Tener una familia

Como siempre, las imágenes de las historias se me adelantan. Los primeros resentimientos de Madre tendrían que haber pasado por aquí hace rato, y los he dejado ir. Son tantos que, cuando los recuerdo, no sé dónde ponerlos. A Madre le costó mucho perdonar que Padre, mientras estaban de novios, fuera a revolcarse con las sirvientas en los bailes en vez de quedarse conversando con los futuros suegros y dándose a conocer un poco más.

Padre hubiera preferido acostarse con ella antes del casamiento. Hacía ya tiempo que deseaba hacer el amor con una mujer de su clase. Aún no le había sucedido: sólo con putas y con sirvientas. Sentía curiosidad por saber cómo era el deseo de las mujeres que consideraba normales. Pero Madre nunca lo deseó: ni siquiera cuando aceptó casarse. Pasaba el día bordando sábanas y cosiendo camisones de organdí con moños de seda en el pecho y vestidos surcados de pliegues, con las mangas abullonadas: su ajuar de novia. Llegaba Padre a verla, y sentado a sus espaldas, en el confidente, le narraba los azares de las cosechas y las lidias con los peones. Madre fingía deslumbrarse, para que Padre se decidiera de una vez a besarla, lo que equivalía a fijar la fecha del matrimonio. Cuando por fin lo hizo resultó un fiasco. Le pidió permiso y apenas le acercó los labios a la frente. Padre estaba lleno de pasión, pero temía que Madre reaccionara mal si descubría que su ímpetu era tan grande. No mostró su pasión entonces y, como suele suceder, no se atrevió a mostrarla nunca más.

Pasamos la luna de miel en blanco, solía contar Madre a las visitas: Padre tuvo dolor de muelas desde que llegamos al hotel. Tardó días en calmarse. Ah no, fue apenas un momento, decía Padre: sentí unas puntadas feroces en la muela pero al rato me alivié. Lo de Madre fue peor. Me dio unas aspirinas y se encerró en el baño. No pude sacarla en toda la noche ni a la mañana siguiente. Debí usar el baño del pasillo para mis menesteres. Cada tanto, ella me preguntaba desde adentro: ¿Y? ¿Te duele la muela todavía? Yo le contestaba: Ya no, ahora me siento bien, podes salir. Pero Madre insistía: No te creo. La muela sigue doliéndote, seguro. Cuando te crea voy a salir.

Padre debía dejarle la comida en la puerta del baño para que ella no se consumiera de hambre. Pero en cuanto llegaron a casa Madre fue otra persona.

En su encierro del baño había tenido tiempo para pensar. Sólo estaré casada cuando tenga un hijo. Habré cumplido entonces con mi obligación y Padre me dejará tranquila.

Como no quería asustarla, Padre ocultaba sus frenéticos deseos y se mostraba parco. Ella, en cambio, que sentía más bien repugnancia por el sexo, trataba de que él le hiciera el amor continuamente, para preñarse de una buena vez. Vaya a saber cuánto duró aquel malentendido. Madre lo acosaba con tal entusiasmo que Padre pensaba: Me ama. Me haré desear hasta que el deseo la canse.

Y ella, por su parte, ansiaba que cada encuentro, fuera el último.

Cada vez que se disponían al amor, Padre pasaba largo rato mirándola. Dejaba a un lado los quevedos, en la mesa de luz, y a tientas recorría el vientre rígido de Madre, los músculos tensos y los senos estrechos. No aventuraba Padre más que la mirada: los ojitos azules y miopes. El olor de Madre subía hacia él y se quedaba prendido a los estambres de su memoria. A veces, arriesgándose, trataba de besarla. Inexorablemente Madre lo disuadía: ¿Para qué me besas? No perdamos el tiempo. Vos sólo hace lo que tenes que hacer. Pero apenas Padre se saciaba, sin conseguir saciarla (Madre nunca le dijo: Ya estoy saciada. Decía: No me toques. O bien: Quiero de nuevo, vamos. Quiero hacerlo de nuevo), apenas el amor se desprendía de sus cuerpos, ella quedaba con un sentimiento de vacío. Es como si nada hubiéramos hecho, pensaba. Por mucho que él se esfuerce, su semilla no prende. ¿Será que tiene el agua demasiado floja: leche aguada?

