SEGUNDA PARTE

Uno

Súbitamente, la música desapareció dejando la mente de Azucena en blanco. Le acababan de desconectar el casco. ¡No podía ser que la señorita burócrata la hubiera despertado justo cuando estaba viendo a Rodrigo! Azucena estaba completamente segura de que el hombre que la tomaba en sus brazos para salvarle la vida era él. Reconoció su rostro entre uno de los catorce mil que ella le vio el día de su encuentro. No podía haber el menor error. ¡Era él! Le urgía saber qué música era la que la había conducido a Rodrigo.

– Es todo, muchas gracias. Esperemos el veredicto final.

– La música que escuché, ¿qué era?

– Música clásica.

– Sí, ya lo sé, pero ¿de quién?

– Mmmmm, eso sí que no lo sé. Me parece que es de una ópera, pero no estoy segura…

– ¿No puede preguntar?

– ¿Y a usted por qué le interesa saberlo?

– Bueno, no es que me interese personalmente. Lo que pasa es que en mi trabajo de astroanalista es muy bueno utilizar música que provoque estados alterados de conciencia…

– Sí, me lo imagino. Pero como por un buen tiempo no va a trabajar como astroanalista, no tiene caso que lo sepa…

Por una abertura de la mesa del escritorio, la computadora escupió un papel. La señorita burócrata lo leyó y enseguida se lo dio a Azucena.

– Mjum, la felicito, pasó el examen. Lleve este papel al segundo piso. Ahí le van a tomar una aurografía para su credencial. En cuanto la tenga, se puede presentar a trabajar.

Azucena no cabía de gusto. No era posible tanta belleza. Trató de ser prudente y de no mostrar sus emociones, pero no podía disimular una sonrisa triunfal. Todo le estaba saliendo a la perfección. ¡Le iba a enseñar a Anacreonte lo que era solucionar problemas!

En el segundo piso, había aproximadamente quinientas personas esperando para tomarse la aurografía. Eso no era nada en comparación con las colas enormes que Azucena había tenido que hacer anteriormente. Así que con gran resignación ocupó el lugar que le correspondía en la fila. Una cámara fotomental los fotografiaba a todos constantemente. Ésa era la última prueba que tenían que pasar. En ella se detectaba la capacidad de tolerancia a la frustración que tenían los futuros burócratas. Lo que pasaba era que sus compañeros de fila realmente tenían madera de burócratas y con facilidad podían pasar el examen, y ella no. Cada minuto que transcurría minaba su paciencia. El nervioso golpeteo de su talón contra el piso fue lo primero que llamó la atención de los jueces calificadores. Era completamente contradictorio con los pensamientos que Azucena emitía. La cámara fotomental se enfocó en su rostro y captó el rictus de impaciencia que tenían sus labios. La total incongruencia entre pensamiento y gesto era muy sospechosa. Tal vez ésa fue la causa por la que en cuanto Azucena llegó a la ventanilla para ser atendida, pusieron un letrero de «cerrado». Azucena casi se infarta de la rabia. No podía ser. No podía tener tan mala suerte. Tuvo que morderse los labios para que las mentadas de madre no se le escaparan. Tuvo que cerrar los ojos para que no salieran disparados los puñales con los que deseaba atravesar la garganta de la señorita. Tuvo que atarse los pies para que sus piernas no rompieran la ventanilla a patadas. Tuvo que anudar sus dedos para que no destrozaran los papeles que le entregaron en la mano cuando le dijeron que regresara el lunes siguiente.

¡Hasta el lunes! Era jueves por la mañana. No creía posible esperar hasta el lunes con los brazos cruzados. ¿Qué podía hacer? Le encantaría continuar con la regresión a la vida pasada en donde vio a Rodrigo, pero no tenía a la mano el compact disc que se la había provocado, ni sabía qué ópera le habían puesto, y, aunque lo supiera, no era fácil conseguirla. Los últimos descubrimientos en musicoterapia habían complicado la compra-venta de compact discs. Hacía tiempo que se sabía que los sonidos musicales tenían una poderosa influencia en el organismo y alteraban el comportamiento psicológico de las personas, las podían volver esquizofrénicas, psicópatas, neuróticas y, en casos graves, hasta asesinas.

Pero recientemente se había descubierto que toda melodía tenía el poder de activar nuestra memoria de vidas anteriores. Se utilizaban en el área del astroanálisis para inducir regresiones a vidas pasadas. Como se podrá suponer, no era conveniente que cualquier persona utilizara la música para esos fines, pues no todas tenían el mismo grado de evolución. En ocasiones, no es bueno destapar el pasado. Si alguien tiene bloqueado un conocimiento, es porque no lo puede manejar. Ya había pasado infinidad de veces que, de pronto, un ex rey se proponía recuperar las joyas de la corona que le habían pertenecido o cosas parecidas. Por lo tanto el gobierno había decretado que todos los discos, tocadiscos, cassetteras, compact discs y demás aparatos de sonido pasaran al poder de la Dirección General de Salud Pública. Para adquirir un compact disc uno tenía que demostrar su solvencia moral y su grado de evolución espiritual. La manera de hacerlo era presentando una carta certificada por un astroanalista donde se asegurara que esa persona no corría riesgo alguno al escuchar determinada música. Azucena, en su calidad de astroanalista, podía realizar todos esos trámites sin problema, pero le tomaría aproximadamente un mes. ¡Eso sería una eternidad! Tenía que pensar en otra cosa, pues si regresaba a su casa sin haber logrado algún avance en la localización de Rodrigo iba a enloquecer. Quería verlo frente a frente cuanto antes para exigirle una explicación. ¿Por qué la había abandonado? ¿Había cometido algún error? ¿No era lo suficientemente atractiva? ¿O era que tenía una amante a la que no podía abandonar? Azucena estaba dispuesta a aceptar la explicación que fuera, pero quería que se la dieran. Lo que le resultaba insoportable era la in-certidumbre. Le despertaba todas las inseguridades que con tanto trabajo había logrado superar con la ayuda del astroanálisis. Su falta de confianza en sí misma le había impedido tener una pareja estable. Cuando encontraba a alguien que valía la pena y que la trataba muy bien, inevitablemente terminaba rompiendo con él. Muy en el fondo sentía que no se merecía la felicidad. Pero, por otro lado, tenía una enorme necesidad de sentirse amada. Así pues, tratando de ponerle remedio a sus problemas había decidido encontrar a su alma gemela pensando que con ella no había margen de error, pues se trataba de la mancomunidad perfecta. ¡Tanto tiempo para dar con ella! ¡Y tan aprisa que la había perdido! ¡No era posible! Era lo más injusto que le había pasado en sus catorce mil vidas.

Definitivamente, tenía que hacer algo para calmar su angustia y desesperación, y tal vez lo más adecuado era ir a hacer cola a la Procuraduría de Defensa del Consumidor. Ahí al menos podría pelearse con alguien, reclamar, gritar, exigir sus derechos. Las burócratas que atendían esos lugares eran de lo más aguantadoras. Las ponían para que la gente desahogara sus frustraciones. Sí, eso era lo que iba a hacer.


* * *

La Procuraduría de Defensa del Consumidor parecía la antesala del infierno. Lamentos, quejas, lágrimas, arrepentimientos, penas y miserias se escuchaban por doquier. El hacinamiento al que estaban condenados los miles de personas que hacían cola frente a las ventanillas donde se atendía al público era el causante de un calor verdaderamente endemoniado. Azucena sudaba a mares, lo mismo que Cuquita. Cuquita estaba haciendo cola en la fila de Escalafón Astral, y Azucena en la de Almas Gemelas. Las dos fingían demencia. No tenían el menor deseo de saludarse. Pero el destino parecía estar empeñado en juntarlas, pues en el momento en que Cuquita estaba siendo atendida, Azucena avanzó en la fila y quedó prácticamente junto a ella. Desde la posición en que se encontraba podía escuchar perfectamente la conversación que sostenían Cuquita y la burócrata que la estaba atendiendo. La comunicación entre ambas se dificultaba un poco debido a que Cuquita tenía el vicio de tratar de impresionar a las demás personas con la utilización de palabras finas y elegantes. El problema radicaba en que como no sabía su significado, utilizaba una palabra por otra y terminaba diciendo barbaridad y media que no hacía más que confundir a sus interlocutores.

– Mire, señorita. ¿Usted sabe lo horrible que es haber puesto tanto añico para nada?

– ¿Tanto qué?

Añico, yo he puesto mucho añico para superarme y pienso que ya he levado bastante mi alma y merezco mejor trato.

– Sí, señora, no lo dudo, pero el problema es que en esta vida todo se paga, en abonos o al contado, pero se paga.

– Sí, señorita, pero de veras que yo hace mucho que pagué todos mis karmas. Y quiero el divorcio.

– Lo siento mucho, señora, pero mis informes dicen que aún tiene deudas con su esposo de otras vidas.

– ¿Cuáles deudas?

– ¿Quiere que le recuerde su vida como crítico de cine?

– Bueno sí, reconozco que me porté muy mal, pero ¡no es para tanto, oiga! ¡Llevo muchas vidas pagando los karmas que me gané con los comentarios de mi lengua vespertina como para que ahora me pongan junto a este negrúmeno. Mire cómo traigo el ojo. Si no me dejan divorciarme le juro que lo voy a matar.

– Haga lo que quiera, ya tendrá que pagar por eso también. El que sigue, por favor.

– Oiga, señorita, ¿y qué no habría manera de que nos arregláramos entre nosotras para que me dejen conocer a mi alma gemela?

– ¡No, señora, no la hay! Y mire, hay mucha gente en el mismo caso que usted. Todos quieren tener belleza, dinero, salud y fama sin haber hecho méritos. Ahora que si usted verdaderamente quiere a su alma gemela sin habérsela ganado, le podemos tramitar un crédito, siempre y cuando se comprometa a pagar los intereses.

– ¿De cuánto estamos hablando?

– Si usted firma este papel la ponemos en contacto con su alma gemela en menos de un mes, pero se tiene que comprometer a pasar diez vidas más al lado de su actual esposo sufriendo golpes, humillaciones, o lo que sea. Si usted está dispuesta a aguantar, ahorita mismo lo hacemos.

– No. Por supuesto que no estoy dispuesta.

– Si así es la cosa, son muy buenos para pedir, pero no para pagar. Por eso hay que pensar muy bien lo que se quiere.

Azucena se sintió apenada de haber escuchado los reclamos de Cuquita. Aunque le caía mal, no era nada agradable verla padecer. Lo peor era que Azucena sabía muy bien que Cuquita no tenía el menor chance de obtener una autorización para conocer a su alma gemela. Pobre. Quién sabe cuántas vidas más tenía que esperar. Bueno, Azucena a esas alturas estaba llegando a la conclusión de que el amor y la espera eran una misma cosa. El uno no existía sin el otro. Amar era esperar, pero paradójicamente era lo único que la impulsaba a actuar. O sea, la espera la había mantenido activa. Gracias al amor que Azucena le tenía a Rodrigo había hecho infinidad de colas, había adelgazado, había purificado su cuerpo y su alma. Pero a raíz de su desaparición no podía pensar en otra cosa que no fuera saber su paradero. Su arreglo personal era deplorable. Ya no le importaba peinarse. Ya no le importaba lavarse los dientes. Ya no le importaba tener un aura luminosa. Ya no le importaba nada de lo que pasara en el mundo a menos que estuviera relacionado con Rodrigo. El compañero de fila que estaba atrás de Azucena ya le había platicado setenta y cinco vidas pasadas y ella no le había prestado la menor atención. Su conversación le resultaba soporífera, pero su amigo fortuito no lo había notado, pues Azucena mantenía una expresión neutra en el rostro. Nadie, al verla, podría presumir que estaba empezando a sentir sueño. Ese hombre parecía ser la cura perfecta para el insomnio galopante que la traía atormentada desde la desaparición de Rodrigo. Había tratado de todo para remediarlo, desde té de tila o leche con miel, hasta su método infalible, que consistía en recordar todas las cosas que había hecho en la vida. El chiste era contar en cuenta regresiva una por una a las personas que habían sido atendidas primero que ella en la ventanilla. Hasta antes de perder a Rodrigo ese método nunca le había fallado. Pero ya no le funcionaba más. Cada vez que pensaba en una fila, se acordaba de la ilusión con que la había hecho, esperando ser besada, acariciada, apretujada… Y, entonces, el sueño se le espantaba, salía huyendo por la ventana y no había manera de alcanzarlo. Ahora, quién sabe si a causa de la combinación del calor aunada a la plática de su compañero de fila, pero la verdad era que estaba a punto de cerrar los ojos. Ese hombre fácilmente podría dormir a un batallón completo con sus historias. Escucharlo era de hueva infinita.

– ¿Y ya le platiqué mi vida de bailarina?

– No.

– ¿Noooo? Bueno, en esa vida… ¡Fíjese cómo serán las cosas! Yo no quería ser bailarina, quería ser músico, pero como en otra vida había sido rockero y había dejado sordos a muchos con mi escandalero, pues no me dejaron tener buen oído para la música, así que no me quedó otra que ser bailarina… ¡Ay, y no me arrepiento, oiga! ¡Lo adoré! Lo único horrible, de veras, eran los juanetes que me sacaron las zapatillas, pero de ahí en fuera ¡me encantaba bailar de pumitas! Era algo así como flotar y flotar en el aire… como… ¡Ay no sé cómo explicarme…! Lo malo es que me mataron a los veinte años, ¿usted cree? ¡Ay, fue horrible! Yo iba saliendo del teatro y unos hombres me quisieron violar, como yo me resistí, uno de ellos me mató…

Azucena se enterneció al ver llorar como un niño chiquito a ese hombre tan grande, fornido y horroroso. Sacó un pañuelo y se lo dio. Mientras él se secaba las lágrimas, Azucena trató de imaginárselo bailando de puntitas, pero no le fue posible.

– Fue algo bien injusto, porque yo estaba embarazada… y nunca pude ver a mi hijito…

El hombre había pronunciado las palabras clave para llamar la atención de Azucena: «Nunca pude ver a mi hijito.»

Si de algo sabía Azucena era del dolor de la ausencia. De inmediato se identificó con la pena de ese pobre hombre que nunca pudo ver a esa persona tan amada y esperada. Sin embargo, no se le ocurrió cómo consolarlo y se limitó, pues, a verlo con una mirada de conmiseración.

– Por eso vine a reclamar. En esta vida me tocaba un cuerpo de mujer para terminar con mi aprendizaje de la otra vida, y por una equivocación nací dentro de este cuerpo tan horroroso. ¿A poco no está feo?

Azucena trató de animarlo pero no se le ocurrió ni un solo piropo. El hombre realmente era feo como pegarle a Dios.

