PRIMERA PARTE

De agosto de 1775 a octubre de 1784


– ¡Estamos en guerra! -gritó el señor James Thistlethwaite.

Todas las cabezas excepto la de Richard Morgan se levantaron y se volvieron hacia la puerta, donde una corpulenta figura permanecía de pie, blandiendo una hoja de papel de copia. Por un instante, se hubiera podido oír el ruido de un alfiler al caer al suelo, pero inmediatamente después se armó un confuso alboroto de exclamaciones en todas las mesas excepto en la de Richard Morgan. Richard había prestado muy poca atención al sensacional anuncio: ¿qué importaba la guerra con las trece colonias americanas, comparada con el destino del hijo que él sostenía sobre sus rodillas? Cuatro días atrás el primo James el farmacéutico había vacunado al chiquillo contra la viruela y ahora Richard Morgan esperaba con ansia que la vacuna le hiciera efecto.

– Vamos, Jem, leédnoslo -dijo Dick Morgan, el patrón y padre de Richard, desde detrás del mostrador.

A pesar de que en el exterior brillaba el sol del mediodía y la luz se difundía a través de los dorados paneles de aquella clase de cristal especial -llamado crown glass- que adornaba las ventanas del Cooper's Arms, la espaciosa sala estaba más bien oscura. Así pues, el señor James Thistlethwaite se acercó pausadamente al mostrador y a los rayos de luz de una lámpara de aceite mientras la culata de una pistola de arzón asomaba por la abertura de cada uno de los dos bolsillos de su gabán. Con las gafas apoyadas en la punta de la nariz, empezó a leer, subiendo y bajando la voz en teatrales cadencias.

Parte de lo que dijo penetró en la bruma de la inquietud de Richard Morgan, pero sólo retazos, frases sueltas: «en una clara y declarada rebelión… los máximos esfuerzos por sofocar semejante rebelión y llevar a los traidores ante la justicia…».

Adivinando el desprecio en la mirada de su padre, Richard trató sinceramente de concentrarse. Pero ¿de veras le estaba subiendo la fiebre? ¿Le estaba subiendo en serio? En caso de que así fuera, significaba que la vacuna le estaba haciendo efecto. Y, si se lo hiciera, ¿sería William Henry uno de los pocos que, a pesar de la vacuna, sufrían la enfermedad con todas sus consecuencias? ¿Y morían a pesar de todo? ¡No, Dios mío!

El señor Thistlethwaite estaba llegando al punto culminante de su perorata.

– ¡Ahora la suerte está echada! ¡Las colonias tendrán que rendirse o triunfar! -tronó.

– Qué curiosa manera de expresarlo tiene el rey -dijo el patrón.

– ¿Curiosa?

– Da la impresión de que el rey considera posible un triunfo colonial.

– Bueno pues, yo lo dudo mucho, Dick. El que le escribe los discursos -algún despreciable subsecretario de su amado lord Bute, supongo- es un entusiasta de los equilibrios de la retórica…¡oh!

La última exclamación fue acompañada por el gesto de acercarse el dedo índice a la boca.

El patrón sonrió y escanció unos dedos de ron en una pequeña jarra de peltre y después se volvió para marcar con tiza una barra oblicua en la pizarra fijada en la pared.

– ¡Dick! ¡Dick! ¡Mi noticia bien se merece un trago a cuenta de la casa!

– Ni hablar. Nos habríamos enterado de todos modos más tarde o más temprano. -El patrón apoyó los codos en el lugar del mostrador donde éstos habían producido dos ligeras depresiones y miró al armado señor Thistlethwaite que, enfundado en su gabán, estaba más loco que una cabra. El día estival era sofocante-. En serio, Jem, no es que sea exactamente algo inesperado, pero es una noticia sorprendente a pesar de todo.

Ninguna otra voz intentó intervenir en la conversación. Dick Morgan gozaba del respeto de sus parroquianos y Jem Thistlethwaite tenía desde hacía mucho tiempo la fama de ser uno de los intelectuales más excéntricos de Bristol. Los parroquianos estaban encantados de escucharles mientras se empapaban de su bebida preferida… ron, ginebra, cerveza o leche de Bristol.

Las dos esposas Morgan estaban allí para atender a los clientes, recoger los vasos vacíos y entregárselos a Dick para que los volviera a llenar… y lo marcara en la pizarra. Ya era casi la hora de comer; el aroma del pan recién hecho que Peg Morgan acababa de traer de la tahona de Jenkins se mezclaba con todos los restantes olores propios de una taberna cercana a los muelles de Bristol cuando baja la marea. Buena parte de la mezcla de hombres, mujeres y niños presentes en el local se quedarían allí para saborear aquel mismo pan recién hecho, con un poco de mantequilla, un trozo de queso de Somerset y una humeante bandeja de peltre de carne de buey con patatas, nadando en una espesa salsa.

Su padre lo estaba mirando, enfurecido. Dolorosamente consciente de que Dick lo despreciaba y lo tenía por un blandengue, Richard trató de encontrar algo que decir.

– Supongo que nosotros esperábamos que ninguna de las demás colonias se pusiera de la parte de Massachusetts, tras haberle advertido de que estaba yendo demasiado lejos -dijo sin excesiva convicción-. ¿De veras creían que el rey se rebajaría a leer su carta? ¿O que, en caso de que lo hiciera, cedería a sus exigencias? ¡Son ingleses! ¡El rey es también su rey!

– ¡No digas sandeces, Richard! -replicó severamente el señor Thistlethwaite-. ¡Esta exagerada preocupación por tu hijo te está mermando las facultades! ¡El rey y sus serviles ministros están decididos a llevar nuestra regia isla a la ruina! ¡Ocho mil toneladas de carga de Bristol devueltas sin descargar desde las trece colonias en menos de un año! ¡Esta fábrica de sarga de Redcliff se ha quedado sin pedidos y las cuatrocientas almas a las que daba trabajo han tenido que recurrir a la caridad de la parroquia! ¡Por no hablar de esta empresa de las inmediaciones de Port Wall que fabricaba alfombras de lona pintada con destino a Carolina y Georgia! Los fabricantes de pipas, los fabricantes de botellas, las azucareras y las destilerías de ron… ¡por el amor de Dios, hombre! ¡Casi todo nuestro comercio está al otro lado del océano Occidental, y una considerable parte del mismo lo hacemos con las trece colonias! ¡Entrar en guerra con las trece colonias es un suicidio comercial!

– Comprendo -dijo el patrón, tomando la hoja de papel de copia para echarle un vistazo-, ese lord North ha emitido una… una «Proclama para la Represión de la Rebelión Armada».

– Es una guerra que no podemos ganar -dijo el señor Thistlethwaite, levantando su jarra vacía hacia Mag Morgan que estaba allí cerca, pendiente de los parroquianos.

Richard lo volvió a intentar.

– ¡Vamos, Jem! Hemos derrotado a Francia después de siete años de guerra… ¡somos el país más grande y más valiente del mundo! El rey de Inglaterra no pierde las guerras.

– Porque las combate muy cerca de Inglaterra o contra paganos o contra salvajes ignorantes cuyos dirigentes los venden. Pero los hombres de las trece colonias son ingleses, tal como tú justamente has dicho. Son civilizados y están familiarizados con nuestras costumbres. Son de nuestra sangre. -El señor Thistlethwaite se reclinó contra el respaldo de su asiento, lanzó un suspiro y arrugó los perfiles de su abultada nariz, noblemente ensanchados por el grog-. Se consideran maltratados, Richard. Explotados, escupidos, menospreciados. Son ingleses, sí, pero no de primera. Y están muy lejos de aquí, lo cual es algo que ni el rey ni sus ministros han conseguido afrontar en su gran ignorancia. Se podría decir que nuestra Armada gana las guerras… ¿cuánto tiempo hace que no nos enfrentamos o somos derrotados por un ejército de tierra más allá de nuestras islas? Y, sin embargo, ¿cómo podemos ganar una guerra naval contra un enemigo que no tiene barcos? Tendremos que combatir en tierra. Trece pedazos de tierra distintos que apenas mantienen relaciones entre sí. Y contra un enemigo que no está preparado para comportarse de acuerdo con las usanzas militares.

– Acabáis de echar por tierra vuestro propio argumento, Jem -dijo el patrón sonriendo, pero sin tomar el trozo de tiza mientras le entregaba una nueva jarra de ron a Mag-. Nuestros ejércitos son de primera categoría. Las colonias no podrán enfrentarse a ellos.

– ¡Estoy de acuerdo! ¡Estoy de acuerdo! -exclamó Jem, levantando su ron gratis en un brindis al patrón, que raras veces se mostraba generoso-. Probablemente los colonos jamás conseguirán ganar una batalla. Pero no necesitan ganar batallas, Dick. Lo único que necesitan es resistir. Pues ellos combatirán en su tierra y esta tierra no es Inglaterra. -Su mano se acercó al bolsillo izquierdo de su gabán y extrajo de él una impresionante pistola que depositó ruidosamente sobre la mesa mientras los restantes parroquianos de la taberna chillaban y gritaban aterrorizados… y Richard, con su hijito sentado sobre las rodillas, empujó el cañón hacia un lado con tal rapidez que nadie le vio moverse. La pistola, tal como todo el mundo sabía, estaba cargada. Sin prestar atención a la consternación que había provocado, el señor Thistlethwaite introdujo la mano en las profundidades del bolsillo y sacó unos trozos doblados de papel de copia. Los examinó uno a uno mientras sus gafas ampliaban el tamaño de sus ojos azul claro inyectados en sangre y su rizado cabello moreno se escapaba de la cinta con la que se lo había recogido de cualquier manera en la nuca… las pelucas o coletas no estaban hechas para el señor Thistlethwaite.

– Ah -exclamó al final, exhibiendo una hoja informativa de Londres-. Hace siete meses y medio, señoras y señores del Cooper's Arms, se celebró un gran debate en la Cámara de los Lores, en cuyo transcurso aquel venerable anciano, William Pitt, conde de Chatham, pronunció el que se considera su mejor discurso. En defensa de los colonos. Pero no son las palabras de Chatham las que me entusiasman -añadió el señor Thistlethwaite-, son las del duque de Richmond, y cito textualmente: «¡Podéis extender el fuego y la desolación, pero eso no será un gobierno!» ¡Cuán cierto, cuán auténticamente cierto! Ahora viene el pasaje que yo considero una de las grandes verdades filosóficas, a pesar de que los lores soltaron un resoplido cuando la pronunció: «No se puede obligar a ningún pueblo a someterse a una forma de gobierno que éste no desee recibir.» -El señor Thistlethwaite miró a su alrededor, asintiendo con la cabeza-. Por eso digo que todas las batallas que ganemos de nada servirán y apenas influirán en el resultado de la guerra. Si los colonos resisten, a la fuerza tendrán que ganar. -Sus ojos parpadearon mientras doblaba el periódico, se volvía a guardar las aproximadamente veinticinco hojas en el bolsillo e introducía en él la pistola de arzón empujándola hacia dentro detrás de las hojas-. Sabes demasiado de armas, Richard, eso es lo que tienes de malo. El niño no ha sufrido ningún daño y tampoco ninguno de los presentes. -Un rugido brotó de su garganta y vibró a través de sus labios fruncidos-. Llevo viviendo en esta pestilente letrina llamada Bristol toda mi vida y he aliviado la monotonía convirtiendo algunas de nuestras enconadas llagas tories del Gobierno en el objeto de mis sátiras, desde los cuáqueros a los shakers [1] y los más influentes personajes. -Agitó su maltrecho tricornio en dirección a sus oyentes y cerró los ojos-. Si los colonos resisten, a la fuerza tendrán que ganar -repitió-. Cualquier habitante de Bristol conoce a mil colonos que revolotean como murciélagos en la penumbra del ocaso. ¡La muerte del Imperio, Dick! Es el primer estertor de nuestras gargantas inglesas. Yo conozco muy bien a los colonos, y digo que ganarán.

Un extraño y siniestro sonido empezó a filtrarse desde el exterior. Era el rumor de muchas voces encolerizadas; las distorsionadas formas de los viandantes que pasaban sin prisa por delante de las ventanas de la taberna se convirtieron de repente en unas borrosas sombras de gente que corría.

– ¡Alborotadores! -Richard se levantó mientras le entregaba el niño a su mujer-. ¡Peg, sube inmediatamente con William Henry! Madre, id con ellos. -Miró al señor Thistlethwaite-. Jem, ¿queréis disparar con una en cada mano o me daréis a mí la segunda pistola?

– ¡Dejadlo correr, dejadlo correr! -Cuando Dick salió de detrás del mostrador, se pudo comprobar que era una fiel réplica de Richard, más alto que la mayoría y de robusta complexión-. Esta parte de Broad Street jamás ha visto alborotos, ni siquiera cuando vinieron los mineros de carbón de Kingswood y se llevaron al viejo Brickdale. Ni tan sólo cuando los marineros se desmandan. Cualquier cosa que esté ocurriendo, seguro que no es una rebelión. -Se encaminó hacia la puerta-. De todos modos, soy partidario de ir a ver qué ocurre -dijo, desapareciendo entre la muchedumbre que corría.

Los parroquianos del Cooper's Arms lo siguieron, incluidos Richard y Jem Thistlethwaite, con las pistolas de arzón todavía bien guardadas en los bolsillos de su gabán.

La calle era un hervidero de gente, ésta se asomaba desde las ventanas de los pisos superiores de las casas y estiraba el cuello para ver mejor; no se veía ni un solo adoquín de la calle y ni una sola laja de las nuevas aceras a ambos lados de Broad Street. Los tres hombres avanzaron en medio de la gente hacia la confluencia de Wine y Corn Street… no, no eran alborotadores. Eran unos acaudalados y sumamente enojados caballeros que no llevaban consigo ni mujeres ni niños.

Al otro lado de Broad Street y un poco más cerca del núcleo comercial que rodeaba el Ayuntamiento y la Bolsa, se encontraba la White Lion Inn, cuartel general de la Steadfast Society, la Sociedad de la Firmeza. Era el club tory, la fuente que más alentaba a su británica majestad el rey Jorge III, de quien eran acérrimos defensores hasta la muerte. El origen de aquella perturbación era el American Coffee House de la puerta de al lado, cuya bandera de barras rojas y blancas era utilizada por la inmensa mayoría de los colonos americanos como estandarte general cuando la bandera de Connecticut o Virginia o de cualquier otra colonia no resultaba apropiada.

– Creo -dijo Dick Morgan, poniéndose inútilmente de puntillas-, que sería mejor que regresáramos al Cooper's Arms y nos asomáramos a mirar desde el último piso.

Así pues, volvieron sobre sus pasos, subieron por los inseguros y maltrechos peldaños que había en el extremo interior del mostrador y por fin llegaron a las ventanas de bisagra que se inclinaban peligrosamente hacia fuera por encima de la Broad Street de abajo. En el cuarto de la parte de atrás el pequeño William Henry estaba llorando, mientras su madre y su abuela permanecían inclinadas sobre su cuna arrullándolo y cloqueando como gallinas con sus polluelos; el alboroto de la calle no tenía el menor interés para Peg o Mag mientras durara la terrible aflicción de William Henry. Y tampoco atraía a Richard, que ahora acababa de reunirse con ambas mujeres.

– ¡Richard, el niño no morirá en los próximos minutos! -replicó Dick desde la habitación de la fachada-. ¡Ven a verlo por ti mismo, maldita sea!

Richard se acercó a regañadientes, se asomó a la ventana abierta y miró con asombro.

– ¡Son yanquis, padre! Dios mío, ¿qué les están haciendo a estas cosas?

Eran efectivamente «cosas»: dos efigies de trapo hábilmente rellenas de paja y del todo recubiertas de pez todavía humeante en la cual se habían pegado unas plumas de ave. Excepto las cabezas, sobre las cuales descansaba el emblema de los colonos. Los sombreros tremendamente pasados de moda pero en extremo prácticos, con el ala inclinada hacia abajo todo alrededor, de tal forma que la baja copa redonda parecía la yema situada en el centro de un huevo frito.

– ¡Eh! -rugió Jem Thistlethwaite, descubriendo un conocido rostro perteneciente a un conocido y bien trajeado cuerpo, todo ello posado en un trineo cargado de altos toneles-. ¿Qué es lo que ocurre, maese Harford?

– ¡La Steadfast Society dice que va a ahorcar a John Hancock y a John Adams! -contestó el plutócrata cuáquero.

– ¿Cómo, porque el general Gage se negó a incluirlos en la amnistía después de lo de Concord?

– No lo sé, maese Thistlethwaite. -Visiblemente temeroso de que a él también lo satirizaran de manera muy poco favorecedora, Joseph Harford bajó de su estratégica posición y se mezcló con la muchedumbre.

– ¡Hipócrita! -dijo el señor Thistlethwaite por lo bajo.

– Samuel Adams, no John Adams -dijo Richard, ahora ya más interesado-. Porque tiene que ser Samuel Adams, ¿verdad?

– Si los de la Steadfast Society quieren ahorcar a los más ricos mercaderes de Boston, sí, tiene que ser Samuel. Pero John escribe y habla más -dijo el señor Thistlethwaite.

En una ciudad que vivía de cara al mar, la consecución de dos cuerdas eficazmente atadas para que formaran unos lazos de verdugo no presentaba ninguna dificultad. Dos de ellas aparecieron como por arte de ensalmo, y los rígidos monigotes de tamaño natural erizados de plumas fueron sujetados por el cuello y levantados hasta el poste de la American Coffee House para que dieran perezosas vueltas y ardieran lentamente allí arriba. Una vez disipada la cólera, el grupo de representantes de la Steadfast Society desapareció a través de las acogedoras puertas de color azul tory de la White Lion Inn.

– ¡Cerdos tories! -dijo el señor Thistlethwaite, bajando los peldaños de la escalera con el pensamiento centrado por encima de todo en una buena jarra de ron.

– ¡Ya podéis salir, Jem! -dijo el patrón, atrancando la puerta hasta tener la certeza de que los disturbios ya habían terminado.


Richard no había seguido a su padre al piso de abajo a pesar de estar obligado a hacerlo; ahora su nombre estaba unido al de Dick en los libros oficiales del Ayuntamiento. Richard Morgan, tabernero autorizado para la venta de bebidas alcohólicas, había pagado la cuota y se había convertido en un «hombre libre», un ciudadano con derecho a voto en una ciudad que era en sí misma un condado distinto de los de Gloucestershire y Somersetshire que lo rodeaban, un ciudadano de una ciudad que era la segunda más grande de toda Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda. De las cincuenta mil almas que se apretujaban dentro de sus confines, sólo unas siete mil eran hombres libres con derecho a voto.

– ¿Le está haciendo efecto? -le preguntó Richard a su mujer, inclinándose sobre la cuna; William Henry se había calmado y parecía dormitar muy intranquilo.

– Sí, amor mío. -Los dulces ojos castaños de Peg se llenaron súbitamente de lágrimas y sus labios temblaron de inquietud-. Ahora es el momento de rezar, Richard, para que no enferme de viruela. Aunque bien es cierto que no le arde la piel como a Mary. -Le dio a su marido un ligero empujón-. Vete a dar un buen paseo. Puedes rezar y pasear. ¡Ve! Te lo suplico, Richard. Si te quedas, padre se pondrá a gruñir.

Un curioso letargo se había apoderado de Broad Street como consecuencia del pánico que parecía extenderse por toda la ciudad cada vez que se temía el estallido de algún disturbio. Al pasar por delante de la American Coffee House, Richard se detuvo un instante para contemplar las efigies colgantes de John Hancock y John/Samuel Adams, mientras llegaban hasta sus oídos las sonoras carcajadas y las iracundas voces procedentes de las huestes de la Steadfast Society que estaban comiendo en el local del White Lion. Sus labios se curvaron en una ligera mueca de desprecio; los Morgan eran unos fervientes whigs cuyos votos habían contribuido al éxito de Edmund Burke y Henry Cruger en las elecciones del año anterior… ¡menudo espectáculo habían sido! ¡Y menudo disgusto se había llevado lord Clare al ver que sólo había cosechado un voto!

Apurando ahora el paso, Richard echó a andar por Corn Street pasando por delante del espléndido Bush Inn de John Weeks, cuartel general del Union Club de los whigs. Desde allí, se dirigió al norte por Small Street y salió al Key, a la altura de Stone Bridge. El panorama que se extendía hacia el sur era extraordinario. Era como si una calle muy ancha se hubiera llenado de barcos en estado esquelético, con sólo los mástiles y metros y más metros de estayes y obenques por encima de sus vientres de roble reforzados por los correspondientes baos. Del río Froom sobre el cual flotaban no se podía ver nada a causa de la gran cantidad de barcos que esperaban pacientes el término de sus veinte semanas de permanencia en el puerto.

La marea había alcanzado el reflujo y estaba empezando a subir a un ritmo sorprendente: el nivel del agua tanto en el Froom como en el Avon subía nueve metros en unas seis horas y media y después volvía a bajar otros nueve. En la bajamar, los barcos descansaban sobre el pestilente barro que los obligaba a ladearse e inclinarse sobre los baos; durante la pleamar, los barcos volvían a flotar sobre el agua, tal como les correspondía hacer. Muchas quillas se deformaban y combaban como consecuencia del esfuerzo de permanecer tumbadas de lado sobre el barro de Bristol.

La mente de Richard, una vez superada la instintiva reacción ante el espectáculo de aquella ancha avenida de barcos, regresó a su cauce.


¡Señor y Dios mío, escucha mi oración! Salva a mi hijo. No nos arrebates a nuestro hijo a mí y a su madre…


No era el único hijo de su padre, aunque sí el mayor; su hermano William era aserrador y tenía su propio taller en la orilla de St. Philip's del Avon, cerca de Cuckold's Pill y los invernaderos, y tenía tres hermanas felizmente casadas con hombres libres. Había nidos de Morgans en varios lugares de la ciudad, pero los Morgan del clan de Richard -tal vez emigrantes de Gales en tiempos inmemoriales- llevaban viviendo allí el tiempo suficiente para haber adquirido una cierta categoría; de hecho, las lumbreras del clan como el primo Jem el farmacéutico, estaban al frente de importantes empresas, pertenecían al Gremio de Mercaderes y al Ayuntamiento, entregaban cuantiosas limosnas a los asilos de pobres y esperaban ser alcaldes algún día.

El padre de Richard no era una lumbrera del clan. Ni tampoco una vergüenza para el clan. Tras haber ido un poco a la escuela, había trabajado como aprendiz de tabernero autorizado para la venta de bebidas alcohólicas y después, en su calidad de hombre libre que pagaba la cuota, había luchado para poder tener su propia taberna. Le habían concertado una boda de conveniencia; Margaret Biggs pertenecía a una buena familia de ganaderos cerca de Bedminster y sabía leer pero no escribir. Los hijos, empezando por una hembra, llegaron a intervalos demasiado regulares para que el dolor de la ocasional pérdida de un vastago fuera verdaderamente insoportable. Cuando Dick adquirió el suficiente control para retirarse antes de la eyaculación, los hijos se plantaron en dos hijos vivos y tres hijas vivas. Una buena prole, lo bastante reducida para que se la pudiera criar. Dick quería que por lo menos un hijo fuera instruido y centró sus esperanzas en Richard nada más comprender que William, dos años más joven, no iba para erudito.

Por consiguiente, cuando Richard cumplió siete años, lo matricularon en la Colston's School y le pusieron el famoso uniforme azul que informaba a los habitantes de Bristol de que su padre era pobre pero respetable y también un fiel miembro de la Iglesia anglicana. Y, en el transcurso de los siguientes cinco años, le metieron en la cabeza las letras y los números. Aprendió a escribir con buena letra, a hacer sumas mentales, a empollarse La guerra de las Galias de Julio César, los discursos de Cicerón y las Metamorfosis de Ovidio, estimulado por el ácido aguijón del bastón y la cáustica mordedura de los comentarios del maestro. Siendo un buen alumno aunque no demasiado brillante y gracias a su serena apostura, sobrevivió a la filantrópica institución del señor Colston mucho mejor que la mayoría de alumnos y sacó más provecho de la experiencia.

A los doce años, le llegó el momento de marcharse y dedicarse a un oficio o profesión acorde con su educación. Para gran sorpresa de su familia, siguió una dirección distinta de la que cualquier Morgan hubiera seguido hasta la fecha. Entre sus principales cualidades se contaba su habilidad en cuestiones mecánicas y en la colocación de las piezas de un rompecabezas, amén de una paciencia verdaderamente extraordinaria en alguien tan joven. Él mismo decidió entrar como aprendiz en el taller del senhor Tomas Habitas, el armero.

La decisión fue secretamente del agrado de su padre, encantado con la idea de que los Morgan hubieran producido un artesano en lugar de un comerciante. Además, la guerra formaba parte de la vida y las armas formaban parte de la guerra. Un hombre capaz de hacerlas y arreglarlas no era probable que se convirtiera en carne de cañón en un campo de batalla.

Los siete años de aprendizaje fueron para Richard una delicia en lo tocante al trabajo y la preparación, a pesar de las incomodidades físicas que ello suponía. Como todos los aprendices, no cobraba ninguna paga, vivía en la casa de su maestro, le servía a la mesa, se alimentaba de las sobras y dormía en el suelo. Por suerte, el senhor Tomas Habitas era un amo bondadoso y un armero sensacional. A pesar de que podía hacer unas preciosas pistolas de duelo y fusiles de caza, era lo bastante listo para comprender que, para prosperar en aquel sector, tenía que ser un Manton, cosa que, fuera de Londres, no podía ser. Por consiguiente, optó por fabricar el mosquete militar cariñosamente conocido por todos los soldados e infantes de marina como «Brown Bess», la Morena Isabelita, cuyas cuarenta y seis pulgadas de longitud -que abarcaban tanto la culata de madera como el acero del cañón- eran tan marrones como una nuez. A los diecinueve años, Richard terminó su aprendizaje y abandonó la familia de Habitas, pero no su taller. Allí siguió fabricando, pero ahora como maestro artesano, el Brown Bess. Y se casó, cosa que no habría podido hacer siendo aprendiz. Su mujer era hija del hermano de su madre y, por lo tanto, prima hermana suya, pero, puesto que la Iglesia anglicana no lo prohibía, se casó con su prometida en la iglesia de St. James bajo los auspicios de su primo Jem el clérigo. A pesar de haber sido arreglada, fue una boda por amor y, a medida que pasaban los años, el amor entre los miembros de la pareja se fue consolidando. No sin ciertas dificultades de nomenclatura, pues Richard Morgan, hijo de Richard Morgan y de Margaret Biggs, había tomado por esposa a otra Margaret Biggs.

Mientras la armería de Habitas prosperó, semejante situación no resultó demasiado incómoda, pues el joven matrimonio vivía en un apartamento alquilado de dos habitaciones en Temple Street al otro lado del Avon, justo a la vuelta de la esquina del taller de Habitas y de la sinagoga judía.

La boda se había celebrado en 1767, tres años después de la guerra de los Siete Años contra Francia, concluida con un tratado de paz muy impopular. Fuertemente endeudada a pesar de su victoria, Inglaterra tuvo que aumentar sus ingresos por medio de nuevos impuestos y reducir los gastos de su ejército y de su armada por medio de ahorros masivos. Las armas ya no eran necesarias. Por consiguiente, uno a uno los artesanos y los aprendices de Habitas fueron desapareciendo hasta que en el taller sólo quedaron Richard y el propio senhor Habitas. Pero, al final, tras el nacimiento de la pequeña Mary en 1770, Habitas se vio obligado muy a pesar suyo a prescindir de los servicios de Richard.

– Ven a trabajar conmigo -le dijo alegre Dick Morgan-. Las armas pueden ir y venir, pero el ron es absolutamente eterno.

Todo fue muy bien, a pesar del problema de los nombres. A la madre de Richard siempre la habían llamado Mag y a la esposa de Richard, Peg, dos diminutivos de Margaret. El verdadero problema era que, exceptuando a los estrafalarios disidentes protestantes que bautizaban a sus hijos varones con nombres como «Cranfield» u «Onesiphorus», casi todos los varones ingleses se llamaban John, William, Henry, Richard, James o Thomas, y casi todas las mujeres se llamaban Ann, Catherine, Margaret, Elizabeth o Mary. Una de las pocas costumbres que unían a todas las clases sociales, desde las más altas a las más bajas.


Peg, la mimosa y complaciente Peg, resultó que no concebía con facilidad. Mary fue su primer embarazo, casi tres años después de su boda, y no porque no lo intentara. Como es natural, ambos progenitores esperaban un varón y sufrieron una gran decepción cuando tuvieron que buscar un nombre de mujer. La elección de Richard recayó en Mary, un nombre poco común en el clan (tal como dijo con toda franqueza su padre) y con cierto regusto papista. No importaba. En cuanto tomó en brazos a su hija recién nacida y la contempló con asombro, Richard Morgan descubrió en sí mismo un océano de amor todavía inexplorado. Tal vez debido a su paciencia, siempre se había llevado de maravilla con los niños, pero, a pesar de todo, no estaba preparado para la emoción que sintió cuando contempló a la pequeña Mary. Sangre de su sangre, hueso de sus huesos, carne de su carne.

Ahora que tenía una hija, su nuevo oficio de tabernero le gustaba mucho más que el de armero; la taberna era un negocio familiar, un lugar en el que podría estar constantemente con su hija, verla con su madre, contemplar el milagro de los hermosos pechos de Peg sirviendo de almohada para la cabeza de la niña mientras su boquita se afanaba en succionar la leche. Peg no le escatimaba la leche y temía el día en que tuviera que destetar a Mary con cerveza suave. ¡A los bebés de Bristol, como a los de Londres, no se les daba agua, faltaría más! La cerveza suave no intoxicaba demasiado, pero un poco, sí. Los bebés que empezaban a bebería demasiado pequeños, decía Peg, la hija del campesino (cuyo eco repetía Mag) siempre acababan convirtiéndose en borrachos. Aunque no era muy dado a corroborar las afirmaciones de las mujeres, Dick Morgan, veterano de cuarenta años en el negocio de las tabernas, estaba totalmente de acuerdo con ellas. La pequeña Mary tenía más de dos años cuando Peg empezó a destetarla.

Entonces regentaban la Bell, la primera taberna en propiedad de Dick. Estaba en Bell Lane y formaba parte del tortuoso conjunto de casas, almacenes y sótanos pertenecientes al primo James el farmacéutico, el cual compartía la parte sur de la estrecha callejuela con la no menos tortuosa sede de la empresa norteamericana de comercio de lana de Lewsley & Co. Hay que añadir que el primo James el farmacéutico era propietario de un soberbio establecimiento de venta al detalle en Corn Street; sin embargo, casi todo el dinero lo había ganado fabricando y exportando medicamentos y compuestos químicos, desde el corrosivo sublimado de mercurio (utilizado en el tratamiento de los chancros de la sífilis) hasta el láudano y otros opiáceos.

Cuando finalmente se recibió la autorización para la venta de alcohol en el Cooper's Arms de la vuelta de la esquina en Broad Street, Dick Morgan se hizo con ella. ¡Una taberna en Broad Street! ¡Incluso tras haberle pagado al Ayuntamiento las veintiuna libras de alquiler anual, el dueño de una taberna de Broad Street podía esperar tranquilamente unos beneficios de cien libras anuales! [2] Le fue muy bien porque la familia Morgan no temía el trabajo duro, Dick Morgan jamás aguaba el ron y la ginebra y la comida que servían a la hora del almuerzo (sobre las doce del mediodía) y la de la cena (sobre las seis de la tarde) era excelente. Mag era una espléndida cocinera de platos caseros y todas las quisquillosas normas que se remontaban a la época de la buena reina Bess y que tanto agobiaban a los taberneros de Bristol -prohibición de cocer pan en el local, prohibición de sacrificar animales para no tener que comprárselos al carnicero- eran, a juicio de Dick Morgan, una fuente de mayores ingresos. Si un hombre pagaba sus cuentas a tiempo, los vendedores al por mayor siempre le hacían condiciones especiales. Incluso cuando la situación era difícil.


Ojalá no fueras tan cruel, Dios mío, le dijo Richard a aquel Ser invisible. Pues a menudo parece que tu cólera se abate sobre aquellos que no te han ofendido. Guarda de todo mal a mi hijo, te lo suplico…


A su alrededor, en sus lomas y pantanos, la ciudad de Bristol nadaba en un mar de arenosa bruma que casi ocultaba las agujas de sus numerosas iglesias. El verano había sido insólitamente caluroso y seco y a finales de aquel mes de agosto no se había producido el menor alivio. Las hojas de los olmos y de los tilos de College Green al oeste y de Queen Square al sur parecían cansadas y descoloridas, despojadas de su lustre y su brillo. Las chimeneas escupían penachos de negro humo por doquier, las fundiciones de los Friers y de Castle Green, los ingenios de azúcar de Lewin's Mead, las fábricas de chocolate de Fry, los altos conos de los invernaderos y los achaparrados hornos de cal. Cuando el viento no soplaba por el este, aquel infierno atmosférico recibía adicionales efluvios procedentes de Kingswood, un lugar al que ningún bristoliano acudía voluntariamente. Los yacimientos de carbón y las impresionantes estructuras metálicas, que se levantaban por encima de ellos, creaban una raza de gente semisalvaje que perdía rápidamente los estribos y sentía un odio permanente contra Bristol. No era de extrañar que así fuera, dadas las espantosas emanaciones y la terrible humedad de Kingswood.

Ahora Richard se estaba adentrando en el verdadero territorio naval. El dique seco de Tomb, otro dique seco, el hedor de la pez caliente, los barcos sin cintas que parecían cajas torácicas de animales gigantescos.

En Canon's Marsh siguió la alargada franja de terreno de la marisma donde se hacían las cuerdas, en lugar de seguir la cenagosa senda que bordeaba la tortuosa orilla del Avon, saludando con la cabeza a los cordeleros que recorrían su aproximadamente medio kilómetro enroscando las hebras de cáñamo o de lino, ya retorcidas por lo menos una vez para cumplir el pedido de aquel día: cabos, guindalezas o cuerdas. Sus brazos y hombros estaban tan retorcidos como la cuerda que trenzaban, y sus manos tan endurecidas que no tenían sensibilidad… ¿qué placer podían hallar en la piel de una mujer?

Pasó por delante del único invernadero que había a la entrada de Back Lane y de varios hornos de cal hasta llegar a las inmediaciones de Clifton. La impresionante mole de Brandon Hill se elevaba en segundo plano y, delante de él, en un escarpado revoltijo de boscosas colinas que bajaban hacia el Avon, se encontraba el lugar con el que había soñado. Clifton, donde el aire era limpio y los pequeños valles y las lomas se rizaban y estremecían cuando el viento agitaba el culantrillo y la eufrasia, el brezo de purpúreas flores, la mejorana y el geranio silvestre. Los árboles resplandecían, libres de suciedad, y se podían vislumbrar las grandes mansiones de más arriba, en medio de sus jardines… Manilla House, Goldney House, Cornwallis House, Clifton Hill House…


Ansiaba desesperadamente vivir en Clifton. La gente de Clifton no enfermaba de tisis ni tampoco de disentería o de las perniciosas anginas, la fiebre o la viruela. Y ello era así tanto entre la gente humilde de las casitas y las toscas chozas, que se levantaban al borde del camino de Hotwells al pie de las colinas, como entre los altivos seres que paseaban más allá de las majestuosas columnas de sus encumbrados palacios. Tanto si eran marineros como si eran cordeleros, carpinteros de ribera o señores de una mansión, los habitantes de Clifton no enfermaban ni morían prematuramente. Allí uno podía conservar a sus hijos.

Mary, que era la luz de su vida, tenía, decían, sus mismos ojos gris azulados y su mismo ondulado cabello oscuro, la bien formada nariz de su madre y la misma impecable piel morena de sus dos progenitores. Lo mejor de ambos mundos, solía decir Richard entre risas, estrechando contra su pecho a la criaturita mientras los ojos de ésta -igualitos a los suyos- se levantaban hacia su rostro con adoración. Mary era el tesoro de su padre, de eso no cabía la menor duda; nunca se cansaba de estar con él ni él de estar con ella. Dos personas pegadas como con cola la una a la otra, decía Dick Morgan en tono de leve reproche. Sin embargo, la atareada Peg se limitaba a sonreír y lo dejaba correr sin decirle jamás a su amado Richard que sabía muy bien que él había usurpado una parte del afecto de la niña por culpa suya, su madre. A fin de cuentas, ¿qué más daba de dónde viniera el amor, siempre y cuando fuera amor? No todos los hombres eran buenos padres y casi todos tenían la mano muy rápida para soltar una zurra. Richard jamás levantaba la mano.

La noticia del segundo embarazo llenó de emoción a ambos progenitores: un intervalo de tres años era preocupante. ¡Ahora tendrían un varón!

– Es un niño -dijo con firmeza Peg mientras su vientre se iba hinchando-. A éste lo llevo de otra manera.

Estalló la viruela. Desde tiempos inmemoriales, todas las generaciones la habían conocido y su índice de mortalidad había ido disminuyendo lentamente, por lo que ahora sólo las epidemias más graves mataban a mucha gente. Los rostros que se veían por la calle estaban picados a menudo de viruela… Una lástima, pero, por lo menos, sus propietarios habían salvado la vida. El rostro de Dick Morgan estaba ligeramente picado de viruela, pero Mag y Peg habían sufrido la enfermedad de las vacas en su infancia y jamás habían sucumbido a la viruela. Las supersticiones del campo decían que la enfermedad de las vacas impedía que la gente contrajera la viruela. Por consiguiente, en cuanto Richard cumplió los cinco años, Mag se llevó al pequeño a la granja de su padre cerca de Bedminster durante una breve pasa de la enfermedad, e hizo que el chiquillo intentara ordeñar a las vacas hasta que conseguir que enfermara de aquella especie de protectora y benigna forma de viruela.

Richard y Peg tenían toda la intención de hacer lo mismo con Mary, pero en Bedminster no hubo viruela benigna. Cuando aún no había cumplido los cuatro años, a la niña le subió de repente la fiebre, una fiebre terrible y abrasadora que la hacía gemir mientras su cuerpo devastado por el dolor se agitaba y retorcía y ella pedía desesperadamente la presencia de su padre. Cuando llegó el primo James el farmacéutico (los Morgan sabían que era mejor médico que cualquiera de los que en Bristol se hacían llamar médicos) puso una cara muy seria.

– Si le baja la fiebre cuando aparezcan las manchas, vivirá -afirmó-. No hay ningún medicamento que pueda cambiar la voluntad de Dios. Mantenedla bien abrigada y no permitáis que se exponga a las corrientes de aire.

Richard intentó ayudar a cuidarla, permaneciendo horas y horas al lado de la cuna a la que él mismo había dotado de unos artísticos cardanes para que pudiera oscilar suavemente sin el ruidoso chirrido de los balancines de las cunas. Al cuarto día de fiebre aparecieron las manchas, unas moradas aréolas con algo que parecía un balín de plomo en el centro. El rostro, los antebrazos y las manos, la parte inferior de las piernas y los pies. Espantoso, horrendo. Richard le hablaba y la arrullaba y le sostenía las manitas mientras Peg y Mag cambiaban las sábanas y le lavaban las encogidas nalgas, tan arrugadas y resecas como las de una vieja. Pero la fiebre no bajó y, al final, cuando las pústulas estallaron y se abrieron, la niña se apagó con la misma suavidad y dulzura que una vela.

El primo James el clérigo no daba abasto con los entierros. Pero los Morgan tenían derecho de parentesco, por lo que, a pesar de las peticiones que constantemente recibía, enterró a Mary Morgan, de tres años de edad, con toda la solemnidad que la Iglesia Anglicana podía ofrecer. Agotada por el cansancio y a punto de venirse abajo, Peg se apoyó en su tía y suegra mientras Richard permanecía de pie llorando con desconsuelo, en la más absoluta soledad; no quería que nadie se le acercara. Su padre, que también había sufrido la pérdida de hijos -¿quién no la había sufrido?- se avergonzó de todo aquel torrente de dolor, tan indecorosamente impropio de un hombre. A Richard no le importaba lo que pensara su padre. Ni siquiera se daba cuenta. Su querida Mary había muerto y él, que gustosamente habría muerto en su lugar, estaba vivo y en el mundo sin ella. Dios no era bueno. Dios no era amable ni misericordioso. Dios era un monstruo más perverso que el demonio, el cual, por lo menos, no hacía alardes de virtud.


Dick y Mag Morgan pensaron que era estupendo que Peg estuviera a punto de volver a dar a luz. El único alivio para el dolor de Richard era la llegada de una nueva criatura a la que amar.

– A lo mejor, lo rechazará -dijo Mag con inquietud.

– ¡Richard no hará tal cosa! -replicó despectivamente Dick-. Es demasiado blando.

Dick estaba en lo cierto y Mag se equivocaba. Por segunda vez Richard Morgan se vio envuelto por aquel océano, de cuya profundidad ahora ya tenía cierta idea. Conocía la inmensidad de sus abismos, la fuerza de sus tormentas, su alcance ilimitado. Se juró a sí mismo que, con aquella criatura, aprendería a flotar, no gastaría sus fuerzas en luchar. Una decisión que duró menos que el congelado momento en que contempló el rostro de su hijo recién nacido, las dulces manitas, el pulso que animaba aquel nuevo ser de esta triste y vieja tierra. Sangre de su sangre, hueso de su hueso, carne de su carne.

No correspondía a las mujeres la elección del nombre de sus hijos. La tarea le correspondía a Richard.

– Llámalo Richard -dijo Dick-. Es la tradición.

– No pienso hacerlo. Ya tenemos un Dick y un Richard; ¿es que ahora necesitamos a un Dickon o a un Rich?

– A mí me gusta Louis -dijo Peg como el que no quiere la cosa.

– ¡Otro nombre papista! -tronó Dick-. ¡Y, además, es gabacho!

– Lo llamaré William Henry -dijo Richard.

– Bill, como su tío -dijo Dick, complacido.

– No, padre, Bill, no. Y tampoco Will. Ni Willy, Billy o William. Su nombre es William Henry y así lo llamará todo el mundo -dijo Richard con tal firmeza que allí terminó la discusión.

A decir verdad, su decisión fue del agrado de todo el clan. Alguien a quien todo el mundo conociera con el nombre de William Henry no tendría más remedio que convertirse en un gran hombre.

Richard expresó este veredicto cuando presentó a su hijo al señor James Thistlethwaite, el cual soltó un resoplido.

– Vaya, como lord Clare -dijo éste-. Empezó como maestro de escuela, se casó con tres feas y gordas viudas de gran fortuna, tuvo… ejem… la gran suerte de librarse de ellas en rápida sucesión, se convirtió en miembro del Parlamento en representación de Bristol y así fue como conoció al príncipe de Gales. El vulgarísimo Robert Nugent nadaba en la abundancia y empezó a prestarle cuantiosas sumas a nuestro gordísimo heredero, Georgy Porgy Budín y Empanada. Sin intereses y sin devolución del capital hasta que ni siquiera el rey pudo ignorar la deuda. De esta manera, el vulgarísimo Robert Nugent fue apoteósicamente nombrado vizconde de Clare y ahora tiene una calle de Bristol que lleva su nombre. Acabará siendo conde, pues mis informadores de Londres me dicen que su dinero sigue yendo a parar a gran velocidad a las manos del príncipe. Tienes que reconocer, mi querido Richard, que el maestro de escuela ha sabido buscarse muy bien la vida.

– En efecto -contestó Richard sin sentirse en modo alguno ofendido-. Aunque yo diría -añadió tras una breve pausa- que William Henry se ganó el título de par convirtiéndose en primer lord del Almirantazgo. Los generales siempre son aristócratas porque los oficiales del ejército se tienen que comprar los ascensos mientras que los almirantes pueden encaramarse a la cumbre con la parte del botín que les corresponde y cosas por el estilo.

– ¡Has hablado como un auténtico bristoliano! Los barcos siempre están presentes en los pensamientos de los bristolianos. Aunque tú, Richard, sólo los conoces de vista.

El señor Thistlethwaite tomó un sorbo de ron y esperó con ansiosa anticipación la agradable sensación de calor que éste le iba a producir por dentro.

– A mí los barcos me basta con mirarlos -dijo Richard, acercando su mejilla a la de William Henry.

– ¿Nunca has sentido el deseo de conocer otros lugares? ¿Ni siquiera Londres?

– No. Nací en Bristol y en Bristol moriré. No siento el menor deseo de alejarme más allá de Bath o de Bedminster. -Richard sostuvo en alto a William Henry y miró a su hijo a los ojos; éste le correspondió con una mirada sorprendentemente firme para un bebé de su edad-. ¿Verdad, William Henry? Puede que tú acabes siendo el viajero de la familia.

Vanas conjeturas. Por lo que a Richard respectaba, el hecho de tener a William Henry a su lado era más que suficiente.

