PRIMERA PARTE

Uno

Estoy embriagado, lloro, me aflijo,

pienso, digo,

en mi interior lo encuentro:

si yo nunca muriera,

si yo nunca desapareciera.

Allá donde no hay muerte,

allá donde ella es conquistada,

que allá vaya yo.

Si yo nunca muriera,

si yo nunca desapareciera.

NEZAHUALCÓYOTL Ms. «Cantares Mexicanos», fol 17 v.

Trece Poetas del Mundo Azteca, MIGUEL LEÓN-PORTILLA.

México, 1984


¿Cuándo mueren los muertos? Cuando uno los olvida. ¿Cuándo desaparece una ciudad? Cuando no existe más en la memoria de los que la habitaron. ¿Cuándo se deja de amar? Cuando uno empieza a amar nuevamente. De eso no hay duda.

Esa fue la razón por la que Hernán Cortés decidió construir una nueva ciudad sobre las ruinas de la antigua Tecnochtitlan. El tiempo que le llevó tomar la medida fue el mismo que le lleva a una espada empuñada con firmeza atravesar la piel del pecho y llegar al centro del corazón: un segundo. Pero en tiempo de batalla, un segundo significa esquivar una espada o ser alcanzado por ella.

Durante la conquista de México sobrevivieron sólo aquellos que pudieron reaccionar al instante, los que tuvieron tal miedo a la muerte que pusieron todos sus reflejos, todos sus instintos, todos sus sentidos al servicio del temor. El miedo se convirtió en el centro de comando de sus actos. Instalado justo atrás del ombligo, recibía antes que el cerebro todas las sensaciones percibidas por medio del olfato, la vista, el tacto, el oído, el gusto. Ahí eran procesadas en milésimas de segundo y ya se enviaban al cerebro con una orden específica de acción. Todo el acto no iba más allá del segundo imprescindible para sobrevivir. Con la misma rapidez con que los cuerpos de los conquistadores aprendieron a reaccionar, fueron desarrollando nuevos sentidos. Podían presentir un ataque por la espalda, oler la sangre antes de que apareciera, escuchar una traición antes que nadie pronunciara la primera palabra y, sobre todo, podían ver el futuro como la mejor pitonisa. Por eso, el día en que Cortés vio a un indio tocando el caracol frente a los restos de una antigua pirámide, supo que no podía dejar la ciudad en ruinas. Habría sido como dejar un monumento a la grandeza de los aztecas. La añoranza invitaría tarde o temprano a los indios a intentar organizarse para recuperar su ciudad. No había tiempo que perder. Tenía que borrar de la memoria de los aztecas la gran Tenochtitlan. Tenía que construir una nueva ciudad antes de que fuera demasiado tarde. Con lo que no contó fue con que las piedras contienen una verdad más allá de lo que la vista alcanza a percibir. Poseen una energía propia, que no se ve, sólo se siente. Una energía que no se puede encerrar dentro de una casa o una iglesia. Ninguno de los nuevos sentidos que Cortés había adquirido estaba lo suficientemente afinado como para que pudiera percibirla. Era una energía demasiado sutil. Su presencia invisible le daba total libertad de acción y le permitía circular silenciosamente en lo alto de las pirámides sin que nadie se diera cuenta. Algunos conocieron sus efectos, pero no supieron a qué atribuirlos. El caso más grave fue el de Rodrigo Díaz, valiente capitán de Cortés. Él nunca se imaginó las tremendas consecuencias que tendría su frecuente contacto con las piedras de las pirámides que él y sus compañeros derrumbaban. Es más, si alguien le hubiera advertido que esas piedras tenían el poder suficiente como para cambiarle la vida, nunca lo habría creído. Sus creencias nunca fueron más allá de lo que sus manos alcanzaban a tocar. Cuando le dijeron que había una pirámide sobre la que los indios acostumbraban celebrar ceremonias paganas a una supuesta diosa del amor, se rió. No creyó ni por un momento que pudiera existir tal diosa. Mucho menos que la pirámide sirviera para algo. Todos coincidieron con él y decidieron que ni siquiera valía la pena erigir una iglesia en su lugar. Sin pensarlo mucho, Cortés decidió darle a Rodrigo el terreno donde se encontraba dicha pirámide para que construyera sobre ella su casa.

Rodrigo estaba de lo más feliz. Se había hecho merecedor a ese terreno gracias a sus logros en el campo de batalla y a la fiereza con que había cortado brazos, narices, orejas y cráneos. De su propia mano habían muerto aproximadamente doscientos indios y el premio no se había hecho esperar: mil metros de tierra al lado de uno de los cuatro canales que atravesaban la ciudad, mismo que con el tiempo se convertiría en la calzada de Tacuba. La ambición de Rodrigo lo había hecho soñar con edificar su casa sobre un terreno más grande y de ser posible sobre los restos del templo mayor, pero se tuvo que conformar con ese humilde lote, pues en el otro pensaban edificar la Catedral. Además, para compensarlo de no estar dentro del círculo selecto de casas que los capitanes construyeron en el centro de la ciudad y que darían fe del nacimiento de la Nueva España, le dieron en encomienda cincuenta indios, entre los cuales iba Citlali.

Citlali era una indígena descendiente de una familia de nobles de Tenochtitlan. Desde niña había recibido una educación privilegiada y, por lo tanto, su andar, en lugar de reflejar sumisión, era orgulloso, altanero, incluso retador. El sandungueo de sus anchas caderas, cargaba el ambiente de sensualidad. Su meneo esparcía olas de aire por todos lados. El desplazamiento de energía era muy parecido al de las ondas que se generan en un lago apacible cuando de improviso cae una piedra en su superficie.

Rodrigo presintió la llegada de Citlali a cien metros de distancia. Por algo había sobrevivido a la conquista: por la poderosa capacidad que tenía de percibir movimientos fuera de lo normal. Suspendió su actividad y trató de ubicar el peligro. Desde lo alto donde se encontraba dominaba toda acción a su alrededor. De inmediato ubicó la columna de indios en camino a su terreno. Al frente de todos venía Citlali. Rodrigo enseguida supo que el movimiento que tanto lo alteraba provenía de sus caderas. Y se sintió completamente desarmado. No supo cómo enfrentar el desafío y cayó presa del conjuro de esas caderas. Todo eso pasaba mientras sus manos estaban concentradas en quitar la piedra que formaba la cúspide de la Pirámide del Amor. Antes de que lo lograra, dio tiempo a que la poderosa energía que emanaba de la pirámide empezara a circular por sus venas. Fue una descarga tremenda, fue un relámpago encandilante que lo deslumbró y le hizo ver a Citlali ya no como la simple india que era, sino como la misma Diosa del amor.

Nunca había deseado tanto a alguien, mucho menos a una india. No sabía explicar qué le pasaba. Con ansiedad, terminó de quitar la piedra, más que nada para dar tiempo a que Citlali llegara a su lado. En cuanto la tuvo cerca, no se pudo controlar, ordenó a los demás indios que se buscaran acomodo en la parte trasera del terreno y ahí mismo, en el centro de lo que fuera el templo, la violó.

Citlali, con el rostro impávido y los ojos muy abiertos, contemplaba su imagen reflejada en los verdes ojos de Rodrigo. Verdes, verdes, como el color del mar que una vez, cuando era niña, había tenido la oportunidad de ver. El mar siempre le había producido temor. Percibía el enorme poder de destrucción que estaba latente en cada ola. Desde que se enteró que los esperados hombres blancos vendrían de más allá de las aguas inmensas, vivió con temor. Si ellos tenían el poder para dominar el mar, de seguro era porque iban a traer en su interior la misma capacidad de destrucción. Y no se equivocó. El mar había llegado para arrasar todo su mundo. Sentía el mar rebotando con furia en su interior. Ni todo el peso del cielo sobre la espalda de Rodrigo era capaz de detener el movimiento frenético del mar dentro de ella. Se trataba de un mar salado que le provocaba ardores dentro de su cuerpo y cuyo agresivo movimiento le daba mareo y náusea. Rodrigo entraba en su cuerpo tal y como lo había hecho en su vida: con lujo de violencia.

Tiempo atrás, durante una de las batallas que anticiparon la caída de la gran Tenochtitlan, había llegado, el mismo día en que ella acababa de dar a luz a su hijo. Citlali, por su noble linaje, había recibido las mejores atenciones durante el parto a pesar del duro combate que libraba su pueblo contra los españoles. Su hijo llegaba a este mundo entre el sonido de la derrota, el humo y los gemidos de la gran Tenochtitlan agonizante. La comadrona que lo recibió, tratando de compensar de alguna manera el inoportuno arribo, pidió a los Dioses que le procuraran al niño bienaventuranza. Tal vez los Dioses vieron que el mejor destino de esa criatura no estaba en este mundo, pues al momento en que la comadrona le daba a Citlali a su hijo para que lo abrazara, ésta lo hizo por primera y última vez.