Y sin embargo, decía Madre, ahora que hemos empezado ya no podemos volver atrás. La impaciencia por quedar preñada le consumía los nervios. Padre se ahogaba, extenuado, confundía la impaciencia con deseo. Amaba a Madre y sin embargo, en esas primeras semanas de matrimonio, no sabía de qué hablar con ella. Despertá, vamos, le decía Madre: hagámoslo de nuevo. Padre trataba de calmarla: Mañana. ¿Por qué no esperamos a mañana? No puedo ahora. Me has secado. Sos insaciable, sos maravillosa, pero no puedo más. Madre no entendía: estaba demasiado pendiente de su apremio. Sentía que el cuerpo, tanto tiempo frío, se le desperezaba, como si hubiera entrado en una estación termal. Mi cuerpo, ahora -se decía Madre-, tiene la temperatura justa de la fertilidad. Si dejo pasar el momento, puede que nunca vuelva. Y atrayendo hacia sí la cabeza de Padre, reclamaba: Acércate, hay que hacerlo otra vez.

Una mañana sintió por fin las náuseas del embarazo: el hijo ya estaba adentro. Desde que la partera le quitó las últimas dudas, no permitió que Padre volviese a tocarla.

Tiempo después, Padre la tomó por descuido (entró furtivamente en ella cuando la vio dormida, tal como ella había entrado en él para concebir a Carmona), y así nacieron las gemelas. Madre lo hizo otras pocas veces, por deber: se abría mecánicamente a la sed de Padre, pero no le daba nada de sí, más que un sucinto goce: lo que él tardaba en llenarla. La vez de las gemelas, Madre estaba postrada por una piedra atroz que le bajaba de los riñones. Sentía el áspero descenso de la piedra por los capilares, y el roce la desgarraba. Hubo un momento en que el dolor se apagó, y ella, rendida, pudo dormir al fin. Al verla descansando, inofensiva, Padre sintió deseos de penetrarla. La tomó por los hombros, la dio vuelta, y sin ningún escrúpulo se la metió. Madre trató de resistirse, pero la piedra que bajaba le había quitado fuerza. Atinó apenas a mover sus pensamientos lejos de allí, mientras el cuerpo sudaba. Las gemelas brotaron de aquella lava. Eran el mal recuerdo de Madre, y a ella nunca le interesaron las gemelas ni aun como eso: como una desolladura del recuerdo.

Cuando nació Carmona hizo esfuerzos por amamantarlo. Pensaba: Si lo amamanto tendrá una hermosa voz, como el hijo de la señora Ikeda. Pero los pezones se le agrietaron en seguida y una leche traslúcida le brotó por los poros equivocados. Madre trató de que Carmona aprendiese a lamerla: acercaba la boca desdentada y ansiosa del niño hacia los pechos heridos, y cuanto más lo apretaba contra sí, tanto más fuerte Carmona echaba la cabeza hacia atrás y la atormentaba con sus gritos.

Como el niño se consumía, Padre salió a buscar una nodriza por los ingenios azucareros. Le recomendaron mujeres fornidas y de leche áspera como la de las yeguas, pero las rechazó porque la leche de yegua servía para los mongoles y los guerreros, no para criar a un niño cantor. La que eligió se llamaba Petrona. Era escuálida y de cara alargada como un ratón, pero la naturaleza la había beneficiado con unos pezones ínfimos como semillas de uva. Madre estaba tan encantada con Petrona que mandó traer del campo a su propia nodriza para que le examinara los pechos y dijese a qué le recordaban. La nodriza estuvo toda una tarde mirándolos, y al final habló al oído de Madre, como si le confiara un secreto: «La única vez que vi pezones como éstos fue en las montañas amarillas».


Madre quedó tan aliviada por los servicios de Petrona que pasaba el día leyendo novelas. Durante la mañana tomaba un baño, se humedecía la piel con aceites y cremas, y luego de almorzar se sumergía en historias donde imperaba el azar y los personajes entraban y salían cuando les daba la gana. De un tirón leyó las desventuras de Alvar Núñez Cabeza de Vaca en los manglares de la Florida y los páramos de Texas, se desveló con los enredos de alcoba del Decamerón y envejeció con Bernal Díaz del Castillo en las hogueras ensangrentadas de Tenochtitlán. Padre adulaba su afición por la lectura comprándole las novelas de amor de Stendhal y de Flaubert, pero Madre las abandonaba en las primeras páginas porque se aburría con las historias sin cabos sueltos, en las que nada se parecía a las imprevisiones de la vida.