Pero la inquietud era omnipresente tanto en Peg como en Richard. Ambos se preocupaban ante la menor desviación de William Henry de su senda habitual: ¿sus deposiciones eran un poco sueltas?, ¿tenía la frente demasiado caliente?, ¿no tendría que estar un poco más adelantado para su edad? Nada de todo eso tuvo demasiada importancia durante los primeros seis meses de vida de William Henry, pero sus abuelos temían lo que pudiera ocurrir cuando empezara a fijarse en las cosas, gatear por el suelo, hablar… ¡y pensar! ¡Con sus mimos iban a acabar malcriando al niño! Prestaban ávidamente atención a cualquier cosa que dijera el primo James el farmacéutico sobre cuestiones acerca de las cuales muy pocos bristolianos -o cualquier otra clase de ingleses- se preocupaban. Como, por ejemplo, el estado de las alcantarillas, la putrefacción del Froom y el Avon, los nocivos vapores que se cernían sobre la ciudad tanto en invierno como en verano. Un comentario acerca del sótano del retrete de Broad Street indujo a Peg a ponerse de rodillas en el interior del retrete de debajo de la escalera con un cubo y unas bayetas, cepillos y aceite de brea, a fregar el viejo asiento de piedra y el suelo y a enjabelgarlo todo sin compasión. Mientras que Richard se dirigió al Ayuntamiento y armó tal escándalo ante toda una serie de haraganes de la corporación municipal que los trineos bajaron en masa para vaciar el sótano, enjuagarlo varias veces y verter después el resultado de toda aquella actividad a las aguas del Froom a la altura de Key Head, justo al lado de los mercados de pescado.

Cuando William Henry superó los seis meses y empezó a convertirse en una persona, sus abuelos descubrieron que era la clase de niño que no se puede malcriar. Era tal la dulzura de su naturaleza y la humildad de su diminuta alma que aceptaba agradecido todas las atenciones que se le prestaban, pero jamás se quejaba si no se las ofrecían. Lloraba cuando le dolía algo o cuando algún imbécil de la taberna le pegaba un susto y, sin embargo, no le tenía el menor miedo al señor Thistlethwaite (sin duda el más temible parroquiano del Cooper's Arms), por muchos rugidos que pegara. Solía mantener meditabundos silencios y, aunque sonreía de buen grado, jamás se reía y nunca se mostraba triste o malhumorado.

– Afirmo que tiene el temperamento propio de un monje de un monasterio -dijo el señor Thistlethwaite-. A ver si os habrá salido cartujo.


Cinco días atrás había corrido un rumor en el Cooper's Arms: se habían producido algunos casos de viruela, pero estaban demasiado dispersos para pensar en el establecimiento de una cuarentena, la primera -y la última- desesperada esperanza de todas las ciudades.

A Peg se le desorbitaron los ojos.

– ¡Oh, Richard, otra vez no!

– ¡Haremos inocular a William Henry! -fue la respuesta de Richard.

Tras lo cual, envió un mensaje a su primo James el farmacéutico.

Éste lo miró horrorizado en cuanto supo lo que se exigía de él.

– ¡No, Richard, por Dios! ¡La inoculación es para personas de más edad! ¡Jamás he oído hablar de semejante posibilidad en un bebé tan pequeño! ¡Lo mataría! Mucho mejor hacer una de entre dos cosas: enviarlo a la granja o mantenerlo aquí en el mayor aislamiento que podáis. Y rezar, cualquiera que sea el camino que elijáis.

– La inoculación, primo James. Tiene que ser la inoculación.

– ¡Richard, no pienso hacer tal cosa! -El primo James el farmacéutico miró a Dick, que estaba contemplando la escena con torva expresión-. ¡Di algo, Dick! ¡Haz algo! ¡Te lo imploro!

Por una vez, el padre de Richard se puso de su parte.

– Jim, ninguna de las dos posibilidades daría resultado. Sacar a William Henry de Bristol no puede ser, ¡no, óyeme bien!, sacarlo de Bristol significaría alquilar un coche y, ¿quién nos puede decir qué clase de persona lo ocupó por última vez? ¿O quién podría haber en el transbordador de Rownham Meads? ¿Y cómo se puede aislar a alguien en una taberna? Eso no es como St. James's en domingo, por muy divertido que sea. Mi puerta la cruza toda suerte de gente. No, Jim, tiene que ser la inoculación.

– ¡Pues que todo caiga sobre vuestras cabezas! -exclamó el primo James el farmacéutico mientras abandonaba el local dando traspiés y retorciéndose las manos para localizar a un médico amigo suyo que hubiera encontrado a una víctima de la viruela ya en la fase de la ruptura de las pústulas. La tarea no sería muy difícil. La gente estaba sucumbiendo por doquier a la enfermedad. Casi todas las víctimas estaban por debajo de los quince años.

– Rezad por mí -le dijo el primo James el farmacéutico al médico amigo suyo mientras éste pasaba una vulgar aguja de zurcir por la llaga del rostro de una niña de doce años y le daba varias vueltas para que quedara bien cubierta de pus. ¡Pobrecilla! Era un rostro muy bello, pero ya jamás lo volvería a ser-. Rezad por mí -repitió al tiempo que se levantaba y colocaba la aguja impregnada de pus en un lecho de hilas en el interior de una cajita de hojalata-. Rezad para que no cometa un asesinato.

Regresó a toda prisa al Cooper's Arms, un camino no demasiado largo. Allí, con el pequeño William Henry parcialmente desnudo sobre sus rodillas, sacó la aguja de zurcir de su estuche y apoyó la punta sobre… Dios mío, ¿dónde iba a cometer el asesinato? Y, por si fuera poco, en público, mientras los parroquianos permanecían sentados en sus lugares de costumbre, el señor Thistlethwaite se hurgaba los dientes como si tal cosa y los Morgan formaban un círculo a su alrededor como para evitar que escapara en caso de que se le ocurriera la idea de hacerlo. De repente, todo terminó: pellizcó la carne del brazo de Richard Henry justo por debajo del hombro izquierdo, clavó la enorme aguja y después retiró los dos centímetros y medio que había introducido.

William Henry no se acobardó ni lloró. Volvió con expresión inquisitiva sus grandes y extraordinarios ojos hacia el sudoroso rostro del primo James como diciéndole, ¿por qué me haces esto? ¡Duele mucho!

– ¿Por qué, por qué lo hice, Dios mío? ¡Jamás he visto unos ojos semejantes! No son los ojos de un animal, pero tampoco los de un ser humano. Es un niño muy extraño.

Después cubrió de besos el rostro de William Henry, se enjugó las lágrimas, volvió a guardar la aguja en su estuche para quemarlo todo más tarde en el horno más caliente que tuviera y devolvió a William Henry a Richard.

– Bueno, ya está. Ahora me voy a rezar. No por el alma de William Henry… ¿qué bebé podría temer ser culpable de eso? Para rezar por mi propia alma, para que no haya cometido un asesinato. ¿Tenéis un poco de vinagre y de aceite de brea? Desearía lavarme las manos.

Mag fue por una jarrita de vinagre, una botella de aceite de brea, una palangana de peltre y un lienzo limpio.

– Durante tres o cuatro días no ocurrirá nada -dijo el primo James el farmacéutico mientras se lavaba las manos-, pero después, si le hace efecto, le subirá la fiebre. Si le hace el debido efecto, la fiebre no será maligna. En determinado momento, la inoculación se enconará, producirá una pústula y reventará. Si todo va bien, será la única. Pero no puedo asegurarlo y no os puedo dar las gracias por lo que he hecho.

– ¡Sois el mejor hombre de Bristol, primo James! -exclamó jovialmente el señor Thistlethwaite.

El primo James el farmacéutico se detuvo en la puerta.

– No soy vuestro primo, Jem Thistlethwaite… ¡vos no tenéis parientes! Ni siquiera una madre -dijo con glacial tono de voz.

Después se volvió a encasquetar la peluca en la cabeza y desapareció.

El patrón se estremeció de risa.

– Sí -dijo Jem sin alterarse-. No te preocupes -le dijo a Richard-, Dios no se atrevería a ofender al primo James.


Tras haber caminado mucho más rato del que había empleado en rezar, Richard regresó al Cooper's Arms justo a tiempo para echar una mano en la preparación de la cena. Aquella noche habría caldo de cebada con jarretes de buey y grandes trozos de tocino entreverado cocidos a fuego lento, y la habitual ración de pan, mantequilla, queso, pastel y refrigerios líquidos.

El pánico había desaparecido y Broad Street había recuperado la normalidad, exceptuando a John/Samuel Adams y John Hancock que aún colgaban del poste de la American Coffee House. Allí se quedarían, pensó Richard, hasta que el tiempo y los elementos esparcieran su relleno por doquier y sólo quedaran unos fláccidos trapos.

Saludando a su padre con la cabeza al pasar, Richard subió corriendo a la mitad posterior de su habitación del piso de arriba que Dick había dividido según la costumbre con unas cuantas tablas de madera desde el suelo casi hasta el techo, pero no tan bien ensambladas y ajustadas como las hiladas de un barco sino afianzadas con alguna que otra asnilla y, por consiguiente, llenas de resquicios, algunos de ellos lo bastante anchos como para acercar un ojo y ver lo que ocurría al otro lado.

La habitación de atrás de Richard y Peg contenía una estupenda cama de matrimonio con dosel del que colgaban unas gruesas cortinas de lino, varias cómodas para la ropa, un armario para los zapatos y las botas, un espejo en una pared para que Peg se pudiera acicalar, una docena de perchas en la misma pared y la cuna con cardanes de William Henry. No había papel de pared de quince chelines la yarda, colgaduras de damasco ni alfombras que cubrieran el antiguo suelo de roble ennegrecido doscientos años atrás, pero era una habitación tan buena como la que se pudiera encontrar en cualquier casa de la misma categoría, es decir, de las clases medias.

Peg se encontraba junto a la cuna, meciéndola con suavidad.

– ¿Cómo está, amor mío?

Ella levantó los ojos, sonriendo apaciblemente.

– Le ha hecho efecto. Tiene fiebre, pero no está ardiendo. El primo James el farmacéutico vino mientras tú dabas un paseo, y me pareció que estaba muy aliviado. Cree que William Henry se recuperará sin desarrollar plenamente la viruela.

Debido a las molestias que le causaba la parte superior del brazo izquierdo, pensó Richard, William Henry dormía sobre el lado derecho, con la dolorida extremidad cómodamente apoyada sobre su pecho. En el lugar en el que la aguja había traspasado la carne se estaba desarrollando una enrojecida roncha de gran tamaño; casi rozándola con la palma de la mano, Richard percibió el calor que emitía.

– ¡Todavía es muy pronto! -exclamó Richard.

– El primo James dice que casi siempre lo es después de la inoculación.

Con las rodillas temblándole de puro alivio al saber que su hijo había sobrevivido a la prueba, Richard se acercó a una de las perchas de la pared y descolgó su recio delantal de lona.

– Tengo que ayudar a padre. ¡Gracias a Dios, gracias a Dios!

Aún seguía dando gracias a Dios cuando bajó brincando por la escalera sin recordar que, hasta que no vio aparecer la pústula de William Henry, no se había acordado para nada de Dios.

En lugares como el Cooper's Arms, la apacible atmósfera de las largas noches estivales llevaba aparejada unos considerables beneficios. La clientela habitual de la taberna estaba integrada por personas respetables que se ganaban la vida por encima del nivel de la simple subsistencia, por regla general, comerciantes y artesanos, acompañados por sus mujeres e hijos. Por una suma entre tres y cuatro peniques por cabeza, podían disfrutar de un abundante plato de sabrosa comida y una gran jarra de cerveza suave, y, para los que preferían cerveza más fuerte, ron o leche de Bristol (un jerez muy apreciado por las mujeres), otros seis peniques bastaban para que se dejaran caer sobre la cama y se quedaran dormidos nada más llegar a casa, a salvo de los salteadores de caminos y las patrullas de reclutamiento, pues el prolongado crepúsculo mantenía a raya la oscuridad.

Por consiguiente, Richard bajó a un club social todavía iluminado por la dorada luz, no sólo del sol poniente sino también de las lámparas de aceite fijadas a los travesaños de las paredes y el techo cuyo oscuro color contrastaba con la reluciente palidez del enlucido. La única lámpara portátil que había en el local ardía junto al lugar que ocupaba el patrón detrás del mostrador, al otro extremo del lugar que ocupaba Ginger, la atracción más famosa de la taberna.

Ginger era un gatazo de madera que Richard había labrado tras haber leído la historia del célebre Old Tom de Londres… mejorando visiblemente el original, de lo que él se mostraba orgulloso, y con razón. El gato se encontraba situado en sentido transversal con respecto a las tablas, con las regiones inferiores de cara a los parroquianos, un gato a rayas anaranjadas, con las fauces abiertas en una ancha sonrisa y una cola que formaba un garboso ángulo. Cuando un cliente quería una jarra de ron, colocaba una moneda de tres peniques sobre la flexible lengua, y entonces ésta se inclinaba hacia abajo con un sonoro clic. A continuación, el cliente sostenía la jarra entre los dos realistas testículos del gato y tiraba de la cola; y entonces el gato meaba de inmediato media pinta exacta de ron.

Como es natural, los niños más mayorcitos eran sus principales usuarios; muchos padres y madres se veían obligados a beber más de la cuenta por el simple placer de colocar una moneda en la boca de Ginger, tirar de su cola y verle mear un chorro de ron.

Aunque Richard no hubiera hecho nada más en favor del Cooper's Arms, con ello había pagado de sobra la generosidad de su padre al acogerle en su negocio.

Mientras cruzaba el suelo cubierto de serrín con unos cuencos de madera llenos de humeante caldo repartidos en precario equilibrio entre ambos brazos, Richard intercambiaba comentarios con todo el mundo y su rostro se iluminaba de alegría cuando comunicaba a los clientes el optimista pronóstico acerca de William Henry.

El señor Thistlethwaite no estaba presente. Aparecía a las once de la mañana y se quedaba hasta las cinco de la tarde, sentado junto a «su» mesa bajo la ventana, donde había un tintero y varias plumas de ave (pero el papel sí se lo podía comprar, decía Dick Morgan con la cara muy seria), componiendo las sátiras que posteriormente se imprimían y vendían en la librería Sendall's de Wine Street, aunque el señor Thistlethwaite también las vendía en algunos tenderetes de Pie Powder Court y Horse Fair, lo bastante lejos de Sendall's como para no perjudicarle en su negocio. Las sátiras se vendían de maravilla, pues el señor Thistlethwaite era dueño de un singular ingenio y, por si fuera poco, daba siempre en el blanco. Los objetos de sus pullas solían ser funcionarios municipales, desde el alcalde al jefe de la Aduana y al alguacil, o entidades religiosas partidarias del pluralismo o jueces que presidían los tribunales. Aunque la razón por la cual la había tomado con Henry Burgum, el artesano del peltre, era un misterio… No cabía duda de que Burgum era un bribón de mucho cuidado, pero ¿qué le habría hecho exactamente al señor Thistlethwaite?

Así pues, la hora de la cena transcurrió entre una sensación general de saciedad y bienestar hasta que, a las ocho en punto según el antiguo reloj de pared colgado al lado de la pizarra, Dick Morgan golpeó la superficie del mostrador con la mano, diciendo:

– ¡Saldad las cuentas, caballeros!

Tras lo cual, con la caja de hojalata satisfactoriamente llena, acompañó hasta el último chiquitín a la puerta y la atrancó para mayor seguridad. La caja de la recaudación subió con él al piso de arriba y fue depositada debajo de su cama con una cuerda atada desde el asa hasta el dedo gordo de su pie. En Bristol abundaban los ladrones y algunos de ellos eran muy hábiles. Por la mañana traspasó las monedas a una bolsa de lona y se las llevó al Banco de Bristol de Small Street, una entidad presidida, entre otros, por un Harford, un Ames y un Deane. Aunque el hecho de que uno fuera cliente de uno o de otro de los tres bancos de Bristol no tuviera, en realidad, ninguna importancia, de su dinero cuidarían los cuáqueros.

William Henry dormía profundamente, tumbado sobre el costado derecho; Richard acercó la cuna un poco más a la cama, se quitó el delantal y la holgada camisa de algodón blanco, los zapatos, los gruesos calcetines de algodón blanco y los calzoncillos de franela. Después se puso la camisa de noche de lino que Peg había dejado sobre su almohada, desató la cinta con la que se recogía el largo y ensortijado cabello y se encasquetó bien el gorro de dormir. Una vez hecho todo esto, se acostó, lanzando un suspiro.

Dos ronquidos muy distintos penetraban a través de los resquicios del tabique que separaba aquella habitación de la de la parte anterior donde dormían Dick y Mag, pero no como los muertos. Los ronquidos eran el epítome de la vida. Dick producía un sonoro retumbo, mientras que Mag resollaba y silbaba. Sonriendo para sus adentros, Richard se volvió de lado y encontró a Peg, la cual se acurrucó junto a él a pesar del calor de la noche, y empezó a besarle la mejilla. Con sumo cuidado, Richard levantó su propia camisa de noche y la de Peg y después se comprimió contra ella y ahuecó una mano alrededor de uno de sus altos y firmes pechos.

– ¡Oh, Peg, cuánto te quiero! -dijo en un susurro-. Jamás un hombre ha tenido el privilegio de gozar de una esposa mejor que tú.

– Y jamás ha habido una esposa con un marido mejor, Richard.

Totalmente de acuerdo, ambos se besaron hasta la raíz de la lengua mientras ella comprimía el monte de Venus contra el miembro cada vez más erecto de él, emitiendo un ronroneo de placer.

– A lo mejor -murmuró Richard después, mientras sus ojos se negaban a permanecer abiertos-, le hemos hecho un hermano o una hermana a William Henry.

Apenas había terminado de pronunciar estas palabras cuando se quedó dormido.

A pesar de estar tan agotada como él, Peg tiró de la camisa de noche de Richard hasta conseguir que le cubriera el cuerpo y lo aislara de la sábana bajera y después tiró de la suya hacia abajo y tomó la orla para secarse la humedad de la entrepierna. ¡Oh, pensó, ojalá padre y madre no roncaran tanto! Richard no lo hace y me dice que yo tampoco. No obstante, los ronquidos revelan que están dormidos y que, por consiguiente, no nos oyen. Te doy gracias, Señor, por tu bondad para con mi hijito. Sé que es tan bueno que tú lo quisieras para adornar el Cielo, pero también adorna esta tierra y merece una oportunidad. Y, sin embargo, ¿por qué, Dios mío, tengo la sensación de que ya no voy a tener más hijos?

La tenía y era un tormento. Tres años había esperado la primera vez para quedar encinta y otros tres años antes de quedarlo por segunda vez. Y no es que alguno de sus dos embarazos le hubiera planteado dificultades tales como mareos, calambres o espasmos. Pero, en lo más hondo de su alma, intuía que sus entrañas habían perdido la fertilidad. La culpa no era de Richard. Bastaba con que ella lo mirara de soslayo a modo de invitación para que él la tomara, y jamás dejaba de hacerlo cuando se acostaban (a no ser que algún niño estuviera enfermo). Era un hombre extremadamente amable y considerado. Sus apetitos y placeres siempre eran para él menos importantes que los de los seres a los que amaba. Especialmente, los de su mujer y de William Henry. Y también los de Mary. Una lágrima cayó sobre la almohada y otras la siguieron en rápida sucesión. ¿Por qué tienen que morir nuestros hijos antes que nosotros? No es justo, no está bien. Yo tengo veinticinco años y Richard veintisiete. ¡Y, sin embargo, hemos perdido a nuestra primogénita y yo la echo de menos! ¡Oh, cuánto la hecho de menos!

Mañana, pensó medio dormida, una vez superado el acceso de llanto, iré al cementerio de St. James y pondré unas flores en su tumba. Pronto llegará el invierno y ya no habrá flores.


Llegó el invierno, la habitual lobreguez de Bristol llena de niebla, llovizna y una fría humedad que penetraba hasta los huesos; sin que lo agobiara el hielo que a menudo cubría el Támesis y otros ríos del este de Inglaterra, el Avon subía nueve metros y bajaba otros nueve de una forma tan rítmica y previsible como en verano.

Las noticias acerca de la guerra en las trece colonias llegaban como con cuentagotas, muy por detrás de los acontecimientos a que se referían. El general Thomas Gage ya no era el comandante en jefe de su majestad británica; ahora lo era sir William Howe y se decía que el Congreso Continental rebelde ya estaba cortejando a los franceses, los españoles y los holandeses en busca de aliados y de dinero. La represalia del rey había sido la que más o menos se esperaba: por Navidad, el Parlamento prohibió cualquier tipo de relaciones comerciales con las trece colonias y las declaró fuera de la protección de la corona. Fue una terrible noticia para Bristol.

Entre los personajes más influyentes de Bristol, algunos deseaban la paz a cualquier precio, incluyendo la concesión a los rebeldes norteamericanos de todo lo que éstos quisieran; otros consideraban que los rebeldes habían sido gravemente agraviados, pero, aun así, deseaban la perpetuación del dominio inglés porque temían que, si Inglaterra dejara mil quinientos kilómetros de costa desprotegidos, regresarían los franceses seguidos de cerca por los españoles; y había otros cuya indignación no conocía límites. Éstos maldecían a los rebeldes por traidores, pensaban que sólo merecían ser arrastrados y descuartizados por caballos tras haber sido ahorcados y no querían ni oír hablar de la posibilidad de hacerles la menor concesión. Como es natural, este último grupo de poderosos bristolianos era el que ejercía más influencia en la corte de San Jaime, pero los tres grupos se quejaban con amargura en los salones de las mejores mansiones y se reunían tristemente con sus vasos de oporto y su sopa de tortuga en el White Lion, el Bush Inn y el Plume and Feathers.

Por debajo de esta fina capa de bristolianos influyentes se encontraba la inmensa mayoría de ciudadanos que sólo sabían lo mucho que costaba encontrar trabajo, el creciente número de barcos que permanecían atracados en los muelles y las rebalsas del río y pensaban que ahora no era el momento para hacer una huelga en favor de un aumento de un penique al día. Puesto que el Parlamento sabía cómo gastar el dinero, pero no lo repartía entre los necesitados, el cuidado del creciente número de parados corría a cargo de las parroquias, siempre y cuando éstos estuvieran debidamente inscritos como feligreses en los correspondientes registros. Cada parroquia recibía siete libras anuales por vivienda procedentes de los ingresos del Ayuntamiento y con ellas socorría a los pobres.

Una característica especial distinguía a Bristol de todas las demás ciudades británicas y por un motivo nada fácil de explicar; su clase alta tendía en grado muy considerable hacia la filantropía tanto en vida como en las donaciones testamentarias. Tal vez porque el hecho de que los hospicios o los asilos de pobres, los hospitales o las escuelas llevaran el nombre del benefactor otorgaba a éste una segunda clase de inmortalidad, pues su nombre no era jamás aristocrático. Pero, por lo que respectaba al nacimiento y el linaje, la clase alta era absolutamente mediocre. Lord Clare, el antiguo maestro de escuela Robert Nugent, era lo más noble que podía ofrecer la alta sociedad de Bristol. El poder de Bristol estaba fuertemente asentado en el dinero.

Así llegó 1776 como una siniestra sombra apenas entrevista por el rabillo del ojo. Para entonces, todos daban por sentado que la Marina real y el Ejército real habrían apagado los últimos rescoldos de revolución entre New Hampshire y Georgia. Pero no se recibió ninguna noticia acerca de este memorable acontecimiento, aunque los que sabían leer, que eran muchos, por cierto, en aquella ciudad de Bristol tan preocupada por la cultura y las obras benéficas, habían adquirido la costumbre de acudir a las posadas de postas para esperar la llegada de los coches de Londres y de los telegramas y las revistas de Londres.

El Cooper's Arms se estaba apretando al máximo el cinturón; y lamentaba descubrir, a cada semana que pasaba, un nuevo hueco en las filas de sus clientes habituales. Pero los gastos también se reducían al mismo ritmo que la clientela; Mag guisaba menos, Peg llevaba a casa una menor cantidad de hogazas de pan de Jenkins el tahonero; y Dick compraba más ginebra barata que delicioso y aromático ron de Cave.

– No quisiera parecer desleal -dijo Peg un día de enero en que la amenaza de nieve había vaciado el Cooper's Arms-, pero estoy segura de que algunos de nuestros parroquianos podrían comer un poco mejor si bebieran un poco menos.

Dick le dirigió a Richard una irónica mirada, pero no dijo nada.

– Amor mío -dijo Richard tomando a William Henry de los brazos de su madre-, así es el mundo y nosotros hemos conseguido ahorrar un poco porque así es el mundo. Por consiguiente, calla y no pienses en la deslealtad. Los hombres y las mujeres son libres de elegir lo que quieren meterse en el vientre. Algunos pueden soportar el dolor de prescindir de su media pinta diaria de ron o ginebra, pero otros creen que el dolor de prescindir de ella es demasiado duro de soportar. -Se encogió de hombros, alborotó los negros bucles de William Henry y contempló con una sonrisa aquellos prodigiosos ojos de color ámbar punteados por manchitas de color marrón oscuro-. El dolor es distinto en cada persona, Peg.


A medida que transcurría el mes de enero, se pudo comprobar que el número de barcos era inferior al que se esperaba. Por simpatía con la causa de los rebeldes, el estado de ánimo de los habitantes de la ciudad se estaba transformando en un resentimiento cada vez más amargo. El Union Club del Bush Inn, antaño ocupado en la tarea de inundar al rey con peticiones en favor de la reducción de los impuestos y del abandono de los intentos de gobernar a las colonias desde lejos, se estaba sumiendo en un doloroso silencio; en el White Lion los tories rugían cada vez más fuerte, inundando al rey con declaraciones de lealtad y apoyo, participando en los gastos de la creación de regimientos locales y formulando preguntas acerca de los dos miembros whigs del Parlamento por Bristol, el irlandés Edmund Burke y el americano Henry Cruger.

Allí estaba Bristol, decía la Steadfast Society, sangrando por culpa de casi un año de guerra, con un equipo parlamentario whig formado por un irlandés de pico de oro y un americano de pico de plomo. Los sentimientos estaban cambiando, los sentimientos se estaban enconando. Que terminara de una vez por todas aquel asunto que estaba teniendo lugar a tres mil millas de distancia, ¡y que el principal asunto del día fueran los negocios propiamente dichos! ¡Y que se fueran al infierno los rebeldes!


La noche del 16 de enero, durante la bajamar, alguien prendió fuego al Savannah La Mar, que estaba cargando con destino a Jamaica en el Broad Quay, a un tiro de piedra de Old Nick's Entrance. Lo rociaron con brea, petróleo y aguarrás, y sólo la suerte lo salvó; para cuando llegaron los dos bomberos de la ciudad con su carro de cuarenta y cinco galones de agua, varios trastornados marineros y vecinos de los muelles ya habían sofocado el incendio antes de que éste causara daños irreparables.

A la mañana siguiente, los funcionarios y alguaciles del puerto descubrieron que el Fame y el Hibernia, uno de ellos al norte y el otro al sur del Savannah La Mar, también habían sido rociados con sustancias inflamables y les habían pegado fuego. Por motivos que nadie acertaba a imaginar, ninguno de los dos barcos se había tan siquiera chamuscado.

– ¡Baratería en Bristol! Todo el muelle se habría podido incendiar; después el fuego se habría propagado a las rebalsas del río y, a continuación, a la ciudad -le dijo Dick a Richard en cuanto regresó del escenario de aquel incendio a bordo de un barco-. ¡Y nada menos que en la bajamar! Nada habría podido impedir que una llamarada saltara de barco en barco… ¡Jesús, Richard, habría podido ser tan grave como el gran incendio de Londres! -añadió, estremeciéndose.

Nada atemorizaba tan profundamente a la gente como el fuego. Ni lo peor que pudieran hacer los mineros del carbón de Kingswood se podía comparar con un incendio. Las turbas de alborotadores estaban formadas por hombres y por las mujeres con niños que los seguían, mientras que el fuego era la monstruosa mano de Dios, la apertura de las puertas del infierno.

El 18 de enero el primo James el farmacéutico, con el rostro ceniciento, cruzó con su llorosa mujer y los hijos que todavía vivían en casa la puerta de Dick Morgan.

– ¿Querrás cuidar de Ann y de las niñas? -preguntó, temblando-. No hay forma de que las convenza de que nuestra casa es segura.

– Dios bendito, Jim, ¿qué es lo que ocurre?

– El fuego -contestó Jim, agarrándose al mostrador para no perder el equilibrio.

– Toma -le dijo Richard, ofreciéndole una jarra del mejor ron mientras Mag y Peg atendían solícitas a la quejumbrosa Ann.

– Dale una a ella también -dijo Dick mientras el señor James Thistlethwaite soltaba la pluma de ave con la que tan febrilmente estaba escribiendo para unirse a ellos-. Y ahora cuéntanos, Jim.

El primo Jim el farmacéutico necesitó todo un cuarto de pinta de ron para poder hablar.

– En mitad de la noche alguien forzó la puerta de mi principal almacén… ¡tú ya sabes lo recia que es, Dick, y la cantidad de cadenas y candados que tiene! Se acercó a la cuba de aguarrás, empapó una caja de gran tamaño con él y llenó la caja con estopa impregnada de aguarrás. Después acercó la caja a unos toneles de aceite de linaza y le prendió fuego. Nadie le vio acercarse, nadie le vio alejarse.

– ¡No lo entiendo! -exclamó Dick, tan pálido como su primo hermano-. Estamos justo a la vuelta de la esquina de Bell Lane y juro que no hemos oído ni visto nada… ¡y tampoco hemos olido nada!

– Pero no ardió -dijo el primo James el farmacéutico con un tono de voz muy extraño-. ¡Te digo, Dick, que no ardió! ¡Y habría tenido que arder! Encontré la caja cuando fui al trabajo. Lo primero que pensé al ver la puerta destrozada fue que era obra de alguien que necesitaba opiáceos o alguna medicina, pero, en cuanto entré, aspiré el olor del aguarrás. -Sus ojos gris azulados característicos de los Morgan se iluminaron como los de un visionario-. ¡Es un milagro! Dios ha tenido misericordia y yo pienso entregar mil libras para el cepillo de los pobres de St. James.

Hasta el señor Thistlethwaite se impresionó.

– Sería suficiente para que yo escribiera panegíricos, primo James, e incluso os podría imprimir unos himnos de alabanza -dijo-. Pero algo me huele a chamusquina en la ciudad de Bristol, os lo aseguro. El Savannah La Mar, el Hibernia y el Fame pertenecen todos a Lewsley, que es una empresa americana. Lewsley está justo en la puerta de al lado de la vuestra en Bell Lane. A lo mejor, el pirómano derribó la puerta que no debía. Yo que vos se lo diría a Lewsley… esto es una conspiración de los tories para expulsar el dinero americano de Bristol.

– Vos veis tories por todas partes, Jem -dijo Richard, sonriendo.

– En cualquier caso, los tories están en todo lo que es ruin. -El señor Thistlethwaite volvió a sentarse a su mesa, poniendo los ojos en blanco al ver al grupo de histéricas mujeres-. Preferiría que las llevarais a casa, Dick. Dejad a Richard aquí con una de mis pistolas de arzón… ¡toma, Richard! Yo puedo defenderme con una sola. Pero insisto en que se restablezca el silencio. La musa llama a mi puerta y se me acaba de ocurrir un nuevo tema sobre el que escribir.

Nadie reparó en ello, pero, mientras los parroquianos habituales empezaban a abandonar el local para irse a comer a casa y disminuía la afluencia de curiosos que preguntaban qué había ocurrido en el almacén de Morgan, Richard decidió hacer lo que el señor Thistlethwaite había sugerido. Con una de las pistolas de arzón en el bolsillo de su gabán y una docena de cartuchos de perdigones en el otro bolsillo, acompañó a Ann Morgan y a sus dos hijas tan poco agraciadas a su preciosa casa de St. James's Barton. Allí se acomodó en una silla del zaguán, dispuesto a repeler la invasión de los incendiarios.

En cuestión de dos días, de jueves a sábado, todo Bristol se vio sumido en una irremediable sensación de terror. Los vigilantes y los policías, especialmente nombrados para aquella tarea, pusieron un poco más de empeño en el desarrollo de sus funciones, las farolas se encendían a las cinco de la tarde en los pocos lugares que tenían la suerte de disponer de iluminación callejera, y los faroleros encaramados a sus escaleras de mano se afanaban en volver a llenar los depósitos de petróleo, cosa que raras veces hacían. La gente regresaba presurosamente a casa lo más temprano que podía y pensaba que ojalá no estuvieran en invierno y, por consiguiente, no se aspirara en el aire el olor del humo de leña. Casi nadie pegó el ojo aquel sábado por la noche.

El domingo día 19, todo Bristol menos los judíos fue a la iglesia para pedir a Dios que tuviera clemencia y llevara a aquella fiera infernal ante la justicia. El primo James el clérigo, un espléndido predicador incluso cuando no estaba muy inspirado, dio lo mejor de sí mismo utilizando un estilo que algunos de los sorprendidos miembros de la feligresía de St. James calificaron de decididamente jesuítico y otros de alarmantemente metodista.

– A mí me importa un bledo que el reverendo haya hablado como un jesuita o como un metodista -le contestó Dick a alguien que le había hecho este comentario-. Para que podamos dormir tranquilos en nuestras camas, el incendiario tiene que agitar los pies colgado del extremo de una cuerda. Además, el padre del reverendo era un predicador muy exaltado, ¿acaso no lo recordáis? Pronunciaba sermones al aire libre para los mineros del carbón de Crew's Hole.

– La Steadfast Society echa la culpa a los colonos americanos.

– ¡No lo creo probable! Los colonos americanos parecen más bien las víctimas -dijo Dick, dando por zanjado el asunto.

En la madrugada del domingo al lunes, Richard despertó sobresaltado de un agitado sueño.

– ¡Pa-pa, pa-pa! -estaba gritando William Henry desde su cuna.

Levantándose de la cama de un salto, Richard encendió una vela que sacó del yesquero y se inclinó sobre su hijo mientras el corazón palpitaba desorbitado en su pecho y el niño se incorporaba de golpe.

– ¿Qué te ocurre, William Henry? -le preguntó en un susurro.

– Fuego -contestó William Henry con toda claridad.

Sólo su obsesión por la salud de su hijo le hubiera podido tapar la nariz… la habitación estaba llena de humo.

En caso de emergencia, Richard actuaba con rapidez y precisión y conservaba la presencia de ánimo. Despertó a su padre a gritos mientras se vestía y se ponía los zapatos. Una vez listo, no esperó a Dick sino que bajó corriendo a la planta baja con la vela en la mano, tomó dos cubos, abrió la puerta de la taberna y echó a correr por la acera que estaba resbaladiza a causa de la lluvia. Otros ya estaban empezando a moverse cuando él dobló la esquina de Bell Lane y, una vez allí, se detuvo, horrorizado. El conjunto de los almacenes de Lewsley & Co. estaba ardiendo y las llamas asomaban a través de las grietas de los tejados de pizarra, mientras los rojos parpadeos del fuego llenaban los angostos y sucios confines de Bell Lane. Los gritos de indignación atronaban los oídos; la lana española, los cereales que había dentro y las tinajas de aceite de oliva estaban alimentando el fuego y el fuego se alimentaba con ellos mucho más que con la estopa y el aguarrás.

Hombres provistos de cubos se estaban acercando desde todas direcciones y muchos de ellos formaban hileras desde el Froom a la altura de Key Head hasta Lewsley & Co. A pesar de que la marea no había subido del todo, tampoco había bajado, por lo cual no era difícil introducir los cubos en el agua del río y enviarlos hasta su objetivo. Aquel frenesí de actividad limitó el fuego a Lewsley & Co. y a media docena de viejas casas de vecindad; el complejo de almacenes del primo James el farmacéutico de la puerta de al lado escapó indemne. Nadie murió: al parecer, el incendiario tenía más interés en destruir propiedades que en cobrarse vidas. De esta manera, los ocupantes de las casas de la vecindad afectadas tuvieron tiempo de huir, sujetando entre sus brazos las pocas pertenencias que tenían y a sus llorosos hijos.

Cubierto de hollín, Richard regresó al Cooper's Arms en cuanto el alguacil y sus hombres declararon Bell Lane fuera de peligro. Había perdido sus dos cubos, sólo Dios sabía adónde o a manos de quién habían ido a parar. Su padre y el primo James el farmacéutico estaban sentados juntos alrededor de una mesa, ambos con visibles muestras de agotamiento; pertenecían a la generación anterior, habían tratado de seguir el ritmo, pero, al final, les habían entregado los cubos a los más jóvenes que seguían acudiendo desde los barrios más alejados de la ciudad para echar una mano.

– Mañana habrá una gran demanda de cubos, Richard -dijo Dick, llenándole a su hijo una jarra de cerveza-, por consiguiente, quiero ir al tonelero en cuanto amanezca para comprarle otra docena-. ¡En qué mundo vivimos!

– Dick -dijo el primo James el farmacéutico, con el rostro iluminado por la misma exaltación-, ¡por segunda vez en un día, Dios nos ha salvado la vida a mí y a los míos! Me siento… me siento como se debió de sentir Saulo en el camino de Damasco.

– No veo el sentido de la comparación -dijo Richard, bebiéndose ansiosamente la cerveza-. Tú nunca has perseguido a los fieles, primo James.

– No, Richard, pero he tenido una revelación. Entregaré a cada preso de la Newgate de Bristol y de la Bridewell de Bristol un chelín en acción de gracias a Dios.

– ¡Pues vaya! -rezongó Dick-. Hazlo si quieres, faltaría más, Jim, pero ten en cuenta que se lo gastarán todo en bebida en la taberna de la prisión.

El eco de su conversación había llegado al piso de arriba; Mag y Peg bajaron por la escalera; Peg con un fulgor de alegría en los ojos, sosteniendo al pequeño William Henry en brazos.

– ¡Menos mal que todo ha terminado y estáis a salvo!

Richard posó la jarra de cerveza y cruzó el local para tomar en brazos a su hijo, el cual se aferró inmediatamente a él.

– Padre, fue William Henry el que me despertó. Dijo «fuego» como si supiera lo que significaba la palabra.

El primo James el farmacéutico miró a William Henry con expresión pensativa.

– Está embrujado. Las hadas se han apoderado de él.

Peg emitió un jadeo.

– Primo James, ¡no digáis estas cosas!

Si se le quita la rústica y fantasiosa envoltura, pensó el primo James el farmacéutico levantándose lenta y dolorosamente de su asiento, significa que la madre de William Henry reconoce que el niño es un poco extraño. Pues la verdad es que jamás habría tenido que sobrevivir a la inoculación.


El pirómano no se dio por satisfecho con la destrucción de Lewsley & Co. Durante el domingo posterior al incendio, otras antorchas similares a las que habían prendido fuego a la empresa americana se descubrieron en una docena de almacenes y fábricas de propiedad americana o filiales americanas. El martes ardió la refinería de azúcar del concejal Barnes. Pero, para entonces, todo Bristol ya estaba preparado para el fuego y, por consiguiente, el incendio se extinguió sin causar demasiados daños. Tres días más tarde, la refinería del concejal Barnes sufrió un nuevo incendio del que se volvió a salvar.

Políticamente, ambos bandos trataban de sacar provecho de la situación; los tories acusaban a los whigs y los whigs acusaban a los tories. Edmund Burke ofreció cincuenta libras a cambio de cualquier información, el Gremio de Mercaderes aportó quinientas libras y el rey otras mil. Puesto que mil quinientas cincuenta libras eran mucho más de lo que la mayoría de la gente hubiera podido ganar en toda su vida, Bristol se convirtió en una ciudad-detective y muy pronto apareció un sospechoso… aunque, como era de esperar, nadie cobró la recompensa. Un escocés conocido como Jack el Pintor, que se había alojado en varias casas distintas del Pithay, una mísera calle que cruzaba el Froom, bordeando las rebalsas de St. James; tras el segundo conato de incendio en el ingenio azucarero del concejal Barnes, Jack desapareció de forma inesperada. Aunque ninguna prueba lo relacionaba materialmente con los incendios, todo Bristol tenía la certeza de que él era el pirómano. Se produjo un gran clamor, alimentado por las gacetas de noticias de Londres y las provincias de todo el país. Desde el Tyne hasta el Canal, nadie quería que un pirómano anduviera suelto por las calles. El fugitivo fue capturado in fraganti, robando en la casa de un acaudalado ciudadano de Liverpool y, previo pago de ciento veintiocho libras en concepto de gastos por parte del Ayuntamiento y el Gremio de Mercaderes, fue enviado encadenado a Bristol para ser sometido a interrogatorio. Allí surgió un obstáculo inesperado: nadie entendía ni una sola palabra de lo que decía el escocés, aparte de su nombre, James Aiten. Así pues, lo enviaron a Londres, en la creencia de que en una metrópoli tan grande no tendría más remedio que haber alguien que comprendiera el dialecto escocés. Tal como efectivamente fue. James Aiten, alias Jack el Pintor, se confesó autor de todos los incendios de Bristol… y de uno en Portsmouth que había arrasado el almacén de cordajes de la Armada Real. Este último delito era extremadamente aborrecible, pues los barcos no podían funcionar sin kilómetros y más kilómetros de cuerdas.

– Lo que yo no entiendo -le dijo Dick Morgan a James Thistlethwaite- es cómo pudo Jack el Pintor hacer lo de Bristol y lo de Portsmouth. El incendio del almacén de cordajes ocurrió en diciembre, cuando él vivía en el Pithay a la vista de todo el mundo.

El señor Thistlethwaite se encogió de hombros.

– Es un chivo expiatorio, Dick, ni más ni menos. Es necesario para que Inglaterra se tranquilice, ¿y qué mejor medio para conseguirlo que el hecho de tener a un culpable? Un escocés resulta ideal. Yo no sé nada acerca del incendio de Portsmouth, pero los de Bristol fueron obra de los tories, me apuesto la vida.

– ¿O sea que vos creéis que habrá más incendios?

– ¡No! La estratagema ha dado resultado. El dinero americano se ha largado, Bristol está limpio. Ahora los tories pueden dormirse tranquilamente sobre sus laureles y dejar que el pobre Jack el Pintor cargue con toda la culpa.

Y vaya si cargó. James Aiten, alias Jack el Pintor, fue juzgado en una de las sesiones periódicas de los jueces de las audiencias superiores en Hampshire por el incendio del almacén de cordajes de la Armada Real y declarado culpable. Después fue trasladado a Portsmouth, donde se había levantado un cadalso especial para la concurrida ocasión. La altura era nada menos que de sesenta y siete pies, lo cual significa que, cuando Jack el Pintor fue arrojado de un taburete de un puntapié y enviado a la eternidad cayendo hasta el final de la cuerda, su cabeza fue cercenada con más limpieza que si la hubieran cortado con un hacha. La cabeza fue posteriormente expuesta en las almenas de Portsmouth a la vista de todo el mundo, e Inglaterra respiró tranquila.

Jack el Pintor aseguró a sus interrogadores que él era el único responsable de los incendios.

– Pero estas declaraciones no me satisfacen -dijo el primo James el farmacéutico-. Sin embargo, Pascua vino y se fue, y no ha habido más incendios, por consiguiente, ¿quién sabe?, tal como diría un cuáquero. Yo sólo sé que Dios me salvó la vida.


Dos días después el senhor Tomas Habitas el armero entró en el Cooper's Arms.

– ¡Señor! -exclamó Richard, saludándolo con una sonrisa y un cordial apretón de manos-. ¡Sentaos, os lo ruego! ¿Un vaso de leche de Bristol?

– Gracias, Richard.

La taberna estaba desierta, exceptuando al señor Thistlethwaite; la prosperidad estaba declinando rápidamente. Por consiguiente, el inesperado visitante se vio convertido en el centro de todas las atenciones, lo cual fue aparentemente muy de su agrado.

El senhor Tomas Habitas, un judío portugués que había emigrado a Inglaterra treinta años atrás, era un menudo y delgado sujeto de piel aceitunada, ojos oscuros, rostro alargado, nariz prominente y boca carnosa. Lo rodeaba un aura de arrogancia muy parecida a la de los cuáqueros, tal vez porque se sentía demasiado distinto para encajar en el vulgar molde de Bristol. La ciudad había sido benigna con él, como con todos los judíos, los cuales, a diferencia de los papistas, estaban autorizados a adorar a Dios a su manera y tenían su propio cementerio en Jacob Street y dos sinagogas en la otra orilla del Avon, en la parroquia de Temple. El hecho de ser judío no constituía un impedimento para alcanzar el éxito social y económico; a diferencia de lo que les ocurría a los católicos, debido sobre todo al hecho de que no había ningún pretendiente judío (o cuáquero) al trono de su británica y, sin embargo, germánica majestad. El recuerdo de Bonnie Price Charlie y del año 1745, aún estaba muy vivo en la memoria de todos, e Irlanda no quedaba muy lejos.

– ¿Qué os trae desde tan lejos a mi casa, señor? -preguntó Dick Morgan, ofreciendo al huésped un gran vaso (fabricado por la empresa judía de Jacobs) de un jerez muy dulce de color ámbar oscuro.

Los oblicuos ojos negros contemplaron rápidamente la sala vacía y se posaron de nuevo en Richard y no en Dick.

– Los negocios van muy mal -contestó con un timbre de voz sorprendentemente profundo y sin apenas acento.

– Es cierto, señor -dijo Richard, sentándose delante de él.

