La voz

La señora Doncella no era todavía un personaje tan decisivo en la vida de Carmona como lo sería muchos años después, cuando Madre ya estaba muerta. Siempre fue de una belleza extraña, sin edad. Al enviudar tendría veinticinco años, tal vez un poco menos: ya imponía, sin embargo, el respeto de una matrona. Cuarenta años después se la veía más joven. Las desventuras pasaban a su lado sin tocarla, como si no la reconocieran. Aun ahora, cuando ya todo ha terminado, sigue pareciéndose a la madona rubia que Paul Delvaux pintaba con tanta insistencia en la vejez: la que aparece desnuda en uno de sus mejores óleos, El sillón azul, y que sin duda es la misma de El jardín, donde se la ve sentada en un sofá de terciopelo, con los pechos al aire y el pubis desafiante, tocada con una capelina como las de Madre; es fácil ver que Delvaux la amaba mucho. La señora tenía el pelo lacio y largo, más dorado cuanto más cerca estaba de las raíces; los grandes ojos negros de párpados pesados, el mentón corto, infantil, que disimulaba su fuerza de carácter, y unos senos de adolescente, abiertos en ángulo obtuso, que ella disimulaba con espléndidas gargantillas de oro precolombino. En nada se asemejaban los pies, sin embargo: los de la modelo de Paul Delvaux se ven rústicos y palmeados; la señora Doncella, en cambio, lucía unos botines largos y finos como lenguas de gato. Olía siempre a rosas frescas y, aunque por su apariencia hiciera en todo justicia al nombre de Doncella, cuando hablaba era siempre tajante, imperativa, irresistible. No conozco a nadie que se hubiera negado a cualquiera de sus deseos. Salvo, tal vez, Carmona, aquella tarde en que no le brotó la voz. Pero ¿quería la señora oírlo en esa ocasión, o prefería más bien esperar hasta tener la voz para ella sola, como en verdad sucedió, tiempo después?


Carmona aprendió a reconocer las letras en las vidrieras de las jugueterías y en los envoltorios de los caramelos, y se entretenía barajando los sonidos en alta voz: don, la, mo. No pasaba de ahí. Sabía leer cuatro consonantes y tres vocales, pero sus manos carecían de destreza y era incapaz hasta de dibujar un redondel. Un día se acercó a Madre con un lápiz y un cuaderno y le rogó que lo mandase a la escuela. Madre se opuso: «Ni lo soñés. Primero tenes que aprender a dominar la voz».

Había en la casa un viejo fonógrafo de bocina salvado de los montepíos. Madre lo desempolvó y le cambió la púa. Cada tanto hacía escuchar a Carmona los prodigios de Elvira de Hidalgo interpretando a la Reina de la Noche y los trinos de Lily Pons en la escena de la locura de Lucía de Lammermoor. Ponía las arias dos o tres veces y se retiraba, con la esperanza de que Carmona, a solas con la voz, repitiera los sonidos sin equivocarse. Madre sentía que su cuerpo volvía entonces a la juventud, en las montañas amarillas, y se hacía la ilusión, por un momento, de que no había malgastado la vida. Pero vaya si la habías malgastado, Madre. La vida que llevabas era de lástima. Me tenías sólo a mí, y para lo único que yo te servía era para cantar.

Cada vez que terminaba una lección, Carmona insistía: «¿Y ahora por qué no aprendemos a leer?». Madre invariablemente le contestaba: «Porque cuando aprendas a leer ya no te interesará cantar». Una tarde, como premio por haber sostenido largamente uno de los do agudos de la Reina de la Noche, Madre le preguntó cuáles eran las letras que sabía. Escribieron siete en un pizarrón y jugaron a inventar palabras con ellas. Al principio, Madre componía frases sin sentido, acompañándolas con melodías improvisadas: «Mo no de la / da la ñamo». Carmona seguía: «No del ama / le da mona». Luego introducían nuevas cadencias e invertían las sílabas para convertirlas en fugas y contrapuntos. Tantas vueltas dieron que Madre tropezó, por azar, con las palabras que las luciérnagas habían dibujado la noche de su visita a las montañas amarillas.

– A ver, Carmona: ¿qué dicen estas letras?