Tener una familia hizo que Madre se sintiera hermosa. Organizaba saraos sin música en los que cada invitado debía mostrar una habilidad inalcanzable para los demás. Las mujeres llevaban la conversación mientras los maridos permanecían de pie, como adornos desconcertados, ocupándose cada tanto de servir un jarabe de vino suave con hojas de canela. Aunque se hablaba siempre de lo mismo, los temas cambiaban con las estaciones y nadie quería permanecer fuera de lo que iba decidiendo el tiempo. Primavera y otoño eran las enfermedades. Las señoras solían cifrar su felicidad en dolorosos cálculos de vesícula o en matrices vaciadas con saña. Contaban entusiasmadas los detalles quirúrgicos más atroces hasta que alguien las interrumpía: «¿Y usted por qué se atormentó así? Ahora se han descubierto remedios milagrosos para esos males». Verano era el mar, las ciudades inalcanzables del mundo, las montañas amarillas. Invierno era Karakorum en Mongolia y Ormuz en el golfo Pérsico, eran las ruinas de Nínive y los templos enterrados de Murzuk: las visiones que aparecían en los sueños.

Madre era una de las pocas que conocía las montañas amarillas, y solía describirlas con tanta admiración que terminaba por gastar la intensidad del paisaje. Nadie había entrado en las montañas desde que los aludes destrozaron las veredas de piedra, y la gente pensaba en ellas como si pertenecieran al pasado y fueran algo a lo que ya no se podía volver. Cada tanto, los gobernadores prometían construir un nuevo camino, pero las obras avanzaban siempre hasta un mismo punto, en el antiguo curso del río, y allí quedaban abandonadas.

Tuviese o no dinero, Madre se desentendía de los niños. Sólo se dedicaba a leer novelas y a escribir listas de invitados para los saraos, en las que de continuo ponía y sacaba nombres. Temía que tal o cual amiga se ofendiera si la excluía -y a veces tenía que hacerlo, no por mala voluntad sino porque no había cómo sentar a más de veinte personas en la casa-, y se afligía imaginando que a sus espaldas se hablaba mal de ella por no retribuir a tiempo las invitaciones. El afán por quedar bien ocupaba la mayor parte de sus pensamientos. Se deprimía tanto cuando no la tomaban en cuenta para alguna fiesta de importancia que pasaba el día entero en cama, con paños fríos en la cabeza. Nadie podía entonces hacer el más leve ruido: bastaba que alguien levantara la voz para que a Madre se le astillaran los nervios.

Al casarse, Padre cobraba una renta holgada por el arriendo de sus fincas a los ingenios de azúcar. La bonanza terminó cuando los ingenios reclamaron el pago de unas deudas ilusorias y se apoderaron de las tierras. Padre acudió a unos abogados que lo encenagaron del todo, y cuando nacieron las gemelas estaba tan quebrado que ni aun trabajando los domingos quedaba en paz con la adversidad.

En el afán por disimular la pobreza, Madre se entregó a una desenfrenada vida social. Como ya no la invitaban tan seguido a los saraos, se presentaba en todos los velorios de buen tono, donde no se notaban tanto las diferencias de fortuna y era posible mantenerse al día con las últimas historias de noviazgos y enfermedades.

Fue en aquella época tan desdichada cuando la señora Doncella perdió a su esposo en un accidente de caza. La señora había sido el modelo inalcanzable de las amigas de Madre, un compendio absoluto de belleza y finura, a tal punto que cuando les preguntaban: «¿Como quién les gustaría ser: como Greta Garbo, como Rita Hayworth o como Doncella?», todas elegían a Doncella sin vacilar. Con los años, la admiración se había ido convirtiendo en envidia. Madre quería parecerse en todo a la señora Doncella, hasta en lo prematuro de la viudez.


La visita de pésame fue uno de los primeros recuerdos de Carmona. Tendría cuatro años a lo sumo y Madre lo había vestido para la ocasión con una camisa blanca, de cuello grande y almidonado. La casa de la señora Doncella estaba llena de sombras que se afanaban entre bandejas de café y coronas de flores. La llama oscilante de los velones hacía que los objetos se estremecieran, como si también ellos fueran a morir. Al acercarse a la capilla ardiente, Carmona distinguió un enorme cuerpo violáceo que yacía sobre una tarima. La bala había entrado por la garganta del difunto, destrozando tantas arterias y músculos que, si bien el orificio quedaba disimulado por una venda de seda, la cara, llena de hematomas, era una imagen de pesadilla. Sin dar la menor muestra de repugnancia, Madre besó al cadáver en la frente y luego, alzando en brazos a Carmona, le ordenó que lo besara él también. El niño se resistió. «¡No quiero, Madre! ¡No quiero!» Los forcejeos y el llanto hicieron cesar las conversaciones. Todas las tazas de café se detuvieron a la vez. Madre adivinó la mirada reprobadora de la señora Doncella, que venía a clavársele en algún lugar ya lastimado de su orgullo.

– ¡Tenes que ser más educado! -ordenó Madre, hablándole al oído.

