X [98]

– ¿Quieres quitarme la máscara?

– No, pues no saldría vivo de aquí. [99]

El lugar era una boca oscura excavada en la piedra. El friso y el suelo del umbral, tenuemente curvos, simulaban, en conjunto, unos descomunales labios de mujer. Sin embargo, un escultor anónimo había grabado sobre el primero un andrógino bigote de mármol adornado con siluetas de machos desnudos y beligerantes. Se trataba de un pequeño templo dedicado a Afrodita en la ladera norte de la colina de la Pnyx, pero cuando se penetraba en su interior, no podía evitarse la sensación de estar descendiendo a un profundo abismo, una caverna en el reino de Hefesto.

– Determinadas noches de cada luna -le había explicado Heracles a Diágoras antes de llegar- unas puertas disimuladas en su interior se abren hacia complicadas galerías que horadan este lado de la colina. Un vigilante se sitúa en la entrada; lleva máscara y manto oscuro, y puede ser hombre o mujer. Pero es importante responder bien a su pregunta, pues no nos dejará pasar si no lo hacemos. Por fortuna, conozco la contraseña de esta noche…

Las escalinatas eran amplias. El descenso se favorecía, además, con luces de antorchas dispuestas a intervalos regulares. Un fuerte olor a humo y especias arreciaba en cada peldaño. Se escuchaban, travestidas por los ecos, la meliflua pregunta de un oboe y la respuesta viril del címbalo, así como la voz de un rapsoda de sexo inefable. Al final de la escalera, tras un recodo, había una pequeña habitación con dos aparentes salidas: un angosto y tenebroso túnel a la izquierda y unas cortinas clavadas en la piedra a la derecha. El aire era casi irrespirable. Junto a las cortinas, un individuo de pie. Su máscara era una mueca de terror. Vestía un jitón insignificante, casi indecente, pero gran parte de su desnudez se teñía de sombras, y no podía saberse si era un joven especialmente delgado o una muchacha de pequeños pechos. Al ver a los recién llegados, se volvió, cogió algo de una repisa adosada a la pared y lo mostró como una ofrenda. Dijo, con voz de ambigua adolescencia:

– Vuestras máscaras. Sagrado Dioniso Bromion. Sagrado Dioniso Bromion.

Diágoras no tuvo mucho tiempo para contemplar la que le dieron. Era muy semejante a las de los coreutas de las tragedias: un mango en su parte inferior, elaborado con la misma arcilla que el resto, y una expresión que simulaba alegría o locura. No supo si el rostro era de hombre o de mujer. Su peso resultaba notorio. La sostuvo por el mango, la alzó y lo observó todo a través de los misteriosos orificios de los ojos. Al respirar, su aliento le empañó la mirada.

Aquello (la criatura que les había entregado las máscaras y cuyo género, para Diágoras, tremolaba indeciso con cada gesto y cada palabra en un inquietante vaivén sexual) apartó los cortinajes y les dejó paso.

– Cuidado. Otro escalón -dijo Heracles.

El antro era un sótano tan cerrado como el maternal primer aposento de la vida. Las paredes menstruaban perlas rojas y el punzante olor a humo y especias taponaba la nariz. Al fondo erguíase un escenario de madera, no muy grande, sobre el que se hallaban el rapsoda y los músicos. El público se aglomeraba en un miserable reducto: eran sombras indefinidas que balanceaban las cabezas y tocaban con la mano libre -la que no sostenía la máscara- el hombro del compañero. Una escudilla dorada sobre un trípode destacaba en el espacio central. Heracles y Diágoras ocuparon la última fila y aguardaron. El filósofo supuso que los trapos de las antorchas y la ceniza de los pebeteros que colgaban del techo contenían hierbas colorantes, pues producían insólitas lenguas en ardoroso tono rojo rubor.

– ¿Qué es esto? -preguntó-. ¿Otro teatro clandestino?

– No. Son rituales -contestó Heracles a través de la máscara-. Pero no los Sagrados Misterios, sino otros. Atenas está llena de ellos.

Una mano apareció de repente en el espacio que abarcaban las aberturas de los ojos de Diágoras: le ofrecía una pequeña crátera llena de un líquido oscuro. Hizo girar su máscara hasta descubrir otra careta frente a él. La rojez del aire impedía definir su color, pero su aspecto era horrible, con una larguísima nariz de vieja hechicera; por sus bordes se derramaban espléndidos ejemplos de pelo. La figura -fuese hombre o mujer- vestía una túnica ligerísima, como las que usan las cortesanas en los banquetes licenciosos cuando desean excitar a los invitados, pero, de nuevo, su sexo se agazapaba en la anatomía con increíble pericia.

Diágoras sintió que Heracles le golpeaba el codo:

– Acepta lo que te ofrecen.

Diágoras cogió la crátera y la figura se esfumó por la entrada, no sin antes mostrar algo así como un relámpago de su exacta naturaleza, pues la túnica no se cerraba en los costados. Pero la sangrante cualidad de la luz no permitió contestar del todo a la pregunta: ¿qué era aquello que pendía? ¿Un vientre elevado? ¿Unos pechos bajos? El Descifrador había cogido otra crátera.

– Cuando llegue el momento -le explicó-, finge que bebes esto, pero ni se te ocurra hacerlo de verdad.

La música finalizó bruscamente y el público comenzó a dividirse en dos grupos, disponiéndose a lo largo de las paredes laterales y despejando un pasillo central. Se escucharon toses, roncas carcajadas y jirones de palabras en voz baja. En el escenario sólo quedaba la silueta enrojecida del rapsoda, pues los músicos se habían retirado. Al mismo tiempo, una vaharada fétida se alzó como un cadáver resucitado por nigromancia, y Diágoras hubo de reprimir su repentino deseo de huir de aquel sótano para tomar bocanadas de aire puro en el exterior: intuyó confusamente que el mal olor procedía de la escudilla, en concreto de la materia irregular que ésta contenía. Sin duda, al apartarse la gente que la rodeaba, la podredumbre había empezado a esparcir su aroma sin trabas.

