19. Piensan en su futuro y antes quieren conocer la isla a fondo


¡Dos años! ¡Y en dos años los colonos no habían tenido ninguna comunicación con sus semejantes! Estaban sin noticias del mundo civilizado, perdidos en aquella isla, como si se hallasen en el más pequeño asteroide del mundo solar.

¿Qué pasaba en el país? El recuerdo de la patria continuaba vivo en su mente, de aquella patria destrozada por la guerra civil, cuando salieron de ella, y tal vez se vería aún ensangrendata por la rebelión del Sur. Este pensamiento era muy doloroso para los colonos, y muchas veces hablaban de ello, sin dudar jamás, a pesar de todo, del triunfo de la causa del Norte, como lo exigía el honor de la confederación americana.

En aquellos dos años ni un buque había pasado a la vista de la isla, al menos no habían percibido una vela. Era evidente que la isla Lincoln estaba fuera del rumbo acostumbrado de los buques y hasta era desconocida, lo cual, por otra parte, estaba demostrado por los mapas, porque, a falta de puerto, su aguada debía atraer a los barcos que tuviesen necesidad o deseo de renovar su provisión de agua. Pero el mar que la rodeaba continuaba desierto en toda la extensión a que alcanzaba la vista, y los colonos debían contar sólo con ellos para volver a la patria.

Sin embargo, había una probabilidad de salvación, y ésta fue discutida precisamente un día de la primera semana de abril por los colonos reunidos en el Palacio de granito.

Acababan de hablar de América y del país natal, el cual tan poca esperanza tenían los colonos de volver a ver.

- Decididamente -dijo Gedeón Spilett-no tendremos más que un medio, uno solo, de salir de la isla Lincoln: construir un buque bastante grande para poder hacer en él una travesía de muchos centenares de millas. Me parece que quien hace una chalupa, bien puede hacer un buque.

- Y puede ir a las islas Pomotú -añadió Harbert-el que ha llegado hasta Tabor.

- No digo que no -repuso Pencroff, que tenía siempre voto preferente en las cuestiones marítimas-; no digo que no, aunque no es lo mismo hacer una travesía corta que hacerla larga. Si nuestra chalupa se hubiera visto amenazada de algún mal golpe de viento en su viaje a Tabor, sabríamos que el puerto no estaba lejos, pero mil doscientas millas son mucha distancia. Eso hay que andar al menos para llegar a la tierra más próxima.

- Y en caso necesario, Pencroff, ¿no intentaría esa aventura? -preguntó el periodista.

- Yo soy capaz de intentar todo lo que se quiera, señor Spilett -contestó el marino-, y sabe muy bien que no me tiro para atrás.

- Ten presente también -observó Nab- que ahora contamos con otro marino. -¿Quién? -preguntó Pencroff. -Ayrton.

- Justo -dijo Harbert. -¡Si consiente en venir! -observó Pencroff.

- ¡Bueno! -dijo Spilett-, ¿cree que, si el yate de lord Glenarvan se hubiera presentado en la isla Tabor, cuando Ayrton la habitaba todavía, se habría negado nuestro compañero a marchar?

- Olvidan, amigos míos -dijo entonces Ciro Smith-, que Ayrton, durante los últimos años de su estancia en aquel islote, había perdido la razón. Pero la cuestión no es ésa: la cuestión es si debemos contar, entre las probabilidades que tenemos de salvación, con la vuelta del buque escocés. Ahora bien, lord Glenarvan prometió a Ayrton venir a recogerlo a la isla Tabor, cuando creyera expiados sus crímenes. Creo que vendrá.

- Sí -dijo el corresponsal-. Añadiré que vendrá pronto, porque hace doce años que Ayrton fue abandonado.

- ¡Ah! -exclamó Pencroff-, estoy de acuerdo en que ese lord volverá y hasta en que volverá pronto. Pero ¿adónde arribará? ¿A la isla Tabor o a la Lincoln?

- Ahí está, sobre todo porque la isla Lincoln no está en ningún mapa dijo Harbert.

- Por eso, amigos míos -observó el ingeniero-, debemos tomar las precauciones necesarias para poner en la isla Tabor una señal que indique nuestra existencia y la de Ayrton en Lincoln.

- Evidentemente -repuso el periodista-, y nada más fácil que depositar en aquella cabaña, que fue morada del capitán Grant y de Ayrton, una nota que dé la situación de nuestra isla, noticia que lord Glenarvan o su tripulación no puede menos de encontrar.

- Es una lástima -dijo el marino-que olvidásemos esa precaución en nuestro primer viaje a la isla Tabor.

- ¿Y cómo la íbamos a tomar? -repuso Harbert-. No conocíamos en aquel momento la historia de Ayrton; ignorábamos que algún día irían en su busca y, cuando hemos conocido esta historia, la estación estaba muy avanzada y no nos ha permitido volver a la isla Tabor.

- Sí -dijo Ciro Smith-, es demasiado tarde, y habrá que aplazar esa travesía para la primavera próxima. -¿Y si entretanto viniera el yate escocés? -dijo Pencroff.

