SEGUNDA PARTE

De octubre de 1784 a enero de 1786


La Newgate de Bristol estaba integrada por dos edificios situados calle abajo de la fundición de latón Wasborough en Narrow Wine Street.

Rodeando a Richard y a Willy Insell, los ocho alguaciles recorrieron rápidamente la distancia y entraron en la prisión a través de una impresionante puerta de barrotes muy parecida a un rastrillo. Un angosto pasadizo abierto por ambos extremos fue lo primero que vio Richard del interior de la prisión; sin apenas detenerse, el jefe de los alguaciles los hizo pasar a través de la puerta de la izquierda con la ayuda de un empujón propinado por sus secuaces, que se quedaron fuera.

– ¡Prisioneros Morgan e Insell! -ladró-. Firmad, por favor.

Un hombre sentado en una silla detrás de una mesa alargó la mano hacia las dos hojas de papel que el alguacil sostenía en la mano.

– ¿Y dónde esperas que los coloque? -preguntó, firmando cada papel con una X de gran tamaño.

– Eso es asunto tuyo, Walter, no mío -contestó el alguacil con aire satisfecho-. Están aquí por un auto de comparecencia -añadió antes de retirarse.

Willy estaba llorando a mares; en cambio, Richard permanecía serenamente de pie sin llorar. El sobresalto estaba desapareciendo y él podía volver a sentir y a pensar y sabía que no estaba sorprendido. ¿De qué se le acusaba? ¿Cuándo lo averiguaría? Sí, tenía en su poder el reloj y el pagaré de Ceely, pero le había dicho a la persona de la calleja que le devolvería el reloj a Ceely, y no había presentado el pagaré al banco de Ceely. ¿Por qué no lo había pensado?

El exceso de presos lo ayudaría a alcanzar la absolución. Últimamente, los prácticos magistrados de Bristol se mostraban favorables a llegar a un acuerdo con cualquier acusado que pudiera reunir los fondos necesarios para pagar una indemnización o efectuar algún pago adicional en concepto de daños y perjuicios. Aunque se pasara el resto de su vida cargando con una deuda que sólo otra guerra y más armas podrían pagar, sabía que su familia no lo abandonaría.

– Un penique al día para el pan -decía el carcelero llamado Walter-. Si os condenan, el precio serán dos peniques.

– Para morirse de hambre -dicho Richard espontáneamente.

El carcelero salió de detrás de su mesa y golpeó a Richard tan fuerte en la boca que le partió el labio.

– ¡No te hagas el gracioso, Morgan! Aquí se vive y se muere según las normas que yo dicto y según me conviene. -Levantó la cabeza y rugió-: ¡A ver si espabilas, hijoputa!

Dos hombres armados con cachiporras entraron corriendo en la estancia.

– Encadenadlos -dijo Walter, frotándose la mano.

Restañándose la sangre con el puño de la camisa, Richard entró con el lloroso Willy Insell en el pasadizo y en la habitación de la derecha. Parecía el taller de un guarnicionero, sólo que la gran cantidad de correas que colgaban de las paredes estaban hechas de eslabones de hierro y no de cuero.

Los grillos de las piernas se consideraban suficiente en la Newgate de Bristol; Richard permaneció de pie mientras el desventurado responsable de aquel almacén le colocaba los grillos. El arco de tres pulgadas de anchura que le rodeaba el tobillo izquierdo estaba cerrado, no remachado, y unido a otro arco similar del tobillo derecho por medio de una cadena de unos sesenta centímetros de longitud. Ello le permitía caminar arrastrando los pies, pero no dar pasos ni correr. Cuando Willy se asustó e intentó resistirse, lo golpearon con las cachiporras y lo derribaron al suelo. Con el labio partido todavía sangrando, Richard no hizo ni dijo nada. Se juró a sí mismo que el comentario que le había hecho al carcelero Walter sería el último que hiciera para evitar de este modo los malos tratos. Era como si hubiera regresado a sus días de Colston… Siéntate en silencio, levántate sin decir nada, haz lo que te mandan sin protestar, no llames la atención de nadie.

El pasadizo terminaba en otra puerta de barrotes; un guardián la abrió con una llave de gran tamaño, y los dos nuevos presos, Morgan e Insell, fueron empujados a través de ella hacia el infierno. Que, por cierto, era una sala muy espaciosa cuyas paredes de piedra rezumaban tanta y tan insidiosa humedad que, en muchos lugares de su superficie habían brotado unas largas y ennegrecidas estalactitas de piedra caliza cubiertas de hollín procedente del Froom, contaminado por las fábricas. Ni un solo mueble. Un sucio suelo embaldosado que mostraba los estragos del tiempo y de las amoniacales emisiones humanas.

Una apretada masa de presos encadenados, todos ellos varones. Casi todos permanecían sentados en el suelo con las piernas extendidas; algunos caminaban sin rumbo, demasiado agotados como para levantar los pies por encima de las piernas de otro desventurado que permanecía sentado como si no hubiera notado el golpe de la cadena del caminante. Para alguien acostumbrado al barro de Bristol, el hedor resultaba familiar… podredumbre, estiércol, excrementos. Sólo que más fuerte a causa de la falta de ventilación.

La única actividad con un propósito definido se desarrollaba alrededor de una abertura en forma de arco, situada al fondo de la sala; aunque jamás había estado en el interior de la Newgate de Bristol, Richard deducía que al otro lado de aquella abertura se debía de encontrar la taberna de la prisión. Allí dentro, a los que podían reunir las monedas necesarias, se les servía ron, ginebra o cerveza. Por medio de las conversaciones entre Dick y el primo James el farmacéutico, se había hecho cierta idea de cómo era la Newgate y se la había imaginado con constantes peleas por el dinero y el alcohol, el pan y los efectos personales. Pero ahora comprendía que los carceleros eran demasiado astutos para permitir que ocurriera tal cosa. Ninguno de los hombres tenía ánimos para pelearse. Se morían de hambre y muchos de ellos se emborrachaban con el vientre vacío, babeaban y canturreaban con voz desafinada o permanecían indiferentemente sentados en el suelo con las piernas estiradas.

Willy no lo abandonaba. Willy se pegaba a él cual si fuera una mata espinosa. Dondequiera que mirara, Willy lo seguía, llorando. Me volveré loco. No lo puedo resistir. Pero no quiero volver al ron. O aficionarme a la ginebra, que es más barata. A fin de cuentas, esta horrible prueba terminará dentro de unos meses… el tiempo que tarden los tribunales en examinar nuestro caso, el mío y el de Willy. ¿Por qué tiene que aullar de esta manera? ¿De qué le sirve?

Al cabo de una hora, ya estaba agotado; los arcos de hierro que le rodeaban los tobillos le estaban empezando a causar molestias. Tras haber encontrado una parte de pared desocupada lo bastante ancha para él y su sombra, se sentó en el suelo con las piernas estiradas hacia delante lanzando un suspiro de alivio y comprendió de inmediato por qué razón los reclusos adoptaban aquella postura. Les libraba del peso de los grillos y permitía que la espalda descansara en el suelo. Un examen de sus gruesas medias le reveló que, tras una simple hora de paseo, el tejido ya mostraba señales de desgaste. Otra razón para que aquella gente no se moviera demasiado.

Tenía sed. Un caño asomaba a través del muro que daba al Froom, arrojando un constante hilillo de agua a un abrevadero de caballos; un pequeño cuenco sujeto por una cadena servía de vaso. Mientras lo contemplaba, uno de los pobres desgraciados que estaban paseando por allí se detuvo para mear en el abrevadero. Éste, observó Richard ahora, se encontraba situado justo al lado de cuatro retretes abiertos, que la visión más optimista consideraba suficientes para las necesidades de más de doscientos hombres. Si el primo James el farmacéutico está en lo cierto, pensó, el hecho de beber esa agua me matará. Esta sala está llena a rebosar de hombres enfermos.

Como si el simple nombre tuviera el poder de obrar un milagro, el primo James el farmacéutico apareció en la puerta de barrotes del pasadizo; lo acompañaba Dick, situado a su espalda.

– ¡Padre! ¡James! -gritó.

Con los ojos desorbitados por el horror, ambos se abrieron paso hasta él.

Por primera vez que alguien recordara, Dick cayó de rodillas y le falló la entereza. Richard se sentó para darle unas palmadas en los trémulos hombros mientras miraba por encima de éstos al boticario.

– Te hemos traído una botella de cerveza suave -dijo el primo James el farmacéutico, sacándola de una bolsa-. Y también hay comida.

Agotado por el llanto, Willy se había quedado dormido, pero se despertó en cuanto Richard lo sacudió. ¡Jamás en su vida algo les había sabido mejor que aquella cerveza! Pasándole la botella destapada a Willy, Richard introdujo la mano en la bolsa y encontró pan, queso y una docena de manzanas. En un rincón de su mente se había preguntado si la contemplación de aquellas golosinas convertiría su apático abatimiento en un febril frenesí de manos, que se agitaban para apoderarse vorazmente de ellas mientras su boca se abría, dejando al descubierto sus ávidos dientes, pero no fue así. Ambos estaban verdaderamente exhaustos.

Dick recuperó la compostura y se secó los ojos y la nariz con la camisa.

– ¡Esto es horrible! ¡Horrible!

– No durará toda la vida, padre -dijo Richard sin sonreír; no quería que se le volviera a abrir la herida del labio y su padre se alarmara todavía más-. A su debido tiempo se celebrará el juicio y me pondrán en libertad. -Tras dudar un instante, preguntó-: ¿Podré salir bajo fianza?

– Aún no lo sé -contestó el primo James el farmacéutico-, pero mañana a primera hora iré a ver al primo Henry el abogado y después nos enfrentaremos con el león de la Fiscalía en el palacio de justicia. Anímate, Richard. Los Morgan son muy conocidos en Bristol y tú eres un hombre libre que goza de buena reputación. Conozco al pisaverde que ha presentado la denuncia… Suele exhibirse en las inmediaciones del Tolzey como un imbécil.

– No sé cómo es posible que la noticia haya corrido con tal rapidez -dijo Dick-, pero, antes de salir para venir a verte, apareció el senhor Habitas. Su hija mayor está casada con un Elton, y sir Abraham Isaac Elton es muy amigo suyo. Dice que puedes estar seguro de que sir Abraham Isaac presidirá el tribunal que te juzgue y, aunque te suelte un sermón acerca de las tentaciones de una mujerzuela, las acusaciones no prosperarán. Todo depende del consejo que un juez le da a un jurado. Este Ceely Trevillian es un hombre muy despreciado… todos los miembros del jurado lo reconocerán de inmediato y se morirán de risa.

Los dos Morgan no permanecieron mucho rato en la prisión y, poco después de su partida, Richard se alegró enormemente de que ya no estuvieran allí. La prueba por la que estaba pasando y la cerveza suave le habían revuelto de mala manera las tripas. Tuvo que sentarse en el sucio asiento de un retrete con los pantalones y los calzoncillos alrededor de las rodillas a la vista de todos. Aunque a nadie le importaba más que a él. Tampoco había un trapo para limpiarse el trasero y arrojarlo después al cubo de agua jabonosa de la colada; tuvo que levantarse y subirse los calzoncillos sobre los últimos restos de los líquidos excrementos, cerrando los ojos para no ser testigo de la terrible vergüenza que estaba pasando. A partir de aquel momento, fue más consciente de su propio olor que del repugnante pestazo que lo rodeaba.

Al caer la noche, los obligaron a abandonar la sala común y a subir al dormitorio de hombres, otra inmensa sala sin suficientes camastros para los reclusos. Algunos de ellos estaban ocupados por hombres que habían permanecido tumbados allí todo el día bajo los efectos de la fiebre; uno o dos de ellos jamás se volverían a levantar. Pero, puesto que él y Willy acababan de ingresar y eran muy rápidos porque aún conservaban las fuerzas, encontraron un par de camastros y tomaron posesión de ellos. No había colchones ni sábanas, almohadas o mantas. Y los camastros estaban tiesos debido a los restos resecos de disenterías y vómitos.

No era probable que pudiera conciliar el sueño. El lugar era tremendamente húmedo y frío y su único cobertor era su gabán. En cuanto a Willy, que tanto había llorado, ni los terrores de la Newgate de Bristol tuvieron la capacidad de mantenerlo despierto; Richard agradeció profundamente a un Dios inmisericorde el pequeño consuelo del silencio de Willy. Permaneció despierto, escuchando los gemidos y los ronquidos, los ocasionales accesos de tos, las bascas de alguien y el doloroso sonido del llanto de un chiquillo. Entre los reclusos había contado a unos veinte muchachos con edades comprendidas entre los siete y los trece años, ninguno de los cuales era un depravado o un vicioso, aunque por lo menos la mitad de ellos estaban borrachos. Sorprendidos robando una jarra de ginebra o un pañuelo y perseguidos sin piedad por su enfurecida víctima. Tales cosas no ocurrían en el Cooper's Arms por la simple razón de que Dick no permitía que ocurrieran. Si algún pilluelo entraba subrepticiamente y birlaba la jarra de ron situada bajo alguna soñadora nariz, Dick siempre conseguía calmar los ánimos, echaba al pilluelo a la calle y ofrecía al perjudicado cliente un trago por cuenta de la casa. Era algo que sólo ocurría una o dos veces al año. En Broad Street no se registraban otros delitos que no fueran el robo de faltriqueras y reputaciones.

No cabía duda de que la noticia que le habían comunicado Dick y el primo James el farmacéutico era alentadora. El senhor Habitas se había convertido en un inesperado aliado… mostrando claros signos de arrepentimiento por haber presentado a Richard al señor Thomas Latimer. ¡Pobre hombre! ¿Qué culpa tenía él? Son cosas que ocurren, pensó Richard medio dormido, cerró los ojos y se hundió de inmediato en una oscuridad sin sueños.


A última hora de la tarde del día siguiente, Dick se presentó solo, llevando al hombro una bolsa de comida y cerveza suave.

– Jim aún está en el despacho del primo Henry -explicó, sentándose en cuclillas lo más cerca posible de su hijo para que lo que estaba diciendo no llegara a otros oídos que no fueran los de Willy, el cual lo estaba escuchando todo con ávida atención.

– Las cosas no han ocurrido tal como esperábamos -dijo Richard.

– En efecto. -Dick cerró los puños y le rechinaron los dientes-. No te van a juzgar en Bristol, Richard. Ceely Trevillian presentó la denuncia ante las autoridades de Gloucester, sobre la base de que el delito tuvo lugar en Clifton y, por consiguiente, fuera de la jurisdicción de Bristol. Tu detención en esta Newgate de Bristol es temporal… sólo hasta que tus documentos sean oficialmente aprobados y se hayan examinado las declaraciones de los testigos, vete tú a saber lo que eso significa. -Agitó nerviosamente las manos-. ¡Tengo la cabeza llena de jerga legal! ¡No la entiendo, jamás la he entendido y nunca la entenderé!

Richard apoyó la cabeza en la ennegrecida pared y miró más allá de los encorvados hombros de su padre hacia el abrevadero de caballos lleno de meadas y hacia los cuatro repugnantes retretes.

– Bueno -dijo al final a través de la entumecida garganta- que sea lo que Dios quiera, padre, yo tengo otras necesidades más urgentes. -Se señaló los pies-. Ante todo, necesito unos trapos para acolchar estos grillos. Un día más y se me agujerearán las medias. Si tengo que salir de aquí, ¡y juro que saldré!, es necesario que conserve la salud. Con tal de que pueda beber cerveza suave y comer pan, queso, carne y frutas o verduras, no sufriré.

– Te enviarán al castillo de Gloucester -dijo Dick con trémulos labios-. No conozco a nadie en Gloucester.

– Y supongo que ningún otro Morgan conoce a nadie de allí. ¡Qué listo es este Ceely Trevillian! ¡Y cuán grande es su deseo de hundirme! ¿Será por el fraude del impuesto y para salvar el pellejo o porque yo me burlé de él como hombre? -Sacudió la cabeza sonriendo-. Por ambas cosas, probablemente.

– He oído un rumor -dijo Dick en tono dubitativo.

– Dime, padre. Mis días de llanto ya han terminado, no temas que te avergüence -dijo serenamente Richard.

Su padre se ruborizó.

– Bueno, me he enterado por medio de Davy Evans, mi nuevo proveedor de ron… ¡de excelente calidad, por cierto, Richard! Me dijo que en el sector corren rumores de que Cave y Thorne recurrieron a Trevillian en cuanto se enteraron de tu trifulca en Clifton, y le pidieron que os denunciara a ti y a Willy. Tú y yo sabemos que Trevillian está tremendamente involucrado en el fraude del impuesto sobre el consumo, pero el sector lo ignora, por lo cual ha llegado a una deducción equivocada. Dave Evans dice que Cave y Thorne quieren que tú y Willy seáis declarados culpables antes de que el caso del fraude llegue a los tribunales. Entonces el juicio no se podrá celebrar porque los delincuentes no están autorizados a declarar en un juicio. Además, Cave ha ido a ver al subjefe de la Oficina del Impuesto sobre el Consumo, un tal John, hermano del Benjamin Fisher que tú conoces, todo queda en familia, como de costumbre, y ha ofrecido pagar mil seiscientas libras en concepto de indemnización. Los hermanos Fisher saben, como es natural, que tú y Willy habéis sido detenidos y saben muy bien por qué lo hace Trevillian, pero no hay la menor prueba en absoluto.

– O sea que vamos a ser unos reos imposibilitados de declarar.

Willy empezó a aullar como un desventurado perro; Richard se volvió hacia él con increíble rapidez y le agarró el brazo con tal fuerza que Willy soltó un agudo chillido.

– ¡Cállate, Willy! ¡Cállate! Como sueltes otra lágrima, con grilletes o sin ellos, te pego tal patada en el trasero que te mando al otro extremo de esta sala… ¡y allí te dejaré morir de fiebre!

Dick se quedó boquiabierto de asombro y Willy se calló.

Menos mal, pensó el estupefacto Dick, que el primo James el farmacéutico había elegido aquel momento para presentarse, cargado con una caja de madera del tamaño de un pequeño arcón. De otro modo, ¿qué se le habría podido decir a un desconocido?

– Te traigo unas cuantas cosas, Richard, pero más tarde -dijo el recién llegado, dejando la caja en el suelo con un gruñido. Las lágrimas le brillaban en los ojos-. Tu situación es cada vez peor.

– Eso no me sorprende, primo James.