Entonces, por los cortinajes de la entrada penetró un tropel de figuras imposibles.

Se advertía primero la completa desnudez. Después, las pandas siluetas hacían pensar en mujeres. Andaban a gatas, y máscaras exóticas albergaban sus cabezas. Los pechos bailaban con más soltura en unas que en otras. Los cuerpos de unas cuadraban mejor con el canon de los efebos que los de otras. Las había diestras en el gateado, briosas y juncales, y las había obesas y torponas. Lomos y nalgas, que eran las porciones más palmarias, revelaban distintos matices de hermosura, edad y lozanía. Pero todas iban en cueros, a cuatro patas, soltando hozadores gruñidos de tarascas en celo. El público las animaba con recios gritos. ¿De dónde habían salido?, se preguntó Diágoras. Recordó entonces el túnel que se abría a la izquierda, en la pequeña habitación del vestíbulo.

La formación seguía un orden creciente: una en cabeza, dos detrás, y así hasta cuatro, que era el máximo de cuerpos en fila que el pasillo permitía, de modo que la insólita manada, en sus comienzos, parecía una punta de lanza viva. A la altura del trípode, el desnudo torrente se desbravó para rodearlo.

Las primeras abordaron el escenario, abalanzándose vertiginosas sobre el rapsoda. Como aún seguían penetrando desde la entrada, las últimas hubieron de detenerse. Mientras aguardaban, se tentaban unas a otras con las máscaras presionando los traseros y muslos de las que iban delante. Conforme alcanzaban la meta, se dejaban caer en absoluto desorden, entre jadeos hidrófobos, acumulándose en una blanda colección de cuerpos inquietos, una desbaratada anatomía de carnes púberes.

Diágoras, estupefacto, en el límite del asombro y el asco, volvió a sentir a Heracles en el codo:

– ¡Finge beber!

Observó al público que lo rodeaba: las cabezas se echaban hacia atrás y fluidos oscuros manchaban las túnicas. Apartó su máscara y alzó la crátera. El olor del líquido no se parecía a nada que Diágoras hubiese percibido antes: una mezcla densa de tinta y especias.

El pasillo comenzaba a despejarse otra vez, pero el escenario crujía bajo el peso de los cuerpos. ¿Qué ocurría allí? ¿Qué hacían? La montaña sonora y cambiante de desnudeces impedía saberlo.

Entonces un objeto salió despedido del escenario y cayó cerca de la escudilla. Era el brazo derecho del rapsoda, fácilmente reconocible por el trozo de tela negra de su túnica aún adherido al hombro. Su aparición fue acogida con alegres exclamaciones. Lo mismo ocurrió con el brazo izquierdo, que rebotó en el suelo con un golpe de rama seca y fue a dar a los pies de Diágoras, la mano abierta como una flor de cinco pétalos blancos. El filósofo lanzó un grito que, por fortuna, nadie oyó. Como si aquella desmembración fuera la señal convenida, el público corrió hacia la escudilla central con el alborozo de muchachas retozando bajo el sol. [100]

– Es un muñeco -dijo Heracles ante el paralizado horror de su compañero.

Una pierna golpeó a un espectador antes de detenerse en el suelo; la otra -lanzada con demasiada fuerza- rebotó en la pared opuesta. Las mujeres pugnaban ahora por arrebatarle la cabeza al mutilado tronco del maniquí: unas tiraban de un lado, otras de otro, unas con la boca, otras con las manos. La vencedora se situó en el centro del escenario, y, con un aullido, enarboló el trofeo mientras separaba impúdicamente las piernas, haciendo resaltar sus músculos de atleta, impropios de doncella ateniense, y alzando ostentosamente los pechos. Las costillas se le herraban de rojo por las luces. Empezó a patear el suelo de madera con su pie descalzo, invocando fantasmas de polvo. Sus compañeras, jadeantes, más apaciguadas, la contemplaban con reverencia.

El Caos gobernaba al público. ¿Qué ocurría? Se aglomeraban alrededor de la escudilla. Diágoras se acercó, aturdido, golpeado por el desorden. Un viejo frente a él agitaba sus espesas canas, como sumido en el éxtasis de un baile privado, mientras sostenía algo con la boca: parecía como si le hubieran abofeteado hasta destrozarle los labios, pero aquellos pingajos de carne que resbalaban por sus comisuras no eran suyos.

– Debo salir -gimió Diágoras.

Las mujeres habían comenzado a corear, desgañitándose:

– ¡Ia, Ia, Bromion, evohé, evohé…!


– Por los dioses de la amistad, Heracles, ¿qué era eso? ¡Desde luego, Atenas no!

Se hallaban en la pacífica frialdad de una calle solitaria, sentados en el suelo y apoyados en la pared de una casa, jadeantes, el estómago de Diágoras en mejores condiciones después de la violenta purga a la que lo había sometido su propietario. Heracles replicó, ceñudo:

– Me temo que esto es mucho más Atenas que tu Academia, Diágoras. Se trata de un ritual dionisiaco. Decenas de ellos se celebran cada luna en la Ciudad y en sus alrededores, todos diferentes en pequeños detalles pero semejantes en conjunto. Yo conocía la existencia de tales ritos, desde luego, pero, hasta ahora, no había presenciado ninguno. Y quería hacerlo.

– ¿Por qué?

El Descifrador se rascó un instante la pequeña barba plateada.

– Según la leyenda, el cuerpo de Dioniso fue destrozado por los titanes, al igual que el de Orfeo lo fue por las mujeres tracias, y Zeus le devolvió la vida a partir del corazón. Arrancar el corazón y devorarlo es uno de los más importantes eventos del rito dionisiaco…

– La escudilla… -murmuró Diágoras.

Heracles asintió.