- No es probable -repuso el ingeniero-, porque lord Glenarvan no elegirá el invierno para aventurarse en estos mares lejanos. O ha venido a la isla Tabor desde que Ayrton está con nosotros, es decir, desde hace cinco meses, y se ha marchado ya, o vendrá más tarde, y habrá tiempo, cuando lleguen los primeros días buenos de octubre, de ir a la isla Tabor para dejar allí esa nota.

- Sería una verdadera desgracia -dijo Nab-que el Duncan se hubiese presentado en estos mares durante esos cinco meses.

- Espero que no -dijo Ciro Smith-, y que el cielo no nos haya privado de la mejor probabilidad de salvación que nos queda.

- Creo -observó Spilett-que de todos modos sabremos a qué atenernos, cuando hayamos vuelto a la isla Tabor, porque, si los escoceses han estado en ella, necesariamente habrán dejado huellas de su paso.

- Es evidente -contestó el ingeniero-. Así, pues, amigos míos, ya que tenemos esta probabilidad de volver a nuestra patria, esperemos con paciencia. Si falla, entonces veremos lo que hemos de hacer.

- En todo caso -dijo Pencroff-, quede sentado que, si salimos de la isla Lincoln de una manera o de otra, no será porque en ella nos haya ido mal.

- No, Pencroff -repuso el ingeniero-; será porque aquí estamos lejos de todo lo que más ama el hombre en el mundo: su familia, sus amigos, su país natal.

Resuelto así el asunto, no se volvió a tratar de emprender la construcción de un buque bastante grande para aventurarse a un viaje en dirección de los archipiélagos, hacia el norte, o de Nueva Zelanda, hacia el oeste. Ocupáronse únicamente los colonos en las tareas acostumbradas para prepararse a pasar el tercer invierno en el Palacio de granito.

Sin embargo, se acordó también que antes que llegara el mal tiempo se emplearía la chalupa en un viaje alrededor de la isla. No estaba terminado todavía el reconocimiento completo de las costas, era muy imperfecta la idea que tenían los colonos del litoral al oeste y al norte, desde la desembocadura del río de la Cascada hasta el cabo Mandíbula, así como de la estrecha bahía que se abría entre ellos como una quijada de tiburón.

Pencroff propuso aquella excursión. Ciro Smith la aprobó, porque quería examinar por sí mismo toda aquella parte de sus dominios.

El tiempo estaba entonces variable, pero el barómetro no oscilaba con movimientos bruscos y podía contarse con poder hacer una navegación feliz. Precisamente en la primera semana de abril, después de una baja barométrica, se señaló la subida por un fuerte viento del oeste, que duró cinco o seis días; después la aguja del instrumento volvió a quedar fija en una altura de veintinueve pulgadas y nueve décimas (759 mm., 45), y las circunstancias parecieron propicias para la exploración.

Se fijó la partida para el día 16 de abril, y se transportaron al Buenaventura, que estaba anclado en el puerto del Globo, las provisiones necesarias para un viaje de alguna duración.

Ciro Smith anunció a Ayrton la expedición proyectada, invitándole a tomar parte en ella, pero éste optó por establecerse en el Palacio de granito durante la ausencia de sus compañeros. Maese Jup debía hacerle compañía, a lo cual no opuso ninguna objeción.

El 16 de abril, por la mañana, todos los colonos, acompañados de Top, se embarcaron. El viento soplaba del sudoeste: era una brisa, y el Buenaventura, al salir del puerto del Globo, tuvo que voltejear para tomar el promontorio del Reptil.

De las noventa millas que medía el perímetro de la isla, unas veinte pertenecían a la costa del sur, desde el puerto hasta el promontorio. De aquí la necesidad de andar esas veinte millas navegando de bolina, porque el viento era absolutamente de proa.

Hubo que emplear todo el día para llegar al promontorio, porque la embarcación, al salir del puerto, no encontró más que dos horas de flujo, que le fue muy difícil de aguantar. La noche había llegado ya cuando el Buenaventura dobló el promontorio.

Pencroff propuso entonces al ingeniero continuar el viaje lentamente con dos rizos de la vela, pero Ciro Smith prefirió fondear a pocos cables de tierra, a fin de examinar aquella parte de la costa cuando llegara el día. Se acordó también que, puesto que se trataba de una exploración minuciosa del litoral, no se navegaría durante la noche y que, al atardecer, se anclaría cerca de tierra, mientras el tiempo lo permitiese.

Pasaron la noche al abrigo del promontorio y, habiendo caído el viento con la bruma, no se turbó el silencio de las horas nocturnas. Los pasajeros, a excepción del marino, durmieron quizá algo peor a bordo del Buenaventura, de lo que habrían dormido en sus habitaciones del Palacio de granito, pero durmieron.

Al día siguiente, 17 de abril, al amanecer, aparejó Pencroff, y con viento largo y amuras a babor, pudo abarloarse a la costa occidental.

Los colonos conocían aquella costa frondosa, puesto que habían recorrido a pie sus orillas; sin embargo, excitó de nuevo toda su admiración. Iban costeando lo más cerca posible de tierra, moderando la velocidad del buque para poder observarlo todo y teniendo solamente cuidado de no chocar con algunos troncos de árboles que flotaban acá y allá. Muchas veces echaron el ancla para que Gedeón Spilett tomara varias vistas fotográficas de aquel magnífico litoral.