Carmona reconocía los signos pero no sabía cómo agruparlos en sonidos.

– A mo a mo la ma no del a mo -silabeó Madre.

– Sí -agradeció Carmona-: Mano del amo. ¡Qué bonito!

– ¿Ves? -dijo Madre-. Ahora cambia las letras de lugar.

Carmona dibujó una ele.

– Lamo la mano del amo -leyó Madre-. No está nada mal.

El niño se sintió tan orgulloso que le echó los brazos al cuello y le dijo, sin pensar:

– ¡Te quiero tanto, Madrecita! -nunca la había llamado así: sólo al soñar con ella usaba esa palabra.

Molesta, Madre se desprendió:

– ¡Qué ordinario sos, Carmona! No parece que fueras hijo mío.


En el reverso de las planillas de cálculos que Padre desechaba, Carmona escribía los sonidos recién aprendidos, desplazándolos de un lado a otro maliciosamente. Cuando una sílaba se movía, el conjunto entero cambiaba de significado:

«La dama me lame el ano

El ano anda en la mala

El amo mama la nada».

Y escondía los papeles, para que Madre no los viera.


Cuando arreció la pobreza, Madre tuvo que ir a enseñar el abecedario en las escuelas. Las mujeres jamás habían trabajado en su familia, y a ella se le clavó tan hondo el estigma de la humillación que si alguna visita le preguntaba aviesamente por qué pasaba tanto tiempo fuera de la casa, Madre respondía: «Salgo a enseñar pero lo hago por penitencia y por caridad».

Si no fuera porque trabajar le parecía una deshonra, habría enseñado toda la vida. Ser maestra le permitía explicar su amor por la bandera, el himno nacional, el sable corvo que lucían los generales: lo que representara la ley y el orden. Cuando se trataba de la patria, no admitía sino afirmaciones. Todos los hombres eran heroicos, todos los paisajes eran maravillosos, todos los gobiernos eran puros. Disfrutaba enseñando a deletrear el alfabeto con las últimas palabras de los próceres y a recitar poesías que glorificaban las derrotas como ejemplos de la santidad nacional. Madre lucía su patriotismo como un signo de casta. Ser patriota significaba que si aquí he nacido es porque no quise nacer en otra parte, los huesos de mis antepasados yacen en torno de mí, ya no tengo memoria del día en que mi sangre y este lugar empezaron a pertenecerse mutuamente.

Un lunes de noviembre, cuando las clases estaban ya por terminar, vistió a Carmona de punta en blanco y lo llevó consigo a la escuela. «Ya sabes suficientes letras como para ser mi alumno», le dijo. Insistió en que debía tratarla de usted delante, de las otras maestras y llamarla señorita, como si fuera una extraña. Tampoco Carmona la podía ver como a su madre en aquellos cuartos tan diferentes a los de su casa, entre niños que recelaban de él y no se le acercaban. Él mismo, a veces, no se reconocía: era como si su cuerpo anduviese por un lado y él por otro. Madre le pedía que cantara y no le salía la voz. «Todo esto pasa porque has aprendido a leer.» Pero Carmona sabía que no era por eso. Algunas noches soñaba con campos de luciérnagas y lunas que se movían a toda velocidad de un extremo a otro del cielo, y entonces le brotaba en el sueño una sola nota muy aguda, que se quedaba pegada a los berros, en socavones que no se veían. La voz seguía dentro del cuerpo, pero el cuerpo siempre estaba en otras partes, a las que él nunca llegaba.


Las desventuras de la familia no duraron mucho. Cambió el gobierno de la provincia y Padre se valió de las nuevas influencias para que los ingenios le devolvieran algunas fincas. La casa volvió a ser la de antes. Madre tomó una sirvienta para el planchado y otra para la limpieza. Los domingos iban varias mujeronas a cocinar fuentes de puchero y a preparar guisos para toda la semana, que atesoraban en cacerolas de hierro.

Debieron improvisar una pieza de chapas junto a los piletones del lavadero para acomodar a las sirvientas. A veces, aprovechando el ajetreo de la cocina, Carmona se ocultaba allí y les hurgaba los enseres íntimos: aspiraba el perfume fuerte de los calzones y palpaba con delicadeza la huella negra de los pies en las chancletas que ellas usaban en las horas de desaliño: las inasibles señales de cuerpos que allí se erguían, sin dejarse ver, más verdaderos aún que en la cocina.