Rodrigo, que acababa de matar a los guardias del palacio real, llegó a su lado, le quitó el niño de las manos y lo estrelló contra el piso. A ella la tomó de los cabellos, la arrastró unos metros y le hundió la espada en un costado. A la comadrona le cercenó el brazo con que lo intentaba atacar, y por último salió a prenderle fuego al palacio. Ojalá uno pudiera decidir en qué momento morirse. Citlali habría querido hacerlo ese día: el día en que murieron su esposo, su hijo, su casa, su ciudad. Ojalá sus ojos nunca hubieran visto a la Gran Tenochtitlan vestirse de desolación. Ojalá sus oídos nunca hubieran escuchado el silencio de los caracoles. Ojalá que la tierra sobre la que caminaba no le hubiera respondido con ecos de arena. Ojalá que el aire no se hubiera llenado de olores aceitunados. Ojalá que su cuerpo nunca hubiera sentido un cuerpo tan odiado en su interior y ojalá que Rodrigo al salirse se hubiera llevado el sabor del mar junto con él.


* * *

Mientras Rodrigo se levantaba y se ponía la ropa en su lugar, Citlali pidió a los dioses fuerza suficiente para vivir hasta que Rodrigo se arrepintiera de haber profanado a la Diosa del amor y a ella. No podía haber cometido mayor ultraje que violarla en un sitio tan sagrado. Citlali suponía que la Diosa también tendría que estar de lo más ofendida. La energía que había sentido circular por su espina mientras fue presa de la salvaje acometida de Rodrigo, nada tenía que ver con una energía amorosa. Había sido una energía descontrolada, desconocida para ella. Alguna vez, cuando aún estaba completa, Citlali había participado en una ceremonia en lo alto de esa pirámide con resultados completamente opuestos. La diferencia tal vez radicaba en que ahora la pirámide estaba trunca, y sin la cúspide la energía amorosa circulaba loca y desorganizadamente. ¡Pobre Diosa del Amor! De seguro se sentía tan humillada y profanada como ella y de seguro no sólo la autorizaba sino que esperaba ansiosamente que ella, una de sus más fervientes devotas, vengara la afrenta.

Pensó que la mejor forma de vengarse sería descargar en una persona amada por Rodrigo toda su rabia. Por eso se alegró tanto el día en que se enteró que una mujer española venía en camino para unirse al hombre. Ella creía que si Rodrigo pensaba casarse era porque estaba enamorado. No sabía que él lo hacía sólo para cumplir con uno de los requisitos de la encomienda que especificaba que el encomendero estaba obligado a combatir la idolatría, a iniciar la construcción de un templo dentro de sus tierras en un plazo no mayor de seis meses a partir de la concesión de la encomienda, a levantar y habitar una residencia a más tardar en dieciocho meses y a trasladar a su esposa, o a casarse, durante el mismo tiempo. Por tanto, en cuanto la construcción estuvo lo suficientemente avanzada como para poder habitar la casa, Rodrigo mandó traer de España a doña Isabel de Góngora para hacerla su esposa. De inmediato contrajeron nupcias y pusieron a Citlali a su servicio como dama de compañía.

El encuentro entre ellas no fue ni agradable ni desagradable. Simplemente no existió.

Para que un encuentro se dé, dos personas tienen que reunirse en un mismo lugar y en un mismo espacio. Y ninguna de las dos habitaba la misma casa. Isabel seguía viviendo en España, Citlali en Tenochtitlan. Si no había manera de que se diera el encuentro, mucho menos la comunicación. Ninguna de las dos hablaba el mismo idioma. Ninguna de las dos se reconocía en los ojos de la otra. Ninguna de las dos traía los mismos paisajes en la mirada. Ninguna de las dos entendía las palabras que la otra pronunciaba. Y no era cuestión de entendimiento. Era una cuestión del corazón. Ahí es donde las palabras adquieren su verdadero significado. Y el corazón de ambas estaba cerrado.

Por ejemplo, para Isabel, Tlatelolco era un lugar sucio y lleno de indios, donde forzosamente tenía que abastecerse y donde difícilmente podía encontrar azafrán y aceite de oliva. En cambio, para Citlali, Tlatelolco era el lugar que más le había gustado visitar de niña. No sólo porque ahí podía gozar de todo tipo de olores, colores y sabores sino porque podía disfrutar de un espectáculo callejero sorprendente: un señor, al que todos los niños llamaban Teo, pero cuyo verdadero nombre era Teocuicani (cantor divino), quien acostumbraba bailar sobre la palma de la mano dioses de barro articulados. Los dioses hablaban, peleaban y cantaban con voces de caracol, cascabel, pájaro, lluvia o trueno, emitidas por las prodigiosas cuerdas vocales de este hombre. No había vez que Citlali escuchara la palabra Tlatelolco en que no vinieran a su mente esas imágenes, y no había vez que pronunciara la palabra España sin que una cortina de indiferencia le cubriera el alma. Todo lo contrario de Isabel, para quien España era el lugar más bello del mundo y más rico en significados. Era la verde yerba donde infinidad de veces se había tendido a observar el cielo, la brisa de mar que desplazaba las nubes hasta hacerlas estrellarse en las altas cumbres de las montañas. Era la risa, el vino, la música, los caballos salvajes, el pan recién horneado, las sábanas tendidas al sol, la soledad de la llanura, el silencio. Y fue en esa soledad y en ese silencio, que se hacía más profundo por el ruido de las olas y las cigarras, que Isabel imaginó mil veces a Rodrigo, su amor ideal. España era el sol, el calor, el amor. Para Citlali, España era el lugar donde Rodrigo había aprendido a matar.

Esa enorme diferencia de significados radicaba en la enorme diferencia de experiencias. Isabel habría tenido que vivir en Tenochtitlan para saber qué quiere decir ahuehuetl. Para saber qué se sentía al descansar bajo su sombra después de haber realizado una ceremonia en su honor. Citlali tendría que haber nacido en España para saber qué significa mordisquear lentamente una aceituna, sentada a la sombra de un olivo mientras se observaba a los rebaños pastar en la pradera. Isabel tendría que haber crecido con una tortilla en la mano para que no le molestara su «húmedo» olor. Citlali tendría que haber sido amamantada bajo los aromas del pan recién horneado para que le encontrara gusto a su sabor. Y las dos tendrían que haber nacido con una menor arrogancia para poder hacer a un lado todo lo que las separaba y descubrir la enorme cantidad de cosas que tenían en común. Las dos pisaban las mismas losas, eran calentadas por el mismo sol, eran despertadas por los mismos pájaros, eran acariciadas por las mismas manos, besadas por la misma boca y, sin embargo, no encontraban el menor punto de contacto, ni siquiera en Rodrigo. Isabel veía en Rodrigo al hombre que soñó en la playa entre los vapores que escapaban de la dorada arena, y Citlali veía al asesino de su hijo, pero ninguna de las dos lo veía en realidad. Ahora que, también era cierto, Rodrigo no era fácil de percibir. En él habitaban dos personas a la vez. Tenía una sola lengua, pero se deslizaba dentro de las bocas de Citlali e Isabel de muy diferente manera. Tenía sólo una garganta, pero su voz podía resultar una caricia para la una y una agresión para la otra. Tenía sólo un par de ojos verdes, pero su mirar era para una un mar violento y agitado, y para la otra un mar cálido, tranquilo y espumoso. Lo importante del caso es que ese mar generaba la vida en los vientres de Isabel y Citlali indistintamente. Sólo que si Isabel esperaba la llegada de su hijo con gran ilusión, Citlali lo hacía con horror. Cada vez que se sabía embarazada, abortaba. No le gustaba nada la idea de traer a este mundo a un niño mitad indio y mitad español. No creía que pudiera hospedar pacíficamente dos naturalezas tan distintas en su interior. Era como condenar a su hijo a vivir en batalla constante. Era como ponerlo en medio de una encrucijada permanente, y eso de ninguna manera podía llamarse vida. Rodrigo lo sabía mejor que nadie. Él tenía que compartir su cuerpo con dos Rodrigos muy distintos.

