19. Transforman el "Palacio de granito" en cómoda morada


Al día siguiente, 22 de mayo, comenzaron las obras de arreglo de la nueva morada. Los colonos estaban impacientes por cambiar su insuficiente refugio de las Chimeneas por aquel vasto y sano retiro, abierto en medio de la roca, al abrigo de las aguas del mar y del cielo.

Las Chimeneas, sin embargo, no debían abandonarse completamente y el proyecto del ingeniero era convertirlas en taller de las grandes obras.

La primera preocupación de Ciro Smith fue reconocer el punto preciso que ocupaba la fachada del Palacio de granito.

Marchó a la playa, al pie de la enorme muralla, y como el pico había escapado de las manos del corresponsal y había debido caer perpendicularmente, bastaba encontrar el pico para conocer el sitio donde se había abierto el boquete.

Encontró fácilmente el pico y, en línea perpendicular, por encima del punto donde había caído a la arena, a ochenta pies sobre el nivel de la playa, estaba la abertura. Algunas palomas entraban y salían ya por ella, como si verdaderamente se hubiera descubierto para su uso el Palacio de granito.

La intención del ingeniero era dividir la parte derecha de la caverna en varios cuartos, precedidos de un corredor de entrada, e iluminarlos con cinco ventanas y una puerta, abiertas en la fachada. Pencroff admitía sin reparo las cinco ventanas, pero no comprendía la utilidad de la puerta, porque el antiguo conducto de desagüe ofrecía una escalera natural, por la cual sería siempre fácil el acceso al Palacio de granito.

- Amigo -le dijo Ciro Smith-, si nos es fácil llegar a nuestra morada por el desagüe, también podrán otros llegar del mismo modo. Yo, por el contrario, quiero obstruir esa entrada en su mismo orificio, taparla herméticamente, y, si es preciso, disimularla por completo elevando por medio de un dique las aguas del lago.

- ¿Y cómo entraremos? -preguntó Pencroff.

- Por una escalera exterior -dijo Ciro Smith-; una escalera de cuerda, que, una vez retirada, hará imposible el acceso a nuestra casa.

- ¿Y para qué tantas precauciones? -repuso Pencroff-. Hasta ahora los animales no nos han parecido temibles. En cuanto a indígenas, la isla no contiene ninguno.

- ¿Está usted seguro, Pencroff? -preguntó el ingeniero mirando al marino.

- No podemos estar completamente seguros -contestó Pencroff-hasta que hayamos explorado toda la isla.

- Exacto -contestó el ingeniero-, puesto que no conocemos de ella más que una corta porción. Pero en todo caso, si no tenemos enemigos interiores, pueden venir de fuera, porque son malos parajes estos del Pacífico. Tomemos, pues, nuestras precauciones contra toda eventualidad.

Ciro Smith hablaba prudentemente, y Pencroff, sin hacer ninguna otra objeción, se preparó a ejecutar sus órdenes.

La fachada del Palacio de granito debía ser iluminada con cinco ventanas y una puerta, que sirviera para lo que constituía la vivienda propiamente dicha, y por una ancha claraboya y otras más pequeñas que permitiesen entrar la luz con profusión en aquella maravillosa nave que debía servir de salón. La fachada, situada, como hemos dicho, a ochenta pies sobre el nivel del suelo, estaba expuesta al este, y el sol saliente la saludaba con sus primeros rayos. Se hallaba comprendida en la parte de la cortina que estaba entre el saliente que formaba ángulo sobre la desembocadura del río de la Merced y una línea perpendicular trazada sobre la aglomeración de rocas que formaban las Chimeneas. Así, los malos vientos, es decir, los del nordeste, no la herían sino de través, porque estaba protegida por la orientación misma del saliente. Por otra parte, mientras se hacían los bastidores de las ventanas, el ingeniero tenía intención de cerrar las aberturas con gruesos postigos, que no dejarían pasar el viento ni la lluvia, y cuya existencia podría disimularse en caso de necesidad.