Una siesta, cuando las sirvientas oían entretenidas los novelones radiales en el comedor de diario, Carmona vio a uno de los gatos de los Alamino reptando hacia unas minúsculas zapatillas azules, que apestaban con la fuerza de mil pies. El gato se entretuvo reconociéndolas con las pezuñas durante algunos minutos y luego las lamió con voracidad. Era un gato negro, con una raya rubia en las ancas: al verlo hundir el hocico, Carmona tuvo la sensación de que una de las sirvientas brotaba de la zapatilla y agitaba la cola. Sintió el súbito deseo de lamer él también. Se agachó y apartó al gato. Al hundir la lengua, lo inundó un calor desconocido, y el cuerpo al que pertenecían las zapatillas le ocupó los sentidos. Una y otra vez lamió los recuerdos que daban vueltas por allí, lamió los pasos que la sirvienta no había dado aún. Lamió, lamió, con la fruición del gato.


Madre llevaba ya varios meses postrada en la cama cuando le dijo: «En cuanto te descuides, Carmona, los gatos te matarán». Un presentimiento era una manada de gatos surcando la noche; la noche era una pezuña enloquecida que seguía escarbando en los ardores del cuerpo. Un presentimiento era el ojillo alerta de los gatos, que no lo dejaba dormir.

Padre había muerto. Lo encontraron una mañana sobre las losas de una galería en construcción, azules los labios, el corazón destruido. El hematoma del infarto le amorataba el pecho. Quién sabe desde cuándo yacía allí, al sereno. Las moscas habían comenzado a cubrirlo, pero los gatos, al pasar, las espantaban con la cola. A veces, se acercaban al cuerpo y le clavaban las uñas. Tarde o temprano, los gatos se lo llevarían. «A vos también, Carmona», le recordaba Madre. «Cuando vengan a buscarte ya no tendrás escapatoria.»

A la semana siguiente, una tribu de gatos ocupó la casa. Madre dormía con dos o tres por temporada, cubriéndolos con sus sábanas y permitiéndoles que se le arrebujaran bajo el camisón. La primera de sus protegidas fue la Brepe. A los otros solía vérselos por la cocina, penetrándose junto a la lumbre. Llevaban la desvergüenza por todas partes y Madre, tan pudorosa con las personas, les consentía cualquier cosa.

Para sus alardes nupciales las gatas hembras preferían el amanecer: aunque las atormentara el deseo fingían desdén, ocultaban y ofrendaban a la vez las tetitas candentes y, cuando por fin cedían, las vergas lanceoladas de los machos les desgarraban la vagina. Del sufrimiento les venía el goce. Avanzaban más allá del dolor, sin tenerse lástima. ¿Qué habría del otro lado, cuando se cruzaba el límite? Qué: Carmona no lo sabía. Cada vez que algún deseo despuntaba en él, Madre se lo apagaba.


Aun en aquellos meses de postración, la salud de Madre parecía invencible. Ciertos días se levantaba temprano, regaba las plantas y, meciéndose en una hamaca de mimbre, al reparo del sol, leía las visiones de Swedenborg en el paraíso. El horizonte estaba siempre amarillo, por el resplandor de las montañas. Madre hablaba con nostalgia de los cráteres de agua que había visitado cuando estaba de novia, pero no quería volver a verlos. «¿Y si ya no se parecen a los de antes?», decía. «Nada es tan triste como decepcionarse de un recuerdo.» Lo que más temía, sin embargo, era que todo siguiera igual.

– Vayamos aunque sólo sea hasta el pie de la falda -proponía Carmona-. Tomar aire te hará bien.

– El aire es el mismo en todas partes -contestaba Madre-. ¿Querés que salga para que me muera más rápido? No te voy a dar el gusto.

Y si Carmona, sofocado, se alejaba de ella por un instante, Madre lo llenaba de reproches:

– Siempre me dejas sola -le decía-. No te importa nada de mí -se quedaba mirándolo con ira, dilatadas las aletas de la nariz.

