– ¿Quién sois? ¿Por qué me habéis atacado?

El hombre no contesta, pero su cabeza empieza a levantarse lentamente. Aguanto el aliento. La capucha cae. Un rostro blanco y arrebolado, una boca sonriente, unos ojos de fuego.

– ¡Dhuoda!

Las llamas de las velas aletean en sus pabilos, como agitadas por una rara brisa. Siento la presencia del Maligno. Me persigno torpemente con la mano izquierda, porque con la derecha aún aferró el atizador. Dhuoda ve mi gesto y suelta una carcajada burlona y salvaje.

– ¿Crees que soy un demonio, mi buen Leo? Está bien… No eres el primero que lo piensa.

Su voz parece romper el maleficio. Es su voz de siempre, la voz de la Duquesa. Las cosas vuelven a adquirir consistencia real y el miedo empieza a abandonarme poco a poco.

– ¿Por qué me has atacado?

La he tuteado. Me he dirigido a ella sin el tratamiento habitual de cortesía. Pero su puñal parece haber borrado las diferencias. La Dama Blanca vuelve a reír.

– Ha sido un juego. Una broma. Un divertimento. Me aburría. Y no te he atacado. SÍ lo hubiera deseado, podría haberte rebanado el cuello.

Toco mí garganta con la mano: unas cuantas gotas de sangre me manchan los dedos.

– Me has cortado.

– Oh, sí, qué herida tan enorme, y cómo se duele de ella el gran caballero -se mofa Dhuoda. Pero inmediatamente se pone muy seria-. Sin embargo, haces bien en advertir tu diminuto rasguño… y en preocuparte por él. ¿Sabes lo que es la cantárida? Es un pequeño insecto que vive en el fresno…, una especie de mosca. Si arrancas las alas de unas cuantas cantáridas y las pones a cocer con un poco de agua hasta que el líquido se seque, te quedará una pasta pegajosa… Una pasta mortal. El veneno más letal que se conoce. ¿Y quién te dice a ti que yo no he embadurnado el filo de mi cuchillo con cantárida? ¿Y que por eso te he hecho luego correr, para que la ponzoña se extendiera rápidamente por tu cuerpo? ¿No te sientes raro, mi querido Leo? ¿Te duele el corazón, te pesa el pecho, te cuesta respirar, se te nubla la vista?

Por todos los santos, creo que me duele el corazón, que me pesa el pecho. Creo que me cuesta respirar y que el contorno de las cosas se difumina. Me tambaleo. Pero no, no es posible. Está bromeando. Resoplo con decisión y sacudo la cabeza.

– No es verdad. Estoy perfectamente. No te creo.

La Duquesa vuelve a reír.

– Y haces bien en no creerme, porque es mentira. Además, si hubiera envenenado mi puñal con cantárida ya te habrías desplomado hace tiempo.

– Pero ¿por qué haces todo esto?

– Ya te he dicho, me aburro. ¿Por qué participan en torneos los caballeros? ¿Por qué se divierten matando y dejándose matar?

Dhuoda hace un mohín de disgusto y se quita la tosca capa negra. Debajo lleva uno de sus deslumbrantes trajes albos, con el escote recamado de perlas. Sobre el pecho, prendida con un alfiler de oro, lleva una rosa también blanca, semejante a las que cultiva en su jardín.

– Hay días, hay momentos en los que la vida se te queda pequeña. ¿Nunca te ha pasado, mí querido Leo? El tiempo se detiene y el aire que te rodea se convierte en una jaula estrecha y asfixiante. Eres prisionera de tu cuerpo, pero dentro de ti hay algo grande y libre, algo casi feroz que quiere salir. En esos momentos me arrojaría desde la almena más alta de mi castillo, y es muy posible que pudiera volar. Algún día tengo que probarlo.

– No hablas en serio, Dhuoda…

– Nunca he bromeado más en serio.

Nos quedamos en silencio. La conversación me inquieta y me incomoda. Miro alrededor.

– ¿Dónde nos encontramos?

– En mi ala privada del castillo y en mi habitación, naturalmente. Disfruta de este privilegio, Leo, porque aquí no entra nadie. Ni siquiera ha entrado sir Wolf, y eso que los caballeros suelen tener acceso a las alcobas de sus damas… Pero yo soy la Duquesa Blanca.

Su piel es tan clara que parece de leche, aunque sus mejillas hoy están sonrosadas, tal vez por la carrera. Tiene el rostro carnoso, íos labios abultados, una nariz menuda y unos ojos oscuros e inquietantes que ahora me miran fijamente con mirada de loca. Dhuoda suspira, desabrocha su alfiler de oro, coge la rosa blanca de su pecho y hunde su nariz entre los pétalos con deleite.

– Mmmmm…, qué hermosas son las rosas. Mira ésta: la belleza de su forma, el aroma exquisito… y sus espinas duras y crueles.

Es verdad: en el breve talio de la flor cortada hay tres o cuatro espolones de temible aspecto.

– Por eso amo las rosas, porque no son inocentes, aunque lo parecen… Escucha, mi Leo: además de matar, la cantárida posee otras propiedades. Si mezclas el cocimiento ponzoñoso con miel en las proporciones adecuadas y luego te ¡o comes, el cuerpo se te enciende como un fuego y eres una pura llama de gozo carnal, hasta un punto que no podrías ni imaginar. Pero para alcanzar ese paraíso de los sentidos tienes que ser sabio, para controlar la exactitud de la mezcla, y valiente, para que no te importen las consecuencias…

Tengo la boca seca.

– Pero vos sois la Dama Blanca…

No sé por qué, he vuelto a utilizar la voz de cortesía.

– Es cierto, lo soy.

– Quiero decir que… Perdonadme, pero… Yo había oído que os llamaban así porque sois doncella.

– En efecto, así es.

– Pero entonces…

Dhuoda alarga la mano y roza mi boca con los pétalos de la rosa, para hacerme callar. Luego me agarra por la cintura con el otro brazo y tira de mí hacia ella. Continúa sentada sobre la alta cama y su rostro está a la altura de mi pecho.

– Duquesa…

– ¿Quieres volar conmigo, Leo? No hace falta subirse a las almenas… Podría untar miel de cantárida en mis labios… y podrías comerla de mi boca.

Doy un tirón y un paso hacia atrás y me desprendo con rudeza de su abrazo:

– No sabéis de lo que habláis, mi Señora… Es decir, me siento muy honrado pero… No puedo hacerlo, Dhuoda. Y, además, ¡vos sois la Dama Blanca!

La Duquesa ríe.

– Claro que lo soy. ¿Y eso qué importa? Dime, mi buen Leo…, ¿por qué no puedes hacerlo? ¿Porque no te gusto? ¿O acaso tienes miedo de que descubra tu verdadero cuerpo?

Callo, consternada.

– MÍ querida Leo, mí linda guerrera…, ¿acaso creías que me tenías engañada? Hace tiempo que sueño con tus ojos azules… y con las suaves y redondas formas que se ocultan bajo tu cota de malla. Y ahora que ya ha quedado todo claro, ¿de verdad no te atreves a jugar conmigo?

La cabeza me da vueltas. Me da miedo desdeñarla, pero nunca he deseado a una mujer. ¡Pero si ni siquiera he gozado de varón! La sola idea de tocarla me parece imposible.

– Dhuoda, Dhuoda… Perdonadme, Dhuoda. Perdonadme por engañaros sobre mi condición, y por ser tan torpe y tan estúpida. Sois maravillosa. Sois bellísima, elegante, refinada. La mejor anfitriona, la más generosa. Pero yo sólo soy una pobre campesina, joven e ignorante. Haría todo lo que me pidierais, pero no esto. No me siento capaz de hacer lo que queréis. Por favor, mi Dama, por favor…

Estoy aterrorizada y ella lo advierte. Hace un mohín amargo, o quizá triste, y se recuesta en el lecho.

– Está bien. Por desgracia, éste es un juego que se juega a dos. Yo podría amenazarte… Podría revelar tu verdadera naturaleza y castigarte por fingirte varón. Pero tranquilízate, no voy a hacerlo.

– Gracias por vuestra magnanimidad, mi Señora.

– No es magnanimidad, pequeña Leo, sino amor. Un sentimiento que no sé si me gusta. El amor te ablanda por dentro y quiebra las piernas de tu orgullo. Disfruta de este privilegio, Leo: entran aún menos personas en mi amor que en mi alcoba. Sin embargo, es una pena. Y lo que más lamento es que ni siquiera seas capaz de imaginar lo que te estás perdiendo.

Estira el brazo y vuelve a pasar la rosa por mi cara con un roce levísimo. Permanezco petrificada mientras la flor me acaricia las mejillas, la nariz, mientras el terciopelo de los pétalos explora mis labios. Dhuoda me contempla con una mirada fija y quieta, sus ojos en mis ojos, dos simas de negrura. Ahora, sin dejar de mirarme, se lleva la rosa a la boca. Sus pequeños dientes, blancos y afilados como los de un animal, muerden las suaves hojas con fiereza. Corta y mastica y traga. Se está comiendo la flor. La devora lentamente, con impavidez y obstinación. Primero desaparecen los pétalos, después la rizada base verde, luego el corto tallo erizado de espinas. Aterra ver entrar los formidables pinchos en su boca, pero ella sigue masticando sin hacer ni un gesto. Transcurre un tiempo interminable; Dhuoda ha dejado de rumiar y ya no queda nada de la rosa. La Duquesa sonríe:

– Tienes razón, Leo. No eres más que una campesina ignorante. Pero es posible que algún día llegues a aprender lo cerca que está el placer del sufrimiento.

Y una gota de sangre resbala por sus labios y cae sobre la inmaculada seda blanca del vestido.


Ya conozco la historia de Dhuoda. Su nuez de dolor, como diría Nyneve. Me la contó ¡a propia Duquesa, con quien he acabado entablando una relación que se parece a la amistad, aunque sé muy bien que ella es mi Dama y yo su servidora. Pasamos mucho tiempo en compañía; me siento a su lado mientras ella toca el laúd o la fídula, paseamos por los jardines, jugamos al ajedrez o a los bolos, leemos en la biblioteca, subimos a las almenas en las noches quietas del cálido verano a comer uvas y beber hipocrás mientras contemplamos las divinas estrellas, amaestramos juntas a sus gavilanes de esponjoso pecho. Hemos acordado una enseñanza mutua: ella quiere aprender a combatir, de modo que yo la entreno todas las mañanas en el patio de armas, intentando recordar las sabias lecciones del Maestro. Es una alumna aventajada y será mejor guerrero que yo, porque es feroz y despiadada: ni su cabeza ni su mano se arredran ante el golpe. Por su parte, Dhuoda está empeñada en enseñarme a mí los modos refinados de las damas. Como mi condición sigue siendo un secreto, las clases se celebran en la intimidad inexpugnable de su alcoba. Me pruebo sus trajes fabulosos, que me quedan cortos, y Dhuoda me explica cómo tengo que sentarme y agacharme, cómo he de mantener el cuello al mismo tiempo erguido y un poco arqueado, cómo debo mover la falda y alzar graciosamente el ruedo para dejar asomar el pequeño pie. Sólo que las faldas de la Dama Blanca me ¡legan más arriba de las espinillas, y mis pies, que no son ni pequeños ni graciosos, se ven de manera permanente junto a un palmo de pierna. También he aprendido a comer con delicados mordiscos y con la boca cerrada, a recogerme las amplias mangas para no meterlas en los platos, a lavarme con elegancia los dedos en el aguamanil, a masticar menta e hinojo para perfumar el aliento, a no limpiarme jamás la grasa de las manos con el mantel o el traje.

Hay cosas mucho peores. He pasado largas tardes apresada dentro de unas espalderas de cuero provistas de clavos, para aprender a mantenerme bien derecha. Ahora uso collarines de mimbre que corrigen la posición de la cabeza, y Dhuoda acostumbra a hacerme caminar descalza delante de ella y me azota los tobillos desnudos con un junco si no me muevo bien.

– No te quejes. Así he aprendido yo. Así hemos aprendido todas las damas.

Y luego está el rema de los afeites. Ella no los necesita y no los usa, pero para aclarar mi oscuro rostro me hace maquillarme, a modo de prueba, con polvos de yeso y plomo. Parezco un espíritu. También me ha enseñado a usar carmín para dar rubor a las mejillas, y el negro kohol de los sarracenos para resaltar la mirada. Los dientes se blanquean con piedra pómez y orina, y para mantener una complexión de cutis fina y limpia, sin granos ni impurezas, es necesario frotarse solimán.

– ¡No se te ocurra untarte esas porquerías! -bramó Nyneve cuando se enteró-. El plomo blanco es ponzoñoso y podría incluso matarte; y el solimán es sublimado de mercurio, otro veneno… Acabará contigo y antes te pondrá los dientes negros.

Mi condición aparente de varón me ha salvado de las torturas de la depilación, porque las damas, Dhuoda incluida, se depilan las cejas y el nacimiento del cabello, para alardear de una frente amplia. Pero yo, claro está, me debo a mi disfraz de guerrero. Ciertamente empiezo a creer que es más duro el aprendizaje para ser una dama que el entrenamiento de los caballeros. Por no hablar de los instrumentos musicales: la Duquesa está obcecada con que aprenda a tocar algo, pero el laúd, la fídula o la mandora chirrían penosamente entre mis dedos torpes y callosos.

Uno de esos días en su alcoba, entre clases y risas y azotes en las piernas con el junquillo, Dhuoda me contó su historia. La Dama Blanca es hermanastra del poderoso conde de Brisseur. Es hija póstuma: su padre murió un par de meses antes de que ella naciera. Su hermanastro, Pierre, quince años mayor, decidió arrebatar la parte de la herencia de Dhuoda y quedarse con todo.

– Contravino así la ley y el derecho provenzal, porque entre nosotros no existe la primogenitura, sino que la herencia se reparte de manera igual entre todos los hijos y las hijas.

Pierre negoció la boda de la recién nacida con Puño de Hierro, un belicoso vecino con quien quería hacer las paces. No dotó a la niña: tan sólo prometió no volver a hostigar al Duque. Dhuoda tenía un año cuando fue casada con Beauville; tras los esponsales, la enviaron al castillo de su marido más en calidad de rehén que de esposa.

– Y a mi madre, que se negaba a separarse de mí, mi hermanastro la encerró en una torre hasta su muerte.

Puño de Hierro también instaló en una torre a la niña junto con su aya y sus criadas, y allí la olvidó. Dhuoda creció feliz explorando el laberíntico castillo y jugando en los jardines interiores, tras haber aprendido muy tempranamente que su supervivencia dependía de no dejarse ver por su marido y no recordarle su existencia. Pero un día el Duque recordó por sí solo.

– Una mañana estábamos en nuestros aposentos y yo jugaba a las adivinanzas con Mambrina, mi aya bien amada. Entonces empecé a escuchar un estruendo, un rumor confuso, unos estallidos semejantes a truenos que se nos acercaban. Era, luego lo entendí, el batir de las puertas que el Duque iba abriendo a empellones. Irrumpió en nuestra estancia como un viento de muerte, como un vendaval devastador, enorme y oscuro, rechinando a metal, erizado de hierros, seguido por sus pavorosos caballeros. Yo nunca lo había visto de cerca y me pareció grande como una montaña y malo como un diablo. Mi aya y las sirvientas cayeron de rodillas. Yo me quedé paralizada. Puño de Hierro no dijo palabra y ni siquiera me miró. Sacó su espadón de la vaina con un frío siseo de acero sobre acero que aún hoy me produce escalofríos y partió la cabeza de Mambrina en dos, como quien revienta una granada: el tajo le llegó hasta la garganta. Luego hizo un volatín en el aire con la ensangrentada espada, salpicándolo todo, y decapitó limpiamente a ¡as dos criadas. Hecho lo cual, dio media vuelta y se marchó seguido de sus hombres, tintineantes y fieros. Allí quedé yo, en mitad de un cálido lago de sangre que mi falda empezó a empapar rápidamente. Me dejaron encerrada en esa habitación, junto con los despojos de las mujeres, durante el resto de ese día y toda la noche. Yo tenía cinco años.

Dhuoda se enteró, mucho después, de que su hermano Pierre había roto la tregua, de ahí la furia vengativa de Puño de Hierro. La Duquesa ignora por qué Puño de Hierro no acabó también con ella: tal vez quería seguir manteniéndola como un bien con el que poder negociar en algún momento. A la mañana siguiente los sirvientes se llevaron los cadáveres, pero no asearon el cuarto. A partir de entonces Dhuoda vivió encerrada en esa torre, completamente sola. Dos veces al día, la puerta se abría unos instantes y le dejaban agua y comida, pero los sirvientes, bien aleccionados y aterrorizados por la crueldad del amo, jamás le dijeron una sola palabra. Transcurrieron así íos años, muchos años, infinitos años para una niña. En los heladores y oscuros inviernos, sin fuego en el hogar, Dhuo-da se recubría con un espeso capullo de mantas y de ropas. A medida que su cuerpo crecía, la niña fue utilizando los trajes de su aya. Ingenió infinitas distracciones; tenía amigas fantasmales con las que jugaba al escondite y a las cuatro esquinas. Cuando hacía buen tiempo, sacaba los bracitos por la ventana para tomar el sol. Inventó una lengua propia y la usaba para hablar con Mambrina. Su aya imaginaria le contaba cuentos y la reprendía si no se portaba bien; a veces Dhuoda se castigaba a sí misma y se ponía de rodillas en un rincón, en el convencimiento de que Mambrina estaba enfadada. Desde el principio de su encierro, la Dama Blanca intentó seguir las rutinas que su aya le había inculcado: todos los días se peinaba cuidadosamente su larguísimo pelo, y usaba parte del agua para lavarse. Así fueron pasando los días y las noches.

– Una tarde volví a escuchar un tumulto raro, voces, pasos. La puerta se abrió de par en par y yo corrí a esconderme detrás de la cama, porque creí que era el Duque y que venía a matarme. Y, aunque ahora no consigo entender por qué, yo no quería morir, a pesar de todo. Pero no era el Duque. Era un hombre mayor de pelo blanco, bien vestido, educado. Era un representante del Rey. Puño de Hierro había muerto y la reina Leonor, que tenía noticia de mi situación y que por entonces aún estaba casada con el Rey de Francia, del cual el Duque era vasallo, mandó un emisario para que se reconocieran mis derechos. Porque, como viuda de mi marido, que ni me había repudiado ni había vuelto a casarse, yo disponía de la tertia, es decir, era dueña y señora de la tercera parte de los bienes de Puño de Hierro. Yo tenía once años y era rica.

El representante real la sacó de la torre, la entregó al cuidado de unas damas de la corte, que se encargaron de su educación, y permaneció en el castillo el tiempo suficiente como para dirimir los asuntos de la herencia. Al final, Dhuoda se quedó con esta fortaleza y con algunas más, con el vasallaje de un puñado de caballeros y con unos cuantos pueblos con sus correspondientes siervos.

– Pero sobre todo, mi Leo, me quedó un corazón endurecido por el odio, un corazón feroz del que me enorgullezco. Hace ya mucho tiempo de todo esto, pero yo sigo sintiendo la viscosa y cálida humedad de la sangre de Mambrina sobre mis ropas: también es por eso por lo que visto de blanco. No he vuelto a cruzarme con mi hermanastro, pero algún día lo haré. Y le mataré. Por eso quiero aprender a combatir. Rezo todos los días a Dios para que Pierre no muera antes, para que pueda acabar con él con mis propias manos. Puede que este tipo de plegaria no le guste al buen Dios, puede que sea sacrílega, pero no me importa, porque he pagado con creces por mis pecados. Esto es lo mejor de la venganza: que cuando llega, tú ya has atravesado todo tu infierno.


Vamos de camino a Beauviile, la ciudad más cercana al castillo de Dhuoda. Antaño pertenecía al ducado, pero Puño de Hierro, siempre necesitado de dinero para costear sus guerras, otorgó la carta de libertad a los burgueses a cambio de una buena suma de oro.

– Y así se va malvendiendo y destruyendo el orden en el mundo -dice la Dama Blanca con un mohín de asco.

La ciudad celebra el trigésimo aniversario de su emancipación con una gran fiesta a la que han invitado a la Duquesa. Después de muchas dudas ha decidido asistir, y secretamente me enorgullezco pensando que ha sido mi deseo de conocer Beauville lo que más la ha empujado. Formamos una comitiva impresionante: además de la veintena de sirvientas y criados, vamos ocho soldados, el capitán de la guardia, sir Wolf, Nyneve y yo, todos bien armados. Dhuoda monta a caballo y va a mi lado. Tengo la sensación de que, cuando sale del castillo, la Duquesa pierde su férreo aplomo y está asustada de algo. Nos ha ordenado avanzar en un grupo compacto, y la veo ojear con inquietud la sombra amparadora de los bosquecillos, como si recelara de una emboscada. El número de hombres armados que llevamos es una prueba más de ese temor: debe de ser por eso por lo que casi nunca abandonamos e! castillo.

– Ahí tienes tu ciudad, Leo.

Es grande, más grande que Millau y que Mende. Ocupa toda una colina y sus murallas son macizas. Extramuros, el campo hierve con un hormigueo de personas. Hay tenderetes de comida, ventas de reliquias, sanadores, saltimbanquis, herreros, magos, cómicos, bailarinas de la danza del vientre cuyos amos aseguran que acaban de traerlas de Bagdad. Nos internamos en el río de gente que se dirige lentamente a Beauville y la muchedumbre nos abre paso, no sé si respetuosa o temerosa. Huele a carne asada, a estiércol, a perfumes pegajosos y orientales, a polvo y agua podrida. El ruido es formidable: músicas, cantos, gritos de vendedores anunciando sus mercancías, mugidos de bueyes, risas y trifulcas. Estoy sudando bajo mi cota de malla y la sangre corre deprisa por mis venas; me siento embriagada por la excitación que impregna el aire y mis piernas ansían ponerse a bailar. Pero los caballeros no danzan. Es una pena.

Estamos cruzando ya la puerta del Sur, y los gastados maderos del puente levadizo retumban bajo nuestros cascos. Dos altas torres adornadas con brillantes estandartes enmarcan la entrada. A punto de franquear el umbral, algo cae desde lo alto sobre la Duquesa. Golpea el cuello de su palafrén de paseo, que relincha y se alza de manos. Dhuoda exhala un corto grito, pero consigue controlar al animal. Rápida como un ratón, Nyneve ha bajado de su caballo y ha recogido el objeto del suelo. Viene hacia nosotras y nos lo muestra: es un hueso pelado con unos cuantos dientes. Una quijada humana.

– Es de los pobres desgraciados de ahí arriba.

Miramos hacia lo alto y vemos las picas que coronan la puerta, cada una con su correspondiente cabeza ensartada. Me estremezco:

– Me parece que no me va a gustar esta ciudad…

– No te inquietes, Leo… No son recientes. Deben de ser de la época de Puño de Hierro. Aunque los burgueses tienen sus propios tribunales, gracias a Dios sólo pueden impartir justicia llana. La justicia de sangre sigue estando en nuestras manos, es decir, en manos del Rey y de los nobles -explica Dhuoda con un deje de orgullo-. Fíjate bien Son muy viejas. Por eso se están cayendo a pedazos.

Es verdad. Son calaveras mondas, picoteadas por los pájaros, roídas por el sol y por la lluvia. Pero antaño estuvieron recubiertas de piel y animadas de vida. Fueron cabezas que soñaron, que rieron, que lloraron. Que gritaron de dolor y de espanto.

– ¡Mi muy noble Señora! ¡Nos sentimos tan honrados por vuestra presencia! ¡Estamos tan felices de que os hayáis dignado a venir a esta humilde ciudad!

Un pequeño tropel de notables ha acudido corriendo a nuestro encuentro para darnos la bienvenida a Beauviile. Sin duda traen puestas sus mejores ropas y son un verdadero impacto para la vista, tan chillones, abigarrados y brillantes son sus colores, tan intensos y apretados los bordados, tan dorados los broches y los cintos. El hombre que nos ha hablado primero es un tipo enorme en todas sus partes, redondo y barrigudo como una bola de trapos a la que le hubieran hincado cabeza, manos y píes, como los exóticos clavos de olor que hinca Dhuoda en las naranjas para espantar las moscas. Va embutido en un increíble traje a listas de color verde y carmesí, y las puntiagudas punteras de sus zapatos son tan largas que las lleva recogidas y atadas a las pantorrillas, para poder moverse. Es Morand, el alcalde de Beauviile, como enseguida nos explica él mismo. A su lado está Brodel, el regidor primero, que tal vez haya sido elegido por compensación, porque es tan diminuto y entecó como exuberante y desparramado es el otro. El regidor viste ropas oscuras y tristes, descoloridas o tal vez sucias, y tiene una carita pálida y arrugada, como de vieja, en la que brillan dos ojillos malhumorados. Juntos, Brodel y Morand semejan un escarabajo pelotero amasando su bola.

