortos. La saya, con toda su tela sobrante, se me mete entre las piernas y me incomoda al andar. Hacemos un atado con nuestras ropas, la armadura y las armas y lo escondemos todo debajo del pesebre de nuestros caballos. Si alguien intenta acercarse, tendrá que arrostrar las coces de Fuego, que no permite proximidades con los extraños.

– Quedémonos con los puñales. Por si acaso -dice Nyneve.

Nuestros cintos viriles tienen poco que ver con las escarcelas femeninas, pero los disimulamos entre los pliegues de la ropa. Siento una alegría irrefrenable, un aturdimiento semejante a la embriaguez del vino. Nyneve suspira:

– Está bien. Vamos allá.

Cruzamos la espesa niebla en dirección a la posada y entramos en la gran sala, que ya está bastante llena. Todo el mundo calla al vernos aparecer. Es raro ser mujer, y aún más raro observar sus efectos. Atravesamos la estancia V nos sentamos en el rincón más apartado, lejos de la chimenea. Al poco rato las conversaciones vuelven a enhebrarse, peto seguimos siendo el centro de atención. Tonea viene y nos sirve la cena: simula a la perfección no conocernos. Veo a lo lejos al preboste Evervín y a otros comensales de los días anteriores, pero Gastón no está. La ansiedad me impide probar bocado. Hoy se percibe un ambiente extraño: hay mucho más ruido, risotadas, grandes voces, una especie de tensión en el ambiente. Se lo comento a Nyneve.

– Es por nosotras, Leo. Los hombres son así.

¿Por nosotras? No lo entiendo. La Ardida viene y va con grandes jarras de cerveza y de vino. Todo el mundo semeja estar sediento: se diría que están bebiendo mucho más que en las otras noches. Y sucede otra cosa extraordinaria: cada vez que dirijo la vista hacia algún lugar, mis ojos chocan con los de algún hombre que me observa intensamente. Me incomodan esas miradas fijas que parecen querer decirme algo; bajo los ojos y ya casi no me atrevo a levantarlos.

– Tu Gastón no vendrá, pero terminaremos teniendo algún problema… -dice Nyneve.

No le contesto porque el alquimista acaba de entrar. La sangre se me agolpa en las orejas y me enciende la cara de rubor. Gastón echa una mirada por la sala y me descubre… pero deja resbalar sus ojos por encima de mí, como si no le interesara en absoluto, y se sienta en otra mesa. Pero cómo: ¿todos los varones de la posada están contemplándome y él no me presta ninguna atención? La humillación me deja sin palabras.

– Tranquila, no es más que una estrategia por su parte -dice Nyneve-. Míralo, ahora está brindando.

Es verdad: desde el otro lado de la estancia, Gastón ha levantado su jarra de cerveza y me saluda con una pequeña sonrisa. Con una sonrisa deliciosa.

Súbitamente, ya no puedo verle. Entre el alquimista y yo se ha interpuesto un hombre. Es uno de los que antes me miraba con más insistencia: lleva un peto de cuero despellejado y tiene aspecto de soldado de fortuna, un rudo hombre de armas sucio y muy borracho.

– Quítate de en medio -le ordeno, con mi altivo y fulminante tono de señor de Zarco.

Pero ahora no soy un caballero sino una doncella, y el tipo suelta una risotada que a medio camino se transforma en regüeldo. Se deja caer pesadamente en el banco, junto a mí.

– Antes dame un beso… -farfulla.

Y, alargando sus manazas, agarra mis hombros y me busca la boca. La sorpresa me paraliza: estoy acostumbrada al miedo y al respeto que impone la armadura. Pero cuando sus babosos labios rozan los míos recupero los reflejos: saco el puñal del cinto y le hinco ligeramente la punta bajo el mentón. El tipo chilla y se queda muy quieto. Una gota de sangre resbala por la hoja.

– Suéltame ahora mismo o te meto este hierro hasta los sesos.

El hombre deja caer los brazos. Me pongo de píe manteniendo el cuchillo apretado bajo la barbilla del soldado y paso torpemente por encima del banco, maldiciendo el barullo de faldas que obstaculiza mis piernas. Echo una ojeada alrededor: todo el mundo está paralizado y en silencio, disfrutando del espectáculo. Nyneve se ha levantado y está junto a mí, también con el puñal en la mano. Tonea y el posadero se acercan a toda prisa.

– No pasa nada. A mi amigo el soldado le voy a servir una cerveza gratis. Y las señoras ya tienen su aposento preparado. Ardida, acompáñalas -dice el posadero.

Bajo el puñal y libero al hombre, que me mira con expresión beoda y aturdida. Tonea nos empuja y salimos de la estancia sin detenernos; intento buscar con los ojos a Gastón, pero no lo encuentro. Hemos abandonado la posada y nos dirigimos hacia el establo entre la niebla. La Ar dida parece enfadada; camina a grandes pasos, bamboleando los dos fanales con bujías que cuelgan de sus manos.

– Os he dispuesto un lecho en el pajar. No había otra cosa. Pero estaréis solas y calientes -gruñe.

Subimos por una escala al altillo de la cuadra. Sobre las tablas se ve una especie de jergón informe y abultado. No parece una cama muy confortable, pero al menos, en efecto, no hace frío: el vaho de los animales que están bajo nosotras sube a través de las tablas mal encajadas. La muchacha nos da una de las velas y se apresta a marcharse. Pero antes se vuelve y nos mira. Un temblor de crispación recorre su pobre rostro lacerado:

– Es triste ser mujer -dice, con una amargura tal que sobrecoge.

Y desaparece ligera y silenciosa.

Nyneve se acuesta, pero yo estoy demasiado nerviosa para dormir. Bajo nuevamente del altillo y salgo a la noche blanca y ciega. Días de niebla, noches de frustración e insomnio. La humedad va mojando mis mejillas, helándome las manos, empapando mi escote desnudo de mujer. Tanta ropa nueva para qué. Para acabar peleando con un borracho. Por un instante se me pasa por la mente la imagen del rufián de los dientes de cabra. Su grito silencioso de muerto veloz. Sacudo la cabeza para alejar su figura angustiosa. Escucho, amortiguado por la bruma, el triste tañido de unas campanas. También sonaron ayer: son del monasterio de monjas cercano, y doblan para alejar la niebla de la comarca. Pero un momento. Un momento Entre tañido y tañido, me parece oír un rechinar de arenisca, un rozar de telas… Alguien está aquí. Alguien se me acerca por la espalda.

– ¡Eh, cuidado!

MÍ cuchillo apunta a su garganta. Y el corazón martillea sangre en mis oídos. Es Gastón.

– Te me has echado encima como un gato rabioso… -dice el alquimista.

– Pensé que era otra vez ese borracho. No deberías acercarte a nadie por la espalda tan sigilosamente.

– No venía con sigilo… Es la bruma, que se come los ruidos… Y el sonido de las campanas esas…

Le miro en silencio. Me gusta mirarle. Posee un rostro fino y pálido lleno de sombras. Aterciopeladas sombras bajo sus pestañas. Misteriosas sombras en las comisuras de sus labios. Mi mano izquierda sigue apoyada sobre el pecho del alquimista. Y en mi mano derecha aún está el puñal.

– ¿No podrías guardar esa hoja?

– Sí, claro…

Envaino el cuchillo con gesto forzado. Hierros que separan los cuerpos hermosos.

– Estas monjas son bastante inútiles… Por mucho que voltean sus campanas, no consiguen que la niebla se retire… Los benedictinos de Charleroi, sin embargo, son capaces de acabar con una tormenta de rayos y truenos con sólo un par de tañidos… -comenta Gastón.

Dicho lo cual, coloca sus manos sobre mis pechos. Y yo me rindo.


Volvemos hacia el Sureste, porque Gastón va camino de Albi, donde quiere proseguir sus estudios herméticos con Megeristo, que al parecer es un afamado maestro alquimista. He convencido a Nyneve de que lo acompañemos, pues, a fin de cuentas, ¿qué guía nuestros pasos, sino el azar? Y la Providencia Divina, naturalmente, cuyo designio siempre es tan difícil de desentrañar.

La Providencia ha hecho que la niebla haya desaparecido por completo. Hace un hermoso, fresco y soleado día de otoño, y el mundo está tan lleno de luz que se diría que la noche no existe. Gastón marcha a mi lado a lomos de Alegre, nuestro palafrén, pues él no posee ninguna cabalgadura. A decir verdad- apenas posee nada, aparte de su inteligencia y su hermosura: es casi tan pobre como un fraile mendicante. Pero le miro y mi cuerpo se convierte en agua, como la escarcha que el sol funde en las mañanas. Mis emociones y mis deseos son líquidos. Soy una lágrima de gozo.

Nyneve y yo vamos vestidas de hombre. Es más seguro, me siento más cómoda y, además, quiero buscar alguna encomienda que cumplir, pues desearía ayudar a Gastón con algo de dinero, para que pueda pagar a su maestro. Nyneve tuerce el gesto; sigue sin gustarle mi alquimista. Pero le soporta, porque me quiere. Supongo que, después de tantos años estando las dos solas, se siente un poco extraña ahora que somos tres.

Hace varios días que salimos de la posada. Vamos a buena marcha; sin querer, me descubro azuzando a mi bridón, como si con ello pudiera aguijonear las espaldas del tiempo. Ansío que el sol corra, que llegue la noche, que la jornada acabe; entonces empieza para mí la verdadera vida, en los calientes brazos de Gascón. Apenas duermo, pero me siento más despierta y descansada que nunca. Es un prodigio.

– Eh, ¿qué sucede? -exclama Nyneve.

Mis ensoñaciones me han distraído hasta el punto de perder la noción del entorno. Ahora, alertada por el grito de mi amiga, miro hacia delante y veo que en el campo, no lejos de nosotros, hay una decena de hombres de hierro a caballo, en formación de combate y con las espadas desnudas, que se lanzan al galope hacia nosotros. Se me erizan los vellos de la espalda. Tiro de las riendas de Fuego, descuelgo mi escudo y desenvaino; pero son tantos que nuestra única posibilidad está en la huida. Damos, pues, media vuelta, pero, para nuestro espanto, descubrimos que detrás de nosotros hay otro grupo semejante de guerreros a la carga. Estamos perdidos. Espoleo al bridón y salimos a toda velocidad hacia uno de los laterales, intentando escapar de los dos contingentes. A mis espaldas escucho sus voces, los alaridos de guerra con los que se alientan y enardecen… y ahora oigo el estruendo de los escudos al chocar, el chirrido de los espadones golpeando el hierro. ¿Cómo es posible? Miro por encima de mi hombro: los dos grupos de caballeros están combatiendo entre sí. De manera que no tenían nada que ver con nosotros: simplemente nos encontrábamos en medio de su guerra.

Desde el camino, contemplamos cómo se pelean. Gritan estentóreamente y hacen mucho ruido, pero no parece una batalla muy feroz. Tiene algo de ritualizado, algo de pasos contados, casi como una danza. Al cabo, la mitad de los guerreros vuelven grupas y huyen. Los otros les persiguen.

– Vamos a ver adonde van…

Galopamos tras ellos a prudente distancia. Al poco tiempo llegamos a un pequeño castillo en el que el primer grupo de caballeros se introduce presuroso, mientras desde las almenas los arqueros comienzan a disparar a los perseguidores. Ahora son los guerreros atacantes quienes escapan, levantando los escudos sobre sus cabezas para protegerse de las flechas. Les vemos desaparecer en lontananza, mientras los castellanos terminan de alzar el puente levadizo para clausurar la puerta.

– La guerra siempre me abre el apetito -dice Gastón-. Vayamos al pueblo y almorcemos algo.

Se refiere a una localidad que asoma más adelante, colgada en las faldas de una colina. Retomamos el camino y arribamos al lugar poco después. Es una villa bastante grande, pero pobre y descuidada. Hay un par de posadas que, pese a su aspecto destartalado, están llenas a rebosar, hasta el punto de que nos cuesta encontrar un lugar donde sentarnos. Mientras comemos, le preguntamos a la posadera por los caballeros belicosos.

– Son el conde de Guiñes y el señor de Ardies… -contesta la greñuda mujer con un suspiro-. Son los dos nobles de la comarca y habitan en castillos vecinos y muy próximos. Pero sus linajes están enemistados desde tiempo inmemorial por alguna rencilla de la que nadie se acuerda. El caso es que están en guerra desde siempre. El abuelo de mi abuelo ya nació con la guerra de los Señores, de manera que deben de llevar por lo menos un siglo peleando. Todos los días salen a combatir, en verano y en invierno, con el sol achicharrante y con los hielos, y se persiguen los unos a los otros hasta las puertas de sus castillos. Sólo se quedan en casa los días de lluvia: es la tregua del agua. La guerra constante arruina los campos, empobrece la ciudad y dificulta los negocios. Todos en la comarca rezamos por que llueva, pero el Señor no nos escucha demasiado: ésta es una tierra árida y seca. Somos un pueblo desgraciado.

– Sin embargo, vuestra posada está llena, y también la de vuestro competidor…

A la mujeruca se le ilumina el semblante:

– Eso es un milagro… El milagro de San Caballero. Pero supongo que vos venís también a ver al Santo…

San Caballero… De manera que éste es el lugar donde apareció el hombre de hierro momificado del que hablaba el mercader.

– No, no venimos a eso… Pero nos gustaría verlo.

– Es un prodigio, la respuesta de Dios a nuestras plegarias. Ojalá este portento nos traiga el fin de la guerra. Está en una cueva en las afueras, saliendo por el sendero del río, pasado el molino. No tiene pérdida.

Acabado el almuerzo, y antes de marcharnos, decidirnos visitar al guerrero momificado. Seguimos las instrucciones de la mujer y encontramos con facilidad la senda junto al río, muy transitada por un hilo de gentes que vienen y van. Al cabo de cierto tiempo hay que abandonar la vereda y dirigirse hacia unas rocas por un camino recién abierto por la huella de numerosos píes. Al fin vemos la cueva, medio oculta por matorrales en una pared de piedra. En la boca, varios huleros venden sus mercancías. Desmontamos y entramos mezclados con la gente. Es una caverna bastante amplia, con el suelo arenoso. Un buen refugio. Está llena de velas encendidas; se escuchan cantos, rezos, exclamaciones de asombro. Vamos avanzando paso a paso a través de la muchedumbre que abarrota la gruta, hasta que al cabo llegamos a primera línea, junto al Santo, y lo vemos. Extendido encima de un repecho de roca natural que hace las veces de lecho, está el cadáver perfectamente momificado de un guerrero. La nariz afilada y cerúlea, los cabellos ralos y blanquecinos, las manos sarmentosas cruzadas sobre el pecho. Parpadeo atónita: es el señor de Ballaine, el viejo caballero que me auxilió en mis primeros días de soledad, el que me enseñó a engrasar la armadura. No me cabe ninguna duda: reconozco su perfil y la cota que viste. Reconozco a Sombra, su viejo bridón, también yerto a su lado.

– ¡Pierre! -exclama Nyneve junto a mí-. ¿Has visto quién es, Leo?

– ¿Y quién diantres es? -pregunta Gastón con voz irritada.

¿Por qué está molesto? A veces mi bello y dulce alquimista me sorprende con unos desabrimientos repentinos que no atino a entender. Tal vez le incomode que las dos conozcamos a San Caballero, que poseamos una información de la que él carece.

– Es el señor de Ballaine, un viejo guerrero a quien Leo y yo tuvimos el gusto de tratar, hace mucho tiempo, en diferentes épocas de nuestras vidas. Mira, todavía se le nota el golpe de la frente que yo le curé.

Es verdad. Su cabeza aún muestra la vieja herida, ese hueso hundido que tanto me impresionó cuando le conocí. Sin duda es el señor de Ballaine, aunque mi mente se resiste a creerlo. ¿Cuánto tiempo llevará muerto? Probablemente varios años. El frío seco de la cueva ha debido de proteger su carne de la corrupción. Observo que Sombra no está atado: seguramente el animal falleció antes que el caballero. Pobre señor de Ballaine; después de todo no alcanzó a morir en combate, como deseaba. Imagino sus últimos momentos en la cueva, a oscuras, completamente solo, sin poder valerse. Agonizando de debilidad y de vejez. Pero su rostro está en calma, su postura es serena, casi magnífica. Junto a nosotros, los fieles caen de hinojos y rezan con fervor. Hay lágrimas en los ojos de las buenas gentes y en la cueva se respira una emoción sagrada.

– Vaya con el viejo Píerre…, ésta es su mejor victoria -musita Nyneve.

Mi amiga tiene razón. El señor de Ballaíne estaría satisfecho, si se viera. En realidad ha logrado mucho más de lo que se proponía; él quería vivir su fin con dignidad y ha conseguido convertirse en un santo. En San Caballero. Sus hijos se morirían de envidia, si lo supieran. Seguro que intentarían recuperarle, porque un santo en la familia sirve de mucho.

– Mi Señor… Psssss, psssss… Eh, mi Señor…

Miro a mi alrededor, buscando el origen del penetrante susurro. Junto a mi codo, doblada la cerviz con servilismo untuoso, asoma la cabeza de un clérigo de edad indefinida. La frente huidiza, la nariz prominente, bigotes incoloros, ralos y tiesos, una completa ausencia de barbilla. Nunca antes había visto semejante apariencia de rata en un humano.

– ¿Es a mí?

– Sí, mi Señor. Con perdón, Señor. Sois extranjero en la comarca, ¿no es así? -En efecto.

– Entonces estoy seguro de que mí amo querrá veros. Y vos no lo sabéis aún, pero también querréis ver a mi amo. O sea, es decir: mi amo os propondrá algo muy provechoso para vos, os lo aseguro.

– No entiendo de qué me hablas.

– Sólo os ruego, os suplico que me acompañéis a ver a mi amo, mi Señor. Pero tenéis que ser muy discreto.

– ¿Y quién es tu amo?

– El muy grande y magnánimo señor de Ardres.


El gran y magnánimo señor de Ardres es un viejo mezquino de aspecto sucio e insignificante, y su castillo es un lugar desapacible y lóbrego.

– Los señores feudales son así, mi Leo… Tú hasta ahora has conocido la nobleza occitana, que es mucho más agradable. Pero por desgracia ésa es la excepción dentro de la norma… -dice Nyneve.

Malacostumbrada a la refinada compañía de las damas, al confortable castillo de Dhuoda, al espléndido palacio de Leonor, esta oscura morada y sus rudas rutinas me resultan entristecedoras y agobiantes. No hay jardines interiores, ni suficientes hachones encendidos en las horas oscuras. Los muros no están recubiertos con tapices, sino con despojos de animales, cabezas, cuernos, rabos y pezuñas, o bien con panoplias de armas, porque las dos grandes pasiones de los varones de este lugar parecen ser la guerra y la caza. En cuanto a la primera, ya está dicho que combaten todos y cada uno de los días contra los partidarios del conde de Guiñes; pero esas escaramuzas no parecen bastarles para saciar sus ansias de sangre y de violencia, porque, además, salen de cacería seis días a la semana. Y lo más curioso es que las partidas cinegéticas de uno y otro noble se respetan mutuamente cuando se encuentran en campo abierto, como si hubieran acordado una tregua.

El clérigo de sotana raída, hocico roedor y espinazo prominente se llama Mórbidus. Nos trajo al castillo al trote, esto es, nosotros al trote corto de nuestras cabalgaduras y él corriendo a toda velocidad un poco por delante, insospechadamente ágil y resistente sobre sus cortas piernas, más rata que nunca en su veloz desplazamiento por el campo. Además, impidió que intercambiáramos una sola palabra con los soldados y los caballeros de su amo.

– ¡Hay prisa, mis Señores! ¡Para luego las presentaciones! -decía, corto de aliento pero pomposo, mientras nos hacía desmontar y nos guiaba por el oscuro y rústico edificio hasta lo que hoy sé que es la sala principal, una pequeña estancia húmeda y sombría donde se encontraba el señor de Ardres, todo revestido con su armadura y derrumbado en un sillón junto a la chimenea. Recuerdo que pensé que se encontraba demasiado cerca del fuego y que el metal de su cota de malla debía de estar casi abrasando. Luego he sabido que el viejo Ardres lleva dentro de sí un frío eterno, el aliento helado del cercano sepulcro, y que nunca le parece estar lo suficientemente próximo al hogar.

Después de cerrar las puertas de la sala con misterioso sigilo, Mórbidus nos presentó a su amo y le explicó que éramos forasteros y que nos había encontrado en la cueva milagrosa de San Caballero.

– -¿Acabáis de llegar por primera vez a la región? -preguntó el viejo con voz débil y chirriante.

– Sí, Señor.

– ¿Y no os conoce nadie por aquí?

– No, Señor.

MÍ respuesta pareció animarle, aunque su aspecto siguió siendo mustio y ceniciento. El señor de Ardres ofrece una pobre estampa. Su vetusta armadura proviene sin duda de una era juvenil más musculosa, porque ahora baila holgadamente alrededor de su cuerpo esquelético. La malla de hierro está rota y herrumbrosa, y casi tan sucia como las desparejas barbas del guerrero, que suelen mostrar costras secas de alguna materia indiscernible, grumos de viejas sopas o veladuras de mocos. A veces, cuando le veo tan maltrecho y descuidado, pienso en el señor de Ballaine, que, en el momento en que le conocí, debía de tener la misma edad, si no más. Pero qué enorme diferencia media entre ellos. Ahora aprecio mejor, y admiro aún más, la impecable batalla de San Caballero contra las úlceras del tiempo.

El caso es que, una vez verificado nuestro anonimato en el lugar, el señor de Ardres me ofreció un trabajo. Por primera vez recibía una propuesta de un caballero, yo, un mísero y apestado Mercader de Sangre, lo que demuestra el ínfimo nivel del viejo Ardres y sobre todo su gran necesidad. Este anciano es un hombre triste que vive en la amargura del fin de su linaje, pues él es el último de su estirpe: sus dos hijos fallecieron de mozos y sin descendencia, con las espadas en la mano, en el transcurso de esta guerra eterna contra el conde de Guiñes. Ahora se encuentra enfermo y lleva cierto tiempo sin poder salir personalmente a batallar, cosa que el Conde, su enemigo, tomó como señal inequívoca de su cercana victoria. Guiñes estaba convencido de que iba a acabar con la casa de Ardres y con la guerra eterna. Y ahí es donde yo entro. El señor de Ardres me propuso que me hiciera pasar por su sobrino, llegado desde París para ponerme al frente del combate. Y que saliera cada día al campo de batalla dirigiendo al pequeño puñado de sus caballeros, para lo cual era menester que ellos también creyeran en mi falsa identidad, porque nunca se dejarían capitanear por un Mercader de Sangre como yo.

– Es sólo por un tiempo -farfulló Ardres-. Hasta que yo recobre la salud.