– Seguramente contenía trozos putrefactos de corazones arrancados de animales…

– Y esas mujeres…

– Mujeres y hombres, esclavos y libres, atenienses y metecos… Los rituales no establecen diferencias. La locura y el desenfreno hermanan a las gentes. Una de esas mujeres desnudas que viste caminando a cuatro patas podía ser la hija de un arconte, y, a su lado, quizá gateaba una esclava de Corinto o una hetaira de Argos. Es la locura, Diágoras: no podemos explicarla con razones.

Diágoras movió la cabeza, aturdido.

– Pero ¿cómo se relaciona todo esto con…? -de repente abrió mucho los ojos y exclamó-: ¡El corazón arrancado!… ¡Trámaco!

Heracles volvió a asentir.

– La secta de esta noche es relativamente legal, conocida y aceptada por los arcontes, pero existen otras que, debido a la naturaleza de sus ritos, se mueven en la clandestinidad… Tú planteaste adecuadamente el problema en mi casa, ¿recuerdas? No podíamos llegar a la Verdad con la razón. Yo no te creí entonces, pero ahora debo admitir que estabas en lo cierto: lo que sentí este mediodía en el ágora, al escuchar el relato de unos campesinos áticos que se lamentaban por la muerte de sus compañeros atacados por los lobos no fue la consecuencia lógica de un… digamos, discurso razonado… sino… algo que ni siquiera puedo definir… Quizás un relámpago de mi demon socrático, o la intuición que dicen que es propia de las mujeres. Sucedió cuando uno de ellos mencionó el corazón devorado de su amigo. Entonces, simplemente, pensé: «Era un ritual, y nosotros no lo sospechábamos». Sus víctimas son, sobre todo, campesinos, por ello han pasado desapercibidos hasta ahora. Pero estoy seguro de que actúan en el Ática desde hace años…

El Descifrador se puso en pie, fatigado, y Diágoras lo imitó mientras murmuraba, con el tono apremiante de la ansiedad:

– ¡Espera un momento: Eunío y Antiso no murieron así! ¡Ellos… ellos conservaban sus corazones!

– ¿No lo entiendes aún? Eunío y Antiso fueron asesinados para engañarnos. La muerte que les interesaba ocultar era la de Trámaco. Cuando supieron que habías contratado a un Descifrador de Enigmas para investigar sobre Trámaco, se asustaron tanto que elaboraron esta espantosa comedia…

Diágoras se pasó una mano por el rostro, como si pretendiera arrancarse la expresión de incredulidad que mostraba.

– No es posible… ¿Devoraron el corazón… de Trámaco?… ¿Cuándo?… ¿Antes o después de que los lobos…?

Se interrumpió al contemplar al Descifrador, que le devolvió la mirada con impasible firmeza.

Nunca los hubo, Diágoras. Eso era lo que trataban de ocultarnos por todos los medios. Esos desgarros, los mordiscos… No fueron los lobos… Hay sectas que…

La sombra y el ruido sucedieron simultáneamente: la sombra fue tan sólo un polígono irregular, alargado, que se desprendió del recodo más próximo al lugar en que se hallaban y, proyectada por la luna, alejóse velozmente de ellos. El ruido fue un jadeo al principio, y después unos pasos apresurados.

– ¿Quién…? -preguntó Diágoras.

Heracles fue el primero en reaccionar.

– ¡Alguien nos vigilaba! -gritó.

Desplazó su obeso cuerpo hacia delante, obligándose a echar a correr. Diágoras lo sobrepasó con rapidez. La silueta -hombre o mujer- pareció rodar calle abajo hasta perderse en la oscuridad. Bufando, resoplando, el Descifrador se detuvo.

– ¡Bah, es inútil!

Volvieron a reunirse. Las mejillas de Diágoras ardían de rubor y sus labios de muchacha parecían pintados; con gesto delicado se arregló el pelo, alzó el prominente busto para tomar una bocanada de aire y dijo, con dulce voz de ninfa: [101]

– Se ha escapado. ¿Quién sería?

Heracles replicó gravemente:

– Si era uno de ellos, y eso es lo que creo, nuestras vidas no valdrán un óbolo a partir del amanecer. Los miembros de esta secta carecen del menor escrúpulo y son terriblemente astutos: ya te he dicho que no dudaron en servirse de Antiso y Eunío para distraer nuestro pensamiento… Con seguridad, ambos eran sectarios, igual que Trámaco. Ahora se entiende todo: el temor que advertí en Antiso no era debido a Menecmo sino a nosotros. Sin duda, sus superiores le aconsejaron que pidiera ser trasladado fuera de Atenas para que no lo interrogáramos. Pero como nuestra investigación prosiguió, la secta decidió sacrificarlo igualmente, con el fin de desviar nuestra atención hacia Menecmo… Aún recuerdo su mirada, desnudo en la despensa, la otra noche… ¡Cómo me engañó ese maldito muchacho!… En cuanto a Eumarco, no creo que fuera de ellos: quizá presenció la muerte de Antiso y, al querer impedirlo, fue asesinado también.

– Pero entonces, Menecmo…

– Un sectario de cierta importancia: representó muy bien su ambiguo papel de culpable cuando lo visitamos… -Heracles hizo una mueca-. Y, probablemente, fue él quien reclutó a tus discípulos…

– ¡Pero Menecmo ha sido condenado a muerte! ¡Va a ser arrojado por el precipicio del báratro!

Heracles asintió, lúgubre.

– Ya lo sé, y eso es lo que él deseaba. ¡Oh, no me pidas que lo entienda, Diágoras! Deberías leer los textos que he encontrado en tu biblioteca… Los miembros de ciertas sectas dionisíacas ansían morir despedazados o ser torturados; acuden presurosos al sacrificio como una doncella a los brazos de su esposo en la noche nupcial… ¿Recuerdas lo que te dije sobre Trámaco? ¡Tenía los brazos ilesos! ¡No se defendió! ¡Probablemente eso era lo que había en su mirada aquella tarde: tú creíste ver terror, pero era puro placer ¡El terror sólo estaba en tus ojos, Diágoras!

– ¡No! -gritó Diágoras, chilló casi-. ¡El placer no tiene ese aspecto!