– ¡Mi ilustrísima Dama! ¡Estamos tan contentos! ¡Tan entusiasmados! ¡Nos sentimos tan agradecidos por vuestra presencia! ¡Las festividades de la humilde pero noble ciudad de Beauviile serán mucho más luminosas gracias a vos! ¡Tenemos todo preparado para recibiros! ¡La ciudad os aguarda! ¡El pueblo os admira!

El alcalde sigue baboseando sus halagos, con la nerviosa aquiescencia del vistoso y engalanado coro de comerciantes ilustres que le rodea. Morand parece tener la fastidiosa costumbre de convertir todas sus frases en exclamaciones; y con cada uno de sus altisonantes trompeteos, noto aumentar peligrosamente junto a mí la furia de Dhuoda. Tampoco Brodel parece muy feliz: frunce el ceño y da pequeños pasitos encogido sobre sí mismo, como si pisara carbones al rojo.

– Está bien, maese Morand. Creo que la Duque sa ya se ha enterado de que la amamos -gruñe al fin el regidor con voz rasposa-. Probablemente prefiera desmontar, descansar y refrescarse después del largo viaje.

– ¡Por supuesto! ¡Imprudente de mí! ¡Corro raudo a conduciros a vuestros aposentos! ¡Os he alojado en mi propia casa! ¡Humilde pero confortable! ¡Todo está dispuesto, mi Señora!

Aguanto las ganas de reír: la servil estupidez de Morand me parece chistosa. Si Dhuoda no estalla, creo que los tres días que vamos a pasar en Beauviile pueden terminar siendo divertidos. Brodel da la mano a la Duquesa para ayudarla a bajar del palafrén y ella desciende blanca y alada, como una reina. Todos la observan embobados. Todos menos el pequeño Brodel, que parece ser el más inteligente, el más austero. Y que sonríe educadamente a la Da ma Blanca, mientras en sus ojillos relampaguea, y creo que no me equivoco al percibirlo, un profundo desprecio y un odio intenso.


Han adornado las calles de Beauville para las fiestas cubriéndolas de pétalos de flores.

– ¡Nosotros también tenemos ricas alfombras, mi Señora! ¡Maravillosas alfombras florales! -alardea untuosamente el gordo Morand-. ¡Y nuestras casas son tan altas como vuestros castillos!

– Pero vivís apiñados como puercos dentro de ellas -contesta Dhuoda con desdén.

Tiene razón el alcalde: es como si las ciudades compitieran absurdamente con el modo de vida de los nobles. Y también tiene razón la Dama Blanca: nunca alcanzarán la exquisitez que ella posee. Los burgueses han puesto baldaquinos, han levantado estrados para los espectáculos, han organizado banquetes formidables. Pero cualquier refrigerio de diario de la Duquesa es más refinado que todas sus comilonas. Hemos visto bailes, autos sacramentales, juegos de cucaña, competencias de arco, concursos de versos entre juglares, peleas de animales, exhibiciones musicales, saltimbanquis, cómicos y malabaristas. Es como si, presos de un orgullo loco y pueril, los burgueses se hubieran propuesto deslumbrar a la Duquesa. Pero la Dama Blanca les desprecia y no se molesta en ocultarlo. De hecho, el resquemor ha ido creciendo día tras día, y las fiestas están terminando de un modo lastimoso.

El banquete de ayer fue especialmente catastrófico. Los ágapes oficiales se celebran al aire libre, en unas grandes mesas entoldadas que han dispuesto en la Plaza Nueva. Beauville es un municipio inquieto y joven y ha cambiado la fisonomía de sus calles. Ahora el centro de la ciudad ya no es la plaza de la iglesia, como ocurría antes y como siempre ha sucedido en todos los pueblos, sino una zona cuadrangular donde antaño se celebraba el mercado y que ahora ha sido adecentada y rodeada de construcciones nuevas con soportales llenos de tiendas. Por ahí empezó la trifulca, precisamente. Y el culpable fue el coadjutor de la parroquia, el clérigo Ferrán, un hombre petulante y Heno de agravios, que sacó ácidamente el tema a colación:

– Ya veis, mi Señora, adonde nos llevan estas modernidades… Mis convecinos parecen preferir esta Plaza Nueva a la espiritualidad y el amparo de nuestra hermosa iglesia… Han sustituido a Dios por el comercio.

– No exageréis, mi querido coadjutor… La iglesia sigue siendo el edificio principal de Beauville, y Dios sigue siendo nuestro único guía. Pero podemos honrar a Dios también en esta plaza, porque siempre le llevamos en nuestros corazones -contestó el pequeño Brodel.

– Permitidme que dude de vuestro sentido religioso, porque no se puede servir al mismo tiempo a Dios y al Diablo. De todos es sabido que la Iglesia ha prohibido la usura a los cristianos y que el comercio es una actividad pecaminosa e indecente -se picó el clérigo-. Recordad que Jesús sacó a los mercaderes del templo a latigazos… Y tanto las Sagradas Escrituras como los Doctores de la Iglesia condenan de manera inequívoca el sucio trato mercantil. «Negociar es un mal en sí», decía San Agustín. Y San Jerónimo dijo: «El comerciante pocas veces o jamás puede complacer a Dios».

– No tanto, Padre, con vuestro permiso -terció Nyneve-. Precisamente acaba de llegar a los altares San Omobono, que era un mercader de Cremona. Ya veis, siendo comerciante también se puede alcanzar la santidad.

– Y sobre todo se pueden alcanzar las benditas arcas de la Iglesia… -dijo Brodel-. Como bien sabéis, padre Ferrán, los comerciantes de Beauville damos mucho dinero para la Santa Madre Iglesia.

– Pero ¿qué me decís, maese Brodel? -volvió a intervenir Nyneve con un aire de inocencia que me hizo temer lo peor-. ¿Entonces los mercaderes compran con su dinero el perdón de sus pecados? Dicho de otro modo, ¿entonces la Iglesia también comercia, puesto que vende sus indulgencias?

El coadjutor enrojeció y apretó las mandíbulas con gesto iracundo. Brodel se apresuró a proseguir antes de que el cura hablase:

– Habréis de reconocer que el comercio ha traído cosas buenas. Los mercaderes leemos y escribimos, hablamos lenguas… Por nuestra influencia, en los tratos comunes se ha cambiado de la numeración romana a la arábiga' que es mucho más sencilla y práctica. Y hemos abierto numerosas escuelas laicas, donde se enseñan saberes tan necesarios para la vida cotidiana como son las cuentas, o escribir de manera legible y sencilla…

– ¡Sí, esa abominación de la escritura mercantes-cal -bramó el clérigo-. No sólo es una zafia y empobrecedora manera de escribir que no resiste comparación alguna con la belleza de la caligrafía carolingia, sino que, además, la popularización de esa mala escritura entre gente plebeya y sin fundamento no hace sino pavimentar el camino para el Maligno. ¿No os dais cuenta, maese Brodel, de que todos estos cambios que vos consideráis avances no son más que perversiones demoníacas, las pústulas visibles de una honda enfermedad espiritual? ¿No advertís cuan grave y peligroso puede ser poner ciertos conocimientos, aunque sean espurios y mediocres, al alcance de la plebe sin formar?

– ¿Y cómo se va a formar la plebe sí jamás se le permite el acceso a ningún conocimiento? -contestó Brodel con una voz contenida en la que vibraba un filo de ira.

– ¡Mi querido coadjutor! ¡No es cuestión de discutir! ¡Las cosas tampoco están tan mal como decís! -dijo, o más bien trompeteó, el redondo Morand-. ¡Vos tenéis vuestro hermoso latín para hablar con Dios y para tratar de los asuntos elevados! ¡Asuntos que nosotros, humildes comerciantes, no entendemos ni osamos entender! ¡Pero qué mal puede haber en apuntar la compra de una partida de paños con la escritura mercantesca! ¡Es sólo una herramienta! ¡Para simplificar la vida de las gentes comunes! ¡Es como lo de empezar el año en Pascua! ¡Es muy complicado, mi querido coadjutor! ¡Un verdadero lío! ¡Que si comienza a finales de marzo, que si comienza en abril, dependiendo de cuando caiga Pascua! ¡Así no hay manera ordenada de llevar los negocios! ¡Qué daño haría empezar siempre el año en el mismo día! ¡Hay quienes dicen que sería mucho mejor comenzarlo el uno de enero! ¡En la fecha gloriosa de la Circuncisión del Salvador!

– No decís más que barbaridades y blasfemias -barbotó Ferrán.

– Serenaos, por favor -intervino el regidor-. En cualquier caso, el problema no es el comercio, sino los excesos. Y para evitar los excesos existen las leyes comerciales. Sabéis bien que está prohibida la innovación de instrumentos y técnicas, para que nadie tenga ventaja sobre su oponente; la venta de artículos por debajo del precio fijado; el trabajo nocturno con luz artificial; el empleo de aprendices innecesarios; el elogio de las propias mercancías en detrimento de las de los demás, así como anunciar los artículos que uno vende mientras el comprador se encuentre en otra tienda…

– Por eso tenéis esas enseñas tan ridiculamente grandes en todos los comercios -dijo Dhuoda-. Contemplad esta plaza: encima de las puertas de las tiendas cuelgan zapatos de latón del tamaño de un hombre, panes en madera pintada tan desmesurados como ruedas de molino, martillos de hojalata hechos a la medida de un gigante. Apenas se puede caminar por vuestras estrechas y sucias calles con el abarrote de todas esas figuras recortadas… Sería mejor que permitierais que los vendedores vocearan sus mercancías. Por otra parte, eso es lo que hacen de todas formas: además de colgar sus distintivos, vocean. Vuestras famosas leyes son transgredidas a todas horas. Pero, naturalmente, qué se puede esperar de la ley de un plebeyo.

Brodel palideció:

– Sí, es verdad. Hacemos leyes que luego algunos incumplen. Pero gracias a esas leyes podemos aspirar a ser mejores. Los plebeyos sabemos que los hombres pueden ser buenos y malos. Todos los hombres. Y acordamos libremente normas de funcionamiento, e intentamos respetarlas, para potenciar nuestras virtudes y vigilar nuestras debilidades. Somos como el agua: necesitamos canalizarnos, para poder regar fructíferamente los campos y no derramarnos inútilmente. Los nobles, en cambio, se consideran por encima de toda norma. Creen encontrarse fuera del Bien y del Mal. Nadie puede juzgarles, y ellos a sí mismos no se juzgan. Habláis de las leyes de los plebeyos…, pero las leyes que los nobles dictan despóticamente sólo son un resultado de sus caprichos. Y sus veredictos son intocables e inapelables.

– Es natural que lo sean, porque nuestra autoridad emana de Dios. Si Dios hubiera querido que los plebeyos mandaran, no os habría creado plebeyos, sino nobles. Esto es algo tan evidente que no sé cómo os atrevéis siquiera a discutirlo -dijo Dhuoda mordiendo las palabras.

– Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Al hombre en singular, que es como decir a todos los hombres. Que yo sepa, no creó a un duque y luego a un siervo. Todos somos iguales a los ojos del Señor, ése es el mensaje de Jesucristo.

– ¡Mi Señora! ¡Brodel! ¡Por favor! ¡Mi Graciosa y Magnánima Dama! ¡Por favor! ¡No prestéis atención a los excesos de nuestro regidor! ¡Él no sabe lo que está diciendo! ¡Es un polemista! ¡Siempre se lo digo! ¡Pero Beauville está a vuestros pies como siempre, mi Señora! ¡Y Brodel también, en cuanto cierre la boca! -farfulló el alcalde, nerviosísimo, frotándose con desesperación sus regordetas manos.

– Contemplad esta ciudad, mi Señora. Somos libres -siguió diciendo Brodel-. Todos los ciudadanos eligen cada año a cien pares. Y estos cien pares eligen a veinticuatro jurados, doce regidores y doce consejeros, y a tres candidatos, entre los que el Rey designa a! alcalde. Los regidores administramos la ciudad y somos el tribunal de primera justicia. Nos comprometemos a no aceptar dinero ni regalos de los litigantes, pero, como somos hombres y, por consiguiente, también tenemos nuestra cuota de maldad, eso a veces sucede. Ahora bien, al regidor que ha aceptado soborno se le arrasa su casa y se le excluye para siempre de los cargos públicos; y al reo que ha sobornado, se le dobla la pena. Con esto quiero deciros que nos esforzamos por hacerlo bien. Que intentamos legislar incluso contra nosotros mismos, es decir, contra aquello de malo que pueda haber en nosotros. Es otra forma de poder, mi Señora. El poder del acuerdo y de las multitudes. Es como lo que sucede en las cofradías. Los nobles poseen sus órdenes de caballería, pero nosotros tenemos nuestras cofradías. En cada ciudad existen decenas, y los hombres se adhieren a ellas por su propia decisión, sin coacciones de ningún tipo. Las cofradías cuidan de los miembros enfermos, sostienen económicamente a las viudas, educan a los huérfanos, defienden a los asociados ante la arbitrariedad del noble. No disponemos de espadas, como los guerreros, pero somos muchos, nos cuidamos los unos a los otros y estamos juntos por nuestra propia voluntad. Y eso nos hace fuertes. Esto que estáis viendo es el verdadero mundo, Duquesa. Dentro de poco, los nobles languidecerán encerrados en sus castillos, como caracoles resecos olvidados en su caparazón.

Hubo un instante de silencio, tenso y ominoso.

– Puedo hacer que te descuarticen mañana -siseó Dhuoda.

– No, no podéis. Y vos lo sabéis. Tendríais que presentar un cargo contra mí lo suficientemente grave, y recurriríamos a la justicia real. Ya no podéis hacer esas cosas…, mí Señora.

– ¡Válganos Dios! ¡Tomemos una limonada! ¡Un poco de sidra! ¡Qué disgusto! -graznó Morand.

Dhuoda cerró los ojos. No quiere estar aquí, pensé; no quiere reconocer que todo esto sucede. Cierra los ojos para borrar el mundo, porque está acostumbrada a que su voluntad dé forma a las cosas. Un instante después, cuando la Dama Blanca alzó de nuevo sus espesas pestañas, su mirada ardía de malicia.

– Hablando de la justicia real, mi querido regidor… -dijo sonriente-. Sin duda conocéis perfectamente las leyes suntuarias del Reino, ¿no es así? Pues bien, yo diría que en esta ciudad no las cumplís…

– ¡Pe… pero! ¡Mi Señora! -se inquietó Morand.

– Vamos a ver, vamos a ver… No las recuerdo muy bien, pero, si no me equivoco, las mujeres de los comerciantes no pueden llevar vestidos multicolores ni listados. Ni pueden usar brocados, terciopelos floreados o tejidos con plata y con oro… Y mirad esta mesa, mi querido regidor, mi querido alcalde… ¿No veo allí un justillo carmesí listado de plata? Digno de una dama, desde luego… Pero ¿no es ésa vuestra esposa, mi querido Morand? Vaya por Dios, qué casualidad. Y qué confusión: mirad aquella otra mujer, con la falda de brocado… Y la de más allá. Cuánto atrevimiento indumentario hay en Beauviíle… Así no hay manera de distinguir al rico del pobre, al criado del amo… Me temo que me veo obligada a exigiros que toméis medidas y que hagáis cumplir las leyes como es debido. Llamad a los alguaciles, alcalde.

Las palabras de la Dama Blanca cayeron sobre Morand como latigazos. Pálido y sudoroso, con la boca abierta y los mofletes temblando, parecía un reo condenado al suplicio. Fue Brodel quien mandó avisar a los alguaciles, puesto que el alcalde no reaccionaba. El regidor se encargó de todo con una sonrisa desafiante y amarga: luego me enteré de que estaba viudo y que, por lo tanto, no tenía esposa a la que desairar. Las demás mujeres de la mesa tuvieron que abandonar el banquete y dirigirse a sus hogares a cambiarse de vestimenta; y los alguaciles recorrieron casa por casa la ciudad requisando todas aquellas prendas que incumplían las leyes suntuarias. Emplearon en semejante menester toda la tarde, y los demás aguardamos sentados a la mesa en un silencio atroz e insoportable del que, sin embargo, Dhuoda parecía disfrutar. Al cabo de un tiempo amargo, cuando el sol ya caía, regresaron los alguaciles con el botín de su triste cosecha: brazadas de vestidos multicolores, sombreros picudos ornados de armiño, capas de terciopelo. Hicieron una pira en mitad de la plaza, untaron el hato con brea y resina y le prendieron fuego. Mientras el humo apestoso se elevaba al cielo, pude escuchar lamentos y exclamaciones airadas. La Duquesa esperó hasta que todo el montón fue una bola de llamas, y luego sonrió graciosa y livianamente:

– Gracias por el almuerzo. Y por la conversación Ha sido un día precioso.

Dicho lo cual se levantó, ligera y danzarina, y se marchó de la plaza con tanta premura que los demás tuvimos que correr para ir tras ella. Así terminó esa jornada nefasta.

Esta mañana, Dhuoda todavía seguía de buen humor. Puertas y ventanas se iban cerrando con violencia a nuestro paso, las gentes con las que nos cruzábamos se volvían ostentosamente y nos daban la espalda, la ciudad entera palpitaba de odio contra nosotros, pero todas estas señales de furor no lograron borrarle la sonrisa. Cuando llegamos al entarimado donde se celebran los espectáculos, nos encontramos a Morand ataviado con un sayo informe, triste y áspero, de color marrón oscuro. Recordando su refulgente indumentaria de los pasados días, se me escapó la risa.

– Por todos los Santos, se ha vestido de pobre… Verdaderamente es un gran necio. Con todas sus ideas raras, Brodel es mucho más inteligente y más sensato -le dije a Dhuoda, confiando en su alegre talante.

Pero la Duquesa me lanzó una mirada tan severa que la percibí como una bofetada y el rubor se me subió de golpe a las mejillas:

– Qué estupidez, Leo. Brodel es nuestro enemigo. Un individuo infame y peligroso. Y sin duda Morand es más inteligente, puesto que conoce mejor cuál es su lugar y cuáles son las reglas del mundo.

Entonces Dhuoda comenzó a comportarse con el amedrentado alcalde con todo el encanto que ella es capaz de desplegar. Que sin duda es enorme. Le cogió del brazo, le susurró secretos al oído, escuchó sus tartamudeantes palabras como si de verdad le interesaran. El gordinflón Morand se mostró primero asombrado, luego receloso, más tarde confiado y después encantado. Tan encantado, de hecho, que empezó a pavonearse y a charlar por los codos largas parrafadas exclamativas. Hasta que la Duquesa se cansó del juego y súbitamente decidió volver a ignorarle por completo. Así estamos ahora, terminando el banquete de despedida, con un alcalde más desconcertado y nervioso que nunca, con un Brodel pálido y tenso, con un puñado de taciturnos y silenciosos regidores. La gran mesa está casi vacía: hoy no se han presentado ni los comerciantes principales ni ninguna de las mujeres. Estoy harta de Beauville y de las malditas fiestas de Beauville. Por fortuna, esta tortura acabará en breve: hoy es la última jornada y mañana nos vamos.

Acaba de aparecer un joven criado en busca de Morand. El alcalde se levanta pesadamente de su asiento y se aleja unos pasos. Escucha el mensaje con interés y luego regresa a un trote retemblón, con el rostro iluminado de alegría:

– ¡Mi Señora! ¡Acaba de llegar a Beauville una emisaria de la reina Leonor! ¡Su Majestad se ha enterado de que vos estabais en la ciudad y os envía sus saludos y un hermoso presente!

Ahora entiendo su júbilo: el pobre necio todavía espera poder enderezar nuestra calamitosa estancia.

– ¿Y cómo sabéis que es hermoso, si ni siquiera lo habéis visto? -contesta Dhuoda con altivez.

– ¡Mi Dama…! ¡No sé…! ¡Yo espero…! ¡Yo supongo…! ¡Es un regalo de la Reina!

– Es hermoso, mi Señora, os lo aseguro -dice una voz de mujer.

La enviada real es una dama de edad, alta y delgada. Le acompañan dos criados ricamente vestidos. Entre ambos traen, sujeto con dos varas, un pequeño arcón de madera estofada en oro que parece muy pesado. Lo depositan cuidadosamente en el suelo ante Dhuoda.

– Duquesa, soy Clara de Herring, dama de la Reina. Su Majestad os manda saludos y este pequeño obsequio en muestra de su afecto -dice la mujer, haciendo una reverencia cortés.

Después se inclina hacia delante y levanta la tapa del cofre. Dentro hay lo que parece ser una prenda de vestir pulcramente doblada. Es un tejido maravilloso, un terciopelo tan jugoso y verde como el liquen de un río, todo bordado en plata con pequeños pájaros de abultado pecho que parecen a punto de volar.

– ¡Qué bello! -exclama Dhuoda, generalmente tan parca en los elogios.

– Treinta bordadoras, ¡as mejores de la comarca, han tardado más de un mes en terminarla. Es una capa, mí Señora…

La Duquesa se inclina hacia delante y alarga la mano.

– ¡Esperad! ¡No la toquéis! -grita Nyneve.

La Dama Blanca se detiene y mira a mi amiga enarcando las cejas, a medio camino entre la sorpresa y la irritación.

– Fijaos en el interior del arcón… Está revestido de plomo. ¿No os resulta extraño?… Pedidle a la enviada que se pruebe la capa -dice Nyneve.

– ¡Duquesa! Yo… Yo no osaría jamás hacer tal cosa… Es vuestro presente… Yo no soy digna de una prenda así… -dice la dama con evidente nerviosismo.

Pero el rostro de Dhuoda se ha petrificado en un gesto sombrío. La conozco cuando se pone así. Y me da miedo.

– Poneos la capa.

– Mi Señora, no debo… Y si os la mancho, y si… La Reina me mataría, lo sé.

– Poneos la capa o seré yo misma quien os mate. Y os aseguro que hablo en serio.

El silencio es tan absoluto que se escucha el silbido del viento y el tremolar de los estandartes de la lejana muralla. La dama está pálida como la cera y suda copiosamente, aunque el tiempo ha mudado y la tarde se ha puesto desagradable y fresca.

– Pero…

– ¡Hacedlo!

La mujer traga saliva, se inclina sobre el cofre y saca la capa con cuidado, sosteniéndola entre dos dedos. Extendida es aún más hermosa, una espléndida prenda de amplios vuelos. La dama se la echa sobre los hombros.

– ¿Veis, Señora? Sin duda os quedará mucho mejor a vos… -dice con sonrisa trémula, haciendo ademán de quitársela.

– ¡Espera! No tan deprisa. Sigue con ella puesta un poco más… -dice Nyneve.

La mujer arruga la cara: casi parece que se va a echar a llorar. Respira aguadamente; sin duda está muy nerviosa. O asustada. Su pecho sube y baja como un fuelle; su jadeo se hace penosamente audible. ¿Qué le sucede? Se lleva una mano a la garganta. Sus ojos se abren con una desencajada expresión de terror.

– Yo…

No puede decir más. Cae de rodillas y un rugido agónico y animal sale de su boca. Súbitas y feroces convulsiones la tumban sobre el suelo. Sus ojos están en blanco y en sus labios burbujea una densa espuma rosada. Berrea como un cochino en el matadero, unos chillidos de dolor que nos hielan el ánimo. Respira penosamente y su pecho se hunde y se levanta de modo tan violento que parece que la carne se va a abrir en canal. De pronto, de sus ojos, de su boca, de sus narices, de sus oídos, de debajo de sus uñas empieza a manar sangre. La mujer se tensa como un arco y exhala un alarido desaforado y último. Luego, el cuerpo se relaja totalmente y queda amontonado sobre el polvo con fofa blandura, como un rimero de trapos. Está muerta. Huele a podredumbre y excrementos.

– ¡Quieto ahí, rufián!

Sir Wolf se ha abalanzado sobre uno de los criados, que ha intentado aprovechar la confusión para escapar. Pero los criados no deben de ser tales, puesto que han sacado unas espadas que llevaban escondidas e intentan abrirse camino por la fuerza. El capitán de la guardia y yo nos arrojamos sobre el otro hombre. Sir Wolf ha ensartado al suyo, que se desploma fatalmente herido. Nosotros hemos arrinconado al cómplice.

– ¡Esperad! ¡No le toquéis!

Pálida como un espíritu, la Duquesa viene hacia nosotros. Me arranca la espada de las manos y pone su punta en el gañote del falso sirviente.

– Confiesa y seré generosa contigo. ¿Quién os ha enviado?

El hombre está temblando, pero alza la barbilla e intenta mantener una postura airosa.

– Ha sido vuestro hermanastro, Duquesa. Ahora ya no importa que se sepa…

– ¡Mientes!

– ¿Por qué habría de hacerlo? Mirad, éste es el sello que el Conde nos ha dado… Lo reconoceréis, puesto que ha sido el vuestro…

Las piernas le fallan, su precaria valentía le abandona y el hombre cae de rodillas.

– Sed clemente, Señora… -dice con voz rota.