– Lamento mucho verlo. -El senhor Habitas hizo una pausa-. Es posible que yo pueda echar una mano. -Apoyó sus largas y sensibles manos sobre la mesa y las dobló-. Sé que la culpa la tiene esta guerra con las colonias americanas. Sin embargo, la guerra ha supuesto un aumento del negocio para algunos. Y para mí sin la menor duda. Te necesito, Richard. ¿Quieres volver a trabajar conmigo?

Mientras Richard abría la boca para contestar, intervino Dick.

– ¿Con qué condiciones, senhor Habitas? -preguntó yendo directamente al grano.

Conocía muy bien a su Richard… demasiado blando para insistir en las condiciones antes de decir que sí.

La expresión de los enigmáticos ojos del terso rostro no cambió.

– Con unas condiciones muy buenas, señor Morgan -contestó Habitas-. Cuatro chelines por mosquete.

– ¡Trato hecho! -dijo inmediatamente Dick.

Sólo el señor Thistlethwaite estaba mirando a Richard, y con cierta lástima. ¿Acaso jamás tendría ocasión de decidir su propio destino? Los ojos gris azulados del bello rostro de Richard Morgan no revelaban ni enojo ni desagrado. ¡Pero qué paciente era, por Dios! Paciente con su padre, con su mujer, con su madre, con los clientes, con el primo James el farmacéutico… la lista era interminable. Al parecer, la única persona por quien Richard estaría dispuesto a ir a la guerra era su hijo William Henry; por otra parte, se trataba de un trabajo tranquilo y sin sobresaltos. ¿Qué hay dentro de ti, Richard Morgan? ¿Te conoces a ti mismo? Si Dick fuera mi padre, le ganaría una mano en las cartas que lo dejaría pasmado. Mientras que tú soportas sus caprichos y rachas de mal humor, sus críticas e incluso su mal disimulado desprecio. ¿Qué filosofía es la tuya? ¿De dónde sacas la fuerza? Porque me consta que eres fuerte. Pero está aliada con la resignación, ¿verdad? No, no exactamente. Eres un misterio para mí y, sin embargo, eres el hombre a quien más aprecio. Y, al mismo tiempo, te temo. ¿Por qué? Porque temo que tanta paciencia y tolerancia induzcan a Dios a someterte a prueba.


Ajeno a las inquietudes del señor Thistlethwaite acerca de su persona, Richard regresó al taller de Habitas, dispuesto a fabricar la Brown Bess para los soldados que combatían en la guerra americana.

Un armero fabricaba armas, pero no sus piezas. Éstas procedían de distintos lugares: los cañones de acero, forjados a martillo, procedían de Birmingham, al igual que las piezas de acero del pedreñal; la culata de nogal, de cualesquiera de las docenas de localidades de toda Inglaterra; y las guarniciones de latón o de cobre, de Bristol o sus alrededores.

– Te alegrará saber -le dijo Habitas a Richard el primer día en que éste se presentó al trabajo- que nos han encargado la fabricación del mosquete Short Land, un poco más ligero y fácil de manejar.

Con sus cuarenta y dos pulgadas, medía cuatro pulgadas menos que el viejo Long Land todavía en uso en tiempos de la guerra de los Siete Años, y constituía un visible adelanto por lo que a la infantería respectaba. A pesar de su gran precisión, pesaba media libra menos y resultaba mucho más cómodo.

Cuando Richard se sentó junto a su banco en un alto taburete, todo lo que necesitaba ya estaba distribuido a su alrededor. Las lustrosas culatas con las alargadas sujeciones en forma de media luna del cañón se convertían en una sola pieza y se dejaban en una bandeja a su izquierda. A su derecha se encontraban los cañones provistos de almillas horadadas en la parte inferior. En los receptáculos del banco descansaban las distintas piezas del pedreñal propiamente dicho -muelles, martillos, cerrojos, eslabones, gatillos, seguros, tornillos, pedernales- y las bandas de latón, los tubos, las pestañas y las sujeciones que servían para ensamblar el arma. Entre todos aquellos receptáculos repartía las herramientas, que eran de su propiedad y llevaba diariamente arriba y abajo en el interior de una pesada caja de madera de nogal que ostentaba una placa de latón con su nombre. Había docenas de limas y destornilladores; pinzas, tijeras de metal, tenacillas, pequeños martillos, un berbiquí y toda una variada serie de piezas, más una colección de herramientas para el trabajo de la madera. Tras haber sido debidamente adiestrado, él mismo se hacía su propio papel de esmeril a partir de la lona, espolvoreando las corrosivas partículas negras sobre una base de cola de pez muy fuerte, y utilizaba la misma técnica para crear distintos tamaños de palillos de esmeril, algunos puntiagudos, otros redondeados y otros romos y achaparrados. La lima de las distintas piezas constituía por lo menos el cincuenta por ciento del arte de la armería y Richard era tan experto que su hermano William el aserrador no permitía que nadie más triscara los dientes de sus sierras cuando llegaba el momento de hacerlo.

En lo que Richard no había reparado hasta que tomó el primer cañón para eliminar la herrumbre y untarlo con manteca de antimonio para conferirle un color dorado era en lo mucho que había echado de menos su oficio. ¡Seis años! Mucho tiempo. Y, sin embargo, sus manos se mostraban seguras y su mente encantada ante la perspectiva de reunir las piezas de un rompecabezas destinado a matar hombres. No obstante, los procesos mentales de un armero no solían prolongarse hasta el extremo de llegar a aquella definitiva conclusión; un armero amaba simplemente lo que hacía y no pensaba en absoluto en su destructor resultado. Pero la parte principal del trabajo giraba en torno a la llave de pedernal. La culata se tenía que labrar con sumo cuidado para que encajara; después, cada muelle y pieza móvil se tenía que limar, ajustar, ajustar y volver a limar, ajustar, hasta que, al final, se alcanzaba la armonía mecánica y llegaba el momento de colocar el pedernal. Los de Norfolk y Suffolk que labraban los pedernales eran también unos artesanos que picaban la piedra sin cesar hasta conseguir que sus facetas se ajustaran exactamente a los requerimientos necesarios para el fin al que estaban destinados. La misión de Richard consistía en formar el ángulo en el cual el pedernal golpeaba el eslabón, una pieza de acero en forma de hoja de una pulgada de longitud cuya base cubría la cazoleta de la pólvora. Cuando el martillo se inclinaba hacia delante y el pedernal se encendía, ambos obligaban al eslabón a levantarse de la cazoleta de la pólvora, produciendo al mismo tiempo una lluvia de chispas. Cuando el pedernal estaba debidamente colocado en las fauces del martillo, la lluvia de chispas era suficiente para hacer estallar la pólvora de la cazoleta; ésta penetraba a través del pequeño oído en la recámara del cañón y allí encendía a su vez la pólvora alojada detrás del proyectil. En el caso del Brown Bess, el proyectil era una bala de plomo de setecientas cincuenta y tres pulgadas de diámetro.

No había nada que Richard no supiera acerca del Brown Bess. Sabía que éste no servía de nada a un alcance superior a las cien yardas y que la distancia más favorable eran cuarenta yardas o menos. Lo cual significaba que los bandos enfrentados tenían que estar muy cerca para que se pudiera disparar el Brown Bess y que un buen soldado tenía que efectuar dos disparos como máximo antes de utilizar la bayoneta o bien emprender la retirada. Sabía que rara era la batalla en que un hombre disparaba su Brown Bess más de diez veces. También sabía que la carga de pólvora era de tan sólo setenta granos -menos de una quinta parte de onza- y conocía muy bien todos los aspectos de la fabricación de la pólvora, pues, como parte de su aprendizaje, había pasado algún tiempo en las fábricas de pólvora de Tower Harratz del Avon en Temple Meads. Sabía que lo más probable era que sólo uno sobre cuatro de los Brown Besses que él hacía se utilizara en combate. Sabía que su calibre era tan parecido (la bala era dos veces más pequeña que la suave parte interior del cañón) a los calibres franceses, portugueses y españoles, que con él se habrían podido disparar proyectiles de aquellos tres países. Y sabía que, si una de sus balas alcanzaba un objetivo humano, las posibilidades de supervivencia eran muy escasas. Si un hombre recibía el disparo en el pecho o el vientre, sus entrañas quedaban convertidas en una carnicería; si el disparo lo recibía en las extremidades, los huesos quedaban tan fragmentados que el único tratamiento posible era la amputación.

Tardó dos horas en fabricar su primer Brown Bess, pero después recuperó el ritmo y, al término de la jornada, ya estaba en condiciones de terminar un mosquete en una hora. Para él, cuatro chelines por mosquete eran mucho dinero, pero, para el senhor Habitas, todavía más. Una vez deducidos los gastos de las piezas y del salario de Richard, el senhor Habitas obtenía unos beneficios de diez chelines por arma. Había otras armerías más baratas, pero un producto Habitas siempre disparaba. En manos de un buen fusilero, nunca se encasquillaba y el esfuerzo jamás resultaba infructuoso. El senhor Habitas siempre procuraba estar presente cuando sus armeros comprobaban la capacidad de disparo de las armas que fabricaban.

– No soy partidario de utilizar los servicios de cualquier aprendiz -le dijo a Richard mientras ambos se dirigían al campo de tiro aprovechando que aún había luz-. Sólo armeros cualificados y, a ser posible, aquellos a los que yo mismo he enseñado. -De repente, se puso muy serio-. Todo terminará, mi querido Richard, no vayas a pensar otra cosa. Le doy a esta guerra otros tres o cuatro años y no creo que los franceses la abandonen en cualquier estado para volver a combatir contra nosotros. Por consiguiente, ahora tenemos mucho trabajo, pero todo terminará y tendré que prescindir de ti por segunda vez. Es uno de los motivos por los que estoy dispuesto a pagarte cuatro chelines por arma. Pues nunca he visto un trabajo tan bueno como el tuyo y, por si fuera poco, eres muy rápido.

Richard no contestó, lo cual era tan habitual en él que Tomas Habitas no esperaba una respuesta. Richard prefería escuchar. Captaba lo que le decía con su aguda inteligencia, pero no hacía ningún comentario simplemente por hablar. La información subía a bordo y pasaba inmediatamente a las bodegas de carga de su mente y allí se quedaba hasta que los acontecimientos lo obligaban a descargarla. Tal vez, pensó Habitas, es por eso por lo que, aparte de su trabajo, le tengo tanto aprecio. Es un hombre auténticamente pacífico que sólo se ocupa de sus asuntos.

Los diez Brown Besses que Richard había fabricado se encontraban en el estante donde los había colocado el muchacho de diez años que Habitas utilizaba como criado. Richard tomó el primero, retiró el atacador de los tubos de debajo de la parte de la culata que sujetaba el cañón y después alargó la mano hacia un contenedor para tomar un cartucho: la bala y la pólvora se encontraban en el interior de una bolsita de papel. Richard reunió toda la saliva que pudo, hundió los dientes en la base del papel para romperla y humedecerla, echó la pólvora al interior del cañón, arrugó el papel y lo introdujo detrás de la pólvora, y después colocó la bala. Con un hábil movimiento del atascador lo empujó todo hacia la recámara del fondo del cañón. Mientras se acercaba con el mosquete al hombro, dio un golpecito por encima de la recámara para eliminar los restos de pólvora del oído del arma y apretó el gatillo. El martillo, con un pedazo de pedernal en sus fauces, descendió y golpeó el eslabón. Las chispas, la explosión y una enorme nube de humo parecieron producirse simultáneamente; una botella situada a cuarenta yardas de distancia en un anaquel de la pared de tiro se desintegró de inmediato.

– No has perdido tu habilidad -dijo el senhor Habitas con un ronroneo de satisfacción mientras el mozo descalzo barría los trozos de vidrio con una escoba y colocaba en el anaquel otra botella de color oscuro fabricada en Bristol.

– Eso decidlo cuando los haya probado todos -dijo Richard sonriendo.

Nueve se comportaron a la perfección. El décimo necesitaba que se limara un poco más el muelle del eslabón… No sería difícil, pues éste se encontraba situado en el exterior del mecanismo del cerrojo.


Al entrar en el Cooper's Arms, Richard levantó a William Henry de su alta silla y lo abrazó con fuerza, reprimiendo el impulso de estrecharlo fuertemente contra su pecho hasta casi dejarlo sin respiración. ¡William Henry, William Henry, cuánto te quiero! ¡Como la vida, como el aire, como el sol, como a Dios en su Cielo! Después, apoyando la mejilla contra los bucles de su hijo, cerró los ojos y percibió un leve y convulso temblor a través del cuerpecito. Era tan invisible como el ronroneo de un gato; sólo lo notaba con las yemas de los dedos. Una trémula angustia. ¿Angustia? ¿Por qué aquella palabra?

Abrió repentinamente los ojos, apartó a William Henry a la distancia de su brazo y contempló su rostro. Distante y cerrado.

– Parece que no te echa de menos -dijo tranquilamente Dick.

– Se ha comido todo lo que había en el plato -dijo Mag con orgullo.

– Ha estado más contento que unas pascuas conmigo -dijo Peg con una tímida expresión de triunfo.

Richard notó que se le empezaban a doblar las rodillas; se hundió en una silla al lado del mostrador y volvió a abrazar a su hijo. El leve temblor ya había desaparecido. Oh, William Henry, ¿en qué estás pensando? ¿Acaso creías que tu padre jamás regresaría? Hasta hoy tu padre jamás se había apartado de ti durante más de una o dos horas; ¿acaso nadie ha recordado decirte que tu padre regresaría a casa al anochecer? No, nadie lo ha hecho. Ni siquiera yo. Y tú no has llorado, ni te has negado a comer, ni has dado muestras de preocupación.

– Siempre estaré a tu disposición -murmuró al oído de William Henry-. Por siempre jamás.

– ¿Qué tal ha ido? -preguntó Peg que, al cabo de dieciocho meses de ver a Richard con William Henry, todavía se sorprendía de la… ¿debilidad?…, ¿dulzura? de su marido. Aquello no era sano, pensaba. Necesita a nuestro hijo para alimentar algo que hay en él, algo que yo ignoro. ¡Bueno, yo quiero a William Henry tanto como él!

– Muy bien -contestó Richard respondiendo a su pregunta y mirando después a Dick con una expresión un poco distante-. Hoy he ganado dos libras, padre. Una libra para ti y otra para mí.

– No -dijo Dick con aspereza-. Diez chelines para mí y treinta para ti. Con eso podré pasar incluso los días en que no tenga ningún cliente. Págame dos chelines más por la manutención de tu familia y deposita en el banco los otros veintiocho chelines para ti. Supongo que te pagará todos los sábados, ¿verdad? Espero que no te pague por meses o cuando cobre la mercancía.

– Todos los sábados, padre.

Aquella noche, cuando Richard se volvió para buscar a Peg y subirle cuidadosamente el camisón, ella le golpeó las manos.

– ¡No, Richard! -musitó Peg-. ¡William Henry aún no está dormido y es lo bastante mayor para comprender!

Permaneció tendido en la oscuridad, escuchando los ronquidos y silbidos de la habitación de la parte anterior, agotado por el duro esfuerzo, pero totalmente despierto. Aquel día había sido el comienzo de muchas cosas. Un trabajo que le gustaba, la separación de un hijo al que amaba, la separación de una esposa a la que amaba, la comprensión de que podía causar daño a las personas a las que amaba sin darse cuenta. Todo habría tenido que ser tan sencillo. Nada lo impulsaba salvo el amor… Tenía que trabajar para mantener a su familia, para que no les faltara nada. Y, sin embargo, Peg le había apartado las manos por primera vez desde que se casaran, y William Henry se había estremecido y ronroneado como un gato.

¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo encontrar una solución? Hoy he abierto un abismo sin querer. Jamás he pedido o esperado demasiado. Sólo la presencia de mi familia. En eso estriba la felicidad. Yo les pertenezco a ellos y ellos me pertenecen a mí. ¿Acaso siempre se abre un abismo cuando cambian las cosas? ¿Cuál es su profundidad? ¿Cuál su anchura?


– Senhor Habitas -dijo al romper el alba de su segundo día de trabajo-, ¿cuántos mosquetes esperáis que os haga en un día?

Ni un solo parpadeo. Tomas Habitas raras veces parpadeaba.

– ¿Por qué, Richard?

– No quiero permanecer aquí desde el amanecer hasta el ocaso. No es como antes. Mi familia también me necesita.

– Lo comprendo muy bien -dijo amablemente el senhor Habitas-. El dilema no tiene solución. Uno trabaja para ganar el dinero que le asegure la comodidad y el bienestar de su familia y, sin embargo, la familia necesita algo más que el dinero y un hombre no puede estar en dos lugares al mismo tiempo. Te pago por cada mosquete que haces, Richard. Eso quiere decir los muchos o los pocos que quieras hacer. -El armero se encogió de hombros con indiferencia-. Sí, me gustaría que me hicieras quince o veinte al día, pero acepto que me hagas uno solo. Eso depende de ti.

– ¿Diez al día, senhor?

– Diez me parece perfectamente aceptable.

Así pues, Richard regresaba al Cooper's Arms a media tarde, tras haber terminado y probado a su entera satisfacción los diez mosquetes. El senhor Habitas estaba contento y él veía lo suficiente a William Henry y a Peg y guardaba en el banco el suficiente dinero para convertir en realidad su sueño de construirse una casa en Clifton Hill. Su hijo ya caminaba; muy pronto las tentaciones de Broad Street lo llamarían a través de la puerta de la taberna y William Henry saldría para emprender nuevas aventuras.

Mucho mejor que sus pisadas lo llevaran por caminos perfumados con el aroma de las flores que por caminos impregnados del hedor del Froom en la bajamar.

Pero no fue Peg ni William Henry quien lo recibió al entrar; el señor James Thistlethwaite se levantó de «su» mesa para estrechar a Richard en un gran abrazo.

– ¡Soltadme, Jem! ¡Estas pistolas se van a disparar!

– ¡Richard, Richard! ¡Pensaba que no volvería a verte!

– ¿Que no me volveríais a ver? ¿Por qué? Si hubiera trabajado desde el amanecer hasta el ocaso -y ya veis que no es así-, me seguiríais viendo en invierno -replicó Richard, apartándose y alargando los brazos hacia William Henry que en aquellos momentos se estaba acercando a él con sus inseguros pasos infantiles.

Después se acercó Peg con una mirada de disculpa para darle un beso en la boca. Y, de esta manera, cuando Richard se sentó a la mesa de Jem Thistlethwaite, sintió que su mundo se había vuelto a recomponer y que el abismo ya había desaparecido.

Cuando Dick le ofreció una jarra de cerveza, apreció el sabor ligeramente amargo, pero no bebió con ansia. Era hijo de un tabernero que bebía con moderación y sólo bebía cerveza, aunque nunca la suficiente para notarlo. Lo cual, pensó, era una de las razones -aparte del natural afecto que sentía por él- de que el senhor Tomas Habitas lo tuviera en tanta estima. El trabajo exigía unas manos firmes debidamente conectadas con una mente clara, y resultaba muy difícil encontrar a un hombre que no bebiera más de la cuenta. Casi todo el mundo bebía demasiado. Con tres peniques se podía comprar media pinta de ron o, dependiendo de la cantidad, nada menos que toda una pinta de ginebra. Tampoco había leyes que prohibieran el exceso de bebida, a pesar de que había leyes que castigaban casi todo lo demás. El Gobierno ingresaba demasiado dinero con los impuestos y no estaba interesado en disuadir a los ciudadanos de que bebieran.

En Bristol se fabricaba y consumía más ron que ginebra; la ginebra era la bebida de los pobres. En su condición de principal ciudad importadora de azúcar de todas las islas Británicas, era lógico que Bristol se hubiera convertido en la capital del ron. En cuanto a la fuerza, poca era la diferencia entre las dos bebidas, aunque el ron tenía más cuerpo, permanecía más tiempo en la sangre y resultaba más soportable a la mañana siguiente.

El señor Thistlethwaite bebía ron de la mejor calidad y había convertido el Cooper's Arms en su hogar-fuera-del-hogar porque Dick Morgan compraba el ron en la destilería de ron del señor Thomas Cave de Redcliff; el ron de Cave no tenía igual.

Por consiguiente, cuando entró Richard, el señor Thistlethwaite estaba más alegre de lo que solía estar a las tres de la tarde. Echaba de menos a Richard, así de sencillo, y pensaba que, de ahora en adelante, Richard no regresaría a la taberna antes de las cinco de la tarde, la hora en que él se marchaba. La inflexible norma de las cinco representaba su último instinto de conservación; sabía que, si se quedara un solo minuto más, acabaría tendido permanentemente en el arroyo que discurría por el centro de Broad Street.

Alegrándose de que Richard siguiera formando parte de cada uno de los días de la taberna, se levantó tambaleándose y se dispuso a marcharse.

– Es muy pronto, lo sé, pero el hecho de contemplarte, Richard, me ha abrumado -anunció, encaminándose haciendo eses hacia la puerta-. Aunque no sé por qué -añadió su voz desde Broad Street-. La verdad es que no sé por qué, pues, ¿quién eres tú sino el hijo de mi tabernero? Es un misterio, un auténtico misterio. -Su cabeza con el maltrecho tricornio airosamente inclinado a un lado, asomó por la puerta-. ¿Es posible que los ojos de un borracho puedan sondear el futuro? ¿Creo en las premoniciones? ¡Ja, ja, ja! Llámame Casandra, pues juro que soy tan tonto como una vieja. ¡Jo, jo, jo, mis áticos y refinados pulmones literarios vuelan por el aire de la ignorante Beocia!

– Está loco -dijo Dick-. Loco como un cencerro.


La guerra contra las trece colonias americanas seguía adelante y los perplejos ciudadanos de Bristol suponían que, con tantas victorias inglesas, el día menos pensado se recibiría la noticia de la rendición americana. Pero la noticia jamás se recibió. Cierto que los colonos habían conseguido invadir Boston y se la habían arrebatado a sir William Howe, pero sir William se había trasladado rápidamente a Nueva York, con la aparente intención de dividir y vencer, empujando a George Washington hacia Nueva Jersey para que se interpusiera entre las colonias del norte y las del sur. Su hermano el almirante Howe había vencido a la inexperta armada americana en Nassau y en Narragansett Bay, por lo que Britania imperaba en los mares.

Hasta entonces, el gobierno colonial había intentado seguir un camino intermedio y reconciliar a los dos bandos en guerra, el de los leales a la corona y el de los rebeldes, pero ahora, justo cuando -a los ojos de Bristol por lo menos- la derrota americana parecía inevitable, Pensilvania repudiaba su alianza con la Corona y se unía con entusiasmo a los rebeldes. No tenía sentido, sobre todo para los cuáqueros de Bristol, que eran sus parientes consanguíneos.

En agosto de 1776, las gacetas de noticias informaron de que el Congreso Continental había aceptado el borrador de Thomas Jefferson de la discutida Declaración de Independencia y lo había firmado sin el consentimiento de Nueva York. John Hancock, el presidente del Congreso, había sido el primero en firmar con una rúbrica que su efigie, cuyo pellejo vacío todavía colgaba del poste de la American Coffee House, le habría podido envidiar. En cuanto las andrajosas tropas del general Washington aclamaron la declaración, Nueva York la ratificó. La voluntad de independencia era ahora unánime, si bien Nueva York, sobre todo por la parte de Manhattan, seguía siendo lealista. Ahora la bandera del Congreso Continental presentaba trece barras alternas rojas y blancas.

Las negociaciones de paz en Staten Island quedaron interrumpidas cuando los colonos se negaron a anular la Declaración de Independencia, lo cual dio a lugar a que sir William Howe invadiera Nueva Jersey con sus soldados ingleses y diez mil mercenarios de Hesse que el rey había contratado para reforzar su ejército. Todos cayeron ante el avance inglés: Washington cruzó el río Delaware para entrar en Pensilvania y después lo volvió a cruzar a pesar del crudo invierno para infligir una abrumadora derrota a los alemanes de Hesse que estaban de juerga en Trenton. Tras una segunda y menos importante victoria en Princeton, el ejército rebelde se retiró a las colinas de Morristown y el estupefacto general Howe regresó a Manhattan con su no menos sorprendido segundo en el mando lord Cornwallis. Cuya familia era propietaria de Cornwallis House en Clifton Hill y muy querida por ello por todos los habitantes de Bristol.


Para Richard, 1776 había sido un año de mosquetes y dinero; tenía quinientas libras en el Banco de Bristol y los doce chelines diarios que entregaba a su padre habían permitido que el Cooper's Arms mantuviera las puertas abiertas mientras otros taberneros se veían obligados a cerrar las suyas para siempre. Los apuros eran muchos, tanto para los de en medio como para los de abajo. Tiempos horribles.

El índice de delincuencia había aumentado de una forma increíble y llevaba consigo un curioso síntoma de aquella amarga y desesperante guerra americana: los reos y los pobres-sin-parroquia ya no eran enviados por barco a las trece colonias y vendidos allí como mano de obra con contrato. Aquella antigua y provechosa costumbre había permitido al Gobierno poner en práctica las medidas punitivas más duras de Europa, con lo que había reducido al mismo tiempo la población reclusa. Por cada ahorcado francés, había diez ingleses; por cada ahorcado alemán, había quince ingleses. De vez en cuando se ahorcaba a alguna mujer. Pero casi todos los condenados por delitos de menor cuantía que los salteamientos de caminos, asesinatos o incendios provocados eran vendidos por lotes según sus oficios a contratistas que los apretujaban a bordo de sus barcos y los transportaban a alguna de las trece colonias, donde los revendían provechosamente como esclavos blancos. Una de las diferencias entre ellos y los esclavos negros estribaba en el hecho de que, teóricamente por lo menos, su esclavitud era de carácter temporal. Pero a menudo no era así, especialmente si la persona esclava pertenecía al sexo femenino. Bien lo supo Moll Flanders.

La deportación de mano de obra blanca con contrato de aprendizaje se limitaba en buena parte a algunas de las trece colonias, pues los propietarios de las plantaciones de las Indias Occidentales preferían la mano de obra negra. Creían que los negros estaban más acostumbrados al calor, trabajaban mejor en tales condiciones climáticas… y su aspecto físico no se parecía para nada a los del amo y el ama. A pesar de que ahora había motivos para que el sistema de las deportaciones tocara a su fin, los tribunales ingleses que se reunían semestralmente para juzgar delitos de menor cuantía y los que se reunían periódicamente para juzgar las causas de los distintos condados no dejaron por ello de castigar con la máxima dureza incluso a los acusados de delitos de muy poca monta. El derecho penal inglés no estaba destinado a proteger los derechos de unos pocos aristócratas, sino que su propósito era proteger los de todas las personas que hubieran adquirido una cierta riqueza, por pequeña que ésta fuera. De ahí que la población reclusa estuviera aumentando a un ritmo alarmante y se echara mano de castillos y viejas mansiones para utilizarlos como centros auxiliares de detención, a través de cuyas puertas tanto antiguas como nuevas seguía pasando una incesante corriente de reos encadenados.

En determinado momento, a un tal Duncan Campbell, un contratista de obras y especulador londinense de origen escocés, se le ocurrió la idea de utilizar como cárceles viejos navios de guerra ingleses retirados del servicio. Compró uno de dichos barcos, el Censor, lo amarró al Royal Arsenal del Támesis y lo llenó con doscientos reclusos. Una nueva ley permitía utilizar a los reclusos en obras públicas, por lo que los reclusos del Censor se vieron obligados a dragar la parte del río que discurría a lo largo de aquella importante vía marítima y a construir nuevos muelles, un trabajo que ningún hombre libre hubiera querido hacer a no ser que le pagaran muy bien. La mano de obra reclusa sólo costaba lo que la comida y el alojamiento, cosa que el señor Duncan Campbell ofrecía a bordo del Censor. Al principio, se cometieron algunos errores; Campbell descubrió que las hamacas no eran unas camas apropiadas para los reclusos cuyas cadenas se enganchaban con los soportes. Entonces las sustituyó por literas superpuestas, con lo cual ahorró espacio y pudo aumentar el número de los reclusos a trescientos. El gobierno de su majestad británica se mostró encantado y muy dispuesto a pagarle a Campbell todas las molestias. El excedente de reclusos se podía almacenar en barcos hasta que la guerra terminara y se pudieran reanudar las deportaciones en gran escala. ¡Qué alivio!

Un tabernero tenía muy claro a qué obedecía el incremento de los delitos de menor cuantía; casi todos ellos se producían cuando los delincuentes estaban bebidos. A falta de trabajo, el ron y la ginebra eran cada vez más necesarios para aquellos que no veían ningún rayo de esperanza que iluminara su dolorosa situación. Las prendas de seda, los pañuelos y los perifollos eran el sello distintivo de las clases más pudientes. Los hombres y las mujeres -e incluso los niños-, obligados a pedir limosna a las parroquias, desahogaban su rabia y su frustración en la bebida en cuanto recibían una moneda y entonces, borrachos como cubas, se dedicaban a hurtar prendas de seda, pañuelos y perifollos. Las cosas que no se podían tener, no se podían tener. Mejor venderlas a bajo precio. Cosas que -en Londres y Bristol por lo menos- se podían vender a los que comerciaban con objetos robados a cambio del precio de un trago o de unas cuantas horas de embriagado bienestar. Y, cuando los atrapaban, los enviaban a los tribunales que los condenaban a muerte o a catorce años de cárcel o, con más frecuencia, a siete años. Con la etiqueta de «deportación». Deportación, ¿adónde? Una pregunta sin respuesta y que, por consiguiente, jamás se formulaba.

Por lo que a Richard respectaba, 1777 hubiera tenido que ser simplemente otro año de mosquetes y dinero, pero a comienzos del nuevo año, mientras Washington y las pocas tropas que le quedaban pasaban por la dura prueba de otro riguroso invierno a las puertas de Morristown, los Morgan y el Cooper's Arms sufrieron un duro golpe. El señor James Thistlethwaite anunció repentinamente su partida de Bristol.

Dick se dejó caer en una silla, cosa tan insólita en él que tenía callos en los codos de tanto apoyarlos sobre el mostrador.

– ¿Os vais? -preguntó con un hilillo de voz-. ¿De veras os vais?

– Pues sí -contestó agresivamente el señor Thistlethwaite-, ¡me voy, maldita sea!

Peg y Mag rompieron a llorar; Richard las acompañó al piso de arriba en compañía de un perplejo William Henry para que lloraran en privado, y después se enfrentó con el aparentemente enojado señor Thistlethwaite.

– ¡Jem, vos sois un cliente fijo de la casa! ¡No os podéis ir!

– ¡No soy un cliente fijo y me voy!

– ¡Vamos, hombre, sentaos! ¡Y dejad de comportaros como si estuviéramos enfrentándonos en un combate de boxeo! No somos adversarios -dijo Richard con la cara muy seria-. Sentaos, Jem, y decidnos por qué.

– ¡ Ajá! -dijo el señor Thistlethwaite, haciendo lo que le decían-. O sea que puedes salir de tu tímido caparazón. ¿Tanto significa mi partida?

– Eso es tremendo -dijo Richard-. Padre, dadme una cerveza y a Jem un poco del mejor ron de Cave.

Dick se levantó y así lo hizo.

– Bueno pues, ¿qué es lo que ocurre? -preguntó Richard.

– Estoy harto, Richard, eso es todo. Ya he cumplido mi papel en Bristol. ¿Quién me queda por satirizar? ¿El anciano obispo Newton? No pienso hacerle esta mala jugada a alguien con el suficiente ingenio para calificar el metodismo de forma bastarda de papismo. ¿Y qué otra cosa puedo hacer contra el Ayuntamiento? ¿Qué otro aguijón me queda como no sea el de afirmar que sir Abraham Isaac Elton habla mucho y es un prepotente, John Vernon es un prepotente pero no dice nada y Rowles Scudamore ni es prepotente ni abre la boca? He dado a conocer la antigua condición de clérigo disidente de Daniel Harson y la de John Powell como médico de un barco negrero. No, ya he disparado toda mi artillería contra Bristol y tengo intención de buscar prados más verdes. Por consiguiente, me largo a Londres.

¿Cómo expresar diplomáticamente que una refulgente luz en Bristol podía quedar oscurecida por la niebla de un lugar veinte veces más grande que Bristol?

– Es un lugar inmenso -se atrevió a decir Richard.

– Tengo amigos allí -replicó el señor Thistlethwaite.

– ¿No pensáis cambiar de idea?

– No.

– Pues entonces -dijo Dick, algo más recuperado-, brindo por vuestra buena suerte y vuestra salud, Jem. -Levantó su vaso-. Por lo menos, me ahorraré el gasto de la tinta y las plumas.

– ¿Nos escribiréis para contarnos qué tal estáis? -preguntó Richard poco después, cuando la cólera del señor Thistlethwaite ya se había transformado en una sentimental compasión de sí mismo.

– Siempre y cuando tú me escribas a mí. -El Bardo de Bristol soltó un gemido y se secó una lágrima-. ¡Oh, Richard, el mundo es un lugar muy cruel! Y yo me propongo ser cruel con él en un lienzo más grande que el que me ofrece Bristol.

Aquella noche Richard sentó a William Henry sobre sus rodillas y volvió el rostro del niño hacia el suyo. A sus dos años y medio, William Henry era vigoroso y de buena estatura y tenía, al decir de su padre, el rostro de un ángel inflexible. La culpa era de aquellos ojos, naturalmente, tan grandes y singulares -auténticamente singulares, pues nadie había visto jamás una mezcla de cerveza y pimienta como aquélla-, pero también de los planos de sus huesos y de la perfección de su piel. Dondequiera que fuera, la gente volvía la cabeza para contemplar su asombrosa belleza, lo cual significaba que semejante opinión no era exclusivamente la de su complaciente progenitor. A juicio de todo el mundo, William Henry era un niño fuera de lo corriente.

– El señor Thistlethwaite se va -le dijo Richard a su hijo.

– ¿Lejos?

– Sí, a Londres. Ahora ya no lo veremos muy a menudo, William Henry.

Los ojos no se llenaron de lágrimas, pero adoptaron una expresión que Richard sabía por experiencia que era de dolor interior, secreto y emocionado.

– ¿Ya no le gustamos, padre?

– Le gustamos mucho. Pero necesita más espacio del que tiene en Bristol y eso no tiene nada que ver con nosotros.

Mientras los escuchaba, Peg se agarró a los barrotes de su propia jaula, una estructura tan invisible y secreta como los pensamientos que cruzaban por la mente de William Henry. Después de aquella vengativa reacción contra el derecho de Richard a tocarla, había decidido someterse a la obediencia conyugal y, en caso de que Richard hubiera notado que su respuesta a sus requerimientos amorosos era más mecánica que antes, no lo había comentado. No es que lo amara menos; su retraimiento emocional se debía a su sensación de culpa. A su esterilidad. Las entrañas se le habían encogido y vaciado, ya no eran capaces de llevar otra cosa que no fuera la menstruación y ella se había casado con un hombre que amaba a sus hijos casi en exceso. Que necesitaba una tribu de hijos para no tener que centrar todo su afecto en un niño llamado William Henry.

– Amor mío -le dijo a Richard mientras ambos se encontraban en la cama, tranquilizados por los sonoros ronquidos de la habitación de la parte anterior y la profunda respiración de William Henry-, temo que jamás volveré a concebir un hijo.

Ya estaba. Finalmente, había tenido el valor de soltarlo.

– ¿Has hablado con el primo James el farmacéutico?

– No necesito hablar con él y sé que no me podría dar una respuesta. Dios me hizo así, lo sé.

Richard parpadeó y tragó saliva.

– Bueno, ya tenemos a William Henry.

– Lo sé. Y está asombrosamente sano. Pero, precisamente por eso, quiero hablar contigo, Richard -dijo ella, incorporándose.

Richard también se incorporó y se rodeó las rodillas con los brazos.

– Pues habla entonces, Peg.

– No quiero trasladarme a vivir a Clifton.

Richard se inclinó hacia un lado, tomó la yesca y encendió la vela para poder contemplar el rostro de su esposa. Redondo, delicadamente agraciado y tenso a causa de la inquietud, con unos grandes ojos castaños nublados por la inquietud.

– ¡Por el bien de nuestro hijo tenemos que trasladarnos a Clifton!

Peg cerró súbitamente los puños tal como solía hacer su hijo…

Cualesquiera que fueran sus sentimientos, no encontraría las palabras apropiadas para expresarlos.

– Es por el bien de William Henry por lo que lo digo. Sé que tienes dinero para comprar una preciosa casita en las laderas de las colinas, pero yo me sentiría muy sola en ella con William Henry, y no podría llamar a nadie en caso de necesidad.

– Nos podemos permitir el lujo de una criada, Peg, ya te lo he dicho.

– Sí, pero una criada no es de la familia. Aquí podemos recurrir a tus padres… Tres de nosotros podemos encargarnos de que William Henry esté bien atendido, Richard. -Apretó sus fuertes dientes, alimentados por el agua dura de la ciudad-. Sufro pesadillas. Veo a William Henry bajando al Avon y cayendo al agua mientras yo estoy ocupada cociendo el pan y la criada se ha ido a buscar agua al Jacobs Well. Veo la escena una y otra vez…¡una y otra vez!

La llama de la vela iluminó un repentino torrente de lágrimas; Richard posó la vela en la cómoda de la ropa situada al lado de la cama y atrajo a su mujer a sus brazos.

– Peg, Peg… eso no son más que sueños. Yo también los tengo, amor mío. Pero en mi pesadilla veo a William Henry aplastado por las ruedas de un trineo o a William Henry enfermo de tisis o a William Henry cayendo a la boca de acceso de una cloaca. Nada de todo eso puede ocurrir en Clifton. Pero, si tan preocupada estás, tendremos también una niñera para él.

– Tus pesadillas son todas distintas -dijo Peg en tono quejumbroso-, pero la mía es siempre la misma. William Henry cayendo al Avon desde el barranco, William Henry aterrorizado por algo que yo no puedo ver.

Richard la acarició hasta conseguir que se calmara y se quedara finalmente dormida en sus brazos. Después se tumbó, luchando contra su propio dolor mientras la vela se iba extinguiendo poco a poco. Sabía que todo aquello era una conspiración familiar. Su madre y su padre estaban ejerciendo influencia sobre Peg. Mag porque adoraba a William Henry y apreciaba a su nuera como una hija, y Dick porque… bueno, quizás en lo más hondo de su corazón, pensaba que, cuando Richard se fuera a vivir a Clifton, dejaría de cobrar aquellos dos chelines diarios; un hombre que es dueño de su propia casa tiene muchos gastos extras. Todo su instinto lo animaba a no prestar atención a todas aquellas presiones e irse con su mujer y su hijo a las verdes colinas de Clifton, pero lo que Dick Morgan consideraba una debilidad en su hijo era, de hecho, una capacidad de comprender y compadecerse de las acciones de los demás y especialmente de las de su familia. Si insistiera en hablar de la casita de Clifton -había encontrado la más adecuada, amplia, con una preciosa techumbre de paja, no demasiado antigua, con cocina separada en la parte de atrás y un desván para la servidumbre-, si insistiera en hablar de aquella casita de Clifton, ahora ya sabía que Peg había decidido no vivir en ella. Había decidido aborrecerla ¡Qué extraño, tratándose de la hija de un campesino! Ni por un instante se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que ella no se adaptara a un estilo de vida más rural con tanto entusiasmo como el suyo, él que era un hombre nacido y criado en la ciudad. Sus labios se estremecieron, pero en la intimidad de la noche, Richard Morgan no lloró. Se limitó a armarse de valor para aceptar el hecho de que jamás se trasladaría a vivir a Clifton.

¡Dios mío del Cielo, mi mujer cree que William Henry se ahogará en el Avon si nos vamos a vivir a Clifton! Mientras que yo tengo el presentimiento de que Bristol lo matará. ¡Te ruego, te suplico que protejas a mi hijo! ¡No me arrebates a este hijo único! Su madre dice que ya no habrá otros, y yo la creo.

– Nos quedaremos en el Cooper's Arms -le dijo a Peg cuando ambos se levantaron justo antes del amanecer.

El rostro de Peg se iluminó mientras ésta lo abrazaba con un profundo suspiro de alivio.

– ¡Gracias, Richard, gracias!


La guerra en América siguió siendo favorable a Inglaterra durante algún tiempo, a pesar de que muy pocos miembros tories del Parlamento se sentían lo suficientemente fuertes para abandonar el Gobierno en señal de protesta contra la política del rey. El caballero Johnny Burgoyne recibió el encargo de acabar con todos los rebeldes del norte de Nueva York y demostró la valía de sus hazañas tácticas tomando el Fort Ticonderoga junto al lago Champlain, una plaza fuerte que los rebeldes consideraban invulnerable. Pero entre el lago y la cabecera del río Hudson había unos yermos que Burgoyne recorría al ritmo de una milla diaria. Su suerte cambió y también la de su contingente de tropas de diversión, derrotado en Bennington. Horado Gates se había puesto al mando de los rebeldes y contaba con la colaboración del genial Benedict Arnold. Dos veces obligado a librar batalla en Bemis Heights, Burgoyne descendió en picado hacia su derrota final y su rendición en Saratoga.

La noticia de Saratoga hizo estremecer los cimientos de toda Inglaterra. ¡La rendición! Lo de Saratoga superaba en cierto modo todas las victorias alcanzadas hasta la fecha, una misteriosa y sutil consecuencia que ni lord North ni el rey habían tomado en consideración. A los ingleses y las inglesas del montón, Saratoga les decía que Inglaterra estaba perdiendo la guerra y que los rebeldes americanos tenían algo que no tenían ni los franceses, los españoles y los holandeses.

Si sir William Howe hubiera avanzado hacia el Hudson para ir al encuentro de Burgoyne, las cosas habrían podido ser muy distintas, pero Howe decidió, en su lugar, invadir Pensilvania. Derrotó a George Washington en Brandywine y después consiguió tomar Filadelfia y Germantown. El Congreso americano huyó a la York de Pensilvania, lo cual desconcertó tanto a los ingleses de allí… como a los de casa. ¡La gente no abandonaba su capital al enemigo, sino que la defendía hasta la muerte! ¿De qué servía tomar Filadelfia si ya no era la sede del gobierno rebelde? Algo nuevo estaba ocurriendo sobre la faz de la tierra.

A pesar de que las conquistas de Howe en Pensilvania coincidieron más o menos con las campañas de Burgoyne en la zona norte de Nueva York, en Inglaterra no podían competir con la derrota de Saratoga. A partir de Saratoga, el Parlamento empezó a preguntarse si Inglaterra podría ganar aquella guerra. El gobierno de lord North se puso a la defensiva, empezó a preocuparse por los acontecimientos de Irlanda, imposibilitada de comerciar directamente allende los mares y dispuesta a reclutar voluntarios para combatir contra los franceses, aliados con los americanos. ¡Bueno, en Londres todo el mundo comprendía el significado de todo aquello! Si los irlandeses querían combatir, lo harían contra los ingleses. Lo cual no sería nada fácil, siendo los tories mayoría en la Cámara.

En Bristol, la depresión económica era cada vez más grave. Los corsarios franceses y americanos surcaban los mares y lo estaban haciendo mucho mejor que los corsarios ingleses; la Armada Real se encontraba también en los confines del océano Occidental. En su perenne afán de aumentar el número de los corsarios, muchos plutócratas de Bristol aportaban dinero destinado a transformar los buques mercantes en fortalezas flotantes erizadas de armas. Los corsarios ingleses lo habían hecho extremadamente bien durante la guerra de los Siete Años contra Francia, por lo que nadie pensaba que aquella guerra pudiera tener un resultado distinto.

Pero nuestros inversores han perdido elevadas sumas -le escribió Richard al señor Thistlethwaite en una carta que le envió en la segunda mitad de 1778-. Bristol botó veintiún corsarios, pero sólo los dos buques negreros, el Tartar y el Alexander capturaron un botín… un nativo de las Indias Orientales francesas lo valoró en cien mil libras. El comercio marítimo se ha reducido tanto que dice el Ayuntamiento que los impuestos portuarios no bastarán tan siquiera para cubrir el sueldo del alcalde.

Los salteadores de caminos abundan por doquier. Hasta el White Ladies Inn de la barrera de portazgo de Aust se considera ahora un lugar demasiado peligroso para una excursión dominical, y el señor Maurice Trevillian y su esposa, pertenecientes a la ilustre familia de Cornualles, se vieron obligados a detenerse y fueron víctimas de un robo en su propio carruaje, justo a la entrada de su residencia de Park Street. Perdieron un reloj de oro, varias costosas joyas y una elevada suma de dinero.

En resumen, Jem, la situación es francamente delicada.


El señor Thistlethwaite contestó a la carta de Richard con notable prontitud. Algunos hostiles pajaritos de Bristol estaban gorjeando un alegre canto, en el que decían que a Jem Thistlethwaite no le estaban yendo nada bien las cosas en Londres. No había tenido más remedio, añadían con sus trinos, a escribir por cuenta de ciertos editores e incluso a revender por cuenta de algunas papelerías.


¡Richard, cuánto me alegro de recibir noticias tuyas! Echo de menos la contemplación de tu hermoso rostro, pero tu carta me ayuda a evocarlo.