Hacia las doce de la mañana el Buenaventura llegó a la desembocadura del río de la Cascada. Al otro lado, en su orilla derecha, volvían a presentarse los árboles, pero más esparcidos, y tres millas más lejos no formaban más que pequeños grupos aislados, entre los contrafuertes occidentales del monte, cuya árida ladera se prolongaba hasta el litoral.

¡Qué contraste entre la parte sur y la parte norte de aquella costa! Tan frondosa y verde como era aquélla, era ésta áspera y escarpada. Parecía como una de esas costas de hierro, como las llaman en ciertos países, y su violenta contextura indicaba que se había producido una verdadera cristalización en el basalto, aún hirviente, de las épocas geológicas: amontonamiento de aspecto terrible, que hubiera espantado a los colonos si la casualidad les hubiese arrojado sobre aquella parte de la isla. Cuando estaban en la cima del monte Franklin, no habían podido reconocer el aspecto profundamente siniestro de aquella playa, porque la dominaban desde un punto demasiado alto; pero visto desde el mar, se presentaba aquel litoral con un carácter tan extraño, que no era fácil encontrar otro equivalente en ningún rincón del mundo.

El Buenaventura pasó por delante de aquella costa, siguiéndola por espacio de media milla, y entonces fue fácil ver que se componía de bloques de todas dimensiones, desde veinte hasta trescientos pies de altura y de todas formas, cilíndricos como torres, prismáticos como campanarios, piramidales como obeliscos, cónicos como chimeneas de fábrica. Un ventisquero de los mares glaciales no se hubiera dibujado más caprichosamente en su sublime horror. Aquí puentes arrojados de una roca a otra; allá arcos dispuestos como los de una nave, cuya profundidad no podía descubrir la mirada; en un sitio grandes excavaciones, cuyas bóvedas presentaban un aspecto monumental; en otros un verdadero caos de puntas, de pirámides pequeñas y de flechas, como jamás

ha contado ninguna catedral gótica. Todos los más variados caprichos de la naturaleza contribuían a formar aquel litoral grandioso que se prolongaba en una longitud de ocho a nueve millas.

Ciro Smith y sus compañeros le miraban con una sorpresa que rayaba en la estupefacción; pero si permanecían mudos, Top, por su parte, no dejaba de lanzar ladridos, que eran repetidos por los mil ecos de la muralla basáltica. El ingeniero llegó a observar que aquellos ladridos tenían algo raro, como los que el perro lanzaba a la boca del pozo del Palacio de granito.

- ¡Atraquemos! -dijo.

Y el Buenaventura vino a pasar rasando todo lo posible las rocas del litoral. ¿Existiría alguna gruta que conviniese explorar?… Ciro Smith no vio nada, ni una caverna, ni una anfractuosidad, que pudieran servir de retiro a un ser cualquiera, porque el pie de las rocas se bañaba en la resaca misma de las aguas. Pronto cesaron los ladridos de Top y la embarcación recobró la distancia que antes llevaba a pocos cables del litoral.

En la parte noroeste de la isla la playa volvió a presentarse llana y arenosa. Algunos árboles raros se levantaban sobre una tierra baja y pantanosa, que los colonos habían entrevisto ya; y contrastando violentamente con la otra costa tan desierta, la vida se manifestaba allí por la presencia de miríadas de aves acuáticas.

Por la tarde el Buenaventura fondeó en una pequeña ensenada del litoral, al norte de la isla y bastante cerca de tierra, pues las aguas eran muy profundas en aquel sitio. La noche transcurrió pacíficamente, porque la brisa se extinguió, por decirlo así, con los últimos resplandores del día y no volvió a presentarse hasta las primeras claridades del alba.

Como era fácil acercarse a tierra, aquella mañana los cazadores oficiales de la colonia, es decir, Harbert y Gedeón Spilett, fueron a dar un paseo de dos horas y volvieron con muchas sartas de patos y becasinas. Top había hecho maravillas y no había perdido ni una pieza, gracias a su celo y actividad.

A las ocho de la mañana el Buenaventura aparejaba y navegaba rápidamente subiendo hacia el cabo Mandíbula Norte, porque llevaba viento en popa y la brisa tendía a refrescar.

- Por lo demás -dijo Pencroff-, no me admiraría que se preparase alguna racha del oeste. Ayer el sol se puso detrás de un horizonte rojo y esta mañana he visto colas de gato, que no me presagiaban nada bueno.

Aquellas colas de gato eran cirros esparcidos por el cenit y cuya altura no es nunca inferior a cinco mil pies sobre el nivel del mar. Parecían ligeros copos de algodón, cuya presencia anuncia ordinariamente alguna próxima alteración de los elementos.


- Pues bien -dijo Ciro Smith-, despleguemos toda la tela que se pueda y vamos a buscar refugio al golfo del Tiburón. Creo que allí el Buenaventura estará seguro.