– Es posible que esta clase de placer sí. ¿Tú qué sabes? ¿Lo has experimentado alguna vez?… ¡No pongas esa cara, yo tampoco puedo explicármelo! ¿Por qué los participantes en el ritual de esta noche comen pedazos de vísceras podridas? ¡No lo sé, Diágoras, y no me pidas que lo entienda! ¡Quizá toda la Ciudad haya enloquecido sin que nosotros lo sepamos!

Heracles casi se sobresaltó ante la repentina expresión del rostro de su compañero: era como un grotesco esfuerzo de los músculos por mezclar el horror con el enfado y la vergüenza. El Descifrador jamás lo había visto así. Cuando habló, la voz se ajustó muy bien a aquella máscara.

– ¡Heracles Póntor: estás hablando de un discípulo de la Academia! ¡Estás hablando de mis discípulos! ¡Yo conocía el interior de sus almas…! ¡Yo…!

Heracles, que de ordinario lograba mantener la calma, sintió de improviso que la ira lo dominaba.

– ¡Qué importa ahora tu maldita Academia! ¡Qué ha importado nunca!…

Suavizó el tono al observar la amarga mirada que le dirigía el filósofo. Prosiguió, con su serenidad habitual:

– Debemos reconocer, forzosamente, que la gente considera tu Academia un lugar muy aburrido, Diágoras. Acuden a ella, escuchan tus clases y después… después se dedican a devorarse unos a otros. Eso es todo.

«Terminará aceptándolo», pensó, conmovido por la mueca que advertía, a la luz de la luna, en el demacrado semblante del mentor. Tras un instante de incómodo silencio, Diágoras dijo:

– Tiene que haber una explicación. Una clave. Si es cierto lo que afirmas, debe existir una clave final que no hemos encontrado aún…

– Quizás exista una clave en este extraño texto -convino Heracles-, pero yo no soy el traductor adecuado… Es posible que haya que ver las cosas desde la distancia para entenderlas mejor. [102] En cualquier caso, obremos con prudencia. Si han estado vigilándonos, y sospecho que así ha sido, ya saben que los hemos descubierto. Y eso es lo que menos les agrada de todo. Debemos movernos con rapidez…

– ¿De qué forma?

– Necesitamos una prueba. Todos los miembros conocidos de la secta han muerto o están a punto de morir: Trámaco, Eunío, Antiso, Menecmo… El plan fue muy hábil. Pero quizá tengamos alguna posibilidad… ¡Si lográsemos que Menecmo confesara!…

– Yo puedo intentar hablar con él -se ofreció Diágoras.

Heracles pensó un instante.

– Bien, tú hablarás mañana con Menecmo. Yo probaré suerte con otra persona…

– ¿Quién?

– ¡La que puede que constituya el único error que han cometido ellos! Te veré mañana, buen Diágoras. ¡Sé prudente!


La luna era un pecho de mujer; el dedo de una nube se acercaba a su pezón. La luna era una vulva; la nube, afilada, pretendía penetrarla. [103] Heracles Póntor, ajeno por completo a tan celeste actividad, sin vigilarla, cruzó el jardín de su casa, que yacía bajo la vigilancia de Selene, y abrió la puerta de entrada. El hueco oscuro y silencioso del pasillo semejaba un ojo vigilante. Heracles vigiló la posibilidad de que su esclava Pónsica hubiera tomado la precaución de dejar una lámpara de vigilancia en la repisa más próxima al umbral, pero Pónsica, evidentemente, no había vigilado tal evento. [104] De modo que penetró en las tinieblas de la casa como un cuchillo en la carne, y cerró la puerta.

– ¿Yasintra? -dijo. No obtuvo respuesta.

Acuchilló la oscuridad con los ojos, pero en vano. Se dirigió lentamente a las habitaciones interiores. Sus pies parecían moverse sobre puntas de cuchillos. El helor de la casa a oscuras traspasaba su manto como un cuchillo.

– ¿Yasintra? -dijo de nuevo.

– Aquí -escuchó. La palabra había acuchillado el silencio. [105]

Se acercó al dormitorio. Ella se hallaba de espaldas, en la oscuridad. Se volvió hacia él.

– ¿Qué haces aquí, sin luces? -preguntó

Heracles.

– Aguardarte.

Yasintra se había apresurado a encender la lámpara de la mesa. Él observó su espalda mientras lo hacía. El resplandor nació, indeciso, frente a ella, y se extendió por la espalda del techo. Yasintra demoró un instante en dar la vuelta y Heracles continuó observando las fuertes líneas de su espalda: vestía un largo y suave peplo hasta los pies atado con dos fíbulas en cada hombro. La prenda formaba pliegues en su espalda.

– ¿Y mi esclava?

– No ha regresado todavía de Eleusis -dijo ella, aún de espaldas. [106]

Entonces se volvió. Estaba hermosamente maquillada: sus párpados alargados con tinturas, los pómulos níveos de albayalde y la mancha simétrica de los labios muy roja; los pechos temblaban en libertad bajo el peplo azulado; un cinturón de argollas de oro ajustaba la ya bastante angosta línea del vientre; las uñas de sus pies descalzos mostraban dobles colores, como las de las mujeres egipcias. Al volverse, distribuyó por el aire un levísimo rocío de perfume.

– ¿Por qué te has vestido así? -preguntó Heracles.

– Pensé que te gustaría -dijo ella, con mirada vigilante. En cada lóbulo de sus pequeñas orejas, los pendientes mostraban una mujer desnuda de metal, afilada como un cuchillo, vuelta de espaldas. [107]

El Descifrador no dijo nada. Yasintra permanecía inmóvil, aureolada por la luz de la lámpara que se hallaba tras ella; las sombras le dibujaban una retorcida columna que se extendía desde su frente hasta la confluencia púbica de los pliegues del peplo, dividiendo su cuerpo en dos mitades perfectas. Dijo:

– Te he preparado comida.

– No quiero comer.

– ¿Vas a acostarte?

– Sí -Heracles se frotó los ojos-. Estoy agotado.