– Yo te quiero, Madre -repetía Carmona desde lejos, tratando de aplacarla. Pero ella lo rechazaba:

– ¿Y eso de qué me sirve?

Pasaban juntos la mayor parte del tiempo y, sin embargo, no bien se quedaba solo, a Carmona le costaba recordar cómo era ella. Sólo el perfil cada vez más delgado y el delta de estrías sobre los labios copiaban en la memoria el lejano dibujo de la realidad. Una noche, al retirarle la bandeja de comida, la descubrió besándose con uno de los gatos en la boca: ella le lamía el hocico y el gato, ávido, metía la lengua entre sus labios.

Carmona hizo como que no veía y preguntó:

– ¿Necesitas otra cosa?

– Sí -dijo ella-. Que te vayas y no aparezcas más.

Las gemelas, atareadas con los maridos, sólo la visitaban de vez en cuando. «¿Por qué no tomas una sirvienta?», aconsejaban al hermano. «Madre no las tolera», respondía él. «Se queja de que le roban los centavos, las amenaza con cuchillos y las encierra en el baño con llave. Hasta las más curtidas se van al día siguiente. No le gusta que nadie la atienda sino yo.» Madre quería que Carmona estuviera siempre a su alcance, pendiente de sus órdenes, pero a la vez tenía miedo de que él la matara. Se lo decía una y otra vez: «¿Para qué seguís esperando? Ya que vas a matarme, mátame ahora». Él no sabía cómo hacer para apartarle la idea de la cabeza. «Lo que pasa es que no te animas», insistía Madre. «Sabes que cuando te descuides, los gatos te lo harán pagar caro.»


Una tarde la dejó dormida y fue a ver Hiroshima mon amour. La película describía una ciudad blanca, o quizás sólo la desolación de la blancura. Se veían los pasillos infinitos de un hospital, los enfermos, las escaleras, y un río de muertos a través de las ventanas. Llovían cenizas y ramas carbonizadas. En medio de las ruinas una pareja solitaria se amaba. Hasta ese momento, Carmona no había pensado en Madre. Pero vio las imágenes del mundo huérfano y la extrañó. ¿Quién era él, sin Madre?

(Madre era un reproche que le oprimía la garganta y lo volvía niño: con movimientos diestros lo empujaba hacia dentro de los ataúdes para que besara la frente de los difuntos, y así era el fin. Madre era un vacío que lo llamaba, el vientre ceñido de seda negra, el plasma tibio, la ternura: el principio. Hiroshima era Madre.)

En la película, los cuerpos desnudos de la pareja se entrelazaban: zumos, papilas, grutas. Del roce de los cuerpos subían vapores: la mirada caminaba a veces sobre los cuerpos como por un desierto y, a lo lejos, de pronto, brotaba un geiser. Se oía la voz velada del hombre, un japonés: «Eres como mil mujeres para mí». «Porque no me conoces», respondía la mujer, «sólo por eso». Una mano rayó la blancura de la pantalla y se posó sobre la nada: era una lumbre en el agua. «A lo mejor no es tan sólo por eso», decía el hombre: «No por completo». La mujer le sonreía: «Me gusta ser mil mujeres para ti». Y otra vez llovían las cenizas.

Carmona sintió necesidad de Madre, deseo, el aguijón de un amor que nunca había podido saciarse. ¿Madre era mil mujeres para él? Tal vez lo era, y aún no se lo había dicho. Quién sabe cuánto tiempo llevaba esperando Madre que alguien la abrazara y le dijera: Sos todas las mujeres para mí. Mientras no le hablaran así, ella tampoco podía pertenecer a nadie. Una mujer que no es todas las mujeres ni siquiera puede pertenecerse a sí misma.

Entró en la casa casi corriendo, el corazón ansioso, como cuando era niño. Madre leía el mismo libro de Swedenborg, meciéndose en la hamaca del patio. Hacía calor. Los pájaros volaban alto y del plumaje se les desprendían hebras irisadas. Carmona tomó las manos de Madre, que no tocaba desde hacía mucho, y las besó:

– Fuiste la única mujer para mí -le dijo-. Sos como mil mujeres -y tuvo la certeza de que Madre iba a repetir: «Me gusta que digas eso. Es lo que siempre he querido». Pero ella lo apartó con un desprecio que debía de llevar años esperando.