- Perfectamente -respondió Pencroff-; por otra parte, la costa del norte no tiene más que dunas insignificantes.

- No me desagradaría -añadió el ingeniero-pasar la noche y también el día de mañana en esa bahía, que merece una exploración detenida.

- Creo que, queramos o no, tendremos que detenemos en ella -repuso Pencroff-, porque el horizonte empieza a presentarse amenazador por la parte oeste. ¡Vea cómo se va cubriendo!

- En todo caso tendremos buen viento para llegar al cabo Mandíbula observó el periodista.

- Muy bueno -contestó el marino-, mas para entrar en el golfo será necesario dar bordadas y preferiría ver claro en estos parajes que no conozco.

- Parajes que deben estar sembrados de escollos -observó Harbert-, si se ha de juzgar por lo que hemos visto en la costa meridional del golfo del Tiburón.

- Pencroff -dijo entonces Ciro Smith-, haga lo que mejor le parezca. Tenemos confianza en usted.

- Esté tranquilo, señor Ciro -respondió el marino-, que no me expondré sin necesidad. Preferiría una cuchillada en mis obras vivas a una pedrada en mi Buenaventura.

Lo que Pencroff llamaba obras vivas era la parte sumergida de la quilla de su embarcación, a la cual cuidaba más que a su propia piel.

- ¿Qué hora es? -preguntó el marino. -Las diez -contestó Gedeón Spilett. -¿Y a qué distancia estamos del cabo, señor Ciro?

- A unas quince millas -repuso el ingeniero.

- Es cuestión de dos horas y media -dijo entonces el marino-, y estaremos en el cabo entre las doce y la una. Por desgracia la marea estará bajando en ese momento y habrá en el golfo una corriente de reflujo. Temo que sea difícil entrar teniendo viento y mar contra nosotros.

- Tanto más -observó Harbert-que hoy es luna llena y estas mareas de abril son peligrosas.

- Y bien, Pencroff -preguntó Ciro Smith-, ¿no puede usted fondear en la punta del cabo?

- ¡Fondear cerca de tierra con mal tiempo en perspectiva! -exclamó el marino-. ¿Lo ha pensado bien, señor Ciro? Eso sería querer estrellarse voluntariamente contra la costa. -Entonces, ¿qué va a hacer?

- Tratar de mantenernos al largo hasta la hora del flujo, es decir, hasta las siete de la tarde, y, si entonces hay posibilidad, intentaré entrar en el golfo; si no, continuaremos corriendo bordadas durante toda la noche y entraremos mañana al salir el sol.

- Ya le he dicho, Pencroff, que confiamos en su experiencia -respondió Ciro Smith.

- ¡Ah! -dijo Pencroff-, ¡si al menos hubiese un faro en esa costa! Sería más cómodo para los navegantes.

- Sí -añadió Harbert-, tanto más que esta vez no tendremos un ingeniero previsor que encienda una hoguera para guiamos al puerto.

- A propósito, mi querido Ciro -dijo Gedeón Spilett-, no le hemos dado las gracias por aquel fuego que encendió; pero la verdad es que, si no se le hubiera ocurrido encenderlo, jamás habríamos podido llegar…

- ¿Un fuego? -preguntó Ciro Smith, muy admirado de las palabras del periodista.

- Aludimos, señor Ciro -dijo Pencroff-, a la situación embarazosa en que nos vimos a bordo del Buenaventura en las últimas horas que precedieron a nuestro regreso; porque habríamos pasado a sotavento de la isla sin la precaución que usted tomó de encender una hoguera en la noche del 19 al 20 de octubre en la meseta del Palacio de granito.

- ¡Sí, sí…! Fue una idea feliz -repuso el ingeniero.

- Y ahora -añadió el marino-, a no ser que a Ayrton se le ocurra la misma idea, no habrá nadie que pueda hacernos este pequeño servicio. -No, nadie -contestó Ciro Smith.

Pocos instantes después, hallándose solo en la proa de la embarcación con el periodista, se inclinó a su oído y le dijo:

- Si hay algo cierto, Spilett, es que yo no he encendido hoguera ninguna en la noche del 19 al 20 de octubre, ni en la meseta del Palacio de granito ni en ninguna otra parte de la isla.

20. Pasan el nuevo invierno y en una fotografía descubren un lago

Las cosas pasaron como había previsto Pencroff, porque sus presentimientos no podían engañarlo. El viento refrescó y de brisa pasó a estado de vendaval, es decir, que adquirió una celeridad de 40 a 45 millas por hora, viento con el cual un buque en alta mar hubiera navegado con los rizos bajos y los juanetes arriados. Ahora bien, como eran cerca de las seis cuando el Buenaventura llegó cerca del golfo, y en aquel momento se hacía sentir el reflujo, le fue imposible entrar y tuvo que aguantarse al largo, porque aun cuando hubiera querido no habría podido llegar a la desembocadura del río de la Merced. Así, después de haber instalado su foque en el palo mayor a guisa de trinquetillo, esperó presentando la proa a tierra.