Cada uno luchaba por tomar el mando del corazón, que se transformaba radicalmente dependiendo de quién fuera el ganador. Ante Isabel, era una mansa brisa, ante Citlali, una pasión arrebatada, una gusanera incendiaria, un deseo emperrado, una concupiscencia calcinante que lo hacía actuar como macho en celo. Todo el tiempo andaba tras ella, la asediaba, la acechaba, la arrinconaba, y cada día la presentía a más distancia. Si durante la conquista esta capacidad de percepción de movimientos en el aire le había servido para sobrevivir, ahora lo estaba matando. No podía dormir, no podía comer, no podía pensar en otra cosa que no fuera fundirse en el cuerpo de Citlali. Vivía sólo para detectar en el aire el cachondo fluir de sus caderas. No había movimiento que ella realizara, por mínimo que fuera, que pasara desapercibido para Rodrigo. Enseguida lo sentía y una urgencia abrasadora lo incitaba a integrarse a la fuente que lo generaba, a desahogarse entre esas piernas, a tumbarse al lado de Citlali donde fuera, a cabalgarla día y noche tratando de encontrar alivio. No había día en que no se acostaran al menos cinco veces. Su cuerpo necesitaba un respiro. Ya no podía más. Ni siquiera por las noches encontraba descanso. Al momento en que Citlali giraba en su petate, el movimiento de sus caderas generaba olas que llegaban a Rodrigo con la fuerza de una poderosa marejada. Lo levantaban de la cama y lo lanzaban a su lado con la velocidad de una flecha certera.

Rodrigo pensaba que no había mejor manera que ésa para demostrarle a Citlali su amor. Sin embargo, Citlali nunca se dio por enterada. Sufría las acometidas de Rodrigo con gran estoicismo. Pero nunca reaccionó a esa pasión. Su alma siempre fue una incógnita para él. Sólo una vez intentó comunicarse con Rodrigo, transmitirle un deseo. Desgraciadamente, en esa ocasión él no pudo hacer nada por satisfacerlo.

Fue una tarde en que Citlali estaba regando las macetas de los balcones y vio cómo una comitiva traía jalando a un loco al que le habían cortado las manos. Su corazón dio un vuelco al descubrir que se trataba de Teo, el hombre que bailaba dioses de barro sobre sus manos en el mercado de Tlatelolco cuando ella era niña. Había enloquecido durante la conquista y lo habían descubierto vagabundeando, cantando y bailando unos dioses de barro a un grupo de niños. Lo traían a la presencia del Virrey, que estaba comiendo en casa de Rodrigo, para que él decidiera qué hacer. Por lo pronto, le habían cortado las manos para que no volviera a intentar desobedecer la orden que se había dictado en contra de la posesión de ídolos de barro. Su uso estaba estrictamente prohibido. En cuando el Virrey escuchó el caso, decidió que, además, le cortaran la lengua, pues el loco se dedicaba a repetir en lengua nahuatl consignas que incitaban a la rebelión.

Citlali, con la vista, pidió a Rodrigo que suplicara clemencia para Teo, pero Rodrigo estaba entre la espada y la pared. El Virrey lo visitaba precisamente porque le habían llegado al cabildo alarmantes noticias de que estaba siendo débil con sus encomendados. Los vecinos lo habían visto tratar a Citlali con demasiada condescendencia. El Virrey lo había amenazado sutilmente con quitarle a los indios junto con los honores y privilegios que se había ganado durante la conquista. No podía ahora dar una opinión en favor de ese hombre, pues con ello se arriesgaba a que lo inculparan de querer propiciar la idolatría entre la población, lo cual sería causa más que suficiente para que le retiraran la concesión de la encomienda, y de ninguna manera se quería arriesgar a perder a Citlali. Así que bajó la vista y fingió no haber visto la súplica en sus ojos.

Citlali nunca se lo perdonó. En la vida le volvió a dirigir la palabra y se encerró para siempre en su mundo.

La casa, pues, quedó habitada por seres que no interactuaban unos con otros. Por seres incapacitados para verse, para escucharse, para amarse. Por seres que se rechazaban en la creencia de que pertenecían a culturas muy diferentes. Nunca supieron que la verdadera razón era una que nadie veía. Que el rechazo provenía del subsuelo, del choque de energías entre los restos de la Pirámide del Amor y la casa que le habían construido encima. Del rechazo total entre las piedras que formaban la pirámide y las que formaban la casa. Del disgusto de la pirámide que no esperaba más que el momento adecuado para sacudirse de encima las piedras ajenas y así recuperar su equilibrio. De igual manera reaccionaban los habitantes de la casa, con la diferencia de que para Citlali recuperar su equilibrio anterior no significaba quitarse unas piedras de encima, sino llevar a cabo su venganza.

Afortunadamente para ella, no tuvo que esperar mucho tiempo. Isabel dio a luz un bello niño rubio. Citlali no se despegó de su lado, y en cuanto la partera recibió al niño ella lo tomó en sus brazos para llevárselo a Rodrigo y, fingiendo un tropezón, lo dejó caer. La criatura se desnucó al instante. Junto con el cuerpo del niño, cayeron al piso las líneas de la mano de Citlali. Su destino estaba ya marcado en la tierra, en el aire, en los gritos y lamentos de Isabel. Ya no le pertenecía. Rodrigo la tomó de los cabellos y la sacó de la recámara a jalones, entre la confusión que reinaba en ese momento. La sacó antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar en su contra. No podía permitir que la dañaran manos ajenas. El único que le podía dar una muerte digna era él. Citlali no tenía escapatoria, él lo sabía perfectamente, y sabía también que ese cuerpo tan recorrido, tan conocido, tan besado, tan deseado, merecía una muerte amorosa. Con gran dolor, Rodrigo sacó un puñal, y tal y como había visto hacer a algunos sacerdotes durante los sacrificios humanos, le abrió el pecho a Citlali por un costado, tomó su corazón entre las manos y se lo besó repetidas veces antes de arrancárselo finalmente y lanzarlo lejos. Todo fue tan rápido que Citlali no experimentó el menor sufrimiento. Su rostro reflejaba gran tranquilidad, su alma por fin descansaba en paz, pues había logrado concretar su venganza. Lo que ella nunca supo fue que esa venganza no consistió en haber matado al rubio recién nacido, sino en haberse hecho merecedora de la muerte. Logró con su muerte lo que deseó la primera vez que vio a Rodrigo: que aullara de dolor.

Isabel murió casi al mismo tiempo que Citlali, convencida de que Rodrigo había enloquecido al ver a su hijo muerto y por eso había matado tan brutalmente a Citlali. Así se lo narraron al oído. Sólo eso le dijeron. No tenía caso que le contaran a la moribunda parturienta que su esposo, inmediatamente después de haber matado a Citlali, se había suicidado.

Dos

¿Es acaso nuestra mansión la tierra?

No hago más que sufrir, porque sólo en angustias vivimos.

¿He de sembrar otra vez, acaso,

mi carne en mi padre y en mi madre?

¿He de cuajar aún, cual mazorca?

¿He de pulular de nuevo en fruto?

Lloro: nadie está aquí: nos han dejado huérfanos.

¿Es verdad que aún se vive

en la región donde todos se reúnen?

¿Lo creen acaso nuestros corazones?

Ms. «Cantares Mexicanos», fol 13 v.

Trece poetas del mundo azteca MIGUEL LEÓN-PORTILLA


Ser Ángel de la Guarda no es nada fácil. Pero ser Anacreonte, el Ángel de la Guarda de Azucena, realmente está cabrón. Azucena no entiende de razones. Está acostumbrada a hacer su santa voluntad. Quiero dejar sentado que esa «santa» voluntad no tiene nada que ver con la divinidad. Ella no reconoce la existencia de una voluntad superior a la suya, por ende, nunca se ha sometido a ninguna orden que no sea la que le dictan sus deseos. Dándonos una licencia poética, diríamos que soberanamente se pasa la voluntad divina por el arco del triunfo, y continuando con la licencia diríamos que, por sus huevos, ella decidió que ya era justo y necesario conocer a su alma gemela, que ya estaba harta de sufrir y que no estaba dispuesta a esperar ni una vida más para encontrarse con ella. Con gran obstinación, realizó todos los trámites burocráticos que tenía que ejecutar y convenció a todos los burócratas que encontró en su camino de que la tenían que dejar entrar en contacto con Rodrigo. Yo no la critico; me parece muy bien. Supo escuchar su voz interior correctamente y, a fuerza de voluntad, venció todos los obstáculos. Lo que pasa es que ella está convencida de que triunfó por sus huevos, y está en un error: si todo salió bien fue porque su voz interior estaba en completa concordancia con la voluntad divina, con el orden cósmico en el que todos tenemos un lugar, el lugar que nos corresponde. Cuando lo encontramos, todo se armoniza. Nos encauzamos en el río de la vida. Nos deslizamos fluidamente por sus aguas, a menos que encontremos un obstáculo. Cuando una piedra está fuera de lugar, impide el paso de la corriente y el agua se estanca, apesta, se pudre.