– ¡La ley es tan curiosa, Richard! Confieso que no tenía ni idea de lo que dice o hace más allá del pequeño papel que yo interpreto en los acontecimientos, y supongo que a todo el mundo le ocurre lo mismo, especialmente a los pobres. -Alargó la mano hacia Richard y éste la tomó, percibiendo su convulso temblor-. Prácticamente no tienes ningún derecho, en especial más allá de los confines de Bristol. El primo Henry lo ha intentado y tanto el reverendo James como yo nos hemos entrevistado con todas las personas importantes que conocemos, pero la ley dice que no podemos echar un vistazo a la declaración jurada de Ceely y ni siquiera conocer los nombres de sus testigos. ¡Es un escándalo, un auténtico escándalo! Esperaba poder depositar una fianza, pero la fianza no se aplica a los delitos de mayor cuantía y tú estás acusado de… -James tragó saliva- ¡robo de mayor cuantía y extorsión! Ambos delitos se castigan con la horca… ¡te podrían ahorcar, Richard!

– En fin -dijo Richard en tono cansado-, yo tengo la culpa de todo, aunque sería interesante saber qué es lo que ha declarado Ceely acerca de la extorsión. Ofreció a un marido burlado un pagaré como acuerdo extrajudicial. ¿O acaso dice ahora que yo no soy un marido y lo chantajeé con engaño? Si yo la llamo mi mujer, ella es mi mujer según el derecho consuetudinario, a menos que yo tenga otra esposa, cosa que no tengo. Eso, por lo menos, sí lo sé, aunque no sepa mucho de leyes.

– No tenemos ni idea de lo que ha declarado -dijo Dick en tono abatido.

– Lo primero que tenemos que hacer es localizar a Annemarie Latour. Ella podrá corroborar mi relato cuando yo declare ante el tribunal.

– Tú no puedes declarar en tu propio nombre, Richard -dijo pausadamente el primo James el farmacéutico-. El acusado se tiene que callar, no está autorizado a contar su propia versión de los hechos. Lo único que puede hacer en su defensa es presentar a personas que declaren en favor de su honradez y, si se lo puede permitir, contratar a un abogado para que someta a repregunta a los testigos de la acusación. Su abogado no lo puede interrogar y tampoco puede presentar nuevas pruebas. En cuanto a la mujer… ha desaparecido. En justicia, tendría que estar también en la sección de mujeres de la Newgate, acusada de los mismos delitos, pero no está allí. Ha dejado sus habitaciones de Clifton y, al parecer, nadie sabe adónde fue.

– Qué lugar tan curioso es Inglaterra y qué poco sabemos acerca de cómo funciona hasta que nos afecta personalmente -dijo Richard-. ¿Ni siquiera permiten que mi abogado lea una declaración jurada ante el jurado?

– No. Sólo puedes hablar en respuesta a una pregunta directa del juez y limitarte a responder a lo que se te ha preguntado.

– ¿Y si tratáramos de averiguar el paradero de Annemarie a través de la esposa del señor Herbert Barton?

– La tal esposa del señor Herbert Barton no existe.

Willy emitió un sonoro sollozo.

– No lo hagas, Willy -le dijo serenamente Richard-. Ni se te ocurra.

– ¡Es diabólico! -exclamó Dick tomando prestada una expresión propia de los disidentes de la Iglesia anglicana.

– O sea que, resumiendo, no tenemos ni idea de lo que hará Ceely en el juicio ni de quiénes son sus testigos ni de lo que éstos van a declarar -dijo Richard en tono pausado-. Y todo tendrá lugar en Gloucester, a cuarenta millas de aquí.

– En efecto -dijo el primo James el farmacéutico.

Richard permaneció un minuto en silencio mordiéndose el labio inferior, enfrascado en sus pensamientos más que dominado por la inquietud. Después, se encogió de hombros.

– Eso es para el futuro -dijo-. Entre tanto, tengo urgentes necesidades. Unos trapos para acolchar los grillos. Unos trapos para lavarme. Y unos trapos para limpiarme el trasero. -Su rostro se contrajo en una mueca de asco-. Estos últimos los lavaré bajo el agua del caño y los utilizaré mojados en caso necesario. Estas pobres criaturas están demasiado hundidas y ya no les queda energía para robar, pero dudo que mis trapos sobrevivieran si los tendiera a secar. Tendré que pagarle a algún carcelero para que me corte el cabello. Quiero jabón. Mudas de ropa a cada pocos días… camisas, medias, calzoncillos. Y dinero para comprarme cerveza suave. Apuesto a que el agua de aquí procede de la cañería de Pugsley's Well y no es apta para beber. Por eso tantos reclusos se ponen enfermos. -Respiró hondo-. Sé que eso te va a costar dinero, pero te juro que, en cuanto esté libre, te lo empezaré a devolver.

En respuesta a sus palabras, el primo James el farmacéutico abrió la caja de madera con aire de prestidigitador de feria.

– Ya he pensado en los trapos -dijo, frunciendo el entrecejo-. Si es posible vigilar la caja, hazlo. Siéntate en ella o haz como Dick y átatela con una cuerda al dedo gordo del pie. Como es natural, el carcelero lo examinó minuciosamente todo cuando entré. -Soltó una risita-. No había limas ni sierras para metales, que es lo único que le preocupa. Por extraño que te parezca, estás autorizado a tener una navaja y unas tijeras. A lo mejor, a los carceleros no les importa que os cortéis mutuamente la garganta. Un suavizador de navajas y una piedra de amolar. -Tomó las tijeras y se las entregó a Dick-. Empieza a cortar, primo.

– ¿Cortar yo el cabello de Richard? ¡No podría! -dijo Dick, horrorizado.

– Tienes que hacerlo. Los lugares como éste están llenos de toda suerte de sabandijas. El cabello corto no las mantiene enteramente a raya, pero, por lo menos, reduce su número. He incluido también un peine de dientes finos, Richard. Recórtate también el vello del cuerpo, o arráncatelo.

– Tengo muy poco, bastará con cortarlo.

El primo James el farmacéutico aún estaba tratando de sacar del interior de la caja un objeto pesado y difícil de sujetar. Al final, lo consiguió y lo depositó con aire triunfal sobre las baldosas del suelo.

– ¿No os parece prodigioso? -preguntó.

Richard, Dick y Willy contemplaron el objeto con mirada inexpresiva.

– Estoy seguro de que sí, primo James, pero ¿qué es? -preguntó Richard.

– Una piedra de filtrar -contestó con orgullo el primo James el farmacéutico-. Tal como puedes ver, la parte de piedra es un plato de fondo ligeramente cónico con una capacidad de unas tres pintas de agua. El agua empapa la piedra y cae desde su parte inferior al plato de latón de abajo. Ignoro qué magia se produce en el interior de la piedra, pero el agua que recoge el plato de abajo es tan dulce y fresca como la mejor agua de manantial. ¡Y el agua de manantial -explicó, lanzándose a una de sus entusiastas peroratas científicas- es pura y centelleante porque también efectúa un viaje a través de las rocas porosas! Había oído decir que los italianos, ¡un pueblo muy inteligente!, tienen estas piedras de filtrar, pero no conseguía encontrar ninguna. Hace aproximadamente un año, mi amigo el capitán John Staines regresó del Brasil con un cargamento de semillas de coco para Joseph Fry y de cochinilla para mí. Hizo escala en Tenerife para hacer acopio de agua, que en dicha isla es muy abundante. Alguien le mostró esto, en la esperanza de que él se interesara por el invento y lo introdujera en el mercado inglés. En la actualidad, se envía a otras regiones de España donde el agua es muy mala. Así pues, me la ofreció a mí en lugar de a Fry, que sólo piensa en el chocolate. Lo probé con el agua de la cañería de Pugsley's Well… tal como tú justamente dices, Richard, no se puede beber. Puesto que la cañería es de madera y pasa por cuatro cementerios, no es de extrañar.

– ¿Cómo lo probaste, Jim? -preguntó Dick haciendo una mueca de sufrimiento y desagrado mientras cortaba el abundante y rizado cabello de Richard.

– Yo mismo bebí el agua que se filtraba al escurridero, naturalmente.

– Ya sabía que contestarías esto.

– He empezado a importar piedras de filtrar de Tenerife y enseguida pensé en ti -dijo el primo James el farmacéutico, guardando de nuevo el escurridero en la caja-. Te será muy útil, Richard, aunque te advierto que no dura eternamente. La que utilicé para la prueba empezó a oler mal, y el agua se enturbió al cabo de nueve meses, pero es fácil ver cuándo empieza la corrupción, pues el interior del cuenco de piedra queda recubierto por una viscosa sustancia marrón. No obstante -añadió-, el papel que acompañaba mi primer pedido decía que una piedra de filtrar se puede purificar, poniéndola en remojo una o dos semanas en agua limpia de mar y dejándola secar al sol durante una o dos semanas más. -Lanzó un suspiro-. Lo cual no es posible en Inglaterra, por desgracia.

– Primo James -dijo Richard, sonriendo con afecto-, te beso las manos y los pies.

– No hace falta llegar tan lejos, Richard. -Se levantó, se frotó las manos y después experimentó un cambio de humor -. Te he traído la caja hoy -añadió con cautela- porque nadie me dirá cuándo es probable que te trasladen a Gloucester. Puesto que la próxima sesión jurídica regional no se celebrará hasta cuaresma, puede que tarden un poco. Pero podrían hacerlo mañana. Y James el clérigo me ha dicho que te visitará.

– Me alegraré mucho de verle -dijo Richard, ligeramente mareado. Se levantó mientras Dick permanecía agachado, recogiendo el cabello cortado-. Padre, lávate las manos con vinagre y aceite de brea cuando regreses a casa y no te toques el rostro hasta que lo hayas hecho. ¡Tráeme calzoncillos limpios y jabón, te lo ruego!


El traslado no se produjo al día siguiente. Richard y Willy permanecieron en la Newgate de Bristol hasta el nuevo año de 1785. Lo cual fue una suerte en cierto sentido, pues su familia podía atenderle en sus necesidades, y una desgracia en otro porque su familia era testigo de las terribles condiciones en que estaba viviendo.

Dispuesta a ver directamente a Richard, Mag lo fue a visitar una vez, pero tras el horror de verlo entre aquella horda de desventurados, se desmayó por el solo hecho de contemplar su rostro y su cabello cortado al rape.

Pero eso no fue lo peor. El primo James el farmacéutico lo fue a visitar pasadas las Navidades.

– Es tu padre, Richard. Ha sufrido un ataque.

Los ojos de Richard se clavaron en él hasta adquirir una expresión irreconocible. La serenidad y los rasgos de humor no lo habían abandonado del todo ni siquiera durante la dura prueba de la desaparición de William Henry, pero ahora, sí. Seguían conservando destellos de vida, pero se limitaban a observar, en lugar de reaccionar.

– ¿Se va a morir, primo James?

– No, de este ataque, no. Lo he puesto a un régimen muy estricto y espero conseguir que no sufra un segundo y un tercero. El brazo y la pierna izquierdos han resultado afectados, pero puede hablar y sus procesos mentales no son desordenados. Te envía cariñosos recuerdos, pero consideramos prudente que no visite la Newgate.

– ¡Oh, el Cooper's Arms! Se morirá si tiene que dejarlo.

– No hay necesidad de que lo deje. Tu hermano ha enviado a su hijo mayor para que aprenda el oficio de tabernero…, es un buen chico y no está tan apegado al dinero como William. Y sospecho que se alegra de dejar aquella casa. La mujer de William es tan dura como observadora…, bueno, no hace falta que te lo diga.

– Me imagino que se habrá puesto muy seria y le habrá prohibido a Will visitarme en la cárcel. Mi hermano estará echando de menos al triscador gratuito de sus sierras -dijo Richard sin rencor-. ¿Y mi madre?

– Mag es Mag. Su respuesta a todo es el trabajo.

Richard no contestó. Se limitó a permanecer sentado sobre las baldosas del suelo con las piernas estiradas hacia delante mientras Willy, su sombra, permanecía sentado frente a él. Reprimiendo las lágrimas, el primo James el farmacéutico trató de estudiarlo como si fuera un extraño…, algo no demasiado difícil en aquellos momentos. ¿Cómo era posible que estuviera mucho más guapo que de costumbre? ¿O acaso su apostura pasaba anteriormente inadvertida? El corto cabello de apenas un centímetro de longitud trataba en vano de rizarse y dejaba al descubierto la hermosa forma del cráneo mientras que, en su suave y terso rostro, destacaban en mayor medida que antes los marcados pómulos y la nariz aguileña; el sensual labio inferior no había sufrido ninguna variación, pero la boca en su conjunto se había en cierto modo endurecido y había perdido sus soñadores y serenos perfiles. Las finas y arqueadas cejas negras siempre habían estado muy cerca de los ojos, pero ahora era como si se hubieran grabado al aguafuerte para subrayar el efecto…, mejor dicho, parecían formar parte de él.

Tiene treinta y seis años y Dios lo está sometiendo a prueba tal como sometió a Job, pero Richard le estaba devolviendo en cierto modo la pelota a Dios sin engañarlo ni insultarlo. En el transcurso del último año ha perdido a su mujer y a su único hijo, ha perdido su fortuna y su buena fama y ha perdido a la familia representada por su egoísta hermano. Y, sin embargo, no se ha perdido a sí mismo. Qué poco sabemos de aquellos a quienes creemos conocer, a pesar de haberlos tenido toda la vida a nuestro lado.

Richard esbozó de repente una radiante sonrisa y sus ojos se iluminaron.

– No te preocupes por mí, primo James. La cárcel no puede destruirme. La cárcel es simplemente algo por lo que tengo que pasar.


Quizá porque no eran muchos los presos que se trasladaban de Bristol a Gloucester, Richard y Willy fueron informados de su traslado con apenas dos días de antelación, en la primera semana de enero.

– Estáis autorizados a llevar todo lo que podáis acarrear -les dijo Walter, el jefe de los carceleros, cuando ambos fueron conducidos a su presencia-, pero ni una sola picadura de pulga más. No podréis utilizar ni un carro ni una carretilla de mano.

No les dijo dónde iniciarían su viaje ni qué clase de vehículo utilizarían. Richard no se lo preguntó. Willy, que se moría de ganas de preguntarlo, estaba demasiado ocupado haciendo una mueca de dolor porque Richard le estaba pisando.

Pero lo cierto es que Walter lamentaba mucho la partida de Richard Morgan, gracias al cual había obtenido unos considerables beneficios a lo largo de sus tres meses de permanencia en la cárcel. Su familia se encargaba de alimentarlo tanto a él como a Insell, lo cual significaba que él se ganaba dos peniques extras diarios. El padre de Richard le enviaba cada semana a su despacho un galón de ron de la máxima calidad y su primo, aquel farmacéutico tan elegante, depositaba habitualmente una corona en su mano. De no haber sido por todas aquellas propinas, habría considerado a Richard Morgan un loco potencialmente peligroso y lo habría enviado al St. Peter's Hospital para que no causara ningún daño hasta que lo reclamaran los de Gloucester. ¡Estaba rematadamente loco!

Cada día se lavaba todo el cuerpo con jabón y agua helada del caño, se limpiaba el trasero con un trapo y después lo lavaba, no se sentaba jamás en el asiento del retrete, se había cortado el pelo casi al rape, no visitaba jamás la taberna, se pasaba casi todo el rato leyendo los libros que le llevaba su primo el párroco de St. James y, lo peor de todo, cada día llenaba un cuenco de piedra con agua del caño y bebía lo que goteaba de éste a un plato de latón que había debajo. Al preguntarle él qué estaba haciendo, le contestó que estaba convirtiendo el agua en vino como en las bodas de Caná. ¡Qué loco! ¡Loco de atar!

Los dos días que le quedaban antes de su traslado fueron para Richard una ocasión para hacer un poco más agradable su estancia en la prisión de Gloucester.

El primo James el clérigo le llevó un nuevo gabán.

– Como ves, tu prima Elizabeth -que era su esposa- te ha cosido en él un grueso forro de lana, Richard, y ha añadido dos pares de guantes distintos. Los de cuero no tienen dedos y los de punto, sí. Y yo te he llenado de cosas los bolsillos del gabán.

No era de extrañar que pesara tanto. Ambos bolsillos contenían libros.

– Los pedí a Londres a través de Sendall's -explicó el primo James el clérigo- y son de papel muy fino. No he querido agobiarte con demasiada religión. Sólo una Biblia y el libro de la liturgia anglicana. -Hizo una pausa-. Bunyan es baptista, si es que a eso se le puede llamar religión, pero creo que el Viaje del peregrino es un gran libro, por eso lo he incluido. Y también a Milton.

Había también un volumen de tragedias de Shakespeare, una de sus comedias y la traducción de Donne de las Vidas de Plutarco.

Richard tomó la mano del reverendo James y se la acercó a la mejilla, cerrando los ojos. Siete libros no muy gruesos, pues el papel era muy fino y estaban encuadernados en una tela muy flexible.

– Con el abrigo, los guantes, la Biblia, Bunyan, Shakespeare y Plutarco has conseguido cuidar de mi cuerpo, mi alma y mi mente. No sé cómo agradecértelo.

El primo James el farmacéutico se concentró en la salud de Richard.

– Una nueva piedra para tu aparato de filtración, pero te aconsejo que no la cambies hasta que sea necesario; menos mal que pesa casi tan poco como la piedra pómez, ¿verdad? Aceite de brea y un poco más de jabón muy seco…¡te terminas demasiado rápido el jabón, Richard, demasiado rápido! Un poco de mi ungüento especial de asfalto… lo cura todo, desde las úlceras a la psoriasis. Tinta y papel… he asegurado el tapón con alambre para que el frasco no gotee. ¡Y fíjate en eso, Richard! -exclamó, perennemente entusiasmado ante algún nuevo aparato que lo salvara del abismo de la desesperación-. Se llaman «plumines» porque desempeñan la misma función que la punta de una pluma de ave recortada y se deslizan hacia el extremo de acero de este mango de madera. Los he importado de Italia, pero se fabrican en Arabia. Al parecer, en Arabia los gansos no abundan demasiado. Otra navaja por si acaso. Una gran lata de malta para cuando no te den fruta o verdura previene el escorbuto. Y trapos, trapos y más trapos. Entre mi mujer y tu madre, los lenceros se han quedado sin sábanas.

Un rollo de hilas y un poco de astringente. Y un frasco de mi tónico patentado, al cual he añadido una dracma de oro para que no te salgan granos. Si te salen granos o forúnculos y se te ha terminado el tónico, masca durante unos cuantos días unos perdigones de plomo. Lo que no está envuelto con trapos está envuelto con ropa. -Mientras llenaba la caja, James frunció el entrecejo-. Me temo que te tendrás que guardar algunas cosas en los bolsillos del gabán, Richard.