Rápida como un mal pensamiento, Dhuoda agarra la empuñadura con ambas manos, hace un amplio revoleo con la espada y corta la cabeza del hombre limpiamente. Alguien grita. Yo pienso con horrorizado y admirado asombro en la fuerza y la pericia de la Duquesa: un cuello es muy difícil de tajar, e incluso ¡os verdugos necesitan en ocasiones más de un golpe. La cabeza ha rodado sobre la tierra, pero sus ojos aún parpadean varias veces, como pasmados de su propia muerte. El cuerpo se ha derrumbado y un vigoroso chorro de sangre empapa la blanquísima falda de Dhuoda. La Duquesa ha dejado caer la espada; está como ida, desencajada, al borde de las lágrimas. Frenética y torpemente, intenta limpiarse la falda con unas manos temblorosas que enseguida se le tiñen de sangre. Saca una pequeña daga de su escarcela y empieza a cortarse el vestido allí donde está manchado. Apuñala el tejido con gesto desquiciado y balbucea palabras incomprensibles que deben de pertenecer a un lenguaje que ignoro. Temo que, en su locura, se haga daño a sí misma.

– MÍ Señora… -le digo dulcemente.

También Nyneve ha acudido a socorrerla. Le sujeta la mano con suavidad, le abre los engarriados dedos, le arrebata la daga.

– Tranquila, mi Duquesa. Todo está bien. Tranquila, Dhuoda. Yo voy a cuidar de ti -le susurro, cogiéndola por los hombros.

La Dama Blanca me mira con ios ojos muy abiertos, pero no sé si me ve. O si me reconoce.

– Manebón… Sasegual… Ben mede cada mí… -farfulla quedamente en su lengua extranjera, con gesto desamparado y voz de niña.

Y luego se desmaya entre mis brazos.


Pese a su estado, la Duquesa no ha querido quedarse ni un día más en Beauville y regresamos a casa en la jornada prevista. Ha recobrado el juicio, pero es evidente que se encuentra mal. Tiene fiebre y aferra las riendas de su palafrén con manos convulsas.

– ¡MÍ admirada Señora! ¡Estoy tan consternado! ¡No sé cómo disculparme! ¡No sé qué deciros! ¡Pero la humilde ciudad de Beauville siempre os esperará con amor y alegría!

El alcalde y los regidores han venido a la puerta principal de la muralla a despedirnos. Dhuoda ni se molesta en contestarles. Oscuras ojeras enturbian su mirada y resaltan como la huella de un golpe en su rostro lívido.

El tiempo ha cambiado definitivamente y el invierno ha llegado. El gélido día está tan encapotado como nuestros ánimos y caen pequeñas y punzantes gotas de lluvia. Arrebujada en su capa de armiño, tiritando, Dhuoda da la orden de partir.

– ¡Adiós, mi Señora, adiós! ¡O mejor hasta pronto!

Formamos una triste compañía, todos cabizbajos y en tensión. Nyneve cabalga a mi lado. Incluso ella parece taciturna.

– Menos mal que te diste cuenta del peligro -le comento-. Fue casi milagroso que la Dama Blanca se salvara.

– El forro de plomo del arcón me resultó chocante… Pero, además, debo decirte que el hermanastro de Dhuoda debe de ser un hombre leído… O al menos debe de conocer los hechos de!a corte de Camelot, tal y como los deformó o los inventó el bribón de Myrddin… Porque Myrddín dice que Morgan Le Fay, la gran bruja Morgana, la hermanastra de Arturo, intentó asesinar al Rey con una capa emponzoñada… Todo esto es mentira, desde luego; a Arturo le quisieron envenenar los reyes sajones, y no con una capa, sino con un faisán contaminado. Pero la verdad, claro, no resultaba tan embelesadora y literaria. En cualquier caso, cuando apareció la capa recordé el cuento de Myrddin, y eso me hizo sospechar más fácilmente del supuesto regalo de Leonor.

– Lo que no acabo de entender es cómo pensaron los tres asesinos que podrían salir con bien de su crimen… El veneno era tan potente y tan veloz…

– Pero Dhuoda nunca se hubiera probado la prenda allí mismo… Eso no lo hacen las altas damas, es un gesto demasiado vulgar, Como mucho la hubiera tocado un momento, y con esa pequeña inoculación la ponzoña habría empezado a corroerla por dentro, sí, pero lentamente… Hubiera tardado horas en morir. Tiempo suficiente para escabullirse.

Los cascos de nuestros caballos vuelven a retumbar sobre los maderos del puente levadizo. Es un sonido triste y solemne, un redoble de duelo. El aguanieve pincha mis mejillas y mí nariz moquea. En los alrededores de la ciudad no queda nadie: ni un tenderete, ni un músico, ni siquiera un mendigo. Cuando cruzamos el foso y los animales empiezan a pisar la dura y baldía tierra, me vuelvo hacia atrás sobre mi silla para ver la ciudad. Encima de la puerta, tres de las picas muestran cabezas nuevas. Morand, asustado con lo sucedido, ha mandado hincar los despojos de los asesinos para intentar congraciarse con la Duquesa. El viento agita los largos cabellos pegoteados de sangre de las cabezas, y un cónclave de cuervos aletea ruidosamente alrededor, codo entusiasmo y gula. Los cuervos parlotean excitados; sus graznidos agujerean el aire. «Nos gusta la Duquesa», sé que están diciendo; «amamos a la Duquesa decapitadora». Uno de los pájaros baja en veloz vuelo, da una vuelta en torno a Dhuoda y vuelve a subir con poderosa remontada hacia el banquete. Ha venido a dar las gracias.

– Tenemos que marcharnos, Leo. Tenemos que dejar a la Dama Blanca. Es peligrosa -susurra Nyneve a mi lado.

Sus palabras me inquietan, pero no sé qué hacer con ellas. Las cosas son confusas en el ancho mundo. Antes la vida era tan dura, tan pobre y tan simple como el pequeño pedazo de árida tierra en el que mi familia y yo nos rompíamos las uñas escarbando. Todo estaba claro: la indiferencia de los poderosos, la crueldad del amo, nuestra indefensión pero también la unión que sentíamos entre nosotros, el trabajo embrutecedor, el esfuerzo y las penalidades, el alivio de haber vivido con bien un día más, la felicidad de poder comer y descansar. Pero ahora ya no sé quiénes son mis amigos, quiénes mis enemigos. No sé bien por qué Nyneve dice que Dhuoda es peligrosa, ni me acabo de creer todo eso que cuenta sobre Myrddin. De los belfos de mi caballo salen densas nubes de vapor. La vida es una niebla.


Dice fray Angélico, que ha venido al castillo a cuidar de su prima, que la Duquesa se está dejando arrastrar por el pecado de acidia, que es el vicio de la desesperación y de la abulia por falta de fe en la magnanimidad divina.

– ¡Qué acidia ni qué pecado! Dhuoda está enferma, enferma de tristeza. Tiene un pozo negro dentro del corazón y a veces se le desborda -dice Nyneve.

Sé que Nyneve se compadece de la Dama Blanca, pero al mismo tiempo recela de ella e insiste todos los días en que nos marchemos. Está tan obcecada con la idea, y es tan excesiva en sus reproches, que esta mañana hemos mantenido una agria discusión. La primera desde que nos conocemos.

– Ya no tenemos nada que hacer aquí, Leo. Has leído todos los libros de Dhuoda, has refinado tus modales, has mejorado tu instrucción guerrera, has aprendido a comportarte como una dama…

– No me puedo ir ahora y abandonar a Dhuoda tal como está.

– Este castillo está encantado y la Duquesa es un veneno. No sólo ya no estás aprendiendo nada nuevo, sino que nuestra estancia aquí te está cambiando, te está hiriendo por dentro de una manera que no eres capaz de percibir.

– Eso no es cierto.

– Ya te digo que tú no lo percibes.

– ¡Qué argumento tan simple y tan tramposo! Si o me muestro de acuerdo contigo, entonces es que estoy equivocada y ni siquiera soy capaz de darme cuenta de ello… Qué fácil resulta discutir así: no precisas demostrar tu razón. Pero tendrás que esforzarte más, Nyneve… Ya no soy la pequeña campesina ignorante que conociste.

– Es verdad, ya no lo eres. Entre otras muchas cosas, veo que has aprendido a debatir, y eso me alegra. Pero estás embelesada por Dhuoda y por el mundo de Dhuoda, y en la Duquesa hay mucha oscuridad. Recuerda cómo decapitó a aquel hombre.

– Había intentado asesinarla. Y, además, luego se puso enferma. Está apenada y angustiada por lo que hizo.

– La angustia de la Dama Blanca viene de mucho antes… Viene de sus demonios interiores. Te aseguro que no es la degollina lo que la ha enfermado. ¿O acaso crees que ésa es la única muerte que lleva la Duquesa en su conciencia?

– Mientes.

– Pregunta a los criados.

– Lo que sucede es que estás celosa.

– ¿Celosa? ¿Por qué?

– Porque Dhuoda me prefiere a mí. Porque fray Angélico me prefiere a mí. Porque yo también empiezo a preferirlos a ellos.

– Exacto, ése es el problema. Te gustan demasiado. Careces de criterio frente a ellos. No ves la maldad que anida en sus capullos de seda.

– ¿Y a ti qué te importa lo que yo pueda ver? ¿Por qué tenemos que irnos? ¿Por qué siempre las dos? ¿Por qué estás conmigo? ¿Por qué no te marchas tú sola, si tanto te incomoda este lugar?

Los oscuros ojos de Nyneve relumbraron como brasas avivadas por un fuelle. Frunció el ceño y me miró con dureza. Sentí que me desnudaba, que me medía.

– Está bien -dijo al fin-. SÍ eso es lo que deseas, así se hará. Piénsarelo bien: sí me vuelves a pedir que me marche, lo haré.

Me encontraba tan irritada con ella que estuve a punto de volver a decirle que se fuera, pero conseguí morderme los labios a tiempo. Nos contemplamos en silencio unos instantes y luego Nyneve salió del cuarto y me dejó sola y atormentada por mí carga de rabia.

Desde entonces ha transcurrido la mañana entera. He leído un rato, he jugado con los perros de Dhuoda, he almorzado sola, en las cocinas, un poco de conejo estofado. Pero estoy malhumorada e inquieta, pensando en que debería hacer las paces. Al fin he decidido salir en su busca y llevo un buen rato recorriendo el castillo con errar intranquilo. Al cabo, la encuentro. Aquí está, frente a mí, partiendo leña al otro lado del patio de armas. Quisiera pedirle perdón, aunque las palabras raspan en mi boca: sigo llevando en el coleto una almendra amarga de rencor. Pero hago un esfuerzo y me acerco a ella.

– Lo lamento -mascullo oscuramente, incomodada por mi propio orgullo.

– ¿Qué lamentas?

Hago un vago gesto con la mano.

– La discusión… Todo.

Nyneve deja el hacha y se seca el sudor con la manga. Se sienta sobre un tronco y yo la imito.

– Soy muy mayor, mi Leo. Aunque no lo parezca. He vivido tantas vidas humanas como cabellos tengo en la cabeza. Antes, hace mucho tiempo, cuando era todavía joven y fogosa, compartí un sueño con otras personas. El viejo Myrddín era un mentiroso y un truhán, pero también era un bardo extraordinario, un narrador magnífico. Aunque sus historias sobre el rey Arturo no son verdaderas, la música de sus relatos sí lo es: la épica, la gloria, el esfuerzo de superación, el afán de justicia y de equidad, la fuerza de las mujeres, ¡a búsqueda del caballero impecable, el sueño de construir en este pobre mundo un reino perfecto. Recuerda que la Mesa Redonda era redonda para que ningún guerrero tuviera preeminencia sobre otro, y que todos ellos estaban sentados al mismo nivel que el Rey, porque ni siquiera Arturo poseía un poder absoluto: dependía del respeto y de la aceptación de sus caballeros. Así es el derecho normando, el derecho celta, en contraposición al derecho carolingio de nuestro despótico Rey de Francia. La Gran Carta normanda lo dice bien claro: "Existen las leyes del Estado, los derechos que pertenecen a la comunidad. El Rey debe respetarlas. SÍ las viola, la lealtad deja de ser un deber y los súbditos tienen el derecho a rebelarse». Cómo le gustaría este texto a nuestro amigo Brodel, el regidor de Beauville… ¿Cómo lo llamaba él? El poder del acuerdo y de las multitudes… Yo viví en mi juventud ese mismo sueño que ahora sueña Brodel. Y luego todo se deshizo, como un castillo de barro hecho por un niño bajo un aguacero. Todo se perdió y se borró, hasta el punto de que hoy algunos piensan que sólo son leyendas.

Nyneve calla durante unos momentos. Hace mucho frío en el patio de armas, pero su relato me interesa y no me atrevo a interrumpir.

– Ahora el mundo vuelve a vivir un momento de ilusión, un momento de renovación y de esperanza. Pero yo ya estoy muy vieja, Leo. Demasiado vieja para un tiempo tan joven. Hace mucho, cuando estaba en mis años y en mi fuerza, yo también deseé cambiar el mundo. Pero ahora me conformo con cambiar a una persona, a una sola persona. Es decir, con ayudarla a madurar y a ser mejor… Y tú, Leo, eres para mí esa persona. Pero tienes razón: puede que mi ayuda no te interese, e incluso puede que verdaderamente no te sirva para nada. Peor para mí, porque además te has convertido en mi única familia. En una vida de mudanzas, tú permaneces. De alguna manera, debo confesar que te necesito.

Sus explicaciones me conmueven. Siento que se me ablanda el corazón, que mi malestar y mi rabia se deshacen.

– Oh, Nyneve, yo también…

– Sssshhh, no digas nada. Las palabras emocionadas salen de la boca demasiado deprisa y suelen terminar diciendo cosas que no son del todo verdaderas. Y debemos ser respetuosos con las palabras, porque son la vasija que nos da la forma. Los tiempos crueles son siempre mentirosos y vienen preñados de palabras malas. El hacha del verdugo no cortaría y la hoguera de la intolerancia no quemaría si no estuvieran sustentadas por palabras falsas. Ya lo dice la Biblia: al principio fue el Verbo. Es la palabra lo que nos hace humanos, lo que nos diferencia de los otros animales. El alma está en la boca. Pero, para nuestra desgracia, los humanos ya no respetan lo que dicen. Escucha con atención a fray Angélico y descubre la ponzoña escondida en su verbo sedoso. Es como su maestro: a Bernardo de Claraval le llaman el Doctor Melifluo porque sus palabras son como miel. Pero las palabras no deben ser como la miel, pegajosas y espesas, dulces trampas para moscas incautas, sino como cristales transparentes y puros que permitan contemplar el mundo a través de ellas.

Volvemos a quedarnos en silencio. Está empezando a nevar. Copos muy blancos contra un cielo muy negro.

– En cuanto a la Duquesa… Ya conoces el viejo cuento de la rana y el alacrán…

– El alacrán que le pide a la rana que le deje montar sobre sus hombros para pasar el río, y que, cuando es-tan en la mitad de la corriente, le clava el aguijón…

– Eso es… Y la rana, agonizante, le dice: «¿Por qué lo hiciste, loco? ¡Ahora tú también re ahogarás!». Y el alacrán, hundiéndose ya en las aguas, contesta: «No lo pude evitar. Es mi naturaleza». Sólo te digo esto, Leo: ten cuidado con la naturaleza de Dhuoda.

A veces las discusiones son tan profundas que dejan por detrás un rastro indeleble. Son como esas tablillas de cera negra en las que Nyneve me ha enseñado a escribir: en ocasiones, sobre todo al principio, mi torpeza en el manejo del punzón hizo que arañara la madera. Y eso no tiene remedio: puedo volver a extender cera virgen sobre la superficie, pero la tablilla está astillada. Siento algo parecido en mi trato con Nyneve. Me alegro de haber hablado con ella el otro día en el patio de armas; me conmovieron sus palabras y se deshizo el resquemor que me asfixiaba. Pero por debajo de la cera nueva, perduran aún las punzantes astillas.

Sé que le debo mucho. Aun así, exagera. Sabe infinidad de cosas, desde luego, pero, en ocasiones, sus pretensiones de gran bruja me sacan de quicio. En el año largo que llevamos aquí he aprendido mucho: ya no me quedo boquiabierta ante todo lo que cuenta. No voy a decir que sea una chiflada, como aseguraba aquella Vieja de la Fuen te, pero tampoco tiene siempre la razón. Sigo pensando que está un poco celosa. Que se aburre aquí, porque se ve poco apreciada y sin lugar. Comprendo que ella quiera irse, pero yo no quiero. Me gusta este castillo, disfruto de esta vida deliciosa. Fuera ruge el invierno y los hielos muerden con dientes que matan. Pero el castillo de Dhuoda es un refugio, un pequeño paraíso, como Avaíon. Acudo todos los días a la alcoba de la Duquesa. Que está pálida y lánguida, postrada en el lecho. No quiere ver a nadie, pero a mí sí. A veces, cuando se siente mejor, jugamos un poco al ajedrez. A veces le cuento historias bellas que he aprendido en sus libros. Y a veces está tan triste que no desea hablar ni que le hablen, y me quedo junto a ella, acompañándola en silencio durante largo rato. Le gusta mi presencia. Nyneve no conoce bien a la Duquesa; no entiende su refinamiento, su delicadeza. No es un alacrán, sino una paloma que a veces se disfraza de gavilán.

– Ah, mi joven Leo, estáis aquí…

Fray Angélico ha entrado en la biblioteca y su sonrisa ilumina la penumbra. El corazón me da un salto en el pecho: es tan buen mozo. Siento que mis mejillas se encienden y finjo ajustarme las botas para ocultar el rubor. Algún día acabaré por delatarme. El fraile se aproxima a mí. Huele a hierbas, a romero, a áspera carne de varón. Un olor poderoso y embriagante.

– Decidme, amigo mío, ¿os habéis ejercitado con las armas también esta mañana, a pesar de la nieve?

– No, esta mañana no -balbuceo.

Fray Angélico me mira desde su altura. Ojos negros que abrasan. Y los sonrientes labios tan carnosos, un nido de delicias entre la barba. Me observa de tal modo que temo que me haya descubierto. Está cerca, muy cerca. Extiende la mano y me palpa el antebrazo.

– Sois delgado, pero fuerte.

Siento el calor de sus dedos a través de mis ropas. Qué deleitoso brinco de los sentidos. Una parte de mí ansia que me siga agarrando. Sí, quiero que me agarre más. Quiero que me apriete entre sus brazos hasta dejarme sin aliento. Lo peor es que esa parte ardiente de mí misma desea delatarse. Me susurra al oído: ríndete, entrégale la piel y después todo el cuerpo. ¿Qué podría suceder? Él es fraile y ha hecho votos de castidad. Pero también los ha hecho de pobreza, y viste como un duque y vive como un rey. Suspiro, hago acopio de toda mi voluntad, me suelto de su mano con un pequeño tirón y doy un paso atrás. Es un esfuerzo que duele, como si me escociera la carne.

– Venía a buscaros porque la Duquesa quiere veros. Creo que se encuentra mucho mejor -dice el religioso.

Corro por el castillo, o más bien huyo, hacia las habitaciones de Dhuoda. Mis botas de gamuza apenas hacen ruido y mi cuerpo necesita esta carrera violenta. Llego a la alcoba toda arrebolada y sin aliento. Llamo a la puerta y entro sin esperar respuesta.

– Ah, Leo, pasa, pasa. Siéntate a mi lado.

La Dama Blanca está distinta. Es decir, vuelve a parecerse a la de siempre. Todavía se la ve más pálida de lo habitual, y demasiado delgada. Pero se encuentra sentada en la cama, con un espejo en la mano y un plato de almendras y orejones junto a ella.

– Esta mañana me he despertado y, para mi sorpresa, no he deseado estar muerta. Me parece que lo peor ha pasado, mi Leo.

– Es una gran noticia, Duquesa -digo entre jadeos.

– ¿Has venido corriendo? Qué encantadora…

Dhuoda alarga la mano y me acaricia la cara suavemente con la yema de su delicado dedo índice, empezando por la sien y descendiendo hacia la barbilla. Cuando alcanza mi quijada, gira un poco el dedo y continúa su camino apretando contra la piel su afilada uña. Su aguijón de alacrán. Pero no, es un mínimo escozor, apenas una ligera molestia. No me muevo mientras me marca con el leve arañazo. Es su sello ducal de posesión. Sin duda está curada.

Dhuoda se recoloca en las almohadas, satisfecha. Sonríe, y yo también.

– Muy bien, mi hermosa guerrera… Nieva, pero también ha pasado ya lo peor del invierno… Cuando llegue la primavera iremos a Poitíers, a la corte de la Reina, a ver el Gran Torneo. Te lo prometí y te lo has ganado. Ya verás, mi Leo: será muy divertido.

Conoceré a la gran Leonor, conoceré al maravilloso Chrétien, entraré en la corte más importante y exquisita de la Cristiandad. La alegría aletea en mi pecho como un pájaro libre. Nyneve no sabe lo que dice. No me quiero marchar. Y no nos iremos.


Debió de ser bellísima. Aún lo es, aunque ha tenido diez hijos y es asombrosamente mayor. Unos cincuenta años, dice Nyneve. No lo parece. No usa afeites, o si los utiliza no se le notan.

– Lleva teñidas de negro cejas y pestañas y se ciñe un justillo muy prieto para marcar el talle -puntualiza Dhuoda, tal vez con cierta envidia.

Más que delgada, la reina Leonor es flexible y ondulante, como un junco mecido por el agua. Tiene el peto trigueño, entreverado de canas que apenas se perciben en el espesor de su cabellera. La piel de color dorado claro, sin manchas ni emplastos. Las manos largas y afiladas, de dedos aleteantes. Le falta un diente de la parte de arriba, pero los demás son regulares y blancos. Finas arrugas enmarcan su delicada boca y, cuando ríe, las mejillas se le pliegan en lo que antaño debieron de ser hoyuelos. Pero su expresión sigue siendo joven y vivaz. Cuando está distraída y ausente, con la mirada baja, la ruina de los años parece alcanzarla y casi representa su verdadera edad. Pero en movimiento, hablando, sonriendo y sobre todo mostrando el esplendor de sus ojos color miel, intensos y curiosos, inolvidables, toda ella se transforma en un ser luminoso del que resulta imposible apartar la mirada. Es tan hermosa como el fuego, y tan cambiante.

– Nunca olvidaré lo que hizo por mí cuando murió Puño de Hierro. Aunque no me conocía, ella me liberó de mi encierro y me protegió -dice la Duquesa -. Claro que actuar de esa forma le convenía, porque dividía la herencia de mí esposo y rebajaba así la fuerza del ducado, además de conquistar conmigo una vasalla leal. Pero se lo agradezco de igual modo, porque no todo el mundo es capaz de aunar lo bueno y lo útil.

– En efecto, mi Señora -interviene Nyneve-. Esa habilidad de la Reina me parece todavía más admirable. Leonor es una soberana poco común que intenta unir sus intereses a sus convicciones. Prefiere la finura política y sin duda sabe manipular a las personas y conspirar en la sombra como nadie; pero, pese a su azarosa e intensa vida y a haber sido antes la Reina de Francia y ser ahora la Reina de Inglaterra, dicen que no tiene ningún crimen de sangre en la conciencia… y eso, como vos sin duda sabéis, es extraordinariamente raro en nuestro mundo…

Dhuoda calla, pero la conozco bien y puedo advertir que se ensombrece y encrespa. A veces Nyneve se arriesga demasiado. Dice cosas que no se le admitirían ni a un bufón.

Poitiers es un burgo casi tan bello como la propia Reina. No entiendo por qué antaño me desagradaban las ciudades. Hoy me fascina el ruido, la confusión, las orgullosas casas tan altas como torres, las tiendas, el comercio, el colorido, la riqueza de los trajes, la variedad de gentes, la mundanería, el refinamiento, todas las sorpresas que te esperan al doblar una esquina. La vida estalla aquí, la verdadera vida, y el campo es un lugar tan yerto como un cementerio. El palacio de Leonor, donde residimos, es un recinto fabuloso; en comparación, el castillo de Dhuoda me parece rústico y vacío. Los techos de madera están labrados y policromados, las paredes decoradas con pinturas, los suelos cubiertos de alfombras y pieles. Hay tapices de apretado nudo y minucioso dibujo, brillantes estandartes, telas vaporosas, sedas y cojines y, por las noches, son tantas las antorchas, las candelas, los velones y las lámparas que en cada habitación refulge el sol. Este lugar increíble es un hormiguero; Nyneve me ha explicado que, además del condestable o encargado general, un hombre pomposo y envarado que da miedo, hay un gran despensero, un jefe de halcones y cazadores, un jefe de establos, un jefe de aguas y jardines, así como intendentes de cocina, de panadería, de frutas y bujías, de bodega y de ajuar, todos ellos con sus ayudantes. Luego están los médicos, los barberos, los sacerdotes que atienden la iglesia del palacio, trovadores, pintores, músicos, secretarios, amanuenses, costureras y sastres, un bufón, un astrólogo, pajes y escuderos. Por no hablar de los infinitos sirvientes de ambos sexos y del cuerpo de defensa, con sus capitanes militares, sus soldados y arqueros, su maestro de armas, su jefe de armería. A esto hay que añadir las damas y caballeros al servicio de Leonor de Aquitania, cada uno con su correspondiente servidumbre. El palacio de la Reina es una ciudad dentro de la ciudad.