El primer trabajo consistió en hacer las aberturas. La maniobra del pico sobre aquella roca dura habría sido demasiado lenta y Ciro Smith era hombre de grandes recursos. Tenía todavía cierta cantidad de nitroglicerina a su disposición y la empleó útilmente. El efecto de la sustancia explosiva fue localizado convenientemente, y bajo su esfuerzo el granito se abrió en los sitios elegidos por el ingeniero. Después el pico y el azadón acabaron la forma ojival de las cinco ventanas, de la gran claraboya, de las otras más pequeñas y de la puerta y desbastaron los huecos, cuyos perfiles quedaron en formas caprichosas. Algunos días después de haber empezado estas tareas, el Palacio de granito estaba ampliamente iluminado por la luz de levante, que penetraba hasta las profundidades más secretas.

Según el plan concebido por Ciro Smith, la casa debía dividirse en cinco departamentos con vistas al mar; a la derecha, una entrada con puerta, de donde arrancaría la escalera; después, una cocina de treinta pies de ancha; luego, un comedor de cuarenta pies, un dormitorio de igual anchura y, por fin, la habitación de los huéspedes, reclamada por Pencroff y que confinaba con el salón.

Estas habitaciones, o más bien esta serie de cuartos que formaban aquel departamento del Palacio de granito, no debían ocupar toda su profundidad.

Había que entrar por un corredor formado por sus paredes y los tabiques de un gran almacén para los utensilios, provisiones y reservas. Todos los productos recogidos en la isla, tanto los de la flora como los de la fauna, estarían allí en condiciones excelentes de conservación y completamente al abrigo de la humedad. No faltaba espacio y cada objeto podría tener ordenada y metódica colocación. Además, los colonos disponían de una gruta pequeña situada encima de la gran caverna y que podría servir de granero para la nueva morada.

Acordado el plan, no quedaba más que ponerlo en práctica. Los mineros volvieron a ser albañiles, y empezaron por transportar ladrillos al pie del Palacio de granito.

Hasta entonces Ciro Smith y sus compañeros habían entrado en la caverna por el antiguo desagüe. Este método de comunicación les obligaba primero a subir a la meseta de la Gran Vista dando un rodeo por la orilla del río, a bajar doscientos pies por corredores y después a subir otros tantos, cuando querían volver a la meseta: esto ocasionaba pérdida de tiempo y fatiga considerable. Ciro Smith resolvió proceder a la construcción de una sólida escalera de cuerda, que una vez levantada hiciera absolutamente inaccesible la entrada del Palacio de granito.

La escalera fue hecha con muchísimo cuidado; sus montantes, formados de fibras de una especie de junco muy resistente, trenzadas por medio de un molinete, tenían la solidez de un cable grueso, y en cuanto a los escalones, se hicieron de una especie de cedro rojo de ramas ligeras y resistentes. El aparato fue una obra maestra de Pencroff.

También se fabricaron otras cuerdas con fibras vegetales y se instaló a la puerta una especie de polea. De este modo los ladrillos pudieron levantarse fácilmente hasta el nivel del Palacio de granito, simplificando así el transporte de los materiales, y se comenzó en seguida el arreglo del interior. No faltaba cal y los colonos tenían millares de ladrillos dispuestos para ser utilizados. Levantaron sin dificultad la armadura de los tabiques, muy rudimentarios por otra parte, y en cortísimo tiempo quedó la casa dividida en cuartos y almacenes, según el plan convenido.

Aquellas tareas marchaban con rapidez bajo la dirección del ingeniero, que manejaba lo mismo el martillo que la llana. Ciro Smith conocía todos los oficios y daba así ejemplo a compañeros inteligentes y celosos. Se trabajaba con confianza y hasta con alegría, teniendo siempre Pencroff algún chiste preparado, siendo unas veces carpintero, otras cordelero, otras albañil, y comunicando su buen humor a sus compañeros. Su fe en el ingeniero era absoluta y nada hubiera podido alterarla. Le creía capaz de emprenderlo todo y de conseguirlo todo. La cuestión del vestido y del calzado, cuestión grave; la del alumbrado durante las noches de invierno, el cultivo de las tierras fértiles de la isla, la transformación de la flora silvestre en civilizada, todo le parecía fácil con el auxilio de Ciro Smith, y todo, según él, se haría a su tiempo. Soñaba en ríos canalizados, que facilitasen el transporte de las riquezas del suelo; con la explotación de canteras y minas; con máquinas a propósito para todas las prácticas industriales y hasta con ferrocarriles, cuya red cubriese algún día la isla Lincoln.