Inmovilizó los brazos de Carmona y lo empujó con fuerza hacia la cara del difunto. Años después, al evocar la escena, Carmona diría que había tenido miedo de mancharse la camisa con los hilitos de sangre que festoneaban la venda de seda, pero no era verdad. Lo que seguía aferrado a su recuerdo era el aura de frío que exhalaba el cadáver: la crisálida de otro mundo que sus labios habían alcanzado a rozar. Llevaba impresa con tanta intensidad esa primera imagen que aun después de que Madre muriera, cuando los gatos lo privaron del sentido del tacto y perdió toda noción de lo frío y de lo áspero, aun entonces, la vehemencia con que Madre lo había obligado a besar la frente del difunto seguía lastimándole la memoria y haciéndolo sollozar por dentro.


Todos los saraos de Madre comenzaban temprano. Llegaban las visitas a eso de las siete, en coches de plaza y en voiturettes descapotadas, y no se marchaban sino a las diez, luego de arrasar con las empanadas de hojaldre y los buñuelos de miel que Madre preparaba en el sigilo de la siesta, de espaldas a los borborigmos ávidos de Carmona y al lloriqueo de las gemelas. ¿Les parece que vendrán todos hoy: no nos harán a menos?, se inquietaba Madre cuando la hora se acercaba y no se oía motor alguno en los alrededores. Si era verano y el sol tardaba en ocultarse, Madre se quedaba mirándolo desde la reja que daba al jardín del fondo con ojos tan amenazadores que el sol se precipitaba de una vez en la raya del horizonte. Nadie llegaba antes de oscurecer: un vapor malsano brotaba del asfalto y los pájaros caían de los árboles ralos, desmayados por la insolación. En primavera, en cambio, las visitas aparecían con la luz aún alta, luciendo los primeros vestidos blancos con volados y las capelinas de paja de las que colgaban cintas de colores.

Cuando los invitados eran los de siempre, Madre se distendía y hasta se daba el lujo de enriquecer con versos de la peor calaña los lugares comunes de la conversación. Su memoria era un asombroso depósito de ripios y cacofonías. Pero si entre los visitantes figuraba la señora Doncella, Madre se trastornaba: ninguna delicadeza de su cocina le parecía atinada y no sabía cómo hacer para hablar con ella de novelas y no de óperas. La versación de la señora Doncella en óperas italianas no admitía rival en la ciudad, y desde que había decidido tomar en sus manos las riendas de la Sociedad Filarmónica convocaba a los grandes tenores y sopranos jubilados para que exhalaran sus cantos de cisne. Como era jactanciosa, solía interrumpir hasta los diálogos más apasionantes sobre enfermedades o adulterios con algún comentario fuera de lugar sobre barítonos de moda o recitativos que ya no se cantaban.

Cierta vez provocó a Madre preguntándole cuál de las versiones de María Callas en el aria O patria mía le gustaba más: si la de 1949, cuando la Divina era una gorda de noventa kilos, o la de 1955 en La Scala de Milán, después de perder la voz. Madre no conocía ninguna, pero logró salir del paso con soltura: «Soy un poco arbitraria con las sopranos», dijo. «La única que me gusta es Renata Tebaldi.» Desde entonces, la señora Doncella le cobró respeto.


Cierta mañana, en vísperas de un sarao, Madre abrió el horno para cocinar unos pasteles de hojaldre: los goznes de la puerta chirriaron y el agudo sonido metálico siguió vibrando largo tiempo, aun después de cerrar el horno. No era el gozne, advirtió Madre, sino una extraña voz humana que se elevaba hasta el do de las sopranos y lo sostenía en las alturas, sin desafinar: la misma que había oído en las montañas amarillas. Aguardó a que la voz regresara, y como nada ocurría, abrió de nuevo la puerta del horno por si el azar establecía una caprichosa relación entre los dos sonidos. No se equivocó. A la vibración del gozne sucedió otra vez un do prolongado. Madre siguió por todo el patio la estela tenue que iba dejando la voz, hasta que llegó a los dormitorios. Vio a Carmona jugando con unos pájaros de madera; a su lado, las gemelas desvestían a las muñecas. La voz estaba allí, pero no parecía brotar de ninguna garganta: se deslizaba sola en el aliento de Carmona y luego, tomando impulso, invadía todo el cuarto. Fluía de un puntito entre los labios del niño y aun cuando no se la oyera en otra parte seguía vibrando allí durante mucho tiempo: todos los ángeles del paraíso se ponían a volar en ese mínimo cielo oscuro.