– Ya los tengo llenos -dijo Richard con firmeza-. El reverendo James me ha traído libros y no me los puedo dejar aquí. Si me falla la mente, primo James, el bienestar físico no tiene importancia. Lo único que me ha permitido conservar la cordura durante estos tres meses ha sido la oportunidad de leer. El horror más grande de una prisión es la ociosidad. El no tener absolutamente nada que hacer. En tiempos de Bunyan, sí, tengo El viaje del peregrino, un hombre podía desempeñar una actividad útil e incluso vender el fruto de su esfuerzo para mantener a su mujer y a sus hijos, tal como hizo el propio Bunyan durante doce largos años. Aquí dentro, a los carceleros ni siquiera les gusta que paseemos. Sin libros, me habría vuelto loco. Por consiguiente, me los tengo que llevar.

– Lo comprendo.

Tras colocar las cosas, sacarlas y volverlas a colocar, todo el tesoro cupo en la caja. Pero sólo tras haberse sentado Willy en la tapa, las dos resistentes cerraduras se pudieron cerrar. Richard se colocó la llave alrededor del cuello, colgada de una correa.

Cuando levantó la caja, calculó que ésta debía de pesar por lo menos cincuenta libras.

Había también una caja más ligera y de inferior tamaño para Willy.

– No se han inventado palabras capaces de expresar mi gratitud -dijo Richard, con los ojos rebosantes de afecto.

– Yo también os doy las gracias -dijo Willy conmovido hasta las lágrimas a pesar de la prohibición de Richard.

Después se despidieron hasta que volvieran a reunirse en Gloucester durante la sesión de cuaresma de los tribunales regionales.


Al amanecer del día 6 de enero, Richard y Willy tomaron sus cajas y cruzaron la puerta de barrotes para entrar en el pasadizo, donde Walter los esperaba con un desconocido armado con una porra. Los empujaron al cuarto de los grilletes; por un breve instante, Richard pensó que los iban a librar de las cadenas para el viaje, y lanzó un suspiro de alivio. La caja ya pesaba mucho incluso sin el peso de las cadenas. Pero no. El miserable personaje que estaba al frente de aquella cámara de los horrores tomó un arco de hierro de unas dos pulgadas y media de anchura y lo cerró alrededor de la cintura de Richard. Después le pusieron unas esposas alrededor de las muñecas cuyas cadenas de dos pies de longitud se ajustaron al cerrojo que llevaba sobre el vientre. A continuación, le quitaron la cadena de los tobillos y la sustituyeron por dos cadenas, una que iba desde el tobillo izquierdo al cerrojo del cinturón y otra que iba del tobillo derecho al mismo cerrojo. Podría caminar con paso normal, pero no con rapidez suficiente para escapar. Cuatro trozos de cadena se juntaban en el cerrojo que llevaba a la altura del ombligo.

Levantó la caja como pudo y descubrió, con inmenso alivio, que las cadenas de las muñecas formaban una especie de cuna que repartía la carga entre sus brazos y su tronco.

– Sujeta la caja así, Willy -le dijo a su sombra- y la podrás llevar mejor.

– ¡Calla la boca! -ladró Walter.

El frío aire del exterior parecía y olía al mismísimo Cielo destilado. Con los ojos y las ventanas de la nariz dilatados, Richard echó a andar delante de su escolta, que, hasta aquel momento, no había dicho ni una sola palabra. ¿Un alguacil de Bristol?

¡Qué alegría poderse librar de aquella hedionda mazmorra! Sabía que Gloucester era una pequeña ciudad, por lo que su prisión no tendría más remedio que ser más tolerable que la Newgate de Bristol. El crimen en las zonas rurales no era desconocido, pero todas las gacetas decían que abundaba mucho más en las grandes ciudades. También se consolaba pensando que le quedaba menos tiempo de permanencia en la cárcel que el que ya había pasado en ella: el tribunal regional de cuaresma celebraría su sesión en Gloucester en la segunda mitad de marzo.

¡Oh, qué agradable le resultaba el aire! El negro cielo encapotado amenazaba nieve, pero lo único que él se notaba helado eran las orejas, que ahora no estaban protegidas por su cabello. El sombrero le protegía la cabeza, pero su ala de tres picos vuelta hacia arriba no le cubría las orejas. ¿Qué importaba? Con los ojos brillantes por la emoción, bajó por Narrow Wine Street acompañado por el chirrido de las cadenas.

A pesar de lo temprano de la hora, Bristol era una ciudad muy madrugadora. La gente solía acudir a sus puestos de trabajo poco después del amanecer y, una vez allí, trabajaba ocho horas en invierno, diez horas en primavera y en otoño, y doce horas en verano. Así pues, mientras los tres hombres caminaban con los dos delincuentes delante, muchas personas los pudieron ver. Los rostros se contraían en muecas de horror, las figuras corrían al extremo más alejado de la calle… nadie quería rozarse con un criminal.

Las puertas de la fundición de latón de Wasborough estaban abiertas de par en par y su interior era un rugiente infierno de llamas. Estaba claro que ya se habían empezado a fabricar las planas cadenas de eslabones de latón para las nuevas bombas de los pantoques de la Armada Real. Jamás había vuelto a pasar por allí desde que perdiera el dinero.

– Dolphin Street -dijo lacónicamente el alguacil al llegar a la esquina.

O sea que no iban en dirección al Cooper's Arms, sino hacia el norte, al otro lado del Froom. Bueno, tenía su lógica. El camino de portazgo de Gloucester estaba al norte.

Lo cual lo indujo a pensar otra cosa: ¿quién pagaría todo aquello? Él y Willy estaban siendo extraditados de un condado a otro y el condado receptor era el que corría con los gastos. ¿Tan importantes eran pues él y Willy para el condado de Gloucester que a las autoridades no les importaba desembolsar varias libras por diez leguas de viaje, más los gastos de su escolta de alguaciles? ¿O acaso lo pagaba todo Ceely? Sí, pues claro que pagaba Ceely. Y con mucho gusto, pensó Richard.

Desde Dolphin Street giraron a la izquierda hacia Broadmead y al patio de carruajes de Michael Henshaw, que prestaba servicio con sus carruajes de carga hasta Gloucester, Monmouth y Gales, Oxford, Birmingham e incluso Liverpool. Allí los empujaron al interior de un cuarto lleno de excrementos de caballo y les permitieron dejar las cajas en el suelo mientras el pobre Willy jadeaba, casi sin resuello.

Por lo menos, pensó Richard, tres meses de inactividad no me han privado de toda mi fuerza. El pobre Willy no es fuerte. Pero otros tres meses más de encierro me dejarán en la misma apurada situación que Willy, a no ser que la prisión de Gloucester me ofrezca la posibilidad de trabajar y me alimente lo suficiente para poder trabajar. Pero, si trabajo, ¿quién me vigilará la caja y evitará que las manos de los ladrones la toquen? No pienso perder cosas como el aceite de brea y la piedra de filtrar, pero mis trapos y mi ropa desaparecerán en un segundo y alguien podría descubrir el compartimiento hueco donde guardo las guineas de oro. ¡Me podrían robar los libros! Pues seguro que no soy el único preso de Inglaterra que lee libros.

El enorme carruaje al que Richard y Willy subieron estaba cubierto por una especie de toldo de lona extendido sobre unos arcos de hierro, el cual los protegería de las peores inclemencias del tiempo, entre ellas una inminente nevada que sería más intensa cuando se alejaran de las chimeneas de Bristol. El tiro de ocho vigorosos caballos que engancharon al carruaje parecía estar en condiciones de luchar a través del cieno y el barro del Camino de Portazgo de Gloucester. El interior estaba tan lleno de toneles y canastas que no había sitio donde poner los pies, por lo que el carretero empezó a insistir en que se deshicieran de las cajas.

– Son sus efectos personales, hombre, es la ley -dijo el alguacil en un tono que no admitía discusión.

Después subió al carruaje para soltarles las cadenas que inmovilizaban los tobillos y las muñecas y las aseguró a los arcos de hierro que sostenían el toldo de lona. Lo mejor que podían hacer era colocarse entre la carga con las piernas estiradas. El alguacil saltó a tierra y, por un instante, Richard se preguntó si los iba a dejar allí. El carruaje se puso en marcha con una sacudida; la espalda del alguacil estaba alineada con la del carretero en el asiento del conductor, bajo una protección adecuada.

– Espabila, Willy -le dijo Richard a su afligido compañero, visiblemente a punto de romper a llorar-. Ayúdame a empujar mi caja contra este saco y después yo te ayudaré a ti a hacer lo mismo con la tuya. Así tendremos algo contra lo que apoyarnos. ¡Y no llores! Como llores, eres hombre muerto.

El ritmo era desesperadamente lento a lo largo de aquel camino de tierra y, por si fuera poco, de vez en cuando, el carruaje se hundía en el barro hasta los ejes. Entonces a Richard y Willy les soltaban las cadenas y los obligaban a excavar y empujar…, cosa que también hacía, observó Richard con regocijo, el indignado alguacil. Ahora la nevada era muy fuerte, pero la temperatura no había bajado lo bastante para congelar la superficie. Al término del primer día, sin haber comido ni bebido más que unos cuantos puñados de nieve, habían recorrido ocho de las cuarenta millas que tenían que recorrer.

Lo cual fue muy del agrado del carretero cuando se detuvo delante del Stars and Plough de Almondsbury.

– Os debo una cama y unas mantas -les dijo a los reclusos, mucho más de buen humor que en Bristol-. Gracias a vuestros esfuerzos nos hemos salvado del barro media docena de veces. En cuanto a ti, Tom, te mereces un buen cuarto de galón de cerveza…, la de aquí es muy buena, la elabora el propio posadero.

El carretero y el alguacil Tom desaparecieron, y Richard y Willy se quedaron en el interior del carruaje sin saber lo que había ocurrido. Después, Tom el alguacil, con la porra a punto, regresó para soltarles las cadenas que los mantenían sujetos a los arcos de hierro y los condujo a un establo de piedra con el suelo cubierto de paja. Cerca del suelo encontró un madero con varias espigas de hierro y los aseguró al mismo. Tras lo cual, desapareció.

– ¡Me muero de hambre! -gimoteó Willy.

– Puedes rezar, Willy, pero no llores.

El establo olía a limpio y la seca paja era una cama mucho mejor que cualquiera de las que hubiera tenido Richard en los últimos tres meses, pensó éste mientras trataba de excavarse un hueco. En medio de todo ello, entró el posadero con un corpulento patán; el posadero llevaba una bandeja, en la cual descansaban dos jarras de cerveza, pan, mantequilla y dos grandes cuencos de humeante sopa. El patán se acercó a una casilla vacía y salió con unas mantas de caballo.

– John dice que le echasteis una buena mano con el carruaje -dijo el posadero, colocando la bandeja en un lugar situado a su alcance antes de retirarse a toda prisa-. ¿Tenéis dinero para pagar algo más que el penique por barba que pagará el alguacil por vosotros? De lo contrario, yo saldría perdiendo y tengo que cargar la cuota de John, pues dice que os habéis ganado el jornal de unos obreros.

– ¿Cuánto? -preguntó Richard.

– Tres peniques por barba, incluyendo los dos cuartos de cerveza.

Richard se sacó una moneda de seis peniques del bolsillo del gabán.

Por tres peniques pudieron comer pan y beber cerveza suave al amanecer, tras lo cual, regresaron al carruaje para enfrentarse con una segunda jornada de ocho millas de camino, con varias interrupciones para cavar, empujar y levantar. Una buena noche de descanso entre la paja y las mantas, combinada con la nutritiva comida caliente, obró maravillas en el cuerpo de Richard, a pesar de lo dolorido que lo tenía a causa del esfuerzo. Hasta Willy parecía más animado y ponía más empeño en el trabajo. Había cesado de nevar y la temperatura había bajado, aunque no lo bastante para congelar el suelo; ocho millas al día era todo lo que podían recorrer, un ritmo muy del agrado del carretero John… y que probablemente le permitía descansar cada noche en su lugar de costumbre.

De esta manera, Richard esperaba que lo dejaran en la cárcel de Gloucester al anochecer del quinto día. Pero el carruaje cesó de rodar al llegar al Harvest Moon, en las afueras de Gloucester.

– No soy partidario de colocaros de noche en aquel repugnante lugar -les explicó el carretero John-. Os habéis comportado como caballeros y me dais mucha lástima. Ésta sera vuestra última noche de descanso y de comida como Dios manda hasta cualquiera sabe cuándo. Cuesta pensar que sois unos delincuentes, o sea que buena suerte y adiós a los dos.


Al amanecer del día siguiente, el carruaje cruzó el río Severn a través del puente levadizo y entró en la ciudad de Gloucester por la puerta occidental. La ciudad conservaba buena parte de su atmósfera medieval, con casi todas sus murallas, fosos, puentes levadizos, claustros y casas de entramado de madera. El panorama de la ciudad se limitaba a lo que se podía ver a través de la parte posterior descubierta del carruaje, pero ello bastó para que Richard comprendiera que Gloucester era un simple pececillo en comparación con la ballena de Bristol.

El carruaje se detuvo delante de una de las puertas de una gruesa y antigua muralla; Richard y Willy bajaron y fueron conducidos en compañía de Tom el alguacil a un gran espacio abierto, el cual parecía dedicado al cultivo de unas plantas cuyo nombre sólo la primavera permitiría averiguar. Delante de ellos se levantaba el castillo de Gloucester, que era también la cárcel de la ciudad. Un lugar de siniestros torreones de piedra, torres y ventanas con barrotes, que, sin embargo, era una ruina más que una fortaleza defendida por última vez en tiempos de Oliver Cromwell. No entraron en ella sino que, en su lugar, los acompañaron a una casa de piedra bastante grande, adosada a la muralla exterior y el foso que rodeaba el castillo. Allí vivía el jefe de los carceleros.

La verdadera razón de que los hubieran escoltado hasta allí desde Bristol, pensó Richard, estribaba más en el hecho de que la Newgate de Bristol quería que le devolvieran las cadenas que en el temor de que los presos se escaparan. Les quitaron todos los hierros que llevaban encima y Tom el alguacil los estrechó contra su pecho tal como hace una mujer con su hijo recién nacido. En cuanto se completaron los trámites y se estamparon las correspondientes firmas, el alguacil se alejó con su cargamento en un saco para tomar el barato coche que lo devolvería a casa. Dejó a Richard y a Willy en aquel lugar, donde les colocarían otros grillos unidos por una cadena de dos pies de longitud. Una vez hecho esto, un carcelero (no llegaron a ver al jefe de los carceleros) los empujó con sus valiosas cajas hacia el castillo.

El poco espacio del castillo que aún resultaba habitable estaba tan abarrotado de presos que el hecho de sentarse con las piernas estiradas era de todo punto imposible. Cuando aquellos desagraciados se sentaban, lo hacían con las rodillas dobladas bajo la barbilla. La estancia medía exactamente doce pies cuadrados y albergaba a unos treinta hombres y a diez mujeres. El carcelero que los había acompañado gritó una orden incomprensible y todos los que habían conseguido encontrar espacio suficiente para sentarse se pusieron en pie. Después salieron, entre ellos Richard y un lloroso Willy, todavía con sus cajas, y se detuvieron en un patio glacial, donde ya se encontraban otros veinte hombres y mujeres.

Era domingo y los reclusos de la cárcel de Gloucester estaban a punto de recibir el mensaje de Dios por medio del reverendo Evans, un caballero tan anciano que su cascada voz se perdía en el viento que soplaba por el interior de aquel espacio aproximadamente rectangular, por lo que sus palabras de arrepentimiento, esperanza y compasión, en caso de que eso fueran en efecto, resultaran ininteligibles. Por suerte, el reverendo pensaba que un oficio de diez minutos y un sermón de veinte constituían un esfuerzo adecuado a cambio de las cuarenta libras anuales que le pagaban como capellán de la prisión, sobre todo teniendo en cuenta que estaba obligado a hacer lo mismo los miércoles y los viernes.

A continuación, fueron conducidos de nuevo a la sala común de los delincuentes, mucho más pequeña que la de los deudores, cuyo número equivalía a la mitad del de los delincuentes.

– De lunes a sábado no está tan mal -dijo una voz mientras Richard depositaba su caja en el suelo, empujando a alguien para que le dejara sitio, y se sentaba encima de ella-. ¡Qué hombre tan encantador estás hecho!

La mujer se agachó a sus pies apartando a codazos a los presos que tenía a ambos lados. Era una flaca y huesuda criatura de unos treinta años, vestida con unas prendas muy remendadas pero aceptablemente limpias: falda negra, enagua roja, blusa roja, justillo negro y un extraño e impertinente sombrero negro con la ancha ala ladeada y una pluma de ganso teñida de rojo vivo.

– ¿No hay ninguna capilla donde se pueda oír mejor el sermón del pastor? -preguntó Richard, esbozando una leve sonrisa.

La mujer le caía muy bien, y hablar con ella significaba no tener que escuchar a Willy el Llorón.

– Pues sí, pero dentro no cabemos todos. En estos momentos estamos al completo… Hace falta una buena dosis de fiebre de la cárcel para que se reduzca el número. Me llamo Lizzie Lock.

Y le tendió la mano a Richard.

Él se la estrechó.

– Richard Morgan. Y éste es Willy Insell, que es la cruz de mi vida y también mi sombra.

– ¿Cómo estás, Willy?

La respuesta de Willy fue un nuevo arrebato de lágrimas.

– Es una fuente -dijo Richard en tono cansado- y el día menos pensado voy y lo estrangulo. -Miró a su alrededor-. ¿Por qué hay mujeres entre los hombres?

– No hay ninguna prisión aparte, Richard, mi amor. Tampoco hay prisión aparte para los deudores, y es por eso por lo que nos mencionaron en el informe de John Howard acerca de las prisiones de Inglaterra hace aproximadamente cinco años. Y es por eso por lo que estamos construyendo una nueva cárcel. Y es por eso por lo que, de lunes a sábado, cuando los hombres están trabajando en la obra, aquí hay mucha menos gente -añadió Lizzie, dando por concluida su perorata.

De entre toda aquella avalancha de información, Richard captó un detalle.

– ¿Quién es este John Howard?

– Un tipo que escribió este informe sobre las cárceles inglesas, ya te lo he dicho -contestó Lizzie Lock-. No me preguntes nada más porque es lo único que sé. Lo único que sé es que sembró la discordia en Gloucester… entre el obispo y su ilustre colegio y sus pertigueros. Y consiguieron que el Parlamento aprobara la construcción de una nueva cárcel. Dicen que se terminará dentro de tres años, pero yo ya no estaré aquí para verlo.