El ingeniero debaja decir a Pencroff y no rebajaba nada de las exageraciones de aquel corazón honrado. Sabía lo comunicativa que es la confianza, se sonreía al oírle hablar y no decía nada de los temores que alguna vez le inspiraba el porvenir. En efecto, en aquella parte del Pacífico, fuera del rumbo de los buques, temía que nunca les llegara socorro. Los colonos, por consiguiente, no podían contar sino consigo mismos, porque la distancia de la isla Lincoln de toda otra tierra era tal, que aventurarse en un barquichuelo de construcción necesariamente defectuosa sería cosa grave y peligrosísima.

Pero, como decía el marino, "ellos llevaban cien codos de altura a los Robinsones de tiempos antiguos, para quienes todo lo que hacían constituía un verdadero milagro".

Y, en efecto, ellos sabían; y el hombre que sabe prospera donde otros no harían más que vegetar o perecerían inevitablemente.

Harbert se distinguió en aquellos trabajos. Era inteligente y activo, comprendía pronto, ejecutaba bien, y Ciro Smith se aficionaba cada vez más a aquel muchacho. Harbert sentía por el ingeniero una viva y respetuosa amistad; y Pencroff, que veía la estrecha simpatía que se formaba entre aquellos dos seres, no estaba celoso de ella.

Nab era Nab; lo que siempre sería, el valor, el celo, la adhesión, la abnegación personificada. Tenía en su amo la misma fe que Pencroff, pero la manifestaba menos ruidosamente. Cuando el marino se entusiasmaba, la fisonomía de Nab parecía responderle: "¡Pero si no hay cosa más natural! " Pencroff y él se querían mucho y no habían tardado en tutearse.

En cuanto a Gedeón Spilett, tomaba su parte en el trabajo común y no era el más torpe, lo cual admiraba no poco al marino, que no comprendía que un periodista fuese hábil, no sólo para entender de todo, sino también para ejecutarlo.

La escalera quedó definitivamente instalada el 28 de mayo, y no contaba con menos de cien escalones en aquella altura perpendicular que medía ochenta pies. Por fortuna, Ciro Smith había podido dividirla en dos partes, aprovechando una especie de cornisa saliente de la muralla, a unos cuarenta pies del suelo. Esta cornisa, cuidadosamente nivelada por el pico, se convirtió en una especie de descansillo, al cual se fijó la primera escalera, cuyo conjunto quedó disminuido en la mitad y podía levantarse por medio de una cuerda hasta el nivel del Palacio de granito. En cuanto a la segunda escalera, se la fijó lo mismo en su extremo inferior, que reposaba sobre la cornisa, que en su extremo superior, unido a la puerta misma; de esta suerte, la ascensión fue mucho más fácil, y, por otra parte, Ciro Smith pensaba instalar más adelante un ascensor hidráulico, que evitase toda fatiga y toda pérdida de tiempo a los habitantes del Palacio de granito.

Los colonos se acostumbraron pronto a servirse de aquella escalera. Eran ágiles y diestros, y Pencroff, como marino habituado a correr por los flechastes de los obenques, pudo darles lecciones. Pero fue preciso que se las diera también a Top, porque el pobre perro, con sus cuatro patas, no estaba hecho para aquel ejercicio. Pencroff, sin embargo, era un maestro tan celoso, que Top terminó realizando convenientemente sus ascensiones, subiendo la escalera como hacen por lo regular sus congéneres en los circos. No hay que decir si el marino estaba orgulloso de su discípulo; pero más de una vez Pencroff le evitó el trabajo subiéndolo en sus hombros, de lo cual Top no protestaba jamás.

Aquí debemos observar que durante estos trabajos, que fueron conducidos activamente, porque el invierno se acercaba, no se olvidó de modo alguno la cuestión alimenticia. Todos los días el corresponsal y Harbert, que decididamente se habían hecho los proveedores de la colonia, empleaban algunas horas en la caza. No explotaban más que los bosques de Jacamar, a la izquierda del río, pues, no teniendo puente ni canoa, el río de la Merced no había sido atravesado todavía. Todas aquellas selvas inmensas, a las cuales se había dado el nombre de bosques del Far-West, estaban sin explorar. Se reservaba esta importante excursión para los primeros días de buen tiempo, en la próxima primavera; pero los bosques del Jacamar tenían caza suficiente, abundando en ellos los canguros y los jabalíes, en los cuales hacían maravillas las jabalinas, el arco y las flechas de los cazadores. Además, Harbert descubrió, hacia el ángulo sudoeste del lago, un sotillo natural, especie de pradera ligeramente húmeda, cubierta de sauces y hierbas aromáticas que perfumaban el aire, como el tomillo, el serpol, la albahaca, todas esas especies odoríferas de la familia de las labiadas, de las cuales gustan mucho los conejos.

