[1] Faltan las cinco primeras líneas. Montalo, en su edición del texto original, afirma que el papiro había sido desgarrado en este punto. Comienzo mi traducción de La caverna de las ideas en la primera frase del texto de Montalo, que es el único del que disponemos. (N. del T.)

[2] Llama la atención el abuso de metáforas relacionadas con «melenas» o «cabelleras», dispersas aquí y allá desde el comienzo del texto: es posible que señalen la presencia de eidesis, pero aún no es seguro. Montalo no parece haber reparado en ello, pues nada menciona en sus notas. (N. del T.)

[3] Las metáforas e imágenes relacionadas con «bocas» o «fauces», así como con «gritos» o «rugidos», ocupan (como el lector atento puede haber notado ya) toda la segunda parte de este capítulo. Me parece obvio que nos encontramos ante un texto eidético. (N. del T.)

[4] Sorprende que Montalo, en su erudita edición del original, ni siquiera haga referencia a la fuerte eidesis que revela el texto, al menos a lo largo de todo este primer capítulo. Sin embargo, también es posible que desconozca tan curioso recurso literario. A modo de ejemplo para el lector curioso, y también por relatar con sinceridad cómo he venido a descubrir la imagen oculta en este capítulo (pues un traductor debe ser sincero en sus notas; la mentira es privilegio del escritor), referiré la breve charla que mantuve ayer con mi amiga Helena, a la que considero una colega docta y llena de experiencia. Salió a colación el tema, y le comenté, entusiasmado, que La caverna de las ideas, la obra que he empezado a traducir, es un texto eidético. Se quedó inmóvil observándome, la mano izquierda sosteniendo por el rabillo una de las cerezas del plato cercano.

– ¿Un texto qué? -dijo.

– La eidesis -expliqué- es una técnica literaria inventada por los escritores griegos antiguos para transmitir claves o mensajes secretos en sus obras. Consiste en repetir metáforas o palabras que, aisladas por un lector perspicaz, formen una idea o una imagen independiente del texto original. Arginuso de Corinto, por ejemplo, ocultó mediante eidesis una completísima descripción de una joven a la que amaba en un largo poema aparentemente dedicado a las flores del campo. Y Epafo de Macedonia…

– Qué interesante -sonrió, aburrida-. ¿Y se puede saber qué oculta tu anónimo texto de La caverna de las ideas?

– Lo sabré cuando lo traduzca por completo. En el primer capítulo, las palabras más repetidas son «cabelleras», «melenas» y «bocas» o «fauces» que «gritan» o «rugen», pero…

– ¿«Melenas» y «fauces que rugen»?… -me interrumpió ella con sencillez-. Puede estar hablando de un león, ¿no?

Y se comió la cereza.

Siempre he odiado esa capacidad de las mujeres para llegar a la verdad sin agotarse tomando el atajo más corto. Fui yo, entonces, quien me quedé inmóvil, observándola con los ojos muy abiertos. -Un león, pues claro… -musité. -Lo que no entiendo -prosiguió Helena sin darle importancia al asunto- es por qué el autor consideraba tan secreta la idea de un león como para ocultarla mediante… ¿cómo has dicho?

– Eidesis. Lo sabremos cuando termine de traducirlo: un texto eidético sólo se comprende cuando se lee de cabo a rabo -mientras decía eso pensaba: «Un león, claro… ¿Cómo es que no se me había ocurrido antes?».

Bien -Helena dio por terminada la conversación,

flexionó las largas piernas, que había mantenido estiradas sobre una silla, depositó el plato de cerezas en la mesa y se levantó-. Pues sigue traduciendo, y ya me contarás.

– Lo sorprendente es que Móntalo no haya notado nada en el manuscrito original… -dije.

– Pues escríbele una carta -sugirió-. Quedarás bien y ganarás méritos.

Y, aunque al pronto fingí no estar de acuerdo (para que no notara que me había resuelto todos los problemas de un plumazo), eso es lo que he hecho. (N. del T.)

[5] «La textura es untuosa; los dedos se deslizan por la superficie como impregnados en aceite; cierta fragilidad de escamas se percibe en el área central», afirma Montalo respecto de los trozos de papiro del manuscrito al comienzo del capítulo segundo. ¿Acaso se emplearon hojas procedentes de distintas plantas en su elaboración? (N. del T.)

[6] «Frío» y «humedad», así como cierto movimiento «ondulante» o «sinuoso» en todas sus variantes, parecen presidir la eidesis en este capítulo. Podría tratarse perfectamente de una imagen del mar (sería muy propio de los griegos). Pero ¿y la cualidad, tan repetida, de «untuoso»? Sigamos avanzando. (N. del T.)

[7] Traduzco literalmente «la cabeza del higo», aunque no sé muy bien a qué se refiere el anónimo autor: es posible que se trate de la parte más gruesa y carnosa, pero, por lo mismo, también puede ser la zona más próxima al tallo. Ahora bien, quizá la frase sea tan sólo un recurso literario para acentuar un vocablo -«cabeza»- que parece ganar cada vez más terreno como nueva palabra eidética. (N. del T.)

[8] Con independencia de su finalidad dentro de la ficción del diálogo, estas últimas frases -«Hay ideas más allá de las palabras»… «Y ellas son lo único importante»- se me antojan al mismo tiempo un mensaje del autor para subrayar la presencia de eidesis. Montalo, como siempre, no parece haber advertido nada. (N. del T.)

[9] Este curioso párrafo, que parece describir de forma poética la ducha de los adolescentes en el gimnasio, contiene, en apretada síntesis pero bien remachados, casi todos los elementos eidéticos del segundo capítulo: entre ellos, «humedad», «cabeza» y «ondulación». Se hace notar también la repetición de «múltiple» y la palabra «escamas», que ha aparecido anteriormente. La imagen de la «flor de carne» me parece una simple metáfora no eidética. (N. del T.)

[10] ¡Seguro que estas líneas finales han sorprendido al lector tanto como a mí! Debemos excluir, por supuesto, la posibilidad de una complicada metáfora, pero tampoco podemos caer en un exacerbado realismo: pensar que «múltiples serpientes enroscadas» anidaban en el suelo de la habitación de Heracles, y que, por tanto, todo el diálogo previo entre Diágoras y el Descifrador de Enigmas se ha desarrollado en «un lugar repleto de ofidios que se deslizan con fría lentitud por los brazos o las piernas de los protagonistas mientras éstos, inadvertidamente, siguen hablando», como opina Móntalo, es llevar las cosas demasiado lejos (la explicación que aduce este ilustre experto en literatura griega es absurda: «¿Por qué no van a existir serpientes en la habitación si el autor así lo quiere}», afirma. «Es el autor quien tiene la última palabra sobre lo que sucede en el mundo de su obra, no nosotros.»). Pero el lector no tiene por qué preocuparse: esta última frase sobre las serpientes es pura fantasía. Claro está que todas las anteriores también lo son, ya que se trata de una obra de ficción, pero, entiéndaseme bien, esta frase es una fantasía que el lector no debe creerse, ya que las demás, con ser igualmente ficticias, han de ser creídas, al menos durante el tiempo que dure la lectura, para que el relato adopte cierto sentido. En realidad, el único objetivo de este absurdo evento final, a mi modo de ver, es reforzar la eidesis: el autor pretende que sepamos cuál es la imagen oculta en este capítulo. Aun así, el recurso es traicionero: ¡no caiga el lector en el error de pensar en lo más fácil. Esta misma mañana, cuando todavía mi traducción no había llegado a este punto, Helena y yo descubrimos, de repente, no sólo la imagen eidética correcta sino -así lo creo- la clave de todo el libro. Nos faltó tiempo para comentárselo a Elio, nuestro jefe.

– «Humedad fría», «untuosidad», movimientos «sinuosos» y «reptantes»… Puede estar hablando de una serpiente, ¿no? -sugirió Elio-. Primer capítulo, león. Segundo capítulo, serpiente.

– Pero ¿y «cabeza»? -objeté-. ¿Por qué tantas «cabezas múltiples»? -Elio se encogió de hombros, devolviéndome la pregunta. Le mostré, entonces, la estatuilla que me había traído de casa-. Helena y yo creemos haberlo descubierto. ¿Ves? Ésta es la figura de la Hidra, el legendario monstruo de múltiples cabezas de serpiente que, al ser cortadas, se reproducían… De ahí también la insistencia en describir la «decapitación» de los higos…

– Pero hay más -intervino Helena-: Derrotar a la Hidra de Lerna fue el segundo de los Trabajos que realizó Hércules, el héroe de gran parte de las leyendas griegas…

– ¿Y qué? -dijo Elio.

Tomé la palabra, entusiasmado.

La caverna de las ideas tiene doce capítulos, y, según la tradición, doce fueron en total los Trabajos de Hércules, cuyo nombre griego es Heracles. Además, el personaje principal de la obra se llama así, Heracles. Y el primer Trabajo de Hércules, o Heracles, consistió en matar al León de Nemea… y la idea oculta del primer capítulo es un león.

– Y la del segundo, la Hidra -concluyó Elio con rapidez-. Todo concuerda, en efecto… Al menos, por ahora.

– ¿Por ahora? -me irritó un poco aquella coletilla-. ¿A qué te refieres?

Elio sonrió con calma.

– Estoy de acuerdo con vuestras conclusiones -explicó-, pero los libros eidéticos son traicioneros: tened en cuenta que se trata de trabajar con objetos completamente imaginarios, ni siquiera con palabras sino con… ideas. Con imágenes destiladas. ¿Cómo podemos estar seguros de la clave final que tenía en mente el autor?

– Muy sencillo -repuse-: Todo consiste en probar nuestra teoría. El tercer Trabajo, según la mayoría de las tradiciones, fue capturar al Jabalí de Erimanto: si la imagen oculta del tercer capítulo se parece a un jabalí, nuestra teoría recibirá una prueba más…

– Y así hasta el final -dijo Helena, muy tranquila. -Tengo otra objeción -Elio se rascó la calva-: En la época en la que fue escrita esta obra, los Trabajos de Hércules no eran ningún secreto. ¿Por qué usar la eidesis para ocultarlos? Se hizo el silencio.

– Una buena objeción -admitió Helena-. Pero supongamos que el autor ha elaborado una eidesis de la eidesis, y que los Trabajos de Hércules ocultan, a su vez, otra imagen…

– ¿Y así hasta el infinito? -la interrumpió Elio-. No podríamos conocer entonces la idea original. Debemos detenernos en algún sitio. Según ese punto de vista, Helena, cualquier cosa escrita puede remitir al lector a una imagen que, a su vez, puede remitir a otra, y a otra… ¡Sería imposible leer!

Ambos me miraron aguardando mi opinión. Reconocí que yo tampoco lo comprendía.

– La edición del texto original es de Móntalo -dije-, pero, inconcebiblemente, no parece haber notado nada. Le he escrito una carta. Quizá su opinión nos resulte útil…

– ¿Montalo, has dicho? -Elio enarcó las cejas-. Vaya, me temo que has perdido el tiempo… ¿Acaso no lo sabías? Fue noticia en todas partes… Montalo murió el año pasado… ¿Tú tampoco lo sabías, Helena?

– No -reconoció Helena, y me dedicó una mirada compasiva-. Vaya casualidad.

– Desde luego -asintió Elio, y se volvió hacia mí-: Y como la única edición del original era la suya y la única traducción hasta el momento es la tuya, parece que el descubrimiento de la clave final de La caverna de las ideas depende exclusivamente de ti…

– Vaya responsabilidad -bromeó Helena.

Me quedé sin saber qué decir. Y aún le sigo dando vueltas al tema. (N. del T.)

[11] «Rapidez, descuido. Las palabras fluyen aquí sobre el cauce de una caligrafía irregular, a veces incomprensible, como si al copista le hubiese faltado tiempo para acabar el capítulo», comenta Montalo acerca del texto original. Por mi parte, permanezco ojo avizor para «capturar» a mi Jabalí entre las frases. Inicio la traducción del tercer capítulo. (N. del T.)

[12] «Siguen cinco líneas indescifrables», asegura Montalo. Al parecer, la caligrafía en este punto es desastrosa. Se adivinan, a duras penas (siempre según Montalo), cuatro palabras en todo el párrafo: «enigmas», «vivió», «esposa» y «gordo». El editor del texto original añade, no sin cierta ironía: «El lector deberá intentar reconstruir los datos biográficos de Heracles a partir de estas cuatro palabras, lo cual parece, al mismo tiempo, enormemente fácil y muy difícil». (N. del T.)

[13] Igualmente anónimas son las tres líneas que el anónimo autor dedica al personaje de Diágoras. Montalo solo es capaz de entresacar, con dificultad, estas tres palabras: «vivió?» (con partícula interrogativa incluida), «espíritu» y «pasión». (N. del T.)

[14] Algunas lagunas textuales (debido a palabras escritas «apresuradamente» que resultan «ininteligibles», según Montalo) dificultan la comprensión de este misterioso párrafo. La eidesis implícita parece ser la «rapidez», como viene ocurriendo desde el principio del capítulo, pero a ella se suman imágenes de ciervos, no de jabalíes: «ojos de cervatilla», «cornamenta de las ramas»… lo que sugiere no el tercero sino el cuarto de los Trabajos de Hércules: la persecución de la rapidísima Cierva de Cerinia. Esta peculiar alteración del orden de los Trabajos no me sorprende, ya que era frecuente entre los escritores de la Antigüedad. Lo que llama la atención es la nueva eidesis que resalta en el texto: una muchacha que sostiene un lirio. ¿Qué tiene que ver con la persecución de la cierva? ¿Se trata de una representación de la pureza de la diosa Ártemis, a quien estaba consagrado el legendario animal? En cualquier caso, no creo que pueda considerársela, como Montalo afirma, «una licencia poética sin ningún significado real». (N. del T.)

[15] ¡Claro que es algo! Los protagonistas no pueden verla, por supuesto, pero aquí está de nuevo la «muchacha del lirio». ¿Qué significa? Reconozco que esta abrupta aparición me ha puesto un poco nervioso: he llegado a golpear el texto con las manos, como dicen que Pericles hizo con la estatua de la Atenea crisoelefantina de Fidias para exigirle que hablara: «¿Qué significa? ¿Qué quieres decir?». El papel, por supuesto, ha continuado inaccesible. Ahora me encuentro más tranquilo. (N. del T.)

[16] ¡Prosigue la fuerte eidesis de la «muchacha del lirio», y ahora parece unirse a ella la idea de «ayuda», cuatro veces repetida en este párrafo! (N. del T.)

[17] La nueva visión de Diágoras confirma las imágenes eidéticas previas: la «rapidez», la «cierva», la «muchacha del lirio» y la «petición de ayuda». Ahora se suma también la «advertencia de peligro». ¿Qué puede significar todo esto? (N. del T.)