– ¿Esperas ser puesta en libertad? -preguntó Richard, con una sonrisa cada vez más ancha.

Le gustaba aquella mujer, a pesar de no sentirse atraído en absoluto por ella; le encantaba que sus brillantes ojos negros no hubieran perdido el entusiasmo por la vida.

– ¡No, por Dios! -contestó jovialmente Lizzie-. Hace dos años me encerraron para el sus.per.coll.

– ¿El qué?

– La cuerda del verdugo, Richard, mi amor. El sus.per.coll. es lo que escribe el caballero que te ahorca en el registro oficial en cuanto dejas de soltar puntapiés. En Londres a eso se le llama la mentirita.

– Pero veo que tú sigues estando viva.

– Me indultaron hace un par de Navidades. Siete años de deportación. Hasta ahora, no me han deportado a ningún sitio, pero lo harán.

– Por lo que yo he oído decir, Lizzie, no hay ningún lugar adonde deportarte. Aunque en Bristol se hablaba de África.

– ¡Eres de Bristol! Ya me parecía a mí. Hablas con timbre nasal y no metálico como en Escocia.

– Willy y yo somos los dos de Bristol. Hoy mismo hemos llegado en carruaje.

– Y tú eres un caballero -dijo Lizzie asombrada.

– Sólo hasta cierto punto, Lizzie.

– ¿Qué hay aquí dentro? -preguntó ésta, señalando la caja de madera con el dedo.

– Mis efectos personales, aunque es difícil decir por cuánto tiempo. Observo que algunos reclusos tienen pinta de estar enfermos, aunque a la mayoría se la ve más ágil que a los de la Newgate de Bristol.

– Gracias a la construcción de la nueva cárcel y a los huertos de verduras de la Vieja Madre Hubbard. A los que trabajan se les alimenta mejor. Sale más barato utilizar reclusos que contratar a los obreros de Gloucester… es algo relacionado con una ley del Parlamento sobre la autorización del trabajo de los reclusos. Las mujeres también trabajamos, sobre todo en los huertos.

– ¿La Vieja Madre Hubbard?

– Hubbard es el jefe de los carceleros. Lo importante es no ponerse enfermo… Como te pongas, te reducen las raciones a una cuarta parte. Aquí la fiebre de la cárcel causa estragos. En la Navidad del ochenta y tres, ocho murieron de viruela. -Lizzie dio una palmada a la caja de madera-. No te preocupes por eso, Richard mi amor. Yo me encargo de eso… previo pago.

– ¿Qué pago? -preguntó Richard con aire cansado.

– Protección. Me gano raciones completas e incluso unos cuantos peniques, remendando y zurciendo. Se podría decir que alquilo mis servicios de una manera que el cura no me podría reprochar. Pero los hombres me persiguen sin cesar, sobre todo ese Isaac Rogers. -Señaló a un corpulento sujeto que parecía un auténtico tunante-. ¡Menudo sinvergüenza está hecho Ike!

– ¿Qué es lo que hizo?

– Salteamiento de caminos. Brandy y cajas de té.

– Y tú, ¿qué hiciste?

Lizzie soltó una risita y se dio un golpecito con la mano en el sombrero.

– ¡Birlé un sombrerito de seda precioso! No lo puedo evitar, Richard…, ¡me encantan los sombreros!

– ¿Quieres decir que te condenaron a muerte por robar un sombrero?

Los ojos negros parpadearon. Después, Lizzie inclinó la cabeza.

– No era la primera vez que lo hacía -dijo-. Ya te he dicho que me encantan los sombreros.

– ¿Tanto como para que te ahorquen, Lizzie?

– Bueno, es que no pensaba en eso cuando me pillaron, ¿sabes?

Richard tendió la mano a Lizzie por segunda vez.

– Trato hecho, muchacha. Considérate bajo mi protección, a cambio de lo cual yo espero que defiendas mi caja con uñas y dientes. ¡Y no intentes abrir los cerrojos, Lizzie Lock! Te juro que dentro no hay ningún sombrero. -Se levantó propinando codazos a los que lo rodeaban-. Si no puedo pasear entre la gente, trataré de explorar al máximo mis nuevos dominios. Vigílame la caja.

Quince minutos le bastaron para completar el recorrido. A la sala común se abrían toda una serie de pequeñas celdas oscuras, sin ventilación y desiertas, salvo dos que albergaban los retretes. Unos peldaños medio en ruinas conducían a las regiones superiores, cerradas por una puerta. La sala común de los deudores, también separada de los delincuentes por una puerta, medía diez por veinte pies, pero, al igual que las celdas, carecía de ventanas y de ventilación y habría estado sumida en una oscuridad semejante a la de la laguna Estigia de no haber sido porque los reclusos habían derribado la parte superior de la pared para permitir la entrada de la luz y el aire. El patio se encontraba al otro lado de la pared. A pesar de que disponían de más espacio, la suerte de los deudores era peor que la de los delincuentes; no trabajaban y, por esta razón, subsistían con una cuarta parte de la ración. Como los reclusos de la Newgate de Bristol, estaban demacrados y parcialmente cubiertos de andrajos y se mostraban en extremo abatidos.

Al regresar a la sala común de los delincuentes, Richard vio a Liz zie defendiendo con valentía su caja de los ataques de Isaac Rogers, el salteador de caminos.

– Déjala en paz y deja en paz mis pertenencias -dijo Richard bruscamente.

– ¡Oblígame a hacerlo! -contestó Rogers soltando un gruñido, aunque enseguida se reportó.

– ¡Largo de aquí! Eres un pedazo de manteca que yo me comería de un tirón. Soy un hombre de paz, me llamo Richard Morgan y esta mujer se encuentra bajo mi protección. -Rodeó el talle de Lizzie con su brazo y ésta se acurrucó alegremente contra él-. Aquí hay otras mujeres. Métete con ellas, si quieres.

Rogers lo estudió con sumo cuidado y llegó a la conclusión de que la discreción también formaba parte de la valentía. Si Morgan hubiera puesto de manifiesto el más mínimo temor, la situación habría sido distinta, pero el muy miserable no le tenía miedo. Demasiado sereno y comedido. Los sujetos como él peleaban como los gatos, con uñas, dientes y botas, y eran muy ágiles. Por consiguiente, se apartó con un encogimiento de hombros y dejó a Richard sentado sobre su caja y a Lizzie sentada sobre sus rodillas.

– ¿Cuándo nos dan de comer? -preguntó.

¡Qué mujer tan inteligente! No había temor de que interpretara equivocadamente su galantería. A Lizzie Lock le convenía contar con un protector que no la deseara.

– Es muy pronto todavía para el almuerzo -contestó ella-. Como estamos a domingo, nos darán pan recién hecho, carne, un trozo de queso, nabos y repollo. Nada de jamón y mantequilla, pero la comida es abundante. La cocina de los delincuentes está por allí… -Lizzie señaló hacia el fondo de la sala- y el cocinero te da un plato de madera y una jarra de hojalata. En la cena nos dan más pan, cerveza suave y sopa de repollo.

– ¿Hay taberna?

– ¿Cómo, aquí? Te gusta darle a la botella, ¿verdad, Richard mi amor?

– No. Yo sólo bebo cerveza suave o agua. Era sólo una pregunta.

– Simmons, le llaman Happy y es un carcelero de rango inferior, te proporciona bebida a cambio de un penique. Aquí es donde tendrás que vigilar a Isaac. Es un salvaje cuando bebe, vaya si lo es.

– Los borrachos son muy torpes, me he pasado toda la vida aguantándolos.

Hacia finales de enero no hubo nada acerca de la cárcel de Gloucester que Richard no conociera, incluidos todos sus compañeros de reclusión, a quienes la proximidad convertía en amigos más que en conocidos. Catorce de ellos comparecerían en juicio ante el tribunal regional por cuaresma; los demás ya habían sido juzgados y condenados y casi todos serían deportados. Y, entre los catorce, había tres mujeres: Mary (llamada Maisie) Harding, acusada de receptación de objetos robados, Betty Mason, acusada de robar una bolsa que contenía quince guineas en una casa de Henbury, y Bess Parker, acusada de allanamiento de morada en North Nibley y del robo de dos prendas de lino. Bess Parker había establecido una sólida relación con Ned Pugh, un delincuente de 1783; Betty Mason había hechizado a un carcelero de inferior categoría llamado Johnny. Ambas estaban a punto de dar a luz.

¡Qué bonito mundo el nuestro!, pensó Richard con tristeza. Una sala común en la que uno apenas puede permanecer de pie y, cuando el carcelero abre la puerta, unos peldaños que conducen a un repugnante dormitorio para hombres. Se había vuelto bastante despreocupado; se desnudaba y bañaba en la bomba que había en una oscura y mal ventilada celda, sin la menor consideración hacia las mujeres, lavaba los trapos que utilizaba para limpiarse el trasero empleando el agua de la bomba con incomparable tranquilidad y filtraba el agua para beber a través de su piedra de filtrar bajo la mirada de más de tres docenas de pares de incrédulos ojos. Un cierto grado de egoísmo se había apoderado de él, pues no hacía el menor intento de compartir su agua purificada con Lizzie o Willy; la piedra de filtrar era muy lenta y tardaba una hora en producir aproximadamente dos pintas de agua filtrada. Tampoco compartía el jabón o los trapos. Los pocos peniques que sacaba de su oculto tesoro iban a parar a Maisie la lavandera para que le lavara los calzoncillos, la camisa y las medias; en cuanto a los calzones y otras prendas de vestir… bueno, pues apestaban a sudor.

Maisie era la única mujer sin protector y dispensaba gratuitamente sus favores mientras que de las demás se podía disfrutar a cambio de una jarra de ginebra. Cuando una pareja experimentaba una apremiante necesidad, se tumbaba en la primera parte desocupada del suelo que encontraba o, a falta de eso, permanecía de pie contra la pared. No era muy erótico que digamos, pues nadie se quitaba la ropa y lo único que podía ver fugazmente algún individuo más curioso que los demás era una carnosa vara o un velloso montículo, aunque, por regla general, ni eso tan siquiera. Lo que más fascinaba a Richard era el hecho de que ningún apareamiento tuviera lugar en alguna de las celdas adyacentes; a todos les aterrorizaba la oscuridad.

Bess Parker y Betty Mason rompieron aguas en el suelo de la sala común de los delincuentes a principios de marzo y fueron conducidas a un dormitorio de mujeres para que el proceso del alumbramiento terminara en aquel repugnante lugar. Otras dos mujeres estaban amamantando a sus hijos nacidos en la cárcel de Gloucester, y Maisie tenía un hijo de corta edad que había llevado consigo a la cárcel. La mayoría de los bebés morían durante el parto o poco después de él. Los niños que ya empezaban a andar eran un milagro.

Pero había mucho trabajo que hacer, lo cual era una bendición. A Richard le encomendaron acarrear bloques de piedra caliza desde el embarcadero del castillo a la nueva prisión, lo cual le permitía respirar aire fresco y le ofrecía la ocasión de mirar a su alrededor. El pequeño puerto de Gloucester se encontraba justo al norte del castillo, en la misma orilla del Severn que era navegable hasta aquel lugar para pequeños veleros y grandes barcazas. Una de las dos fundiciones de la ciudad fabricaba campanas de iglesia, mientras que la otra se conformaba con fabricar pequeños objetos de hierro que después vendía fácilmente por los alrededores. Emitían humo pero no el suficiente para contaminar un aire que a Richard le parecía dulce y vigorizante. El Severn tampoco daba la impresión de estar muy sucio, si bien la endémica fiebre de la cárcel revelaba que la fuente del agua que se consumía en la cárcel estaba contaminada. Pero también cabía la posibilidad de que se transmitiera a través de las pulgas y los piojos, que Richard evitaba frotando su sucio camastro con aceite de brea y lavándose constantemente el cuerpo y la ropa. ¡Oh, quién pudiera estar limpio! ¡Vivir limpio! ¡Disfrutar de un poco de intimidad!


La fiebre de la cárcel hizo su aparición pocos días después de la llegada de Richard y Willy, lo cual dio lugar a un descenso de la población de la sala común, de cuarenta reclusos a veinte; sólo un pequeño número de nuevos rostros permitió que los presos preventivos no bajaran de catorce.

El tiempo y el trabajo en común le habían ofrecido la oportunidad de conocer a todos los hombres, algunos de los cuales eran tan de su agrado que hasta podía llamarlos amigos: William Whiting, James Price y Joseph Long. Todos figuraban en la lista de la sesión de cuaresma del tribunal regional.

Whiting estaba acusado del robo de un carnero castrado en el mismo lugar en el que Richard y Willy habían dormido entre la paja del Stars and Plough, Almondsbury.

– ¡Bobadas! -dijo Whiting, que era un bromista de mucho cuidado. Nadie sabía jamás si lo que decía se podía tomar en serio-. ¿Por qué demonios iba yo a robar un carnero? Lo único que yo quería era fornicar con él. Lo habría devuelto a su corral a la mañana siguiente y nadie se habría enterado. Lo malo fue que el pastor no estaba dormido.

– ¿Estabas desesperado, Bill? -le preguntó Richard con la cara muy seria.

– No es que estuviera desesperado sino que… bueno, sencillamente me gusta fornicar y el trasero de un carnero es más o menos como el coño de una mujer -contestó alegremente Whiting-. Huele igual en cualquier caso y es un poquito más apretado. Y, además, los carneros no replican. Mira, colocas sus patas traseras sobre tus botas y te lanzas.

– Tanto si es un caso de bestialismo como si es de robo de ovejas, te espera la horca, Bill. Pero ¿por qué en Almondsbury? Unas dos leguas más allá habrías podido encontrar mil personas de ambos sexos que venden su cuerpo en Bristol… Ellas tampoco replican.

– No podía esperar, es que no podía. Tenía una carita preciosa… Me recordaba la de un cura que conocí una vez.

Richard lo dejó por imposible.

Jimmy Price era un mozo de Somerset que no aguantaba muy bien el ron. Él y su compañero habían robado en tres casas de Westbury-upon-Trim una gran cantidad de carne de vaca, cerdo y cordero, tres sombreros, dos chaquetas, un chaleco bordado, unas botas de montar, un mosquete y tres sombrillas de seda verde. Su cómplice, a quien él llamaba Peter, había muerto posteriormente a causa de la fiebre de la cárcel. No se arrepentía de sus actos porque, a su juicio, su conducta había sido intachable.

– Yo no quería hacerlo… No recuerdo haberlo hecho -explicó-. ¿Para qué iba yo a querer dos sombrillas de seda verde? En Westbury no hay ningún lugar donde venderlas. Tampoco estaba hambriento y la ropa no nos sentaba bien ni a mí ni a Peter. Y no me llevé pólvora ni munición para el mosquete.

El tercer miembro del trío, de quien Richard se compadecía enormemente, era el que estaba más triste. Sin voluntad ni ingenio, Joey Long había robado un reloj de plata en Slimbridge.

– Estaba borracho -se limitó a decir- y era tan bonito.

Como es natural, Richard también había contestado a la misma clase de preguntas; la sala común de los delincuentes era una especie de Club del Robo de Mayor Cuantía. Su explicación era siempre muy breve: extorsión y robo de mayor cuantía. Un pagaré de quinientas libras y un reloj de acero. Una respuesta que le granjeó el respeto de sus compañeros, incluso el de Isaac Rogers.

– Un término muy útil ese de robo de mayor cuantía -le dijo a Bill Whiting mientras ambos acarreaban bloques de piedra caliza; Whiting sabía leer y escribir y era inteligente-. Para mí, un reloj de acero; para la pobre Bess Parker, un par de sencillas camisas de lino de seis peniques como mucho. Para Rogers, cuatro galones de brandy y cuatro mil quinientas libras de té chino al precio de una libra cada una. Un botín valorado en más de cinco mil. Y de lo único de que nos acusan es de robo de mayor cuantía. Es absurdo.

– Rogers bailará en el patíbulo -comentó Whiting.

– A Lizzie la condenaron a sus.per.coll. por el robo de tres sombreros.

– Robo con reincidencia, Richard -dijo Whiting, soltando una carcajada-. Tenía que haberse enmendado y no volverlo a hacer jamás. Lo malo es que casi todos nosotros estamos constantemente borrachos. Que le echen la culpa a la bebida.


Los dos primos James llegaron a Gloucester en una silla de posta de alquiler el lunes, 21 de marzo. Como no pudieron encontrar un alojamiento aceptable en la ciudad, acabaron en el mismo establo del Harvest Moon en el que Richard y Willy habían pasado su última noche antes de ingresar en la cárcel de Gloucester.

Al igual que Richard, ambos esperaban confiadamente que la nueva prisión fuera mucho más soportable que la antigua. Además, no habían imaginado que pudiera haber otra prisión peor que la de Bristol.

– De momento, está bastante bien, primo James y primo James -dijo Richard, sorprendiéndose de la horrorizada expresión de sus rostros cuando ambos fueron conducidos a la sala común de los delincuentes-. La fiebre de la cárcel la ha vaciado de forma considerable. -Besó a sus dos primos en la boca, pero no permitió que éstos lo abrazaran-. Huelo que apesto -explicó.

Después de la función religiosa del domingo, habían aparecido de repente unos bancos y una mesa; advertido de que el Parlamento estaba prestando mucha atención al informe de John Howard acerca de las prisiones de los deudores y de que, como consecuencia de ello, cabía la posibilidad de que el barón de Eyre pidiera inspeccionar su cárcel, el jefe de los carceleros había reaccionado haciendo todo lo que podía.

– ¿Cómo está padre? -fue la primera pregunta de Richard.

– No lo bastante bien para hacer el viaje, pero mejor a pesar de todo. Te envía todo su cariño -dijo el primo James el farmacéutico-. Y sus oraciones.

– ¿Y mi madre?

– Es la misma de siempre. También te envía su cariño y sus oraciones.

Los dos primos James se sorprendieron del buen aspecto de Richard. Su chaqueta, su chaleco y sus calzones olían muy mal y estaban muy gastados, pero la camisa y las medias estaban limpias, al igual que los trapos que acolchaban los hierros de los tobillos. Llevaba el cabello tan corto como en la Newgate y no tenía ni una sola cana; las uñas estaban limpias y bien cortadas y el rostro recién afeitado; y su piel no presentaba ni una sola arruga. La seria y distante expresión de sus ojos resultaba ligeramente aterradora.

– ¿Hay alguna noticia de William Henry?

– No, Richard, ni una sola palabra.

– Pues entonces, todo eso no importa.