Es muy fácil detectar el desorden en el mundo real y tangible. Lo difícil es encontrar el orden de las cosas que no se ven. Pocos pueden hacerlo. Entre ellos, los artistas son los «acomodadores» por excelencia. Con su especial percepción deciden cuál es el lugar que debe ocupar el amarillo, el azul o el rojo en un lienzo; qué lugar deben ocupar las notas y qué lugar los silencios; cuál debe ser la primera palabra de un poema. Van armando rompecabezas guiados únicamente por su voz interior que les dice «Esto va aquí» o «Esto no va aquí», hasta poner la última pieza en su lugar.

Si dentro de cada obra artística hay un orden predeterminado para los colores, los sonidos o las palabras, quiere decir que esa obra cumple un objetivo que está más allá de la simple satisfacción del autor. Significa que desde antes de que fuera creada ya tenía asignado un lugar específico. ¿Dónde? En el alma humana.

Por lo tanto, cuando un poeta acomoda palabras dentro de un poema de acuerdo con la voluntad divina, está acomodando algo en el interior de todos los seres humanos, pues su obra está en concordancia con el orden cósmico. Como resultado, su obra circulará sin obstáculos por las venas de todo el mundo, creando un vínculo colectivo poderosísimo.

Si los artistas son los «acomodadores» por excelencia, también existen los «desacomodadores» por excelencia. Son aquellos que creen que su voluntad es la única que vale. Los que tienen el poder suficiente, además, para hacerla valer. Los que creen tener la potestad para decidir sobre las vidas humanas. Los que ponen la mentira en lugar de la verdad, la muerte en lugar de la vida, el odio en lugar del amor dentro del corazón, obstaculizando por completo el flujo del río de la vida. Definitivamente, el corazón no es el lugar adecuado para el odio. ¿Cuál es su lugar? No lo sé. Ésa es una de las incógnitas del Universo. Pareciera que a los Dioses como que les gusta el desmadre, pues al no haber creado un lugar específico para poner el odio, han provocado el caos eterno. El odio forzosamente se busca acomodo, metiéndose donde no debe, ocupando un lugar que no le pertenece, desplazando inevitablemente al amor.

Y la naturaleza, que, al contrario que los Dioses, es bastante ordenada, casi neurótica, podríamos decir, siente la necesidad de entrar en acción para mantener el equilibrio y poner las cosas en donde deben estar. No puede permitir que el odio se instale dentro del corazón, pues esta energía impediría la circulación de la energía amorosa dentro del cuerpo humano, con el grave peligro de que, al igual que el agua estancada, el alma se apeste y se pudra. Tratará de sacarlo, pues, a como dé lugar. Es muy sencillo hacerlo cuando el odio anidó en nuestro corazón por equivocación o descuido. La mayoría de las veces basta con ponernos en contacto con obras artísticas producidas por los «acomodadores». Al hacerlo, el alma se separa del cuerpo. Se deja elevar a las alturas por la sutil energía de los colores, los sonidos, las formas o las palabras. La energía del odio es tan pesada, literalmente hablando, que no entiende de estas sutilezas y le es imposible elevarse junto con el alma. Se queda dentro del cuerpo, pero como ya no «se halla», no encuentra sitio que le acomode, y decide irse a buscar un lugar más acogedor. Cuando el alma regresa a su cuerpo, ya existe un lugar dentro del corazón para que el amor ocupe su sitio. Así de sencillo.

El problema existe cuando el odio fue puesto en nuestro corazón por la acción directa de un «desacomodador». Cuando nos vemos afectados por el hurto, la tortura, la mentira, la traición, el asesinato. En esos casos, el único que puede quitar el odio es el agresor mismo. Así lo indica la Ley del Amor. La persona que causa un desequilibrio en el orden cósmico es la única que puede restaurarlo. La mayoría de las veces no es suficiente una vida para lograrlo. Por eso, la naturaleza permite la reencarnación, para dar oportunidad a los «desacomodadores» de arreglar sus desmadritos. Cuando existe odio entre dos personas, la vida los reunirá tantas veces como sea necesario hasta que éste desaparezca. Nacerán una y otra vez cerca uno del otro, hasta que aprendan a amarse. Y llegará un día, después de catorce mil vidas, en que habrán aprendido lo suficiente sobre la Ley del Amor como para que les sea permitido conocer a su alma gemela. Esa es la mejor recompensa que un ser humano puede esperar de la vida. Y pueden estar seguros de que a todos les va a tocar, pero a su debido tiempo.

Esto es lo que mi querida Azucena no entiende. El momento de conocer a Rodrigo ya le había llegado, pero no el de vivir a su lado pues, antes, ella tiene que adquirir mayor dominio sobre sus emociones, y él saldar deudas pendientes. Debe poner algunas cosas en su lugar antes si pretende unirse para siempre con ella, y Azucena va a tener que ayudarlo. Esperamos que todo salga bien para beneficio de encarnados y desencarnados. Pero yo sé que va a estar dificilísimo. Para triunfar en su misión, Azucena necesita mucha ayuda. Yo, como su Ángel de la Guarda que soy, tengo la obligación de socorrerla. Ella, como mi protegida, tiene que dejarse y seguir mis instrucciones. Y ahí está lo cabrón. No me hace el menor caso. Llevo cinco minutos diciéndole que tiene que desactivar el campo áurico de protección de su casa para que Rodrigo pueda entrar y tal parece que le estoy hablando a la pared. Está tan emocionada con la idea de conocerlo que no tiene oídos para mis sugerencias. A ver si el pobre novio no se le estropea mucho al querer cruzar la puerta. ¡Ni hablar! Al fin que por mí no ha quedado. Le he susurrado una y mil veces lo que tiene que hacer ¡Y nada! Lo que más me preocupa es que si no es capaz de escuchar y ejecutar esta orden tan simple, qué va a ser cuando de veras dependa de mi cooperación para salvar su vida. En fin, ¡que sea lo que Dios quiera!

Tres

Hasta que la alarma de su departamento comenzó a sonar, Azucena no comprendió lo que Anacreonte le había estado tratando de decir. ¡Se había olvidado por completo de apagarla! ¡Eso sí que era grave! El aura de Rodrigo no estaba registrada en el sistema electromagnético de protección de su casa, por lo tanto, si no desactivaba la alarma de inmediato el aparato iba a detectar a Rodrigo como un cuerpo extraño y como resultado iba a impedir que las células de su cuerpo se integraran correctamente dentro de la cabina aerofónica. ¡Tanto tiempo de espera para salir con esa estupidez! ¡No podía ser! Rodrigo, en el mejor de los casos, corría el peligro de quedar desintegrado en el espacio por un lapso de veinticuatro horas. ¡Tenía que actuar rápidamente y sólo contaba con diez segundos para hacerlo! Afortunadamente, la fuerza del amor es invencible y lo que el cuerpo humano es capaz de ejecutar en casos de emergencia es realmente notable. Azucena en un instante cruzó la sala, desactivó la alarma, regresó antes de que la puerta del aerófono se abriera, y aún tuvo tiempo de arreglarse el pelo y poner su mejor sonrisa para recibir con ella a Rodrigo.

Sonrisa que Rodrigo nunca vio, pues en cuanto puso sus ojos en los suyos se dio inicio al más maravilloso de los encuentros: el de dos almas gemelas, en el que las cuestiones del cuerpo físico pasan a ocupar un nivel inferior. El calor de los ojos de los enamorados derrite la barrera que la carne impone y los deja pasar de lleno a la contemplación del alma. Alma que, al ser idéntica, reconoce la energía del compañero como propia. El reconocimiento empieza en los centros receptores de energía del cuerpo humano: los chakras. Existen siete chakras. A cada uno le corresponde un sonido dentro de la escala musical y un color del arco iris. Cuando son activados por la energía proveniente del alma gemela, vibran a todo su potencial y producen un sonido. Obviamente, en el caso de las almas gemelas, cada chakra resuena y es, al mismo tiempo, el resonador del chakra de su compañero. Estos dos sonidos idénticos, armonizados, generan una sutil energía que circula por la espina dorsal, sube hasta el centro del cerebro y de ahí es lanzada hacia arriba, desde donde inmediatamente después cae convertida en una cortina de color que baña el aura de arriba abajo.

Durante el apareamiento de almas, Azucena y Rodrigo repitieron este mecanismo con cada uno de sus chakras hasta que llegó el momento en que su campo áurico formaba un arco iris completo y sus chakras entonaban una melodía maravillosa, parecida a la que emiten los planetas del sistema solar en su trayectoria.

Existe una diferencia abismal entre los apareamientos de cuerpos de almas diferentes y los de cuerpos de almas gemelas. En el primer caso, hay una urgencia por la posesión física, y por más intensa que llegue a ser la relación siempre va a estar condicionada por la materia. Nunca se logrará la comunión perfecta de almas por más afinidad que haya entre ellas. A lo más que se puede llegar es a obtener un enorme placer físico, pero no pasa de ahí.