Y la vida aquí es tan fácil, tan deliciosa y animada. Llevamos en el palacio quince días y dentro de una semana empezará el Gran Torneo, evento que está atrayendo a Poitiers a multitud de nobles, caballeros y damas. Ahora mismo está en la corte María de Champaña, hija de Leonor y del Rey de Francia, una joven hermosa y juiciosa pero carente del magnetismo de su madre. Aun así, Chrétien de Troyes escribió El Caballero de la Carreta inspirado por ella. Para mi desencanto, Chrétien no está en la ciudad. Pero he conocido a alguien aún mejor: a María de Francia, una dama de agudísima mente de quien se dice que es hermanastra del rey inglés Enrique II, el marido de 'a Reina. Esta María es la autora de unos relatos muy bellos, los Lais, que he empezado a leer al llegar aquí. Apenas puedo creer que, siendo mujer, se atreva a escribir, y que lo haga tan hermosamente. Su ejemplo me deslumbra y me envenena: siento el picor de las palabras que se agolpan en la punta de mis dedos. Tal vez algún día yo también ose escribir. Tal vez algún día sepa hacerlo.

Aquí están asimismo varios de los hijos de Leonor y del rey Enrique. Los dos con quienes tenemos más trato, porque participan en las reuniones y los juegos, son Godofredo, un brioso muchacho de catorce años, y Ricardo, que es el favorito de la Reina, hasta el punto de que a los doce años le nombró duque de Aquitania. Ahora Ricardo tiene quince y es el que más semejanzas guarda con Leonor, tanto en su físico trigueño y espigado de deslumbrantes ojos como en su talante y su inteligencia. Como guerrero es formidable: le he visto ejercitarse y desconoce el miedo. Es un joven tan templado y prudente, tan valeroso y magnánimo, que se ha ganado el sobrenombre de Corazón de León. Lamento que mi Maestro no pueda conocerle: sé que es el modelo de caballero que quiso inculcarme.

Nos encontramos en la sala octogonal de los faisanes, llamada así por sus pinturas de aves. Es una de las estancias preferidas de Leonor y suele escogerla para sus reuniones, sus animadas discusiones y sus juegos. Bebemos limonada e hipocrás en altas copas talladas, y hay fuentes de plata a nuestro alcance con dulces venecianos de jengibre, galletas de frutas, grosellas hervidas en miel y servidas encima de barquillos. Como hoy es miércoles, toca Corte de Amor. Las Cortes de Amor son una invención de la Rei na; una vez a la semana, alguien presenta un caso amoroso especialmente complicado y peliagudo. Se debaten abiertamente los aspectos positivos y negativos de la historia, y al cabo Leonor falla a favor o en contra. Hoy ha presentado el caso André le Chapelaín, que es uno de los sacerdotes de la corte, un varón menudo y atildado que recuerda más a un trovador que a un clérigo. André está escribiendo un libro a instancias de María de Champaña. Se titula El Arte de Amar y algunas tardes nos ha leído unos cuantos fragmentos, que han sido acogidos por las damas con caluroso deleite. Dicen que está inspirado en un tal Ovidio, un autor del mundo antiguo al que no he leído y, si no he entendido mal, habla de la mezquindad del matrimonio, que no es sino un comercio de riquezas y títulos, frente a la pureza del amor verdadero, que es aquel que brota libremente entre una dama y un caballero, sin mediar intereses ni linajes, como una llamarada de espiritualidad. Al principio me resultó chocante que un religioso sostuviera semejantes ideas, pero ahora he entendido que ese pensamiento es el eje en torno al que gira la corte de Leonor y quizá muchas otras cortes regidas por las damas. Me lo explicó Nyneve:

– Lo que aquí se enaltece es el Fino Amor, la pasión sublime, un movimiento del alma.

– Pero la pasión está en el cuerpo, ¿no es así? Bueno, yo de esto no sé mucho, pero he visto a mis padres, a mis vecinos… Y aunque soy aún doncella, alguna vez he amado. Y lo he sentido en la piel y en las tripas -contesté.

– Estás en lo cierto, porque el cuerpo es lo real. Pero el Fino Amor es el ideal. Y es un ideal poderoso, a fe mía. ¿Sabes ese temblor de corazón que alguna vez se experimenta en los atardeceres especialmente hermosos, cuando el mundo está en calma y tu estómago lleno, pero notas como un hambre insaciable dentro de ti? ¿Una necesidad de algo más grande y más hermoso? ¿Cuando el alma se te sale por la boca y ansia buscar la perfección?

– Ansía buscar a Dios.

– Exactamente. El Fino Amor consiste en cambiar ese anhelo de Dios por la emoción espiritual de la pasión entre una mujer y un hombre.

– Pero eso es una blasfemia. Una herejía.

– No tanto, no tanto. Lo único que hace el Fino Amor es ensanchar un poco el espacio reservado para la pequeña vida humana… Porque no estamos hablando sólo de amor. Es una idea que lo penetra todo. En realidad, la pasión amorosa les embarga el alma con e! impulso o el afán de ser mejores. ¿No te has dado cuenta de lo diferente que es la corte de Leonor? Los partidarios del Fino Amor son también partidarios de la música, de las artes, de la literatura, de la escritura. Del refinamiento social y la preponderancia de las damas. Prefieren la negociación a la espada, los hombres libres a los siervos, la tolerancia a la hoguera. Pese a sus excesos cortesanos y a su frivolidad, el Fino Amor no es más que un estandarte, mi Leo. Es una de las banderas de los nuevos tiempos.

Nyneve debe de tener razón. En la corte de Leonor, tan alegre y superficial, se valora sin embargo la brillantez, la inteligencia, la originalidad. Es un entorno que te obliga a pensar. Y hoy, en la Corte de Amor, tenemos que pensar en la historia de Jaufré Rudel, príncipe de Baya. Los casos de las Cortes, según me dicen, suelen ser abstractos e inventados. Pero en esta ocasión André le Chapelain ha propuesto una peripecia real. Jaufré contempló un medallón de la condesa de Trípoli y se enamoró de ella, aunque jamás la había visto en persona. Para poder conocerla, se hizo cruzado y embarcó hacia Tierra Santa. Pero enfermó en e! viaje poco antes de llegar al puerto de Trípoli. Los hombres de Jaufré le dejaron agonizante en la orilla y fueron en busca de la Condesa, que era mujer casada y no tenía la menor idea de la pasión que había despertado en el caballero. Informada del asunto, la dama corrió al lecho del enfermo y llegó justo a tiempo, pues el Príncipe pudo expirar en sus brazos. Entonces la Conde sa enterró a su amado en la Orden del Temple, y después abandonó su hogar y se encerró para siempre jamás en un convento.

– Es una historia muy bella, Chapelain. Poco habremos de debatir en esta ocasión -dice Isabelle de Vermandois, sobrina de Leonor.

– Aun así, habrá que presentar todos los aspectos del caso. Y su dificultad aumenta el reto -responde la Reina.

– Yo diría que Jaufré fue, como poco, hombre de escaso juicio y menor prudencia -argumenta Ermengarda, vizcondesa de Narbona y una de las damas más queridas de Leonor-. Se enamoró de la Condesa con la sola visión de una miniatura, esto es, se prendó de su físico, sin saber de los dones de la dama, de sus virtudes, su talento o su inteligencia. No veo en ello amor espiritual, sino todo lo contrario: un empecinamiento en lo carnal bastante estúpido, puesto que ni siquiera conocía al modelo.

– Pero no, mi querida Vizcondesa… Sin duda no fue la carnalidad lo que le atrajo, sino ese algo único, excelente y etéreo que debió de atrapar en su retrato el artista. Uno no cruza el mundo y se pone en peligro de muerte sólo por un cuerpo que ni siquiera conoce. Sin duda hubo un deslumbramiento de amor verdadero, un reconocimiento de las virtudes de la dama, bien reflejadas por el maestro pintor -dice acaloradamente la joven Isabelle.

– Entonces, ¿por qué no se enamoró del pintor, puesto que la belleza que lo cautivó procedía indudablemente de su pincel? -dice María de Champaña-. Yo me siento más próxima a lo que ha dicho Ermengarda. Jaufré fue un imprudente y un inocente, porque todos sabemos lo mucho que suelen engañar los medallones. Y fiado tan sólo de eso, de un poco de pigmento sobre marfil, emprendió un viaje alocado en busca de una mujer de la que lo ignoraba todo. Bien pudo haberse enamorado igualmente de uno de los frescos de su palacio.

– No sé si hemos enfocado el caso de manera atinada. A mi modo de ver, la fidelidad o no del maestro pintor importa poco -interviene Leonor: y todo el mundo calla, atento y expectante-. Creo que es evidente que Jaufré era capaz de amar de manera espléndida. Tal vez llevó ese tesoro de amor en su corazón durante toda su vida, a la búsqueda de la dama adecuada que lo mereciera. La visión del medallón desencadenó el milagro, e importa poco que el retrato fuera fiel o no lo fuera, porque en cualquier caso el sentimiento de Jaufré era real. Pues ¿qué es el amor, sino la idea misma del amor? Y tanto más puro cuanto más despojado de las mezquindades terrenales. El puro amor del Príncipe le hizo cambiar de vida, abandonarlo todo y lanzarse a un viaje incierto a tierra de infieles. Ni siquiera podía estar seguro de si la Condesa respondería a su presentimiento, y esto, desde mi punto de vista, agranda más su gesto, que es la entrega absoluta al ideal amoroso, contra toda razón, toda comodidad, toda seguridad y conveniencia. Podría haberle salido mal; la Condesa podría haber sido una dama insustancial e incapaz de sentimientos profundos, pero, aun así, eso no habría rebajado la nobleza del comportamiento de Jaufré.

Calla la Reina y mira alrededor, esperando sin duda que alguien la contradiga. Pero todo el mundo guarda silencio.

– Deduzco que estáis de acuerdo… Esto en lo que se refiere a Jaufré. ¿Y qué hay de la Condesa?

– Bueno, destruyó su hogar al meterse al convento, abandonó a su marido y a sus hijos por un hombre al que apenas había visto. Aunque debo confesaros, mi Reina, que esto lo digo sólo por el afán de debatir, porque ella me gusta -vuelve a decir Ermengarda con un mohín gracioso.

– Ciertamente era una mujer templada y capaz de los sentimientos más profundos… Se enamoró de la idea del amor que Jaufré depositó en sus brazos mientras moría. Después de un regalo de tal magnitud, después de una experiencia tan intensa y tan pura, la Condesa no pudo regresar al empobrecimiento y la rutina de su pequeña vida cotidiana. Eso da una idea de su fortaleza espiritual. En verdad es un relato muy bello, Chapelaín. Una historia equilibrada. Él ama en la distancia y la ausencia hasta matarse, y después de su muerte ella recoge ese amor y renuncia a su vida para conservarlo. Podríais escribir un hermoso tai sobre el tema, María -dice la hija de Leonor con un guiño a la otra María, la de Francia.

– Está bien. Entonces todos opinamos lo mismo -resume la Reina -. Fallo, por consiguiente, que la conmovedora historia del príncipe Jaufré y la condesa de Trípoli es un elevado ejemplo del Fino Amor.

Las Cortes de Amor no son el único juego que se juega en Poitiers, ni tampoco el único que han inventado. Por ejemplo, hay otro que consiste en componer versos más bien atrevidos y dirigidos a una persona determinada, escribirlos en rollitos de pergamino y luego leerlos en voz alta, mientras los presentes intentan adivinar de quién se está hablando. Yo odio este entretenimiento porque me veo obligada a participar, y temo mi incultura y mi fea letra. Prefiero el juego de la verdad, donde uno de los presentes plantea a los demás preguntas inconvenientes, en cuyas respuestas no se puede mentir. Claro que yo siempre miento, puesto que me hago pasar por varón. En fin, me han dicho que antes había un pasatiempo muy divertido, llamado El Peregrino, en el que alguien encarnaba a San Cosme y los demás le presentaban ofrendas cómicas e intentaban hacerle reír, para que perdiera; pero la Iglesia lo prohibió, porque algunos, para hacer reír al santo o a la santa, le cosquilleaban y manoseaban demasiado.

Además de estos juegos, en Poiuers siempre resuenan la música y los cantos, siempre repiquetean bien calzados pies en deliciosas danzas. La corte de Leonor no para nunca y todos parecen disfrutar. Todos, menos fray Angélico, que suele removerse incómodamente sobre su asiento y torcer el gesto. Ahora mismo se ha comportado así, durante la Corte de Amor del príncipe Jaufré. Su actitud displicente es tan obvia que la misma Reina parece haberse dado cuenta.

– Me parece que no os gustan mucho nuestros inocentes pasatiempos, fray Angélico -dice Leonor.

– Disculpad, mi Reina. Lo cierto es que me siento enormemente honrado con el solo hecho de gozar de vuestra presencia -responde el religioso con una pequeña reverencia.

– Dejaos de pamemas cortesanas, mi querido fraile. Sabéis bien que aquí nos complacen la sinceridad y el debate. Decidme, ¿qué os ha parecido nuestra Corte de Amor?

– Majestad…

– Hablad claro y sin miedo, os lo ruego.

Fray Angélico levanta la cabeza y pasea por la concurrencia una mirada orgullosa que traiciona su supuesta sumisión.

– Pues bien, mi Reina, pienso que es un tiempo, una inteligencia y un esfuerzo totalmente desperdiciados en un debate absurdo e insignificante. Judicium rationis per nimium amorem.

Leonor sonríe dulcemente.

– Que quiere decir «perder el juicio por amores nimios». Ya veo. Consideráis que es mejor emplear toda esa energía en debates más sustanciales, como, por ejemplo, los asuntos religiosos.

– Evidentemente sí, Majestad.

– La semana pasada asistí a un interesante debate entre mis clérigos de Poítiers donde se discutía sobre el pecado de la carne y sus grados. Puesto que la única justificación moral de la coyunda es la procreación, mis hombres de la Iglesia se preguntaban: ¿qué es mayor pecado, procrear fuera del matrimonio, o yacer con tu esposa pero sólo por deseo carnal, evitando los hijos? ¿O es peor aún ayuntarse con la esposa cuando se encuentra embarazada, o cuando a ella, por la edad, se le ha retirado ya la sangre? ¿El matrimonio casto es mejor que el matrimonio con hijos? Por otra parte, si el matrimonio es un sacramento, ¿por qué el gozo es pecado? ¿Y cuánto hay de pecaminoso en el hombre que yace con su esposa, pero encendido y tentado mentalmente por otra mujer? Se pasaron con estas y otras cuestiones toda la tarde. ¿Os parecen lo suficientemente profundas? ¿Es para vos un debate menos absurdo que los nuestros?

– Mi Reina, sois una dama de elevada cultura e inteligencia y sin duda sabéis que no todos los religiosos poseen una formación adecuada… Por otra parte, esta discusión que me habéis relatado quizá no os parezca demasiado fina ni sustancial, teológicamente hablando, pero aun así sin duda posee mucho más sentido que vuestro juego, porque intenta delimitar el campo moral de nuestras vidas y responder a las dudas inocentes del vulgo.

– Mi apreciado fraile, yo también he escuchado problemas teológicos muy curiosos que en verdad no acabo de entender -interviene Ricardo Corazón de León, que es joven pero audaz-. Como, por ejemplo, la cuestión de la Visión Beatífica… Al parecer, la Iglesia no tiene claro si las almas de los bienaventurados contemplan la faz de Dios nada más morir y llegar al Cielo, o si tienen que esperar hasta el Juicio Final… Y en este debate tan ajeno a la vida de los hombres se empeñan agriamente muchas mentes instruidas…

– Lo cual es natural, Duque -interviene Nyneve-. Si lo pensáis un momento, es lógico que el tema les preocupe, porque del resultado de la discusión depende un gran negocio, que es el de la venta de reliquias. Las reliquias de los santos sólo tienen valor si el bienaventurado en cuestión puede interceder por ti ante Dios cara a cara en este mismo momento. SÍ no, ¿para qué adquirirlas?

Fray Angélico ha enrojecido violentamente y yo vuelvo a sentir miedo por Nyneve. Y un poco de vergüenza, por su empeño en decir siempre cosas inconvenientes.

– Ah, sí, las famosas reliquias… -interviene Leonor con risa cantarina-. Habréis de reconocer que algunas son francamente curiosas… Una botellita de leche de la Virgen, un fragmento del pañal de Jesús… Casi me siento tentada a darles la razón a los cátaros, cuando dicen que todo eso es superchería pagana…

– Majestad, no digáis esas cosas ni como una chanza, os lo ruego. La secta de los cátaros o albigenses es uno de los mayores peligros que tiene en estos momentos la Cristiandad -contesta fray Angélico con voz ronca.

– Lo sé, lo sé, no os preocupéis por eso, no voy a hacerme catara como mi vecino, el conde Raimundo de Tolosa… Nunca nos hemos llevado bien el Conde y yo, vos lo sabéis. Que ese pensamiento no os inquiete, porque me siento muy contraria a cualquier secta. Sin embargo, justo es reconocer que el mundo está cambiando, y que los cátaros ganan tantos adeptos porque sostienen ideas que mucha gente piensa, aunque luego ellos las desvirtúen de manera perversa hasta la herejía. Si queréis combatir de verdad a los albigenses, es menester responder a las aspiraciones del pueblo, para dejarles así sin argumentos. Como el tema de la pobreza evangélica… La gente se escandaliza ante el lujo ostentoso de la Iglesia. Hay una necesidad de volver a la pobreza, a la simplicidad y la pureza de Jesucristo y de los primeros cristianos. Que es lo que aseguran hacer los albigenses.

– Mi Reina, la Santa Madre Iglesia nunca ha abandonado esa pureza. Ahí tenéis a Francisco de Asís y a Domingo de Guzmán, que acaban de formar las órdenes mendicantes con el beneplácito y la bendición amorosa del Santo Padre. Y ellos también practican la pobreza, pero de verdad y dentro de la auténtica fe, y no insidiosamente y amparados por el Maligno.

– Sí, en efecto, los franciscanos y los dominicos…, unos religiosos conmovedores. Pero lo que no acabo de entender, fray Angélico, es que el Santo Padre haya autorizado ahora las órdenes mendicantes, y que en cambio persiguiera y quemara hace treinta años a Pedro de Valdo y a los valdenses, que proponían lo mismo, si no me equivoco… Se diría que Francisco y Domingo han sido autorizados sólo porque existen los cátaros y como una contestación o una maniobra de la Iglesia ante las críticas de la secta albigense…

La ira tensa el musculoso cuerpo de fray Angélico. Veo sus puños apretados, sus pálidos nudillos.

– La Iglesia no necesita que ninguna secta demoníaca le señale el camino de la fe. Os recuerdo, Majestad, que el Sumo Pontífice es el representante de Cristo en la Tierra. Y su palabra es infalible en lo tocante al dogma. Y perdonadme, pero sí, os equivocáis. Con todos los respetos, debo deciros que opináis sin conocimientos suficientes. Los valdenses eran unos herejes. Ni siquiera una soberana de vuestra sabiduría y magnitud debería hablar con tanta ligereza sobre temas tan graves. Y si vos os equivocáis, mi Señora, siendo como sois la primera entre todas las damas, ¿cómo no va a equivocarse el pueblo? Esas exigencias que vos decís que el vulgo plantea no son sino desviaciones de la fe, desfallecimientos espirituales, tentaciones demoníacas.

Un rumor de desagrado ha empezado a extenderse por la sala ante la acritud de las palabras del fraile. Pero Leonor sigue sonriendo cálidamente.

– Muy bien, fray Angélico. Me complacen vuestra sinceridad y vuestro arrojo. Seguramente estáis en lo cierto y yerro al hablar de asuntos religiosos: no puedo competir con vos en sabiduría teológica. Pero permitidme que os diga que vos también os equivocáis al juzgar las cuestiones del mundo; porque de los asuntos sociales, mi querido fraile, una reina sabe mucho más. No despreciéis tan a la ligera el empuje y las opiniones del pueblo: ése es un error que muchos soberanos han pagado con su cabeza. Y más ahora, en estos tiempos en los que se diría que el vulgo está adquiriendo una preponderancia que jamás ha tenido. ¿Habéis visto las nuevas iglesias? Los maestros pintores, los maestros escultores están empezando a firmar sus obras, cuando nunca jamás antes conocimos sus nombres… Los plebeyos comienzan a estar orgullosos de ser quienes son. Hay un afán inusitado de controlar la propia vida y de disfrutarla, en oposición al perpetuo mensaje de resignación y mortificación que difunde la Iglesia. No sé si os habéis fijado en la nueva moda en la pintura…, ahora los artistas pintan escenas en las que puedes ver el aire detrás de las figuras. Perspectiva, me dicen que se llama. Perspectiva… ¿sabéis qué significa? Que las escenas se representan como observadas desde el punto de vista de un solo individuo. Eso es lo que ansían hoy los hombres: contemplar el mundo entero, e incluso dirigirlo, desde sus propias vidas… El vulgo no es dócil. Nunca lo fue, pero ahora mucho menos. Y, para sobrevivir, hay que saber adaptarse a los nuevos tiempos. Otorgando cartas de libertad a los burgos, por ejemplo.

__Majestad, yo… -interrumpe la Dama Blanca

con nerviosismo-. Os ruego que me disculpéis, pero yo pienso que manumitir los burgos es un error… Ceder poder a los plebeyos sólo nos debilita y pervierte gravemente la estabilidad y el orden de las cosas.

– MÍ pequeña Dhuoda, hace veinte años yo hubiera dicho exactamente lo mismo que vos ahora decís… __contesta Leonor-. A vuestra edad yo tampoco era partidaria de estas medidas. Pero soy vieja, y la edad enseña, si no mata. El tiempo es un río, y las mudanzas que las épocas traen son como las crecidas ocasionales de la corriente. Es imposible parar el curso del agua: sí intentas detenerla, te arrastrará. Pero sí podemos encauzar el caudal para que no nos inunde, e incluso para utilizar su empuje en nuestro provecho. Prefiero ser molinero que ahogado, ¿comprendéis, Duquesa? Los burgos liberados trabajan mejor, pagan beneficios, crean menos problemas, participan con hombres y dinero en los conflictos armados… y son mucho más leales a sus antiguos señores. Pero hoy la tarde se ha puesto horriblemente seria. ¡Estoy agotada de tanta profundidad y tanto debate! Creo que voy a descansar un poco. Podéis retiraros.

Leonor se pone en pie y abandona velozmente la sala sin despedirse de nadie, seguida por sus hijos y sus damas y envuelta en un agitado susurro de telas que se rozan. Ricardo Corazón de León se detiene un momento ante fray Angélico con una sonrisa encantadora en su terso rostro adolescente:

– Mi querido fraile, no os enfadéis tanto con nosotros… O al menos no os enfadéis conmigo, porque deseo ser vuestro amigo. Ese arranque colérico quizá os venga de la acumulación de humores a causa de vuestra vida sedentaria. Un hombre como vos no debería encerrarse dentro de un hábito…

Ricardo extiende la mano y palpa el antebrazo del religioso. Recuerdo la presión de los dedos de fray Angélico sobre mi propio brazo. Una semejanza harto inquietante

– Sois muy fuerte… Me gustaría luchar amistosamente contra vos… Quizá podamos hacerlo uno de estos días…

El religioso no contesta nada. Tiene el rostro demudado, tal vez por el esfuerzo de contener su ira. Ricardo le mira en silencio unos instantes; luego su gesto se ensombrece y, sin añadir palabra, sale de la estancia en pos de su madre. Fray Angélico se acerca a nosotras.

– El gran Bernardo de Claraval tiene razón -susurra con una voz apretada por la cólera-. Bernardo dice que el duque Ricardo vino del Diablo y volverá a él. La reina Leonor tuvo tratos carnales con un íncubo y engendró este hijo del Maligno. Y, además, todo este estúpido y peligroso asunto del Amor Cortés, y ese coqueteo mendaz con los albigenses… Sabemos que muchos trovadores se están refiriendo al catarismo, cuando fingen ensalzar en sus poemas a las damas…

Sé que el fraile está furioso, pero aun así me sorprenden su violencia y lo grave y extremado de sus acusaciones, porque considero que es un hombre inteligente.

– Tienes razón, primo. Le debo mucho a la Rei na, ya lo sabes, pero cada vez me reconozco menos en lo que dice. Sólo puede ser que esté endemoniada -comenta Dhuoda con malevolencia.

Miro a Nyneve, que bascula el peso de su cuerpo de un pie a otro, y le ruego con los ojos que permanezca callada. Para mi alivio, mi amiga suspira y se va de la estancia.