[18] Dictadura instaurada en Atenas, bajo supervisión de los espartanos, tras el fin de la guerra del Peloponeso. Estaba formada por treinta ciudadanos. Muchos atenienses perecieron por orden de este implacable gobierno hasta que una nueva rebelión permitió el regreso de la democracia. (N. del T.)

[19] Esta tarde, durante un intervalo entre sus clases (enseña lengua griega a un grupo de treinta alumnos), he podido hablar con Helena. Me hallaba tan nervioso que pasé directamente a referirle mis hallazgos, sin preámbulos:

– En el tercer capítulo, además de la cierva, hay una nueva imagen: una muchacha con un lirio en la mano.

Abrió sus grandes ojos celestes.

– ¿Qué?

Le mostré mi traducción.

– Aparece sobre todo en tres visiones de uno de los protagonistas, un filósofo platónico llamado Diágoras. Pero también el otro personaje principal, Heracles, la menciona. Se trata de una imagen eidética muy fuerte, Helena. Es una muchacha con un lirio que pide ayuda y advierte sobre la existencia de un peligro. Montalo cree que se trata de una metáfora poética, pero la eidesis está clara. El autor, incluso, llega a describirla: cabellos de oro y ojos azules como el mar, cuerpo esbelto, vestida de blanco… Su imagen está repartida en trozos por todo el capítulo… ¿Ves? Aquí se habla de sus cabellos… Aquí se señala su «esbelta figura vestida de blanco»…

– Un momento -me interrumpió Helena-: La «esbelta figura vestida de blanco» en este párrafo es la cordura. Se trata de una metáfora poética al estilo de…

– ¡No! -reconozco que mi voz se elevó varios tonos más de lo que hubiese deseado. Helena me miró asombrada (qué pena me da recordarlo ahora)-. ¡No es una simple metáfora, es una imagen eidética!

– ¿Cómo estás tan seguro?

Lo pensé por un momento. ¡Mi teoría me parecía tan cierta que había olvidado reunir razones para apoyarla!

– La palabra «lirio» está repetida hasta la saciedad -dije-, y el rostro de la muchacha…

– ¿Qué rostro? Acabas de decir que el autor sólo habla de sus ojos y sus cabellos. ¿Te has imaginado el resto? -abrí la boca para replicar, pero de repente no supe qué decir-. ¿No crees que estás llevando la eidesis demasiado lejos? Elio nos lo advirtió, ¿recuerdas? Dijo que los libros eidéticos son traicioneros, y tenía razón. De repente empiezas a creer que todas sus imágenes significan algo por el mero hecho de hallarlas repetidas, lo cual es absurdo: Homero describe minuciosamente la forma de vestirse de muchos de los héroes de su Ilíada, pero eso no significa que esta obra sea, en eidesis, un tratado sobre el vestuario…

– Aquí -señalé mi traducción- se halla la imagen de una muchacha que pide ayuda, Helena, y que habla de un peligro… Léelo tú misma.

Lo hizo. Me mordí las uñas mientras aguardaba. Cuando terminó de leer, volvió a dirigirme su cruel mirada compasiva.

– Bien, yo no entiendo de literatura eidética tanto como tú, ya lo sabes, pero la única imagen oculta que logro ver en este capítulo es la de «rapidez», aludiendo al cuarto Trabajo de Heracles, la Cierva de Cerinia, que era un animal muy veloz. La «muchacha» y el «lirio» son claramente metáforas poéticas que…

– Helena…

– Déjame hablar. Son metáforas poéticas circunscritas a las «visiones» de Diágoras…

– Heracles también las menciona.

– ¡Pero en relación con Diágoras! Mira… Heracles le dice… aquí está… que cuando piensa en él, se lo imagina como «una jovencita de cabellos de oro y alma de lirio blanco, muy hermosa pero muy crédula…». ¡Se refiere a Diágoras! El autor utiliza esas metáforas para describir el espíritu ingenuo y tierno del filósofo.

Yo no estaba convencido.

– ¿Y por qué un «lirio» precisamente? -objeté-. ¿Por qué no cualquier otra flor?

– Confundes la eidesis con las redundancias -sonrió Helena-. A veces, los escritores repiten palabras en un mismo párrafo. En este caso, nuestro autor tenía en mente «lirio», y cada vez que pensaba en una flor escribía la misma palabra… ¿Por qué pones esa cara?

– Helena: estoy seguro de que la muchacha del lirio es una imagen eidética, pero no puedo demostrártelo… Y es horrible…

– ¿Qué es horrible?

– Que tú opines lo contrario después de haber leído el mismo texto. Es horrible que las imágenes, las ideas que forman las palabras en los libros, sean tan frágiles… Yo he visto una cierva mientras leía, y también he visto una muchacha con un lirio en la mano que grita pidiendo ayuda… Tú ves la cierva pero no la muchacha. Si Elio leyera esto, quizá sólo el lirio le llamaría la atención… Otro lector cualquiera, ¿qué vería?… Y Montalo… ¿qué vio Montalo? Únicamente que el capítulo había sido escrito con descuido. Pero -golpeé los papeles durante un instante de increíble pérdida de autocontrol- debe existir una idea final que no dependa de nuestra opinión, ¿no crees? Las palabras… tienen que formar al final una idea concreta, exacta…

– Discutes como un enamorado.

– ¿Qué?

– ¿Te has enamorado de la muchacha del lirio? -los ojos de Helena chispeaban de burla-. Recuerda que ni siquiera es un personaje de la obra: es una idea que tú has recreado con tu traducción… -y, satisfecha de haberme hecho callar, se marchó a sus clases. Sólo se volvió una vez más para añadir-: Un consejo: no te obsesiones.

Ahora, de noche, en la tranquila comodidad de mi escritorio, pienso que Helena tiene razón: yo soy simplemente el traductor. Con toda seguridad, otro traductor elaboraría una versión diferente, con vocablos distintos, y evocaría, por tanto, otras imágenes. ¿Por qué no? Quizá mi afán por seguir el rastro de la «muchacha del lirio» me ha llevado a construirla con mis propias palabras, pues un traductor, en cierto modo, también es autor… o, más bien, una eidesis del autor -me hace gracia pensar así-: Siempre presente y siempre invisible.

Sí, quizá. Pero ¿por qué estoy tan seguro de que la muchacha del lirio es el verdadero mensaje oculto de este capítulo, y que su grito de ayuda y su advertencia de peligro son tan importantes? Sólo sabré la verdad si continúo traduciendo.

Por hoy, me atengo al consejo de Heracles Póntor, el Descifrador de Enigmas: «Relájate… Que la preocupación no te robe el dulce sueño». (N. del T.)

[20] Una noche de descanso sienta de maravilla. Me he levantado comprendiendo mejor a Helena. Ahora, tras una nueva lectura del tercer capítulo, no veo tan claro que la «muchacha del lirio» sea una imagen eidética. Quizá mi propia imaginación de lector me haya traicionado. Comienzo la traducción del cuarto capítulo, de cuyo papiro afirma Montalo: «Maltratado, muy arrugado en algunos lugares -¿pisoteado por alguna bestia?-. Es un milagro que el texto haya llegado íntegro hasta nosotros». Como desconozco qué Trabajo se oculta aquí -pues el orden normal ha sido alterado-, tendré que ser muy cuidadoso con mi versión. (N. del T.)

[21] La Acrópolis, donde se encontraban los grandes templos de Atenea, la principal diosa de la ciudad, se reservaba sobre todo para la Fiesta de las Panateneas, aunque sospecho que el paciente lector ya conoce este dato. Resultan llamativas las ideas de «violencia» y «torpeza»: probablemente representan las primeras imágenes eidéticas de este capítulo. (N. del T.)

[22] ¿Qué está ocurriendo? ¡Pues que el autor lleva la eidesis hasta su máxima expresión! El absurdo estruendo en que se ha convertido la pelea de pancratistas sugiere el furioso ataque de algún enorme animal (lo que se corresponde con todas las imágenes de embestidas «violentas» o «impetuosas» que han ido apareciendo en el capítulo, así como con las referidas a «cuernos»): en mi opinión, se trata del séptimo Trabajo de Heracles, la captura del salvaje y enloquecido Toro de Creta. (N. del T.)

[23] Me apresuro a explicarle al lector lo que está sucediendo: la eidesis ha cobrado vida propia, se ha transformado en la imagen que representa -en este caso, un toro enloquecido- y ahora embiste la puerta del vestuario donde se desarrolla el diálogo. Pero adviértase que la actividad de esta «bestia» es exclusivamente eidética, y, por tanto, los personajes no pueden percibirla, de igual forma que tampoco podrían percibir, por ejemplo, los adjetivos que ha empleado el autor para describir el gimnasio. No se trata de ningún suceso sobrenatural: es, simplemente, un recurso literario utilizado con el único propósito de llamar la atención sobre la imagen oculta en este capítulo -recordemos las «serpientes» del final del capítulo segundo-. Así pues, suplico al lector que no se sorprenda demasiado si el diálogo entre Diágoras y sus discípulos continúa como si tal cosa, indiferente a los poderosos ataques que sufre la habitación. (N. del T.)

[24] Como hemos dicho, los acontecimientos eidéticos -la puerta destrozada, las embestidas salvajes- son exclusivamente literarios, y, por ende, sólo los percibe el lector. Montalo, sin embargo, reacciona como los personajes: no se entera de nada. «La sorprendente metáfora de la bestia mugidora», afirma, «que parece destrozar literalmente el realismo de la escena e interrumpe en varias ocasiones el mesurado diálogo entre Diágoras y sus discípulos (…), no parece tener otro objetivo que la sátira: una crítica mordaz, sin duda, de las salvajes luchas que los pancratistas practicaban en aquellos tiempos». ¡Sobran comentarios! (N. del T.)

[25] La intensidad de la eidesis en este capítulo afecta por completo al lugar en que se desarrollan las escenas: la palestra ha quedado destrozada y «cubierta de escombros» por el paso de la «bestia» literaria, y el público que la abarrotaba parece haber desaparecido. Jamás había visto una catástrofe eidética de tal naturaleza en toda mi vida de traductor. Es evidente que al anónimo autor de La caverna de las ideas le interesa que las imágenes ocultas sobrenaden en la conciencia de sus lectores, sin importarle en ningún momento que el realismo de la trama se perjudique. (N. del T.)

[26] Le gusta jugar, al autor, con sus lectores. ¡Aquí está, disimulada pero identificable, la prueba de que yo tenía tazón: la «muchacha del lirio» es otra importantísima imagen eidética de la obra! No sé lo que significa, pero aquí está (su presencia es inequívoca: véase la proximidad de la palabra «lirios» junto a la detallada descripción del gesto de esa «muchacha» pintada en un pedazo de vasija enterrado). El hallazgo me ha conmovido hasta las lágrimas, debo reconocerlo. He interrumpido la traducción y me he dirigido a casa de Elio. Le he comentado la posibilidad de acceder al manuscrito original de La caverna. Me ha aconsejado que hable con Héctor, el director de nuestras ediciones. Algo debió de notar en mis ojos, porque me preguntó qué era lo que me ocurría.

– Una muchacha pide ayuda en el texto -le dije.

– ¿Y tú la vas a salvar? -fue su burlona réplica. (N. del T.)

[27] He gozado traduciendo este pasaje, pues creo que tengo algo de ambos protagonistas. Y me pregunto: ¿puede llegar a descubrir la Verdad una persona como yo, a quien la Belleza le importa, y la Pasión, de vez en cuando, le arrebata, y al mismo tiempo procura que nada de cuanto sucede a su alrededor se le pase desapercibido? (N. del T.)

[28] Por más que he buscado en mis libros, no he podido encontrar ningún indicio de esta supuesta religión. Sin duda se trata de una fantasía del autor. (N. del T.)

[29] La traducción es literal, pero no comprendo muy bien a quién se refiere el autor con este inesperado salto gramatical a segunda persona. (N. del T.)

[30] Realmente, no sé por qué me he puesto tan nervioso. En Homero, por ejemplo, se encuentran abundantes ejemplos de pasos inesperados a segunda persona. Esto debe de ser algo parecido. Pero lo cierto es que mientras traducía las invectivas de Crántor me sentía un poco tenso. He llegado a pensar que el «Traductor» puede ser una nueva palabra eidética. En tal caso, la imagen final de este capítulo sería más compleja de lo que yo había supuesto: las violentas embestidas de una «bestia invisible» -correspondientes al Toro de Creta-, la «muchacha del lirio» y, ahora, el «Traductor». Helena tiene razón: esta obra me tiene obsesionado. Mañana hablaré con Héctor. (N del T.)

[31] Cada vez estoy más preocupado. No sé por qué, ya que nunca me he sentido así con mi trabajo. Además, quizá todo sea imaginación mía. Narraré la breve charla que he mantenido esta mañana con Héctor, y el lector juzgará.

La caverna de las ideas -asintió en cuanto mencioné la obra-. Sí, un texto griego clásico de autor anónimo que se remonta a la Atenas posterior a la guerra del Peloponeso. Yo fui quien le dije a Elio que la incluyera en nuestra colección de traducciones…

– Ya lo sé. Yo soy quien la traduzco -dije.

– ¿Y en qué puedo ayudarte?

Se lo dije. Frunció el ceño y me hizo la misma pregunta que Elio: por qué me interesaba revisar el manuscrito original. Le expliqué que la obra era eidética y que Montalo no parecía haberlo percibido. Volvió a fruncir el ceño.

– Si Montalo no lo percibió, es que no es eidética -dijo-. Discúlpame, no quiero ser grosero, pero Montalo era un verdadero experto en la materia…

Reuní paciencia para decirle:

– La eidesis es muy fuerte, Héctor. Modifica el realismo de las escenas, incluso los diálogos y las opiniones de los personajes… Todo eso tiene que significar algo, ¿no? Quiero descubrir la clave que el autor ocultó en su texto, y necesito el original para asegurarme de que mi traducción es correcta… Elio está de acuerdo, y me ha aconsejado que hable contigo.

Cedió a mis ruegos por fin (Héctor es muy testarudo), pero me dio pocas esperanzas: el texto estaba en poder de Montalo, y, tras su fallecimiento, todos sus manuscritos habían pasado a pertenecer a otras bibliotecas. No, no tenía amigos íntimos ni familiares. Había vivido como un ermitaño en una solitaria casa en el campo.

– Precisamente -agregó- fue su deseo de alejarse de la civilización lo que le causó la muerte… ¿No te parece?

– ¿Qué?

– Oh, pensé que lo sabías. ¿Elio no te dijo nada?

– Tan sólo que había fallecido -recordé entonces las palabras de Elio-: Y también que había sido «noticia en todas partes». Pero no entiendo por qué.

– Porque su muerte fue atroz -repuso Héctor.