– ¡Ay! No sabe lo que diera por tener uno así como el suyo. Odio tener cuerpo de hombre… Como no me gustan las mujeres, pues tengo que tener relaciones homosexuales, pero la mayoría de los hombres, ¡son unos bruscos! No saben cómo ser tiernos conmigo… y lo que yo necesito es ternura… ¡ Ay!, si yo tuviera un cuerpo fino y delicado, me tratarían delicadamente…

– ¿Y no ha pedido un trasplante de alma?

– ¡Uy, que si no! Llevo diez años haciendo cola, pero cada vez que hay un cuerpo disponible, se lo dan a otro y no a mí. Estoy desesperado…

– Bueno, espero que pronto se lo den.

– Yo también.

El hombre regresó a Azucena el pañuelo que le prestó. Azucena lo tomó de una puntita porque estaba lleno de mocos y finalmente decidió regalárselo al hombre en lugar de guardarlo en su bolsa. Él se lo agradeció mucho y se despidieron apresuradamente, pues a Azucena ya le tocaba el turno de ser atendida.

– Ya le toca, gracias y hasta luego. Que tenga suerte.

– Usted también.

– El que sigue.

Azucena se acercó a la ventanilla.

– ¿Asunto?

– Mire, señorita, yo metí mis documentos en la oficina de escalafón astral hace mucho.

– Los asuntos de escalafón son en la otra cola. El que sigue.

– ¡Oiga, déjeme terminar…! Ahí me dijeron que ya estaba en condiciones de conocer a mi alma gemela, me pusieron en contacto con él y nos vimos.

– Si ya se encontró con él, ¿a qué viene? Su asunto ya está resuelto. El que sigue…

– ¡Espérese! No he acabado. El problema es que desapareció de un día para otro y no lo encuentro. ¿Me podría dar su dirección?

– ¿Cómo? ¿Se encontró con él y no sabe la dirección?

– No, porque sólo me dieron su número aereofónico. Ahí le dejé un mensaje y él fue a mi casa.

– Pues llámele de nuevo. El que sigue…

– Oiga, de veras usted cree que soy imbécil, ¿verdad? Lo he llamado día y noche y no me contesta. Y no puedo ir a su casa porque no estoy registrada en su aerófono. ¿Me hace el favor de darme su dirección o quiere que arme un escándalo? Porque, óigame bien, ¡yo no me voy a ir de aquí sin la dirección! ¡Usted dice si me la va a dar por la buena o por la mala!

Los gritos de Azucena iban acompañados de una mirada marca chamuco que logró aterrorizar a la señorita burócrata. Con gran docilidad tomó el papel que Azucena le extendió con los datos de Rodrigo y diligentemente buscó la información en la computadora.

– Ese señor no existe.

– ¿Cómo que no existe?

– No existe. Ya lo busqué en los encarnados y en los desencarnados y no aparece en ningún registro.

– No es posible, tiene que estar, señorita.

– Le digo que no existe.

– Mire, señorita, ¡por favor no me salga con esa pendejada! La prueba de que existe soy yo misma, pues soy su alma gemela. Rodrigo Sánchez existe porque yo existo, y punto.

No hubo un solo ser viviente dentro de la Procuraduría de Defensa del Consumidor que no oyera los gritos destemplados de Azucena, pero nadie se sorprendió tanto al escucharlos como su compañero de fila. Suspendió de inmediato la enrimelada que se estaba dando en las pestañas. Se estaba retocando los ojos después del copioso llanto que había derramado. Las manos le temblaban de la impresión que recibió y le fue muy difícil poner el rímel en su lugar dentro de su bolsa. Cuando Azucena, hecha una furia, tomó sus papeles y dio la vuelta para salirse, no supo qué hacer. Le tocaba su turno para que lo atendieran, pero se quedó dudando entre dar un paso al frente o seguir a Azucena.

Al salir a la calle, Azucena sintió un golpe en el hombro que la hizo brincar. A su lado estaba un hombre de aspecto muy desagradable susurrándole algo al oído.

– ¿Necesita un cuerpo?

– ¿Que qué?

– Que yo le puedo conseguir un cuerpo en muy buen estado y a precio módico.

¡Nada más eso le faltaba para terminar una bella e inolvidable mañana en la burocracia! Había cometido el error de prestarle atención a este «coyote» y eso iba a ser suficiente como para no poder quitárselo de encima unas tres cuadras más. En todas las oficinas de gobierno abundaba ese tipo de personajes, pero era necesario ignorarlos por completo si uno quería caminar con tranquilidad por la calle, ya que si ellos veían que uno los observaba por la comisura de los ojos aunque fuera un segundo, insistían en vender sus servicios a como diera lugar.

– No, gracias.

– ¡Ándele! ¡Anímese! No va a encontrar mejor precio.

– ¡Que no! No necesito ningún cuerpo.

– Pues no es por nada, pero yo la veo medio maltratada.

– ¡Y eso a usted qué le importa!

– No, pos yo nomás digo. Ándele, tenemos unos que nos acaban de llegar, bien bonitos, con ojos azules y todo…

– ¡Que no quiero!

– No pierde nada con irlos a ver.

– ¡Que no! ¿No entiende?

– Si le preocupa la policía, déjeme decirle que trabajamos con cuerpos sin registro áurico.

– ¡A la policía es a la que voy a hablar si no me deja de estar chingando!

– ¡Uy, qué genio!

No había estado mal, sólo se había tardado una cuadra y media a paso veloz para dejar a un lado al «coyote». Azucena volteó desde la esquina para ver si no la seguía y lo vio abordar a su ex compañero de fila. ¡Ojalá que la desesperación de esa ex «bailarina» frustrada por no tener un cuerpo de mujer no lo fuera a hacer caer en las garras de ese gañán! Pero bueno, ella qué tenía que andarse preocupando, con sus propios problemas tenía más que suficiente. De ahí en fuera, el mundo se podía caer, que a ella no le importaba. Caminaba tan abstraída en sus pensamientos que nunca se dio por enterada de que una nave espacial recorría la ciudad anunciando el nombramiento del nuevo candidato a la Presidencia Mundial: Isabel González.

Dos

Ser demonio es una enorme responsabilidad, pero ser Mammón, el demonio de Isabel, es realmente una bendición. Isabel González es la mejor alumna que he tenido en millones de años. Es la más bella flor de mansedumbre que han dado los campos del poder y la ambición. Su alma se ha entregado a mis consejos sin recelos, con profunda inocencia. Toma mis sugerencias como órdenes ineludibles y las lleva a cabo al instante. No se detiene ante nada ni ante nadie. Elimina al que tiene que eliminar sin el menor remordimiento. Pone tanto empeño en alcanzar sus pretensiones que pronto va a pasar a formar parte de nuestro cuerpo colegiado, y ese día voy a ser el demonio más orgulloso de los infiernos.

Considero una fortuna haber sido elegido como su maestro. Podían haber escogido a cualquier otro de los ángeles caídos que habitamos las tinieblas, muchos de ellos con mejores antecedentes en el campo de la enseñanza. Pero, ¡bendito sea Dios!, el favorecido fui yo. Gracias a la aplicación de Isabel me voy a hacer merecedor del ascenso que por tantos siglos he esperado. Por fin se me va a dar el reconocimiento que merezco, pues hasta ahora no he recibido más que ingratitudes. ¡Mi labor es tan mal pagada! Los que siempre se han llevado los aplausos, las condecoraciones, la gloria, son los Angeles de la Guarda. Y me pregunto, ¿qué harían ellos sin nosotros, los Demonios? Nada. Un espíritu en evolución necesita atravesar por todos los horrores imaginables de las tinieblas antes de alcanzar la iluminación.

No hay otro camino para llegar a la luz que el de la oscuridad. La única manera de templar un alma es a través del sufrimiento y el dolor. No hay forma de evitarle este padecimiento al ser humano. Tampoco es posible darle las lecciones por escrito. El alma humana es muy necia y no entiende hasta que vive las experiencias en carne propia. Sólo cuando procesa los conocimientos dentro del cuerpo los puede adquirir. No hay conocimiento que no haya llegado al cerebro sin cruzar por los órganos de los sentidos. Antes de saber que era malo comer el fruto prohibido, el hombre tuvo que percibir el poder de su aroma, sufrir el antojo, gozar el placer de la mordida, estremecerse con el sonido de la piel desgarrada, recibir el bocado dentro de la boca, saber de sus redondeces, de sus jugos, de la suave textura que le acariciaba el esófago, el estómago, el intestino. Hasta que Adán comió la manzana, su mente se abrió a nuevos conocimientos. Hasta que sus intestinos la digirieron, su cerebro llegó a la comprensión de que caminaba desnudo por el Paraíso. Y hasta que sufrió las consecuencias de haber adquirido la sabiduría de los Dioses que lo habían creado, supo de su equivocación. Nunca habría bastado que se le dijera que no podía comer del Árbol del Bien y del Mal. No hay manera de que los seres humanos acepten un razonamiento a priori. Lo tienen que vivir a plenitud. ¿Y quién les proporciona esas experiencias? ¿Los Angeles de la Guarda? No señor, nosotros, los Demonios. Gracias a nuestra labor, el hombre sufre. Gracias a las pruebas que le ponemos, puede evolucionar. ¿Y qué recibimos a cambio? Rechazo, ingratitud, mal agradecimiento. Ni hablar, así es la vida. Nos tocó jugar el papel de los malos. Alguien tenía que jugarlo. Alguien tenía que ser el maestro, el corrector, el guía del hombre en la oscuridad. Y les aseguro que no es fácil. Educar, duele. Aplicar la pena, el castigo, la condena, es una punzada constante. Ver al hombre sufrir eternamente por nuestra culpa, es un penoso tormento. Nada lo alivia. Ni siquiera saber que es por su bien. Eso no ahuyenta el sufrimiento. Sería tan placentero pertenecer al grupo de los que dan alivio, los que consuelan, los que secan las lágrimas, los que dan el abrazo protector. Pero entonces, ¿quién iba a hacer evolucionar al hombre? La letra con sangre entra, y alguien tiene que dar el golpe. ¿Qué sería de la cuerda de un piano si alguien no golpea la tecla? Nunca nos enteraríamos del bello sonido que puede producir. A veces hay que violentar la materia para que muestre su hermosura. Es a golpes de cincel que un pedazo de mármol se convierte en una obra maestra. Hay que saber golpear sin piedad, sin remordimiento, sin miedo a hacer a un lado los trozos de piedra que impiden que la pieza muestre su esplendor.

Saber producir una obra de arte es saber quitar lo que estorba. La creación utiliza el mismo procedimiento. En el vientre materno, las propias células saben hacerse a un lado, se suicidan para que otras existan. Para que el labio superior pudiera separarse del labio inferior, tuvieron que morir las miles de células que los unían. De no haber sido así ¿cómo podría el hombre hablar, cantar, comer, besar, suspirar de amor? Desgraciadamente, el alma no tiene la misma sabiduría que las células. Es un diamante en bruto que, para irse puliendo, necesita los golpes que el sufrimiento proporciona. Después de tantos siglos, ya era para que lo hubiera aprendido y dejara de resistirse al castigo. Se niega a ser la célula que se suicida para que la boca se abra y hable por todos. Lo mismo pasa con los seres humanos. No les gusta ser esa piedra que se desecha para que aparezca una escultura. Entonces no hay más remedio que hacerlos a un lado para beneficio de la humanidad. Los indicados para hacerlo son los violentadores de la materia: esos seres que no respetan el lugar ni el orden de las cosas. Son aquellos que no se maravillan ante la vida, ni se sientan a contemplar la belleza de un atardecer. Aquellos que saben que el mundo puede ser transformado para su beneficio personal. Que no hay límites que no puedan ser traspasados. Que no hay orden que no pueda ser desacomodado. Que no hay ley que no pueda ser reformada. Que no hay virtud que no pueda ser comprada. Que no hay cuerpo que no pueda ser poseído. Que no hay códices que no puedan ser quemados. Que no hay pirámides que no puedan ser destruidas. Que no hay opositor que no pueda ser asesinado.

Esos seres son nuestros mejores aliados, y de todos ellos Isabel es la reina. Es la más despiadada, inhumana, ambiciosa, cruel y sublimemente obediente de todos los violentadores. Sus brutales golpes, ejecutados con virtuosismo, han producido los más bellos sonidos musicales. Gracias a que ha ejercido la tortura, muchas gentes han recibido los besos y las bendiciones de Luzbel. Gracias a las guerras que ha promovido, se han producido grandes avances en el campo de la ciencia y la tecnología. Gracias a que ha practicado la corrupción, los hombres han podido ejercer la generosidad. Gracias a que usa y abusa de los privilegios que da el poder, a su falta de respeto, a que impone sus ideas, a que controla cada uno de los actos de las personas a su servicio, sus empleados alcanzan la iluminación y el conocimiento.

Para que una persona aprenda el valor que tienen las piernas, es necesario que alguien se las corte. Para que alguien sepa el valor del consuelo, tiene que necesitar de él. Para que alguien valore el apoyo y los besos de la madre, necesita estar enfermo. Para que alguien sepa lo que es la humillación, tiene que ser humillado. Para que alguien sepa lo que es el abandono, tiene que ser abandonado. Para que alguien valore la solidaridad, necesita caer en desgracia. Para que alguien sepa que el fuego quema, tiene que ser quemado. Para que alguien aprenda a valorar el orden, tiene que sentir los efectos del caos. Para que el hombre valore la vida en el Universo, primero tiene que aprender a destruirla.

Para que el hombre recupere el Paraíso, primero tiene que recuperar el Infierno y, sobre todo, amarlo. Pues sólo amando lo que se odia se evoluciona. Sólo se llega a Dios a través de los demonios. Azucena, pues, debería estar más que agradecida de estar en el destino de mi querida Isabel, pues pronto, muy pronto, la va a poner en contacto con Dios.

Tres

Gocemos, oh amigos,

haya abrazos aquí.

Ahora andamos sobre la tierra florida.

Nadie habrá de terminar aquí

las flores y los cantos,

ellos perduran en la casa del Dador de la vida.

Aquí en la tierra es la región de momento fugaz.

¿También es así en el lugar

donde de algún modo se vive?

¿Allá se alegra uno?

¿Hay allá amistad?

¿O sólo aquí en la tierra

hemos venido a conocer nuestros rostros?

AYOCUAN CUETZPALTZIN Ms. «Cantares Mexicanos», fol 27 v.