– Yo no soy mil mujeres. Yo soy yo -dijo-. A mí no tenes por qué meterme en tus porquerías.

Desde entonces, Carmona se había esforzado por ver a Madre tal cual era, pero la muerte no le había dado tiempo para poner la realidad en su lugar.


La noche antes de entrar en coma, Madre tenía el cuarto lleno de gatos. La Brepe estaba en sus brazos, y de tanto en tanto hundía el hocico entre los pechos fláccidos. Los otros gatos iban y venían por la cama llevando entre las fauces restos de la gran foto que Padre se había tomado junto a su última construcción: el alto pedestal para la estatua de un prócer, aún sin terminar. Madre ordenó a Carmona que arrojase a la basura los pedazos de la foto: estaban manchados por líneas de saliva, y el capitel románico en el que Padre se había esmerado tanto ya empezaba a descascararse.

Cada vez que Carmona vislumbraba en Madre algún gesto de amor se desconcertaba. Madre no podía amar a nadie, salvo a ella misma, y eso quién sabe. El amor y ella no parecían llevarse bien. Era tan inesperado para Carmona ver a Madre transportada de amor cuando jugaba con los gatos que, en vez de sobresaltarse, bostezaba.

– Me voy a la cama -dijo. Madre lo retuvo:

– Hace mucho que no cantas para mí, Carmona. Cántame ahora, mientras me duermo. En algún momento los hijos tienen que ser los padres de sus padres.

– Para cantar tengo que darte la espalda, Madre. A la voz le da miedo salir cuando te ve.

Fue hacia la puerta del cuarto y se quedó mirando el patio. La noche estaba llena de fugaces llamitas, libando de la negrura. Cantaré para ella un madrigal, Care Charming Sleep, pensó Carmona. La voz subió por los racimos alveolados de los pulmones y se dejó caer en las galerías de la tráquea. Estaba a punto de brotar cuando los gatos la inmovilizaron, clavándole los ojos.

– ¿Ves que no puedo, Madre? -dijo Carmona-. Quiero cantar, pero la voz se niega.

– No mientas -gritó Madre desde la cama-. Te pasas la vida echándole la culpa a tu voz. Cantas para cualquiera pero no para mí. Es lo único que te pido y te negás a dármelo.

Carmona trató de que su imaginación se alejara de allí, a un lugar que Madre no pudiese ver. Eso le daría confianza a la voz. Hizo un esfuerzo y pensó en los lirios de bronce que había visto brillar sobre una salina, pensó en las fotografías de unos palafitos a orillas del lago de Maracaibo, en una muchacha solitaria que lloraba en un baile, pensó en los lunares de las gemelas y en las montañas amarillas. Por un momento tuvo la voz en la punta de la lengua, pero la mirada fija de los gatos la ahuyentó nuevamente.

Corrió a su cuarto y se tendió en la cama. Madre le había llenado el dormitorio con los trastos inútiles de Padre. A los costados se amontonaban ahora columnas de facturas e impuestos de las fincas, planos, maquetas y cartapacios con interminables escuadrones de cifras que designaban quintales de hormigón y kilómetros de varillas para encofrados. Los papeles atraían un polen ceniciento y tenaz, que le irritaba la garganta.

Madre había dejado allí también los frascos de alcohol en los que Padre sumergía, de tanto en tanto, minúsculos animales rosados: larvas de la gran zanja, creía Madre. Pero Carmona sabía que no. Eran los huevos de los gatos que Padre solía castrar a escondidas. Yacían en un agua calma, azulada por la descomposición: algunos se habían desgajado en mínimas aletas, otros, carbonizados por el encierro, aún despedían calor. Cada vez que Padre los acercaba a la luz, los huevos se agitaban con pánico y trataban de ocultarse. Carmona quería vaciarlos en la pileta del fondo, que ya no se usaba, pero Madre no estaba de acuerdo.

«A Padre le costó mucho su colección de larvas», solía decir. «Lo menos que podemos hacer es respetar las cosas que le gustaban.»