En el caso de las almas gemelas la cosa se pone más interesante, pues la fusión entre ellas es total y a todos los niveles. Así como hay un lugar dentro del cuerpo de la mujer para ser ocupado por el miembro viril, entre átomo y átomo de cada cuerpo hay un espacio libre para ser ocupado por la energía del alma gemela, o sea, que estamos hablando de una penetración recíproca, pues cada espacio se convierte al mismo tiempo en el contenedor y en el contenido del otro: en la fuente y el agua, en la espada y la herida, en el sol y la luna, en el mar y la arena, en el pene y la vagina. La sensación de penetrar un espacio sólo es equiparable a la de sentirse penetrado. La de mojar, a la de sentirse mojado. La de amamantar, a la de ser amamantado. La de recibir el tibio esperma en el vientre, a la de eyacularlo. Los dos son motivo de orgasmo. Y cuando todos y cada uno de los espacios que hay entre átomo y átomo de las células del cuerpo han sido cubiertos o han cubierto, que para el caso es lo mismo, viene un orgasmo profundo, intenso, prolongado. La fusión de las dos almas es total y ya no hay nada que la una no sepa de la otra, pues forman un solo ser. La recuperación de su estado original las hace conocedoras de la verdad. Cada uno ve en el rostro de su pareja los rostros que la otra ha tenido en las catorce mil vidas anteriores a su encuentro.

Llegado ese momento, Azucena ya no supo quién ni qué parte del cuerpo le pertenecía y qué parte no. Sentía una mano pero no sabía si era la suya o la de Rodrigo. Era una mano, punto. Tampoco supo más quién estaba adentro y quién afuera. Quién arriba y quién abajo. Quién de frente y quién de espalda. Lo único que sabía era que formaba junto con Rodrigo un solo cuerpo que, adormecido de orgasmos, danzaba en el espacio al ritmo de la música de las esferas.


* * *

Azucena aterrizó nuevamente en su cama cuando sintió una pierna entre las suyas. De inmediato supo que esa pierna no le pertenecía, o sea, que no era ni de Rodrigo ni de ella. Rodrigo tuvo que haber sentido lo mismo, pues gritó al unísono con ella cuando descubrió el cuerpo de un hombre muerto a su lado. La vuelta a la realidad no podía haber sido más bestial. La recámara de la luna de miel estaba llena de policías, reporteros y curiosos. Abel Zabludowsky, micrófono en mano, sentado a la orilla de la cama de Azucena, entrevistaba en ese momento al jefe de campaña del candidato americano a la Presidencia Mundial del Planeta, quien acababa de ser asesinado.

– ¿Tiene usted alguna idea de quién disparó contra el señor Bush?

– No.

– ¿Cree usted que este asesinato es parte de un complot para desestabilizar los Estados Unidos de Norteamérica?

– No lo sé, pero definitivamente este cobarde asesinato nos ha sacudido la conciencia y no puedo más que condenar, al igual que todos los habitantes del Planeta, el que la violencia nos haya vuelto a ensombrecer. Y quiero aprovechar la oportunidad que me da para manifestar públicamente mi repudio absoluto a este tipo de actos y para exigir que la Procuraduría General del Planeta proceda de inmediato para saber de dónde proviene este ataque y quiénes son los autores intelectuales. Pienso que hoy es un día de luto para todos.

El jefe de la campaña presidencial, al igual que todo el mundo, estaba de lo más consternado. Hacía más de un siglo que se había erradicado el crimen del planeta Tierra y este hecho tan inexplicable los hacía volver a una época de oscurantismo que parecía, superada.

A Azucena y a Rodrigo les tomó un momento recuperarse de la impresión. Rodrigo no sabía qué estaba pasando, pero Azucena sí. Se le había olvidado apagar el despertador que tenía conectado a la televirtual. Tomó el control remoto que estaba en su mesa de noche y apagó el aparato. Las imágenes de todos los presentes en el lugar del asesinato de inmediato se esfumaron, pero el sabor amargo que les quedó en la boca, no. Azucena tenía náuseas. No estaba acostumbrada a enfrentarse con la violencia. Mucho menos de una manera tan brutal, tan directa. Es que la televirtual verdaderamente lo transporta a uno al lugar de los hechos. Lo instala en el centro de la acción. Curiosamente, por eso la había adquirido. Porque era muy agradable despertarse con el reporte climatológico. Uno podía amanecer en cualquier lugar del mundo o la galaxia. Gozar desde los paisajes más exóticos hasta los más sencillos. Abrir los ojos viendo el amanecer en Saturno, escuchar el sonido del mar neptuniano, gozar el calor de un atardecer jupiteriano o la frescura de un bosque recién bañado por la lluvia. No había mejor manera de levantarse antes de ir al trabajo. Nunca esperó tener un despertar tan violento después de la noche maravillosa que había pasado. ¡Qué horror! No podía quitarse de la mente la imagen del hombre con un balazo en la cabeza en medio de su cama. ¡Su cama! ¡La cama de Rodrigo y de ella manchada de muerte! Pero, al mirar nuevamente los ojos de Rodrigo, recuperó el alma y los horrores se esfumaron. Y al sentir su abrazo, recuperó nuevamente el Paraíso. Ella se habría quedado por siempre así de no haber sido porque Rodrigo la separó. Quería ir a su departamento a recoger sus cosas. Pensaba mudarse de inmediato y no separarse nunca más de ella. Antes de salir, Azucena le prometió que a su regreso no encontraría más sorpresas desagradables. Iba a desconectar todos los aparatos electrónicos de su casa y dejaría la alarma del aerófono desactivada para que Rodrigo no tuviera problemas para entrar nuevamente al departamento. Rodrigo festejó la medida con una amplia sonrisa y ésa fue la última imagen que Azucena tuvo de él.


* * *

Lo primero que Azucena extrañó al despertar fue la sensación de bienestar al contemplar la luz del sol. La angustia desplegaba sus alas negras sobre ella, ennegreciéndola, enmudeciéndola, adormeciéndole el gozo, enfriándole las sábanas, silenciando la música de las estrellas. La fiesta había terminado sin que se le agotaran los boleros de antaño. Se había quedado sin bailar tango a la orilla del río, sin haber brindado con vino, sin haber hecho llorar de placer al amanecer, sin decirle a Rodrigo que le enloquecía que la llenara de susurros. Sentía las palabras hechas nudo en la garganta y no tenía voz para sacarlas ni oídos que las escucharan. Gran parte de ella se había ido entre célula y célula del cuerpo de Rodrigo y se había quedado literalmente vacía. De su noche de amor sólo le quedaba un dulce dolor en sus partes íntimas y uno que otro moretón producto de la pasión. Eso era todo. Pero los moretones empalidecían sin remedio, dejando de ser violetas en los prados del éxtasis para convertirse en testigos del abandono, de la soledad. Y el dolor iba desapareciendo conforme los músculos internos, que con tanto gusto habían recibido, alojado, apretado, arropado, mojado y saboreado a Rodrigo, volvían a su lugar dejando a su cuerpo sin ningún recuerdo palpable de la breve luna de miel.

No cabe duda que la lejanía es uno de los mayores tormentos de los amantes. Y en el caso de las almas gemelas puede llegar a tener consecuencias fatales, pues actúa sobre los cuerpos con la misma fuerza que los tentáculos de un pulpo. A mayor distancia, mayor capacidad de succión. Azucena sentía un vacío enorme, profundo, total. Perder su alma gemela significaba perderse ella misma. Azucena lo sabía, y por eso trataba desesperadamente de recuperar el alma de Rodrigo, caminando por los sitios que él había recorrido. Penetrando en los espacios que él había dejado marcados en el aire. Este popular remedio casero le funcionó por un tiempo, ya que al principio el alma de Rodrigo estaba muy presente, pero conforme pasaba el tiempo dejó de surtir efecto pues la energía del aura día a día se hacía menos perceptible. Azucena ya casi no la sentía, ya no se acordaba de Rodrigo, ya no se acordaba de su olor, de su sabor, de su calor. Su memoria se estaba oscureciendo a causa del sufrimiento. Los espacios vacíos entre las células de su cuerpo se encogían de tristeza y el alma del amado se le escapaba inevitablemente. Lo único que sentía a flor de piel era la soledad que la rodeaba.

La desaparición injustificada de Rodrigo la tenía completamente descorazonada, sin respuestas ni argumentos. ¿Qué explicación le daba a su cuerpo, que a gritos le pedía una caricia? Y sobre todo ¿qué le iba a decir a la pinche Cu-quita, la portera?