La única diferencia entre un pirata y un corsario es la Patente de Corso del Gobierno de S. M., que se queda con buena parte de los beneficios. Lo que empezó siendo una conflagración local se ha convertido en una guerra mundial. Las avanzadas inglesas están sufriendo ataques en casi todas las esquinas del globo -¿cómo es posible que un globo tenga esquinas?-, incluso en algunas extremadamente remotas.

No me sorprende que los únicos que capturaran un botín fueran dos buques negreros. Especialmente el Alexander y el Tartar. Justo del mismo peso y tamaño. Ciento veinte hombres para servir a dieciséis cañones. Perfecto. Además, los buques negreros navegan muy bien. Rápidos y manejables. Y más les vale hacer algo, ahora que el comercio de esclavos es prácticamente imposible.

Si Bristol está pasando por una situación apurada, Liverpool se encuentra al borde de un desastre. Es una ciudad casi tan grande como Bristol y, sin embargo, dispone de menos de una cuarta parte de instituciones benéficas en comparación con Bristol. Miles de personas recurren a las parroquias, las cuales, sin los donativos de los filántropos, no las pueden alimentar. Se están muriendo literalmente de hambre, pero lord Penrhyn y los liverpoolianos de su clase jamás han oído hablar de la palabra «filantropía». Eso es lo que ocurre en una ciudad cuyos ricachones andan todos metidos en la trata de esclavos.

Aunque Londres mire hacia el este, millones de almas también están sufriendo, Richard. La Compañía de las Indias Orientales también pasa algunos apuros y teme a los franceses, a quienes les va muy bien con sus aliados yanquis. ¡Los Estados Unidos de América! Un título rimbombante para una débil confederación de pequeñas colonias unidas por una urgente necesidad… una necesidad que pasará. Entonces yo vaticino que cada colonia seguirá su propio camino y los Estados Unidos de América se disolverán en una inalcanzable idea filosófica en la mente de un puñado de brillantes e ilustrados hombres de gran talento. Los colonos americanos ganarán la guerra, eso jamás lo he puesto en duda, pero se convertirán en trece estados distintos, unidos por algo tan endeble como un tratado de mutua ayuda.

Un pequeño rumor que estoy seguro te encantará. Dicen que el señor Henry Cruger, miembro del Parlamento por Bristol y americano de nacimiento, cobrará una pensión real de por lo menos mil libras al año a cambio de información acerca de las actividades de los yanquis. Qué ironía, ¿verdad? Todo Bristol afirma indignado que Cruger es un espía yanqui, siendo así que ha estado espiando constantemente por cuenta de Inglaterra.

Y termino diciendo, mi querido Richard, que el aire de Londres es también beocio, no apto para que lo respiren mis áticos pulmones. No obstante, estoy bien, a menudo con algunas copas de más… a pesar de que el ron de aquí no se puede comparar con el de Thomas Cave.


El párrafo final, pensó Richard, confirmaba que el canto de los pájaros de Bristol decía la verdad. ¡Pobre Jem! Bristol tenía unos confines muy limitados. Había abrigado la esperanza de que no los hubiera en el gigantesco Londres, una ciudad que contaba con un considerable número de escritores de sátiras propios y no necesitaba para nada a los de Bristol.

Por consiguiente, las cartas que seguían inundando a Richard contenían noticias que éste ya sabía, pero no se atrevía a decirlo en sus respuestas.

– ¡Oh, Jem! -exclamó a finales de 1780 mientras leía una nueva misiva de Thistlethwaite-. ¡Habéis perdido agudeza!


El mundo está patas arriba, Richard. Sir Henry Clinton, nuestro último comandante en jefe, ha abandonado Filadelfia para conservar firmemente en su poder Manhattan y las zonas limítrofes de Nueva York. Lo cual me parece algo así como si una pequeña raposa se ocultara en su madriguera antes de oír los ladridos de los perros. Los franceses han reconocido oficialmente a los Estados Unidos de América y están haciendo el ridículo a cuenta del apolillado sombrero del embajador Benjamin Franklin. Toda Europa está tan preocupada que Catalina, la emperatriz de todas las Rusias, ha negociado una liga de neutralidad armada entre su país y Dinamarca, Suecia, Prusia, Austria y Sicilia. Lo único que tienen en común estos países es el temor a los ingleses y los franceses.

Escribí un brillante -¡y muy bien acogido!- artículo acerca de los 5.500 Hijos de la Libertad hechos prisioneros cuando sir Henry Clinton capturó Charles Town. ¡Han sido incorporados a nuestra propia Armada! Qué bonito detalle, ¿verdad? Mi artículo giraba en torno a un hecho curioso: ¡el de que los oficiales americanos no se atreven a azotar a sus soldados o marineros! ¡Ya puedes imaginarte lo que piensan los Hijos de la Libertad cuando el viejo y querido látigo inglés de nueve ramales azota el pellejo de sus espaldas y traseros!

Escribí también una defensa de la deserción del general Benedict Arnold, que considero una simple consecuencia de esta lenta y maldita guerra. Creo que él y sus traidores compañeros se han cansado de aguantar. Las comodidades de los mandos y las pensiones inglesas deben de constituir un motivo de envidia para muchos oficiales americanos de categoría superior. Por no hablar de los privilegios de los profesionales ingleses. A un comandante acostumbrado a pegar azotes le debe de hervir la sangre en las venas al ver a sus exhaustas tropas sin zapatos y sin sombrero, rebeldes por falta de paga y lo bastante independientes para mandarlo al carajo si no les gustan sus órdenes. ¡Y nada de azotes!

He apostado cien libras con una probabilidad de 10 a 1 a que ganarán los rebeldes, lo cual significa que tengo la posibilidad de ganar mil libras. Es una posibilidad. ¡Por Dios, Richard, cuánto dura esta desdichada guerra! El Parlamento y el rey están arruinando Inglaterra.

Pero la mente de Richard estaba padeciendo un dolor mucho más cercano que el de una guerra que se estaba combatiendo a casi tres mil millas de distancia. Peg se estaba encerrando en sí misma.

Tenía sus motivos: ya no volvería a tener hijos, William Henry era su única esperanza y Richard no estaba a su lado todo el día para consolarla y librarla de su mal humor y sus depresiones.

¿Será porque envejecemos, por lo que no somos capaces de conservar el fulgor de nuestros sueños juveniles? ¿Acaso la propia vida los apaga? ¿Es eso lo que le está ocurriendo a Peg? ¿Es eso lo que me está ocurriendo a mí? Antes yo tenía unos sueños maravillosos: la casita de Clifton en medio de un jardín lleno de flores, un precioso poni para ir a Bristol y un coche de dos ruedas para llevar a mi familia a merendar al campo en Durdham Down, unas amistosas relaciones con mis vecinos de igual condición, una docena de hijos y todas las emociones y angustias de verlos madurar. Como si yo no fuera más que un testigo de los misteriosos designios de Dios, sintiéndome bajo su amorosa protección, bondadoso con los míos y sin causar daño a nadie. Y, sin embargo, aquí estoy con treinta y dos años y nada de todo eso ha ocurrido. Tengo una pequeña fortuna en el Banco de Bristol y un polluelo en mi nido, pero estoy condenado a vivir para siempre en la casa de mi padre. Nunca seré independiente, pues a mi esposa, a quien adoro demasiado como para causarle daño, la aterran los cambios. La aterra perder a su único polluelo. ¿Cómo decirle que su terror es una tentación a Dios? Hace tiempo aprendí que los males se producen cuando uno lo hace todo a bombo y platillo y que lo mejor para evitar problemas es ser discreto y no llamar la atención.

Su amor a William Henry había experimentado un sutil cambio como consecuencia de la obsesión de Peg por el niño. Lo que había empezando siendo un temor de que su hijo se pusiera enfermo o se extraviara, se había convertido en compasión por la apurada situación del niño. Si corría en lugar de caminar, incluso en el interior de la taberna, Peg se le acercaba presurosa y le preguntaba por qué corría. Cuando Dick se llevaba a William Henry a dar su paseo cotidiano, Peg insistía en acompañarlos, por lo que el niño se veía obligado a caminar tomado de la mano y jamás podía correr libremente. Cuando intentaba acercarse al borde del Key Head y contar (podía contar hasta cien) el número de barcos de aquella prodigiosa avenida acuática, Peg lo apartaba, reprochándole con dureza a Dick su negligencia. Pero lo más lamentable era que el niño no protestaba, carecía de aquel impulso de afirmar su independencia de que estaban dotados con creces casi todos los niños de seis años.

– He estado hablando con el senhor Habitas -dijo Richard una larga noche de verano tras el cierre del Cooper's Arms-. No hay temor de que Tower Arms deje de hacernos pedidos en un próximo o lejano futuro, pero las cosas han adquirido un ritmo tan regular que podemos prestar atención a alguien que no tenga conocimientos. -Respiró hondo y miró a Peg desde el otro lado de la mesa de la cena-. A partir de ahora, me voy a llevar a William Henry a trabajar conmigo.

Tenía intención de seguir adelante y añadir que sólo lo haría durante algún tiempo, que el muchacho necesitaba desesperadamente el estímulo de nuevas experiencias y nuevos rostros, que tenía la misma paciencia que él, la misma aptitud para la mecánica y la misma afición a encajar las piezas de un rompecabezas. Pero no dijo nada.

Peg se puso a gritar.

– ¡No, no, no!

Sus chillidos eran tan aterradores que William Henry se encogió de miedo, se echó a temblar, bajó de su silla y corrió para ocultar la cabeza en el regazo de su padre.

Dick apretó los puños y se los miró, frunciendo los labios; Mag se levantó, tomó una jarra de agua del mostrador y la arrojó a la cara de Peg. Entonces ésta dejó de gritar y se puso a aullar.

– Era sólo una idea -le dijo Richard a su padre.

– No precisamente de las mejores, Richard.

– Pensé… ¡ven aquí, William Henry!

Rodeó con sus brazos al niño y lo sentó sobre sus rodillas, dirigiéndole a Dick una enfurecida mirada que le impidió hacer el menor comentario. Dick pensaba que su nieto era demasiado mayor como para que su padre le prodigara tantos mimos.

– No pasa nada, William Henry, no pasa nada.

– ¿Madre? -preguntó el niño, con el rostro más pálido que la cera y los ojos enormemente abiertos.

– Tu madre no se encuentra bien, pero pronto se repondrá. ¿Lo ves? La abuela sabe lo que tiene que hacer. He dicho algo que no debía, eso es todo. -Richard frotó la espalda de su hijo y miró a Dick, reprimiendo un fuerte impulso de reírse. No a causa del regocijo sino de la rabia-. No hago nada a derechas, padre -dijo-. Lo he dicho sin mala intención.

– Lo sé -dijo Dick, levantándose para tirar del rabo del gato-. Sé que no te gusta el ron, pero, a veces, una fuerte medicina es lo mejor.

Para su asombro, Richard descubrió que el ron le sentaba bien, le tranquilizaba los nervios y aliviaba su dolor.

– ¿Qué voy a hacer, padre? -preguntó entonces.

– Por de pronto, no llevarte a William Henry al taller de Habitas.

– Está peor que indispuesta, ¿verdad?

– Me temo que sí, Richard. Y lo peor de todo es que no es bueno para él eso de estar tan mimado.

– ¿Quién es «él»? -preguntó William Henry.

Ambos hombres miraron al niño y después se miraron el uno al otro.

– «Él» -dijo Richard con determinación- eres tú, William Henry. Eres lo bastante mayor para que se te pueda decir que tu madre se preocupa demasiado por ti.

– Ya lo sé, papá -dijo William Henry. Bajó de la rodilla de Richard, se acercó a su madre y le dio unas palmadas en los trémulos hombros-. Madre, no tienes que preocuparte tanto. Ahora soy un chico mayor.

– ¡Pero si sólo es un chiquillo! -gimoteó Peg cuando Richard la acompañó al piso de arriba y la ayudó a acostarse-. Richard, ¿cómo has podido ser tan estúpido? ¡Un bebé en una armería!

– Peg, nosotros fabricamos armas, no las utilizamos -contestó pacientemente Richard-. William Henry es lo bastante mayor para que pueda… -buscó afanosamente una palabra que resultara expresiva- ampliar sus horizontes.

Ella se apartó de él.

– ¡Eso es ridículo! ¿Qué necesidad tiene de ampliar horizontes alguien cuyo hogar es una taberna?

– Una taberna expone a un niño a muchas barbaridades -dijo Richard, procurando disimular la exasperación de su voz-. Desde que sus ojos pueden ver, ha sido testigo de borracheras, autocompasión, comentarios imprudentes, puñetazos, palabrotas, comportamientos impúdicos y desagradables alborotos. Tú crees que tu presencia lo hace todo aceptable, que todo eso no le puede hacer daño, pero yo también fui hijo de un tabernero y recuerdo muy bien el daño que me hizo la vida de la taberna. La verdad es que me alegré de que me enviaran al internado de Colston y más todavía de que no tuviera que hacer mi aprendizaje como tabernero. Sería muy beneficioso para William Henry conocer y mantener contacto con hombres sobrios.

– ¡No te lo llevarás al taller de Habitas! -le escupió ella.

– Ya lo veo, Peg, no hace falta que me lo digas. Pero este episodio me ha hecho comprender -dijo Richard, acostándose en la cama y apoyando una mano en el hombro de Peg- que ha llegado el momento de que hablemos. No puedes mantener a William Henry envuelto en pañales durante el resto de su infancia por la simple razón de que es nuestro único hijo. Lo de hoy me ha hecho comprender que ya es hora de que nuestro hijo disfrute de un poco más de libertad. Tienes que aprender a soltar un poco a William Henry, pues el año que viene irá al internado de Colston y yo tengo empeño en que así sea, ocurra lo que ocurra.

– ¡No permitiré que vaya! -gritó Peg.

– Tendrás que permitirlo. Si no lo haces, Peg, quiere decir que no es tu hijo quien ocupa tus pensamientos sino tu propia persona.

– ¡Lo sé, lo sé, lo sé! -Peg rompió a llorar, cubriéndose el rostro con las manos al tiempo que se balanceaba hacia delante y hacia atrás-. Pero ¿cómo puedo evitarlo? Es lo único que tengo… ¡lo único que jamás tendré!

– Me tienes a mí.

Por un instante, Peg no contestó.

– Sí -dijo al final-, te tengo a ti. Pero no es lo mismo, Richard, no es lo mismo. Si algo le ocurriera a William Henry, me moriría.

Había desaparecido casi toda la luz; un pequeño rayo gris se filtró a través de una de las rendijas del tabique y se posó como una telaraña sobre el rostro de Richard mientras éste permanecía incorporado, contemplando a su mujer. No, no es lo mismo, pensó. No es lo mismo.


El internado masculino de Colston había permitido que muchos de los hijos de los pobres menos desfavorecidos de Bristol aprendieran a leer y escribir. Pero no era en modo alguno el único; todos los credos religiosos excepto el católico disponían de escuelas benéficas, sobre todo, la Iglesia anglicana. Aunque sólo dos de ellas tenían uniformes especiales para sus alumnos. Los chicos de Colston llevaban unos uniformes azules y las Red Maids, las Doncellas Rojas, vestían de rojo. Ambas instituciones dependían de la Iglesia de Inglaterra, si bien las Red Maids no eran tan afortunadas como los chicos, pues sólo se las enseñaba a leer pero no a escribir y dedicaban casi todo el tiempo a bordar chalecos y chaquetas de seda para los miembros de la alta burguesía y la nobleza, un trabajo por el cual sus maestras cobraban, pero ellas no. La capacidad de leer y escribir así como la aritmética estaban mucho más extendidas entre los varones de Bristol que entre los de cualquier otra ciudad de Inglaterra, incluida Londres. En otros lugares solían ser un privilegio de los ricos.

Los cien muchachos de la institución benéfica de Colston vivían, naturalmente, en régimen de internado, algo que también le había tocado en suerte a Richard. Entre las edades de siete y diecinueve años, éste sólo pudo ver a sus padres los domingos y en períodos de vacaciones. ¡Cualquiera se imaginaba a Peg, aguantando semejante situación! Afortunadamente, Colston proporcionaba otra modalidad de enseñanza; a cambio de una elevada suma, el hijo de un hombre adinerado podía asistir a clase de siete de la mañana a dos de la tarde y de lunes a sábado como alumno externo. Con unas generosas vacaciones, por supuesto; ningún maestro de escuela deseaba un mayor castigo para sí que el que imponía la Iglesia anglicana y el testamento del difunto señor Colston.

Aquella mañana, mientras trotaba al lado de su abuelo (Mag había armado un escándalo mayúsculo, gracias al cual había impedido que Peg acompañara también a su hijo), a William Henry se le abrió algo más que una puerta a la escuela y la enseñanza; era el primer día de toda una nueva vida y él se moría de curiosidad. A lo mejor, si hubiera podido acompañar a Richard a la armería, su interés no habría sido tan apremiante, pero los muros carcelarios que su madre había levantado a su alrededor seguían intactos y él ya estaba harto de la situación. Un muchacho más apasionado e impulsivo habría protestado con visible frustración, pero William Henry era tan paciente y comedido como su padre. Su lema era «esperar».

La Escuela Masculina de Colston no difería para nada de las otras dos docenas de imponentes edificios que gozaban de títulos tales como escuela, asilo de pobres, hospital o casa de caridad; era una siniestra construcción muy mal cuidada en la que jamás se limpiaban los cristales de las ventanas, el enlucido se encontraba en muy mal estado y las maderas crujían. La humedad lo invadía todo, desde los cimientos a las chimeneas a estilo Tudor, el interior no había sido diseñado como escuela y el hedor del Froom que discurría a escasos metros de distancia era nauseabundo salvo para la nariz de los bristolianos.

Disponía de una verja y un patio y de algo así como unos mil muchachos, aproximadamente la mitad de los cuales vestía el famoso uniforme azul. Como todos los demás alumnos externos de pago, William Henry no estaba obligado a llevarlo; algunos alumnos externos eran hijos de concejales y mercaderes que no deseaban que sus vástagos se mancharan con el estigma de la beneficencia. Un alto y delgado sujeto enfundado en el negro traje y el blanco alzacuello almidonado propio de un clérigo se acercó a Dick y a William Henry esbozando una sonrisa que puso al descubierto sus manchados y cariados dientes: un bebedor de ron.

– Reverendo Prichard -dijo Dick, inclinándose en señal de respeto.

– Señor Morgan. -Los oscuros ojos se posaron en William Henry y se abrieron enormemente-. ¿Es el hijo de Richard?

– Sí, éste es William Henry.

– Pues entonces, ven conmigo, William Henry.

El reverendo Prichard empezó a cruzar el patio sin volver la mirada hacia atrás.

William Henry lo siguió, también sin volver la mirada hacia atrás; estaba demasiado ocupado digiriendo el alboroto de un patio escolar antes de que se restableciera la disciplina.

– Es una suerte -añadió el maestro de los alumnos externos- que tu cumpleaños coincida con el comienzo de tu escolarización, señorito William Henry Morgan. Empezarás tu aprendizaje con la A de abeja y las tablas de multiplicar. Veo que llevas tu propia pizarra, lo cual me parece muy bien.

– Sí, señor -dijo William Henry, cuyos modales eran impecables.

Sería lo único que dijera de forma espontánea hasta la hora de la comida en el refectorio, pues sus procesos mentales tampoco daban para mucho más. ¡Todo aquello le resultaba tan desconcertante! Había un sinfín de normas, todas ellas aparentemente absurdas. Levantarse. Sentarse. Arrodillarse. Rezar. Palabras que debían repetirse mecánicamente como las de un loro. Cómo responder a una pregunta, cómo no responder a una pregunta. Quién había hecho qué a quién. A qué se refería eso, contra qué.

Las clases tenían lugar en una inmensa sala ocupada por los cien alumnos más pequeños de Colston; varios maestros pasaban de un grupo a otro o intimidaban a un grupo sin preocuparse por el bienestar de los restantes grupos. De ahí que el hecho de que su abuelo, no demasiado ocupado en los duros tiempos que corrían, le hubiera enseñado a contar, a conocer el abecedario e incluso a hacer algunas sencillas operaciones aritméticas, fuera una gran ventaja para William Henry Morgan. De otro modo, puede que se hubiera sentido abrumado por las circunstancias.

Aunque nunca andaba muy lejos, el reverendo Prichard no daba clase. En el grupo de William Henry dicha tarea correspondía a un tal señor Simpson, y muy pronto resultó evidente que el señor Simpson tenía unas simpatías y antipatías muy marcadas con respecto a sus alumnos. Era un hombre pálido y delgado con aspecto de estar constantemente a punto de vomitar, por lo que no era de extrañar que no le gustaran los chicos que resollaban con repugnante regodeo o se hurgaban la nariz o exhibían unos pegajosos dedos marrones, señal evidente de que los utilizaban para limpiarse los sucios traseros.

Para William Henry no constituía ningún tormento hacer lo que le mandaban: ¡siéntate!, ¡no te muevas!, ¡no des puntapiés al banco!, ¡no te hurgues la nariz!, ¡no resuelles!, ¡no hables! De ahí que el señor Simpson no le prestara demasiada atención, aparte del hecho de preguntarle su nombre e informarle de que, puesto que en Colston ya había otros dos Morgans, a él lo llamarían «Morgan Tertius». Otro chico, al que se hizo la misma pregunta y se le dio la misma explicación, tuvo la osadía de protestar diciendo que no quería que lo llamaran «Carter Minor». Recibió cuatro terribles golpes con la palmeta, uno por no decir «señor», otro por ser presuntuoso, y dos de propina.

La palmeta era un temible instrumento, del cual William Henry no tenía la menor experiencia. De hecho, había vivido siete años sin saber lo que era un cachete. Por consiguiente, no le daría a ningún maestro del Colston la menor excusa para aplicarle la palmeta. Pues, para cuando llegaron las once y todos los niños de la escuela se sentaron en banquetas a ambos lados de las largas mesas del refectorio, William Henry ya había comprendido quiénes eran las víctimas de la palmeta. Los habladores, los que se hurgaban la nariz, los que se movían, los que resollaban ruidosamente, los zoquetes, los descarados y un reducido número de chicos que no podían evitar cometer travesuras.

No le interesaban demasiado ninguno de los compañeros que tenía al lado tanto en el aula como en el refectorio; en cambio, le gustaba el aspecto del chico que estaba sentado al otro lado de su compañero más inmediato; alegre, pero no hasta el punto de recibir un palmetazo. William Henry lo miró con un amago de sonrisa que dio lugar a que uno de los maestros de la mesa del director contuviera la respiración y tensara los músculos. En cuanto recibió la sonrisa, el chico eliminó el obstáculo que se interponía entre ellos y éste cayó ruidosamente al suelo, donde lo agarraron por la oreja y lo llevaron a rastras hasta la mesa del director, instalada en un estrado en la parte anterior de la enorme sala llena de ecos.

– Monkton Minor -dijo el otro, esbozando una sonrisa que dejó al descubierto el hueco del diente que le faltaba-. Llevo aquí desde febrero.

– Morgan Tertius, he empezado hoy -dijo William Henry en voz baja.

– Está permitido hablar después de la bendición de la mesa. Debes de tener un padre muy rico, Morgan Tertius.

William Henry contempló con tristeza el uniforme azul de Monkton Minor.

– No creo, Monkton Minor. No muy rico en todo caso. Estudió aquí y llevaba este uniforme azul.

– Ah. -Monkton Minor lo pensó un poco y después asintió con la cabeza.

– ¿Vive todavía tu padre?

– Sí. ¿Y el tuyo?

– No. Y mi madre tampoco. Soy huérfano. -Monkton Minor inclinó un poco más la cabeza mientras en sus claros ojos azules se encendía un fulgor especial-. ¿Cuál es tu nombre de pila, Morgan Tertius?

– Tengo dos. William Henry. ¿Y el tuyo?

– Johnny. -La mirada adquirió una expresión de complicidad-. Te llamaré William Henry y tú me llamarás Johnny…, pero sólo cuando nadie nos oiga.

– ¿Es un pecado? -preguntó William Henry, que todavía catalogaba los fallos desde este punto de vista.

– No, simplemente no se considera correcto. ¡Pero es que yo aborrezco ser un Minor!

– Y yo un Tertius.

William Henry desvió la vista de su nuevo amigo y miró con expresión culpable hacia la mesa del director, donde el compañero de banco expulsado estaba recibiendo lo que William Henry ya sabía que se llamaba una reprimenda…, algo mucho peor que unos cuantos palmetazos porque duraba mucho más y uno tenía que permanecer absolutamente inmóvil hasta que terminara, so pena de pasarse el resto del día balanceándose de pie encima de un taburete. Cuando sus ojos se cruzaron con los del señor Simpson, parpadeó y apartó la mirada de inmediato sin saber exactamente por qué.

– ¿Quién es ése, Johnny?

– ¿El que está al lado del director? El viejo Doom and Froom.

El reverendo Prichard.

– No, el otro de más abajo. El que se sienta al lado de Simp.

– El señor Parfrey. Enseña latín.

– ¿También tiene un apodo?

Monkton Minor consiguió tocarse la punta de la chata nariz con los labios fruncidos.

– Si lo tiene, nosotros los más pequeños no lo sabemos. El latín es para los mayores.

Mientras los dos muchachos hablaban de ellos, el señor Parfrey y el señor Simpson estaban ocupados hablando de William Henry.

– Ya veo, Ned, que tenéis a un Ganimedes entre vuestros cerdos.

El señor Edward Simpson comprendió la referencia sin necesidad de ninguna aclaración.

– ¿Morgan Tertius? ¡Deberíais ver sus ojos!

– Procuraré verlos. Pero, incluso visto desde lejos, Ned, su belleza es arrebatadora. Un auténtico Ganimedes… ¡ah, quién fuera un Zeus!

– Lástima, George, que, cuando empiece a mezclarse y juntarse con los otros, ya tendrá dos años más y probablemente será tan insolente como el resto -dijo el señor Simpson picando con desconfianza y sin demasiado apetito la comida de su plato, a pesar de ser infinitamente más sabrosa que la que se servía a los chicos; la enfermedad era un rasgo distintivo de su familia, la vida de cuyos miembros era notoriamente efímera.

Sus indiferentes comentarios no constituían una prueba de sus lascivas intenciones; era simplemente un síntoma de su poco envidiable suerte. George Parfrey deseaba ser un Zeus, pero, con la misma facilidad e inutilidad, habría podido desear ser un Robert Nugent, el conde de Nugent.

Los maestros de escuela pertenecían a una clase social elegantemente depauperada. Para el señor Simpson y el señor Parfrey, Colston representaba algo así como el cenit; cobraban una libra a la semana -pero sólo cuando había clase- y tenían el alojamiento y la manutención garantizados a lo largo de todo el año como parte de su trabajo. Puesto que en Colston la comida era excelente (el director era un famoso Epicuro) y cada maestro disponía de un cuartito para él solo, no había motivo para que nadie se fuera, a no ser que los llamaran para enseñar en las prestigiosas escuelas de Eton, Harrow o la Escuela de Segunda Enseñanza de Bristol. El matrimonio complicaba las cosas de forma considerable y estaba descartado hasta que uno se ordenaba clérigo o era ascendido a un puesto de mucha más categoría. Y no es que el matrimonio estuviera prohibido, pero el hecho de albergar a una esposa y unos hijos en un cuartito no era una perspectiva muy halagüeña. Aparte del hecho de que ni el señor Simpson ni el señor Parfrey se mostraban demasiado inclinados hacia el otro sexo. Preferían arreglárselas por su cuenta y, más concretamente, el uno con el otro. Sin embargo, el amor era un sentimiento que sólo experimentaba el pobre Ned Simpson. George Parfrey era dueño absoluto de sí mismo.

– A lo mejor, podríamos ir a los Hotwells después del oficio del domingo -dijo el señor Simpson en tono esperanzado-. Las aguas me sientan bien.

– Siempre y cuando me permitas pintar acuarelas -dijo el señor Parfrey sin apartar los ojos de William Henry Morgan, el cual se estaba animando por momentos y cuyo rostro resultaba cada vez más agraciado. Hizo una mueca de desagrado-. No comprendo cómo es posible que uno se encuentre mejor tras beberse las sobras del Avon, pero, si accedes a concederme una tranquila pausa en St. Vincent's Rocks… -Parfrey lanzó un suspiro-. ¡Oh, cuanto me gustaría pintar a esta criatura tan divina!


Richard fue a recoger a William Henry con la boca seca. ¿Y si el niño lo acogiera con semblante trastornado y le suplicara que no lo volviera a llevar a la escuela a la mañana siguiente?

Temores infundados. Sus ojos localizaron a su hijo, corriendo como un loco por el patio para esquivar las acometidas de un chiquillo de su propia edad vestido con el uniforme azul, dolorosamente delgado y con pelo de estopa.

– ¡Padre! -exclamó, corriendo a su encuentro mientras su compañero de juegos le pisaba los talones-. Padre, éste es Monkton Minor pero yo lo llamo Johnny cuando nadie nos oye. Es un huérfano.

– ¿Qué tal estás, Monkton Minor? -dijo Richard, recordando sus días en Colston. A él también lo llamaban Morgan Minor hasta que, a los once años, se convirtió en Morgan Major. Y sólo su mejor amigo lo llamaba Richard-. Le preguntaré al reverendo Prichard si puedes venir a comer a casa con nosotros después del oficio de la iglesia del domingo que viene.

Tuvo la sensación de acompañar a un extraño, pensó mientras abandonaba el recinto de la escuela con William Henry, el cual no caminaba tranquilamente a su lado, sino que brincaba y saltaba, canturreando para sus adentros.

– Veo que te ha gustado la escuela -le dijo sonriendo.

– ¡Es maravilloso, padre! Puedo correr y gritar.

Richard sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos y parpadeó para que no se le escaparan.

– Pero no en clase, supongo.

William Henry le miró con picardía.

– ¡Padre, en clase soy un ángel! No me han dado ni un palmetazo. A muchos chicos les dan un montón y un chico se ha desmayado cuando le han dado treinta. Treinta son muchos. Pero yo he procurado que no me los dieran.

– ¿De veras? ¿Y cómo lo has conseguido?

– Me estoy quieto, escribo bien y no me equivoco al sumar.

– Sí, William Henry, conozco bien el sistema. ¿Te hicieron llorar los chicos mayores cuando saliste a jugar?

– ¿Quieres decir cuando nos pusieron en fila para ir al retrete?

– Siguen haciendo eso, ¿verdad?

– Con nosotros por lo menos, sí. Pero yo escribí en la pared del retrete con el pedazo de caca que Jones Major me hizo en la mano y que casi todo fue a parar fuera, y entonces me dejaron en paz. Johnny dice que es la mejor manera. Se ensañan con los chicos que gritan y replican. -Aquí William Henry pegó un brinco-. Me limpié los dedos en la chaqueta, ¿ves?

Con la boca contraída en una mueca, Richard contempló la mancha marrón de la nueva chaqueta beige de William Henry y tragó saliva varias veces. ¡No te rías, Richard, por lo que más quieras, no te rías!

– Yo que tú -dijo cuando estuvo en condiciones de hablar-, no le comentaría a mamá el incidente de la caca. Y tampoco le enseñaría dónde te has limpiado los dedos. Le pediré a la abuela que limpie la mancha.

Así pues, Richard entró con su hijo en el Cooper's Arms con un aire triunfal en el que sólo su padre reparó. Peg lanzó un grito y tomó en brazos al hasta entonces apacible William Henry para cubrirle el rostro de besos, pero el niño la apartó.

– ¡No hagas eso, madre! ¡Ahora soy un chico mayor! ¡Abuelo, no sabes lo bien que lo he pasado! He corrido diez veces alrededor del patio, me he caído y me he lastimado la rodilla, he escrito toda una hilera de aes en la pizarra, y el señor Simpson dice que estoy tan adelantado para mi edad que me va a poner en la siguiente clase. Pero no tiene sentido porque él enseña en la siguiente clase y en el mismo sitio. ¡Mamá, mi rodilla es como una medalla! ¡No armes tanto alboroto!

Richard dedicó el resto de la tarde a clavar unas tablas de madera para hacerle a William Henry una habitación aparte en el extremo más alejado del dormitorio; últimamente, el niño ya dormía en su propia cama. La tarea le estaba resultando sumamente agradable, lejos del bullicio de la planta baja, desde donde le llegaba la voz de William Henry contándole a cada recién llegado la versión censurada de su primer día en la escuela. ¡El niño hablaba por los codos! Y no paraba… ¡William Henry que nunca decía dos palabras juntas!

Richard se compadecía enormemente de Peg, pero su sentimiento estaba amortiguado por el gélido viento de su propio sentido común. William Henry había abandonado el nido y ya jamás volvería a él. Pero ¿cuánta parte de lo que había exteriorizado en el sorprendente espacio de un día había permanecido encerrada en su interior a lo largo de los años? No era posible que un solo día hubiera producido tantos nuevos pensamientos y que el niño hubiera adquirido de pronto un nuevo código de conducta. Ahora veo que William Henry no es tan santo como yo creía. William Henry, bendito sea Dios, es un niño normal y corriente.

Así trató de explicárselo a Peg, pero todo fue inútil. Peg se negaba a aceptar el hecho de que su hijo se pudiera sentir a gusto y disfrutar de un mundo nuevo totalmente distinto al de antes. Buscó refugio en las lágrimas y se sumió en unas depresiones tan profundas que Richard perdió las esperanzas, cansado de su llanto y sin tener ni idea de la sensación de culpa que ella experimentaba por el hecho de haber fracasado en la única misión que tenía realmente una mujer: dar a luz hijos. Su paciencia con ella era la misma, pero el día en que la sorprendió bebiendo una jarra de ron tuvo que hacer un gran esfuerzo para no perderla.

– Éste no es un buen sitio para ti -le dijo dulcemente-. Déjame comprar la casa de Clifton, Peg, te lo ruego.

– ¡No, no, no! -gritó ella.

– Amor mío, llevamos catorce años casados y tú has sido mi esposa y mi amiga, pero es demasiado. No sé qué dolor siente tu corazón, pero el ron no te lo va a curar. -¡Déjame en paz!

– No puedo, Peg. Padre ya se está cansando, pero lo peor no es eso. William Henry es lo bastante mayor para darse cuenta de que su madre se comporta de una manera extraña. Por favor, procura portarte bien por él.

– A William Henry le importo un bledo, ¿por qué iba yo a hacer algo por él?

– ¡Vamos, Peg, eso no es cierto!

Parecía que se movieran en círculos concéntricos; ni las dulces palabras ni la paciencia de Richard ni la irritación de Dick bastaban para aplacar a los monstruos que devoraban su mente, aunque abandonó el ron cuando William Henry le preguntó sin andarse por las ramas por qué se emborrachaba.

El carácter directo de la pregunta la dejó pasmada. -Aunque no sé por qué -le dijo más tarde Dick a Richard-, William Henry es un hijo de tabernero.


A finales de febrero de 1782, el señor James Thistlethwaite envió una carta a Richard por correo especial:

Escribo esta carta la noche del día 27, mi querido amigo, y acabo de ganar mil libras. Pagadas con una letra de cambio del banco de mi desventurada víctima. ¡La noticia ya es oficial! Hoy el Parlamento ha votado en favor de interrumpir la guerra ofensiva contra las trece colonias y pronto empezaremos a retirar nuestras tropas.

Echo la culpa de todo al sombrero de piel de Franklin. Los gabachos han demostrado ser unos firmes aliados, tanto el general De Grasse como el general De Rochambeau, lo cual evidencia que, si un hombre cautiva el sentido francés de la moda, todo es posible. George Washington y los gabachos tocaron campanas a nuestro alrededor en Yorktown, aunque yo creo que lo que ha inducido al Parlamento a tomar esta decisión ha sido la rendición de lord Cornwallis. Sí, ya sé que Clinton se lo estaba pasando demasiado bien en Nueva York para bajar con su velero a echar una mano a Cornwallis y también sé que la armada francesa hizo posible que Washington y sus gabachos de tierra tomaran Yorktown, pero eso no disminuye la magnitud de la rendición.

Lo mismo que ocurrió con Burgoyne. A Londres se le está partiendo el corazón de vergüenza.

Da a conocer la noticia, Richard, pues mi correo llegará primero a Bristol, y no olvides añadir que tu fuente es James Thistlethwaite, que vivió hasta hace muy poco tiempo en el Bristol de Cornwallis.

¿Oigo que me preguntas qué voy a hacer con las mil libras? Comprarme una barrica de ron de la destilería del señor Thomas Cave… ¡y eso que me consta que una barrica contiene ciento cinco galones! Bajaré también dando un paseo al Green Canister de Half Moon Street para comprarle a la señora Phillips doce docenas de sus mejores condones. Estas putas de Londres están todas enfermas de sífilis y gonorrea, pero a la señora Phillips se le ha ocurrido el mejor invento del mundo desde el descubrimiento del ron. Ahora podré menear impunemente mi caña de azúcar debidamente encondonada.


Al cabo de un año -marzo de 1783-, el senhor Tomas Habitas se vio obligado a prescindir de los servicios de Richard. Para entonces, el Banco de Bristol ya guardaba tres mil libras, de las que apenas se había tocado un penique. ¿Por qué iba a gastarlas? Peg no quería irse a vivir a Clifton y su padre (a quien él había tratado de convencer de que comprara el Black Horse Inn de Clifton Hill) decía encontrarse a gusto en el Cooper's Arms. No todos los doce peniques diarios que Richard le pagaba desde hacía siete años se habían gastado, explicó ingenuamente Dick. Podía permitirse el lujo de esperar la llegada de tiempos más duros allí donde estaba, en Broad Street, en el mismísimo centro de todas las actividades de la ciudad.

Sí, la guerra americana había terminado y, a su debido tiempo, un tratado lo confirmaría, pero la prosperidad no se había recuperado. Ello se debía en parte al caos que reinaba en el Parlamento, donde Charles James Fox y lord North protestaban a gritos contra las injustificadas concesiones que lord Shelburne les estaba haciendo a los americanos. Nadie se preocupaba de vulgaridades tales como el Gobierno. Las efímeras administraciones que se caracterizaban por las disputas y los juegos de poder causaban estragos en Westminster; pero la verdad era que nadie, ni siquiera el enloquecido rey, sabía qué hacer con una deuda bélica de doscientos treinta y dos millones de libras y la disminución de las rentas públicas.

Surgieron disturbios por la comida entre los marineros de Bristol, los cuales cobraban treinta chelines al mes siempre y cuando estuvieran embarcados. En tierra, ni un penique. La situación era tan desesperada que el alcalde consiguió convencer a los armadores de que pagaran quince chelines mensuales a sus marineros cuando estuvieran en tierra. En 1775 el número de barcos que pagaban el llamado Tributo del Alcalde eran quinientos veintinueve; en 1782, el número había bajado a ciento dos. Puesto que casi todos los barcos eran de Bristol y estaban amarrados en los muelles y las rebalsas y también río abajo en la parte de Pill, no se podían desatender las demandas de varios miles de marineros.

En Liverpool, diez mil de sus cuatrocientos mil habitantes dependían de los escasos recursos benéficos de aquella ciudad, y en Bristol los índices de pobreza habían subido a un ciento cincuenta por ciento. El Ayuntamiento y el Gremio de Mercaderes no tuvieron más remedio que vender sus propiedades. Se tuvieron que establecer unas nuevas ordenanzas más estrictas para hacer frente a la incesante afluencia de pobres procedentes de las zonas rurales que acudían a las parroquias en busca de comida. Los que eran sorprendidos estafando a las parroquias eran expuestos a la picota y azotados públicamente antes de ser desterrados; pero la afluencia de pobres seguía incrementándose a más velocidad que las mareas del Avon.


– ¿Has visto eso, Dick? -preguntó el primo James el farmacéutico, entrando en la taberna antes de regresar a su casa desde su tienda de Corn Street. Agitaba en la mano una hoja de periódico-. ¡Un anuncio de nuestros presos de Newgate, imagínate! Dicen que no pueden comer con sus dos peniques diarios… es una vergüenza, cuando un cuarto de hogaza de pan cuesta dieciséis peniques.

– Un penique al día si se encuentran pendientes de juicio -dijo Dick.

– Me encargaré de que Jenkins el tahonero les envíe todo el pan que necesiten. Y queso y culatas de buey.

Dick asintió tímidamente.

– Pero, cómo, Jim, ¿no vas a depositar peniques en sus manos extendidas?

El primo James el farmacéutico se ruborizó.

– Sí, tienes razón, Dick. La verdad es que se lo gastaban todo en bebida.

– Siempre se lo gastarán en bebida. Enviarles pan me parece muy sensato. Pero encárgate de que tus filantrópicos amigos hagan lo mismo.

– ¿Cómo está Richard ahora que no trabaja? Jamás lo veo.

– Bastante bien -contestó lacónicamente el padre de Richard-. La razón de que no lo veas está arriba, en su cama.

– ¿Borracha?

– Qué va. Dejó de beber cuando William Henry le preguntó sin rodeos por qué bebía tanta ginebra. -Dick se encogió de hombros-. Cuando William Henry no está en casa, se tumba en la cama con la mirada perdida.

– ¿Y cuando William Henry está en casa?

– Se comporta como Dios manda. -El patrón carraspeó y soltó un enorme escupitajo sobre el serrín del suelo-. ¡Las mujeres! Son unos bichos muy raros, Jim.

La imagen mental de su hipocondríaca esposa y de sus dos hijas solteronas con cara de escuadra, tal como solía decirse por allí, apareció ante los ojos del primo James el farmacéutico, el cual asintió con la cabeza, esbozando una triste sonrisa.

– A menudo me he preguntado -dijo- por qué razón habrá decidido el mundo comparar una cara con una escuadra.

Dick soltó una sonora carcajada.

– ¿Estás pensando en tus niñas, Jim?

– Por desgracia, ya no son unas niñas. Las oraciones ya no sirven para remediar su situación. -Se levantó-. Siento no haber visto a Richard. Estaba deseando verle como en los viejos tiempos, antes de que entrara a trabajar en el taller de Habitas.

– Los viejos tiempos ya no existen, ¿hace falta que te lo diga? ¡Mira a tu alrededor! El local está vacío y las calles están llenas de estos pobres y desventurados marineros. ¡Qué virtuosos son los auténticos pobres inscritos en los registros de pobres de las parroquias y cuán grande es su indignación! Arrojan piedras contra sus hermanos de la picota en lugar de compadecerse de ellos. -Dick descargó un puñetazo sobre la mesa-. ¿Por qué fuimos a la guerra a casi tres mil millas de distancia? ¿Por qué no nos limitamos a entregarles a los colonos su valiosa libertad? ¿Por qué no les deseamos suerte en algo tan ridículo y nos fuimos otra vez a dormir o a luchar contra Francia? El país está en la ruina y todo en nombre de una idea. Una idea que, encima, no es la nuestra.

– No me has contestado. Si Richard no tiene trabajo, ¿dónde está? ¿Y dónde está William Henry?

– Salen a pasear juntos, Jim. Siempre a Clifton. Suben por Pipe Lane, bajan por Frog Lane, cruzan el sendero de Clifton Hill, persiguen las vacas y las ovejas de Clifton Pound y regresan bordeando la orilla del Avon, arrojan piedras al agua y se divierten mucho.

– Esa será la versión de William Henry, no la de Richard.

– Richard nunca me cuenta nada -dijo amargamente Dick.

– Tú y él no tenéis el mismo carácter -dijo el primo James el farmacéutico, encaminándose hacia la puerta-. Son cosas que ocurren. Lo que tú deberías agradecerle a Dios, Dick, es que Richard y William Henry se parezcan tanto. Es algo… -respiró hondo- muy hermoso.


Al domingo siguiente después del oficio en la iglesia y de un valiente sermón del primo James el clérigo, Richard y William Henry se dirigieron a pie hasta los Hotwells de Clifton.

Una o dos décadas atrás Bristol había estado a punto de competir con Bath como balneario para la alta sociedad; las casas de huéspedes de Dowry Place, Dowry Square y Hotwells Road estaban llenas a rebosar de elegantes visitantes ataviados con costosas prendas, caballeros con peluca envueltos en chaquetas bordadas, caminando con delicados pasitos sobre altos tacones, del brazo de emperejiladas damas. Se celebraban bailes y saraos, fiestas y recepciones, conciertos y diversiones e incluso representaciones teatrales en el viejo teatro de Clifton de Wood Wells Lane. Durante algún tiempo, una imitación de Vauxhall Gardens había sido testigo de farsas, intrigas y escándalos; algunos novelistas habían situado a sus heroínas en los Hotwells y muchos médicos de la alta sociedad habían ensalzado las propiedades medicinales de sus aguas.

Pero, de pronto, la fascinación se rompió, demasiado lentamente para llamarla desintegración, pero demasiado rápida para llamarla putrefacción interna. La moda la hizo y la moda la deshizo. Los elegantes visitantes regresaron a Bath o a Cheltenham, y los Hotwells de Bristol se convirtieron sobre todo en una industria de exportación de agua de manantial embotellada.