– Es cosa de la sangre -sigue diciendo el religioso-. Leonor ha heredado el veneno de sus ancestros, porque el ducado de Aquitania siempre ha sido una guarida de pecadores. El abuelo de la Reina, Guillermo IX, que ostenta el infame mérito de haber sido el primer trovador, era un libertino y un blasfemo que ordenó construir en Niort un burdel suntuoso en el que las rameras, Dios nos asista y le perdone, iban vestidas de monjas. En cuanto al padre de Leonor, Guillermo X, cometió el pecado de reconocer al antipapa Anacíeto, en lugar de al verdadero Pontífice. Esto lo sé bien porque me lo ha contado mi Maestro. El gran Bernardo, en su generosidad apostólica, vino a Poitiers para intentar convencerle de que regresara al redil de la Iglesia. Y el Duque, preso de cólera sacrílega, derribó el altar donde Bernardo daba misa e intentó matarle. ¡El Doctor Melifluo tuvo que huir para salvar la vida! De esa estirpe endemoniada viene esta malhadada y peligrosa Reina.

Las palabras de fray Angélico me confunden. Pido excusas y me retiro: necesito pensar. Salgo de la sala de los faisanes con un torbellino en la cabeza. Desde luego, intentar matar a Bernardo de Claraval me parece terrible. Y la historia de las rameras vestidas de monjas me escandaliza. ¿Será verdad que Leonor ha tenido tratos con el Demonio? Esas cosas suceden. Y, sin embargo, no consigo creerlo. Admiro a la Reina. Me gusta Ricardo. Y todo lo que ellos dicen y hacen me parece más real, más alegre, más humano. Pequeñas sombras empañan mi cariño por Dhuoda, mi afecto por fray Angélico, como mínimos gusanos en el corazón de una hermosa manzana. No deseo sentirme así. No quiero tener dudas sobre ellos. Pero no puedo evitarlo. ¿Cómo decía Dhuoda? No me reconozco en lo que dicen, hay algo que me desagrada y que me inquieta.

Doblo la esquina de un solitario corredor del palacio y escucho una voz gritando algo. Palabras que no llego a descifrar. Miro a mi alrededor y compruebo que, sumida en mis cavilaciones, he venido a parar cerca de la iglesia Y precisamente de allí parece venir el rumor de las voces. Me encuentro en el piso superior del edificio, a la altura del balconcillo desde donde la Reina sigue la misa. Arrimo la oreja a la puerta y, en efecto, el sonido es más claro. Pruebo la falleba y la hoja se abre. Entro sigilosa: huele penetrantemente a incienso y el balcón está vacío y oscuro. Paso a paso, intentando no chocar con los reclinatorios, me acerco a la baranda. Abajo, en la iglesia desierta y tenebrosa, tan sólo iluminada por dos grandes velones en el altar, hay un joven. Es Ricardo. Está tumbado cuan largo es sobre el suelo, delante del sagrario. Pero ahora se incorpora; echa el cuerpo hacia atrás y se pone de rodillas, para volverse a prosternar inmediatamente.

– Señor, me acuso de tener deseos contra natura. Perdonadme, Mi Señor. Sé que soy tentado por el Maligno y sé que soy débil. MÍ carne es pecadora; mi voluntad, miserable y perezosa. Oh, Dios Mío, ayudadme a no caer en la tentación. Prometo enmendarme y alejar de mí los pensamientos impuros, mi aberrante lujuria, mi viciosa debilidad por las criaturas de mi propio sexo… Díos Mío, ayudadme a salir de este infierno… Señor, me acuso de tener deseos contra natura…

Sus palabras resuenan en el aire quieto, cargadas de desesperación y de tristeza. La voz de Ricardo Corazón de León, aniñada y casi rota por las lágrimas, me hace sentir escalofríos. Qué solo está, me digo; qué solo y qué angustiado. Y también pienso: esto no se lo voy a contar ni a fray Angélico ni a Dhuoda.


Hoy es el último día del Gran Torneo, que ha durado toda una semana. Ha amanecido lluvioso, pero las nubes se han ido apaciguando y ahora el sol asoma por un rincón del cielo, como sí tampoco él quisiera perderse el espectáculo. Desde muy temprano, los siervos de Leonor han estado limpiando, alisando y reemplazando la espesa y corta hierba del campo de batalla, para recomponer los destrozos causados por los cascos de las cabalgaduras en los combates de la víspera. Un poco más tarde han aparecido los escuderos de los contendientes e incluso algunos guerreros, para verificar el estado del suelo y memorizar las pequeñas irregularidades del terreno. Los herreros han remendado las argollas rotas de las armaduras y han enderezado los abollados escudos durante toda la noche; los artesanos han repintado de vivos colores las adargas, y las costureras han cosido con puntadas primorosas los desgarrones de las sobrevestes. Todo está dispuesto para la acción.

El Gran Torneo de Poiriers se parece tanto a las pobres justas en las que participé como un buey a un escarabajo cornudo. El campo en sí es soberbio, almohadillado de hierba y bien nivelado, con dos enormes grádenos de cuatro alturas construidos en maderas finas uno enfrente de otro, en los dos lados más largos del espacio de justas. Centenares de enseñas y estandartes de coloridos brillantes adornan el lugar y flamean en la brisa, animando el ambiente con su alegre ruido. Hay dos docenas de heraldos lujosamente vestidos con sobrevestes idénticas, capaces de arrancar a sus doradas trompetas un sonido estremecedor que reverbera en el estómago. Y el arbitro de justas es un hombre de aspecto tan majestuoso e imponente que parece un duque.

Pero lo más formidable son los participantes del torneo. El público reúne a lo más granado de la nobleza de Francia y de Bretaña, y los combatientes son la flor de la caballería de la Europa toda. Como es natural, yo no he podido participar: para inscribirse en Poitiers hay que demostrar que se poseen un mínimo de tres títulos de sangre. La mayoría de los guerreros tienen más. El conde de Vermingarde entró en el campo precedido por treinta y dos siervos con librea, y cada uno de ellos portaba uno de los blasones de su Señor. Pese a esta exhibición, el Conde fue vencido en su primera liza.

Aunque se combare con armas negras, con las puntas y los filos embotados, en los seis días que llevamos de justas ha habido muchos heridos y un caballero muerto: la lanza de su oponente se rompió en el choque y el extremo astillado le penetró por el ojo tan profundamente, que el desdichado falleció a las pocas horas. Dada la calidad de los contendientes, el torneo está siendo espectacular, al mismo tiempo violento y elegante, pues son grandes guerreros. Aquí están íos caballeros más famosos, que partían como favoritos en las apuestas y que, en efecto, han ido ganando sus encuentros: Tribaldo de Champaña, Conon de Béthune, Friedrich von Hausen. Pero todos, incluso los más jóvenes y nuevos, han mostrado una excelente preparación. No creo que yo hubiera podido vencer a ninguno de ellos.

Todo el ardor del campo, la sangre y el sudor, la furia y el coraje parecen haberse transmitido a la audiencia, embriagando el aire como un vino fuerte. Los villanos se quedan toda la noche de guardia en el campo para conseguir sitio: sólo pueden estar de pie, debajo de los graderíos y en los laterales. Los burgueses importantes tienen reservadas las dos bancas más altas, y las dos filas más bajas son para los nobles. En los alrededores se extiende la feria habitual, músicos ambulantes, juglares, astrólogos, tenderetes de bebidas y viandas. Los hombres de hierro pasean por el lugar sus aguerridas estampas y tintinean coqueteando con las bellas mujeres. Cada caballero tiene su dama, a la que dedica el combate, y ésta le otorga alguna prenda como prueba de afecto, la manga de un vestido, la muselina de un sombrero, un jirón del velo, trozos de ricos paños que los guerreros atan a la cimera del casco, para salir a justar con los colores de la amada. Por las noches, castillos y palacios permanecen encendidos hasta el amanecer, con celebraciones tan tumultuosas que sería imposible que se oyera tronar. En los banquetes sirven cisnes y faisanes con las patas y los picos pintados de oro, y anteayer sacaron un ternero asado de cuyo cosido vientre, al ser trinchado, escaparon varios pichones volando que inmediatamente fueron cazados por los halcones amaestrados, porque muchos invitados acuden a las cenas con sus aves de presa. Luego, en la madrugada, es costumbre que las damas reciban en la alcoba a sus caballeros, para recompensarles el valor y las heridas con íntimas caricias. En el torneo todo está permitido entre una dama y su guerrero menos el verdadero acto de la carne, que estropearía la pureza del linaje. Con tanto trasnochar, es natural que los combates comiencen después del mediodía.

Fray Angélico, como siempre en Poitiers, está malhumorado. Dice detestar el Gran Torneo y repite cien veces que está prohibido por la Iglesia, pero ha acudido a presenciar todas las justas.

– Conviene estar enterado de los pecados del mundo.

Nos encontramos ya instalados en nuestros asientos, en el lateral más extremo de la segunda fila. Dhuoda, como corresponde a su elevada alcurnia, tiene un sitio en el centro del graderío, en el entarimado especial donde está la Reina. El primer día de las justas, la Dama Blanca apareció vestida a lo varón, con capa corta y daga en la escarcela. Su atavío fue una de las atracciones de la jornada, porque el Gran Torneo también es una suerte de competición de extravagancias, tanto en los ropajes como en los caprichos de las damas. Y así, alrededor de nosotros, en las bancas nobiliarias, hay algunos caballeros extrañamente ataviados con armaduras de oro incrustadas de piedras semipreciosas. No son verdaderos guerreros, sino los integrantes de las órdenes cortesanas, del Creciente de Lorena, de la Nave de Nápoles, de San Jorge en la Bretaña insular. En cuanto a las damas, los sombreros de algunas son tan descomunales que los desdichados que han de sentarse detrás de ellas son incapaces de ver nada.

También hay algún contendiente estrafalario: aquí está el famoso Ulrico von Lichtenstein, que está recorriendo por segunda vez la Cristiandad para justar con todos los caballeros con los que se encuentra. Llamó a su primer periplo «El viaje de Arturo», y cuentan que iba disfrazado con una capa escarlata, a la manera del Rey de la Mesa Redon da. Esta gira de ahora se llama «El viaje de Venus», y Ulrico lleva dos trenzas postizas, rubias y enredadas de perlas, colgando por debajo del yelmo junto a las orejas, así como una vaporosa túnica de gasa, bordada con flores, sobre la cota de malla, porque dice encarnar a Venus. Pese a estas rarezas, es un gran guerrero: en Poitíers ha ganado sus tres combates. Dicen que da un anillo de oro a cada caballero contra el que pelea, y que ya ha entregado más de doscientos. Este Ulrico se cortó no hace mucho el labio superior porque su dama lo consideraba feo. También se rebanó el dedo meñique, lo hizo recubrir de oro por un orfebre y se lo envió de regalo a su dama, junto con un poema, para que lo usara de puntero. Y es que las damas rivalizan entre sí en demandas estrambóticas y crueles a sus caballeros, para demostrar su absoluto dominio sobre ellos, del mismo modo que la reina Ginebra pidió a Lanzarote que se comportara como un cobarde, según cuenta Chrétíen en sus escritos. En este torneo se ha comentado mucho el capricho de la señora de Javiac, que ha exigido a su caballero, Guillem de Balaun, que se arrancara la uña del dedo meñique y se la enviara, acompañada de un poema en el que se condenara a sí mismo por cometer tamaña necedad. Y el guerrero, naturalmente, la ha complacido.

– Cuánta frivolidad, cuánta mentecatez y qué desperdicio de bravura. He aquí a los mejores caballeros de la Cristiandad dispuestos a poner sus vidas en peligro sin ningún motivo, en vez de irse a combatir contra los infieles. Bien dijo Bernardo que todo aquel que muriera en torneo condenaría su alma -gruñe fray Angélico.

Y he de reconocer que no le falta un poco de razón. Pero al mismo tiempo ¡es tan hermoso y elevado el ideal caballeresco! Como dice Nyneve, la fuerza está en la idea.

– Y observad lo lastimoso de su aspecto -sigue refunfuñando el fraile-. ¡Todos ellos rasurados como damiselas! ¡Y con esas cabelleras largas y ridículamente bien cuidadas! Los verdaderos guerreros de Cristo, los caballeros del Temple, cuya orden ayudó a fundar nuestro gran Bernardo, no pierden el tiempo ni debilitan sus almas con esos primores. Todos los templarios se cortan el pelo, como penitencia y para que encaje bien el casco, y llevan luengas y floridas barbas, a lo salvaje, pues su gran modestia les impide cuidarlas. Contemplad en cambio a estos petimetres… Con los escudos repintados, las sobrevestes bordadas… Manos blandas en guante de hierro, como dice Bernardo.

Nyneve me ha explicado que fue Leonor quien impuso hace años, en la corte de París, cuando era Reina de Francia, la moda de las barbas rasuradas y las melenas largas para los caballeros. Y en esto no puedo estar de acuerdo con fray Angélico: se ven tan bellos los guerreros de esta guisa, pulcros y afeitados, con sus brillantes cabelleras, sus uñas recortadas, sus ropajes limpios.

La Reina debe de estar a punto de llegar: en cuanto aparezca empezará el torneo. Como nos encontramos en un extremo de las gradas, a nuestro lado se agolpa la plebe. Hay un grupo de jóvenes amigos comiendo pipas de melón y contando chascarrillos para entretenerse. Llevan así desde que hemos llegado y no les he prestado mayor atención, pero ahora, de repente, algo me ha puesto en guardia. Aguzo la oreja e intento entender lo que está diciendo un robusto mozo de mirada bizca:

– Y llevaban muchos años de prosperidad y de paz, y todo les iba bien, menos el hecho de que el Rey, ya os digo, no conseguía tener descendencia. Y repudió a su primera esposa y se casó con otra; y también tuvo que repudiar a ésta, y se unió a una tercera. Pero la tercera tampoco parió y el monarca la repudió y casó nuevamente; y la cuarta esposa tampoco tuvo hijos, y el Rey la repudió y volvió a celebrar esponsales con otra princesa, la cual tampoco se preñó y…

– Bueno, aligera un poco, pasa de una vez por todas las repudiadas, seguro que así no lo contó el juglar -protesta otro muchacho.

– Tú cállate y déjame hablar a mí, que soy el que se sabe la historia del Rey Transparente…

Una punzada de miedo me atraviesa el pecho. Tengo que detenerle, me digo. Pero creo que ya es tarde: el bizco ha dejado de hablar y desorbita los ojos mientras se lleva las manos al cuello.

– ¿Qué te pasa? ¡Marcel! ¡No puede respirar! -se asustan sus amigos.

Se ha debido de atragantar con una pipa. Los otros muchachos le golpean la espalda e intentan abrirle la boca, pero el rostro del bizco ya está amoratado. Cae de rodillas, haciendo un ruido horrible en sus infructuosos intentos por tragar aire. Alrededor se ha organizado un pequeño tumulto; veo que le cogen en volandas y se lo llevan.

– Al fin llegó la Reina -dice el fraile.

Un estridente toque de trompetas ahoga las palabras del religioso. El tumulto está ahora en el centro del graderío: los nobles se levantan, saludan a Leonor, hacen reverencias. Los heraldos vuelven a soplar sus instrumentos y todo el campo calla. La Reina avanza hasta apoyarse en la baranda de su palco. Va a decir algo. El silencio es tan absoluto que se escucha, a lo lejos, el nervioso piafar de los bridones.

– Apreciados y nobles amigos, estimados burgueses, mi querido pueblo, hemos llegado a la última jornada de este Gran Torneo. En estos días hemos visto realizar grandes proezas de armas, bellas gestas guerreras que han llenado de honra a las nobles damas a quienes estos valientes sirven con tanto arrojo. Como sabéis, yo, la Reina, no he tenido en estas justas ningún paladín. Pero esta tarde quisiera escoger uno. El más audaz, el más sacrificado. Porque sólo será mi caballero quien consienta en combatir totalmente desnudo, bajo una de mis camisas, contra un adversario con armadura de hierro.

Un susurro de excitación recorre el campo como la onda de una pedrada en una poza. Antes de que se extinga la sorpresa, un joven guerrero avanza por la hierba Wa el estrado real.

– Mi Reina, soy el caballero de Saldebreuil. Me sentiré muy honrado de poder cumplir vuestro deseo.

El público estalla de júbilo: aplausos, vítores, atrevidos requiebros lanzados a gritos por las muchachas villanas, pues Saldebreuil es sin duda buen mozo. Ermengarda baja al campo y le entrega la camisa al caballero. Éste se retira para cambiarse, porque viste armadura. El tiempo transcurre lentamente en medio de un gran alboroto, hasta que, por fin, los heraldos dan el toque de justas. Un silencio expectante paraliza el campo mientras entran en la hierba los contendientes. Primero aparece Saldebreuil, sin yelmo, el pelo al viento, pálido y hermoso en su blanca camisa, que deja al descubierto su pecho musculoso y sus desnudas piernas. Aguanto la respiración, ansiosa y al mismo tiempo temerosa de ver cuál es su oponente. ¡Virgen Santísima! Es Conon de Béthune, uno de los campeones del Torneo. Ni siquiera protegido con hierro de la cabeza a íos pies sería fácil vencerle. Una especie de gemido se extiende por la muchedumbre, a medida que van reconociendo al contrincante.

Los caballeros se colocan en sus marcas reteniendo a duras penas a sus fieros bridones, que ventean la lucha. El arbitro de justas sale al centro del campo, anuncia con voz estentórea el nombre de los guerreros junto a todos sus títulos y luego se retira. Silencio. La emoción me aprieta las entrañas. Los heraldos dan los tres toques de trompeta y, al tercero, los caballos se lanzan al galope. No me atrevo a parpadear, para no perder ni un instante del duelo. Un golpeteo de cascos, relinchos nerviosos, un rugido de furor que parece animal pero que ha salido de la garganta de alguno de los contendientes. Las dos lanzas chocan en los dos escudos con golpe tan formidable que ambas se quiebran. Saldebreuil casi ha sido desensillado por el impacto, pero consigue recuperar el equilibrio y da la vuelta al fondo del campo para regresar a su lugar. Todos aplaudimos hasta que las manos nos escuecen. Corren los escuderos trayendo lanzas de repuesto, los guerreros se preparan, las trompetas vuelven a tocar. De nuevo la velocidad de la carrera, el vértigo y la furia. El estruendo del choque y el estallido de un grito general en todo el campo: la lanza de Conon ha resbalado por la adarga de su oponente y ha golpeado el hombro de Saldebreuil, que cae del caballo. La punta ciega de la lanza, una corona de hierro rematada por pequeñas bolas, parece haber desgarrado la carne del caballero: la blanca camisa se empapa rápidamente de una sangre muy roja. Conon se acerca al caído con el caballo al paso, para aceptar su rendición. ¡Pero Saldebreuil no se rinde! Se ha puesto trabajosamente en pie y desenvaina la espada. Conon está indeciso: es evidente que le disgusta combatir en esas condiciones. Todos aguantamos el aliento. Todos queremos que se rinda. Al menos, yo lo quiero. Los dos caballeros intercambian algunas palabras, pero desde donde yo estoy no consigo entenderles. Al fin, Conon baja del bridón y saca también su espada. Saldebreuil le espera con el arma en la mano, pero sin escudo. Debe de tener el hombro roto o dislocado, pues su brazo herido cuelga sin movimiento junto al cuerpo en una rara posición descoyuntada, de ahí que no pueda utilizar la adarga. La sangre le chorrea camisa abajo y empieza a gotear sobre la hierba. Me inclino hacia delante y miro a Leonor: veo su perfil allá a lo lejos, impávido y sereno. Pero yo estoy atenazada por la angustia. Empiezan a batirse. Carente de escudo como está, Saldebreuil no puede hacer otra cosa que intentar parar los golpes con su espada. Conon ataca con fiereza, y el caballero de la camisa detiene el primer golpe, el segundo, el tercero. El cuarto le golpea de refilón la cabeza desnuda, abriéndole una brecha sobre la frente. Se derrumba. Conon envaina el arma. ¡Pero Saldebreuil está tratando de levantarse! Se apoya en la empuñadura y al fin, tras penosos esfuerzos, se pone en pie. Separa mucho sus piernas ensangrentadas, para intentar mantener el equilibrio. También tiene el pelo pegoteado por la sangre, que brota de la herida de su cabeza y le embadurna el rostro. Conon hace un gesto de desesperación y desenvaina otra vez. ¡Por Dios, que acabe ya! Alabado sea el Señor: antes de que hayan podido reanudar la liza, Saldebreuil ha vuelto a caer al suelo. Se ha desmayado. Los heraldos tocan el final del duelo y el arbitro de justas proclama vencedor a Béthune, mientras los sirvientes y los médicos se llevan el cuerpo inconsciente de Saldebreuil.

El campo de justas es un hervidero. El torneo prosigue, pero nadie presta la menor atención a los desdichados contendientes, que, quizá desmoralizados por la falta de ambiente, tampoco consiguen realizar grandes encuentros. ¡Pero si ni siquiera la Reina está presente! Se ha marchado del palco en cuanto retiraron a su paladín. Una tras otra, cuatro parejas de guerreros entrechocan sus lanzas, sin conseguir un solo momento memorable. De no ser por el sobrecogedor combate de Saldebreuil, hoy habría sido la peor jornada de toda la semana. Cuando el arbitro de justas proclama el final del Gran Torneo, en el campo apenas quedamos la mitad de los espectadores.

Bajamos de las gradas y vamos a reunimos con Dhuoda, que nos espera para regresar al palacio de Leonor, donde se va a celebrar el gran banquete de cierre.

– Hay que reconocer que la Reina tiene buen gusto -me comenta la Dama Blanca con una sonrisa maliciosa.

– ¿Qué queréis decir, Duquesa?

– Sólo digo que Saldebreuií es muy bello.

– Pero, mi Señora, ella ofreció el reto a todos los caballeros presentes, y fue Saldebreuil quien aceptó. Pura casualidad.

– Qué ingenuo eres, mi Leo. ¿Tú crees que Leonor iba a correr el riesgo de que vistiera su camisa Tribaldo de Champaña, por ejemplo, que es un gran campeón, sin duda, pero tuerto, marcado por las viruelas y con un aliento podrido de pantano?

– Pero… la Reina está casada -insisto, aunque mis propias palabras me suenan ridículas.

– Ah, sí, el gran Enrique II… El Rey está en Inglaterra, muy ocupado con sus asuntos de gobierno… y con otras menudencias. Hace mucho que Enrique, que es once años más joven que Leonor, ya no ama a la Reina. Dicen que se ha enamorado de Rosamunda, la hija de un caballero normando, y que siente por ella tan celosa pasión que ha creado un laberinto en el castillo de Woodstock y ha encerrado a su amada dentro de él, en una alcoba de la que sólo el monarca tiene llave. Como ves, la idea del abuelo de Puño de Hierro es bastante común entre ciertos varones…

Cuando llegamos al palacio, ya están todos sentados a la mesa en la gran sala. Todos, menos Leonor. En su ausencia no pueden empezar a servirse las viandas, de manera que entretenemos la espera bebiendo hipocrás y escuchando a los músicos. La estancia es muy amplia y está llena de gente; y la gente parece estar llena de palabras, de rumores que transmitirse, de confidencias que susurrarse, de comentarios malévolos cuchicheados entre risas. Hay un estruendo enorme que ahoga casi por completo el gemido de las cítaras; entre el vino, el ruido y las emociones, siento que me estalla la cabeza.

Y, de pronto, el silencio.

A mi alrededor, todo el mundo está mirando hacia un mismo punto. Sigo el camino de sus ojos y la veo. Es la Reina. Acaba de entrar en la gran sala y nos contempla con un extraño gesto, tal vez altivo, o quizá desafiante. Lleva uno de sus hermosos trajes, uno que conozco bien, de lino verde Y seda con adornos de perlas. Pero por encima trae puesta su camisa, la camisa con la que ha combatido Saldebreuil, con el fino hilo endurecido por las grandes manchas oscuras de la sangre ya seca. Avanza lentamente hasta su sitia!, y el silencio es tan completo que me parece poder escuchar mi propia respiración.

– Que sirvan la comida -dice con voz nítida.

Y luego se sienta, mientras media sonrisa le ilumina la cara.

El borboteo de las conversaciones recomienza, como una corriente de agua momentáneamente retenida por un obstáculo, y largas filas de lacayos empiezan a sacar bandejas de plata con gorrinos enteros adornados con manzanas, perdices servidas en nidos confeccionados con harina, anguilas en mares de gelatina. Todo el mundo devora, menos la Reina. Y menos yo, que no hago sino mirarla. Antes me he equivocado: no es altivez lo que su rostro refleja, sino un gozo salvaje. Una avidez indómita y feroz que alguna vez he entrevisto en Dhuoda. Después de todo, la Dama Blanca y la reina Leonor se parecen bastante.


Dolor y deshonra. Hoy arruiné mi vida.