Por fortuna, si el viento fue muy fuerte, el mar, cubierto por la costa, no engrosó mucho y por lo tanto no había que temer las oleadas, que son un gran peligro para las pequeñas embarcaciones. El Buenaventura no habría zozobrado, porque tenía buen lastre; pero cayendo a bordo grandes golpes de agua hubiera podido comprometerlo, si las escotillas no hubieran resistido. Pencroff, como buen marino, se preparó para todo evento. Tenía confianza en su embarcación, pero no dejaba de esperar el día con alguna ansiedad.

Durante la noche, Ciro Smith y Gedeón Spilett no tuvieron ocasión de hablar a solas; sin embargo, las frases pronunciadas por el ingeniero al oído del periodista, daban motivo a discutir otra vez aquella misteriosa influencia que parecía reinar sobre la isla Lincoln. Gedeón Spilett no cesó de pensar en aquel incidente, nuevo e inexplicable, en aquella aparición de una hoguera en la costa de la isla. Aquel fuego no era una ilusión, lo había visto, y sus compañeros Harbet y Pencroff lo habían visto tan bien como él; les había servido para reconocer la situación de la isla en aquella noche tan oscura y no podían dudar que fuese la mano del ingeniero la que lo había encendido. ¡Ciro Smith, sin embargo, declaraba formalmente que no había hecho semejante cosa! Gedeón Spilett se prometía volver a hablar sobre este incidente, cuando el Buenaventura estuviese de regreso, y excitar a Ciro Smith a que pusiera a sus compañeros al corriente de aquellos hechos extraordinarios. Tal vez entonces se acordaría hacer por todos una investigación completa de todas las partes de la isla Lincoln.

Aquella noche no se encendió ningún fuego en las playas desconocidas todavía, que formaban la entrada del golfo, y la pequeña embarcación continuó aguantándose durante toda la noche.

Cuando aparecieron las primeras claridades del alba en el horizonte, el viento, que se había calmado ligeramente, giró en dos cuartos y permitió a Pencroff embocar más fácilmente la estrecha entrada del golfo. Hacia las siete de la mañana el Buenaventura, después de haberse dejado llevar hacia el cabo Mandíbula Norte, entraba prudentemente en el paso y se aventuraba por aquellas aguas encerradas en el más extraño cuadro de lava.

- Vean -dijo Pencroff-una punta de mar que haría una rada admirable, donde podrían moverse escuadras enteras a su placer.

- Lo curioso, sobre todo -observó Ciro Smith-, es que este golfo ha sido formado por dos corrientes de lava vomitadas por el volcán, que se han acumulado por erupciones sucesivas. De aquí resulta que está abrigado completamente por todos lados, y es de creer que en él, aun con los peores vientos, el mar estará tranquilo como un lago.

- Sin duda -repuso el marino-, pues el viento, para entrar aquí, no tiene más que esa estrecha garganta abierta entre los dos cabos y el cabo del norte cubre el del sur, de manera que es dificilísima la entrada de las ráfagas. En verdad, nuestro Buenaventura podría permanecer aquí todo un año sin tesar sobre sus anclas.

- Ese golfo es un poco grande para él -observó el corresponsal.

- Convengo, señor Spilett -contestó el marino-, en que es bastante grande para el Buenaventura, pero, si las escuadras de la Unión necesitan un abrigo seguro en el Pacífico, creo que no le pueden hallar mejor que en esta rada.

- Estamos en la boca del tiburón -observó Nab, aludiendo a la forma del golfo.

- En plena boca, mi valiente Nab -contestó Harbert-, pero supongo que no tendrá miedo de que se cierre y nos deje dentro.

- No, señor Harbert -contestó Nab-; pero, de todos modos, este golfo no me gusta; tiene aspecto triste.

- Bueno -exclamó Pencroff-, ahí está Nab, que desprecia mi golfo, en el momento que yo pensaba regalárselo a América.

- Pero, al menos, ¿son bastante profundas sus aguas? -preguntó el ingeniero-. Pues lo que basta para la quilla del Buenaventura podría ser insuficiente para buques acorazados.

- Eso es fácil de averiguar -repuso Pencroff.

Y el marino echó a fondo una larga cuerda, que le servía de escandallo, a la cual había atado un pedazo de hierro. Aquella cuerda medía unas cincuenta brazas y toda entró en el agua sin tocar el suelo.

- Vamos -dijo Pencroff-, nuestros acorazados pueden venir aquí sin temor de encallar.

- En efecto -repuso Ciro Smith-, es un verdadero abismo este golfo; pero teniendo en cuenta el origen plutónico de la isla, no hay que extrañar que el fondo del mar presente depresiones semejantes.

- Parece -observó Harbert-que estas murallas han sido cortadas a pico y creo que con una sonda cinco o seis veces mayor Pencroff no encontraría fondo.

- Todo está muy bien -dijo el corresponsal-, pero debo hacer observar a Pencroff que falta una cosa importante para su rada.

- ¿Cuál, señor Spilett?

- Una cortadura, un sitio cualquiera que dé acceso al interior de la isla. No veo un punto sobre el cual se pueda poner el pie.