Ella se dirigió hacia la puerta. Sus numerosos brazaletes repicaron con los movimientos. Heracles, que la observaba, dijo:

– Yasintra -ella se detuvo y se volvió-. Quiero hablar contigo -ella asintió en silencio y regresó sobre sus pasos hasta situarse frente a él, inmóvil- Me dijiste que unos esclavos, que afirmaron haber sido enviados por Menecmo, te amenazaron de muerte -ella asintió otra vez, ahora más rápido-. ¿Los has vuelto a ver?

– No.

– ¿Cómo eran?

Yasintra titubeó un instante.

– Muy altos. Con acento ateniense.

– ¿Qué te dijeron exactamente?

– Lo que te conté.

– Recuérdamelo.

Yasintra parpadeó. Sus acuosos, casi transparentes ojos eludieron la mirada de Heracles. La rosada punta de la lengua refrescó con lentitud los rojos labios.

– Que no le hablara a nadie de mi relación con Trámaco, o lo lamentaría. Y juraron por el Estigia y por los dioses.

– Comprendo…

Heracles se atusaba la plateada barba. Empezó a dar breves paseos frente a Yasintra: izquierda, derecha, izquierda, derecha… [108] Entonces murmuró, pensando en voz alta:

– No hay duda: serían también miembros de…

Giró de repente y le dio la espalda a la muchacha. [109] La sombra de Yasintra, proyectada en la pared frente a él, pareció crecer. Con una idea repentina, Heracles se volvió hacia la hetaira. Le pareció que ella se había acercado unos pasos, pero no le dio importancia.

– Un momento, ¿recuerdas si tenían algún signo reconocible? Quiero decir, tatuajes, brazaletes…

Yasintra frunció el ceño y volvió a apartar la mirada.

– No.

– Pero, desde luego, no eran adolescentes sino hombres adultos. De eso estás segura…

Ella asintió y dijo:

– ¿Qué ocurre, Heracles? Me aseguraste que Menecmo ya no podría hacerme daño…

– Y así es -la tranquilizó él-. Pero me gustaría atrapar a esos dos hombres. ¿Los reconocerías si los volvieras a ver?

– Creo que sí.

– Bien -Heracles, de repente, se sintió fatigado. Contempló el tentador aspecto de su lecho y lanzó un suspiro-. Ahora voy a descansar. El día ha sido muy complicado. Si puedes, avísame en cuanto amanezca.

– Lo haré.

La despidió con un gesto indiferente y apoyó la voluminosa espalda en la cama. Poco a poco, su razón vigilante cerró los ojos. El sueño se abrió paso como un cuchillo, hendiendo su conciencia. [110]


El corazón latía encerrado entre los dedos. Había sombras a su alrededor, y se oía una voz. Heracles desvió la vista hacia el soldado: estaba hablando en aquel momento. ¿Qué decía? ¡Era importante saberlo! El soldado movía la boca encerrado en una trémula laguna gris, pero los fuertes retumbos de la víscera impedían a Heracles escuchar sus palabras. Sin embargo, distinguía perfectamente su atuendo: coraza, faldellín, grebas y un yelmo con vistoso penacho. Reconoció su rango. Creyó comprender algo. De improviso, los latidos arreciaron: parecían pasos que se acercaran. Menecmo, naturalmente, sonreía al fondo del túnel, de donde emergían las mujeres desnudas gateando. Pero lo más importante era recordar lo que acababa de olvidar. Sólo entonces…

– ¡No! -gimió.

– ¿Era el mismo sueño? -preguntó la sombra inclinada sobre él.

El dormitorio seguía débilmente iluminado. Yasintra, maquillada y vestida, se hallaba recostada junto a Heracles, observándolo con expresión tensa.

– Sí -dijo Heracles. Se pasó una mano por la húmeda frente-. ¿Qué haces aquí?

– Te escuché, igual que la otra vez: hablabas en voz alta, gemías… No pude soportarlo y acudí a despertarte. Es un sueño que te envían los dioses, estoy segura.

– No lo sé… -Heracles se pasó la lengua por los labios resecos-. Creo que es un mensaje.

– Una profecía.

– No: un mensaje del pasado. Algo que debo recordar.

Ella replicó, suavizando repentinamente su voz hombruna:

– No has alcanzado la paz. Te esfuerzas mucho con tus pensamientos. No te abandonas a las sensaciones. Mi madre, cuando me enseñó a bailar, me dijo: «Yasintra, no pienses. No uses tu cuerpo: que él te use a ti. Tu cuerpo no es tuyo, es de los dioses. Ellos se manifiestan en tus movimientos. Deja que tu cuerpo te ordene: su voz es el deseo y su lengua es el gesto. No traduzcas su idioma. Escúchalo. No traduzcas. No traduzcas. No traduzcas…». [111]

– Puede que tu madre tuviera razón -admitió Heracles-. Pero yo me siento incapaz de dejar de pensar -y añadió, con orgullo-: Soy un Descifrador en estado puro.

– Quizá yo pueda ayudarte.

Y, sin más, apartó las sábanas, inclinó la cabeza con mansedumbre y depositó la boca sobre la región de la túnica que albergaba el fláccido miembro de Heracles.

La sorpresa lo enmudeció. Se incorporó bruscamente. Despegando apenas sus gruesos labios, Yasintra dijo:

– Déjame.

Besó y amasó la blanda, alargada protuberancia en la que Heracles apenas había reparado desde la muerte de Hagesíkora, la dúctil y dócil cosa bajo su túnica. Entonces, durante el minucioso rastreo, sorprendió con la boca un diminuto ámbito. Él lo sintió como un grito, una percepción estridente y repentina de la carne. Gimió de placer, dejándose caer en el lecho, y cerró los ojos.

La sensación se propaló hasta formar un fragmentario espacio de piel bajo su vientre. Adquirió anchura, volumen, fortaleza. Ya no era un lugar: era una rebelión. Heracles ni siquiera lograba localizarlo en el complaciente misterio de su miembro. Ahora, la rebelión era una desobediencia tácita a sí mismo que se aislaba y cobraba forma y voluntad. ¡Y ella había usado sólo su boca! Volvió a gemir.