Nuestro viaje de regreso de Poitiers fue nefasto desde el mismo principio. Tras despedirnos de fray Angélico, que marchaba a París, completamos una primera y tediosa jornada de camino y paramos a hacer noche en el pueblo de Dunn. Las sirvientas de Dhuoda ya habían adecentado el mejor cuarto de la posada y montado un lecho mullido y limpio para su Señora con linos traídos del castillo, cuando la Duquesa, muy agitada, nos dio la orden de proseguir el viaje. Nadie dijo nada, aunque tuvimos que salir con tanta premura que dejamos atrás media impedimenta. Parecíamos un pequeño ejército huyendo de la batalla tras una derrota. Hombres y animales estábamos desfallecidos, y aún llevábamos peor el peso de la fatiga porque habíamos creído poder descansar. Para más quebranto, comenzó a llover. Al poco de abandonar Dunn, el capitán de la guardia se acercó a sir Wolf, a Nyneve y a mí, que cabalgábamos juntos.

– Caballeros, os ruego que permanezcáis próximos a la Duquesa y que extreméis la vigilancia… Hemos sido informados de que se estaba preparando una emboscada en Dunn para raptar a la Señora.

– ¿Para raptarla?

– Sí, mi Leo -dijo Dhuoda, aproximándose a nosotros a lomos de su cansado palafrén.

Siempre viaja a caballo, detesta las galeras.

– ¿Otra vez vuestro hermano?

– No… Se trata al parecer de Roger du Bois, un joven y turbulento caballero, hermano segundón del barón de Alois. Carece de patrimonio, porque en sus tierras impera la ley de la primogenitura, y pretende raptarme y desposarme a la fuerza, para quedarse con mis posesiones.

– ¿Eso puede hacerse?

– Mi ignorante Leo, eso se hace todo el tiempo. También intentaron raptar a Leonor de Aquitania en dos o tres ocasiones, después de que se divorciara del Rey de Francia y antes de desposar al inglés. Creo que hemos burlado a Roger, pero puede que encontremos por el camino a algún otro miserable caballero con el mismo afán. En Poitíers me han visto muchos, nuestro viaje de regreso es conocido y soy una pieza codiciada. Por eso, entre otras cosas, aborrezco salir del castillo. Afortunadamente soy prudente, y soborno a un buen número de villanos a lo largo de todo el trayecto, para que me mantengan informada de lo que vean y oigan… Fue el mozo de establos de la posada de Dunn quien nos avisó de la trampa preparada por Du Bois.

Era una noche lóbrega, porque los nubarrones tapaban la luna. Cabalgamos sin parar hasra el amanecer, imaginando enemigos en todas las sombras. Calados y extenuados, por la mañana dormitamos malamente a la vera del camino, haciendo turnos de guardia; y así proseguimos jornada tras jornada, durmiendo a la intemperie y avanzando a paso de marcha. No volvimos a tener ningún contratiempo, pero cuando llegamos, hace unas horas, a las proximidades del castillo de Dhuoda, todos nos encontrábamos demasiado exasperados y agotados. Y entonces sucedió lo peor.

El primer aviso fue una piedra, arrojada con tanta puntería que se estrelló en la frente de uno de los soldados y le derribó descalabrado.

– ¡Nos atacan! ¡Formación de defensa! -gritó el capitán.

Todos nos agrupamos en torno a la Duquesa, levantando nuestros escudos y sacando ¡as espadas. Pero pasaba el tiempo y no ocurría nada. Estábamos en un camino que discurre entre árboles, muy cerca del castillo. No se veía a nadie, aunque sin duda la espesura podía servir de buen escondrijo. Al cabo, desesperados por nuestra propia inmovilidad, rompimos la formación. Todo siguió en calma, de modo que recogimos al soldado herido y proseguimos nuestra marcha. Pero al poco, cuando salimos del bosque y vimos ya, muy próxima, la fortaleza de Dhuoda, nos topamos con ellos. Estaban colocados a ambos lados de la vereda, desde la linde de la floresta hasta el mismo puente levadizo. Sobre todo eran hombres, pero también había mujeres y niños. Desarrapados, paupérrimos, descalzos, con las miradas duras, los puños apretados. Eran los siervos de Dhuoda. Empezamos a pasar a través de ellos; nadie decía nada, pero el silencio era tan intenso y tan pesado que parecía que iba a celebrarse una ejecución. De pronto, un hombre joven se cruzó en nuestro camino y se detuvo delante de la Dama Blanca. Era bajo y robusto, de rostro renegrido y velludo como un jabalí, con una pelambre muy rizada y sucia.

– Mi Señora, nos morimos de hambre -dijo con voz un poco temblorosa-. No podemos pagaros la nueva exacción. Apenas tenemos para alimentar a nuestros hijos.

– Trabajad más y con mayor diligencia y tendréis suficiente -contestó Dhuoda con enojo-. Y aparta de mi paso.

– ¡Las nieves tardías helaron la cosecha! No tenerlos nada, y vuestros hombres han venido a nuestras casas y nos han arrebatado también esa pequeña nada -dijo el hombre en tono más firme.

– ¡Apártate, villano! -rugió Dhuoda, azuzando el caballo.

– Cuando Adán araba, cuando Eva hilaba, ¿dónde estaban los duques? -gritó alguien entre la plebe.

Y eso fue una especie de señal. El joven robusto intentó sujetar las riendas del palafrén de la Duquesa con sus estropeadas zarpas de labriego y empezaron a llovemos piedras de todas partes. De pronto me vi con la espada en la mano, rodeada de campesinos que intentaban agarrarse a mis piernas y desmontarme. Y que Dios me perdone, pero les odié. Odié su violencia, su ira, su suciedad y su pobreza. Odié sus pretensiones, su falta de respeto, su rudeza y la molestia que nos causaban. Les odié porque me odiaban y me defendí, y no sólo me defendí, sino que ataqué y herí y tajé. Ciega de furor y embebida en la lucha, no paré hasta que súbitamente me encontré rodeada de soldados de Dhuoda: habían salido del castillo para rescatarnos. Me detuve a mirar alrededor como quien despierta de un sueño, con el aliento entrecortado y la espada teñida de sangre. Los soldados perseguían a los siervos, que huían en desbandada ladera abajo, dejando atrás a sus heridos y a sus muertos. Y entonces los vi por vez primera, Vi a niños llorando junto a cuerpos caídos de mujeres, vi a viejos renqueantes intentando escapar inútilmente de los hombres de hierro, vi a campesinos ensangrentados pidiendo clemencia.

– Qué he hecho… -musité con una voz que no reconocí como mía.

A mi lado estaba Nyneve, lívida y desencajada.

– Te dije que teníamos que marcharnos…

Entramos en el castillo en pos de Dhuoda, que se encontraba enloquecida por la furia. Daba grandes voces, dictaba órdenes contradictorias, reclamaba venganza.

– ¡Que me traigan al cabecilla!

Se lo trajeron atado y a empellones. Tenía un ojo morado y unos cuantos cortes, pero no parecía herido de consideración. Ese cuello fuerte, ese rostro quemado por el sol eran como los de mi Jacques. La boca se me llenó de una saliva espesa y reprimí una arcada: ahora me daba cuenta de que llevaba demasiado tiempo sin recordar a Jacques. Yo le había abandonado y le había traicionado con mi olvido porque prefería este bello mundo de los nobles. Pero este bello mundo es un pozo de sangre.

– ¡Has intentado matarme! -gritó la Dama Blanca.

– Sólo quería detener vuestro caballo, Duquesa. Sólo quería explicaros nuestra situación.

– ¡Mientes, bellaco! ¡Has intentado matarme! ¡A tu Señora! ¡Y has azuzado a los siervos contra mí! ¡Pagarás con tu vida!

El joven alzó la cabeza y la miró:

– Vivir así es peor que la muerte…, mi Señora.

Y no lo dijo con odio, sino con tristeza.

– ¡Ponedle en la rueda, para que nos diga los nombres de sus compinches! ¡Y después colgadle! -rugió Dhuoda.

Los hombres se llevaron a rastras al detenido y yo sentí que se me moría parte del corazón. Esperé hasta estar a solas con Dhuoda y me arrojé a sus pies:

– Por favor, Duquesa… Perdonad a ese joven, perdonad a los siervos… Ya han tenido muchas bajas. Ya les habéis castigado de modo suficiente.

– ¡No digas tonterías! ¡Tú no entiendes nada, Leo! Es necesario darles un escarmiento ejemplar o volverán a rebelarse… Contra mí, o contra otro… Los siervos son perezosos, estúpidos e indóciles. Son como animales, y es necesario usar con ellos el látigo, como con un burro empecinado. ¿Y qué haces ahí tirada? ¡Levántate! ¡Me exaspera que te arrojes al suelo por un puñado de bribones!

– Mi Señora, os lo ruego, perdonadles… Nunca os volveré a pedir ninguna otra cosa, y si me concedéis este favor seré vuestra más leal servidora durante toda mi vida.

– ¡No insistas, Leo, y no me irrites! Ha sido un viaje muy largo y muy desagradable y estoy cansada. ¡No hay nada más que hablar! ¡Y levántate de una vez!

Me puse en pie lentamente.

– Sí hay algo más que hablar, Duquesa… Yo he sido sierva, vos lo sabéis, porque os lo he contado. Y puede que no sepa casi nada del mundo, pero sé de la vida campesina. Sé de sus angustias y sus dificultades, sé de la dura y a menudo injusta mano del amo.

Los ojos de Dhuoda relampaguearon:

– No digas una sola palabra más, Leo. Tú tienes que estar conmigo, no con ellos. Tú tienes que defenderme, y ellos son mis enemigos.

– Hoy te he defendido. He herido y cortado y quizá matado. Y ¿sabes algo, Dhuoda?…, siento que yo soy la derrotada y que ellos me han vencido. Te pido una vez más clemencia para ellos. Por favor.

La voz me salía ronca y había dejado de usar el tratamiento de cortesía. A veces me sucedía, con Dhuoda, en aquellas ocasiones en las que la Duquesa se encontraba especialmente afable, cuando casi la veía como una amiga. Pero ahora la sentía tan lejana y ajena como la luna.

Dhuoda me observó en silencio unos instantes con el ceño fruncido.

– Sobre esto no cabe ninguna discusión. Mi decisión es definitiva -dijo al fin tensamente.

Los ojos se me nublaron.

– Está bien. Entonces mi decisión también es definitiva. Tengo que marcharme, Dhuoda. Me iré del castillo en cuanto amanezca.

La Duquesa apretó los puños como si fuera a pegarme.

– ¡No! No te irás. Te lo prohíbo.

– Sí, me iré. Salvo que quieras aplicarme la rueda y ahorcarme a mí también. Al fin y al cabo, no soy más que una sierva.

Dhuoda me miró con una expresión feroz y desorbitada que yo atribuí a la cólera. Pensé que su respuesta iba a ser terrible. Pensé que, en efecto, tal vez me mandara al tormento, como al campesino. Algo parecido al pavor me paralizaba por dentro y encogía mis vísceras en un nudo apretado y doloroso. Pero al mismo tiempo sabía que el castigo de Dhuoda no podía ser peor que lo que ya me había sucedido. Sabía que lo había perdido todo y que merecía lo que me ocurriera. Entonces, para mi sorpresa, la Dama Blanca exhaló un extraño y largo sonido, algo que empezó como un bramido y terminó pareciéndose a un lamento, y, moviéndose con gran agitación, abandonó la estancia casi corriendo. Allí quedé yo, turbada, confundida, con las piernas temblando y el alma derrotada. El nudo de mi vientre no se deshizo con su ausencia ni se ha deshecho ahora: aquí está todavía, a la altura de mí cintura, partiéndome el cuerpo en dos. De modo que ahora sé que ese encogimiento de las entrañas no era un producto del miedo, sino del dolor. Me recuerdo tajando fácilmente carnes sin proteger por una armadura y el nudo se aprieta un poco más. Hace algunos días me emocioné hasta las lágrimas cuando Saldebreuil ofreció su cuerpo desnudo al duro acero, y su gesto me pareció el más noble y más puro. Pero ahora he causado estragos carniceros en cuerpos igualmente indefensos, sólo que cubiertos con sucias camisas campesinas, en vez del refinado hilo de la Reina; y ni siquiera me he detenido a pensar en su entereza, en su desesperación y su coraje. Ni siquiera les he visto como personas.

Cuando Dhuoda me dejó sola, estuve un largo rato sin saber qué hacer, pues la confusión cegaba mi entendimiento. Pensé en abandonar el castillo de inmediato, pero luego recordé que mi caballo estaba extenuado y que aún no sabía cómo encontrar la salida. Esa idea sacudió mi estupor y me puso en movimiento; abandoné la estancia, que era el salón ducal en el que la Dama Blanca despacha sus asuntos, dispuesta a hallar la puerta como fuera. En cuanto pisé el corredor advertí que algo había cambiado. En el entretanto había anochecido y el castillo se encontraba casi a oscuras, apenas iluminado por unos cuantos hachones que los pajes estaban prendiendo a toda prisa, retrasados en su labor por el desorden que los acontecimientos habían provocado. Pese a la fantasmagoría de las sombras, el castillo de Dhuoda empezó a parecerme mucho más pequeño de lo que recordaba. El gran patio de armas se me antojó de pronto un modesto cuadrado enlosetado, la sala de banquetes y sus colosales chimeneas adquirieron las dimensiones de una estancia burguesa, los pasillos dejaron de ser interminables. Al principio pensé que mi paso por el espléndido palacio de Poitiers había empobrecido, por comparación, mi percepción de la morada de Dhuoda. Pero luego llegué al jardín de los naranjos y descubrí, por vez primera, que ese huerto recoleto era también el patio del pozo y del ciprés: me había pasado año y medio en la ciudadela creyendo que eran dos lugares diferentes. A partir de ese momento algo se recolocó dentro de mí cabeza, y en mi memoria se iluminó un mapa simplísimo, la planta del castillo despojada de innumerables estancias inexistentes, de recovecos ciegos y pasillos imposibles; y, súbitamente, comprendí que conocía el lugar a la perfección y que no podría perderme nunca más. Y, en efecto, caminé con decisión, salvando escaleras y doblando esquinas, y enseguida llegué al patio de entrada, a los establos, las garitas de guardia y el portón con su puente levadizo; y después regresé con la misma seguridad y destreza a nuestra alcoba, donde encontré a Nyneve preparando los bártulos, pues, sin habernos dicho nada, ya sabía que nos marchábamos.

Aquí estamos ahora. Nyneve dormita, enteramente vestida, sobre el lecho. Feliz ella que puede descansar. Yo no consigo cerrar los ojos y, a juzgar por cómo me siento, se diría que no seré capaz de dormir nunca más. Acodada en una de las troneras, miro la luna, menguante y luminosa; y sobre todo aguzo el oído, por sí oigo lamentos. Sé que en estos instantes están aplicándole el tormento al joven siervo e imaginar su sufrimiento me inunda la cabeza de agonía y de sangre. Pero los muros del castillo son gruesos, y la mazmorra atroz, que no conozco y cuya existencia ni siquiera sospechaba, debe de encontrarse en el subsuelo. No se escucha nada, salvo el pasajero ulular de un búho. Qué incongruente resulta sentir tanto dolor en una noche tan hermosa y tan plácida.

Nyneve y yo hemos acordado partir al amanecer. Yo hubiera preferido escapar ahora mismo como un ladrón avergonzado, pero mi amiga me ha convencido de la conveniencia de dar algún reposo a los jumentos y de marchar de día.

– Las puertas del castillo ahora están cerradas y probablemente tendríamos problemas para salir. Y es posible que los campesinos intenten vengarse -ha añadido Nyneve.

Está en lo cierto. Y, además, también me lo merezco: la noche en blanco, la proximidad con el suplicio que no he sabido evitar.

Súbitamente, la puerta del cuarto se abre de par en par y la hoja golpea con violencia contra el muro. En el umbral está Dhuoda. Una presencia amedrentadora, tan quieta y callada entre las sombras.

– Voy a ver los caballos -dice Nyneve, que se ha despertado con el ruido-. Con vuestra venia, mi Señora.

Y sale de la estancia esquivando el rígido cuerpo de la Dama Blanca.

– Duquesa… -digo, la boca seca, los labios pegados.

Dhuoda entra en la alcoba con pasos lentos y envarados, como si le doliera caminar. Ahora que la luz de las lámparas la ilumina, advierto que sus ojos están enrojecidos, sus párpados hinchados. Tiene aspecto de haber llorado mucho y una expresión extraviada, como de loca. Llega a mi lado y se detiene.

– Entonces, ¿de verdad vas a irte? -pregunta con voz ronca.

– Sí. En cuanto despunte el día.

– ¿No puedo hacer nada para que cambies de opinión?

– Sí podéis, mi Señora… Mandad que detengan el suplicio del campesino y perdonadle a él y a los demás -digo, esperanzada.

La Duquesa se tambalea ligeramente.

– Eso no es discutible. Además, ya están muertos, él y sus compinches. Pero aunque vivieran todavía, jamás renunciaría a mis derechos -contesta con dureza.

El nudo de mi estómago se aprieta un poco más.

– Entonces ya no tenemos nada que decirnos, Duquesa.

El rostro de Dhuoda comienza a temblar y luego se contrae en una mueca penosa. Reprime un sollozo.

– Pero ¿cómo es posible que no me entiendas, mí Leo? MÍ pequeña Leo, mí dulce guerrera, yo creía que nos comprendíamos bien, que eras feliz conmigo… Yo creía que me querías…

Está llorando y en su voz se transparenta el sufrimiento. Su pena me impresiona. Me compadezco de Dhuoda. Y también de mí misma. Pero es como si ya no me quedaran sentimientos que poder ofrecerle.

– Habéis sido muy generosa conmigo, mi Señora. Os lo agradezco y siempre recordaré mi deuda con vos. Pero debo irme. En estos momentos no sé si os quiero o no. Ni siquiera puedo pensar en vos. Sólo pienso en lo mucho que me desprecio.

Dhuoda gime y alarga las manos hacia mí, como si ansiara tocarme, pero a medio camino detiene el movimiento y las deja caer. Sus manos, observo ahora, están ensangrentadas y llenas de pequeños pero profundos cortes, heridas recientes que aún no han coagulado.

– Está bien -dice la Dama Blanca.

Las lágrimas ruedan por sus mejillas como gotas de lluvia, pero ha recuperado la compostura y la firmeza en el tono.

– Voy a hacerte un último regalo, Leo. Voy a nombrarte caballero. Velarás las armas esta noche, y al amanecer, antes de tu partida, te otorgaré las espuelas y un título. Estarás más protegida de ese modo.

– No deseo ningún regalo más, Dhuoda. No pienso aceptarlo.

– ¡Me lo debes! -ruge la Dama Blanca, con su altivez y su dominio habituales-. Me lo debes porque has aceptado ya demasiados presentes de mí. No tienes el menor derecho, ¿entiendes?, el más mínimo derecho a rechazar mi generosidad y a humillarme.

Tiene razón. Le debo demasiado. Callo, confundida.

– Ahora vendrán los servidores para prepararte el baño purificador y traer las vestiduras rituales, con las que deberás velar en la capilla… ¿Has encontrado ya la puerta del castillo?

– Sí, Duquesa. Ahora es muy fácil.

Dhuoda hace un pequeño gesto desdeñoso.

– Ya te dije que sólo era necesario querer irse.

Da media vuelta brusca y se aleja. Pero antes de cruzar el umbral se detiene un momento y me mira por encima del hombro.

– Serás el señor de Zarco…, en honor al color azul de tus inolvidables ojos.

Y desaparece, tragada por las sombras del corredor. En el suelo de piedra, allí donde hace un instante estuvo ella, hay una pequeña constelación de gotas de sangre.


He tomado el baño purificador y he vestido después la túnica blanca, la clámide bermeja, las botas marrones, el cinturón ritual. Me he ajustado las espuelas doradas y he velado la espada, la daga y la maza en la capilla durante toda la noche. Que el Señor me ayude en este tiempo de dolor y desconcierto. Que la Virgen mitigue mi vergüenza.

Cuando vienen a buscarme, el primer aliento del día, débil y plomizo, empieza a iluminar los vidrios de las estrechas ventanas. Cuelgo del cinto el puñal y la maza y llevo en la mano la espada, enfundada en su vaina. Abandono la iglesia en pos del paje y nada más cruzar las puertas me estremezco: los muros del castillo están entelados con colgaduras negras. Pared tras pared, la ciudadela entera ha sido recubierta con lienzos de duelo. Reina un silencio sobrecogedor y la servidumbre con la que me cruzo baja la cabeza con expresión contrita. Dadas las especiales circunstancias de esta ceremonia, no se celebrará el banquete habitual con el que el nuevo caballero debe agasajar a sus conocidos, y tampoco entregaré los ricos presentes que se espera que el neófito reparta a manos llenas. La ceremonia de investidura siempre es una fiesta, pero ahora, mientras atravieso el castillo enlutado y fúnebre a la pobre luz de la amanecida, más me parece dirigirme a mi ejecución que a mi ennoblecimiento.

Para mi sorpresa, pasamos sin detenernos por delante del salón ducal, que es donde yo pensaba que se llevaría a cabo el nombramiento. Atravesamos unos cuantos corredores y al fin desembocamos en el patio de entrada Unas pocas personas nos están esperando: Nyneve, con los caballos dispuestos y la impedimenta ya cargada; sir Wolf, media docena de soldados, el capitán de la guardia… y Dhuoda. Su aspecto me impresiona: la Dama Blanca viste de negro de la cabeza a los pies y está tan pálida que se diría que carece de color: su rostro es un jirón del mismo aire gris e incierto que nos rodea. Lleva el pelo suelto, largo y despeinado, sobre los hombros. Una cabellera tan oscura como su ropa de duelo. Me detengo ante ella y le entrego mí espada.

– Arrodíllate -ordena con voz fría y distante.

Obedezco. Sé que tengo que inclinar mi cabeza hacia el suelo. Veo los delicados pies de la Duquesa, también enlutados, asomando por debajo del ruedo de la falda. Escucho el rasgueo de la hoja de acero al salir de su vaina y por un momento pienso que Dhuoda va a decapitarme. Cierro los ojos.

– Por el poder que me confieren mi dignidad y mi nobleza, yo, Dhuoda, duquesa de Beauville, te ordeno caballero y te nombro, además, señor de Zarco. Que los presentes sirvan de testigos de la legitimidad de la ceremonia.

Siento sobre mí nuca el leve espaldarazo, asestado por Dhuoda, como es preceptivo, con la mano derecha. Me estremezco.

– Ahora tu juramento -dice.

Abro los ojos y la miro. Su cara es una máscara carente de emociones. Extiendo el brazo derecho y toco la empuñadura del arma, que Dhuoda aún sujeta.

– Por la cruz de esta espada, que representa la Sa grada Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, juro fidelidad eterna y vasallaje a vos, mi señora Dhuoda, duquesa de Beauville. Que Dios guíe mi mano a vuestro servicio – digo, repitiendo las palabras que me enseñaron anoche.

– Sé bien lo que valen tus promesas -susurra Dhuoda con tono envenenado y sardónico-. Puedes levantarte.

– Duquesa…

– ¡Levántate, te digo!

La negra Dama Blanca envaina la espada y me la da para que me la ciña. Luego me entrega unos pergaminos enrollados y lacrados.

– Esto es la carta de ennoblecimiento y los demás documentos acreditativos de tus posesiones. Te he regalado un remoto fragmento de mis tierras. Un peñascal reseco sin siervos ni edificaciones. Enhorabuena: ahora eres el amo de ¡as piedras… Una propiedad que va con tu talante. La ceremonia ha terminado. Podéis marcharos, señor de Zarco.

Recojo torpemente ¡os legajos y repito:

– Duquesa…

La tersura de su borroso rostro se descompone. Sus labios tiemblan.

– Ssshhh… Silencio -me interrumpe con voz estrangulada-. Ya no quedan palabras que decir, ni lágrimas que llorar, ni sentimientos que sentir. Me quitas lo mejor que yo soy.

Alarga su pobre mano, lacerada por los múltiples cortes que la sangre seca ha ennegrecido, y me acaricia la mejilla levemente.

– Laedar nímé sasine… Laedar nimé -susurra con ternura en ese idioma extraño que sólo ella conoce.

Luego se yergue, se endurece, cierra la expresión en un gesto sombrío y pavoroso:

– Eres el ladrón de la dulzura. Recuerda bien lo que te digo: a partir de hoy solamente habrá desolación y muerte.

Y abandona el patio como un viento furioso.

Todo el mundo calla. Nyneve y yo moneamos en nuestros bridones mientras las poleas del puente levadizo comienzan a rodar y el gimiente estruendo de las cadenas retumba en el silencio. Al fin, tras un tiempo que se me antoja eterno, el puente desciende y la puerta queda expedita. Saludo con una inclinación de cabeza a sir Wolf y salgo del castillo, con Nyneve a la zaga. Descendemos por la ladera con lentitud y sin mirar atrás, cabalgando cansinamente al paso; puede que nuestros caballos se encuentren aún fatigados por el regreso de Poitiers, pero yo siento que se trata de otro tipo de agotamiento, del desfallecimiento de todas las cosas, como si el mundo hubiera envejecido de repente.