Trece Poetas del Mundo Azteca, MIGUEL LEÓN-PORTILLA


En la misma medida en que su casa se llenaba de flores y faxes de felicitación, el corazón de Isabel se llenaba de miedo. La vida no podía haberle dado mayor premio que ser elegida candidata americana a la Presidencia del Planeta. Su sueño hecho realidad. Siempre quiso estar en la cima del poder, sentir el respeto y la admiración de todos. Y ahora que lo había logrado estaba aterrorizada. Un temor inexplicable le impedía gozar de su triunfo. Mientras más gente le mostraba su apoyo, más amenazada se sentía, pues, como era lógico suponer, a cualquiera le gustaría estar en su posición. Se sabía envidiada, observada y muy, pero muy vulnerable. Consideraba a todos los que la rodeaban como sus posibles enemigos. Sabía que el ser humano era corruptible por naturaleza y no confiaba en nadie. Cualquiera la podía traicionar. Por eso había empezado a extremar sus precauciones. Dormía con la puerta bajo llave. Detectaba toda clase de olores extraños que sólo ella percibía. Se había vuelto hipersensible a los sabores. En fin, sentía un peligro real y constante en el mundo externo y estaba convencida de que tenía al Universo entero en su contra. Mientras no tuvo nada que perder había vivido más o menos tranquila, pero ahora que estaba a punto de tenerlo todo temblaba como amapola al viento. Como cuando era niña y no podía caminar en la oscuridad pues sentía que el coco la podía atacar por la espalda. Esa sensación era la misma que experimentaba cuando veía escenas de amor en las películas. Sabía que la mayoría de ellas antecedían a una desgracia y entonces, en lugar de disfrutar los besos que se daban los amantes, su vista andaba pajareando por toda la pantalla esperando el momento en que el puñal entraría en escena y se encajaría en la espalda del novio.

Lo mismo le pasaba con la música. Como sabía que la música de miedo era compañera inseparable de toda clase de horrores, en vez de gozar del tema de amor, siempre estaba pendientísima de detectar la mínima variación en la melodía para cerrar los ojos y evitar el sobresalto en el alma. Todo el mundo sabía que ese tipo de angustias eran muy malas para la salud. Tan era así que la Secretaría de Salubridad y Asistencia acababa de prohibir la inclusión de música de susto en las películas porque afectaba tremendamente el hígado de los espectadores. Isabel había aplaudido con entusiasmo la medida. Sólo lamentaba que en la vida real no existiera un organismo que regulara la participación de la tragedia en la vida diaria, que evitara que de un momento a otro el sonido de las campanas de fiesta se convirtiera en el de la sirena de una ambulancia que advirtiera a la población de la llegada del horror para que Isabel pudiera cerrar los ojos a tiempo. Porque en la situación que la había colocado la vida, la traía en permanente incertidumbre y con el Jesús en la boca. Todo el mundo quería verla, saludarla, entrevistarla, estar cerca de ella, o sea, del poder. Isabel tenía que enfrentar la situación, y con los ojos bien abiertos. Tenía que ser muy cuidadosa. No fiarse de nadie. No dejar el menor cabo suelto del que se pudieran agarrar sus enemigos para destruirla. Tenía que estar alerta y no tentarse el corazón en caso necesario. Claro que con eso no había problema. Si había sido capaz de eliminar a su propia hija, podía hacerlo con cualquiera que se interpusiera en su camino.

Su hija había nacido en la Ciudad de México el 12 de enero de 2180 a las 21 horas 20 minutos. Era de signo Capricornio con ascendente en Virgo. Su carta astrológica indicaba que iba a tener muchos problemas con la autoridad debido a que tenía una cuadratura entre los planetas Saturno y Urano. Saturno representa la autoridad y Urano la libertad, la rebeldía. Además, la posición de Urano en el signo de Aries es terriblemente afirmativa, de manera que si decidía llevar la contra, lo iba a hacer en serio, a veces de manera impulsiva e irresponsable. La posición de Urano en la casa VIII del crimen indicaba la posibilidad de que se involucrara en actividades ocultas e ilegales con tal de llevar la contra a la autoridad.

Con todas las subversivas características que esa niña tenía, era de esperar que cuando creciera se convirtiera en una verdadera ladilla, sobre todo para Isabel, quien siempre había tenido en sus planes ocupar la Presidencia Mundial. Bueno, no sólo era un simple sueño; su carta astral así lo indicaba y aseguraba, además, que cuando eso ocurriera por fin llegaría una época de paz para la humanidad. Así que Isabel no quiso tener a su hija como enemiga, y antes de que pudiera sentir afecto por ella la había mandado desintegrar por cien años para evitar que el positivo destino de la humanidad se viera alterado.

A veces pensaba en ella. De haber vivido, ¿cómo habría sido? ¿Habría sido bonita? ¿Se habría parecido a ella? ¿Habría sido delgada, o gorda como Carmela, su otra hija? Pensándolo bien, tal vez le hubiera convenido desintegrar también a Carmela. Nada más la hacía pasar puras vergüenzas. Por ejemplo, esa mañana lo primero que Isabel hizo al despertar fue encender la televirtual para ver si estaban transmitiendo la entrevista que le habían hecho al nombrarla candidata a la Presidencia del Planeta y, efectivamente, la estaban pasando. Fue muy agradable verse en tercera dimensión en su propia recámara. ¡Qué satisfacción pensar que había estado presente en todas las casas del mundo! Le dijeron que había sido vista por millones y millones de personas. Lo único malo fue que a Abel Zabludowsky se le había ocurrido entrevistar a Carmela. ¡Qué vergüenza! La cerda de su hija también había entrado en todos los hogares. Sólo esperaba que hubiera cabido en las habitaciones sin desplazarla a ella. ¡Eso sí que era robar cámara! ¡Qué horror! ¿Qué estaría pensando de ella la gente? Que era una mala madre que no ponía a su hija a dieta. ¡Qué pena! No sabía qué iba a hacer con ella de ahora en adelante. Estaba esperando a una infinidad de personas que venían al «besamanos». En el patio se preparaban para la comida que iba a ofrecer a la prensa y no quería que su hija apareciera por ningún lado. Pero ¿cómo esconderla? Después de que había salido en el noticiero todos iban a preguntar por ella. Tenía que pensar en algo. La voz de su hija interrumpió sus pensamientos.

– Mami, ¿puedo pasar?

– Sí.

La puerta de su recámara se abrió y apareció Carmela. Venía muy arreglada para la comida. Se había puesto un bello vestido blanco de encaje. Quería estar lo mejor presentable en un día tan especial para su madre.

– ¡Quítate ese vestido!

– Pero… si es el mejor que tengo…

– Pues te ves como tamal vestido. Te queda pésimo. ¿Cómo se te ocurre vestirte de blanco con lo gorda que estás?

– Es que la comida es de día y tú me has dicho que el negro sólo es para la noche.

– Te acuerdas muy bien lo que digo cuando te conviene, ¿verdad? Pero ¿qué tal cuando tienes que seguir mis órdenes? ¡Vete a cambiar! Y cuando regreses trae la bolsa que vas a usar para ver si combina con tu vestido.

– No tengo bolsa negra.

– Pues búscate una. No vas a bajar sin bolsa en la mano. Sólo las prostitutas andan sin bolsa. ¿Eso es lo que quieres, parecer una puta? ¿Qué es lo que te propones? ¿Hacerme quedar en ridículo?

– No.

Carmela no pudo contener por más tiempo el llanto. Sacó de su bolsa un pañuelo desechable y se limpió las lágrimas que corrían por su rostro.

– ¿Qué es eso? ¿No tienes pañuelos de tela? Cómo se te ocurre andar sin uno. ¿Cuándo has visto a una princesa sonarse con pañuelos desechables? De hoy en adelante tienes que aprender a comportarte a la altura de la situación en que me encuentro. ¡Y vete que ya me hiciste enojar!

Carmela dio media vuelta y antes de que llegara a la puerta Isabel la detuvo.

– Y acuérdate de esconderte de las cámaras.

Isabel estaba furiosa. La juventud la reventaba. Sentía que los jóvenes siempre querían salirse con la suya, desobedecer, imponer sus gustos, retar a la autoridad, o sea, a ella. No entendía por qué todo el mundo tenía ese tipo de problemas con su persona. No la podían ver en una posición superior sin querer rebelarse de inmediato. Por cierto, lo más indicado era ir a ver que sus empleados hubieran arreglado el patio y las mesas tal y como ella lo había ordenado.

El patio parecía un panal de abejas histéricas. Infinidad de trabajadores iban de un lado a otro bajo las órdenes de Agapito, el hombre de confianza de Isabel. Agapito se había tenido que esforzar más que nunca para halagar a su jefa, pues había contado con muy poco tiempo para coordinar una comida tan importante. Isabel realmente no tenía por qué haberla dado. Hacía sólo veinticuatro horas que había sido nombrada candidata y era lógico que no estuviera preparada para recibir a tanta gente en su casa, pero ella había querido impresionar a todos con su aparato de organización. Agapito con gran eficiencia se había encargado de que todo estuviera perfecto. Las mesas, los manteles, los arreglos florales, los vinos, la comida, el servicio, las invitaciones, la prensa, la música, todo, lo que se llama todo, había sido coordinado por él. Ni un detalle se le había escapado. En las manos traía todos los recortes de prensa con la noticia del nombramiento y el reporte de todas las personas que habían llamado para felicitar a Isabel. Sabía perfectamente que lo primero que ella iba a querer saber era quién estaba de su lado y quién aún no se había manifestado a favor para ponerlo en su lista de enemigos. En cuanto vio venir a Isabel a su encuentro lo invadió una sensación de impaciencia. Le urgía una felicitación de su ama y patrona. Se había esforzado hasta el cansancio para que todo estuviera perfecto y en orden.

Isabel recorrió con la mirada el patio. Todo parecía estar tal y como ella lo esperaba, pero de pronto su vista se topó con los restos de una pirámide que luchaba por salir a la superficie justamente en medio del patio. No era la primera vez que se presentaba este problema y no era la primera vez que Isabel la había mandado tapar. No le convenía para nada que el gobierno se enterara que bajo su casa se encontraba una pirámide prehispánica. Lo que procedía en tales casos era la nacionalización de la propiedad por parte del Estado. Si eso ocurría, los arqueólogos se dedicarían a hacer excavaciones que sacarían a la luz parte del pasado de Isabel, que deseaba que se quedara muy, pero muy enterrado.

– ¡Agapito! ¿Por qué no cubrieron la pirámide?

– Pues… porque… creímos que era bueno para su imagen que vieran su preocupación por las cosas prehispánicas…

– ¿Creímos? ¿Quiénes?

– Pues… los muchachos y yo…

– ¡Los muchachos! Los muchachos son unos pendejos que no pueden pensar por sí mismos y están bajo tus órdenes. Si ellos tienen más poder que tú, ¿para qué te necesito? ¡Voy a tener que contratar a otro que los pueda mandar y que lo obedezcan!

– Bueno, ellos sí me obedecen… Más bien la decisión sí fue mía…

– Pues igual estás despedido.

– Pero… ¿por qué?

– ¿Cómo que por qué? Porque ya me cansé de jugar a la escuelita con alumnos tarados. Te he dicho mil veces que el que no hace lo que yo digo se lo lleva la chingada.

– Pero yo sí hice lo que usted dijo.

– Yo nunca dije que dejaras esa pirámide ahí.

– Pero tampoco me dijo que la cubriera. No es justo que me despida por ese error, cuando todo lo demás está perfecto, lo puede ver…

– Lo único que yo veo es que no eres un profesional y que quiero que te vayas de inmediato. Dile a Rosalío que tome tu lugar.

– Rosalío no está.

– ¿Cómo que no está? ¿Adonde fue?

– Al centro…

Isabel se entusiasmó con la respuesta y en secreto le preguntó a Agapito.

– ¿A conseguirme mi chocolate?

– No, usted le dio permiso de ir a meter sus papeles a la Procuraduría de Defensa del Consumidor.

– Pues a él también me lo despides. ¡Ya me tienen harta!

Isabel dejó de gritar y puso su ensayada sonrisa char-ming en cuanto vio que entraba Abel Zabludowsky con su equipo y las cámaras. El terror la invadió. ¿La habría oído gritar? Esperaba que no. No era nada adecuado para su imagen. Le pasó un brazo por los hombros a Agapito y fingió estar bromeando con él por si las dudas. De pronto, el corazón le brincó. Carmela venía en camino con sus trescientos kilos encima. Tenía que impedir que la entrevistaran nuevamente y también que Abel Zabludowsky viera la punta de la pirámide.

Agapito se vio muy listo y adivinándole el pensamiento sugirió una idea genial que le hizo recuperar su puesto y la confianza que Isabel tenía depositada en él.

– ¿Qué le parece si sentamos a Carmela sobre la punta de la pirámide y le decimos que no se puede mover de ahí?

Y fue así que Carmela, la exuberante, bolsa negra en mano, salvó a su madre de que alguien se enterara que el patio de su casa estaba a punto de parir una pirámide.

Cuatro

Azucena había regresado a su casa a pie. Al caminar recobraba la tranquilidad mental. En la esquina de la calle donde vivía vio que Cuquita iba entrando en su edificio. Le extrañó mucho que apenas estuviera llegando, pues había salido de la oficina de Escalafón Astral mucho antes que ella. Al ver que traía cargando una bolsa del mandado encontró una razón justificada. De seguro había ido al mercado antes de volver a casa.

Cuquita, a lo lejos, también vio a Azucena y no le agradó nada. Intentó entrar lo más pronto posible para no toparse con ella, pero se lo impidió el cuerpo seboso de su borracho marido que se encontraba tendido a lo largo de la puerta. Eso no era nada raro. Prácticamente, su esposo era parte de la escenografía del barrio, y a nadie le extrañaba verlo a diario tirado en el piso todo vomitado y mosqueado. Los vecinos ya habían presentado una queja ante Salubridad y Asistencia y se le había advertido a Cuquita que no podía dejar que su esposo utilizara la calle de dormitorio. «¡Pobre Cuquita!», pensó Azucena. No en vano quería cambiar de esposo. Pero bueno, algo gordo tendría que haber hecho en otras vidas para tener ese karma encima. Desde el lugar donde se encontraba, Azucena observó cómo Cuquita trataba de arrastrar a su esposo hacia el interior del edificio, y cómo el esposo se encabronó y empezó a ponerle a Cuquita una golpiza marca diablo.

A Azucena, ese tipo de injusticias la enfurecían. Sin poderlo evitar, se le subía la sangre al cerebro y se convertía en una fuerza desatada de la naturaleza. En menos que canta un gallo llegó al lado de la pareja dispareja, jaló al marido de Cuquita de los pelos, lo lanzó contra la pared y acto seguido le propinó una fenomenal patada en los huevos. Para rematar le dio un gancho al hígado y, ya en el piso, una buena dotación de puntapiés en los que descargó toda la rabia contenida. Azucena quedó agotada, pero con una gran sensación de alivio. Cuquita no sabía si besarle la mano o correr a levantar el contenido de la bolsa del mandado que había caído por las escaleras. Se decidió por darle las gracias brevemente y empezó a recoger sus cosas antes de que alguien las viera. Azucena se aprestó a ayudarla y se sorprendió enormemente al ver que dentro de la bolsa no había ni fruta ni verduras sino una cantidad impresionante de virtualibros.