Tragué saliva. Héctor prosiguió:

– Su cuerpo fue encontrado en el bosque cercano a la casa donde vivía. Estaba destrozado. Las autoridades dijeron que probablemente lo había atacado una manada de lobos… (N. del T.)

[32] Anoche, antes de comenzar a traducir esto, tuve un sueño, pero en él no vi ningún corazón arrancado: soñé con el protagonista, con Heracles Póntor, y mi sueño consistió en observarle acostado en la cama, soñando. De repente Heracles se despertaba gritando como si hubiera sufrido una pesadilla. Entonces yo también me desperté y grité. Ahora, al comenzar mi traducción del quinto capítulo, la coincidencia con el texto me ha estremecido. Montalo dice del papiro: «Textura suave, muy fina, como si faltaran, en la confección final de la hoja, algunas capas de tallo, o como si el material, con el paso del tiempo, se hubiera vuelto frágil, poroso, débil como el ala de una mariposa o de un pequeño pájaro». (N. del T.)

[33] La mía no me remuerde en absoluto, ya que ayer le conté a Helena la coincidencia que más me preocupa de todas. «Pero ¿cómo puedes tener tanta fantasía?», protestó. «¿Qué relación puede haber entre la muerte de Montalo y la de un personaje de un texto milenario? ¡Oh, por favor! ¿Te estás volviendo loco? Lo de Montalo es un hecho real, un accidente. Lo del personaje del libro que traduces es pura ficción. Quizá se trate de otro recurso eidético, un símbolo secreto, yo qué sé…» Como siempre, Helena tiene razón. Su abrumadora visión práctica de las cosas haría trizas las pesquisas más inteligentes de Heracles Póntor -que, por muy ficticio que sea, se está convirtiendo, día tras día, en mi héroe favorito, la única voz que le da sentido a todo este caos-, pero, qué quieres que te diga, asombrado lector: de repente me ha parecido muy importante averiguar más cosas sobre Montalo y su solitaria forma de vida. Ya le he escrito una carta a Arístides, uno de los académicos que más lo conocieron. No ha tardado en responderme: me recibirá en su casa. Y a veces me pregunto: ¿estoy tratando de imitar a Heracles Póntor con mi propia investigación? (N. del T.)

[34] Esta invasión de mariposas blancas (absurda, pues no hay constancia histórica de que constituyeran una ofrenda para Atenea Niké) es más bien una invasión eidética: las ideas de «vuelo» y «alas» -presentes desde el comienzo del capítulo- alteran la realidad del relato. La imagen final, a mi modo de ver, es la del Trabajo de las Aves de Estinfalia, donde Hércules recibe la orden de ahuyentar a la miríada de pájaros que plagaban el lago Estinfalia, lo cual consigue provocando ruido con unos címbalos de bronce. Ahora bien, ¿ha notado el lector la presencia, hábilmente disimulada, de la «muchacha del lirio»? Por favor, lector, dímelo, ¿o es que acaso piensas que es imaginación mía? ¡Ahí están las «florecillas blancas» y las «muchachas» (las cariátides del Erecteion), pero también las palabras fundamentales: «ayuda» («sin necesidad de ayuda») y «peligro» («acosaron sin peligro»), íntimamente asociadas a esta imagen! (N. del T.)

[35] Los pájaros, como las mariposas, también son eidéticos en este capítulo, y, por tanto, se transforman ahora en rayos de sol. Advierta el lector que el suceso no es milagroso ni mágico, sino tan literario como el cambio de métrica en un poema. (N. del T.)

[36] La metamorfosis de pájaro en luz se opera aquí a la inversa. Para los lectores que se enfrentan por vez primera a un texto eidético estas frases pueden dar lugar a cierta confusión, pero, repito, no se trata de ningún prodigio sino de mera filología. (N. del T.)

[37] La presencia de este pájaro no es, como el lector ya debe suponer, fortuita en modo alguno: por el contrario, refuerza -junto con las mariposas y los pájaros eidéticos del jardín- la imagen oculta de las Aves de Estinfalia. A ello contribuye la ostensible repetición de las palabras «picudo», «curvo» y «afilado», que resumen hábilmente el pico de estos animales. (N. del T.)

[38] ¡Nuevo juego del astuto autor con sus lectores! Los personajes, ignorando la verdad -esto es, que son simples personajes de un texto que oculta una clave secreta-, se burlan de la presencia eidética del pájaro. (N. del T.)

[39] Acabo de sentir un pequeño vértigo y he tenido que dejar de trabajar. No ha sido nada: simplemente una estúpida coincidencia. Se da el caso de que mi padre, ya fallecido, era escritor. No puedo describir la sensación que he experimentado mientras traducía las palabras de este personaje, Crántor, que fueron redactadas hace miles de años en un viejo papiro por un autor desconocido. «¡Habla de mí!», pensé durante un enloquecedor instante. Al llegar a la frase «Te miraban» -un nuevo salto a segunda persona, como el del capítulo previo-, me aparté del papel como si fuera a quemarme y tuve que dejar de traducir. Después he vuelto a leer lo que había escrito, lo he leído varias veces, hasta que, por fin, he notado que mi absurdo temor amainaba. Ahora puedo continuar. (N. del T.)

[40] ¿¿Como a Montalo?? (N. del T.)

[41] Heracles no percibe que Crántor le ha arrancado los ojos al pájaro. Hay que colegir, por tanto, que esta brutal tortura se ha desarrollado sólo en el plano eidético, como los ataques de la «bestia» del capítulo previo o las serpientes enroscadas del final del capítulo segundo. Ahora bien: es la primera vez que un personaje de la obra realiza un acto de estas características, o sea, un acto puramente literario. Lo cual no deja de intrigarme, pues es norma que los actos literarios los ejecute sólo el autor, ya que los personajes deben intentar, en todo momento, que sus acciones imiten lo más posible a la realidad. Pero parece que al anónimo creador de Crántor le trae sin cuidado que su personaje no resulte creíble. (N. del T.)

[42] ¿A qué ha venido este ensañamiento eidético con el pájaro, cuya presencia -no lo olvidemos- también es eidética? ¿Qué pretende comunicar el autor? Es una «advertencia», dice Crántor, pero ¿de quién a quién? Si Crántor forma parte del argumento, de acuerdo; pero si es tan sólo un portavoz del autor, la advertencia adopta un pavoroso aire de maldición: «Ten cuidado, traductor o lector, no desveles el secreto que contienen estas páginas… porque puede sucederte algo desagradable». ¿Quizá Montalo llegó a descubrirlo y…? ¡Qué absurdo! Esta obra fue escrita hace milenios. ¿Qué clase de amenaza perduraría tanto tiempo? Tengo la cabeza llena de pájaros (eidéticos). La respuesta debe de ser más sencilla: Crántor es otro personaje más, lo que ocurre es que está mal hecho. Crántor es un error del autor. Quizá ni siquiera tenga nada que ver con el tema principal. (N. del T.)

[43] Sí, suplicio. ¿Nos encontramos ante un mensaje del autor dirigido a sus posibles traductores? ¿Cabe pensar que el secreto de La caverna de las ideas es de tal naturaleza que su anónimo creador ha querido curarse en salud, intentando desanimar a todo el que pretenda descifrarlo? (N. del T.)

[44] Podrá parecer gracioso -y lo será, sin duda-, pero aquí, en mi casa, de noche, inclinado sobre los papeles, he dejado de traducir al llegar a estas palabras y he mirado hacia atrás, inquieto. Por supuesto, sólo hay oscuridad (suelo trabajar con una luz en el escritorio, y nada más). Debo atribuir mi conducta al misterioso hechizo de la literatura, que a estas horas de la noche llega a confundir las mentes, como diría Hornero. (N. del T.)

[45] «La mayor parte de este pasaje -que, sin duda, describía la fiesta de Menecmo y los adolescentes observada por Eumarco- se ha perdido. Las palabras fueron escritas con una tinta más soluble, y muchas de ellas se evaporaron con el paso del tiempo. Los espacios vacíos parecen ramas desnudas donde antes los pájaros de los vocablos se posaban», comenta Montalo sobre este corrupto fragmento. Y se pregunta a continuación: «¿Cómo reconstruirá cada lector su propia orgía con las palabras que quedan?». (N. del T.)

[46] «Ojos» y «Vigilancia» son dos palabras muy repetidas en esta última parte, y se corresponden con los versos que el autor pone en boca del Coro: «Te vigilan». La eidesis de este capítulo, pues, es doble: por una parte continúan los Trabajos de Hércules con la imagen de las Aves de Estinfalia; por otra, se habla de un «Traductor» y de «ojos que vigilan». ¿Qué puede significar? ¿El «Traductor» debe «vigilar» algo? ¿Alguien «vigila» al «Traductor»? Arístides, el erudito amigo de Montalo, me recibirá mañana en su casa. (N. del T.)

[47] Aquí concluye el capítulo quinto. He terminado de traducirlo después de mi conversación con el profesor Arístides. Arístides es un hombre bonachón y cordial, de amplios ademanes y sonrisa escueta. Como el personaje de Pónsica en este libro, más parece hablar con las manos que con el rostro, cuyas expresiones mantiene bajo una férrea disciplina. Quizá sean sus ojos… iba a decir «vigilantes»… (la eidesis se ha infiltrado también en mis pensamientos)… quizá sean sus ojos, digo, el único detalle móvil y humano en ese yermo de facciones regordetas y barbita negra y picuda al estilo oriental. Me recibió en el amplio salón de su casa. «Bienvenido», me dijo tras su breve sonrisa, y señaló una de las sillas que había frente a la mesa. Comencé por hablarle de la obra. Arístides no sabía de la existencia de ninguna Caverna de las ideas, de autor anónimo, escrita a finales de la guerra del Peloponeso. El tema también le llamó la atención. Pero zanjó ambas cuestiones con un ademán vago, dándome a entender que, si Montalo se había interesado por ella, eso significaba que la obra «valía la pena».

Cuando le mencioné la eidesis, adoptó una expresión más concentrada.

– Es curioso -dijo-, pero Montalo dedicó sus últimos años de vida a estudiar los textos eidéticos: tradujo una buena cantidad de ellos y elaboró la versión definitiva de varios originales. Yo diría, incluso, que llegó a obsesionarse con la eidesis. Y no es para menos: conozco compañeros que han empleado toda la vida en descubrir la clave final de una obra eidética. Te aseguro que pueden convertirse en el peor veneno que ofrece la literatura -se rascó una oreja-. No creas que exagero: yo mismo, al traducir algunas, no podía evitar soñar con las imágenes que iba desvelando. Y a veces te juegan malas pasadas. Recuerdo un tratado astronómico de Alceo de Quiridón donde se repetía, en todas sus variantes, la palabra «rojo» acompañada casi siempre por otras dos: «cabeza» y «mujer». Pues bien: comencé a soñar con una hermosa mujer pelirroja… Su rostro… incluso llegué a verlo… me atormentaba… -hizo una mueca-. Al fin supe, por otro texto que cayó en mis manos casualmente, que una antigua amante del autor había sido condenada a muerte en un juicio injusto: el pobre hombre había ocultado bajo eidesis la imagen de su decapitación. Podrás imaginarte qué terrible sorpresa me llevé… Aquel hermoso fantasma de pelo rojo… transformado de repente en una cabeza recién cortada manando sangre… -enarcó las cejas y me miró, como invitándome a compartir su desilusión-. Escribir es extraño, amigo mío: en mi opinión, la primera actividad más extraña y terrible que un hombre puede realizar -y añadió, regresando a su económica sonrisa-: Leer es la segunda.

– Pero hablando de Montalo…

– Sí, sí. Él fue mucho más lejos en su obsesión por la eidesis. Opinaba que los textos eidéticos podían constituir una prueba irrefutable de la Teoría de las Ideas de Platón. Supongo que la conoces…

– Naturalmente -repliqué-. Todo el mundo la conoce. Platón afirmaba que las ideas existen con independencia de nuestros pensamientos. Decía que eran entes reales, incluso mucho más reales que los seres y los objetos.

No pareció hallarse muy complacido con mi resumen de la obra platónica, pero su pequeña y regordeta cabeza se movió en un gesto de asentimiento.

– Sí… -titubeó-. Montalo creía que, si un texto eidético cualquiera evoca en todos los lectores la misma idea oculta, esto es, si todos somos capaces de hallar la misma clave final, eso probaría que las ideas poseen existencia propia. Su razonamiento, por pueril que nos parezca, no iba descaminado: si todo el mundo es capaz de encontrar una mesa en esta habitación, la misma mesa, eso quiere decir que dicha mesa existe. Además, y aquí está el punto que más interesaba a Montalo, de producirse tal consenso entre los lectores, eso también demostraría que el mundo es racional, y por lo tanto bueno, hermoso y justo.

– Esto último no lo he cogido -dije.

– Es una consecuencia derivada de lo anterior: si todos encontramos la misma idea en una obra eidética, las Ideas existen, y si las Ideas existen, el mundo es racional, tal como Platón y la mayoría de los antiguos griegos lo concebían; y un mundo racional, hecho a medida de nuestros pensamientos e ideales, ¿qué es sino un mundo bueno, hermoso y justo?

– Por lo tanto -murmuré, asombrado-, para Montalo, un texto eidético era poco menos que… la clave de la existencia.

– Algo así -Arístides lanzó un breve suspiro y se contempló las pulcras uñitas de sus dedos-. Excuso decirte que nunca encontró la prueba que buscaba. Quizás esta frustración fue la principal responsable de su enfermedad…

– ¿Enfermedad?

Levantó una ceja con curiosa destreza.

– Montalo se volvió loco. Sus últimos años de vida los pasó encerrado en su casa. Todos sabíamos que estaba enfermo y que no aceptaba visitas, así que lo dejamos declinar en paz. Y un día, su cuerpo apareció devorado por las alimañas… en el bosque de los alrededores… Seguramente había estado vagando sin rumbo fijo, durante uno de sus accesos de locura, y al final se desmayó y… -su voz fue extinguiéndose poco a poco, como si con aquel tono quisiera representar (¿eidéticamente?) el triste final de su amigo. Por último, concluyó con una sola frase, en el límite de la audición humana-: Qué muerte más horrible…

– ¿Sus brazos se hallaban ilesos? -pregunté, estúpidamente. (N. del T.)

[48] «Sucio, plagado de correcciones y manchas, frases ilegibles o corruptas», afirma Móntalo acerca del papiro del sexto capítulo. (N. del T.)

[49] «Las frases parecen perseguir adrede la vulgaridad. La prosa ha perdido el lirismo de los capítulos previos: ha aparecido la sátira, la vacua burla de la comedia, la mordacidad, la repugnancia. El estilo es como un residuo del original, un desperdicio arrojado a este capítulo», afirma Móntalo, y participo por completo de su opinión. Añadiría que las imágenes de «suciedad» y «escombros» parecen presagiar que el Trabajo oculto es el de los Establos de Augías, donde el héroe debe limpiar de excrementos las cuadras del rey de la Elide. Es, más o menos, lo que ha tenido que hacer Móntalo: «He limpiado el texto de frases corruptas y pulido algunas expresiones; el resultado no resplandece, pero, al menos, resulta más higiénico». (N. del T.)