Azucena había ido a pedirle que en cuanto Rodrigo volviera necesitaban registrar su aura en el control maestro del edificio, y había quedado como pendeja. Cada vez que se cruzaba con ella, Cuquita le preguntaba con toda la mala leche del mundo que cuándo regresaba su alma gemela. La odiaba. Siempre se habían caído mal, pues Cuquita era una resentida social que pertenecía al PRI (Partido de Reivindicación de los Involucionados). Siempre la había espiado, tratado de encontrarle un defecto, uno solo, para no sentirse de plano tan inferior a ella. Nunca lo había encontrado, pero ahora ella misma se había puesto en una situación de desventaja frente a Cuquita y le chocaba ser objeto de sus burlas. ¿Qué le podía decir? No tenía ni una respuesta. El único que las tenía, y de seguro sabía dónde estaba Rodrigo, era Anacreonte, pero Azucena había roto comunicación con él. Ninguna información que viniera del Ángel le interesaba. Estaba furiosa. Él sabía perfectamente que lo único que a ella le había interesado en la vida era localizar a Rodrigo. ¿Cómo era posible entonces que no le hubiera advertido que Rodrigo podía desaparecer? ¿De qué demonios le servía tener un Ángel de la Guarda si no le podía evitar ese tipo de desgracias? No pensaba escucharlo nunca más. Era un bueno para nada al que le tenía que demostrar que no lo necesitaba para poder manejar su vida.

Lo malo era que no sabía por dónde empezar. Además, salir a la calle la deprimía. El ambiente era demasiado pesado. Todo el mundo estaba temeroso después del asesinato. Si alguien se había atrevido a matar, ¿qué seguía? ¡El asesinato! ¡Pero cómo no había pensado en eso! ¡Claro! ¡Lo más probable era que, a consecuencia del asesinato, a Rodrigo le hubiera pasado algo! A lo mejor habían ocurrido nuevos desórdenes que habían impedido que Rodrigo regresara, y ella de pendeja catatónica esperando que el novio le cayera del cielo. Rápidamente encendió la televirtual. Hacía una semana que no se enteraba de lo que pasaba afuera.

Al momento, su recámara se convirtió en un plantío de cacao que estaba siendo destruido por personal del ejército. La voz de Abel Zabludowsky narraba la acción.

– El día de hoy el ejército americano asestó un fuerte golpe al narcotráfico del cacao. Se destruyeron varias hectáreas de la droga y se logró la captura de uno de los más poderosos capos del chocolate que hacía tiempo era buscado por la policía. Ésta es toda la información que tenemos hasta el momento. Los nombres del capo y sus cómplices no serán dados a conocer para no obstruir la investigación, que puede culminar con la detención del cártel venusino.

Enseguida, la recámara de Azucena se convirtió en un laboratorio lleno de computadoras, pues en ese momento estaban pasando un documental sobre cómo se había erradicado la criminalidad del Planeta. Fue cuando se inventó una computadora que, con una simple gota de sangre o de saliva, o con un pedazo de uña o de pelo, podía reconstruir el cuerpo completo de una persona e indicar su paradero. Los delincuentes podían ser detenidos y castigados a los pocos minutos de haber cometido sus fechorías, sin importar que se hubieran escondido en Tumbuctú.

Pero, por supuesto, el asesino del candidato se había cuidado de no dejar ni una huella. Ya habían analizado todos los escupitajos que había en la banqueta y nada, ni señas del criminal.

De pronto, desaparecen las imágenes del laboratorio y aparecen Abel Zabludowsky y el doctor Diez. Cada uno sentado en la cama al lado de Azucena. Azucena se sorprende. El doctor Diez es su vecino de consultorio. Abel Zabludowsky entrevista al doctor.

– Bienvenido, doctor Diez. Gracias por asistir a nuestro programa.

– Al contrario, gracias por la invitación.

– Díganos doctor, ¿en qué consiste el aparato que acaba de inventar?

– Es un aparato muy sencillo que fotografía el aura de las personas y detecta en ella las huellas áuricas de otras personas que se le hayan acercado. Por este medio, va a ser muy fácil determinar quién fue la última persona que entró en contacto con el señor Bush.

– Espéreme, no entiendo bien, o sea, que el aparato que usted inventó ¿capta en una fotografía el aura de todas las personas que se hayan acercado a uno?

– Así es. El aura es una energía que desde hace mucho se ha venido fotografiando. Todos sabemos que cuando una persona penetra en nuestro campo magnético, lo contamina. Hay infinidad de auriografías que muestran el momento en que el aura se vio afectada, pero hasta ahora nadie había podido analizar y determinar a quién pertenecía el aura de la persona contaminadora. Eso es lo que mi aparato puede hacer. Por medio de la auriografía del contaminante puede reproducir el cuerpo de la persona que la posee.

– Pero, espéreme tantito. El señor Bush fue asesinado cuando iba caminando entre la gente. Infinidad de personas se le tienen que haber acercado y contaminado su aura. ¿Cómo va a saber entonces cuál es el aura del asesino?

– Por el color. Recuerde que todas las emociones negativas tienen un color específico…

Azucena no quiere escuchar más. El doctor Diez, aparte de ser su vecino de consultorio, es su amigo íntimo, sólo tiene que ir a verlo y dejar que le tome una auriografía para localizar a Rodrigo. ¡Bendito sea Dios! Toma su bolsa y sale de inmediato, sin ponerse los zapatos, sin peinarse y sin apagar la televirtual. Si se hubiera esperado un minuto más, sólo un minuto más, habría visto a Rodrigo brincando como loco por toda la recámara. Abel Zabludowsky había pasado a la información interplanetaria. En Korma, un planeta de castigo, un volcán había hecho erupción. Se pedía la colaboración de los televirtualenses para enviar ayuda a los damnificados, ya que los habitantes de dicho planeta, miembros del Tercer Mundo, vivían en la época de las cavernas. Uno de ellos era nada menos que Rodrigo, quien corría desesperado tratando de evitar ser alcanzado por la lava.

Cuatro

Rodrigo es el último en entrar en una pequeña cueva en lo alto de la montaña. Hasta el más pequeño de los seres primitivos que habitan el planeta Korma corre más rápido que él. Su lentitud no sólo se debe a que no cuenta en los pies con callos que lo protejan de las piedras o del calor, sino a que sus músculos no están ejercitados para esa clase de esfuerzo físico. A lo más que había llegado en su vida era a caminar hasta la caseta aerofónica más cercana para transportarse de un lugar a otro del Planeta. No sabía en qué momento se había metido en la caseta que lo había llevado hasta allí. No recordaba haberlo hecho. Bueno, no recordaba nada. Una sensación de angustia lo acompañaba todo el tiempo. Sentía que había dejado de hacer algo importante, que tenía un pendiente por concluir. Su cuerpo tenía antojo de algo que no sabía, sus pies tenían ganas de bailar tango, su boca sentía la urgencia del beso, su voz quería pronunciar un nombre borrado en la memoria. Lo tenía en la punta de la lengua, pero su mente estaba completamente en blanco. De lo único que estaba seguro era de que le hacía falta la luna… y que esa cueva apestaba a rayos.

El humor concentrado de alrededor de treinta seres primitivos, entre hombres, mujeres y niños, era realmente insoportable. La combinación de sudor, orina, excremento, semen, restos de comida descomponiéndose en la boca, sangre, cerilla, mocos y demás secreciones acumuladas por años en los cuerpos de esos salvajes nauseabundos era para marear a cualquiera. Pero era más grande la necesidad de oxígeno para regular su respiración después de la maratónica carrera que acababa de efectuar, que lo desagradable del olor, así que Rodrigo aspiró el aire a bocanadas y enseguida se dejó caer sobre una piedra. Cuidó de hacerlo lo más lejos posible de todos. Tenía las piernas acalambradas por el esfuerzo, pero no le quedaba energía como para darse un masaje. Estaba completamente extenuado. No tenía fuerzas ni siquiera para llorar, ya no se diga para gritar con desesperación al igual que una mujer que estaba frente a él. La mujer acababa de sufrir la pérdida de su hijo. Caminaba en círculo cargando los restos calcinados de un cuerpo de niño. La mujer tenía las manos chamuscadas. Rodrigo se la imagina metiéndolas en la lava para salvar al hijo. El olor a carne quemada se diseminaba en espiral conforme ella daba vueltas y vueltas frente a la entrada de la cueva. Afuera, todo estaba bañado de lava incandescente. El calor era insoportable.