Habiendo hecho Spilett la observación de que debía de haber conejos en aquel prado, puesto que estaba, por decirlo así, servida la mesa para ellos, los dos cazadores lo exploraron activamente. Por lo menos producía en abundancia plantas útiles, y un naturalista hubiera tenido allí ocasión de estudiar muchos ejemplares del reino vegetal. Harbert recogió cantidad de tallos de ocimo, de romero, de melisa y otras plantas que poseen propiedades terapéuticas. Cuando, más tarde, Pencroff preguntó de qué servía toda aquella colección de hierbas, el joven respondió:

- Para curamos y medicinamos, cuando estemos enfermos. -¿Y por qué hemos de estar enfermos, si en la isla no hay médicos? contestó seriamente Pencroff.

No cabía réplica a observación tan atinada. Sin embargo, el joven no dejó por eso de hacer su recolección, que fue bien acogida en el Palacio de granito, sobre todo porque a aquellas plantas medicinales pudo añadir una notable cantidad de monandras dídimas, que son conocidas en América Septentrional con el nombre de té de Oswego y producen una bebida excelente.

En fin, aquel día, buscando bien los dos cazadores, llegaron al verdadero sitio del conejal y vieron el suelo perforado como una espumadera.

- ¡Madrigueras! -exclamó el joven. -Sí -contestó el corresponsal-, ya las veo. -¿Pero están habitadas?

- Esa es la cuestión.

La cuestión no tardó en quedar resuelta, pues al mismo tiempo centenares de animalillos semejantes a conejos huyeron en todas direcciones y con tal rapidez, que el mismo Top no pudo alcanzarlos.

Por más que corrieron los cazadores y el perro, aquellos roedores se escaparon fácilmente. El corresponsal, sin embargo, estaba resuelto a no salir del sotillo sin haber capturado al menos una docena de aquellos cuadrúpedos. Quería, en primer lugar, abastecer la despensa sin perjuicio de domesticar a los que pudiera cazar posteriormente. Con algunos lazos tendidos a las entradas de las madrigueras, la operación no podría menos de tener un buen éxito; pero en aquel momento no había lazos ni medios de fabricarlos. Tuvo que resignarse a registrar con un palo cada madriguera y conseguir a fuerza de paciencia lo que no podía hacerse de otro modo.

En fin, después de una hora de registro, se cazaron cuatro roedores. Eran conejos muy semejantes a sus congéneres de Europa y conocidos vulgarmente con el nombre de conejos de América.

El producto de la caza fue llevado al Palacio de granito y figuró en la cena de aquella noche. Los huéspedes del sotillo no eran de desdeñar, porque constituían un manjar delicioso y fueron un precioso recurso para la colonia, recurso que parecía inagotable.

El 31 de mayo estaban acabados los tabiques. Sólo faltaba amueblar las habitaciones, lo cual sería obra de los largos días de invierno. Se estableció una chimenea en la primera habitación, que servía de cocina. El tubo destinado a conducir el humo al exterior dio algo que hacer a los fumistas improvisados. Pareció más sencillo a Ciro Smith fabricarlo de ladrillo; y como no había que pensar en darle salida por la meseta superior, se abrió un agujero en el granito, por encima de la ventana de dicha cocina, y a ese agujero se dirigió el tubo oblicuamente como el de una estufa de hierro.

Quizá y sin quizá, cuando soplasen los grandes vientos del este, que azotaban directamente la fachada, la chimenea haría humo, pero aquellos vientos eran raros en la isla y, por otra parte, Nab el cocinero no reparaba en esas pequeñeces.

Cuando estuvieron acabados estos arreglos interiores, el ingeniero se ocupó en tapar el orificio del antiguo desagüe de manera que fuera imposible el acceso por aquella vía. Se llevaron grandes trozos de roca junto a la abertura y se cimentaron fuertemente. Ciro Smith no realizó todavía el proyecto que había formado de tapar aquel orificio con las aguas del lago volviéndolas a su nivel primitivo por medio de un dique; se contentó con disimular la obstrucción con hierbas, arbustos y malezas plantados en los intersticios de las rocas y que a la primavera siguiente debían desarrollarse con exuberancia.