Nunca la recobrará, lo sé, pero, aun así, acepté la encomienda. No me gusta el señor de Ardres, ni vivir en este triste lugar, ni participar en esta guerra insensata. Pero el viejo guerrero paga bien, y ofreció facilitarle a Gastón un cuarto privado y los materiales necesarios para proseguir sus investigaciones herméticas. Cuando terminamos de acordar las condiciones, Mórbidus sacó unas tablillas de cera y se puso a tomar notas. Es el escribano del castillo, la única persona que sabe leer y escribir en toda la fortaleza, y está redactando la historia de la Casa de Ardres.

«Enterado de la pasajera dolencia de su pariente, el señor de Zarco, hijo de Emengunda, la muy querida hermana del señor de Ardres, corrió en ayuda de su amado tío. Y llegó al castillo en compañía de su escudero y de su sirviente, y ofreció su invicta y joven espada en apoyo de la causa del glorioso guerrero», garrapateó Mórbidus ese primer día.

– ¡Pero todo eso es mentira! -se indignó Gastórf, mortificado por haber sido descrito como sirviente. -¿Y qué más da, mi querido amigo? Cuando yo lo escribo, lo hago real.

Aquí estamos, en fin, saliendo a luchar cada jornada, menos los domingos y las fiestas de guardar, así como los escasos días en los que llueve o graniza. No es un trabajo demasiado difícil; los combates no suelen ser excesivamente sañudos ni violentos, aunque, como es natural, de cuando en cuando los filos cortan carne y salta la sangre. Como en toda guerra añeja y rutinaria, los enfrentamientos están sujetos a cierta jerarquía y protocolo. Y así, por lo general a mí me toca cruzar el acero con el conde de Guiñes, un hombre de apariencia aún más ruda que el señor de Ardres, pese a su mayor alcurnia, y con un rostro mutilado de expresión terrible: carece por completo de nariz, rebanada hace ya tiempo en algún combate. Los primeros días, Nyneve se negó a acompañarme y se quedaba en el castillo intentando convencer al anciano Señor para que le dejara curarle. Pero Ardres nunca consintió que le tocara y, por otra parte, sospecho que mi amiga ha debido de discutir con Gastón, porque al poco tiempo empezó a salir conmigo a la guerra diaria, combatiendo desganadamente y procurando no herir ni ser herida, cosa que, a decir verdad, es más o menos lo que todos hacemos. Pese a lo cual, cada tarde, cuando regresamos a la mísera fortaleza, Mórbidus llena pliegos y pliegos de pergamino con un hinchado relato de aventuras caballerescas y clamorosas victorias de su amo.

El señor de Ardres siempre viste armadura, incluso para sentarse a la mesa; lleva constantemente sobre el hombro, encapuchado, a su halcón preferido, y en su castillo jamás resuena la música. Su mesa está compuesta de toscos y monótonos platos, de descomunales y correosos asados de carne que el noble come, o más bien picotea, pues cada vez ingiere menos, con torpes modales de plebeyo, chorreándose de grasa y compartiendo sus alimentos con los feroces perros de guerra que se tumban a sus pies. Lo cierto es que el viejo está tan enfermo que últimamente incluso ha dejado de practicar con el sarraceno disecado que tiene en el patio de armas a modo de estafermo, cosa que antes era uno de sus pasatiempos favoritos. Hay días en los que los dolores le impiden levantarse y entonces pasa la jornada sentado entre almohadones en el lecho, aunque, eso sí, ataviado con su armadura entera, un raro hombre de hierro entre cojines. Está intentando ordenar sus cosas en este mundo para poder presentarse ante Dios con la conciencia limpia, pero sus métodos son un tanto feroces. Cuando llegamos, en el patio de armas del castillo todavía se mecía el cuerpo ahorcado de una joven campesina. Al parecer el señor de Ardres había mandado pregonar en toda la comarca que dotaría con doscientos reales a cada una de las siervas de su feudo a las que él hubiera desvirgado. Se presentaron numerosas mujeres y todas cobraron la cantidad acordada, pero entre ellas llegó una muchacha que quiso hacerse pasar por desvirgada, aunque no lo era. Descubierta su superchería, la pobre desgraciada fue ajusticiada sin más miramientos.

El anciano guerrero también ha ordenado que todos sus siervos ayunen durante tres días, como penitencia por los pecados de su amo; y ha mandado llamar a los monjes de un monasterio cercano, pues dice querer tomar los hábitos antes de morir para asegurarse la salvación. Los monjes llevan en el castillo dos semanas comiendo y bebiendo como príncipes, y todos los días exhortan al caballero para que entre en la Orden y les pague la dote o herencia prometida; pero el viejo señor de Ardres pospone una y otra vez la decisión, aferrándose a pequeños indicios de salud, a imaginarias mejorías, al mero y loco deseo de vivir que nubla las entendederas de los humanos, porque en realidad todos nos las arreglamos para vivir como si no estuviéramos condenados a muerte. Y así, el anciano dice:

– Hoy me duelen menos las piernas.

O bien:

– Hoy parece que tengo más apetito.

O quizá:

– Hoy he dormido un poco mejor.

Y eso basta para que siga vistiendo empeñosamente su anticuada armadura cada mañana.

Pero lo que más me sorprende, e incluso me conmueve, a mi pesar, es que el señor de Ardres parece estar creyéndose que yo soy verdaderamente su sobrino. A veces, cuando regreso de la guerra y entro a dar el parte a la sala, donde el anciano me aguarda casi metido dentro de la chimenea, o a la alcoba, si ese día no se ha levantado de la cama, el caballero me dice cosas absurdas, blandas frases de viejo emocionado: «Hijo, no dudo de tu victoria, por algo corre la poderosa sangre de los Ardres por tus venas». O me pide que le cuente cosas sobre su hermana, a quien dejó de ver hace cuarenta años. Y yo finjo e invento, pues no tengo corazón para decirle que se le está yendo la cabeza.


Este castillo lóbrego, esta guerra ridícula, este viejo caballero agonizante y loco están amargándome la vida. Sí.

No sé qué me sucede, pero he discutido con Gastón unas cuantas veces.

Y también discuto con Nyneve, sobre todo a causa de la bebida.

Supongo que estoy bebiendo demasiado. Sí.

Ahora mismo me encuentro un poco ebria. Qué otra cosa puedo hacer, sino emborracharme. Corre la cerveza como el agua en las tardes oscuras de esta fortaleza polvorienta y ventosa. La bebida me acuna cuando me siento inquieta. Vuelo en las suaves ondas de la embriaguez y los pensamientos se deshacen dentro de mi cabeza como migas de pan en un vaso de vino. Amo a Gastón y a veces le siento conmovedoramente tierno y mío. Pero otras veces le envenena una extraña furia y se convierte en alguien a quien no conozco. Su carácter es tan cambiante como su aspecto físico, pues posee una extraña capacidad para encorvar y retorcer su hermoso cuerpo flexible hasta parecer un jorobado. Puede que la culpa de su desabrimiento sea mía. Puede que yo no esté a la altura de lo que él precisa. Sé que sus trabajos herméticos no le están yendo demasiado bien. Sé que se siente atrapado en esta fortaleza lastimosa. Como yo. Como Nyneve. Este lugar entristece. De todos mis trabajos como Mercader de Sangre, éste es el más desatinado, el más miserable. Deberíamos irnos mañana mismo, pero he dado mi palabra y aún no me han pagado. Y, además, la bebida me ayuda a emborronar el paso del tiempo. La bebida. Sí. Alzo la pesada copa de metal y doy un trago; la cerveza me llena la boca con su espesor amargo. Nyneve me mira reprobadoramente. Sé bien lo que piensa. Dice que así me estoy matando de modo más seguro que si saliera todos los días a combatir cubierta tan sólo con una camisa. Yo protesto, me enfado, le digo que deje de meterse en mi vida y que exagera. Pero sé que por las noches hay más oscuridad dentro de mis ojos que en el firmamento, y que nunca recuerdo con precisión cómo he llegado al lecho. Por las mañanas, un cinto de dolor oprime mis sienes. Con ese malestar acudo a la guerra cada día y reparto mandobles desmayados. No creo ser el único: ahora sospecho que casi todos los guerreros beben tanto como yo y llegan a la batalla con resaca, de ahí la desgana en el combate. Y en este disparate se nos va la vida.

Por eso hay que beber, como bebo ahora, Sí. Otro buche de cerveza, para engordar el olvido, ¡sí! Además, no creo que la situación se prolongue mucho. El viejo Ardres lleva unos cuantos días en los que ya ni siquiera me recibe para que le cuente cómo ha ido la incursión bélica. Ahora mismo, como viene siendo habitual desde el empeoramiento de su salud, nos encontramos todos en la antesala de su alcoba de enfermo, arrimados al pobre fuego de la chimenea, que apenas calienta. Nyneve y yo estamos acuclilladas en el suelo, cerca de las llamas; los monjes se sientan en pequeños taburetes; los caballeros de Ardres pasean nerviosamente por la estancia y nos miran con suspicacia e inquina, porque creo que aspiran a repartirse el feudo y temen encontrar un rival en mí. Llueve copiosamente, de modo que hoy no hay guerra.

Estoy pensando en irme a ver a Gastón, que está encerrado en su laboratorio estudiando sus cocimientos misteriosos, cuando la puerta de la alcoba se abre y aparece un criado tan anciano como Ardres llorando desconsoladamente. Entre hipos, informa:

– MÍ amo desea hablar con los hermanos benedictinos. Y también quiere veros a vos, mi Señor.

Me ha señalado a mí. Dejo la copa de cerveza en el suelo y se me despeja de modo repentino la incipiente embriaguez que me rondaba. Entramos al cuarto seguidos por los caballeros, quienes, aunque no han sido convocados, irrumpen también en la habitación con pesados taconeos y retumbar metálico. El señor de Ardres yace entre cojines pero aún obcecadamente vestido de guerrero, un capullo de hierro sin apenas carne en su interior. Tiene el rostro amarillo y el perfil ya afilado.

– Ha llegado el momento -musita-. Debo entrar en la Orden.

El rostro se le encoge en un puchero débil y sin lágrimas.

– Debo decir adiós a mi armadura, a mi recia espada, a mis alanos fieros, a mi fiel bridón, a Relámpago y Zarpas, mis amados halcones, a todo cuanto hace que la vida sea hermosa. Se acabó para mí la dulce embriaguez de la guerra. Vestidme con los hábitos, os lo ruego.

– Mi Señor, y en cuanto a la dote que vuestra magnanimidad prometió entregarnos… -dice uno de los monjes.

– ¡Sí, sí! -se irrita el caballero con un resto de su antigua soberbia-. Mi criado os dará las monedas…

En efecto, el viejo servidor se acerca al benedictino y le entrega dos pesadas bolsas de cuero. El religioso suspira y se santigua.

– Alabado sea Dios.

Los monjes han traído un hábito limpio y nuevo, pulcramente doblado, y se disponen a despojar al anciano de sus vestiduras metálicas.

– Y tú, mi amado sobrino, continúa por mí esta batalla heroica, rebánale las narices al hijo de Guínes, como yo rebané las de su padre, y haz triunfar una vez más el glorioso pabellón de Ardres. Cómo te envidio, hijo… Tanta vida y tantos hermosos combates por delante… -me dice el enfermo, lagrimeando.

– Sí, Señor… -contesto, segura de que ya no rige.

Pero quizá me equivoco respecto a su cordura, porque se vuelve hacia Mórbidus y le ordena:

– En cuanto a ti, escribe, escribe que he vencido a ese bellaco de Guiñes…

– Sí, mi Señor, quedaos tranquilo. Pondré que le sacasteis las tripas en el campo de batalla con vuestras propias manos… -contesta el clérigo.

Los monjes están terminando de vestir al guerrero con los hábitos. La habitación huele a cera, a sudor rancio, a orines y enfermedad. Embutido en su austero sayal, el viejo noble parece haber encogido aún más. Su cuerpo consumido no rellena las ropas y sus manos son dos garras descarnadas. Que se crispan súbitamente, aferrando la manta con convulsos dedos. Nyneve y yo nos acercamos y le escrutamos: su respiración se ha hecho afanosa, sus ojos parecen desenfocados y no estoy muy segura de que nos pueda ver.

– Señor… Señor…

Ardres, con la mirada perdida, ha empezado a farfullar algo. Me aproximo más al lecho para intentar escuchar lo que dice. Pero habla muy bajo y lo que musita carece de sentido para mí.

– … Sin hijos… La desgracia de morir sin descendencia…, por eso ordena secuestrar a la Dama…

– ¿Qué decís, Señor?

– Y así nació el Rey Transparente…

Se me hiela la sangre en las venas. En su delirio, el infeliz anciano está contando la historia prohibida.

– ¡Callad! ¡No digáis nada más! -Pero fue un gran rey, digan lo que digan-No me escucha. No puedo detenerle. Sigue bisbiseando las palabras letales. Nyneve me agarra del brazo y tira de mí:

– Vamonos…

Los monjes cuentan su dinero, los caballeros discuten sobre el feudo, los criados hablan entre sí, probablemente inquietos sobre su futuro: nadie presta atención al moribundo. Nos abrimos paso a través de! alborotado gentío hacia la puerta y ya estamos a punto de alcanzar la salida cuando escuchamos un crujido profundo y espantoso. El pesado dosel de la cama del noble se ha partido y se ha desplomado estrepitosamente sobre el lecho, entre un remolino de sucias colgaduras y un coro de gritos. Las maderas labradas han aplastado el cuerpecillo del enfermo con la misma facilidad con que una bota de hierro aplasta un caracol, y en su derrumbe han golpeado y derribado a las dos o tres personas más próximas al lecho. Reina la confusión y una nube de polvo oscurece el aire. El señor de Ardres, ese viejo demonio de la guerra, ha tenido la misma muerte que un insecto, y con él desaparece su linaje feroz. Pero aún quedan, por desgracia, demasiados caballeros feroces sobre la Tierra.


Mi trabajo de Mercader de Sangre me resulta cada día más insoportable. Además estoy envejeciendo: advierto que mí vigor físico disminuye y que aumenta mi miedo, dos consecuencias de la edad. Detesté mi encomienda en el castillo de Ardres; y luego acepté proteger a unos campesinos que han incumplido su palabra y no me han pagado todo lo que habíamos acordado. Gastón está iracundo; contaba con esa remuneración como si fuera suya y quiso convencerme para que amenazara y maltratara a los villanos hasta que me dieran lo que me debían.

– No soy ningún bachiller bravucón -contesté con desdén.

– No, claro que no. No eres más que una maldita mujer, eso es lo malo. Y, aunque los villanos desconozcan tu secreto, sí que son capaces de percibir que pueden hacer contigo lo que quieran. No es ya por el dinero en sí por lo que me irrito; es por la falta de respeto que te muestran y porque no sabes hacerte valer.

Gastón es un personaje singular. Sabe mucho, pero cree saberlo todo.

– Esa es la mayor prueba de su ignorancia -gruñe Nyneve, que ya no se habla con él.

Incluso se atreve a decirme cómo debo desempeñar mi oficio de guerrero, él, que jamás ha tenido una espada en la mano. Y yo se lo permito, porque es verdad que no sé hacerme valer. Al menos, frente a él. Debo admitir que le admiro. Admiro sus oscuros conocimientos, y la pasión con la que se aplica en sus estudios herméticos. La fuerza y la pureza de su ambición me sobrecogen. Mientras Nyneve y yo andamos por el mundo con pisadas inciertas y pies blandos, rehaciendo una y otra vez nuestros pasos sin una finalidad determinada, él arde de furia y voluntad, avanzando siempre hacia su destino. Quiere ser el mayor alquimista de la Tierra toda, quiere ser maestro de maestros, quiere hallar la piedra filosofal.

– Sé que puedo conseguirlo. Y lo conseguiré.

Y yo le creo, porque nunca he conocido a nadie tan fuerte. De modo que disculpo sus rarezas, sus malas palabras, su falta de atención y de cuidado, porque sé que está llamado a hacer grandes cosas y yo deseo ayudarle en lo que pueda. Y de cuando en cuando, por las noches, cuando me abre con sus cálidas manos, y se mete en mí, y sólo somos uno, me derrama también un afecto escondido, un cariño secreto que, por lo escueto y parco, aún aprecio más, pues sé que en esos momentos me desea y necesita tanto como desea y necesita su pasión alquimista. Me comparte con el amor a Hermes y yo sé bien que es un amor inmenso.

Avanzamos siempre hacia el Sureste y ya estamos cerca de Albi, el corazón del territorio cátaro, pues los vizcondes de Trencavel, señores de la comarca, han protegido a esa secta desde hace muchos años: de ahí que también se les llame albigenses. He tenido noticia de los cátaros desde mí infancia, porque nací en una zona dentro de su influencia, pero nunca les he tratado. Siento curiosidad y también inquietud por conocerles mejor: no me parecen demoníacos como la Iglesia sostiene, pero a fin de cuentas son herejes. Nyneve asegura que son personas admirables. Yo preferiría que no fuera así, porque si de verdad acabo por admirarles, me encontraré fuera de la Iglesia. Y fuera de la Iglesia reinan las tinieblas.

Desde que entramos, hace varias semanas, en los vastos territorios del conde de Tolosa, que también es partidario de los albigenses, he podido ver a los Buenos Hombres y las Buenas Mujeres, como los religiosos herejes se llaman a sí mismos. Los he visto en Marmande, en Agen, en Moissac. Los estoy viendo ahora en Montauban, que es la ciudad en la que nos encontramos. En vez de habitar en poderosos monasterios, alejados de todos, ellos viven en los burgos, mezclados con el pueblo. Trabajan para mantenerse, pues rechazan recibir el diezmo eclesial. Sus casas están abiertas a todo el mundo y proporcionan cobijo y cura a los enfermos, comida a los necesitados, ayuda a los ancianos. Las cataras son especialmente activas en sus servicios a la comunidad. Eso es algo que me atrae de los albigenses, que Dios me perdone: el papel tan relevante que tienen las mujeres. Eso, y que todos los rezos están hechos en lenguaje común. Incluso han traducido las Sagradas Escrituras a las palabras del pueblo, en vez de utilizar ese latín que el vulgo es incapaz de comprender.

– Son los individuos más razonables y pacíficos que conozco -dice Nyneve-. Consideran que todas las personas somos iguales, los duques y los siervos, los moros y los cristianos y los judíos; para ellos todos somos almas puras y buenas, ángeles caídos a los que Cristo salvará. No creen en el infierno, porque su Dios es todo amor y no puede haber creado algo tan horrible. De hecho, piensan que el infierno es un invento de la Iglesia para aterrorizar a los fieles y mantenerlos atrapados bajo su dominio. Son gente muy dulce.

Yo no sé sí será la influencia dulcificadora de los ataros o el moderno talante de la nobleza de la zona, pero en los burgos y castras del condado de Tolosa se respira un ambiente abierto y refinado que me recuerda a la corte de Leonor. La cual, alabado sea Dios, ha sido liberada de su encierro. Su marido el Rey ha muerto, y Ricardo Corazón de León ocupa el trono de Inglaterra. Su primera medida como monarca fue sacar a su madre de prisión, y dicen que ahora la Reina recorre la Bretaña insular ayudando a su hijo y otorgando cartas de libertad a todos los pueblos por los que pasa. Nos enteramos de estas novedades anoche, durante la cena en la posada, y fue el origen de una discusión entre Gastón y Nyneve.

– Es una hermosa noticia -dijo mi amiga, radiante.

– ¿De veras? ¿Tú crees que esa frívola Reina y la libertad de un puñado de plebeyos embrutecidos van a mejorar en algo la esencia de los humanos? -contestó Gastón, el Gastón desabrido y sombrío, con evidentes deseos de pelea.

– Pues no sé si la esencia, pero cuando menos mejorará su existencia. Sí, creo que es un pequeño paso en el camino de la sensatez.

– No hay nada más insensato que un burgués, que un plebeyo, que un ignorante campesino… O que una Reina loca que juega con trovadores. El mundo está lleno de individuos que no valen nada, que no sirven para nada, cuyas vidas no son sino un deambular sin sentido: comer, dormir, defecar… Que vivan o mueran resulta irrelevante, y tampoco importa si son siervos o están manumitidos, porque en realidad nunca han sido ni serán libres… La única vida verdadera es la del pensamiento puro, la de la búsqueda de la sustancia primordial, de la quintaesencia que contiene lo creado. Porque lo que está abajo equivale a lo que está arriba, y lo que está arriba equivale a lo que está abajo, en lo que concierne a la realización de los milagros de una obra única.

Puede que tenga razón, esto es, quizá tenga razón en aquello que entiendo de lo que dice, más allá de todo ese palabrerío incomprensible y hermético con el que a menudo me abruma. Pero hay algo que me asusta de su actitud: ese desdén, esa frialdad para todo lo que no sea su magna empresa. Claro que tal vez tenga que ser así; tal vez los grandes hombres necesiten concentrarse en sus grandes obras para poder sacarlas adelante. Tal vez necesiten ser tan ardientes e implacables como el rayo, que ilumina el mundo pero reduce a cenizas cuanto le rodea. No en vano a los alquimistas se les llama phibsophi per ignem, filósofos por fuego… Tras conocer íntimamente a uno, sé bien que su cercanía abrasa.

Hemos dejado a Gastón en un pequeño cuartucho que tenemos alquilado en la posada, con sus atanores y sus crisoles, intentando obtener el liquor silicum, que, si no he entendido mal, se consigue fundiendo cantos puros de cuarzo con no sé qué otra cosa, hasta lograr un cristal transparente que debe derretirse con el aire, convirtiéndose en un líquido claro que tampoco sé bien para qué sirve: soy demasiado ignorante para un conocimiento tan profundo y complejo. Mientras él se afana en sus manejos herméticos, Nyneve y yo hemos venido a escuchar la prédica del afamado Doctor Angelical. Llevamos varios días en Montauban justamente esperando la llegada de este religioso, que se ha convertido en los últimos años en un personaje formidable. Dicen que por su boca habla el mismo Dios y que su verbo inflama el corazón. Este Doctor Angelical organiza enormes giras por la Francia entera, y acuden a escucharle numerosas personas. Nunca le hemos visto, aunque hemos oído hablar de él múltiples veces; por eso, cuando llegamos a Montauban y vimos que se anunciaba su visita, decidimos quedarnos a conocerle.

– ¿Te das cuenta, Leo? El Doctor Angelical es un fustigador del catarismo, pero puede venir sin ningún problema a soltar sus truenos teológicos a esta ciudad, que es mayoritariamente albigense, porque los Pobres de Cristo aceptan a todo el mundo… Mientras que ellos son perseguidos, torturados y silenciados por medio de la hoguera. Es una diferencia, ¿no te parece?

Sí, es una diferencia, pero no quiero escuchar las palabras de Nyneve, que van llenando de zozobrantes dudas mi alma cristiana. No se lo he confesado a mi amiga, pero deseo oír al Doctor Angelical para que me serene, para que me convenza. Para que el milagro de su santo verbo refuerce mí debilitada fe de pecadora.