De improviso, la sensación desapareció bruscamente. En su cuerpo quedó un escozor vacío semejante al que provoca una bofetada. Comprendió que la muchacha había interrumpido las caricias. Abrió los ojos y la vio alzarse el extremo inferior del peplo y colocarse a horcajadas sobre sus piernas. Su firme vientre de bailarina se apoyó sobre la rígida escultura que había contribuido a cincelar y que ahora se erguía apremiante. Él la interrogó con gemidos. Ella había empezado a contonearse… No, no exactamente eso sino un baile, una danza limitada sólo a su tronco: los muslos aferraban con firmeza las gruesas piernas de Heracles y las manos se apoyaban en la cama, pero el tronco se movía, especioso, al ritmo de una música epidérmica.

Un hombro se insinuó, y, con calculada lentitud, la tela que sujetaba el peplo por aquel lado comenzó a deslizarse sobre el torneado borde y descendió por el brazo. Yasintra giró la cabeza en dirección al otro hombro y ejecutó un ejercicio similar. La banda de tela de esa zona resistió un poco más en el punto álgido, pero Heracles creyó, incluso, que la dificultad era voluntaria. Después, con un movimiento sorprendente, la hetaira replegó los brazos y, sin asomo de torpeza, los liberó de las ataduras de tela. La prenda resbaló hasta quedar pendiente de los senos erguidos.

Era difícil desnudarse sin ayuda de las manos, pensó Heracles, y en aquella lenta dificultad residía uno de los placeres que ella le regalaba; el otro, el menos obediente, el más moroso, consistía en la continua y creciente presión de su pubis contra la vara enrojecida que él le mostraba.

Con un preciso balanceo del torso, Yasintra logró que la tela resbalara como el aceite por la convexa superficie de uno de los pechos y, salvado el estorbo esconzado del pezón, flotara en un descenso de pluma hacia su vientre. Heracles observó el seno recién desnudo: era un objeto de carne morena, redonda, al alcance de su mano. Sintió deseos de presionar el adorno oscuro y endurecido que temblaba sobre aquel hemisferio, pero se contuvo. El peplo comenzó a derramarse por el otro pecho.

El delgado cuerpo de Heracles se tensó; su frente, con las profundas entradas del cabello en las sienes, estaba húmeda de sudor; sus ojos negros parpadeaban; su boca, orlada por la pulcra barba negra, emitió un gemido; todo su rostro había enrojecido; incluso la pequeña cicatriz de su angulosa mejilla izquierda (el recuerdo de un golpe infantil) aparecía más oscura. [112]

Atrapado en la cintura por las hebillas de metal, el peplo renunciaba a prolongar el éxtasis. Yasintra usó por primera vez sus dedos, y el cinturón cedió con un suave chasquido. Su cuerpo se abrió paso hacia la desnudez. Al fin expedita, su carne resultaba, a los ojos de Heracles, bellamente muscular; cada tramo de piel mostraba el recuerdo de un movimiento; su anatomía estaba repleta de propósitos. Gruñendo, Heracles se incorporó con dificultad. Ella aceptó su iniciativa, y se dejó empujar hasta caer de lado. El no deseaba mirar su rostro y, girando, se volcó sobre ella. Sintióse capaz de hacer daño: le separó las piernas y se hundió en su interior con suave aspereza. Quiso creer que la había hecho gemir. Tanteó su rostro con la mano izquierda, y Yasintra se quejó al recibir la mordedura del anillo que él llevaba en el dedo medio. Los gestos de ambos se convirtieron en preguntas y respuestas, en órdenes y obediencias, en un ritual innato. [113]

Yasintra acarició su voluminosa espalda con uñas afiladas como cuchillos, y él cerró los vigilantes ojos. [114] Siguió besándola en las suaves curvas del cuello y el hombro, mordiéndola con suavidad, depositando aquí y allí sus modestos gritos, hasta que sintió la llegada de un placer extraño, avasallador. [115] Gritó por última vez, percibiendo que la voz resonaba dentro de ella, densa y torrencial.

Al mismo tiempo, la hetaira apartó la mano derecha con una lentitud que desmentía su aparente éxtasis, alzó el objeto que había cogido previamente -él la vio, pero no pudo moverse, no en aquel instante- y lo clavó en la espalda de Heracles. [116]

Él sintió una picadura en su espina dorsal.

Un instante después, se apartó de un salto, alzó la mano y la descargó como el pomo de una espada en la mandíbula de ella. La vio girar, pero advirtió que el peso de su cuerpo le impedía caer del lecho. Entonces se incorporó más y la empujó: la muchacha rodó como una res desollada y golpeó el suelo produciendo un ruido peculiar, misteriosamente suave. Sin embargo, el largo y afilado cuchillo que sostenía rebotó con un pequeño estrépito metálico, absurdo entre tantos sonidos tersos. Fatigado y torpe, Heracles salió de la cama, levantó a Yasintra por el pelo y la llevó hasta la pared más próxima, golpeándole la cabeza contra ella.

Fue entonces cuando logró pensar, y lo primero que pensó fue: «No me ha hecho daño. Pudo haberme clavado el puñal, pero no lo hizo». No obstante, su furia no menguó. Volvió a manipular su cabeza tirando del rizado cabello; el impacto resonó en el muro de adobe.

– ¿Qué otra cosa debías hacer, además de matarme? -preguntó con voz ronca.

Cuando ella habló, dos adornos rojos descendieron por su nariz y esquivaron sus gruesos labios.

– No me ordenaron que te matara. Hubiera podido hacerlo, de haber querido. Me dijeron tan sólo que, cuando acudiera tu placer, en ese momento y no antes ni después, apoyara la punta del puñal en tu carne, sin dañarte.