Sin embargo utilizó el desagüe de manera que pudiese llevar a la nueva casa un chorro de agua dulce del lago. Una pequeña sangría hecha por debajo de su nivel produjo este resultado, y aquella derivación de un manantial puro e inagotable dio una cantidad de agua de veinticinco a treinta galones por día. El agua no faltaría en el Palacio de granito.

En fin, todo quedó terminado, y ya era tiempo, porque el invierno llegaba a grandes pasos. Construyeron fuertes postigos, que permitieron cerrar los huecos de la fachada mientras el ingeniero fabricaba ventanas de vidrio.

Gedeón Spilett había dispuesto artísticamente en los salientes de la roca, alrededor de las ventanas, plantas de diversas especies y largas hierbas flotantes, y de esta manera los huecos tenían un marco de verdor pintoresco y de un efecto delicioso.

Los habitantes de aquella mansión sólida, sana y segura, debían estar satisfechos de su obra. Las ventanas permitían a sus miradas recrearse en un horizonte extensísimo, cerrado al norte por los dos cabos Mandíbulas, y al sur por el cabo de la Garra. Toda la bahía de la Unión se extendía magníficamente delante de sus ojos. Sí, los buenos colonos tenían razón para estar satisfechos, y Pencroff no escaseaba los elogios a lo que él llamaba riendo: "su habitación de quinto piso con entresuelo". 20. Resuelven el problema de la luz

El invierno comenzó con el mes de junio, que corresponde al mes de diciembre del hemisferio boreal, y señaló su entrada con grandes lluvias y fuertes vientos, que se sucedieron sin interrupción. Los moradores del Palacio de granito pudieron apreciar las ventajas de una mansión adonde no podía llegar la intemperie. El abrigo de las Chimeneas habría sido realmente insuficiente contra los rigores de un invierno y posiblemente las grandes masas, impulsadas por los vientos del mar, invadiesen su interior. Ciro Smith, previendo esta eventualidad, tomó algunas precauciones para preservar en lo posible la fragua y los hornos allí instalados.

Durante todo el mes de junio se empleó el tiempo en diversas tareas, que no excluían ni la caza ni la pesca, y las reservas de la despensa pudieron reponerse y renovarse abundantemente. Pencroff, cuando era útil, ponía trampas. Había hecho lazos con fibras leñosas y no había día en que el cotillo no suministrase su contingente de roedores. Nab empleaba casi todo su tiempo en salar o ahumar carnes, lo que le aseguraba excelentes conservas.

Entonces se discutió la cuestión de los vestidos. Los colonos no tenían más ropas que las que llevaban cuando el aerostato los arrojó a la isla. Aquellos vestidos eran sólidos y buenos contra el frío; los habían cuidado, así como con la ropa blanca, y los conservaron limpios, pero había que reemplazarlos. Además, si el invierno era riguroso, los colonos tendrían que pasar mucho frío.

Sobre este punto el ingeniero Ciro Smith no había tomado precauciones. Había tenido que ocuparse primero de lo más urgente, hacer la casa y asegurar los alimentos, y el frío venía a sorprenderles antes de haber resuelto la cuestión del vestido. Era preciso, pues, resignarse a pasar aquel invierno sin muchas comodidades. Cuando llegase la primavera, se haría una caza en regla de aquellos moruecos, cuya presencia había sido señalada cuando la exploración del monte Franklin, y una vez recogida la lana, el ingeniero sabría fabricar telas sólidas y de abrigo… ¿Cómo? Ya discurriría sobre ello.

- Nos asaremos en el Palacio de granito y nos tostaremos las pantorrillas -dijo Pencroff-; el combustible abunda y no hay razón para que lo economicemos.

- Por otra parte -repuso Gedeón Spilett-, la isla Lincoln no está situada en una latitud muy elevada y es probable que los inviernos no sean en ella muy crudos. ¿No ha dicho usted, señor Ciro, que este paralelo 35 corresponde al de España en el otro hemisferio?