Rodrigo cierra los ojos. No quiere ver nada. Se arrepiente de haber huido de la lava. ¿Qué caso tiene mantenerse vivo en ese lugar que no le pertenece? No recuerda quién es ni de dónde viene, pero tiene una profunda sensación de haber estado en un lugar privilegiado. No se necesita ser muy observador para darse cuenta que él es ajeno a esa civilización. Se siente abandonado, adolorido, desgarrado interiormente. Siente un vacío enorme. Como si le hubieran arrancado de golpe la mitad del cuerpo. No sabe qué hacer. No existe la menor posibilidad de huida. Además, ¿adonde podría ir? ¿Tendría familia? ¿Habría alguien que lo llorara? ¿Cuánto tiempo podría sobrevivir en ese planeta? El solo, ni un día, y como miembro de esa tribu tiene muy pocas posibilidades. Constantemente percibe las recelosas miradas de esos salvajes sobre su persona. No los culpa. Su apariencia de macho sin pelo, sin fuerza bruta, que no le falta un diente -lo cual sólo les pasa a los niños de tres años-, sin cicatrices, sin agresividad, que en lugar de defecar en la cueva lo hace atrás de un árbol, que en lugar de atacar dinosaurios utiliza las puntas de las lanzas para sacarse la mugre de las uñas, que en lugar de comerse los mocos se suena con los dedos de una mano mientras con la otra se cubre para que nadie lo vea, y que para colmo no fornica con las mujeres de la tribu, es altamente sospechosa. Todos lo rechazan.

Sólo hay una mujer que se siente atraída hacia él y nadie entiende por qué. La razón es que ella fue la única que presenció el aterrizaje de la nave espacial que trajo a Rodrigo a Korma. La vio descender de los cielos entre fuego y truenos. Rodrigo bajó del extraño aparato desnudo y confundido. Para ella, la nave era como un vientre flotante que dio a luz a ese hombre. Considera a Rodrigo como a un Dios nacido de las estrellas. Más de una vez le ha salvado la vida, luchando como fiera contra los demás hombres del clan por defenderlo. No encuentra forma de mostrarle su agrado. A veces se acuesta frente a él y abre sus peludas piernas esperando que él le salte encima, tal y como lo hacen los demás primitivos ante la misma provocación. Pero Rodrigo ha fingido ceguera y de ahí no ha pasado la cosa. Sin embargo, la primitiva no ha perdido la fe y piensa que ahora que su Dios está herido tiene su gran oportunidad. Se acuesta a sus pies y con ternura le empieza a lamer las heridas que Rodrigo sufrió durante su huida. Rodrigo abre los ojos e intenta retirar los pies, pero sus músculos no lo obedecen. A los pocos segundos se da cuenta que es muy refrescante la sensación que proporciona la lengua húmeda al entrar en contacto con las ardientes heridas de sus pies. Se siente tan reconfortado que, haciendo a un lado la resistencia, cierra los ojos y se deja querer. Poco a poco la primitiva va subiendo por las piernas con gran intensidad. Ahora le está lamiendo las pantorrillas. A veces tiene que suspender su labor para retirar las espinas que Rodrigo trae clavadas. Luego continúa hacia las rodillas, luego se detiene largo rato en los muslos -donde por cierto no tiene ninguna herida- y finalmente llega a su objetivo principal: la entrepierna. La salvaje se pasa con lujuria la lengua por los labios antes de continuar con su samaritana labor. Rodrigo se preocupa. Sabe muy bien lo que quiere esa horrorosa mujer de pelo en pecho, que huele a diablos, que tiene mal aliento, y que menea lascivamente las caderas. Lo que ella piensa obtener es lo mismo que Rodrigo ha venido evitando desde el principio.

Afortunadamente, otro primitivo no había perdido detalle de lo que pasaba entre ellos. Sus ojos no se habían despegado un segundo del trasero al aire de la mujer. La posición cuadrúpeda en que se encontraba lo hacía altamente apetecible. Y sin pensarlo dos veces, la toma por las caderas y empieza a fornicar con ella. Ella protesta con un gruñido. Como respuesta recibe un mazazo en la cabeza que la somete. Rodrigo está agradecido de que el macho haya entrado al quite, pero le molestan los modos. Además, como ella le ha salvado la vida en muchas ocasiones, se siente obligado a corresponderle. Sin saber de dónde, obtiene fuerzas para levantarse y jalar al macho. El macho, enfurecido, le pone una primitiva golpiza que lo deja peor que si lo hubiera masticado un dinosaurio. ¡Eso era lo último que le faltaba! Rodrigo no puede más y llora de impotencia. ¿Qué hizo para merecer ese castigo? ¿Qué crimen estaba pagando? Todos lo miran con extrañeza. Su actitud desilusionó hasta a la primitiva que tanto lo admiraba. Y a partir de ese momento fue unánimemente repudiado por marica.

Cinco

El aerófono del doctor Diez no le permitió la entrada a Azucena. Eso era un indicio de que el doctor estaba ocupado con algún paciente y lo había dejado bloqueado. A Azucena, entonces, no le quedó otra que pasar primero a su oficina para desde ahí llamar a su vecino de consultorio y hacer una cita como era debido. Realmente no estuvo nada bien que ella hubiera marcado directamente el número aerofónico del doctor. Era una tremenda falta de educación presentarse en medio de una casa u oficina sin haberse anunciado con anterioridad, pero Azucena estaba tan desesperada que pasaba por alto esas mínimas reglas de cortesía. Claro que para eso estaba la tecnología, para impedir que se olvidaran las buenas costumbres. Azucena, pues, se vio forzada a comportarse de una manera civilizada. Mientras esperaba que se abriera la puerta de su oficina, pensó que no había mal que por bien no viniera, pues hacía una semana que no se presentaba en su consultorio y de seguro tendría infinidad de llamadas de todos los pacientes a los que había abandonado.

Lo primero que escuchó en cuanto la puerta del aerófono se abrió fue un «¡Qué poca!» colectivo. Azucena se sorprendió de entrada, pero luego se apenó enormemente. Sus plantas habían pasado siete días sin agua y tenían todo el derecho de recibirla de esa manera. Azucena acostumbraba dejarlas conectadas al plantoparlante, una computadora que traducía en palabras sus emisiones eléctricas, pues le encantaba llegar al trabajo y que sus plantas le dieran la bienvenida.

Generalmente, sus plantas eran de lo más decentes y cariñosas. Es más, nunca antes la habían insultado. Ahora, Azucena no se lo recriminaba; si alguien sabía la rabia que daba que la dejaran plantada, era ella. De inmediato les puso agua. Mientras lo hacía, les pidió mil disculpas, les cantó y las acarició como si ella misma fuera la que se estuviera consolando. Las plantas se calmaron y empezaron a ronronear de gusto.

Azucena, entonces, procedió a escuchar sus mensajes aerofónicos. El más desesperado era el de un muchacho que era la reencarnación de Hugo Sánchez, un famoso futbolista del siglo XX. A partir del 2200, el muchacho, que nuevamente era futbolista, formaba parte de la selección terrenal. Próximamente se iba a celebrar el campeonato interplanetario de fútbol y se esperaba que diera una muy buena actuación. Lo que pasaba era que sus experiencias como Hugo Sánchez lo tenían muy traumado; sus compatriotas lo habían envidiado demasiado y le habían hecho la vida de cuadritos. Por más que Azucena había trabajado con él en varias sesiones de astroanálisis, no había podido borrarle del todo la amarga experiencia que tuvo cuando no lo dejaron jugar en el campeonato mundial de 1994. La siguiente llamada era de la esposa del muchacho, que en su vida pasada había sido el doctor Mejía Barón, el entrenador que no dejó jugar a Hugo Sánchez. Los habían puesto en esta vida juntos para que aprendieran a amarse, pero Hugo no la perdonaba y cada vez que podía le ponía unas soberanas palizas. La mujer ya no podía más; le suplicaba a Azucena que la ayudara o de lo contrario estaba decidida a suicidarse. También había varias llamadas del entrenador del muchacho. El partido Tierra-Venus estaba a la vuelta de la esquina y quería alinear a su jugador estrella. Azucena pensó que lo mejor era darle al entrenador el nombre de otro de sus pacientes, que era la reencarnación de Pelé. Ella no estaba en condiciones de atender a nadie en esos momentos. Le daba mucha pena, pero ni modo, así era la cosa. Para poder trabajar como astroanalista uno necesita estar muy limpio de emociones negativas, y Azucena no lo estaba.

Ya no pudo escuchar los demás recados pues sus plantas empezaron a armar un gran escándalo. Gritaban histéricas. A través de la pared estaban escuchando una tremenda discusión proveniente de la oficina del doctor Diez y a ellas para nada les gustaban las malas vibras. Azucena de inmediato abrió la puerta que daba al pasillo, y tocó en la puerta del doctor Diez. El doctor era la persona más pacífica que ella conocía. Algo grave debía de estar pasando para que explotara de esa manera.