Al aproximarnos a la linde del bosquecillo encontramos los cuerpos: están colgados de los primeros árboles, bien visibles, sin duda a modo de advertencia. Son cuatro, todos hombres, con las manos atadas a la espalda y los rostros amoratados y deformados por una mueca horrible. Reconozco al joven del pelo rizado: sus piernas descoyuntadas por la rueda cuelgan extrañamente blandas y torcidas. Cuando nos acercamos, los cuervos que ya les están picoteando alzan el vuelo, felices y locuaces como los invitados a un banquete. Al banquete de mi investidura. Amamos a la Duquesa sangrienta, están diciendo; adoramos a la Duquesa decapitadora y ahorcadora. Antes de internarme en la floresta percibo con toda claridad la mirada de Dhuoda sobre mi nuca. Es una mirada poderosa, un aguijón de fuego que me incita a volverme para contemplarla. Pero aprieto las riendas de mi caballo, hundo la cabeza entre los hombros y me resisto. La veo con los ojos de mi mente, la imagino en lo alto de la almena, el negro pelo al viento, toda ella oscura y aleteante como un pájaro de mal agüero. La Reina de los Cuervos. Entramos en el bosque y la presión de los ojos de la Duquesa desaparece.

Ahora estamos solas. Tengo diecisiete años y acabo de ser nombrada caballero. Pero soy mujer y nací sierva. Lo único auténtico y legítimo es mi título: todo lo demás es impostura.


Soy un Mercader de Sangre. Pertenezco al grupo de guerreros más despreciados y degradados de la Cristian dad. Aquellos a los que todos aborrecen.

Hay caballeros faydits, como mi Maestro: hombres de hierro que han caído en desgracia, que han roto las leyes del vasallaje y a los que sus señores feudales o sus reyes han arrebatado título y posesiones, condenándoles a vagar por los caminos en rebeldía. Hay caballeros jóvenes y belicosos, segundones airados que se buscan la vida en los torneos, que intentan casar bien o, en su defecto, raptar y desposar a la fuerza a una dama rica, que conspiran para asesinar a sus hermanos y arrebatarles el título, que a menudo acaban convertidos en bandoleros. Hay caballeros bajos de sangre turbia y orígenes inciertos, tan pobres que a veces tienen que empeñar armas y caballo; suelen ganarse la vida asolando pueblos, robando a los viajeros, asaltando a campesinos y mercaderes. Todos ellos, faydits, segundones y bachilleres, violan mujeres, destripan comerciantes y decapitan ancianos. Si extreman su violencia, son perseguidos por la ley e incluso, en ocasiones, ajusticiados, pero aun así mantienen intacto su orgullo de guerreros y se consideran caballeros hasta el último eslabón de sus armaduras.

Sin embargo, yo soy un Mercader de Sangre y estoy más allá de las normas, más allá de las lindes admisibles. Los pequeños pueblos arrasados por los caballeros bajos, los comerciantes temerosos de ser atracados en sus viajes, los campesinos hastiados de la persecución de los hombres de hierro nos contratan a menudo, a mí y a otros mercenarios como yo, para que combatamos en su defensa. El nombre por el que se nos conoce es infamante y somos la mayor abominación dentro de la caballería, pues no se concibe que un guerrero se deje comprar por los plebeyos para luchar contra otros caballeros. Incluso el segundón que acabara de robar y degollar a una indefensa familia campesina escupiría en mi rostro con soberbio desprecio.

Sé que ejerzo mi oficio con coraje suicida. Despierto cada día pensando que es el último, tan despreocupada por mi propia suerte que ni siquiera me sorprende no sucumbir. Un raro desapego me separa de todo. Hiberno en el hielo de mis sentimientos como un oso, porque la acidia es una inundación de pena fría. Así, con las emociones congeladas, no duele recordar el rostro de las víctimas, la sangre de esos pobres campesinos a los que atravesé. Al albur de las demandas de protección, hemos recorrido distancias tan largas que hubiéramos debido llegar al horizonte. Hemos estado en París y en Ruán. Hemos visto el gélido y ventoso mar de la Bretaña y el azulado y tibio mar del Sur. Vivimos en el camino, como los leprosos, los juglares, los mendigos. Nos hemos convertido en vagabundas, aunque yo le saque brillo a mi armadura. Y así se acumulan los días y los rostros, así pasan los paisajes y las estaciones, y todo viene a ser la misma soledad, el mismo cansancio.


Hierve mi cuerpo con la fiebre. Y mis piernas pesan como troncos caídos. Mi costado palpita, ahí donde he recibido la estocada. Inclinada sobre mí, Nyneve limpia y cuida mi herida, como limpió y curó las anteriores. Le dejo hacer, lejana y ausente. No me interesa el estado de mi cuerpo. No me interesa vivir. Lo que más aprecio de la calentura es el oscuro torpor en el que te sumerge. Es algo semejante a no existir.

– ¡Oh, calla ya, me tienes harta! -gruñe súbitamente Nyneve junto a mí.

¿Cómo? ¿Acaso la fiebre me ha hecho hablar en voz alta? ¿Por qué me grita?

– ¿He dicho algo?

Malhumorada, Nyneve recoge los vendajes sucios de la cura y se pone en pie.

– No es cierto que desees morir -masculla-. Luchas como un león en todos los combates. Mejor dicho, luchas como una alimaña, sin desdeñar ningún truco para vencer. Y, cuando resultas herida, te aferras a la vida y a la salud como la sanguijuela se prende a la yugular. Tú no sabes lo que es querer morir de verdad. Yo sí lo sé. Lo he visto. Pero tú sigues siendo una campesina: tienes esa tenacidad, esa resistencia. Eres como la mala hierba, o como el cornezuelo que asola la cebada. No reniegues de ello: ciertamente es un don.

Intento enderezarme y responderle, pero el costado duele. Dios, sí, cómo duele. Me dejo caer de nuevo sobre la manta, sin aliento. Por encima de mi cabeza, los álamos se agitan y frotan sus hojas. No sé dónde está Nyneve. Ha salido de mi vista, después de aporrearme con sus palabras. Porque me siento así, como si me hubiera golpeado…, y probablemente con razón. Sí, lo que ha dicho escuece y, sin embargo, es cierto. ¿Cómo no lo he visto antes? Siempre lucho hasta el fin de mis fuerzas para salvarme. No es lo que uno esperaría de quien desea morir.

Los ojos me arden, resecos por la fiebre. El cielo es demasiado azul, demasiado brillante. Tuerzo la cabeza y observo el suelo, la tierra parduzca que hay más allá del jergón de helechos sobre el que me encuentro. Algo sucede con mi vista: de pronto distingo cada brizna de hierba, cada hormiga de acorazado abdomen, cada grano de arena espejeando al sol. Las hierbas tiemblan en su esfuerzo por crecer, las hormigas consagran sus minúsculas vidas a transportar un pedazo de hoja, los granos de arena guardan la memoria de la roca que un día fueron. Dicen los que saben que la Tierra es redonda; Gautier de Metz, en su enciclopedia Imagen del Mundo, un libro que leí en el castillo de Dhuoda, cuenta que el hombre puede dar la vuelta al mundo del mismo modo que una mosca da la vuelta a una manzana; y también explica que las estrellas están tan increíblemente lejos de nosotros que una piedra arrojada desde ellas tardaría cien años en llegar hasta aquí. Tumbada sobre la dura tierra, percibo la redondez del mundo bajo mis espaldas. Lagartos y moscas, mirlos y ranas, víboras y saltamontes me rodean, tan agitados y llenos de necesidades como yo, igualmente aferrados a la arrugada piel de la gran bola aérea. Siento que estoy saliendo de mi desesperación, como el bebé sale de entre las sangrientas membranas de la placenta. El cuerpo me duele y estoy viva.


Llevo tanto tiempo siendo un Mercader de Sangre que apenas recuerdo que existen otras manetas de vivir. He perdido dos dedos de la mano izquierda, el meñique y el anular, rebanados por el hacha de un energúmeno, y tengo el cuerpo roturado por las cicatrices de las heridas que Nyneve ha cosido con milagroso acierto. Sin ella, lo sé, hubiera sucumbido varias veces. Sin embargo, hace tiempo que ya no me tajan, al menos gravemente. Al principio peleaba como un animal acorralado, pero ahora hace bastante que procuro idear mil añagazas para no tener que llegar a combatir. Hay muchas maneras de proteger a un viajero y las mejores armas están en la cabeza. La previsión y la precaución hacen milagros: cambiar los itinerarios, estudiar el recorrido con anterioridad, evitar los lugares propicios a emboscadas, difundir el rumor de un trayecto falso, hacer que tu presencia sea muy visible y llevar siempre un bridón fuerte y brioso, armas de calidad y una buena cota de malla resplandeciente, para dar la impresión de potencia guerrera. Como los perros antes de una pelea, intento infundir miedo en la distancia: encrespo mucho el lomo, abro las fauces. Y es una medida que funciona. Por otra parte, la huida a tiempo del defendido y el defensor tampoco es un recurso desdeñable: a fin de cuentas, un Mercader de Sangre no tiene ningún honor que preservar. Nyneve supone una ayuda fundamental: su pericia como arquera es prodigiosa.

Tengo veintitrés años, o quizá veinticuatro: en los primeros tiempos de mi desesperación perdí la cuenta y los días no eran más que un aturdimiento en la memoria. Sigo siendo doncella. Al principio, en lo más profundo de la acidia, ni siquiera podía pensar en la carne. Después, cuando fui recuperando la vida y el cuerpo con cada cicatriz y cada herida, no conseguí encontrar la manera de comportarme como una mujer, siendo como soy un caballero. Entre las anchas caderas de Nyneve, en cambio, hay una madriguera siempre acogedora: ella no tiene dificultades con su disfraz. Pero yo no acabo de saber dónde empiezan y dónde terminan mis ropajes fingidos.

Un día, escoltando junto a otro mercenario a un grupo de mercaderes a través de una zona boscosa, nos salieron al paso cuatro hombres de hierro. A pesar de la inferioridad numérica, la escaramuza se solventó enseguida. Nyneve, que viajaba embozada en una capa como si fuera un comerciante más, sacó el arco que llevaba oculto y atinó a hincar una flecha en el cuello de un atacante. Lo inesperado de nuestra defensa desbarató a los caballeros, que salieron huyendo sin apenas haber cruzado espadas con nosotros. Cuando íbamos a reemprender el viaje, uno de los mercaderes se me acercó con gesto preocupado:

– Señor, os han herido.

Al principio no entendí. Luego seguí la línea de sus ojos y miré hacia abajo: y vi que la silla y las gualdrapas de mi caballo estaban teñidas de rojo. Pero no era una herida: era mi flor de sangre, un menstruo inesperado.

– No os preocupéis -improvisé-. Ni siquiera me han rozado. Es sólo una lesión reciente, que ha debido de reabrirse con la refriega, Pero está casi curada y no hay por qué alarmarse.

Y proseguimos nuestro camino, mientras yo maldecía mi cuerpo de mujer. Este pobre cuerpo prisionero, que pugna por salir y derramarse.


Estamos nuevamente en guerra, como de costumbre. A veces son guerras grandes, a veces pequeñas. La de ahora es de mediana dimensión. En ocasiones, hay guerras subsumidas en conflictos mayores. O varias a la vez en distintos sitios. Cuando arrecian las guerras el negocio flaquea, porque los caballeros se dedican a matarse entre ellos, en vez de asolar a los plebeyos. De manera que últimamente nuestra bolsa anda magra. Aun así, hemos decidido alojarnos esta noche en una posada. Estamos fatigadas y, además, queremos enterarnos de las últimas noticias. Y ya se sabe que no hay como pernoctar en una posada para ponerse al día sobre el estado de las cosas. Así fue como conocimos, hace ya algún tiempo, las desventuras de Leonor de Aquitania. Que han sido el origen de esta nueva confrontación bélica que ahora padecemos. Dicen que, por ambición política, o por despecho ante el desamor de su marido, o por ambas razones e incluso alguna más, Leonor conspiró contra su esposo, el rey Enrique, y que intrigó hasta que tres de sus hijos, entre ellos Ricardo, el preferido, acudieron a la corte del Rey de Francia para combatir contra su padre. Y el monarca inglés, naturalmente, contestó con las armas, comenzando la contienda en la que estamos. Por añadidura, Enrique encerró a Leonor en la fortaleza de Chinon. De esto hace ya algunos años y allí sigue presa, cuentan que en condiciones de extrema dureza. Asimismo han caído en desgracia Chrétien, Chapelain y los demás integrantes de aquella corte maravillosa de artistas, músicos y poetas. De ese mundo de brillo hoy sólo queda polvo.

También hemos tenido noticias de Dhuoda. La Dama Blanca se ha transmutado en la Dama Negra, un nombre que se ha hecho tristemente famoso en todo el Reino. Combatir se ha convertido en su pasión y dicen que está acabando con su patrimonio, como antes hizo Puño de Hierro, para pagar los elevados costes de su belicosidad. Ha hecho de su castillo una fortaleza inexpugnable y mantiene un ejército mercenario de piqueros suizos, los soldados más caros y eficientes del mundo. La Duquesa Capita na, como también se la conoce, lleva años luchando contra su hermanastro, el conde de Brisseur. Es una guerra feroz, dentro de la guerra general. Cuentan que Dhuoda dirige las batallas ella misma, subida a un enorme bridón de color rojo fuego. Pienso con desasosiego en que la enseñé a combatir; y en sus pobres siervos, que deben de estar soportando asfixiantes tributos para sufragar ese constante entrechocar de espadas.

La posada en la que nos hemos detenido se encuentra en un cruce de caminos importante. El lugar está lleno, pero por fortuna hemos conseguido un lecho. Después de instalar a los caballos en el establo y adquirir forraje para ellos, vamos a la sala común para comer. Es una estancia enorme, oscura y mal aireada. Está repleta de gente y huele a cerveza agria, a sudor, a verduras fermentadas y sebo rancio. Las posadas son unos lugares desagradables, guaridas de ladrones, nidos de piojos, cunas de enfermedades. Si no te roba el mismo posadero, intentará desvalijarte algún truhán, y sin duda saldrás llena de ronchas por la mañana. Pero brindan fuego y calor en el frío, techo en la lluvia, carne recién asada y espumosa cerveza, un jergón seco y más o menos blando para los huesos entumecidos. Y sobre todo ofrecen, ya está dicho, el rumor del mundo. Como siempre, buscamos un lugar discreto en un rincón y nos instalamos en el extremo libre de una de las largas mesas.

– Os digo que es un prodigio digno de verse -está diciendo, o más bien farfullando oscuramente, un mercader añoso tan enjuto como una paja-. Está a tres jornadas de aquí hacia el Sureste.

Al mercader le faltan todos los dientes, de ahí su penosa manera de hablar. Mientras los demás comensales devoran grandes platos de carne, él sólo come pan desmigado en vino. Con esfuerzo consigo desentrañar lo que está diciendo: cerca de aquí, en una cueva, han encontrado el cadáver momificado de un hombre de hierro. Debe de llevar mucho tiempo muerto, pero su carne ha permanecido incorrupta, lo cual es una de las mayores pruebas de santidad.

– Sí, la ausencia de podredumbre puede ser un signo milagroso, pero ¿no decís que también su caballo está incorrupto? Que yo sepa, Dios, en su Bondad Infinita, todavía no ha concedido la santidad a los jamelgos -argumenta con sorna un hombre joven y algo contrahecho que está sentado junto a mí.

El mercader desdentado se enfurece:

– ¡Si hubierais estado allí, no os reiríais!… En la cueva se notaba la espiritualidad y el alma se elevaba a Dios…

Como ignoran el nombre del guerrero momificado, los lugareños han empezado a llamarlo San Caballero, y al parecer han convertido la cueva en un lugar de culto.

– Está tan hermoso el Caballero… Con las manos cruzadas sobre el pecho, con un crucifijo entre los dedos, verdaderamente tan sereno como un santo… -farfulla el mercader, lanzando pizcas de pan y de saliva a su alrededor como si su boca fuera una catapulta.

– Sin embargo, mi querido amigo, incluso los espectáculos que conmueven y elevan el espíritu pueden ser astutas trampas del Maligno.

Quien así ha hablado es un religioso de aspecto cultivado y vestimentas costosas y limpias.

– Es Evervin de Steinfeld, el preboste del monasterio de Steinfeld…, un hombre poderoso -me susurra el joven vecino de mesa.

Yo no le contesto: tenemos la prudente costumbre de huir de toda intimidad con los extraños.

– Hace un par de años pude asistir, cerca de Colonia, a la ejecución de unos herejes -sigue diciendo Evervin-. La muerte, como es natural, era por fuego, pues sabéis bien que la herejía es una pestilencia del espíritu, y las pestilencias sólo se combaten con las llamas. Eran unos doscientos, hombres y mujeres, algunos muy jóvenes, a decir verdad casi unos niños. Llevaban largas vestiduras blancas y subieron a la hoguera sin dar la menor muestra de flaqueza, rezando el Padrenuestro con voz firme y sonora. Se dejaron atar a los postes como corderos y fueron tan valientes como los primeros mártires de la Cristian dad. Rezaron y cantaron mientras ardían, y uno de ellos, cuando sus ataduras se abrasaron y le dejaron los brazos libres, bendijo entre las llamas a la multitud. Debo confesar que quedé sobrecogido, impresionado. Eran esos herejes que llaman cátaros, o albigenses, o tejedores. Ellos a sí mismos se llaman Pobres de Cristo. Para mí fue tan turbador el espectáculo de su coraje y su aparente espiritualidad que, Dios me perdone, empecé a dudar. Por fortuna escribí al gran Bernardo de Claraval, contándole sobre la hoguera de Colonia y sobre mis congojas, y él me contestó con su sabiduría pastoral, disipando por completo mis inquietudes. Por supuesto que parecen heroicos: porque el Maligno ayuda a sus adeptos a soportar el fuego sin que les duela. Todo es una pura trampa demoníaca. De modo que ya veis, mí querido amigo, cuan fácil puede uno ser engañado por Satán.

Mí vecino de mesa, el joven algo chepudo, no hace más que mirarme. Lo percibo con el rabillo del ojo, pues finjo no prestarle atención. Pero él me observa atentamente. Demasiado atentamente. Puede que haya descubierto la superchería de mí masculinidad. Alguna vez ha sucedido: unas cuantas personas han tenido sospechas sobre mi identidad, aunque, por supuesto, nunca les permití comprobación alguna. Miro a mi alrededor: todos los clientes que abarrotan la estancia son varones. Es natural, porque las pocas mujeres que viajan y se alojan en las posadas no suelen acudir a la sala común, siempre tan bulliciosa y turbulenta al calor de la cerveza y del áspero vino. Hoy sólo hay una fémina en todo el comedor y es la criada del posadero, una chica alta y robusta capaz de llevar cinco jarras de cerveza en cada mano. Su rostro me ha llamado la atención, porque tiene medía cara horriblemente quemada, con el ojo perdido y sepultado en un pliegue de piel deforme y escarlata. La otra media cara, en cambio, es fresca, delicada y muy bonita. De perfil, y según qué parte del rostro ofrezca, la posadera puede parecer un ángel o un demonio.

La gran chimenea tira mal y escupe vaharadas de humo. Los ojos se me llenan de lágrimas; con la excusa de enjugarlos, atisbo discretamente a mi vecino. Debe de tener más o menos mi edad. Es delgado, menudo, con el pecho hundido y los hombros demasiado cargados y desiguales. Lleva unos larguísimos cabellos, oscuros y lacios, recogidos en una coleta sobre su espalda. Desde luego no es un hombre de acción: en primer lugar por su curvado espinazo, pero, además, porque ningún guerrero, ningún soldado llevaría una coleta así, pues podría servirle de asidero al enemigo en un combate. Tiene la piel muy blanca, una barbita breve bien recortada y un rostro pequeño y desagradablemente apretado, también un poco desequilibrado, como su pobre espalda. Una mirada negra y profunda resbala por debajo de sus largas pestañas. Sus ojos son muy hermosos, pero quizá taimados.

– ¿Puedo preguntaros hacia dónde os dirigís, caballero? -me dice el joven, que parece haberse dado cuenta de mi interés.

Hago un gesto vago.

– MÍ escudero y yo viajamos hacia el Norte.

– Lástima. Yo voy al Sureste. Podríamos haber compartido camino, sí mi presencia no os incomodaba demasiado…

Sonríe y en sus pálidas mejillas se dibujan dos hoyuelos encantadores. Vaya. Ahora que me fijo bien, su rostro no me parece ni tan crispado ni tan irregular. Y sus labios son gruesos y bonitos.

– Me llamo Gastón de Vaslo y me dedico al estudio -se presenta.

– Yo soy Leo, señor de Zarco. ¿Al estudio de qué?

– De la Gaya Ciencia. Soy filósofo.

Ignoro lo que es la Gaya Ciencia y me apetecería proseguir la charla con Gastón, pero veo la mirada de aviso que Nyneve me dedica y opto por callarme. Vuelvo a prestar atención a la conversación general que mantiene la mesa. Por lo que colijo, alguien le ha preguntado al preboste Evervin su opinión sobre Pedro Abelardo, cuya escandalosa historia recorrió las posadas hace algunos años. Abelardo es un teólogo famoso; fue profesor en París, en la Universidad de Notre-Dame. Fulberto, el canónigo de la catedral, le contrató para que diera clases privadas a Eloísa, su sobrina, una doncella de viva inteligencia. Abelardo tenía treinta y seis años cuando se conocieron; Eloísa, dieciocho, Heridos fatalmente por el dardo del amor, se fugaron a las tierras que Abelardo tiene en la Bretaña. Dicen que se casaron y tuvieron un hijo, Astrolabio. Pero Fulberto, para vengarse, contrató a unos matones, que entraron de noche en casa de la pareja, inmovilizaron por la fuerza al teólogo y lo castraron. Abelardo no murió de las horribles heridas, pero su tristeza fue tan honda e incurable que decidió meterse monje, aceptando la mutilación como justo castigo a sus pecados. También Eloísa entró en un convento y así están ahora, separados sus cuerpos para siempre. Abelardo, que continúa dando clases, se ha labrado una reputación de verdadero sabio. A Evervin de Steinfeld, sin embargo, no parece gustarle demasiado:

– He aquí otro buen ejemplo de cuan cautivador puede ser el Mal. No os negaré que Pedro Abelardo posee una mente poderosa y que es un formidable polemista, pero utiliza esos dones del Señor para hacer daño…

Mi vecino, el joven Gastón, acaba de arrimar bruscamente su pierna a la mía. El sobresalto me hace perder el hito de las palabras del preboste. Me deslizo un poco sobre el banco para perder el contacto, pero él también se mueve y vuelvo a tener su muslo pegado a mi muslo… aunque entre ambos se sitúe mi cota de malla. Qué loco. Me pregunto si sabe lo que hace. Me pregunto si está viendo en mí a! varón que represento o a la mujer que soy. Sé que hay hombres a ios que gusto como hombre; en estos años he topado con algunos, y me ha costado quitármelos de encima.

– Y así, ha caído en gravísimos errores teológicos que no voy a entrar a enumerar porque vosotros, mis queridos amigos, no sabéis ni tenéis por qué saber de esta materia -sigue explicando Evervin-. Pero baste con deciros que Bernardo de Claraval ha acusado a Abelardo ante el Concilio de Sens, y ha conseguido que se le condene. Y si el gran Bernardo ha actuado así, será por algo.

Gastón de Vaslo acaba de levantarse de la banca para coger una hogaza de pan de la mesa de enfrente. Le miro con estupor: su espalda está derecha, sus hombros se alinean rectos y armoniosos, su cuerpo es delgado pero ágil. ¡Qué sorpresa! El retorcimiento que mostraba debía de ser cosa de su postura, porque no es un hombre en absoluto contrahecho. Incluso puede decirse que es hermoso. Regresa el joven a su sitio y descubre mi mirada fija y atónita. Sonríe y se vuelve a sentar. Cerca de mí. Muy cerca.

– ¿Y de Eloísa qué opináis? -pregunta Nyneve a Evervin con gesto inocente-. Dicen que es una mujer de una cultura y una inteligencia extraordinarias… Sabe teología, filosofía, griego, hebreo, latín… Y ahora es la abadesa de su convento.

– Desconfiad de las mujeres machorras, señor -contesta el preboste-. Todos esos conocimientos y esos talentos viriles no son sino perversiones de la naturaleza femenina. Esto, como norma general. En cuanto a Eloísa, su caso es más grave, pues ha tenido un maestro peligroso. Dicen que la tal Eloísa sostiene argumentos que se avienen mal con el decoro inherente a una dama… Se le ha oído decir cosas como «Amorem conjugio, libertatem vinculo praeferebam»… «Prefiero el amor al matrimonio y la libertad a la esclavitud.» Como veis, se trata de un pensamiento vergonzoso.

– Sin duda Su Eminencia sabe que se trata de una cita de Cicerón, el sabio clásico… -dice Nyneve.

– Clásico o no clásico, peca contra el pudor y la decencia -gruñe el preboste.