En lo primero que pensó Madre fue en la maravillosa oportunidad que se le presentaba de impresionar a la señora Doncella. Ni corta ni perezosa la invitó para el siguiente sarao. La señora llevaba sólo seis meses de luto y, aunque no se perdía concierto de la Filarmónica, se movía poco en sociedad. A Madre le costó convencerla, pero lo consiguió al fin con una descripción insuperable de la voz. «Es como en el Dante», le dijo (el Dante era el poeta favorito de la señora): «L'amor che move il solé e l'altre stelle».

Nunca Madre esperó un sarao con tanta impaciencia. Durante la semana se mantuvo a distancia de la voz, pero la oía fluir: cada vez más dueña de sí, arisca, como una llaga de la luz. Bastaría que Doncella la sintiera cuando la voz estaba en retirada, plegándose sobre sí misma, para que no pudiera ya pensar en otra cosa. Acaso hasta dudara de lo que oía. Madre misma, en las montañas amarillas, había tardado en resignarse a la evidencia de una voz como ésa. Y ahora, ¡cuánta excitación sentía! A Padre, en cambio, todo le daba lo mismo. Desde que era un hombre casado ya nada lo impresionaba.

Llegó por fin el día. Aún con el sol arriba, cuando faltaban horas para que aparecieran los invitados, Madre vistió a Carmona con la blusa blanca de cuello almidonado que era el uniforme de las grandes ocasiones, y lo puso a jugar con los pájaros de madera en el cuarto de las gemelas. Quería que todo estuviera igual a cuando oyó la voz por primera vez. Y en verdad la voz brotó en una o dos ocasiones por sí sola, sin que fuera necesario abrir el horno y alentar el canto con el chirrido de los goznes.

El calor se iba tornando más brioso cuanto más avanzaba la tarde. Un relente de tormenta agrietó el cielo. Carmona se cobijó de la sofocación en el fresco de los mosaicos, entre las camas de las gemelas, y allí se fue adormeciendo, lejos de los pájaros de madera. Al cabo de un rato, sintió el perfume a rosas de la señora Doncella y el trajín de las conversaciones. Madre se paseaba inquieta, con un vestido blanco de broderie y una rosa roja de tela junto al escote. Se la oía hablar sin ton ni son. Decía frases inútiles como: «Al calor tórrido del verano sucede la temperatura dulce del otoño». Nadie le hacía caso. Las gemelas dormían sobre un hato de muñecas desvestidas. Carmona oyó piar a los zorzales afuera; después, lo desconcertó un trueno. En un momento dado sintió un amago de brisa y también él se durmió.

Lo despertó la voz alterada de Madre. Vio el tumulto de los invitados al otro lado del cuarto, congeladas las facciones en una sonrisa boba, y por primera vez oyó a la imperiosa señora Doncella: «A ver, niño: ¿dónde está esa vocecita prodigiosa?». Obediente, Carmona puso el sueño a un lado y sopló, para que le saliera la voz. Pero la voz no se dejaba manejar. Le molestaba que la estuviesen mirando. «Anda a lavarte la cara», le ordenó Madre. Las gemelas se asustaron y rompieron a llorar. Padre se las llevó del cuarto mientras Carmona se mojaba los ojos con el agua indecisa de la canilla, que salía fresca o hirviendo, sin razón. Cuando volvió, Madre puso a su alcance los pájaros de madera. «No me hagas quedar mal con las visitas», le dijo. «Canta una sola vez y te dejaremos tranquilo.» Carmona entreabrió los labios y dibujó el minúsculo foso negro donde la voz anidaba, pero por más que sopló y sopló, la voz no vino. «Sos un caprichoso», le dijo Madre, «te gusta verme sufrir». Algo brotó por fin, pero no la voz sino un chillido innoble, penetrante, como el de los goznes del horno.

La señora Doncella se retiró casi en seguida, y Madre pasó el resto de la velada en tal estado de humillación que no abrió la boca. Para no cargar con sus reproches, Padre llevó al patio una hamaca de mimbre y, con el pretexto de cuidar a las gemelas, las meció durante horas, en silencio.

Carmona se refugió en su cama, sin poder dormir. Esperaba que Madre apareciera en cualquier momento y lo aplastara con el peso de su odio. No bien Madre viniera, se pondría de rodillas y le pediría perdón. Tal vez Madre dijese: «¿De qué te voy a perdonar, Carmona? ¿Acaso tenes la culpa de que la voz no te haya obedecido?». Pero Madre no vino. Carmona sintió que la ofensa de Madre lo seguiría esperando a lo largo de todo el futuro y que se le pondría por delante de cualquier cosa que hiciera.

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