Lo cual les parecía muy bien tanto a Richard como a William Henry pues ello significaba que, en el transcurso de sus paseos dominicales sólo veían a un puñado de visitantes en el horizonte. Mag les había preparado una comida fría que consistía en caldo de ave, pan, mantequilla, queso y unas cuantas manzanas tempranas que su hermano le había enviado desde su granja de Bedminster; Richard la llevaba sobre sus hombros en un macuto, donde descansaba al lado de una botella grande de cerveza suave. Encontraron un buen sitio detrás de la mole cuadrada de la Hotwells House que se levantaba en un saliente rocoso justo por encima de la señal de la pleamar, donde terminaba la garganta del Avon.

Era un lugar muy hermoso, pues St. Vincent's Rocks y las grietas de la garganta presentaban una extraordinaria variedad de colores rojos, ciruela, rosa, rojizos, grises y marfil, el río era de color azul acero y la abundancia de árboles ocultaba incluso las chimeneas de la fundición de latón del señor Codrington.

– ¿Sabes nadar, padre? -preguntó William Henry.

– No. Y es por eso por lo que estamos sentados aquí y no en la orilla del río -contestó Richard.

William Henry contempló el agua con expresión pensativa; la marea estaba subiendo y la corriente se rizaba y arremolinaba visiblemente.

– El agua se mueve como si estuviera viva.

– Se podría decir que lo está. Y tiene hambre, nunca lo olvides. Te aspiraría y te devoraría por entero, jamás volverías a ver la superficie. Por consiguiente, nada de bromas acerca de ella, ¿entendido?

– Sí, padre.

Tras haber comido, ambos se tumbaron sobre el césped, utilizando las chaquetas enrolladas como almohadas; Richard cerró los ojos.

– El Simp se ha ido -dijo repentinamente William Henry.

Su padre abrió un ojo y esbozó una sonrisa.

– ¿Es que nunca te puedes callar y estar quieto? -le preguntó.

– Casi nunca, y ahora, no. El Simp se ha ido.

El mensaje llegó a su destino.

– ¿Quieres decir que ya no te da clase? Bueno, acabas de empezar tu tercer curso en Colston. Era de esperar.

– ¡No, padre, quiero decir que se ha ido! Durante el verano, cuando nosotros estábamos de vacaciones. Johnny dice que estaba demasiado enfermo para seguir en la escuela. El director le preguntó al obispo si podía enviarlo a uno de los asilos, pero el obispo dijo que no estaban destinados a los enfermos sino a los in… in… no recuerdo la palabra.

– ¿Indigentes?

– ¡Eso, indigentes! Entonces lo llevaron en una silla de manos al St. Peter's Hospital. Johnny dice que lloraba como un desesperado.

– Yo también lloraría si me llevaran al St. Peter's -dijo Richard en tono compasivo-. Pobrecillo. ¿Por qué has esperado hasta ahora para decírmelo?

– Lo olvidé -contestó vagamente William Henry, rodó dos veces sobre el césped, hundió los talones en la hierba, lanzó un profundo suspiro, agitó las manos, volvió a rodar sobre el césped y empezó a escarbar alrededor de una prometedora piedra.

– Ya es hora de que nos vayamos, hijo. Reconozco las señales -dijo Richard. Se levantó, guardó las chaquetas en el macuto de soldado y se lo echó a los hombros-. ¿Quieres que subamos a Granny Hill y visitemos la gruta del señor Goldney?

– ¡Oh, sí, por favor! -exclamó William Henry, echando a correr.


Parecía que no tuvieran la menor preocupación, pensó el señor George Parfrey desde el saliente de la roca rodeado de arbustos en el cual se encontraba sentado por encima de ellos. Y lo más probable era que no la tuvieran. El muchacho era un alumno de pago; y, aunque no iban ostentosamente vestidos, el señor Parfrey había tomado buena nota del excelente tejido de las prendas, de la ausencia de zurcidos o arrugas en los dobladillos, del brillo de sus zapatos de hebillas de plata y del vago aire de independencia que los rodeaba.

Como es natural, lo sabía todo acerca del padre de Morgan Tertius; Colston era un lugar muy pequeño y en la sala de los maestros se diseccionaba con todo detalle a los alumnos de pago, pues, en una existencia tan precaria como la suya, apenas había otra cosa de que hablar. Era armero, estaba asociado con un judío y había ganado una pequeña fortuna con la guerra americana. No era frecuente que un muchacho fuera tan guapo como su hijo. Y, en los casos en que aparecía alguno, no era frecuente que fuera tan poco presumido y mimado. No obstante, el niño no era lo bastante mayor para comprender el provecho que le podía sacar a su belleza.

Debía de ser efecto de la influencia del padre. El parecido entre ambos era demasiado evidente para que no estuvieran íntimamente unidos y las probabilidades se inclinaban en favor del progenitor. Parfrey sostenía sobre las rodillas un cuaderno de dibujo en cuya primera página figuraba el dibujo que les había hecho mientras descansaban a la orilla del Avon. Un buen dibujo. El propio George Parfrey era un hombre muy apuesto y, cuando era más joven, su apostura le había hecho perder todas las esperanzas de labrarse un porvenir brillante en las casas de los ricos como maestro de dibujo y responsable de la limitada instrucción de las hijas de los ricos, pues ningún rico en su sano juicio habría contratado a un apuesto joven para que se inclinara por encima del hombro de su heredera y ésta acabara encaprichándose de él.

Aunque su corazón no había sufrido, echaba de menos al pobre Ned Simpson mucho más de lo que había imaginado; los demás maestros de Colston estaban demasiado bien emparejados como para pensar en la posibilidad de cambiar de afectos. Con la desaparición de Ned -había muerto poco después de su ingreso en el St. Peter's-, ya nadie lo necesitaba. Ni el director, ni el obispo, ni el reverendo Prichard aprobaban el amor griego, pues cada uno de ellos tenía una esposa como Dios manda y otras cosas más importantes en que pensar. Por consiguiente, las discretas relaciones que se entablaban dentro de los muros de Colston estaban llenas de tensiones de todo tipo. Maestros de escuela los había a medio penique la docena, por lo que al encargado de su elección le importaba un bledo que supieran enseñar o no. Los maestros se elegían por recomendación de un consejo, un comité eclesiástico, un eminente clérigo, un concejal o un miembro del Parlamento. Ninguno de los cuales habría aprobado la práctica de la homosexualidad, por discreta que ésta fuera. La ley de la oferta y la demanda. Los marineros se podían emborrachar como cubas, soltar maldiciones y enzarzarse en peleas y tirarse todos los traseros que les diera la gana entre Bristol y Wampoa y conservar intacta su fama de buenos trabajadores; a ningún armador le importaban las borracheras, las peleas o los traseros. Lo mismo se habría podido decir de los abogados o los contables. Mientras que maestros de escuela los había a medio penique la docena. Nada de borracheras, nada de peleas y -¡Dios nos libre!- nada de traseros. Y tanto menos en una escuela benéfica.

El señor Parfrey había pensado en irse a otro sitio, pero sabía que sus posibilidades de conseguirlo eran muy escasas. Su mundo era demasiado pequeño, demasiado cerrado. Su carrera terminaría en Colston, tras lo cual puede que el obispo accediera amablemente a acogerlo en una casa de caridad. Había cumplido cuarenta y cinco años, y en Colston se quedaría.

Así pues, se guardó el libro de dibujos en la cartera y abandonó a su suerte el saliente de roca que se proyectaba por encima del Avon, sin dejar de pensar en Morgan Tertius y en su padre. Era curioso que el padre compartiera la belleza del hijo, pero no tuviera su misma capacidad de inducir a la gente a volver la cabeza.


Ahora que William Henry había regresado a la escuela, Richard disponía de tiempo para cultivar amistades y prestar atención a una intrigante propuesta que le habían hecho. El primo James el farmacéutico insistía en que hiciera algo mejor con sus tres mil libras que limitarse a dejarlas en un banco de cuáqueros… ¡Inviértelas en los depósitos de tres por ciento o en lo que sea!, lo apremiaba el miembro más experto en negocios del clan Morgan.

Había conocido al señor Thomas Latimer la vez en que él y William Henry habían visitado el taller de Habitas. Los siete años que Habitas había dedicado a fabricar Brown Besses para Tower Arms le habían permitido ganar lo suficiente para retirarse a lo grande, pero nadie que amara su oficio tanto como Tomas Habitas habría sido capaz de retirarse voluntariamente. En su lugar, el armero insertó un anuncio en el Felix Fairley's Bristol Journal, diciendo que ahora estaba en disposición de fabricar armas deportivas y enseguida llegaron clientes que lo mantuvieron agradablemente ocupado. Tal como Habitas explicó tras las presentaciones de rigor, el señor Latimer era un artesano de otra clase: fabricaba bombas.

– En general, bombas manuales, pero los barcos se están pasando a las bombas de cadena y yo tengo un contrato del Almirantazgo para la fabricación de las cadenas propiamente dichas -dijo alegre-. La bomba manual o la bomba de varilla suerte tenían de poder achicar una tonelada de aguas de pantoque en una semana mientras que la bomba de cadena puede achicar una tonelada de agua de pantoque en sólo un minuto. Aparte del hecho de que su base es una sencilla estructura de madera que cualquier carpintero de ribera puede construir. Lo único que necesita para completarla es una cadena de latón.

Todo aquello era una novedad para Richard, el cual enseguida simpatizó con el señor Thomas Latimer. No era la imagen que uno se solía formar de un ingeniero, pues era bajito y rechoncho y se mostraba siempre sonriente… ¡el señor Latimer no tenía el entrecejo fruncido como Vulcano ni los tendones de un herrero!

– He comprado la fundición de latón de Wasborough en Narrow Wine Street -explicó- y lo digo simplemente porque contiene una de las tres bombas de incendios de Wasborough.

Richard sabía naturalmente lo que era una bomba de incendios, pero, en cuanto su hijo regresó a la escuela, pudo aprovechar el tiempo entre las siete y las dos para conocer algo más acerca de aquel fascinante mecanismo.

La bomba de incendios había sido inventada por Newcomen a principios de siglo; era el modelo que bombeaba el agua de las minas de Kingswood e impulsaba las ruedas hidráulicas del taller de cobre y latón de William Champion a orillas del Avon, cerca de las minas de carbón. Posteriormente James Watt inventó el condensador de vapor separado, que mejoró el rendimiento de la bomba de Newcomen, con lo cual Watt consiguió despertar el interés de Matthew Bolton, el magnate del hierro y el acero de Birmingham, por su idea. Watt se hizo socio de Bolton y ambos se hicieron con el monopolio de la fabricación de bombas de incendios gracias a toda una serie de juicios que impidieron que otros pudieran competir con ellos; ningún otro inventor podía incorporar a sus diseños el condensador separado de vapor de Watt, protegido por toda suerte de patentes.

Más adelante, Matthew Wasborough, un joven de veintitantos años, trabó amistad con otro joven bristoliano llamado Pickard. Wasborough inventó un sistema de poleas y un volante de motor, Pickard inventó el cigüeñal y estos tres conceptos juntos transformaron el movimiento recíproco de una bomba de incendios en un movimiento circular. Ahora, la fuerza motriz, en lugar de moverse hacia arriba y hacia abajo, giraba en círculo.

– Las ruedas hidráulicas dan vueltas y pueden hacer girar las maquinarias -explicó el señor Latimer mientras acompañaba al sudoroso Richard en un recorrido por un lugar lleno de hornos, chimeneas, tornos, prensas, vapores y ruidos-. Pero eso -añadió, señalándolo- puede hacer que la maquinaria gire por su cuenta.

Richard contempló una monstruosidad que resoplaba y resollaba en medio de toda una serie de tornos que giraban y convertían el latón en objetos útiles para la navegación; el hierro y los barcos no hacían buenas migas a causa del efecto corrosivo de la sal en el hierro.

– ¿Podríamos salir fuera? -preguntó Richard a gritos, al percibir que le silbaban los oídos.

– Cuando Wasborough combinó sus poleas y el volante con el cigüeñal de Pickard, quedó prácticamente eliminada la rueda hidráulica -prosiguió diciendo Latimer en cuanto ambos emergieron a la orilla del Froom un poco más río abajo del Weare, donde las lavanderas se reunían para lavar la ropa-. Es algo sensacional porque significa que una fábrica ya no tiene que estar forzosamente situada a la orilla de un río. Si el carbón es barato, tal como ocurre en Bristol, el vapor es mejor que el agua… siempre y cuando el motor sea de movimiento giratorio.

– Pues entonces, ¿cómo es posible que yo jamás haya oído hablar de Wasborough y de Pickard?

– Por culpa de James Watt que los denunció porque la bomba de incendios que éstos habían inventado contenía el condensador separado de vapor que él había patentado. Watt acusó también a Pickard de haberle robado la idea del cigüeñal, lo cual es completamente absurdo. La solución de Watt al problema del movimiento giratorio es la cremallera y el piñón -él lo llama «movimiento de sol y planeta»-, pero es tremendamente lento y complicado. En cuanto vio la patente del cigüeñal de Pickard, comprendió que era la respuesta adecuada y no pudo soportar que otros lo derrotaran.

– No tenía ni idea de que la ingeniería fuera tan despiadada. ¿Qué ocurrió?

– Bueno, después de toda una serie de contratiempos tras haber perdido el contrato gubernamental de un molino de harina en Deptford, Wasborough murió de pura desesperación -sólo tenía veintiocho años- y Pickard huyó a Connecticut. Pero yo he descubierto la manera de sortear la patente del condensador separado de vapor y tengo intención de fabricar el modelo de Wasborough-Pickard antes de que expiren las patentes y Watt se apropie de ellas.

– Cuesta creer que el hombre más brillante del mundo sea tan infame -dijo Richard.

– ¡James Watt -dijo Thomas Latimer con la cara muy seria- es un pequeño y tacaño hijo de puta escocés cuya máxima habilidad es su inmenso orgullo! Si algo existe, lo tiene que haber inventado Watt… si hubiera que darle crédito, Dios es su aprendiz y el Cielo es un baggis, el plato típico escocés a base de avena y asaduras de cordero. ¡Qué asco!

Richard contempló las perezosas aguas del Froom y observó la gran cantidad de pecios que contenía. Ideal para bloquear los cubos de una rueda hidráulica, pensó.

– Comprendo las ventajas del vapor en comparación con el agua -dijo-. No podemos seguir instalando industrias que precisen de energía hidráulica en mitad de las ciudades. Las bombas de incendios con movimiento giratorio son el camino del futuro, señor Latimer.

– Llámame Tom. ¡Piénsalo, Richard! Wasborough soñaba con incorporar una de sus bombas de incendios a un barco de tal forma que se pudiera seguir un rumbo tan recto como una flecha sin necesidad de tener en cuenta el estado de la mar o de las corrientes o las viradas y las bordadas en busca de un viento favorable. Su aparato de vapor haría girar las hélices de una rueda hidráulica modificada a ambos lados del barco y lo impulsaría hacia delante. ¡Maravilloso!

– Realmente maravilloso, Tom.

Cuando regresó a casa, Richard expresó aquel mismo sentimiento ante un público integrado por su padre y el primo James el farmacéutico.

– Latimer está buscando inversores -les dijo- y yo estoy pensando aportar mis tres mil libras a este proyecto.

– Perderás el dinero -le dijo severamente Dick.

El primo James el farmacéutico no estaba de acuerdo.

– La noticia de las intenciones de Latimer ha despertado mucho interés, Richard, y las credenciales de este hombre son excelentes, aunque sea un recién llegado en Bristol. Yo mismo pienso invertir mil libras en su proyecto.

– En tal caso, los dos estáis locos -sentenció Dick, negándose a rectificar.

Con la cabeza inclinada sobre los libros, William Henry estaba sentado junto a la antigua mesa del señor James Thistlethwaite, haciendo los deberes; había pasado de la pizarra a la pluma y el papel y su meticulosa paciencia tan parecida a la de Richard le permitía disfrutar escribiendo con una impecable caligrafía, sin las manchas y los borrones que eran la cruz de la vida de casi todos los muchachos.

Ganaré el suficiente dinero para darle a William Henry unos estudios que lleguen hasta el nivel de Oxford. No entrará a los doce años en la botica de un farmacéutico o el despacho de un abogado -¡o el taller de un armero!- para trabajar durante siete años como esclavo no pagado. Yo tuve suerte con Habitas, pero ¿cuántos jóvenes aprendices pueden decir que tienen un buen amo? No, no quiero este destino para mi único hijo. Desde Colston tendrá que ir a la escuela secundaria de Bristol y desde allí, a Oxford. O a Cambridge. Le gusta mucho estudiar y observo que, tal como me ocurre a mí, no le supone ningún esfuerzo tener que leer un libro. Le encanta aprender.

Peg estaba allí con Mag, ambas ocupadas en dar los últimos toques a la cena mientras Richard iba y venía entre las mesas ocupadas, recogiendo jarras vacías y sirviendo otras llenas.

El ambiente estaba más animado que antes y, al final, parecía que Peg se estaba recuperando. De vez en cuando, conseguía esbozar una sonrisa, no revoloteaba ansiosa alrededor de William Henry y, a veces, en la cama, se volvía voluntariamente hacia Richard para ofrecerle un poco de amor. Pero no como el de antes, eso, no. Eso era un sueño y los sueños de Richard se estaban muriendo. Sólo los jóvenes pueden superar las montañas de la mente, pensó Richard. A los treinta y cinco años, ya no soy joven. Mi hijo tiene nueve años y yo le estoy traspasando los sueños.


Junto con otros doce hombres, Richard firmó la entrega de su dinero al señor Thomas Latimer con el propósito expreso de que éste desarrollara una nueva clase de bomba de incendios; ninguno de los inversores, entre los cuales figuraba el primo James el farmacéutico, tenía intereses en la fundición de latón, que se dedicaba a la fabricación de las planas cadenas con eslabones de gancho destinadas a las nuevas bombas de pantoque encargadas por el Almirantazgo.

– Cerraré por Navidad -le dijo el señor Thomas Latimer a Richard (el cual estaba tan entusiasmado que visitaba la fábrica de Wasborough casi todos los días), la víspera de aquella brumosa, melancólica y grisácea estación.

– ¡Qué extraño! -fue el comentario de Richard.

– ¡Bueno, pero es que los obreros no cobrarán! He observado que las cosas no se hacen bien por Navidad. Demasiado ron. Aunque no sé qué pueden celebrar estos pobres desgraciados -añadió Latimer, lanzando un suspiro-. Los tiempos no han mejorado a pesar del nombramiento del joven William Pitt como canciller del tesoro público.

– ¿Y cómo quieres que mejoren los tiempos, Tom? La única manera que tiene Pitt para pagar las deudas de la guerra americana consiste en aumentar los impuestos ya existentes y crear otros nuevos. -Richard esbozó una taimada sonrisa-. Claro que, si les pagaras las vacaciones a los obreros, éstos podrían celebrar unas Navidades mucho más felices.

La jovialidad del señor Latimer no sufrió menoscabo.

– ¡No lo podría hacer! Si lo hiciera, todos los amos de Bristol votarían en contra mía para expulsarme de la asociación.

Sin embargo, para Richard fue muy agradable poder pasar más tiempo en el Cooper's Arms durante el período navideño, pues Wil liam Henry no tenía clase y la taberna estaba llena de juerguistas y aficionados a la cerveza con especias. Mag y Peg habían preparado unas deliciosas morcillas con acompañamiento de salsa de brandy y una pierna de venado asada al espetón, y Dick había elaborado su bebida festiva a base de vino caliente con azúcar y especias. Richard sacó sus regalos: un segundo gato gris atigrado para Dick, para servir ginebra; sendos paraguas de seda verde para Peg y Mag; y, para William Henry, un paquete de libros, una resma del mejor papel de escribir y una estupenda pelota de corcho cubierta de cuero y nada menos que seis lapiceros hechos con el mejor grafito de Cumberland.

Dick estuvo muy contento con su gato para la ginebra, y Peg y Mag estaban extasiadas.

– ¡Qué extravagancia! -gritó Mag, abriendo su paraguas para admirar bajo la luz de la lámpara su fino tejido de color jade-. ¡Oh, Peg, qué elegantes estaremos! ¡Dejaremos en la sombra incluso a la prima Ann! -Hizo una pirueta y cerró a toda prisa el paraguas-. ¡William Henry, no te atrevas a arrojar la pelota aquí dentro!

Como es natural, la pelota fue el mejor regalo para William Henry, aunque los lapiceros también fueron muy de su agrado.

– Papá, me tendrás que enseñar a sacarles punta. Quiero que me duren el mayor tiempo posible -dijo con una radiante sonrisa de felicidad-. ¡Oh, cómo los admirará el señor Parfrey! Él no tiene lapicero.

El señor Parfrey era el maestro al que más apreciaba William Henry, todo el mundo lo sabía; William les había estado ensalzando sus virtudes desde que se iniciaran las clases de latín a principios de octubre.

Estaba claro que era un maestro que sabía enseñar, pues había despertado el interés de William Henry en su primer día de clase, y William Henry no había sido el único. Hasta Johnny Monkton lo consideraba un maestro de primera.

– Que admire tus lapiceros pero que no se quede con ellos -apuntó Richard, doblando la mano de William Henry alrededor de un paquetito-. Toma, esto es un regalo para Johnny. Lástima que el director se empeñara en que todos los internos se quedaran en la escuela por Navidad. Habría sido bonito tenerle aquí entre nosotros. De todos modos, tendrá un regalo.

– Son unos lapiceros -dijo William Henry de inmediato.

– Pues sí, son unos lapiceros.

Peg aprovechó el momento para abrazar a William Henry y estampar un beso en su despejada y marfileña frente. Como si comprendiera que bien podía hacerle a su madre aquel regalo, William Henry soportó el abrazo e incluso le devolvió el beso.

– ¿Verdad que padre es el mejor padre del mundo? -le preguntó a su madre.

– Sí -contestó Peg, esperando en vano a que su hijo le dijera que ella era la mejor madre.

Un año atrás la indiferencia de su hijo, combinada con un comentario como aquél, habría provocado un arrebato de cólera contra Richard, pero Peg ya había aprendido que el hecho de odiar a Richard no servía de nada. Por consiguiente, era mejor seguirle la corriente y complacerlo. Su hijo lo adoraba. ¿Qué más podía esperar una mujer? Ambos eran hombres y se compenetraban.


Cuando empezó el nuevo año de 1784, Richard subió a pie a Narrow Wine Street para visitar al señor Latimer en la fundición de Wasborough.

Lo que se veía desde Narrow Wine Street era una estructura semejante a un establo, hecha de bloques de piedra caliza tan oscurecidos por el humo de sus chimeneas que eran casi de color negro; a lo largo de la fachada había toda una serie de grandes puertas de madera, que siempre permanecían abiertas para mostrar la actividad de su interior y también para que se escaparan en parte el calor y el ruido.

¡Qué extraño! Todas las puertas estaban cerradas. Unas largas vacaciones para los pobres obreros de Latimer que no cobraban desde la víspera de Navidad. Richard probó a abrir cada una de las puertas: cerradas. Fue entonces, por la parte de atrás. Utilizó un callejón para llegar a la parte del edificio que miraba al río Froom y allí encontró una puerta abierta. El silencio lo saludó al entrar; los hornos estaban apagados, los hogares vacíos y la olvidada bomba de incendios permanecía tristemente inmóvil entre sus tornos parados.

Al salir, se acercó a la orilla del Froom que bajaba muy lleno y presentaba un color tan gris y helado como el del cielo.

– ¡Richard, Richard!

Se volvió y vio al primo James el farmacéutico, saliendo de la calleja. Se estaba retorciendo las manos.

– Dick me dijo que estabas aquí… ¡oh, Richard, es terrible!

Algo en él ya lo sabía, pero, aun así, lo preguntó.

– ¿Qué es terrible, primo James?

– ¡Latimer! ¡Ha desaparecido! ¡Se ha fugado con todo nuestro dinero!

En la orilla del río había un amarradero de roble probablemente tan antiguo como los de la época romana en Inglaterra; Richard se apoyó en él y cerró los ojos.

– Entonces este hombre es un idiota. Lo atraparán.

En respuesta a sus palabras, el primo James el farmacéutico se echó a llorar.

– Primo James, primo James, eso no es el fin del mundo -dijo Richard, rodeándole los hombros con su brazo mientras lo acompañaba a una tabla formada por desperdicios de la fundición, donde ambos pudieran sentarse-. Vamos, no llores así.

– ¡Tengo que llorar! ¡La culpa fue mía! Si yo no te hubiera animado a invertir, tu dinero aún estaría a salvo. Puedo permitirme el lujo de pagar por mi estupidez, pero… ¡oh, Richard, no es justo que tú lo pierdas todo!

Sin ser consciente de otro dolor que no fuera el que le causaba la preocupación por el estado de aquel hombre al que tanto apreciaba, Richard contempló el Froom sin verlo. Aquello no era como perder a la pequeña Mary, no era ni siquiera una millonésima parte más importante. El dinero era una cosa exterior.

– Yo tengo voluntad propia, primo James, y tú deberías conocerme lo bastante para saber que nadie me puede llevar a donde no quiero ir. Vamos, sécate las lágrimas y cuéntamelo todo -dijo Richard, ofreciéndole el trapo que solía utilizar para sonarse la nariz.

El primo James el farmacéutico se sacó del bolsillo un pañuelo como Dios manda, se enjugó los ojos y se fue calmando poco a poco.

– Ya no volveremos a ver nuestro dinero, Richard -dijo-. Latimer se lo ha llevado y ha huido a Connecticut, donde él y Pickard tienen intención de dedicarse a la fabricación de bombas de incendios. Desde la guerra americana, las patentes de Watt ya no tienen validez allí.

– ¡Qué listo ha sido el señor Latimer! -dijo Richard, admirado-. ¿No podríamos nosotros quedarnos con la fundición de Wasborough y recuperar el dinero, fabricando cadenas para el Almirantazgo?

– Me temo que no. Latimer no es el propietario de la fundición de Wasborough. Su suegro es un próspero fabricante de queso de Gloucester y la compró como dote para su hija. El padre de su mujer es también el propietario de la casa de Dove Street.

– Pues entonces, vámonos a casa, al Cooper's Arms. Te vendrá bien una jarra de ron de Cave, primo James.

En honor de Dick, cabe señalar que éste no dijo ni una sola palabra y tanto menos «Ya te lo dije». Sus ojos pasaron del sereno rostro de Richard al desolado rostro del primo James el farmacéutico, pero se guardó mucho de decir lo que pensaba.

– Sólo hay una consecuencia significativa -comentó Richard más tarde- y es que ya no tengo dinero para darle educación a William Henry.

– ¿No estás enojado? -le preguntó Dick, frunciendo el entrecejo.

– No, padre. Si el destino que me ha tocado en suerte es perder dinero, me alegro de que así sea. ¿Y si hubiera sido perder a Peg? -De pronto, contuvo la respiración-. ¿O perder a William Henry?

– Sí, ya comprendo. Lo comprendo muy bien. -Dick alargó la mano sobre la mesa y apretó con fuerza el brazo de su hijo-. En cuanto a la educación de William Henry, tendremos que rezar para que ocurra algo. Podrá terminar sus estudios en Colston, tengo guardado dinero suficiente. Por consiguiente, disponemos de tres años para empezar a preocuparnos.

– Y, entre tanto, yo tengo que buscarme trabajo. El Cooper's Arms no es lo bastante próspero para mantener a mi familia y a la tuya. -Richard apartó la mano de Dick de su brazo y se la acercó a la mejilla-. Muchas gracias, padre.

– ¡Vamos, por Dios! -la exclamación de Dick sirvió para disimular la turbación que le había producido aquella muestra de afecto tan poco viril-. ¡Ahora acabo de recordarlo! El viejo Tom Cave necesita a un hombre en su destilería. Alguien que sepa hacer soldaduras de todo tipo, incluidas las de latón. Ve a verle, Richard. Puede que no sea la respuesta a tus plegarias, pero cobrarás una libra a la semana y te será útil hasta que encuentres otra cosa mejor.


Ser propietario de una destilería de ron en Bristol era algo así como disponer de una licencia para acuñar moneda; por muy duros que fueran los tiempos y por muchas que fueran las personas sin trabajo, el consumo de ron jamás bajaba, al igual que ocurría con su precio. El ron no sólo era la bebida preferida de Bristol, sino también la que cargaban a bordo todos los barcos para asegurarse de que los marineros descontentos no se amotinaran. Con tal de que tuvieran su ración de ron, los marineros se comían galletas de barco medio podridas y cecina tan pasada que quedaba reducida a nada cuando la hervían… y estaban dispuestos a soportar los azotes que les propinaban.

La destilería del señor Cave estaba construida como una fortaleza. Ocupaba casi toda una manzana de Redcliff Street cerca de las rebalsas de Redcliff, donde recibía los envíos de azúcar procedentes de las Indias Occidentales y cargaba los distintos tamaños de toneles en unas gabarras en cuanto se pagaba el pedido. Sus bodegas eran inmensas e inexpugnables y, como casi todas las bodegas de Bristol, estaban excavadas bajo el terreno público que constituía una calle. En realidad, Bristol era una ciudad hueca tan excavada que no se permitía la circulación de ningún vehículo de ruedas dentro de sus confines; todo el transporte de mercancías se llevaba a cabo por medio de unos trineos llamados geehoes, es decir, «arre, caballo», porque sus patines distribuían la carga de manera más uniforme que las ruedas y sobre una zona más amplia.

Los alambiques se encontraban en una espaciosa sala de la planta baja que prácticamente carecía de forma, iluminada en buena parte por el resplandor de los hornos encendidos. El efecto era el de un cobrizo bosque de redondos troncos de árbol plantados en un suelo de ladrillos refractarios, y con un follaje constituido por unos barriles de madera de roble en forma de conos con la punta cercenada. Se aspiraba en el aire el olor del humo de carbón, la mezcla fermentada de melazas, el zumo de la caña de azúcar y el embriagador aroma de los vapores del ron. Richard lo aborrecía; el pestazo del ron día tras día no lo inducía a abandonar la jarra de cerveza en favor de otra del mejor ron de Cave.

El propio Cave raras veces aparecía por la destilería; el capataz William Thorne imperaba como soberano indiscutible. Tan servil con Cave como cruel con sus subordinados, Thorne era, en opinión de Richard, un sujeto propio de un barco negrero como el Alexander que acababa de regresar a su antiguo oficio. Le encantaba azotar a los aprendices con un trozo de cuerda y se complacía en hacerles la vida lo más desdichada posible al mayor número de empleados de Cave que podía. No obstante, cabe decir que, tras haberle dirigido una mirada de tanteo a Richard, decidió dejarlo tranquilo y se conformó con darle toda una serie de lacónicas instrucciones.

– Y no te acerques a la parte de atrás de la sala -terminó diciendo Thorne-. Allí no hay nada que sea de tu incumbencia y no me gustan los mirones. Es mi reino y te agradeceré que hagas lo que te he dicho.

Así pues, Richard se mantuvo apartado de la parte de atrás de la sala, más para tener la fiesta en paz que porque Thorne lo intimidara. Los alambiques eran de cobre, al igual que los tubos que se retorcían, enroscaban y curvaban en distintas direcciones; las numerosas válvulas, espitas y juntas eran de latón. Por consiguiente, era de todo punto necesario que hubiera alguien capaz de detectar las deficiencias antes de que se produjeran fugas y que supiera resolver dichas deficiencias sin que se interrumpiera el funcionamiento de los alambiques. Éstos estaban unidos de dos en dos y siempre había un par de ellos que se mantenía cerrado para que se pudieran efectuar reparaciones importantes en el metal; dicha tarea también correspondía a Richard. Una tarea que le producía un aburrimiento mortal y que, sin embargo, era tan constante que le obligaba a tener mucho cuidado y le exigía una atención permanente.

Durante su primer día de trabajo, tuvo ocasión de conocer la peor palabra del vocabulario de Thorne: impuesto sobre el consumo.

El Gobierno de su majestad británica siempre había gravado las bebidas alcohólicas importadas del extranjero; eran los llamados aranceles, y el contrabando (muy practicado en las costas de Cornualles, Devon y Dorset) se podía castigar con la muerte y la horca. Pero, más adelante, el Gobierno se percató de que se podía ganar más dinero gravando con impuestos las bebidas alcohólicas hechas en el interior de Inglaterra; eran los llamados impuestos sobre el consumo. La ginebra y el ron se tenían que fabricar en lugares autorizados, rigurosamente inspeccionados por el tasador del impuesto sobre el consumo, pues se tenía que pagar por cada gota de bebida alcohólica que una destilería extraía de sus cubas de mezcla fermentada.

– Todo eso -dijo Richard al término de su primera semana de trabajo- para que los barcos puedan surcar los mares sin motines y la gente de tierra se olvide de sus problemas. Qué gran milagro es la mente del hombre, capaz de gastar tanta inteligencia en la producción de estupidez.

– Richard -dijo Dick, exasperado-, juro que, en el fondo, eres un cuáquero. ¡Nosotros nos ganamos la vida con las bebidas alcohólicas!

– Lo sé, padre, pero yo soy libre de pensar lo que quiera y creo que los gobiernos quieren que bebamos para sacarnos más dinero.

– ¡Me gustaría que te oyera James Thistlethwaite! -replicó Dick.

– Lo sé, lo sé, desmontaría mi argumento en un santiamén -dijo Richard sonriendo-. ¡Tranquilízate, padre! Era una broma.

– ¡Peg, a ver si metes en cintura a este marido tuyo! -dijo Dick.

Ella se volvió con una sonrisa tan radiante en los labios que Richard se quedó pasmado… ¡ya estaba mucho mejor! ¿Eso era lo único que hacía falta, la retirada permanente de la amenaza de verse obligada a trasladarse a vivir a Clifton? Ahora que la continuada residencia en el Cooper's Arms estaba asegurada debido a que Richard había perdido todo su dinero, Peg se sentía sincera y felizmente a salvo.

Peg dejó caer al suelo la jarra que sostenía en la mano y, soltando un gruñido, se inclinó rápidamente para recogerla. De repente, un agudo grito de dolor rasgó el aire, haciendo que a todos los presentes en la taberna se les pusieran los pelos de punta; Peg se incorporó, se llevó ambas manos a la cabeza y se desplomó, formando un montón en el suelo. Tantas personas se congregaron a su alrededor que Dick tuvo que abrirse camino a empujones entre ellas antes de poder arrodillarse al lado de Richard, el cual sostenía la cabeza de Peg sobre su regazo. Mag se arrodilló al otro lado junto con William Henry, quien alargó la mano para tomar la de su madre.

– Es inútil, Richard. Ha muerto.

– ¡No! ¡No, no puede estar muerta! -Richard le tomó la otra mano y la frotó para calentársela-. ¡Peg! ¡Peg, amor mío! ¡Despierta! ¡Despierta, Peg!

Pero Peg yacía tan exánime que ningún pellizco o alfilerazo la podía despertar.

– Ha sido un ataque -dijo el primo James el farmacéutico, avisado a toda prisa.

– ¡Imposible! -gritó Richard-. ¡Es demasiado joven!

– Los jóvenes pueden sufrir ataques y siempre son de esta clase… un repentino grito de dolor, pérdida del conocimiento y muerte.

– No puede estar muerta -dijo Richard con obstinación. ¿Cómo podía Peg estar muerta? Era parte de sí mismo-. No, no puede estar muerta.

– Créeme, Richard, ha muerto. No se observa la menor señal de vida. Le he acercado un espejo a la boca y no se ha empañado. Le he acercado el cono de madera al pecho y no se oyen los latidos del corazón. No se le ven los iris de los ojos -dijo el primo James el farmacéutico-. Acepta la voluntad de Dios, Richard. Llevémosla al piso de arriba y yo la amortajaré.

Así lo hizo con la ayuda de Mag, lavándola, ataviándola con su vestido del domingo de batista color de rosa bordada con ojetes, aplicándole carmín en los labios y las mejillas, rizándole el cabello y recogiéndoselo hacia arriba según la moda más reciente y calzando con sus mejores zapatos de tacón sus pies cubiertos con medias. Después le cruzaron las manos sobre el pecho, pues ya le habían cerrado los ojos al principio; daba la impresión de estar serenamente dormida y aparentaba apenas veinte años.

Richard se sentó a su lado y William Henry lo hizo al lado de su padre, de tal manera que no le podía ver la cara. De habérsela visto, se le habría partido el corazón de pena, lo cual no habría sido beneficioso para ninguno de los dos. La habitación estaba iluminada con lámparas y velas que no se podrían apagar hasta que la depositaran en el ataúd y la condujeran en el trineo fúnebre a la iglesia de St. James para el funeral que se celebraría dos días después. Había sido, a falta de una descripción mejor, una muerte natural. Acudiría toda la familia de cerca y de lejos para rendirle tributo, besarle la boca que todavía se podía besar, dar el pésame al viudo y bajar después a la taberna para tomar un refrigerio. No pensaban celebrar algo tan horripilante y estrafalario como un velatorio; en el Bristol protestante, se hacía frente a la muerte con sobriedad y austeridad.

Richard se pasaba largas horas del día y de la noche sentado en compañía de distintos miembros de la familia Morgan; por una vez, no se oían ronquidos a través del endeble tabique. Sólo amortiguados sollozos, murmullos de consuelo, suspiros. Nadie durmió excepto William Henry, el cual acabó sumiéndose en una agitada modorra tras haberse pasado varias horas llorando sin cesar. Richard se sentía entumecido, pero, bajo las capas de dolor y sufrimiento que iban aflorando a la superficie, se horrorizó al descubrir un poso de amargo resentimiento: si te ibas a morir, Peg, ¿por qué no lo hiciste antes de que yo invirtiera el dinero? Entonces me habría podido llevar a William Henry a vivir a Clifton y me habría librado del pestazo del ron. Y habría podido ser independiente.

En el transcurso de la segunda noche y en las primeras y frías horas del amanecer, William Henry se presentó descalzo y en camisa de dormir para sentarse al lado de Richard. Habían mantenido la estancia todo lo fría que permitían las lámparas y las velas, por cuyo motivo el aspecto de la inmóvil figura que yacía en la cama era tan bello y sereno como el que tenía recién amortajada. Richard se levantó para ir en busca de una gruesa manta y un par de medias, envolvió a su hijo con lo uno y se puso lo otro en los pies.

– Parece tan feliz -dijo William Henry, enjugándose las lágrimas.

– Se sentía muy feliz en el momento en que murió -dijo Richard, con los ojos secos y la garganta controlada-. Estaba sonriendo, William Henry.

– Pues entonces, tengo que intentar ser feliz por ella, padre, ¿no te parece?

– Sí, hijo mío. No hay nada que temer en una muerte tan dichosa e inesperada. Tu madre se ha ido al cielo.

– ¡La echo de menos, padre!

– Yo también. Es natural. Siempre ha estado aquí. Ahora tenemos que acostumbrarnos a vivir sin ella y eso será muy duro. Pero no olvides jamás que se la ve feliz. Como si nada desagradable le hubiera ocurrido. Porque nada desagradable le ha ocurrido, William Henry.

– Y todavía me quedas tú, padre. -La forma envuelta en la manta se acercó un poco más; William Henry apoyó la rizada cabeza en el brazo de su padre y empezó a hipar-. Todavía me quedas tú. No soy un huérfano.

A la mañana siguiente, el primo James el clérigo enterró a Margaret Morgan, nacida en 1750, amada esposa de Richard Henry y madre de William Henry, al lado de su hija Mary. Como estaban a finales de enero, no había flores, sólo ramas de plantas de hoja perenne. Richard no lloró y William Henry había llorado tanto que parecía aceptar lo ocurrido. Sólo Mag sollozó, tanto por su sobrina como por su nuera. El Señor da y el Señor quita. Así es la vida.


La muerte de su madre hizo que William Henry se aproximara a su padre, pero su padre estaba atado a un trabajo durante seis días de la semana, desde el amanecer hasta el ocaso, por lo que sólo podía dedicar a su hijo los domingos y algunos minutos antes de irse a dormir. La destilería no era una armería y Thomas Cave no era Tomas Habitas. Las condiciones especiales de trabajo estaban exclusivamente reservadas a William Thorne, el cual desaparecía impunemente a veces durante varias horas seguidas y después regresaba con aire de suficiencia. Richard observó que, cada vez que Thorne se ausentaba, Cave estaba presente y esperaba ansiosamente su regreso… aunque no con enojo. Más bien con ansiosa inquietud. Desconcertante. Si Richard no hubiera estado tan preocupado con sus propias inquietudes y pesadumbres, no cabe duda de que habría visto otras cosas y habría llegado a ciertas conclusiones, pero el trabajo constituía para él un alivio siempre y cuando se enfrascara en él en cuerpo y alma.

La destilería recibía ocasionalmente a algunos visitantes, el principal de los cuales era el tasador del impuesto sobre el consumo. William Thorne siempre acompañaba personalmente al funcionario en su gira de inspección y no quería que hubiera otros observadores.

Había otro habitual visitante que, al parecer, no tenía otra razón para acudir a la destilería más que su amistad con William Thorne; una extraña relación entre dos hombres que no parecían tener muchas cosas en común. John Trevillian Ceely Trevillian era rico, fatuo y sumamente estúpido. Sus pelucas eran blancas como la nieve, estaban empolvadas con polvo de almidón y sólo se las anudaba con cintas de terciopelo negro. Su vacuo rostro iba cubierto de afeites y lunares artificiales; lucía chaquetas de terciopelo bordado y preciosos chalecos, y sus tacones eran tan altos que lo obligaban a caminar a pasitos con la ayuda de un bastón de ámbar opaco; su perfume era tan fuerte que se imponía incluso al olor del ron.

Como es natural, Thorne no hizo ningún tipo de presentación la primera vez que el señor Trevillian efectuó una visita tras haberse incorporado Richard a la destilería de Cave, pero Ceely, tal como lo llamaba Thorne, se detuvo delante del nuevo obrero y lo miró con semblante complacido. Al parecer, le encantaban sus musculosos brazos desnudos, pensó tristemente Richard cuando el señor Trevillian, tras haberle estudiado con todo detenimiento, se alejó en pos de Thorne. Bien sabía él quién era John Trevillian Ceely Trevillian: el hijo mayor del señor Maurice Trevillian y su esposa, domiciliados en Park Street, la misma acaudalada pareja que había sido atracada en la misma puerta de su residencia. Una familia originaria de Cornualles con grandes intereses en el comercio de Bristol, emparentada directamente con un antiquísimo clan de mercaderes de Londres llamado Ceely cuyos orígenes se remontaban al siglo XII. Aquel Ceely, todo Bristol lo sabía, era un soltero de dudosos gustos sexuales, estúpido, frivolo y holgazán, totalmente eclipsado por su hermano menor.

Las posteriores visitas del señor Trevillian indujeron a Richard a poner en tela de juicio las opiniones de Bristol; aquellos necios, melifluos y estúpidos modales ocultaban un cerebro astuto e inteligente. Tenía grandes conocimientos acerca del arte de la destilación y de los negocios. La estratagema de la estupidez resultaba extremadamente eficaz: mientras el señor Trevillian paseaba por la sede de la Bolsa con pinta de imbécil, los que se encontraban cerca de él no se molestaban en bajar la voz cuando hablaban de los negocios que se estaban preparando. Y puede que, como consecuencia de ello, lo perdieran todo en favor del señor Trevillian.

Para redondear el asunto del señor Ceely Trevillian, éste apareció en abril del bracete del señor Thomas Cave. ¡Ah!, pensó Richard. Ceely tiene intereses económicos en este negocio… debe de tenerlos, pues no hay más que ver cómo lo halaga Cave y el servilismo con que lo trata. Sin embargo, Ceely no figuraba en los registros; de otro modo, Dick se lo habría dicho. Debía de ser un socio comanditario que sólo aportaba capital cuando hacía falta y, por consiguiente, no pagaba impuestos.


Richard se las arreglaba como podía, pero estaba furioso por el poco tiempo que podía dedicar a William Henry. Los domingos eran infinitamente importantes para él. De vez en cuando, Richard variaba la ruta de sus paseos para que William Henry pudiera conocer todos los barrios de Bristol, pero su destino preferido seguía siendo Clifton, donde la casita que había estado a punto de comprar parecía burlarse de él. Si por él hubiera sido, puede que hubiera elegido otro sitio, pero a William Henry le encantaba aquel lugar.

– Ayer el señor Parfrey nos contó otro -dijo William Henry, caminando a su lado.

Ahogando un suspiro, Richard se resignó a escuchar una nueva alabanza de aquel dechado de perfecciones que conseguía convertir el aburrido latín en un juego de chascarrillos y ejercicios de memoria. El nivel del latín de William Henry era mucho más avanzado que el que tenía Richard a la misma edad.

– ¿Cuál? -le preguntó pacientemente a su hijo.

Caesar adsum iam forter… César se tomó un poco de mermelada con el té. [3]

– ¿Me lo podrías traducir?

– «Resultó que, casualmente, César estaba muy cerca.»

– ¡Muy bueno! Tiene mucha gracia el tal señor Parfrey.

– Pues sí, es muy divertido, padre. Nos hace reír mucho, pero el director y el reverendo Prichard no lo aprueban. No creo que les guste demasiado que el señor Parfrey jamás use la palmeta.

– Me sorprende que Parfrey haya logrado sobrevivir en Colston -dijo secamente Richard.

– Es que todos somos muy buenos en latín -explicó William Henry-. ¡No tenemos más remedio que serlo! De lo contrario, el señor Parfrey tendría problemas con el director. ¡No sabes cuánto me gusta, padre! Siempre sonríe.