[50] Laguna textual a partir de aquí. Según Móntalo: «Se han borrado treinta líneas completas debido a una enorme mancha color marrón oscuro, elíptica, inesperada. ¡Qué lástima! ¡El discurso de Trisipo perdido para la posteridad!…».

Vuelvo a mi escritorio después de un incidente curioso: estaba redactando esta nota cuando percibí un extraño movimiento en el jardín de mi casa. Hace buen tiempo, y había dejado la ventana abierta: me agrada, aunque sea de noche, distinguir la hilera de manzanos pequeños que constituye el límite de mi modesta propiedad. Como quiera que el vecino más próximo se halla a un tiro de piedra a partir de esos árboles, no estoy acostumbrado a que la gente me moleste, y menos a altas horas de la madrugada. Pues bien: me hallaba enfrascado en las palabras de Montalo cuando advertí una sombra de reojo, una confusa figura desplazándose entre los manzanos, como si buscara el mejor ángulo para espiarme. Ni que decir tiene que me levanté y fui hacia la ventana; en aquel momento observé que alguien echaba a correr desde los árboles de la derecha; le grité en vano que se detuviera; no sé quién era, apenas vi una silueta. Regresé al trabajo con cierta aprensión, ya que, como vivo solo, constituyo un buen bocado para el apetito de los ladrones. Ahora la ventana está cerrada. En fin, probablemente no tiene importancia. Continúo la traducción a partir de la siguiente línea legible: «Yo creía conocer a mi hijo»… (N. del T.)

[51] Yo podría ayudarte, Heracles, pero ¿cómo decirte todo lo que sé? ¿Cómo vas a saber, por muy listo que seas, que esto no es una pista para ti sino para mí, para el lector de una obra eidética en la que tú mismo, como personaje, no eres más que otra pista? ¡Tu presencia, ahora lo sé, también es eidética. Estás ahí porque el autor ha decidido colocarte, como el lirio que el misterioso asesino deposita en la mano de su víctima, para ofrecer al lector con más claridad la idea de los Trabajos de Hércules, que es uno de los hilos conductores del libro. Así pues, los Trabajos de Hércules, la «muchacha del lirio» (con la petición de «ayuda» y la advertencia de «peligro») y el «Traductor» -los tres mencionados en estos últimos párrafos- forman las principales imágenes eidéticas hasta el momento. ¿Qué pueden significar? (N. del T.)

[52] Interrumpo la traducción pero sigo escribiendo: de este modo, suceda lo que suceda, dejaré constancia de mi situación. En pocas palabras: alguien ha entrado en mi casa. Refiero ahora los acontecimientos previos (escribo muy deprisa, quizá desordenado). Es de noche, y me preparaba para comenzar la traducción de la última parte de este capítulo cuando escuché un ruido leve pero raro en la soledad de mi casa. No le di mucha importancia, y empecé a traducir: escribí dos frases y entonces oí varios ruidos a un ritmo regular, como pasos. Mi primer impulso me ordenaba explorar el zaguán y la cocina, pues los ruidos procedían de allí, pero luego pensé que debía anotar todo lo que estaba sucediendo, porque… ¡Otro ruido!

Acabo de regresar de mi exploración particular: no había nadie, ni he notado nada fuera de lo común. No creo que me hayan robado. La puerta principal no ha sido forzada. Es verdad que la puerta de la cocina, que da a un patio exterior, estaba abierta, pero quizá la dejé así yo mismo, no lo recuerdo. Lo cierto es que exploré todos los rincones. Distinguí las formas familiares de mis muebles en la oscuridad (pues no quise brindarle a mi visitante la oportunidad de saber dónde me encontraba, y no usé ninguna luz). Fui al zaguán y a la cocina, a la biblioteca y al dormitorio. Pregunté varias veces: -¿Hay alguien aquí?

Después, más tranquilo, encendí algunas luces y comprobé lo que acabo de referir: que todo parece haber sido una falsa alarma. Ahora, sentado en mi escritorio otra vez, mi corazón se tranquiliza paulatinamente. Pienso: un simple azar. Pero también pienso: anoche alguien me espiaba desde los árboles del jardín, y hoy… ¿Un ladrón? No lo creo, aunque todo es posible. Ahora bien, un ladrón se dedica sobre todo a robar, no a vigilar a sus víctimas. Quizá prepara un golpe maestro. Se encontrará con una sorpresa (me río al pensarlo): salvo algunos manuscritos antiguos, no poseo en mi casa nada de valor. En esto, según creo, me parezco a Montalo… En esto, y en muchas otras cosas…

Pienso ahora en Montalo. Hice más averiguaciones en los últimos días. En resumen, puede decirse que su exacerbada soledad no era tan extraña: a mí me ocurre lo mismo. Ambos escogimos el campo para vivir, y casas amplias, cuadriculadas por patios interiores y exteriores, como las antiguas mansiones griegas de los ricos de Olinto o Trecén. Y ambos nos hemos dedicado a la pasión de traducir los textos que la Hélade nos legó. No hemos disfrutado (o sufrido) el amor de una mujer, no hemos tenido hijos, y nuestros amigos (Arístides, por ejemplo, en su caso; Helena -con obvias diferencias- en el mío) han sido sobre todo compañeros de profesión. Surgen algunas preguntas: ¿qué pudo sucederle a Móntalo en los últimos años de su vida? Arístides me dijo que estaba obsesionado con probar la teoría de las Ideas de Platón mediante un texto eidético… ¿Quizá La caverna contiene la prueba que buscaba, y eso lo enloqueció? ¿Y por qué, si era experto en obras eidéticas, no advierte en su edición que La caverna lo es?

Aunque no sé muy bien el motivo, cada vez estoy más seguro de que la respuesta a estos interrogantes se oculta en el texto. Debo seguir traduciendo. Pido disculpas al lector por la interrupción. Comienzo de nuevo en la frase: «En la oscuridad, una voz preguntó». (N. del T.)

[53] No puedo seguir con la traducción. Mis manos tiemblan.

Vuelvo al trabajo tras dos días de angustia. Aún no sé si continuaré o no, quizá no tenga valor. Pero al menos he logrado regresar a mi escritorio, sentarme y contemplar mis papeles. No hubiese creído posible hacer esto ayer por la mañana, cuando charlaba con Helena. Lo de Helena fue un acto impulsivo, lo reconozco: le pedí el día anterior que me hiciera compañía -no me sentía con fuerzas para soportar la soledad nocturna de mi casa-, y, aunque no quise contarle en aquel momento las razones ocultas de mi petición, ella debió de percibir algo en mis palabras, porque aceptó de inmediato. Procuré no hablar del trabajo. Fui amable, cortés y tímido. Tal conducta persistió incluso cuando hicimos el amor. Hice el amor con el secreto deseo de que ella me lo hiciera a mí. Palpé su cuerpo bajo las sábanas, aspiré el acre aroma del placer y escuché sus crecientes gemidos sin que nada de ello me ayudara demasiado: buscaba -creo que buscaba- sentir en ella lo que ella sentía de mí. Quería -ansiaba- que sus manos me explorasen, me percibieran, golpearan en mi obstáculo, me dieran forma en la oscuridad… Pero no, forma no. Quería sentirme como un simple material, un resto sólido de algo que estaba allí, ocupando un espacio, no como una silueta, una figura con rasgos e identidad. No quería que me hablase, no deseaba escuchar palabras -menos aún mi nombre-, nada de frases vacías que pudieran aludirme. Ahora comprendo parcialmente lo que me sucedió: se debe, quizá, al agobio de traducir, a esta horrible sensación de porosidad, como si mi existencia se me hubiera revelado, de repente, como algo mucho más frágil que el texto que traduzco y que se manifiesta a través de mí en la parte superior de estas páginas. He pensado que necesitaba, por ello, reforzar estas notas marginales, equilibrar de algún modo el peso de Atlas del texto superior. «Si pudiera escribir», he pensado -no por primera vez pero sí con mayores ansias que nunca-, «si pudiese crear algo propio…». Mi actividad con Helena -su cuerpo, sus pechos firmes, sus músculos suaves, su juventud- me sirvió de poco: quizá tan sólo para reconocerme (precisaba con urgencia de su cuerpo como de un espejo en el que poder verme sin mirarme), pero aquel breve reencuentro, aquella anagnórisis conmigo mismo, sólo me ayudó a conciliar el sueño, y por tanto a desaparecer de nuevo. Al día siguiente, con el alba despuntando entre las colinas, desnudo y de pie frente a la ventana de mi dormitorio -percibiendo un rebullir de sábanas en la cama y la voz soñolienta de mi compañera, desnuda y acostada- decidí contárselo todo. Hablé con calma, sin desviar los ojos de la creciente flama del horizonte:

Estoy en el texto, Helena. No sé cómo ni por qué, pero soy yo. El autor me describe como una estatua esculpida por uno de los personajes, a la que llama «El traductor», que se encuentra sentado ante una mesa traduciendo lo mismo que yo. Todo corresponde: las profundas entradas en las sienes, las zonas de calvicie, las orejas finas con lóbulos abultados, las manos delgadas y venosas… Soy yo. No me he atrevido a seguir traduciendo: no podría soportar leer la descripción de mi propio rostro

Ella protestó. Se incorporó en la cama. Me hizo muchas preguntas, se enfadó. Yo -aún desnudo- salí del cuarto, me dirigí a! salón y regresé con los papeles de mi traducción interrumpida. Se los entregué. Era gracioso: ambos desnudos -ella sentada, yo de pie-, convertidos otra vez en compañeros de trabajo; ella frunciendo el ceño de profesora al tiempo que sus pechos -trémulos, rosáceos- se alzaban con cada respiración; yo, aguardando en silencio frente a la ventana, mi absurdo miembro arrugado por el frío y la angustia.

– Es ridículo… -dijo al acabar la lectura-. Es absolutamente ridículo…

Protestó de nuevo. Me increpó. Me dijo que me estaba obsesionando, que la descripción era muy vaga, que podía corresponder a cualquier otra persona. Agregó:

– Y el anillo de la estatua lleva un círculo grabado en el sello. ¡Un círculo! ¡No un cisne, como el tuyo!…

Ese era el detalle más horrible. Y ella ya se había dado cuenta.

– En griego, «círculo» es kúklos y «cisne» kúknos, ya lo sabes -repuse con calma-. Sólo una letra de diferencia. Si esa I, esa lambda, es una n, una ny, entonces ya no cabe ninguna duda: soy yo -contemplé el anillo con la silueta del cisne en el dedo medio de mi mano izquierda, un regalo de mi padre del que nunca me despojo.

– Pero el texto dice kúklos y no…

– Montalo advierte en una de sus notas que la palabra es difícil de leer. Él interpreta kúklos, pero señala que la cuarta letra es confusa. ¿Comprendes, Helena? La cuarta letra -mi tono de voz era neutro, casi indiferente-. Dependo de la simple opinión filológica de Montalo sobre una letra para saber si debo volverme loco…

– ¡Pero es absurdo! -se exasperó-. ¿Qué haces… aquí dentro? -golpeó los papeles-. ¡Esta obra fue escrita hace miles de años!… ¿Cómo…? -apartó las sábanas que cubrían sus largas piernas. Se atusó el pelo rojizo. Avanzó, descalza y desnuda, hacia la puerta-. Ven. Quiero leer el texto original -había cambiado de tono: hablaba ahora con firmeza, con decisión.

Horrorizado, le supliqué que no lo hiciera.

– Vamos a leer entre los dos el texto de Montalo -me interrumpió, de pie en la puerta-. Me da igual si después decides no continuar con la traducción. Quiero quitarte esta locura de la cabeza.

Fuimos hacia el salón -descalzos, desnudos-. Recuerdo que pensé algo absurdo mientras la seguía: «Queremos asegurarnos de que somos seres humanos, cuerpos materiales, carne, órganos, y no sólo personajes o lectores… Vamos a saberlo. Queremos saberlo». En el salón hacía frío, pero de momento no nos importó. Helena llegó antes que yo al escritorio y se inclinó sobre los papeles. Yo fui incapaz de acercarme: aguardé detrás de ella, observando su espalda lustrosa y encorvada, la suave curvatura de sus vértebras, el mullido escabel de sus nalgas. Hubo una pausa. «Está leyendo mi rostro», recuerdo que pensé. La oí gemir. Cerré los ojos. Dijo:

– Oh.

La sentí acercarse y abrazarme. Su ternura me horrorizaba. Dijo:

– Oh… oh…

No quise preguntarle. No quise saberlo. Me amarré a su tibio cuerpo con fuerza. Entonces percibí su risa: suave, creciente, naciendo en su vientre como la alegre presencia de otra vida.

– Oh… oh… oh… -dijo sin dejar de reír.

Después, mucho después, leí lo que ella había leído, y comprendí por qué se reía.

He decidido continuar con la traducción. Reanudo el texto a partir de la frase: «Pero aún no había visto el rostro de la figura». (N. del T.)

[54] Laguna textual a partir de aquí. Móntalo afirma que las cinco líneas siguientes son ilegibles. (N. del T.)

[55]

[56] Durante estas últimas horas he recuperado el control de mis nervios. Ello se debe, sobre todo, a que he distribuido racionalmente mis períodos de descanso entre los párrafos: estiro las piernas y doy breves paseos alrededor de mi celda. Gracias a este ejercicio he logrado concretar mejor el reducido mundo en que me hallo: un rectángulo de cuatro pasos por tres con un camastro en una esquina y una mesa con su silla junto a la pared opuesta; sobre la mesa, mis papeles de trabajo y el texto de La caverna de Montalo. También dispongo -¡oh lujo derrochador!- de un pequeño agujero excavado en el suelo para hacer mis necesidades. Una maciza puerta de madera con flejes de hierro me niega la libertad. Tanto la cama como la puerta -no digamos el agujero- son vulgares. La mesa y la silla, sin embargo, parecen muebles caros. Poseo, además, abundante material de escritura. Todo esto representa un buen cebo para mantenerme ocupado. La única luz que mi carcelero me permite es la de esta lámpara miserable y caprichosa que ahora contemplo, colocada sobre la mesa. Así pues, por mucho que intente resistirme siempre termino sentándome y continuando con la traducción, entre otras cosas para no volverme loco. Sé que eso es exactamente lo que quiere Quiensea. «¡Traduce!», me ordenó a través la puerta hace… ¿cuánto tiempo?… pero… Ah, oigo un ruido. Seguro que es la comida. Por fin. (N. del T.)