Heracles la sujetaba del pelo. Ambos respiraban jadeantes, los desnudos pechos de ella aplastándose contra la túnica de él. Temblando de rabia, el Descifrador cambió de mano y la cogió del cabello con la izquierda mientras alzaba la derecha y abofeteaba su rostro dos veces, con extrema dureza. Cuando terminó, la muchacha, simplemente, se pasó la lengua por los labios partidos y lo miró sin dar muestras de dolor o cobardía. Heracles dijo:

– Nunca existieron los «hombres altos con acento ateniense», ¿no es cierto?

Yasintra replicó:

– Sí. Eran ellos. Pero llevaban máscaras. Me amenazaron por primera vez tras la muerte de Trámaco. Y después de que vosotros hablarais conmigo, regresaron. Sus amenazas eran espantosas. Me dijeron todo lo que tenía que hacer: debía decirte que había sido Menecmo quien me había amenazado. Y debía ir a tu casa y pedirte cobijo. Y provocarte, y gozar contigo -Heracles volvió a levantar la mano derecha. Ella dijo-: Mátame a golpes si quieres. No le tengo miedo a la muerte, Descifrador.

– Pero a ellos sí -murmuró Heracles sin golpearla.

– Son muy poderosos -Yasintra sonrió con sus labios agrietados-. No puedes imaginarte lo que me dijeron que me harían si no obedecía. Hay muertes que son alivios, pero ellos no prometen la muerte sino un dolor infinito. Convencen pronto a quien quieren. Ni tú ni tu amigo tenéis la más mínima posibilidad frente a ellos.

– ¿Esto me lo dices porque te lo han ordenado también?

– No; esto lo sé.

– ¿Cómo te comunicas con ellos? ¿Dónde puedo encontrarlos?

– Ellos te encuentran a ti.

– ¿Han venido aquí?

– Sí -dijo ella, y Heracles observó que titubeaba. La obligó a apoyar más la espalda contra la pared, clavándole el codo izquierdo en el hombro como un cuchillo mientras vigilaba cualquier movimiento que ella pudiese hacer. [117]

Yasintra añadió:

– En realidad, están aquí.

– ¿Aquí? ¿Qué quieres decir? [118]

Yasintra hizo una pausa: sus ojos se movieron de un lado a otro, como abarcando toda la habitación. Dijo, con extraña lentitud:

– Me ordenaron también que…, después de hacerte gozar, procurara hablarte… y te distrajera…

Heracles observó el rápido movimiento de los ojos de la muchacha. [119]

De repente creyó escuchar algo parecido a una voz interior que le gritaba: «¡Vuélvete!». Lo hizo justo a tiempo.

La figura, enmascarada y vestida con un pesado manto negro, acababa de completar el silencioso y mortífero arco con su brazo derecho, pero el imprevisto obstáculo del antebrazo de Heracles desvió la trayectoria del golpe y la hoja se clavó sin daño en el aire. El Descifrador logró girar antes de que su agresor descargara otra puñalada y, extendiendo la mano, atrapó su muñeca derecha. Forcejearon. Heracles contempló el rostro enmascarado y fue entonces cuando sintió que sus fuerzas flaqueaban, pues reconoció de inmediato aquella máscara sin rasgos, las facciones artesanas y falsas y la oscura inquietud filtrada por las dos aberturas simétricas de los ojos, que ahora emitían destellos de odio. Pónsica aprovechó su momentánea confusión para aproximar más la punta de la daga a la blanda carne de su cuello. Heracles trastabilló, retrocediendo y golpeándose contra la pared. Se obligó a pensar (un pensamiento de refilón, como una mirada de reojo) que Yasintra, al menos, no parecía atacarle, aunque él no sabía qué otra cosa podía estar haciendo ella. Así pues, se enfrentaba a un solo enemigo, una mujer (aunque muy fuerte, como acababa de comprobar en aquel mismo instante). Decidió que podía permitirse el riesgo de que la afiladísima hoja se acercara un poco más a su objetivo a costa de reunir potencia en su mano derecha: alzó el puño y lo descargó contra la máscara. Escuchó un gemido tan profundo como el que hubiera podido percibir desde el brocal de un pozo. Volvió a golpear. Otro gemido, pero nada más. Peor aún: la concentración en su brazo derecho le había hecho olvidar la daga, que acortaba cada vez más la nimia distancia hacia su palpitante cuello, hacia las débiles ramas de las venas y la trémula y dócil musculatura. Entonces dejó de golpear e hizo algo que, sin duda, sorprendió a su frenética oponente: sus dedos se extendieron y empezaron a acariciar cariñosamente los contornos de la máscara, el promontorio de la nariz, el reborde de los pómulos…, como un ciego que deseara reconocer al tacto el rostro de un viejo amigo.

Pónsica comprendió sus intenciones demasiado tarde.

Dos gruesos arietes, dos enormes émbolos penetraron sin previo aviso por las aberturas de los ojos y se hundieron sin encontrar resistencia en una curiosa viscosidad protegida por delgadas láminas de piel. De inmediato, la hoja del puñal se apartó del cuello de Heracles y algo gimió y vociferó bajo la indiferente expresión de la careta. El Descifrador extrajo los dos dedos, húmedos hasta la segunda falange, y se alejó de ella. Pónsica lanzó un aullido. La máscara seguía paciente y neutra. Retrocedió. Perdió el equilibrio.

Cuando cayó al suelo, Heracles se abalanzó sobre ella.

A duras penas logró refrenar el casi irresistible impulso de utilizar su propio puñal. En vez de ello, después de desarmarla, se sirvió de los pies descalzos para golpearla en varias zonas débiles que su ceguera dejaba indefensas. Usó el talón: le pareció que aplastaba un enorme insecto.

Cuando todo terminó, jadeante, confuso, observó que Yasintra continuaba desnuda e inmóvil contra la pared, como él la había dejado; tan sólo parecía haberse limpiado un poco la sangre del rostro. A Heracles casi le disgustó que ella no lo atacara también: hubiese querido reunir una furia con otra, una lucha encadenada a otra lucha, la perpetuación de un golpe constante. Ahora sólo disponía del aire y de los objetos a su alrededor para destruir, arrancar, aniquilar. Cuando recuperó la voz, dijo:

– ¿En qué momento la reclutaron?