– En tal caso, William Henry, tienes mucha suerte.


A finales de mayo, todas las piezas del rompecabezas de la destilería de Cave empezaron a encajar.

William Thorne había desaparecido una vez más y los acólitos que cuidaban de los alambiques también se habían largado, estos últimos como unos ratones tras un trozo de queso, temblando de inquietud, pero firmemente decididos a comerse el premio. En el caso de los empleados del señor Cave, el premio era el ron. No el ron de primera calidad que iba a parar a las barricas de conservación y sólo podía mezclar el propio señor Cave, sino el más basto de la segunda destilación; nadie se percataría de que una exigua cantidad se había desviado antes de llegar a la segunda cuba.

Sin necesidad de ron ni de compañía, Richard seguía con su trabajo. La espaciosa sala tenía tantos rincones, recovecos y escondrijos que resultaba muy difícil saber qué forma tenía, sobre todo, la parte de atrás, a la que Richard tenía expresamente prohibida la entrada. Y no habría entrado de no haber oído el inconfundible silbido de un líquido que se escapa a toda presión. Un minucioso examen de las distintas hileras de pares de alambiques y de su complicada red de tubos no le permitió descubrir ninguna anomalía, pero, cuando ya se estaba acercando al último par de alambiques de la hilera del fondo, comprendió que el ruido procedía de algún lugar de la parte de atrás. Así pues, se encaramó a los ladrillos del horno cuyo calor resultaba muy molesto y se introdujo entre los alambiques de la derecha y la izquierda, agachando la cabeza para no rozar las cubas receptoras.

Fue entonces cuando observó la presencia de unos tubos que no hubieran tenido que estar allí, y en ese momento contrajo los músculos. Permaneció inmóvil por espacio de un minuto para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y después miró hacia arriba y vio varios tubos ocultos detrás de unos festones de telarañas y algo que, a primera vista, habría podido pasar por unos trozos sueltos del revestimiento de cáñamo. Cada uno de los tubos salía de una cuba receptora que contenía el destilado final, no simplemente en su parte inferior sino hasta un nivel muy alto… tan alto, de hecho, que habría dado lugar a que se derramara el líquido de la cuba en caso de que éste hubiera alcanzado el nivel de la espita. Los inesperados tubos no disponían de ninguna válvula; una vez el contenido de la cuba alcanzaba el nivel de la espita, el líquido se derramaba en medio de las sombras de la parte de atrás de la sala.

Allí, ocultos detrás de un falso tabique, había dos hileras de toneles de cincuenta galones de capacidad. Frunciendo los labios en un silencioso silbido, Richard calculó la cantidad de ron libre de impuestos sobre el consumo que salía diariamente de allí. ¡No era de extrañar que William Thorne se encargara siempre de vaciar el último destilado de la cuba receptora! Sólo un hábil destilador con experiencia en otras destilerías se habría extrañado de la lentitud de los aparatos del señor Cave, y en el 137 de Redcliff Street no había ninguno. Excepto William Thorne. Y Thomas Cave. ¿Estaría metido también en el chanchullo?

Mientras saltaba a la parte superior del horno, Richard descubrió el origen del silbido: el alambique de la derecha estaba soltando un fino chorro de líquido hacia atrás a través de un agujero de su gastada piel de cobre. Mientras se agachaba para obturarlo, entró Thorne.

– ¡Oye, tú! ¿Qué estás haciendo aquí arriba? -le preguntó, mirándolo con expresión ceñuda.

– Mi trabajo -contestó tranquilamente Richard-. Me temo que provisional. Creo que muy pronto tendrán que sustituir este par de alambiques por otros nuevos.

– ¡Maldita sea! Siempre le digo a Tom que invierta parte de sus beneficios en la compra de nuevos alambiques, pero él siempre encuentra excusas para no hacerlo.

Thorne se alejó un poco más tranquilo y empezó a llamar a voces a sus acólitos, los cuales no habían sido lo bastante rápidos; el gato había regresado antes de lo previsto.

Aquella noche cuando regresó al Cooper's Arms, Richard no le comentó su descubrimiento a Dick. Tiempo tendría cuando averiguara algo más… cuando averiguara, por ejemplo, cuántos estaban implicados en aquel enorme fraude del impuesto sobre el consumo. Thorne con toda seguridad. Cave puede que también. ¿Y qué decir de John Trevillian Ceely Trevillian? ¿Qué razón podía tener un holgazán de alta cuna como Ceely para frecuentar un lugar tan alejado de las dehesas en que semejantes jacas de adorno solían pastar?

¿Cuándo sacan el ron ilegal?, se preguntó Richard. Seguramente de noche y, con toda probabilidad los domingos por la noche. Las calles están desiertas y no merodean por ellas ni siquiera los marineros y las patrullas de reclutamiento.

Le fue muy fácil abandonar el Cooper's Arms a la noche del domingo siguiente: dormía solo, Dick y Mag roncaban como unos benditos y a William Henry no lo despertaba ni siquiera una tormenta. Brillaba la luna llena y el cielo estaba despejado… ¡menuda suerte la suya! Al llegar a las inmediaciones del número 137 de Redcliff Street, una solitaria campana estaba dando las doce. Buscó el oscuro refugio de la grúa perteneciente a un tonelero del otro lado del patio, y se dispuso a esperar pacientemente.

Dos horas. Afina mucho esta gente, pensó; dos horas más habrían bastado para que empezara a alborear. Eran tres: Thorne, Cave y Ceely Trevillian. Aunque resultaba un poco difícil reconocer a este último: el remilgado petimetre había sido sustituido por un delgado y enérgico sujeto vestido de negro, con el cabello cortado casi al rape y los pies calzados con botas.

Cave se presentó montado en su viejo caballo castrado, Thorne y Ceely lo hicieron en un trineo tirado por un tronco de vigorosos caballos. Los tres descargaron del trineo cuatro docenas de toneles evidentemente vacíos. Cave abrió una puerta de la parte de atrás de la destilería que jamás se utilizaba para introducir los barriles. Un minuto después, apareció Thorne rezongando por lo bajo mientras hacía rodar un barril lleno; Cave extendió una rampa situada en la parte posterior del trineo. Thorne y Trevillian tuvieron que trabajar conjuntamente para empujar cada uno de los barriles por la rampa hasta el interior del trineo y, una vez allí, enderezarlo con una habilidad fruto de la práctica.

La tarea duró sesenta minutos según el reloj de Richard; no cabía duda de que en el interior del edificio los toneles vacíos se colocaban bajo los tubos ilegales: ¿con cuánta frecuencia lo hacían? Seguro que no todos los domingos por la noche, pues, en tal caso, alguien se habría dado cuenta, pero, si los cálculos de Richard no fallaban, por lo menos una vez cada tres semanas.

Thomas Cave montó en su caballo y se alejó Redcliff Street arriba, mientras los otros dos subían al trineo que se deslizaba sobre unos silenciosos patines y se dirigieron al este hacia Temple Backs; Richard siguió el trineo. Al llegar al río, los barriles fueron colocados de lado nuevamente y empujados hacia una barcaza de fondo plano a cuyo cuidado se encontraba un hombre a quien Richard no conocía, pero a quien Thorne y Ceely con toda evidencia sí. Una vez finalizada la carga, los tres desengancharon uno de los caballos y lo ataron a la barcaza; el desconocido lo montó y empezó a propinarle fuertes puntapiés contra los costados hasta que el animal empezó a bajar por el deplorable camino de sirga que conducía a Bath, seguido por la carga flotante, con Ceely a bordo. Tras asegurarse de que todo se estaba desarrollando según los planes previstos, William Thorne se alejó con el trineo.

Ya lo sé todo, se dijo Richard. El ron va a parar a algún lugar cercano a Bath, donde Ceely y el desconocido lo venden o bien lo trasladan a otro barco rumbo a Salisbury o Exeter, y los cuantiosos beneficios del ron libre de impuestos se dividen en cuatro partes. Aunque apostaría cualquier cosa a que Ceely se queda con la parte del león.

¿Qué iba a hacer ahora? Tras darle vueltas y más vueltas durante el camino de regreso a casa, Richard pensó que había llegado el momento de decírselo a su padre.

Dick y Mag ya estaban levantados y en plena actividad y William Henry aún estaba durmiendo cuando Richard entró en el Cooper's Arms. Sus padres se miraron el uno al otro con expresión de complicidad tras haber observado al bajar a la taberna que la cama de Richard estaba vacía. ¿Cómo darle a entender a un viudo reciente que ellos comprendían una ausencia ocasional?

– Retírate, madre -dijo Richard sin andarse con cumplidos-. Tengo que hablar con padre en privado.

Con aire mundano, Dick se dispuso a escuchar una historia de necesidades urgentes y de un bonito rostro femenino entrevisto la víspera en St. James, pero lo que escuchó fue, en su lugar, una historia de increíble vileza.

– ¿Qué tengo que hacer, padre?

Un encogimiento de hombros y una mirada de desprecio.

– Lo único que puede hacer un hombre honrado. Preséntate de inmediato -¡y en secreto!- al tasador del impuesto sobre el consumo en la Oficina del Impuesto sobre el Consumo. Se llama Benjamin Fisher.

– ¡Padre! Tu negocio, tu amistad con Tom Cave… ¡te quedarías en la ruina!

– No digas barbaridades -replicó severamente Dick-. Hay otras destilerías de excelente ron en Bristol, y conozco a todos sus propietarios. Y mantengo buenas relaciones con ellos. Tom Cave, más que un amigo, es un viejo conocido, Richard. No le has visto comer en mi mesa ni a mí en la suya. Además -añadió sonriendo-, siempre supe que era un sujeto muy taimado. Se le nota en los ojos, ¿no te has dado cuenta? Nunca te dirige una mirada sincera.

– Sí -dijo Richard con la cara muy seria-, ya me he dado cuenta. Sin embargo, lo lamento más por él que por Thorne. En cuanto a Ceely… -hizo un gesto como si quisiera apartar algo horrible-… este hombre es un miserable. ¡Menudo actor está hecho! El aparente badulaque es más listo que el hambre.

– Hoy no trabajarás -dijo Dick, empujando a Richard hacia la escalera-. Ponte tu mejor traje del domingo y mi sombrero nuevo y ve a la Oficina del Impuesto sobre el Consumo… y no le digas ni una sola palabra a nadie, ¿me oyes? Y tampoco hace falta que pongas esta cara tan triste. Si esos sujetos han sacado la mitad del ron que tú crees, cobrarás una cuantiosa recompensa por tus esfuerzos. Suficiente para que William Henry pueda estudiar según tus deseos.

Aquel pensamiento fue el que indujo a Richard, vestido con su mejor ropa oscura del domingo y tocado con el mejor sombrero de Dick, a dirigirse a Queen Square. La Oficina del Impuesto sobre el Consumo ocupaba la parte final de una manzana de edificios situada entre la plaza y Princes Street (en aquella lujosa avenida se encontraba ubicada la casa de Thomas Cave) y Richard no tardó en descubrir que los tasadores del impuesto sobre el consumo eran unos holgazanes que utilizaban sus escritorios para dormir la mona, especialmente los lunes. Eran unos sujetos desorganizados que no se interesaban por los asuntos de su trabajo y preferían no hacer nada. De ahí que Richard tardara varias horas en ascender por la escala jerárquica. Contemplando sus displicentes y aburridos rostros, Richard se negó a dar detalles y se limitó a decir que había descubierto un fraude en el impuesto sobre el consumo y deseaba hablar con el jefe de Recaudación, situado muy por encima del interventor.

Finalmente, Richard consiguió su propósito a las tres de la tarde, sin haber comido y con su famosa paciencia a punto de agotarse.

– Disponéis de cinco minutos, señor Morgan -dijo el señor Benjamin Fisher desde el otro lado del escritorio.

No era necesario preguntarse si el jefe de Recaudación había actuado alguna vez directamente sobre el terreno; miró a Richard a través de las pequeñas lentes redondas de unas gafas que no necesitaba para examinar los documentos pulcramente apilados sobre su escritorio. Era corto de vista. Su hogar siempre había sido un escritorio. Lo cual significaba que no entendería las cosas tal como las entendían los funcionarios de su oficina que trabajaban sobre el terreno. Por otra parte, pensó Richard, puede que ello signifique que no acepta sobornos. Pues seguramente los funcionarios que actuaban sobre el terreno los aceptaban, de lo contrario, él no habría estado allí en aquel momento.

Richard contó su historia en breves palabras.

– ¿Cuánto ron calculáis que sacan estas personas en una semana? -preguntó el señor Benjamin Fisher cuando Richard terminó su relato.

– Si llenan los toneles cada tres semanas, señor, unos ochocientos galones por semana, señor.

¡Eso hizo que al jefe de la oficina le cambiara la cara! El señor Fisher se incorporó, posó la pluma de ave y apartó a un lado el papel en el que había estado haciendo anotaciones. Volvió a ponerse las gafas; sus ojos -dos pálidas canicas azules nadando bajo varias capas de cristal- se abrieron como platos.

– ¡Eso es un fraude enorme, señor Morgan! ¿Os podríais haber equivocado en vuestros cálculos?

– Sí, señor, por supuesto. Pero, si reemplazan los toneles cada tres semanas, eso equivale a ochocientos galones por semana. Ayer era 1 de junio y puedo asegurar que los toneles que los tres hombres introdujeron en la destilería estaban completamente vacíos, pues uno solo de ellos podía empujar un tonel con el pie cual si fuera una pelota. Mientras que los toneles que sacaron estaban tan llenos que dos hombres tuvieron que empujarlos uno a uno por una rampa muy fácil. El domingo en el que, a mi juicio, volverán a actuar será el próximo 22 de junio. Si vuestros hombres se ocultan en las inmediaciones a partir de la medianoche, los sorprenderán in fraganti a los tres -dijo Richard, en la certeza de no equivocarse.

– Gracias, señor Morgan. Os aconsejo que regreséis al trabajo y os comportéis como si nada hubiera ocurrido hasta que recibáis nuevas instrucciones de esta oficina. En nombre de su majestad, debo transmitiros la más sincera gratitud de la Oficina de Recaudación del Impuesto sobre el Consumo por vuestra diligencia.

Richard ya se estaba dirigiendo hacia la puerta cuando el jefe de Recaudación volvió a tomar la palabra.

– Si el fraude es de tanta cuantía como vos decís, señor Morgan, habrá una recompensa de ochocientas libras, quinientas de las cuales serán para vos. Tras declarar en el juicio, claro.

Richard no pudo resistir la tentación de preguntar:

– ¿Adónde irán a parar las trescientas restantes?

– A los hombres que detengan a los culpables, señor Morgan.

Y eso era todo. Richard regresó a casa.

– Tenías razón, padre -le dijo a Dick-. Si todo sale tal como yo espero, recibiré cinco octavas partes de una recompensa de ochocientas libras.

Dick puso cara de escepticismo.

– Trescientas libras me parecen una cantidad excesiva para que se las repartan doce tasadores del impuesto sobre el consumo por la práctica de una simple detención.

Richard se echó a reír.

– ¡Padre! ¡No te creía tan ingenuo! Supongo que los funcionarios que practiquen la detención se llevarán unas cincuenta libras de la recompensa. Las otras doscientas cincuenta irán a parar sin duda a los bolsillos del señor Benjamin Fisher.


El domingo 22 de junio doce funcionarios de la Oficina de Recaudación del Impuesto sobre el Consumo derribaron la puerta de atrás de la destilería de Cave, irrumpieron en el desierto local armados con palos y localizaron cuatro docenas de barriles de cincuenta galones de capacidad llenos de ron ilegal, conectados con los alambiques a través de unos tubos ilegales.

Cuando el señor Thomas Cave se acercó a caballo a las dos de la madrugada y poco después lo hicieron el señor William Thorne y el señor John Trevillian Ceely Trevillian en su trineo, la derribada puerta y los sellos de la Oficina del Impuesto sobre el Consumo aplicados a todo lo que había en el interior les hicieron comprender lo ocurrido.

– Nos han atrapado -dijo el señor Thorne, mostrando los dientes.

Cave se estremeció de terror.

– Ceely, ¿qué hacemos ahora?

– Puesto que el ron ha desaparecido, sugiero que regresemos a casa -contestó fríamente Ceely.

– ¿Por qué no están aquí para detenernos? -preguntó Cave.

– Porque no quieren problemas, Tom. La cantidad de ron les habrá hecho comprender que aquí hay personajes muy duros implicados… es un delito que se castiga con la horca. A un funcionario de la Oficina del Impuesto sobre el Consumo no se le paga suficiente para que corra el riesgo de que le alojen una bala en el estómago.

– ¡Nuestras fuentes nos hubieran tenido que informar con tiempo!

– En efecto -dijo severamente Ceely-, lo cual me lleva a pensar que eso viene de muy arriba y que se utilizaron hombres externos.

– ¡Richard Morgan! -exclamó Thorne, golpeándose la palma de una mano con el puño de la otra-. ¡El muy miserable nos caló!

– ¿Richard Morgan? -dijo Trevillian, frunciendo el entrecejo-. ¿Quieres decir que aquel sujeto tan bien parecido es el que se ha ido de la lengua?

Los ojos de Thorne lo miraron con asombro. Después éste levantó la linterna para estudiarle el rostro con detenimiento.

– Eres un misterio para mí, Ceely -le dijo muy despacio-. ¿A ti te gustan las mujeres o los hombres?

– Lo que a mí me guste no tiene importancia, Bill. Vuelve a casa y empieza a inventarte la historia que le vas a contar al jefe de la Oficina de Recaudación. Tú serás el que cargue con toda la culpa.

– ¿Qué quieres decir con eso de que seré yo? ¡Los tres cargaremos con ella!

– Me temo que no -dijo jovialmente Ceely Trevillian, subiendo de un salto al trineo-. ¿No se lo dijiste, Tom?

– ¿Decirme qué, Tom?

Pero el señor Cave sólo acertaba a temblar y menear la cabeza.

– Tom te nombró titular de la licencia -explicó Ceely-. Hace bastante tiempo, en realidad. Me pareció una buena idea y él lo comprendió de inmediato. En cuanto a mí… no tengo la menor relación con la destilería Cave.

Tiró de las riendas para arrear a los caballos.

William Thorne se quedó plantado en el suelo como si tuviera los pies de plomo.

– ¿Adónde vas? -preguntó con un hilillo de voz.

Ceely soltó una carcajada, dejando al descubierto sus blanquísimos dientes.

– A Temple Banks, naturalmente, a avisar a nuestro compinche.

– ¡Espérame!

– Tú -dijo Ceely Trevillian- puedes volver a casa a pie, Bill.

El trineo se alejó dejando a Thorne solo con Cave.

– ¿Cómo me pudiste hacer eso, Tom?

Cave se humedeció los labios con la lengua.

– Ceely insistió -dijo, balando como un cabrito-. ¡No tengo fuerza para oponer resistencia a este hombre, Bill!

– ¡Y te pareció una excelente idea. Eso hiciste, grandísimo cobarde, cagarruta asquerosa! -dijo amargamente Thorne.

– Ha sido Ceely -insistió en decir Thomas Cave-. Pero no te abandonaré, te lo prometo. Se hará todo lo que se tenga que hacer para sacarte.

Jadeando a causa del esfuerzo, montó en su caballo sin que Thorne hiciera el menor ademán de ayudarle.

– Te tomo la palabra, Tom. Pero lo más importante de todo es el asesinato de Richard Morgan.

– ¡No! -gritó Cave-. ¡Haz lo que quieras, pero no eso! ¡En la Oficina de Recaudación lo saben todo, estúpido! ¡Si matas al informador, nos ahorcarán a todos!

– Si se celebra un juicio, seguro que me ahorcan y, en tal caso, ¿qué más me da a mí? -Ahora Thorne hablaba a voz en grito-. ¡Procura que no se celebre el juicio, Tom! ¡Si yo caigo, Richard Morgan no será el único soplón! ¡Tú y Ceely caeréis conmigo… iremos todos al patíbulo! ¿Me oyes? ¡Todos!


El señor Benjamin Fisher mandó llamar a Richard a la Oficina de Recaudación del Impuesto sobre el Consumo a primera hora de la mañana del día siguiente, 23 de junio.

– Os aconsejo que no regreséis al trabajo, señor Morgan -dijo el jefe de la Oficina de Recaudación con sendas manchas de rubor en las mejillas-. Mis insensatos funcionarios se presentaron en la destilería Cave de día y, por consiguiente, no detuvieron a nadie. Lo único que hicieron fue requisar el ron.

– ¡Dios bendito! -exclamó Richard, boquiabierto de asombro.

– Bien dicho, pero inútil, señor. Comparto vuestros sentimientos, pero el daño ya está hecho. Al único a quien la Oficina de Recaudación puede denunciar es al titular de la licencia por el hecho de tener en su empresa ron ilegal.

– ¿Al viejo Tom Cave? ¡Pero él no es el principal responsable!

– El titular de la licencia no es Cave. Es William Thorne.

Richard volvió a quedarse pasmado.

– ¿Y qué me decís de Ceely Trevillian?

Con expresión de absoluto desagrado, el señor Fisher juntó las manos y se inclinó hacia delante.

– Señor Morgan, no podemos procesar a nadie más que a William Thorne. -Fisher se puso las gafas, haciendo una mueca-. El señor Trevillian cuenta con muy buenas amistades y la opinión general en la ciudad es la de que se trata de un pobre bobalicón totalmente inofensivo. Yo mismo lo interrogaré, pero debo advertiros de que, si esto acaba en una sala de justicia, será su palabra contra la vuestra. Lo siento muchísimo, pero, a no ser que dispongamos de pruebas, el señor Trevillian es un hombre de conducta intachable. Ni siquiera estoy seguro -terminó diciendo con un suspiro- de que dispongamos de suficientes pruebas para ahorcar a William Thorne, aunque seguramente le caerán siete años de deportación.

– ¿Por qué no esperaron vuestros hombres para sorprenderlos in fraganti?

– Por cobardía, señor. -El señor Fisher se quitó las gafas y las limpió enérgicamente mientras parpadeaba para que las lágrimas no asomaran a sus ojos-. Aunque todavía es muy temprano, el señor Thomas Cave está abajo, supongo que para negociar un acuerdo que contemple el pago de una elevada multa. Allí está el dinero, señor Morgan… no estoy tan ciego como para no ver que William Thorne es una falsa pista para desviar la atención. Es posible que la Oficina de Recaudación no reciba ninguna recompensa por parte del titular de la licencia, pero puede que la reciba del propietario. Eso os incluye a vos. Me refiero a vuestra recompensa.

Al salir, Richard se cruzó con Thomas Cave en el vestíbulo, pero tuvo la prudencia de no decirle nada al pasar por su lado. Sería inútil ir a la destilería; decidió regresar al Cooper's Arms.

– O sea que me he quedado sin trabajo y por lo menos dos de los tres culpables evitarán comparecer ante la justicia -le dijo a Dick-. ¡Oh, si lo hubiera sabido!

– Parece que Tom Cave pagará por la libertad de Thorne -dijo Dick, animándose-. Da gracias por una cosa, Richard. Cualquier cosa que ocurra, tú cobrarás las quinientas libras.

Eso era cierto, pero no constituía un motivo de consuelo, tal como pensaba Dick. Por lo menos una parte de Richard deseaba ver al señor John Trevillian Ceely Trevillian en el banquillo de los acusados. No sabía muy bien por qué, sólo sabía que era algo relacionado con la insultante y descarada mirada que le había dirigido Ceely en el transcurso de aquel primer encuentro. Soy poco menos que una basura para este arrogante y quejumbroso petimetre, y yo le odio con toda mi alma. Sí, le odio. Por primera vez en mi vida, experimento un sentimiento que jamás hasta hoy había tenido un significado personal para mí; lo que antes era sólo una palabra se ha convertido en un hecho.

Echaba de menos a Peg en aquellos tiempos tan difíciles. El dolor de su desaparición había sido muy grande, pero estaba amortiguado por los tres años de oposición a sus proyectos, sus lágrimas, sus excesos en la bebida y su enajenación mental. Y, sin embargo, observó que, a medida que pasaban los días y él se dedicaba a buscar trabajo en Bristol, la Peg de los últimos tiempos se esfumaba y era sustituida por la Peg con quien él se había casado diecisiete años atrás. Necesitaba acurrucarse junto a ella, hablar en susurros con ella por la noche, buscar la única clase de alivio sexual que él consideraba verdaderamente satisfactoria…, aquella en la que el amor y la amistad tenían por lo menos tanta importancia como la pasión. Ya no le quedaba nadie con quien hablar, pues, aunque su padre estaba siempre de su parte, siempre lo tenía por demasiado blando y débil de carácter. Y su madre era su madre… cocinera y ayudante de cocina todo en una pieza. En cuestión de muy pocos años, William Henry sería su igual y entonces lo único que le faltaría sería el consuelo sexual. Richard había decidido aplazar esta cuestión hasta que William Henry alcanzara la plena madurez. Pues no quería imponer una madrastra a su único y adorado hijo, y las prostitutas eran un tipo de mujer que él no podía soportar por mucho que ansiara disfrutar del más elemental de los alivios.


El lunes, último día de junio, Richard salió al romper el alba -muy temprano en aquella fase del solsticio de verano- para recorrer los trece kilómetros de montañoso camino que separaban el Cooper's Arms de Keynsham, un pueblecito situado a orillas del Avon cuyo tamaño y suciedad habían aumentado de forma considerable por culpa de personas como William Champion, latonero de oficio. Champion había patentado un procedimiento secreto para acrisolar cinc a partir de la calamina y viejos residuos, y Richard se había enterado de que estaba buscando a un hombre que pudiera ocuparse del cinc. ¿Por qué no intentarlo? Lo peor que podía ocurrir era que le dijera que no.

William Henry se fue a la escuela a las siete menos cuarto como de costumbre, quejándose de que el director hubiera insistido en que las clases duraran hasta el último día de junio aunque éste cayera en lunes. La respuesta de su abuela fue un cariñoso tirón de orejas; William Henry captó la insinuación y se fue. Al día siguiente empezarían los dos meses de vacaciones, tanto para los que llevaban el uniforme azul como para los alumnos de pago. Los que tenían casas y progenitores con quienes reunirse, se quitarían el uniforme azul y abandonarían Colston hasta principios de septiembre mientras que los que, como Johnny Monkton, no tenían ni padres ni casa pasarían el verano en Colston, sometidos a un código de disciplina un poco más laxo.

Su padre le había explicado a William Henry por qué razón no podría hacerle compañía durante aquellos dos meses y William Henry lo había comprendido muy bien. Bien sabía él que todos los esfuerzos que realizaba su padre eran por él, lo cual arrojaba sobre sus jóvenes hombros una carga de cuya existencia él ni siquiera se percataba. Si trabajaba duro con sus libros -tal como efectivamente hacía-, era para complacer a su padre, para quien la educación tenía más valor del que pudiera tener para un niño de nueve años.

Al llegar a la verja de la escuela de Colston, se detuvo, perplejo; ¡la verja estaba adornada con crespones!

El señor Hobson, uno de los maestros de menor antigüedad, estaba esperando al otro lado para apoyar una mano sobre el hombro de William Henry.

– A casa otra vez, muchacho -dijo, sujetando a William Henry por los hombros para darle la vuelta.

– ¿A casa otra vez, señor Hobson?

– Sí. El director ha muerto esta noche mientras dormía, por consiguiente, hoy no habrá clase. A tu padre se le notificará la fecha del funeral, Morgan Tertius. Y ahora, vete.

– ¿Puedo ver a Monkton Minor, señor?

– Hoy, no. Adiós -contestó con firmeza el señor Hobson, dando a William Henry un empujoncito entre las paletillas.

El niño se detuvo en el Stone Bridge, frunciendo el entrecejo. ¡Qué aburrimiento! Su padre se había ido a Keynsham, el abuelo y la abuela estaban ocupados con las tareas del lunes… ¿qué iba a hacer él todo el día sin Johnny?

Era la primera vez en su vida que se le presentaba la ocasión de hacer lo que quisiera sin que nadie se enterara. En el Cooper's Arms le creían en Colston, pero en Colston lo habían enviado a casa. Donde se pasaría el día sin nada que hacer. Tras tomar la decisión, William Henry se alejó corriendo de Stone Bridge, pero no en dirección a casa sino a Clifton.

La escarpada y pedregosa ladera de Brandon Hill fue su primera etapa; allí subió hasta la cumbre, imaginándose en el papel de un Cabeza Pelada, que así llamaban a los soldados de Cromwell, en el asedio de Bristol, y desde allí contempló las chimeneas de los hornos de cal y los pantanos y después las ruinas del fuerte de los monárquicos en St. Michael's Hill. Una vez terminado el juego, bajó saltando de saliente en saliente hasta llegar al sendero, desde donde saltó y brincó hasta el Jacobs Well, que antaño fuera el único manantial de agua de Clifton. Ahora había casas a su alrededor, ninguna de ellas interesante para un niño, por lo que pasó brincando por delante de la iglesia de St. Andrew's, dio saltos mortales sobre la mullida hierba de Clifton Green y decidió dar un paseo hasta Manilla House, la última mansión de toda la hilera que había de ellas en lo alto de la colina.

– ¡Hola, zanquilargo! -gritó una amistosa voz desde el exterior del patio de los establos colindantes con el conjunto de edificaciones conocido como Boyce's Buildings.

– Hola, señor.

– ¿Hoy no has ido a clase?

– Ha muerto el director -dijo escuetamente William Henry, apoyándose en el pilar del portalón-. ¿Quién sois vos?

– Me llamo Richard y soy el mozo de cuadra.

– Mi padre también se llama Richard. Yo soy William Henry.

Una callosa mano se extendió hacia él.

– Encantado de conocerte.

A lo largo de dos horas, William Henry siguió a Richard el mozo de cuadra en su recorrido por los establos, dando palmadas a los pocos caballos que allí había, echando un vistazo a las casillas en buena parte vacías, ayudándole a sacar cubos de agua del pozo y a ir a buscar el heno mientras conversaba animadamente con él. Al final, Richard el mozo de cuadra le ofreció una jarra de cerveza suave, una rebanada de pan y un poco de queso; en extremo reconfortado por el refrigerio, William Henry se alejó, saludando alegremente con la mano a su nuevo amigo, y reanudó su paseo calle arriba.

Manilla House estaba tan desierta como Fremantle House, Duncan House y Mortimer House… ¿adónde ir ahora?

Aún estaba sopesando las alternativas que se le ofrecían cuando oyó a su espalda el rumor de los cascos de un caballo y, al volverse, vio que el jinete era el propietario de un rostro muy conocido y estimado.

– ¡Señor Parfrey! -gritó.

– ¡Dios mío! -dijo George Parfrey-. Pero ¿qué haces tú aquí, Morgan Tertius?

William Henry tuvo la delicadeza de ruborizarse.

– Perdón, señor -dijo en tono sumiso-. Hoy no hay clase y mi padre se ha ido a Keynsham.

– ¿Y tú deberías estar aquí, Morgan Tertius?

– Perdón, señor, me llamo William Henry.

El señor Parfrey frunció el entrecejo, pero después se encogió de hombros y le tendió la mano.

– Veo más cosas de las que quizá tú te imaginas, William Henry. Sea. Monta para dar un paseo conmigo y después te acompañaré a casa.

¡El éxtasis! ¡Jamás en su vida había montado a caballo! Y ahora allí estaba él, sentado a horcajadas en la silla de montar delante del señor Parfrey, tan por encima del suelo que el solo hecho de mirar hacia abajo le causaba mareos. Aquello era un mundo totalmente distinto, ¡algo así como estar en la copa de un árbol que tuviera piernas! ¡Cuán suave y regular era el movimiento! ¡Qué prodigio vivir una nueva aventura con un amigo casi tan estupendo como su padre! William Henry sucumbió a la magia de aquella felicidad absoluta.

Subieron a medio galope por Durdham Down, dispersando varios rebaños de ovejas, riéndose por cualquier cosa y por todo lo que veían. Y, cuando William Henry le permitió meter baza, el señor Parfrey demostró tener vastos conocimientos sobre otras muchas cosas, aparte del latín. Cabalgaron hasta el parapeto del Avon George, donde el señor Parfrey le señaló al niño los distintos colores de la roca y le explicó que el hierro influía en los colores grises y blancos de la piedra caliza, confiriéndoles unas tonalidades intensamente rojizas y moradas; después le señaló con la fusta las plantas floridas que tachonaban la hierba estival y le recitó sus nombres. Diez minutos después, le pidió en tono burlón que identificara algunas de ellas.

Al final, el camino de herradura de lo alto de la garganta les condujo a Hotwells House, el edificio del balneario, construido sobre el saliente que se proyectaba por encima del Avon.

– ¿Tienes apetito?

– ¡Sí, señor!

– Si quieres que te llame William Henry más allá de los pórticos de Colston, creo que tú deberías llamarme tío George.

Había muy pocas personas, tomando las aguas en el pabellón de hidroterapia: algunos tísicos, diabéticos o gotosos, una dama muy anciana y dos lisiadas más jóvenes. El edificio había conocido tiempos mejores; los dorados estaban un poco empañados, el papel de las paredes se estaba desprendiendo, las colgaduras estaban raídas y acumulaban visibles capas de polvo mientras que las altas sillas necesitaban una nueva tapicería. Pero el arrendatario del establecimiento -que aún estaba librando una batalla con el Ayuntamiento de Bristol a propósito de las ratas a las que acusaba de beberse las aguas- ofrecía una comida más que aceptable. A William Henry, acostumbrado a manjares de mucha mayor calidad en el Cooper's Arms, le supo a néctar y ambrosía por el simple hecho de ser distinta… y de compartirla con aquel compañero tan estupendo. Cuando terminaron, Parfrey le sugirió dar un paseo por los alrededores antes de regresar a la ciudad. La anciana y las dos lisiadas le hicieron a William Henry toda suerte de carantoñas y arrumacos cuando éste se fue de allí con su amigo; y William Henry soportó sus exclamaciones y palmaditas con la misma paciencia que solía tener con su difunta madre, una faceta suya que fascinaba a George Parfrey.

Pues George Parfrey también había encontrado un amigo estupendo. Todo aquel día había tenido un cierto aire de magia, empezando por la noticia de la muerte del director durante el sueño. El reverendo Prichard, cuyo rostro no dejaba traslucir la sensación de júbilo que experimentaba (abrigaba la esperanza de ser el nuevo director), estaba demasiado ocupado con sus asuntos para fijarse en lo que hacían los maestros, tras haberles comunicado la nueva situación. Aparte del hecho de encomendarle a Harry Hobson la tarea de enviar de nuevo a su casa a los alumnos externos a medida que fueran llegando a la escuela, no había dictado ninguna orden.

Muy bien, pensó el señor Parfrey, pues yo declaro por la presente que hoy es fiesta. Si me quedo aquí, Prichard o alguno de los demás encontrarán el medio de obligarme a hacer algo. Mientras que, si nadie contempla mi rostro, nadie se acordará de mi existencia.

Su única extravagancia era el caballo. No en propiedad -eso superaba con mucho sus escasos medios- sino alquilado algunos domingos a un establo de las inmediaciones del patíbulo de St. Michael's Hill. Los lunes, descubrió al llegar al establo con su bandeja de acuarelas y su libro de dibujo, le ofrecían la posibilidad de elegir entre una mayor variedad de cabalgaduras. El hermoso castrado negro que había alquilado estaba ronzando heno plácidamente y a buen seguro esperaba un día de descanso después de las agitadas excursiones dominicales. Pero no podría ser. Diez minutos más tarde el señor Parfrey se sentó en su silla de montar y cruzó Kingsdown al trote en dirección al camino de Aust. Como buen jinete que era, acarició al negro castrado para que no le guardara rencor, y se dispuso a disfrutar de su entretenimiento preferido.

Por un instante, sus antiguas depresiones amenazaron con apoderarse de él, pero el día era demasiado espléndido como para no disfrutarlo a manos llenas, por lo que empujó su soledad y el temor que le infundían las amarguras de la vejez hacia el fondo de sus pensamientos y se concentró en la belleza que lo rodeaba. Momento en el cual, mientras subía por Clifton Hill en dirección a Durdham Down, vio a Morgan Tertius caminando algo más adelante. ¡Al fin, un poco de compañía! El diablillo también había decidido tomarse un día de fiesta y librarse de las responsabilidades. En tal caso, ¿por qué no actuar juntos como diablos? Una pregunta que llevaba aparejada la tranquilizadora sensación de estar prestándole al niño el servicio de cuidar de su seguridad.

William Henry. El nombre compuesto le iba que ni pintado, una vanidad, cuya sabia elección quizá quedara confirmada por el tiempo. Todos los maestros se habían percatado de las potenciales aptitudes de Morgan Tertius, por más que su belleza influyera en las opiniones de algunos. Tal como efectivamente había influido en la de George Parfrey, hasta que las hazañas de Morgan Tertius en latín le habían demostrado que el rostro era un simple reflejo de la belleza del alma, al modo en que un espejo empañado refleja la luz del sol. En lo que no había reparado hasta aquel día era en su afición a las travesuras, pues en clase William Henry era un ángel. El niño le había explicado con la cara muy seria mientras ambos cabalgaban a medio galope por Durdham Down que no quería que le pegaran con la palmeta y no deseaba que nadie se fijara en él.

¿Cómo decirle que la gente siempre se fijaría en él? Qué curioso que el padre, de rostro tan parecido al suyo, careciera de la chispa vital que animaba al hijo. Richard Morgan jamás induciría a nadie a volver la cabeza, jamás daría lugar a que el mundo dejara de girar. Mientras que William Henry Morgan haría lo primero cada día de su vida y puede que algún día consiguiera hacer lo segundo. Su conversación era la propia de su edad, si bien dejaba traslucir su esmerada educación… hasta que empezaba a hablar de los asuntos de la taberna y demostraba que pocas eran las más bajas pasiones humanas de las que él no hubiera sido testigo, desde el brillo de las navajas a la lujuria y los actos violentos. Y, sin embargo, nada de todo aquello había dejado la menor huella en él; de su persona no emanaba el más mínimo efluvio de corrupción.

Por consiguiente, cuando ambos abandonaron juntos Hotwells House, lo más natural del mundo fue que encaminaran sus pasos hacia el lugar donde William Henry había comido con su padre, y George Parfrey los había contemplado desde arriba. No era un espacio muy grande y tampoco estaba situado en proximidad del largo tramo de la orilla del Avon, en el lado de Hotwells House que miraba a Bristol. Apenas unos veinte pies de herbosa ribera entre St. Vincent's Rock y otra formación rocosa situada algo más abajo. En el interior de un bosque, hubiera sido un pequeño valle.

Aunque habían transcurrido nueve meses desde que los dos Morgan almorzaran allí, la escena había permanecido curiosamente intacta; el Avon se encontraba exactamente al mismo nivel y bajaba casi al máximo de su caudal, la hierba presentaba justo la misma tonalidad de verde y los peñascos reflejaban justo la misma intensidad de luz. El tiempo parecía haberse detenido. Una ocasión para poner un pie en el futuro y mantener el otro en el pasado. Como si aquel día no existiera y el tiempo se hubiera detenido.

William Henry se sentó mientras George Parfrey sacaba su libro de dibujo y un trozo de carboncillo.

– ¿Te puedo mirar, tío George?

– No, porque te estoy haciendo un retrato. Eso significa que tienes que estarte quieto y olvidar que te estoy mirando. Cuenta las margaritas. Cuando termine, te lo dejaré ver.

Así pues, William Henry permaneció sentado mientras George Parfrey lo miraba.

Al principio, el carboncillo se movía con rapidez y seguridad, pero, a medida que transcurría el tiempo, los trazos sobre el papel iban siendo cada vez más escasos y, al final, cesaron del todo. Lo único que podía hacer Parfrey era mirar. No sólo la perfección de aquella belleza sino también la forma de su destino.

El momento es equivocado… absolutamente equivocado. Estoy profundamente enamorado de una criatura inocente que tiene treinta y cinco años menos que yo. Para cuando pudiera despertar su amor, él ya no encontraría en mí nada que fuera digno de ser amado. Eso sí es una tragedia que merecería la pena escribirse, mi querido Bill Shakespeare. Cuando él sea Hamlet, yo seré Lear.

La cinta que le recogía el pelo ya hacía un buen rato que el viento se la había llevado, por lo que la espesa masa de bucles le caía alrededor del rostro con la misma fuerza que un espeso humo de carbón empujado por el viento. La piel era como de raso, de melocotón, de marfil, la delicada nariz aguileña tan aristocrática como los huesos de los pómulos y la boca, carnosa y sensual, curvada en las comisuras como si estuviera a punto de esbozar una secreta sonrisa. ¡Pero todo aquello no era nada comparado con sus ojos!

Como si hubiera percibido el cambio de humor de Parfrey, Wil liam Henry levantó la vista y la clavó directamente en él, mientras su enigmática sonrisa se le antojaba de repente al aturdido Parfrey algo así como una invitación de una parte de sí mismo de cuya existencia el propio William no era consciente. Los ojos se llenaron de luz y las manchitas oscuras danzaron entre el oro porque el sol, apartando sus rayos de la roca pulida por efecto del agua, también se había quedado preso en ellos.

No pudo evitarlo. Lo hizo antes de que un pensamiento pudiera tomar forma en su mente. George Parfrey cubrió la distancia que lo separaba de su némesis y besó a William Henry en la boca. Tras lo cual, tuvo que abrazar al muchacho -no soportaba la idea de soltarlo-, tuvo que rozar la piel de las sienes, la mejilla y el cuello con sus labios y acariciar el menudo cuerpo que vibraba tal como un gato ronronea.

– ¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! -murmuró-. ¡Qué hermoso!

El niño se apartó precipitadamente, se puso en pie de un salto y permaneció inmóvil y con los ojos en blanco, sin saber hacia dónde echar a correr. El terror todavía no formaba parte de la experiencia; todo su ser estaba concentrado en la huida.

Mientras su locura se desvanecía, Parfrey se puso en pie con la mano extendida, sin comprender que estaba cerrando el camino que William Henry consideraba su única posibilidad de huida.

– ¡Lo siento en el alma, William Henry! ¡No quería hacerte daño, jamás te podría hacer daño! ¡Lo siento muchísimo! -dijo Parfrey entre jadeos, extendiendo los brazos como si suplicara perdón.

El terror hizo su aparición. William Henry vio unas manos que se extendían hacia él pero no en gesto de súplica, y se volvió para huir en sentido contrario. A sus pies fluía el Avon de color azul acero, serpeando hasta emerger de la garganta convertido en un sinuoso torrente. El señor Parfrey estaba cada vez más cerca, con unos brazos que pretendían agarrar y aprisionar y una sonrisa en la boca que no era una sonrisa. El Cooper's Arms había enseñado a William Henry el significado de aquella sonrisa, pues, mientras su padre y su abuelo no miraban, otros hombres le habían sonreído de aquella misma manera y le habían susurrado invitaciones. William Henry sabía que la sonrisa era falsa, pero ignoraba la razón de su falsedad. Levantó la cabeza y sus deslumbrados ojos contemplaron el sol.

– ¡Padreee! -gritó mientras saltaba al río.

El Avon en aquellos parajes no era apto para la natación y, además, Parfrey no sabía nadar. Pero, aun así, éste corrió desesperadamente arriba y abajo del breve tramo de orilla delimitado por las rocas, buscando algo a lo que agarrarse, se habría arrojado al agua si hubiera vislumbrado una mano, un brazo… ¡cualquier cosa! Pero no vio nada, ni una hoja, ni una ramita, ni una rama, y tanto menos a William Henry. Se había hundido como una piedra, sin ofrecer la menor resistencia.

¿Qué había pensado el niño? ¿Qué había visto mientras permanecía de pie al borde del agua? ¿Por qué tanto horror? ¿De veras había preferido el río? ¿Sabía lo que hacía cuando se arrojó? ¿O acaso era incapaz de razonar? Había llamado a su padre, eso era todo. Y se había arrojado al agua. No había tropezado ni resbalado. Había saltado.

Al cabo de media hora, Parfrey se alejó. William Henry Morgan no iba a emerger a la superficie, jadeando. Estaba muerto.

Muerto, y yo lo he matado. Pensé en mí y sólo en mí. Deseaba una invitación y me engañé al pensar que me la estaba ofreciendo. Pero sólo tenía nueve años. Nueve. Soy un proscrito. Soy un ser abominable. He matado a un niño.

Se acercó a su caballo, montó casi sin fuerzas y se puso en camino hacia Bristol sin percatarse de la mirada de curiosidad de la anciana y de las dos lisiadas. ¡Qué extraño! Allá va el hombre, pero ¿dónde está aquel chiquillo tan encantador?

Dejó el caballo al otro lado de la verja de Colston y entró en el enlutado edificio sin ver a nadie, pero algunos le vieron y se extrañaron. Una vez en su cuartito, depositó encima de la mesa el cuaderno de dibujo, donde se podía contemplar el rostro de William Henry desde todos los ángulos, y después se sacó una llavecita de la faltriquera y abrió el estuche de madera en el que guardaba los objetos que no quería que vieran los fisgones como el reverendo Prichard. Dentro, entre una desordenada colección de recuerdos -uno o dos mechones de cabello, una ágata pulida, un manoseado libro, una miniatura pintada-, había otra caja en cuyo interior descansaba una minúscula arma de fuego con todos los accesorios necesarios para conservarla en buen estado. Una pistola de manguito de señora.