Es una frase digna de la antigua corte de Leonor y del libro que estaba escribiendo Chapelain. Pero la Reina está encerrada en un sórdido castillo, la flor del Fino Amor se ha marchitado y ya nadie juega los juegos de las damas. Mi vecino de mesa también parece preferir el amor al matrimonio. Está tan pegado a mí que siento el calor de su aliento sobre mi oreja. Su osadía me asombra: a fin de cuentas, soy un hombre de hierro y estoy armado. A estas alturas todos nos encontramos ya un poco bebidos y podría responderle violentamente. De hecho, siento algo parecido a la violencia dentro de mí. Un deseo de abofetearle. De apretarle entre mis brazos. De dejarme apretar. Pero me inquieta no saber qué es lo que está viendo cuando me mira… Creo que me desea, pero ignoro qué es lo que desea.

A mi lado, Nyneve hace un ruido extraño, algo así como un resoplido. La miro y me alarmo: está toda en tensión, desencajada. Contempla fijamente algo en la distancia y yo sigo la línea de sus ojos. Observa a un grupo de hombres que acaba de entrar en la posada. Un puñado de bribones. He aprendido a reconocer a los rufianes a primera vista de tanto vivir en los caminos. Siento que mis músculos se tensan, que me pongo en guardia.

– ¿Qué sucede? -susurro.

Nyneve baja la cabeza y la esconde entre los hombros. Se diría que tiene miedo. Pero no puede ser, porque en todos los años que llevamos juntas jamás la he visto asustada.

– No pasa nada, pero vámonos.

Llama a la camarera de la cara quemada:

– ¡Muchacha! Enséñanos dónde está nuestro lecho…

Los bribones se han sentado lejos de nosotras. Son cuatro o cinco, pero uno de ellos se ha quedado de pie y nos está contemplando. Es alto, fuerte, un poco barrigudo pero sin duda un tipo duro. En el cinto, el oscuro relumbre de varios puñales. Hay algo repugnante y peligroso en su retadora postura de matón, en su cara feroz de rasgos demasiado grandes.

– Vamonos, Leo -repite mi amiga.

Sí, seguramente será mejor que nos retiremos. Me pongo de pie con cierta torpeza ebria y le echo una rápida ojeada a Gastón. Que, a su vez, me está mirando. Casi agradezco la irrupción de los bribones, e incluso el inquietante sobresalto de Nyneve, porque eso me permite, o, mejor, me obliga a huir. Huir, sí, hurtar el cuerpo, esconder la necesidad de la carne, no ponerse en riesgo. ¿Para qué complicarse la vida? Pero tengo la boca seca, la espalda agarrotada, las manos sudorosas… Y no creo que sea por los rufianes. Cuánta desazón puede llegar a producir el roce del muslo de un varón.

– Éste es el cuarto, mi Señor…

La voz de la muchacha me saca del torbellino de mis pensamientos. Hemos subido al piso superior de la posada y la chica ha abierto la puerta de una pequeña estancia en la que hay tres lechos. En uno roncan ya dos personas desconocidas para mí; en el otro distingo la cara emaciada del viejo mercader que comía sopas de pan, y el tercero está libre y es el nuestro. Por fortuna somos dos: sería mucho más incómodo y arriesgado tener que compartir la cama con cualquier extraño. La camarera nos abandona, tras dejarnos el cabo de una vela de sebo. Me quito la sobreveste, la armadura y la almilla guateada y me quedo en camisa. Nyneve ya está acostada. Me meto en la cama. El jergón es de paja y los cobertores están tejidos con linaza áspera y rasposa: pero el lecho resulta cálido y mullido para un pobre esqueleto acostumbrado a dormir sobre la dura y siempre húmeda tierra. Apago la vela de un soplido e intento adaptarme a la fetidez del ambiente y al clamor de los ronquidos de los compañeros de cuarto, que parecen heraldos locos tocando desordenadamente sus trompetas.

– Nyneve, ¿duermes? -susurro.

– Sí.

– ¿Qué ha pasado? ¿Quién era ese tipo malencarado y grande?

– No ha pasado nada y no era nadie.

– Pero tú le conoces…

– Sí. Por eso te digo que no es nadie. Déjame dormir.

Callo, rumiando las respuestas de Nyneve, su extraña reticencia a hablar, su tensión palpable. Yo también me siento desasosegada. Por la inquietud de mi amiga, y por ese raro joven tan buen mozo a quien yo creí ver feo y contrahecho.

– Nyneve…, ¿qué es eso de la Gaya Ciencia?

– Son los alquimistas… Ya te he hablado de ellos. Pretenciosos y estúpidos. Pero ahora déjame, que estoy cansada.

Yo también quisiera dormir, pero no puedo. Siento toda la piel erizada, como un gato en mitad de una tormenta. La puerta del cuarto chirría al abrirse y en el quicio aparece el llamado Gastón. Encogido sobre sí mismo y nuevamente con apariencia de jorobado. Lleva una vela encendida en la mano y se acerca con cuidado a cada uno de los lechos, buscando un lugar libre en el que acostarse. Cuando se aproxima a nosotras, aprieto los párpados y finjo respirar pesadamente desde el hondón del sueño; pero en cuanto se aleja, vuelvo a vigilarle a través de las pestañas. Ha descubierto ya su cama, que es la misma del mercader desdentado, y ha empezado a desvestirse. De pronto, se estira, se yergue, endereza las espaldas y parece que crece. Sale del disfraz de su fealdad como una mariposa de su capullo. Ha vuelvo a transmutarse. Veo la gracia con que mueve ahora su cuerpo ágil y flexible, su cuerpo ligero de gato sigiloso. Se ha quitado la camisa y solamente lleva puestas las ajustadas calzas. La luz de la vela, que ha dejado en el suelo, distribuye extrañas y temblorosas sombras sobre su piel. Su piel atirantada sobre los suaves músculos, su piel pálida encendida por el fuego de la pequeña llama. Al final de su espalda, justo por encima del calzón, me parece atisbar dos o tres rizos oscuros. Gastón empuja al viejo mercader para que se mueva y le haga sitio, se mete en el lecho y apaga su bujía. La oscuridad nos traga. Siento ganas de gritar. Aprieto entre mis dedos la espada, que está guardada dentro de su vaina. Siempre duermo aferrada a mi espada: tomé esta costumbre hace años, para evitar que me la robaran y para tener el arma a mano en caso de necesidad. Ahora, no sé por qué, recuerdo a Tristán e Isolda. Cuando Tristán e Isolda se enamoraron fatalmente, huyeron al bosque. Agotados, se acostaron el uno en brazos del otro pero sin desvestirse, y pusieron en medio de los dos la espada desnuda del joven, pues no querían profanar con su amor carnal el respeto que le debían al rey Marc, esposo de Isolda y señor de Tristán. El Rey, que les perseguía, les encontró mientras estaban dormidos. Conmovido al verles tan bellos y tan puros, les perdonó la vida y, en vez de cortarles la cabeza, como pensaba hacer, se marchó sin despertarlos. Pero antes cambió la espada de Tristán por la suya, para que supieran que el Rey había estado allí. Y para que los enamorados comprendieran que debían sus vidas al monarca y que, de algún modo, los dos eran hijos de su punzante acero. Pienso en todo esto ahora, en la oscuridad, abrazada una noche más a mi viejo mandoble. Pienso en Tristán, en los amores imposibles, en cuerpos hermosos e intocables separados para siempre por afilados hierros.


Me despierto de golpe, sobresaltada, con la sensación de estar a punto de perder el equilibrio. Abro los ojos y compruebo que Gastón no está. De nuestros compañeros de cuarto sólo queda el mercader sin dientes, que trastea entre sus bártulos apenas cubierto por una sucia camisa. Sus piernas enclenques están deformadas por oscuros manojos de anudadas venas.

– No es normal, en esta época del año… Tal parecería un castigo de Dios -farfulla el viejo para sí con gesto preocupado.

Advierto ahora que por el ventanuco se cuela una luz extraña, débil y pastosa, más parecida a la del atardecer que a la de la mañana. Salto del lecho rascándome ¡as ronchas, presintiendo que algo no va bien. Miro por la ventana y no veo nada. Me froto los ojos y vuelvo a mirar. Es como estar ciego.

– Hay una niebla terrible -dice Nyneve, entrando en el cuarto ya vestida-. Creo que nunca había visto algo parecido.

Recogemos nuestras cosas, pagamos la cuenta a la muchacha de la cicatriz y salimos en busca de los caballos. El mundo se acaba en la misma puerta de la posada. Ni siquiera somos capaces de ver el establo, de modo que tenemos que avanzar pegadas a la tapia para poder encontrarlo. Nyneve ya ha dejado preparados a los animales; a los dos bridones, el tordo Alado y mi hermoso alazán Fuego, y al palafrén castaño de paseo, Alegre. Al entrar en la cuadra, advertimos que los caballos están muy inquietos; incluso Alegre, siempre tan manso, tironea del ronzal con nerviosismo.

– Buenos días, mi Señor…

Doy un respingo. En la puerta del establo ha aparecido el bandido de anoche, salido de la niebla como de la nada: su corpachón robusto se recorta contra la blancura vaporosa del exterior. Sonríe torcidamente enseñando unos dientes grandes y amarillos semejantes a los de las cabras. Miro a Nyneve, que se ha quedado rígida, y doy un paso hacia atrás, para que las sombras del altillo caigan sobre mi rostro.

– Mi Señor, no sé si sabes quién es tu escudero… A lo mejor te interesa saber lo que yo sé, y a lo mejor hasta dispones de alguna moneda con la que premiar mis confidencias…

No digo nada. El rufián, que sigue parado en el umbral, achina los ojos e intenta escrutar mi expresión en la penumbra.

– Escucha, mi Señor… Ni siquiera es un hombre… Es una mujer, una maldita furcia… Y ándate con cuidado, porque, además, es una ladrona. La última vez que la vi le estaban rebanando la oreja por haberle robado la bolsa a un comerciante.

Pienso con rapidez. Puedo sacar la espada y hacerle tragar sus sucias palabras. Pero Nyneve no contesta, no se mueve. Nyneve ha escogido el silencio. En mis años de Mercader de Sangre he aprendido a conocer bien el peso y el valor de la violencia. Las incalculables consecuencias de cada mínimo gesto. Intento anticipar las intenciones del bellaco, como antaño intentaba adivinar los movimientos de Dhuoda en el ajedrez. Los compinches con los que andaba anoche deben de rondar por aquí terca: estoy segura de que este fornido canalla no está solo. Y de que su ambición no se saciará con unas pocas monedas. Escojo no hacer nada, salvo si se me obliga. No muevo un solo músculo: sé que una quietud impenetrable desorienta al adversario y a veces incluso atemoriza. Respiramos y callamos, convertidos los tres en estatuas de sal. Al cabo, el hombre se rinde:

– Está bien… No hace falta que me pagues nada… Te regalo la información. Aunque me parece que ya la conocías. Y puedes quedarte con la furcia… Yo me aburrí de ella hace ya mucho tiempo, y, además, tengo por aquí zorras mejores.

Escupe en el suelo, despectivo, y desaparece en la espesa bruma. Miro a mí amiga, que frunce el ceño y evita mi mirada. Me siento cohibida. Sí, Nyneve ha escogido el silencio, y es un silencio embarazoso.

– Vamonos. Salgamos ya a caballo, por sí acaso -le digo.

Montamos todavía dentro de la cuadra. Tendremos que agacharnos al pasar por la puerta, pero nuestros bridones nos conceden ventaja frente a unos posibles asaltantes a pie. Antes de partir, me calo el yelmo y descuelgo del cinto el hacha de guerra. Abandonamos el establo al paso e inmediatamente quedamos sumergidas en el aire gris e impenetrable. La tensión me endurece las espaldas: es un día muy malo para tener un encontronazo con rufianes. Aunque piensa con calma, Leola: en realidad estáis en las mismas circunstancias, tú no ves pero ellos tampoco. Respiro hondo. El miedo siempre es el peor enemigo, como decía mi Maestro.

Nos ponemos en camino desalentadas y mudas. Nyneve avanza taciturna, claramente abstraída en sus pensamientos. Yo continúo inquiera y en estado de alerta durante largo rato, hasta que el monótono paso de las horas me convence de que ya no tenemos que recelar una emboscada. Ahora que he dejado de temer por nuestra seguridad, me preocupa más el estado de ánimo de mi amiga. Todavía estoy intentando comprender lo que ha pasado. No sólo las palabras del rufián, sino la actitud de Nyneve. Llevamos diez años juntas y, en realidad, no sé quién es ni de dónde viene, más allá de sus imprecisos relatos sobre el rey Arturo. Pero en este tiempo he aprendido a respetarla y a admirarla. He aprendido a quererla. Si ella dice que es una bruja de conocimiento, no hay nada más que hablar. Eso es lo que es. Confío en ella. Y, además, es verdad que conoce infinidad de cosas.

La niebla es un manto frío pegado a nuestros hombros, una venda humedecida que nos ciega. Vamos muy despacio, titubeando mucho, temiendo salimos del sendero. Los caballos piafan y cabecean y de cuando en cuando se sobresaltan, al igual que nosotras, por la aparición repentina de un arbusto, que emerge borrosamente de la nada. El aire huele a lana mojada y el silencio es espectral. Cuando pasamos lo suficientemente cerca de un árbol como para atisbar su forma entre el celaje gris, distinguimos a los pájaros posados en las ramas, quietos y empapados, con las cabecitas tristemente hundidas entre las plumas, como si estuvieran esperando el fin del mundo.

– Verdaderamente parece el día del Juicio Final -dice Nyneve, malhumorada-. Y tus oraciones no mejoran ni la niebla ni mi ánimo.

Llevo un buen rato rezando Padrenuestros en voz alta, porque la ausencia de ruidos y la vaciedad del mundo me tienen encogido el corazón. Pero hago un esfuerzo y me callo, para no aumentar la irritación de mi amiga. Los cascos de nuestros animales resuenan extrañamente apagados, como si llevaran las patas envueltas en trapos. La humedad ha ido colándose entre los eslabones de mi armadura y estoy empapada y tengo frío. La niebla marea y debilita el alma. El purgatorio debe de ser un lugar parecido.

– Me extraña que no haya levantado en todo el día… Es una niebla rara. Incluso podría ser una niebla mágica, si no fuera porque ya no quedan brujos capaces de hacer esto -gruñe Nyneve.

Me alivia comprobar que mi amiga va recuperando la normalidad y la palabra.

– Eh, Nyneve, hablando de brujos, ¿por qué crees que Myrddin se inventó lo de Viviana? Toda esa historia tan complicada de la gruta y del encierro… ¿Por qué te odiaba tanto para dejarte tan mal en su relato?

– Es fácil de entender. ¿Por qué crees que un viejo rijoso puede idear algo así? Esa historia tan conmovedora del anciano hechicero que pierde la cabeza por una muchachita, a quien enseña todos sus saberes mágicos, incluso los terribles conjuros perdurables, y que construye una lujosa cueva llena de tesoros para vivir con ella… Justamente la cueva donde la traidora le sepulta… ¿Por qué crees que se le ocurrió?

– No sé. ¿Por qué?

– Los cuentos son como los sueños. Nos hablan de nuestras vidas con imágenes oscuras que mezclan vislumbres del mundo real, como cuando te contemplas en el espejo de un lago y en la superficie del agua ves reflejada tu cara, pero también puedes ver, al mismo tiempo, el pez que ha subido a boquear. Ni Myrddin construyó la cueva ni yo le encerré dentro de una montaña. Pero hay algo de verdad en todo ello, porque él sí que quería atraparme en su cariño. Quería enterrar mi juventud en ese oscuro subterráneo de su amor de viejo. Por eso me marché. Con él me asfixiaba.

Cabalgamos un buen trecho sin añadir palabra sintiendo el opresivo aliento de la niebla.

__Te voy a contar una historia. Un hecho curioso

– dice Nyneve.

Estiro las orejas.

– Hace mucho tiempo, allá por la Bretaña, conocí a un caballero cuya mujer murió de parto mientras daba a luz a una niña. El caballero amaba a su mujer y quedó deshecho. Ni siquiera quiso conocer a la pequeña, que creció sana y fuerte criada por un ama. La niña tendría tres o cuatro años cuando un día fue vista por casualidad por un afamado mago que pasaba por allí camino de la corte. El mago detuvo su caballo, desmontó y estudió a la pequeña. «Es el caso más claro de potencia mágica que jamás he visto», dictaminó. Y llamó a sus amigos y a otros magos, a sabios y eruditos de todo el país. Y todos llegaban, observaban a la niña y decían: «Es el caso más claro de poderes sobrenaturales que hemos visto. Será una gran bruja blanca, su vida será célebre y hará grandes prodigios». Llegó a tanto la fama de la pequeña que el padre se decidió al fin a conocerla. Y cuando vio a su hija, pensó: «Es cierto, tiene poderes». Y se dijo que tal vez la muerte de su mujer hubiera servido para algo, y que algún día toda aquella potencia florecería.

Nyneve calla. Los cascos de los caballos golpean sordamente la tierra reblandecida por la bruma.

– ¿Y qué sucedió con la niña? -le pregunto, impaciente.

Mi amiga frunce el ceño:

– Ah. Sucedió algo muy inesperado.

Nuevo silencio.

– ¿Qué? -insisto.

– Nada -dice Nyneve-. Eso es lo sorprendente. Que no pasó absolutamente nada.

Miro a mi amiga, a la espera de más explicaciones. Pero Nyneve parece haber dado por terminada la conversación e incluso aprieta un poco el paso y se adelanta. Durante un buen rato avanzo contemplando sus anchas espaldas. En la grisura del mundo sólo existe ella. De pronto, se detiene y señala hacía el suelo:

– Fíjate, Leo…, eso que hay ahí es estiércol reciente y por aquí la vereda parece más hollada. Ya no debe de quedar mucho para el atardecer y, si no nos hemos equivocado de camino, debemos de estar cerca del pueblo de Borne. Busquemos un lugar donde pasar la noche. Estoy muerta de hambre y tengo mojado hasta el esqueleto.

Es cierto, debemos de estar llegando a un pueblo. Se oyen voces lejanas y, entre las veladuras cada vez más oscuras de la niebla, se transparenta una sombra grande y el parpadeo confuso de una luz.

– Allí hay una casa…

En efecto, es una casa. Mejor aún, es una posada. No…, ¡es la posada del cruce! La misma en la que hemos pasado la noche. ¡Hemos estado dando vueltas todo el día para regresar al mismo lugar! Desmontamos, atónitas, y nos asomamos al interior: la misma estancia ruidosa y repleta de gente, el mismo fuego humeante. La muchacha de la cara quemada pasa muy atareada junto a nosotras llevando una gran fuente de comida. La llamamos; sí, todavía le queda un lecho que ofrecernos. Mientras nos habla, miro a la posadera con inquietud: ese ojo lacerado, esa brillante y tensa cicatriz, ¿no se encontraban ayer en el otro lado de la cara de la mujer? La quemadura que le deforma el rostro, ¿no ha cambiado de lugar? Me mareo, siento vértigos, el corazón echa a correr dentro de mi pecho, tengo que apoyar una mano en el muro.

– ¿Qué te sucede? -pregunta Nyneve.

– La…, es una locura pero… La cicatriz de la posadera, ¿no la tenía en el otro lado?

Nyneve frunce el ceño.

– No sé… No lo recuerdo. No te pongas nerviosa. Es la niebla, que se mete en la cabeza y hace ver cosas raras.

Dejamos a los caballos en el establo y regresamos a cenar. Y volvemos a instalarnos en el mismo rincón de ayer. Miro a mi alrededor; a lo lejos, en otra mesa, veo a Evervín, el preboste de Steinfeld. Y junto a mí, en el lugar que ocupaba Gastón, hay otro viejo mercader, casi tan desdentado como el de anoche, que rumia bolitas de pan mojadas en la salsa del asado. Es como si el Demonio nos hubiera robado un día entero.

– Veo que habéis decidido quedaros hasta que la niebla se levante -dice una voz.

Es Gastón. Está de pie junto a mí. Estirado, alto y recto. Gastón el buen mozo y no el chepudo. Me aprieto contra Nyneve para dejarle sitio.

– A decir verdad, nos hemos perdido. Hemos caminado durante todo el día y al atardecer nos hemos descubierto otra vez aquí.

– ¡Qué extraño! Es lo mismo que me ha sucedido a mí. Creí que yo era el único imbécil.

Sonríe y la estancia se ilumina. Hasta la quemadura de la posadera parece recolocarse en su lugar. Pero un pequeño pensamiento se hinca en mi cabeza y me incomoda. Oteo toda la sala, escrutando el rostro de cada uno de los comensales, para ver si también se encuentra por aquí el rufián de la sonrisa caprina. Y compruebo que no. Cruzo una mirada de alivio con Nyneve. Algo parecido a la alegría se me sube a los labios y al corazón. Y bendigo la niebla que nos ha hecho confundir nuestro camino.

– De manera que sois un estudioso de la filosofía hermética -dice mi amiga.

– ¿Acaso vos también sois un iniciado? -responde Gastón con una punzante mirada de interés.

– Desde luego que no… Detesto toda esa palabrería sin sentido.

Gastón sonríe displicente:

– Mi querido señor… Tiene sentido, y mucho, para los filósofos. Tiene el sentido más hondo y absoluto, pues trata del espíritu universal, que está en todas las cosas. Pues ya se sabe que Uno es el Todo, y de éste, el Todo, y si no contiene el Todo, el Todo no es Nada.

– Exacto, a esa palabrería me refería -dice Nyneve-. Cuando los sabios necesitan protegerse con palabras que nadie más que ellos entienden, no aspiran a la sabiduría, sino al poder, y a un poder que utilizan contra los demás mortales. Ya te dije, Leo, que la pérdida del sentido de las palabras era el comienzo de todos los males. Los alquimistas, con vuestros juegos secretos, estáis haciéndole un flaco favor a la verdad.

– Pero ¿de qué verdad me habláis, señor? La verdad más profunda está oculta en la esencia de las cosas y sólo puede ser indagada ocultamente. La verdad sube de la Tie rra al Cielo y desde el Cielo vuelve a bajar a la Tierra. Y todos los elementos se unen en uno que está dividido en dos.

– Por los clavos de Cristo, no seáis tan tedioso.

– Pero ¿qué es eso de la Gaya Ciencia y de la alquimia? Me temo que yo lo ignoro todo… -intervengo apresuradamente.

– Hay un antiguo libro egipcio que fue traducido al griego, y del griego al latín, que se llama la Tabla de la Esmeralda, porque dicen que el original estaba grabado sobre la esmeralda que cayó de la frente de Lucifer el día de su gran derrota -explica Nyneve-. Este libro fue escrito por Hermes Trimegisto y está lleno de frases confusas semejantes a las que dice nuestro amigo… Los seguidores de Hermes piensan que todas las cosas pueden ser reducidas a una misma sustancia, a un espíritu universal, que es el principio mismo de la vida; y la Tabla de la Esmeralda explica cómo puede obtenerse esa quintaesencia, que ellos llaman piedra filosofal, y que, supuestamente, te da la vida eterna. Para conseguir extraer esa gota sustancial de las cosas, los alquimistas se dedican a unos manejos harto complicados, con crisoles y fuego, con retortas y hervores. Todo muy fastidioso. Y, que yo sepa, nadie ha encontrado jamás la dichosa piedra.

Gastón ha estado removiéndose inquieto sobre el banco durante todo el discurso de Nyneve. Ahora interviene, enarcando con altivez sus cejas picudas:

– Ciertamente sabéis muy poco. Y lo poco que sabéis, lo contáis sin la menor prudencia, pues sin duda conocéis que todos estos pormenores no deben divulgarse. -Ah, sí, claro… El famoso secreto de los herméticos… Por cierto, se me había olvidado decirte, Leo, que la piedra filosofal transmuta el plomo en oro, y que ése es el gran logro que todos persiguen, aún con más ahínco que la sabiduría o la vida eterna. Gastón está furioso:

– Seguid así, señor, reíros de lo que no sabéis, ésa es la actitud de los ignorantes. Pero debo deciros que grandes y afamados hombres son hermanos herméticos, como Francisco de Asís, el monje fundador de la orden mendicante, de quien habréis sin duda oído contar que entiende el lenguaje de los pájaros… Lo cual quiere decir que es alquimista, porque la Gaya Ciencia también es conocida como la Lengua de los Pájaros. Y, en cuanto al oro, tomad, mi señor Leo, aceptad este humilde regalo de vuestro amigo… Gastón saca una pequeña bolsa de cuero de su cinco y extrae media docena de discos metálicos, de forma y tamaño semejante a monedas. La mitad son de plomo; los otros son exactamente iguales, pero de oro. Aparta una de las piezas doradas y me la da.

– Es una moneda filosófica. La he creado yo mismo, a partir de un fragmento de plomo como éstos. Podéis quedárosla, en prueba de mi afecto. Y ahora debo retirarme; me temo que esta tediosa conversación me ha fatigado demasiado.

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