Estamos en las afueras de la ciudad, en la gran explanada de la picota, que es donde se va a celebrar el acto porque es el único lugar lo suficientemente amplio para acoger a la multitud de fieles que siempre convoca el predicador. Hace ya varios días que llegó la avanzadilla del Doctor Angelical, una pequeña tropa de religiosos que construyeron eí elevado entarimado del escenario, las vallas para contener a la muchedumbre, unas cuantas gradas para los notables y una treintena o más de confesionarios alrededor de la plaza. Ayer se instalaron los consabidos buleros y numerosos fieles se dispusieron a dormir en la explanada para asegurarse buenos sitios, de manera que hoy, cuando hemos llegado, el lugar ya estaba abarrotado y hemos tenido que colocarnos en una esquina, cerca de los confesionarios. Aun así, el escenario se ve a la perfección: es alto y está bien hecho. Una gran cruz de madera y dos pendones de seda amarilla y blanca, los colores del Santo Padre, adornan bellamente el fondo del entarimado. De pronto siento un pequeño empujón a la altura de mi cadera, como si un niño intentara abrirse paso entre el gentío. Oigo una vocecita clara y fina:

– ¿Y ahora qué ves, madre?

– Nada nuevo, Violante. Cabezas y cabezas y cabezas. Y al fondo, el escenario con la cruz y los estandartes, como te he descrito.

Acaba de instalarse a nuestro lado una pareja singular. La madre es una dama de aspecto noble y digno que viste un sobrio traje negro de buen paño; tiene el pelo completamente blanco recogido en un sencillo rodete, la frente estrecha y alta, unos ojos grises y brillantes como perlas oscuras bajo unas cejas casi invisibles de tan claras, la nariz fina y arqueada como el pico de un ave. La hija es una desdichada criatura con un rostro de ángel y un cuerpo de endriago. Su cabeza posee una dimensión normal y se diría que corresponde a una muchacha de quince o dieciséis años, pero del cuello para abajo apenas abulta lo que un niño de cinco. De un tórax picudo y diminuto emergen unos brazos quebradizos, rematados por unas manitas transparentes. Viste un bonito traje de seda azul con bordados de flores y, como sus ojos quedan muy por debajo de las espaldas de la gente, la pobre no ve nada. Pero una viva sonrisa ilumina su bonito rostro y parece feliz. Eso es lo que más me extraña: su alegría insospechada, y también que se encuentren solas, sin la ayuda ni la compañía de servidumbre alguna, siendo como evidentemente son de elevada alcurnia.

– Ah, cariño, creo que ya viene… Y no viene soto. ¡Son muchísimos! ¿Les oyes cantar? Una procesión impresionante… Es decir, una procesión pensada para impresionar…

El comentario de la dama me resulta curioso, sobre todo porque creo que tiene razón. El Doctor Angelical está haciendo su entrada en el escenario. Viene en el centro de dos largas filas de monjes, todos altos, todos fuertes, todos jóvenes, como escogidos, efectivamente, para impresionar. Llegan cantando y se mueven en perfecta formación: más parecen guerreros que hombres de fe. Acaban de enconar su salmo sobre el escenario y ahora, como en una danza bien ensayada, cada una de las filas se dirige ordenadamente a uno de los lados del entarimado y se queda allí de pie. Al abrirse las hileras de monjes, en el centro del tablado ha aparecido el Doctor Angelical. También viste el hábito benedictino. También es alto y fuerte También… Me remuevo inquieta. Estamos muy lejos y apenas distingo sus rasgos: el cabello negro, la cabeza redonda, la apretada barba. Y, sin embargo…

El Doctor Angelical empieza a hablar; y entonces, al escuchar la cadencia de sus palabras, el tono vibrante de su verbo, tengo que reconocer que mi primera impresión es cierta: el Doctor Angelical es fray Angélico. En realidad no era tan difícil de intuir, ¿por qué no lo pensé antes? Nyneve me clava un codo en las costillas:

– ¿Has visto quién es?

Asiento silenciosamente con un movimiento de cabeza. No sé bien por qué me siento tan sobrecogida por el descubrimiento: tal vez porque me recuerda un tiempo pasado que aún duele por ahí dentro, o porque me pone en contacto con una Leola de la que me avergüenzo. Hago un esfuerzo por tranquilizarme y me concentro en escuchar el sermón. Las palabras de fray Angélico caen en mis oídos como plomo derretido. Palabras sedosas, azucaradas, cantarinas, que se alternan sabiamente con palabras hirvientes y afiladas, tan retumbantes como las trompetas del Apocalipsis. Sí, fray Angélico ha aprendido a predicar en estos años, pero toda su sabiduría de orador no puede disfrazar el chirrido discordante que emerge de su prédica, el regusto a falsedad, el filo amenazador. Habla el Doctor Angelical del pecado, de nuestra miseria esencial, de nuestra incapacidad para entender los designios divinos. Habla de la resignación cristiana, del pecado nefando del orgullo y de la virtud de la humildad; de la facilidad con la que el vulgo, siempre tan ignorante, cae en las garras del Maligno. Habla de los cátaros demoníacos, de las horrorosas llamas del infierno y las purificadoras llamas de las piras. Y cuanto más dice, más me espanta lo que dice, más aborrezco la dureza y estrechez de su pensamiento, más me asombra haberle admirado algún día y haberle creído inteligente. A nuestro alrededor muchos lloran, rezan, se postran de rodillas. No así la dama y su hija, que se mantienen serias y serenas.

El Doctor Angelical ha terminado su sermón. Ahora está pidiendo que se celebre una ceremonia de purificación que simbolice el compromiso de los creyentes con la fe. Quiere que los fieles traigan aquellos objetos pecaminosos que ponen en riesgo la salvación de sus almas; las ropas suntuosas, los afeites de mujer, los engaños de los que Sarán se vale para perdernos. La explanada entera entra en un paroxismo de agitación; aquellos que son de Montauban corren a sus casas a traer sus endemoniadas posesiones, y los que son de fuera se acercan a los monjes, que recorren la plaza recolectando objetos, para entregarles lo que pueden. En poco tiempo, ante el escenario, en el espacio protegido por las vallas, los religiosos han montado una enorme pira con ramas y leños embreados; y están arrojando sobre ella sombreros de mujer, zapatos de cordobán, justillos de seda, libros, almohadones de plumas. Ya están prendiendo los maderos, ya surgen las llamas y chisporrotea y restalla el fuego al subir por la pira, y aún sigue llegando gente y alimentando la hoguera con sus prendas. Un olor apestoso se extiende por la plaza y me trae a la memoria otra quema semejante, la que ordenó Dhuoda en Beauville con las vestimentas demasiado lujosas. La muchedumbre, o al menos buena parte de la muchedumbre, parece entusiasmada. Los religiosos se dirigen a los confesionarios y se forman grandes colas delante de cada uno de ellos. La explanada se va vaciando. Miro el escenario, a través de la cortina de llamas humeantes: el Doctor Angelical ha desaparecido.

En este momento, una mujer joven se acerca a la dama de negro y, para mi sorpresa, se inclina tres veces ante ella y dice:

– Buena Cristiana, la bendición de Dios y la vuestra. Y rogad a Dios por mí para que me conduzca a un buen fin.

Lo he contemplado otras veces y lo reconozco: ¡es e! melhorierl La salutación ritual con que los cátaros se dirigen a sus religiosos. La dama, en efecto, está bendiciendo a la joven, de maneta que no sólo es una creyente de la secta albigense, sino que es una Buena Mujer, una Perfecta, el equivalente a la monja o más bien al sacerdote de nuestra Iglesia.

– ¡Vosotras! ¡Vosotras! ¡Os hemos visto! ¡Demonios inmundos! ¿Qué hacéis aquí, espíritus del mal? ¡Vosotras también tenéis que ir a!a pira!

Dos jóvenes rudos de aspecto campesino han identificado también el melhorier y se acercan con aire amenazador a las mujeres. Pongo mi mano sobre la empuñadura de la espada y doy un paso hacia delante, interponiéndome en su camino. Los hombres se detienen, titubeantes. Fruncen el ceño con frustración e ira.

– Os creéis protegidas por el vizconde de Trencavel y por todos estos caballeros satánicos a los que Dios confunda… Pero va a duraros poco el santuario… El Sumo Pontífice ha declarado la Guerra Santa contra vosotros. Ha convocado una cruzada contra los cátaros y el ejército cristiano ya se está formando. ¿Oléis la hoguera? Esto es sólo el principio. Acabaréis todos achicharrados -gritan llenos de odio mientras se marchan.

– Gracias por vuestra gentileza, Señor -me dice la dama.

Las palabras de los campesinos me han dejado espantada. Me vuelvo hacia la mujer, que está aparentemente tranquila aunque muy pálida.

– Eso que han dicho… Lo del Papa y la cruzada, lo del ejército cristiano…, ¿es verdad?

La dama sonríe tristemente:

– Me temo que sí, mi Señor. Hace días que lo sabemos. Y hace mucho tiempo que nos lo esperábamos.


Llevamos dos años viviendo en Albi, mientras alrededor el mundo gime y arde. A la cabeza de sus tropas, los dos Raimundos, el conde de Tolosa y el joven vizconde de Trencavel, combaten por sus tierras, sus costumbres y su libertad contra los feroces ejércitos del Papa, pero las ciudades cataras van cayendo en manos de íos cruzados y las piras humean por doquier. Los hombres de hierro asedian, tajan, matan, arrasan los sembrados, sacrifican rebaños y talan bosques enteros para alimentar sus atroces hogueras. En Béziers, en Minerve, en Lavaur, centenares de Perfectos y Perfectas han sido quemados vivos. Una marea de odio y de violencia ha anegado el alma de los hombres. Espanta encontrar tanto rencor en caballeros cristianos que se amparan en el símbolo de la cruz para combatir a otros cristianos. La maldad recorre la Tierra como un viento de fuego.

La Duquesa Negra se ha unido a los cruzados y, junto con fray Angélico, se ha transformado en experta de la represión y del terror: dicen que Dhuoda ha encendido con su propia mano más de una pira y que parece disfrutar del sufrimiento. No es de extrañar que tanto ella como su primo se hayan convertido en íntimos colaboradores del adalid de las tropas vaticanas, Simón de Mont-ort, un guerrero tan extremadamente brutal que la sola mención de su nombre produce espanto. Todavía se cuenta, con despavoridos susurros, lo que hizo Montfort tras la caída de Bram: obligó a marchar hasta Cabaret a una procesión de cien prisioneros a los que había rebanado nariz y labios y reventado los ojos con espinas de acacia; y, con perverso y burlón refinamiento, les puso como guía a un pobre desgraciado al que había dejado un ojo sano.

Tanta ferocidad desconsuela, pero también afina las ideas. No me he convertido al catarismo, pero ahora sé que tampoco pertenezco a la misma fe de los cruzados. El ensangrentado Dios del Sumo Pontífice no puede ser mí Dios, y su crueldad me ha hecho escoger bando y apreciar la valía de este mundo occitano. Este sentimiento mío debe de ser compartido por muchas otras personas, pues Albi vibra de fuerza y energía tanto como tiembla de temor y congoja. El viento trae el tufo requemado del Apocalipsis, pero al mismo tiempo alienta nuestros deseos de vivir y la determinación de defender nuestras costumbres. No quiero que triunfen los sombríos señores feudales como el viejo Ardres. O, aún peor, los crueles verdugos como Montfort.

– No pueden vencer ellos. El terror gana batallas pero pierde las guerras, porque en el corazón de los humanos hay un irreprimible anhelo de libertad -dice Nyneve.

Me gustaría creer que tiene razón.

Hemos alquilado en Albi una modesta casa con un patio, apenas una barraca de adobe adosada al lienzo interior de la muralla. Por fuera parece un cobertizo, pero por dentro es el palacio más maravilloso que imaginarse pueda. Nyneve ha encalado las paredes y después, utilizando unas artes que yo desconocía, ha pintado fabulosos trampantojos sobre los blancos muros. Y así, inmensos salones se abren en las paredes, con artesonados y tapices y columnatas de mármol; con ventanales luminosos y exuberantes jardines en los que hay lagos y fuentes cristalinas, árboles temblorosos bajo la siempre quieta luz del sol, pájaros de Pecho colorado, ciervos saltarines y dragones felices con el lomo erizado de un tornasol de escamas. Al fondo del vergel de tinturas verdosas, encaramado a una colina como un gavilán sobre una roca, se ve un castillo muy hermoso con sus torretas circulares y sus alegres estandartes, todo resplandeciente en el perpetuo y dorado atardecer.

– Es Avalon -explica Nyneve-. El parque, el castillo. ¿No percibes su fuerza? La mera contemplación de esta pintura produce calma y gozo.

Debe de tener razón, porque los trampantojos de Nyneve me endulzan el ánimo. Cuando los miro, es tan grande la sensación de autenticidad que incluso me parece percibir el aliento fresco y perfumado de la floresta que entra por los ventanales del palacio.

– Ya sabes que lo que imaginamos también forma parte de la realidad -dice mi amiga.

Sentada en el pequeño banco que hemos puesto en el patio, veo pasar ¡as horas. Oigo voces de niños que juegan en la calle y los pasos de los centinelas sobre el adarve. Oigo el siseo del tiempo, que se escurre con lentitud a través de la tibieza del atardecer. En una esquina del patio hay una higuera, que embalsama el aire con su olor a verano. Estoy esperando a Gastón, que no ha venido a dormir. Ayer discutimos y nos enfadamos; se fue y aún no ha regresado.

– Ojalá no aparezca nunca más -dice Nyneve.

Tanto ella como yo hemos vuelto a vestirnos de mujeres. Me he acostumbrado al pesado susurro de la tela, al flotar de las sayas, a llevar los pechos sin fajar, a no sentir miedo de que alguien me descubra. Retomé los modos de hembra por influencia de Gastón, para poder gustarle. Y también para no tener que participar en la guerra. M¡ situación como caballero armado es complicada; el juramento feudal me obliga a ser leal a Dhuoda, pero me repugnaría luchar junto a los cruzados. De manera que prefiero hacerme pasar por la hermana del señor de Zarco y compartir la causa occitana, con la que colaboro económicamente. Pero en nuestro retorno a lo femenino hay algo mas: el hecho de que hoy, en el burgo de Albi, no es malo ser mujer, y las sayas no te impiden hacer lo que deseas.

Y lo que yo ahora deseo es aprender, alcanzar cierta sabiduría, elevar mi alma. Por lo pronto, he dejado de beber. Y desde que llegamos a la ciudad estoy asistiendo a la escuela de Sigerio de Brabante, uno de los más aventajados discípulos del castrado Abelardo. Estudio retórica, gramática, teología y lógica. Estudio al gran filósofo árabe Averroes, nacido en la Córdoba mora, y su doctrina de la doble verdad, que asegura la existencia de verdades científicas que son contrarias a las verdades religiosas. Estudio las matemáticas y la astronomía del judío Maimónides, también cordobés. Y estudio, sobre todo, al inmenso Aristóteles, el padre de casi todos los saberes.

– El deber del filósofo es explicar la enseñanza de Aristóteles, no corregir o esconder su pensamiento, aun cuando sea contrario a la verdad teológica -sostiene Sigerio, muy dentro del talante averroísta.

Ni que decir tiene que tanto Abelardo como Averroes y Maimónides han sido perseguidos por sus ideas. Un cristiano, un árabe y un judío que hablan de la tolerancia, del respeto a todos los dioses y de la fuerza de la razón. Nyneve está en lo cierto: el mundo está librando un largo y hondo combate que va más allá del ruido y el daño de las armas. Es el combate de las palabras sabías y sinceras contra el gran silencio de la represión, contra el crepitar de las hogueras que todo lo acallan. Las hogueras cristianas, pero también las hogueras moras: tanto Averroes como Maimónides han tenido que escapar de la violenta intransigencia sarracena. En cambio, Albi es una isla de libertad donde caben todas las ideas, y donde bulle tal amor por el conocimiento que los maestros proliferan. Yo misma me gano la vida dando clases a niños y adolescentes plebeyos, hijos de burgueses modestos que no pueden costearse un mejor tutor: les enseño a leer y a escribir con la escritura mercantesca, así como rudimentos de cuentas y gramática y los retazos de cultura general que he ido adquiriendo por medio de los libros. Me gusta este trabajo; disfruto dibujando mi versión del mundo en las cabezas de los niños, ese terreno aún virgen en el que puedo arar, como antaño araba los campos duros y mondos, para sembrar mi modesta cosecha de palabras. Creo que sería feliz aquí, en mi palacio de sueños y pintura, en mi pequeña labor de campesina de mentes, si no fuera por el fragor cada vez más cercano de la guerra. Y por Gastón.

Me esfuerzo en entender a Gastón, pero no lo consigo. Como impregnado por sus estudios herméticos, cada día está más encerrado en sí mismo, más oculto y ajeno. Al principio, en la explosión de fuego de la pasión amorosa, creí poder rozar su sustancia más íntima, ese blando tejido de caracol que ahora ha vuelto a esconder bajo su concha. Creí poder atraerlo a mí mundo, endulzar su amargor, poner mis palabras en su boca muda. Pero ahora cada día le noto más lejos, y ni siquiera los cuerpos sirven ya de puente. Cuando me entrego a él, cuando me toma, algo que en los últimos meses sucede rara vez, siento que en verdad no está conmigo, que tan sólo percibe mi envoltura carnal. ¿Acaso el amor es siempre así? Ignorante como soy en estas lides, sólo dispongo de la experiencia de mí Jacques, y con él éramos uno. Pero Gastón nunca ha sido mío. Tal vez el amor sea de este modo, como una estrella errante que ilumina fugazmente el firmamento para desaparecer después en la negrura. O quizá sea mi culpa; quizá sea cosa de mi mano incompleta, de mis dedos cercenados por la espada; de mi cuerpo cosido a costurones, viriles cicatrices de guerrero que deforman mis hechuras de mujer. Puede que yo sea un engendro, ni caballero ni dama; puede que, bajo mis nuevas ropas femeninas, yo también sea un eunuco, como Abelardo.

– No te angusties, mi Leo: el problema es Gastón. Cada día está más airado, más furioso. Cree que el mundo le debe algo y eso llena su alma de rencor -dice Nyneve.

MÍ amiga siempre ha detestado al alquimista, de modo que su opinión no es del todo fiable. Pero es cierto que la amargura de Gastón se ha incrementado. Él pensaba que Megeristo, el gran maestro hermético, iba a escogerle como su aprendiz. Pero Megeristo ha preferido a otros y Gastón, loco de rabia y celos, sostiene que su problema es la falta de medios, que no puede costearse la enseñanza ni los artefactos necesarios y las sustancias básicas que su labor exige. Tal vez tenga razón; yo le intento ayudar en lo que puedo, pero la alquimia es una ciencia cara. Su ambición, esa pasión pura que yo tanto admiraba, se está volviendo contra él y le está abrasando. Si la alquimia es una vía de perfeccionamiento espiritual, como él me decía, no cabe duda de que Gastón está perdiendo su camino, pues cada vez me parece más imperfecto.

Un ligero rumor me sobresalta, sacándome de mis pensamientos. Vuelvo la cabeza y alcanzo a ver un bulto oscuro en la puerta del patio. Alguien pequeño y embozado que, al advertir mi mirada, retrocede unos pasos, protegiéndose bajo las sombras del dintel.

– ¿Quién eres? -le pregunto.

No contesta. Me pongo en pie, acuciada por un vago malestar, y avanzo hacia el intruso. La figura tapada se encoge sobre sí misma.

– Responde, ¿quién eres y qué buscas?

Tras un breve silencio, del bulto sale una vocecita temblorosa, una voz de niña o de muchacha.

– Perdonadme, Señora… La maestra Nyneve me dijo que viniera.

Debe de ser una enferma. Nyneve se gana la vida como curandera. Sus conocimientos médicos son extraordinarios y sus artes sanatorias muy requeridas, pero de todo ello extrae magras ganancias, porque casi nunca cobra a sus pacientes. E intuyo que esta muchacha, tan pobremente vestida, no va a ser una excepción.

– Nyneve está dentro. Ahora la llamo. Pasa, no te quedes ahí.

La chica no se mueve. Escudriño su figura entre ¡as sombras: está cubierta con un sayo informe que es más bien un harapo y lleva la cabeza y la cara cubiertas. Un aspecto extraño que me incomoda.

– Pasa, te digo.

La pequeña embozada avanza tímidamente. Suena un tintineo y entonces lo comprendo. El espanto hace que las palabras afloren en mi boca con un grito:

– ¡Eres una leprosa!

El bulto de trapos se acurruca temerosamente junto a la pared. Ahora veo las campanillas cosidas a sus ropas para señalar su condición, e incluso la carraca que lleva colgada de una soga al cuello, y que está obligada a hacer sonar para que las gentes adviertan su presencia.

– La maestra Nyneve me dijo que viniera -balbucea.

– ¡No deberías estar aquí! ¡No te acerques! ¡Márchate!

– ¡Cálmate, Leola! Está aquí porque yo se lo he dicho.

Nyneve ha salido al patio, sin duda alertada por las voces, y me mira furiosa:

– Después de todo, nunca dejarás de ser una campesina ignorante. ¡No te pongas así! Ni siquiera los verdaderos leprosos son tan pestilentes y tan peligrosos como crees, pero es que, además, esta pobre muchacha no es una auténtica leprosa, sino que padece un prurito de la piel, una humedad escamosa que no mata y cuya única gravedad es la fealdad de su aspecto y el hecho de que se confunde con la lepra. Ven aquí, pequeña, no tengas miedo.

En dos zancadas, Nyneve se ha acercado al tembloroso bulto de harapos y, de un tirón, le ha arrancado el embozo. Es una muchacha muy joven, con el negro y sucio pelo cortado a trasquilones. Su piel está enrojecida y deformada, llena de costras y de excrecencias duras semejantes a los hongos que se agarran a los árboles, con grietas en torno a la nariz y el nacimiento del cabello. En medio de todo ese destrozo, dos pequeños ojos aterrados brillan llenos de lágrimas. Me estremezco de asco.

– ¿Ves? La piel engrosa, se endurece y se parte -explica Nyneve con satisfacción-. Un perfecto caso de humedad escamosa. Muy aparatoso pero benigno, y bastante fácil de curar. Bastará con untaría durante cierto tiempo con la savia roja del drago…

Justo en este momento veo entrar a Gastón. Ni antes ni después, es una pena. En cuanto aparece sé lo que va a pasar.

– ¿Qué hace aquí ese monstruo? ¡Lárgate, leprosa, si no quieres que llame a los alguaciles! -brama el alquimista.

Y, levantando el banquito del patio por una pata, lo arroja sobre la muchacha, atinando de refilón sobre su hombro.

– ¡Maldito seas! -grita Nyneve.

Pero ya es tarde: la chica ha salido corriendo, encogida sobre sí misma como un perro apaleado. El tintineo de sus campanillas resuena cada vez más lejos por la calle.

– Eres un miserable -dice mi amiga con la voz ahogada por la furia.

Y luego se marcha, supongo que en busca de la enferma. Gastón y yo nos quedamos solos. No sé qué decirle. Había preparado mil palabras para cuando volviera. Si volvía. Pero ahora tengo los labios apretados y la boca seca.