Y en efecto, las altas lavas, muy acantiladas, no ofrecían en todo el perímetro del golfo un solo paraje propicio para el desembarco. Era una cortina infranqueable, que recordaba, pero con más aridez todavía, los fiordos de Noruega. El Buenaventura, rasando aquellas altas murallas hasta tocarlas, no encontró una sola punta que pudiera permitir a los pasajeros desembarcar.

Pencroff se consoló diciendo que por medio de una mina podría volar una parte de aquel muro cuando fuese necesario; y puesto que no tenían nada que hacer en aquel golfo, dirigió su embarcación hacia la garganta y salió a las dos de la tarde.

- ¡Uf! -dijo Nab, exhalando un suspiro de satisfacción. Parecía verdaderamente que el honrado negro no se sentía bien dentro de aquella enorme boca.

Desde el cabo Mandíbula a la desembocadura del río de la Merced no había más que unas ocho millas. Puso la proa hacia el Palacio de granito y el Buenaventura, largando sus velas, siguió la costa a una milla de distancia. A las enormes rocas de lava sucedieron pronto aquellas dunas caprichosas, entre las cuales el ingeniero había sido hallado en circunstancias tan singulares, paraje frecuentado por centenares de aves marinas.

Hacia las cuatro, Pencroff, dejando a su izquierda la punta del islote, entraba en el canal que le separaba de la costa, y a las cinco el ancla del Buenaventura mordía el fondo de arena en la desembocadura del río de la Merced.

Hacía tres días que los colonos habían dejado su vivienda. Ayrton les esperaba en la playa y maese Jup salió alegremente a recibirlos lanzando gruñidos de satisfacción.

La exploración completa de la costa de la isla estaba hecha y nada sospechoso se había observado. Si algún ser misterioso residía en ella, no podía habitar más que los bosques impenetrables de la península Serpentina, donde los colonos no habían hecho todavía sus investigaciones.

Gedeón Spilett habló de estas cosas con el ingeniero y acordaron llamar la atención a sus compañeros sobre el carácter extraño de ciertos incidentes que se habían producido en la isla y el último de los cuales era el más inexplicable.

Así, Ciro Smith, volviendo a hablar de la hoguera encendida en el litoral por mano desconocida, no pudo menos de decir por vigésima vez al periodista:

- ¿Pero está usted seguro de haberla visto bien? ¿No era una erupción parcial del volcán, un meteoro cualquiera?

- No, Ciro -contestó Spilett-, era sin duda alguna un fuego encendido por mano de hombre. Por lo demás, pregunte a Pencroff y a Harbert, que lo vieron como yo, y confirmarán mis palabras.

Algunos días después, el 25 de abril, en el momento en que todos los colonos estaban reunidos en la meseta de la Gran Vista, Ciro Smith tomó la palabra y dijo:

- Amigos míos, creo que debo llamar la atención sobre ciertos hechos que han pasado en la isla y sobre los cuales me gustaría oír el parecer de todos. Estos hechos son, por decirlo así, sobrenaturales…

- ¡ Sobrenaturales! -exclamó el marino lanzando una bocanada de humo de tabaco-. ¡Sería posible que nuestra isla fuese sobrenatural!

- No, Pencroff, pero indudablemente es misteriosa -continuó el ingeniero-, a no ser que usted pueda explicamos lo que Spilett y yo no hemos podido comprender hasta ahora.

- Hable, señor Ciro -añadió el marino.

- Pues bien, ¿ha comprendido -dijo el ingeniero-cómo cayendo al mar fui encontrado a un cuarto de milla en el interior de la isla sin que me enterase de nada? -A no ser que estando desmayado… -dijo Pencroff.

- Eso no es admisible -interrumpió el ingeniero-. Pero pasemos adelante. ¿Ha comprendido cómo Top pudo descubrir dónde estaban ustedes a cinco millas de la gruta, donde yo me hallaba tendido?

- El instinto del perro… -dijo Harbert.

- ¡Instinto singular! -exclamó el periodista-, puesto que, a pesar de la lluvia y el viento desencadenados durante toda la noche, Top llegó a las Chimeneas seco y sin una mancha de lodo.

- Pasemos más adelante -dijo el ingeniero-. ¿Ha comprendido cómo nuestro perro fue tan singularmente lanzado fuera de las aguas del lago, después de su lucha con el dugongo?

- No, confieso que no lo he comprendido -contestó Pencroff-, ni tampoco la herida que el dugongo tenía en el costado y que parecía hecha con un instrumento cortante.

- Continuemos -repuso el ingeniero-. ¿Han comprendido, amigos míos, cómo se encontraba aquel grano de plomo en el cuerpo del lechón de saíno; cómo se halló el cajón tan bien encallado, sin que hubiera señales de naufragio; cómo se presentó a propósito la botella que contenía el documento durante nuestra primera excursión por el mar; cómo nuestra canoa, después de haber roto sus amarras, vino por la corriente del río de la Merced a buscarnos precisamente en el momento en que teníamos necesidad de ella; cómo, después de la invasión de los monos, se nos envió tan oportunamente la escalera desde las alturas del Palacio de granito; cómo, en fin, llegó a nuestras manos el documento que Ayrton asegura no haber escrito?