Una vez preparado, se acercó a la mesa, se sentó en la estrecha silla, mojó la pluma de ave en el tintero, limpió automáticamente la punta para eliminar el exceso de tinta y escribió al pie del dibujo.

«Yo he sido el causante de la muerte de William Henry Morgan.»

Firmó con su nombre y se disparó un tiro en la sien.

La consternación hizo acto de presencia en el Cooper's Arms mucho antes de la hora en que William Henry hubiera tenido que regresar a casa de la escuela, a las dos y cuarto; la noticia de la muerte del director se había propagado por la ciudad a la misma velocidad que la luz del sol sobre el agua. La escuela había cerrado aquel día, pero William Henry no había vuelto a casa. Cuando Richard, cansado y desanimado, cruzó la puerta de la taberna a las tres en punto, los trastornados abuelos le comunicaron la noticia de la desaparición de su hijo.

Una reptante sensación de entumecimiento le paralizó la boca y la mandíbula, pero su agotamiento físico se esfumó de inmediato. Trató de hablar, abrir-cerrar, abrir-cerrar, y, finalmente consiguió musitar que iba a iniciar la búsqueda de William Henry.

– Tú sigue la dirección de Colston -dijo Dick, desatándose las cintas del delantal-. Yo iré hacia Redcliff. Mag, cierra la taberna.

Las palabras le estaban empezando a resultar un poco más fáciles.

– Se habrá ido a Clifton, padre. Yo cruzaré Brandon Hill, tú sigue por la cordelería. Nos reuniremos en Hotwells House.

El corazón le latía dos veces más rápido que de costumbre, tenía la boca tan seca que no podía tragar saliva, pero Richard caminaba apurando el paso a la velocidad que le permitía el hecho de detenerse a preguntar a todas las personas con quienes se cruzaba. Cuando llegó al sendero de Brandon Hill ya casi no había nadie a quien preguntar, pero se detuvo a llamar a las puertas de las casas de vecindad que había alrededor de Jacob's Well… No, nadie había visto a un chiquillo vagabundo.

En Boyce's Buildings tuvo su primer éxito; Richard el mozo de cuadra aún estaba trajinando en el patio de los establos.

– Sí, señor, lo he visto esta mañana temprano… ¡un muchacho tremendamente encantador! Me ayudó a repartir el heno y el agua entre los caballos y yo le di un poco de comer y beber. Después subió a Clifton Hill tan libre como un pajarillo.

Nada en el rostro y los ojos del mozo inducía a Richard a sospechar que éste le estuviera mintiendo; Richard el mozo de cuadra era exactamente lo que afirmaba ser, un sujeto simpático que gustaba de la compañía de los chiquillos que pasaban por allí sin pararse a pensar que su primera obligación habría tenido que ser un tirón de orejas y una palmada en la espalda de William Henry para empujarle en dirección a su casa.

Musitando unas palabras de agradecimiento, Richard apuró el paso y subió por la cuesta de Clifton Hill hasta que estuvo lo bastante arriba como para que su vista alcanzara hasta varias millas de distancia. Pero las laderas estaban desiertas exceptuando la presencia de algunas ovejas y, a pesar de que buscó en todas las arboledas, ningún William Henry emergió de su refugio.

A las seis en punto entró en Hotwells House y encontró a Dick esperándole con una grata noticia.

– ¡Richard, el niño ha comido aquí! Se presentó a caballo con un hombre de unos cuarenta y tantos años -un tipo muy apuesto, según la señora Harris-, una anciana que estaba aquí en aquel momento. Y ambos parecían llevarse muy bien. Se reían y bromeaban como si se conocieran de toda la vida. Se fueron en dirección a Vincent's Rocks. Aproximadamente una hora después, la señora Harris y otras dos mujeres vieron al hombre cabalgando solo, con cara de encontrarse indispuesto. William Henry no iba con él.

El arrendatario del balneario estaba muy nervioso y preocupado por el desarrollo de los acontecimientos. Lo único que le habría faltado era un escándalo. Por consiguiente, le ofreció a Richard un gran vaso de agua mineral gratis y se apartó un poco para observar lo que ocurría.

Sin percatarse de su amargo sabor y de su olor a huevos podridos, Richard apuró el vaso de un solo trago. Le temblaba todo el cuerpo y tenía la ropa empapada de sudor. Miró a su padre con expresión aterrada.

– Ven -le dijo secamente, cruzando la puerta.

Había pruebas de que William Henry y su acompañante habían estado en el lugar que Richard conocía de su anterior visita; la hierba aparecía pisoteada y las margaritas, que se habían arrancado, yacían en un marchito montón. Llamaron repetidamente, pero nadie contestó; después subieron a las rocas para examinar todas las grietas, los huecos y los salientes. Allí no había nadie. El Avon, que ahora se encontraba en marea menguante, estaba retrocediendo para penetrar en su garganta.

Dick no trató de convencer a Richard de que dejara de buscar hasta que llegó el crepúsculo; entonces apoyó una mano en el brazo de su hijo y lo sacudió con suavidad.

– Hora de regresar al Cooper's Arms -le dijo-. Por la mañana reuniremos toda una partida y seguiremos buscando.

– ¡Padre, está aquí, no se ha ido de aquí! -dijo Richard con un entrecortado sollozo.

¡No le hables del río! ¡No metas esta idea en su pobre cabeza!

– Si está aquí, mañana por la mañana lo encontraremos. Ahora vamos a casa, Richard. Vamos a casa.

Regresaron con paso cansino a Bristol sin decir ni una sola palabra… Richard presa de una febril angustia y Dick helado hasta el tuétano.

A pesar de que en la puerta del Cooper's Arms habían colgado el letrero de cerrado, había tres hombres sentados alrededor de una mesa cerca del mostrador, mirándose las manos hasta que se abrió la puerta. El primo James el clérigo, el primo James el farmacéutico y el reverendo Prichard. Entre ellos sobre la mesa se encontraba el libro de dibujo colocado boca abajo.

– ¡William Henry! -gritó Richard-. ¿Dónde está William Henry?

– Siéntate, Richard -le dijo el primo James el farmacéutico que, por ser el miembro de más edad del clan, era siempre el encargado de comunicar las malas noticias. El primo James el clérigo le servía de ayudante, listo para hacerse cargo de la situación una vez comunicada la mala noticia.

– ¡Dímelo! -gritó Richard a través de los apretados dientes.

– El maestro de latín de William Henry es un hombre llamado George Parfrey -dijo el primo James el farmacéutico en tono pausado, logrando clavar su mirada en aquellos ojos medio enloquecidos por el dolor-. Esta tarde Parfrey se ha disparado un tiro. Ha dejado esto.

Colocó boca arriba el libro de dibujo.

La identidad del modelo era inconfundible, a pesar de las manchas de sangre. «Yo he sido el causante de la muerte de William Henry Morgan.»

Las rodillas se le doblaron. Richard se desplomó con el rostro más blanco que el papel.

– No puede ser -dijo-. No puede ser.

– Tiene que ser, Richard. El hombre se ha pegado un tiro.

El primo James el farmacéutico se arrodilló al lado de Richard y le alisó el enmarañado cabello.

– ¡Lo habrá imaginado! A lo mejor, William Henry huyó corriendo.

– Lo dudo mucho. Las palabras de Parfrey parecen indicar que él… mató a William Henry. Si no habéis encontrado al niño, significa que tiene que haber arrojado a William Henry al Avon.

– ¡No, no, no!

Cubriéndose el rostro con las manos, Richard se balanceó hacia delante y hacia atrás.

– ¿Qué tenéis que decir? -le preguntó agresivamente Dick al reverendo Prichard.

Prichard se humedeció los labios con la lengua y su rostro adquirió un tono cetrino.

– Oímos el disparo y encontramos a Parfrey que se había volado la tapa de los sesos. El dibujo se encontraba a su lado. Me dirigí inmediatamente a la casa del reverendo Morgan -señaló al primo James el clérigo- y juntos vinimos aquí. Estoy… no sé… no tengo palabras… ¡oh, señor Morgan, si vos supierais cuán grande es mi dolor y mi pesar! Pero Parfrey llevaba diez años en Colston, parecía un hombre honrado y sus alumnos lo adoraban. Lo que hay detrás de todo este misterio no puedo ni siquiera imaginarlo.

Todavía de rodillas, a Richard le parecían muy lejanas esas voces que subían y bajaban. Dick estaba contando los detalles de la expedición de aquel día a Clifton, los acontecimientos de Hotwells House, la hierba aplastada y las margaritas arrancadas en la pequeña cala del Avon.

– William Henry se debió de caer al río y se ahogó -dijo el reverendo Prichard-. Nos extrañó la frase de Parfrey…, como si hubiera sido testigo de la muerte, más que cometido un asesinato.

– Pero él fue la causa de la muerte -dijo el primo James el clérigo, hablando con una dureza impropia de un hombre de Iglesia-. ¡Ojalá se pudra!

Las voces seguían yendo y viniendo, acompañadas por los sollozos de Mag desde un rincón, con la cabeza cubierta por el delantal, una Hécuba de luto.

– No está muerto -dijo Richard como si ya hubieran transcurrido varias horas-. Sé que William Henry no está muerto.

– Mañana medio Bristol se pondrá a buscar, Richard, eso te lo prometo -aseveró el primo James el farmacéutico. Lo que no dijo fue que casi todas las operaciones de búsqueda se centrarían en las orillas del Avon y el Froom, sobre todo cuando bajara la marea. Allí solían aparecer cuerpos… gatos, perros, caballos, ovejas y vacas, pero, ocasionalmente hombres, mujeres o niños ahogados medio cubiertos por el barro, una pieza más de los restos vomitados por los ríos.

Acompañaron a Richard al piso de arriba, lo acostaron en su cama y le quitaron la ropa; tenía las suelas de los zapatos agujereadas, pues había recorrido casi treinta millas entre el amanecer y el ocaso. Pero, cuando el primo James el farmacéutico intentó hacerle tragar una dosis de láudano, apartó el vaso.

No, William Henry no estaba muerto. Jamás se habría aproximado al río lo bastante para ahogarse. Le había hecho a su hijo numerosas advertencias, le había dicho que el Avon estaba hambriento, y William Henry le había prestado atención y había comprendido el peligro. Richard sabía tan bien como Dick, el primo James y el reverendo Prichard lo que debía de haber ocurrido entre el hombre y el niño: Parfrey había hecho insinuaciones amorosas y William Henry había huido. Pero no en dirección al río. ¿Un chiquillo tan ágil e inteligente como William Henry? No, se habría encaramado a las rocas y habría huido campo a través; en aquellos momentos puede que estuviera acurrucado, durmiendo bajo la protección de algún talud de Durdham Down, dispuesto a recorrer al día siguiente el largo camino de vuelta a casa. Asustado, pero vivo.

Así se consoló Richard, alejándose de la verdad que todos los demás veían con claridad, alegrándose de una cosa: de que Peg no hubiera vivido para verlo. Verdaderamente, la bondad de Dios era infinita. Se había llevado a Peg con la rapidez de un relámpago y había cerrado sus ojos antes de que conocieran la desesperación.


Varios miles de personas, con el permiso del alcalde, se presentaron para participar en las labores de búsqueda de William Henry. Todos los marineros que estaban de guardia examinaron el barro que los rodeaba y a veces saltaron incluso por la borda para examinar algún grasiento y grisáceo montón entre los cadáveres de cuatro patas y los residuos de cincuenta mil personas. Todo fue inútil. Los que disponían de caballos cabalgaron nada menos que hasta el Pill, Blaize Castle, Kingswood y todas las aldeas situadas a pocas millas de Clifton Hill y Durdham Down; otros recorrieron las orillas del río, volcando barriles y panes de mojada hierba, cualquier cosa que pudiera atrapar y ocultar un cuerpo. Pero nadie encontró a William Henry.

– Ya ha pasado una semana -dijo bruscamente Dick- y no hay ninguna señal. El alcalde dice que tenemos que dejarlo.

– Sí, lo comprendo, padre -contestó Richard-, pero yo nunca lo dejaré. Nunca.

– ¡Acéptalo, te lo ruego! Piensa en lo que está sufriendo tu madre.

– No puedo aceptarlo y no lo aceptaré.

¿Acaso aquella ciega negativa a aceptarlo era mejor que los océanos de lágrimas que había derramado al morir la pequeña Mary? Por lo menos, las lágrimas habían sido un desahogo. Aquello era horrible. Mucho peor que lo de Peg o lo de la pequeña Mary.

– Si Richard abandonara toda esperanza de encontrar a William Henry -dijo el primo James el farmacéutico con una jarra de ron en la mano-, no tendría nada en absoluto por lo que vivir. ¡Ha perdido a toda su familia, Dick! Por lo menos, de esta manera, puede esperar. Yo he rezado y el reverendo James también para que jamás se encuentre el cadáver. Entonces Richard sobrevivirá.

– Eso no es sobrevivir -dijo Dick-. Es un infierno en vida.

– Para ti y Mag, sí. Para Richard es la prolongación de la esperanza… y de la vida. No lo atosiguéis.


Richard tampoco había encontrado trabajo, pero eso no era tan urgente como habría sido en caso de que su padre no fuera un tabernero. Habían transcurrido diez años desde que Dick recibiera la licencia del Cooper's Arms, la taberna que había sobrevivido a casi todas las menos pretenciosas tabernas del centro de Bristol. A pesar de que jamás podría soñar con que los miembros de la Steadfast Society o del Union Club cruzaran su puerta y a pesar de los terribles años de la depresión, el Cooper's Arms seguía conservando su clientela. En cuanto uno de los parroquianos habituales recuperaba su trabajo o encontraba otro, regresaba con su familia a la vieja taberna. Por consiguiente, el verano de 1784 se encontró con un Cooper's Arms en aceptables condiciones…, no tan lleno como en 1774, pero lo bastante para mantener ocupados a Dick, Mag y Richard. Tampoco hacía falta dinero para pagar la matrícula de William Henry.

Pasaron dos meses. En septiembre, Colston volvió a abrir sus puertas a los alumnos de pago…, pero no con el reverendo Prichard como nuevo director. La desaparición de William Henry Morgan y el suicidio de George Parfrey, el maestro de latín, habían destruido sus posibilidades de acceder a tan encumbrado puesto. Como el antiguo director no estaba allí para responsabilizarse de aquella pesadilla, el reverendo Prichard heredó la vergüenza y la ignominia. Muchos importantes bristolianos hicieron preguntas en el Palacio Episcopal.

Aproximadamente por las mismas fechas en que Colston abrió de nuevo sus puertas, Richard recibió una carta del señor Benjamin Fisher, el jefe de Recaudación de la Oficina del Impuesto sobre el Consumo, solicitando verle de inmediato.

– Os estaréis preguntando -dijo el señor Fisher cuando Richard se presentó en su despacho- por qué no hemos detenido todavía a William Thorne. Eso sólo lo haremos como último recurso… Hasta ahora hemos concentrado todas nuestras energías en el señor Thomas Cave, con la esperanza de que pague la multa de mil seiscientas libras necesaria para que se resuelva el asunto sin juicio. No obstante -añadió, esbozando una sonrisa de serena satisfacción-, han aparecido unas pruebas que arrojan una nueva luz sobre este caso. Os ruego que os sentéis, señor Morgan. -Fisher carraspeó-. Me he enterado de lo de su hijito y créame que lo siento.

– Gracias -dijo secamente Richard, tomando asiento.

– ¿Os suenan de algo los nombres de William Insell y Robert Jones, señor Morgan?

– No, señor -contestó Richard.

– Qué lástima. Ambos trabajaban en la destilería del señor Cave cuando vos estabais allí.

– ¿Trabajaban en los alambiques?

– Sí.

Frunciendo el entrecejo, Richard trató de recordar los ocho o nueve rostros que había visto en la lóbrega caverna, lamentando ahora haberse mantenido apartado de aquellos grupos de obreros en ausencia de Thorne. No, no tenía ni idea de quién era Insell y quién Jones.

– No importa. Ayer vino a verme Insell y confesó que había ocultado información, al parecer, por miedo al daño que Thorne le hubiera podido causar. Aproximadamente hacia las mismas fechas en que vos descubristeis los tubos y los barriles, Insell oyó una conversación entre Thorne, Cave y el señor Ceely Trevillian. No había duda de que hablaban del ron ilegal. Aunque Insell no había sospechado la existencia de ningún fraude, aquella conversación le hizo comprender que los tres estaban asociados para delinquir contra el impuesto sobre el consumo. Por consiguiente, tengo intención de denunciar a Cave y Trevillian y también a Thorne, y entonces la Oficina de Recaudación podrá cobrar el dinero, embargando la propiedad de Cave.

Un pequeño rayo de sensibilidad traspasó el entumecimiento de Richard; éste se reclinó contra el respaldo de su asiento con expresión complacida.

– Me parece una excelente noticia, señor.

– No hagáis nada, señor Morgan, hasta que el caso llegue a los tribunales. Tendremos que investigar un poco más las cosas antes de poder detenerlos a los tres, pero tened la seguridad de que eso es lo que va a ocurrir.

Dos meses atrás, la noticia lo hubiera inducido a regresar dando saltos de alegría al Cooper's Arms; hoy sólo había suscitado en él un fugaz interés.

– No recuerdo ni a Insell ni a Jones -le dijo a su padre-, pero mis pruebas han quedado confirmadas.

– Aquel de allí -dijo Dick, señalando hacia un rincón- es William Insell. Vino aquí en tu ausencia y quiere verte.

Un solo vistazo al rostro de Insell refrescó la memoria de Richard. Un joven simpático y muy trabajador. Por desgracia, era el principal blanco de las iras de Thorne; dos veces había sido víctima de la cuerda de Thorne y dos veces había sufrido los azotes sin rebelarse. No era nada insólito. Rebelarse significaba perder el empleo y, en los duros tiempos que corrían, la gente no podía permitirse el lujo de perder su trabajo. Richard no hubiera tolerado ni siquiera la amenaza de los azotes, pero Richard jamás se había encontrado en una situación en que la cuerda de azotar fuera su única alternativa. Al igual que William Henry, tenía la habilidad de evitar los castigos corporales sin necesidad de mostrarse servil; además, era un artesano cualificado, no un simple obrero. Insell era una víctima perfecta, pobrecillo. Él no tenía la culpa. Era su manera de ser.

Richard llevó dos medias pintas de ron a la mesa del rincón y se sentó. Era una muestra de un cambio de comportamiento que nadie había considerado prudente comentar. En los últimos tiempos, a Richard le había dado por beber ron, y cada vez en mayor medida.

– ¿Qué tal estás, Willy? -preguntó, empujando una de las jarras hacia el pálido señor Insell.

– ¡Tenía que venir! -dijo Insell, con la voz entrecortada por la inquietud.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Richard en espera de que el ardiente líquido empezara a amortiguar su dolor.

– ¡Thorne! Se ha enterado de que he ido a la Oficina del Impuesto sobre el Consumo.

– No me extraña si tú te dedicas a contárselo a todo el mundo. Cálmate, hombre, y bebe un poco de ron.

Insell bebió con avidez, se atragantó y, aunque estuvo casi a punto de vomitar a causa de la fuerza del mejor ron sin aguar que servía Dick, dejó de temblar. Apuró el contenido de su jarra y Richard fue por otras dos.

– He perdido el empleo -dijo entonces Insell.

– En tal caso, ¿qué miedo le puedes tener a Thorne?

– ¡Este hombre es un asesino! ¡Encontrará la manera de matarme!

Richard pensaba en su fuero interno que era mucho más probable que Ceely Trevillian cometiera un asesinato en caso de necesidad, pero se abstuvo de comentarlo.

– ¿Dónde vives, Willy?

– En Clifton. En el Jacobs Well.

– ¿Y qué tiene Robert Jones que ver con eso?

– Le conté lo que había oído. El señor Fisher, el jefe de la Oficina de Recaudación, mostró interés por el asunto, pero cree que yo soy mucho más importante.

– Por supuesto que sí. ¿Sabe Thorne que vives en Jacob's Well?

– No creo.

– ¿Lo sabe Jones?

De repente, Richard recordó a Robert Jones, un sujeto muy rastrero y empalagoso que adulaba a Thorne. Estaba claro que él le había dado el soplo a Thorne.

– Jamás se lo dije.

– Pues entonces, quédate tranquilo, Willy. Si no tienes nada mejor que hacer, ven a pasar el rato aquí. El Cooper's Arms es un lugar donde Thorne no te buscará. Pero, si bebes ron, lo tendrás que pagar.

Horrorizado, Insell apartó la segunda jarra.

– ¿Eso lo voy a tener que pagar? -preguntó.

– Aquí invita la casa. Anímate, Willy. Según mi experiencia, los miserables no son muy inteligentes. Estarás a salvo.


Los días empezaban a acortarse, lo cual limitaba la cantidad de tiempo que Richard podía dedicar a la búsqueda de William Henry. El primer lugar al que se dirigía era siempre el pequeño valle a orillas del Avon, desde el cual subía a los escarpados peñascos, llamando a William Henry; desde lo alto de la garganta del río, bajaba por Durdham Down hasta llegar finalmente a Clifton Green. En su camino de vuelta a casa, pasaba por delante de la casa de William Insell, pero, por regla general, solía tropezarse con Insell en el sendero del otro lado de Brandon Hill, apurando el paso para que no le sorprendiera la oscuridad, a pesar de que el temor todavía le impedía abandonar el Cooper's Arms después de la puesta de sol.

Había gastado otros dos pares de zapatos, pero a ningún miembro de la extensa familia Morgan se le ocurría reprochárselo; cuanto más caminaba Richard, tanto menos tiempo le quedaba para beber ron. Su hermano William necesitaba de repente triscar y afilar las sierras más a menudo (estaba utilizando una nueva madera de las Indias Occidentales), lo cual ofrecía a Richard otro lugar al que dirigirse, aparte de Clifton. ¿Quién sabía? A lo mejor, el diablillo había llegado a Cuckold's Pill y los viajes al aserradero de William no eran enteramente una pérdida de tiempo. Y no podía beber ron cuando necesitaba los ojos para triscar debidamente una sierra.

No había llorado. No podía llorar. El ron era un medio para amortiguar el dolor, que era el dolor de la esperanza, la esperanza de que algún día William Henry cruzaría aquel umbral.

– Jamás creí que pudiera decirlo -le dijo Richard a su primo James el farmacéutico a mediados del mes de septiembre-, pero estoy empezando a pensar que ojalá hubiera encontrado el cuerpo de William Henry. Entonces ya no podría tener esperanza. Tal y como están las cosas, tengo que suponer que William Henry está vivo en algún sitio, lo cual ya es de por sí una tortura… ¿qué clase de vida puede ser la suya para que no pueda regresar a casa?

Su primo segundo lo miró con tristeza. Richard estaba más delgado pero en mejor forma física… Todos aquellos paseos y subidas a las colinas habían perfeccionado un cuerpo siempre en forma, sólo que ahora probablemente hubiera sido capaz de levantar yunques o resistir los estragos de cualquier enfermedad. ¿Cuántos años tenía ahora que acababa de celebrar otro cumpleaños? Treinta y seis. Los Morgan solían ser muy longevos y, si Richard no se estropeara el hígado con el ron, podría llegar fácilmente a los noventa. Pero ¿para qué? ¡Ojalá pudiera dejar todo aquel espantoso asunto a su espalda, buscarse otra mujer y engendrar otra familia!

– ¡Dos meses y medio, primo James! ¡Y ni rastro de él! A lo mejor… -se estremeció al pensarlo-… aquella abominable criatura ocultó su cuerpo.

– Querido primo, te suplico que lo olvides.

– No puedo.


Al día siguiente, William Insell no apareció por el Cooper's Arms. Alegrándose de tener un pretexto para dirigirse a Clifton más temprano que de costumbre, Richard se encasquetó el sombrero y se encaminó hacia la puerta.

– ¿Ya te vas? -le preguntó extrañado Dick.

– Insell no ha venido, padre.

Dick soltó un gruñido.

– Tanto mejor. Estoy harto de verle sentado en su rincón con esta cara de angustia que me espanta a los demás clientes.

– Estoy de acuerdo -dijo Richard, consiguiendo esbozar una sonrisa-, pero su ausencia me preocupa. Quiero averiguar por mí mismo por qué no ha venido.

El camino que atravesaba Brandon Hill le resultaba ahora tan familiar que lo habría podido recorrer con los ojos cerrados; Richard llegó a la casa de William Insell a los quince minutos de haber salido de la suya.

Una muchacha permanecía sentada en el porche. Sin apenas percatarse de su presencia, Richard se desvió un poco para rodearla. La muchacha extendió un pie.

Bonjour -dijo.

Sobresaltado, Richard bajó la vista y contempló el rostro femenino más cautivador que jamás hubiera visto. Grandes y recatados ojos negros de largas pestañas, un hoyuelo en cada una de las sonrosadas mejillas, unos carnosos y rojos labios sin pintar, una tez respladeciente, una despeinada mata de sedosos bucles negros. ¡Pero qué bonita era! ¡Y qué aspecto tan pulcro!

– ¿Cómo estáis? -replicó Richard, quitándose el sombrero para hacer una reverencia.

– Muy bien, señor -contestó ella en un inglés con fuerte acento francés-, pero no puedo decir lo mismo del pobre Willy.

– ¿Insell, señora?

Oui. -La muchacha se puso en pie y mostró una figura tan agraciada como su rostro, ataviada con un seductor vestido de seda rosa. Una prenda muy cara-. Sí, Willy -añadió, pronunciando el nombre de una forma tan adorable que Richard no pudo por menos que esbozar una sonrisa.

La muchacha emitió un jadeo.

– ¡Oh, monsieur! ¡Qué apuesto sois!

Habitualmente tímido con los extraños, Richard no se sentía en modo alguno tímido con ella, a pesar de su ingenuo descaro. Consciente de que se había ruborizado, habría querido apartar el rostro, pero le resultaba imposible. La muchacha era increíblemente bonita y las mitades superiores de sus suaves pechos de color marfil eran todavía más seductoras que su expresión.

– Soy Richard Morgan -le dijo.

– Y yo soy Annemarie Latour, la doncella de la señora Barton. Vivo aquí. -Soltó una risita-. ¡Pero no con Willy, claro!

– ¿Decís que está enfermo?

– Venid a verlo vos mismo. -La joven empezó a subir por la angosta escalera por delante de él, con la orla del vestido lo bastante alta para dejar al descubierto sus bien torneados tobillos en medio de una espuma de fruncidas enaguas-. ¡Willy! ¡Willy! ¡Tienes una visita! -gritó al llegar al rellano.

Richard entró en la habitación de Insell y lo vio tumbado en su cama, con cara de estar muy mareado.

– ¿Qué fue, Willy?

– Comí unas ostras en mal estado -contestó Insell, soltando un quejido.

Annemarie lo había seguido y ahora estaba contemplando a Willy con interés, pero sin la menor compasión.

– Se empeñó en comerse las ostras que la señora Barton me había dado. Le dije que la vieja no me habría ofrecido ostras si hubieran sido frescas. Willy las olió, dijo que estaban buenas y se las comió. Et voilà!

La muchacha señaló al joven con gesto teatral.

– Te está bien empleado, William. ¿Te ha visto el médico? ¿Necesitas algo?

– Sólo descanso -contestó con voz quejumbrosa el enfermo-. He vomitado tantas veces que el médico dice que ya no me pueden quedar más ostras allí abajo. Me encuentro muy mal.

– Pero vivirás, que es lo que importa. Sin tu presencia para confirmar mi declaración, el señor Fisher de la Oficina del Impuesto sobre el Consumo no podría presentar ninguna denuncia. Volveré a pasarme mañana por aquí para ver qué tal estás.

Richard bajó la escalera, consciente de que Annemarie Latour lo seguía lo bastante de cerca para aspirar el fresco aroma del mejor jabón de Bristol. No perfume. Jabón. Jabón con esencia de lavanda.

¿Qué estaba haciendo una chica como aquélla, sola en una casa de huéspedes de Clifton? Las doncellas solían vivir en las casas de sus señores.

Y Richard jamás había conocido a una doncella que vistiera de seda. ¿Ropa desechada de la señora Barton tal vez? En caso de que así fuera, la señora Barton, calificada por su doncella de «vieja», debía de tener una espléndida figura.

Bonjour, monsieur Richard -dijo la señora Latour en el porche-. Os veré mañana, non?

– Sí -contestó Richard, acercándose el sombrero al pecho antes de alejarse colina arriba en dirección a Clifton Green.

Su mente se debatía en el conflicto de hacer dos cosas a la vez: buscar a William Henry y no olvidarse de Annemarie Latour que estaba allí, devorándolo cual si fuera un gusano. Así la veía él con un instinto muy poco imparcial, pues su cuerpo traidor estaba experimentando unas turbulentas e inauditas emociones. Toda una vida en las tabernas le había enseñado en incontables ocasiones que toda la razón y el sentido común de un hombre podían escaparse volando por la ventana al más mínimo movimiento de una falda femenina.

Pero ¿por qué ahora y por qué con aquella mujer? Peg llevaba nueve meses muerta y, siguiendo la tradición, él seguía de luto por ella y ni siquiera habría tenido que pensar en las necesidades de su cuerpo. Y tampoco era un hombre que jamás se habría parado demasiado a pensar en las necesidades de su cuerpo. Su esposa había sido su única amante y él jamás había deseado en serio a ninguna otra mujer.

No es el momento ni la situación, pensó mientras seguía gastando su cuarto par de zapatos. Es simplemente ella. Annemarie Latour. En cualquier otra circunstancia o situación en que la hubiera conocido, tanto estando Peg viva como muerta, Richard intuía que Annemarie Latour le habría provocado la misma reacción. Gracias a Dios que Peg había muerto. La muchacha rezumaba una invisible atracción, parecía una sirena cuyo mayor placer fuera el acto de la seducción. Y yo soy Ulises atado al mástil y no me he tapado las orejas con cera. Soy un hombre corriente de humildes orígenes. No la amo, pero, ¡cuánto la deseo, Dios mío!

Entonces empezó a sentirse culpable. Peg había muerto, él estaba todavía de luto. Hacía menos de tres meses que William Henry había desaparecido… Sus sentimientos eran indignos, repugnantes, contrarios a la naturaleza. Echó a correr llamando a gritos a su hijo en medio de los indiferentes vientos de Clifton Hill. ¡William Henry, William Henry, sálvame!

Pero regresó a la puerta de William Insell a las ocho de la mañana del día siguiente, estrujando el sombrero entre sus manos, buscando en vano a Annemarie Latour. No había nadie en el porche y tampoco en el interior de la casa. Llamando con delicadeza, empujó la puerta de la habitación de Insell y lo vio dormido en su cama, con el pecho subiendo y bajado apaciblemente. Volvió a salir de puntillas.

Bonjour, monsieur Richard.

¡Allí estaba! En la escalera que conducía al desván.

– Está durmiendo -dijo Richard en un susurro.

– Lo sé. Le administré un poco de láudano.

Iba vestida con menos ropa que la víspera, pero parecía que acabara de levantarse de la cama: una bata de encaje de color de rosa y una especie de camisa de color de rosa debajo. El cabello, no recogido con horquillas, le caía en cascada sobre los hombros.

– Perdón. ¿Os he despertado?

– No. -Annemarie se acercó un dedo a los labios-. ¡Ssssss! Subid conmigo.

Bueno, el solo hecho de verla había sido suficiente para excitarlo, pero, aun así, la siguió a la minúscula buhardilla donde ella vivía y se quedó plantado con el sombrero sobre la entrepierna, mirando a su alrededor como un tonto. Su prima Ann tenía unos muebles mucho más valiosos, pero la señora Annemarie tenía mucho mejor gusto que ella. La estancia perfectamente ordenada olía a lavanda y no a prendas impregnadas de sudor, y estaba toda ella decorada en purísimo color blanco.

– ¿Richard? ¿Os puedo llamar Richard? -preguntó, arrebatándole el sombrero y contemplando su entrepierna con unos ojos como platos-. Oooooh la la! -exclamó mientras lo ayudaba a quitarse la chaqueta.

Richard estaba acostumbrado al decoro de las camisas de noche y de la oscuridad, pero Annemarie no creía en ninguna de las dos cosas. Cuando trató de dejarse puesta la camisa, ella no se lo permitió, se la quitó por la cabeza y lo dejó indefenso, sin nada encima.

– Sois muy apuesto -dijo en tono de asombro, dando una vuelta a su alrededor mientras se quitaba primero la bata de encaje y después la fina camisa de seda rosa-. Yo también soy muy bella, ¿verdad?

Richard sólo pudo asentir en silencio. No era necesario que se preocupara por lo que debería hacer a continuación; ella dominaba por entero la situación y era evidente que prefería que así fuera. Un hombre menos humilde se hubiera echado atrás ante su autoridad, pero Richard se consideraba un novato en tales lides y tenía todo el orgullo propio de un hombre humilde. Que ella tomara la iniciativa y, de esta manera, él no sufriría la vergüenza de hacer algo que ella no aprobara o considerara ridículo.

Muchas hermosas damas se exhibían en las mejores zonas de Bristol, pero las voluminosas faldas podían ocultar unos palillos o unas piernas de cordero, y los pechos empujados hacia arriba por las ballenas podían desplomarse hasta una cintura inesperadamente ancha o un vientre más trémulo que unas natillas. ¡Pero no era así en el caso de la señora Annemarie! Sus pechos eran tan altos y abundantes como los de Peg, su cintura todavía más breve que la de ésta, sus muslos y caderas suavemente redondeados, sus piernas muy finas pero bien torneadas, su vientre plano y el negro montículo, triunfal y jugosamente sabroso.

Dio una nueva vuelta a su alrededor y después se comprimió contra su trasero y empezó a restregarse mientras emitía murmullos y ronroneos; Richard percibía la suavidad del vello del montículo contra sus piernas. Se sobresaltó cuando ella hundió de repente las cuidadas uñas en sus hombros y se encaramó hasta que el vello empezó a deslizarse voluptuosamente por sus nalgas. Apretando los dientes -temía experimentar el orgasmo allí mismo-, trató de mantenerse absolutamente inmóvil hasta que ella empezó a moverse a su alrededor y a restregarse contra él entre arrullos y gemidos. A continuación, cayó de rodillas delante de él, echó los hombros hacia atrás para que sus pechos se irguieran como unas redondas pirámides coronadas de rojo, se apartó el cabello del rostro y esbozó una jubilosa sonrisa.

– Creo -dijo, hablando desde lo más hondo de su garganta- que voy a tocar la flauta muda.

– ¡Hacedlo, señora -replicó Richard entre jadeos- y veréis cómo la melodía se ahoga en un segundo!

Ella acunó sus testículos en sus manos y sonrió satisfecha.

– No importa, cher Richard. Hay más de una melodía en esta preciosa flauta.

La sensación fue… impresionante. Con los ojos cerrados y mientras todas las fibras de su ser se concentraban en la tarea de extraer aquel sorprendente placer hasta que su carne ya no pudiera resistirlo por más tiempo, Richard trató de almacenar toda la cantidad de matices de experiencia que pudiera. Al final, se rindió ante una deslumbradora mezcla de colores, sacudidas y negro terciopelo, apoyando las manos sobre su cabello mientras ella lo sorbía y tragaba con avidez.

Pero ella no se había equivocado. Tan pronto como terminó la convulsión, el tirano de la parte inferior de su vientre volvió a levantarse, pidiendo más.

– Ahora me toca a mí -dijo ella, acercándose con paso decidido a la cama como si todavía calzara zapatos de tacón alto. Una vez allí, se tumbó en ella, con los hinchados labios carmesí brillando en las profundidades del montículo-. Primero la lengua en un la-la-la, después la flauta a ritmo de marcha y después… ¡la tarantela! ¡Dale que te dale con el palillo sobre el tambor!

Eso era lo que ella quería y eso fue lo que recibió. Ya hacía un buen rato que toda pretensión de pensar había desaparecido; si madame exigía una representación completa, le ofrecería una sinfonía.

– Eres una moza muy musical -le dijo varias horas más tarde, absolutamente exhausto-. No, no te molestes en intentarlo. La flauta ya no puede sonar.

– Estás lleno de sorpresas, querido -dijo ella, ronroneando.

– Pues anda que tú. Aunque dudo mucho que hayas aprendido un repertorio tan variado con palillos tan miserables como el mío. Habrás necesitado flautas, clarinetes, oboes… e incluso fagots.

– En algún lugar, cher Richard, habrás adquirido una educación.

– Supongo que cinco años en Colston se pueden considerar una especie de educación. Pero casi toda la adquirí haciendo armas.

– ¿Armas?

– Sí, con un caballero portugués de credo judío. Mi maestro armero -dijo Richard, tan agotado que el solo hecho de hablar constituía para el un esfuerzo sobrehumano, pero comprendiendo que a ella le gustaba charlar después del concierto- tocaba el violín, su mujer el clavicordio y sus tres hijas el arpa, el violonchelo y… la flauta. Viví siete años en su casa y solía cantar porque les gustaba mi voz. Mi sangre es probablemente galesa y los galeses son muy aficionados al canto.

– Observo que también tienes sentido del humor -dijo ella, rozándole la mejilla con su cabello-. Muy reconfortante en un bristoliano. ¿Tu humor también es galés?

Richard se levantó de la cama y se puso los calzones, tras lo cual se sentó en el borde de la cama para ponerse las medias.

– Lo que no acierto a comprender es por qué razón eres la doncella de una dama, Annemarie. Tendrías que ser la amante de un potentado.

Ella chasqueó los dedos en el aire.

– Me divierte.

– ¿Y los vestidos de seda? ¿Y esta… virtuosa estancia?

– La señora Barton -contestó ella en tono despectivo- ¡es una vieja estúpida y una perra!

– ¡No utilices esta palabra! -dijo severamente Richard.

– ¡Perra! ¡Perra, perra, perra! ¡Ya está! Creo que te he escandalizado muchísimo, mi querido Richard. -Se incorporó y cruzó las piernas bajo su cuerpo como un sastre-. Engaño a la señora Barton, Richard. La engaño de mala manera. Pero ella cree ser más lista que yo y me aloja aquí para mantener apartado de mí a su viejo y estúpido marido. Se dedica a recorrer todas las grandes mansiones, presumiendo de que tiene una auténtica doncella frrrrrancesa. ¡Bah!

Una vez vestido, Richard la estudió con ironía.

– ¿Quieres volver a verme? -le preguntó.

– Sí, mi querido Richard, no faltaría más.

– ¿Cuándo?

– Mañana a la misma hora. La señora Barton no se levanta temprano.

– No puedes administrarle eternamente láudano a Willy.

– Ni falta que hace. Ahora ya te tengo a ti… ¿qué importa Willy?

– Claro. Hasta mañana entonces.

Aquel día William Henry quedó, si no olvidado, enterrado bajo muchas capas de la mente de su padre. Richard regresó directamente al Cooper's Arms, subió la escalera sin decirle nada a nadie, se tumbó completamente vestido en la cama y durmió hasta el amanecer. Sin haber bebido ni una sola gota de ron.


– Tu pez -le dijo Annemarie Latour a John Trevillian Ceely Trevillian- ya ha picado el anzuelo.

– Me gustaría que abandonaras todas estas simulaciones afrancesadas -dijo el señor Trevillian, lanzando un suspiro-. ¿Fue muy penoso para ti, pobrecita mía?

– Muy al contrario, cher Ceely. Llevaba la ropa limpia. Tanto como su persona. Nada de liendres, piojos o ladillas -contestó ella, hablando con exagerada afectación-. Se lava mucho. -Una sonrisa de pura crueldad le curvó la boca-. Tiene un cuerpo espléndido. Y es muy pero que muy hombre.

La indirecta dio directamente en el blanco, enconando la herida y extendiendo el veneno, pero él era demasiado listo para darlo a entender.

En su lugar, le dio una palmada en el trasero, le entregó veinte guineas de oro y la despidió; el señor Cave y el señor Thorne lo iban a visitar y él llevaba algún tiempo sin verlos. Tratándose de alguien que vivía con su amante mamaíta en Park Street, no era aconsejable que lo vieran demasiado a menudo recibiendo visitas de gente de baja condición.

– Lo mejor que podemos hacer -dijo William Thorne cuando él y Cave llegaron- es agarrar a Insell y colocarlo como tripulante en un barco negrero.

– ¿Para que la sospecha de asesinato se cierna sobre nosotros como el humo alrededor de la chimenea de una fundición? -preguntó Ceely-. ¡Ni hablar!

– Me encargaré de que lo incluyan en la lista y la patrulla de reclutamiento se lo lleve.

– Quiero quitar también de en medio a Richard Morgan -dijo Trevillian.

– ¡No es necesario! -gimoteó Thomas Cave-. Richard Morgan está muy bien relacionado… en cambio, el otro es un don nadie. Deja que Bill se encargue de colocar a Insell en un barco negrero y después yo regresaré a la Oficina del Impuesto sobre el Consumo, te lo ruego. No te pido que pagues la multa, Ceely, pero, hasta que ésta se pague, la amenaza de juicio se cierne sobre todos nosotros. Nos están vigilando.

– Mira -dijo lenta y cuidadosamente Ceely Trevillian-, mi alta cuna me impide ganarme la vida trabajando, y mi difunto padre, que el diablo se lo lleve, me desheredó. El hecho de saber que tengo que vivir de mi ingenio me ha obligado a aguzarlo. Mi madre hace lo que puede, incluido alojarme en su casa y entregarme oro cuando mi hermano no mira, pero necesito el dinero del impuesto sobre el consumo y no me gusta que me priven de él. Tampoco me gustará verme privado de mi libertad o de mi aparato respiratorio. Morgan e Insell me han cortado los ingresos y quiero acabar con ellos. -Su rostro se torció en una mueca-. Estoy de acuerdo en que Insell no es nadie. Morgan es el que nos hundirá. Además, necesito destruir a Richard Morgan.


Cuando Richard se despertó, lo primero que hizo fue mirar hacia el cuartito de William Henry. La cama estaba vacía. Las lágrimas asomaron a sus ojos, las primeras desde que William Henry desapareciera, pero no resbalaron por sus mejillas. Su sueño había sido muy largo y había eliminado todos los dolores corporales, aunque su miembro estaba en carne viva y él sentía los efectos de los mordiscos y arañazos. Perra era una palabra muy vulgar, pero Annemarie Latour era una perra de primerísima categoría.

Las costumbres de la casa al amanecer se remontaban a sus primeros recuerdos. Dick bajaba a la cocina y le subía una olla de agua caliente y un cubo de agua fría a Mag para que ésta se bañara en su pequeña bañera de hojalata. Cuando vivía Peg, ambas mujeres la compartían y más adelante la había utilizado la criada. Mientras ellas se bañaban arriba, Dick y Richard se lavaban abajo.

Dick cruzó la estancia para dirigirse a su dormitorio con la olla y el cubo de Mag, miró hacia la cama de Richard al salir y observó que su hijo ya se había despertado. Dejando la ropa de dormir para que la criada se encargara de ella, Richard sacó unas prendas de la cómoda y, desnudo tal como estaba, bajó corriendo para reunirse con su padre, el cual ya se había afeitado y se encontraba de pie en la bañera, arrojándose agua encima con un cuenco de hojalata y frotándose la mojada piel con una pastilla de jabón.

Dick miró a su hijo boquiabierto de asombro.

– ¡Qué barbaridad! ¿Dónde has estado?

– Con una mujer -contestó Richard, disponiéndose a afeitarse.

– Ya era hora. -Dick eliminó el jabón con el cuenco-. ¿Una puta, Richard?

Richard esbozó una sonrisa.

– En caso de que lo sea, padre, debe de ser de una clase muy poco frecuente. Con eso quiero decir que jamás he visto otra igual.

– Una afirmación muy categórica viniendo de un tabernero.

Dick salió del barreño y empezó a frotarse vigorosamente con una vieja sábana de lino mientras Richard se introducía en el agua ya utilizada por su padre.

– ¿Habéis terminado? -preguntó la voz de Mag desde arriba.

– ¡Todavía no! -gritó Dick, llevando a rastras a Richard, que todavía se estaba secando, hasta la ventana donde había un poco más de luz. Allí examinó severamente a su hijo-. Espero que no te haya contagiado la sífilis o la gonorrea.

– Apuesto a que no. Es una dama particular.

– ¿Qué ocurrió?

– La conocí en casa de Insell.

– ¿Vive con Insell?

– ¡Qué va! Antes preferiría morir. Es muy fina y remilgada. -Richard frunció el entrecejo y meneó la cabeza-. A decir verdad, no sé por qué se encaprichó de mí. No me parezco para nada a Insell.

– Te pareces tan poco a Insell como una bolsa de seda a una oreja de cerda.

– La volveré a ver a las ocho de esta mañana.

Dick soltó un silbido.

– Entonces la cosa está caliente, ¿eh?

– Como el fuego. -Richard terminó de anudarse el corbatín y de peinarse el húmedo cabello-. El caso es, padre, que me desagrada profundamente y, sin embargo, jamás me canso de ella. ¿Debo ir? ¿O me aparto de ella para siempre?