– En realidad no era una leprosa -murmuro.

– No me digas.

No sé por qué le estoy hablando de esto, cuando yo quería hablarle de nosotros. Pero me ha conmovido esa falsa leprosa, esa pobre chica que, como yo, no es lo que aparenta.

– Te estoy contando la verdad. Lo que tiene es otra enfermedad, algo que no es grave. Me lo ha explicado Nyneve.

– Sí, claro. La sabia Nyneve.

– Pues sí, la sabía Nyneve, que es más sabia que tú. Porque con sus conocimientos ayuda y cura a la gente. Mientras que tú, ¿tú qué haces con toda tu elevada filosofía del fuego? Mírate, no eres nadie.

El rostro de Gastón se oscurece pavorosamente y yo me quedo aterrada de lo que he dicho. ¿De dónde me ha salido tanta violencia?

– Yo hago aquello que los espíritus pobres e ignorantes como tú ¡amas podréis comprender -susurra Gastón estranguladamente-. Y ¡o hago solo y contra todos. Lo hago a pesar de todos. Lo hago a pesar de ti. Eres mi cárcel.

Dicho lo cual, da media vuelta y vuelve a marcharse de estampida. Estoy sola en el patio y anochece. Levanto el banquito del suelo y me siento otra vez. El olor de la higuera es demasiado dulce para un tiempo tan cargado de amenazas.


El cuerpo me pesa. Estoy vestida una vez más de caballero y siento mi armadura como una jaula. No entiendo cómo pude permanecer durante tantos años incrustada en este caparazón de duro hierro. Los eslabones tiran de mí hacia la tierra y mis músculos ya no son lo que eran. Debo de estar envejeciendo, y también me he ablandado con mi quieta vida de mujer, con la fácil vida ciudadana. Ahora incluso me desagrada el olor del metal, este leve tufo frío y ácido. Sin embargo, tanto Nyneve como yo hemos decidido que sería más seguro retomar nuestros atuendos de guerreros durante el viaje. Estamos en Lombers, al Sur de Albi. Hemos venido a asistir a una confrontación teológica entre los cátaros y los enviados del Pontífice. Los albigenses, que siguen creyendo en la fuerza de la palabra y la razón pese a la creciente tempestad de fuego y sangre, llevan años organizando debates libres entre ellos y los papistas. En Carcasona, en Montreal, en Servían, en Fanjeaux y Pamiers, los adalides de uno y otro bando han entrecruzado sus ideas, pero eso no ha logrado embotar el filo de las armas.

– No importa, Leo: hay que seguir hablando, hay que seguir explicando -dice Nyneve-. No hay que perder la esperanza en el triunfo de la palabra. Este debate en Lombers puede ser crucial. Es el primero que se hace desde que estalló la guerra.

Nyneve se esfuerza en mantener la confianza y, por vez primera, yo siento que evalúo la realidad mejor que ella.

Sí, debo de estar envejeciendo, porque no creo que estos enfrentamientos verbales logren detener ni un solo mandoble. Pobres cátaros: tienen tanta fe en su capacidad de convicción que resultan conmovedores. Cuentan que, cuando uno de sus predicadores más célebres, Pierre Authié fue apresado por la Iglesia y llevado a la hoguera, el Buen Cristiano declaró, ya atado a la pira, que, si se le dejaba predicar una vez más a la muchedumbre que asistía a su suplicio, la convertiría al catarismo. Pero no le dejaron: las llamas devoraron el cuerpo y las palabras de Authié, sepultándole en un silencio crepitante.

Pero ahora estamos aquí, en Lombers, dispuestos a escuchar. Para mi sorpresa, Gastón ha venido con nosotras. Me extraña, pues dice despreciar a unos y a otros. Pero tal vez tema no volver a verme si nos separamos. Me gustaría creer que le mueve el afecto, pero también sé que depende de mí para vivir. Ya digo, estoy mayor, y tal vez ser mayor consista en empezar a saber aquellas cosas que preferirías ignorar.

Los nobles occitanos controlan la ciudad y han negociado una tregua parcial para permitir la celebración del debate. El encuentro teológico está teniendo lugar dentro de la iglesia, que está tan atestada de gente que, cuando hemos logrado abrirnos paso para entrar, la confrontación ya había comenzado. Junto al altar hay colocados tres sillones. Dos de ellos están ocupados por los prelados del Papa, Raoul de Fontfroide y Pierre de Castelnau. En el lado opuesto se encuentra un anciano canónigo cátaro, Guillaume de Nevers. Es un pequeño viejo sonrosado y calvo, con unas grandes cejas blancas tan hirsutas y prominentes que parecen dos enredados tejadillos que le sombrean la cara. Viste un sayal humilde, Uso y negro, que contrasta con los soberbios atavíos de los prelados, dos varones de unos cincuenta años, morenos, enjutos y atildados, extrañamente semejantes en su físico, salvo en la nariz rota de uno de ellos.

– Pero ¿cómo osáis llamaros cristianos, si abomináis de la cruz, de las iglesias, de las estatuas de los santos? Vuestro aborrecimiento por lo más sagrado indica inequívocamente que estáis poseídos por el Maligno. Ante la imagen de la cruz, Belcebú se retuerce de dolor -trompetea, con grandes ademanes histriónicos, el religioso de la nariz partida.

De Nevers suspira:

– Querido hermano, volvéis a mezclar y tergiversar las cosas, acaso porque os falta información. Os repito que no abominamos de las iglesias. Simplemente creemos que nada de lo visible es sagrado. Nuestro corazón es la única iglesia de Dios: y es la más hermosa. No necesitamos construir costosos edificios, que para nada sirven salvo para enterrar en ellos cuantiosas cantidades de dinero que podrían utilizarse para paliar las necesidades perentorias de los feligreses. La verdadera Iglesia de Cristo sólo puede ser pobre y pura, ajena a todo poder terrenal. ¿Acaso creéis que Dios necesita nuestro oro, nuestras piedras preciosas y nuestra plata? ¿Dios, el Ser Supremo, la Suprema Inteligencia, la Suprema Bondad? Todo eso es barbarie. Lo mismo que el culto a las imágenes. ¿Por qué postrarse ante una estatua o ante una cruz? ¿Olvidáis que las ha tallado un hombre en un trozo de madera? Perdonadme, hermano, pero todo eso es pura superstición. Y, además, ¿no consideráis extraño y enfermizo adorar un instrumento de tortura como la cruz? Sobre todo cuando Dios es todo generosidad y todo Amor.

El anciano cátaro habla con una voz sonora y poderosa que parece provenir de un cuerpo más joven. Los Prelados del Papa se remueven con nerviosismo en sus asientos y aparentan estar mucho más incómodos que su contrincante. Uno de ellos eleva la voz e interrumpe el discurso del albigense.

– ¡No mencionéis el nombre de Dios en vano! Vuestro herético Dios no es el mío. Vos adoráis tanto a Dios como al Diablo.

– Eso es un nuevo error de entendimiento.

– ¡Atreveos a negarlo! Rechazáis a Jehová y consideráis que Lucifer es una deidad tan poderosa como el Creador.

– Acumuláis los temas, y así, naturalmente, se os embarullan, como la bordadora poco aplicada que quiere coser a la vez con una sola aguja y varias hebras, y termina enredando y anudando todas las sedas… Es verdad que nosotros sólo admitimos el carácter sagrado de los Evangelios. El Antiguo Testamento, debo deciros, y basta con estudiar los libros atentamente para comprobarlo, no es más que un conjunto heterogéneo de autores y textos distintos y a menudo contradictorios, una acumulación de leyendas reunidas a lo largo de los siglos. Pura superstición, de nuevo. Y Jehová, o Yahvé, es un dios imperfecto construido en este mundo imperfecto, un dios tan violento y vengativo que es la antítesis de toda idea racional de la divinidad. Dios, os repito, es sólo y puro Amor. Y, puesto que es Amor, no puede ser el origen del Mal. El Mal ha sido creado por Lucifer, al cual desde luego no adoramos. Ya lo dice claramente San Juan en su Evangelio: «Sabemos que somos de Dios, mientras el mundo todo está bajo el Maligno». Todos los humanos somos en esencia buenos, mis queridos hermanos. Incluso vos, Fontfroide, o vos, Castelnau. Somos ángeles caídos en este mundo dominado por Belcebú y atrapados en la prisión de la carne. Nuestras almas son todas puras e iguales, tanto las de los sarracenos como las de los judíos, las de los cruzados que encienden las hogueras y las de las víctimas que se abrasan en las piras; y todos nos salvaremos por la gracia de Cristo. Por eso no hay guerra santa ni violencia justa.

__Pero…, pero ¿cómo es posible decir tantas herejías en tan poco tiempo? -salta de nuevo el de la nariz rota, que parece tener menor compostura que su compañero-. ¿Cómo vamos a ser todos almas puras? ¿Dónde dejáis el pecado original, la tentación de Eva? ¿Y cómo va a ser posible que nos salvemos todos? Ya lo dicen los Padres de la Iglesia: Salvuturum paucitas, damnandorum multitudo…

– Que quiere decir «pocos se salvarán, muchos se condenarán» -interviene el afable anciano-. Hablad en lengua popular, os lo ruego. Vuestros latines son un instrumento de poder que alejan, desconciertan y oprimen a los fieles. Pues bien, los Padres de la Iglesia se equivocan en este punto. Os repito: nos salvaremos todos en la magnanimidad infinita de Dios. La Iglesia usa la amenaza del castigo eterno como quien usa el látigo para amedrentar a sus esclavos.

– Extra ecclesiam nulla salus!--grita el prelado, enfurecido, como quien lanza un exorcismo contra el Diablo.

– Cuánta insistencia con el latín… ¿No os sería más fácil decir «fuera de la Iglesia no hay salvación», que es lo mismo pero lo entendemos todos? Por otra parte, ¿de qué Iglesia me habláis? Porque hay una Iglesia que huye y perdona y otra Iglesia que esquilma y que mata…

La luz del sol entra por los rosetones emplomados de la nueva catedral de Lombers y dibuja ardientes geometrías de colores en el aire. Hace mucho calor y la muchedumbre exhala el olor agrio y rancio de la ropa sudada y la peste fermentada de sus pies aprisionados por el calzado. De cuando en cuando se escuchan los gritos o los llantos de algún niño y murmullos de repulsa o aquiescencia que rubrican las palabras de los contendientes. Fuera de eso, la atención y el silencio son totales. Miro a mi alrededor: artesanos, campesinos, mercaderes. Todo Lombers está aquí. Observo sus ceños fruncidos por el esfuerzo de entender lo que se está diciendo. Saben que las palabras pesan y que su destino depende de este debate tanto como del chirrido del acero. A la izquierda del altar, detrás del sitial de De Nevers, alguien agita una mano.

– Mira… ¿No la reconoces? – me susurra Nyneve.

La pequeña figura vuelve a saludar: se diría que se dirige a nosotros. El rostro angelical, el brazo diminuto. Es la hija de la Perfecta de Montauban, aquella enana de pe-chito picudo a la que defendimos al final de la prédica de fray Angélico. Debe de estar de pie sobre uno de los asientos del coro, por eso su cabeza queda casi a la altura de las de los demás. A su lado, ahora lo advierto, se encuentra su madre, la religiosa catara, pálida y elegante en sus ropajes negros.

– Hermano Guillaume, poseéis la facilidad verbal de los endemoniados -está diciendo el otro enviado del Papa con voz sosegada-. Y con ella disfrazáis vuestras terribles herejías. Pero lo cierto es que ni siquiera creéis en la Sagrada Eucaristía.

– Y, para mayor abominación, en vuestros ritos satánicos celebráis una pantomima eucarística para burlaros del Santo Sacramento… -tercia el otro prelado.

– Lo que no podemos creer es que el pan y el vino se transmuten verdaderamente en el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Por Dios, hermanos, eso es pura magia para ignorantes… Y no, no nos burlamos en absoluto del sacramento; lo que hacemos es celebrar la repartición del Pan de la Palabra Divina, como memento de aquella Ultima Cena. Ahora bien, nuestro pan es simple pan, una humilde mezcla de agua y harina amasada por hombres; y cuando lo llamamos Pan de la Palabra Divina, sólo estamos usando una metáfora. Pero quizá no conozcáis lo que es una metáfora…

El religioso de la nariz rota se ha puesto en pie con tan brusca violencia que su pesado sillón se tambalea. Demudado por la ira, estira su largo brazo y señala con un índice tembloroso al canónigo:

– ¡Y vos no conocéis la cólera de Dios! Os veré subir a la hoguera, Guillaume; y eso no será nada comparado con los eternos tormentos del infierno. Claro que vos tampoco creéis en la existencia del infierno…

El albígense permanece en silencio durante unos instantes. Luego vuelve a hablar con una voz tranquila pero rota, una voz cansada que, por vez primera, parece pertenecer verdaderamente a su cuerpo de anciano:

– En eso os equivocáis, Castelnau… El infierno existe, y es este mundo.


Acabado el debate, los enviados del Papa se han marchado a toda prisa de Lombers. Me inquieta su urgencia: puede que simplemente les desagrade permanecer en territorio hereje, pero también puede que sepan algo que nosotros desconocemos. La guerra está muy cerca: el sanguinario Simón de Montfort acampa con sus tropas a medio día de distancia de la ciudad. El aire está cargado de amenazas y Lombers se prepara para el asedio. También nosotros debemos regresar con prontitud a Albi, antes de que el camino quede cortado. Pero primero hemos venido a la posada para almorzar algo. La temperatura sigue siendo buena a pesar de las fechas otoñales y el posadero ha sacado sus mesas a la calle. La plaza está llena de gente: los asistentes al debate beben sidra o cerveza y comentan la situación en apretados corros, los niños juegan, los perros rebuscan entre las basuras, los burros rebuznan junto al pilón del agua. Podría ser un día de fiesta, pero la pesadumbre oprime los corazones.

– Buenas tardes, mi querido señor de Zarco… Me alegro de volveros a encontrar. ¿Os acordáis de nosotras? Soy la señora de Lumiére… y mi hija Violante.

La matriarca catara ha venido a saludarnos. Su voz grave y sonora vibra como el bronce de una campana. Violante sonríe graciosamente y hace una pequeña reverencia cortés. Viste una primorosa túnica de brocado verde con las mangas acuchilladas en seda carmesí, todo de tamaño diminuto,

– Mi Señora… Mi joven Dama… ¿Queréis acompañarnos y tomar algo?

– Tal vez un poco de agua y algo de pan y queso… Debemos reponer fuerzas antes de regresar a casa.

Ahora recuerdo que, el día de fray Angélico, la matriarca nos contó que residía en Rabastens, al Oeste de Lombers. Y no vivía con otras Buenas Mujeres, como los cátaros suelen hacer, sino en una gran mansión en la que había habilitado un hospital para la comunidad. Dama noble y madre de caballeros, la señora de Lumiére había recibido el consolament, el único sacramento que administran los albigenses, tras quedar viuda del barón de Rampert. Su hijo mayor heredó el título y ella se retiró junto con Violante a una de las propiedades familiares, para vivir la austera y laboriosa vida de los Perfectos.

– Esto es algo bastante común. Muchas damas no-bies occitanas se convierten en matriarcas cataras al enviudar -explica Nyneve.

Hemos pedido queso, pan blanco y apio, y la señora de Lumiére come con un saludable y enérgico apetito que no parece adecuarse con su enjuto cuerpo, mientras su hija hace pelotitas con los alimentos y apenas mordisquea unos pocos pedazos.

– Violante, por favor…, recuerda que tenemos el enorme privilegio de no pasar hambre…

– Sí, madre… -contesta la enana con dócil aquiescencia.

Y se endereza sobre el banco, en el que está puesta de rodillas para poder alcanzar el plato, y durante cierto tiempo simula comer con propiedad.

– ¿Qué os ha parecido el debate? -pregunta la Patriarca.

– Interesante. Muy revelador. En realidad creí que iba a ser una discusión teológica, algo mucho más alambicado y más oscuro, pero ha sido una explicación del catarismo apta hasta para ¡os más ignorantes, como yo.

– Mi querido caballero, no seáis innecesariamente modesto, la humildad excesiva también peca de orgullo… Pero sí, es cierto que el tono del debate ha sido muy asequible… gracias a la sabiduría de De Nevers. De eso se trataba: de intentar contrarrestar las mentiras y manipulaciones de la Iglesia, la ceremonia de confusión de los papistas, para explicar a las gentes sencillas lo que en verdad somos. Pues es a ellos a quienes debemos convencer.

– Desde luego, dudo que los enviados del Papa puedan ser convencidos de nada. No escuchan. Son unos locos de la fe, como suele decir el señor Nyne…

La Perfecta frunce el ceño con expresión de pesadumbre:

– Tal vez estéis en lo cierto… Aunque quisiera creer que no. Quisiera creer que las palabras aún pueden detener este dislate.

– Pero ¿qué otra cosa tenemos sino las palabras, Leo? -salta Nyneve con un extraño apasionamiento-. ¿Qué otra cosa sino la razón? Es nuestra única arma. Cuanto más difícil sea la situación, cuanto más desesperada y más confusa, más debemos esforzarnos en pensar. Que los dioses nos iluminen para ser capaces de razonar con claridad, porque dentro de nuestras cabezas tiene que estar la solución para todo esto. Piensa, Leo, piensa…

También Nyneve está envejeciendo. Ignoro su edad: ella dice que es varías veces centenaria, pero supongo que ése es uno de sus juegos de palabras. Cuando nos conocimos aparentaba la treintena, de manera que ahora debería rondar los cuarenta y cinco. No los representa: durante muchos años, el tiempo pareció deslizarse sobre sus hombros sin herirla. Últimamente, sin embargo, algo semejante a la edad o quizá al cansancio se está remansando en pequeños rincones de su rostro: en las tensas comisuras de su boca, en sus ojos apagados y hundidos, en su cabello rojo fuego cada vez más entreverado por la plata. Pero, sobre todo, noto en ella una crispación de ánimo, una ofuscación que antes no tenía o que yo no le veía. Mi pobre Nyneve, mi Maestra, empieza a mostrarme sus debilidades.

Mientras mi cabeza vaga por sí sola en estos razonamientos, escucho la conversación que mantienen la señora de Lumiére y Nyneve sobre Simón de Montfort y la actual situación bélica. Sentado en un extremo, Gastón calla y tuerce la boca en su gesto habitual de desagrado, para demostrar que detesta nuestra compañía y que está perdiendo el tiempo con nosotras, en vez de estar embebido en su búsqueda hermética de lo excelso. A mí lado, Violante arroja con disimulo bolitas de pan y queso al suelo, para alimentar a los gorriones de cuerpecillo esponjoso y pechito tan picudo como el de ella. Brincan los pequeños pájaros a nuestros pies, cada vez más audaces, cada vez más cerca, y de cuando en cuando ladean la cabeza y nos miran con un ojo redondo y muy brillante, valorando nuestras intenciones: ¿vas a hacerme daño? ¿Esto es de verdad comida o es una trampa? ¿Piensas utilizar tu fuerza bestial contra mi fragilidad y mi menudencia?

Qué tarde tan hermosa. Una tarde de sol tibio y brisa fresca. Nubes blancas y mullidas como vellones de lana corren ligeras por el cielo azul brillante. Recortado contra ese fondo veloz, el campanario de la iglesia parece vibrar. Durante un instante vertiginoso tengo la sensación de que es la pesada torre de piedra la que se está moviendo sobre el cielo ancho y quieto. Parpadeo y aparto la vista, mareada por la repentina inestabilidad del mundo. Unos niños Juegan a arrojarle un palo a un perro y el animal corre a recogerlo una y otra vez, sin cansarse de la diversión repetitiva. Una anciana llena un cántaro en la fuente, parejas de jóvenes se susurran amores, un juglar andrajoso canta una romanza y pide monedas, una matrona rechoncha ayuda a caminar a su marido cojo. Todos ellos nacieron de mujer entre sangre y humores pegajosos, todos ellos fueron niños y luego adolescentes Henos de deseos, de miedos y esperanzas. Sé quiénes son porque reconozco en ellos mi propia vida. Algo sucede con mis ojos: al igual que antes creía que la torre galopaba por el cielo, ahora me parece que sobre la plaza ha caído una extraña inmovilidad, como si mi mirada se hubiera salido del tiempo. Es un momento de extraordinaria calma, un instante de vida plena y detenida. Otras veces he percibido esa misma sensación, justo antes del comienzo de un combate. Justo antes de arrojarte sobre tu enemigo y sumergirte en una velocidad que ya no puede parar hasta la muerte o la sangre, el mundo alcanza su máxima quietud. Es el ojo del huracán, la paz absoluta antes de la vorágine. Y ahora me siento así, instalada en la fugaz eternidad de esta tarde tan bella, a la espera de que la fuerza bestial de los cruzados de Simón de Montfort aplaste nuestra fragilidad y nuestra menudencia.

Los feligreses empiezan a abandonar el lugar y la plaza va quedándose vacía. Nosotros también nos ponemos en pie: debemos marcharnos. Mientras yo pago al posadero, Nyneve y Gastón van al establo en busca de los caballos. Cuando nos quedamos solas, la matriarca se acerca a mí y pone su blanca mano sobre mi brazo:

– Quería pediros un favor, mi Señor -susurra discretamente-. Es algo delicado, y me apena tener que abusar de vuestra generosidad, pues ya os debo demasiado…Pero las circunstancias son tan graves y hay tan poca gente en la que confiar que no puedo por menos que preguntároslo. Sin embargo, sabed que sois completamente libre de aceptar o no. Si no queréis hacerlo, lo entenderé perfectamente.

Sus palabras me inquietan.

__Hablad sin miedo, Señora.

La Perfecta carraspea con nerviosismo. Violante me mira fijamente con sus grandes ojos del color de la miel.

__Habréis de saber, mi Señor, que, pese a su juventud y su pequenez física, mi hija es toda una mujer. Y una mujer muy valiente y con grandes recursos. Con ardides que no voy a revelaros, y amparada en su aparente insignificancia, Violante ha conseguido infiltrarse en medios próximos a Simón de Montfort. Digamos, para entendernos, que ha espiado los próximos movimientos de los cruzados. Disponemos de información de relevancia para la guerra, información que debe llegar cuanto antes a manos de mí primo, el vizconde de Trencavel. Podríamos intentar llevársela nosotras mismas, pero sospechamos que Violante ha sido descubierta, y las dos somos demasiado conocidas por nuestros enemigos y tememos ser interceptadas. Puesto que vos os dirigís a Albi, quería pediros que llevarais dicha información al Vizconde. Como veis, me he puesto en vuestras manos al contaros todo esto. Apenas os he tratado, pero confío en vos, y creo que el Señor Buen Dios no me dejará equivocarme. Meditad la respuesta: es una encomienda que os compromete y, como digo, entenderé que la rechacéis.

Siento un retemblor en la boca del estómago.

– No os habéis equivocado al confiar, Señora. Haré lo que me pedís con mucho gusto.