– ¡Pues claro que importa! -dijo con vehemencia el primo James el clérigo-. Te hemos contratado a un abogado…, no a un hombre de Bristol, por desgracia. Estos tribunales regionales no ven con buenos ojos a los forasteros. El primo Henry el abogado nos ha aconsejado que busquemos a un abogado de Gloucester, experto en tribunales regionales. Hay dos jueces, un barón del tribunal superior del Royal Exchequer, que es sir James Eyre, y otro barón del tribunal superior de Derecho Consuetudinario, que es sir George Nares.

– ¿Habéis visto a Ceely Trevillian?

– No -contestó el primo James el farmacéutico-, pero me han dicho que se hospeda en la mejor posada de la ciudad. Se trata de un gran acontecimiento para Gloucester… y todo se hace con gran ceremonia, según tengo entendido, por lo menos por la mañana, cuando todo el mundo desfila por la ciudad hasta el Ayuntamiento, que es también el palacio de justicia. Los dos jueces se hospedan en unos alojamientos especiales cerca de aquí, pero casi todos los ujieres, los abogados y los secretarios se alojan en posadas. Mañana el Gran Jurado celebra una sesión, pero es una simple costumbre. Iréis todos a juicio, según tu abogado.

– ¿Quién es?

– El señor James Hyde, de Chancery Lane, Londres. Es un abogado que recorre la jurisdicción de Oxford con los barones Eyre y Nares.

– ¿Cuándo vendrá a verme?

– No lo hará, Richard. Su deber está en el tribunal. No olvides que no puede presentar tu versión de los hechos. Escucha a los testigos y trata de encontrar alguna brecha en su declaración para aprovecharla en la repregunta. Puesto que no sabe quiénes son los testigos ni lo que dirán, de nada sirve que te vea. Le hemos informado debidamente. Es un hombre muy realista y capacitado.

– ¿Cuáles son sus honorarios por todo este trabajo?

– Veinte guineas.

– ¿Y ya le habéis pagado?

– Sí.

Todo esto es una farsa, pensó Richard, sonriendo cordialmente mientras apretaba los brazos de su primo.

– Sois muy buenos conmigo. No sabéis cuánto os agradezco vuestra amabilidad.

– Formas parte de la familia, Richard -dijo el primo James el clérigo en tono sorprendido.

– Te he traído un vestido nuevo y un par de zapatos nuevos -anunció el boticario James-. Y una peluca. No puedes presentarte ante el tribunal con el pelo cortado al rape. Las mujeres, tu madre, Ann y Elizabeth, te envían toda una caja de calzoncillos, camisas, medias y trapos.

Richard no dijo nada; su familia se había preparado para lo peor, no para lo mejor. Pues, si pasado mañana iba a recuperar la libertad, ¿para qué necesitaba toda una caja de ropa nueva?

A la mañana siguiente, los sonidos con que Gloucester estaba celebrando el comienzo de las sesiones del tribunal regional llegaron con toda claridad a los oídos de Richard mientras éste acarreaba bloques de piedra: el clamor de las trompetas y los cuernos, los vítores y las exclamaciones de admiración, la música de una banda de tambores y pífanos, el sonoro sonsonete de las voces que peroraban en fluido latín. El estado de ánimo de Gloucester era de fiesta.

Pero el del interior de la prisión era de abatimiento. Nadie, pensó Richard mientras contemplaba a sus dieciséis compañeros (el número había vuelto a subir) esperaba, en realidad, otro veredicto que no fuera el de «culpable». Otros dos se habían podido permitir el lujo de contar con un abogado: Bill Whiting e Isaac Rogers. El señor James Hyde sería también su abogado, lo cual indujo a Richard a pensar que el señor Hyde era el único candidato.

– ¿Ninguno de nosotros espera que lo suelten? -le preguntó Richard a Lizzie.

Lizzie, veterana de tres juicios ante aquel mismo tribunal regional, le miró con semblante inexpresivo.

– No nos van a soltar, Richard -se limitó a contestar-. ¿Cómo podrían hacerlo? Las pruebas las presentan el fiscal y los testigos y el jurado se cree lo que oye. Casi todos nosotros somos culpables, aunque yo he conocido a varios que eran víctimas de mentiras. El hecho de estar borracho no es una excusa y, si tuviéramos amigos en las alturas, no estaríamos en la cárcel de Gloucester.

– ¿Se absuelve alguna vez a alguien?

– Puede que a uno, si las sesiones son lo bastante numerosas. -Lizzie se sentó sobre sus rodillas y le acarició el cabello tal como habría hecho con el de un niño-. No esperes demasiado, Richard mi amor. Estar en el banquillo es toda la condena que el jurado necesita. Tú ponte la peluca, te lo suplico.

Cuando Richard salió al amanecer del día 23 de marzo, con las manos esposadas y todo lo demás encadenado a la cintura, vestía su nuevo y sencillo atuendo integrado por una chaqueta negra, un chaleco negro y unos calzones negros, zapatos nuevos y unos trapos limpios que le acolchonaban los grillos de las muñecas y los tobillos. Pero no se había puesto la peluca; le producía una sensación demasiado desagradable. Otros siete lo acompañaban: Willy Insell, Betty Mason, Bess Parker, Jimmy Price, Joey Long, Bill Whiting y Sam Day, un muchacho de diecisiete años de Durley, acusado del robo de dos libras de hilo de un tejedor.

Los introdujeron en el Ayuntamiento a través de una puerta de atrás y los condujeron a los sótanos sin permitirles ver el palenque en el que, a pesar de que el combate sería verbal, la muerte sería posible a pesar de todo.

– ¿Cuánto va a durar? -le preguntó Bess Parker a Richard en voz baja, mirándole con inquietud; había perdido a su hijo a causa de la fiebre de la cárcel a los dos días de haberlo dado a luz, y su dolor era inconmensurable.

– No mucho, supongo. El tribunal no celebra sesiones de más de seis horas al día como mucho, y, sin embargo, somos ocho los que vamos a ser juzgados. Irán tan rápido como un carnicero que hace salchichas.

– ¡Tengo mucho miedo! -gimoteó Betty Mason, cuya hija había nacido muerta. Un gran dolor para ella.

Jimmy Price fue el primero que se llevaron, pero aún no había regresado cuando le tocó el turno a Bess Parker; sólo tras la salida de Betty Mason comprendieron los que todavía esperaban en la celda que, en cuanto terminaba la vista de un acusado, éste regresaba directamente a la cárcel.

Se llevaron a Sam Day, y Richard y Willy se quedaron en la celda con Joey Long y Bill Whiting. Transcurrieron varias horas.

– La hora de comer de sus señorías -dijo el incorregible Whiting. Se humedeció los labios con la lengua-. Ganso asado, rosbif, cordero asado, gachas de avena y flanes, pastelillos, budines y empanadas… ¡buenas perspectivas para nosotros, Richard! Los vientres de sus señorías estarán llenos y tanto el clarete como el porto les habrán embotado el cerebro.

– Creo que es un mal presagio -dijo Richard, que no estaba de humor para bromas-. La gota les dará guerra y lo mismo hará su tripa.

– ¡Vaya manera de dar ánimos!

Él y Willy fueron los últimos, conducidos arriba a las tres y media, según el reloj de pared de la sala de justicia. El hueco de las entrañas de la sala se abría directamente al banquillo de los acusados, donde él y Willy permanecieron de pie (no había asientos), parpadeando a causa de la intensidad de la luz. Les acompañaba un hombre armado con una especie de venablo, que, envuelto en ricos ropajes medievales, mantenía una actitud aletargada. A pesar de que la sala no era muy grande, disponía en su parte superior de una galería para los espectadores; los que estaban abajo tenían aparentemente un papel que desempeñar en el drama. Los dos jueces permanecían sentados en un alto estrado, vestidos con toda la majestad de las túnicas carmesí ribeteadas de piel y tocados con voluminosas pelucas. Otros funcionarios judiciales permanecían sentados a su alrededor y por debajo de ellos mientras que otros se movían de acá para allá… ¿cuál de ellos sería su abogado, el señor James Hyde? Richard no tenía ni la menor idea. El jurado integrado por doce hombres permanecía de pie en una especie de pequeño redil, aliviando sus doloridos pies por medio de disimulados saltitos. Richard comprendía muy bien su apurada situación, que era la consecuencia del resentimiento que a todos los hombres libres desde el Tweed hasta el Canal les producía el hecho de tener que formar parte de un jurado, pues no podían sentarse durante las sesiones y no recibían ninguna compensación por la pérdida del jornal de un día de trabajo. Todo lo cual los inducía a terminar cuanto antes con la misma rapidez con que un juez podía decir: «¡Horca!»

El señor John Trevillian Ceely Trevillian estaba sentado en compañía de un hombre de impresionante aspecto, vestido con el atuendo propio de los participantes en aquella representación teatral: túnica, peluca con la coleta anudada con un lazo sobre la nuca, hebillas e insignias. Un Ceely muy distinto del que Richard había visto hasta entonces; este Ceely iba sobriamente vestido de la cabeza a los pies, llevaba una discreta peluca y unos guantes negros de cabritilla y tenía la cara propia de un pobre y simpático idiota. Del remilgado hazmerreír o del enérgico defraudador del impuesto sobre el consumo no quedaba ni rastro. El Ceely sentado en el Ayuntamiento de Gloucester era la quintaesencia de un inocentón. Al entrar Richard en el banquillo, emitió un chillido de terror y se acurrucó contra su acompañante, tras lo cual, se pasó el rato mirando hacia todas partes menos hacia el banquillo. De acuerdo con la ley, el fiscal era el propio Ceely, pero su abogado hizo todo el trabajo, dirigiéndose al jurado para exponerle el horrible crimen cometido por los dos delincuentes del banquillo. Richard apoyó las manos esposadas en la barandilla, asentó firmemente los pies en el suelo de viejas tablas de madera y prestó atención mientras el fiscal ensalzaba las virtudes, y las imbecilidades, de aquel pobre e inofensivo ser que era el señor Trevillian. Comprendió que aquel día no se iba a producir ningún milagro en Gloucester.

Ceely contó su historia tragando saliva entre sollozos y largas pausas en busca de las palabras más apropiadas, cubriéndose a veces el rostro con las manos sin guantes en medio de temblores y nerviosas sacudidas. Al término de su relato, el jurado, impresionado ante su miseria mental y su prosperidad material, lo consideró víctima con toda evidencia de una impúdica mujer y de su iracundo marido. Lo cual no equivalía necesariamente la perpetración de un delito, de la misma manera que el pagaré de quinientas libras, aunque arrancado a la fuerza, tampoco equivalía a una verdadera extorsión.

La tarea de confirmarlo recayó en dos testigos, Joice, la esposa del peluquero, que lo oyó todo a través de la pared, y el señor Dangerfield, el vecino de al lado, que lo vio a través de su tabique. El oído de la señora Joice era extraordinario y el señor Dangerfield había podido ver todo un mundo de 360° a través de una rendija de una cuarta parte de una pulgada. La una había oído frases como «¡Maldita perra!», «¿Dónde está la vela?» y «¡Te voy a saltar la tapa de los sesos, condenado bribón!», mientras que el otro había visto a Morgan y a Insell amenazando a Ceely con un martillo y obligándole a escribir algo en un escritorio.

El señor James Hyde, el representante de Richard, resultó ser un individuo alto y delgado con pinta de cuervo. Hizo muy bien la repregunta con el propósito de demostrar que las tres casas que se levantaban en proximidad de Jacobs Well eran un nido de chismosos que, en realidad, habían visto y oído muy poco, y habían forjado sus historias basándose en lo que Ceely les había contado posteriormente en la calleja; tras ello Dangerfield lo había acogido en su casa con la ayuda de la señora Joice.

En una cosa pudo Ceely alcanzar una cierta ventaja: ambos testigos declararon que Richard había gritado desde la puerta que el señor Trevillian recuperaría el reloj cuando él hubiera obtenido cumplida satisfacción. La frase parecía muy propia de un marido ultrajado, incluso en opinión de los miembros del jurado.

¡Es ridículo!, pensó Richard mientras escuchaba las declaraciones y observaba cómo su viaje al Black Horse para ir en busca de cerveza se aplazaba hasta el día siguiente. Si Willy y yo pudiéramos hablar por nuestra cuenta, podríamos demostrar fácilmente que en aquellos momentos ambos nos encontrábamos en el patio del Lamb Inn. Sólo hay una diligencia que efectúa el trayecto a Bath y sale al mediodía, y yo tenía que estar en Bath, hasta el propio Ceely lo dice. ¡Y, sin embargo, todos dicen que estaba en Clifton!

En el transcurso de la declaración de la señora Joice, resultó que ésta había oído a Richard y Annemarie tramando la cita de Annemarie con Ceely en el zaguán… ¡como si fuera fácil, pensó Richard, que alguien que tuviera propósitos delictivos cometiera la imprudencia de mantener semejante conversación justo al lado de un delgado tabique! La sola mención de la palabra «maquinación» hizo que los jueces y los miembros del jurado tensaran los músculos.

La señora Mary Meredith declaró haber visto a los dos hombres del banquillo y a una mujer en las inmediaciones de Jacobs Well cuando regresaba a casa sobre las ocho de la tarde, y afirmó haberles oído hablar de un reloj y comentar que Ceely tendría que recurrir a la ley para recuperarlo. ¡Asombroso! A las ocho de la tarde de un día de finales de septiembre nadie habría podido distinguir unos rasgos faciales a más de una yarda de distancia, tal como el señor Hyde le recordó a la señora Meredith para gran confusión de esta última.

Un débil rayo de esperanza empezó a disipar la oscuridad de Richard; por mucho que lo intentara la acusación, el jurado aún no había conseguido establecer si lo ocurrido había sido deliberado o bien la consecuencia de la cólera de un hombre ante el hecho de que le hubieran puesto los cuernos.

El primo James el farmacéutico y el primo James el clérigo fueron llamados a declarar para dar testimonio de la solvencia moral de Richard; a pesar de que el fiscal hizo mucho hincapié en la relación de estrecho parentesco entre ellos y el acusado, no cupo duda de que semejantes dechados de honradez causaron una profunda impresión en el jurado. Lo malo fue que el caso, por culpa de un abogado de la defensa, se estaba prolongando más allá de una hora y los miembros del jurado se morían de ganas de levantarse. A nadie le interesaba que el caso se alargara y tanto menos a los jueces.

El señor Hyde llamó a declarar a Robert Jones como testigo de la honradez de Richard.

Richard experimentó un sobresalto. ¿Robert Jones declarando en su nombre? ¿El servil adulador de William Thorne que le había revelado a éste la visita de Willy a la Oficina del Impuesto sobre el Consumo?

– ¿Conocéis al acusado, señor Jones? -preguntó el señor Hyde.

– Pues sí, los conozco a los dos.

– ¿Son honrados y cumplidores de la ley, señor Jones?

– Pues sí, al máximo.

– Que vos sepáis, ¿han cometido alguna vez algún delito?

– No, jamás.

– ¿Sabéis algo, dejando aparte la cantidad de chismorreos que, al parecer, han corrido a propósito de esta cuestión, acerca de los acontecimientos que tuvieron lugar el día 13 del pasado mes de septiembre en Jacobs Well?

– Sí, señor.

– ¿En qué sentido?

– ¿Cómo decís?

– ¿Qué sabéis, señor Jones?

– Bueno, para empezar, la señora Joice no es una señora. Es sólo una puta que se fue a vivir con el señor Joice.

– La señora Joice no es objeto de este juicio, señor Jones. Tened la bondad de ceñiros a los acontecimientos.

– Hablé con ella y con el señor Dangerfield. El señor Dangerfield me acompañó al piso de arriba de su casa, pero dijo que no había oído nada y que apenas pudo ver nada. La señora Joice dijo que no vio ni oyó nada.

El abogado de la acusación frunció el entrecejo; el señor Trevillian, que era el verdadero fiscal, daba la impresión de no tener capacidad suficiente para entender lo que se estaba diciendo en la sala.

El abogado de la acusación decidió efectuar la repregunta.

– ¿Cuándo tuvo lugar esta conversación con la señora Joice y el señor Dangerfield, señor Jones? Os ruego que seáis explícito.

– ¿Cómo?

– Que habléis con absoluta claridad.

– Ah, ya. Ocurrió al día siguiente cuando fui a ver a Willy… quiero decir, al señor Insell, el acusado, a Jacob's Well. Él me contó la historia y yo pregunté a los vecinos qué habían visto y oído. La señora Joice, ¡que no es una señora!, dijo que no había visto ni oído nada. El señor Dangerfield me enseñó la rendija del piso de arriba desde la cual había mirado, pero yo miré y no pude ver nada.

La señora Joice fue llamada de nuevo a declarar y explicó que por supuesto que había negado haber visto y oído algo de lo ocurrido en la puerta de al lado… ¡ella no era la clase de mujer capaz de fomentar los fisgoneos!

El señor Dangerfield fue llamado nuevamente a declarar y repitió que él jamás había dicho haber oído sino tan sólo visto.

– ¡Que se llame al señor James Hyde! -dijo el abogado de la acusación, levantando la voz. El abogado de Richard experimentó un sobresalto y pareció sorprenderse-. No a vos, mi docto colega. El señor James Hyde, sirviente de la madre del señor Trevillian.

El segundo James Hyde era un hombrecillo pelirrojo de cincuenta y tantos años, con el aire discreto y levemente servil propio de un veterano servidor doméstico. Declaró que el señor Dangerfield había ido a verle el primer día de octubre para comunicarle que un tal Robert Jones le había dicho que, a cambio de la suma de cinco guineas, él podría demostrar que Morgan había urdido una intriga con su mujer para robar al señor Trevillian. Los miembros del jurado se agitaron y murmuraron entre sí mientras sir James Eyre, el juez, se incorporó un poco más en su asiento.

– ¿Una intriga, señor Hyde?

– Sí, señor, una intriga.

– ¿Estaba también implicado en ella el señor Insell?

– El señor Dangerfield no lo dijo. Habló tan sólo de Morgan y de la señora Morgan.

Llamado de nuevo a declarar, el señor Dangerfield reconoció que había acudido a la casa de la señora de Maurice Trevillian para ver a su amigo el señor James Hyde y le había comentado a Hyde el ofrecimiento de Robert Jones.

En la repregunta, el señor Robert Jones dijo que todo aquello era cierto. Sabía que el señor Dangerfield conocía a la servidumbre de la casa de los Trevillian y, como él andaba un poco escaso de dinero…

– ¿Qué me decís de esta maquinación entre el señor Morgan y su mujer para robar al señor Trevillian? ¿Existió realmente? -preguntó el abogado de la acusación.

– Sí -contestó Jones en tono jovial-. Pero Willy no tuvo nada que ver, lo juro.