Unos meses atrás, Cuquita le había pedido su ayuda para la adquisición de los mismos. Su abuelita era ciega y se desesperaba mucho de no poder leer ni ver la televirtual. Acababa de salir al mercado un invento sensacional de películas para ciegos. Eran unos lentes muy sencillos que enviaban impulsos eléctricos al cerebro sin necesidad de pasar por los ojos y hacían que los ciegos «vieran» películas virtualizadas con la misma claridad que las personas que gozaban del sentido de la vista. La abuelita de Cuquita fue la primera en presentar su solicitud para adquirir el aparato y la primera en ser rechazada. No podía gozar de esos placeres pues su ceguera era karmática, ya que cuando había sido militar argentino, durante sus torturas había dejado ciegas a varias personas. Cuquita, al verla llorar día y noche, se había atrevido a pedirle a Azucena una carta de recomendación en la que dijera que ella era la astroanalista de la señora y que certificaba que ya había pagado sus karmas como «gorila», lo cual no era cierto. Azucena, por supuesto, se había negado. Iba contra la ética de su profesión hacer algo así. Pero para su asombro Cuquita se había salido con la suya y los había conseguido. Azucena estaba de lo más intrigada sobre cómo lo había hecho. ¿A quién habría sobornado? Cuquita no le dio tiempo de suponer nada. Llegó a su lado corriendo, le arrebató uno de los virtualibros de las manos y lo guardó rápidamente dentro de la bolsa. Acto seguido, se dirigió a ella en una actitud de lo más retadora.

– ¿Qué, me va a enunciar?

– ¿A enunciar qué?

– ¡No se haga! ¡Nomás le advierto que si le dice a la policía soy capaz de todo! Yo por defender a mi familia…

– ¡Ah! No, no se preocupe, no la voy a denunciar… Oiga, pero por favor dígame si donde los compró también venden compact discs.

Cuquita se sorprendió mucho de ver el interés de Azucena. No parecía tener deseos de traicionarla sino más bien de sacar provecho de la información. El brillo que había en sus ojos así se lo indicaba, y sin pensarlo más decidió confiar en ella.

– Este… sí… pero lo que pasa es que es bien peligroso comprarlos porque son completamente integrales. ¡Se lo advierto!

– No me importa. Dígame dónde, por favor. ¡Me urge conseguir uno!

– En el mercado negro que hay en Tepito.

– ¿Y cómo llego ahí?

– ¿Qué, nunca ha ido?

– No.

– ¡Híjole! Pues lo más loable es que se pierda porque está retebién complicado llegar. Yo la acompañaría, pero mi abuelita me está esperando para que le dé de comer… Si quiere vamos mañana.

– No, gracias, preferiría ir hoy mismo.

– Bueno, pues allá usté. Pues vayase a Tepito y por ahí pregunta.

– Gracias.


* * *

Azucena se levantó como resorte y sin despedirse de Cuquita corrió a la cabina aereofónica de la esquina para trasladarse a Tepito. En sólo unos segundos, Azucena ya estaba en el corazón de la Lagunilla. La puerta del aerófono se abrió y apareció frente a ella una muchedumbre que se peleaba a codazos por utilizar la cabina que iba a desocupar. Dificultosamente se abrió paso entre todos ellos e inició su recorrido por Tepito. Entre un mundo de gente, se dirigió primero que nada a los puestos donde vendían antigüedades. Cada uno de los objetos ejercía un hechizo sobre su persona. De inmediato se preguntó a quién habrían pertenecido, en qué lugar y en qué época. Cruzó por varios puestos retacados de llantas, coches, aspiradoras, computadoras y demás objetos en desuso, pero por ningún lado veía compact discs.

Por fin, en uno de los puestos vio un aparato modular de sonido. De seguro ahí los podría encontrar. Se acercó, pero en ese momento el «chacharero» no la podía atender. Estaba discutiendo con un cliente que quería comprar una silla de dentista con todo y un juego de pinzas, jeringas y moldes para tomar muestras dentales. Azucena no entendía cómo era posible que alguien se interesara en comprar un aparato de tortura como aquél, pero en fin, en este mundo hay gustos para todo. Esperó un rato a que terminara la operación regateo, pero los dos hombres eran igual de necios y ninguno quería ceder. Hubo un momento en que el «chacharero», aburrido de la discusión, volteó y le preguntó a Azucena qué se le ofrecía, pero Azucena no pudo pronunciar palabra. No se atrevió a preguntar en voz alta por el mercado negro de compact discs. Para no quedar de plano en ridículo, preguntó el precio de una bella cuchara de plata para servir. A sus espaldas escuchó la voz de una mujer diciendo: «Esa cuchara es mía. Yo la tenía apartada.» Azucena giró y se encontró frente a una atractiva mujer morena que reclamaba por la cuchara que ella tenía en la mano. Azucena se la entregó y se disculpó diciendo que ella no sabía que ya tenía dueña. Dio media vuelta y se retiró de lo más frustrada. Existía un enorme abismo entre la certeza de que había un mercado negro y la posibilidad de entrar en contacto con las personas que lo controlaban. No tenía la menor idea de cómo actuar, qué preguntar, adonde ir. Eso de ser evolucionada y no andar en negocios turbios tenía sus grandes inconvenientes. Lo mejor sería regresar otro día acompañada de Cuquita.

Azucena empezó a buscar el camino de salida entre la inmensidad de puestos cuando de pronto escuchó una melodía que provenía de un lugar especializado en aparatos modulares, radios y televisores. De inmediato se dirigió hacia allí. Al llegar, lo primero que llamó su atención fue el letrero de «Música Para Llorar», y abajo, en letras minúsculas: «Autorizada por la Dirección General de Salud Pública.» A pesar de que allí todo parecía muy legal, Azucena presentía que en ese puesto encontraría lo que buscaba. La música, efectivamente, hacía llorar. Le removía a uno la nostalgia y le anudaba los recuerdos. Al escucharla, Azucena recordó lo que sintió al convertirse en un solo ser con Rodrigo, lo que significaba traspasar las barreras de la piel y tener cuatro brazos, cuatro piernas, cuatro ojos, veinte dedos y veinte uñas para rasgar con ellas el Himen de entrada al Paraíso. Azucena lloró frente al anticuario desconsoladamente. El anticuario la observó con ternura. Azucena, apenada, se secó las lágrimas. El anticuario, sin decirle una palabra, sacó el compact disc del aparato modular y se lo dio.

– ¿Cuánto es?

– Nada.

– ¿Cómo nada? Se lo compro…

El anticuario sonrió amablemente. Azucena sintió cómo una corriente de simpatía se establecía entre ellos.

– Nadie puede vender lo que no es suyo. Ni recibir lo que no ha merecido. Lléveselo, le pertenece.

– Gracias.

Azucena tomó el compact disc y lo guardó en su bolsa. Le dio pena decirle al anticuario que también necesitaba un aparato electrónico para poder escucharlo, porque de seguro ese hombre, tan conocido y desconocido al mismo tiempo, se habría ofrecido a regalarle el aparato y eso, la verdad, ya era mucho encaje. Antes de retirarse, la mujer morena de la cuchara de plata, se acercó a saludar al anticuario. «¡Hola Teo!» El anticuario la recibió con un abrazo. «¡Mi querida Citlali, qué gusto de verte!» Azucena, sin decir palabra, se alejó y dejó a la pareja platicando animadamente. Algunos puestos más adelante compró un discman para escuchar su compact disc y después se dirigió a la cabina aereofónica más cercana. Le urgía llegar a su casa para poder escuchar la música. Se sentía como niña con juguete nuevo. Al llegar al lugar donde estaban las cabinas aereofónicas casi se desmaya. Frente a todas había una multitud hecha bolas tratando de entrar. Azucena logró abrirse paso a codazos y llegar a su meta en un tiempo récord: media hora. Pero su buena fortuna se vio opacada por el empujón que le dio un hombre de prominente bigote que intentó entrar en la cabina antes que ella. Azucena enfureció nuevamente ante esa otra injusticia. Con la cara transformada por la rabia, alcanzó al hombre y lo sacó de un jalón. El hombre se veía de lo más desesperado. Sudaba con la misma intensidad con que pedía clemencia.

– Señorita, ¡déjeme utilizar la cabina, por favor!

– ¡Óigame, no! Me toca a mí. Yo me tardé lo mismo que usted en llegar…

– ¿Qué le cuesta dejarme? ¿Qué son treinta segundos más o treinta segundos menos? Eso es lo que me voy a tardar en dejarle libre la cabina…

La multitud empezó a chiflar y a tratar de ocupar la cabina que esos dos estaban desaprovechando miserablemente. En ese preciso momento el bigotón vio que la cabina de junto se acababa de desocupar y, ni tardo ni perezoso, se coló dentro de ella. Azucena, antes de que le comieran el mandado, se metió dentro de la suya y asunto acabado.

¡Qué horror! Era sorprendente ver al ser humano reaccionar de una manera tan animal en pleno siglo XXIII. Sobre todo si se tomaban en cuenta los grandes avances que se habían alcanzado en el campo de la ciencia. Mientras Azucena marcaba su número aereofónico, pensó en lo agradable que era disfrutar de los adelantos de la tecnología. Desintegrarse, viajar en el espacio e integrarse nuevamente en un abrir y cerrar de ojos. ¡Qué maravilla!

La puerta del aerófono se abrió y Azucena se dispuso a entrar en la sala de su departamento, pero no pudo, una barrera electromagnética se lo impidió. La alarma empezó a sonar y Azucena se dio cuenta de que no estaba en su domicilio sino en la sala de una casa ajena, donde una pareja hacía el amor desenfrenadamente. Bueno, pensándolo bien los adelantos de la tecnología en México no eran muy confiables que digamos. Con frecuencia ocurrían ese tipo de accidentes, debido a que las líneas aereofónicas se cruzaban o se dañaban. Afortunadamente, en estos casos no existía el peligro de muerte. Pero de cualquier manera estos errores no dejaban de ser molestos y bochornosos.

La pareja de amantes al escuchar la alarma suspendió abruptamente el acto amoroso. La mujer trató de acomodarse la falda al tiempo que gritaba: «¡Mi esposo!» Azucena no sabía qué hacer ni adonde dirigir su mirada. La movió por toda la habitación, y finalmente la fijó sobre un cuadro colgado en la pared. Y la voz se le ahogó. ¡El hombre bigotón que estaba en la fotografía no era otro que el mismísimo bigotón con el que se acababa de pelear! Con razón el pobre quería llegar rápido a su casa.

Azucena pensó que de seguro el bigotón tenía que haber alcanzado a marcar su número aereofónico antes que ella lo sacara de la cabina, y que por eso ella había ido a caer en su casa. Azucena pulsó con desesperación su número aereofónico. Nunca antes había estado en una situación tan vergonzosa. Trató de disculparse antes de salir.

– Perdón, número equivocado.

– ¡A ver si se fija! ¡Estúpidaaa!

La puerta del aerófono se cerró y se abrió nuevamente a los pocos segundos. Azucena respiró aliviada al ver que estaba dentro de su departamento. O más bien lo que quedaba de él. La sala se encontraba en completo desorden. Habían muebles y ropa tirados por todos lados, y en medio del caos… ¡el bigotón, muerto! Un hilo de sangre le escurría de los oídos. Esto sucedía cuando un cuerpo, ignorando el sonido de la alarma, cruzaba bruscamente el campo magnético de protección de una casa que no era suya. Las células de su cuerpo no se integraban correctamente y un exceso de presión reventaba las arterias… ¡El pobre! Entonces, lo que en realidad había pasado era que las líneas aereofónicas se habían cruzado y con la desesperación que ese hombre traía por encontrar a su mujer con las manos en la masa tenía que haber salido hecho la brisa de la cabina sin darse cuenta de la alarma… Pero, ¡un momento! ¡Azucena no había dejado conectada la alarma! Seguía esperanzada en que algún día Rodrigo regresaría y no quería que tuviera problema para entrar. Entonces, ¿qué había pasado? Además, ¿por qué había tal desorden en su departamento?

Azucena fue de inmediato a revisar la caja de registro del sistema de protección de su casa y descubrió que alguien había metido mano negra. Los alambres estaban cruzados y mal conectados. ¡Eso quería decir que alguien había intentado matarla! Pero la ineficiencia de la Compañía Aereofónica le había salvado la vida. El cruce accidental de las líneas entre las dos cabinas aereofónicas había hecho que aquel hombre muriera en su lugar. ¡Lo que era el destino! ¡Debía su vida a la ineficiencia! Ahora tenía nuevas preguntas. ¿Por qué la habían querido matar? ¿Quién? No lo sabía. De lo único que estaba segura era de que aquel que hubiera sido traía un permiso para alterar el control maestro del registro del edificio, y Cuquita era la única que tenía facultades para permitírselo.


* * *

Azucena tocó la puerta de Cuquita. Tuvo que esperar un momento antes de que Cuquita le abriera, con lágrimas en los ojos. Azucena se apenó de haber llegado en un momento inapropiado. ¡Con tal de que su borracho esposo no la hubiera golpeado nuevamente, todo estaba bien!

– Buenas tardes, Cuquita.

– Buenas tardes.

– ¿Le pasa algo?

– No, es que estoy viendo mi telenovela.

Azucena se había olvidado por completo que Cuquita no atendía a nadie a la hora de su telenovela preferida: la versión moderna de El derecho de nacer.

– ¡Discúlpeme! Se me olvidó por completo… Lo que pasa es que me urge saber quién vino a arreglar mi aerófono…

– ¡Pues quién iba a ser, los de la compañía agrofónica!

– ¿Y traían una orden?

– ¡Pues claro! Yo no ando dejando entrar a nadie así como así.

– ¿Y no dijeron si iban a regresar?

– Sí, dijeron que mañana venían a terminar el trabajo… y si no tiene más preguntas me encantaría que me dejara ver mi telenovela…

– Sí, Cuquita, perdóneme. Gracias y hasta mañana.

– ¡Mjum!

El portazo de Cuquita en su cara le golpeó con la misma fuerza que la palabra «¡Peligro!» en su cerebro. Los supuestos aerofonistas suponían que ella supuestamente había muerto. Y por supuesto que esperaban recoger su cadáver al día siguiente y, supuestamente, sin ningún problema. ¡Hijos de supuesta madre! Al día siguiente regresarían, pero ¿a qué hora? Cuquita no se lo había dicho, pero si le tocaba de nuevo la puerta la mataba. Lo más probable era que esos hombres vinieran en horas hábiles, porque se estaban haciendo pasar por trabajadores de la Compañía Aereofónica. Bueno, tenía toda la noche para organizar su mente y diseñar una estrategia de defensa. Por lo pronto, había que deshacerse del bigotón. Azucena regresó rápidamente a su departamento y buscó en la bolsa del pantalón del cornudo su tarjeta de identificación personal. Después, marcó el número aereofónico que ahí aparecía, metió al bigotón en la cabina y lo mandó de regreso a su casa. ¡No cabía duda que, si ése no había sido el día de suerte para aquel hombre, sí había sido el día de las sorpresas desagradables para su esposa! ¡La cara que iba a poner cuando lo viera! Y Azucena no quería enterarse de la culpa que la iba a atacar después. ¡Bueno, pero nuevamente ella qué tenía que estarse metiendo en lo que no le importaba! Era a causa de una deformación profesional, que siempre se preocupaba por los efectos traumáticos que las tragedias tenían en los seres humanos.