La Perfecta cierra los ojos un instante con expresión de alivio:

– Alabado sea Dios. Tomad, en esta carta viene todo. Cuando lleguéis a Albi, decidle a mí primo que vais de mi parte. El documento está autentificado con mi sello. Y que Dios os proteja y os bendiga.

Rápida y sigilosa, la señora de Lumiére me entrega un pergamino doblado y lacrado. No sé dónde esconderlo, porque Nyneve se ha llevado las alforjas. Tras un instante de duda, introduzco la carta por el cuello de mi cota de armas. El pergamino resbala por mi cuerpo y queda detenido en un costado, entre la almilla y la armadura, sujeto por el cinto, que impide que caiga al suelo. Por el momento lo dejaré ahí, ya buscaré un lugar mejor donde guardarlo

– Que Dios os bendiga -vuelve a repetir la matriarca.

Por una esquina de la plaza aparece una compañía de soldados: quizá vayan a relevar a la guardia de la muralla. Una bandada de ánades cruza el cielo en formación de flecha, agujereando la placidez de la tarde con sus graznidos. Soldados y aves desfilan ordenada y disciplinadamente, los unos para quedarse a esperar lo inevitable, las otras para escapar del ya próximo invierno. Adiós, plazas bulliciosas, días embalsamados de tibieza, niños ignorantes del peligro. Quién tuviera la libertad de los pájaros para huir del frío y del hierro que se acercan.


– ¡No puedo creer que hayas aceptado llevar esa carta!

Gastón está furioso. Aunque conozco bien su ira, creo que jamás le había visto tan indignado. Sus ojos son puñales de odio enfebrecido con los que querría acuchillarme. El veterano guerrero que aún soy percibe su peligro y su violencia y me hace ponerme en guardia. Siento que mi cuerpo se tensa y se prepara para el combate. Acerco mi mano a la espada y me siento ridícula: no es posible que Gastón quiera atacarme… Sé que podría con él en una pelea, o creo que aún le puedo, aunque estoy desentrenada. Pero la cuestión no es ésa: lo inquietante es siquiera pensar que podría agredirme. Bajo el brazo e intento relajarme y dialogar con él:

– ¿Por qué te pones así? La señora de Lumiére me lo pidió y no encontré razones para negarme. Tampoco es una encomienda tan difícil…

– ¿Ah, no? ¡Has escogido bando! ¡Al aceptar la carta, te estás convirtiendo en una emisaria de Trencavel, en una espía! ¡Te has puesto en riesgo y, lo que es peor, me has puesto en riesgo a mí sin siquiera preguntarme si deseo asumirlo! ¡Has comprometido mi libertad dentro de esta guerra absurda y sin sentido! ¡Has amenazado mi vida y m' trabajo, que es mucho más importante, más definitivo y perdurable que este combate ciego entre ignorantes! Y por si fuera poco, has escogido mal, porque acabarán Enciendo los papistas!

– ¡Eso está por ver! Y, en cualquier caso, yo desde luego estoy en contra de las carnicerías de los cruzados Estoy en contra de Simón de Montfort. Sí, he escogido bando, y me siento orgullosa de ello. No sé cómo puedes decir que son lo mismo.

– ¿Acaso no son todos unos fanáticos? Esos cátaros que tanto aprecias y que se dejan quemar vivos con tal de no renegar de su idea de Dios, esos Perfectos que entran en la pira cantando, ¿no son también unos iluminados? La única opción sensata es estar de parte de los vencedores: es la única manera de sobrevivir. Y yo he de sobrevivir. Me debo a mis estudios, a mi trabajo. Estoy muy cerca de conseguir lo que busco. Y ese logro no tiene parangón con ningún otro afán de los humanos. Destruye la carta ahora mismo, Leola. Destruyela o, mejor, vamos al cercano campamento de los cruzados y se la entregamos a Montfort.

– ¿Y eso no es escoger bando?

– Eso es cuidar de uno mismo. Eso es ser prudente y procurarse un salvoconducto y una vida mejor.

– Nunca. No haré eso nunca. Voy a llevar el documento a Albi.

– Te lo digo por última vez, Leola. Entrégame esa carta. O destruyela. O vamos al campamento de Montfort. Haz lo que te digo o atente a las consecuencias.

– Atrévete a quitármela, Gastón.

Los ojos del alquimista relampaguean. Me detesta. Y me da miedo.

– ¿Es tu última palabra?

– Llevaré el pergamino a Albi y se lo daré a Trencavel, contigo o sin ti.

– Entonces será sin mí.

Gastón hunde los talones en los flancos de Alegre y, dando medía vuelta, se marcha al galope desandando el camino que hemos hecho. Observo su espalda mientras se aleja: sé que no le voy a volver a ver. Éste es el final.

– Se lleva a Alegre. Nos ha robado el caballo -gruño, con un nudo en la garganta.

– Sí, eso parece -suspira Nyneve-. Pobre animal, en manos de ese inútil. Cuando se le acabe el dinero, terminará comiéndoselo.

__Me alegro -sigo diciendo con mi voz apretada.

– ¿De que se lo coma?

– De que se vaya.

– Oh, no creo que sea tan fácil… Ahora que lo pienso, me parece que pronto le veremos por Albi. No va a abandonar todos sus alambiques y sus retortas… Todavía no nos hemos librado de Gastón.

Qué confusión. Noto un inmenso alivio y, al mismo tiempo, una pena profunda, una sensación de ausencia, de mutilación, como si me hubieran cortado otro par de dedos. E¡ nudo de la garganta se me sube a los ojos convertido en una humedad que arde y escuece, pero no sé si estoy llorando de tristeza o de alegría.

– Sigamos. Pronto oscurecerá y aún nos queda mucho camino.

Como hemos salido de Lombers con el sol ya muy bajo, habíamos decidido llegar hasta la posada de las Tres Colinas, a pocas leguas de la ciudad, para pasar la noche. Mi estúpida decisión de contarles a Nyneve y Gastón el asunto de la carta nos ha detenido un buen rato a las afueras de Lombers en esta discusión amarga y sin sentido, y ahora tendremos que avivar el paso.

– No importa. Los bridones están descansados y creo que podremos llegar a la posada poco después de vísperas.

Nos ponemos al trote largo y me dejo mecer por el conocido movimiento de mi caballo. El golpeteo de los cascos sobre el duro suelo adormece mi espíritu. La espada tintinea rítmicamente contra la armadura y siento el calor de Fuego entre mis piernas, su musculosa fuerza, su potencia tranquila. Hay un placer en volver a correr por los caminos revestida de hombre. Libre e intocable. Bien protegida de la necesidad y la necedad airada de los Gastones por mi capullo de hierro.


Le veo en cuanto salgo de la posada. Está sentado en una piedra, al borde del camino, arrebujado en su capa para protegerse de la humedad de la mañana. Sin duda nos está esperando, pues sabía que pensábamos hacer noche aquí.

– Te dije que no nos íbamos a librar tan fácilmente de él -masculla Nyneve con disgusto.

Siento una especie de sofoco, opresión, nerviosismo. El corazón ha echado a correr dentro de mí pecho. Creo que lamento que haya regresado. Creo que prefiero mi vida sin él. Me acerco lentamente hacía Gastón y él se pone en pie. No sé qué decirle. No sé qué quiero hacer.

– Hola, Leo.

Guardo silencio. Gastón tirita de frío. O quizá de tensión. Se le ve muy pálido y sus hermosos ojos aterciopelados están sombreados por oscuras ojeras. Siento una punzada de conmiseración, un húmedo eco de toda la ternura que antaño le tuve. En mi mano hormiguea el deseo de tocarle, aunque no sé si ansío golpearle o acariciarle.

– Lo he pensado mejor. Estoy dispuesto a regresar con vosotras… a pesar de la carta.

Se expresa con rígida dificultad, como si las palabras se negaran a salir de su boca. Es tan orgulloso. Sé lo que le está costando admitir su error. Aun así, sigo guardando dentro de mí demasiado rencor. No estoy dispuesta a facilitarle las cosas.

– Pues no sé si nosotras queremos que regreses.

Gastón cierra los ojos un instante y suspira.

– Está bien. Lo siento. Te pido disculpas.

Tiene la voz ronca, casi rota, y los temblores le sacuden visiblemente. Me conmuevo a mi pesar.

– Está bien. Puedes venir… pero tenemos que hablar.

En un impulso repentino y absurdo, estiro el brazo e intento acariciar su cara. Gastón se sacude y rehuye mi contacto con brusquedad, como si mi mano le quemara.

– Sí. Ya hablaremos -murmura con aspereza.

Su hosquedad me irrita nuevamente. Esta historia está acabada. Cuando lleguemos a Albi, debemos aclarar las cosas y separarnos.

Nyneve se acerca trayendo los caballos de las tiendas:

– ¿Y bien?

– Vamonos -digo de malhumor.

Gastón se dirige a Alegre, que está atado a un arbusto. El palafrén se encuentra totalmente cubierto de sudor. Babas blancas resecas se le pegan a los belfos como encajes.

– Pero ¿qué has estado haciendo? El caballo está agotado. ¿Has galopado durante toda la noche?

El alquimista se encoge de hombros y esquiva mi mirada:

– Lo siento. Estaba muy lejos cuando decidí volver. Y temía no poder alcanzaros.

– ¡Maldita sea, Gastón! Pobre animal. Vamos a tener que ir al paso…

Alegre me mira con ojos suplicantes, como si quisiera decirme algo. Tengo hambre, tengo sed, estoy cansado.

– ¿Ha comido?

– Sí… Bueno, no. Qué más da, vámonos. Haremos una jornada corta.

– ¿Cómo que qué más da? Vamos a llevar el caballo al establo, Nyneve…

– ¡Es tarde! Tenemos que irnos -se irrita Gastón.

– ¿A qué vienen ahora estas prisas?

– Debemos alejarnos de aquí. Los cruzados no tardarán en atacar. Cuanto antes nos marchemos, más seguros estaremos. Sobre todo con la carta.

– Tú te lo has buscado, Gastón. La culpa es tuya.

Le arrebato las riendas del palafrén y regresamos a la cuadra. Busco al mozo de establos y le pago una carga de heno. Desensillamos a Alegre, le secamos y frotamos, le damos agua, le dejamos comer. Gastón se pasea ansioso y furibundo de una esquina a otra del lugar. Ensillamos de nuevo al palafrén y nos ponemos en marcha. Entre una cosa y otra, ha pasado con creces la hora tercia y el sol asoma ya sobre los árboles.

Cabalgamos en silencio, callados y enfadados. Gastón está inquieto. Mira constantemente alrededor y se remueve con incomodidad sobre la silla. Es un cobarde. Toco la faltriquera que he colgado de mi cinto: dentro está la carta. No sé por qué se preocupa tanto: en mi vida he hecho cosas mucho más peligrosas que ésta. Pero yo, claro está, soy un guerrero.

– Espera, Leola. Podemos acortar si cruzamos ese bosquecillo.

– ¿Quieres que abandonemos el camino?

– Esta madrugada, cuando venía a buscaros, me perdí en la oscuridad y me pasé de la posada. Entonces descubrí que hay un sendero que atraviesa el bosque y va a caer sobre el próximo pueblo. Nos ahorrará por lo menos un par de leguas. Mirad, sale de ahí.

En efecto, a la derecha se ve claramente el comienzo de una vereda.

– No creo que debamos ir por ahí -dice Nyneve-. No sé, no me gusta.

Miro el sendero, que se dirige campo a través hacia los árboles. Por lo que recuerdo de cuando vinimos, el camino hace aquí una amplia curva hacia Poniente. Gastón debe de tener razón, nos ahorrará un buen trecho.

Y Alegre está agotado.

– Está bien, ¿por qué no? Venga, Nyneve. Los caballos lo agradecerán.

Cogemos la senda, que es estrecha pero nítida. Avanzamos en fila de a uno, con Gastón delante y Nyneve en último lugar, porque no cabemos a la par. Entramos en la espesura; es un bonito bosque de fresnos, arces y robles. El sol se cuela entre las ramas e ilumina las hojas que el otoño ha pintado de amarillo. Huele a tierra, a madera, a musgo fresco. Qué sitio tan hermoso. Siento que se me levanta el ánimo y me alegro de haber tomado esta ruta.

Súbitamente, algo pesado y duro me golpea la espalda. Pierdo el equilibrio, intento aferrarme a mi bridón. Ante mis ojos, salido de no sé dónde, un individuo armado trata de sujetar las riendas del caballo. Fuego se alza de manos. El peso que embaraza mi espalda tira de mí y me impide enderezarme. El suelo se acerca a mi cara vertiginosamente. La tierra me golpea. Me he caído y no puedo moverme. Sobre mí hay un hombre, dos hombres, tres. Me inmovilizan en el suelo; uno de los soldados, pues eso son nuestros atacantes, me quita el cinto con las armas.

Y con el documento, pienso angustiadamente. Me levantan de un tirón. Están retorciendo mis brazos a la espalda de tal modo que temo que me partan una muñeca. Miro alrededor: Gastón y Nyneve también han sido desmontados y apresados.

– Atadlos -ordena un guerrero con armadura.

Lleva el yelmo puesto y en su sobreveste blanca está pintada la cruz. Son las tropas del Papa. Me estremezco. Sujetan mis manos y mis brazos a la espalda con apretadas ligaduras de esparto que se hincan en mi carne y me hacen subir de nuevo en el bridón. Ahora veo que otro grupo de soldados se acerca con los caballos de los asaltantes: sin duda los dejaron en un sitio apartado para no delatar su presencia. Son por lo menos una veintena de hombres y entre ellos hay tres caballeros cruzados. Todos, incluso los soldados, llevan cabalgaduras: deben de tener prisa. Y, en efecto, partimos al galope, quién sabe hacia dónde. En cualquier caso, hacia el Este.

Voy rodeada de enemigos y el hombre que está a mi derecha lleva las riendas de Fuego. Intento pensar desesperadamente en un modo de escapar, pero no consigo encontrar la manera de hacerlo. Las ligaduras duelen como quemaduras en mis muñecas y mi mejilla derecha escuece y late: sin duda me la golpeé al caer al suelo. Ha sido una emboscada. Nos debían de estar esperando y se arrojaron sobre nosotros desde los árboles. Pero ¿cómo sabían que íbamos a pasar por allí? La cabeza me da vueltas y una piedra de angustia me oprime el pecho de tal modo que casi no puedo respirar. Miro hacia delante, allí donde Gastón cabalga, también maniatado, entre los soldados. No puede ser. No me puedo creer que haya sido Gastón. Tiene que haber sido una maldita casualidad. Los cruzados nos deben de haber visto desde el bosquecillo al tomar el sendero… Tal vez hayan apresado a la señora de Lumiere, tal vez supieran de nuestra encomienda y nos estuvieran buscando… No, desde luego que no, es imposible que el pobre Gastón tenga la culpa.

Galopamos sin que nadie diga una palabra durante casi media jornada. A nuestro paso, aldeanos y viandantes corren a esconderse: la visión de los cruzados produce espanto. Al cabo, encontramos un retén de soldados papistas y, un poco más allá, vemos un campamento militar, las tiendas de lona blanca, las enseñas flameantes con la cruz roja y el aún más aterrador blasón amarillo y negro con un puño dorado: la divisa del cruel carnicero de la Iglesia. Estamos en el acuartelamiento de Simón de Montfort. La boca se me seca y un agudo ataque de pánico me nubla la vista. Pienso en el macabro desfile hacia Cabaret. Las narices y los labios rebanados. Los ojos perforados con feroces espinas. Un calor húmedo se extiende por mi entrepierna. Me he orinado. Recuerdo aquella única otra vez que también me oriné, hace ya tantos años, cuando tuve que enfrentarme a Guy, el gigante inocente, aquel niño eterno a quien yo tomaba por un pavoroso guerrero. También yo era a la sazón casi una niña. Ha pasado tanto tiempo desde entonces. Y han sucedido tantas cosas. Inspiro profundamente varias veces, intentando calmarme. Tengo que estar a la altura de mi Maestro. Tengo que estar a la altura de lo mejor que siempre he soñado para mí misma. Si otros han soportado el sufrimiento, yo también lo soportaré. No me queda más remedio. Piensa, Leola: las cosas ocurren en el tiempo, duran un instante y luego se acaban. Todo termina, incluso el dolor y la tortura. Es cuestión de aguantar durante un rato… y luego llegará la muerte dulce y compasiva. Que mi Maestro no se avergüence de mí, si puede verme desde algún lugar del cielo o de la memoria. Tengo que comportarme como un auténtico guerrero.

Nos hemos detenido delante de una de las tiendas. Me desmontan de un empujón y caigo de rodillas sobre el suelo.

– Mi Señor, aquí están los espías -dice el cruzado que viene con nosotros y que parece comandar el grupo.

Alzo la cara y miro a la persona a la que el caballero se dirige. Es un hombre de hierro de mediana altura, corpulento y cargado de hombros. Su rostro muestra un desagradable desequilibrio entre una mandíbula colosal, apenas recubierta por una barba rala del color de la paja, y una pequeña frente estrecha y huidiza. Los ojos hundidos, muy negros y brillantes, serían hermosos si no mostraran una mirada tan dura y tan ávida. En el pecho de su sobreveste, el puño bordado en hilo de oro.

– Bien. Muy bien.

El cruzado le da a Simón de Montfort mi cinto con la espada, el cuchillo y la faltriquera. El Vizconde desengancha la bolsa y tira al suelo lo demás. Saca el pergamino, rompe los sellos con gesto impaciente y comienza a leerlo. Pobre señora de Lumiére. Pobre Violante. Pobres todos nosotros. He fallado, y en este instante eso me angustia todavía más que la certidumbre del horror que me espera.

Montfort sonríe. Una boca inmensa en su inmensa quijada. Dientes poderosos y afilados hechos para triturar y desgarrar.

– De manera que la señora de Lumiére se había enterado del movimiento de nuestras tropas y de nuestro plan de ataque… Qué pena que mi amigo Trencavel no pueda disponer de esta información. Muy interesante. Ya investigaremos de dónde salió la filtración. En cuanto a vosotros…

Montfort se detiene y se nos queda mirando con ojos maliciosos. Se divierte. Le alegra nuestro miedo. El Señor de la Muerte se alimenta de espanto. Pienso, por un instante, en lo que sucederá cuando descubra que soy una mujer. Siento que vuelve a crecer el pavor dentro de mí. Trago saliva e intento controlarme. El infierno es este mundo, como decía el viejo De Nevers. El Vizconde saca su daga del cinto y se acerca a nosotros lentamente. Narices cortadas, ojos reventados: mi carne se estremece de un dolor presentido. Virgen Santísima, quiera Dios que lo aguante, quiera Dios que sea rápido. Montfort da una vuelta en torno a nosotros tres como un lobo hambriento. La hoja del puñal brilla en su mano. Y de pronto… ¿qué hace? ¿Está acuchillando a Gastón? No… ¡No! Ha cortado sus ataduras. A mi lado, el alquimista se frota las muñecas.

– Que paguen a este perro su dinero y que se marche -ordena el Vizconde.

Un cruzado le arroja una bolsa de cuero que Gastón no atina a atrapar. La bolsa cae al suelo, tintineante, y el alquimista la recoge. Le miro con ojos desorbitados. Hiel en mi boca, hielo en mis entrañas.

– ¡Miserable! -ruge Nyneve.

– Cómo…, cómo has podido… -balbuceo.

Pálido y tembloroso, Gastón rehuye mi mirada. El Vizconde suelta una carcajada.

– ¡Pero por qué! -grito.

– ¿Por qué? ¡Tú te lo ganaste! ¡Te dije que no lo hicieras! ¡Te lo advertí! ¡No nos iba nada en esta guerra! ¡Y yo tengo una misión! ¡Me debo a mi trabajo, que es mucho más importante que nada! ¡Más importante que tú, maldita sea! ¡Y gracias a este dinero podré completarlo! -aúlla Gastón, fuera de sí, el rostro escarlata, las venas de SU cuello hinchadas y vibrantes.

Nyneve le escupe. El lapo cae en el labio inferior del alquimista, en esa hermosa boca que tantas veces besé. Venenosa boca de serpiente. Gastón se seca con el dorso de la mano y, sin mirarnos, se sube a mi buen Alegre y sale al galope. Montfort aplaude, agitado por la risa.

– Estupendo espectáculo. Mejor que el de muchos bufones, os lo aseguro… Verdaderamente creo que podríais resultar muy entretenidos. Mucho. Se me ocurren varias diversiones, a cual más exquisita, para jugar un poco con vosotros… Pero, por desgracia, he prometido a un buen amigo que os entregaría a él. Parece estar muy interesado en vosotros, no sé por qué…

De la tienda sale un hombre alto envuelto en hábitos flotantes. Es fray Angélico.

– No es por mí, mi Señor -dice el fraile haciendo una pequeña reverencia-. Es por mi Señora, la Du quesa. Ella es quien desea hacer justicia…

– Está bien, está bien. No podemos defraudar a la Duquesa, que es tan buena aliada, tan gentil defensora de los colores de la Iglesia. Sacad cuanto antes a estos herejes de mi vista -dice Montfort, repentinamente serio y malhumorado.

Y, dando media vuelta, desaparece dentro de la tienda.

– Fray Angélico… -digo.

Pero el religioso pasa junto a mí sin siquiera mirarme.

– Ya habéis oído al Vizconde. Vamonos -ordena a los soldados.

Vuelven a subirnos a los caballos y en pocos instantes queda organizada una nueva partida de una docena de hombres. Salimos del campamento con fray Angélico al frente y, en el cruce de caminos, enfilamos en dirección al Noroeste. Creo que vamos hacia el castillo de Dhuoda. Tanto tiempo sin volver por allí. Tantos años sin verla. La angustia, la vergüenza y la confusión oprimen mi pecho, pero en el fondo de ese revoltijo de sucias emociones brilla una pequeña y punzante esperanza. Nos hemos salvado de Montfort. Hemos escapado del gran carnicero. La esperanza arde y crece, calentándome el ánimo. Todavía estoy viva y entera y, lo que es más, deseo vivir. Tengo que salir de todo esto para poder matar al alquimista.


Apenas puedo reconocer el castillo de Dhuoda cuando vuelvo a verlo, pesadamente plantado sobre su colina. Antes era una fortaleza a la vez sólida y liviana, algo tan resistente, hermoso y aéreo como los nidos de las águilas sobre las rocas. Pero ahora han sido añadidos gruesos bastiones, torretas defensivas, murallas de refuerzo. Robusto, informe y feo, el castillo se aferra al suelo como una vieja muela de caballo a la quijada. Su sola visión produce una sensación brutal y opresiva, magnificada por la negra nube que truena sordamente sobre la fortaleza. Alrededor, el cielo se ve despejado; pero en el castillo de Dhuoda llueve y el mundo es un lugar húmedo y sombrío. A mi lado, el joven soldado que nos ha alimentado y se ha ocupado de nuestras necesidades durante el viaje se estremece y se santigua:

– Ya sé que la Dama Negra es una de las grandes aliadas del Padre Santo, pero esto tiene que ser cosa del Maligno… -murmura asustado.