[57] Yo también percibo sombras en mi «celda-caverna»: las palabras helénicas me bailan en los ojos -¿cuánto tiempo hace que no veo la luz del sol, que es la del Bien, de la que todo procede? ¿Dos días? ¿Tres?-. Pero más allá de esta frenética danza de grafismos intuyo los «retorcidos colmillos» y el pelaje «erizado» y «áspero» de la Idea de Jabalí, relacionada con el tercer Trabajo de Hércules, la captura del Jabalí de Erimanto. Y si en ninguna parte se menciona la palabra «jabalí» pero aun así yo veo uno -incluso creo escucharlo: sus roncos bufidos, la polvareda de sus pataleos, el irritante arañazo de las ramas bajo sus pezuñas-, entonces es que la Idea de Jabalí existe, es tan real como yo. ¿Se hallaba Montalo interesado en esta obra porque consideraba que probaba definitivamente la teoría platónica de las Ideas? ¿Y Quiensea? ¿Por qué se ha dedicado primero a jugar conmigo, añadiendo texto falso al original, y después me ha secuestrado? Deseo gritar, pero creo que la Idea de Grito es la que más me desahogaría. (N. del T.)

[58] Sí. Mucha, Crántor. Te estoy traduciendo mientras degusto las inmundicias que Quiensea ha tenido a bien dejarme hoy en la escudilla. ¿Te apetece probar un poco? (N. del T.)

[59] Las palabras eidéticas del capítulo, sí, ya lo había advertido. Gracias de todas formas, Crántor. (N. del T.)

[60] Sí, también. Lo adivinas todo, Crántor. Desde que estoy encerrado aquí, uno de los principales problemas que tengo es el estreñimiento. (N. del T.)

[61] Debo haberme vuelto loco. ¡He estado dialogando con un personaje! De repente me pareció que se dirigía a mí, y le contesté con mis notas. Quizá todo sea achacable al tiempo que llevo encerrado en esta celda, sin hablar con nadie. Pero también es cierto que Crántor permanece siempre en la línea divisoria entre lo ficticio y lo real… Mejor dicho: en la línea divisoria entre lo literario y lo no literario. A Crántor no le preocupa ser creíble: se complace, incluso, en revelar el artificio verbal que lo rodea, como cuando hizo hincapié en las palabras eidéticas. (N. del T.)

[62] Me he dado cuenta de que aún no he narrado cómo he llegado a parar a esta celda. Si es verdad que estas notas me han de servir para no enloquecer, quizá sea bueno contar todo lo que recuerdo sobre lo sucedido como si me dirigiera a un futuro e improbable lector. Permíteme, lector, esta nueva interrupción. Sé que te interesa mucho más continuar con la obra que escuchar mis desgracias, pero recuerda que, por muy marginal que me veas aquí abajo, me debes un poco de atención en agradecimiento a mi fructífera labor, sin la cual no podrías disfrutar de la mencionada obra que tanto te agrada. Así pues, léeme con paciencia.

Se recordará que la noche en que terminé de traducir el capítulo anterior me propuse atrapar a mi desconocido visitante, el misterioso falsificador del texto en el que trabajo. Con este propósito, apagué las luces de la casa y fingí acostarme, pero lo que en realidad hice fue permanecer al acecho en el salón, oculto tras una puerta, aguardando su «visita». Cuando me hallaba casi seguro de que esa noche ya no vendría, escuché un ruido. Me asomé por la puerta entornada, y sólo tuve oportunidad de distinguir una sombra abalanzándose sobre mí. Desperté con un gran dolor de cabeza, y me vi encerrado entre estas cuatro paredes. En cuanto a la celda, ya la he descrito, y remito al lector interesado a una nota previa. Sobre la mesa se encontraban el texto de Montalo y mi propia traducción, que finaliza en el capítulo sexto. Sobre esta última, una nota escrita en una hoja aparte con fina caligrafía: «NO TE INTERESA SABER QUIÉN SOY. LLÁMAME "QUIENSEA". PERO SI DE VERDAD TE INTERESA SALIR DE AQUÍ, CONTINÚA TRADUCIENDO. CUANDO TERMINES, QUEDARÁS EN LIBERTAD». Hasta ahora, éste es el único contacto que he tenido con mi anónimo secuestrador. Bueno, éste y su voz asexuada, que escucho de vez en cuando a través de la puerta de la celda, ordenándome: «¡Traduce!». Y eso es lo que hago. (N. del T.)

[63] He resistido la imperiosa tentación de destruir este falso capítulo octavo que mi secuestrador, sin duda, ha deslizado en la obra. En lo único que ha acertado este hijo de perra es en el llanto: últimamente lloro con mucha frecuencia. Es una de mis formas de medir el tiempo. Pero si Quiensea cree que con estas hojas intercaladas va a volverme loco, está muy equivocado. Ahora sé para qué las utiliza: son mensajes, instrucciones, órdenes, amenazas… Ni siquiera le importa ya disimular su origen espurio. La sensación de leerme en primera persona ha sido nauseabunda. Para librarme de ella, he intentado pensar en las cosas que yo habría dicho realmente. No creo que hubiese «gemido», como afirma el texto. Sospecho que habría hecho muchas más preguntas que esta patética creación suya con la que intenta imitarme. Ahora bien, en lo del llanto ha acertado plenamente. Comienzo la traducción de lo que imagino que es el verdadero capítulo octavo. (N. del T.)

[64] ¡Voy muy lento! ¡Muy lento! ¡Muy LENTO! Tengo que traducir más rápido si quiero salir de aquí. (N. del T.)

[65] ¡Es la eidesis, idiota, la eidesis, la EIDESIS! La eidesis lo modifica todo, se introduce en todo, influye en todo: ahora es la idea de «lentitud», que oculta, a su vez, otra idea… (N. del T.)

[66] Lo siento, pero no lo soporto. La eidesis se ha infiltrado también en las descripciones, y el encuentro de Heracles con Yasintra está narrado con exasperante lentitud. Abusando de mi privilegio de traductor, intentaré condensarlo para ir más rápido, limitándome a narrar lo esencial. (N. del T.)

[67] Aquí me detengo yo. El resto del larguísimo párrafo es una agobiante descripción de cada uno de los pasos de Heracles acercándose a Yasintra: sin embargo, paradójicamente, el Descifrador nunca llega a alcanzarla -lo que recuerda al «Aquiles nunca alcanzará a la tortuga» de Zenón de Elea (de ahí la expresión «eleático segmento»)-. Todo esto sugiere, junto a la frecuencia con que se repiten términos como «lento», «pesado» o «torpe» y las metáforas sobre labranza, el Trabajo de los Bueyes de Geriones, el lento ganado que Hércules debe robarle al monstruo del mismo nombre. El «torcido paso» que se menciona a veces es homérico, pues los bueyes, para el autor de la Ilíada, son animales de «torcido paso»… Y hablando de pesadez y lentitud, debo anotar aquí que por fin he podido hacer mis necesidades completas, lo cual me ha puesto de buen humor. Quizás el cese de mi estreñimiento sea señal de buen augurio, de rapidez y de obtención de metas. (N. del T.)

[68] La densa explicación que Heracles Póntor ofrece del misterio constituye otro refuerzo de la eidesis, pues el Descifrador, de ordinario tan parco, se extiende aquí en largas y bizarras digresiones que avanzan con la lentitud de los bueyes geriónicos. He decidido elaborar una versión resumida. Anotaré, cuando me parezca oportuno, algunos comentarios originales. (N. del T.)

[69] «Podemos imaginar sus risas nocturnas», dice Heracles, «los sutiles contoneos frente al lento cincel de Menecmo, las espaciosas travesuras del amor, los núbiles cuerpos enrojecidos por las antorchas…». (N. del T.)

[70] «Y, tras el hechizante sorbo de vino del placer, el agrio poso de las discusiones», dice Heracles. (N. del T.)

[71] «¡Observa la astucia de Menecmo!», advierte Heracles. «No en vano es un artista: sabe que el aspecto, la apariencia, es un cordial de poderoso efecto. Cuando vimos a Eunío apestando a vino y vestido de mujer, nuestro primer pensamiento fue: "Un joven que se emborracha y se disfraza así es capaz de cualquier cosa". ¡He aquí la trampa: los hábitos de nuestro juicio moral niegan por completo las evidencias de nuestro juicio racional!» (N. del T.)

[72] «¿Y el lirio?», objeta Diágoras entonces. Heracles se molesta con la interrupción, y afirma: «Un detalle poético, tan sólo. Menecmo es un artista». Pero lo que Heracles no sabe es que el lirio no es un detalle «poético» sino eidético, y, por tanto, inaccesible a su razonamiento como personaje. El lirio es una pista para el lector, no para Heracles. Prosigo ahora con el diálogo normal. (N. del T.)

[73] Un refuerzo de la eidesis, como en capítulos precedentes, para acentuar la imagen de los Bueyes de Geriones. (N. del T.)

[74] Claro está que la «vaca del huerto» -como la «bestia» del capítulo cuarto o las «serpientes» del segundo- es una presencia exclusivamente eidética, y por ende invisible para los protagonistas. Pero el autor la utiliza como argumento para apoyar las dudas de Diágoras: en efecto, para el lector, la afirmación es verdad. Me tiembla el pulso. Quizá sea de cansancio. (N. del T.)

[75] Una vez cumplida su función eidética, la imagen de la vaca desaparece incluso para el lector, y el huerto queda «vacío». Esto no es magia: es, simplemente, literatura. (N. del T.)

[76] Es mi postura preferida. Acabo de abandonarla, precisamente, para reanudar la traducción. Creo que el paralelismo es adecuado, porque en este capítulo todo parece suceder de forma doble: a unos al mismo tiempo que a otros. Se trata, sin duda, de un refuerzo sutil de la eidesis: los bueyes avanzan juntos, uncidos por la misma yunta. (N. del T.)

[77] Ahora sé que el individuo que me ha encerrado aquí está completamente loco. Me disponía a traducir este párrafo cuando alcé la vista y lo vi frente a mí, igual que Heracles a Yasintra. Había entrado en mi celda sin hacer ruido. Su aspecto era ridículo: se envolvía con un largo manto negro y llevaba una máscara y una desbaratada peluca. La máscara imitaba el rostro de una mujer, pero su tono de voz y sus manos eran de hombre viejo. Sus palabras y sus movimientos (ahora, al continuar la traducción, lo he sabido) fueron idénticos a los de Yasintra en este diálogo (habló en mi idioma, pero la traducción fue exacta). Por ello, anotaré tan sólo mis propias respuestas después de las de Heracles. (N. del T.)

[78] -¿Quién eres? -pregunté. (N. del T.)

[79] Creo que aquí no dije nada. (N. del T.)

[80] -¿A oscuras? ¡Yo no quiero estar a oscuras! -exclamé- ¡Tú eres quien me ha encerrado aquí! (N del T.)

[81] -¿Un… masaje? ¿¿Estás loco?? (N. del T.)

[82] -¡Apártate! -chillé, y me levanté de un salto. (N. del T.)

[83] -¡¡No me toques!! -creo que dije en este punto, no estoy seguro. (N. del T.)

[84] -Estás… estás completamente loco… -me horroricé. (N. del T.)

[85] -¿Un favor?… ¿Qué favor?… ¿Traducir la obra?… (N. del T.)

[86] -¡Déjame salir de aquí, y seré feliz! (N. del T.)

[87] Sí!! ¡Tengo hambre! ¡Y sed!… (N. del T.)

[88] -jEspera, por favor, no te vayas!… -me angustié de repente. (N. del T.)

[89] -¡¡NO TE VAYAS!!… (N. del T.)

[90] -¡¡No!! -grité y comencé a llorar.

Ahora que he recuperado la calma me pregunto: ¿qué ha pretendido conseguir mi secuestrador con esta pantomima absurda? ¿Demostrarme que conoce perfectamente la obra? ¿Darme a entender que sabe en todo momento por dónde va mi traducción?… ¡De lo que sí estoy seguro -¡oh dioses de los griegos, protegedme!- es de que he caído en manos de un viejo loco! (N. del T.)

[91] Y el público se lo comió. La descripción del juicio de Menecmo adopta el revestimiento eidético de un festín donde el escultor es el plato principal. No sé aún a qué Trabajo se alude, pero lo sospecho. Lo cierto es que la eidesis me ha hecho la boca agua. (N. del T.)

[92] Las frecuentes metáforas culinarias, así como las relacionadas con «caballos», describen eidéticamente el Trabajo de las Yeguas de Diomedes, que, como es sabido, comían carne humana y terminaron devorando a su propio amo. No sé hasta qué punto la «delegación de esposas de los prítanos» que «quieren carne» son identificadas con las yeguas. Si es así, se trataría de una burla irrespetuosa. (N. del T.)

[93] ¿ La Verdad? ¿Y cuál es la Verdad? ¡Oh, Heracles Póntor, Descifrador de Enigmas, dímela! Me estoy quedando ciego de descifrar tus pensamientos, intentando encontrar alguna verdad, por pequeña que sea, y nada encuentro salvo imágenes eidéticas, caballos que devoran carne humana, bueyes de torcido paso, una pobre muchacha con un lirio que desapareció páginas atrás y un traductor que viene y se va, incomprensible y enigmático como el loco que me ha encerrado aquí. Tú, al menos, Heracles, has descubierto algo, pero yo… ¿Qué he descubierto yo? ¿Por qué murió Móntalo? ¿Por qué me han raptado? ¿Qué secreto oculta esta obra? ¡No he averiguado nada! Lo único que hago, además de traducir, es llorar, añorar mi libertad, pensar en la comida… y defecar. Desde luego, defecar ya defeco bien. Esto me mantiene optimista. (N. del T.)

[94] La eidesis se refuerza con esta imagen absurda: ¡una yegua comiendo carne podrida, y en el jardín de la Academia! Me ha dado tal ataque de risa que he terminado asustándome, y el miedo me ha hecho reír otra vez. He arrojado los papeles al suelo, me he cogido el vientre con ambas manos y he empezado a soltar carcajadas cada vez más fuertes, mientras mi espejo mental me devolvía la imagen de un hombre maduro con cabello negro y entradas en las sienes que se partía de risa en la soledad de una habitación cerrada a cal y canto y casi completamente a oscuras. Aquella imagen no me ha hecho reír sino llorar: pero existe un curioso extremo final en el que ambas emociones se funden. ¡Una yegua carnívora en la Academia de Platón! ¿No es gracioso? ¡Y, por supuesto, ni Platón ni Diágoras la ven! Hay cierta perversidad sacrílega en esta eidesis… Montalo dice: «La presencia de un animal así nos desconcierta. Las fuentes históricas de la Academia no mencionan la existencia de yeguas carnívoras en los jardines. ¿Un error, como los muchos que comete Heródoto?». ¡Heródoto!… ¡Por favor!… Pero debo dejar de reírme: dicen que la locura comienza con carcajadas. (N. del T.)