– No lo sé. Cuando ellos me enviaron aquí, me dijeron que acatara sus instrucciones. Ella no habla, pero sus gestos resultan fáciles de entender. Y yo ya conocía las órdenes.

– ¡Los Sagrados Misterios! -murmuró Heracles, con desprecio. Yasintra lo miró sin comprender-. Pónsica me dijo que era devota de los Sagrados Misterios, como Menecmo. Ambos mentían.

– Quizá no -sonrió la bailarina-, porque no te dijeron qué clase de Sagrados Misterios adoraban.

Heracles alzó una ceja y la contempló. Le dijo:

– Vete. Lárgate de aquí.

Ella recogió su peplo y su cinturón del suelo y, dócilmente, cruzó la habitación. En la puerta, se volvió hacia él.

– Tu esclava era la encargada de matarte, no yo. Ellos hacen las cosas a su manera, Descifrador: ni tú ni nadie puede comprenderlos. Por eso son tan peligrosos.

– Vete -repitió él, jadeante, casi sin resuello.

Ella le dijo aún:

– Huye de la Ciudad, Heracles. No vivirás más allá del amanecer.

Cuando Yasintra se marchó, Heracles pudo mostrar por fin todo el cansancio que sentía: se recostó en la pared y se frotó los ojos. Necesitaba recobrar la paz de sus pensamientos, limpiar las herramientas mentales de su trabajo y volver a empezar, con calma…

Un ruido lo sobresaltó. Pónsica intentaba incorporarse en el suelo. Al girar hacia un lado, la máscara surtió dos espesas líneas de sangre por las aberturas de la mirada. El aspecto de aquel rostro blanco y falso dividido por una doble columna rojiza era espantoso. «Es imposible», pensó Heracles. «Le rompí varias costillas. Debe de estar agonizando. No puede moverse.» Recordó la fábula de los autómatas inexorables diseñados por el sabio Dédalo; los movimientos de Pónsica le hicieron pensar en un mecanismo maltrecho: se apoyaba en una mano, se erguía, volvía a caer, volvía a apoyarse, con ademanes de pantomima truncada. Por fin, comprendiendo quizá que su intención era vana, cogió el puñal y se arrastró hacia Heracles con denodado empeño. Sus ojos vomitaban dos regueros paralelos de humores.

– ¿Por qué me odias tanto, Pónsica? -preguntó Heracles.

La vio detenerse a sus pies, la respiración hirviéndole en el pecho, y alzar la daga, trémula, amenazándole con un gesto derrotado. Pero las fuerzas la traicionaron y el cuchillo cayó al suelo, estrepitoso. Exhaló, entonces, un profundo suspiro que en su extremo final pareció convertirse en un gruñido de rabia, y quedó inmóvil, pero aun su misma respiración semejaba una muestra de furia, como si se negara a capitular antes de cumplir su objetivo. Heracles la contemplaba maravillado. Por fin, se acercó con la cautela del cazador que desconfía de la agonía de la presa recién cobrada. Quería entender su conducta antes de sacrificarla. Se inclinó y la despojó de la máscara. Contempló aquel rostro enhebrado de cicatrices y la flamante destrucción de los ojos. La vio boquear como un pez.

– ¿Cuándo, Pónsica? ¿Cuándo comenzaste a odiarme?

Era tanto como preguntar cuándo había decidido convertirse en un ser humano, en una mujer libre, porque de repente le pareció que el odio la había manumitido de algún modo, como la voluntad de un rey poderoso. Recordó el día en que la vio en el mercado, solitaria y poco requerida por los clientes; y los años de eficaz servicio, el silencio de sus gestos, la docilidad de su conducta, su sumisión cuando él le pidió (¿le ordenó?) que usara una máscara… No pudo encontrar ningún resquicio en todo aquel tiempo, ningún instante de sospecha, de explicación.

– Pónsica -susurró en su oído-, dime por qué. Aún puedes mover las manos…

Ella respiraba con esfuerzo. Su devastado rostro de perfil, con los ojos como crías de pájaro o de serpiente aplastadas en sus propios cascarones, ofrecía un aspecto atroz. Pero a Heracles le importaba más su respuesta que su belleza. Le preocupaba que ella muriese sin contestarle. Observó su mano izquierda, que arañaba el suelo. No percibió palabras. Dirigió la mirada hacia la derecha, que había dejado de sostener el puñal. No percibió palabras.

Pensó, ante aquel horrible silencio: «¿Cuándo fue? ¿Cuándo te brindaron la libertad o cuándo la encontraste tú? Quizás acudías realmente a Eleusis, como tantos otros, y los hallaste a ellos…». Se inclinó un poco más y advirtió su olor: era el mismo que había sentido en el aliento de los cadáveres de Eumarco y Antiso. Con Eunío no lo había percibido. «Pero, claro», se dijo, «Eunío apestaba a vino».

Y de repente escuchó los latidos de un corazón. ¿El suyo? ¿El de ella? Quizás el de ella, porque desfallecía. «Está sufriendo terribles dolores, pero no parece importarle.» Se alejó de aquellos latidos. Y el recuerdo de su obsesionante pesadilla volvió a invadirlo, pero esta vez se aferró a su agobiada conciencia como si el estado de vigilia fuera la luz que aquella densa tiniebla precisaba para extinguirse. Vio el corazón recién arrancado, la mano que lo aferraba; distinguió al soldado y escuchó, por fin, sus diáfanas palabras.

Y recordó entonces lo que había olvidado, aquel pequeño detalle que el sueño le había estado gritando con feroz algarabía desde el principio.

A pesar de que la agonía de Pónsica se prolongó durante largo rato, Heracles permaneció inmóvil, de pie junto a su cuerpo, mirando hacia ninguna parte. Cuando ella murió, el día ya había nacido en el exterior y los rayos de sol cruzaban el dormitorio pobremente iluminado.

Pero Heracles continuaba inmóvil. [120]

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