Le miro inquisitivamente. No quiero preguntarle de manera directa porque temo comprometerle si le hablo: es un buen muchacho y ha intentado suavizar las duras condiciones de nuestro cautiverio. Pero le miro, y él me mira a su vez, quizá contento de poder explayarse con un hereje que no va a escandalizarse por lo que él diga:

– Siempre llueve sobre el castillo de la Duquesa. Da igual el tiempo que haga en otras partes, ahí encima siempre hay una tormenta… Eso no es normal… Que Dios nos proteja -susurra, volviendo a persignarse y separándose después bruscamente de mi lado, como avergonzado de sus confidencias con el enemigo.

En efecto, ahora estamos entrando ya bajo la línea de la lluvia. Que es caudalosa y está helada. El agua se me cuela por el cuello, gotea de mis cejas, empapa las ligaduras de mis entumecidos brazos. Las rozaduras de mis muñecas escuecen al mojarse. Atravesamos el puente levadizo, cuyos gruesos tablones parecen medio podridos y están recubiertos de verdín. Han construido una nueva puerta ante el portón antiguo, y entre ambos queda una especie de vestíbulo que en realidad es una trampa militar: al pasar miro hacia arriba y veo un enrejado, a través del cual pueden echar aceite hirviendo sobre los atacantes. El patio de armas, en el que fui nombrada caballero hace tantos años, sigue más o menos igual, aunque bajo la oscuridad de la nube y el inclemente azote de la lluvia parece más inhóspito y pequeño. Las almenas del cuerpo principal del castillo están llenas de picas, y las picas de cabezas ensartadas: se ve que la Reina de los Cuervos ha decidido seguir alimentando a sus alados siervos. Creí que nunca regresaría a este lugar. Ahora que estoy aquí, me siento atribulada por la incertidumbre de lo que pueda pasarnos, pero también, debo reconocerlo, excitada ante la idea de volver a ver a Dhuoda. ¿Qué habrá sido de ella? Me pregunto sí seguirá siendo igual de hermosa. Y si, pese a todo, me seguirá queriendo.

El castillo está lleno de mercenarios: vivaquean dentro de la fortaleza como sí se encontraran en campo abierto. Los magníficos suelos de piedra, antaño pulidos y adornados con alfombras, están ahora recubiertos por una sucia capa de paja podrida. Los hombres de hierro acampan desordenadamente, reunidos según sus procedencias: veo a los bretones de salvaje aspecto, con sus formidables arcos largos; y veo a los lanceros suizos, agrupados por comarcas bajo sus enseñas, el toro de Uri, la gamuza de los Grisones, engrasando sus invencibles alabardas, esa mezcla letal de pica y hacha. Han encendido fuegos de leña sobre el suelo y el humo se acumula en las estancias haciendo el ambiente casi irrespirable. En el otrora refinado salón de banquetes, los caballos mordisquean grandes brazadas de heno. Huele a cuadra, a excrementos, a sudor, a hollín. No queda ningún paje en el castillo de Dhuoda, ningún mueble fino, ningún hachón encendido: la única iluminación proviene de las hogueras. A su luz temblorosa, constato que los muros siguen recubiertos con lo que parecen ser los restos de los lutos del día de mi investidura, sucios jirones desgarrados y descoloridos. Hay un ambiente rudo y peligroso, un latido de violencia sorda, la tensa vigilia de los hombres de hierro que saben que quizá no alcancen a terminar con vida el día siguiente. Veo todo esto con el corazón encogido mientras atravesamos las estancias a toda prisa, escoltadas por cuatro soldados y en pos de las atléticas zancadas de fray Angélico. Al cabo nos detenemos frente a unas puertas dobles: si la memoria no me engaña, es el salón ducal. El religioso golpea la hoja de madera con el puño.

– Entrad.

El salón es el único cuarto aún reconocible del antiguo castillo. Aquí también han desaparecido los tapices y las ricas alfombras, pero el suelo está limpio de paja y el aire es respirable, porque el fuego crepita dentro de ¡a gran chimenea, librando el lugar de humo. El sillón ducal sigue situado sobre los escalones de piedra, en la parte Norte de la estancia; a la izquierda, junto al muro, veo una cama dispuesta, un pequeño catre de campaña: se diría que Dhuoda ha trasladado su alcoba a este lugar. Unas cuantas bujías en un candelabro iluminan el centro de la habitación. Al fondo, entre las sombras, una figura oscura vuelta de espaldas. El pulso se me acelera y la sangre me zumba en los oídos: sin duda es la Duquesa.

– ¿Y bien? -pregunta la figura con una voz extrañamente ronca que, sin embargo, todavía reconozco.

– Aquí están, Dhuoda. Como me pediste -contesta el fraile.

La Duquesa no dice nada, pero en el silencio me parece escuchar un hondo suspiro. Al fin se vuelve hacia nosotros. Con lentitud. Ahora está de frente. Casi no la distingo, pero su rostro brilla fantasmagóricamente blanco en la penumbra.

– Que se acerquen a la luz -ordena.

Los soldados nos empujan hacia el candelabro. Desde el fondo del cuarto, Dhuoda avanza hacia nosotros paso a paso, emergiendo de las sombras como el ahogado emerge de las negras aguas de un pantano. Y su visión resulta tan terrorífica que tengo que hacer un verdadero esfuerzo para que mí expresión no lo denote. Viste de la manera más extraordinaria que pensarse pueda: lleva unas amplias faldas de brocado de seda, tan negras y brillantes como el azabache, pero tan inusitadamente cortas que, por abajo, asoman sus piernas, envueltas en malla de hierro y protegidas por sólidas grebas metálicas de guerrero. En cuanto al cuerpo, lo lleva revestido, hasta la cintura, en una apretada armadura de una condición que jamás he visto: no está confeccionada con eslabones, sino con placas grandes y duras de metal, articuladas ingeniosamente en los hombros de tal modo que puede mover los brazos con comodidad, si bien entre chirridos. Bajo el hombro derecho lleva adosado a la coraza un agudo punzón, un temible estílete, quizá encargado de buscarle el corazón al enemigo en el curso de los combates cuerpo a cuerpo. Colgando del cuello, un espléndido e inadecuado collar de perlas blancas. Toda su armadura es negra como la pez, pulida y espejeante. También su cabello sigue siendo muy negro, una melena despeinada e hinchada que le sale de la mitad del cráneo, pues ahora se depila demasiado el nacimiento del pelo. Aunque quizá lo que suceda es que lo esté perdiendo, tal vez se esté quedando calva, ahora que me fijo su cabello posee una textura horrible, sin duda se lo tiñe, ese negro reseco y pegajoso no es normal. Mi bella Dhuoda, ¿qué ha pasado contigo? Han transcurrido más de tres lustros y ahora debe de tener unos cuarenta y cinco años, pero aun así se ha estropeado demasiado. Parece una vieja, o quizás un viejo: esta turbadora mezcla de sayas de seda, collares de perlas y armaduras feroces le otorga una inquietante imprecisión sexual, un lugar indefinido entre el varón y la hembra. Pero lo peor es su rostro. Su pobre rostro, recubierto de un cuarteado emplasto de yeso y plomo con el que se afana inútilmente en blanquearlo. Los ojos, dementes y enrojecidos, están repintados con los tiznones del kohol berebere y, cuando habla, la boca se abre como una herida rosada en medio de la pálida y grisácea máscara de sus afeites.

Contemplo toda esta devastación mientras Dhuoda, a su vez, me contempla a mí. Me escruta en silencio durante largo rato, con una mirada en la que no soy capaz de reconocer ningún sentimiento. Levanta mis manos, que ahora llevamos Nyneve y yo atadas por delante del cuerpo para poder manejarnos mejor durante el viaje, y observa con atención mis dedos mutilados. Sus ojos relampaguean. ¿Lamenta mis heridas? ¿O acaso las celebra? Súbitamente tengo la sensación de que la Duquesa está buscando síntomas de mi deterioro. Quiere comprobar si el tiempo ha sido tan cruel conmigo como con ella. Quiere verme y no reconocerme, no desearme. Pero no lo consigue. Lo veo, lo noto. Siento la caricia de sus dedos cálidos y secos sobre mis dedos. Y en sus ojos arde la misma Dhuoda de siempre. Toda esa fragilidad y esa dureza.

– Duquesa… -susurro, conmovida a mi pesar.

La Dama Negra deja caer mis manos violentamente. Reprimo un gesto de dolor: tengo las muñecas desolladas, los brazos agarrotados.

– No te he dado permiso para hablar, hereje.

– Sólo quería agradeceros que nos hayáis sacado del campamento de Simón de Montfort. Es un nuevo favor que os debo.

La Duquesa ríe desganadamente. Sus dientes están ennegrecidos y deteriorados, sin duda a causa del envenenamiento producido por los afeites de plomo y de mercurio.

– Tú no me debes ningún favor. No te conozco, hereje. No sé quién eres. Y mañana te quemaré en la pira.

– Si eso es así, ¿por qué vino fray Angélico a buscarnos de vuestra parte? Duquesa, yo sí sé quién sois vos. Y os recuerdo muy bien.

Dhuoda cierra los ojos y su rostro-máscara se crispa. Pequeñas grietas recorren la capa de ungüento.

– Tú recuerdas a la Dama Blanca. Y esa mujer no existe. Yo soy la Dama Negra y carezco de memoria. Te mandé traer para probarme. Te mandé traer para medirme. Y estoy satisfecha, porque he comprobado que el odio es más fuerte que el amor. Mi odio me hace pura, perfecta y poderosa. Y cuando te vea morir mañana, extirparé el último residuo de mi necesitada y deleznable humanidad, como quien cauteriza una pústula con un hierro al rojo. Mañana desaparecerá tu pobre carne y con ella las ruinas del recuerdo que te tengo. Y será como si nunca hubieras nacido.

– No te creo, Dhuoda. Uno no puede evitar ser lo que ya ha sido. La Dama Blanca sigue ahí, atrapada bajo esa sucia pasta con la que te deformas y te escondes. Sé que hay en ti algo bueno, pese a todo. Recuerdo tu generosidad. Y la dulzura de las tardes felices.

La Duquesa sonríe sarcásticamente: -Mi pequeña Leo…, ya no tan pequeña, porque el tiempo también ha pasado por ti. Ya no eres esa muchachita luminosa que yo conocí… Ahora eres ya todo un caballero, aunque debo reconocer que todavía mantienes tu atractivo. Pero sigues siendo una sierva ignorante. ¿De verdad crees que guardo en mi interior el más mínimo vestigio de lo que tú llamas bondad? Que no es más que fragilidad, impotencia y herida. No tienes ni idea de lo que es el odio. Es una dura y exuberante zarza que lo llena todo, que asfixia cualquier pequeña duda emocional, que te salva de tus míseras necesidades. En mi odio me basto y soy feliz. Mi corazón es de un hierro tan templado y tan negro como el de esta coraza, e igual de impenetrable. Tus palabras me dan risa. Son para mí como el canto de un grillo, inocentes e incomprensibles. No te servirá de nada apelar aduladoramente a mi supuesta generosidad. No te he sacado de las manos de Montfort para salvarte, sino para recuperar lo que siempre fue mío… Porque debo reconocer que antes he mentido… He dicho que la Duque sa Negra carece de memoria, y no es cierto. Hay dos personas cuyo recuerdo hiere y obsesiona a la Duquesa de tal modo que le impide dormir en las noches oscuras… Una es Pierre, mi hermanastro, principio y fin de todo, pues solamente existo para matarle. Y la otra eres tú. Yo te creé y te regalé una vida; pero tu existencia me molesta, es como el zumbido de un moscardón que recuerda el calor de los veranos perdidos. Y yo he decidido vivir en el invierno, en la lluvia perpetua y el poderoso frío. De manera que, tal como te di la vida, ahora se me antoja arrebatártela. Es mi prerrogativa y mi derecho.

Debería sentir miedo, pero siento furia:

– ¿Para eso me has traído, entonces? ¿Para que me humille? ¿Quieres verme rogar por tu perdón? Me asusta el dolor y no quiero morir, pero no rogaré.

– Cálmate, Leo. No caigas en su trampa -dice Nyneve a mi lado.

Pero yo no hago caso:

– Hace muchos años ya supliqué por la vida de otro, y ni siquiera entonces pudiste ser clemente. Porque para ser clemente hace falta ser fuerte de verdad. No es el odio, son el miedo y la debilidad los que te han convertido en el monstruo que eres. Me das pena, Dhuoda.

Sus ojos se encienden con un fuego colérico. Me mira en silencio y luego da un brusco tirón de mis manos trabadas. Me muerdo los labios ahogando un gemido.

– Pobre Leo, ¿tus ataduras te hacen daño? -dice suavemente-. Te propongo un juego… Siempre nos gustó jugar, ¿recuerdas? Aquí tienes las velas de este candelabro… Si eres capaz de quemar tus ligaduras con la llama, desataré también a Nyne y os regalaré una confortable última noche. Una buena comida, buenos lechos, incluso un agradable baño de agua caliente. ¿Te atreves a jugar, señor de Zarco?

Pienso rápidamente. La cuerda es de esparto y podría arder con facilidad, pero está muy mojada por la lluvia. Aun así, ansío liberarme de esta soga cruel que se clava en mis carnes, y, además, siempre puede haber más posibilidades de defensa sí no estamos atadas. Pero ¿cumplirá Dhuoda su promesa?

– ¿Te atreves, o no?

La burla en su voz, el reto en sus ojos. Aunque se trate de un engaño, tengo que hacerlo. Tengo que borrar esa sonrisa irónica. Tomo aire profundamente y estiro los brazos. Mejor aguantar en lo más caliente de la llama. Mejor no dudar y perseverar, será más breve. Coloco mis muñecas sobre el cirio. El dolor es tan agudo, tan sorprendente, que no lo puedo soportar y retiro las manos. Dhuoda ríe. Vuelvo a tomar aire, contengo la respiración y pongo una vez más las muñecas sobre la llama. Los ojos se me llenan de lágrimas. Debo hacer acopio de toda mi voluntad para no retirar los brazos. La soga humea y luego chisporrotea. Huele a carne quemada. No puedo más. Quiero gritar. La cuerda empieza a arder. Doy un tirón y se rompe. Rizos de llameante esparto caen al suelo. Aparto las manos de la vela. Duele tanto que estoy a punto de desmayarme. Pero estoy libre.

La Duquesa me mira largamente con sus ojos pintarrajeados y su fúnebre rostro del color de la ceniza. No sé qué piensa. No sé qué siente. De pronto, alarga su mano derecha y coloca la palma sobre la vela. De nuevo el nauseabundo olor, el crepitar horrible. Dhuoda permanece impasible: ni un gesto en su cara, ni un temblor en sus dedos extendidos- Los instanres pasan y ella sigue abrasándose la mano, mientras me contempla con una mirada tan fija que ni siquiera parece parpadear. Es un espectáculo insoportable.

– Duquesa…, por favor. ¿Acaso queréis emular a Puño de Hierro? -le digo con la voz estrangulada.

– No te inquietes, Leo…, ella disfruta con esto. Está loca -gruñe Nyneve.

Lentamente, como si saliera de un sueño, Dhuoda retira la mano de la llama y cierra los dedos sobre la herida con delicadeza, como si guardara en su palma una costosa joya.

– ¿Visitaste alguna vez el pedazo de tierra que te concedí? -pregunta la Duquesa con voz suave.

– No.

– Lástima. Hubieras encontrado a muchas criaturas como tú, víboras rastreras que laceran la mano de quien les alimenta. Desata a Nyne, primo -ordena la Dama Negra a fray Angélico-. Alójalas separadas y bien vigiladas, pero en aposentos confortables. Y cuida de que estén bien atendidas. Mañana al amanecer las quemaremos. Recuerda, mi pequeña Leo, el dolor que produce la modesta llama de una simple vela… e imagina lo que será la mordedura de una violenta hoguera. Que este pensamiento entretenga tu noche, y que lo disfrutes. Porque mañana yo misma arrimaré la tea a vuestras piras.


Una cruel ironía del destino ha hecho que el lugar de mi encierro sea nuestra antigua habitación en lo alto de la torre circular. También hasta aquí han llegado los destrozos de este tiempo desatinado; los muros están tapados con sus consabidas y mustias colgaduras negras y una espesa capa de polvo y suciedad recubre todo, como si la estancia hubiera permanecido cerrada durante todos estos años. Pero los muebles siguen intactos, los fanales mantienen sus bujías y el gran lecho de plumas, aunque puerco y mohoso, continúa en medio de la sala. Alguien ha entrado a encender la chimenea: el rastro de sus pies está marcado sobre las losas polvorientas. Los leños crepitan y chisporrotean, irradiando una agradable tibieza. Rudos soldados, evidentemente malhumorados por tener que hacer labores ancilares, han traído una tina de cobre y agua caliente. También me han servido una comida abundante, tosca y pesada como almuerzo de mercenario. Incluso me han proporcionado grasa de cordero purificada para cubrir mis quemaduras. Tras el baño, vuelvo a vestir mi armadura de caballero. Una idea atroz atraviesa mi cabeza como un relámpago: no debería entrar en la hoguera recubierta de hierro, porque eso sólo puede alargar y aumentar el sufrimiento. Me esfuerzo en rechazar este pensamiento tan lúgubre: no debo rendirme, no puedo darme por vencida, tengo que concentrar todas mis energías en buscar un modo de escapar. Sin embargo, no es fácil. No sé dónde está Nyneve, carezco de armas, la puerta está guardada desde el exterior por una pareja de grisones y el tiempo se me acaba. La luna cruza con pasos veloces el pequeño horizonte de la ventana: la veo asomar de cuando en cuando tras las abigarradas nubes de la eterna tormenta. Sigue lloviendo de manera monótona e inclemente. Recuerdo ahora aquella otra noche en vela que pasé en este mismo cuarto, contemplando esta misma porción del firmamento. Otra víspera de muerte y de suplicio. De una agonía que no pude evitar. Y aún recuerdo antes, cuando esta alcoba era un lugar alegre y confortable, un paraíso de refinamiento, el comienzo del mundo para mí. Sí, Dhuoda tiene parte de razón: para bien y para mal, soy lo que soy también gracias a ella. O por culpa de ella. No consigo reconocerme en aquella Leola primeriza: admiré y amé a Dhuoda. A este monstruo. Y al terrible y fanático fray Angélico. Pero estoy perdiendo el tiempo. Mi único y último tiempo. Tengo que encontrar cómo salir de aquí, pero mi mente parece incapaz de albergar un solo pensamiento bien enhebrado. La angustia ha dejado mi cabeza ciega y sorda. Vuelvo a imaginar el cruel aliento de las llamas. El metal de mi armadura recalentado al rojo. Tengo que quitármela. Pero no, no puedo pensar en eso; el miedo debilita, como decía mi Maestro. Concéntrate, Leola: eres un guerrero y debes luchar.

– Y bien, Leo…, de nuevo tú y yo a solas…

Sumida en la zozobra de mis reflexiones, no he oído entrar a fray Angélico. Pero me vuelvo y aquí está, con los brazos cruzados sobre el pecho, apoyado en la puerta cerrada, sonriendo ladinamente. ¿Cuánto tiempo llevará ahí? El estómago se me encoge. El fraile me asquea y me da miedo. Durante las dos jornadas que tardamos en llegar hasta el castillo, fray Angélico no se dirigió en ningún momento a nosotras ni dio señales de reconocernos. Pero ahora su sonrisa dice lo contrario. Su sonrisa dice demasiadas cosas, y ninguna me gusta.

– Supongo que tú no opinarás lo mismo, pero yo me alegro de que estés aquí…, me alegro de volver a verte -dice.

Guardo silencio. El fraile se desgaja de la puerta y se acerca a mí. Los años han marcado sus rasgos más profundamente, como si hubieran grabado los surcos de su cara con cincel, pero esa nitidez y esa dureza no empeoran su apostura, antes al contrario: parece más hecho, más rotundo. Sigue manteniendo una forma física admirable, sigue siendo un hombre grande, musculoso y ágil, y esa constitución atlética, tan ajena a la vida sedentaria eclesiástica, me hace pensar en las necesidades y las exigencias de su cuerpo. Siempre fue un varón tremendamente carnal atrapado en la contradicción de su intolerancia religiosa. También él me está escudriñando atentamente, como Dhuoda. Agarra mi barbilla entre sus dedos y levanta mi cara hacia la luz.

– Mi joven caballero… Tiene razón mi prima, aún 'eres hermosa. Al principio me engañaste, pero enseguida empecé a sospechar que eras mujer. La pequeña Leo…, qué pena me da tu alma equivocada. Erraste el camino desde muy temprano. Vestirse de hombre ya es una abominación ante los ojos de Cristo. Sólo por eso te podrían haber quemado ciento y una veces. Y, luego, mi desdichada amiga, agravaste de modo repugnante tu pecado escogiendo el partido de los herejes. ¿Cómo hiciste algo tan horrible? Y tan estúpido, porque seréis aplastados irremisiblemente… Acabo de leer la copia del informe que Arnaud Amaury, el abad de Citeaux, ha enviado al Papa: "La venganza de Dios ha hecho maravillas: hemos matado a todos», dice Arnaud. La guerra os va muy mal, porque no se puede tener a Dios como enemigo. Mi loca y necia Leola… Y, sin embargo, te he visto crecer. Y parecías tan puro, tan inocente…

Fray Angélico me agarra por los hombros y me atrae hacia su pecho poderoso. Intento resistirme, pero es demasiado fuerte: me encuentro entre sus brazos, apretada contra él, mi cara enterrada en su tórax elástico y mullido, can cálido a través de la lana de su hábito. Siento por un momento el deseo de dejarme llevar, de arropar mi aterimiento en su pecho protector, de sentirme aliviada y confortada por su abrazo titánico. Pero recuerdo quién es v lo que hace; recuerdo que sus manos están tintas de sangre. De modo que mi cuerpo permanece rígido y mi mente alerta.

– Mi joven caballero…, que Dios me perdone, pero siempre me ha atraído tu escondida feminidad en sus ropajes viriles… Esa pequeña mujer envuelta en duros hierros… como ahora.

Las manos de fray Angélico han empezado a acariciarme. Me mantiene aferrada contra él pero sus largos dedos se enredan en mis cabellos, descienden por mi cuello, me rozan la mejilla. Su voz enronquece y se hace más afanosa. Susurra en mi oído, calentando mi oreja.

– Eres mi tentación… Mi atractivo demonio… Y mi carne es débil y pecadora. Pero Dios, en su magnanimidad, sabrá perdonarme, porque dentro de unas horas morirás y no habrá posibilidad alguna de volver a caer en este vicio. Y con tu muerte, y con mi dolor al verte morir, pagaremos por nuestro acto de impureza…

– Suéltame. ¡Suéltame, te digo! -grito, debatiéndome inútilmente en el cepo de sus brazos.