- Así es -contestó el ingeniero-, pero en España ciertos inviernos son muy fríos. No faltan ni nieve ni hielo, y la isla Lincoln puede también estar sometida a esas pruebas rigurosas. Sin embargo, es una isla y, como tal, espero que la temperatura sea más moderada.

- ¿Porqué, señor Ciro? -preguntó Harbert.

- Porque el mar, hijo mío, puede ser considerado como un inmenso depósito en el que se almacenan los calores del estío y, al llegar el invierno, restituye esos calores. Esto asegura a las regiones inmediatas a los océanos una temperatura media menos elevada en verano, pero menos baja en invierno.

- Ya lo veremos -dijo Pencroff-; no me preocupa si hará o no hará frío. Sin embargo, los días son cortos y las noches largas; por consiguiente, hay que tratar la cuestión del alumbrado.

- Nada más fácil -respondió Ciro Smith. -¿De tratar? -preguntó el marino. -De resolver.

- ¿Y cuándo empezaremos? -Mañana, organizando una caza de focas. -¿Para hacer velas de sebo? -No, para hacer bujías esteáricas.

Este era el proyecto del ingeniero, proyecto realizable, pues tenía cal y ácido sulfúrico y los anfibios del islote le darían la grasa necesaria para la fabricación.

Era el 4 de junio, domingo de Pentecostés, y se acordó unánimemente observar aquella fiesta. Suspendieron todos los trabajos y elevaron oraciones al cielo; pero aquellas preces eran acciones de gracias, porque los colonos de la isla Lincoln no eran ya los miserables náufragos arrojados al islote; no pedían más y daban gracias al Altísimo.

Al día siguiente, 5 de junio, con un tiempo muy vario, se verificó su expedición al islote. Fue preciso aprovechar la marea baja, pasar a pie el canal, y con este motivo se convino en que se construiría como mejor se pudiera una canoa que hiciese las comunicaciones más fáciles y permitiera también subir por el río de la Merced cuando se hiciera la gran exploración al sudoeste de la isla, que se había aplazado para los primeros días de buen tiempo.

Las focas abundaban en el islote, y los cazadores, armados de sus jabalinas, mataron fácilmente media docena. Nab y Pencroff las desollaron y sólo llevaron al Palacio de granito la grasa y la piel, la primera para las bujías y la segunda para la fabricación de sólido calzado.

El resultado de aquella caza fueron trescientas libras de grasa, que debían emplearse enteramente en la elaboración de las bujías.

La operación fue muy sencilla y, si no dio productos absolutamente perfectos, al menos los dio utilizables. Aunque Ciro Smith no hubiera dispuesto más que de ácido sulfúrico, calentando este ácido con los cuerpos grasosos neutros, como la grasa de foca, podía aislar la glicerina; después habría separado fácilmente de la nueva combinación la oleína, la margarina y la estearina, empleando agua hirviendo. Pero, a fin de simplificar la operación, prefirió saponificar la grasa por medio de la cal, y así obtuvo un jabón calcáreo fácil de descomponer por el ácido sulfúrico, que precipitó la cal en estado de sulfato y dejó libres los ácidos grasos.

De estos tres ácidos: oleico, margárico y esteárico, el primero, como líquido, fue separado por una presión suficiente, y los otros dos quedaron formando la sustancia misma que iba a servir para modelar las bujías.

La operación no duró más de veinticuatro horas. Después de varios ensayos se hicieron mechas con fibras vegetales y, empapadas en la sustancia licuefacta, formaron verdaderas bujías esteáricas, que se moldearon con la mano, y a las cuales no faltaba ni blancura ni pulimento. No ofrecían, sin duda, la ventaja que tienen las mechas impregnadas de ácido bórico, de vitrificarse a medida que se efectúa la combustión y de

consumirse enteramente; pero Ciro Smith fabricó un hermoso par de despabiladeras, y aquellas bujías fueron muy estimadas durante las grandes veladas del Palacio de granito.

Durante aquel mes no faltó trabajo en el interior de la casa. Los carpinteros tuvieron mucho que hacer: se perfeccionaron los útiles, que eran muy rudimentarios, y también se hicieron otros para completar la herramienta. Se fabricaron tijeras y los colonos pudieron cortarse el pelo y, si no afeitarse, por lo menos arreglarse la barba. Harbert no la tenía; Nab, tampoco; pero sus compañeros estaban bastante erizados para justificar la construcción de dichas tijeras.