Había en los frascos cierta fosforescencia que no dejaba dormir a Carmona: los destellos se convertían a veces en pequeñas burbujas impacientes, como flores de esperma. Todas las noches, al acostarse, se tomaba el trabajo de guardar los frascos en un armario, pero a la mañana siguiente aparecían otra vez al descubierto. Ahora, al salir del cuarto de Madre, aquellas mudas simientes soltaban en el alcohol estelas púrpuras de súplica. Carmona oyó caer la humedad de la noche. La luna llena resbaló en las paredes del patio y dibujó vetas de azufre y níquel, como las que había visto Madre en las montañas amarillas. En ese momento regresó la voz. Asomó su huidiza cabeza y poco a poco dejó salir el fino cuerpo, la pulpa, las membranas vibrátiles. Tanteó primero el aire con un par de escalas y luego, al ver que nadie estaba acechándola, cantó Care Charming Sleep como una adolescente intimidada. «Un poco más alto», le pidió Carmona, deseoso de que Madre la oyera. La voz avanzó con cautela por los corredores silenciosos del cuarto, y estaba a punto de levantar vuelo cuando Madre gritó:

– ¡La leche para los gatos, Carmona! ¡Te has olvidado de traer la leche!


A la mañana siguiente, Carmona despertó como a las diez. Por el patio rodaban corrientes de viento frío y en el cielo azul se veían relámpagos de tormenta. Envuelto en una sábana corrió al cuarto de Madre. Los gatos bloqueaban la puerta y andaban de aquí para allá sin sosiego, con la determinación de que nadie pasara. Entrevió el cuerpo de Madre en la penumbra, pálido y afilado, y la oyó balbucear algunas broncas palabras sin sentido. Quiso llamar su atención agitando una punta de la sábana sobre la espesa arboleda de gatos, pero ella no respondió. «Madre, no sufras», le dijo. «Voy a pedir a las gemelas que vengan. Voy a hablar con el médico. Te lo ruego: no sufras.» Qué iba a sufrir la desgraciada. Estaba desde hacía rato sumida en un coma de bienestar, del que salía cuando le daba la gana.

Se quedó un rato mirándola. Parecía que fuera a morirse de un momento a otro. Estaba indefensa, más indefensa aún de lo que estaba cuando muriese. Tengo que ganarle de mano, pensó Carmona, porque cuando muera ya no seré capaz de hacerlo.

Fue al cesto de la ropa sucia y se puso una de las mañanitas de Madre, con la esperanza de que el olor confundiera a los gatos. En cuclillas, fingiendo que deseaba acariciarlos, les tendió los brazos y los llamó con voz seductora: «Míos, míos, queriditos». Los animales retrocedieron, erizando el pelo de las ancas. «Míos, míos», repitió. A medida que se les acercaba, Carmona sentía más miedo. El filo de sus miradas se le clavaba en las vísceras. Tenía la sensación de que en cualquier momento le saltarían a los ojos. Eran capaces de lastimarlo a traición, de matarlo mientras dormía. Por fin, uno de los gatos se apartó del grupo y lamió, curioso, las manos tendidas de Carmona.

A pesar de que la lengua del animal era rugosa como un papel de lija, transmitía indefensión y ternura. «Son criaturas muy especiales, criaturas del cielo», solía decir Madre. Y era eso lo que la lengua del gato dejaba en su mano: una saliva mansa, que sólo podía bajar del cielo. Carmona no se dejó seducir. Mientras el gato lo lamía, le acarició la cabeza con suavidad y tanteó el orden perfecto de sus músculos, la elasticidad de los huesos, la porfiada vida que latía en cada centímetro de aquel cuerpo incomprensible. De pronto, con un movimiento rápido lo aferró por la cola y lo puso boca abajo. El gato lanzó unos vagidos humanos, lastimeros. Todo sucedió tan de improviso que los demás gatos sólo atinaron a montarse unos sobre otros en el rincón. De espaldas a la cama de Madre, Carmona dobló la pequeña vértebra donde terminaba la columna y quebró el hueso como si fuera una maderita. El dolor estalló con tanta nitidez que también lo hirió a él y estuvo persiguiéndolo largo rato, como un dolor lleno de ecos. Quizás un día el gato podría curarse de aquel dolor. Pero no él. El dolor que había echado a rodar era de los que marcan para siempre.

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