Ciro Smith acababa de enumerar, sin olvidar ni uno solo, los hechos extraños observados en la isla. Harbert, Pencroff y Nab se miraron no sabiendo qué responder, porque la sucesión de aquellos incidentes agrupados por primera vez les sorprendía.

- A fe mía -dijo Pencroff-, tiene usted razón, señor Ciro, y es difícil explicar esas cosas.

- Pues bien, amigos míos -añadió el ingeniero-, un nuevo incidente más incomprensible aún ha venido a sumarse a los enumerados. -¿Cuál, señor Ciro? -preguntó vivamente Harbert.

- Cuando ustedes volvían de la isla Tabor -dijo el ingeniero-, ¿no vieron una hoguera en la isla Lincoln?

- Ciertamente -contestó el marino. -¿Y está seguro de haber visto ese fuego? -Como lo veo a usted ahora.

- ¿Y tú también, Harbert?

- ¡Ah, señor Ciro! -exclamó el joven-, ese fuego brillaba como una estrella.

- ¿Pero no era una estrella? -preguntó el ingeniero insistiendo.

- No, señor -contestó Pencroff-, porque el cielo estaba cubierto de espesas nubes y en todo caso una estrella no habría estado tan baja en el horizonte. Pero el señor Spilett lo vio como nosotros y puede confirmar mis palabras.

- Añadiré -dijo el periodista-que ese fuego era muy vivo y se proyectaba como una corriente eléctrica.

- Sí, sí, eso -replicó Harbert-, y estaba situado sobre las alturas del Palacio de granito.

- Pues bien, amigos míos -prosiguió Ciro Smith-, la noche del 19 al 20 de octubre, ni Nab ni yo encendimos fuego en la costa.

- ¿No fueron ustedes? -exclamó Pencroff en el colmo de su estupefacción y sin poder acabar la frase.

- En aquella noche no salimos del Palacio de granito -añadió Ciro Smith-y, si en la costa apareció una hoguera, no fueron nuestras manos las que la encendieron.

Pencroff y Harbert estaban estupefactos; no podían haberse hecho ilusión alguna; habían visto realmente un fuego en la isla durante la noche del 19 al 20 de octubre.

Sí. Todos tuvieron que convenir en que había un misterio inexplicable, una influencia evidentemente favorable para los colonos, pero muy irritante para su curiosidad, que se hacía sentir en las ocasiones oportunas sobre la isla Lincoln. ¿Había algún ser oculto en algunos de sus más profundos retiros? Había que saberlo.

Ciro Smith recordó a sus compañeros la singular actitud de Top y de Jup cuando se acercaban a la boca del pozo que tenía el Palacio de granito en comunicación con el mar, y les dijo que había explorado aquel pozo sin descubrir en él nada sospechoso. En fin, el resultado de esta conversación fue el acuerdo unánime de los miembros de la colonia de registrar enteramente la isla cuando volviese la estación buena.

Pero desde aquel día Pencroff pareció preocupado. Aquella isla, que miraba como su propiedad personal, ya no le pertenecía toda entera; la propiedad se repartía con otro dueño, al cual de buen o mal gusto se sentía sometido. Nab y él hablaban con frecuencia de aquellas cosas inexplicables, y ambos, inclinados por su naturaleza a lo maravilloso, estaban muy cerca de creer que la isla Lincoln estaba sometida a un poder sobrenatural.

Entretanto, llegaron los malos días con el mes de marzo, que es el noviembre de las zonas boreales, y el invierno parecía duro y precoz. Por consiguiente, se emprendieron sin demora las tareas de invierno.

Por lo demás, los colonos estaban bien preparados para recibir el frío, por grande que fuese. No faltaban los vestidos de fieltro, porque el rebaño de muflones, muy numeroso entonces, había dado la lana necesaria para la fabricación de aquella tela de abrigo.

Huelga decir que Ayrton fue provisto de cómodos vestidos. Ciro Smith le invitó a pasar la mala estación en el Palacio de granito, donde estaría mejor alojado que en la dehesa, y Ayrton prometió hacerlo cuando estuviesen terminados los trabajos comenzados, lo cual sucedió hacia mediados de abril. Desde entonces Ayrton tomó parte en la vida común y prestó en todas ocasiones útiles servicios, aunque, siempre humilde y triste, no tomaba parte en las diversiones de los compañeros.

Durante la mayor parte de aquel invierno que los colonos pasaron en la isla Lincoln, tuvieron que permanecer confinados en el Palacio de granito, porque hubo grandes tempestades y borrascas terribles que parecían querer arrancar las rocas de sus bases. Inmensas corrientes de marea amenazaban cubrir toda la isla y cualquier buque que se hubiera fondeado junto a ella se habría perdido. Dos veces, durante una de aquellas corrientes, el río de la Merced creció hasta el punto de inspirar temores de que el puente y los puentecillos desaparecieran y hubo que consolidar los de la playa, que quedaban siempre cubiertos bajo las olas cuando el mar batía el litoral.