Sentía mucha pena por ese hombre que había truequeado su destino con el de ella. Le estaría agradecida para siempre. La había salvado de morir. Pero ahora ¿quién la iba a salvar del peligro en que se encontraba? Si al menos ese hombre también hubiera truequeado su cuerpo con ella, le habría hecho el favor completo, pues los aerofonistas llegarían, se encontrarían con su cuerpo inerte, la darían por muerta y ella podría seguir buscando a Rodrigo aunque fuera en el cuerpo del bigotón. ¡Intercambio de cuerpos! ¡El «coyote»! ¡Lotería! Azucena sólo tenía que presentarse muy de mañana en la Procuraduría de Defensa del Consumidor y de seguro encontraría al «coyote» que ofrecía el servicio de trasplante de alma a cuerpos sin registro. Sabía que eso representaba entrar de lleno en el terreno de la ilegalidad, que se estaba arriesgando a que en la oficina de Escalafón Astral se enteraran de sus actividades ilícitas y le cancelaran su autorización para vivir al lado de su alma gemela. Pero a esas alturas a Azucena ya no le quedaba otra salida. Estaba dispuesta a todo.


* * *

Mientras estaba al acecho del «coyote», infiltrada en la cola de gente que esperaba que abrieran las oficinas de la Procuraduría de Defensa del Consumidor, Azucena no podía dejar de pensar en quién y por qué quería matarla. Ella ya había pagado todos sus karmas. No tenía enemigos ni debía ningún crimen. La única que la detestaba era Cuquita, pero no la creía tan inteligente como para preparar una muerte tan sofisticada. Si hubiera tenido intención de matarla, hacía mucho que le habría enterrado un cuchillo de cocina por la espalda. Entonces, ¿quién? La desagradable imagen del «coyote» doblando la esquina interrumpió sus cavilaciones. Azucena salió a su encuentro. En cuanto el «coyote» la vio venir, sonrió maliciosamente.

– ¿Qué? ¿Ya cambió de opinión?

– Sí.

– Sígame.

Azucena siguió al «coyote» por varias cuadras y poco a poco se adentraron en el barrio más antiguo y deteriorado de la ciudad. Penetraron en lo que en apariencia era una fábrica de ropa y bajaron al sótano por unas escaleras falsas. Azucena, horrorizada, entró en contacto con lo que era el tráfico negro de cuerpos.

Ese negocio lo había iniciado sin querer un grupo de científicos a fines del siglo XX al experimentar con la inseminación artificial en mujeres estériles. Ésta se practicaba de la siguiente manera: primero se extraía un óvulo de la mujer por medio de una operación. Este óvulo era fecundado en probeta utilizando el esperma del esposo. Y cuando el feto de probeta tenía varias semanas, se implantaba en el vientre de la mujer. Algunas veces la mujer no podía retener el producto y abortaba. Entonces había que repetir todo el proceso. Como la operación quirúrgica resultaba molesta, los científicos decidieron que en lugar de extraer un óvulo, extraerían varios a la vez. Los fecundarían todos por igual, de manera que si por alguna razón fracasaba el primer intento de implantación, contaban con un feto de repuesto, de la misma madre y del mismo padre, listo para ser introducido en el útero. Como no todas las veces era necesario utilizar un segundo y mucho menos un tercer feto, los sobrantes fueron congelados dando inicio así al banco de fetos. Con ellos se realizaron todo tipo de experimentos inhumanos, hasta el momento del gran terremoto. Desde ese tiempo el laboratorio y el banco de fetos quedaron sepultados por muchos años bajo tierra. En este siglo, al estar haciendo una remodelación en una tienda, habían descubierto los fetos congelados. Un científico sin escrúpulos los había comprado y con técnicas modernas había logrado desarrollar cada feto en un cuerpo adulto. El negocio se le presentaba ideal. El único ser capaz de implantar el alma dentro de un cuerpo humano es la madre. Estos cuerpos no la tenían, por lo tanto, no tenían alma. Tampoco tenían registro, pues no habían nacido en ningún lugar controlado por el gobierno. En otras palabras, ¡sólo esperaban que alguien les trasplantara un alma para poder existir! Y al «coyote» le encantaba realizar ese tipo de «buenas obras».

Azucena lo siguió por los tétricos pasillos. No sabía cuál cuerpo elegir. Había de todos tamaños, colores y sabores. Azucena se detuvo frente al cuerpo de una mujer que tenía unas bellas piernas. Ella siempre había soñado con tener unas piernotas. Las suyas eran muy flacas y, aunque tenía infinidad de virtudes intelectuales y espirituales para compensar ese defecto, siempre le había quedado el gusanito de tener unas piernas esculturales. Azucena dudó por un minuto, pero como no tenía mucho tiempo para gastar en indecisiones, pues los aerofonistas estaban por llegar a su casa, rápidamente señaló el cuerpo al mismo tiempo que decía «¡Ese!» En cuanto escogió el cuerpo, pidió que le hicieran el trasplante de inmediato. Eso aumentó el costo, pero ni modo. En la vida hay cosas que ni qué.

En un abrir y cerrar de ojos, Azucena ya estaba dentro del cuerpo de una mujer rubia, de ojos azules y piernotas. Se sentía muy extraña, pero no podía detenerse a reflexionar sobre su nueva condición. Pagó por su servicio y la condujeron a una cabina aereofónica secreta desde donde envió su antiguo cuerpo a su departamento. Ni siquiera pudo despedirse de él. Inmediatamente después, se trasladó a la cabina aereofónica que quedaba más cerca de su domicilio. Quería llegar más o menos al mismo tiempo que su cuerpo, pues necesitaba estar presente cuando los aerofonistas fueran a recoger su cadáver para verles las caras a sus enemigos. Había tenido el cuidado de dejar los alambres conectados tal y como los había encontrado. De esa manera, al entrar su viejo cuerpo a su casa «moriría» tal y como los asesinos lo esperaban, y así dejarían de molestarla. Azucena estaba parada en la esquina de su calle. Desde ahí podía observar perfectamente el movimiento en su edificio. Aunque ella también era objeto de observación y no dejaba de recibir piropos dirigidos a sus piernotas.

¡Cómo era posible que la humanidad no hubiera evolucionado en tantos milenios! ¿Cómo era posible que un par de bellas piernas siguiera trastornando a los hombres? Ella era la misma que el día de ayer, no había cambiado nada, sentía lo mismo, pensaba lo mismo, y sin embargo el día de ayer nadie le prestaba atención. ¿Cuánto tiempo más iba a tener que pasar para que los hombres se extasiaran contemplando la brillantez del aura de una mujer iluminada y santa? Quién sabe. Pero si pasaba más tiempo en ese lugar, se iba a exponer a otra clase de proposiciones. Decidió entrar en la tortería que se encontraba en la otra esquina de su calle, pues aparte de que desde ahí podía seguir observando quién entraba y salía de su edificio, podía comer una deliciosa torta cubana. Repentinamente ¡le había entrado un hambre! Quién sabe si era a causa de la angustia o porque a su nuevo cuerpo le urgía nutrirse, el caso era que moría por una torta. Su entrada en la tortería llamó la atención de todos los hombres.

Azucena se sintió molesta. Rápidamente cruzó el local y se sentó junto a la ventana para no perder detalle de lo que pasaba afuera. En cuanto sus piernas se ocultaron de la vista de todos, la tortería volvió a su rutina. La mayoría de los clientes habituales eran trabajadores que vivían en la Luna y que tenían que viajar muy temprano, antes de que el canal de noticias iniciara su programación. Entonces, en esta tortería, aparte de que podían desayunar riquísimo, se enteraban de lo que pasaba en el mundo. Lo más agradable de todo era que los dueños de la tortería conservaban una pantalla de televisión del año del caldo, lo cual siempre era un enorme alivio, y mucho más en esos momentos convulsionados. Los noticieros no hacían otra cosa que repetir y repetir el asesinato del señor Bush, y era espantoso verse forzada por la televirtual a estar dentro de la escena del crimen una y otra vez. Escuchar la detonación en el oído, ver cómo entraba la bala en la cabeza y luego ver cómo salía del cerebro junto con parte de la masa cerebral, ver al señor Bush desplomarse, escuchar los gritos, las carreras, revivir el horror. La mayoría de los restaurantes tenían televirtuales encendidas todo el día a petición de la población que estaba temerosa y quería enterarse minuto a minuto de lo que pasaba. Azucena no sabía cómo lo soportaban, cómo podían comer entre el olor de la sangre, de la pólvora, del dolor. Al menos en este lugar, donde los dueños se negaban a tener televirtual, cada uno podía decidir si veía o no veía lo que aparecía en la pantalla. Bastantes motivos tenía Azucena para sentirse triste y angustiada como para revivir ese tipo de sufrimientos.

Azucena decidió concentrarse en ver lo que pasaba del otro lado de la calle mientras los demás parroquianos veían la televisión. Las noticias no decían nada nuevo sobre las investigaciones del asesino del señor Bush.

– La policía continúa en el lugar de los hechos recabando pruebas…

– Este cobarde asesinato ha sacudido la conciencia del mundo…

– El Procurador General del Planeta ha girado instrucciones a los elementos de la Policía Judicial para que se avoquen a las investigaciones que conduzcan a la localización del asesino…

– El Presidente Mundial del Planeta condena este atentado en contra de la paz y la democracia y promete a la población que se procederá a la mayor brevedad posible para saber de dónde proviene y quiénes son los autores intelectuales de este reprobable atentado…

Azucena escuchaba los apagados y temerosos cuchi- cheos de los comedores de tortas. Todos parecían estar muy alarmados, pero cuando pasaron a las noticias deportivas se reanimaron instantáneamente. El campeonato de fútbol les hacía olvidar que había habido un asesinato y su mayor preocupación era saber si el muchacho que era la reencarnación de Hugo Sánchez iba a alinear o no. A la vista de Azucena, el o los asesinos del candidato habían planeado todo de manera que coincidiera con el campeonato interplanetario de fútbol. ¡Era increíble el poder de adormecimiento de conciencias que tenía el fútbol!

En ese momento, el gobernador del Distrito Federal era entrevistado y estaba advirtiendo a la población que no se iban a permitir los festejos en el Ángel de la Independencia. El día del juego Tierra-Venus iban a desintegrar el monumento por una semana para evitar desmanes. La gente protestó abiertamente. Entre los chiflidos de la gente y un «Ero» generalizado, casi nadie alcanzó a escuchar la entrevista que Abel Zabludowsky estaba transmitiendo desde la casa de Isabel González, la nueva candidata a la Presidencia Mundial, quien ostentaba el título nobiliario de Ex Madre Teresa, que había obtenido en su vida pasada en el siglo XX. Al final de la entrevista apareció la imagen de una gorda que ocupó toda la pantalla. Todos se preguntaron quién era esa gorda y nadie sabía la respuesta, pues habían perdido el hilo de la entrevista.

La única que no se distraía de sus asuntos era Azucena. La nave espacial de la Compañía Aereofónica acababa de aterrizar frente a su edificio. Dos hombres bajaron de ella. El mundo dejó de tener interés para Azucena. Sólo existían esos hombres a los que no les quitaba la vista de encima. En el momento en que estaba a punto de verles la cara, aterrizó la nave del Palenque Interplanetario de su vecino, el compadre Julito, y le tapó por completo la visión. Azucena se desesperó enormemente. ¡No podía ser! Uno a uno, descendieron de la nave del Palenque los integrantes de un grupo de mariachis. Azucena no podía ver nada porque los sombreros de charro le tapaban toda la visión. El compadre Julito le cayó más gordo que nunca. Azucena, apresuradamente, pagó su torta y salió del local. Ahora no le quedaba otra que acercarse al edificio para observar a los asesinos cuando salieran y arriesgarse a ser reconocida. ¡Pero si sería pendeja! No la podían reconocer porque tenía otro cuerpo. Azucena se rió. El cambio de cuerpo fue tan rápido que aún no lo había asimilado.

Azucena se sentó en las escaleras del edificio y esperó un momento. A los pocos minutos, los aerofonistas salieron acompañados de Cuquita, hecha un mar de lágrimas. En la puerta se despidieron de ella y le dijeron que lo sentían mucho. Azucena se quedó petrificada, no tanto por ver que su supuesta muerte había afectado a Cuquita hasta las lágrimas sino porque uno de los aerofonistas asesinos no era otro que la ex bailarina que había sido su ex compañero de fila en la Procuraduría de Defensa del Consumidor y que quería un cuerpo de mujer a como diera lugar. ¡No podía ser! ¡La había matado para quitarle su cuerpo! Pero ¿por qué no se lo había llevado? De seguro para seguir con la farsa. Pero entonces Azucena ya no entendía nada, pues ahora lo que procedía era que la nave funeraria de Gayosso recogiera su cuerpo y lo desintegrara en el espacio. Si los de Gayosso se llevaban el cuerpo, ¿cómo se iba a apoderar de él la ex bailarina? ¿Tendría contactos en la funeraria?

El compadre Julito empezó a ensayar Sabor a mí con su grupo de mariachis. La música hizo que Azucena suspendiera sus pensamientos y se pusiera a llorar. Últimamente estaba demasiado sensible a la música… ¡La música! ¡Bueno, de veras que sí estaba pendeja! ¡Con tanto lío se le había olvidado recoger su compact disc de su departamento. Y a lo mejor dentro de ese compact estaba la ópera que le habían puesto durante su examen para entrar en CUVA. ¡Ahora sí que estaba lucida! Tenía que entrar en su departamento y ya no podía. Su nuevo cuerpo no estaba registrado en el control maestro. ¡Pero le urgía recuperar su compact! Así que sin pensarlo dos veces tocó el timbre de la portería. Cuquita contestó por el videófono.

– ¿Quién?

– Cuquita, soy yo. Ábrame, por favor.

– ¿Quién yo? Yo no la conozco.

– Cuquita… no me lo va a creer pero soy yo… Azucena.

– ¡Sí, cómo no!

Cuquita colgó la bocina. Su imagen desapareció de la pantalla de la entrada. Azucena tocó nuevamente.

– ¿Otra vez usted? Mire, si no se va voy a llamar a la policía.

– Está bien, háblele. Yo creo que a la policía le va a interesar mucho saber dónde compra usted los virtualibros para su abuelita.

Cuquita no respondió. Se había quedado muda. ¿Quién demonios era esa mujer que sabía del asunto de los virtualibros? Efectivamente, la única que lo sabía era Azucena.

– Cuquita, por favor déjeme entrar y le platico todo. ¿Sí?

Cuquita rápidamente le permitió la entrada a Azucena.