[95] ¿Sin saber por qué? ¡Me dan ganas de reír otra vez! Es evidente que las imágenes eidéticas se infiltran con frecuencia en la conciencia de Diágoras (curiosamente, nunca en la de Heracles, que no ve más de lo que ven sus ojos). La «sonrisa de la yegua» se ha convertido en el recuerdo de la sonrisa de Menecmo. (N. del T.)

[96] La metamorfosis de la yegua eidética en el mirlo real (esto es, en un mirlo que pertenece a la realidad de la ficción) acentúa el misterioso mensaje de esta escena: ¿se burla el mal de los filósofos? Hay que recordar que el color del mirlo es negro… (N. del T.)

[97] Llegó, embozado en otra máscara (esta vez, un rostro de hombre sonriente). Me levanté del escritorio.

– ¿Ya has descubierto la clave final? -su voz sonaba amortiguada por la burla de las facciones.

– ¿Quién eres?

– Soy la pregunta -respondió mi carcelero. Y repitió-: ¿Ya has descubierto la clave final?

– Déjame salir de aquí…

– Cuando la descubras. ¿Ya has descubierto la clave final?

– ¡No! -exclamé, perdiendo los estribos, las riendas eidéticas de mi serenidad-. ¡La obra menciona en eidesis los Trabajos de Hércules… y una muchacha con un lirio, y un traductor… pero no sé qué puede significar todo esto! ¡Yo…!

Me interrumpió con burlona seriedad.

– Quizá las imágenes eidéticas sean sólo parte de la clave. ¿Cuál es el tema?

– La investigación de unos asesinatos… -tartamudeé-. El protagonista parecía haber hallado al culpable, pero ahora… ahora han surgido nuevos problemas… no sé cuáles todavía.

Mi secuestrador pareció emitir una risita. Digo «pareció» porque su careta era un espejismo de sus emociones. Entonces dijo:

– También es posible que no haya una clave final, ¿no es cierto?

– No lo creo -repliqué enseguida.

– ¿Por qué?

– Porque si no hubiera una clave final, yo no estaría encerrado aquí.

– Oh, muy bien -parecía divertido-. ¡Por tanto, yo soy para ti una prueba de la existencia de una clave final!… Mejor dicho: la prueba más importante.

Golpeé la mesa. Grité.

– ¡Ya basta! ¡Tú conoces la obra! ¡Incluso la has modificado: has elaborado páginas falsas y las has mezclado con las originales! ¡Dominas bien el idioma y el estilo! ¿Para qué me necesitas a mí?

Aunque la máscara seguía riéndose, él pareció pensativo durante un instante. Entonces dijo:

– Yo no he modificado la obra en absoluto. No hay páginas falsas. Lo que ocurre es que has mordido un cebo eidético.

– ¿Qué quieres decir?

– Cuando un texto posee una eidesis muy fuerte, como es el caso, las imágenes llegan a obsesionar de tal manera al lector que lo implican de algún modo en la obra. No podemos obsesionarnos con algo sin sentir, al mismo tiempo, que formamos parte de ese algo. En la mirada de tu amante crees atisbar su amor por ti, y en las palabras de un libro eidético crees descubrir tu presencia…

Rebusqué entre mis papeles, irritado.

– ¿También aquí? -le señalé una hoja-. ¿También cuando Heracles Póntor habla con un supuesto traductor secuestrado, en el falso capítulo octavo? ¿Aquí también mordí un «cebo eidético»?

– Así es -contestó con calma-. A lo largo de la obra se menciona a un Traductor al que Crántor, a veces, se dirige en segunda persona, y con el que Heracles habla en ese «falso» capítulo… ¡Pero ello no significa que seas tú!…

No supe qué contestar: su lógica era aplastante. De repente escuché su risita a través de la máscara.

– ¡Ah, la literatura!… -dijo-. ¡Leer no es pensar a solas, amigo mío: leer es dialogar! Pero el diálogo de la lectura es un diálogo platónico: tu interlocutor es una idea. Sin embargo, no es una idea inmutable: al dialogar con ella, la modificas, la haces tuya, llegas a creer en su existencia independiente… Los libros eidéticos aprovechan esta característica para tender hábiles trampas… que pueden… enloquecerte -y añadió, tras un silencio-: Lo mismo le ocurrió a Montalo, tu predecesor…

– ¿Montalo? -sentí frío en las entrañas-. ¿Móntalo estuvo aquí?

Hubo una pausa. Entonces la máscara estalló en una risotada estrepitosa y dijo:

– Claro que estuvo… ¡Más tiempo del que crees! En realidad, yo conocí esta obra gracias a su edición, igual que tú. Pero yo sabía que La caverna ocultaba una clave, así que lo encerré y lo obligué a encontrarla. Fracasó.

Esto último lo había dicho como si «fracasar» fuera exactamente lo que esperaba de sus víctimas. Hizo una pausa y la sonrisa de su máscara pareció extenderse. Prosiguió:

– Me harté, y mis perros saciaron su apetito con él… Después arrojé su cadáver al bosque. Las autoridades pensaron que lo habían devorado los lobos.

Y, tras una nueva pausa, agregó:

– Pero no te inquietes: aún me falta mucho tiempo para hartarme de ti.

El miedo se me deshizo en rabia.

– ¡Eres… eres un horrible y despiadado… -hice una pausa, intentando hallar la palabra adecuada: ¿«Asesino»? ¿«Criminal»? ¿«Verdugo»? Al fin, desesperado, comprendiendo que mi aversión era intraducible, exclamé-: ¡… galimatías! -y proseguí, desafiándolo-: ¿Crees que me atemorizas?… ¡Eres tú quien tiene miedo, y por eso te cubres la cara!

– ¿Quieres quitarme la máscara? -me interrumpió.

Hubo un hondo silencio. Dije:

– No.

– ¿Por qué?

– Porque, si veo tu rostro, sé que nunca saldré vivo de aquí…

Escuché su odiosa risita de nuevo.

– ¡De modo que tú necesitas de mi máscara para tu seguridad, y yo de tu presencia para la mía! ¡Eso significa que no podemos separarnos! -se dirigió hacia la puerta y la cerró antes de que yo pudiera alcanzarlo. Su voz me llegó a través de las hendiduras de la madera-: Sigue traduciendo. Y piensa esto: si hay una clave, y tú la descubres, saldrás de aquí. Pero si no la hay, no saldrás nunca. Así que tú eres el principal interesado en que haya una, ¿no? (N. del T.)

[98] «Un penetrante aroma de mujer. Y al tacto… ¡oh, tersa firmeza! Algo así como la suavidad de un seno de muchacha y la reciedumbre de un brazo de atleta.» Ésta es la absurda descripción que hace Móntalo de la textura del papiro en el décimo capítulo. (N. del T.)

[99] Esta contraseña (inmediatamente sabremos que se trata de una contraseña) reproduce con extraña exactitud un momento de la conversación que he mantenido con mi secuestrador hace escasas horas. ¿Otro «cebo eidético»? (N. del T.)

[100] «Muchachas» y «pétalos blancos» me hacen pensar otra vez en la imagen de mi muchacha del lirio: la veo corriendo bajo el sol fuerte de Grecia, con un lirio en la mano, alegre, confiada… ¡Y todo, en este horrendo párrafo! ¡Oh, maldito libro eidético! (N. del T.)

[101] Rogaría al lector que no tuviese en cuenta este repentino hermafroditismo de Diágoras, ya que es eidético. La ambigüedad sexual que preside la descripción de los personajes secundarios en este capítulo contamina ahora a uno de los protagonistas. Parece señalar la presencia del noveno Trabajo: el Cinturón de Hipólita, donde el héroe debe enfrentarse a las amazonas (las doncellas guerreras, o sea, las mujeres-hombres) para robar el cinturón de la reina Hipólita. No obstante, creo que el autor se permite cierta venenosa burla a costa de uno de los caracteres más «serios» de toda la obra (imaginar a Diágoras de tal guisa me ha hecho reír de nuevo). Este grotesco sentido del humor no se diferencia mucho, en mi opinión, del que gasta mi enmascarado carcelero… (N. del T.)

[102] ¿Desde qué distancia? ¿Desde aquí abajo? (N. del T.)

[103] Llevo demasiado tiempo encerrado. Por un momento me ha parecido que estas dos frases podían traducirse de forma menos grosera; quizá: «La luna era un seno rozado por el dedo de una nube. La luna era una cavidad donde quería encerrarse la nube de afilados contornos», o algo así. En cualquier caso, algo mucho más poético que la versión por la que he optado. Pero es que… ¡Oh, Helena, cuánto te recuerdo y te necesito! Siempre he creído que los deseos físicos eran meros servidores de la noble actividad mental… y ahora… ¡Cuánto daría por un buen revolcón! (Lo digo así, sin ambages, porque, seamos sinceros: ¿quién va a leer todo esto?) ¡Oh, traducir, traducir: un necio Trabajo de Hércules ordenado por un Euristeo absurdo! ¡Sea, pues! ¿No soy, en este reducto oscuro, dueño de lo que escribo? ¡Pues ésta es mi traducción, por chocante que resulte! (N. del T.)

[104] ¿Qué es esto? ¡Es obvio que se trata de una repentina floración eidética de la palabra «vigilar»! Pero… ¿qué significa? ¿Acaso alguien «vigila» a Heracles? (N. del T.)

[105] ¡Cuchillos! ¡La eidesis, de repente, crece como hiedra venenosa! ¿Cuál es la imagen? «Vigilancia»… «Cuchillo»… ¡Oh, Heracles, Heracles, cuidado: estás en peligro! (N. del T.)

[106] ¡Y ahora, «espalda»! ¡Es una advertencia! Quizá: «Vigila tu espalda, porque… hay un cuchillo». ¡Oh, Heracles, Heracles! ¿Cómo puedo avisarte? ¿Cómo? ¡No te acerques a ella! (N. del T.)

[107] La repetición, en este párrafo, de las tres palabras eidéticas refuerza la imagen! ¡Vigila tu espalda, Heracles: ella tiene un cuchillo! (N. del T.)

[108] ¡No le des la espalda! (N. del T.)

[109] ¡¡NO, MALDITO SEAS!! (N. del T.)

[110] ¡No ha pasado el peligro: las tres palabras persisten como signos eidéticos de aviso! (N. del T.)

[111] Los ojos se me cierran ante estas palabras hipnóticas. (N. del T.)

[112] Soy yo. No es la descripción del cuerpo de Heracles sino del mío. ¡Yo soy quien yace con Yasintra! (N. del T.)

[113] Es terrible verme ahí, descrito en mi propia sexualidad. Quizá todo lector se imagina a sí mismo en una escena así: él cree ser él, y ella, ella. Aunque intento evitarlo, estoy excitado: leo y escribo al mismo tiempo que percibo la llegada de un placer extraño, avasallador… (N. del T.)

[114] ¡Las tres palabras eidéticas de advertencia: «Espalda», «cuchillo», «vigilar»! ¡Es una TRAMPA! ¡Tengo que…, quiero decir, Heracles tiene que…! (N. del T.)

[115] ¡Mis propias palabras! ¡Las que acabo de escribir en una nota previa! (Las he subrayado en el texto y en la nota para que el lector lo compruebe.) Por supuesto, yo las escribí antes de traducir esta frase. ¿No es casi una fusión? ¿No es un acto de amor? ¿Qué otra cosa es hacer el amor sino unir fantasía y realidad? ¡Oh, maravilloso placer textual: acariciar el texto, gozar el texto, frotar mi pluma sobre el texto! No me importa que mi hallazgo sea casual: ya no hay duda, yo soy él; yo estoy ahí, con ella(N. del T.)

[116] Heracles no ha podido reaccionar. Yo tampoco. Él ha seguido. Yo he seguido. Así, hasta el final. Ambos hemos optado por continuar. (N. del T.)

[117] ¿Por qué surgen de nuevo las tres palabras eidéticas (las he subrayado) cuando el peligro, para Heracles, parece haber cesado? ¿Qué ocurre? (N. del T.)

[118] ¡Ya comprendo! ¡¡Heracles, cuidado: a tu ESPALDA!! (N. del T.)

[119] ¡¡VUÉLVETE!! (N. del T.)

[120] ¡Te he salvado la vida, viejo amigo, Heracles Póntor! ¡Es increíble, pero creo que te he salvado la vida! Lloro al pensar que pueda ser cierto. Mientras traducía, anoté mi propio grito, y tú lo escuchaste. Desde luego, cabe imaginar que leyera previamente el texto y después, al elaborar mi traducción, escribiera la palabra una línea antes de que apareciese, pero juro que no fue así; al menos, no de forma consciente… Y ahora, ¿qué has recordado? ¿Por qué yo no lo recuerdo? ¡Debería haberme dado cuenta, igual que tú, pero…!

Han ocurrido cosas importantes. Mi carcelero acaba de marcharse ahora mismo. Entró, como siempre, de forma brusca e imprevista, mientras escribía el párrafo anterior, con la misma máscara de hombre sonriente y el manto negro. Cruzó mi pequeña celda y regresó sobre sus pasos antes de preguntarme:

– ¿Cómo va?

– He terminado la traducción del capítulo décimo. Es la eidesis del Cinturón de Hipólita, las mujeres guerreras, las amazonas. Pero -añadí- también estoy yo.

– ¿De veras?

– Tú lo sabes mejor que nadie -dije.

Su máscara me contemplaba con una sonrisa perenne.

– Yo no he añadido ningún texto a la obra, ya te lo he dicho -replicó.

Respiré hondo y revisé mis notas.

– Cuando Heracles goza con la bailarina Yasintra, se describe su cuerpo como «delgado». Y Heracles es muy gordo: eso ya lo sabe el lector.

– ¿Y?

Yo soy delgado.

Su carcajada sonó forzada a través del obstáculo de la máscara. Cuando dejó de reír, comentó:

Leptós en griego es «delgado» pero también «sutil», ya sabes. Y todos los lectores, en este punto, comprenderían que se está hablando más bien de la sutil inteligencia de Heracles Póntor, que no de su complexión… Recuerdo la frase. Dice, literalmente: «El sutil Heracles tensó su cuerpo». Se le denomina «sutil Heracles» de la misma forma que Hornero califica a Ulises de «astuto»… -volvió a reír-. ¡Por supuesto, a ti te interesaba traducir leptós como «delgado», y ya me imagino por qué! Pero no eres el único, no te preocupes: cada cual lee lo que desea leer. Las palabras sólo son un conjunto de símbolos que siempre se acomodan a nuestro gusto.

Se burló igualmente del resto de las supuestas pruebas: Heracles también podía tener «profundas entradas» en las sienes, y la mención de la barba «negra» -como la mía- en lugar de «plateada», obedecería a un error del copista. La cicatriz en el pómulo izquierdo, recuerdo de un «golpe infantil» -tan similar a la que me produjo un compañero de escuela- era, sin duda, una «coincidencia», y lo mismo cabía decir del anillo en el dedo medio de la mano izquierda.