La fabricación de un serrucho costó trabajos infinitos, pero al fin se obtuvo un instrumento que, vigorosamente manejado, podía dividir las fibras leñosas de la madera. Hicieron mesas, sillas, armarios, que amueblaron las principales habitaciones, y camas, cuyas ropas únicas consistieron en jergones de fucos. La cocina, con sus vasares para los utensilios de barro, su horno de ladrillos y su fregadero, tenía muy buen aspecto, y Nab actuaba en ella como si fuera un laboratorio químico.

Los ebanistas debieron ser reemplazados por los carpinteros. En efecto, el nuevo desagüe, a fuerza de minas, necesitaba la construcción de dos puentecillos, uno sobre la meseta de la Gran Vista y otro sobre la misma playa. Pues la meseta y la playa estaban cortadas transversalmente por una corriente de agua que había que atravesar cuando se quería ir al norte de la isla. Para evitarlos, los colonos se veían obligados a dar un rodeo muy grande y subir hacia el oeste hasta más allá de las fuentes del arroyo Rojo. Lo más sencillo era, pues, tender sobre la meseta y la playa dos puentecillos de veinte a veinticinco pies de longitud, y con algunos árboles, escuadrados con el hacha, se formaría el armazón. Fue asunto de pocos días; tendidos los puentes, Nab y Pencroff los aprovecharon para ir hasta el criadero de ostras descubierto junto a las dunas. Arrastraron consigo una especie de carrito, que reemplazaba al antiguo cañizo, verdaderamente demasiado incómodo, y llevaron algunos millares de ostras, cuya aclimatación se hizo rápidamente en medio de aquellas rocas, que formaban otros tantos bancos naturales en la desembocadura del río de la Merced. Aquellos moluscos eran de calidad excelente y los colonos hicieron de ellos un consumo casi cotidiano.

Como se ve, la isla Lincoln, aunque sus habitantes no habían explorado sino una pequeñísima parte, satisfacía ya casi todas sus necesidades, y probablemente, registrada hasta sus más secretos rincones, sobre todo la parte llana del bosque que se extendía desde el río de la Merced al promontorio del Reptil, les prodigase nuevos tesoros.

Una sola privación notaban todavía los colonos de la isla Lincoln. No les faltaba alimento azoado, ni tampoco echaban de menos los productos vegetales que debían moderar el uso de aquel alimento; las raíces leñosas de los dragos, sometidas a fermentación, les daban una bebida acidulada, especie de cerveza preferible al agua pura; habían hecho también azúcar sin cañas ni remolacha, recogiendo el licor que destila el Acer saccharinum, especie de arce de la familia de las aceríneas, que prospera en todas las zonas medias y que crecía abundantemente en la isla; hacían un té muy agradable con las monardas llevadas del sotillo; tenían sal, que es el único de los productos minerales que entra en la alimentación; pero les faltaba pan.

Tal vez más adelante los colonos podrían reemplazar este alimento por algún equivalente, harina de sagú o fécula del árbol del pan; y era posible, en efecto, que entre los árboles de los bosques del sur se encontrasen algunas de esas preciosas especies, pero hasta entonces no las habían descubierto.

Sin embargo, la Providencia debía en aquella ocasión acudir directamente en auxilio de los colonos, en una proporción infinitesimal, pero que no hubiera podido ser producida por Ciro Smith con toda su inteligencia y toda su sutileza de ingenio. Lo que

el ingeniero no hubiera podido crear nunca, Harbert lo encontró por casualidad un día en el forro de su chaleco, que remendaba.

Aquel día llovía torrencialmente y los colonos estaban reunidos en el salón del Palacio de granito, cuando el joven exclamó de repente:

- ¡Caramba, señor Ciro, un grano de trigo!

Y enseñó a sus compañeros un grano, que de su bolsillo agujereado se había introducido en el forro del chaleco. La presencia de aquel grano se explicaba por la costumbre que tenía Harbert, estando en Richmond, de echar trigo a algunas palomas que Pencroff le había regalado.

- ¡Un grano de trigo! -dijo el ingeniero.

- ¡ Sí, señor Ciro, pero uno solo, nada más que uno!

- ¡Pues sí que hemos adelantado mucho, hijo mío! -exclamó Pencroff sonriéndose-. ¿Qué podremos hacer con un grano de trigo? -Haremos pan -respondió Ciro Smith.