– ¡Ve a verla, Richard, ve a verla! Cuando hay fuego, la única manera de librarse de él es cruzarlo para pasar al otro lado.

– ¿Y si me quemo?

– Rezaré para que eso no ocurra.

Por lo menos, pensó Richard a las ocho menos cuarto mientras cerraba a su espalda la puerta del Cooper's Arms, cuento con la aprobación de mi padre. Jamás pensé que pudiera comprenderlo. Me pregunto cuál debió de ser su fuego.

Aún no sabía muy bien por qué iba, si era por algo tan complicado como la esclavitud sexual o por simple hambre sexual. En Bristol, las palabras «sexo» y «sexual» no se utilizaban en el contexto del acto; eran demasiado brutales y explícitas en una pequeña ciudad temerosa de Dios que, sin embargo, no se mostraba demasiado prudente y circunspecta en otras muchas cosas. La palabra «sexo» despojaba el acto amoroso de cualquier atributo moral. La palabra «sexo» convertía el acto amoroso en un acontecimiento puramente animal. Sea como fuere, el sexo y sólo el sexo era el motivo de que él se estuviera dirigiendo a Jacob's Well para disfrutar de un poco más de Annemarie.

Pero era en William Henry en quien estaba pensando. Vivo en el mundo de otra persona, imposibilitado de regresar a casa. Lo cual significaba que lo habían apresado para convertirlo en grumete. Eran cosas que ocurrían. Sobre todo, cuando los muchachos eran bien parecidos. ¡Oh, Dios mío! ¡Que mi hijo no tenga que llevar esta vida! ¡Te lo suplico, Dios mío, haz que primero se muera! Mientras yo me acuesto con una perra francesa que me paraliza tal como una vez vi que una cobra paralizaba a una rata en la Feria de Bristol…


El fuego ardía con creciente violencia cada vez que Richard se reunía con ella, cosa que ocurrió cada día de la siguiente semana. Pero el dolor que ello le producía y el dolor de abandonar a William Henry, de imaginar a William Henry convertido en grumete, lo obligó a regresar al ron; sus días se transformaron en una borrosa mezcla de Annemarie, del preocupado rostro de su padre, de William Henry llorando en la lejana inmensidad del mar, de sexo y música y cobras y ron, ron para buscar el olvido después de cada juerga. La odiaba, odiaba a la perra francesa, pero jamás se cansaba de ella. Sin embargo, lo peor de todo era que se odiaba a sí mismo.

Inesperadamente, ella le envió una nota por medio de William Insell diciéndole que, durante algún tiempo, no podría verle… sin darle ninguna explicación.

Desconcertado por la situación, el propio Insell tampoco pudo darle ninguna razón, salvo el hecho de que la aldaba de su puerta de la buhardilla había desaparecido y él suponía que la chica se había ido a vivir a casa de la señora Barton.

No puedo soportar perderlos a los dos, pensó Richard mientras caminaba en la esperanza de encontrar a alguno de ellos. Lo que siento por ella es como un vulgar metal, pesado, apagado y oscuro como el plomo, por consiguiente, ¿cómo puedo lamentar su pérdida? El fuego me sigue consumiendo.

Abandonando la búsqueda, se pasó varios días bebiendo ron en el Cooper's Arms, sin hablar con nadie mientras la pluma y el papel que había tomado para escribir al señor James Thistlethwaite esperaban la una seca y el otro en blanco.

– Jim, dime, por favor, qué tengo que hacer -le suplicó Dick al primo James el farmacéutico.

– Yo soy un boticario, no un médico del alma, y la que está enferma es el alma del pobre Richard. No, no le echo la culpa a la mujer. Ella es sólo un síntoma de la enfermedad que se ha estado manifestando desde que William Henry se ahogó.

– ¿Crees de veras que se ahogó?

El primo James el farmacéutico asintió enérgicamente con la cabeza.

– No me cabe la menor duda. -Lanzó un suspiro-. Al principio, pensé que era mejor que Richard conservara la esperanza, pero, cuando vi que empezaba a aficionarse al ron, cambié de parecer. Su alma necesita un médico, y el ron no lo va a curar.

– Lo malo es que el reverendo James -objetó Dick- es un clérigo demasiado impresionable. Tú tienes sentido común y puedes ver todos los lados de una cuestión, mientras que el otro James, no. Imagínate si le hablaran de esta puta francesa… ¡tomaría su libro de oraciones en una mano y un crucifijo católico en la otra para combatir contra los diablos de Satanás! Pues eso sería ella en su opinión. Mientras que yo creo que es una simple metomentodo que se siente muy atraída por Richard. ¿Cómo es posible que jamás se dé cuenta de que gusta a las mujeres? ¡Les gusta, Jim! Tú mismo tienes que haberlo visto.

Puesto que sus dos hijas solteronas con cara de escuadra llevaban años enamoradas de su primo Richard, el primo James el farmacéutico no dudó en asentir enérgicamente con la cabeza por segunda vez.


El 27 de septiembre, empapado de ron hasta el tuétano, Richard recibió una nota de Annemarie Latour, diciéndole que estaba de vuelta y se moría de ganas de verle. Levantándose de un salto de su silla, salió corriendo.

– ¡Richard! ¡Qué alegría verte! ¡Mon cher, mon cher!

Lo hizo pasar, le cubrió el rostro de besos, le quitó el sombrero y la chaqueta y empezó a ronronear, murmurar y arrullar.

– ¿Por qué? -le preguntó él, apartándose y dispuesto esta vez a imponer su voluntad-. ¿Por qué me he pasado una semana sin verte?

– Porque la señora Barton se puso enferma y tuve que estar a su lado… Willy te lo hubiera tenido que decir. Le pedí que te lo dijera.

– Hasta ahora no has pronunciado ni una sola erre a la francesa -dijo Richard.

– Eso es porque he estado con la señora Barton, que no soporta que hable mal el inglés. He tenido que cuidarla… -explicó Annemarie con expresión ofendida.

Richard se tumbó en la cama, sintiendo los efectos del ron.

– Bueno, ¿y eso qué demonios me importa, chica? Te he echado de menos y me alegro de que hayas vuelto. Bésame.

Así pues, jugaron al sexo con los labios, la lengua, las manos, la humedad y el fuego, los embrutecidos éxtasis de la más absoluta desvergüenza. Una hora tras otra, él encima de ella, ella encima de él, al revés, boca arriba, ella con su desbordante imaginación, él ansiando recorrer el camino que ella le indicara.

– Eres asombroso -le dijo ella al final.

Richard notó que se le estaban cerrando los ojos, pero, haciendo un supremo esfuerzo, consiguió mantenerlos abiertos.

– ¿En qué sentido?

– Apestas a ron y, sin embargo, todavía puedes follar, ésa sí es una buena palabra, como un chico de diecinueve años.

– Bien lo sabes tú, querida. -Richard sonrió y cerró los ojos-. Hace falta algo más que unas cuantas jarras de ron para que me quede sin fuerzas -dijo-. He durado mucho más que John Adams y John Hancock.

– ¿Cómo?

Richard no contestó; Annemarie se reclinó contra los mullidos almohadones y miró al techo, preguntándose qué sentiría cuando todo aquello terminara. Cuando Ceely la había convencido al principio -con la ayuda de varios rollos de guineas de oro- de que sedujera a Richard Morgan, había reprimido un suspiro, tomado el dinero y aceptado la idea de soportar todas las semanas de aburrimiento que fueran necesarias. Pero lo malo era que no se había aburrido. En primer lugar, Richard era un caballero. Cosa que en modo alguno se habría podido decir del muy hipócrita y marrullero monstruo de Ceely, de profesión caballero, según sus propias palabras, pero que no habría reconocido a un caballero ni siquiera si lo hubiera visto por la calle.

Con lo que ella no había contado era con el atractivo de la víctima (lo que ella calificaba en su fuero interno de belleza). A primera vista, un hombre de Bristol normal y corriente sin el menor interés por la moda y sin capacidad para inducir a la gente a volver la cabeza a su paso. Pero, cuando él la miró sonriendo, desapareció el velo que aparentemente le cubría el rostro y, de repente, se convirtió en un hombre de singular apostura. Y, bajo las prendas de vestir de aquella época, cuyo diseño hacía que todos los hombres parecieran barrigudos, jorobados y de hombros redondeados, surgió un físico semejante al de una antigua estatua griega. Oculta la lámpara bajo el celemín, pensó, recordando la frase bíblica. Lástima que jamás se haya valorado a sí mismo lo suficiente como para sacar partido de la situación. Un amante extraordinario. Vaya si lo era.

¿Qué sentiría cuando todo aquello terminara? No tardaría mucho, todo dependería de lo maleable que fuera Richard, pero Ceely quería que se hiciera cuanto antes, y el ron sería una gran ayuda. Sospechaba que su propio papel sería secundario y jamás conocería el resultado. Pero la interpretación de aquel papel significaría un adiós a Ceely y a Inglaterra. Su belleza estaba en pleno apogeo, habría podido hacerse pasar por una muchacha de veinte años pese a tener treinta; entre lo que Ceely le pagaría próximamente y lo que ya le había pagado en el transcurso de cuatro años, podría abandonar aquel país de cerdos asquerosos, regresar a su amada Gironda y vivir como una señora.

Se pasó una hora durmiendo; después se inclinó hacia Richard y lo sacudió para despertarlo.

– ¡Richard! ¡Richard! ¡Tengo una idea!

Se notaba la cabeza hinchada y la boca reseca; se levantó de la cama y se acercó a la jarra blanca en la que Annemarie guardaba la cerveza suave. Un buen trago y se sentiría un poco mejor, pese a constarle que aún tardaría varios días en eliminar el ron que llevaba dentro. En caso de que dejara de beber. Pero ¿de veras quería?

– ¿Cómo? -preguntó, sentándose en la cama con la cabeza entre las manos.

– ¿Por qué no nos vamos a vivir juntos? La señora Hale, la del piso de abajo, está a punto de irse y el alquiler de dos pisos sólo cuesta media corona a la semana. Podríamos trasladar nuestro dormitorio abajo para que no tuviéramos que subir tantos peldaños e instalar a Willy aquí o en el sótano. Su alquiler sería una ayuda… paga un chelín. Sería bonito tener nuestra propia vivienda… ¡di que sí, Richard, por favor!

– No tengo trabajo, amor mío -contestó Richard sin apartarse las manos del rostro.

– Pero yo sí lo tengo con la señora Barton y tú no tardarás en encontrarlo -dijo Annemarie en tono esperanzado-. ¡Por favor, Richard! ¿Y si alquilara la vivienda algún mal hombre? ¿Cómo me podría proteger?

Richard se apartó las manos del rostro y la miró.

– Podría decir que estamos casados y, de esta manera, la situación parecería más respetable.

– ¿Casados?

– Sólo por el qué dirán de los vecinos, cher Richard. ¡Por favor!

Tenía que hacer un esfuerzo para pensar y la cerveza suave le estaba produciendo una ligera sensación de mareo; examinó la proposición y le dio vueltas en su aturdida cabeza, preguntándose si no sería quizá la mejor solución. Se estaba cansando de estar siempre en el Cooper's Arms… o el Cooper's Arms lo estaba cansando.

– Muy bien -dijo.

Annemarie empezó a saltar arriba y abajo en la cama con una sonrisa en los labios.

– ¡Mañana! Hoy Willy está ayudando a la señora Hale a hacer la mudanza y mañana me ayudará a mí. ¡Mañana!

La noticia de la partida de Richard dejó de una pieza a sus padres, los cuales se miraron el uno al otro, pero no dijeron nada en contra. Su consumo de ron entre la hora en que regresaba a casa y la hora en que se iba a dormir era cada vez mayor… Si se fuera a vivir a Clifton, tendría que pagar por lo menos una parte de lo que bebiera.

– No puedo negarle a mi hijo lo que tiene aquí -dijo Dick.

– Es cierto, lo tiene demasiado a mano -convino Mag. Así pues, Dick le prestó la carretilla de mano que utilizaba para ir a recoger serrín y provisiones y observó cómo Richard, con la cara muy seria, cargaba en ella dos arcones.

– ¿Y tus herramientas?

– Guárdalas -contestó bruscamente Richard-. Dudo que necesite esta clase de herramientas en Clifton.

La casa en la que se alojaban la señora Latour y Willy Insell era la de en medio de las tres edificaciones adosadas que había en Clifton Green Lane, muy cerca de Jacob's Well. Sin duda, el edificio había sido antiguamente una sola vivienda; la escalera era muy estrecha y se habían construido unos toscos tabiques de separación para poder incrementar los ingresos derivados de los alquileres. Las tablas llegaban hasta el techo, pero eran muy endebles, llenas de rendijas y tan finas como para poder oír el grito de una mujer desde el otro lado. La buhardilla de Annemarie se elevaba en solitario como una arqueada ceja y ofrecía mucha más intimidad, tal como descubrió ahora Richard mientras contemplaba la preciosa cama en su nueva habitación de un piso más abajo.

– Nuestros amores serán bastante públicos -comentó secamente.

Un galo encogimiento de hombros.

– Todo el mundo hace el amor, cher Richard. -De repente, Annemarie emitió un jadeo y se introdujo los dedos en la redecilla del cabello-. ¡Lo olvidé! Tengo una carta para ti.

Richard tomó la hoja doblada y examinó el sello con curiosidad; no conocía al remitente. Pero la carta estaba dirigida, con la impecable caligrafía de un escribiente, al señor Richard Morgan.


Señor -decía la carta-, he tenido ocasión de conocer su nombre por medio de la esposa del señor Herbert Barton. Creo que sois armero. De ser ello cierto y, si pudierais presentar referencias y quizá demostrar vuestros conocimientos en mi presencia, puede que tenga trabajo para vos. Tened la bondad de presentaros a las nueve en punto en mis talleres del número 10 de Westgate Buildings,

Bath, el día 30 de septiembre.


La carta estaba firmada, con trémula e inexperta mano, por «Horado Midder». ¿Quién demonios era el tal Horatio Midder? Creía conocer a todos los armeros entre Reading y Weymouth, pero el señor Midder le era desconocido.

– ¿Qué es? ¿De quién es? -le preguntó Annemarie, tratando de mirar por encima de su hombro.

– De un armero de Bath llamado Horatio Midder. Me ofrece trabajo -dijo Richard, parpadeando-. Quiere verme el día 30 a las nueve de la mañana, lo cual significa que tendré que irme mañana.

– ¡Oh, es un amigo de la señora Barton! -exclamó Annemarie, batiendo alegremente palmas. Inclinó la cabeza hasta que sus largas pestañas negras arrojaron unas sombras sobre sus mejillas-. Le hablé de ti, cher Richard. ¿Te importa?

– A cambio de un trabajo -contestó Richard, tomándola en sus brazos y levantándola en el aire-, ¡no me importaría que mencionaras mi nombre ni siquiera a Pedro Botero!

– Lástima que tengas que irte mañana -dijo ella, haciendo pucheros-. Les he dicho a todos los de estas casas que estamos casados y tú te has mudado a vivir aquí y tenemos que visitar a mucha gente. -Los pucheros se intensificaron-. Puede que también te tengas que quedar en Bath el viernes… y que no te vea hasta el sábado.

– Si es por un trabajo, no importa -dijo Richard, colocando uno de sus arcones en un lugar, donde pensaba que Annemarie no querría poner ningún mueble de los suyos-. Sigo pensando que no me gusta que hayas colocado la cama en el piso de abajo -añadió-. Puesto que Willy ha decidido vivir en el sótano, no era necesario.

– ¿Qué importa, Richard, si consigues un trabajo en Bath? -replicó ella con lógica aplastante-. De todos modos, nos vamos a mudar otra vez de casa.

– Eso es cierto.

– ¿No te parece bonito poder tener una habitación para mi escritorio? -preguntó ella-. Me encanta escribir cartas y arriba estaba todo muy apretado.

Richard se dirigió a la habitación situada detrás del dormitorio y contempló la solitaria mesa.

– Tendremos que comprar algunos muebles para hacerle compañía. ¡Qué extraño! En toda mi vida, jamás he necesitado amueblar una casa, ni siquiera cuando Peg y yo vivíamos en Temple Street.

– ¿Peg?

– Mi mujer. Murió -dijo escuetamente Richard, experimentando la repentina necesidad de tomar un trago-. Voy a salir a dar una vuelta mientras tú escribes tus cartas.

Pero ella lo siguió al piso de abajo, donde estaban el salón y la cocina, el uno con cuatro sillas de madera, una mesa y un aparador y la otra con un mostrador y una tosca chimenea. ¿Sabía guisar Annemarie? ¿Tendría Annemarie tiempo para guisar si se pasaba las tardes y las noches con la señora Barton, tan aficionada a levantarse tarde?

En la puerta, Annemarie se puso de puntillas para darle un beso.

– ¡Ah! -exclamó una afectada voz-. El señor Morgan, ¿verdad?

Richard interrumpió bruscamente el beso y, al volverse, vio al señor John Trevillian Ceely Trevillian en toda la gloria de un suave terciopelo color de rosa bordado en blanco y negro. Notó que se le erizaban los pelos de la nuca, pero, consciente de la presencia de Annemarie, no pudo hacer lo que habría deseado hacer: volverle la espalda a Ceely Trevillian y alejarse calle abajo.

– El mismo que viste y calza, señor Trevillian -dijo.

– ¿Ésta es la esposa de quien he oído hablar? -preguntó con voz aflautada el petimetre-. ¡Os ruego que me la presentéis!

Por un prolongado instante, Richard guardó silencio procurando mirar con semblante inexpresivo, mientras su mente nublada por el ron examinaba velozmente todas las posibles consecuencias de aquel desdichado e inoportuno encuentro. A un lado y detrás del señor Trevillian había un pequeño grupo de hombres y mujeres a quienes él no conocía, pero de cuyos atuendos de estar por casa, deducía que vivían en las partes separadas por tabiques situadas a uno y otro lado del apartamento de Annemarie.

¿Qué tenía que hacer? ¿Qué tenía que contestar? «¡Os ruego que me la presentéis!», había dicho Ceely.

Como casi todos los ingleses, Richard tenía muy escasos conocimientos jurídicos, pero sabía que, cuando uno se refería a una mujer calificándola de esposa suya, ésta se convertía de hecho en su esposa según el derecho consuetudinario.

Al comentarle Annemarie que pensaba decirles a sus amigos y vecinos que él era su marido, Richard, a pesar de la resaca, había conservado el suficiente sentido común para dejar que ella hablara de matrimonio todo lo que quisiera, con tal de que él se guardara mucho de confirmar sus palabras. Y ahora, allí estaba, en presencia de su enemigo Ceely Trevillian y los vecinos de Annemarie, debatiéndose en un dilema: si, en su presentación, diera a entender que ella era su mujer, mientras ambos siguieran cohabitando, ella sería su mujer por matrimonio consensual; si la desmintiera públicamente, ella se convertiría en una puta a los ojos de los vecinos y ello daría lugar a una persecución.

Se encogió mentalmente de hombros. Que así fuera. Ella sería su mujer hasta -o en caso de que- él dejara de cohabitar con ella. A pesar de que las vulgares analogías sexuales de Annemarie le gustaban tan poco como el hecho de sentirse prendido en sus redes, no podía permitir que ella pasara a convertirse de una respetable doncella que era en una pelandusca. De entre las vidas de ambos, la de Annemarie era la que giraba en torno al Jacobs Well y a sus moradores.

– Annemarie -se limitó decir, y después añadió-: ¿Qué estáis haciendo aquí?

– Mi estimado amigo, he venido a ver a mi peluquero… el señor Joice, ¿sabéis? -Ceely señaló al sonriente sujeto que lo acompañaba-. Vive en la puerta de al lado. Así fue cómo me enteré de que os habíais casado y habíais venido a vivir aquí. -Sacó un pañuelo y se secó delicadamente la frente-. Hace mucho calor para estar a finales de septiembre, ¿no os parece?

– Oh, señor, os ruego que entréis -dijo Annemarie, haciendo una reverencia en medio de un revuelo de enaguas-. Un descanso en el frescor de nuestro salón os hará sentir enseguida mucho mejor. -Hizo pasar al indeseado visitante, le indicó una silla y le empezó a abanicar la frente con la orla de su delantal-. Richard, querido, ¿qué podemos ofrecerle al caballero? -preguntó con dulzura, visiblemente impresionada ante el espléndido estilo de Ceely.

– Nada hasta que yo vaya por un poco de cerveza y de ron al Black Horse -contestó Richard sin la menor cortesía.

– Pues entonces te daré una jarra para la cerveza normal y otra para la cerveza suave -dijo ella entrando en la cocina entre un susurro de enaguas para que Ceely le viera bien los tobillos.

– No tengo nada que agradeceros, Morgan -dijo Ceely en cuanto ambos se quedaron solos-. La historia que os inventasteis sobre mí ha dado lugar a muchas entrevistas desagradables con el jefe de la Oficina del Impuesto sobre el Consumo. No sé qué hice para molestaros mientras manipulabais las instalaciones del señor Cave, pero es indudable que no pudo ser suficiente para merecer la sarta de mentiras que le contasteis al jefe de la Oficina de Recaudación.

– No fueron mentiras -contestó pausadamente Richard-. Os vi trabajar a la luz de la luna de una noche sin nubes y oí vuestro nombre. -Con una sonrisa en los labios, añadió-: Y, puesto que tuvisteis la imprudencia de conversar sin tapujos con el señor Cave y el señor Thorne mientras un tercero escuchaba, ahora quedará al descubierto vuestra vileza, señor Ceely Trevillian.

Annemarie regresó, sosteniendo una jarra vacía en cada mano.

– ¿Os parece aceptable la cerveza, señor? -le preguntó al visitante.

– A esta hora del día, sin la menor duda -contestó el señor Trevillian.

Con una jarra en cada mano, Richard se fue al Black Horse al pie de Brandon Hill mientras Annemarie se acomodaba en otra silla para conversar con el impresionante caballero.

Al regresar, Richard descubrió que su viaje había sido en vano. El señor Trevillian se encontraba en el porche, besando la mano de Annemarie.

– Espego que nos volvamos a veg, m'sieur -dijo ella, sonriendo recatadamente.

– ¡Os prometo que sí! -contestó él con voz de falsete-. No olvidéis que mi peluquero vive justo al lado.

Annemarie emitió un jadeo.

– ¡La señora Barton! ¡Voy a llegar tarde!

El señor Trevillian le ofreció su brazo.

– Puesto que conozco muy bien a la dama, madame Morgan, permitidme que os acompañe a su casa.

Y allá se fueron con las cabezas muy juntas mientras él murmuraba triviales cumplidos y ella se reía por lo bajo. Richard los vio doblar la esquina de una cercana callejuela de casas a medio construir, soltó un enfurecido gruñido y fue por la carretilla de su padre. Tenía que devolvérsela.

¡La muy estúpida perra francesa! Sonriendo y arrastrándose en presencia de un sujeto como Ceely Trevillian sólo porque éste vestía unas prendas de terciopelo que alguna niña de un asilo se había visto obligada a bordar sin recibir ni un solo cuarto de penique de recompensa.

La diligencia que efectuaba el trayecto diario a Bath salía del Lamb Inn al mediodía y hacía el viaje en cuatro horas al precio de cuatro chelines el asiento interior y de dos el asiento del pescante. A pesar de los grandes ahorros que había hecho durante sus seis meses de trabajo en la destilería del señor Cave, a Richard le quedaba muy poco dinero; el viaje a Bath le costaría un mínimo de diez chelines que a duras penas se podía permitir el lujo de gastar. No había llegado a ningún acuerdo con Annemarie acerca de los gastos domésticos y la víspera ambos habían comido dos veces en el Black Horse, mucho más caro que el Cooper' Arms; Annemarie no se había ofrecido a pagar y, al parecer, no le había importado la cantidad de ron que él había bebido. Por su parte, ella se había inclinado por el oporto.

Así pues, Richard se dispuso a cruzar Bristol con tiempo suficiente para asegurarse un asiento de dos chelines en el pescante; ello supondría tener que acomodarse en lo alto de la diligencia a merced de los elementos, pero el día no amenazaba lluvia.

Las posadas de postas eran unos lugares en los que reinaba un gran ajetreo, con unos grandes patios interiores donde los mozos y los caballos arrastrando sus guarniciones iban incesantemente arriba y abajo, los mozos de cuadra corrían en todas direcciones y unos criados portando bandejas de refrescos las ofrecían a los probables viajeros. Al ver que el tiro de seis caballos aún no estaba enganchado al coche, Richard pagó dos chelines por un asiento de pescante y se apoyó contra la pared a la espera de que se anunciara que ya se podía subir a la diligencia de Bath.

Aún estaba esperando cuando William Insell cruzó corriendo la entrada y se detuvo para mirar a su alrededor, respirando afanosamente.

– ¡Willy!

Insell se acercó presuroso.

– ¡Gracias a Dios, gracias a Dios! -dijo sin resuello-. Temía que ya te hubieras ido.

– ¿Qué ocurre? ¿Annemarie? ¿Está enferma?

– Enferma, no -contesto Insell, abriendo enormemente sus pálidos ojos-. ¡Algo mucho peor!

– ¿Peor? -Richard lo sujetó por el brazo-. ¿Ha muerto?

– ¡No, no! ¡Se ha citado con Ceely Trevillian!

¿Por qué se sorprendía?

– Sigue.

– Él fue a ver al peluquero de la puerta de al lado, o eso dijo él por lo menos, pero inmediatamente después llamó a nuestra puerta y, cuando yo aún no había terminado de subir la escalera del sótano, Annemarie abrió la puerta. -Willy se enjugó el sudor de la frente y miró a Richard con expresión suplicante-. ¡Me muero de sed! He venido corriendo todo el rato.

Richard pagó un penique por una jarra de cerveza suave para Insell, el cual la apuró de un solo trago.

– ¡Bueno! ¡Así está mejor!

– Cuéntame, Willy. Están a punto de anunciar la salida de mi coche.

– Han actuado sin el menor disimulo… como si hubieran olvidado que yo estaba en la casa. Ella le preguntó si quería hacer negocio con ella y él le contestó que sí. Pero después ella montó uno de sus números habituales… dijo que el momento no era apropiado, que tú podías regresar. Mejor a las seis de la tarde, dijo, y Ceely se podría quedar toda la noche. Entonces él se fue a casa de Joice, el peluquero de la puerta de al lado… y yo lo oí relinchar a través de la pared. Después esperé a que Annemarie subiera al piso de arriba y corrí a avisarte.

Con ansioso rostro, Insell clavó los ojos de perro apaleado en Richard, suplicándole su aprobación.

– ¡Bath! ¡Bath! -estaba gritando alguien.

¿Qué hacer? Maldita sea, ¡con la falta que le hacía aquel trabajo! Y, sin embargo, el hombre que tenía dentro, estaba indignado ante el hecho de que Annemarie pudiera preferir a Ceely Trevillian… ¡nada menos que a Ceely Trevillian! La ofensa era insoportable. Echó los hombros hacia atrás.

– Se acabó el trabajo en Bath -dijo tristemente-. Ven, vamos a casa de mi padre y esperaremos allí. A las seis de la tarde, la señora Latour y el señor Ceely Trevillian van a llevarse una desagradable sorpresa. Puede que él jamás llegue a ver una sala de justicia por fraude en el impuesto sobre el consumo, pero lo que sí recordará es lo que ocurra esta noche, eso lo juro.

¿Cómo, se preguntó Dick, intuyendo la cercanía de un terrible problema, pero incapaz de averiguar de qué clase, puedo exigirle la verdad a un hombre de treinta y seis años, por muy hijo mío que sea? ¿Qué es lo que ocurre y por qué no me lo quiere decir? Y este pobre Insell servilmente acurrucado a sus pies… no tiene nada de malo, pero está claro que no es un amigo apropiado para Richard. ¡Richard, Richard, modérate un poco con el ron!

Poco antes de las seis, mientras Mag se disponía a servir la cena a los clientes de la taberna satisfactoriamente llena, Richard e Insell se levantaron. Era asombroso lo bien que aguantaba el ron, pensó Dick mientras Richard se encaminaba más tieso que una flecha hacia la puerta, seguido por Insell haciendo eses. Mi hijo está borracho como una cuba, se avecina una terrible tormenta, pero él me mantiene al margen.

En el cielo aún perduraba el resplandor residual del ocaso porque hacía buen tiempo. Richard caminaba tan ligero que a Willy Insell le costaba seguir su ritmo. Su cólera iba en aumento a cada paso que daba.

La puerta principal estaba abierta; Richard entró sigilosamente.

– Quédate aquí abajo hasta que yo te llame -le susurró a Willy, haciendo rechinar los dientes-. ¡Con Ceely! ¡Ceely! ¡La muy puta!

Empezó a subir la escalera, apretando los puños.

Para encontrar en el dormitorio una escena directamente sacada de un sainete. Su lujuriosa enamorada permanecía tumbada en la cama con las piernas separadas y Ceely encima, enfundado en su camisa ribeteada de encaje. Estaban subiendo y bajando al estilo tradicional mientras Annemarie emitía pequeños gemidos de placer y Ceely soltaba gruñidos.

Richard creía estar preparado para la escena, pero la furia que lo invadió lo privó de la razón. En una pared de la estancia había una chimenea con un cubo de carbón y un martillo al lado para romper los trozos más grandes. Antes de que la pareja de la cama pudiera parpadear, él ya había cruzado la habitación para enfrentarse con ellos con el martillo en la mano.

– ¡Sube, Willy! -rugió Richard-. ¡No, no os mováis! Quiero que mi testigo os vea exactamente tal y como estáis.

Insell entró y contempló boquiabierto de asombro los pechos de Annemarie.

– ¿Estáis dispuesto, señor Insell, a declarar que habéis visto a mi mujer en la cama, fornicando con el señor Ceely Trevillian?

– ¡Sí! -contestó el tembloroso señor Insell, tragando saliva.

Annemarie le había dicho a Trevillian que Richard bebía mucho, pero aquél no había imaginado en ninguno de los ensayos que había hecho de aquel momento el efecto que ejercería en él la contemplación de un corpulento individuo dominado por una furia descomunal. El frío y circunspecto defraudador del impuesto sobre el consumo sintió que la sangre abandonaba su rostro. ¡Santo cielo! ¡Morgan lo quería matar!

– ¡Maldita perra! -gritó Richard, volviendo la cabeza para mirar con rabia a Annemarie, tan aterrorizada como el propio Trevillian. Temblando, ésta se levantó de la cama con disimulo y trató de retroceder hacia la pared-. ¡Perra! ¡Puta asquerosa! ¡Y pensar que te reconocí como esposa para proteger tu reputación! ¡No os consideraba una puta, señora, pero estaba equivocado! -Su enfurecida mirada pasó de ella al alféizar de la ventana, donde descansaban el reloj, la bolsa y la faltriquera de Trevillian-. ¿Dónde está vuestra vela, señora? -preguntó en tono despectivo-. Las putas suelen anunciarse colocando una vela en la ventana, pero yo no veo ninguna vela. -Retrocedió medio tambaleándose, se sentó pesadamente en el borde de la cama y acercó el martillo a la frente de Trevillian-. En cuanto a vos, Ceely, que me obligasteis a llamar esposa a esta ramera, ¡ahora pagaréis las consecuencias! ¡Os denunciaré ante los tribunales por robarme a mi esposa!

Trevillian trató de apartarse; Richard lo agarró con fuerza por el hombro y golpeó levemente con el martillo su sudorosa frente.

– No, Ceely, no os mováis. De lo contrario, vuestra sangre manchará todo este precioso cubrecama blanco.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Annemarie en un atemorizado susurro-. ¡Estás bebido, Richard! ¡Te lo suplico, no lo mates! -Su voz adquirió un timbre estridente-. ¡Deja el martillo, Richard! ¡Deja el martillo! ¡No lo mates! ¡Déjalo!

Richard obedeció, emitiendo un gruñido de desdén, pero el martillo siguió estando mucho más cerca de su mano que de Trevillian.

¡Piensa, Ceely Trevillian, piensa! Está deseando matar, pero no es un asesino por naturaleza… Háblale, tranquilízalo, ¡que todo este asunto siga el rumbo que tenía que seguir!

Richard sostuvo el martillo en alto en medio de los aterrorizados gritos de Annemarie, y lo utilizó para levantar la camisa de Trevillian a la altura de su vientre. Después miró a Annemarie con fingido asombro.

– ¿Es eso lo que queríais? ¡Qué barbaridad, debéis de necesitar desesperadamente unas monedas de oro!

No sabía a cuál de los miembros de la culpable pareja aborrecía más…, si a Annemarie por vender sus favores o a Ceely Trevillian por colocarle en aquella situación de cornudo y obligarle a reconocer a Annemarie como esposa, por lo que, bajo los efectos del ron, siguió el único camino que, en su opinión, obligaría a los dos a pagar su culpa. Por lo menos en aquella memorable noche y durante todo el tiempo que le durara la rabia. No hasta llegar a los tribunales, eso no. Tampoco hasta obtener unos beneficios. Pero, aunque muriera en el intento, los obligaría a temerle y a temer las consecuencias.

Alargó la mano con tal rapidez que ellos ni siquiera se dieron cuenta, agarró a Trevillian por el cuello y lo levantó en el aire, obligándolo a arrodillarse en el centro de la cama.

– Tengo un testigo de que me habéis robado a mi esposa, señor. Y tengo intención de demandaros y exigiros… -titubeó brevemente y soltó la primera cifra que se le ocurrió- mil libras por daños y perjuicios. Soy un respetable artesano y no me agrada interpretar el papel de cornudo, sobre todo cuando el que me convierte en cornudo es una cagarruta como vos, Ceely Trevillian. Estabais dispuesto a pagar a cambio de los favores de mi esposa… Pues bien, la tarifa ha subido un poco más.

¡Piensa, Ceely, piensa! La situación está siguiendo el camino hacia el que yo creía tener que dirigirlo sin su ayuda. Ya está empezando a hablar y actuar con menos violencia. Al final, el ron lo está debilitando.

Trevillian se humedeció los labios con la lengua y encontró las palabras que había ensayado.

– Morgan, reconozco que tenéis derecho a tomar medidas legales y reconozco vuestro derecho a percibir una indemnización. ¡Pero no aireemos este asunto en una sala de justicia, os lo ruego! ¡Mi madre y mi hermano! ¡Pensad en vuestra esposa, en su buen nombre! Si su nombre se mencionara en una sala de justicia, se quedaría sin trabajo y se convertiría en una proscrita.

Sí, la cólera se estaba esfumando; de repente, Morgan dio la impresión de sentirse confuso, indispuesto y desconcertado. Trevillian seguía parloteando.

– Reconozco francamente mi culpa, pero permitidme resolver este asunto al margen de los tribunales… ¡aquí y ahora, Morgan, aquí y ahora! Puede que no consigáis mil libras, pero podríais conseguir quinientas. ¡Permitidme firmar un pagaré por valor de quinientas libras, os lo ruego! De esta manera, podremos dar por zanjado el asunto.

Perplejo ante aquella cobarde rendición, Richard se sentó en el borde de la cama sin saber qué hacer. Había imaginado que Trevillian opondría resistencia y lo desafiaría a llegar a lo peor… ¿por qué razón lo había imaginado? ¿Por el recuerdo que guardaba del fornido y enérgico defraudador de impuestos despojado bajo la luz de la luna de sus elegantes ropajes y sus finos modales? Pero aquél, ahora lo comprendía, era un Trevillian que dominaba perfectamente la situación. Aquel hombre no tenía auténticas agallas, era un impostor en todos los sentidos.

– Es una oferta justa, Richard -terció tímidamente Willy Insell.

– Muy bien -dijo Richard, levantándose de la cama-. Será mejor que os vistáis, Ceely, estáis ridículo.

Tras haber embutido el cuerpo en las lujosas prendas color verde jade bordadas de azul pavo real, Trevillian siguió a Richard a la habitación de atrás y se sentó junto al escritorio de Annemarie. Confiando en que le correspondiera una parte de las inesperadas ganancias de Richard, Willy Insell los siguió; lo que Willy ignoraba era que Richard no tenía la menor intención de embolsarse ningún pagaré. Lo único que éste quería era hacer sudar al sujeto unos cuantos días ante la perspectiva de perder quinientas libras.

El pagaré de quinientas libras se había extendido a nombre de Richard Morgan de Clifton y estaba firmado por «Jno. Trevillian».

Richard lo examinó y lo rompió en pedazos.

– Otra vez, Ceely -dijo-. Quiero que lo firméis con todos vuestros malditos nombres, no con la mitad de ellos.

En lo alto de la escalera, la tentación fue demasiado fuerte. Richard aplicó la punta de su zapato a las escuálidas posaderas de Trevillian y lo envió abajo dando tumbos y una vuelta de campana escalera abajo hasta que el estruendo de su cuerpo al golpear el tabique de endebles tablas de madera retumbó como un trueno. Para cuando llegó al pequeño y cuadrado zaguán, Trevillian estaba gritando con toda la fuerza de sus pulmones. ¡El frío defraudador del impuesto sobre el consumo ya no existía! Abrió la puerta y se desplomó llorando y aullando en la calzada, donde todos los vecinos se apresuraron a acudir en su ayuda.

Richard corrió el pestillo y subió al piso de arriba donde estaba Annemarie, pero esta vez sin que Insell lo siguiera. Éste había corrido a esconderse en el sótano.

Ella no se había movido. Sus ojos siguieron a Richard mientras éste cruzaba la estancia para acercarse a la cama y tomaba de nuevo el martillo.

– Tendría que matarte -le dijo con aire cansado.

Ella se encogió de hombros.

– Pero no lo harás, Richard. No es propio de ti, ni siquiera bajo los efectos del ron. -Una sonrisa jugueteó en sus labios-. Pero Ceely creyó por un instante que lo ibas a hacer. Algo muy sorprendente en alguien tan seguro y pagado de sí mismo, tan aficionado a los planes complicados.

Richard habría podido centrar su atención en aquel comentario y considerarlo un indicio de un conocimiento más íntimo de Ceely Trevillian que el que pudiera derivarse de un casual encuentro en la cama, pero alguien estaba llamando a la puerta de la casa.

– Y ahora, ¿qué ocurre? -preguntó, bajando-. ¿Qué queréis?

– El señor Trevillian quiere que le devuelvan el reloj -dijo una voz masculina.

– ¡Decidle al señor Trevillian que recuperará el reloj cuando yo haya obtenido entera satisfacción! -rugió Richard a través de la puerta atrancada-. Quiere que le devuelva el reloj -dijo, entrando de nuevo en el dormitorio.

El reloj seguía en el alféizar de la ventana, pero la bolsa y la faltriquera habían desaparecido.

– Devuélveselo -dijo repentinamente Annemarie-. Arrójaselo por la ventana, te lo suplico.

– ¡No pienso hacerlo ni que me maten! Lo recuperará cuando a mí me dé la gana. -Richard lo tomó y lo examinó-. ¡Cuánta vanidad! Lo mejor de lo mejor para el peripuesto caballero.

El reloj fue a parar al bolsillo de su gabán, junto con el pagaré.

– Me voy de aquí -dijo, sintiéndose repentinamente mareado.

Ella se apartó al instante de la cama, se puso apresuradamente un vestido e introdujo los pies desnudos en unos zapatos.

– ¡Richard, espera! ¡Willy, ven a ayudarme! -gritó Annemarie.

Con rostro preocupado, Willy apareció cuando ambos ya habían llegado al pie de la escalera.

– Un momento, Richard, ¿qué vas a hacer? ¡Déjalo correr!

– Si estás preocupado por Ceely, no tengas miedo -dijo Richard, saliendo a la callejuela donde aspiró una profunda bocanada de aire fresco-. Ya no está aquí. La representación terminó hace un par de minutos.

Echó a andar hacia Brandon Hill, con Annemarie a un lado y Willy al otro, tres borrosas siluetas en medio de la oscuridad de un lugar no iluminado por ninguna lámpara.

– Richard, ¿qué será de mí si tú te vas? -preguntó Annemarie.

– No me importa, señora. Os hice el honor de permitir que Ceely os creyera mi esposa, pero no me gustan por esposas las mujeres como vos, os lo aseguro. ¿Qué más os da? Seguís conservando vuestro trabajo y, entre Ceely y yo, nos hemos encargado de que vuestra reputación conserve toda su pureza. -Richard esbozó una triste sonrisa-. ¿He dicho pureza? Sois una ramera con un corazón más negro que el carbón.

– ¿Y yo? -preguntó Willy, pensando en las quinientas libras. -Estaré en el Cooper's Arms. Ahora que se va a juzgar el caso del impuesto sobre el consumo, tendremos que permanecer muy unidos.

– Te acompañaremos al otro lado de la colina -dijo Willy.

– No. Acompaña a la señora a su casa. Aquí no es seguro. Se separaron en mitad de la noche, un hombre y una mujer regresarían a Clifton Green Lane, el otro tomaría el sendero de Brandon Hill, ajeno a los peligros que éste encerraba. La señora Mary Meredith se detuvo a la puerta de su casa, alegrándose de haber llegado, pero sorprendida ante la temeridad del caminante cuyos compañeros lo habían dejado. Hablaban en voz baja y en términos aparentemente amistosos, pero ella ignoraba su identidad. Sus rostros eran prácticamente invisibles en aquella noche de finales de septiembre.

Demasiado vacío como para estar mareado, Richard regresó a trompicones a su casa, notando los efectos del ron con mucha más intensidad que durante el acaloramiento de la confrontación. ¡Menudo lío! ¿Qué le iba a decir a su padre?


Pero, por lo menos, puedo decir que el fuego ya se ha apagado -terminaba diciendo la carta que le escribió al señor James Thistlethwaite al día siguiente, que era el último del mes de septiembre de 1784-. No sé qué me ocurrió, Jem, salvo que el hombre que llevo dentro no me gusta… es amargo, cruel y vengativo. Y no sólo eso sino que, además, tengo en mi poder los dos objetos que menos me interesan en este mundo: un reloj de acero y un pagaré por valor de quinientas libras. El primero lo devolveré en cuanto pueda resistir posar los ojos en el rostro de Ceely Trevillian, y el segundo jamás lo presentaré al banco para el cobro. Cuando le devuelva el reloj, lo romperé delante de sus narices. Y maldigo el ron.

Padre ha enviado a un hombre a Clifton por mis cosas, por lo que no tendré que volver a ver a Annemarie, y jamás la pienso ver. Falsa desde los pelos de la cabeza hasta los de… no lo voy a decir. ¡Qué necio he sido! Y eso que ya tengo treinta y seis años. Mi padre dice que habría tenido que pasar por una experiencia como la de Annemarie a los veintiún años. Cuanto mayor te haces, más necio te vuelves, así lo expresó él con su habitual gracejo. No obstante, es un hombre excelente.

Este asunto me ha hecho comprender muchas cosas acerca de mí mismo, de las que no tenía ni idea. Lo que más me avergüenza es haber traicionado a mi hijito… dejé de pensar en él y en su destino a partir del momento en que conocí a Annemarie hasta hoy, en que desperté y descubrí que ella ya no ejercía el menor hechizo sobre mí. A lo mejor, conviene que un hombre eche una cana al aire de carácter sexual. Pero cuánto debo de haber ofendido a Dios para que él haya elegido este momento de desgracia y de pérdida para someterme a tan horrible prueba.

Os ruego que me escribáis, Jem, comprendo que puede ser muy difícil escribir después de nuestra noticia acerca de William Henry, pero nos gustaría saber de vos y estamos preocupados por vuestro silencio. Además, necesito vuestras sabias palabras. De hecho, las necesito más que el aire que respiro.


Pero, si el señor James Thistlethwaite pensaba contestar, su carta aún no había llegado al Cooper's Arms el día 8 de octubre, en que dos hombres de aspecto muy serio vestidos en tonos marrones entraron en la taberna.

– ¿Richard Morgan? -preguntó el que parecía llevar la voz cantante.

– Yo soy -contestó Richard, saliendo de detrás del mostrador. El hombre se le acercó lo bastante para apoyar la mano derecha en su hombro izquierdo.

– Richard Morgan, por la autoridad que me ha sido conferida y en nombre de su majestad el rey Jorge, os detengo por las denuncias presentadas contra vos por el señor John Trevillian Ceely Trevillian.»¿William Insell? -preguntó a continuación.

– ¡Oh! ¡Oh! -chilló Willy, acurrucándose en un rincón. Otra vez la mano sobre el hombro.

– William Insell, por la autoridad que me ha sido conferida y en nombre de su majestad el rey Jorge, os detengo por las denuncias presentadas contra vos por el señor John Trevillian Ceely Trevillian. Acompañadnos y no intentéis oponer resistencia. Hay otros seis hombres de los nuestros al otro lado de la puerta.

Richard alargó la mano hacia su padre, que se había quedado petrificado, y abrió la boca para hablar antes de darse cuenta de que no sabía qué decir.

El alguacil le propinó un fuerte golpe entre las paletillas con la misma mano que había apoyado en su hombro.

– Ni una sola palabra, Morgan, ni una sola palabra. -Miró a su alrededor en la silenciosa taberna-. Si queréis ver a Morgan e Insell, los encontraréis en la Newgate de Bristol.

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