– Millares de personas tienen cicatrices y llevan anillos -dijo-, lo que ocurre es que admiras al protagonista y quieres parecerte a él a toda costa… particularmente en los momentos más interesantes. ¡Es la presunción de todos los lectores: creéis que el texto está escrito pensando en vosotros, y al leerlo os imagináis la escena a vuestra manera! -su voz sonó de repente muy similar a la mueca de su máscara-. ¿Acaso… acaso has disfrutado mientras leías esos párrafos, eh? ¡No me mires así, ocurre muchas veces!

Aprovechando mi incómodo silencio, se acercó y leyó la nota que estaba redactando antes de ser interrumpido.

– ¿Qué? ¿Le has «salvado la vida» al protagonista? -le oí decir, a mi espalda, en tono incrédulo-. ¡Oh, pero qué fuerza poseen los libros eidéticos!… Es curioso, una obra escrita hace tanto tiempo…, ¡y aún provoca estas reacciones!

Pero su nueva carcajada cesó bruscamente cuando repliqué:

– Quizá no haya sido escrita hace tanto tiempo.

¡Me gustó devolverle el golpe! Sus impenetrables ojos me contemplaron un instante a través de las aberturas de la máscara. Entonces espetó:

– ¿Qué quieres decir?

– Montalo afirma que el papiro en este capítulo huele a mujer, y que posee textura de «seno» y de «brazo de atleta». A su modo, esta ridícula nota es eidética: representa a la «mujer-hombre» o «mujer guerrera» del Cinturón de Hipólita. Rastreando hacia atrás, pueden encontrarse ejemplos parecidos en la descripción del papiro en cada capítulo…

– ¿Y qué deduces de eso?

– Que la intervención de Móntalo es parte del texto -sonreí ante su silencio-. Sus escasas notas marginales son eidéticas, no lingüísticas, y refuerzan las imágenes del libro. Siempre me sorprendió que el erudito Montalo no hubiese advertido que La caverna era eidética. Pero ahora sé que él lo sabía, y jugaba con la eidesis de la misma forma que el autor lo hace en la obra…

– Veo que has estado pensando -admitió-. ¿Y qué más?

– Que La caverna de las ideas, tal como la conocemos, es una obra falsa. Ya comprendo por qué nadie ha oído hablar de ella… Sólo poseemos la edición de Montalo, ni siquiera el original. Ahora bien, la obra está escrita pensando en un posible traductor, y se halla repleta de artificios y trampas que sólo otro colega de similar o superior categoría podría elaborar… La única explicación que se me ocurre es… ¡que fue Móntalo quien la escribió!

La máscara no dijo nada. Proseguí, implacable:

– El original de La caverna no ha desaparecido: ¡la edición de Montalo es el original!

– ¿Y por qué Montalo iba a escribir algo así? -preguntó mi carcelero en tono neutro.

– Porque enloqueció -repliqué-. Montalo estaba obsesionado con los libros eidéticos: creía que podían probar la teoría platónica de las Ideas, y demostrar, de este modo, que el mundo, la vida, el universo, son razonables y justos. Pero no lo logró. Entonces, enloquecido, escribió él mismo una obra eidética, aprovechando sus enormes conocimientos de griego y de eidesis. La obra estaría destinada a sus propios colegas. Sería una forma de decirles: «¡Mirad! ¡Las Ideas existen! ¡Aquí están! ¡Vamos! ¡Descubrid la clave final!»…

– Pero Montalo desconocía cuál era la clave final -repuso mi carcelero-. Yo lo encerré…

Contemplé fijamente las aberturas negras de su máscara y dije:

– Ya basta de patrañas, Montalo…

¡Ni Heracles Póntor lo hubiera dicho mejor!

– A pesar de todo -añadí, aprovechando su silencio-, tu juego ha sido inteligente: probablemente te las arreglaste con cualquier vagabundo… Prefiero pensar que lo encontraste muerto y después le pusiste tus ropas destrozadas, simulando el engaño que habías imaginado para el asesinato de Eunío… Entonces, oficialmente «fallecido», empezaste a actuar en la sombra… Escribiste esta obra pensando en un posible traductor. Después, cuando averiguaste que yo era el encargado de traducirla, me vigilaste. Añadiste páginas falsas para confundirme, para obligarme a que me obsesionara con el texto, pues, como tú mismo afirmas, «no podemos obsesionarnos con algo sin pensar que formamos parte de ese algo». Por último, me secuestraste y me encerraste aquí… Quizás esto sea el sótano de tu casa… o el escondite en el que has vivido desde que fingiste tu muerte… ¿Y qué quieres de mí? Lo mismo que has querido siempre: ¡probar la existencia de las Ideas! Si yo logro descubrir en tu libro las imágenes que has ocultado, eso significa que las ideas existen con independencia de quien las piense, ¿no es cierto?

Tras un larguísimo silencio durante el que mi rostro, como el suyo, fue también una máscara sonriente, le oí decir, marcando cada palabra:

– Traductor: limítate a permanecer en la caverna de tus notas a pie de página. No pretendas salir de ese encierro y ascender hasta llegar al texto. No eres un Descifrador de Enigmas, por mucho que lo desees… Eres un simple traductor. ¡De modo que sigue traduciendo!

– ¿Por qué voy a limitarme a ser un simple traductor si tú no te limitas a ser un simple lector? -repliqué, desafiándolo-. ¡Ya que eres el autor de esta obra, déjame a mí imitar a sus personajes!

– ¡Yo no soy el autor de La caverna de las ideas! -dijo, gimió casi, la máscara.

Y salió dando un portazo.

Me siento mejor. Creo haber ganado este combate. (N. del T.)

[121] Me han despertado furibundos ladridos de perros. Aún los oigo: no parecen hallarse demasiado lejos de mi celda. Me pregunto si mi carcelero pretende atemorizarme con ellos o se trata, por el contrario, de un simple azar (al menos, una cosa es cierta: no mintió al decirme que tiene perros, pues en verdad los tiene). Pero queda una tercera posibilidad, bastante extraña: faltan dos capítulos por traducir, y sendos Trabajos para cada uno de ellos; si el orden es correcto, éste -el undécimo- debería estar dedicado al Can Cerbero, y el último a las Manzanas de las Hespérides, En el Trabajo del Can Cerbero, Hércules desciende a los infiernos para capturar al peligroso perro multicéfalo que custodia ferozmente sus puertas. Así pues, ¿acaso mi enmascarado guardián pretende hacer una eidesis con la realidad? Por otra parte, Móntalo afirma del papiro: «Destrozado, sucio, con olor a perro muerto». (N. del T.)

[122] La «tirada del perro» era la más baja: tres unos. No obstante, el autor la utiliza para acentuar la eidesis. Por cierto, los perros siguen ladrando afuera. (N. del T.)

[123] Las curiosas indecisiones entre «derecha» e «izquierda» en estos párrafos -la celda de Sócrates, el ojo del esclavo portero- quizás intentan reflejar eidéticamente el laberíntico viaje de Hércules al reino de los muertos. (N. del T.)

[124] El movimiento de «descenso» que ha comenzado al principio del capítulo evoca, junto al de «derecha e izquierda», el viaje de Hércules al reino de los muertos. En este último párrafo se refuerza la imagen introduciendo al lector en una gota de lluvia que recorre un largo camino hasta caer en la cabeza de Heracles Póntor. (N. del T.)

[125] Prosigue el movimiento narrativo de «caída» desde el cielo hasta las inquietudes de Heracles Póntor. (N. del T.)

[126] Ni una cosa ni otra, claro: sucede que Diágoras, como siempre, «olfatea» la eidesis desde la distancia. Atenas, en efecto, se ha convertido, en este capítulo, en el reino de los muertos. (N. del T.)

[127] No creo necesario advertir que este cadáver es una presencia eidética, no espectral: el niño y Heracles no pueden verlo, de igual forma que no pueden ver los signos de puntuación del texto de la obra, por ejemplo. (N. del T.)

[128] Lo siento, Heracles, amigo mío. ¿Qué puedo hacer para aliviarte? Necesitabas una frase, y yo, como traductor omnipotente, era capaz de ofrecértela… ¡Pero no debo hacerlo! El texto es sagrado, Heracles. Mi trabajo es sagrado. Tú me suplicas, me animas a prolongar la mentira… «Es muy fácil mentir con palabras», dices. Tienes razón, pero no puedo ayudarte… No soy escritor sino traductor… Es mi deber advertirle al paciente lector que la respuesta de Etis ha sido invención mía, y pido disculpas por ello. Retrocederé unas líneas y escribiré, ahora sí, la respuesta original del personaje. Lo siento, Heracles. Lo siento, lector. (N. del T.)

[129] El error de la profecía de Etis es obvio: las creencias religiosas, afortunadamente, han tomado otros derroteros. (N. de T.)

[130] Es grotesco: el cuerpo del repugnante Menecmo se convierte en la muchacha del lirio al morir. Este juego cruel con las imágenes eidéticas me trastorna. (N. del T.)

[131] Escribo esta nota frente a él. La verdad, no me importa, pues casi me he acostumbrado a su presencia.

Entró, coincidente como siempre, cuando yo acababa de traducir el final de este penúltimo capítulo y me disponía a descansar un poco. Al escuchar un ruido en la puerta, me pregunté qué máscara traería esta vez. Pero no traía ninguna. Por supuesto que lo reconocí de inmediato, pues su imagen es célebre en el gremio: el pelo blanco cayéndole hasta los hombros, la frente despejada, las líneas de la vejez bien marcadas sobre el rostro, una difusa barba…

– Como ves, pretendo ser sincero -me dijo Montalo-. Tú tenías razón hasta cierto punto, así que no voy a ocultarme por más tiempo. En efecto, fingí mi muerte y me retiré a este pequeño escondite, pero seguí el rastro de mi edición, pues deseaba saber quién la traduciría. Cuando te localicé, estuve vigilándote hasta que, por fin, logré traerte aquí. También es verdad que he jugado a amenazarte para que no perdieras el interés por la obra… como cuando imité las palabras y gestos de Yasintra… Todo eso es cierto. Pero te equivocas si piensas que yo soy el autor de La caverna de las ideas.

– ¿Y a esto lo llamas ser sincero? -repliqué.

Respiró profundamente.

– Te juro que no miento -dijo-. ¿Por qué iba a querer secuestrarte para que trabajaras en mi propia obra?

– Porque necesitabas un lector -respondí tranquilamente-. ¿Qué hace un autor sin un lector?

Montalo pareció divertido con mi teoría. Dijo:

– ¿Tan malo soy, que debo secuestrar a alguien para que lea lo que escribo?

– No, pero ¿qué es leer? -repliqué-. Una tarea invisible. Mi padre era escritor, y lo sabía: cuando escribes, creas unas imágenes que, después, iluminadas por ojos ajenos, se muestran bajo otras formas, impensables para el creador. ¡Tú, sin embargo, necesitabas conocer la opinión del lector día a día, porque pretendes probar con tu obra la existencia de las Ideas!

Montalo sonrió con cierta nerviosa afabilidad.

– Es verdad que durante muchos años quise probar que Platón tenía razón cuando afirmaba que las Ideas existen -reconoció-, y que, por ello, el mundo es bueno, razonable y justo. Y creía que los libros eidéticos podían suministrarme esa prueba. Nunca tuve éxito, pero tampoco recibí grandes decepciones… hasta que encontré el manuscrito de La caverna, oculto y olvidado en los anaqueles de una vieja biblioteca… -hizo una pausa, y su mirada se perdió en la oscuridad de la celda-. Al principio, la obra me entusiasmó… Percibí, como tú, las sutiles imágenes que albergaba: el hábil hilo conductor de los Trabajos de Hércules, la muchacha del lirio… ¡Estaba cada vez más seguro de que había hallado, por fin, el libro que había estado buscando durante toda mi vida!…

Volvió sus ojos hacia mí, y advertí su profunda desesperación.

– Pero entonces… empecé a percibir algo extraño… La imagen del «traductor» me confundía… Quise creer que, como un novato cualquiera, había mordido un «cebo» y estaba dejándome arrastrar por el texto… Sin embargo, conforme avanzaba en la lectura, mi mente rebosaba de misteriosas sospechas… No, no era un simple «cebo», había algo más… Y cuando llegué al último capítulo… lo supe.

Hizo una pausa. Su palidez era espantosa, como si hubiera muerto el día anterior. Prosiguió:

– Descubrí la clave de repente… Y comprendí que La caverna de las ideas no sólo no constituía una prueba de la existencia de ese mundo platónico bondadoso, razonable y justo, sino que, por el contrario, era una prueba de lo opuesto -y de repente, estalló-: ¡Sí, aunque no me creas: esta obra demuestra que nuestro universo, este espacio ordenado y luminoso repleto de causas y efectos y gobernado por leyes justas y piadosas, no existe!…

Y mientras lo veía jadear, su rostro convertido en una nueva máscara de labios trémulos y mirada extraviada, pensé (y no me importa escribirlo, aunque Montalo lo lea): «Está completamente loco». Entonces pareció recobrar la compostura y añadió, gravemente:

– Tal fue mi horror ante este hallazgo que quise morir. Me encerré en casa… Dejé de trabajar y me negué a recibir visitas… Se empezó a comentar que me había vuelto loco… ¡Y quizá fuera cierto, porque a veces la verdad es enloquecedora!… Incluso valoré la posibilidad de destruir la obra, pero ¿qué ganaría con ello, si yo ya la conocía?… De modo que opté por una solución intermedia: tal como sospechabas, la idea del cuerpo destrozado por los lobos me sirvió para fingir mi muerte con el cadáver de un pobre viejo, al que vestí con mis ropas y desfiguré… Después elaboré una versión de La caverna respetando el texto original y reforzando la eidesis, pero sin mencionarla explícitamente…

– ¿Por qué? -lo interrumpí.

Por un instante me miró como si fuera a golpearme.

– ¡Porque quería comprobar si su futuro lector hacía el mismo descubrimiento que yo, pero sin mi ayuda! ¡Porque aún cabe la posibilidad, por pequeña que sea, de que yo esté equivocado! -sus ojos se humedecieron al añadir-: Y si es así, y ruego por que lo sea, el mundo… nuestro mundo… se habrá salvado.

Intenté sonreír, pues recordé que a los locos se les debe tratar con mucha amabilidad:

– Por favor, Montalo, basta ya -dije-. Esta obra es un poco extraña, lo reconozco, pero no tiene nada que ver con la existencia del mundo… ni con el universo… ni siquiera con nosotros. Es un libro, nada más. Por muy eidético que sea, y por mucho que nos obsesione a ambos, no podemos llevar las cosas demasiado lejos… Yo lo he leído casi todo y…

– Aún no has leído el último capítulo -dijo.