– Estáis declarando bajo juramento, señor Jones.

– ¡Ah, sí, es verdad!

– ¿Cómo os enterasteis de esta maquinación?

– La señora Morgan me lo dijo.

Más revuelo entre los miembros del jurado y el juez.

– ¿Cuándo?

– Ah… pues, poco después del mediodía del día en que ocurrieron los hechos, cuando fui a ver a Willy la primera vez. No vi a Willy, pero me tropecé con la señora Morgan. Me dijo que estaba esperando al señor Trevillian, pero que éste tendría que regresar más tarde, cuando Morgan se fuera a Bath. Estaba muy contenta, dijo cuando apareció finalmente el señor Trevillian, pues Morgan se le echaría encima por retozar con ella… Ya sabéis, eso que suelen hacer los maridos cuando averiguan que llevan cuernos. Me dijo que su marido pensaba sacarle quinientas libras al muy estúpido, era tan bobo el pobrecillo.

Sir James Eyre miró hacia el banquillo de los acusados.

– Morgan, ¿qué tenéis que decir sobre esta maquinación con vuestra mujer?

– No hubo tal maquinación, señoría. Soy inocente -contestó con firmeza Richard-. No hubo ninguna maquinación.

Su señoría inclinó las comisuras de la boca hacia abajo.

– ¿Dónde está la señora Morgan? -preguntó, dirigiéndose, al parecer, a los presentes en la sala en general-. Tendría que estar en el banquillo con su marido, eso está claro. -Miró con dureza a Richard-. ¿Dónde está vuestra mujer, Morgan?

– No lo sé, señoría. No la he vuelto a ver desde aquel día -contestó serenamente Richard.

El abogado de la acusación atribuyó gran importancia a la maquinación y apenas tuvo en cuenta la ausencia de la cómplice señora Morgan. Y, cuando se dirigió al jurado, sir James Eyre también hizo especial hincapié en la maquinación.

Los doce buenos y leales miembros del jurado se miraron los unos a los otros con gran alivio. En menos de un minuto se podrían ir a casa. Había sido una dura y larga jornada; los hombres libres de Gloucester aún no habían llegado a un acuerdo sobre la creación de jurados distintos para cada acusado. No hubo deliberación. Richard Morgan fue declarado inocente del robo de un reloj, pero culpable de un delito de mayor cuantía en la cuestión de la extorsión. William Insell fue declarado inocente de todas las acusaciones.

Sir James Eyre dirigió la mirada hacia el banquillo de los acusados, donde Willy había caído de rodillas llorando y el pelón Richard Morgan -¡qué desvergonzado!- permanecía de pie, contemplando algo situado mucho más allá del Ayuntamiento de Gloucester.

– Richard Morgan, por este acto os condeno a siete años de deportación a África. William Insell, podéis retiraros sin cargos. -El juez dio un golpe con el martillo para despertar a sir George Nares-. El tribunal se volverá a reunir a las diez en punto del día de mañana. Dios salve al rey.

– Dios salve al rey -repitieron todos los presentes como un eco.

El hombre del venablo empujó con éste a los presos; Richard se volvió para bajar del banquillo sin molestarse en mirar al señor John Trevillian Ceely Trevillian. Ceely había desaparecido de su vida como desaparecían todas las cosas. Los sujetos como Ceely no tenían importancia.

Y, a medio camino de la cárcel de Gloucester, Richard descubrió que era verdaderamente feliz; acababa de comprender que no tardaría en librarse de Willy el Llorón.


El sol se estaba acercando al horizonte occidental cuando Richard y Willy -todavía llorando, cabía esperar que de alegría- cruzaron la puerta del castillo, escoltados por dos carceleros. Allí obligaron a Richard a detenerse mientras Willy seguía adelante. ¿Será éste el comienzo de la diferencia entre un hombre a la espera de juicio y un delincuente convicto? El carcelero le indicó la casa del jefe de los carceleros; Richard se movió con la misma pasividad con que lo hacía todo cuando se encontraba bajo una mirada oficial. Al cabo de tres meses, ya conocía a todos los carceleros, buenos, malos e indiferentes, aunque evitaba trabar amistad con cualquiera de ellos y jamás los llamaba por su nombre de pila.

Lo hicieron pasar a un cómodo salón amueblado para servir de lugar de reunión social. Allí lo esperaban tres personas: el señor James Hyde el abogado y los dos primos James. Los primos James estaban llorando y el señor Hyde parecía muy afligido. En realidad, pensó Richard mientras la puerta se cerraba a su espalda y su escolta se dirigía al fondo del salón, tienen pinta de estar peor que yo. La justicia es ciega, pero en el romántico sentido que nos enseñaban en Colston. Es ciega ante los motivos individuales y humanos; los que la administran creen lo que es obvio y son incapaces de entrar en sutiles disquisiciones. Todas las declaraciones de los testigos de Jacob's Well tenían sus raíces en los chismorreos; Ceely se limitó a introducirse en la cadena de chismes y aportó su granito de arena. Pagó a Robert Jones… bueno, los pagó a todos… pero, con la excepción de Jones, pudo disfrazar sus sobornos bajo la apariencia de amables regalos a personas que lo conocían a él y a su familia y conocían también a sus sirvientes. ¡Y bien que lo sabían ellos! Pero, bajo juramento, lo habrían podido negar si alguien se lo hubiera preguntado. A Jones lo había comprado directamente. O puede que Annemarie le hubiera contado a Jones la historia de la maquinación. En cuyo caso, ésta pertenecía a Ceely en cuerpo y alma y había estado implicada en la intriga desde el principio. Si así fuera, significa que me estaba esperando al acecho y que todo fue una mentira descomunal. Me han declarado culpable por la declaración de un testigo que no ha comparecido: Annemarie Latour. Y el juez, tras haberme preguntado su paradero, no ha pasado de aquí.

Su silencio al entrar en la estancia permitió que sus primos James se enjugaran las lágrimas y recuperaran la compostura. El señor James Hyde se tomó la molestia de examinar a Richard Morgan con mucha más atención que la que había podido dedicar en la sala de justicia. Un tipo impresionante, alto y fornido…, lástima que no se hubiera puesto una peluca, lo habría transformado por completo. El caso había girado en torno a la cuestión de si el acusado era un hombre honrado que se había sentido insoportablemente humillado al sorprender a su mujer en la cama con otro hombre o si, por el contrario, había aprovechado por así decirlo la ocasión que le ofrecía la infidelidad de su mujer. Por medio de los primos James sabía que la mujer no era la esposa de su cliente, pero no lo había mencionado, pues, si se hubiera sabido que era una prostituta, el caso habría tenido unas perspectivas mucho peores. La revelación de la intriga había dado lugar a la condena de Richard; los jueces tenían notorios prejuicios contra los acusados que cometían sus delitos con fría premeditación. Y los jurados veían lo que el juez les indicaba que vieran.

El primo James el farmacéutico rompió el prolongado silencio, guardándose el pañuelo en el bolsillo.

– Hemos comprado esta habitación y todo el tiempo que queramos para estar contigo -dijo-. ¡Cuánto lo siento, Richard! Ha sido una gran mentira… Todas aquellas personas, a pesar de su baja estofa, formaban parte del círculo de Ceely.

– Lo que yo quiero saber -dijo Richard sentándose- es por qué el señor Benjamin Fisher, el jefe de la Oficina de Recaudación del Impuesto sobre el Consumo, no compareció como garante de mi honradez. De haberlo hecho, puede que las cosas se hubieran desarrollado de manera muy distinta.

La boca del reverendo James se contrajo en una fina línea.

– Dijo que estaba demasiado ocupado para hacer un viaje de ocho millas. Pero la verdad es que está ocupado cerrando un trato con Thomas Cave y le trae sin cuidado la suerte de su principal testigo.

– No obstante -dijo el señor Hyde, cuyo aspecto resultaba mucho menos impresionante sin sus ropajes de abogado-, tened la certeza, señor Morgan, de que, cuando yo escriba la carta de vuestro recurso a lord Sydney, secretario de Estado del Interior, adjuntaré una carta del señor Fisher. Pero no de Benjamin. De su hermano John, el subjefe.

– ¿No puedo recurrir ante los tribunales?

– No. Vuestro recurso tiene que revestir la forma de una carta de súplica de clemencia al rey. La redactaré en cuanto regrese a Londres.

– Toma un poco de oporto, Richard -dijo el primo James el farmacéutico.

– Hoy no he comido nada y no me atrevo.

Se abrió la puerta y apareció una mujer portando una bandeja con pan, mantequilla, salchichas a la parrilla, chirivías, repollo y una jarra de cerveza. La posó con semblante inexpresivo, hizo una reverencia ante los caballeros y se retiró.

– Come, Richard. El jefe de los carceleros me ha dicho que ya se ha servido la cena en la cárcel, por eso he pedido comida.

– Gracias, primo James, te lo agradezco muchísimo -dijo Richard sinceramente conmovido mientras se disponía a comer. Pero la primera salchicha ensartada por la punta de su cuchillo fue sometida a un prolongado olfateo antes de ser cuidadosamente saboreada; una vez convencido, Richard se la comió con fruición y cortó otro trozo-. Las salchichas -dijo con la boca llena- se suelen hacer con carne podrida cuando están destinadas a los presos.

Una vez finalizada la comida, Richard tomó un sorbo de la copa de oporto e hizo una mueca.

– Hace tanto tiempo que no tomo cosas dulces que hasta parece que he perdido la afición a ellas. Nunca nos dan mantequilla con el pan, y tanto menos mermelada.

– ¡Oh, Richard! -exclamaron a coro los dos primos James.

– No os compadezcáis de mí. Mi vida no termina por el hecho de que tenga que pasarme siete años de ella bajo otra forma de encierro -dijo Richard, levantándose-. Tengo treinta y seis años y me faltarán seis meses para cumplir los cuarenta y cuatro cuando termine de cumplir mi condena. Los hombres de nuestra familia son muy longevos y yo tengo la intención de conservar la salud y la fuerza. Las quinientas libras de la Oficina del Impuesto sobre el Consumo son mías independientemente de lo que ocurra y le escribiré al negligente señor Benjamin Fisher que te las pague a ti, primo James el farmacéutico. Saca de ellas lo que te has gastado conmigo y guarda el resto para proporcionarme piedras de filtrar, trapos, ropa y zapatos. Dale un poco al reverendo James para que me compre libros e incluye el precio de los que ya me ha dado. Aquí no estoy ocioso y, gracias a mi trabajo, estoy bien alimentado. Pero los domingos me dedico a leer. Es una delicia.

– Recuerda, Richard, lo mucho que te queremos -dijo el primo James el farmacéutico, abrazándolo y besándolo con afecto.

– Y no olvides que rezamos por ti -añadió el primo James el clérigo.


Willy Insell fue el único recluso que resultó absuelto en las sesiones del tribunal regional celebradas en Gloucester durante aquel mes de marzo de 1785. Seis fueron condenados a la horca: Maisie Harding por receptar objetos robados, Betty Mason por robar quince guineas, Sam Day por robar dos libras de hilo para tejer, Bill Whiting por robar un carnero, Isaac Rogers por salteamiento de caminos, y Joey Long por robar un reloj de plata. Los demás, unos diez en total, fueron condenados a siete años de deportación a África, donde su majestad británica no poseía oficialmente ninguna colonia. Richard sabía muy bien que, si sus primos James no hubieran declarado en favor de su honradez, él también habría sido condenado a la horca; aunque Bristol quedaba muy lejos, no se podía hacer caso omiso de dos de sus más destacados ciudadanos.

Pero lo más importante era saber cómo se las iban a arreglar para caber todos juntos en aquel diminuto espacio. En cuestión de una semana, la respuesta estuvo clara: nueve de los reclusos murieron de anginas malignas, tal como sucedió con los niños que quedaban y diez deudores del otro lado de la prisión.

La situación en las cárceles inglesas era absolutamente desesperada, lo cual no había impedido que los jueces de Gloucester dictaran drásticas sentencias.

Entre 1782 y 1784, se hicieron tres intentos de enviar a los delincuentes a América. El Swift fue rechazado en su primera travesía, aunque algunos de los deportados escaparon con la ayuda de los americanos. En su segundo viaje en agosto de 1783 llevaba trece prisioneros a bordo y zarpó del Támesis rumbo a Nueva Escocia. Pero no llegó más allá de Sussex, donde su cargamento humano se amotinó y el barco embarrancó cerca de Rye. Tras lo cual, todos se dispersaron a los cuatro vientos. Sólo pudieron capturar a treinta y nueve de ellos, seis de los cuales fueron ahorcados mientras que el resto fue condenado a deportación perpetua a América. Como si la deportación a América siguiera siendo una opción, la maquinaria del Gobierno funcionaba tan despacio como la maquinaria judicial.

En marzo de 1784 se llevó a cabo un tercer intento de descargar presos en América. Esta vez, el barco era el Mercury y su destino era Georgia (que, junto con los otros doce estados recientemente unidos, hizo saber seriamente a Inglaterra, que no aceptaría bajo ningún concepto el envío de delincuentes deportados). El Mercury llevaba a bordo ciento setenta y nueve hombres, mujeres y niños delincuentes y zarpó de Londres. El motín se produjo en aguas de Devon y el barco se recuperó cerca de Torbay. Algunos todavía se encontraban a bordo, pero casi todos habían huido; se apresaron ciento ocho en total, algunos de los cuales habían llegado nada menos que hasta Bristol. Aunque muchos de ellos fueron condenados a la horca, sólo en dos se cumplió la sentencia. El clima político estaba cambiando.

En enero de 1785, el Recovery constituyó el último y desorganizado intento de aliviar el hacinamiento en las cárceles. Llevaba a bordo un cargamento de delincuentes con destino a los humedales ecuatoriales de África y los soltó en la playa sin guardias, supervisión y apenas nada con que sobrevivir. Sufrieron unas muertes espantosas y el experimento africano jamás se volvió a repetir. Estaba claro que, en el futuro, la cuestión de los deportados se tendría que resolver de otra manera para no suscitar un escándalo público. Entre los reformadores de las cárceles John Howard y Jeremy Bentham, la agitación cuáquera contra la esclavitud, la expansión africana en general y la aparición en el horizonte de los dos nuevos nombres de Thomas Clarkson y William Wilberforce, el novato gobierno del señor William Pitt el Joven consideró oportuno no ofrecer municiones a los defensores de las reformas sociales de la clase que fueran. Teniendo en cuenta, sobre todo, que Bentham y Wilberforce eran hombres muy importantes en la sede del Gobierno de Westminster, dominado por los liberales whigs. Bastante aborrecía la gente los impuestos especiales que inevitablemente se habían tenido que crear como consecuencia de las necesidades económicas. El señor William Pitt el Joven tenía en común con un delincuente convicto llamado Richard Morgan una singular cualidad: estaba firmemente decidido a vivir muchos años. Y, entre tanto, se había permitido a Jeremy Bentham intervenir en los planes de la nueva cárcel de Gloucester mientras lord Sydney, del Departamento del Interior, se encargaba de la tarea de encontrar algún lugar, ¡en el sitio que fuera!, donde descargar el enorme excedente de delincuentes convictos de Inglaterra.


En la cárcel todavía no reformada de Gloucester, el hacinamiento y las enfermedades causaban estragos.

Willy el Llorón Insell, todavía llorando, fue puesto en libertad el 5 de abril. Aquel mismo día, el abogado señor James Hyde hizo llegar la humilde petición de Richard Morgan a lord Sydney, junto con una carta del señor John Fisher, subjefe de la Oficina del Impuesto sobre el Consumo de Bristol. El infatigable y eficiente secretario de lord Sydney, el señor Evan Nepean, la hizo llegar el 15 de abril al despacho oficial de sir James Eyre en Bedford Row; de él, que había presidido el juicio del caso Morgan, dependería la revisión del caso y la recomendación a lord Sydney sobre la conveniencia de que la clemencia del rey se extendiera o no a Richard Morgan.

A finales de julio se recibió una carta del señor Jem Thistlethwaite, el cual había desaparecido de su casa y del escenario de Londres aproximadamente hacia las mismas fechas en que se había producido la desaparición de William Henry. Cuando Richard se enteró por medio de la Vieja Madre Hubbard, experimentó una profunda sensación de abatimiento. Ahora tendría que abrir aquella herida para que le diera el aire. Desde que ingresara en la Newgate de Bristol, la había mantenido enterrada bajo el pensamiento consciente. Pero lo que no sabía era que el hecho de borrar a William Henry había sido el origen de su firme decisión de vivir e incluso lo había espoleado a llevar a cabo los rituales que él mismo había establecido, los rituales de purificación que lo distinguían de todos sus compañeros de reclusión, los cuales lo consideraban algo intermedio entre un intocable y un demente. ¿Para qué sobrevivir? Para superar aquellos siete años en buena forma física y poder reanudar la búsqueda de William Henry, enterrado en lo más profundo de su mente.


Richard, acabo de recibir una carta de tu padre y la horrible noticia me ha causado un hondo pesar. Al parecer, el hecho de estarme bebiendo los últimos galones de mi barril de ron me indujo a pensar que te había escrito para comunicarte mi intención de huir, pero dicha carta o no se escribió o se perdió. He estado viviendo en el extranjero desde junio del año pasado… Italia me llamaba, me arrojé presuroso en sus amorosos brazos. Fue una suerte que, a mi regreso hace apenas una semana, pudiera volver a alquilar mi antigua casa y así fue cómo me llegaron las páginas de tu padre.

Siempre supe que tu vida no seguiría el camino que tú pensabas… ¿recuerdas? Solías decir: «Nací en Bristol y en Bristol moriré.» Pero, mientras lo decías, teniendo a William Henry sentado sobre tus rodillas, yo sabía que no iba a ser así. Y yo, que soy totalmente incapaz de amar, te amaba entonces tal como te amo ahora. No sé ni el cómo ni el porqué, excepto el hecho de ver en ti algo de cuya existencia tú no eres consciente.

Acerca de William Henry sólo te diré que jamás lo encontrarás. No estaba hecho para este mundo, pero dondequiera que esté, Richard, es feliz y disfruta de paz. Los buenos de verdad no encajan aquí porque no tienen nada que aprender. Y hasta los ateos como yo pueden creer que a veces ocurren estas cosas, pues, si no ocurrieran, el futuro sería mucho peor. Alégrate por William Henry.

Richard dejó la carta, con los ojos nublados por las lágrimas que jamás había derramado por William Henry. Los demás reclusos de la sala común, incluida Lizzie Lock, no trataron de acercarse a él mientras lloraba, sentado sobre su caja. Qué extraño que hubiera tenido que ser Jem Thistlethwaite el que rompiera el dique y lo obligara a dejar escapar finalmente el torrente de su dolor. Pero Jem estaba equivocado. William Henry regresaría algún día, no había desaparecido de este mundo para siempre.