Sus fuertes toquidos silenciaron la pelea. Al no recibir respuesta, Azucena intentó tocar de nuevo, pero no fue necesario. La puerta del doctor Diez se abrió intempestivamente. Un hombre fornido la empujó contra la puerta de su consultorio. Azucena chocó contra el cristal. El letrero de Azucena Martínez, Astroanalista, cayó hecho añicos. Tras el hombre fornido salió otro aún más enfurecido y, tras él, el doctor Diez, pero al ver a Azucena en el piso detuvo su carrera y se acercó a auxiliarla.

– ¡Azucena! Nunca creí que fuera usted. ¿La lastimaron?

– No, creo que no.

El doctor ayudó a Azucena a incorporarse y la examinó brevemente.

– Pues sí, parece que no le pasó nada.

– Y a usted, ¿lo lastimaron?

– No, sólo estábamos discutiendo. Pero afortunadamente llegó usted.

– ¿Y quiénes eran?

– Nadie, nadie… Oiga, pero ¿qué le hicieron?

– Ya le dije que nada, sólo fue el golpe.

– No me refiero a ellos. ¿Qué le pasó? ¿Está enferma? Trae una cara terrible.

Azucena no pudo contener por más tiempo el llanto. El doctor la abrazó paternalmente. Azucena, con voz entrecortada por los sollozos, se desahogó con él. Le platicó cómo fue que se encontró con su alma gemela y lo poco que le duró el gusto. Cómo pasó en un mismo día del abrazo al desamparo, del apaciguamiento al desasosiego, de la embriaguez a la cordura, de la plenitud al vacío. Le dijo que ya lo había buscado en todos lados y que no había rastro de él. La única esperanza que le quedaba era localizarlo a través del aparato que él acababa de descubrir. En cuanto Azucena mencionó lo del invento, el doctor Diez volteó a ver si alguien los escuchaba, y tomando a Azucena del brazo la introdujo en su consultorio.

– Venga conmigo. Aquí adentro hablaremos mejor.

Azucena se sentó en una de las cómodas sillas de piel, frente al escritorio del doctor. El doctor Diez habló en voz baja como si alguien estuviera escuchándolo.

– Mire, Azucena. Usted es una amiga muy querida y me encantaría poder ayudarla, pero no puedo.

La desilusión enmudeció a Azucena. Un velo de tristeza le cubrió los ojos.

– Sólo fabriqué dos aparatos. Uno lo tiene la policía, y de ninguna manera me lo prestarían pues lo están ocupando día y noche para localizar al asesino del señor Bush. Y el otro tampoco puedo utilizarlo porque no estoy autorizado a entrar en CUVA [1] donde lo tienen… Aunque déjeme pensar… Ahorita hay un puesto vacante… Tal vez si usted entra a trabajar ahí lo podría usar…

– ¿Está loco? Ahí sólo admiten burócratas de nacimiento. Ya parece que me van a dejar entrar…

– Yo la puedo ayudar a convertirse en una burócrata de nacimiento.

– ¿Usted? ¿Cómo?

El doctor sacó un aparato minúsculo del cajón de su escritorio y se lo mostró a Azucena.

– Con esto.


* * *

La señorita burócrata guardó en un cajón la rica torta de tamal que estaba comiendo y se limpió cuidadosamente las manos en la falda antes de saludar a Azucena Martínez, la última de las candidatas al puesto de «averiguadora oficial» que tenía que entrevistar.

– Siéntese, por favor.

– Gracias.

– Veo que usted es astroanalista.

– Así es.

– Ese es un trabajo muy bien pagado, ¿qué le hizo venir a aplicar para un puesto de oficinista?

Azucena se sentía muy nerviosa, sabía que una cámara fotomental estaba fotografiando cada uno de sus pensamientos. Esperaba que la microcomputadora que el doctor Diez le había instalado en la cabeza estuviera enviando pensamientos de amor y paz. Si no estaba perdida, pues lo que verdaderamente cruzaba por su mente en ese momento era que esos interrogatorios eran una pendejada y que las oficinas de gobierno eran una mierda.

– Lo que pasa es que estoy muy agotada emocionalmente. Mi doctor me recomendó unas vacaciones. Mi aura se ha cargado de energía negativa y necesita reponerse. Usted comprende, trabajo muchas horas escuchando todo tipo de problemas.

– Sí, entiendo. Y creo que usted, a su vez, entiende la importancia que tiene el conocimiento de vidas anteriores para entender el comportamiento de cualquier persona.

– Claro que sí.

– Entonces, estimo que no se opondrá a que le hagamos un examen trabajando directamente en el campo de su subconsciente, para de esa manera obtener nuestras conclusiones finales en cuanto a si usted es la persona capacitada para ocupar el puesto en nuestra oficina o no.

Azucena sintió que un sudor frío le recorría la espalda. Tenía miedo, mucho miedo. La prueba de fuego la esperaba. Nadie puede entrar en el subconsciente de otra persona sin previa autorización. Ella tenía que permitir que lo hicieran si de veras deseaba entrar a trabajar en CUVA. Claro que de ninguna manera les iba a permitir el acceso a su verdadero subconsciente, pues los datos que los analistas esperaban recaudar eran los relativos a su solvencia moral y social. Querían saber si en alguna vida había torturado o matado a alguien. Cuál era su grado de honestidad en el presente. Cuál su nivel de tolerancia a la frustración y cuál su capacidad para organizar movimientos revolucionarios. Azucena era muy honesta y ya había pagado los karmas por todos los crímenes que había cometido. Pero su nivel de tolerancia a la frustración era mínimo. Era una agitadora nata y una rebelde por naturaleza, así que más le valía que el aparato del doctor Diez siguiera funcionando correctamente, si no, no sólo se iba a quedar sin el puesto de «averiguadora oficial» sino que recibiría un castigo terrible: que le borraran la memoria de sus vidas pasadas y… ahí sí que ¡adiós Rodrigo!

– ¿Cuál es la palabra de pase?

– Papas enterradas.

La señorita burócrata escribió la frase en el teclado de la computadora y le proporcionó a Azucena un casco para que se lo pusiera en la cabeza. La cámara fotomental instalada dentro del casco fotografiaba los pensamientos del inconsciente. Los traducía en imágenes de realidad virtual que se computarizaban en la oficina de Control de Datos. Ahí eran analizadas ampliamente por un grupo de especialistas y una computadora.

Azucena se instaló el casco, cerró los ojos y empezó a escuchar una música muy agradable.

En la oficina contigua se empezó a reproducir en realidad virtual la ciudad de México del año 1985. Entonces, los científicos pudieron caminar por la avenida Samuel Ruiz tal y como estaba doscientos quince años atrás, cuando era conocida como el Eje Lázaro Cárdenas. Llegaron hasta la Catedral Metropolitana cuando aún estaba completa. Continuaron su recorrido por el Eje Central hasta llegar a la Plaza de Garibaldi. Ahí se instalaron junto a un grupo de mariachis que tocaban a petición de unos turistas.

Los científicos burócratas empezaron a discutir acaloradamente entre ellos. Era de llamar la atención la claridad de las imágenes que estaban observando. Generalmente, la mente recuerda de una manera confusa y desorganizada. Azucena era la primera persona que conocían que tenía muy claro su pasado. Las imágenes que proyectaba guardaban un perfecto orden cronológico. No estaban fragmentadas, lo cual significaba que la muchacha era un genio o que había introducido ilegalmente una microcomputadora. Hubo quien sugirió la presencia de la policía. Otros, sólo pidieron una investigación a fondo. Y algunos, estremecidos por el sonido de las trompetas, se conmovieron hasta las lágrimas.

Afortunadamente, en estos casos la única que tenía una opinión de peso y daba el veredicto final e inapelable era la computadora. Y la computadora aceptaba la información proporcionada por Azucena sin ningún extrañamiento. La opinión de los científicos sólo se tomaba en cuenta en caso de que la computadora dejara de funcionar, y eso sólo había pasado una vez en ciento cincuenta años. Fue durante el gran terremoto. El día en que la tierra dio a luz a la nueva luna. Y esa vez a nadie le interesó conocer la opinión de los científicos, pues lo importante era salvar la vida. Así que ya podían discutir entre ellos todo lo que quisieran que a nadie le iban a interesar sus conclusiones.


* * *

Azucena, completamente aislada de todos, escuchaba la música que salía de los audífonos del casco. Se sentía flotar en el tiempo. La melodía la transportaba suavemente a una de sus vidas pasadas. Su verdadero subconsciente había empezado a trabajar de manera automática y le traía una imagen que Azucena ya había visto en una de sus sesiones de astroanálisis. Nunca había podido ver más allá debido a que tenía un bloqueo en esa vida pasada, pero evidentemente la melodía que ahora estaba escuchando tenía el poder de traspasarlo.


PRESENTACIÓN 1:

Vogliatemi Bene (Dueto de amor).

Madame Buterfly – Puccini

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