– No, pero lo he leído casi todo y no…

– Aún no has leído el último capítulo -repitió.

Tragué saliva y contemplé el texto abierto sobre el escritorio. Volví a observar a Montalo.

– Bien -propuse-, haremos lo siguiente: terminaré mi traducción y te demostraré que… que se trata de una simple fantasía, más o menos bien escrita, pero…

– Traduce -pidió.

No he querido enfadarle. Por eso he obedecido. El sigue aquí, y observa lo que escribo. Comienzo la traducción del último capítulo. (N. del T.)

[132] -«Manzanas» -protesté-. ¡Qué vulgaridad mencionarlas!

– Cierto -reconoció Montalo-. Es de mal gusto citar el objeto de la eidesis en la metáfora. Aquí debería bastar con las dos palabras más repetidas desde el comienzo del capítulo: «colgar» y «dorado»…

– Haciendo referencia a las Manzanas de las Hespérides, que eran de oro y colgaban de los árboles -asentí-, ya lo sé. Por eso digo que es una metáfora vulgar. Además, no estoy muy seguro de que los pasteles de manzana pujen…

– Calla y sigue traduciendo. (N. del T.)

[133] -¿Puedo beber? -acabo de decirle a Móntalo.

– Aguarda. Traeré agua. Yo también estoy sediento. Tardaré el tiempo que tardes tú en escribir una nota narrando esta interrupción, así que ni por asomo se te ocurra que vas a poder escapar.

La verdad, no se me había ocurrido. Ha cumplido su palabra: regresa ahora mismo con una jarra y dos copas. (N. del T.)

[134] Montalo acaba de comentarme:

– Es posible que Bacantes sea una obra eidética, ¿no te parece? Habla de sangre, de muerte, de furia, de locura… Quizás Eurípides describió un ritual de Lykaion en eidesis…

– ¡No creo que el maestro Eurípides enloqueciera hasta ese punto! -he replicado. (N. del T.)

[135] -¡Heracles acertó en sus pronósticos! ¡Quizás aquí se encuentre la clave de la obra!

Montalo me mira en silencio.

– Sigue traduciendo -dice. (N. del T.)

[136] -Es curioso -apunto-. Otra vez el paso a segunda…

– ¡Sigue! ¡Traduce! -me interrumpe mi secuestrador con ansiedad, como si nos halláramos en un momento importantísimo del texto. (N. del T.)

[137] -¿Qué te ocurre? -dice Montalo.

– Estas palabras de Crántor… -temblé.

– ¿Qué pasa con ellas? -Recuerdo que… mi padre…

– ¡Sí! -me anima Montalo-. ¡Sí!… Tu padre ¿qué?

– Escribió un poema hace tiempo…

Móntalo vuelve a animarme. Intento recordar.

He aquí la primera estrofa del poema de mi padre, tal como yo la recuerdo:

Alza su múltiple cabeza la Hidra,

Ruge el horrendo león, y hacen resonar

Sus cascos de bronce las yeguas antropófagas.

– ¡Es el comienzo de un poema de mi padre! -afirmo, en el colmo del asombro. Montalo parece muy triste por un instante. Asiente con la cabeza y murmura:

– Conozco el resto.

A veces, las ideas y teorías de los hombres

Hazañas de Hércules me parecen,

En combate perenne contra las criaturas

Que se oponen a la nobleza de su razón.

Pero, como un traductor encerrado por un loco

Y obligado a descifrar un texto absurdo,

Así imagino en ocasiones a mi pobre alma

Incapaz de hallar el sentido de las cosas.

Y tú, Verdad final, Idea platónica

– Tan semejante en belleza y fragilidad

A un lirio en las manos de una muchacha-,

¡Cómo gritas pidiendo ayuda al comprender

Que el peligro de tu inexistencia te sepulta!

¡Oh Hércules, vanas son todas tus proezas,

Pues conozco hombres que aman a los monstruos,

Y se entregan con deleite al sacrificio,

Haciendo de las dentelladas su religión!

Brama el toro entre la sangre,

El Can ladra y vomita fuego,

Aun las doradas manzanas del jardín

Vigiladas están por la afanosa serpiente.

He copiado el poema entero. Lo releo. Lo recuerdo.

– ¡Es un poema de mi padre!

Montalo baja los ojos. ¿Qué irá a decir? Dice:

– Es un poema de Filotexto de Quersoneso. ¿Recuerdas a Filotexto?

– ¿El escritor que aparece en el capítulo séptimo cenando con los mentores en la Academia?

– Eso es. Filotexto usó su propio poema para inspirarse en las imágenes eidéticas que contiene La caverna: los Trabajos de Hércules, la muchacha del lirio, el traductor…

– Pero entonces…

Montalo asiente. Su expresión es inescrutable.

– Sí: La caverna de las ideas fue escrita por Filotexto de Quersoneso -dice-. No me preguntes cómo lo sé, porque el hecho es que lo sé. Pero sigue traduciendo, por favor. Falta un poco para llegar al final. (N. del T.)

[138] «Serpiente» y «árbol». La sangre que mana de la cabeza de Crántor forma una doble y bella imagen eidética sobre el monstruo que custodia las Manzanas Doradas y los árboles de las que éstas penden… ¡La posibilidad de que mi padre plagiara un poema de Filotexto sigue preocupándome!… Montalo me ordena: «Traduce». (N. del T.)

[139] El macabro hallazgo de los cuerpos de los sectarios reproduce, en eidesis, el árbol de las «Manzanas de las Hespérides», colgadas y «bañadas en oro», como imagen final. (N. del T.)

[140] -¡El texto está incompleto!

– ¿Por qué lo dices? -pregunta Montalo.

– Porque termina con esta frase: «Entonces, el Traductor dijo»…

– No -replica Móntalo. Me mira de forma extraña-. El texto no está incompleto.

– ¿Quieres decir que hay más páginas ocultas en otra parte?

– Sí.

– ¿Dónde?

– Aquí -responde, encogiéndose de hombros.

Mi desconcierto parece divertirle. Entonces pregunta bruscamente:

– ¿Ya has hallado la clave de la obra?

Pienso durante un instante y murmuro, titubeando:

– ¿Quizás es el poema?…

– ¿Y qué significa el poema?

Tras una pausa, respondo:

– Que la verdad no puede ser razonada… O que es difícil encontrar la verdad…

Montalo parece decepcionado.

– Ya sabemos que es difícil encontrar la Verdad -comenta-. Esta conclusión no puede ser la Verdad… porque, en tal caso, la Verdad no sería nada. Y tiene que haber algo, ¿no? Dime: ¿cuál es la idea final, la clave del texto?

– ¡No lo sé! -grito.

Le veo sonreír, pero su sonrisa es amarga.

– Quizá la clave sea tu propio enfado, ¿no? -dice-, esta ira que ahora sientes contra mí… o el placer que experimentaste cuando imaginabas retozar con la hetaira… o el hambre que padecías cuando yo me retrasaba con la comida… o la lentitud de tus intestinos… Puede que sean ésas las únicas claves. ¿Para qué buscarlas en el texto? ¡Están en nuestros propios cuerpos!

– ¡Deja de jugar conmigo! -replico-. ¡Quiero saber qué relación existe entre esta obra y el poema de mi padre!

Montalo adopta una expresión seria y recita, como si leyera, en tono fatigado:

– Ya te dije que el poema es de Filotexto de Quersoneso, escritor tracio que vivió en Atenas durante sus años de madurez y frecuentó la Academia de Platón. Basándose en su propio poema, Filotexto compuso las imágenes eidéticas de La caverna de las ideas. Ambas obras se inspiraron en sucesos reales ocurridos en Atenas durante aquella época, particularmente el suicidio colectivo de los miembros de una secta muy similar a la que se describe aquí. Este último acontecimiento influyó mucho en Filotexto, que veía en tales ejemplos una prueba de que Platón se equivocaba: los hombres no escogemos lo más malo por ignorancia sino por impulso, por algo desconocido que yace en cada uno de nosotros y que no puede ser razonado ni explicado con palabras…

– ¡Pero la historia le ha dado la razón a Platón! -exclamo con energía-. Los hombres de nuestra época son idealistas y se dedican a pensar y a leer y descifrar textos… Muchos somos filósofos o traductores… Creemos firmemente en la existencia de Ideas que no percibimos con los sentidos… Los mejores de nosotros gobiernan las ciudades… Mujeres y hombres trabajan por igual en las mismas cosas y tienen los mismos derechos. El mundo se halla en paz. La violencia se ha extinguido por completo y…

La expresión de Montalo me pone nervioso. Interrumpo mi emocionada declaración y le pregunto:

– ¿Qué ocurre?

Lanzando un profundo suspiro, con los ojos enrojecidos y húmedos, replica:

– Ésa es una de las cosas que se propuso demostrar Filotexto con su obra, hijo: el mundo que estás describiendo… el mundo en que vivimos… nuestro mundo… no existe. Y, probablemente, no existirá jamás -y, en tono sombrío, añade-: El único mundo que existe es el de la obra que has traducido: la Atenas de posguerra, esa ciudad repleta de locuras, éxtasis y monstruos irracionales. Ése es el mundo real, no el nuestro. Por tal motivo te advertí que La caverna de las ideas afectaba a la existencia del universo…

Le observo. Parece estar hablando en serio, pero sonríe.

– ¡Ahora sí que creo que estás completamente loco! -le digo.

– No, hijo. Haz memoria.

Y de repente su sonrisa se vuelve bondadosa, como si ambos compartiéramos la misma desgracia. Dice:

– ¿Recuerdas, en el capítulo séptimo, la apuesta entre Filotexto y Platón?

– Sí. Platón afirmaba que no podría escribirse jamás un libro que contuviera los cinco elementos de sabiduría. Pero Filotexto no estaba tan convencido…

– Eso es. Pues bien: La caverna de las ideas es el resultado de la apuesta entre Filotexto y Platón. A Filotexto la empresa le parecía muy difícil: ¿cómo crear una obra que incluyera los cinco elementos platónicos de sabiduría?… Los dos primeros eran sencillos, si recuerdas: el nombre es el nombre de las cosas, simplemente, y la definición, las frases que decimos acerca de ellas. Ambos elementos figuran en un texto normal. Pero el tercero, las imágenes, ya representaba un problema: ¿cómo crear imágenes que no fueran simples definiciones, formas de seres y cosas más allá de las palabras escritas? Entonces, Filotexto inventó la eidesis…

– ¿Qué? -lo interrumpo, incrédulo-. ¿«Inventó»?

Montalo asiente con gravedad.

– La eidesis es una invención de Filotexto: gracias a ella, las imágenes alcanzaban soltura, independencia… no se vinculaban a lo que estaba escrito sino a la fantasía del lector… ¡Un capítulo, por ejemplo, podía contener la figura de un león, o de una muchacha con un lirio!…

Sonrío ante la ridiculez que estoy oyendo.

– Sabes tan bien como yo -replico- que la eidesis es una técnica literaria empleada por algunos escritores griegos…

– ¡No! -me interrumpe Montalo, impaciente-. ¡Es una simple invención exclusiva de esta obra! ¡Déjame seguir y lo entenderás todo!… El tercer elemento, pues, quedaba resuelto… Pero aún faltaban los más difíciles… ¿Cómo lograr el cuarto, que era la discusión intelectual? Evidentemente, se necesitaba una voz fuera del texto, una voz que discutiese lo que el lector iba leyendo… un personaje que contemplara desde la distancia los sucesos de la trama… Este personaje no podía estar solo, ya que el elemento exigía cierto grado de diálogo… De modo que se hacía imprescindible la existencia de, al menos, dos caracteres fuera de la obra… Pero ¿quiénes serían éstos, y con qué excusa se presentarían al lector?…

Montalo hace una pausa y enarca las cejas con expresión divertida. Prosigue:

– La solución se la dio a Filotexto su propio poema, la estrofa del traductor «encerrado por un loco»: añadir varios traductores ficticios sería el medio más adecuado para conseguir el cuarto elemento… Uno de ellos «traduciría» la obra, comentándola con notas marginales, y los demás se relacionarían con él de una u otra forma… Con este truco, nuestro escritor logró introducir el cuarto elemento. ¡Pero quedaba el quinto, el más difícil: la Idea en sí!…

Montalo hace una breve pausa y emite una risita. Añade:

– La Idea en sí es la clave que hemos estado buscando en vano desde el principio. Filotexto no cree en su existencia, y por eso no la hemos encontrado… Pero, a fin de cuentas, también está incluida: en nuestra búsqueda, en nuestro deseo de hallarla… -y tras ampliar su sonrisa, concluye-: Filotexto, pues, ha ganado la apuesta.

Cuando Montalo termina de hablar, murmuro, incrédulo:

– Estás completamente loco…

El inexpresivo rostro de Montalo palidece cada vez más.

– En efecto: lo estoy -admite-. Pero ahora sé por qué jugué contigo y después te secuestré y te encerré aquí. En realidad, lo supe cuando me dijiste que el poema en que se basa esta obra era de tu padre… Porque yo también estoy seguro de que ese poema lo escribió mi padre…, que era escritor, como el tuyo.

Me quedo sin saber qué decir. Montalo prosigue, cada vez más angustiado:

– Formamos parte de las imágenes de la obra, ¿no lo ves? Yo soy el loco que te ha encerrado, como dice el poema, y tú el traductor. Y el padre de ambos, el hombre que nos ha engendrado a ti y a mí, y a todos los personajes de La caverna, se llama Filotexto de Quersoneso.

Un escalofrío recorre mi cuerpo. Contemplo la oscuridad de la celda, la mesa con los papiros, la lámpara, el pálido semblante de Montalo. Murmuro:

– Es mentira… Yo… yo tengo mi propia vida… ¡Tengo amigos!… Conozco a una muchacha llamada Helena… Yo no soy un personaje… ¡Yo estoy vivo!…

Y de repente su rostro se contrae en una absurda mueca de rabia.

– ¡Necio! ¿Aún no comprendes?… ¡Helena… Elio… tú… yo…! ¡¡Todos hemos sido el CUARTO ELEMENTO!!

Aturdido, furioso, me abalanzo sobre Montalo. Intento golpearlo para poder escapar, pero lo único que consigo es arrancarle el rostro. Su rostro es otra máscara. Detrás, sin embargo, no hay nada: oscuridad. Sus ropas, fláccidas, caen al suelo. La mesa en la que he estado trabajando desaparece, así como la cama y la silla. Después se esfuman las paredes de la celda. Quedo sumido en las tinieblas.

– ¿Por qué?… ¿Por qué?… ¿Por qué?… -pregunto.

El espacio destinado a mis palabras se acorta. Me vuelvo tan marginal como mis notas.

El autor decide finalizarme aquí.

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