Al día siguiente volvió a tomar la carta a la hora de comer, sin haber hablado con nadie y sin que nadie hubiera hablado con él.


Me he abierto un pequeño hueco entre la nueva raza de whigs cuya aparición se debe a la presencia de un joven dirigente como Pitt. La oligarquía, aunque siempre tenga necesariamente que mandar en la Cámara de los Lores, ha abandonado la Cámara de los Comunes. Abundan los hombres con ideas y Pitt, si lograra encontrar el dinero, los complacería a todos.

En cuanto a ti, la perspectiva de la deportación es inexistente. El experimento africano fue un desastre tan grande que nadie de Westminster tendría el valor, o la estupidez prodigiosamente suficiente, para resucitarlo de la manera que fuera. Se ha sugerido la posibilidad de la India, y se ha descartado con la misma celeridad con que un hombre se despojaría de una camisa hecha con serpientes. Nuestras avanzadas de allí son muy peligrosas y circunscritas. Están allí en contra de la voluntad de la Compañía de las Indias Orientales que no quiere que unos delincuentes pongan en peligro sus actividades en Bengala y Catay. Las Indias Occidentales sólo quieren negros para los contratos de aprendizaje, y la esclavitud y el control que ejerce Inglaterra en lugares como Nueva Escocia y Terranova no permite la deportación. Los franceses permanecen al acecho. Al igual que los españoles en el Sur.

Por consiguiente, lo más probable es que cumplas tu condena en Gloucester. Sin embargo, ten la seguridad de que, en cuanto yo averigüe algo, te lo haré saber. Dick dice que te has organizado con lo que el primo James el farmacéutico llama una «serena especie de pasión».


Su respuesta tuvo que esperar hasta el domingo, en que tomó posesión del extremo de la mesa que la Vieja Madre Hubbard había instalado en la sala común de los delincuentes poco antes de la celebración de las sesiones del tribunal; después no la había retirado, señalando que, de esta manera, los reclusos podrían disponer de un piso más al que encaramarse cuando el lugar estuviera abarrotado. Como si alguna vez no lo estuviera.

Se estaba produciendo una avalancha de visitantes, todos ellos emisarios de un amigo del señor Pitt llamado Jeremy Bentham, que en aquellos momentos se encontraba de gira por Rusia con el propósito de escribir un código legal para la emperatriz Catalina, y que, además, era autor de un tratado sobre las ventajas y los inconvenientes de obligar a los delincuentes a llevar a cabo trabajos forzados en obras públicas, y un fiel partidario de una nueva clase de prisión global. Sus enviados entraban y salían de la cárcel, la inspeccionaban con todo detalle, meneaban tristemente la cabeza mientras contemplaban las ampliaciones que los reclusos estaban construyendo y murmuraban que se tendría que volver a derribar todo otra vez. ¡Estupendo! ¿Por qué decían los hombres que algo era estupendo cuando no tenía remedio?


Preferiría estar en Italia que en la cárcel de Gloucester, Jem, eso os lo aseguro.

Sobre Ceely Trevillian y el asunto de la destilería sólo os puedo decir que tuve la desgracia de tropezarme con un hombre de alta cuna e inteligencia que no tenía más salida para su talento que la intriga, la maquinación y el engaño. Hubiera tenido que dedicarse al teatro, donde habría superado con creces a Kemp, la señora Siddons y Garrick. Mi único consuelo es que, cuando Cave y Thorne hayan llegado a un acuerdo con la Oficina del Impuesto sobre el Consumo, yo podré pagar mis deudas y asegurarme de que los primos James no se queden sin blanca cuando me compren cosas. Nunca estoy sin un nuevo libro, aunque su lectura me resulte dolorosa, pues siempre me recuerdan Clifton y los Hotwells. Dos lugares que preferiría que nadie me recordara, ni siquiera una Evelina o un Humphry Clinker. No tanto por William Henry o por Ceely cuanto por Annemarie Latour, con la cual pequé gravemente. Ya me parece estar viendo desde aquí la irritación de vuestro feo rostro ante mi gazmoñería, pero vos no estabais allí, ni os hubiera gustado el hombre en quien yo me convertí estando con ella. El placer significaba demasiado. ¿Podéis comprenderlo? Y, si no podéis, ¿cómo podría yo hacéroslo comprender? Era un toro, un semental. Estaba en celo como los ciervos, no hacía el amor. Y aborrecía el objeto de mis actos animales, pues ella también era un animal.

En la cárcel de Gloucester estamos todos juntos, hombres, mujeres… y niños. Aunque aquí más bien se fornica que se amamanta. Las criaturas suelen morir, pobrecillas. Y también sus pobres madres constantemente preñadas, que paren para nada. Al principio, la presencia de mujeres me horrorizaba, pero, con el paso del tiempo, he llegado a comprender que hacen más soportable la cárcel de Gloucester. Sin ellas, seríamos una colección de hombres embrutecidos hasta el punto de resultar irreconocibles.

La mía se llama Lizzie Lock y lleva aquí desde principios de 1783 por robar sombreros. Cuando ve uno que le gusta, lo roba. La nuestra es una amistad platónica, no hacemos el amor ni estamos en celo. Yo la protejo de los demás hombres y ella vigila mi caja y mis efectos personales mientras yo trabajo. Jem, si vuestra solvencia lo permite, ¿podríais buscarle un precioso sombrero a Lizzie? Rojo o rojo y negro, a ser posible, con plumas. Se volvería loca de contento.

Tengo que dejaros. Ni siquiera la alta posición que ocupo en este lugar me permite acaparar tanto espacio en la mesa durante toda la tarde de un domingo. Eso es lo que más me sorprende, Jem. Por un extraño motivo (quizá porque me tienen por loco) observo que, a falta de otra palabra mejor, infundo respeto. Escribidme de vez en cuando, os lo ruego.


El primo James el farmacéutico acudió a visitar a Richard en agosto, cargado con una nueva piedra de filtrar y también con trapos, ropa, medicamentos y libros.

– Pero sigue utilizando la piedra de filtrar que ya tienes, Richard, pues no veo en ella ninguna señal de deterioro. Cuantas más piedras de filtrar de repuesto tengas, mejor, y, además, te he comprado una bolsa muy resistente para guardar cosas. El agua de Gloucester es mucho más pura que cualquiera de las que tenemos en Bristol, más incluso que la que extrae el obispo en las inmediaciones de Jacob's Well. -Se le veía sumamente incómodo, hablaba por hablar y le costaba un gran esfuerzo mirar a Richard a los ojos.

– No era necesario que hicieras este viaje con el calor que tenemos, primo James -dijo afectuosamente Richard-. Dime la mala noticia.

– Finalmente hemos tenido noticias del señor Hyde en Chancery Lane. Sir James Eyre recibió tu petición de clemencia al rey el 9 del mes pasado o, por lo menos, ésta es la fecha que figura en su carta a lord Sydney. Han rechazado tu petición, Richard, y de la manera más categórica. Para Sydney es evidente que tú te confabulaste con aquella mujer para robar a Ceely Trevillian. A pesar de que jamás se la pudo encontrar.

– El testigo determinante que no estaba -murmuró Richard-. No estaba, pero le creyeron.

– En efecto, mi pobre muchacho. Hemos agotado todas las posibilidades. Pero tu recompensa está a salvo. No la pueden embargar porque no guarda relación con el delito por el que has sido condenado. Sé que tienes unas cuantas guineas, pero, cuando vuelva a verte, te traeré una nueva caja con un lado hueco… es más probable que se examinen las partes superiores y los fondos que los lados, según me han dicho. Habrá monedas de oro envueltas en hilas para que, por mucho que se sacuda o se golpee la caja, no metan ruido. Las hilas son muy resistentes.

Richard tomó las manos de su primo y las estrechó con fuerza.

– Ya sé que siempre te repito lo mismo, pero no sé cómo darte las gracias, primo James. ¿Qué habría sido de mí sin tu ayuda?

– Habrías estado mucho más sucio, Richard mi amor -le dijo Lizzie Lock en cuanto el primo James el farmacéutico se fue-. Este boticario te trae piedras para escurrir el agua, jabones, aceite de brea y todas las demás cosas que utilizas en tus papistas ceremonias. Pareces un cura diciendo misa.

– Sí, es tan remilgado que parece un mariquita -dijo Bill Whiting sonriendo-. No es necesario, Richard mi amor… Mira qué pinta tenemos los demás.

– Hablando de mariconadas, Bill, el otro día te vi merodeando alrededor de mis ovejas -dijo Betty Mason, que guardaba un rebaño de la Vieja Madre Hubbard-. Haz el favor de dejarlas en paz.

– ¿Qué otra posibilidad se me ofrece de follar con alguien, aparte Jimmy y Richard mi amor? Y éstos no están por la labor. Por cierto, me han dicho que todo el esfuerzo que hemos hecho acarreando pedruscos no va a servir de nada… La Vieja Madre Hubbard dice que van a utilizar un nuevo estilo en la nueva cárcel.

– A mí también me lo han dicho -dijo Richard, rebañando los últimos restos de la sopa con un trozo de pan rancio.

Jimmy Price lanzó un suspiro.

– Somos como aquel fulano que se pasaba la vida empujando rocas cuesta arriba de una colina, pero, una vez en la cumbre, éstas siempre volvían a rodar cuesta abajo. Qué bonito sería trabajar para un fin determinado. -Miró hacia el lugar donde se encontraba Ike Rogers, encorvado sobre su cuenco en el extremo más alejado de la mesa que los veteranos defendían contra todos los que tenían la osadía de acercarse-. Ike, tienes que comer. De lo contrario, Richard mi amor se te va a comer la sopa, el muy glotón. No he visto si a los otros cinco pájaros de la horca les han birlado la comida y tampoco me importa demasiado. ¡Come, Ike, come! Te juro que no te van a colgar.

Ike no contestó; el arrogante matón ya no existía. Los salteadores de caminos estaban considerados los aristócratas de los criminales, pero Ike aún no había conseguido aceptar su destino ni adoptar la actitud despreocupada de los otro cinco reclusos que se encontraban en su misma situación.

Richard fue a sentarse a su lado en el banco y le rodeó los hombros con su brazo.

– Come, Ike -le dijo jovialmente.

– No tengo apetito.

– Jimmy tiene razón. No irás a la horca. Hace más de dos años que no se ahorca a nadie en Gloucester, a pesar de que muchos han sido condenados a ella. La Vieja Madre Hubbard nos necesita para cobrar los treinta peniques semanales que le pagan por cada uno de nosotros. Si no trabajamos, él sólo cobra catorce peniques.

– ¡No quiero morir, no quiero morir!

– Y no morirás, Ike. Tómate la sopa.

– Menudo mariconazo está hecho Ike, siempre exhibiéndose con sus botas por ahí como si calzara zapatos de tacón. ¡Qué mal le deben de oler los pies! Se deja puestas las cosas incluso en la cama, Richard mi amor -dijo Bill Whiting al día siguiente mientras ambos acarreaban piedras-. Si lo ahorcan a él, a mí también me ahorcarán. No es justo, ¿no te parece? Su botín valía cinco mil y mi carnero sólo diez chelines. -Siempre se mostraba arrogante, pero ahora experimentó un repentino estremecimiento-. He tenido mala suerte. Los gansos se han cagado sobre mi tumba, tal como suele decirse -añadió, soltando una risotada.

– Los gansos harían algo más que eso, Bill. Excavarían en la tierra en busca de tus gusanos.

Ocho de los reclusos habían trabado íntima amistad: las cuatro mujeres y Bill, Richard, Jimmy y el desventurado Joey Long, el benjamín del grupo. Richard se estremeció a su vez. Cuatro de sus siete amigos puede que no vivieran para ver la llegada del año 1786.

Tres días antes de Navidad, los seis condenados a muerte fueron indultados y la pena les fue conmutada por catorce años de deportación a… África. ¿Adónde si no? El júbilo reinaba entre los reclusos, pero Ike Rogers jamás recuperó su bravuconería.


Richard se había pasado todo el año 1785 en la cárcel desde el principio hasta el final; el último día del año recibió una carta del señor James Thistlethwaite.

Hay movimiento en Westminster, Richard. Corren toda suerte de rumores. El que más te atañe es el siguiente: Los deportados a África que permanecen recluidos en todas las prisiones de fuera de Londres deberán ser colocados en pontones del Támesis, listos para su envío a otros lugares, pero no al otro lado del «estanque de arenques» del rey, el océano Occidental, llamado en los mapas Oceanus Atlanticus. Puesto que dicho mar ya no es el estanque privado del rey, los rumores que yo oigo (más fuertes a cada día que pasa) hablan del océano Oriental, llamado en muy pocos mapas Oceanus Pacificus.

Hace no mucho más de diez años, la Royal Society y sus poderosas conexiones de la Armada Real enviaron a un tal capitán James Cook a Otaheite para que observara el tránsito de Venus por delante del sol. Este Cook empezó a descubrir tierras que manan leche y miel en el transcurso de sus presuntas andanzas de fisgón. No es de extrañar que, al final, su curiosidad fuera la causa de su muerte a manos de los indios de las islas de lord Sandwich. La tierra que mana leche y miel que a nosotros nos interesa en estos momentos al capitán Cook le recordaba la costa del sur de Gales, por cuyo motivo decidió darle el nombre de Nueva Gales del Sur. En los mapas figura como Terra Incognita o Terra Australis. Hasta dónde llega de este a oeste nadie lo sabe, pero es seguro que abarca una distancia de tres mil doscientos kilómetros de norte a sur.

Aproximadamente a la misma latitud sur a la que se encuentra el nuevo estado americano de Georgia al norte, Cook descubrió un lugar al que dio el nombre de «Botany Bay». ¿Por qué este nombre? Pues porque aquel detestable y entrometido hombre de letras y presidente de la Royal Society sir Joseph Banks anduvo husmeando por la playa de allí con el doctor Solander, discípulo de Linneo, recogiendo muestras botánicas.

Aquí intervino un caballero de origen corso, el señor James Maria Matra. Fue el primero que introdujo la idea en las mentes oficiales, las cuales mantuvieron numerosas consultas con sir Joseph Banks, una autoridad en toda suerte de cosas, desde el nacimiento de Cristo a la música de las esferas celestiales. El resultado es que el señor Pitt y lord Sydney están convencidos de haber encontrado la respuesta a un terrible dilema: qué hacer con las personas como tú. Enviarlas a Botany Bay. No exactamente para dejarlas abandonadas en las playas de allí tal como hicieron en África, sino más bien para colocar a unos cuantos ingleses e inglesas en una tierra que mana leche y miel, a la que ni los franceses, ni los españoles ni los holandeses han llegado todavía. Que yo sepa, no ha habido jamás un lugar que haya sido colonizado por delincuentes convictos, pero tal parece ser la intención del Gobierno de su majestad con respecto a Botany Bay. Sin embargo, no estoy yo muy seguro de que el verbo «colonizar» sea el más apropiado en este contexto. Lo más probable es que el verbo utilizado por el señor Pitt haya sido «descargar». Aunque, si el experimento da resultado, Botany Bay acabará recibiendo nuestras sobras durante generaciones y generaciones, con lo cual se habrán alcanzado dos objetivos. El primero -y el más importante- es enviar a los delincuentes de Inglaterra a un lugar tan lejano que éstos dejen de constituir una vergüenza y una molestia. El segundo -sin duda, una estratagema para acallar las sospechas de nuestros cada vez más numerosos y Cándidos filántropos- es el hecho de que su majestad dispondrá de una nueva -aunque inaprovechable- colonia, sobre la que pueda ondear la bandera de la Unión. Una colonia poblada por criminales y presidiarios. No cabe duda de que, con el tiempo, su nombre acabará siendo «Criminalia».

Ya basta de bromas. Prepárate, Richard, para abandonar Gloucester. Ya le he escrito al primo James el farmacéutico, el cual irá a verte armado con herramientas de supervivencia que te puedan durar hasta el año 1786. Y cíñete la cintura para enfrentarte con un sobresalto. En cuanto subas a bordo de uno de los pontones amarrados en los alrededores del Arsenal Real, te darás cuenta de lo que es Londres. Son tres los palacios penales. El Censor y el Justitia llevan diez años allí y han sido objeto del interés y de las visitas del señor John Howard. El tercero, llamado Ceres, es la primera vez que cumple esta función. Los pontones desarrollan su actividad bajo la dirección de un especulador de Londres llamado Duncan Campbell, que ha firmado un contrato con el Gobierno. Un escocés muy listo, naturalmente.

Siento mucho tener que decirte que los pontones del Támesis sólo están destinados a reclusos varones. No podrás gozar de los tiernos cuidados femeninos ni de su consoladora influencia. Los bajeles son infiernos flotantes, y lo digo en toda la extensión de las palabras. Sé que estoy consolando a Job, pero es que tú eres un Job, Richard. Más te vale ser un Job que sepa lo que le espera. Cuídate mucho.


– Tengo noticias -anunció Richard, dejando la carta.

– Ah, ¿sí? -dijo Lizzie, que estaba zurciendo hábilmente unas prendas.

La noticia no podía ser mala porque la expresión del rostro de Richard era serena.

La aguja dejó de moverse; sus ojos se posaron con afecto en Richard mi amor (el apodo que ahora tenía Richard). No sabía absolutamente nada de él, pues jamás le había facilitado la menor información acerca de su persona, dejando aparte la terminología de su delito. Lo amaba, por supuesto, a pesar de que jamás se acostaría con él. Hacerlo habría entrañado un dolor que ella no habría podido soportar: un niño con la muerte en los talones.

Lucía su nuevo e incongruente sombrero, un delirante modelo de seda negra y plumas de avestruz de un rojo muy vivo. Se lo había regalado él por Navidad, explicándole cuidadosamente que no era un regalo suyo sino de un amigo de Londres llamado James Thistlethwaite. Un escritor de pasquines y sátiras que ridiculizaba a los odiosos políticos, prelados y funcionarios mediante el poder de la palabra escrita. Lizzie no tuvo la menor dificultad en creerlo; puesto que no sabía leer ni escribir, las personas que se ganaban la vida escribiendo eran casi como Dios.

Y ahora, mientras su complaciente aguja entraba y salía rodeando un agujero de una de las medias de la Vieja Madre Hubbard, preguntó con cierto interés:

– Ah, ¿sí?