* * *

Conforme Azucena contaba su historia, Cuquita se sentía cada vez más cerca de ella. Ya no la veía como al enemigo ni como al ser superior al que tenía que envidiar por definición. Por primera vez la veía de tú a tú, a pesar de que pertenecía a un partido político diferente: el de los evolucionados. La lucha de clases entre ellas siempre había sido una barrera. Recientemente se había agudizado a causa de la nueva norma emitida por el gobierno que indicaba que los evolucionados debían llevar una marca visible en el aura: una estrella de David a la altura de la frente. La intención era identificar de entrada al portador de la estrella para que obtuviera trato preferencial en donde fuera. Los evolucionados tenían derecho a infinidad de beneficios. Para ellos eran los mejores lugares en las naves espaciales, en los hoteles, en los centros vacacionales y, lo más importante, sólo ellos tenían acceso a puestos de confianza. Eso era lógico, a nadie se le ocurriría poner las arcas de la Nación en manos de un no evolucionado. De lo contrario, lo más probable sería que a causa de sus antecedentes criminales y su falta de luz espiritual terminara saqueando las arcas. Pero para Cuquita esa situación no era nada justa. ¿Cómo iban a dejar los no evolucionados su baja condición espiritual si nadie les daba la oportunidad de demostrar que estaban evolucionando? No era justo que porque en otra vida habían matado a un perro en esta fueran catalogados como «mataperros». Tenían que luchar por su derecho a ejercer el libre albedrío, y por eso se había creado el PRI. Cuquita era una activista muy entusiasta de su partido, y su máxima aspiración era llegar a obtener el derecho a conocer a su alma gemela al igual que su vecina, la evolucionada. ¡Cómo la había envidiado el día que se enteró que se había encontrado con Rodrigo! Pero lo que era el destino, en ese momento estaban en la misma situación de abandono, de angustia y de desesperación. Su mirada se había suavizado, y se conmovió hasta las lágrimas cuando Azucena compartió con ella su historia de amor. Las dos, abrazadas como viejas amigas, se prometieron guardar silencio. Ni Cuquita iba a soltar la información sobre la verdadera identidad de Azucena, ni Azucena iba a decirle a nadie sobre los virtualibros de la abuelita de Cuquita.

Y ya entradas en confianza, Cuquita se atrevió a preguntarle algo: ¿cómo le iba a hacer el lunes, cuando se presentara a meter sus papeles en CUVA, para que la auriografía que le habían tomado correspondiera con la de su nuevo cuerpo? Azucena se quedó boquiabierta. No había pensado en eso. Cuando a uno lo que le importa es sobrevivir pierde la perspectiva general de los problemas. ¿Cómo le iba a hacer? De pronto recordó que le habían cerrado la ventanilla antes de meter sus papeles. Eso le daba oportunidad de tomarse una auriografía con su nuevo cuerpo en cualquier lugar y sustituirla por la de CUVA, y… y súbitamente se le fue el color del rostro. ¡Tenía un nuevo cuerpo! Nunca pensó que al hacer el intercambio de almas la microcomputadora se iba a quedar dentro de su antiguo cuerpo. ¡Ése sí que era un problema mayor! Sin esa microcomputadora no podía ni acercarse al edificio de CUVA. Fotografiaban los pensamientos de todas las personas desde una cuadra a la redonda. Tenía que ir a ver al doctor Diez de inmediato. Tenía que instalarse otra microcomputadora en la cabeza.


* * *

Azucena tomó aire antes de tocar en la puerta del consultorio del doctor Diez. Había subido a pie los quince pisos. El aerófono del doctor no dejaba de sonar ocupado. Seguramente estaba descompuesto. Y como ella no podía utilizar el aerófono de su consultorio porque su nuevo cuerpo no estaba registrado en el campo electromagnético de protección, tuvo que fletarse a pie las escaleras. Cuando más o menos recuperó el aliento, tocó a la puerta de su querido vecino. La puerta estaba abierta. Azucena la empujó y descubrió la causa por la que la línea del doctor Diez sonaba ocupada: el cuerpo del doctor, al morir, había caído justo en medio de la puerta del aerófono interfiriendo con el mecanismo que la cerraba. El doctor había muerto de igual forma que el bigotón. A Azucena se le fue el aliento. ¿Qué estaba pasando? Otro crimen en menos de una semana. Empezó a temblar. Y fue ahí cuando escuchó a la violeta africana del doctor llorar quedamente. El doctor Diez tenía la misma costumbre que Azucena, dejaba conectadas sus plantas al aparato planto-parlante. Azucena tenía náusea. Se metió en el baño y vomitó. Decidió irse rápidamente. No quería que la encontraran allí. Salió corriendo no sin antes tomar a la violeta africana entre sus manos. Si la dejaba en la oficina iba a morir de tristeza.


* * *

Azucena está acostada en su cama. Se siente sola. Muy sola. La tristeza no es buena compañía. Entumece el alma. Azucena enciende la televirtual más para sentir a alguien a su lado, que para ver qué sucede. Abel Zabludowsky aparece de inmediato junto a ella. Azucena se acurruca a su lado. Abel, como imagen televirtuada que es, no siente la presencia de Azucena, pues él en verdad no se encuentra ahí sino dentro del estudio de la televirtual. El cuerpo que aparece en la recámara de Azucena es una ilusión, una quimera. Azucena, de cualquier modo, se siente acompañada.

Abel habla sobre la gran trayectoria del ex candidato a la Presidencia Mundial. El señor Bush era un hombre de color, proveniente de una de las familias más prominentes del Bronx. Su niñez la había pasado dentro de esta colonia residencial. Había asistido a las mejores escuelas. Desde niño había mostrado una inclinación natural por el servicio público. Había desempeñado infinidad de actividades de carácter humanista, etcétera, etcétera, etcétera. Pero Azucena no escuchaba nada. No le interesa lo que Abel diga en esos momentos. Lo que a ella le interesa es saber quién y por qué mató al doctor Diez. La muerte del doctor la tiene muy afectada. No sólo porque era un buen amigo sino porque sin su ayuda ella nunca podrá entrar a trabajar en CUVA, y esto significa el fin de la esperanza de encontrar a Rodrigo. ¡Rodrigo!

Se le hace tan lejano el día en que compartió esa misma cama con él. Ahora tiene que hacerlo con Abel Zabludowsky, que no es sino un patético e ilusorio sustituto. Rodrigo era tan diferente. Tenía los ojos más profundos que ella había conocido, los brazos más protectores, el tacto más delicado, los músculos más firmes y sensuales. La vez que estuvo entre los brazos de Rodrigo se sintió protegida, amada, ¡viva! El deseo inundó cada una de las células de su cuerpo, la sangre martilló sus sienes con pasión, el calor la invadió exactamente… exactamente como lo que estaba sintiendo ahora en brazos de Abel Zabludowsky. Azucena abrió los ojos alarmada. ¡No podía ser que estuviera tan cachonda! ¿Qué le pasaba? Lo que sucedía era que, efectivamente, estaba acurrucada sobre el cuerpo de Rodrigo, y Abel Zabludowsky había desaparecido. Sólo se escuchaba su voz alertando a la población.

– El hombre que todos ustedes están viendo es el presunto cómplice del asesino del señor Bush y es buscado por la policía.

En la pantalla apareció un número aerofónico para que todo aquel que lo identificara se comunicara de inmediato con la Procuraduría General del Planeta.

Azucena brincó. ¡No era posible! Eso era una mentira, ¡una vil mentira! Rodrigo estuvo con ella el día del asesinato. Él no tuvo nada que ver en ese crimen. De cualquier manera estaba muy agradecida de que lo hubieran confundido con el criminal en cuestión pues de esa forma pudo gozar de su presencia. Con mucha delicadeza empezó a acariciarle el cuerpo, pero le duró muy poco el gusto pues la querida imagen de Rodrigo se desvaneció lentamente y en su lugar apareció la del ex compañero de fila que tuvo en la Procuraduría de Defensa del Consumidor. La ex bailarina frustrada que la había matado y que, al parecer, también había asesinado al doctor Diez.

¿Qué estaba pasando? ¿Quién era ese hombre? ¿Qué era lo que quería? ¿Sería un psicópata? La voz de Abel Zabludowsky amplió la información que Azucena deseaba escuchar. Ese hombre es nada más y nada menos que el asesino del señor Bush. Las pruebas auriográficas así lo indicaban. Lo habían encontrado muerto en su domicilio. Se había suicidado con una sobredosis de pastillas. ¿Por qué se había suicidado? Y ahora ¿quién iba a aclarar que Rodrigo no había tenido nada que ver en el asesinato? Azucena tenía demasiadas preguntas en la cabeza. Demasiadas para poder mantener la cordura. Necesitaba algunas respuestas urgentemente. El único que podía dárselas era Anacreonte. Azucena estuvo tentada a reestablecer la comunicación con él, pero su orgullo se lo impidió. No quería dar su brazo a torcer. Dijo que le iba a demostrar que podía manejar su vida sola y lo iba a cumplir a toda costa.


Cinco

De veras que Azucena es terca como una mula. Desde que se niega a hablar conmigo, se ha propuesto actuar por su cuenta y sólo ha hecho puras pendejadas. Es desesperante verla hacer tontería tras tontería sin poder intervenir. Si ya lo decía yo, la fregada chamaca está acostumbrada a hacer su santa voluntad. ¡Me lleva! Lo peor de todo es que cuando le entra la depre no hay quien la saque de ella. Llevo rato vigilándole el insomnio. No puede dormir, entre otras cosas, porque su nuevo cuerpo no se amolda a la huella que el anterior ha dejado marcada en el colchón. Se ha sentado en la orilla de la cama por largo rato. Luego, ha llorado aproximadamente veinte minutos. Se ha sonado quince veces en el ínterin. Ha dejado la mirada perdida en el techo treinta minutos. Se ha observado por cinco minutos en el espejo del ropero antiguo que tiene frente a su cama. Ha metido su mano bajo el camisón y se ha acariciado despacito, despacito. Luego, tal vez para tomar completa posesión de su nuevo cuerpo, se ha masturbado. Ha llorado nuevamente como veinte minutos. Ha comido compulsivamente cuatro sopas, tres tamales y cinco conchas con natas. A los diez minutos ha vomitado todo lo que había comido. Se ha manchado el camisón. Se lo ha quitado. Lo ha lavado. Lo ha tendido en el tubo de la regadera del baño. Se ha dado una ducha. Al lavarse la cabeza ha extrañado tremendamente su anterior pelo largo. Ha regresado a su cama. Ha girado de un lado al otro como pirinola. Y finalmente se ha quedado como ca-tatónica por cinco horas. Pero en ningún momento se le ha ocurrido escuchar mis consejos. Si me permitiera hablarle le diría que lo primero que tiene que hacer es oír su compact disc para poder ir a su pasado. Ahí está la clave de todo, y ella no lo ha hecho porque ¡¡¡¡siente que no está de humor para llorar!!!! ¡Qué desesperación!

Y no cabe duda que el que espera desespera. Azucena espera que Rodrigo regrese. Yo espero que ella salga del estado de desesperación en el que se encuentra. Pavana, la Ángel de la Guarda de Rodrigo, espera que yo colabore con ella. Lilith, mi novia, espera que yo concluya con la educación de Azucena para irnos de vacaciones. Y todos estamos detenidos a causa de su necedad.

No entiende que todo lo que sucede en este mundo pasa por algo, no nada más porque sí. Un acto, por mínimo que sea, desencadena una serie de reacciones en el mundo. La creación tiene un mecanismo perfecto de funcionamiento y, para mantener la armonía, necesita que cada uno de los seres que la conformamos ejecute correctamente la acción que le corresponde dentro de esa organización. Si no lo hacemos, el ritmo de todo el Universo se desmadra. Por lo tanto ¡no es posible que a estas alturas Azucena aún piense que puede actuar por su cuenta! Hasta la partícula de átomo más pequeña sabe que tiene que recibir órdenes superiores, que no puede mandarse sola. Si una de las células del cuerpo decidiera que es dueña y señora de su destino y optara por hacer lo que se le viniera en gana, se convertiría en un cáncer que alteraría por completo el buen funcionamiento del organismo. Cuando uno olvida que es una parte del todo y que en su interior lleva la Esencia Divina, cuando uno ignora que está conectado con el Cosmos lo quiera o no, puede cometer la tontería de quedarse echado en la cama pensando puras pendejadas. Azucena no está aislada como ella cree. Ni está desconectada como se imagina. Ni puede ser tan tonta ¡carajo! Piensa que no tiene nada. No se da cuenta que esa nada que la rodea la sostiene y siempre la va a sostener donde quiera que se encuentre. Esa nada la va a mantener en armonía vaya donde vaya. Y esa nada estará esperando siempre el momento adecuado para entrar en comunicación con ella, para que escuche su mensaje. Cada célula del cuerpo humano es portadora de un mensaje. ¿De dónde lo saca? Se lo envía el cerebro. Y el cerebro, ¿de dónde lo saca? Del ser humano al mando de ese cuerpo. Y ese ser humano, ¿de dónde saca el mensaje? Se lo dicta su Ángel de la Guarda, y así sucesivamente. Hay una inteligencia suprema que nos ordena cómo propiciar el equilibrio entre la creación y la destrucción. La actividad y el descanso regulan la batalla entre esas dos fuerzas. La fuerza de la creación pone en orden el caos. Después, viene un período de descanso ante el es fuerzo que se necesita para controlar el desorden. Si el descanso se prolonga más de lo necesario, la creación se pone en peligro, pues la destrucción siente que la creación ha perdido la fuerza necesaria y tiene que entrar en acción. Es como si una planta que ha crecido a la luz del sol de pronto la ponen en la sombra, ya no tiene la fuerza que la sostenía y entonces la fuerza destructiva se encarga de que muera. Ese es precisamente el peligro en que se encuentra Azucena con su parálisis.

Cuando una persona se paraliza, paraliza a todo el mundo. El ritmo del universo se rompe. Si un día la Luna detuviera su trayectoria provocaría una catástrofe. Si un día las nubes se pusieran en huelga y dejara de llover, provocarían una sequía generalizada. La sequía, la hambruna, y la hambruna, la muerte del género humano. A mayor parálisis, mayor depresión, y a mayor depresión, mayores calamidades.