– Ssshhh, espera, espera… Déjame que te goce… y que te haga gozar. ¿No quieres sentir tu cuerpo por última vez, antes de ir al suplicio? No temas…, esto no empeorará tu deuda con Dios, te lo aseguro. No hay nada peor que la herejía… y yo te absolveré después del pecado de la carne, si lo precisas… Déjame que te toque… y que te posea. Sé buena conmigo, y convenceré a Dhuoda para que te estrangule antes de encender la pira… Voy a entrar en ti, mi doncella de hierro… No finjas resistirte, sé que tú también lo quieres, mí demonio… Sé que también te gusto y me deseas… Te voy a poseer y a cambio te romperán el cuello y te librarás del tormento de las llamas…

La urgencia de su afán le ha vuelto medio loco. Su aliento quema mi piel, sus duras y ansiosas manos me hacen daño. En la refriega hemos ido retrocediendo hasta la pared: ahora me tiene aplastada contra el muro. Su robusto muslo está hincado entre mis piernas y su peso de hombre grande me inmoviliza. Agarra mi cara con una mano y la levanta: veo el relumbre febril de los ojos oscuros, la avidez de los labios que se acercan. Su lengua abre mi boca como un ariete, su lengua mojada y musculosa que choca con la mía, que se retuerce ahí dentro. Siento una angustia indecible, un ahogo de náusea, el horror ante ese cuerpo hermoso y aborrecible que antaño deseé y que hoy me violenta. Y entonces sucede. Lo hago sin pararme a pensarlo, lo hago antes de ser consciente de lo que estoy haciendo, es una respuesta defensiva animal, un movimiento de bestezuela acorralada. Clavo mis dientes en su lengua. Muerdo con toda mi alma, con todas mis fuerzas, con toda la desesperación de mis quijadas. Muerdo rápida y feroz hasta que mis dientes entrechocan y mi boca se llena de un líquido caliente. Un rugido inhumano y gorgoteante estalla en mis oídos: es fray Angélico, que se separa de mí demudado y aullando. Me lanza un formidable manotazo; lo esquivo y tan sólo me alcanza de refilón, pero es suficiente para tirarme al suelo. Gateo frenéticamente huyendo del religioso; escupo y veo caer sobre las losas el pedazo de lengua, el buche de sangre. Fray Angélico se agarra la boca con las manos y da tumbos chillando por el cuarto, medio cegado por el dolor. Busco alrededor con angustia y urgencia: a mi lado está todavía el pesado plato de hierro en el que me sirvieron la carne del almuerzo. Cojo el plato y golpeo la cabeza del fraile con toda la potencia de la que soy capaz. El hombre se vuelve y me mira muy quieto, los ojos desorbitados, las barbas llenas de cuajarones de sangre. Golpeo de nuevo. Fray Angélico se derrumba. Se me doblan las rodillas y me siento en el suelo, sin aliento, abrazada aún a la escudilla metálica.

Piensa, Leola. Piensa.

De pronto se me ocurre que los guardias de la puerta tienen que haber escuchado los gritos, las voces, el barullo de nuestro enfrentamiento. Deben de estar preguntándose qué ocurre y sin duda irrumpirán en el cuarto de un momento a otro. Me levanto de un salto y corro a agazaparme junto al umbral, con el plato en la mano, dispuesta a estrellar mi arma improvisada en el rostro del primero que entre. El corazón redobla en mi pecho locamente y pone un tronar de sangre en mis oídos. Transcurren pesados los instantes sin que nada suceda; pasa de hecho tanto tiempo que, de repente, caigo en la cuenta del dolor de mis brazos, demasiado agarrotados por la tensión. Bajo un poco el plato, sin entender qué ocurre. Aguzo la oreja y sólo oigo silencio. En el exterior no parece haber nadie. Pero eso es imposible. No me atrevo a abrir, porque eso me colocaría en total desventaja. Y, sin embargo, ¿qué otra cosa puedo hacer? No puedo permanecer encerrada aquí junto al descalabrado y mutilado fray Angélico hasta que vengan a buscarme para la pira.

Aguanto la respiración. Me parece haber oído algo al otro lado de la hoja de madera. Un susurro blando, un tintineo. Vuelvo a levantar la escudilla. Una pobre defensa contra gente armada. La puerta se entreabre ligeramente y se detiene, como si alguien dudara si entrar o no. Tengo la boca seca y el cuerpo dolorido. Un pequeño empujón, Un chirrido de los goznes. Nueva parada. Qué violenta quietud, qué angustia insoportable. Al fin, codo se precipita. La hoja se abre y un soldado entra. Me abalanzo sobre él, pensando oscuramente que, como lleva casco, debo golpear sobre su rostro desnudo.

– ¡Soy yo, Leola!

¡Nyneve! Intento detener mi acometida, pero el impulso me arroja sobre ella y ambas caemos al suelo, con gran ruido de hierros que entrechocan.

– ¡Calla! -susurra Nyneve inútilmente, reclamando silencio después de la algarabía del metal.

Sin aliento, quietas y entrelazadas sobre las losas, escuchamos el aire. No se oye ningún ruido. Nos ponemos en pie con cuidadoso sigilo.

– ¿Qué ha pasado? -cuchichea Nyneve, mirando el cuerpo ensangrentado de fray Angélico.

– ¿Qué haces aquí? -respondo con voz queda.

Nyneve cierra la puerta.

– Me he escapado. Sonsaqué a uno de los guardias dónde estabas y…

– ¿Cómo te has escapado?

– Hice un hechizo y… Oh, bueno, les soplé a mis carceleros unos polvos de dormidera que llevaba en el cinto… Tardarán varias horas en despertar. Pero ya no me quedaban más polvos y temía no poder librarme de tus centinelas.

– ¿Qué has hecho con ellos?

– No había nadie. ¿Qué hacías tú aquí mecida, con la puerta abierta y sin guardar?; Por qué no te has ido?

Debió de ser fray Angélico. Debió de ordenar a los grisones que se marcharan, temeroso de que fueran testigos de su impudicia.

– Ya te contaré. Ahora vamonos.

– Ponte esto que te he traído. Pasaremos más inadvertidas.

Ahora me doy cuenta de que Nyneve va vestida corno un piquero suizo, con un peto de cuero reforzado de placas de hierro y un casco con nariguera. Y ha traído otro uniforme semejante para mí.

– Se los quité a los guardias a los que dormí… Date prisa.

Me despojo con dolor de mi vieja y buena cota de malla, tan ligera y resistente. Lamento abandonarla: es como dejar una parte de mí. Pero sé que Nyneve tiene razón. Me meto dentro de la coraza de cuero, que es demasiado ancha y huele a macho cabrío, a sudor rancio. También el casco me queda grande: la nariguera llega hasta la boca.

– Tienes un aspecto extraño, pero servirá -dice Nyneve.

Me ciño el cinto con la maza y el largo puñal de los piqueros, y salimos cautelosamente del cuarto, cerrando la puerta a nuestras espaldas. La escalerilla de caracol está oscura y vacía.

– ¿No estarán mis guardianes esperando al pie de la escalera?

– Cuando yo he llegado no había nadie… Casi todo el mundo duerme, salvo los centinelas. Caminemos con naturalidad y sin esconder la mirada… Este castillo es un caos, como suele suceder cuando las fuerzas están compuestas por mercenarios de distintas banderas. Cada cual hace lo que quiere y no parece haber una gran fluidez en las comunicaciones. Creo que muchos de los soldados ignoran que hay dos prisioneros que mañana van a ser ajusticiados. -¿Cómo vamos a salir del castillo? El portón debe de estar cerrado y el puente levadizo levantado.

– Sí…, eso es lo más difícil. Ya pensaremos algo. Bajamos por las estrechas escaleras de la torre, tanteando nuestro camino entre las sombras, y salimos al amplio corredor en torno al patio de armas. El lugar está lleno de soldados; la mayoría, en efecto, duermen. Algunos conversan o juegan a las cartas en el amortiguado resplandor de las hogueras medio apagadas.

– Con calma, ya te he dicho. Naturalidad -sisea Nyneve.

Echamos a caminar entre los grupos con paso lento y gesto tranquilo, justo por mitad del corredor, sin evitar la luz de los declinantes Riegos. Por fortuna, el lugar está en penumbra y nadie parece prestarnos atención.

– Nyneve, no quiero irme sin Fuego. Vamos a buscar a los bridones.

– Es arriesgado, Leo…, pero quizá tengas razón. Quizá lo más osado sea lo menos evidente… y desde luego nos vendría bien un par de caballos.

Nos dirigimos hacia el gran salón, que, según vimos ayer, ha sido convertido en cuadra. Para nuestro asombro, no hay nadie guardando la puerta del lugar, nadie tampoco en el interior, cuidando de los jumentos. Muy seguros deben de sentirse dentro de la fortaleza, para que exista un relajo semejante. O quizá sólo sea una consecuencia más del desorden que reina en el castillo, que parece más un campamento de bandidos que el cuartel de un ejército. En el antiguo salón de banquetes hay una atmósfera espesa, un aire tibio que parece adherirse al rostro y ensuciar las narices con su punzante olor a cuero sudado y excrementos. Un par de hachones encendidos reparten más sombras que luz en la vasta estancia.

– Hay muchos animales y está muy oscuro… Nos costará encontrarlos, si es que están. Cojamos los dos primeros, no podemos perder tiempo -dice Nyneve.

– ¡No! Espera…

Silbo quedamente mi llamada a Fuego: si está, me reconocerá. Y, en efecto, inmediatamente escucho un relincho y un golpear de cascos al fondo de la sala.

– ¡Acabarán oyéndonos! -protesta mi amiga.

Corro hacia el lugar: aquí está Fuego, atado por tres cuerdas, un poco apartado de los demás caballos y con alguna señal de latigazos: sin duda se resistió a sus captores, como siempre hace con la gente extraña. Me abrazo a su recio cuello rojo, mientras el bridón cabecea de gusto y me babea.

– Calla, Fuego…, tranquilo, calla…

– Aquí está Alado -susurra Nyneve-. Vamos a ensillarlos.

Les ponemos las primeras gualdrapas y las primeras sillas que encontramos. Equipos modestos de estribos muy largos. Cabezales, bocados. Los animales se dejan hacer mansamente. Parecen contagiados de nuestro sigilo, como si entendieran lo que sucede. Los tomamos de las bridas y salimos con ellos por la puerta. Comenzamos a desandar nuestro camino por el castillo, con toda la lentitud y la naturalidad de que somos capaces. Ahora, con los caballos detrás y el ruido escandaloso de sus cascos, sin duda estamos llamando más la atención: ios rostros se levantan desde las hogueras y alguno de los durmientes se remueve a nuestro paso, lanzando un juramento porque le hemos despertado. Pero siguen sin detenernos y sin decirnos nada. De pronto, un soldado viejo y curtido con la cara cruzada por una enorme cicatriz nos sale al paso. Nos mira con gesto agresivo y dice algo incomprensible en su dialecto de las montañas. Pongo mi mano sobre el puñal, pensando que es el fin: estamos rodeados de hombres de hierro. Pero, para mi pasmo, escucho que, a mi lado, Nyneve contesta en la misma lengua indescriptible y con el mismo tono de desprecio y violencia. El viejo suelta un bufido, da media vuelta y se marcha. Nosotras seguimos nuestro camino. Estoy temblando.

– No sabía que hablaras la lengua de los suizos…

– Todavía ignoras muchas cosas de mí, aunque no lo creas.

– ¿Qué quería?

– Bah. Era un loco, o estaba borracho. Me ha preguntado que dónde estaba mí amigo Lotar, porque quería matarlo.

– ¿Y tú qué has dicho?

– Que los grísones no tenemos amigos y que no sabía dónde estaba Lotar, pero que si quería pelea podía empezar con nosotros.

– Dios mío…

– No te quejes, Leola, ha funcionado…

Cruzamos el patio de armas bajo el monótono repiqueteo de la lluvia constante. El camino se me está haciendo interminable y tengo que contenerme para no correr. Sobre nuestras cabezas, las cargadas nubes empiezan a adquirir un tono grisáceo amoratado: el amanecer anuncia su llegada. Nos guarecemos bajo los grandes arcos que comunican el patio de armas con el patio de ¡a entrada. Desde allí, arrimadas al muro y escondidas entre las sombras, atisbamos el panorama. Estamos llegando al perímetro exterior de las murallas y hay muchos hombres de guardia. Las puertas están cerradas, el puente levadizo levantado y un guerrero a caballo, apostado estoicamente bajo la lluvia junto a la puerta, está claramente al mando de la guarnición. Aquí no hay ni rastro de la somnolencia y el relajo del interior del castillo: todos los soldados parecen encontrarse atentos y vigilantes. Serán muy difíciles de engañar.

– ¿Y ahora qué hacemos? -murmura Nyneve, pensativa.

Podemos esperar a que se haga de día, a ver si abren la puerta… y entonces intentar atravesar el puente al galope, antes de que nos maten los alabarderos o los arqueros. Pero las posibilidades de conseguir tal cosa son remotas, y además, cada instante que pasamos en el castillo aumenta el riesgo de que nos descubran. Los guardias dormidos pueden despertarse, mis centinelas pueden regresar, fray Angélico puede volver en sí, si es que no le he roto la cabeza… Debí golpearle otro par de veces, antes de salir de la habitación. Sin contar con que, al amanecer, irán a buscarnos para ajusticiarnos.

– ¿Has dispuesto la leña como te dije?

– Sí, señor. Bien colocada y atada en manojos para que no se desbarate, pero dejando pasar aire entre las ramas.

Las palabras han sonado justo junto a mi oído. Vuelvo la cabeza y descubro que estoy al lado de la tronera de uno de los estrechos cuartos de guardia. Miro por la abertura y, a la luz de una vela colocada en una hornacina, veo a un hombre mayor con ropas modestas. Tiene una cara redonda y bondadosa, nimbada por un halo de pelos blancos. Está sentado en un pequeño banco y mantiene entre las piernas un balde de madera medio lleno de un líquido espeso que remueve con un palo. A su lado, un muchacho se mantiene de pie con aire respetuoso. Su cabello y sus ropas están empapados y goteantes.

– Lo malo de este sitio es la maldita lluvia, que no cesa -se queja el viejo-. Luego la madera está tan mojada que no hay quien la prenda, y se organizan unas humaredas espantosas. Y las humaredas, te lo digo siempre, son muy malas. No sólo deslucen el espectáculo porque no hay manera de ver nada, sino que, además, pueden asfixiar a los herejes antes de que las llamas lleguen a tocarles.

– Sí, señor.

Me estremezco al reconocer de lo que están hablando. Nyneve, que también les ha oído, señala hacia un rincón del patio: ahí están nuestras piras. Dos grandes montones de leña rematados por las estacas en las que piensan atarnos. Que la Virgen Santísima nos ayude. Fuego cabecea, inquieto, y le rasco los belfos para que no haga ruido.

– Pero esta mezcla de brea y resina hace milagros, ya lo verás. ¡Que no se te olviden las proporciones! La próxima vez lo haces tú, para aprender. Untaremos los leños con este engrudo y verás cómo arden, así sea debajo del Diluvio. Aunque me parece que tendremos que volver a calentarlo, se está espesando demasiado… Seguramente la Se ñora querrá meter ella misma la primera tea, pero después ya sabes lo que tienes que hacer para encender tu pira…

– Sí, señor. Tengo que prender todo alrededor… y verificar de dónde viene el viento, para compensar con más fuegos la parte donde no sopla y conseguir que las llamas se eleven de forma regular.

– Eso es. Tranquilo, te saldrá muy bien.

– Señor… Se me ha ocurrido que tal vez podríamos untar también la ropa de los herejes con la brea… para estar más seguros, por la lluvia…

– Muy bien, hijo mío. Muy atinado -dice el viejo, sonriendo con afectuosa satisfacción-. Serás un buen verdugo.

Nyneve me da con el codo, reclamando mi atención:

– ¡Están abriendo el portón y bajando el puente! -susurra.

– Es que ya ha amanecido. Esperarán público para la ejecución. Por Dios, tenemos que hacer algo…

– Sí… Ahora o nunca. Monta a caballo y sígueme…

Salimos al trote de debajo de los arcos y nos dirigimos, haciendo ostentosas señas, hacia el caballero que está al mando.

– ¡Mi Señor! -dice Nyneve con fingida voz de fatiga y urgencia-. ¡Hay que volver a subir el puente y cerrar las puertas! ¡Los herejes han escapado!

– ¿Escapado? ¿Cómo?

– ¡Mi Señor fray Angélico me envía a deciros que clausuréis el castillo y reforcéis la guardia, y que luego acudáis a verle a sus aposentos para recibir instrucciones! ¡Se están organizando batidas para buscarlos en el interior de la fortaleza!

– ¡Levantad el puente! -grita el caballero.

– ¡Un momento, mi Señor! ¡También nos ha ordenado que salgamos a vigilar el perímetro, por si los herejes consiguen descolgarse de algún modo desde las murallas! ¡Os ruego que nos deis un par de hombres de refuerzo!

– ¡A ver, tú y tú! -dice el guerrero, haciendo caracolear su caballo con nerviosismo y señalando a dos de los soldados más próximos.

Los hombres se apresuran a ponerse a nuestro lado.

– ¡Marchaos de una vez, para que pueda cerrar! -gruñe el caballero.

– ¡Sí, mi Señor!

Salimos galopando a toda velocidad por el mohoso puente, seguidos por los piqueros, que corren cuanto sus piernas les permiten. Ni siquiera nos volvemos cuando escuchamos el pesado batir de los portones y el rechinar de las cadenas del puente al levantarse. Y tampoco miramos para atrás cuando los piqueros, desconcertados y abandonados a su suerte extramuros, hartos de correr inútilmente detrás de nosotras, empiezan a llamarnos y a gritar a nuestras espaldas. Al pie de la loma escuchamos el silbido de tas primeras flechas: pero nos hallamos demasiado lejos y no nos alcanzan. Cuando estamos entrando ya en el bosquecillo oímos el estridente toque de alarma de las trompetas. Y nosotras continuamos galopando, continuados volando hacia el nuevo día a lomos de nuestros rápidos bridones.


Llevamos huyendo desde el amanecer, sin comer y sin beber, y ya ha vuelto a caer sobre nosotras el oscuro aliento de la noche. Los caballos están a punto de reventar: cojean y apenas pueden mantener un trote desparejo. Siento dolor ante el dolor que mi pobre Fuego está soportando, pero lo cierto es que no podemos detenernos. Llevamos detrás varios batallones de mercenarios; han estado a punto de atraparnos un par de veces, y sin duda andan peinando la región para encontrarnos. No podemos seguir así. Hay que hallar un lugar donde esconderse.

– ¿La cueva de San Caballero? -aventuro.

– ¿Tú estás loca? Se encuentra demasiado lejos y, además, está llena de fieles… O sea, de fanáticos, que enseguida delatarán la presencia de un par de supuestos herejes. No… Tengo una idea. No sé si saldrá bien… pero es nuestra única oportunidad.

Estamos regresando sobre nuestros pasos por una vega primorosamente cultivada. Vamos campo a través, para intentar huir de los caminos transitados. Al fondo de un viñedo veo levantarse una gran masa oscura, recortada contra el cielo estrellado. Si no me he orientado mal, creo que es la abadía de Fausse-Fontevrault.

– ¿Estás pensando en ir a la abadía? -me inquieto.

– Exactamente. Es una carta un poco desesperada, ya lo sé, pero no tenemos muchas opciones.

– Pero son papistas…, nos entregarán…

– No lo tengo tan claro… Es un lugar muy especial. Por lo pronto, fue fundada por un ermitaño bretón, Robert d'Arbrissel, a quien conocí bien. Era un hombre singular que decidió crear aquí un monasterio mixto, a imagen de los monasterios celtas como Kildare.

– ¿Cómo un monasterio mixto? ¿Quieres decir que hay hombres y mujeres?

– Exactamente. En alas sepatadas, pero sí, hay monjes y monjas. Y no es el único monasterio doble que existe, aunque sí el más importante. Además, está regido por una mujer. Si no ha muerto, la abadesa de Fausse-Fontevrault debe de seguir siendo Matilde de Anjou. Una antigua dama noble, muy amiga de la reina Leonor. Como ves, es un lugar muy poco ortodoxo… Siguen manteniéndose dentro de la obediencia al Santo Padre, pero, con la ayuda y protección de la Reina, siempre se las arreglaron para preservar cierta independencia… Veremos ahora hacia qué lugar caen sus lealtades…

Hemos llegado ya a la entrada de la abadía, que es un monasterio fortificado, de gruesos muros reforzados, minúsculas ventanas y portón recubierto con placas de hierro. Junto al dintel, una pequeña hornacina con una imagen de la Virgen, una lamparilla de aceite encendida y una campanita colgando de una cadena. Desmontamos y tocamos la campana: su sonido resulta estruendoso en el silencio de la noche y del dormido monasterio. En el fondo de la hornacina hay una leyenda escrita con elaboradas letras de vivos colores: «Dios bendiga esta casa». El fresco está recién hecho, o repintado. Es un trabajo delicado que ha debido de llevar mucho tiempo. Ese lento y sencillo tiempo de los monjes, esa vida quieta y protegida por la que ahora siento, de repente, una punzada de envidia. Estoy cansada, muy cansada. Tan cansada como mi pobre Fuego. Y nadie contesta a nuestra llamada. Volvemos a hacer sonar la campana: terminaremos despertando a toda la vega, y tal vez atrayendo a nuestros perseguidores hasta aquí.

– La paz del Señor sea con vosotros, hermanos soldados. ¿Qué os trae a estas horas por aquí?

Una voz de hombre sale inopinadamente de las sombras. Buscamos a nuestro alrededor y al fin advertimos que, sobre la puerta, se ha abierto un ventanuco, y por él asoma el rostro flaco y barbudo de un monje.

– Que Dios os bendiga, gracias por responder a nuestra llamada. Necesitamos hablar con Matilde de Anjou… -dice Nyneve.

– Nuestra Madre Abadesa duerme. Yo soy el hermano portero. Decidme a mí lo que deseáis.

– Hermano, perdonad, pero verdaderamente necesitamos hablar con la Madre Abadesa.

– Regresad entonces cuando se levante, con el toque de laudes… Bastará con que esperéis unas pocas horas, el amanecer llegará pronto.

– Puede que el amanecer no llegue nunca para nosotros. Hermano, no somos soldados. Conocí hace muchos años a vuestro fundador, Robert d'Arbrissel, y conocemos a la reina Leonor. Nos urge hablar con Matilde de Anjou. Os aseguro que es una cuestión de vida o muerte. El monje parece reflexionar durante unos instantes y después cierra el ventanuco sin añadir palabra. Miro a Nyneve con desolación. Me siento estúpida aquí parada, frente a la puerta cerrada de la abadía, en mitad de la oscuridad, perdiendo un tiempo que no tengo sin siquiera saber si el hermano portero piensa regresar. En cualquier momento pueden aparecer nuestros perseguidores. Escucho atentamente el eco de la noche, por distinguir algún ruido de cascos. Pero sólo oigo el ulular de un búho, el crujido de madera de una contraventana mecida por el viento, el tembloroso roce de las ramas de un árbol. Alado relincha: parece un gemido casi humano.