– Mi amigo el escritor de sátiras de Londres dice que todos los condenados a ser deportados a África serán trasladados desde las cárceles de los condados a los pontones del Támesis. Sólo los delincuentes convictos varones. No dice nada de lo que van a hacer con las mujeres.

Estaban pasando por una fase de baja densidad, hasta el punto de que aquel año las sesiones del tribunal regional de la fiesta de San Miguel no se habían celebrado. La escarlatina se había cobrado demasiadas vidas; en su lugar, las sesiones se celebrarían en la fiesta de la Epifanía, el 6 de enero de 1786…, siempre y cuando el número de reclusos lo permitiera.

Por consiguiente, sólo unas veinte personas escucharon la noticia de Richard y se quedaron petrificados. Las que primero lo hicieron fueron las que se encontraban pendientes de juicio. Los veteranos empezaron a recuperarse poco a poco, abriendo enormemente los ojos mientras todas las cabezas se volvían y toda la atención se concentraba en Richard mi amor.

– ¿Por qué? -preguntó Bill Whiting.

– En algún lugar del mundo, no sé exactamente dónde, hay un sitio llamado Botany Bay. Nos van a deportar allí y supongo que zarparemos de Londres, pues nos van a enviar a los pontones del Támesis, no a Portsmouth ni a Plymouth. Pero sólo los hombres. Aunque parece ser que las mujeres delincuentes también irán a parar a Botany Bay.

Bess Parker se abrazó a un pálido Ned Pugh y rompió a llorar.

– ¡Ned! ¡Nos van a separar! ¿Qué vamos a hacer?

Nadie tenía palabras de consuelo; lo mejor era ignorar la pregunta.

– ¿Botany Bay está en África? -preguntó Jimmy Price para romper el silencio.

– Parece ser que no -contestó Richard-. Más lejos que África o América. En algún lugar del océano Oriental.

– Las Indias Orientales -dijo Ike, haciendo una mueca-. Tierra de paganos.

– No, no en las Indias Orientales, aunque no debe de estar muy lejos de allí. Está al sur, muy al sur, prácticamente recién descubierto por un tal capitán Cook. Jem dice que es una tierra que mana leche y miel, por lo que supongo que no debe de estar demasiado mal. -Buscó a tientas alguna referencia geográfica-. Tiene que estar allá por la parte de Otaheite. Cook se dirigía allí.

– ¿Y dónde está Otaheite? -preguntó Betty Mason, tan desolada como Bess; Johnny el carcelero no iría a Botany Bay.

– Pues no lo sé -reconoció Richard.

Al día siguiente, el día de Año Nuevo de 1786, los delincuentes convictos de ambos sexos fueron conducidos a la capilla de la cárcel, donde encontraron a la Vieja Madre Hubbard, a Chirivía Evans y a tres hombres a los que sólo conocían porque de vez en cuando acompañaban a los misteriosos personajes de Londres que examinaban las obras de la nueva cárcel. John Nibbet era el alguacil de Gloucester; los otros dos gozaban del título de caballeros alguaciles: John Jefferies y Charles Cole.

Nibbet había sido nombrado portavoz.

– ¡El Departamento del Interior y su secretario de Estado lord Sydney han comunicado a la ciudad de Gloucester en el condado de Gloucestershire que algunos presos de la cárcel condenados a ser deportados a África serán deportados a otro lugar! -rugió.

– ¡No ha hecho una pausa ni siquiera para respirar! -murmuró Whiting.

– Te vas a ganar una tanda de azotes, Bill -le advirtió Richard en voz baja.

Nibbet siguió adelante, sin necesidad aparente de respirar:

– Y, además, el mencionado Departamento del Interior ha comunicado a la ciudad de Gloucester y al condado de Gloucestershire que deberán reunir a los varones destinados a la deportación de Bristol, Monmouth y Wiltshire. Cuando todos estén reunidos aquí, se les deberán añadir los siguientes presos que ya se encuentran en la cárcel de Gloucester: Joseph Long, Richard Morgan, James Price, Edward Pugh, Isaac Rogers y William Whiting. A continuación, todo el grupo se deberá trasladar a Londres y Woolwich, donde esperará hasta que el rey disponga.

Un grito desgarrador contestó a las palabras del alguacil. Bess Parker corrió tropezando con sus cadenas, se arrojó a los pies de Nibbet, restregándose las manos y llorando con desconsuelo.

– ¡Señor, señor, honorable señor, os lo ruego, señor, os lo suplico! ¡Ned Pugh es mi hombre! ¿Veis mi vientre? ¡Voy a tener un hijo suyo, señor, cualquier día de éstos! ¡Os lo suplico, señor, no lo apartéis de mi lado!

– ¡Deja de lloriquear, mujer! -Nibbet se volvió hacia la Vieja Madre Hubbard, frunciendo amenazadoramente el entrecejo-. ¿Acaso el recluso Pugh mantiene una relación estable con esta mujer que tanto aulla? -le preguntó.

– Sí, señor Nibbet, desde hace algunos años. Tuvieron otro hijo, pero murió.

– Las órdenes que he recibido del subsecretario Nepean señalan específicamente que sólo los delincuentes varones sin esposa o las esposas por derecho consuetudinario encarceladas con ellos deberán ser enviados a Woolwich. Por consiguiente, Edward Pugh permanecerá en la cárcel de Gloucester con las deportadas -anunció.

– Muy considerado por vuestra parte -dijo el caballero alguacil Charles Cole-, pero no veo la necesidad.

La Vieja Madre Hubbard murmuró algo al oído de Nibbet.

– Recluso Morgan, ¿mantenéis una relación estable con Elizabeth Lock? -ladró el alguacil.

Todo el cuerpo de Richard ansiaba contestar que sí, pero aquellos hombres examinarían sus papeles y en ellos se decía que estaba casado. El destino que Annemarie le había dado seguía vivo.

– Mantengo una relación estable con Elizabeth Lock, señor, pero ella no es mi esposa ni siquiera por derecho consuetudinario. Ya estoy casado -contestó.

Lizzie Lock emitió un gemido.

– Pues entonces, seréis enviado a Woolwich, Morgan.

El reverendo Evans rezó una oración por sus almas y así terminó la reunión. Los reclusos fueron conducidos de nuevo a la sala común de los delincuentes, escoltados por un risueño Johnny el carcelero. Allí Lizzie no tardó en acorralar a Richard en un rincón bastante discreto.

– ¿Por qué no me dijiste que estabas casado? -le preguntó mientras las plumas de su sombrero subían y bajaban.

– Porque no lo estoy.

– Pues entonces, ¿por qué le has dicho al alguacil que sí?

– Porque mis papeles así lo dicen.

– ¿Y eso cómo es posible?

– Porque lo es.

Lizzie apoyó las manos en sus hombros y lo sacudió violentamente.

– ¡Maldito seas, Richard, maldito seas! ¿Por qué nunca me dices nada? ¿Qué sacas con ser tan cerrado?

– Yo no soy deliberadamente cerrado, Lizzie.

– ¡Vaya si lo eres! ¡Nunca me dices nada!

– Porque tú nunca me preguntas -dijo Richard, mirándola con asombro.

Ella lo volvió a sacudir por los hombros.

– ¡Pues te lo pregunto ahora! Háblame de ti, Richard Morgan.

Cuéntamelo todo. Quiero saber cómo puedes estar casado sin estarlo, ¡maldita sea tu estampa!

– En tal caso, mejor que os lo cuente a todos.

Se sentaron alrededor de la mesa y escucharon un relato muy censurado que sólo se refería a Annemarie Latour, Ceely Trevillian y una destilería. De Peg, la pequeña Mary, William Henry y el resto de su familia no les dijo nada porque no habría podido resistir el dolor.

– Willy el Llorón contó algo más que eso -dijo Lizzie con amargura.

– Es todo lo que puedo decir. -Richard asumió una expresión preocupada y cambió hábilmente de tema-. Al parecer, nos van a trasladar muy pronto. Rezo para que mi primo James venga aquí a tiempo.

El 4 de diciembre el número de hombres de la sección de delincuentes de la cárcel de Gloucester ya había aumentado considerablemente. Cuatro procedían de Bristol y dos de Wiltshire. Dos de los de Bristol eran muy jóvenes y los otros dos tenían treinta y tantos años y eran amigos desde la infancia.

– Ned y yo nos emborrachamos una noche en el Swan de Temple Street -explicó William Connelly, dando una amistosa palmada en el hombro a Edward Perrott-. No sé muy bien lo que ocurrió, pero, de la noche a la mañana, nos vimos en la Newgate de Bristol y nos condenaron a siete años de deportación en África en las sesiones trimestrales del pasado mes de febrero. Al parecer, robamos algo de ropa.

– Tenéis buena pinta para haberos pasado un año en aquel lugar. Poco antes yo había pasado tres meses allí -dijo Richard.

– ¿Eres de Bristol?

– Sí, pero me juzgaron aquí. El delito lo cometí en Clifton.

William Connelly era, sin duda, de origen irlandés; espeso cabello cobrizo, nariz muy breve y descarados ojos azules. El más taciturno Edward Perrott tenía una abultada nariz, una barbilla muy pronunciada y la anodina blancura de un auténtico inglés.

Los dos sujetos de Wiltshire, William Earl y John Cross, debían de tener veinte años como mucho y ya habían trabado amistad con los dos mozos de Bristol, Job Hollister y William Wilton. Joey Long era tan simple que gravitó con toda naturalidad hacia aquel juvenil grupo en cuanto sus componentes fueron introducidos en la sala común, e Isaac Rogers, ante la inicial extrañeza de Richard, optó por incorporarse al grupo de los más jóvenes. Pocas horas después, Richard cambió de parecer…, no, no era extraño en absoluto. Rezumando encanto y experiencia por todos sus poros, el salteador de caminos podía recuperar en parte la influencia que había perdido entre sus compañeros de Gloucester cuando se acobardó ante la perspectiva de que lo ahorcaran.

Después llegó el hombre de Monmouth, el decimosegundo de los que irían a Woolwich, y les dijo que se llamaba William Edmunds.

– ¡Por todos los diablos! -exclamó Bill Whiting-. ¡De los doce que iremos a Woolwich, cinco nos llamamos William! Yo reclamo para mí el diminutivo Bill y se acabó. Wilton de Bristol, me recuerdas a Willy Insell el Llorón y por eso te llamarás Willy. Tú, Earl de Wiltshire, serás Billy. Pero ¿qué demonios vamos a hacer con el quinto? ¿Qué hiciste para venir a parar aquí, Edmunds?

– Robé una vaquilla en Peterstone -contestó Edmunds con una ligera cadencia galesa.

Whiting soltó una sonora carcajada y estampó un beso en la boca del indignado galés.

– ¡Otro sodomita como yo, pardiez! Yo pedí prestado un carnero para una noche… Sólo quería fornicar con él. ¡Nunca se me habría ocurrido pensar en una vaquilla!

– ¡No hagas eso! -Edmunds se frotó enérgicamente la boca-. ¡Puedes fornicar con lo que te dé la gana, pero conmigo no lo harás!

– Es galés y ladrón -dijo Richard sonriendo-. Lo llamaremos Taffy, naturalmente.

– ¿Te han condenado a la horca, Taffy? -le preguntó Bill Whiting a Taffy.

– Dos veces.

– ¿Por una vaquilla?

– No, la segunda por fugarme. Pero los galeses no están muy contentos últimamente, no les habría gustado ver ahorcar a un galés aunque fuera en Monmouth, por eso me volvieron a indultar y se libraron de mí -explicó Taffy.

Richard se sentía atraído por Taffy tanto como por Bill Whiting y Will Connelly. Sus estados de ánimo galeses eran como nubes que persiguieran al sol, ocultándolo y revelándolo sobre una ladera montañosa cubierta de morados brezos. Pero es que sus propias raíces eran galesas, pensó Richard.


El primo James el farmacéutico llegó a Gloucester justo a tiempo el día 5 de enero, cargado de bolsas y cajas de madera.

– La Oficina del Impuesto sobre el Consumo pagó tus quinientas libras a finales de diciembre -dijo-. Tengo seis nuevas piedras de filtrar, cinco de ellas con sus armazones y sus platos de recogida de latón porque pensé que tendrías que conservar a tu lado a tus cinco amigos.

– ¿Por qué cinco amigos, primo James? -preguntó Richard, intrigado.

– Jem Thistlethwaite decía en la carta que me escribió que los hombres de los pontones del Támesis están divididos en grupos de seis que viven y trabajan juntos. -No reveló a Richard las restantes cosas que Jem le había contado acerca de los pontones; no tuvo valor-. Por eso hay otras cinco cajas con el mismo contenido que la tuya, sólo que no en la misma cantidad. Te he traído también tu caja de herramientas.

Richard se sentó en cuclillas y lo pensó un poco. Después sacudió la cabeza.

– No, primo James, mis herramientas, no. Las necesitaré en esta Botany Bay, pero me bailan en la cabeza los suficientes rayos de luz para tener la absoluta certeza de que, si me las llevara ahora conmigo, no sobrevivirían para ver Botany Bay.

Tras lo cual, al primo James el farmacéutico, ya no le quedó nada más que decir a propósito de cuestiones prácticas, por cuyo motivo se levantó.

– Botany Bay se encuentra en la otra punta del mundo, Richard. Diez mil millas si pudieras volar, pero serán más bien dieciséis mil, pues un barco tiene que navegar. Temo que ninguno de nosotros volvamos a verte jamás, y eso nos causa un inmenso dolor. Y todo por culpa de algo que tú nunca pretendiste hacer. ¡Oh, Dios mío! Recuerda que estarás siempre en mis oraciones de cada día durante el resto de mi vida, y en las de tu padre y las de tu madre y las del reverendo James. Estoy seguro de que todas estas buenas intenciones no podrán por menos que llegar hasta Dios. Tengo la certeza de que Él te protegerá. ¡Oh, Dios mío, Dios mío!

Richard alargó los brazos hacia él, lo estrechó contra su pecho y lo besó en ambas mejillas. Después James se alejó con la cabeza gacha y no la volvió para mirar hacia atrás.

Pero los ojos de Richard lo siguieron mientras bajaba por el camino que discurría entre las hortalizas del huerto y cruzaba la verja del castillo. Después dobló una esquina y desapareció. Y yo rezaré por ti, primo James, pues te quiero más que a mi padre.

Lizzie Lock le rodeó los hombros con su brazo y él reunió a sus tropas alrededor de la mesa de la sala común.

– No es que os quiera mandar -les dijo a los cinco compañeros que había elegido, Bill Whiting, Will Connelly, Neddy Perrott, Jimmy Price y Taffy Edmonds-. Tengo treinta y siete años y, por consiguiente, soy el mayor de entre todos nosotros, pero no tengo madera de jefe y conviene que lo sepáis. Cada uno de nosotros tiene que buscar la fuerza y el consejo dentro de sí mismo, tal como debe ser. Sí, poseo algunos conocimientos y una fuente de información sobre la política de Londres. También tengo un primo farmacéutico muy inteligente en Bristol.

– Lo conozco -dijo Will Connelly, asintiendo con la cabeza-. James Morgan de Cora Street. Lo reconocí en cuanto entró. Y pensé, ¡vaya, qué buenas relaciones tiene este Richard Morgan!

– Pues sí, bastantes. Primero tengo que deciros que en los pontones los hombres se dividen en grupos de seis que viven y trabajan juntos. Y, con vuestro permiso, quisiera que nosotros seis formáramos uno de estos grupos antes de que algún carcelero del pontón lo haga por nosotros. ¿Os parece bien?

Todos asintieron con la cara muy seria.

– Hemos tenido la suerte de que a doce de nosotros nos envíen a Londres. Los otros seis son jóvenes excepto Ike, que parece preferir su compañía a la nuestra. Por consiguiente, le voy a decir a Ike que haga lo mismo con sus cinco compañeros. De esta manera, los doce nos protegeremos mutuamente en el pontón.

– ¿Crees que habrá dificultades, Richard? -preguntó Connelly, frunciendo el entrecejo.

– Sinceramente, no lo sé, Will. Si lo creo, es más por lo que mis informadores no me han dicho que por lo que me han dicho. Todos somos de la parte suroccidental de Inglaterra. No será así en los pontones.

– Comprendo -dijo Bill Whiting, muy serio por una vez-. Será mejor que decidamos ahora lo que vamos a hacer. Más adelante puede que ya sea demasiado tarde.

– ¿Cuántos de nosotros sabemos leer y escribir? -preguntó Richard.

Connelly, Perrott y Whiting levantaron la mano.

– Cuatro. Muy bien. -Richard señaló las cinco cajas que había en el suelo a su lado-. Hablando de otra cosa, estas cajas contienen cosas que nos permitirán conservar la salud, como las piedras de filtrar.

– ¡Oh, Richard! -exclamó Jimmy Price, exasperado-. ¡Has convertido tu maldita piedra de filtrar en una condenada religión! Lizzie tiene razón, pareces un cura diciendo misa.

– Es cierto que he convertido el bienestar físico en una religión. -Richard miró severamente a su grupo-. Will y Neddy, ¿cómo conseguisteis conservar la salud durante vuestros años de estancia en la Newgate de Bristol?

– Bebíamos cerveza o cerveza suave -contestó Connelly-. Nuestras familias nos daban dinero para comer bien y beber bebidas saludables.

– Pues yo, cuando estaba allí, bebía agua -dijo Richard.

– ¡Imposible! -dijo Neddy Perrott.

– No era imposible. Filtraba el agua a través de la piedra. Sirve para purificar el agua en malas condiciones y es por eso por lo que mi primo James las importa de Tenerife. Si creéis que el agua del Támesis será más potable que el agua del Avon, estaréis muertos en una semana. -Richard se encogió de hombros-. La decisión es vuestra. Si os podéis permitir el lujo de beber cerveza suave, santo y bueno. Pero en Londres no podremos contar con la ayuda de nuestras familias. El oro que podamos tener lo tenemos que guardar para los sobornos y no gastarlo en cerveza.

– Tienes razón -dijo Will Connelly, tocando reverentemente la piedra de filtrar que había sobre la mesa-. Por mi parte, yo me filtraré el agua si no puedo permitirme el lujo de beber cerveza suave. Es de sentido común.

Al final, todos acordaron filtrar el agua, incluido Jimmy Price.

– Todo resuelto -dijo Richard, levantándose para ir a reunirse con Ike Rogers.

Lamentaba no disponer de doce piedras de filtrar, pero no hasta el extremo de compartir seis de ellas entre doce. El grupo de Ike se las tendría que arreglar como pudiera, e Ike, por lo menos, siempre daba la impresión de tener mucho dinero.

Si nosotros doce permanecemos unidos formando dos grupos, tendremos la posibilidad de sobrevivir.

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