A veces, uno parece estar paralizado, pero no lo está sino que se encuentra acomodando cosas en su interior, que finalmente lo van a armonizar con el Cosmos. El problema es la parálisis total. A todos los niveles. Exactamente como la que tiene Azucena. Y lo malo no es que no haga nada en el mundo exterior sino que tampoco lo hace hacia el interior. No sólo no quiere escucharme sino que no quiere escucharse a sí misma. Y como no se permite oír su voz interior, no sabe cuál es la acción que debe ejecutar. El mensaje no le llega, pues su mente no le permite la entrada. La mantiene llena de pensamientos negativos. Es necesario que los deje salir, porque éstos distorsionan la línea de comunicación. La Inteligencia Suprema utiliza una línea directa que si encuentra interferencia en su camino sale disparada para otro lado y hace que dicha Inteligencia Suprema no sea entendida o sea mal interpretada. La manera de poner solución a este problema es alineándose espiritualmente. Esta alineación no tiene nada que ver con el tipo de alineación que se maneja en la Tierra. Esa alineación funciona como una estructura piramidal donde los de abajo hacen lo que el de arriba ordena y no pueden hacer otra cosa, y donde el ser humano pierde la responsabilidad sobre sus actos y se somete a lo que le dicen los otros. No, eso no es alinearse sino apendejarse. La alineación de la que hablo consiste más bien en ponerse en sintonía con la energía amorosa que circula en el Cosmos. Y se logra relajándose y permitiendo que la vida fluya entre cada una de sus células. Entonces, el Amor, ese ADN cósmico, recordará su mensaje genético, de origen, la misión que le corresponde. Esa misión no es colectiva, como se pretende en un tipo de alineación terrenal, sino única y personal. En el momento en que Azucena lo logre, todo su ser respirará energía cósmica y recordará que no está sola, y menos sin Amor.

Cuesta trabajo entender el Amor. Generalmente uno está acostumbrado a obtenerlo por medio de una pareja. Pero el amor que experimentamos durante el acto amoroso es sólo un pálido reflejo de lo que es el verdadero Amor. Nuestro compañero es únicamente el intermediario a través del cual recibimos el Amor Divino. Gracias al beso, al abrazo, uno obtiene en el alma la paz necesaria para poder alinearse y conectar con El. Pero, ojo, eso no quiere decir que nuestra pareja sea la poseedora de ese Amor ni la única que nos lo puede proporcionar, ni que si esa persona se aleja se lleve el Amor dejándonos en el desamparo. El Amor Divino es infinito. Está en todas partes y completamente al alcance de nuestra mano en todo momento. Es muy tonto tratar de disminuirlo y limitarlo al pequeño espacio que abarcan los brazos de Rodrigo. ¡Si Azucena supiera que lo único que tiene que hacer es aprender a abrir su conciencia a la energía de otros planos para recibir a manos llenas el Amor que tanto necesita! Si supiera que en este preciso momento está rodeada de Amor, que anda circulando a su lado a pesar de que nadie la está besando ni acariciando ni abrazando. Si supiera que es una hija amada del Universo dejaría de sentirse perdida.

Azucena me culpa de todo lo que está pasando y no se da cuenta que la pérdida de Rodrigo es algo que tenía que sufrir, pues al momento en que se lance a buscarlo va a encontrar en el camino la solución a un problema que ha venido aquejando a la humanidad por milenios. Ésa es la verdadera razón de todo. La explicación de todas sus dudas. Hay un problema de origen cósmico que está afectando a todos los habitantes del planeta, y ella es la encargada de solucionarlo. Es una misión que nos abarca a todos y que el ego de Azucena minimiza y convierte en una cuestión de carácter personal. Su ego adolorido la hace pensar que el mundo está en su contra y que todo lo que pasa únicamente la afecta a ella. Ella forma parte de este mundo, y si a ella la afecta, al mundo también. El mundo tiene intereses mucho mayores que el de querer destruir a Azucena. Sería absurdo, además, pues al aniquilar a un ser humano se estaría aniquilando a sí mismo, y el Universo no tiene esos problemas de autodestrucción. ¡Ojalá que ella pudiera estar aquí a mi lado en el espacio! Vería su pasado y su futuro al mismo tiempo y sólo así entendería por qué permití que Rodrigo desapareciera. ¡Ojalá que pudiera ver que con el doctor Diez no murieron todas sus posibilidades! ¡Ojalá que pudiera ver que tiene a la mano muchas mejores alternativas que las que le ofrecía el doctor! ¡Ojalá que ejerciera correctamente su libre albedrío! ¡Si ni es tan difícil hacerlo, carajo!

La vida nunca nos va a poner frente a una encrucijada donde haya un camino que nos lleve a la perdición. Nos va a poner dentro de las circunstancias que estemos capacitados para manejar. Lo que pasa es que el hombre generalmente se deja vencer por las circunstancias. Las ve como obstáculos inamovibles ante los cuales no puede hacer nada, y no hay nada más falso que eso. El Universo siempre nos pondrá dentro de las situaciones que correspondan a nuestro grado de evolución. Por eso en el caso específico de Azucena yo siempre me opuse a que apresurara su encuentro con Rodrigo. Y no era porque a ella le faltara evolucionar ni por las deudas que él aún tenía pendientes, sino porque a Azucena le faltaba aprender a controlar un poco más sus impulsos y su rebeldía antes de enfrentarse a la situación en que se encuentra ahora. Yo sabía muy bien que se iba a encabronar y no me equivoqué. La confusión en que vive no la deja ver la verdad.

En la Tierra existen una serie de verdades y una sene de confusiones y mentiras. La confusión viene de que el hombre toma como verdad cosas que no lo son. La verdad nunca está afuera. Cada uno tiene la capacidad, si se comunica consigo mismo, de encontrar la verdad. Es lógico que en este momento Azucena se vea confundida. Afuera sólo ha encontrado caos, mentira, asesinatos, miedo, indecisión. Ella piensa que esa verdad es dura como una roca, y no lo es. Ella, ante esa desesperación general que domina afuera, debería decir: «Yo no tengo por qué participar de este caos aunque reconozca que lo estoy viendo, pues YO NO SOY EL CAOS.» En el momento en que niegue como verdad la realidad que la rodea, encontrará su propia verdad y obtendrá paz. Como lo que es afuera es adentro, esa paz individual producirá la Paz Universal. Pero como no espero que Azucena en este momento esté en condiciones de llegar a esto, tengo que propiciar que le dé su ayuda a algún necesitado. Al ayudar a otra persona se estará ayudando a sí misma.

Seis

Unos fuertes toquidos en la puerta hicieron que Azucena se levantara de la cama. Al abrir, se encontró con Cuquita, la abuelita de Cuquita, las maletas de Cuquita y el perico de Cuquita. Cuquita y su abuelita venían todas madreadas. El perico, no. Azucena no supo qué decir, lo único que se le ocurrió fue invitarlas a pasar. Cuquita le confió sus problemas. Su esposo cada día la golpeaba más. Ya no lo soportaba. Pero ahora, el colmo era que había madreado a su abuelita, y eso sí que no se lo iba a permitir. Le pidió a Azucena que la dejara pasar unos días en su casa. Azucena le dijo que estaba bien. No le quedaba otra. Cuquita sabía lo del intercambio de cuerpos y no quería que la denunciara. Claro que ella podía hacer lo mismo y soltar la información de los virtualibros, pero no le convenía. Lo que ella tenía que perder no se comparaba para nada con lo que Cuquita, en dado caso, perdería. Así que decidió hacer a un lado sus penas y compartir su casa con ellas. Total, sería sólo por unos cuantos días.

En cuanto Cuquita tomó posesión de la cocina, Azucena empezó a sentirse invadida. Es verdad que su abuelita necesitaba urgentemente un té de tila para el susto, pero lo que a Azucena le molestó fue que Cuquita colgara la jaula del perico justo sobre la mesa del desayunador. Estorbaba toda la visión y, aparte, significaba que de ahí en adelante iban a comer con las plumas del perico en las narices. La sensación de invasión se fue agudizando conforme Cuquita se instalaba. Para empezar, dio acomodo a su abuelita en el sofá cama de la sala. La abuelita era bastante adaptable y silenciosa, pero de cualquier manera estorbaba. Ahora, cada vez que Azucena quisiera ir por un vaso de agua a la cocina tendría que brincar sobre ella. Pero el acabóse llegó cuando Cuquita, finalmente, tomó posesión de la recámara de Azucena. Empezó a dejar sus cosas por todos lados. Azucena iba tras ella tratando de poner orden. Amablemente le sugirió que podían guardar la petaca de demostración de Avon en el clóset. Azucena no quería saber lo que Rodrigo iba a pensar de ella el día que regresara y encontrara la pinche petaca a media recámara. Cuquita se negó terminantemente, pues dijo que al día siguiente tenía una demostración y sólo si veía la petaca se iba a acordar.

Azucena no daba crédito a lo que sus ojos veían. Cuquita era dueña de una cantidad impresionante de objetos horrorosos y de mal gusto. Lo que más le llamó la atención fue un extraño aparato parecido a una elemental máquina de escribir. Cuquita la trataba con especial cuidado. Azucena le preguntó que qué era y Cuquita le respondió con gran orgullo:

– Es un invento mío.

– ¡Ah! ¿Sí…? ¿Y qué es?

– Es una Ouija cibernética.

Cuquita acomodó el aparato sobre la mesa de noche y se lo mostró a Azucena como si estuviera vendiendo un producto de Avon. El aparato estaba integrado por una computadora antiquísima, un fax, un tocadiscos de la época de las cavernas, un telégrafo, una báscula, un matraz del que salían unos tubos extraños, un comal delimitado por cuarzos y una matraca. En medio del comal había unas manos delineadas que indicaban el lugar donde uno debía depositarlas.

– Este… ¡qué bonita, oiga! ¿Y para qué sirve?

– ¡Cómo que para qué! ¿Qué, nunca ha usado una Ouija?

– No.

– No pos si me había olvidado que ustedes los evolucionados son muy snocks y no necesitan destos aparatos para comunicarse con sus Ángeles de la Guarda, pero nosotros, los que no tenemos acomplejamiento de superioridat, los pobres de espíritu, los amolados, los que tenemos que rascarnos con nuestras propias uñas, somos los que, si queremos saber cosas de nuestro pasado, tenemos que inventar chungaderas como éstas…

A Azucena le conmovió el reclamo de Cuquita. A leguas se veía que estaba muy resentida y llena de dolor. Ella, como astroanalista, sabía que no podía dejar que continuase vibrando en esa emoción negativa sin el tratamiento adecuado, y trató de afirmarla para subirle el ánimo.

– No se enoje Cuquita. Si le pregunté para qué servía no era porque nunca hubiera utilizado una Ouija sino porque nunca había visto una tan completa… tan diferente… tan novedosa. ¿Cómo funciona, oiga?

Cuquita, al sentirse afirmada, se calmó de inmediato y empezó a suavizar el tono de su voz.

– ¡Ah!, pues mire, la cosa es muy sencilla. Si usté quiere comunicarse con su Ángel de la Guarda pone las manos aquí en el comal, y piensa en la pregunta y lueguitito recibe la respuesta por el fazzz. Ahora que si usté quiere hablar con sus seres queridos que ya murieron, es conveniente que nadie se entere de lo que hablan, por aquello de los tesoros escondidos y esas cosas, enton's se manda la pregunta por telégrafo y se recibe la respuesta por ahí mismo…

– ¡Qué maravilla, oiga!

A Cuquita, al sentirse admirada, se le iluminó la cara y hasta le salieron colores aparte de los moretones que ya traía.

– ¡Uy! Y eso no es nada. Mire, si por ejemplo a usté le quieren vender un disco o una antigüedat, que era digamos de Pedro Infante o alguien así, y usté quiere saber si es cierto o nomás le están viendo la cara, enton's en caso de que sea el disco pues lo pone aquí -señalando el tocadiscos- 'ora que si se trata de cualquier otra antigüedat la ponemos acá -señalando el matraz- y le echamos un líquido especial que lo va a desmenuzar como si fuera hielo engrapé y luego la computadora va a imprimir la historia del ojeto, narrada por el ojeto mismo y en el fazzz saldrán las fotos a color de todos los que hayan tocado ese ojeto en la vida, o sea, que mata dos pájaros de un tiro, porque por un lado se asegura de que no le den gato por liebre y por el otro obtiene una foto gratis de su ídolo favorito. ¿Qué le parece?

Azucena quedó verdaderamente con la boca abierta. ¿Cómo era posible que esa mujer, que ni la primaria terminó, hubiese sido capaz de inventar un aparato tan sofisticado? Bueno, faltaba ver que de veras sirviera, pero de cualquier forma le parecía admirable su iniciativa. Cuquita no cabía en sí del gusto de ver que Azucena estaba verdaderamente interesada en su aparato.

– Oiga, Cuquita, sólo tengo una duda. Si, por ejemplo, yo lo que quiero saber es de quién fue una cama, ¿cómo le hago?

– Pos le quita una astillita y la metemos en el matraz.

– Pero ¿si la cama es de latón?

– Ay, oiga, pos no la compra. Yo no voy a andar pensando en todo. ¿Y sabe qué? Mejor ahí le paramos porque me está poniendo bien nurótica.

Cuquita estaba a punto de explotar y Azucena quería evitarlo. No sería un buen comienzo para el inicio de su vida juntas.

– Oiga, y no me ha dicho para qué es la matraca.

– ¡ Ah!, pos ésa es re' importantísima. Con sus vueltas y su sonido cambia la energía del cuarto donde se van a recibir los mensajes de onda corta y así evita interferencias de los chamucos.

– ¡Ahhhhh!

Azucena no pudo evitar el sentir una enorme curiosidad por comunicarse con el más allá. Desde que rompió comunicación con Anacreonte no tenía idea de qué era lo que estaba pasando o iba a pasar. Tal vez ésa fuese su oportunidad de saber de Rodrigo sin dar su brazo a torcer con Anacreonte.

– Oiga, ¿podría hacer una pregunta?

– ¡Claro!

Cuquita se sintió de lo más halagada con la petición y de inmediato empezó a sonar la matraca por toda la recámara. Enseguida, le dio instrucciones a Azucena de cómo poner las manos en medio del comal y de cómo concentrarse para hacer su pregunta. Azucena siguió las instrucciones al pie de la letra y en unos segundos en el fax se empezó a imprimir la respuesta: «Querida niña, lo vas a encontrar más rápido de lo que tú esperas.»

A Azucena se le llenaron los ojos de lágrimas. Cuquita la abrazó protectoramente.

– ¿Ya ve? Todo se le va a arreglar.

Azucena asintió con la cabeza. La felicidad no la dejaba hablar. Cuquita se sentía realizada por completo. Era la primera vez que alguien usaba su aparato y había comprobado que sí funcionaba. El ambiente de la casa cambió de inmediato. Azucena lo notó y se dio cuenta de que la pequeña ayuda que le había prestado a Cuquita le estaba dando grandes beneficios. Empezó a verle el lado bueno a la situación en que se encontraba. Después de todo podía ser muy divertido y provechoso tener a Cuquita unos días con ella.

La noticia de que pronto encontraría a Rodrigo le había subido tanto el ánimo que se le ahuyentaron las nubes negras de la cabeza. Por primera vez en muchos días sintió alivio en el corazón. Y pensó que ése era el mejor momento para ponerse a escuchar su compact disc. Se sentía tan relajada que le apareció todo el cansancio acumulado. Le sugirió a Cuquita que ya era hora de dormir. A Cuquita le cayó muy bien la sugerencia. Eran las tres de la mañana y había sido un día largo. Azucena se puso los audífonos en la cabeza, se acostó en un lado de la cama y cerró los ojos. Cuquita hizo lo propio.