- Pan, pasteles y galletas -replicó el marino-. El pan que nos dé este grano no nos hartará.

Harbert, dando muy poca importancia a su descubrimiento, se disponía a tirar por la ventana el grano, cuando Ciro Smith lo tomó, lo examinó y reconoció que se hallaba en buen estado y, mirando al marino, le preguntó tranquilamente:

- Pencroff, ¿sabe usted cuántas espigas puede producir un grano de trigo?

- Supongo que producirá una -repuso el marino, sorprendido por la pregunta.

- Diez, Pencrof. ¿Y sabe usted cuántos granos tiene una espiga?

- No.

- Ochenta por término medio -dijo Ciro Smith-. Así, pues, recogeremos 800, los cuales, en la segunda cosecha, producirán 640.000; en la tercera, 512 millones, y en la cuarta, más de 400.000 millones de granos. Esta es la proporción.

Los compañeros de Ciro Smith le escuchaban sin responder. Aquellos números les dejaban estupefactos. Eran, sin embargo, muy exactos.

- Sí, amigos míos -repuso el ingeniero-, tales son las progresiones aritméticas de la fecunda naturaleza. ¿Qué es, después de todo, esa multiplicación del grano de trigo, cuyas diez espigas no tienen más que 800 granos, comparada con la de esos pies de adormideras, que llevan 32.000, o con los de tabaco, que producen 460.000? En pocos años, si no fuera por las muchas causas de destrucción que ponen límite a su fecundidad, esas plantas invadirían toda la tierra.

Pero el ingeniero no había terminado su pequeño interrogatorio.

- Y ahora, Pencroff -añadió-, ¿sabe usted cuántas fanegas de trigo representan esos 400.000 millones de granos?

- No -respondió el marino-; sólo sé que soy un burro.

- Pues bien, harían más de un millón a razón de 390.000 granos por fanega.

- ¡Un millón! -exclamó Pencroff. -¡Un millón!

- ¿En cuatro años?

- En cuatro años -contestó Ciro-, y aun en dos años, si, como espero, podemos en esta latitud obtener dos cosechas al año.

A esto, según su costumbre, Pencroff no pudo por menos de contestar con un hurra formidable.

- Así, pues, Harbert añadió el ingeniero-, has hecho un descubrimiento de grandísima importancia para nosotros. En las condiciones en que estamos, todo, amigos míos, todo puede servimos; y ruego que no lo olviden.

- No, señor Ciro, no lo olvidaremos -dijo Pencroff-, y si alguna vez encuentro uno de esos granos de tabaco que se multiplican por trescientos setenta mil, le aseguro a usted que no lo tiraré por la ventana. Y ahora, ¿sabe usted lo que debemos hacer?

- Sembrar este grano -contestó Harbert.

- Sí -añadió Gedeón Spilett-, y con todos los miramientos que le son debidos, porque lleva en sí nuestras cosechas del porvenir.

- ¡Con tal que germine! -exclamó el marino. -Germinará -afirmó Ciro Smith.

Era el 20 de junio: momento propicio para sembrar aquel único y precioso grano de trigo. Primero se trató de sembrarlo en un puchero; pero, bien pensado, se resolvió recomendarle más a la naturaleza y confiarle a la tierra. Se hizo así el mismo día, y es inútil añadir que se tomaron todas las precauciones para que la operación tuviese buen éxito.

Habiéndose aclarado un poco el tiempo, los colonos subieron a las alturas del Palacio de granito, y allí, en la meseta, eligieron un sitio abrigado contra el viento y donde el sol del mediodía debía verter todo su calor. Se limpió y mulló el terreno, se le registró para quitar los insectos y gusanos, se echó en él una capa de tierra buena mezclada con un poco de cal, se le rodeó de una empalizada y se sembró el grano de trigo después de haber humedecido la tierra.

Parecía que los colonos sentaban la primera piedra de un edificio, y aquel instante recordó a Pencroff el día en que había encendido su único fósforo y el cuidado con que había procedido a la operación. Pero entonces la cosa era más grave; los náufragos siempre habían logrado proporcionarse fuego, ya por un procedimiento, ya por otro; pero ningún poder humano les devolvería aquel grano de trigo, si por desgracia se perdía.


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