Un cerrojo restalla al descorrerse y una pequeña puerta, cuyos perfiles no habíamos advertido, se abre en el portón. La luz de un fanal cae sobre nuestros ojos, deslumbrándonos. Un par de figuras oscuras salen al exterior entre un rumor de hábitos.

– Soy la Madre Abadesa. ¿A qué viene tanta urgencia?

Es una mujer alta y robusta de opulento pecho, apenas disimulado por el informe y austero sayal. Ha debido de vestirse a toda prisa, porque no lleva toca. Su cabeza, sólo cubierta por la cofia, es redonda y masiva. La boca grande, la nariz carnosa y un aspecto autoritario, colérico y seco. Ni siquiera está dispuesta a escucharnos. Nos hemos equivocado.

– Perdonad nuestra insistencia y nuestro atrevimiento, Madre, pero sois nuestra última esperanza. El es el señor de Zarco y yo soy Nyne, su escudero… No, no es verdad. Somos mujeres, ataviadas de hombres por circunstancias de la vida. Ella es Leola, yo me llamo Nyneve. Esta mañana nos hemos escapado del castillo de la Dama Negra, donde íbamos a ser quemadas en la pira. Los soldados de la Duquesa y de fray Angélico nos persiguen. No hemos comido ni bebido en todo el día, y nuestros caballos ya no pueden más. Si no nos dais cobijo, nos atraparán y acabaremos en la hoguera. Os juro por Dios que no somos cataras, pero nos consideran herejes porque…

– ¡Callad! -la interrumpe la abadesa con gesto imperioso-. No digáis nada más. No quiero saber nada.

Suspira con irritación y luego prosigue:

– Vivimos tiempos malos y confusos. Tristes tiempos de inclementes hogueras y hombres sanguinarios. Dios, en su infinita bondad, no puede querer que su Palabra se imponga por medio del hierro, del fuego y la tortura. Venís a la abadía buscando santuario y, como cristiana que soy, no puedo negároslo. Os esconderé, y que Dios nos ayude. Pero no me contéis nada más sobre vuestra situación. Prefiero ignorarlo todo, porque yo no soy el juez de vuestras almas. Sólo soy un instrumento del Señor para intentar paliar tanto dolor inútil… Hermano Roger, lleva estos caballos al establo…, o mejor desensíllalos y dales de comer y de beber, pero mánchalos de barro y úncelos a la noria, para que pase desapercibida su planta de bridones…

Acaricio el cuello de Fuego, para que se tranquilice y se deje conducir por el hermano portero. El monje agarra a los caballos de las bridas y se dirige hacia la parte trasera del monasterio.

– Y vosotras seguidme. ¿Sabéis si vuestros perseguidores están cerca?

– No estoy segura, Madre. Nos venían pisando los talones. Pero tal vez los hayamos despistado. Y puede que no se atrevan a venir aquí…

– Oh, sí. Ya lo creo que se atreverán. Ya ha sucedido en otras ocasiones -contesta la abadesa.

Tras hacernos pasar al interior, ha cerrado la pequeña puerta con un pesado y ruidoso manojo de llaves. Ahora la seguimos por un largo pasillo, sólo iluminado por el bailoteante fanal que Matilde de Anjou lleva en la mano. La abadesa camina como un soldado, a toda prisa, dando rígidas zancadas con sus Sargas piernas. Desembocamos en un gran rectángulo de oscuridad que parece ser un claustro. Los pies de la abadesa repiquetean sobre las losas y a nuestro paso empiezan a emerger de sus celdas las caras pálidas y asustadas de otras monjas, sin duda alertadas por los campanillazos y el barullo.

– ¡No pasa nada, hermanas! ¡Regresen a la cama! O, si no, pónganse a rezar por todos nosotros. Siempre vendrá bien. Tú no, hermana Clotilde. Ya que estás de pie, hazme el favor de traer agua y algo de comer al refectorio para nuestros huéspedes.

– Sí, Madre.

Entramos en el refectorio, una enorme sala desnuda y heladora, con dos largas mesas, bancos corridos y una rústica alacena de madera oscura arrimada al muro. Una monja joven que ha entrado con nosotras enciende un par de velas. Las tinieblas se repliegan al extremo más lejano del vasto aposento.

– Sentaos -ordena la abadesa.

Obedecemos al instante: sus palabras poseen un peso y una autoridad ineludibles. Ella, en cambio, permanece de píe, con los brazos cruzados, paseándose impacientemente de un lado al otro de la estancia. No nos atrevemos a decir nada y la monjita que ha encendido las veías también calla, parada junto a la puerta con la mirada baja. Al rato regresa la hermana Clotilde con una jarra de agua, un trozo de queso, dos rebanadas de pan negro y un cuenco de castañas asadas. Nyneve y yo bebemos con avidez de la jarra y nos abalanzamos sobre la comida. Ahora me doy cuenta de que estoy agotada de hambre y de fatiga. La abadesa, mientras tanto, continúa con sus paseos rápidos y furiosos.

Estamos terminando las castañas cuando oímos el repicar de la campana. Al mismo tiempo entra a todo correr en el refectorio una monja con el semblante lívido:

– ¡Madre! ¡Soldados!

La campana sigue tintineando violentamente y empiezan a escucharse unos golpes sordos.

– Entretenedlos. Ahora voy. Tú, guarda todo eso en la alacena -dice la abadesa a la joven religiosa-. Y vosotras venid conmigo.

Echamos a correr detrás de ella. El claustro está Heno de monjas y monjes expectantes e inquietos.

– ¡Volved a vuestras celdas! No habéis visto nada, estabais durmiendo. Por aquí…

Cruzamos una pequeña sala y la abadesa franquea una puerta de doble hoja labrada. Estamos en la iglesia del monasterio, una iglesia de planta rectangular y mediano tamaño. El altar, de piedra, está iluminado por cuatro lamparillas. El resto es penumbra, con oscuras sombras remansadas en las esquinas.

– Ocultaos aquí…, una a cada lado…

Matilde de Anjou nos coloca detrás de las hojas de la puerta, que se abren hacia dentro.

– No hagáis ningún ruido, oigáis lo que oigáis -nos ordena.

– Pero ¿vais a dejar la puerta así, abierta de par en par? -me inquieto.

– El mejor escondite es no estar escondido. ¡Silencio! -dice la abadesa.

Y desaparece a toda prisa. Oigo sus pasos alejarse y luego desciende sobre nosotras un silencio tenso y opresivo. No puedo ver a Nyneve, pero la imagino igual de agitada, igual de asustada que yo. Qué sensación de indefensión. Tengo la espalda pegada a la fría pared y la hoja de la puerta se cierne sobre mí, pesada y asfixiante. Me siento como si estuviera dentro de mi tumba. Tuerzo la cabeza y miro el lateral izquierdo de la iglesia, lo poco que me deja ver la estrecha abertura entre la puerta y el muro. Ahora que mis ojos se van acostumbrando a la oscuridad, alcanzo a distinguir la mitad de un pequeño retablo. La mitad de una imagen tallada, rígida y policromada, que debe de ser la figura de una Virgen. Sí, ya sé que los albigenses dicen que esto no es más que barbarie y politeísmo, sé que esa estatua sólo es un trozo de madera tallada por un hombre, como decía De Nevers, pero, por favor, Virgen Santísima, Virgen Misericordiosa, ayúdanos en este momento de necesidad.

Voces y pasos. Doy un respingo y mi puñal choca contra el muro, produciendo un agudo ruido metálico. Contengo un gemido y muevo con cuidado el cinto, colocándolo de modo que no vuelva a suceder: tengo que ser más cautelosa. Los pasos son cada vez más audibles, más cercanos, muchos pies de hierro marchando al unísono. Están dentro. Los soldados han entrado en la abadía. Voces, borrosas conversaciones de las que sólo se puede distinguir el tono airado, puertas que se abren y se cierran. Les oigo ir y venir durante mucho tiempo, hasta que, de pronto, comprendo con un escalofrío que están muy cerca. Alguien atraviesa la antesala. Recios pasos de hombre, el claro repicar de unos pies de mujer, voces cargadas de contenida ira. Aguanto la respiración y me estiro, aplastándome contra la pared, intentando abultar lo menos posible. Borrarme, incrustarme en el lienzo de piedra, desaparecer.

– Os dije que sólo era la iglesia. ¿Y ahora qué pensáis hacer, Señor? ¿Completar vuestra hazaña con un acto sacrílego? -restalla la dura voz de la abadesa.

– Sólo cumplo órdenes, Matilde de Anjou. Y vos deberíais ser la primera en entenderlas y en ayudarnos. Soy un cruzado del ejército del Santo Padre -responde una enojada voz de varón.

– Pues si sois un caballero cristiano, como decís, un cruzado de Cristo, no osaréis profanar la Casa de Dios entrando en ella con todas vuestras armas y revestido con vuestra cota de acero y vuestro odio. Os he abierto el monasterio. Habéis inspeccionado todo cuanto habéis querido. Habéis turbado la paz y el retiro de este lugar y despertado y asustado a mis pobres hijos. SÍ ahora mancilláis la pureza de esta iglesia os denunciaré al Santo Padre, a quien decís servir. Veremos quién goza de su amparo. Y no volváis a llamarme Matilde de Anjou. Soy la Madre Abadesa -dice la monja con helada altivez.

Están en el mismo umbral. A través del estrecho hueco de los goznes puedo atisbar el bulto del cuerpo del guerrero. Un hombre alto de sobreveste blanca. El caballero permanece callado e indeciso. Da un paso hacia delante: he dejado de verle. La nuca se me cubre de un sudor helado. Debe de estar justo entre las puertas; si avanza un poco más, quizá nos descubra. Escucho un bufido, casi un exabrupto.

– Está bien. Ya nos vamos. Avisadnos si veis a alguien sospechoso por los alrededores…, Madre Abadesa -gruñe el caballero, dando media vuelta y alejándose.

Los pasos de la monja le siguen, más lentamente. Dejo escapar el aire que retenían mis pulmones. Me siento mareada y tengo que apoyar las manos sobre el muro para mantenerme en pie. Durante cierto tiempo sólo me concentro en respirar. Respirar y calmarme. Respirar y celebrar el maravilloso privilegio de estar viva. Vuelvo a escuchar pasos. Alguien mueve la puerta. Es Matilde de Anjou.

– Ya podéis salir. Se han ido. El Señor ha querido que nos salváramos. Demos gracias a Dios.

Su rostro severo y orgulloso está retorcido en una especie de emocionada mueca. Ahora que me fijo, creo que se trata de una sonrisa.


Estoy en la espléndida biblioteca del monasterio, donde he pasado la mayor parte del tiempo durante las dos semanas que llevamos en la abadía. Me gusta el olor de este lugar: el ligero tufo polvoriento del pergamino, el penetrante aroma a cuero de las cubiertas. La altiva Matilde de Anjou, viuda de un príncipe inglés, decidió asilarnos durante algunos días, hasta que las cosas se calmaran y pudiéramos salir del monasterio y alcanzar los territorios controlados por el conde de Tolosa. Hoy ha venido a decirnos que ya es hora de irse. Esta noche, aprovechando la luna casi llena, nos marcharemos. La abadesa nos ha salvado la vida y su generosidad es indiscutible. Sin embargo, su sequedad y antipatía no han disminuido un ápice en todos los días que llevamos aquí. Tengo la sensación de que la irritamos; o tal vez se trate tan sólo de su forma de ser, de su talante altanero. A veces pienso que la abadesa sólo nos acogió para demostrar su propio poder, para humillar a los hombres de hierro por la rudeza de su atrevimiento. Pero no, seguramente estoy siendo injusta con ella y, sobre todo, desagradecida. Matilde de Anjou es sin duda una mujer de fuertes principios, aunque Dios no le haya concedido el don de la afabilidad. En cualquier caso, me alegro de poder irme.

Y me alegro a pesar de que estas semanas han sido muy provechosas. Esta biblioteca es un tesoro, y, además, aquí he podido conocer y tratar someramente a un par de mujeres fascinantes. Una de ellas, la menuda Herrade, está ahora aquí, sentada frente a mí, sumida en sus librotes. Pese a su edad, más que madura, posee una energía agotadora. Pero cuando lee, cuando piensa o cuando estudia, parece volcar toda esa energía para dentro, y se concentra con tal abismamiento que puedes romper un cántaro a su lado sin que pestañee. La contemplo con curiosidad, sin que ella se dé cuenta de mi mirada: un cuerpecillo enjuto, una barbilla extrañamente picuda, pequeños ojos negros penetrantes. Arrima mucho la cara al pergamino, porque no ve bien. Herrade de Landsberg, priora del monasterio de Santa Odile, en Alsacía, es una persona muy distinta a Matilde de Anjou. En su lejano convento, con sus monjas, lleva años entregada a la inmensa tarea de confeccionar un libro de todas las palabras y todas las cosas, una enciclopedia escrita en latín y titulada Hortus Deliciarum, que, si no me equivoco, quiere decir «Jardín de Delicias». Mi latín sigue siendo muy malo, aunque en los últimos años me he esforzado en estudiarlo; pero me ha bastado para poder hablar con Herrade, que me ha contado algunas de las cosas de las que trata su libro formidable. Que son todos los remas que pensarse puedan: astronomía, agrimensura, agricultura, botánica…, en realidad, en su descripción del temario sólo hemos llegado hasta la letra B. Esta mujercita laboriosa ha venido hasta aquí, tan lejos de su convento, para consultar unos libros que necesitaba para su enciclopedia. Su pasión por el conocimiento es contagiosa: de repente yo también he tenido la extravagante idea de hacer algún día una enciclopedia, pero escrita en lenguaje popular. Si lo pienso bien, lo descabellado de mi ambición me resulta risible: una pobre sierva, una campesina, intentando escribir el libro de todas las palabras… Y aun así, ¿quién sabe? La vida es tan extraña y me ha conducido ya a situaciones tan inesperadas y sorprenden res… Algún día, quizá.

– Me han dicho que os marcháis esta noche, Leola…

Una voz rompe mis pensamientos: es Eloísa, que acaba de entrar en la biblioteca. La famosa Eloísa, la otra notable mujer a quien he tenido el privilegio de encontrar aquí. También ella está de paso, pues pertenece al convento de Argenteuil. Se aloja en Fausse-Fontevrault como una simple etapa en su camino: oficialmente está buscando un lugar para hacer una nueva fundación de su convento, demasiado repleto de novicias atraídas por su celebridad. Sin embargo, tengo la sensación de que la fundación es sólo una excusa: es una mujer abrasada de inquietud y la vida conventual debe de ser una cárcel para ella. Qué extraños son los hilos de la Providencia… Eloísa es cultísima, refinada, brillante, una mujer verdaderamente sabia, pero se diría que carece de la sabiduría esencial, la de vivir. Mientras Herrade ha hecho una morada confortable de sus intereses intelectuales, Eloísa parece perseguida por sus conocimientos. Tal vez sea simplemente una cuestión del lugar que uno ocupa; esto es, de saber y aceptar cuál es tu sitio en el mundo. Herrade es una roca firme, Eloísa un alma errante. Y yo me reconozco en su insatisfacción, en su intranquilidad. Por eso envidio la obra de la priora de Santa Odile… Pobre de mí; quizá en mi deseo de hacer una enciclopedia no hay sino el anhelo de construir un nido de palabras en el que guarecerme y asentarme.

– Sí, Madre. En efecto, nos vamos.

– Me alegro por vosotras, pero yo lo lamento. Te echaré de menos.

En estos días hemos desarrollado cierta intimidad. Lo digo con orgullo; y con prudencia. Creo que Eloísa apresa en mí su misma condición indeterminada e inestable, Y que le satisface tener un interlocutor que proviene de la vida exterior, del ancho mundo. Durante estos días hemos hablado de todo, de lo divino y de lo humano; pero nunca me atreví a preguntarle por Abelardo, ni ella lo mencionó. Es como un gran silencio que media entre nosotras.

– ¿Te importaría acompañarme a dar un paseo por el claustro? No quisiera molestar a la madre priora… -dice Eloísa señalando con la barbilla a la pequeña monja alsaciana.

Sé que Herrade no nos prestaría la menor atención ni aunque le vociferáramos al oído: además de su capacidad de concentración, tengo la sospecha de que está un poco sorda. Pero yo también deseo salir a despejarme un poco.

– Cómo no, Madre. Es un honor para mí. Con mucho gusto.

Aparte del apresurado cruce ocasional de alguna hermana, el claustro está vacío. Hace un frío cortante y los rincones del jardincillo interior que no han sido tocados por el pálido sol están cubiertos de escarcha. Caminamos en silencio por el corredor a paso vivo, para entrar en calor. Nuestro aliento nos envuelve en pequeñas brumas de vapor. Sólo se oye el ligero piar de algunos pájaros, el roce de nuestros pies sobre las losas. Qué limpia sencillez, qué paz tan absoluta. De repente se me encoge el ánimo, me angustio, me entristezco. De repente pienso que no quiero marcharme. Quizá me estoy equivocando en todo lo que soy y lo que hago. Quizá debería hacerme monja.

– Te envidio, Leola -dice Eloísa abruptamente, como si hubiera escuchado mis pensamientos-. Yo también desearía poder irme. No, no es eso: desearía tener tu edad y tu libertad… Poder reescribir mi vida con renglones distintos.

Su voz suena acongojada. La contemplo a hurtadillas mientras paseamos: por lo que sé, debe de tener unos sesenta años, pero es una de esas personas de edad incalculable, uno de esos seres que parecen haber nacido siendo ya ancianos. Sus rasgos son regulares y, según dicen, en su juventud fue muy hermosa. Pero nada de aquel esplendor se trasluce ahora en su cara marchita y arrugada, en su gesto mortecino y melancólico.

– ¿Y no podríais abandonar el convento, si de verdad lo deseáis?

– ¿Para ir adonde, para hacer qué? No, Leola, no puedo escapar de mí misma. La mayor prisión es tu pasado.

No sé qué contestar, de modo que seguimos caminando en silencio durante cierto rato.

– ¿Sabes que Abelardo ha muerto? -dice al fin. Lo sé, pero me sorprende que lo mencione. -Algo he oído. Pero fue hace ya tiempo, ¿no? Eloísa suspira.

– Sí… Unos cuantos años. Nunca volvimos a vernos. Y apenas respondió a mis copiosas cartas. Mis largas, apasionadas, exquisitas cartas…

Eloísa ríe brevemente, sin alegría alguna.

– Lo mejor que soy son esas cartas, Leola. Empleaba días enteros en escribirlas. Supongo que Abelardo las habrá destruido. En fin, qué importa una pequeña destrucción más dentro de la total devastación…

¿De qué devastación me habla? En este mundo anegado por la sangre de inocentes, ahogado por el terror, abrasado por las hogueras de los verdugos, ¿la única devastación que le preocupa es la de su pequeña alma lacerada? ¿Cómo puede rendirse tan fácilmente una mujer tan bien dotada?

– Todas las mañanas, en el toque de laudes, y todas las noches, en el toque de vísperas, me reúno con mis monjas en la capilla para alabar a Dios. Creí que el Señor me daría la paz; y que las paredes protectoras del convento serían como el vendaje que restaña una profunda herida. Pero no puedo, Leola. No me puedo creer mi canto de alabanza; no puedo ser paciente y resignada. Por mis venas corre un veneno amargo en vez de sangre. La ponzoña del aborrecimiento de la vida. He intentado ser una buena monja, una buena cristiana; pero Abelardo es para mí más importante que Dios. Sé que con esto me condeno. Y lo más terrible es que me da lo mismo.

Así es que esto es el amor. El absoluto amor que cantaban con finura los trovadores y que ensalzaban las damas en la corte de la reina Leonor. Pero si esto es el verdadero amor, es lo más parecido que he visto a una posesión demoníaca. Tanta paz en este claustro, y tanta amargura y desesperación en e¡ alma obsesionada de Eloísa. No quiero volver a saber nada de los hombres. De los alquimistas traidores que re venden por una bolsa de oro, de los amantes tan absorbentes y tan intensos que pueden atraparte y deshacerte, como le ha sucedido a la sabia Eloísa. Los hombres son criaturas muy peligrosas. Yo quiero ser la dueña de mi mundo, como Herrade lo es de su vasto refugio enciclopédico, y no pienso volver a enamorarme.


En la abadía de Fausse-Fontevrault hice un inquietante descubrimiento. Era temprano en la mañana y me encontraba sola en la biblioteca, porque los monjes habían ido a la iglesia a celebrar el oficio de tercia. El día estaba despejado y el sol entraba oblicuo y generoso por los ventanales, proporcionando una luz perfecta para leer. Y, sin embargo, quizá por eso mismo, por la dulzura y el esplendor del día, o porque estaba intentando descifrar el difícil latín de un libro de Cicerón, no conseguía concentrarme. Dejé vagar la vista por la estancia y mis ojos cayeron sobre un arcón de madera reforzada con metal que estaba arrimado a la pared, entre las dos ventanas. Me había llamado la atención desde el primer momento, por su aspecto sólido y armado, por su exquisita manufactura y por los grandes candados que clausuraban su tapa. Pero ese día, para mi sorpresa, los candados colgaban de las argollas de hierro como bocas abiertas. Me puse en pie y me acerqué al arcón: en efecto, los pasadores no estaban cerrados. Permanecí allí un buen rato, contemplando la caja fuerte y aguantando el imperioso hormigueo de mi curiosidad. Me moría de ganas de darle una ojeada al contenido, y al mismo tiempo sentía que hacer tal cosa era una traición a la hospitalidad con que nos habían acogido. Al cabo, como todo delincuente, pensé que si me apresuraba nadie se daría cuenta de mí atrevimiento, y que si no se daban cuenta era como si el delito no hubiera existido. ¿A quién podría hacer daño sólo por mirar? Estiré la mano y saqué íos candados de sus argollas, cuidando de no hacer ruido. Y después levanté la pesada tapa del arcón. Dentro había tres libros lujosamente encuadernados en piel, con los títulos estofados en oro y cierres de filigrana de plata. Me arrodillé junto al baúl y cogí el primero entre mis manos: era la Tabla de la Esmeralda de Hermes Trimegisto, la famosa obra esotérica que Gastón reverenciaba como un texto sagrado. Lo volví a dejar en el arcón con cierta repugnancia: el recuerdo de Gastón sigue siendo una herida abierta en mi memoria. Miré el segundo volumen con algún recelo: estaba encuadernado en cuero negro y tenía el aspecto de ser muy antiguo. Su título era raro y para mí desconocido, así como el nombre del autor: Necronomicon, de Abdul Alhazred. Volví a depositarlo en el arcón y levanté el tercero, y cuando vi la cubierta el corazón se me detuvo entre dos latidos: era la Historia del Rey Transparente, como decían unas grandes letras doradas sobre un fondo de color sangre.

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