Pero de pronto Cuquita descubrió el control de la televirtual y enloqueció de gusto. Se le olvidó el sueño, el cansancio y el dolor de los moretones. Toda su vida había querido tener una televirtual y nunca había tenido dinero para comprarla. A lo más que había llegado era a tener una televisión de tercera dimensión, común y corriente. Enseguida la encendió y empezó a cambiarle a todos los canales como niña chiquita. Azucena ni cuenta se dio. Estaba escuchando tranquilamente su compact disc con los ojos cerrados.

Cuquita, como digna representante del partido de los no evolucionados, estaba gozando con morboso placer el programa de Cristina. Esa noche estaban transmitiendo en vivo desde la cárcel de un planeta de castigo. Con la ayuda de la cámara fotomental, los pensamientos de los peores criminales que ahí se encontraban eran convertidos en imágenes de realidad virtual. De esa manera, los televirtualenses podían instalarse en medio de las recámaras donde habían ocurrido los incestos, las violaciones, los asesinatos. Cuquita estaba encantada. Ese tipo de emociones fuertes no las tenía desde que estaba en la escuela. El sistema de enseñanza utilizaba el mismo método para que los alumnos aprendieran lo terrible que eran las guerras. Los ponían en medio de una batalla a oler la muerte, a sentir en carne propia el dolor, la desesperación, el horror. Sabían que ésa era la única manera en que el ser humano aprendía, recibiendo las experiencias a través de los órganos de los sentidos. Y se esperaba que después de ese aprendizaje directo nadie se atrevería a organizar una guerra, a torturar o a cometer cualquier clase de infracción a la ley, pues ya sabían lo que se sentía. Pero no era así. Efectivamente, se había controlado la criminalidad, pero no tanto porque el hombre hubiera aprendido la lección, sino por los avances de la tecnología. Hasta antes del asesinato del señor Bush nadie se había atrevido a matar, no porque no se les hubiera antojado, sino por el temor al castigo. Con los aparatos inventados nadie se escapaba de que lo capturaran. A los seres humanos, entonces, no les había quedado otra que aprender a reprimir sus instintos criminales, pero eso no quería decir que no los tuvieran. No, para nada. La prueba era el enorme rating que tenían los programas de Cristina, Oprah, Donahue, Sally, etcétera, donde los televirtualenses podían experimentar todo tipo de emociones primitivas. El gobierno permitía su transmisión porque así el pueblo canalizaba sus instintos asesinos y era más fácil mantenerlos bajo control.

Cuquita no podía creer lo maravilloso que era encontrarse en el centro de la acción. Estaba encantadísima presenciando el asesinato de Sharon Tate. Le gustaba mucho sentir el miedo instalado en todo su cuerpo, la piel de gallina, los pelos erizados, la voz ahogada. La violencia le provocaba náusea, pero como buena masoquista la consideraba parte de la diversión. En ésas estaba cuando empezaron los comerciales. Cuquita se puso furiosa, le habían dado en la madre a su sufrimiento. Con desesperación empezó a cambiarle a todos los canales tratando de encontrar otro programa similar, cuando sus ojos fueron atrapados por el color rojo incandescente. La lava siempre había tenido un poder hipnótico sobre ella.

En ese momento estaban transmitiendo en directo desde el planeta Korma. Isabel caminaba entre los sobrevivientes de la erupción. Se encontraba en Korma junto con una misión de salvamento. Había querido que ése fuera el primer acto de su campaña a la Presidencia Mundial. Cuquita, gracias a la televirtual, de pronto se encontró en el lugar ideal de toda metiche: justo en medio de Isabel y Abel Zabludowsky, que no deja de comentar lo increíblemente bien que Isabel llevaba sus ciento cincuenta años. «¡Así quién no!», comentó Cuquita. Isabel tenía años trabajando como Embajadora Interplanetaria. En cada viaje se ahorraba cantidad de años porque la diferencia de horarios entre planeta y planeta sumaba muchos meses. Al regresar de un viaje, que para ella había sido de una semana, se encontraba con que en la Tierra ya habían pasado cinco años. Pero ni porque se veía tan joven Cuquita se hubiera cambiado por ella. Se preguntaba: «¿Cuántos sopes deja uno de saborear en esos años perdidos? ¿A cuántos bailes de quince años se deja de asistir?» Isabel empezó a repartir comida entre los damnificados de la erupción, todos los primitivos se le lanzaron en bola para obtener su parte. Los guaruras repartían golpes indiscriminadamente tratando de protegerla.

Cuquita dio un brinco en la cama y empezó a gritarle a Azucena.

– ¡Azucena, Azucena, mire!

Los guaruras de Isabel eran los supuestos trabajadores de la compañía aereofónica y Azucena, bueno, más bien Ex Azucena, porque su cuerpo lo ocupaba otra persona, Azucena abrió los ojos medio atontada y trató de ver qué sucedía. Presenció cómo los guaruras de Isabel la alejaban del grupo de hambrientos salvajes. Azucena se impresionó al ver que uno de los guaruras poseía su ex cuerpo y que al lado de él se encontraba el cuerpo del ex aerofonista. Pero casi se desmayó cuando vio a Isabel acercarse a un hombre alejado de todos los demás: ¡era el mismísimo Rodrigo! Azucena estaba soñando con él cuando Cuquita la despertó y ahora no sabía si lo que veía era parte de su fantasía o si era verdad.

Rodrigo estaba concentrado en tallar con una piedra una cuchara de madera. En cuanto vio a Isabel acercarse, se levantó. Isabel le dio una torta de tamal, pero Rodrigo, en lugar de tomarla, se acercó a Ex Azucena y le acarició la cara, tratando de reconocerla. Ex Azucena se puso nervioso. Isabel se quedó intrigada. Cuquita se escandalizó. Y Azucena se dedicó por unos breves minutos a acariciar a Rodrigo con todo su amor. No fue mucho tiempo, pero sí el suficiente para que su desesperación al verlo desvanecerse en el aire fuera inmensa. Las imágenes de todos los presentes en Korma dieron paso a las de los futbolistas en el campo de entrenamiento. En el noticiero habían pasado a la sección deportiva. Cuquita y Azucena se miraron entre sí. Azucena lloraba desesperada.

– ¡Ese era Rodrigo!

– ¿Ése?

Cuquita estaba muy sorprendida del estado lamentable en que se encontraba.

– Sí.

– ¡Y ésa era usted!

– Sí.

– ¿Y qué hace su novio en Korma?

Azucena no lo sabía. Lo único que sabía era que estaba metida en un lío gordo. Si los hombres que intentaron asesinarla y le robaron su cuerpo eran los guaruras de Isabel, Isabel tenía que ver en todo eso. Si Isabel tenía que ver en todo eso, tenía el poder de su parte. Y si tenía el poder de su parte, iba a estar cabrón enfrentársele. Azucena rápidamente empezó a imaginar cuáles eran las razones que Isabel había tenido para querer matarla. De seguro que ella había mandado matar al señor Bush. Luego, había elegido a Rodrigo como candidato ideal para ser acusado del asesinato. ¿Por qué a él? Quién sabe. Luego, se había enterado de que Rodrigo había pasado toda la noche del crimen haciendo el amor con ella, y el paso lógico fue mandar eliminar a la coartada, o sea, a ella. Bien, hasta ahí todo iba muy bien. Pero ahora ¿qué seguía? A Isabel le convenía tener a Rodrigo como el asesino. Pero ahora ¿cómo iba a hacer para que Rodrigo no declarara su inocencia ante las autoridades? A lo mejor no estaba en sus planes que declarara. A lo mejor por eso lo había llevado a Korma. A lo mejor pensaba dejarlo allá para siempre. A lo mejor… a lo mejor. Lo que no entendía era la manera en que Isabel se arriesgaba a que todo se le viniera abajo. ¿Qué tal que uno de los virtualenses que en ese momento estaba viendo el noticiero reconocía a Rodrigo y lo denunciaba? ¿Qué pasaría? ¿Quién sabe? Azucena no le veía la solución al problema en que se encontraban, pero Cuquita, tal vez por su menor capacidad analítica, sí. Sin esforzarse mucho tomó una resolución.

– Tenemos que ir por su novio y traérnoslo -ordenó.

– No podemos. Lo busca la policía. Dicen que es el cómplice del asesinato del señor Bush, pero no es cierto, él estaba conmigo esa noche.

– Me consta. Los rechinidos del colchón no me dejaron dormir.

Azucena recordó su noche de amor y aumentó la intensidad a su llanto.

– No llore. No importa que lo busque la policía, pos le cambiamos el cuerpo y ya, ¡se acabó el problema! Ya no estamos en los tiempos de mi abuelita cuando decían «¡Qué horror!, la casa caída, los trastes tirados, los niños enfermos, el papá enojado. ¡Ay qué cuidado!» No, ahora al mal tiempo hay que darle buena cara. Seqúese las lágrimas, ¡y a toarmas!

Azucena dejó de llorar y se rindió mansamente ante la voluntad de Cuquita. Ya no podía más. Había recibido demasiadas heridas en muy poco tiempo. En el transcurso de sólo una semana había perdido a su alma gemela, había estado a punto de ser asesinada, se había visto forzada a realizar un trasplante de alma, había descubierto el crimen de un gran amigo, había visto cómo su querido cuerpo era ocupado por un asesino y, por último, había encontrado a Rodrigo en condiciones lamentables, corriendo un grave peligro y en un lugar prácticamente inalcanzable para ella. ¡Qué desesperación! Se sentía profundamente violada, agredida, indefensa, frágil, agotada, incapaz de tomar cualquier decisión.

– Tenemos que irnos mañana mismo.

– ¿Pero cómo? Yo no tengo dinero. ¡Usted menos! Y ya ve que los viajes mterplanetarios son carísimos.

– Sí, no son lo que se dice una vilcoca, pero ya encontraremos la manera…

De pronto, Cuquita y Azucena se miraron a los ojos. Los ojos de Cuquita tuvieron un destello de lucidez y le transmitieron a Azucena la genial idea que se le acababa de ocurrir. Azucena la captó de inmediato y gritó al mismo tiempo que ella:

– ¡El compadre Julito!


* * *

Azucena iba desesperadísima. La nave interplanetana del compadre Julito era una vil nave guajolotera que hacía paradas en todos y cada uno de los planetas que encontraba en su camino a Korma. Cada vez que la nave se detenía Azucena sentía que el Universo entero suspendía su ritmo. Ya había hablado con el compadre Julito para ver la posibilidad de hacer un vuelo directo, pero el compadre Julito se había negado terminantemente, y de manera sutil le había recordado a Azucena que ella no estaba en posibilidades de exigir nada pues viajaba de a gratis. Por otro lado, el compadre estaba obligado a hacer las paradas, pues, aparte de llevar el Palenque a planetas muy poco evolucionados, tenía otros dos negocios que le redituaban grandes ganancias económicas: renta de nietos a domicilio y esposos de entrega inmediata. En las colonias espaciales muy alejadas había hombres o mujeres de edad avanzada que nunca habían podido casarse ni tener nietos y que caían en estados de depresión muy profunda. Entonces, al compadre Julito se le había ocurrido el negocio ideal: alquilar nietos. Y precisamente ahora estaba en la temporada alta, pues los niños huérfanos acababan de salir de vacaciones. Otro de los negocios que tenía mucha demanda era el de esposos o esposas de entrega inmediata. Cuando hombres o mujeres jóvenes estaban en alguna misión espacial por períodos prolongados, se les alborotaban las hormonas. Como no era nada recomendable que mantuvieran relaciones sexuales con los aborígenes, sus parejas en la Tierra les mandaban un esposo o esposa sustituto, según fuera el caso, para que así pudieran satisfacer sus apetitos sexuales adecuadamente. No sólo eso, el amante sustituto se aprendía de memoria mensajes y poemas a petición expresa del cónyuge y se los recitaba a los clientes en el momento de hacerles el amor. Por lo tanto, la nave, aparte de los gallos de pelea, los mariachis, las vedettes y las cantantes del Palenque, estaba llena de niños, esposos y esposas sustitutos.

Azucena estaba a punto de volverse loca. ¡Ella que necesitaba tanto silencio para organizar sus pensamientos! ¡Y el ruidero que reinaba en la nave que no le ayudaba para nada! Niños corriendo por todos lados, los mariachis ensayando Amorato corazón con un cantante que era la reencarnación de Pedro Infante, los esposos sustitutos ensayando su numerito con las vedettes, la abuelita de Cuquita ensayando a tientas una puntada de gancho, el borracho esposo de Cuquita ensayando sus vomitadas, los gallos ensayando su kikiriquí, y el «coyote» cuerpovejero -que le había vendido su nuevo cuerpo- ensayando sin buenos resultados un intercambio de almas entre una vedette y un gallo.

Ante esa situación, Azucena no tenía más que dos opciones: volverse loca de desesperación al no poder obtener la calma que necesitaba, o ponerse a ensayar algo como todos los demás. Decidió ponerse a practicar el beso que le iba a dar a Rodrigo en cuanto lo viera. Y con gran entusiasmo experimentó y experimentó cuáles serían los mejores efectos de un buen beso chupeteador poniendo el dedo índice entre sus labios. Dejó de hacerlo cuando uno de los esposos sustitutos se ofreció a practicar con ella. Azucena se apenó de que la hubieran descubierto, y entonces decidió mejor aislarse de ese mundo de locos. Como todos los amantes de todos los tiempos quería estar sola para poder pensar en Rodrigo con más serenidad. La presencia de los otros le estorbaba, la distraía, la molestaba. Como no era posible hacer desaparecer a todos los de la nave, cerró los ojos para recluirse en sus recuerdos. Necesitaba reconstruir nuevamente a Rodrigo, darle forma, recordar el encanto que tenía estar unida al alma gemela, revivir esa sensación de autosuficiencia, de plenitud, de inmensidad. Sólo la presencia de Rodrigo podía dar sustancia a la realidad, sólo la luz que iluminaba su sonrisa podía liberar la tristeza que apretaba el alma de Azucena. La idea de que pronto lo vería hacía que todo cobrara nuevamente sentido.

Se puso los audífonos y empezó a escuchar su compact disc. Lo único que quería era internarse en un mundo diferente del que se encontraba. Ya había perdido la esperanza de que la música le provocara una regresión a la vida pasada en la que había vivido al lado de Rodrigo. La noche anterior había escuchado por completo su compact disc con la ilusión de encontrar en él la música que le habían puesto cuando presentó su examen de admisión en CUVA, pero nunca la encontró. Así que, como de antemano sabía que la música contenida en ese compact disc no era la que buscaba, se relajó y se perdió en la melodía. Curiosamente, al quitarse de encima la obsesión de hacer una regresión, dejó que la música entrara libremente a su subconsciente y la llevara de una manera natural a la vida anterior que tanto le interesaba.


PRESENTACIÓN 2:

O mio babbino caro (Aria de Lauretta)

Gianni Schicchi – Puccini

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