Ya se comprenderá que tales huracanes, comparables con trombas, en que se mezclaban la lluvia y la nieve, causarían grandes destrozos en la meseta de la Gran Vista. Los que más padecieron fueron el molino y el corral Los colonos tuvieron que hacer con frecuencia grandes reparaciones, sin las cuales se hubiera visto amenazada la existencia de las aves encerradas.

En aquel tiempo tan malo algunas parejas de jaguares y bandas de cuadrúmanos se aventuraron hasta el límite de la meseta, y había que temer que los más audaces y robustos, impulsados por el hambre llegasen a atravesar el arroyo, que, por otra parte, cuando estaba helado, presentaba fácil acceso. Si así hubiera sucedido, las plantaciones y los animales domésticos hubieran sido destruidos infaliblemente, al no tener una vigilancia continua; y con frecuencia hubo que hacer algunos disparos de armas de fuego para mantener a respetuosa distancia los peligrosos visitantes. Por consiguiente, no faltó quehacer en el invierno, Porque sin contar los cuidados del exterior, había siempre mil obras de mueblaje y decorado que acabar en el Palacio de granito.

Se hizo también en algunos días muy buena caza durante los grandes fríos en los vastos pantanos de los Tadornes. Gedeón Spilett y Harbert, ayudados de Jup y Top, no perdían un tiro en medio de aquellas miríadas de patos, becasinas, cercetas y aves frías. El acceso a aquel territorio tan abundante en caza era fácil por otra parte, ya por el camino del puerto del Globo, ya por el puente de la Merced, ya doblando las rocas de la punta del Pecio; y los cazadores no se alejaban nunca del Palacio de granito más de dos o tres millas.

Así pasaron los cuatro meses de invierno, que fueron los verdaderamente rigurosos, es decir, junio, julio, agosto y septiembre. El Palacio de granito no padeció mucho por efecto de las inclemencias del tiempo, y lo mismo sucedió en la dehesa, que, menos expuesta que la meseta y cubierta en gran parte por el monte Franklin, no recibía directamente los golpes de viento, porque venían ya cortados por los bosques y las altas rocas del litoral. Así, los deterioros de la dehesa fueron poco importantes, y la mano activa y hábil de Ayrton bastó para repararlos rápidamente, cuando en la segunda quincena de octubre volvió a pasar algunos días en la dehesa.

Durante aquel invierno no hubo ningún nuevo incidente inexplicable. Nada extraño sucedió, aunque Pencroff y Nab estaban en acecho de los sucesos más insignificantes que hubieran podido referirse a una causa misteriosa. Top y Jup ya no andaban alrededor de la boca del pozo ni daban señal ninguna de inquietud. Parecía que la serie de incidentes sobrenaturales se había interrumpido, aunque con frecuencia se hablaba de ellos en las veladas del Palacio de granito y se ratificaba el acuerdo de registrar la isla hasta en sus rincones más ocultos y más difíciles de explorar. Pero un acontecimiento

grave, cuyas consecuencias podían ser funestas, vino por el momento a distraer de sus proyectos a Ciro Smith y a sus compañeros.

Corría el mes de octubre y la buena estación volvía a grandes pasos. La naturaleza se renovaba bajo los rayos del sol y en medio del follaje persistente de las coníferas que formaban la linde del bosque aparecía ya el nuevo follaje de los almaces, de las banksias y de los deodares.

El lector recordará que Gedeón Spilett y Harbert habían tomado en diferentes ocasiones vistas fotográficas de la isla Lincoln.

El 17 de aquel mes de octubre, a las tres de la tarde, Harbert, seducido por la pureza del cielo, tuvo el pensamiento de reproducir toda la bahía de la Unión que daba frente a la meseta de la Gran Vista, desde el cabo Mandíbula hasta el cabo de la Garra.

El horizonte estaba despejado, y el mar, ondulado al impulso de una blanda brisa, presentaba la inmovilidad de las aguas de un lago, picadas acá y allá por chispas luminosas.

El objetivo fue colocado en una de las ventanas del salón del Palacio de granito; por lo tanto dominaba la playa y la bahía. Harbert procedió como tenía costumbre, y, una vez obtenido el clisé, fue a fijarlo mediante las sustancias que estaban depositadas en un aposento oscuro de la vivienda.

Volviendo luego a la luz y examinando bien el clisé, observó en él un punto casi imperceptible, que manchaba el horizonte del mar. Trató de hacerle desaparecer por medio del lavado, pero por más que hizo no pudo conseguirlo.

"Es un defecto del vidrio", pensó.

Y entonces tuvo la curiosidad de examinar aquel defecto con una lente de bastante aumento, que destornilló de uno de los gemelos. Apenas lo hubo examinado, dio un grito y estuvo a punto de dejar escapar de las manos el clisé.

Inmediatamente corrió a la habitación donde estaba Ciro Smith, le alargó el clisé y la lente enseñándole la manchita. El ingeniero examinó aquel punto y después, tomando su catalejo, se precipitó hacia la ventana. El anteojo, después de haber recorrido lentamente el horizonte, se detuvo sobre el punto sospechoso, y Ciro Smith, bajándose, pronunció esta sola palabra:

- ¡Buque!

En efecto, había un buque a la vista de la isla Lincoln.


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